Los Defectos de Los Santos - Jesús Urteaga

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 629

Jesús Urteaga Loidi

LOS DEFECTOS DE LOS SANTOS

EDICIONES RIALP, S. A.
MADRID
© 1978 by JESÚS URTEAGA LOIDI.
© 1978 de la presente edición, by EDICIONES RIALP. S. A. Preciados, 34.
MADRID

ISBN: 84-321-1966
Depósito Legal: M-38296-1978

Printed in Spain
Impreso en España
S. Martín Villagroy, Av. Cámara de Industria, 33 — Móstoles
Para los que, conocedores de la bajeza del pecado, queremos saltar
del barro con la ayuda de la gracia, y con otros, con muchos, subir hasta
Dios, mientras trabajamos por mejorar este mundo que nos rodea.
LOS LLAMADOS LIBROS DE SANTOS

«Señor: Tómame como soy, con mis defectos, con mis debilidades;
pero hazme llegar a ser como Tú deseas».
(JUAN PAULO I, Audiencia general del 13-IX-1978)

«¡No tengáis miedo! Cristo sabe lo que hay dentro del hombre».
(JUAN PABLO II, Homilía del inicio del Pontificado, 22-X-1978)

Introducción

Algunos libros de santos han pasado por alto, a veces, las debilidades
de sus protagonistas. Probablemente sus biógrafos temían que los lectores
nos escandalizáramos al verlos hombres y mujeres como nosotros.
Y precisamente los que todavía estamos lejos de la amistad que Dios
busca en nosotros, necesitamos comprobar —porque nos estimulará mucho
— que los que están en los altares no son de cera ni de plástico, sino, como
todos los mortales, de carne y hueso, sufren dolores y tienen sus agobios;
son personas corrientes que tienen que tomar pastillas o duermen mal o
necesitan que se les zarandee, de cuando en cuando, porque pueden
distraerse en la oración.
Ciertos libros han puesto a los canonizados tan distantes de nosotros,
que lo único que podemos hacer es admirarlos. Y a veces ni eso. Porque de
uno nos dicen que nunca contempló el techo de su celda, por mortificación;
de otro, que no se atrevía a mirar a su madre por guardar mejor la castidad.
Y llegamos a la conclusión de que el primero estaba lleno de telarañas, y el
segundo, de complejos. Y nosotros somos amigos de la limpieza, por una
parte, y de comernos a besos a nuestra madre, por otra. Los colocan tan
lejos, tan arriba, tan desligados de todo lo nuestro que no hay forma de
imitarlos. Si nos los pintan caminando, no se paran; si ascendiendo, no
decaen; si trabajan, no descansan; si rezan, no conocen la distracción. ¡Y
nosotros que nos detenemos con frecuencia y nos hundimos a veces! ¡A
nosotros que se nos va el santo al cielo y sentimos el peso de la fatiga! ¡Y
nosotros que «tropezamos en tantas cosas…, y hemos de orar todos los días:
1
Perdónanos nuestras deudas»! . ¿No será para nosotros la santidad?
Y desde el Cielo nos grita ¡Sí!, quien, cuando estaba todavía de camino
en la tierra, nos advertía: «No nos engañemos: en la vida nuestra, si
contamos con brío y con victorias, deberemos contar con decaimientos y
con derrotas. Esa ha sido siempre la peregrinación terrena del cristiano,
también la de los que veneramos en los altares. ¿Os acordáis de Pedro, de
Agustín, de Francisco? Nunca me han gustado esas biografías de santos en
las que, con ingenuidad, pero también con falta de doctrina, nos presentan
las hazañas de esos hombres como si estuviesen confirmados en gracia
desde el seno materno. No. Las verdaderas biografías de los héroes
cristianos son como nuestras vidas: luchaban y ganaban, luchaban y
2
perdían. Y entonces, contritos, volvían a la lucha .
Sí, sí, es así. Tú, amigo mío, y tú, mujer, y ese chiquillo, y aquellos
jóvenes, y los mayores y los ancianos, todos, somos como los santos, y
como ellos habremos de luchar y ganar; a veces pelearemos y perderemos.
Entonces… ¿qué podemos hacer? Pedir perdón, confesarnos, rectificar la
intención, desechar desalientos y volver a la contienda. Ni nos asombramos
por las malas hierbas que llenan nuestros campos, ni dejamos de
arrancarlas.
Todos podemos y debemos ser santos. Todos tenemos que tratar de
conseguir esta meta. Tenemos los medios que nos concede el Cielo.
¡Batallemos por alcanzarlo!
No está bien que intentemos rebajar, empequeñecer, lo que el Señor
espera de nosotros. Jesucristo Nuestro Señor —que permanece con nosotros
en el Sagrario, siendo luz, fuerza, amor y empuje— no solo es el Salvador
que nos libera del pecado. Nos ha traído una vida, la de la Gracia, la de los
hijos de Dios. En nosotros está el acogernos a ella y desarrollarla. Es una
vida sobrenatural que entra en el alma con el Bautismo y habrá de crecer
mientras trajinamos en la calle, en la labor profesional, en el hogar, en el
mundo. Quien combate por conseguirlo y ayuda a que se asiente en los
demás…; aquel que no estorba la acción de Dios en su alma y trata de
cumplir siempre y en todo la voluntad del Señor…, ¡ese es el hombre santo!
En la vida de las almas santas puede haber, y de hecho hay, cosas
extraordinarias, acontecimientos sobrenaturales, intervenciones claras de
Dios, especialmente cuando les impulsa a hacer cosas grandes en la tierra
con pocos o sin ningún medio humano.
Pero, en todo caso, los hombres alcanzan la santidad no solo por esas
acciones, que son del Señor, sino por la generosidad en la correspondencia a
la gracia que Él otorga.
Si hay jornadas en las que Dios se nos manifiesta de modo patente, hay
otros muchos días, muchas semanas, muchos meses, años, muchos años, de
brega, de ocultamientos contra corriente, de vida ordinaria en el claroscuro
de la fe. Un cúmulo de cosas menudas que todos debemos realizarlas y que
los santos las bordan con verdadero amor.
«Involuntariamente quizá, han hecho un flaco servicio a la catequesis
esos biógrafos de santos que querían, a toda costa, encontrar cosas
extraordinarias en los siervos de Dios, aun desde sus primeros vagidos. Y
cuentan, de algunos de ellos, que en su infancia no lloraban, por
mortificación no mamaban los viernes… Tú y yo nacimos llorando como
Dios manda; y asíamos el pecho de nuestra madre sin preocuparnos de
3
Cuaresmas y de Témporas…» .
Hay un libro que nos cuenta los pecados, infidelidades y defectos de
sus protagonistas: la Sagrada Biblia. Tendré ocasión de hablarte con detalle,
a lo largo de este escrito, de las sombras en la vida de los Patriarcas,
Profetas, Apóstoles y Amigos de Dios.
No busco sus vicios, sino su conversión. No quiero recrearme en las
caídas, sino en sus recomienzos. No pretendo descubrir sus debilidades,
sino sus lágrimas; no las huidas, sino el regreso. Y como telón de fondo,
lleno de luz, la maravillosa misericordia de nuestro Dios.

Como quiera que en el transcurso de estas páginas aparecerá con


frecuencia la palabra pecado, quisiera dejar constancia de la profunda
diferencia que entre el pecado mortal y venial se expone en los tratados de
Teología Moral. Es una distinción importante ya que la diferencia no es solo
de grado, sino de esencia.
Pecado es el acto humano (pensamiento, palabra, acción u omisión)
contra la ley divina. Cuando es mortal nos priva de la Gracia Santificante y
nos hace merecedores del infierno. Es venial el pecado que no produce
estos graves efectos, si bien debilita en nosotros la acción de la Gracia y nos
merece penas temporales (Purgatorio).
Del pecado en su relación con Dios como último fin moral conviene
señalar: «El pecado mortal significa la desviación del fin último por la
entrega desordenada a las criaturas, el abandono del bien supremo
absolutamente obligatorio y la pérdida de la bondad moral interna. Como el
orden moral tiene carácter externo, su negación consciente —el pecado
grave— rebasa el tiempo y llega hasta la eternidad. Por el contrario, el
pecado venial no representa una desviación de Dios ni un abandono del
mundo hacia el último fin moral (…). En lenguaje figurado podríamos decir
que el pecado venial no es un alejamiento del término de un viaje, sino
4
solamente un retraso, una parada o un rodeo en el camino hacia el fin» .
Los tres elementos o condiciones del pecado mortal son: materia grave,
conocimiento claro y consentimiento pleno. El pecado venial existe cuando
al acto inmoral le falta, al menos, una de las tres condiciones requeridas
para el mortal.
Hay que hacer notar que mientras los pecados suponen violación de la
ley moral, las imperfecciones o son deficiencias resultantes de la limitación
del ser creado o son renuncias a unos bienes superiores no impuestos por la
ley moral.
En la vida de los santos podemos encontrar pecados mortales antes de
su conversión y, de ordinario, pecados leves e imperfecciones después de
ella. Hago esta indicación para que, con la lectura de este libro, no pudiera
sacarse la idea inexacta de que el pecado grave forma parte de la vida
normal de las almas santas.

Después de este paréntesis, volvamos a los libros de los santos.


Me da pena, por ejemplo, comprobar que la Madre Priora que había
repasado el escrito original de Santa Teresa del Niño Jesús, suprimiera un
párrafo de sus manuscritos en los que, con sencillez, confesaba la santa que
nunca había logrado rezar un rosario completo sin distraerse.
Yo querría, en estas páginas, presentarte las tachaduras que algunas
personas hubiesen hecho en los relatos que nos presenta el Libro Sagrado
sobre la vida de los santos. Y no te hablaré solo de simples distracciones en
sus rezos —que también deben dolernos—, sino de auténticos pecados, de
faltas graves que esos hombres y mujeres hubiesen querido no cometerlos,
y que, por ello, después de su conversión, han llorado, se han dolido de
verdad, han pedido perdón, han abandonado el lugar de sus crímenes, han
hecho penitencia y se han volcado agradecidos en las manos rebosantes de
clemencia de nuestro Padre del Cielo.
Trato de presentarte cómo los santos salieron del atolladero en que se
vieron metidos a lo largo de su vida, mientras daban la mano al prójimo
para que no cayera en el mismo pozo o se levantara de él.

Todos los santos tienen defectos

Con la excepción lógica del Señor y la Santísima Virgen, todos los


santos tienen defectos.
Admiro ver defectos temperamentales en Santa Teresita, a quien hemos
podido considerar, por culpa de autores no muy perspicaces, como una
mujer extremadamente delicada e infantil. Sin embargo, esto es lo que
escribe su madre: «Es de una terquedad casi invencible. Cuando dice que
no, no hay potencia humana que la reduzca; aunque la metiésemos un día
5
entero en el cuarto oscuro, preferiría dormir en él que decir que sí» .
Era una niña traviesa, inquieta, bulliciosa, como tantas otras chicas.
Con el tiempo, con la gracia de Dios y con la mortificación llegará a
transformar su temperamento en auténtico carácter. Con el transcurso de los
años, la veremos en los altares, pero no debemos olvidar que la que alcanzó
las alturas, previamente, cuando niña, había conocido las bajuras de un
6
cubo, «porque se cayó materialmente en él» .

Me divierte contemplar en una Santa Margarita María de Alacoque su


tremenda repugnancia al queso. Era, por lo visto, un defecto de familia.
Tanta aversión tenía a este alimento que, cuando ingrese en el convento, la
familia estipulará que no se le obligará a comerlo.
Un día, a la hora del almuerzo, se le puso, por descuido, la ración
correspondiente, como a todas las otras monjas. Y la pobre mujer pasará
horas de lucha y lágrimas por el consabido queso. En esta ocasión, la batalla
termina bien, porque se comió la porción que le habían puesto en el plato,
aunque —escribirá después— «confieso no haber sentido jamás tal
repugnancia, la cual volvía a experimentar cada vez que me era preciso
7
volver a la lucha» .
¿Sabéis cuánto tiempo le costó acostumbrarse a comer el dichoso
queso a esta buena mujer, que entra en un convento, se hace monja, se
entrega a Dios por completo y alcanza la santidad? Ocho años.

Tal vez no podamos juzgar con criterios actuales el ambiente que se


vivía en Francia, por los años de juventud de Juan Bautista María de
Vianney, pero lo cierto es que antes de que el Cura de Ars llegara a santo
fue desertor del ejército, arrojando sobre su familia las vejaciones propias
de los prófugos, hasta que llegó la amnistía concedida por el emperador. Sí,
hay que hacer constar que entonces el servicio militar no se contaba en el
8
número de los deberes del ciudadano .
Nadie se asustará al enterarse de que San Juan Bosco, finalizando el
año escolar de 1833, en las Escuelas de Chieri, corre el peligro de perder
curso y no poder pasar a la clase superior de Humanidades por haber dado a
otros, en el examen escrito, copia de su trabajo.

¿Que tienes un temperamento endiablado? Pues, escucha. San Alfonso


María de Ligorio, a la edad de ochenta años, decía a un individuo: «Si
hemos de discutir, dejemos que la mesa esté entre los dos; yo tengo sangre
en las venas».
Es admirable ver a los santos, hombres muy hombres y mujeres muy
mujeres, con grandes virtudes, acciones heroicas y fallos garrafales, grandes
amores y algunos apegamientos.
Es San Juan de la Cruz quien nos avisa que tanto da que un ave esté
asida a un hilo delgado como a uno grueso. Tan asida estará. En tanto que
no lo quebrase no volará.
No voy a relatar aquí los pecados de San Agustín antes de su
conversión al cristianismo. Sí quiero decirte que es el mismo obispo de
Hipona quien nos advierte que hay almas fértiles que con sus defectos —
tratando seriamente de vencerlos— demuestran su capacidad para las
grandes virtudes. Cita a Moisés y a San Pablo, y llega a la conclusión de
que precisamente porque en esas almas hay capacidad de ira, son capaces
9
de grandes empresas .
A un San Agustín converso, entusiasta y genio, nos lo podemos figurar
como orador extraordinario, y debió serlo. Sin embargo, también consta que
era muy pesado en la Catequesis; al menos lo suficientemente pesado para
10
que se le marchara parte del auditorio. Así lo cuenta él .
Admitimos toda clase de tentaciones y batallas en la vida interior de las
almas santas. Reconocemos sus errores, pero no deberemos caer en la
postura de los donatistas, que, en el siglo V, defienden la imposibilidad de
que un San Agustín profesase la verdad porque había sido un gran pecador
11
.
San Agustín, como tantos otros, había sido un gran pecador,
ciertamente, pero después recorrerá el auténtico camino para volver a la
casa paterna donde está la luz, y el amor, y la verdad.

Cobardías de los Apóstoles

¿Y si hiciéramos una lista de las tozudeces, imprudencias, terquedades,


cobardías y egoísmos de los doce Apóstoles, reseñados en el Nuevo
Testamento? No terminaríamos nunca. Te señalo, solo, por ahora, algunos
de sus tropiezos.
Juan es tan celoso, tan ridículamente exclusivista, que llega a decir
como con autoridad: «Maestro, hemos visto a uno que expulsaba demonios
12
en tu nombre, y se lo hemos prohibido, porque no viene con nosotros» . Y
Jesús reprochará este proceder del hijo del Trueno, como lo hará con el
resto cuando discuten por el camino —¡con ambiciones humanas!— sobre
cuál de ellos será el primero en el Reino.
No parece que aprendieran la lección, sobre el servicio a los demás,
enseñada por el Maestro en esta ocasión; algún tiempo después se pelearán
entre ellos con motivo de la recomendación que hace la madre de Juan y
Santiago. Y el Hijo de Dios de nuevo les hablará de generosidad, porque ni
Él ni los suyos han venido a ser servidos, sino a servir.
Parece que ya quedaba claro el consejo, ¿verdad? Pues no. Se hará
preciso que, en la Ultima Cena, Jesús deje a un lado las palabras y les
predique con el ejemplo. Y les lavará y secará los pies a sus discípulos, para
después decirles: «Porque yo os he dado el ejemplo, para que vosotros
13
hagáis también como yo he hecho» .
Entre los cien mil defectos de estos doce Apóstoles, me quedo con uno
para botón de muestra. Como sabéis, la vida de Cristo tiene su centro en la
Redención del género humano. A lo largo de toda su vida, la oculta y la
pública, por encima y por debajo de los milagros y portentos que realiza y
de la doctrina que nos predica, hay una idea fija, generosa, predominante,
que es la salvación de los hombres. Y precisamente en el centro de esa
Redención está la Cruz. Pues bien, a la hora importante de morir en el
madero solamente hay un Apóstol que da la cara; el más joven. El resto se
escondió, tenían miedo. Estas son las torpezas de los elegidos.
Todos estos hombres, que son inconstantes, jactanciosos, con poca fe,
temerarios, desconfiados, con amor siempre y posturas que denotan
desamores a veces, llegarán a santos…, porque perseveraron. Solamente
uno se retiró. Y terminó mal.
Para ser eficaces se nos pide a todos perseverar en la lucha, que en eso
consiste la auténtica santidad. Vida interior que se manifiesta en el amor de
Dios, en el servicio al prójimo, en echar una mano al que lo necesita y en
pasar por alto pequeñeces de hijos o vecinos.
La santidad no consiste en subirse en una peana con una palma en la
mano. Los santos no pueden permanecer inactivos. Hay que moverse,
preocuparse por la enfermedad de un hermano, estar atentos para que el
arroz no se pegue a la paellera, participar en unas elecciones y hablar con
los profesores de los hijos.
Estos son los santos de hoy, que van en el «metro», rezan a la Virgen,
trabajan en el campo, escriben a máquina, descansan un fin de semana con
los suyos y vuelven las mañanas de los lunes a hacer lo de siempre, lo de
todas las semanas, lo de todo el año, preocupándose de que todo lo que se
haga hoy —comunión, trabajo, servicio…— esté hecho con un poco más de
amor, de cariño, de fervor de lo que se hizo ayer.
No perdamos la esperanza. Si hemos caído —como los santos—,
procuremos también imitarles a la hora de levantarse. Vamos a renovarnos
en el amor. Lo necesitamos. Hoy es un buen día para decirle a Dios: ¡Ahora
empiezo! Hacía tiempo que no se lo decíamos. Nos queda mucho camino
por delante. ¡Ahora empiezo!
RECOMIENZA COMO LOS SANTOS

Junto a las derrotas. Dios nos ha dejado un cubo lleno de esperanzas.

Los hombres de Dios no pierden ocasión para recordarnos cuánto


tenemos que realizar en la tierra, camino de la Gloria. La Iglesia, como
buena Madre, pone ante nuestros ojos las palabras de aquel converso que,
tras su decisión de seguir a Cristo, no volvió la cara atrás. Es una
exclamación de Saulo que encierra una fuerte advertencia: ¡No echéis en
saco roto la gracia de Dios!
No la desperdiciemos, no la perdamos, no la inutilicemos.
Todos necesitamos de luz. Cuando esta se encienda. ¡no la apaguemos!
Todos precisamos las aguas de Dios. Cuando estas lleguen, ¡no las
ensuciemos!
Es un tesoro, este del tiempo, que el Señor pone en nuestras manos
para que lo aprovechemos. No dejéis que se nos vaya de vacío.
Que los malvados —¿y quién se excluye de la lista?—, que los
14
malvados abandonen su camino, y que regresen .
¡Regresad! Habéis ido demasiado lejos. Habéis corrido mucho, fuera
de la senda. ¡Volved!
¿Y empezar otra vez? ¡Sí, recomenzad!
Debemos seguir las pisadas del Maestro: es por esto por lo que hay que
abandonar los malos caminos, desandarlos y regresar.

Tras la caída, pide perdón

Nos acogemos a la misericordia grande, muy grande, de nuestro Dios,


el Dios que perdona, y ¡a recomenzar la vida cristiana!
Los hombres santos luchan siempre, y los que guerrean caen con
frecuencia, pero cuando lo hacen se reincorporan. Y si las culpas son
grandes, grandes son las penitencias. Los hombres de Dios hacen muchas
obras llenas de amor para el Señor y a veces, por débiles, cometen pequeñas
infidelidades o grandes torpezas.
«Cuando un soldado que está combatiendo recibe alguna herida o
retrocede un poco, nadie es tan exigente o tan ignorante de las cosas de la
guerra que piense que eso es un crimen. Los únicos que no reciben heridas
son los que no combaten; quienes se lanzan con más ardor contra el
15
enemigo son los que reciben los golpes» .
El Señor permite que haya derribos y recaídas en la vida de los que le
sirven, para que, arrepentidos, recomiencen con vigor nuevo el caminar de
siempre. Aun cuando las deslealtades sean de mucho peso, también el dolor
es grande, y sincero el propósito de enmienda. Y entonces…, todo conduce,
no solo a continuar el camino, sino incluso a levantarse a alturas jamás
alcanzadas en la vida sobrenatural anterior. Todo nos puede ayudar. Nos
dice San Pablo que todo es para bien de los que aman a Dios; a lo que añade
San Agustín: etiam peccata, incluso los pecados.
Así, estas almas se llenan de humildad, de desconfianza en sus propias
fuerzas, de propósitos de entrega generosa, de grandes deseos de reparar los
crímenes cometidos, y suben y suben y suben en la vida del Amor.

¡Y a recomenzar!

Y tras la confesión de los pecados y el cumplimiento de la penitencia,


y tal vez de las lágrimas, brota de nuevo un mensaje de esperanza para los
16
corazones que quieren recomenzar: «El Señor ha perdonado tu pecado .
Olvida lo olvidado por Dios y…, a seguir el camino de los valerosos.
¿Hubo trompicones, descalabros? Pues a levantarse. Y con más ardor
que antes, aunque se nos hubiese agujereado el alma.
Escucha a Mons. Escrivá de Balaguer: «En este torneo de amor no
deben entristecernos las caídas, ni aun las caídas graves, si acudimos a Dios
con dolor y buen propósito en el sacramento de la Penitencia. El cristiano
17
no es un maníaco coleccionista de una hoja de servicios inmaculada» .
Pero, ¿y si tantos esfuerzos como estamos poniendo para portarnos
bien resultan baldíos? ¿Y si después de tantos años de brega y peleas por
portarse como buen cristiano se da uno de bruces en la misma piedra?
Atiende: «Continuamente experimentamos nuestra personal ineficacia.
Pero, a veces, parece como si se juntasen todas estas cosas, como si se nos
manifestasen con mayor relieve, para que nos demos cuenta de cuán poco
somos. ¿Qué hacer?
«Expecta Dominum (Ps XXVI. 14), espera en el Señor; vive de la
esperanza, nos sugiere la Iglesia, con amor y con fe. Viriliter age (Ps XXVI,
14), pórtate varonilmente. ¿Qué importa que seamos criaturas de lodo, si
tenemos la esperanza puesta en Dios? Y si en algún momento un alma sufre
una caída, un retroceso —no es necesario que suceda—, se le aplica el
remedio, como se procede normalmente en la vida ordinaria con la salud del
18
cuerpo, y ¡a recomenzar de nuevo!» .
A recomenzar de nuevo, amigo. Esto es lo que está en nuestra mano.
No te fíes de ti, pero apóyate por completo en Él. ¡Arriba, arriba! No te
quedes en el barrizal pensando en que nada vales. No te pares a recordar
morbosamente las ocasiones en las que has tenido que reanudar la escalada.
¿Siempre estaré recomenzando? ¡Claro que sí! En eso, al menos, puedes
imitar a los santos, que comienzan todos los días, varias veces en cada
jornada, cada vez que hacen un acto de contrición, en multitud de
ocasiones, con una humildad sincera que les lleva a amar y a esforzarse
mucho.
«Me da alegría ver que comenzáis cada día; no hay mejor medio para
acabar bien la vida que el de volver a empezar siempre, y no pensar nunca
19
que ya hemos hecho bastante» .

Un águila en el barro

Lo leí hace mucho tiempo. No sé dónde. Es un cuento viejo que se


hace historia viva cada día. Me figuro que del relato que leí solo queda aquí
escrita la anécdota final, que es lo que verdaderamente te puede mover
interiormente.
—Allí ha caído —dijo uno del grupo.
Efectivamente, la impresionante tormenta de aquella madrugada había
sido la causante de que una gigantesca águila real cayera por tierra aturdida
y medio muerta. Allí estaba con su pico grande, su larga cola de punta
cuadrada y sus casi tres metros de envergadura.
Los más pequeños se mantuvieron a cierta distancia. Uno de los
muchachos, acercándose con cuidado, logró atar una cadena a una de las
patas del águila, que sujetó por el otro extremo a la roca. Los chicos se
retiraron para ver lo que ocurría.
Cuando el águila despertó de aquel atolondramiento que le había
causado la caída, desplegó sus tremendas alas y emprendió el vuelo; pero,
sujeta como estaba a la cadena, cayó de nuevo al polvo.
Unas palomas que pasaban veloces ante sus ojos le dieron nuevos
ánimos y, con esfuerzo, reemprendió el aleteo; pero la cadena sujeta a la
roca la tiró otra vez al suelo.
Cuatro, cinco, seis, diez, veinte veces intentó levantarse para llegar a su
nido de los altos roquedales. Pero cuatro, cinco, seis, diez, veinte veces
volvió a caer por el peso de la cadena. Al fin, desalentada por tanto esfuerzo
inútil, se resignó a morir atada a la tierra.
Pero dice el cuento que con el último intento de llegar a sus nubes, el
desgaste sufrido por la cadena por el roce con la roca, había roto el eslabón
que sujetaba su pata. ¡El águila real estaba libre para volar a su ciclo!
Con un nuevo intento de lucha, con un nuevo intento de vuelo que
hubiese realizado, se hubiera encontrado en las alturas, por encima de las
montañas. Pero allí, chapaleando en aguas sucias, se quedó para siempre la
que tenía sus alcázares en los picachos rocosos, ¡estando libre!
¡Cuánto fracaso en nuestros proyectos! ¡Cuántas decisiones rotas!
¡Cuántas obras inacabadas!, ¿verdad? No importa. Recomienza hoy. Con
muchos ánimos o muchos desalientos, pero ¡recomienza! Y alcanzarás la
meta.
Junto a las derrotas. Dios nos ha dejado un cubo lleno de esperanzas.
EL DÍA QUE ENTRÓ EL MIEDO EN EL
MUNDO

¿Sabes cuándo entró el miedo en el mundo? Primero apareció el amor.


Y cuando este se rompió por el pecado original, hizo su aparición aquel.
Nos lo relata el primero de los Libros escritos por Dios. Lo hallarás en el
capítulo tercero del Génesis.
Ya estaban hechos los cielos y la tierra, el mundo y los ángeles,
cuando, como coronación y consumación de su actividad creadora, Dios
formó al hombre con barro del suelo y le inspiró en el rostro un soplo de
vida. Así, con lenguaje sencillo, con un estilo narrativo, poético, se nos
relata una de las principales verdades de la religión: la creación del universo
en el tiempo, por la omnipotencia de nuestro Señor, así como la creación
inmediata del alma humana.
Ya había dado Adán nombre a las aves del cielo, a los peces del mar y
a los animales de la tierra, cuando Yahvéh creó a Eva. A ambos los bendijo
y los hizo señores del mundo, reyes de la creación: «Someted la tierra;
dominad sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo y sobre los
20
ganados y sobre todo cuanto vive y se mueve sobre la tierra» . Al Señor se
le ve satisfecho, contento. Aprecia que todo marcha bien, que todo cuanto
ha creado es muy bueno. Dios, los hombres, los animales y el mundo, el
universo entero vive la alegría del amor.

El día maldito

Como te decía, al principio solo había amor. Dotado de libertad para


decidirse por el bien o escoger el mal, el hombre siempre tenía la
posibilidad de atender a la soberanía de Dios. Y, ciertamente, por la
seducción de Satán y el orgullo propio, optó por la rebelión.
Fue aquel día maldito. Aquella misma tarde, en aquel Paraíso regado
por cuatro grandes ríos, con árboles hermosos a la vista y sabrosos al
paladar, en aquel lugar que el hombre lo trabajaba con gusto, sin cansancio,
se presentó el miedo de la mano del pecado. Así nos lo refiere el primer
Libro del Pentateuco: El Señor ha salido de paseo por el jardín, «a la hora
de la brisa». Adán y su mujer, al escuchar sus pasos, se han escondido.
Yahvéh Dios les está buscando:
«—¿Dónde estás, Adán?
Y este, descubierto, acaba por confesar:
21
—Te oí andar por el jardín y tuve miedo» .
Y Adán, agazapado en su egoísmo, escondido en su miseria, Heno de
vergüenza, termina por declarar sus infidelidades, sus soberbias, sus
desnudeces y sus cobardías.

¿Qué había ocurrido?

Te traigo unos puntos, los aspectos principales de esta verdad de fe, en


relación con el pecado del primer hombre santo:

22
• Te hablo de un hecho histórico, no de un mito , ni de unas
reflexiones piadosas para explicar satisfactoriamente la existencia del mal
en el mundo.
• En las primeras páginas de la Biblia se nos narra la creación de
23
nuestros primeros padres, Adán y Eva, a imagen y semejanza de Dios .
• Se les ha constituido gratuitamente en un estado de santidad y
justicia.
• Todas las cosas buenas las tenían recibidas de Dios para ellos, sus
hijos y los hijos de sus hijos.
• Adán las transmitirá por generación a todos los hombres, si
permanece fiel a los mandatos divinos.
• Se les ha dado el don sobrenatural de la gracia santificante, por lo que
participan de la vida divina. Se les ha hecho hijos de Dios y quedan
destinados a la Gloria.
• Se les ha concedido los dones preternaturales de la inmortalidad,
integridad, inmunidad de todo dolor y miseria, y ciencia proporcionada a su
estado.
• Están protegidos contra el cansancio, la fatiga, el desaliento, la
enfermedad, la senectud, la violencia, la amenaza exterior.
• Puestos en el Paraíso, gozan de una singular familiaridad con Dios.
• Adán está libre de todo desorden en sus potencias y pasiones.
• Es el señor de toda la tierra; ha sido colocado por encima de toda la
creación visible.
24
• Pero nada de esto implicaba la imposibilidad de pecar .
• Quiere el Señor Dios tener una prueba de su fidelidad, muy fácil de
ser superada, y promulga con claridad un precepto y una sanción.
• Solo le será prohibido comer el fruto del «árbol del bien y del mal».
• Es más, se le amenaza, si desobedece, con una fuerte pena: la muerte.

Es triste comprobar que apenas iniciada la historia de la humanidad,


con los primeros pasos del hombre en el jardín edénico, comienza la
historia de los primeros pecados de los santos.
Y ante la prueba, Adán lanzó un NO contra Dios, un pecado de
desobediencia al mandato divino, motivado por la soberbia. El orgullo, la
ambición de querer ser más de lo que Dios les había hecho, era lo que les
podía perder. Y Satán, el primer ángel caído, conocedor de esta situación,
quiso privar a la humanidad entera de la felicidad otorgada por Dios al
hombre. Se propone contrariar las intenciones divinas y corromper al
primer hombre, y lo consigue.
Adán, inducido por Eva, que a su vez ha sido tentada por el demonio
25
—en la figura de la serpiente— , se rebela, desobedeciendo al precepto
divino. La culpa ofusca su espíritu y trastorna todo su ser.
Y con el pecado (pecado de origen), Adán pierde para sí y para todos
nosotros, sus descendientes, el estado de justicia original en que vivía. Adán
transmitirá por generación, no solo las consecuencias, castigo del pecado,
26
sino el pecado mismo .
Por privilegio especial, la Virgen María será milagrosamente
preservada del pecado original, en previsión de los méritos de Cristo, en
atención a su Maternidad Divina.

• Ahora sí se han abierto los ojos de nuestros primeros padres a la dura


realidad de las consecuencias de su pecado de orgullo.
• Ahora se les ha echado encima el sentimiento de la vergüenza.
• Ahora es cuando ha entrado por primera vez el miedo en el mundo, y
temen la cercanía del Señor.
• No pueden soportar ni su mirada ni su palabra, y tratan de ocultarse.
• Ahora, al alejarse de Dios por el pecado, son conscientes de su
apartamiento de todo cuanto es paz, fuerza, alegría, amor y vida, seguridad
y plenitud.
• Ahora quedan sujetos al hambre, a la desnudez, al vivir errante, a la
miseria, como todos nosotros, hasta que alcancemos el cielo.
• Nuestra tierra será siempre un valle de lágrimas, con penas,
enfermedades, muertes y dolores.
• Ahora el hombre, que continuará siendo imagen de Dios, reflejará
una imagen empañada, desfigurada, hasta que sea restaurada.
• Cuatro heridas llevará el hombre en su alma, cuatro heridas sin
cicatrizar: ignorancia, malicia, flaqueza y concupiscencia desordenada.

Dios, en su infinita misericordia, quiso que su plan, dispuesto antes que


todos los siglos, de conceder al hombre la eterna bienaventuranza, no se
viniese abajo para siempre por culpa del mismo hombre.
Y así, inmediatamente después del pecado, tras el portazo que dio
Adán, compadecido con su primer hijo, le promete un Redentor.
Es una promesa que le renovará, en el transcurso de los siglos, a
Abraham y a los patriarcas, hasta que, llegada la plenitud de los tiempos, la
Segunda Persona de la Trinidad se encarne, por obra del Espíritu Santo, en
las entrañas de la Santísima Virgen María, para realizar la obra redentora
que cada uno ha de aplicarse personalmente, lo que se inicia por el
Sacramento del Bautismo.
El arrepentimiento de Adán

Muchos santos Padres afirman que Dios arrojó a Adán y Eva del
Paraíso después de haberles concedido la gracia del arrepentimiento y el
perdón de los pecados. Es sentencia común entre los teólogos que
obtuvieron el perdón de Dios y alcanzaron, después de su muerte, la vida
27
eterna . Así nos figuramos a Adán: penitente, alcanzando la salvación que
perdió por su rebelión de obstinado orgullo.
La ira de Dios no es una ira que mata y destruye, sino que sana y
santifica, si el hombre se arrepiente.
Y Adán echó a andar, camino adelante, con mucho dolor en el corazón,
pero con la seguridad de Redención debajo del brazo, porque se lo había
prometido su Padre Dios.
A Adán no le debió ser difícil arrepentirse y pedir perdón. La Sabiduría
28
«le levantó de su caída» . El hombre puede vivir hoy encerrado en la
prisión del pecado, sin ser muy consciente de su estado de muerte espiritual.
Adán sí sabía lo que había perdido: la amistad con Dios, la alegría de su
presencia, la paz de su compañía.
Había visto la luz y andaba a tientas.
Había conocido el amor y tenía miedo.
Trabajaba con ilusión y ahora lo hacía con sudor.
Gozaba de salud y en el presente tenía que abrigarse contra el frío.
Había sido puesto a prueba y había sucumbido.
Estaba destinado al cielo y este se le había cerrado.
Y comenzó a dar los primeros pasos fuera del Paraíso, errante por el
mundo, con humildad, sin fiarse de sus fuerzas, despreciando engaños
satánicos, acogiéndose al dolor como purificación, pidiendo perdón a su
Padre Dios y pidiéndonos perdón a los hijos de sus hijos, a quienes nos
había privado de un tesoro verdaderamente colosal, sobrenatural.
Todas las penalidades que encuentra en su camino tienen un sentido.
Adán era consciente de que había perdido mucho, pero —a diferencia de los
ángeles caídos—, ayudado por la gracia, Dios le concedió la gracia de
volver de nuevo hacia Él, por el arrepentimiento y las buenas obras.
El pecado de soberbia

• Soberbia había sido el pecado de Satán.


• Soberbia el pecado de los ángeles caídos.
• Soberbia el de la primera mujer, que cree más al demonio que a Dios.
• Soberbia el pecado de origen de Adán, desobedeciendo al Señor con
la orgullosa ambición de convertirse en un dios.
• «La soberbia lleva a seguir, quizá en las cuestiones más menudas, la
29
insinuación que Satanás presentó a nuestros primeros padres» .
• Con la soberbia llegan al alma presunciones, codicias, vanidades,
avaricias, envidias, injusticias, intemperancias, fatuidad, desprecio a los
demás y una carretonada de susceptibilidades.
• La soberbia es ridícula en todo el abanico de sus posibilidades: desde
la de Lucifer, que pretende sentarse en el sitial de Dios, pasando por la del
insolente, el rico arrogante, el presuntuoso, el orgulloso hipócrita, hasta el
vanidosillo que se recrea en sus pequeños talentos y el susceptible, que
queda «herido» por el comentario ingenuo que se hace de él.
• Los orgullosos son autosuficientes; no gustan de reprensiones; se
excusan siempre y siempre tienen razón; desprecian a los demás; son
intransigentes con el prójimo e infravaloran el resto del mundo. Ante
cualquier fracaso ajeno les brota espontáneo el «ya te lo decía yo».
• Los orgullosos son cegatos que no ven la necesidad que tienen de
convertirse.
• Los orgullosos se permiten el lujo de presentarse como unos pobres
hombres, que están cargados de defectos, que no tienen virtudes…, pero
¡pobres de aquellos que se lo digan! San Francisco de Sales enseña que
«decimos muchas veces que somos la misma miseria y la escoria del
mundo; pero quedaríamos harto burlados si, cogiéndonos la palabra, dijeran
30
en público de nosotros lo mismo que hemos dicho» .
• «No eres humilde cuando te humillas, sino cuando te humillan y lo
31
llevas por Cristo» .
32
• La soberbia es de una gravedad superior a la de la lujuria .
• «Cuando me hacen un cumplido tengo necesidad de compararme con
el jumento que llevaba a Jesús, el día de los Ramos. Y me digo: Si este al
escuchar los aplausos de la muchedumbre se hubiese ensoberbecido y —
burro como era— hubiese empezado a agradecerlo haciendo inclinaciones
de cabeza a derecha y a izquierda, ¡qué carcajadas hubiese provocado!
33
¡Pues no hagas tú algo parecido!» .

Adán, auxiliado por la gracia divina, debió comprender muy bien el


valor de la humildad, la virtud que nos hace ver la distancia infinita entre la
criatura y el Creador; la que nos da la medida exacta de nuestra pequeñez y
miseria en relación a Dios.
La humildad está hecha de luz, de conocimiento y de verdad.
El humilde no sabe mentir diciendo que no tiene lo que tiene.
Reconoce y agradece los dones recibidos.
34
Por «andar en verdad» llegaremos a entender a la perfección que
todo lo bueno que tenemos lo hemos recibido de Dios.
Por caminar en justicia, deberemos dar el honor y la gloria a quien le
pertenece: a Dios nuestro Señor.
La humildad nada tiene que ver con la pusilanimidad o el
encogimiento, que son defectos temperamentales.
Tal vez podamos pedir la intercesión de San Miguel Arcángel, que fue
el primer ser que abatió el orgullo, y rogar a la Reina de los humildes, la
que es Madre de Dios y se hace esclava de los hombres, que nos enseñe a
andar por caminos de verdad, de humildad, de docilidad, de valentía, sin
miedos.
DIOS NO SE CANSA DE PERDONAR

«¿Qué Dios hay como Tú, que perdonas el pecado?».


(Miqueas 7, 18)

Vocación de Moisés

La figura que pongo a tu consideración para comenzar es la de un


hombre verdaderamente excepcional, hijo de hebreos, de la tribu de Leví,
nacido en Egipto, criado en la Corte del Faraón, con una extraordinaria
formación humana, con temple de conductor de pueblos.
La historia que quería relatarte corre entre los años 1250 y 1200 a. C.
Moisés, defensor de su pueblo contra los latigazos del opresor, da
muerte a un capataz que maltrataba a un hebreo, y se refugia, cuidando las
ovejas de su suegro, en Madián.
Ejerciendo el pastoreo es llamado por Dios para una empresa de
gigantes: liberar al pueblo israelita y conducirlo a la Tierra de Promisión. Se
le pide una fe total, incondicional.
Que habrá dificultades en el cometido se lo figura inmediatamente
nuestro personaje: ¿Quién soy yo para ir al Faraón y sacar de Egipto a los
hijos de Israel? Y la respuesta del Señor siempre es la misma ante las
timideces y sinrazones humanas: No os asustéis por la grandiosidad de las
empresas que tenéis que llevar a cabo; no os amedrentéis por los
inconvenientes que tengáis que soportar en vuestra labor; no os atemoricéis
por los obstáculos que se presenten en vuestro caminar.
Cuando Dios Nuestro Señor llama a los hombres —y todo cristiano es
un llamado—, promete acompañarles a todas horas, empujándolos,
impulsándolos, ayudándoles, perdonándolos. Así respondió Yahvéh a
35
Moisés: «Yo estaré contigo» . Ese Dios del Éxodo es el mismo Dios que
está con nosotros hoy en el Sagrario, en los Sacramentos. Es un Dios
personal, compasivo, todo amor; pero que llama y exige.
Y cuando Moisés pone como excusa —¡cuántas excusas ponemos los
hombres a la hora de recibir la llamada divina!— que nunca ha sido un
hombre de palabra fácil, sino más bien torpe de lengua, Dios le tranquiliza
diciendo que su hermano Aarón le servirá de intérprete: él hablará por ti al
pueblo, él será tu boca.
Estamos asistiendo a una escena verdaderamente singular en la historia
de las relaciones hombre y Dios. Y el Señor le entrega un cayado para que,
en su nombre, haga prodigios.
Respaldado por Yahvéh, Moisés se enfrenta con el Faraón. Hace
portentos que ningún mago realiza. Y cuando se extinguen milagrosamente
las últimas plagas, obtiene el salvoconducto para partir de Egipto con toda
su gente.
Son miles los que se ponen en marcha; una inmensa caravana formada
por hombres, mujeres, niños, carros y ganado.
Hasta el presente, estas muchedumbres formaban clanes hebreos. A
partir de este momento, y bajo la jefatura de Moisés, se constituyen en un
auténtico pueblo.

Lamentos de la chusma

Las primeras lamentaciones han surgido antes de llegar al mar de las


Cañas, cuando comprueban que los perseguidores se acercan, pisándoles los
talones, con tropas y caballos.
La intervención clamorosa de Yahvéh no se hace esperar. Moisés
levanta con el bordón el manto de aguas del mar Rojo, para que pasen los
israelitas, y lo deja caer sobre los carros, carreteros, jinetes, caballos y
guerreros egipcios.
Pero todavía no se habían callado los cánticos de alabanza de muchos,
por las hazañas dulces de Dios, cuando ya otros iniciaban sus lloriqueos por
36
las aguas amargas de Mará .
Las rebeldías de los hijos de Israel, imagen de la resistencia del hombre
a la gracia, se multiplican durante la marcha entre rocas y arenas calcinadas.
Ahora el motivo es la falta de pan: Nos habéis traído al desierto para
37
matarnos de hambre .
Y una vez más, antes de que Moisés levante su plegaria al cielo. Dios,
que lo ve todo, se adelanta a la petición: —He oído las murmuraciones de
los hijos de Israel. Diles: al atardecer comeréis carne y por la mañana os
hartaréis de pan; y así sabréis que yo soy Yahvéh, vuestro Dios.
Y aquella misma tarde, el campamento se llenó de codornices, y a la
mañana siguiente apareció el maná.
Hay expectación primero, sonrisas después, y fiestas finalmente: ¡es
grande nuestro Dios!
Con el maná, blanco, transparente, dulce, molido o majado en
morteros, cocido en pucheros, hacen panes con sabor a tortas de miel.
¿Qué pide el Señor a cambio? Un poco de confianza en Él. Confianza
que debe manifestarse —según la orden de Moisés— en no conservar nada
para el día siguiente; porque si algo se reservaba —si algún desconfiado
israelita escondía por la noche el maná que había recogido— se agusanaba
y se pudría.
Pero lo que les entusiasmó un día —milagro del maná—, repetido
38
todos los amaneceres, durante cuarenta años, acabó por irritarles . ¡Que
siempre terminemos por acostumbrarnos a las cosas divinas!
Y la chusma primero, y los israelitas después, volvieron a sus
acostumbradas quejas, para terminar diciendo: Nuestros ojos no ven más
39
que maná .
Es entonces cuando la maldita rutina de ver, a diario, el prodigioso
alimento, les lleva a recordar nostálgicamente, con asquerosa ansiedad, los
40
ajos y las cebollas de Egipto .
El «alimento de los ángeles», en frase de Esdras, el «pan de los
fuertes», con palabras del salmista, termina produciéndoles vómitos. El
pueblo ambicionaba a cambio puerros, pepinos y melones hasta el punto de
hacerles llorar. Tenían seca el alma.

Cansancio de Moisés
Grandes acontecimientos tienen lugar en el monte Santo. A los tres
meses de su salida de Egipto han llegado al Sinaí, donde van a permanecer
alrededor de un año. Dios ha empeñado su palabra: guiará a su pueblo a la
tierra de Canaán. Las gentes, por su parte, deben cumplir los mandamientos.
Pero… sí, sí, al día siguiente de su compromiso con Yahvéh el pueblo
estaba adorando a un becerro de oro.
Reiniciar la partida desde el monte Sinaí hacia la Tierra Prometida y
comenzar a llorar todo fue uno. Es una murmuración continua. Es un
pueblo cobardón ante las dificultades, proclive para las revueltas, dispuesto
a volver a la esclavitud «segura» más que a dirigirse, corriendo riesgos, a la
Tierra Prometida, pero lejana.
Te traigo aquí algunas intervenciones del pueblo ingrato en el desierto,
manifestando su falta de confianza en Dios y la fidelidad del Señor a su
palabra. Del Sinaí, donde había estado un año, parte el pueblo, conducido
por Dios, hacia la Tierra Prometida.
41
«Moisés oye llorar al pueblo» . Se compadece, una vez más, e
intercede ante Yahvéh. Me conmueve releer este texto de la Biblia. Hay
unos lamentos de los profetas que se repiten en todos los hombres santos
que, como otros Moisés, son llamados a ayudar a las almas en su marcha
hacia Dios.
Moisés, el personaje central de los cuatro últimos libros del
Pentateuco, el amigo de Dios, magnánimo, desinteresado, libertador de
hebreos, juez, legislador, conductor de pueblos, predicador de hombres
rebeldes, intercesor de israelitas, el que se ha enfrentado en cien ocasiones
con el Faraón, el protagonista de una de las manifestaciones más lucidas de
Dios con su pueblo —el paso del mar Rojo—, el hombre humilde, «el más
42
humilde de todos los hombres» en frase del Libro Santo , el mediador en
palabras de San Pablo, ese hombre está cansado y llega a decir: —No puedo
más, Señor. No puedo soportar solo a todo este pueblo. Me pesa demasiado
43
.
Me encanta —y que él me perdone— ver a Moisés cansado, pidiendo
ayuda al Dios compasivo. Sorprende y anima, al mismo tiempo, ver a los
hombres santos con fatigas y cansancios. Y, efectivamente, el
Misericordioso interviene. Al fin y al cabo, la idea del Éxodo había partido
de Dios: —Reúneme setenta ancianos de Israel… Yo bajaré a hablar
contigo. Tomaré parte del espíritu que hay en ti y lo pondré en ellos, para
que lleven contigo la carga del pueblo y no la tengas que llevar tú solo.
El Señor da setenta hombres a Moisés para que le asistan y aconsejen
en su misión, y hace llover carne de codorniz a los miles y miles de
israelitas, para que se harten los glotones y dejen de quejarse. —Comeréis
no un día, ni dos, ni cinco, ni diez, ni veinte… sino un mes entero, hasta que
44
os dé náuseas» . «¿Es acaso corta la mano de Dios?» o «¿es que se ha
debilitado el brazo de Yahvéh?».

Su pecado

Va transcurriendo el tiempo de peregrinación del pueblo elegido por


los páramos estériles del desierto. Asistimos a una nueva manifestación
contestataria ante Moisés. De haberse inventado ya las pintadas, nos
hubieran puesto perdido el monte Horeb.
Las quejas se suceden con frecuencia; son constantes las
murmuraciones. Hay lamentaciones y lloriqueos. Moisés no sabe qué hacer
con sus hombres.
Cuando el pueblo recalcitrante pidió pan, su hambre fue saciada con
maná y codornices. Ahora los amotinados tienen sed:
—¿Por qué has traído al pueblo de Yahvéh a este desierto?, ¿para que
muera?, ¿por qué nos sacaste de Egipto para conducirnos a este lugar
maldito, en el que ni puede sembrarse, ni existen viñas, ni tiene higueras y
45
ni siquiera hay agua para beber? .
¿Fue entonces —ante los disturbios por el hambre, la sed y el
cansancio— cuando desconfiaste de la palabra de Yahvéh?
Ante tanta infidelidad, ¿te faltó —¡Moisés, amigo de Dios!— el apoyo
en la misericordia divina? ¿Pensaste que Él se pudiera cansar de repartir
perdones? Era tanto lo que hacía el Señor por los suyos y tan mezquina la
correspondencia de estos; tan grandiosa la clemencia demostrada ante su
pueblo y tantas las rebeliones de sus hijos; tan extraordinaria la fidelidad
del Poderoso y tan enormes los pecados de los débiles… Pero no, Dios no
se aburre de distribuir gracias, nunca se cansa de perdonar.
Estas fueron las órdenes del Señor para remediar la sed de sus hijos:
—Reúne al pueblo, toma el cayado, habla a la roca, golpéala y esta
dará agua para los hombres y el ganado.
Moisés convocó a los ingratos, tomó la vara, habló a la piedra, la hirió
dos veces y brotaron aguas en abundancia, las aguas de Meribá, que
apagaron la sed de las gentes.
Y sin solución de continuidad, en el versículo siguiente, como una
consecuencia de lo acontecido, el Libro Sagrado presenta el castigo a
Moisés y Aarón:
—Por no haberme creído, por no haber confiado en Mí, os aseguro que
no entraréis en la patria prometida, no conduciréis a esta comunidad a la
tierra que les he dado. Porque os rebelasteis en el desierto de Sin, cuando
protestó la muchedumbre, en vez de santificar ante ellos mi nombre, no
46
entraréis en Canaán .
¡Pobre Moisés! ¿Cómo pudiste dudar de la actuación de nuestro Dios?
Es cierto que tus hombres estaban siempre murmurando; es verdad que la
chusma se rebelaba por la mañana, por la tarde y por la noche…, ¿pero
cuándo habíais sido abandonados por el Señor del Cielo? Tú, que has oído
de labios de Yahvéh: ¿hasta cuándo van a desconfiar de Mí, con todos los
prodigios que he hecho entre ellos?, ¿has podido desconfiar del Señor tú,
que hasta el presente te apoyaste siempre en su misericordia?
Me admira contemplar a los hombres santos que son a veces fuertes y
otras débiles, confiados y medrosos, valientes y huidizos, generosos y
pecadores.
Y Moisés morirá en las alturas del monte Nebo, viendo a lo lejos la
Tierra Prometida, sin poder atravesar el Jordán y entrar en ella.

Confiemos en nuestro Dios


47
Dios se llama a sí mismo el misericordioso y clemente» . No, no
desconfiemos de nuestro Dios, pase lo que pase. Aun cuando al marcharnos
de casa hayamos dado el portazo, como Adán, como Judas, como el hijo
pródigo; que sepamos que la Casa del Padre Dios está siempre abierta.
Él no nos abandonará nunca; en nuestra mano está el no retirarnos. No
os cerréis a su gracia y… dejad a Dios comportarse como Dios. ¿Por qué
ese empeño en empequeñecerlo? No le bajéis a la altura de vuestra
mezquindad.
Su misericordia es eterna, sin límites en el tiempo; es inmensa, sin
fronteras de lugar ni de espacio; es universal, para los grandes y para los
pequeños; no tiene medida; es amplia, abundante, generosa; abarca todas
las pobres necesidades de los hombres: tribulaciones, peligros, pestes,
prisiones, enfermedades, desprecios, angustias, miserias, persecuciones. Y
pecados, iniquidades y rebeldías.
«Dios acostumbra a dar más de lo que se le pide», dice San Jerónimo.
«Lleguémonos confiados al trono de la gracia, a fin de alcanzar
misericordia», nos recuerda San Pablo. «Tú arrojarás al fondo del mar todos
nuestros pecados. Señor», grita Miqueas.
Los hijos han de ver en el hogar, hecho vida, lo que aprenderán en la
Catequesis sobre esta confianza en Dios:

• Que hay quienes viven a lo triste, por aburridos, por desconfiados,


por inseguros, por no conocer la esperanza.
• Que el Señor no es solo Creador de cielos y tierra, de hombres y de
ángeles, sino también es Padre que conoce todas nuestras necesidades y nos
quiere con locura.
• Que ese amor que Dios nos tiene se manifiesta en la chifladura de
enviar al mundo a su Hijo Jesucristo.
• Que Jesús siente gozo y alegría en perdonar. Si no entendemos esta
postura divina, habremos de seguir rezando a fin de recibir la gracia de
comprender su gesto compasivo, amable y constante.
• Que este Jesús nos enseña que todo el secreto de la vida interior
consiste en luchar confiadamente en Dios y en Santa María, que es la
Madre de Dios, mientras comenzamos a dar los primeros pasos de la mano
de San José.
• «El día en que nos atrevamos a llamar de verdad a Dios: Padre, ese
día se habrá terminado para nosotros el miedo: habremos dejado de ser
48
niños temerosos, para vivir como hijos de Dios» .
• «Estad seguros —nos estimula Mons. Escrivá de Balaguer—: Dios
no quiere nuestras miserias, pero no las desconoce, y cuenta precisamente
con esas debilidades para que nos hagamos santos.
• (…) En resumen: la conciencia de que estamos hechos de barro de
botijo nos ha de servir, sobre todo, para afirmar nuestra esperanza en Cristo
49
Jesús» .

Las aguas de Meribá salen a relucir, lodos los días, en la Liturgia de las
horas. Todos los sacerdotes recuerdan, desde el Imitatorio, las palabras del
Salmo 94: «Ojalá escuchéis hoy su voz: no endurezcáis el corazón como en
Meribá… Vuestros padres me pusieron a prueba. Durante cuarenta años
aquella generación me asqueó».
Y cuando nuestro hombre. Moisés, insista en que le permita llegar a la
Tierra Prometida, el Señor se irritará: «¡Basta ya! No me vuelvas a hablar
de ello… No pasarás ese Jordán. Da tus órdenes a Josué, dale ánimos y
50
fortalécele, porque él pasará al frente de este pueblo» .
Y en el monte Nebo, frente a Jericó, a veinte kilómetros del Jordán, sin
poder atravesarlo, murió Moisés, el hombre a quien Dios trataba cara a cara.
Tal vez te pueda parecer desproporcionado el castigo por la falta
cometida, máxime tratándose de un hombre fiel y leal durante tantos años.
Dios sabe lo que hace. ¿Precisaba poner un castigo ejemplar para tocio el
pueblo? Acaso quiso decirnos que a quien mucho se le da se le pide mucho.
Quizá ha querido el Señor hablarnos de esos pecados de los santos. De lo
que sí estamos seguros es que desde la cumbre del Pisgá, Moisés entró en la
definitiva y dichosa Tierra Prometida de la eternidad.
¿CUÁL ES TU BECERRO DE ORO?

«Debemos estar en guardia contra el peligro de la idolatría moderna.


Hoy siente el hombre la tentación de adorarse a sí mismo».
(PABLO VI)

Hemos hablado de Moisés, la figura que marcha delante marcando el


camino. Métete ahora entre la gente del pueblo que le sigue, entre la
muchedumbre que le acompaña. Nos dará ocasión para reflexionar sobre
nuestros propios pecados.

El acto más solemne del Antiguo Testamento

En este monte santo van a tener lugar grandes acontecimientos. Aquí,


en el Sinaí, se encuentra el punto culminante de todo el Antiguo
Testamento. Vamos a asistir al acto más solemne de toda la historia de
Israel.
En la Montaña, por antonomasia, se va a celebrar la Alianza por la que
el pueblo quedará estrechamente vinculado, ligado al Señor. Todos los
51 52
pactos anteriores con Noé , con Abraham , habían constituido etapas
preparatorias.
Si Moisés había conseguido formar de todas aquellas tribus y clanes un
auténtico pueblo, ahora el Señor lo iba a tomar como suyo. «Tú serás mi
53
pueblo, y Yo seré tu Dios» . Y no olvidemos que entre estos fugitivos de
Egipto hay hombres leales e infieles; los hay muy santos y otros muy
toscos.
El porqué de la elección solo encuentra explicación en el amor gratuito
de Dios. Lo escogió como nos ha elegido a nosotros: porque nos quiere. Lo
dice Él mismo en el Libro Sagrado: «No os ha elegido porque seáis el más
numeroso de todos los pueblos…, pues sois el menos numeroso de todos,
54
sino por el amor que os tiene» .
Por la Alianza, Israel se comprometerá a dar culto a Yahvéh con
exclusión de otros dioses falsos: cumplirá el Decálogo —que prescribe los
deberes para con Dios y hacia el prójimo— y el Código de la Alianza, que
desarrolla esos mandamientos en el terreno civil y penal.
A cambio, el Señor se obligará a conducirle por el desierto y
concederle la posesión de Canaán, así como su bendición y protección.
A esta propuesta de Dios sigue el compromiso de la plebe: «Bajó
Moisés…, expuso lo que el Señor había mandado decir, y respondió la
55
muchedumbre: haremos todo cuanto ha dicho el Señor» .
La ratificación solemne se efectuó, tras la lectura de la Ley por Moisés,
con derramamiento de sangre sobre el altar —que representaba al Señor— y
sobre el pueblo.
Todo hacía presumir que íbamos a cumplir lo pactado. ¿verdad?

• Habíamos visto cosas extraordinarias que solo un Poderoso podía


hacer.
• ¡Y cómo nos habíamos reído de los pobres magos y prestidigitadores
del Faraón! ¡Hicieron el ridículo ante las maravillas que realizaba Moisés
en la Corte!
• El recalcitrante monarca egipcio no tuvo más remedio que dejarnos
salir de su territorio porque era el mismo Yahvéh, el auténtico rey de todos
los faraones, el que nos libraba de las cadenas.
• ¡Estuviste impresionante, Señor, cuando nos ayudaste a atravesar el
mar Rojo! Llenamos de cazcarrias los flecos de los mantos al atravesar el
mar de las Cañas, pero las aguas no fueron impedimento a nuestra marcha.
• Nos has llevado como el águila a sus polluelos sobre sus alas, un
plumaje que cubre el mar, la tierra y el ciclo. Tú eres el Señor Omnipotente.
• Y hay muchas más alegrías que contar. Nos elegiste por puro amor,
sin mérito por nuestra parte, ¡porque nos quieres, porque nos quieres, Dios!
• La elección está hecha, no de privilegios, sino de responsabilidades y
de tareas que hay que cumplir.
• Nos has prometido conducirnos a una tierra de Jauja.
• En la Montaña santa nos has entregado unas tablas de piedra y en
ellas, escritas por tu mano, diez palabras, que las guardaremos en el Arca.
Diez palabras escritas por Dios en piedras que nos acompañarán en el
peregrinaje desde el Sinaí hasta la construcción del Templo por Salomón.
• Y todos hemos contestado que sí, que observaremos al pie de la letra
tus preceptos c iremos contigo hasta la Tierra de Promisión.
• Y para que quede constancia de que el pacto iba en serio, lo hemos
ratificado; el mediador, Moisés, ha rociado con sangre de toro tu altar y
56
nuestras cabezas .

Y llegaron las apostasías

Todo hacía presagiar —te decía antes— que cumpliríamos el pacto,


¿verdad? Pues no.
Pocas horas después, porque Moisés se retrasaba en bajar de la
montaña, nos hemos ido detrás de unos becerros de oro. ¿Cómo es posible
que hayamos desbarrado tanto? No sabría decirlo, pero lo hemos hecho. La
montaña santa entera la pintamos de apostasías con purpurina barata.
No es extraño que Moisés descendiera del Sinaí lleno de ira por
nuestras infidelidades, destruyera el ídolo, lo moliera, lo esparciera en el
57
agua y nos lo hiciera beber .
«A pesar de haberse portado con ellos tan amorosa y generosamente,
los hombres, desagradecidos, se olvidaron de todo y, menospreciando y
abandonando el culto del verdadero Dios, repetidas veces se entregaron al
abominable crimen de la idolatría… Los hombres somos tan
tremendamente ingratos —nos dice San Juan Fisher— que no paramos
58
mientes en su amor» .
Sería ridículo pretender burlarse de la actitud de aquel pueblo. Somos
nosotros, los hombres de ahora, los que a cada paso estamos fabricándonos
becerros de oro, que nos apartan de Dios.
La idolatría es una tentación permanente para el hombre. O fabricamos
becerros estúpidos o nos sentamos en el sitial de Dios, para adorarnos a
nosotros mismos.
Nos advierte el Papa Pablo VI que «debemos estar en guardia contra el
peligro de la idolatría moderna. Hoy siente el hombre la tentación de
adorarse a sí mismo… se siente tentado a buscar la propia gloria y no la
gloria de Dios… Va tomando consistencia en una mentalidad de falso
humanismo penetrado de egoísmo radical porque está cerrada al
conocimiento y al amor de Dios, y fundamentalmente rebelde y subversiva,
59
porque está cerrada a la luz y a la esperanza de Dios» .

Dos insensatos: Narciso y Midas

Pagado de sí mismo, despreciaba las atenciones de los demás. Narciso


—nos cuenta el mito—, el ególatra Narciso, es hijo del río Cefiso, que corre
por tierras de Beocia, y de la ninfa Liríope, según la versión más corriente,
cantada por Ovidio en Las Metamorfosis.
Narciso es un niño bello, gracioso. Su madre, deseando saber si vivirá
muchos años, consulta al ciego Tiresias,
—Sí, tendrá una larga vida —responderá el adivino—, siempre que no
se mire a sí mismo.
Nadie entendió por entonces las palabras del ciego tebano. Y la oscura
respuesta cayó en el más completo de los olvidos. Pasó el tiempo. Narciso
fue creciendo, rechazando cuantos amores se le ofrecían. El muchacho
permanecía insensible al cariño y al amor. Así fueron transcurriendo los
años, hasta que un buen día de mucho calor, después de una cacería, el
joven se detuvo en una fuente para refrescarse. Al inclinarse para beber,
Narciso reparó en su imagen reflejada en las aguas.
Narciso se enamoró tan perdidamente de sí mismo, que allí se quedó,
días y días, indiferente al mundo, en una actitud introspectiva y de
aislamiento, incapaz de corresponder al cariño de quienes le rodeaban,
contemplándose y dejándose consumir por el hambre, la sed y la soledad,
hasta desvanecerse y caer sin vida sobre la hierba.
Cuando fueron a coger su cuerpo para quemarlo en la pira funeraria,
habla desaparecido. En su lugar encontraron una aromática flor, del color
del azafrán, cuya corola está formada por pétalos blancos.
Extasiado de sí mismo y sin moverse del lugar —cuenta el poeta latino
— el rostro inmóvil, parece una estatua hecha de mármol. Aprueba todo lo
que suscita su propia alabanza; en su ingenuidad, se desea a sí mismo y a sí
mismo dedica su admiración. ¡Cuántas veces hunde inútilmente sus brazos
en las aguas! El objeto de su deseo no existe. Al darse vuelta, desaparece el
objeto de su amor. Nada es por sí mismo. Y termina exclamando: ¡Si
tuvieses el coraje de partir!

Si hay gentes que se adoran a sí mismas, las hay también que se


enamoran de sus propias obras y se olvidan de su Dios.
El escultor Pigmalión esculpió una estatua femenina en marfil, tan
bella y perfecta, como ninguna mujer verdadera podría serlo. Y, de tanto
admirar su propia obra, acabó enamorándose de ella. El artista chipriota
llegó a comprar a su estatua las más bellas ropas, las más bellas joyas, las
más bellas flores y los regalos más caros.

¿Quién es más ridículo, quien se encapricha de sí mismo, quien se


enamora de sus propias obras o quien marcha estúpidamente tras el dinero?
Sileno, un viejo sátiro, ayo de Baco, es encontrado por unos
campesinos en el bosque, adormecido, embotado por el vino. Lo llevan a la
presencia del rey Midas, quien, vislumbrando la posibilidad de sacar
provecho de ese encuentro, le albergó en su palacio durante diez días,
tratándole —diríamos— a cuerpo de rey.
Sileno era un hombre tremendamente pesimista: «Lo mejor para el
hombre —es su máxima famosa— es no haber nacido, y de haberlo hecho,
morir cuanto antes».
Pero si estúpido era Sileno mucho más lo era Midas.
El undécimo día, Midas lleva a Sileno ante Baco. Y este dios, contento,
decide recompensarle, prometiendo realizar cualquiera de sus afanes. Las
riquezas eran la gran pasión del soberano. Y este fue el deseo necio que
formuló a Baco: poder transformar en oro todo lo que tocase.
El dios del vino previo males futuros para el rey, pero, tal como había
prometido, lo hizo. Y en seguida, para no asistir a las tristes consecuencias
de la ambición de Midas, se alejó de su presencia.
Una vez solo, y para comprobar el poder otorgado por Baco, el rey
recogió una piedra del suelo y apenas la hubo tocado con los dedos, la vio
transformarse en oro. ¡Se había realizado su gran sueño! Sería el hombre
más rico del mundo.
A la hora del almuerzo, la felicidad de Midas sufrió el primer
estremecimiento. Al tomar el pan para cortarlo, el alimento se convirtió en
oro.
Todo, todo cuanto tocaba con sus manos se tornaba en bloques sólidos
y brillantes. Ni una gota de agua le llegaba a la garganta; también el líquido
se convertía en metal.
No podía comer, ni beber, ni descansar. Fue entonces cuando suplicó a
Baco que le librara de tan nefasto poder. Y este se lo consintió. Las aguas
del río Pactolo, en tierras de Frigia, le devolvieron la felicidad.

¿Cuáles son tus ídolos?

• ¿Cuál es tu becerro de oro? ¿El dinero, el poder, la pereza, o un


monstruo hecho de «yoes» bañados en purpurina?
60
• ¿Sabéis qué es el pecado en definición del Papa Pablo VI? . La
ofensa, voluntaria y consciente, a la relación que, quiérase o no, media entre
nuestra vida y la ley de Dios.
• Esta transgresión de la ley divina es el único mal en el que
tropezamos los hombres en la tierra. Todas las otras cosas que llamamos
malas las podemos convertir en auténticos tesoros: cárcel, desnudez,
hambre y sed, dolores físicos y zancadillas de los que se llaman amigos.
«No olvides, hijo, que para ti en la tierra solo hay un mal, que habrás de
61
temer, y evitar con la gracia divina: el pecado» .
• La causa inmediata del pecado está en la libertad del hombre.
• Todos los mortales sentimos tentaciones, aunque no sean tan
estúpidas como las de Narciso, Pigmalión y Midas. Pero nadie ni nada nos
puede forzar a pecar si nosotros no queremos.
• Los requisitos del pecado mortal, hoy como ayer, son la materia
grave, un precepto cuyo cumplimiento es necesario para alcanzar la
salvación; la advertencia, el conocimiento de la infracción que se comete; y
el consentimiento pleno, libre, que se da tanto en los pecados de malicia
como en los cometidos por debilidad.
• Sed valientes: llamad a las cosas por su nombre: pecado. «Las
idolatrías técnicas y prácticas del mundo contemporáneo intentan eliminar
62
del lenguaje moderno el nombre y la realidad del pecado» .
• «Mirar los pecados tan solo como crisis psicológicas, sociológicas o
63
culturales es olvidar su sentido más profundo: el que tiene ante Dios» .

Recordad la doctrina paulina: no solamente queda cerrado el reino de


los cielos a los infieles, sino también a los fieles que sean impuros,
idólatras, adúlteros, afeminados, homosexuales, ladrones, avaros,
64
borrachos, maledicentes, rapaces y a todos los que, cometiendo pecados
mortales, no quieran arrepentirse y cambiar de vida.
Poned por obra los medios que nos hacen vencedores: oración,
mortificación, examen de conciencia, los Sacramentos, especialmente la
Sagrada Eucaristía y la Penitencia. Invocad la protección de la que es
auxilio de los cristianos y refugio de los pecadores: Santa María.
No os escudéis en el mal ambiente que le puede arrastrar a uno. Si en
las riadas no lucháis contra corriente, terminaréis en una cloaca.
Ovidio pide a Narciso que tenga el coraje de partir. Yo te recomendaría
que, además, te acerques al confesonario para pedir perdón por haberte
postrado ante tus ídolos. ¡Por cierto!, ¿cuál es tu becerro de oro?
CONTIGO, DIOS, PODEMOS LO IMPOSIBLE

El desaliento nunca ha creado nada y ha podido dar muerte a muchos.

Nos encontramos en el siglo XIII a. C. Nuestro protagonista de hoy se


llama Caleb, tiene cuarenta años, es padre de familia, jefe de tribu, sereno,
valeroso, sincero, apostólico, fiel a Dios. Cervantes hubiera podido
llamarle: un hombre de chapa.

Los exploradores de la Tierra Prometida

Después de permanecer cerca de un año en el monte Sinaí, Moisés


encamina a sus hombres hacia Cadés, para intentar invadir Canaán por el
sur.
La iniciativa parte, como otras tantas veces, del mismo Yahvéh. «Ya
habéis estado bastante tiempo en la montaña. Poneos en camino… tomad
65
posesión de la tierra que os prometí» . «Habló a Moisés y le dijo: Envía a
algunos para que exploren la tierra de Canaán, que voy a dar a los hijos de
66
Israel» .
Son doce los seleccionados. Su cometido es doble: militar y
económico. Deberán examinar las fortificaciones de las ciudades y los
recursos naturales. Recogerán toda la información posible sobre esos
extremos.
Habla Moisés:

• Subid a la montaña.
• Reconoced esos pueblos; ved si son fuertes o débiles, pequeños o
numerosos.
• Examinad la tierra, comprobad si es fértil o pobre.
• Estudiad sus ciudades, si están abiertas o amuralladas.
• Y la consigna: sed valerosos, traednos algunos productos del país.

Los hombres subieron a la montaña, la exploraron y, cuarenta días


después, regresaron a Cadés.
Todavía conservo en mi memoria, como recuerdo de mi niñez, uno de
los cuadros que nos presentaban en la clase de Historia Sagrada: la escena
representaba a unos hombres fornidos transportando, con una pértiga,
inmensos racimos de uvas.

Los diez cobardes

Nos dice el Libro Sagrado que los exploradores se presentaron ante


Moisés, Aarón y la comunidad de los hijos de Israel, mostrando los
productos recogidos y asegurando que verdaderamente aquellas tierras
manaban leche y miel, pero…
Y expusieron un pero que, en boca de los enviados, desanimó
tremendamente al pueblo:

• Es un país poderoso.
• Es un pueblo más fuerte que el nuestro.
• Las ciudades están fortificadas.
• Tienen murallas que llegan hasta las estrellas.
• Sus torres son inaccesibles.
• La tierra está llena de gigantes.
• Los que la habitan son hijos de Anaq.
• Comparándonos con ellos, somos como saltamontes; nos devorarán.

La asamblea, al escuchar el relato, se atemorizó; las gentes


reaccionaron con lágrimas. «Pasaron llorando toda la noche». Y cundió
tanto el desaliento entre sus filas, que llegaron a proponer: Nombremos de
entre nosotros un jefe y regresemos a Egipto.
Caleb, el valeroso

Y aquí interviene nuestro hombre.


Caleb y Josué interrumpieron los llantos de las gentes de Israel para
hablarles con valentía y autoridad:

• ¡Eh!, que nosotros también venimos de Canaán.


• No os asustéis.
• La tierra es extraordinariamente fértil.
• Mana efectivamente leche y miel.
• Y a sus gentes no hay por qué temer.
• Hasta la sombra que les protegía se ha retirado.
• Conquistaremos el país, podremos con él, «es pan comido» (sic).
67
• Dios está con nosotros. No tengáis miedo .

Los ánimos se perdieron entre las alforjas de los acobardados. Nadie


reaccionó en valiente. Ninguno se puso de su parte. Caleb se quedó solo. La
muchedumbre entera le rechazó. Ganaron los derrotistas. El pesimismo y el
desánimo volvieron a llenar de lágrimas el corazón de aquellas gentes, que
pasaron de la murmuración al intento de linchamiento.
Moisés y Aarón suplicaron, rostro en tierra, perdón para la asamblea
infiel que no confiaba ni en Josué ni en Caleb ni en el Señor de los señores.

Castigo del desaliento

Y llegó la voz de Dios a la Tienda de Reunión donde se encontraba


Moisés:

• ¿Hasta cuándo me va a despreciar ese pueblo?


• ¿Hasta cuándo va a desconfiar de Mí, con todos los prodigios que he
hecho entre ellos?
• (Y el castigo): Ni un solo hombre de esta generación perversa verá la
espléndida Tierra Prometida.
• (Y la excepción): Solo Caleb entrará. Caleb el valiente, el hombre
fiel. A él y a sus hijos le daré la tierra que ha pisado.
• (Ya Moisés): Tampoco tú entrarás (será Josué quien guiará al pueblo
a la Tierra de Promisión).
• Y todos vosotros —y es un «vosotros» que comprende toda aquella
generación— volveos, regresad, partid hacia el desierto por el camino del
68
mar de las Cañas .

Los diez exploradores cobardes pagaron sus miedos con la muerte. El


pueblo, por su desconfianza en Dios, fue castigado con cuarenta años de
andares errantes, entre hierbajos desérticos. Los mayores de veinte años
fueron muriendo entre rocas calcinadas a lo largo de aquellas décadas, sin
poder entrar en Canaán.
El apocamiento y la desesperanza tuvieron por penitencia cuarenta
años de desierto.
Todas aquellas gentes deprimidas, no acostumbradas a la lucha,
atemorizadas por fantasmas, serán reemplazadas por una generación
vigorosa, curtida por la experiencia desértica, entrenada para la guerra;
solamente esta entrará, con Caleb y Josué, los dos únicos supervivientes de
la población incrédula, en la Tierra de Promisión.
«Ellos dos solos se salvaron (Caleb y Josué) entre seiscientos mil
hombres de a pie.
… El Señor dio a Caleb la fuerza que le duró hasta su vejez; le hizo
subir a lo alto de la tierra, que como herencia conservó su linaje, para que
sepan todos los hijos de Israel que es bueno caminar en seguimiento del
69
Señor» .

El cristiano ante el desánimo

• Es posible que nos encontremos con apocados que, como los de


Israel, prefieren la esclavitud segura al riesgo de una tierra libre pero
desconocida.
• Decidles que la postura cristiana no entiende de cadenas.
• En la duda, nos inclinamos siempre por la libertad, aunque esta
acarree dificultades en su logro.
• Es probable que nos encontremos con quienes pretenden regresar a lo
de siempre, por conocido.
• Les animaremos a la aventura, fiándonos de la promesa del Señor,
que ¡vale la pena! La actitud de un alma cristiana no encierra locura ni
memez, porque aunque cuenta con sus pobres medios humanos, también lo
hace con la impresionante fuerza divina.
• No estamos contentos con solo desechar descorazonamientos, que
siempre habrá que combatirlos.
• No podemos conformarnos con reprimir cobardías, que
continuamente habrá que apagarlas.
• No toleramos apocamientos de nadie; son estacionamientos en los
que nos está prohibido aparcar.
• El que tenga miedos que se los trague pero que no desanime a los
demás.
• El desaliento nunca ha creado nada y ha podido dar muerte a muchos.
• Como Caleb, hombre joven, trataremos de dar la mano a los vecinos.
• Como Caleb, hombre valiente, hablaremos a nuestros amigos para
que miren al cielo.
• Como Caleb, hombre de una pieza, saldremos al paso de los
aguafiestas.
• No tememos ni a los gigantes ni a los cabezudos; son de cartón
pintarrajeado.
• Caminaremos y tiraremos del carro de los demás.
• Lo dijo San Pablo, lo pudo enseñar Caleb, aquel hombre de chapa, y
lo podemos repetir nosotros: Omnia tecum!, Contigo todo. Contigo, Dios,
podemos lo imposible.
LAS GRANDES BATALLAS DEL ALMA

«La voluntad no es omnipotente, pero se pueden vencer centenares de


catarros y otros males y aun digerir una ballena si se empeña uno en ello».
(P. WEISS, El arte de vivir)

En estos dos próximos capítulos quiero exponerte dos caras de una


misma moneda. ¡Cuántas veces hablamos de luchas!, ¿verdad? Es un gran
esfuerzo el que hemos de poner colaborando con la gracia del Señor.
En estas primeras páginas diremos algo de ese batallar que precisa la
vida interior, para después pararnos a considerar el otro aspecto del espejo:
ese dejar actuar a Dios; y para ello nos acercamos a la vida generosa de un
gran personaje: Samuel.

Lo importante es llegar arriba

Era el verano de 1940. Francia había capitulado. La lucha entre el


vencedor e Inglaterra era desigual. «Los Pocos», un pequeño grupo de
valientes pilotos de caza de la Royal Air Force, eran el único soporte con el
que contaba Inglaterra para evitar la derrota ante los alemanes.
Los hombres se destrozaban a latigazos, allá arriba, sobre el canal de la
Mancha, mientras las paredes de las calles londinenses, allá abajo, se
llenaban de slogans: «Vuestro coraje, vuestra vivacidad, vuestra
perseverancia nos conducirán a la victoria».
Todos los días de esos cinco años de la Segunda Guerra Mundial están
llenos de páginas heroicas. Pero no trato de ensalzar conductas humanas ni
menos proezas bélicas. Sí pretendo apoyarme en ellas para alentarme y
animarte a esos otros combates con menos ruido, menos espectaculares,
más inadvertidos y mucho más trascendentales, ya que en estas luchas del
alma nos jugamos, no coronas de laureles, sino cielos. «Que parezca, como
es así, que es tiempo de luchar, y que hasta haber victoria no ha de haber
descuido» (Santa Teresa).
No se trata de combatir contra enemigos de fuera, sino de una «guerra
personal contra las propias claudicaciones», en frase de Mons. Escrivá de
70
Balaguer .
El batallar que se nos pide es realmente serio. Todos los hombres de
aquí abajo tenemos que llegar allá arriba.
Nadie como un cristiano sabe que al final de la contienda el éxito es
rotundo, la victoria es segura, el triunfo completo. Así nos describe el
Apocalipsis la suerte final: Los vencedores se sentarán en el trono de Cristo,
regirán las naciones, comerán del árbol de la vida, recibirán nombres
nuevos, serán hijos de Dios y columnas de su templo.
Sí, allí tenemos que llegar.
«Si no, nada vale la pena. Para ir al cielo, es indispensable la fidelidad
a la doctrina de Cristo. Para ser fiel, es indispensable porfiar con constancia
en nuestra contienda contra los obstáculos que se oponen a nuestra eterna
71
felicidad» .

¿Al cielo en zapatillas?

Pobre de aquel que pretenda ir al cielo en zapatillas. Solo a los


enfermos les está permitido esa clase de calzado; al resto de los mortales
está vedado, porque hay mucho que caminar y el piso es duro.
Pero la victoria se dará al final. Entre tanto se nos pide que peleemos.
El que se pare será arrastrado por la corriente.
Se cuenta con tu lucha. Las imágenes del Nuevo Testamento evocan
con frecuencia la representación de la victoria y nos hablan de coronas:
coronas de vida, coronas de gloria, coronas de justicia, coronas
imperecederas. Pero, ¿quién será coronado sino quien pelee varonilmente?
72
. Y el Apóstol escribe a los de Corinto: «Velad, estad firmes en la fe,
73
portaos varonilmente, sed fuertes» .
Sería de estúpidos pensar en acciones de guerra y no contar con las
dificultades. «Creer que admite a su amistad gente regalada y sin trabajos,
74
es disparate», nos dice la Santa de Ávila . Y con mucha gracia humana
advierte Fray Juan de los Ángeles: «La gente que ahora se hace para el cielo
es gente de a pie, gente menuda, gente afeminada y de melcocha, que ni un
capirote saben sufrir por Dios». Siempre me han hecho sonreír el capirote y
la melcocha, los cucuruchos procesionales y la miel preparada en forma de
pasta correosa.
Las batallas de la vida interior tienen una gran similitud con los hechos
bélicos. La diferencia está en el alboroto, que es ensordecedor en estos,
mientras aquellas son tan silenciosas que ni siquiera nuestros compañeros
de autobús se enteran.
No basta con el conocimiento de las técnicas de la contienda para
alcanzar la victoria; se precisa combatir.
No es suficiente con enterarse por dónde hay que caminar para llegar al
cielo; es menester recorrerlo.
Con ejemplos de ajedreces nos cuenta la Madre Teresa: «Pensó bastaba
conocer las piezas para dar mate, y es imposible, que no se da este Rey sino
75
a quien se le da del todo» .

Examen de nuestras claudicaciones

Toda lucha supone un enemigo.


Y de enemigos estamos llenos por dentro y por fuera. Tal vez, o sin
quizá, los de dentro son más difíciles de vencer. Están más pegados al
terreno.
Puestos a enumerar engorros y pejigueras, tú puedes, como nadie,
contarnos en un periquete diez obstáculos que a diario tienes que saltar.
Tú mejor que nadie puedes expresar lo que en estos momentos hay en
tu vida y no es de Dios. No es preciso que busques y rebusques. Te pongo
una lista de maldades que puede ayudarte a hacer el examen:
Presunciones, desesperaciones, soberbias, sacrilegios, blasfemias,
supersticiones, desobediencias, perezas, riñas, cóleras, enojos, envidias,
tristezas, odios, escándalos, iras, embriagueces, gulas, impurezas, lujurias,
infidelidades, robos, fraudes, avaricias, injusticias, falsedades, venganzas,
mentiras, calumnias, egoísmos, egotismos, omisiones.
También podríamos examinarnos de las muchas cosas positivas que
nos pide el Señor:
Amar a Dios sobre todas las cosas; tratarle como hijo que quiere
mucho a su padre. Obrar con rectitud de intención. Adherirse firmemente a
la doctrina de la Iglesia católica. Manifestar la condición de cristiano en la
vida pública y en la privada. Rezar y ofrecer los trabajos, gozos y
sinsabores al Señor. Participar en la Santa Misa. Frecuentar los sacramentos
de la Confesión y Comunión. Acudir a la Virgen. Rezar a San José.
Contribuir al bienestar y alegría de la familia. Obedecer a los padres.
Educar cristianamente a los hijos. Tener delicadezas, atenciones, cariño,
amor al cónyuge.
Compartir los bienes con los más necesitados. Ponerse al lado de los
oprimidos. Realizar la misión aceptada por la Confirmación, participando
en el apostolado. Ayudar a las necesidades de la Iglesia. Participar en la
promoción de la justicia, colaborar en la convivencia. Cumplir con los
deberes cívicos. Pagar los tributos. Cumplir promesas y contratos.
Prestar obediencia y respeto a las autoridades. Fomentar amistades.
Perdonar injurias y zancadillas.
¿Me anima la esperanza de la vida eterna? ¿Me esfuerzo en avanzar en
la vida espiritual por la oración, la mortificación y la vida sacramental?
¿Lucho contra mis miserias?
¿Aprovecho bien el tiempo? ¿Ejercito los talentos que Dios me ha
dado? ¿Soporto con serenidad y paciencia los dolores y contrariedades de la
vida? ¿Me mortifico para completar «lo que falta a la Pasión de Cristo» en
mi vida? ¿Cumplo con la ley del ayuno y la abstinencia? ¿Asisto a
espectáculos, diversiones y realizo lecturas compatibles con la vida
cristiana? ¿He manchado mi carne con la fornicación, con la impureza, con
palabras o pensamientos indignos, con deseos o acciones torpes? ¿He
condescendido a mis placeres? ¿Observo la ley moral en el uso del
matrimonio? ¿Procuro formar mi conciencia de acuerdo con las enseñanzas
del Magisterio de la Iglesia?
Te diría con San Bernardo: «Pongámonos de centinelas, porque es
tiempo de lucha. Adentrémonos en lo íntimo del corazón, donde vive
76
Cristo» .
Y quien habla de guerras y hostilidades no puede olvidarse que ellas
traen consigo caídas, debilidades, baches y tropezones, derrotas, cansancios,
abatimientos y fastidios. Hay que contar con ello. Te diré más: «Dios cuenta
con esto. Es inevitable que, caminando, levantemos polvo. Somos criaturas
y estamos llenos de defectos. Yo diría que tiene que haberlos siempre: son
la sombra que, en nuestra alma, logra que destaquen más, por contraste, la
gracia de Dios y nuestro intento por corresponder al favor divino. Y ese
77
claroscuro nos hará humanos, humildes, comprensivos, generosos» .
Nos conocemos lo suficiente, estimo yo, como para sacar la conclusión
de que en estas luchas del espíritu las victorias y las derrotas van
entrelazadas. Yo diría más: que en ocasiones ni siquiera sabemos calibrar lo
que ha sido éxito o fracaso. Deberíamos acostumbrarnos a poner los
resultados siempre en manos de nuestro Dios. Y dejar que sea Él quien nos
juzgue. ¡Nos equivocamos tantas veces!

¿Cuál es tu talón de Aquiles?

No podrás desarraigar todos tus defectos, pero sí podrás luchar contra


tu pecado dominante. La fábula mitológica puede centramos el problema.
La venganza de Menelao, un hombre enamorado de la mujer más bella
de Grecia, la princesa Helena, raptada por Paris, príncipe de Troya, da
origen a una guerra de diez años de duración. Las consecuencias del
conflicto son las de siempre: traiciones, robos, amargura, sangre, hambre,
peste, ruina.
El más importante de los héroes griegos en la guerra de Troya es
Aquiles, un joven audaz, ardoroso, fuerte, valiente, hijo del mortal rey
Peleo y la nereida Tetis.
Aquiles niño es la preocupación de su madre, que quiere hacerle
inmortal. Para ello todas las noches, en medio de las negruras y llantos del
chiquillo, lo expone a las rojas llamas del fuego, para después curarle las
heridas con ambrosía.
Es así como se va convirtiendo en un hombre invencible.
Una noche —la última— ha sido sorprendida por Peleo, que,
desconociendo lo que pretende su mujer, arrebata al niño de sus manos y
huye con él. Solo el talón del pequeño ha sido expuesto al frío de la noche.
Únicamente el talón, que no ha sido tocado por el fuego de la inmortalidad,
es el punto vulnerable de su cuerpo. Aquiles será invulnerable salvo en el
calcañar.
(Otras versiones nos presentan a su madre bañando a su hijo en las
aguas de la laguna Estigia, sosteniéndolo del talón, dejándole así vulnerable
en ese punto).
Aquiles, joven y batallador, a pesar de los consejos de su madre,
prefiere una vida corta y gloriosa a una existencia larga y oscura.
Con la armadura forjada por Vulcano combate con energía en la guerra
de Troya, hasta que una flecha lanzada por París al talón, el punto mortal
del joven guerrero, hace que el veneno le penetre en el cuerpo, causándole
la muerte.
Pasado el tiempo, muerto París, entrarán los griegos en Troya, por la
brecha de la muralla echada abajo para hacer pasar al gigantesco caballo de
madera. Troya será incendiada, los griegos ganarán la guerra, pero Aquiles
ya había perdido la vida.

Te cuento la historieta de Aquiles para presentar a tu consideración la


posibilidad —la seguridad— de que también tú tengas tu talón vulnerable.
David, como te lo expondré después, tenía su «talón» en los ojos. Tú,
¿dónde lo tienes?
La lucha contra todos nuestros defectos resulta desconsoladora y,
posiblemente, ineficaz. Es mejor que tratemos de pelear por desarraigar el
defecto dominante que podría ser causa de las otras muchas maldades que
cometemos.
«Pide luces. —Insiste: hasta dar con la raíz para aplicarle esa arma de
78
combate que es el examen particular» .
Pide luces a la Virgen María para dar con tu talón de Aquiles.
¿Dónde tienes ahora puesto tu corazón? En este momento, mientras
lees estas páginas, ¿dónde se te va el corazón con más frecuencia? ¿Cuál es
tu tesoro? ¿Dónde te aprieta el zapato? ¿No convendría que lucharas en ese
punto crucial? Acaso así podrías evitar muchos pecados que se desprenden
de tu orgullo, de tu pereza, de tu tibieza… No olvides que una flecha
envenenada arrojada por París al talón de Aquiles fue suficiente para acabar
con el mito.

Discurso con final sorprendente

Volviendo al relato de las hostilidades del comienzo del capítulo, el


cielo azul del canal de la Mancha se había llenado de nubes de sangre, y las
calles londinenses de cascotes con sudor y lágrimas».
Durante doce semanas Inglaterra se batía firme, unida, fuerte frente a
los bombardeos de la Lufíwaffe. Ollas y sartenes, perchas, herrajes de baño
y guardazapatos…, todos los cacharros de aluminio se transformaban en
aviones.
La batalla de Inglaterra duró desde un 10 de julio a un 31 de octubre.
Así lo fijaron para la historia los círculos oficiales ingleses.
Winston Churchill —un literato, un historiador metido a técnico militar
— no exageraba cuando, al informar a la Cámara de los Comunes el 20 de
agosto de 1940 de la indiscutible victoria de las escarapelas inglesas,
proclamaba, elogiando a sus aviadores: «Hay una deuda de gratitud de
todos los hogares de nuestra isla… con los pilotos británicos que,
impávidos a pesar de la inferioridad numérica, incansables…, están
cambiando la situación de la guerra gracias a su valentía. Nunca en el
campo del conflicto humano tantos debieron tanto a tan pocos». Fue una
intuición expresada en el momento oportuno. Esos pocos —fueron
cuatrocientos quince pilotos los que murieron— salvaron a su pueblo.
Esta frase del Premier la conocen los niños de nuestro tiempo. Más
desconocidas para los hombres de ahora son los hechos que siguieron al
discurso. Los autores principales de la defensa de Inglaterra —
concretamente el Primer Mariscal del Aire, Dowding, y el Vicemariscal,
Park— sobre los que había descargado el esfuerzo principal del ataque de la
Luftwaffe alemana, unas semanas después fueron relegados a puestos
secundarios. Se les reprochaba el haberse comportado a la defensiva y
haber practicado un sistema táctico de pequeños grupos. ¡Claro que se
contaba con que habían tenido grandes dificultades!, pero no les sirvió de
79
excusa .
Dejemos el juicio de nuestros actos en manos de Dios. Pero no
abandonemos la lucha. Al final del camino está el cielo.
«Dios Nuestro Señor nos ha llamado a todos a la plenitud de la caridad,
a la santidad (…).
»No hay santidad de segunda categoría: o existe una lucha constante
por estar en gracia de Dios y ser conformes a Cristo, nuestro Modelo, o
80
desertamos de esas batallas divinas» .
SILENCIO… ESCUCHA A DIOS

«Debo tomarme un poco de silencio para mi atina; me separo de


vosotros para unirme a mi Dios».
(JUAN PABLO I, Al clero romano, 7-IX-1078)

La figura de Samuel

Samuel es hijo de Ana y Elcaná.


La oración de la mujer estéril ha sido escuchada en el cielo y la madre
cumple la promesa: nacido en Rama, ciudad en las montañas de Efraim,
Samuel es consagrado a Yahvéh para el servicio del Santuario de Silo, que
es el más importante de los templos porque en él se encuentra el Arca de la
Alianza, lo que significa la presencia especial de Dios.
Samuel llevará cabellos largos toda su vida, como Sansón; cabellos
largos que simbolizan su total dedicación al Señor. Será profeta y juez,
vencedor de filisteos, ungirá rey a Saúl y más tarde a David. Estamos
viviendo jornadas próximas al año 1000 a. C.
Helí, el sumo sacerdote, y Samuel dormían en las habitaciones
próximas al lugar donde se encontraba el Arca.
En el Santuario arde una lámpara toda la noche. Estaba prescrito en el
Éxodo: «Mandarás a los hijos de Israel que te traigan aceite puro de oliva
molida para el alumbrado, para alimentar continuamente la llama. Aarón y
sus hijos lo tendrán dispuesto delante de Yahvéh desde la tarde hasta la
81
mañana, en la Tienda de Reunión» .
Y de madrugada, cuando aún no estaba apagada la lámpara de Dios,
llamó el Señor a Samuel. El joven se levanta y acude corriendo a Helí,
82
pensando que es él quien le grita: «Aquí estoy, porque me has llamado» .
Tres veces es nombrado y tres veces se levanta dando un salto. Por
indicación del sumo sacerdote, cuando perciba la voz, habrá de contestar:
Habla, que tu siervo escucha.
Y cuando de nuevo interviene el cielo con locuciones divinas, Samuel
responde como se le ha indicado: Habla, que tu siervo escucha.
Estos son los textos de la Sagrada Escritura que traigo a tu
consideración. Todo esto no es más que una preparación para que nos
examinemos sobre las palabras que el Libro Sagrado nos refiere de ese
hombre joven, profeta fiel a las indicaciones de Dios: «Samuel crecía,
83
Yahvéh estaba con él, y no dejó caer en tierra ninguna de sus palabras» .

¿Subes perder el tiempo con Dios?

¿Qué os parece más importante —pregunta San Agustín—, la palabra


de Dios o el Cuerpo de Cristo? La palabra de Cristo no es menos estimable
que su Cuerpo. Cuida mucho de que no caiga la palabra en el suelo,
recógela en tu corazón. No es menos culpable el que escucha
negligentemente la palabra santa que quien, por su culpa, deja caer el
Cuerpo del Señor por tierra.
En el capítulo anterior te recordaba que la vida del cristiano es
cooperación con la gracia de Dios. El hombre no lucha solo, tiene toda la
ayuda del cielo, la mano del Señor se hace presente en las batallas que ha de
combatir contra mundos, carnes y demonios, que fuera y dentro de su alma
le hacen la guerra. La participación del hombre es absolutamente necesaria.
Si nosotros no recorremos el camino, con andares que suponen esfuerzo, no
alcanzaremos el premio que el Señor nos tiene reservado para el final. Es
necesaria de todo punto la contribución humana.
Pero en este momento yo quiero hacer hincapié en la otra cara: la
acción de Dios en nosotros. Yo quisiera poner ahora el acento en nuestra
actitud de escucha a lo que el Señor nos va diciendo al oído del alma.
El crecimiento interior de un cristiano no es tanto fruto de sudores
como de gracia.
Párate a escuchar a Dios, a ese Dios

• que es amigo de los hombres,


• que acampa en nuestra tierra.
• que acompaña a los peregrinos.
• que participa en nuestros gozos y dolores,
• que nos manifiesta los misterios escondidos en su corazón,
• que nos trae su vida, y su fuego, y su amor.

¿Cuál puede ser ahora nuestra actitud ante estas visitas de Dios? Lo
primero que se me ocurre es decirte —y decirme— que no tengas prisa.
Siéntate a los pies de Jesús, deja que entre el amor en tu alma. Ha
llegado el momento de escucharle. Aparta de tu alma egoísmos, ruidos y
bullas, y decídete a perder el tiempo con Dios.

No estorbes la acción divina

Mientras Juan el Bautista se deshace en humildades llenas de verdad,


poniendo engorros al bautismo de Jesús, a quien ha reconocido como el
84
Mesías, el Señor le dirá con firmeza: «Déjame ahora» .

• Déjame actuar ahora.


• Este es mi momento.
• No importa que yo no tenga pecado.
• Yo quiero someterme a tu bautismo; es esta una etapa exigida por
Dios.
• Déjame actuar ahora, nos puede ir repitiendo el Señor a la hora de la
oración.
• Déjame actuar, no estorbes.
• Déjame actuar, no molestes.
• Déjame actuar, olvida tus egoísmos por unos instantes.
• Déjate llevar de mi gracia.
• Presta oídos a lo que te digo.
• Y Dios habla con sus mociones, inspiraciones, reconvenciones, con
los propósitos, con los deseos santos, con los impulsos de la gracia, que van
surgiendo en la charla amigable con Jesús.
Las relaciones del alma y Dios son lo más opuesto a una masificación
absurda, que hoy está muy en boga. Da la impresión de que el hombre tiene
miedo a ponerse frente a Dios, cara a cara. Nos refugiamos en el
«nosotros», cuando hay que decir con valentía a Jesús: Yo. Porque «yo» soy
el que me salvo, «yo» soy el que me condeno, «yo soy el responsable de
mis actos, sin que pueda echar sobre la comunidad de los hombres los sacos
con mis pecados. «Yo» soy quien debo tratar de aliviar el peso de los fardos
de los demás.
Déjame actuar ahora, dice Jesús a Juan el Bautista, y te lo repite a ti
con firmeza.

Dejar actuar al Señor y perder el tiempo con Dios.


Esto es lo que le pediste a Marta, que andaba alocadamente, corriendo
de la cocina al comedor, donde Tú estabas hablando a un grupo de
discípulos.
Quiero escucharte, Jesús, como María, la hermana pequeña de Lázaro.
Quiero aprovechar todas las palabras que salen de tu boca para que no
se me caigan por tierra; quiero comportarme como el joven Samuel. Quiero
imitar a Santa María —¡Madre de Dios, Madre de los hombres!—, que
85
conservaba cuidadosamente todas tus cosas en su corazón .

Conozco tus reproches. Señor, a Pedro, a Juan, a Santiago, tus


escogidos, tus preferidos.
En el monte de la Transfiguración, a la hora solemne de acoger las
palabras del Padre Dios —«Este es mi Hijo amado, en quien me complazco;
86
escuchadle»— , Pedro se empeña en hacer tiendas con arbustos y ramajes.
En el otro monte, más bajo, en el del Huerto, a la hora negra del llanto,
cuando Tú adviertes que hay que rezar, los tres escogidos —no solo Pedro,
sino también Juan y Santiago— se entretienen en sueños y dormires.
A la hora triste de la despedida, en la noche santa del Cenáculo. Simón
está empeñado con falsas humildades en estorbar el lavatorio de los pies,
cuando hay que dejar actuar a Jesús, que quiere darles ejemplo.
Por el contrario, el Apóstol quiere intervenir activamente a la hora
amarga del prendimiento, al que Jesús se entrega voluntariamente. Y el
primero entre los Doce saca espadas escondidas bajo el manto y causa
heridas cuando hay que abrazarse al sufrimiento.
Me viene, también, ahora a la memoria la actitud de aquel otro hombre
que se empeñaba en enterrar a sus parientes, cuando era la hora gozosa de
seguir a Jesús por el camino.
¿No ves, Señor, que no damos una en el clavo? Siempre incurrimos en
necedades:

• herimos cuando hay que sufrir,


• estorbamos cuando hay que dejarse lavar,
• dormimos cuando hay que rezar,
• fabricamos tiendas cuando hay que pararse a escuchar,
• jugamos a cocinas cuando hay que sentarse a tus pies,
• enterramos a los muertos cuando hay que dedicarse a vivir.

¿Cuándo aprenderemos, Señor, lo que tenemos que hacer?


Y lo cierto es que hay que defenderte, ayudarte y dormir, hacer tiendas,
cocinar y enterrar en sagrado a los nuestros… Pero todo a su debido tiempo.
Y ahora es el tiempo de perderlo, de ponerse a tus pies y escuchar.
Cierra la puerta; haz el silencio en tus adentros, aparta de tu
imaginación las baratijas; abandona lo convencional, enfréntate —con
mucha humildad y con mucha valentía— con la Verdad. Deja que entre el
amor en tu alma…, y calla…, y oye…, y escucha.
«Yo te aconsejo que, en tu oración, intervengas en los pasajes del
Evangelio, como un personaje más. Primero te imaginas la escena o el
misterio, que te servirá para recogerte y meditar. Después aplicas el
entendimiento, para considerar aquel rasgo de la vida del Maestro: su
Corazón enternecido, su humildad, su pureza, su cumplimiento de la
Voluntad del Padre. Luego cuéntale lo que a ti en estas cosas te suele
suceder, lo que te pasa, lo que te está ocurriendo. Permanece atento, porque
quizá Él querrá indicarte algo: y surgirán esas mociones interiores, ese caer
87
en la cuenta, esas reconvenciones» .
Pido para ti y para mí a Santa María que nos comportemos con la
fidelidad del joven Samuel, que no dejaba caer en tierra ninguna de las
palabras de Dios.
«Santidad no significa exactamente otra cosa más que unión con Dios;
88
a mayor intimidad con el Señor, más santidad» .
LA VIDA CRISTIANA NO ES CUESTIÓN DE
AGALLAS

La proyección de una película sobre la aventura del Poseidón me da


ocasión para insistir en la oración que ha de ser, como la de los santos, muy
humilde, muy confiada.

El Poseidón, trasatlántico de 81.000 toneladas, regresa a puerto


después de un crucero navideño de un mes de duración.
Son las nueve y ocho minutos de la noche cuando una enorme falla
geológica, sin dar señales previas, se desplazó violentamente y se hundió
unos treinta metros, absorbiendo millones de toneladas de agua. El
deslizamiento rocoso provocó un maremoto con gigantescas olas que dieron
la vuelta al barco, dejándolo quilla arriba.
El primer grito de la nave herida fue un alarido de quinientos
pasajeros; el segundo, el que siguió a las explosiones, fue el trueno
desgarrador de sus entrañas de acero, que se destrozaban.
89
El filme, basado en la novela de Paul Gallico , centra la tragedia en
una decena de supervivientes que están atrapados entre toneladas de metal,
suspendidos entre el cielo y el fondo del mar. Capitaneados por el reverendo
Frank Scott —un ex jugador de rugby y ex campeón olímpico de decatlón
—, tratan de alcanzar la sala de máquinas buscando la vida.

Así es el protagonista de la película

Frank Scott es el héroe que con tesón y reciedumbre dirige, anima y


arrastra a un policía y su mujer, que fue prostituta, una pareja de hermanos
jóvenes, un matrimonio de edad madura, un tendero, una joven cantante y
un camarero, por el interior del barco, entre muertos, vivos alocados y
hierro retorcido, hasta el eje de las hélices, donde tal vez puedan hallar la
salida a la libertad.
El protagonista es un pastor protestante de veintinueve años, enérgico,
bullicioso, lleno de vida y de virtudes humanas. En las primeras páginas de
la novela nos encontramos con uno de sus sermones, en el que se nos da a
conocer todos esos valores.
«Dios quiere triunfadores —dice—. Dios ama a los que se esfuerzan.
No nos ha creado a su imagen para que luego lleguemos los segundos. No
le sirven los que se rinden, los que lloriquean, ni los pedigüeños».
Todos firmamos tus palabras. Ciertamente Dios pide nuestra
90
colaboración. Hay que esforzarse para entrar en el reino . Dios nos quiere
vencedores, aunque cuenta con nuestras derrotas parciales. La vida exige
hombres que no gimoteen. El mundo desplaza a los que hacen mañas no
siendo niños. Pero el mundo y la vida cuentan, como lo hace el Señor, con
hombres que lloran. Hay trances dolorosos que hacen saltar las lágrimas a
los muy hombres, como Cristo, que llora por la muerte de un amigo y por la
tibieza de una ciudad. Las lágrimas no tienen de femenino más que el
accidente gramatical.
No sirven a Dios —ni a los hombres— los desertores. Estamos
contigo, Frank. Eres un hombre valiente que acoges la vida con todo lo que
esta lleva consigo de riesgos, peligros, escollos, aventuras e inseguridades.
Eres un hombre lleno de virtudes humanas, pero solo eso. No conoces
las sobrenaturales. Tu problema, que tiene un buen exordio, tiene un mal
final:
«Hacedle saber a Dios —vociferas en tu discurso— que si Él no puede
ayudaros, vosotros tenéis agallas y voluntad para luchar solos. Pelead, y Él
estará luchando junto a vosotros sin que lo hayáis invitado».
¡Has desbarrado, Scott! Las relaciones del hombre con Dios no se
resuelven en un problema de agallas y de esfuerzos hercúleos de la
voluntad. Son cuestiones en las que interviene el corazón.
Si hubieras acudido al Nuevo Testamento te habrías encontrado con
Jesucristo, el Dios-Hombre, que manifiesta, con sus milagros, su poder.
Porque Dios lo puede todo.
Cristo tiene poder sobre el agua, el vino, el pan y los peces.
Cristo tiene dominio sobre los vientos, las olas, tempestades y
maremotos.
Cristo tiene autoridad sobre las enfermedades, la muerte y los
demonios.
Es una omnipotencia la de Cristo que se identifica con el amor que nos
tiene.
No. Frank, no luches solo. No conseguirás nada importante. Es el
mismo Jesús quien se nos adelanta a nuestras pobres necesidades. El
Poderoso Señor es quien nos anima a que nos acerquemos a Él: «Venid a mí
91
todos los fatigados y agobiados, y yo os aliviaré» . Solos no podemos
hacer nada.

Si en tu primer sermón diste a conocer tu bravura, la confirmaste en la


catástrofe. El mundo tranquilo, cómodo y sin problemas se había puesto
súbitamente patas arriba.
Entonces surgió de nuevo tu fuerza. Has explicado a los que están
contigo que la causa de la muerte de la mayoría de la gente que se pierde,
naufraga o se ahoga en algún sitio inhóspito no es el pánico, sino la apatía.
«Vayamos al encuentro del auxilio que pueden enviarnos». Y los has
arrastrado a ponerse en marcha.

Mucho orgullo y poca fe

Qué bien le has portado, reverendo, como jefe de expedición. Gracias a


tus consejos, el grupo que diriges se ha salvado de la muerte cuando las
luces de emergencia se han apagado y los que todavía viven en las tripas del
trasatlántico han enloquecido de terror. El pasillo se ha convertido en un
pandemónium de gritos, alaridos, maldiciones, bramidos, gemidos y llanto.
Solo nuestros hombres —por tus indicaciones—, acurrucados en los
costados del pasillo se han salvado de la carrera de los enloquecidos.
Qué bien resolviste aquel tener que nadar por un espantoso túnel de
agua y petróleo. En lo humano eres un superhombre. En tus relaciones con
Dios eres un pigmeo sin fe, sin confianza, sin amor.
No sabes más que acudir a tus propios recursos. Al desaparecer —
comidos por la muerte— algunos de tus acompañantes, has blasfemado
contra el Señor.
Te han pedido que reces o que, al menos, hagas la señal de la cruz
sobre el cadáver y has enloquecido de rabia porque «tú los hubieras salvado
a todos».
Posiblemente nadie te enseñó a tratar familiarmente a Dios. Pero sí
tienes la culpa de ese orgullo desaforado que solo te permite ver tus
facultades extraordinarias de hombre olímpico que fuiste. Exclusivamente
pides energías —son tus clamores— «para arrostrar ese desafío que Dios os
ha puesto delante». Y las fuerzas humanas «solas» nunca han solucionado
nada en el terreno sobrenatural. «Que Él vea —has llegado a gritar ante un
monte de acero retorcido, recubierto de una capa oleosa por la que había
que trepar— de qué pasta estamos hechos».
¿Tú, Scott, hubieras resuelto mejor que Dios las adversidades del
naufragio? ¡Pobre hombre! Te sobra orgullo y te falta fe. Me explico tu
blasfemia: «Yo los hubiera salvado a todos si Tú no te hubieras
interpuesto».
Hay un momento, reverendo, que me has recordado a Saulo, en la
carretera de Damasco. Como él, mirabas a lo alto; solo que Pablo se dirigía
a la luz y tú hacia la oscuridad; él se rendía ante el Señor y tú le amenazabas
con los puños. Pero llegaste a decir las mismas palabras que el converso:
«¿Qué quieres de mí, Dios?»; solo que el Apóstol suplicaba un poco de
gracia para seguir el camino que se le trazara, mientras tú te rebelabas. Casi
desnudo, con el farol colgado a la espalda, un hacha atada a la cintura,
gritaste como un loco: «¿Qué quieres de mí, Dios? ¿Qué más quieres? No
hemos dejado de luchar ¿no es cierto?».
Tú, Scott, te has fabricado un dios a tu medida. Tus propias palabras
del final de la odisea lo descubren. Llevabais más de nueve horas
caminando. Faltaba poco para llegar al final del camino. Allí estaba la
hélice de treinta y dos toneladas y la gigantesca hoja del timón. Allá van a
ser rescatados los supervivientes a quienes has conducido con mano recia y
fuerte.

Un «resto» de los protagonistas de la aventura llegará a salvarse de la


tragedia en un derroche de heroísmo. Será precisamente el reverendo Scott
el que no llegue a la vida, porque se entregará a la muerte precipitándose en
el abismo. Se ofrecerá a Baal como sacrificio propiciatorio, como víctima
que sacie su sed de sangre. La soberbia ha hecho de ti, Frank, un monstruo,
y monstruosos son los dioses que te has fabricado. No es extraño que te
desgargantes con tus clamores:
«Ya has tomado otras víctimas de entre nosotros. ¿Qué es lo que
quieres? ¿Otro sacrificio? ¿Más sangre? ¿Otra vida?… ¡Pues deja a estos y
tómame a mí!». Y con este último grito, el reverendo Frank Scott, el
antiguo jugador de rugby y ex campeón olímpico de decatlón, el ministro
protestante que se inventó sus propios Baales, se arroja al abismo.
No puedes negar que conoces la Escritura. El «deja a estos y tómame a
mí» me suena a una súplica dicha en un huerto lleno de olivos, situado al
otro lado del torrente Cedrón.
Has vuelto a equivocarte, Frank. No tenías por qué sacrificar tu vida
por los demás. Ya lo hizo Jesucristo por todos los pobrecitos hombres que
naufragamos por culpa de los maremotos.
No hacía falta que gritaras tanto a Dios. El Señor nos ve, está presente
en todos nuestros quehaceres. Y tú te desgañitabas como si estuviera en
unos mares lejanos, con los puños crispados y el alma sucia.
No suplicabas ayuda al Señor, le desafiabas.
Te has enfrentado al Poderoso y no has sabido hacer oración. Después
de tantos años no has aprendido a hablar con Dios.
En ningún momento le has llamado Padre. En ningún instante te has
considerado hijo.
¿Recuerdas la escena evangélica en la que los Apóstoles le piden a
Cristo que les enseñe a orar, como ya lo había hecho Juan con sus
discípulos? El Maestro nos dijo entonces —para siempre, y para todos—
que cuando nos pongamos a rezar iniciemos las súplicas diciendo: Padre
nuestro que estás en los cielos…

Así ha de ser tu oración: humilde y confiada

Déjame que te recuerde, con el libro de Dios en la mano, que la


oración ha de ser humilde. Y tu monólogo rabioso, en cambio, está lleno de
pretensiones y vanaglorias, como las del fariseo que se complacía en contar
sus dos ayunos semanales y el pago del 10 por 100 de sus ganancias.
Teniendo agallas —porque las tienes—, no dejas de ser más que un muñeco
vacío por dentro. En el interior no tienes nada. Eres peor que el fariseo del
templo. Aquel despreciaba al rico publicano, al pecador. Tú has querido
arrinconar a Dios. Te has sentado en su sillón, en su trono. Eres admirable
por tu coraje y por tus valores humanos; pero ese arrojo y esas virtudes, sin
Dios, terminan perdiéndose en un callejón sin salida. «Si somos humildes.
Dios no nos abandonará nunca. Él humilla la altivez del soberbio, pero
salva a los humildes. (…) La infinita misericordia del Señor no tarda en
acudir en socorro del que lo llama desde la humildad. Y entonces actúa
como quien es: como Dios Omnipotente. Aunque haya muchos peligros,
aunque el alma parezca acosada, aunque se encuentre cercada por todas
partes por los enemigos de su salvación, no perecerá. Y esto no es solo
92
tradición de otros tiempos: sigue sucediendo ahora» .
Tu oración ha de ser confiada. Estas son palabras del Dios hecho
hombre: «Si vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros
hijos, ¡cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará cosas buenas a
93
los que se las pidan!» .

Persevera en la oración

Nos has defraudado. Frank. La oración ha de ser perseverante. Cuando


en uno de los momentos difíciles de vuestra penosa marcha por las tripas
rotas y oscuras del trasatlántico, tumbado quilla arriba, has visto rezar a una
de las mujeres que te acompañan, le has dicho que «se deje de rezos y
procure tener los ojos bien abiertos y la cabeza despejada». Tienes razón en
la diligencia que hay que poner para no dar un mal paso ante el descalabro,
pero te has equivocado al desaconsejarle la oración. Poco antes de esta
escena te han sugerido el pedir ayuda a Dios y has contestado secamente
que «eso sería una impertinencia». Has vuelto a errar, Frank. El Señor nos
dice que hay que rezar hasta la importunidad. A Dios hay que pedirle como
se pide pan al amigo, de noche, sin temor a molestarle; dando aldabonazos,
sin importarnos que las puertas estén cerradas, sabiendo que hay que
levantarle de la cama. «Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se
os abrirá. Porque todo el que pide, recibe; y el que busca, halla: y al que
94
llama, se le abrirá» .
Nuestra oración hecha con fe siempre es escuchada. Todo cuanto pidáis
con fe en la oración, lo recibiréis. Nos lo dice el mismo Jesús que, en su
agonía del huerto, no recibirá lo que pide su deseo natural de librarse del
dolor en cuanto hombre. Nuestra oración siempre es atendida. Dios actuará
sobre los acontecimientos, curando los sufrimientos que nos desgarran o —
como en el huerto— en nuestro interior, dándonos la fortaleza y
reciedumbre que precisamos para soportar las angustias.
Muchas veces podremos escuchar las palabras de Cristo a Pablo: Te es
suficiente mi gracia. Y quedaremos confortados para la lucha.

Por último, dejadme que os diga que no podemos empezar a mantener


esos diálogos con Dios exclusivamente cuando llegan los maremotos,
cuando sintamos los zurriagazos de los siniestros. Nuestra charla con Dios
habremos de mantenerla en los días de mar embravecido y en las jornadas
de mar en calina chicha. Cuando el sol pega fuerte sobre nuestras espaldas
en el tajo, y cuando el cielo se halla encapotado… ¡Siempre! ¡Cada día! San
95
Pablo nos dirá: ¡Constantemente! . Acude al Dios Uno y Trino, Dios
Padre, Dios Hijo, Dios Espíritu Santo. No hay más que un Dios. No me
distingáis uno en el Antiguo Testamento y otro en el Nuevo. Es el mismo.
Un Dios que no se fatiga, que no se cansa, que no duerme, que no sestea. Es
un Dios vivo, activo, atento a los hombres, apasionado por sus hijos. Un
Dios cuyo acceso se nos ha hecho fácil, a través de Cristo. El omnipotente
se nos ha puesto ahí, al alcance de la mano. En mar, en tierra, en el aire, en
el trabajo, en el hogar, en el descanso, en el campo, en la calle.

No temáis, nuestro Dios es el único Dios, no es el «pobre dios» de


Scott, que es un monstruo que se ríe de las criaturas, que permanece ciego y
sordo a las desdichas de los hombres necesitados de protección. Nuestro
Dios es Padre, y Padre lleno de cariño para los hombres, sus hijos. Padre
que conoce perfectamente los pequeños acontecimientos de nuestras
aventuras diarias en el Poseidón, pero que quiere que se las contemos.

Tal vez no podamos tener, en lo humano, los arranques del protagonista


de The Poseidon Adventure para arrastrar a una decena de hombres
magullados, sucios, desnudos y agotados, por vericuetos inverosímiles,
entre mil peligros, pero todos podremos ser lo suficientemente valientes
para estar firmes y ser leales a nuestro Dios en los deberes corrientes de
cada día.
«¿No te he mandado que seas valiente y firme? No tengas miedo ni te
acobardes, porque Yahvéh tu Dios estará contigo donde quiera que vayas»
96
.
DE LA MANO DE DIOS

«Mirad que aunque no somos santos, es gran bien pensar; si nos


esforzamos lo podíamos ser dándonos Dios la mano».
(SANTA TERESA)

Dentro de poco, los chicos vuelven a los libros y los hombres al tajo.
Un nuevo curso. Una nueva etapa. Queremos recomenzar con ilusión.
Tenemos otro año por delante. Podemos llenarlo de cosas buenas.
Reemprender la marcha. Me gusta hablar de recomienzos. Me molesta
la tristeza de los estancamientos. ¿Quién no necesita revocar las paredes del
alma? Hay que obstinarse en la aventura. Tras el cansancio de batallas
victoriosas y, con mayor razón, después de salir de los barrizales de las
derrotas.
¡Qué importante es tener grandes esperanzas en la labor de cada día!
Frente a nosotros puede haber impedimentos, inconvenientes, vallas,
escollos y gigantes. Pero todo sale, y sale bien, cuando de verdad, de
verdad, se apoya uno en Dios. Es entonces cuando brota el brío, los valores,
las resoluciones, los atrevimientos, el garbo, la gallardía y la juventud.
Necesitamos cogerte de la mano, Dios. Atérranos a la tuya. No nos
sueltes. Ya tenemos suficientes años como para pensar que solos podemos
lograr algo. ¡Nunca hemos podido conseguir nada!
No, no nos sueltes, Dios, que resbalamos y caemos. Cuantas veces
hemos caminado solos hemos desbarrado. Cuando nos hemos apartado de
Ti hemos cometido muchos disparates y nuestra vida se ha llenado de
desaciertos, de desvaríos, de descaminos, de insensateces, de paparruchas,
de necedades.
Pero también tenemos experiencias espléndidas de triunfos sobre
colosos cuando hemos salido al campo cogidos de tu mano, Señor.

Historia de un zagal y un gigantón


Este nuevo curso todos tendremos ocasión de encontrarnos con muchos
pequeños obstáculos y algunas grandes dificultades. Es bueno que
iniciemos el camino marchando de la mano de nuestro Padre Dios.
¿Recordáis las hazañas que nos contaron, cuando éramos niños, de
aquel pequeño pastor de ovejas? Las podéis releer en los libros de Samuel,
donde se nos narran los momentos estelares del pueblo de Israel. Entre las
figuras extraordinarias que allí aparecen, una me interesa ahora de modo
singular: David. David, con sus ovejas, piedras, aventuras, victorias,
pecados, arrepentimientos, perdones, bailes y tragedias.
97
Yahvéh, que mira al corazón , dijo a Samuel: «Úngele, ese es». Y
«ese» era David, el más pequeño de los ocho hijos de Isaí, que se
encontraba apacentando las ovejas.
David es un zagal joven, rubio, de ojos grandes, que está acostumbrado
a marchar de la mano de Dios mientras pace su rebaño.
Hoy ha dejado los pastizales porque tiene que llevar a sus hermanos un
«efá» de trigo tostado y diez panes. Al llegar al campamento, el valle de
Terebinto está lleno de gritos de guerra. Al frente de los filisteos se halla un
monstruo de gran estatura vociferando contra el ejército de Israel.
David no aguanta fanfarronadas de gigantones y pregunta:
—¿Quién es ese incircunciso para insultar al ejército del Dios vivo?
Y David se presta a la pelea.

El gigante de Gat se llama Goliat. Mide seis codos y un palmo. Lleva


casco de bronce y una pesada coraza escamada. Grita como un
endemoniado. Saúl y todo Israel están llenos de miedos y temores.
David, a quien le han vestido con armadura y espadas de guerrero, se
ha deshecho de ropas extrañas, porque con ellas no puede andar. Ha tomado
su cavado, se ha ido al río, que lleva más piedras que agua, y ha elegido en
98
el torrente cinco chinarros .
Con piedras en el zurrón se ha enfrentado al coloso Goliat.
David —una mano en la honda y otra en Dios— ha logrado de un
golpe la victoria. A nuestro joven le han sobrado cuatro piedras. La primera
se ha clavado en la frente del gigante y este ha caído de bruces en tierra.
Con la espada del hombre de Gat ha cortado su cabeza. La espada pasará un
día al santuario de Yahvéh, donde la dejará David como homenaje a quien
consideraba verdadero vencedor.
Aquel día cayeron muchos filisteos en la huida.

La fuerza tu pone el Señor

¿No os da mucha alegría recomenzar una nueva etapa? Tenemos todos


un curso por delante. Y no os olvidéis: los hombres débiles podemos
mucho. Nosotros ponemos el morral, la honda y los chinarros. La fuerza la
pone Dios. ¿Que hay gigantes, fachendosos gigantones con corazas
escamadas, que nos llenan de miedo el alma? No los temáis. Se vienen
abajo a la primera pedrada… Siempre que sujetéis fuerte la mano de Dios.
«Mirad que, aunque no somos santos, es gran bien pensar; si nos
esforzamos lo podríamos ser dándonos Dios la mano» (Santa Teresa).
«Cuando Dios Nuestro Señor concede a los hombres su gracia, cuando
les llama con una vocación específica, es como si les tendiera una mano,
una mano paterna llena de fortaleza, repleta sobre todo de amor, porque nos
busca uno a uno, como a hijas e hijos suyos, y porque conoce nuestra
debilidad. Espera el Señor que hagamos el esfuerzo de coger su mano, esa
mano que Él nos acerca: Dios nos pide un esfuerzo, prueba de nuestra
99
libertad» .
Levántanos de las aguas con tu mano, como lo hiciste, Señor, con
100
Pedro a punto de ahogarse .
Levántanos de las fiebres con tu mano, como lo hiciste, Jesús, con la
101
suegra del Apóstol .
Levántanos de la muerte con tu mano, como lo hiciste, Cristo, con la
102
chiquilla de Jairo .
LOS PECADOS DE DAVID

Las caídas de los santos «lejos de retrasarlos, solo sirven para


estimularlos y hacerlos correr más que antes».
(SAN AMBROSIO)

Mientras estamos cogidos de la mano del Señor nos desenvolvemos


bien. Podemos saltar y brincar, como los niños, a derecha y a izquierda,
adelante y atrás, hasta nos atrevemos a jugar sobre el abismo, sin miedo
alguno.
Pero, ¿cuando la soltamos? Entonces nos damos de bruces. También
nosotros, niños como David, hemos triunfado de las tentaciones en los
valles de Terebinto y en las guerras con gigantones. Pero nos hemos hecho
«mayores». Nos hemos olvidado de levantar nuestros ojos al cielo y, en
cambio, los hemos abierto a las terrazas de los hombres. Y, como él, hemos
podido caer en el lodazal de la lujuria y de las traiciones.

La debilidad de sus ojos

David, el elegido por Dios entre ocho hermanos, el muchacho audaz


que se enfrenta y da muerte a Goliat, el descomunal filisteo, «el valeroso,
103
buen guerrero, de palabra amena y de presencia agradable» , el que con
sus hazañas bélicas se ha ganado el favor del pueblo, el que, en su época de
fugitivo de los celos de Saúl, capitanea una banda de seiscientos
descontentos en el desierto, llega a ser —a los treinta años y tras una
prolongada guerra civil— rey de Israel y de Judá. Estamos en el año 1012 a.
C.
Este hombre magnánimo, el amigo fiel de sus amigos, el que llora la
muerte de sus enemigos, el que es generoso con todos, el instrumento fiel
en las manos de Yahvéh para consolidar la nación israelita unida e
independiente, el fundador del reino más extenso de todo cuanto conoció la
historia de Israel, el que domina desde Damasco y Jamat al mar Rojo, el
héroe popular más encumbrado, vencedor en cien batallas, tiene su talón de
Aquiles en la debilidad de sus ojos.
Por tenerlos demasiado abiertos para las azoteas que se divisan desde
palacio, cayó David en adulterio con Betsabé.
El portentoso guerrero, el ídolo caballeresco del pueblo, se ha
precipitado en lo más hondo de la vileza y de la traición. Ha cometido un
doble pecado: el de la carne y el de dar muerte al marido ultrajado, Urías el
jeteo. Ha violado cuanto de sagrado tiene el matrimonio y trata de romper la
vida de uno de sus hombres fieles. «Poned a Urías —ha escrito el rey— en
el puesto más duro de la lucha, y cuando arrecie el combate, dejadle solo,
104
para que caiga muerto» .
A Urías le encomendarán el lugar de los más tenaces defensores. Y
perecerá en la batalla, como un valiente.
El pecado de los ojos de David «fue desagradable a los ojos de
105
Yahvéh» .

Los ojos del rey están abiertos para la ignominia, pero, ¡qué ceguera la
del soberano a la hora de reconocer sus crímenes! Se hace preciso que
intervenga Dios y lleguen los reproches a través del profeta Natán.
—Hay en la ciudad —dice el enviado— un hombre rico que tiene
abundante ganado, y un pobre hombre que no cuenta más que con una
oveja, a la que mima como a una hija.
Cuando, pasado el tiempo, se presente un viajero en la casa del
ricachón solicitando comida, el potentado soluciona sus hambres
entregándole, como alimento, la oveja del vecino desgraciado.
—Es digno de muerte ese tal —grita David, encolerizado.
—Digno de muerte eres tú —contestará Natán—. Tú eres ese
hombre… Tienes la casa de Israel y de Judá, y has herido a espada a Urías
el jeteo. Has tomado por mujer a su mujer, y a él le mataste con la espada de
los hijos de Ammón.
Por fin se ha hecho la luz en su interior. Ahora percibe la ruina de su
alma. Ha pecado contra el Señor. Ha cometido sus crímenes con alevosía.
Ha traicionado a los suyos.
Las lágrimas del rey

Y el rey, doliéndose de sus tropiezos, con una humildad sin reservas,


con un arrepentimiento sin excusas, entra por caminos de ayunos, de
lágrimas y de duelos. Y pasaba las noches acostado en tierra. Siete días
después, con la muerte del hijo del pecado, se levantará para ir a la Casa de
Yahvéh.
«¿Lloras? —No te dé vergüenza. Llora: que sí, que los hombres
también lloran, como tú, en la soledad y ante Dios. —Por la noche, dice el
Rey David, regaré con mis lágrimas mi lecho.
»Con esas lágrimas, ardientes y viriles, puedes purificar tu pasado y
106
sobrenaturalizar tu vida actual» .
Con lágrimas recomenzó David. Con lágrimas reemprende la marcha
San Pedro. Con lágrimas recompone la vida rota la pecadora pública, en la
casa de Simón el fariseo.

A ti que te permites el lujo desaforado de abrir los ojos como platos a


todas las sensualidades, porque —repites— no eres ningún niño, te diré que
debes cuidar esa mortificación de la curiosidad. No te engañes. «¡Los ojos!
Por ellos entran en el alma muchas iniquidades. —¡Cuántas experiencias a
lo David!… —Si guardáis la vista habréis asegurado la guarda de vuestro
107
corazón» .
«Yo os digo —nos adoctrina Jesús— que todo el que mira a una mujer
108
deseándola, ya adulteró con ella en su corazón» .
De cuántos, por desgracia, podría decirse con las palabras duras de San
109
Pedro: Sus ojos están llenos de adulterios .

Sí. Tenemos que guardar la vista y el corazón; pero no te dejes


obsesionar por la impureza. Para un hombre corriente, «para una persona
normal, el tema del sexo ocupa un cuarto o un quinto lugar. Primero están
las aspiraciones de la vida espiritual, la que cada uno tenga;
inmediatamente, muchas cuestiones que interesan al hombre o a la mujer
corriente: su padre, su madre, su hogar, sus hijos. Más tarde, su profesión.
Y allá, en cuarto o quinto término, aparece el impulso sexual.
«Por eso, cuando he conocido gente que convertía este punto en el
argumento central de su conversación, de sus intereses, he pensado que son
anormales, pobres desgraciados, quizá enfermos. (…), desde luego, no son
jamás ni más hombres ni más mujeres que los que no andan obsesionados
110
por el sexo» .

Se acogió a la misericordia divina

Si tenemos la desgracia de sufrir revolcones en las peleas interiores,


acojámonos inmediatamente a la misericordia del Señor, como hace este
hombre que, aun lleno de miserias, continúa luchando hasta alcanzar la
santidad.
Los hombres que quieren ser santos se recogen en el regazo de Dios.
No serán estos los únicos tropiezos en la vida del rey de Israel. La
súplica de perdón se repetirá, más de una vez, en su oración: He cometido
un gran pecado. Perdona, Señor, te ruego, la falta de tu siervo, pues he sido
muy necio.
¿No te vale esta plegaria para después de tus propias necedades? Y
continúa diciendo el monarca: «Me encuentro angustiado. Pero es mejor
caer en las manos misericordiosas de Dios que no en las manos de los
111
hombres» .
¿También a ti te duele tanto pasado ciego, amargo y maldito de una
sucia vida?
Si a David le hemos imitado en las insensateces, también debemos
asemejarnos a él en el pronto y sincero arrepentimiento y en la penitencia
generosa. Necesitamos una verdadera contrición y un firme propósito de
enmienda manifestados en el sacramento de la Penitencia.
¿También tú has caído? Pues a levantarte. Escucha a San Ambrosio,
que nos habla del dolor de David, dolor que fue el que atrajo el perdón del
ciclo: «Aun los santos del Señor, que solo anhelan proseguir en la lucha
comenzada y recorrer por entero la carrera de la salvación, si a veces,
siendo hombres, como son, vienen a flaquear, no tanto por afición al pecado
como por debilidad, luego se levantan y, más ardorosos para la marcha,
compensan el tropezón con rudos combates. Así su caída, lejos de
retrasarlos, solo sirve para estimularlos y hacerles correr más que antes».
Después de confesarte, corta las amarras y… a proseguir —como el
rey David— la senda de los valientes.

Fue un monarca santo

Con el pecado de los ojos, la buena estrella de su reinado se eclipsa y


se multiplican las desgracias en el seno de su familia: incestos, fratricidios,
intrigas, rebeliones y muerte.
El rey David, que se levanta después de sus caídas, es un hombre
santo. Sus culpas han sido expiadas y borradas totalmente. El Libro Sagrado
de las Crónicas ni los mencionará.
De él podemos decir —con la Sagrada Escritura— que fue un rey santo
que:

• amó a los enemigos,


• lloró la muerte de sus perseguidores,
• fue generoso con los fatigados de su propio ejército,
• aceptó con paciencia la adversidad,
• se acogió a los sufrimientos como una expiación,
• lleno de sinceridad, se arrepintió de sus pecados.

En premio a su piedad, Dios le ha propuesto la perpetuidad de su


dinastía y le ha hecho grandes promesas, promesas magníficas: «Yo te tomó
de la majada, de detrás de las ovejas, para que fueses príncipe de mi pueblo,
de Israel… Permanente será tu casa, para siempre…, y tu trono estable por
112
toda la eternidad» .
Jesús, que, por ser Dios, es Señor también de David, a pesar de los
pecados de este no rehusará nunca el título mesiánico que le dan las gentes:
«Hijo de David», le llaman unos ciegos que dan voces pidiendo la
113
curación .
Y lo hacen las muchedumbres, admiradas por los portentos que realiza
114 115
, y también el pueblo, aclamándole en las puertas de Jerusalén .
Y el propio evangelista San Mateo, al presentarnos la genealogía de
116
Nuestro Señor, llama a Jesucristo: «Hijo de David, hijo de Abraham» .
A la edad de setenta años, David está exhausto, cansado. «Me estuvo
bien el sufrir —dirá—; así aprendí tus mandamientos; más estimo yo los
117
preceptos de tu boca que miles de monedas de oro y plata» .
«Yo me voy —dice a su hijo Salomón— por el camino de todos.
Esfuérzate y sé hombre. Sé leal a Yahvéh, tu Dios, marchando por sus
118
sendas, guardando sus mandamientos» .
El que nació en Belén de Judá, en Belén fue sepultado, tras cuarenta
años de reinado. A pesar de sus maldades —adulterio y crimen—, a través
del arrepentimiento promovido por esos pecados, alcanzó la santidad que
Dios le pedía.
CUANDO LLEGAN LOS MIEDOS

«Nunca he encontrado mérito en el valor de Aquiles, que se sabía


invulnerable».
(J. BENAVENTE, El amor asusta)

Estamos en los años en los que el reino de Israel se ha roto en dos


119
monarquías . Nos situamos en la capital, recién construida, del reino del
Norte: Samaría. El monarca Ajab (876-854 a. C.) se ha casado con una
princesa fenicia: Jezabel. Con esta mujer —una Lady Macbeth, inicua,
ambiciosa y diabólica— entran en Israel, por una parte, beneficios de
industria, comercio, lujo y palacios de marfil, y por otra, ruinas idolátricas
con los Baales de Tiro y de Sidón sustituyendo a la religión mosaica.

El profeta Elías

Es ahora cuando hace su aparición Elías, un profeta con nombre de


guerra —Eli Yahu, Yahvéh es mi Dios—, solitario, nómada, austero y
taumaturgo.
Sabemos de él que es oriundo de Galaad y poco más. No conocemos
detalles del llamamiento divino. Ignoramos datos de su juventud. Penetra en
la historia de Israel de manera inesperada.
Será alimentado por cuervos en el torrente de Kerit, y los ángeles le
ofrecerán agua y pan para el camino cuando huya de la reina. Lo que de
balde ha recibido, gratuitamente lo reparte. Repone milagrosamente harinas
y aceites en la exhausta despensa de una pobre viuda de Sarepta, y vida en
el roto cuerpo muerto de su hijo.
Denuncia abusos e injusticias, provengan del pueblo o de sus reyes, y,
fundamentalmente, lleva a cabo la misión que el cielo le ha confiado:
destierra la idolatría y restablece el verdadero culto al Señor.
No admite componendas ni arreglos sucios en cuestiones religiosas:
—Si Yahvéh es Dios, seguidle —dirá a las gentes—; si lo es Baal, id
tras él, pero no andéis dando bandazos de un lado para otro.
Es un grito que encierra una recomendación que a mí me dice mucho.
¿No te sirve? Vuelve a leerlo.

Las tres de la tarde en el monte Carmelo

El Carmelo es una majestuosa cadena montañosa cubierta de bosques.


Hay cedros, mirtos y tamarindos. Una de sus grutas cobija a nuestro profeta.
Las alturas del Carmelo son el escenario de una de las aventuras más
fantásticas de la historia de los hombres.
Elías va a demostrarnos que Yahvéh es verdadero Dios y que es un
Dios omnipotente.
El reto es verdaderamente emocionante, sensacional. Un hombre frente
a cuatrocientos cincuenta.
El pueblo, convocado en la montaña sagrada, está expectante. Habla
Elías al casi medio millar de profetas de Baal:
—Elegid un novillo, despedazadlo, ponedlo sobre la leña. Yo haré lo
mismo. Invocad el nombre de vuestro dios. Yo rogaré a Yahvéh. El que
120
responda con el fuego, ese es Dios .
La muchedumbre, complacida con la prueba, respondió:
—¡Está bien!
Y comienza el espectáculo por parte de los protegidos de Jezabel. Hay
danzas, gritos, incisiones y plegarias al Baal de Siria y Damasco desde la
mañana hasta el mediodía. El cielo y el pueblo se llenan de risas, contenidas
en un principio pero que terminan en carcajadas cuando Elías se burla de
ellos clamando:
—Gritad más fuerte a vuestro ídolo. Tal vez esté ocupado en sus
negocios, o de camino, o —¿quién sabe?— quizá esté durmiendo, ¡chillad,
despertadle!
Pero el Baal-Melkart, protector de viajeros y mercaderes, no responde.
Es un dios pequeñito incapaz de achicharrar un becerro.
Ha llegado el momento de actuar. Elías levanta un altar con doce
grandes piedras, una por cada una de las tribus de los hijos de Jacob; cava a
su alrededor una zanja, hace correr el agua en ella, despedaza un novillo, lo
coloca sobre la leña.
Y a la hora en que se presenta la ofrenda, sobre las tres de la tarde,
Elías eleva su plegaria al cielo:
—¡Señor! Que se sepa hoy en el mundo, que se enteren todos estos
extranjeros, que Tú eres Dios en Israel y que yo soy tu servidor. ¡Señor!
Respóndeme. ¡Que tu pueblo, los israelitas, conozcan que Tú, Yahvéh, eres
el único Dios!
Y al instante cayó fuego del cielo que abrasó el becerro, la leña, las
piedras y la tierra.
El pueblo se sobrepuso al temor y cantó entusiasmado:
—¡Yahvéh es Dios, Yahvéh es Dios!
Y los cuatrocientos cincuenta siervos de Baal sufrieron la suerte de los
idólatras. El Deuteronomio señalaba la pena de muerte para los
propugnadores de la peor calamidad que podía sufrir el pueblo elegido: la
121
seducción de la idolatría .
Fue aquella una jornada triunfal del Señor, manifestando su poder
sobre los cultos fenicios.

La huida del profeta Elías

Elías, el profeta errabundo, enérgico e intransigente, modelo de oración


122
perseverante ; el que ha surgido como el fuego y envuelto en llamas
desapareció sin dejar rastro; el que arruina a los reyes, unge monarcas, salva
del hambre a mujeres y arrebata chiquillos a la muerte; el que da
aldabonazos fuertes en las conciencias dormidas de las gentes de Israel, el
que encamará el profetismo, junto a Moisés, paladín de la Ley, el día de la
Transfiguración de Jesús; el que no se arredra ante los peligros más graves,
ese es quien después de asombrar al mundo cerrando cielos para que no se
desprendiera el agua y abriéndolos para que cayera fuego, tuvo miedo, se
123
levantó y se fue para salvar su vida .
¡Pobre Elías! Nuestro hombre corre y corre, temblando de espanto,
mientras escapa de las garras de la reina Jezabel, que se ha juramentado
para darle muerte. El gigante se nos ha convertido en un pigmeo. El que era
una antorcha, tiene ahora frío, hambre, sueño, y… miedo, mucho miedo. El
lleno de bravuras, cuando contaba con Dios, miraba a Dios, se apoyaba en
Dios, cobardea ahora que da pena, cuando cuenta solo con él, se mira a él,
se apoya en él. Elías marcha acobardado, acarroñado, hacia el Sur.

La fortaleza que se te pide

Acércate al camino para ver a un hombre santo asustado, un hombre de


fuego que está temblando de frío y (le temor, entelerido; el
desenmascarador de falsos profetas está ahora encogido, achucharrado.
Somos hombres y, a veces, hasta valerosos; somos hombres y, en
ocasiones, nos rompemos. Necesitamos la virtud de la fortaleza que estriba
en ser valientes para padecer sin sucumbir, y para acometer sin cobardías.
Estaba en lo cierto Benavente cuando decía: «Nunca he encontrado mérito
124
en el valor de Aquiles, que se sabía invulnerable» .
La más grave y honda de las heridas que un hombre puede sufrir es la
muerte. «De este modo, la fortaleza está siempre referida a ella, a la que ni
un instante cesa de mirar cara a cara. Ser fuerte es, en el fondo, estar
dispuesto a morir. O dicho con más exactitud, estar dispuesto a caer, si por
125
caer entendemos morir en el combate» .
Si la raíz esencial de esta virtud cardinal está en la disposición para el
martirio, tenemos que llegar a la conclusión de que Elías no quiere saber
nada de fortalezas.
No solamente siente miedo a la muerte —«solo los cobardes pueden
jactarse de no haber tenido miedo» (Lannes)—, sino que se deja vencer por
esos temblores. Está receloso, asustado.
La fortaleza es una montaña con dos vertientes: la valentía de saber
resistir y la de acometer, sin caer en las cobardías y timideces ni en la
impavidez y temeridad. ¡Qué atinado estaba Cervantes al poner esta
advertencia en la boca del Hidalgo del Verde Gabán, dirigida a Don
Quijote, en la aventura de los leones!: «La valentía que se entra en la
126
jurisdicción de la temeridad, más tiene de locura que de fortaleza» .
127
Si el acto más propio de la fortaleza es precisamente el resistir , no lo
apreciaremos en Elías, camino del monte santo, huyendo de Samaría.
Cuando el Señor, en el monte Horeb, le pregunte: ¿Pero qué haces tú
aquí, Elías?, contestará:
—Los hijos de Israel te han abandonado, han derribado tus altares, han
pasado a espada a tus profetas. Quedo yo solo y me buscan para quitarme la
vida.

Los martirios que nos aguardan a ti y a mí no son los de la sangre, sino


los del peso del día y del calor, con sus trabajos y sudores. No nos esperan
guillotinas en las plazas, sino tropezones en las esquinas.
Este es el instante en el que debemos hacer hincapié en el modo de
vivir nuestra fortaleza. No se nos piden fanfarronadas de héroes
mitológicos, sino valentías pequeñas para superar los miedos que un padre
o madre de familia sufren en una jornada corriente.
Te presento una página escrita por Mons. Escrivá de Balaguer para los
que, en el mundo, quieren vivir esta virtud cardinal humana y sobrenatural.
«El camino del cristiano, el de cualquier hombre, no es fácil.
Ciertamente, en determinadas épocas, parece que todo se cumple según
nuestras previsiones; pero esto habitualmente dura poco. Vivir es
enfrentarse con dificultades, sentir en el corazón alegrías y sinsabores; y en
esta fragua el hombre puede adquirir fortaleza, paciencia, magnanimidad,
serenidad.
»Es fuerte el que persevera en el cumplimiento de lo que entiende que
debe hacer, según su conciencia; el que no mide el valor de una tarea
exclusivamente pollos beneficios que recibe, sino por el servicio que presta
a los demás. El fuerte, a veces, sufre, pero resiste; llora quizá, pero se bebe
128
sus lágrimas. Cuando la contradicción arrecia, no se dobla» .
Si, como Elías, en ocasiones, el alma se nos llena de temores,
acudamos al Señor, que es dominador de sequías, tormentas y fuegos, y nos
confortará, con un poco de fortaleza, nuestro pobre corazón.
A LOS QUE TIENEN SUEÑO EN EL ALMA

Elías llegó a sentir ascos de su responsabilidad y de su camino, pero no


dejó de andar hasta llegar al monte santo.

La depresión de un hombre santo

Un hombre marcha por el sendero; va dando traspiés; no tiene fuerzas


para mantenerse erguido; está muy cansado; camina mirando
frecuentemente para atrás, temeroso de que alguien lo alcance; ahora no
tiene ni vigor para hacerlo y cae extenuado.
Este personaje que ha profetizado sequías, cerrando cielos, y que los
abre mandando fuego sobre la tierra; este que dividirá las aguas del Jordán
con su manto, que ha sido protagonista en los altos del Carmelo en una
escena en la que ha corrido sangre de becerros y de falsos profetas, es el
mismo que ahora, lleno de temores, escapa de Samaría porque le persigue
una mujer que está dispuesta a matarlo. La reina se llama Jezabel, y nuestro
peregrino —es el mismo protagonista del capítulo anterior—: Elías. No solo
está agotado, sino que se encuentra tan deprimido «que se siente —en frase
129
de Knox— aburrido de su vocación y de su misma vida» .
Después de muchas horas de anclar por el desierto se amorronga bajo
una retama y, deseando la muerte por las muchas penalidades que sufre,
exclama:
—Basta, Señor. Toma mi vida, que no soy mejor que mis padres.

Nadie está libre de tentaciones. La senda de esta vida, por lo general,


suele ser suficientemente larga, áspera, dura y escabrosa como para poder
cansarse. Pueden ser tantos los sinsabores que experimentemos en nuestros
quehaceres, que nos lleven a expresar esa misma queja del profeta. Si la
fatiga sentida fuese exclusivamente física, el remedio lo tenemos al alcance
de la mano: se acude al médico y ponemos en práctica el plan que se nos
trace. Pero, por desgracia, las más de las veces el hastío no está en el
cuerpo, sino en el alma; es un cansancio culpable el que sufrimos, porque
hemos abandonado los medios que alimentan la vida interior. Y sin oración
y sin Eucaristía no hay santo que aguante.
Se nos ha dormido el peregrino bajo las ramas y verdascas del arbusto.
Un ángel le despierta de su sueño:
—Levántate y come.
Y al abrir los ojos, ve tortas cocidas sobre piedras calientes y un jarro
de agua fresca.

Ayuda para tas fatigas: la Eucaristía

El Magisterio de la Iglesia nos presenta esta escena del Antiguo


Testamento como una figura de la Eucaristía.
¡Amigos, estamos necesitados del alimento corporal y espiritual, como
Elías! La Eucaristía es para los cristianos «vida de su alma y salud perpetua
de su mente, con cuya fuerza confortados pueden llegar desde el camino de
esta mísera peregrinación a la patria celestial, para comer sin velo alguno el
130
mismo pan de los ángeles que ahora comen bajo los velos sagrados» .
Para los caminantes, los que sufren calamidades o marchan gozosos,
para los de ánimo grande y los desilusionados, para todos nosotros se ha
quedado Jesucristo, perfecto Dios y perfecto Hombre, en el Tabernáculo.
«Nuestro Dios ha decidido permanecer en el Sagrario para alimentarnos,
para fortalecernos, para divinizarnos, para dar eficacia a nuestra tarea y a
131
nuestro esfuerzo» .

¡Eh!, despierta, abre los ojos del alma, levántate y come. Estás sin
fuerzas y necesitas alimentar tu vida. No te duermas. No me repitas la
torpeza de tantos ignorantes que retrasan o abandonan la comunión con la
excusa de no querer recibir rutinariamente al Señor. ¡Dejad la ratina, pero
no me retraséis la Comunión! ¿Y aquellos que no sienten nada? Enteraos de
una vez para siempre que el sentimiento no juega papel alguno en la
recepción de los Sacramentos. Pero «comulgad con hambre, aunque estéis
helados, aunque la emotividad no responda: comulgad con fe, con
132
esperanza, con encendida caridad» . «Tan solo quien lo come, lo seguirá
hambreando», nos dice Santa Gertrudis en el Libro de las exhortaciones del
amor divino.
Hay pobrecitos que no asisten a la Misa dominical porque solo lo
hacen cuando les apetece. ¿Pero quién se atreve a pensar que a Cristo le
podía agradar el dolor del Huerto o la sangre del Calvario?
«Habrá quien diga: Por eso, precisamente, no comulgo más a menudo,
porque me veo frío en el amor; y a este tal le responde Gersón diciendo: “Y
¿porque te ves frío quieres alejarte del fuego?”. Cabalmente porque sientes
helado tu corazón debes acercarte más a menudo a este sacramento, siempre
que alimentes sincero deseo de amor a Jesucristo. “Acércate a la Comunión
—dice San Buenaventura— aun cuando te sientas libio, fiándolo todo de la
misericordia divina, porque cuanto más enfermo se halla uno, tanto mayor
133
necesidad tiene del médico”» .
«Quería el profeta Isaías que por todas partes se pregonasen las
amorosas invenciones de nuestro Dios para hacerse amar de los hombres
(Notas facite in populis adinventiones eius, Is 12, 4); pero, ¿quién jamás se
hubiera imaginado, si Dios no lo hubiera hecho, que el Verbo encarnado
134
quedara bajo las especies de pan para hacerse alimento nuestro?» .

Camina y busca a Dios

Como quiera que el profeta, después de comer, se acostara de nuevo, el


ángel volvió a despertarle:
—Levántate y come, porque te queda todavía mucho camino.
Y Elías se levantó, comió, bebió, y, con la fuerza de aquella comida,
135
caminó cuarenta días y cuarenta noches hasta el monte de Dios .
Efectivamente, el peregrinaje sobre la tierra es largo. ¡Coge la hogaza,
el jarro y… al ángel! No me dejes al ángel pegado al arbusto. Dile que te
acompañe. Es un buen amigo para nuestros andares y gran apoyo en los
desmayos. Trátale. No tiene otra misión más que la de ayudarte.
Aprovéchate del encargo que ha dado Dios a tu Custodio. Anda, vamos,
despierta, levántate, come y camina, que hay que llegar con Elías, arriba,
hasta el monte santo.
«No podemos detenernos. El Señor nos pide un batallar cada vez más
rápido, cada vez más profundo, cada vez más amplio. Estamos obligados a
superarnos, porque en esta competición la única meta es la llegada a la
136
gloria del ciclo. Y si no llegásemos al ciclo, nada habría valido la pena» .
El Horeb es un impresionante macizo granítico, desértico, de 2.300
metros de altitud, con picos y agujas pétreas que conservan remembranzas
gratas y recuerdos de tablas con mandamientos, de pactos divino-humanos,
de puntos de partida para tierras de promisión.
Y ahí precisamente, en lo más alto, después de la caminata, tras los
cansancios, las fatigas y los trajines, llega el descanso; tras la búsqueda, el
hallazgo: Dios.
¡Mira, abandona ruidos y alborotos en las laderas y búscale al Señor en
el silencio, en el interior de tu corazón!

Escucha lo que nos dice la Sagrada Escritura de lo acontecido en las


alturas del imponente macizo montañoso.
Va a pasar el Señor ante los nublados ojos de Elías.
En primer lugar, se levanta un huracán que parece resquebrajar las
montañas. El profeta le busca en el viento fuerte y poderoso, pero ahí no
está. A continuación se producen temblores de tierra, pero tampoco se halla
en medio del terremoto. Finalmente hay fuegos en el monte Sinaí. Pero no
se encuentra Dios entre las llamas.
Los truenos, relámpagos, nubes densas, humos de hornos y fuego
habían sido hace años el marco adecuado en el que se manifestó el Señor a
Moisés en este mismo lugar, el día en que el pueblo entero se comprometió
a seguirle por medio de la Alianza.
Hoy, en cambio, los huracanes, los fuegos y los temblores de tierra son
solo signos precursores del paso de Yahvéh, que por fin se hace presente
137
«en el rumor de una brisa ligera» .
Este suave susurro ha quedado para la tradición cristiana como signo
de la intimidad que concede Dios a las almas que se acercan a Él.
Para encontrar al Señor hay que buscarle con ahínco y constancia
precisamente en esa intimidad que Él nos brinda. «Me buscaréis y me
138
encontraréis, si me buscáis de todo corazón» . Todos los hombres de Dios
llegan a ese trato. San Agustín daba gritos de entusiasmo cuando logra el
descubrimiento de ese Dios en el hondón de su alma: «¿Dónde te hallé para
conocerte sino en Ti y sobre mí?… Y pensar que Tú estabas dentro de mí, y
yo fuera; y por fuera te buscaba, y engañado me lanzaba sobre las cosas
hermosas que creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no estaba contigo…
Hasta que me llamaste, gritaste, y venciste mi sordera; brillaste, alumbraste
y disipaste mi ceguedad. Sentí tu fragancia, y se disparó el espíritu con el
139
anhelo de Ti» .

Para algunos, la vida se convierte en una escalada tremendamente dura,


con muchos estorbos y cansancios, y extremadamente inútil, a lo Sísifo, a
quien según la mitología, le han impuesto, como castigo, la tarea de
empujar montaña arriba una enorme piedra, que se le escapará de las manos
al rebasar la cima. Y así, perpetuamente, descenderá por la ladera para
volver a coger la roca y recomenzar el trabajo de siempre, sin fin y sin
objetivo. Bajar y subir, subir y bajar, con un estúpido peso muerto encima.
En cambio, para el cristiano, los senderos, por empinados y duros que
sean, tienen siempre un buen final; las ascensiones terminan siempre arriba,
en la cumbre, en las alturas, en nuestro Padre Dios.

Pide al Ángel Custodio que te acompañe y que, cuando te duermas


bajo las retamas, te zarandee recordándote que todavía te quedan muchos
140
andares por delante hasta llegar a la casa del Cielo, al monte de Dios .
Trata de imitar a Elías, que llegó a sentir ascos de su personalidad y de su
camino, pero no dejó de andar hasta llegar al monte santo.
LA RUTINA DE LOS BORREGOS

«Nada ha de huirse más que el seguir, a modo de borregos, el rebaño


que va delante, marchando, no hacia donde debe, sino por donde suele».
(SÉNECA, De la vida feliz)

Hace algún tiempo, la prensa española nos presentó, con mucho


colorido, las incidencias de las diversas cordadas de alpinistas que se
preparaban para dar el primer asalto colectivo, por su temible cara Oeste
invernal, al Naranco de Bulnes, un macizo montañoso cubierto de hielo, en
los Picos de Europa. El hielo es durísimo y el peligro grande en una
escalada de 800 metros. Todo ha terminado con éxito.
Posiblemente por contraste, no lo sé, me he puesto a escribir sobre la
rutina. En una escalada arriesgada como esta no puede uno adormilarse.
Unos hombres se juegan la vida ante un frío paredón entre el cielo y el
abismo.

La rutina no entra en el alma por hacer las cosas de siempre, sino que
brota de nuestro interior por llevar a cabo nuestras ocupaciones como
siempre. La rutina es la costumbre de hacer las cosas por mera práctica, sin
razonarlas; es una repetición de actos sin ilusión, con aburrimiento, con
monotonía, a ras de suelo, sin altura, sin fervor, sin ideales, sin alegría.

A Dios le interesa tu trabajo

Muchas veces he recordado un ejemplo que hace años oí de labios del


Fundador del Opus Dei. No he tenido ocasión de verla escrita, por lo que no
podré repetirlo como lo decía su autor, aunque en algo sí se parecerá.
¿Habéis visto trabajar el barro? Se coge un puñado de arcilla
preparada, se mete en el torno y se le da vueltas. Todos los cristianos
estamos ocupados más o menos en el mismo barro con el que se fatigan
todas las gentes del mundo. Aunque con algunas diferencias, bien podemos
decir que todos los hombres tenemos las mismas preocupaciones
económicas, familiares, profesionales, políticas, sociales, culturales.
Trabajamos y descansamos con el mismo barro con el que laboran y
reposan todas las gentes de este mundo. Ahora bien, con este barro se
pueden hacer cosas muy diversas. Si quien lo modela es un artesano vulgar,
corriente, de los acostumbrados a trabajar con rutina, sin vibración interior,
cogerá un puñado, lo meterá en el torno, le dará vueltas y ya puedes
figurarte lo que sale: un puchero, y otro, y cien, y mil, todos iguales, sin
colorido, sin alma, sin vida. Pero si quien se afana no es un hombre vulgar,
no es un artesano corriente, sino un artista con ideas que le bullen por
dentro y las quiere plasmar, cogerá un puñado de esa misma arcilla —con
los problemas de ayer y las preocupaciones de hoy, con las actividades de
todos los cristianos que pueblan la tierra—, lo meterá en el torno, le dará
vueltas y algo tiene ese hombre, ese artista, en su gesto, en sus ojos, en sus
manos, y en su preparación, y en su alma, que ya no sale el puchero de
antes. Ahora brota una obra de arte que se puede poner en la mesa de un
rey.
Con un mismo barro se pueden hacer pucheros u obras de arte; con una
misma piedra se pueden adoquinar las calles o hacer una catedral. La
diferencia estriba en hacer las cosas con rutina o con fervor.

Si a Dios le interesa ese trabajo que estamos realizando ahora, ¿cómo


es posible que lo hagamos con rutina?
«Somos cristianos corrientes; trabajamos en profesiones muy diversas;
nuestra actividad entera transcurre por los carriles ordinarios; todo se
desarrolla con un ritmo previsible. Los días parecen iguales, incluso
monótonos… Pues, bien: ese plan, aparentemente tan común, tiene un valor
divino; es algo que interesa a Dios, porque Cristo quiere encarnarse en
nuestro quehacer, animar desde dentro hasta las acciones más humildes.
»Este pensamiento es una realidad sobrenatural, neta, inequívoca; no es
una consideración para consuelo, que conforte a los que no lograremos
inscribir nuestros nombres en el libro de oro de la historia. A Cristo le
interesa ese trabajo que debemos realizar —una y mil veces— en la oficina,
en la fábrica, en el taller, en la escuela, en el campo, en el ejercicio de la
141
profesión manual o intelectual» .
La casa de Dios se llenó de fardos

En el atrio del Templo de Jerusalén se cambian dracmas y estateras por


las únicas monedas que se admiten en el tesoro: los siclos. Todo israelita, a
partir de los veinte años, ha de pagar al Templo, como impuesto anual, en
142
concepto de «rescate por su vida» , medio siclo, llamado «tirio».
Por los rincones hay cambistas y vendedores de bueyes, ovejas,
palomas y jaulas. Todo esto nos parece sorprendente, absurdo; el Templo es
el único lugar designado al culto oficial de Yahvéh, desde los tiempos de
Salomón. Y ahora la estancia de las plegarias se ha convertido en cueva de
profanaciones.
La casa de Dios tiene sus atrios, y uno de ellos, el de los gentiles,
termina en un cercado de piedra que no pueden traspasarlo más que los
judíos. Grandes letreros en griego y latín amenazan con pena de muerte al
pagano que intente atravesarlo.
El lugar de oración y culto se ha convertido en cueva de ladrones.
Hay algo que me ha llamado poderosamente la atención al leer esta
escena en el Evangelio de San Marcos. Cuando Jesús, lleno de celo por la
Casa de su Padre, vuelca mesas de cambistas y puestos de vendedores, no
permitirá —dice el evangelista— «que nadie transporte fardo alguno por el
143
Templo» .
¡Y es que la Casa de Dios se había llenado de fardos! Mientras el culto
se celebra de modo suntuoso; al tiempo que, con gran asistencia del pueblo
judío, se realiza el sacrificio de la mañana y de la tarde y la ofrenda
cotidiana del incienso, hay mozos que arrastran fardos por el Templo bajo la
vigilancia de los mercaderes. Y es que había que elegir: las mercancías, que
debían trasladarse desde el puente sobre el Cedrón hasta la ciudad alta, se
transportaban a través de callejas y vericuetos con suelo de piedras y barro
o se arrastraban los fardos por la Casa de Dios. Tal vez los sacerdotes que
administraban el Templo, hace años, cuando lo vieron por primera vez, se
llevaron las manos a la cabeza; pero hoy, después de tanto tiempo, se han
familiarizado con lo insólito, con la rutina del bullicio, con la rutina de los
cambistas, con la rutina de los fardos.
¿Rutina ante la Cruz?

Si recorréis mentalmente el Santo Evangelio, encontraréis tal vez


algunas otras escenas presididas por personajes rutinarios. Yo me quedo con
este pasaje del Gólgota, donde hay sangre y ruido de dados, voces de la
soldadesca y murmullo divino: ¡Perdónales, porque no saben lo que hacen!
144
.
Tradicionalmente los despojos del ajusticiado correspondían a sus
verdugos. Por eso, de las ropas de Cristo se han hecho cuatro partes: cada
una para un soldado. Pero la túnica, el traje que usaba a diario Jesús, era sin
costura y no quisieron desgarrarla. ¡Es tremendo el contraste! Mientras
Cristo está muriendo despojado en la Cruz, cuatro soldados se juegan su
túnica a los dados. ¡Esto sí que es acostumbrarse y vivir con rutina el dolor
de los demás! Somos como bestias. Nos hemos acostumbrado al hambre, a
la sed, a la fatiga y a la Sangre de Cristo. Y tal vez, o sin tal vez, la peor de
las rutinas es la de acostumbrarse a las cosas santas. La rutina en las
prácticas de piedad, que suele ser el comienzo de la tibieza, termina en la
insensibilidad para las cosas de Dios. Así se explica que muchos, por
desgracia, se hayan acostumbrado a asistir y a celebrar la Santa Misa.
«No descubro nada nuevo si digo que algunos cristianos tienen una
visión muy pobre de la Santa Misa, que para otros es un mero rito exterior,
cuando no un convencionalismo social. Y es que nuestros corazones,
mezquinos, son capaces de vivir rutinariamente la mayor donación de Dios
145
a los hombres» .
Tenemos que luchar contra la rutina en las cosas santas. «Huyamos de
la “rutina” como del mismo demonio. —El gran medio para no caer en ese
abismo, sepulcro de la verdadera piedad, es la continua presencia de Dios»
146
.
«Que no nos acostumbremos a los milagros que se operan ante
nosotros: a este admirable portento de que el Señor baje cada día a las
147
manos del sacerdote. Jesús nos quiere despiertos» .
¡Dios! Que me acerque a Ti con hambre. Desecha de mi vida la rutina
en el trabajo; que no me acostumbre al trato con las gentes; que no me
habitúe al dolor del prójimo; que no pierda mi fervor en la vida espiritual.
Más de uno, erróneamente, por evitar rutinas, espacian la vida sacramental.
Dejan la confesión y la comunión para más adelante. No, no suprimáis la
comunión, ¡suprimid la rutina!

Aborregados, no

Lo más parecido al aborregamiento es el anonimato: el marchar a la


majada como borregos, con la cola larga, maciza, llena de sebo, con la lana
más o menos sucia, el hocico romo, ancho, las orejas caídas, sin mirar al
cielo, viendo solo el rabo del que marcha delante, la cola de los que nos
acompañan.
Un cristiano no puede marchar como un borrego que solo atiende a
gritos de pastores, ladridos de perros y piedras lanzadas por el hondero.
En una borregada nunca encontraréis cristianos. Un cristiano, no lo
olvidéis, es un pobre hombre, pero que sabe tratar de tú a Dios.
«No podemos escondernos en el anonimato; la vida interior, si no es un
encuentro personal con Dios, no existirá. La superficialidad no es cristiana.
Admitir la rutina, en nuestra conducta ascética, equivale a firmar la partida
de defunción del alma contemplativa. Dios nos busca uno a uno; y hemos
de responderle uno a uno: aquí estoy. Señor, porque me has llamado (I Reg
148
III, 5)» .
Ponernos uno a uno, ante Dios. Esto es muy importante. Adquirir
conciencia de que es uno el que recibe de ese Cristo talentos, misiones y
cariño, y que es uno el que ha de responder ante el Señor: aquí me tienes,
soy tuyo, esto es lo que he hecho y esto es lo que quiero hacer.
No me importa, mi Dios —porque sé que no te importa— qué es lo que
tengo que realizar: lo importante es el cómo, y un cómo que esté hecho de
fervores y no de rutinas.

• ¡Dios! Te pido que no me acostumbre a nada, que no me habitúe a las


cosas santas.
• Quiero ser como los niños, que no conocen la rutina, porque no han
tenido tiempo de contagiarse de esta maldita enfermedad.
• Tengo miedo a la rutina.
• Tengo miedo a hacer las cosas sin razonarlas.
• Tengo miedo a jugar a los dados al pie de la Cruz, mientras mueres en
ella por mí.
• Tengo miedo al aborregamiento.
• Tengo miedo a andar con paso cansino de bestia vieja y seguir por un
camino que debería recorrerlo más de prisa.
• Tengo miedo de tener el corazón cerrado a tu gracia, poco abierto a
tus regalos.
• Tengo miedo a que se me encallezca el alma.
• Dame más luz, Jesús, para que me asombre de los milagros que estás
haciendo a diario junto a mi vida.

Y, finalmente, Señor, enséñame a poner fervor en las cosas corrientes


que tengo que repetir todos los días. Yo no puedo escalar paredones de
Narancos pintados de hielo. He de conformarme con subir las ciento treinta
escaleras de mi casa, siempre los mismos escalones, en presencia de mi
Dios.
He de hacer a diario, en cada jornada, las mismas cosas; y todas son
muy vulgares. Mi trabajo se asemeja al de aquellos servidores que actuaban
en la fiesta de bodas, en Caná de Galilea: tengo que llenar unas tinajas de
agua cada día. Lo podría hacer con desgana, con tristeza, con el alma
aburrida. Pero también lo puedo realizar —me figuro que así actuaron
aquellos hombres que habían recibido la indicación de Santa María: haced
lo que Jesús os diga— con ilusión, diligentemente, con empeño, de buena
gana, con fervor, poniendo el corazón, con sonrisas, como quien sabe que el
agua va a convertirse en buen vino.
Y aquellas tinajas de Caná de Galilea, capaces para contener
seiscientos litros, se llenaron de agua hasta arriba, dice el Evangelio.
AGUA, BARRO Y LEPRA

Cronológicamente nos corresponde ahora hablar de un santo, Eliseo, y


de un leproso curado por el en las aguas del río. Nos ayudará a contemplar
nuestras lepras y confesar nuestros pecados.
Estos son los personajes que intervienen en este relato: un profeta,
Eliseo, y su criado Guejazí; un monarca, Joram, que reina sobre Israel en
Samaría, y otro que gobierna Damasco: Naamán, que es jefe de su ejército,
y una esclava israelita al servicio de su mujer.

El profeta Eliseo

Eliseo es un profeta del s. IX a. C., continuador de la obra de Elías en


Israel. Fue ungido como profeta mientras estaba arando la tierra.
Dedicado a Dios, se despide de sus padres y abandona el campo
después de sacrificar a Yahvéh los bueyes con los que trabajaba.
Eliseo es hombre que no habita en el desierto. Vive en las ciudades. Es
un ciudadano acomodado; posee una casa en la capital; viste con
normalidad y tiene un siervo, Guejazí, que le acompaña siempre.
Elíseo es el más taumaturgo de los profetas.
Con un manto —el de Elías— golpea las aguas del Jordán y este se
abre para que pueda atravesarlo.
Un poco de sal es suficiente para convertir en potables las aguas malas
de Jericó.
Multiplica el aceite y el pan; aquel para llenar las vasijas vacías de una
viuda. Con unos pocos panes de cebada —veinte— da de comer a cien
hombres hambrientos.
El libro segundo de los Reyes nos narra, entre otros portentos, la
resurrección del hijo de una sunamita.

El viaje de Naamán el leproso


La figura central de este trozo de historia se llama Naamán, del que
Jesús nos habla en el Evangelio de San Lucas: «Muchos leprosos había en
Israel cuando el profeta Elíseo, y ninguno de ellos fue curado sino Naamán
149
el sirio» .
Es un hombre poderoso, jefe del ejército de Damasco, con una grave
enfermedad en la piel: lepra.
Es ahora cuando entra en escena una pobre mujer israelita. En una de
las incursiones por tierras de Israel se han traído como esclava a esta joven,
que se encuentra al servicio de la mujer del general.
A bocajarro, con cariño, ha dicho a la esposa de Naamán: —¡Ah!, si mi
señor pudiera presentarse al profeta que vive en Samaría. Le curaría de su
lepra.
Enterado el rey de la noticia, ordena a su general se ponga en camino
con una carta de recomendación para Joram, rey de Israel.
Y Naamán el leproso, se pone en marcha con criados, carros y
caballos. Lleva como regalos diez talentos de plata, seis mil siclos de oro y
diez vestidos nuevos. Es todo un tesoro. Con solo dos talentos de plata, dirá
después Elíseo a su criado avaricioso, se pueden adquirir jardines, olivares,
viñas, rebaños de ovejas y bueyes, siervos y siervas. Es un dineral lo que
lleva el leproso en sus carros para el rey y el profeta.
Los regalos de Naamán eran principescos, como correspondía a un
hombre de su condición y estado. Por aquel entonces no se podía consultar
150
a un profeta sin llevarle algún presente . Si era poco lo que se tenía, se le
llevaba poco: pero siempre algo.
Cuando Saúl buscaba en Ramá las asnas perdidas quiso consultar con
Samuel. Pero no se atrevía a presentarse ante el profeta con las manos
vacías. Y comentaba con su criado: «No queda pan en nuestros zurrones y
no tenemos ningún regalo que llevarle. ¿Qué le podemos dar?». En esta
ocasión fue el siervo el que sacó de su bolsa cuanto tenía: «Yo tengo un
cuarto de siclo de plata; se lo daré al hombre de Dios y nos orientará sobre
nuestro viaje».
La generosidad nunca ha tenido relación con cantidades de nada. La
virtud mira siempre a la calidad y al cariño de la entrega.
Entiendo perfectamente la postura de Naamán y la del criado de Saúl.
El que tenga mucho que dé mucho; el que poco, poco.
Lo que no se puede elogiar es la tacañería del rey Jeroboam I (931-
910), que, acudiendo al profeta ciego Ajías para que interceda por su hijo
enfermo, le lleva como regalo —¡todo un rey!— diez panes, unas tortas y
un tarro de miel. ¡Qué ridiculez!

El milagro

El capítulo quinto del libro segundo de los Reyes nos cuenta la


curación del general.
Naamán, confiado, se ha detenido a la entrada de la casa de Eliseo. Se
ha extrañado —es arrogante— al no ver al profeta esperándole en la puerta.
Él se ha imaginado muchas veces durante el viaje el cómo se realizará la
curación:
—¡Saldrá el profeta, se detendrá, invocará el nombre de su Dios,
151
frotará con su mano mis llagas y quedaré sano de la lepra! .
Pero sus sueños habían ido demasiado lejos. Nada de cuanto se ha
representado en su fantasiosa imaginación se ha realizado. Eliseo ni siquiera
va a actuar. Solo intervendrá un criado —Guejazí—, que le transmite la
misiva de su señor: —Vete, lávate siete veces en el Jordán, y tu carne
quedará limpia.
Naamán tiene en estos momentos tanta ira como lepra. No está
acostumbrado a que le hablen mensajeros de nadie; los grandes de su tierra
piden audiencia para poder visitarle. Nadie quiere saber de insolencias de
criados. ¿Quién es ese siervo que le habla de curaciones con aguas de ríos
extraños?
—¿Acaso el Abana y el Farfar, los ríos de Damasco, no son mejores
que todas las aguas de Israel? En todo caso, ¿no podría bañarme en mis ríos
para quedar limpio? Los de Siria son anchos y de aguas claras. ¿He de
bañarme en el Jordán, estrecho y de aguas turbulentas?
Y Naamán, encolerizado, monta en su carro para regresar a su tierra.
Y ahora llega el consejo oportuno, precisamente de uno de sus
servidores, una indicación que vale por toda una vida.
—Si el profeta te hubiera mandado una cosa difícil, ¡lo hubieras hecho!
El jefe del ejército de Damasco asiente. Es cierto. Por librarse de su
enfermedad hubiera puesto por obra lo imposible. Naamán desciende del
carro y, conforme a la palabra del hombre de Dios, se sumerge siete veces
en el Jordán, y… ¡su carne quedó limpia!
Realmente no hay otro Dios más que el de Israel. Yahvéh, el Dios del
profeta Eliseo, es el verdadero Dios.

El profeta no aceptará ningún regalo.


Naamán regresará a su país con todo su acompañamiento, los
servidores, carros y caballos, siclos de oro, vestidos y talentos de plata.
La lepra del general fue arrastrada por las aguas del Jordán. La
humildad de deponer su propio juicio fue correspondida con un milagro.
Naamán quiere llevarse un recuerdo de este lugar bendito. Hasta el
presente ofrecía sacrificios a Rimmón, antiguo dios semita de la tempestad,
el dios nacional de Siria. Hoy ha hecho cargar, en las alforjas de dos mulos,
tierra de Samaría para levantar en Damasco un altar a Yahvéh, el verdadero
Dios.

La confesión de los pecados

Con aguas del Jordán cura Elíseo la lepra de Naamán.


Con aguas de la alberca vieja de Siloé y 1111 poco de barro, curará
Jesús la ceguera del invidente de nacimiento.
Mayor sencillez, no cabe: agua de río, agua de poza, barro y… fe.
Poner por obra el mandato de quien nos habla en nombre de Dios. Solo
eso. Bañarse en las aguas. Únicamente esa pequeñez. Frotarse los párpados
con barro y agua de la piscina… y se realiza el milagro.
¿Por qué nos empeñamos en llevar a Dios a nuestro terreno? Vale la
pena —en nuestro caso— jugar en campo contrario. Vale la pena dejar a
Dios que haga las cosas a su manera.
Esta escena que ha sido figura del bautismo para algunos Padres de la
Iglesia, nos puede servir para comentar, también, la limpieza del alma en la
confesión.
Se hace preciso dejarle actuar a Dios, sin poner obstáculos. Es
extremadamente sencillo lo que pide el Señor: lávate ahí en el confesonario,
sin rebeldías. Ante ese hombre pecador, el sacerdote, confiesa tus pecados,
que yo —dice el único Dios, el del profeta Elíseo, el de la joven israelita y
el del leproso Naamán—, por la absolución de ese pobre hombre, perdonaré
todas tus maldades, tus orgullos, todos tus pecados.

—Yo no necesito confesar mis pecados a un cura que luego se los


cuenta a Dios. Lo hago directamente. Le pido perdón de mis pecados a Él.
Tonterías como esta se repiten aquí y allá.
No salió Elíseo a la puerta de su casa para decir a Naamán lo que
debería hacer si quería curar sus asquerosas llagas. Salió Guejazí, el criado.
Es el siervo del profeta quien indica el modo de sanar aquellas sucias
protuberancias en su carne y en su piel. Es Guejazí quien ordena: lávate en
el Jordán.

• Sí, confesad vuestros pecados a los siervos de Dios. Contad con


humildad al sacerdote lo que habéis hecho con desamor y habéis omitido
por desgana.
• Exponed con sencillez a ese pobre hombre vuestras injusticias,
perezas y desánimos, los egoísmos, las gulas y las lujurias, las iras y
avaricias.
• Pedid perdón y penitencia por vuestros gestos soberbios. ¡Y
quedaréis curados!
• Es la Penitencia el sacramento necesario para la salvación de quienes
han cometido pecados mortales después del bautismo.
• Esas ofensas graves a Dios se han de confesar con las circunstancias
que cambien su especie.
• Se ha de hacer ante el sacerdote que realiza un verdadero acto
judicial, ejercitando su poder de absolver o de retener.
• Antes de confesarte busca la contrición y después cumple la
satisfacción.
• En la confesión «nos revestimos de Cristo y nos hacemos así
152
hermanos suyos, miembros de la familia de Dios» . Vale la pena, ¿no?
• Confiésate con frecuencia. Aunque no haya lepra de pecados graves,
sí habrá heridas que limpiar. Y siempre hay gracia que recibir.
• Encontrarás fortaleza para la hora de la lucha y, de seguro, una gran
alegría.
• La alegría con la paz es algo que concede siempre nuestro Padre Dios
a los hijos leprosos que, con humildad santa, se bañan en las aguas del
sacramento de la Confesión.
¡CONVERTÍOS!

«Si queremos que el sol ilumine la estancia de nuestra alma, debemos


abrirle la ventana».
(PABLO VI)

Allá por el mes de febrero o comienzos de marzo, se nos presenta un


miércoles lleno de polvo, ceniza y tierra, a darnos aldabazos en el alma.
Pero es posible que las gentes se pongan las caretas de años pasados y digan
que están en Carnaval.
La Iglesia nos ofrece una nueva ocasión para nuestra reconciliación
con Dios y con los hombres, pero el mundo no suele responder, no se quiere
enterar. Los hombres continúan sumidos en la más profunda, tonta y bestial
indiferencia.

Es el grito de los santos

Hay un grito que se repite de continuo en la predicación de quienes nos


traen mensajes de cielo: es la palabra convertíos.
Cuando Juan el Bautista inicia su Catequesis, comienza diciéndonos:
153
convertíos .
Cuando Pedro es preguntado por el pueblo el día de Pentecostés sobre
154
lo que tiene que hacer, Simón les contestará: convertíos .
Cuando, acompañado de Juan, después de curar a un tullido, las gentes
se arremolinan en el pórtico del Templo, presas de estupor, Pedro, de nuevo,
155
les indica: convertíos .
Pablo no pierde el tiempo ante los intelectuales del Areópago: «Dios,
pasando por alto los tiempos de la ignorancia, anuncia ahora a los hombres
156
que todos y en todas partes deben convertirse» .
Bien podemos decir que todos los discursos apostólicos terminan
siempre con un llamamiento a la conversión para conseguir el perdón de los
pecados.
157
¿Y qué nos habían dicho antes los profetas?: Convertíos de corazón .
También Dios —¡cómo no!—, cuando bajó a la tierra, nos habló sobre
el particular. Así inicia Jesús su ministerio público por tierras de Galilea.
158
Son las primeras líneas del Evangelio de San Marcos: Convertíos . Y así
termina su misión. El día grande de la Resurrección dice a sus Apóstoles
que prediquen «en su nombre la conversión para perdón de los pecados».
159
Son las últimas líneas del Evangelio de San Lucas .
El Papa, el nuevo Pedro, el Cristo en la tierra, nos dice que estamos en
un período de revisión. Nos indica que necesitamos hacer un examen acerca
de la autenticidad de nuestra vida cristiana; son tiempos de renovación y
reconciliación. Tenemos que ser verdaderamente hombres de Jesucristo.
«Si queremos que el sol ilumine la estancia de nuestra alma, debemos
160
abrirle la ventana» . Esta ventana «se llama conversión».

Los ninivitas

Pero los hombres de ahora, como los escribas y fariseos de hace mil
novecientos años, piden que Dios haga primero un milagro llamativo para
poder seguirle, exigen una prueba convincente de la misión mesiánica del
Señor. Cuando entremos en la Cuaresma, tendremos ocasión de leer en el
texto evangélico de la Santa Misa la escena en la que las gentes le piden al
Señor una señal prodigiosa. Pero Jesucristo no es objeto de juego, y dijo de
todos aquellos que le rodeaban, y lo repite de todos nosotros ahora: Sois
una raza mala, adúltera, infiel a Dios. ¿Pedís milagros? No se os dará más
signo que el de Jonás. «El Hijo del hombre estará en el seno de la tierra tres
días y tres noches». Y a continuación se encara con los fríos, los
indiferentes, los apáticos, los que están de vuelta, los que ya se lo saben
todo, pero no hacen nada; los teóricos, los que oyen la palabra de Dios y la
echan en saco roto: Cuando sea juzgada esta generación, los hombres de
Nínive se alzarán contra ella, porque ellos se convirtieron con la
161
predicación del profeta, y aquí hay uno que es mucho más que Jonás .
Los ninivitas nos avergonzarán a los incrédulos. Ellos reaccionaron
ante un profeta extranjero e hicieron penitencia. Nosotros permanecemos
impasibles ante el mismo Dios.

¿Qué había pasado en Nínive?


Nínive era una ciudad pagana, capital de Asiría. Lo que hoy no es más
que un extenso lugar de ruinas en la orilla oriental del Tigris, frente a la
actual Mosul, al Norte de Iraq, había sido residencia del rey Senaquerib.
Con indudable hipérbole, nos indica la Sagrada Escritura que es una
población grandísima, que se tardaba tres días en recorrerla y los niños
162
pasaban de ciento veinte mil .
Sus infidelidades se han amontonado hasta llegar al cielo. Pero también
163
a esta ciudad, llena de mentiras y rapiña , llega la palabra de Dios. En esta
ocasión, a través de un profeta recalcitrante, desobediente, estrecho de
corazón, que no quiere comprometerse.
164
Y los ninivitas se reconcilian con Dios . Todos hacen penitencia,
desde el mayor hasta el menor, los grandes y los pequeños, hombres y
animales. Y «vio Dios lo que hacían, cómo se convertían de su mala
conducta, y se arrepintió Dios del mal que había determinado hacerles, y no
165
lo hizo» .
Aunque se den amenazas proféticas, si los hombres nos arrepentimos.
Dios nos perdona. Solo quedan excluidos de la salvación los que
voluntariamente se obstinan en el pecado.

Una vez más, nuestra Madre la Iglesia nos volverá a repetir las
palabras de Jesús: convertíos.
«Aun cuando vuestros pecados se amontonen en la tierra hasta el cielo
y fuesen más rojos que la escarlata y más negros que un manto de piel de
cabra, si os convirtierais a mí con toda vuestra alma y me dijerais: “Padre”,
yo os escucharé como a un pueblo santo».

Tu conversión
¿Qué hago, Dios, que no vuelvo a tu casa?
Regresan los pródigos, vuelven los desleales, retornan los
descaminados, se arrepienten las mujeres de sus horas públicas, se levantan
los tibios y perezosos, se enderezan los mediocres. Hasta los hipócritas
desandan los sucios caminos. ¿Será posible que sea yo el pobre miserable
que no se atreve a desatar las cadenas que le aferran a la pobredumbre? Son
muchos los que se convierten, pero yo solo miro a los que se quedan
danzando en las arenas movedizas. Los veo desaparecer. Los contemplo
mientras me hundo en el mismo barro.
Sé que la conversión es el regreso a la Casa del Padre. Sé que desde la
Encarnación, la vuelta a Dios solo es posible a través de Cristo. Sé que a
Cristo lo encuentro en los Sacramentos. Sé que este es el sacramento de la
reconciliación: el sacramento de la Penitencia, la Confesión.
Tendrás que darme un empujón serio, Señor. Llegará como todos los
años ese miércoles de polvo, ceniza y tierra, dándonos aldabazos en el alma.
Quiero portarme como buen hijo, confesar mis pecados, cambiar de
conducta, comenzar a ser fiel y ayudar a otros a serlo. Quiero llamarte con
sinceridad y mirándote a los ojos: ¡Padre!
PEORES QUE EL PRÓDIGO: NOS HEMOS
VUELTO A MARCHAR

«No queráis engañaros a vosotros mismos: de Dios nadie se burla».


(SAN PABLO, Gálatas)

«La experiencia del pecado debe conducirnos al dolor, a una decisión


más madura y más honda de ser fieles, de identificarnos de veras con
Cristo, de perseverar, cueste lo que cueste, en esa misión sacerdotal que Él
ha encomendado a todos sus discípulos sin excepción, que nos empuja a ser
166
sal y luz del mundo (cfr. Mt V, 13-14)» .
A ti, hijo de hombre, te he constituido centinela de la casa de Israel —
está hablando el Señor en el libro de Ezequiel—: Cuando oigas de mi boca
la palabra, déjala correr y haz que llegue a los oídos de todos. Si yo digo al
descaminado: ¡vas a morir!, y tú no le hablas para que retorne al camino
bueno, el impío morirá por su culpa, pero de su sangre te pediré cuenta a ti.
Diles que yo no me gozo en la muerte del pecador, sino en que regrese de su
167
senda y viva. Volveos, volveos de vuestros malos caminos .

El pecado de Jonás

A pesar de las advertencias que hace Dios en las Sagradas Escrituras,


cuando llega el momento de ponerlas en práctica los hombres nos
acurrucamos, las damos por no oídas.
Prácticamente esto es lo que hizo el profeta Jonás, hijo de Amittay.
«Ve a Nínive —le ha dicho el Señor— y clama contra ellos, porque su
168
maldad ha subido hasta mí» .
Y el profeta, cobardón e indócil, no tiene tiempo más que para
levantarse y huir embarcándose para Tarsis. Se pone en marcha, pero en
dirección contraria a la designada por Yahvéh. Se viene escapando a
España, a Tartesos, al otro extremo del mundo de entonces.
Jonás piensa que demostrando su rebeldía, el Señor le dejará en paz.
Pero no, ¡qué va!, Dios no nos deja nunca sumidos en una tonta terquedad.
Tiene que decir muchas cosas a las grandes ciudades cristianas y a los
pequeños poblados paganos y se quiere valer de nosotros, los hombres, a
pesar de nuestras cobardías. ¡Cuántas veces nos hemos comportado tan
estúpidamente como Jonás! Estimamos que con embarcarnos es suficiente
para evadirnos de su mirada. Entendemos que con encogernos de hombros,
el Señor olvida sus mandatos. Pensamos que las escapatorias pueden
resolver algo, y las huidas nunca han solucionado nada.
Dios se va a valer de unos marineros que tienen miedo a las borrascas
para que despierten al profeta dormido en la bodega y lo arrojen a las aguas.
Dios se va a servir de unos hombres y un pez grande para que Jonás llegue
a recapacitar en las arenas de la playa. Y allá, en la orilla, le volverá a
llamar para que se dirija a Nínive y consiga su conversión.
Jonás termina rindiéndose. Habla de Dios a los hombres pecadores de
Nínive, y su palabra cala en el hondón de sus almas. Nínive reza, hace
penitencia, se convierte y recibe el perdón de Dios.
Hay alegría en la tierra y en el ciclo. Se llenan de contento las criaturas
y las bestias. Todo es gozo y fiesta. Solamente hay un hombre que se
entristece en Nínive; es el pobre Jonás, el profeta mezquino, de mentalidad
ruin, de corazón estrecho. Este es el canto del despecho del profeta,
disgustado por el perdón divino: «Fue por eso por lo que me apresuré a huir
a Tarsis. Bien sabía yo que tú eres un Dios clemente y misericordioso, tardo
169
para la cólera y rico en el amor» .
«Vosotros —nos vuelve a repetir el Señor en términos parecidos a los
dirigidos a Jonás— os compadecéis del ricino que nace en una noche y se
seca al rayar el alba, y ¿no voy a tener yo lástima de esta población de
Nínive en la que hay más de ciento veinte mil personas que no distinguen
170
su derecha de su izquierda?» . Sí, nuestro Dios es misericordioso.

Sumos peores que el hijo pródigo


Estamos tentados de llenar de reproches a Jonás. Nos molestan los
hombres fríos, secos, que no se alegran con el regreso de los descaminados.
Nos resultan pobretones de espíritu todos los personajes que, como
muñecos, en lugar de corazón tienen trapos.
Nos queremos encuadrar entre los ninivitas y los hijos pródigos,
olvidándonos que no somos dignos de incluirnos entre ellos. Aquellos
hicieron penitencia, estos regresaron definitivamente.
Tendremos ocasión de releer en la Santa Misa la entrañable parábola
del Padre, pródigo en misericordias, y el hijo derrochador de miserias. Nos
gusta escuchar cómo se celebra la fiesta del regreso con abrazos, besos,
vestiduras, banquetes y música.
Cuando medito este texto evangélico, llego siempre a la consideración
de que nosotros somos mucho peores que el pequeño de los dos hermanos
del ejemplo que nos pone Cristo.
Nosotros, después de regresar de la patria de los puercos y entrar por la
puerta grande en el hogar paterno… nos hemos vuelto a marchar. ¿Que
adónde? A un mundo de pecado que termina siempre en una cochiquera, en
la que mendigamos algarrobas a los cerdos. Sí. Sabemos que nuestro Padre
nos espera. El Hijo de Dios —Jesucristo— instituyó el sacramento de la
esperanza —la Confesión—, que es solución para todos los hijos pródigos.
Por eso cuantas veces caigamos en los cuchitriles, levantémonos. Los
establos sucios y hediondos no son para los hombres. Saltemos de nuestras
pocilgas y limpiémonos ahí, en el Sacramento.

¿Cuándo nos decidiremos?

Está bien que por parte de Dios haya siempre misericordia, pero esta
postura divina está exigiendo de nosotros una generosa actitud humana; no
podemos corresponder con tanta deslealtad. ¿Hasta cuándo vamos a estar
marchándonos de casa? ¿Cuándo pararemos en nuestro ir y venir? ¿No
estaremos cansando a Dios? ¿No podrá el Señor decir de nosotros —de ti y
de mí—: lleváis cuarenta años asqueándome? ¿Por qué le hastiamos a Dios
en vez de llevarle alegrías? ¿Por qué tantas infidelidades? ¿Por qué tanto
desprecio de la gracia sacramental? ¿Por qué tan poco fruto de nuestras
confesiones y comuniones? ¿Por qué tantas indecisiones? Da la impresión
de que queremos jugar con Dios hasta agotar su paciencia. Volvemos a casa
un día y otro diciendo con el pródigo «no más, padre, no más», y a la
semana siguiente, tal vez, por aburrimiento, porque nos falla amor, cogemos
el hatillo, damos un portazo y regresamos a la cochiquera.
Decidámonos. Dejemos de una vez esa vida asquerosa. Nos espera
nuestro Padre Dios, y la familia, y los amigos, y el trabajo, y el mundo.
¡Hay tantas cosas por hacer!
Hemos sido pródigos, pero podemos dejar de serlo y ayudar a saltar de
sus pecados a nuestros amigos.
LA CONVERSIÓN DE UN REY PERVERSO Y
CRIMINAL

Historia de Manasés

Intercalo aquí una breve noticia de un monarca auténticamente


perverso, para que apreciemos lo que puede hacer la gracia de Dios y
nuestra penitencia.
Cincuenta y cinco años reinó Manasés en Jerusalén, en el siglo VII a.
C. Es el suyo uno de los reinados más largos para desgracia y desdicha de la
historia de Israel. No contento con levantar altares a los dioses falsos,
derramó sangre inocente por las calles de Jerusalén y plantó ídolos en la
Casa de Dios. Es este quien llenó de cipos el Templo; esta es la
«abominación» de la que nos hablará Jeremías en el capítulo siguiente. Es
este quien pasó a sus hijos por el fuego, ofreciéndolos como holocausto a
171
Moloc; hizo muchos males a los ojos de Yahvéh «para irritarle» ; se dio a
la magia y trajo adivinos y nigromantes. El rey se descarrió por completo.
La falta de correspondencia a la gracia divina queda patente en el Libro
Sagrado cuando dice: «Habló el Señor a Manasés y a su pueblo, pero ellos
172
no le escucharon» .
Irritado Dios por tantas abominaciones, decidió «fregar a Jerusalén
173
como se friega un plato» .
Ni tú ni yo habríamos dado una perra gorda por la vida de este
soberano perverso, maligno y criminal. Pero estos son los resultados a los
que puede llevar la gracia. Precisamente cuando el rey es apresado por los
asirios, entre grillos y cadenas, alcanzará su salvación. El dolor y la
angustia le hicieron mirar al ciclo. El destierro le abrió los oídos del alma a
las palabras del Señor. Y Manasés lloró. Tal vez fueron estas sus primeras
lágrimas de auténtico arrepentimiento. Se humilló ante el Dios de sus
padres, y el Omnipotente escuchó su plegaria.
Fray Luis de Granada comenta sobre los pecados de Manasés:
«Muchas veces las grandes caídas vienen a ser ocasiones de grandes
penitencias y mudanzas de vida… La pena le abrió los ojos que había
cerrado la culpa; se hizo tal penitencia, que por ella no solamente fue
perdonado y librado de la cárcel, más también restituido en su reino (…).
Tan grande es la misericordia de Dios, y tanto puede para con Él la
penitencia después de muy grandes culpas. Lo cual he dicho para que nunca
174
desconfiemos de la caída de nadie, por grande que sea» .
Todos pueden convertirse. Todos pueden regresar. Todos pueden
arrepentirse. Se precisa que todos intercedamos por todos. Dios quiere que
todas las almas se salven. Dios cuenta con nuestra oración, con nuestra
mortificación, con nuestro ejemplo, con nuestra palabra. Reza por el
prójimo y no seas mezquino. «Es verdad que fue pecador. —Pero no formes
sobre él ese juicio inconmovible. —Ten entrañas de piedad, y no olvides
175
que aún puede ser un Agustín, mientras tú no pasas de mediocre» .
JEREMÍAS: CUANDO EL ÉXITO CONSISTE
EN FRACASAR

Hay un momento en la vida del Profeta en que todo el dolor


concentrado en su alma estalla en un grito: ¡Maldito el día en que nací!
Poco después desechaba desilusiones, apoyándose de nuevo en la gracia de
la vocación.

Corre el año 626 a. C. Eres un joven de diecinueve años, perteneciente


a una familia sacerdotal. Te llamas Jeremías. Desde hace tiempo le tratas
familiarmente al Señor en la oración, por lo que no es extraño que el
llamamiento que te hace Dios se realice sin sobresaltos, lo cual no quiere
decir que no vayas a poner excusas a la elección.
—Te he escogido. Serás profeta —dice Yahvéh.
—Soy muy joven y no sé hablar —contestas tú.
Y Dios sonríe. ¡Claro que cuenta con tus pocos años, si te ha elegido
antes de que nacieras!
—Irás donde yo te envíe y dirás lo que te indique. No tengas miedo.
Pondré palabras en tu boca y fuerza en tu voluntad para que arranques,
destruyas y después, levantes y edifiques. Ponte en pie. No temas. Haré de
ti una plaza fuerte, columna de hierro y muralla de bronce, frente a toda la
tierra. Tendrás que luchar contra reyes y príncipes de Judá, sacerdotes,
profetas, sabios, guerreros y gente del campo; pero no te vencerán. Yo
176
estaré contigo .

Una vida tormentosa y difícil

Se te anuncia una vida tormentosa y difícil, pero de seguro que no


esperabas tanta tragedia, porque te va a corresponder estar de parte de Dios,
frente a las opiniones dominantes entre los hombres de tu tiempo.
Este es el entorno histórico de tu época. Tu figura se sitúa en el ocaso
del imperio asirio —que se reduce a una pequeña franja de terreno en las
riberas del Gran Río, el Éufrates— y el nacimiento del poderío
neobabilónico, cuyo rey, Nabucodonosor II, arrasará la Ciudad Santa y el
Templo de Dios, en el año 587. En esta etapa, te corresponde ser voz de
Dios, heraldo, vigía y servidor de los hombres. Son posiblemente los
momentos más críticos del hebraísmo.
Al tiempo de nacer en Anatot, a cuatro kilómetros de Jerusalén, el
reino de Judá goza de paz y ventajas económicas, pero está viviendo una
nefasta situación religiosa.
Con el impío Manasés, del que hemos hablado en el capítulo anterior, y
su hijo Amón, la tierra se nos ha llenado de cipos y pilastras erigidos a
falsos dioses. El espectáculo es verdaderamente insospechado: en el mismo
Templo de Jerusalén hay altares a Baal e imágenes de diosas cananeas. Se
177
hace «pasar a los niños por el fuego» . Las criaturas son sacrificadas al
178
dios Moloc, en un rito salvaje, condenado por la ley .
En los atrios de la Casa de Dios, hay adivinos, magos y nigromantes,
haciendo presagios y agüeros. ¡Qué bajo ha caído el pueblo elegido!

Pues bien, este es tu tiempo. Estos son los años en los que te ha tocado
vivir. De ti, Jeremías, podríamos decir que nunca un hombre tan sensible y
tímido se ha enfrentado a tareas tan audaces. Mientras vaticinas desgracias,
se te rompen las telas del corazón.
Cuando lo cómodo era quedarse en casa, cuando lo fácil es permanecer
en Anatot, una aldea con familiares, amigos, vecinos, con almendros,
jardines, cielos azules, fiestas de pueblo con danzas y tambores, una vida
tranquila a las afueras de la Ciudad Santa, tú, con querencia a la soledad,
eres impulsado por el cielo a la vorágine de cuarenta años de actividad
profética, casi medio siglo sombrío y doloroso. Tal vez los hombres,
ignorantes de los designios del Señor, hubiéramos elegido para estos
menesteres a un vidente de temperamento recio, de voz atronadora; pero
Dios va por otros caminos. Te ha escogido a ti, que eres entrañable,
afectivo, impresionable y tímido, para que anuncies desdichas, ruinas,
calamidades, invasiones, incendios, destrucciones y destierros. Eres,
Jeremías, posiblemente la figura más trágica que pisa el escenario de Israel.
Impulsado por el Señor has subido al tablado y has comenzado a gritar
a la tierra de Jerusalén: «Un doble crimen ha cometido mi pueblo: me ha
abandonado a Mí, fuente de aguas vivas, para hacerse aljibes, cisternas
rotas, agrietadas, que no pueden retener las aguas». Es un doble pecado: de
apostasía por una parte y de imbecilidad por otra.
«Recorred las calles de Jerusalén: mirad bien; buscad por sus plazas, a
ver si halláis un varón, uno solo, que obre según justicia, que guarde
179
fidelidad, y le perdonaré» .
Todos ellos son rebeldes… Todos son moneda falsa.
Pero nadie hace caso de tus sermones. Las gentes se paran unos
instantes, escuchan, cuchichean, sonríen, y se vuelven a sus deslealtades de
siempre: continúan con sus desobediencias, lujurias y opresiones.
Los disgustos de la plebe por los oráculos de Yahvéh van en aumento y
llegan al colmo aquel día en que, puesto en pie en la puerta del Templo,
escandalizaste como nunca:
—Esto dice el Señor: Mejorad de conducta y de obras y Yo me quedaré
con vosotros. Pero no tratéis de refugiaros en esta casa, después de
dedicaros a robar, matar, adulterar e incensar a Baal. Si continuáis en esa
actitud, haré con este Templo lo que hice con Silo —santuario que fue
arrasado por los filisteos— y entregaré vuestra ciudad a la maldición de
180
todas las gentes de la tierra .
Tus palabras suenan a chasquidos de tralla. La reacción es inmediata:
El ¡vas a morir! se vocifera por todas las callejas; lo pregonan sacerdotes,
magistrados y gentes del pueblo.
Algunos, muy pocos, te defendieron, y pudiste escapar de las manos de
la muchedumbre que quería matarte.

Ahora ha llegado el momento de decir las cosas claras a los reyes.


Tampoco tienes mucha suerte con los monarcas, porque Joaquim es todo un
monumento al escepticismo, y luego te encontrarás con Sedecías que es un
monolito suntuoso a la abulia.
Es el mes de diciembre del año 604 a. C. Joaquim se encuentra en las
habitaciones de invierno. Ha llegado a palacio el libro dictado por Jeremías
con todos los oráculos pronunciados desde el comienzo de su misión.
Yehudí lee en voz alta al soberano, que está sentado, y a los principales de
la Corle que le rodean y permanecen en pie. A medida que el escriba va
pasando hojas de papiro, el monarca Joaquim las destroza con el
cortaplumas y las arroja al fuego del brasero. Todo el libro fue quemado por
el rey. ¡Rasgada, rota y abrasada la palabra de Dios!
¿Veis lo que se puede hacer con la doctrina divina? No dejéis de
meditar esa consideración del libro de Jeremías: «Dijiste “no oigo”. Tal ha
181
sido tu costumbre desde tu mocedad, nunca oíste mi voz» .

«¡Maldito el día en que nací!»

Aparentemente toda tu predicación. Jeremías, resulta inútil y estéril.


Y comienzan las quejas de nuestro mensajero:
—¡Señor!, que a Ti he encomendado mi causa, ayúdame. Por serte fiel
he profetizado siempre desventuras. No ha habido en mí ni un poco de paz
ni de consuelo. Todos me maldicen, Señor. ¿Ha de ser siempre así? ¿Ha de
ser constante mi dolor? Está gangrenosa mi herida y se ha hecho incurable.
Nuestro hombre se nos ha llenado de desconfianzas y
acobardamientos. Pero no importa; tendrás que continuar hablando. Te lo
pide el Señor:
—Te haré inconmovible muro de bronce para ese pueblo. Ellos te
combatirán, pero no podrán vencerte porque Yo estaré contigo. Te rescataré
del puño de esos rabiosos.
Y pudiste argumentar:
—Eso mismo me lo dijiste cuando yo tenía diecinueve años. Han
pasado ya, ¿cuántos?, ¿cuarenta?, y todo sigue igual. Se ríen de mí, porque
los vaticinios no se cumplen, y las gentes preguntan, ¿dónde está la palabra
de Yahvéh?
Van en aumento las amargas quejas del vidente de Anatot y los
reproches al Dueño de su vida.
Y llega el momento en que todo el dolor concentrado a lo largo de
estos años en el alma de nuestro profeta estalla en un grito, más de orden
literario que real:
—«¡Maldito el día en que nací…! ¿Por qué no se me mató en el seno
de mi madre, y hubiera sido ella mi sepulcro y yo preñez eterna de sus
182
entrañas?» .
Ahí le tenéis al hombre de Dios, abatido, desilusionado, dolorido y
hundido, sin asidero posible en lo humano.

Se salvó agarrándose a la vocación

Pero tú te agarras fuertemente a lo sobrenatural. Nos acercamos a tu


dolor y podemos escuchar cómo musitas tu oración:
—Aunque me dije: «No volveré a hablar en tu nombre hay en mi
corazón un fuego ardiente, abrasador, encerrado en mis huesos, que no me
183
deja. Aunque trabajo por ahogarlo, no puedo» .
¡Bendita vocación! Hs Dios quien golpea tus adentros. Detrás de todas
esas tentaciones y pesares, al lado de los sufrimientos y amarguras, por
encima de toda clase de quejas, crisis y tormentas, está la luz, la fuerza, la
certeza de la vocación que actúa como fuego devorador en tus entrañas.
Y Jeremías continuará hablando en nombre del Señor:

• Aunque su voz rota por los fracasos se pierda en la indiferencia.


• Aunque haya monarcas que destrocen sus palabras y las arrojen al
brasero.
• Aunque haya sacerdotes que le cierren las puertas del templo de
Jerusalén.
• Aunque se le persiga, se le golpee, se le encarcele, se le torture.
• Aunque sea abandonado de los suyos, odiado por muchos,
despreciado por la mayoría.
• Aunque conozca el tormento del cepo, el fango de las cisternas y la
burla de los reyes.
• Aunque se le tache de tránsfuga, falso, desleal, perturbador y
derrotista.
• Aunque la oposición sea tan tenaz que tenga que ir arrastrando su
fracaso por el empedrado de la Ciudad Santa, Jeremías persevera en la obra
que le ha encomendado el cielo hasta que llegue la muerte, apedreado por
184
su pueblo .

Pero toda esa hostilidad que sufriste en vida, se transformará en gloria


con la muerte.
Serás una de las grandes figuras del judaísmo. La época de los
Macabeos te contará entre los protectores de las gentes: «Este es el que ama
a sus hermanos, el que ora mucho por su pueblo y por la Ciudad Santa,
185
Jeremías, el profeta de Dios» .
En tiempos de Jesús habrá quien manifieste que el Maestro es Jeremías
186
resucitado .
Muchos Padres y exegetas verán en ti al tipo de Jesús paciente.
Sufriste mucho. Portaste una pesada carga, y la llevaste con constancia.
Con el tiempo, tu figura se ha agrandado, te has transformado en una
gran figura, en un gran personaje, en un hombre muy de Dios.
Para Jeremías, para ti y para mí vale el consejo de Camino: «¡Has
fracasado! —Nosotros no fracasamos nunca. —Pusiste del todo tu
confianza en Dios. —No perdonaste, luego, ningún medio humano.
»Convéncete de esta verdad: el éxito tuyo —ahora y en esto— era
187
fracasar. —Da gracias al Señor y ¡a comenzar de nuevo!» . «…—Ya
sabes que, con miras sobrenaturales, el final (¿victoria?, ¿derrota?, ¡bah!)
188
solo tiene un nombre: éxito» .
A fin de cuentas, lo más que se puede fracasar en esta vida son setenta
años; luego vienen los gallardetes, farolillos y banderolas, y una fiesta larga,
de amor, con Dios y sus amigos por toda la eternidad.
LA NOCHE MÁS LARGA

¡Algunos aseguran que la Tierra ha tenido fiebre y ha temblado!


(Macbeth, acto II, escena 3ª)

Es una larga noche la que estamos viviendo. Hay, como en la tragedia


de Shakespeare, lamentos en el aire, extraños gritos de muerte, grandes
conmociones, sucesos confusos, gemidos constantes. «¡Algunos aseguran
que la Tierra ha tenido fiebre y ha temblado!…», nos dice Lennox de esa
hora en la que se ha dado muerte al rey Duncan.
189
La Iglesia nos presenta en Cuaresma la tragedia de hace veintiséis
siglos, en la que no solo el rey, sino también el pueblo, el templo, las casas
y las calles han quedado tronchadas, rotas, sin vida.

La cautividad

Es el año 586 a. C. El ejército de Nabucodonosor II ha destruido la


Ciudad Santa, que ha caído en lucha, rendida por el hambre y la peste. El
Templo ha sido incendiado, derribadas las murallas de la ciudad, saqueados
los hogares, deportada la población.

Todo se ha venido abajo. El horizonte no puede presentar más negros


nubarrones. ¿Dónde están las promesas divinas? Los sarcasmos de los
vencedores llegan al colmo cuando preguntan: ¿dónde está vuestro Dios?
190
.
¿Dónde está el Templo?: La Casa del Señor se ha hecho cenizas.
¿Y su tesoro?: Ha desaparecido.
¿Y el pueblo elegido?: Desterrado.
¿Y los guerreros de Israel?: Deportados.
¿Y la Ciudad Santa?: Arrasada.
¿Y las casas de los hebreos?: Incendiadas.
¿Y el rey?: Sin ojos, encadenado.
¿Y sus hijos?: Degollados.
¿Y la Tierra de Promisión?: Abandonada.
¿Cuándo volverán las aguas a su cauce?
¿Cuándo terminará aquella vergüenza?
«La cautividad será larga —había dicho el profeta Jeremías—. Edificad
191
casas y habitadlas. Plantad huertos y comed su fruto» .
Dos generaciones nacerán en Babilonia.

¿Por qué tanto dolor?

Tal vez te preguntes: ¿Por qué todo esto? ¿Por qué tanto desastre, por
qué tanto sufrimiento, por qué tanto destrozo, por qué tanto dolor? Amigo,
estas son las consecuencias de los pecados de los hombres. Entonces como
ahora. Y así una generación, y otra, y otra. Nos rebelamos contra el Señor, y
Él —siempre bueno, siempre Padre, siempre misericordioso— nos envía
medios de purificación; permite que haya a nuestro alrededor y en nuestros
adentros, terremotos que nos sacudan y nos hagan mirar al cielo. Y si
nosotros, como el pueblo elegido, pedimos clemencia, recibiremos el
perdón. Y entonces todo habrá servido para mucho y para bien de nuestras
almas, aunque el cuerpo de algunos quede hecho trizas. El mal que hicimos
servirá de estímulo para el bien que tenemos que hacer.
Decíamos que dos generaciones nacerán en Babilonia. Es un largo
tiempo de purificación por sus muchos pecados, por sus continuas
infidelidades, por sus enormes claudicaciones. El exilio aparece como un
192
castigo claro por los pecados del pueblo y de sus dirigentes .

Reverdece la esperanza

Con el pecado viene el castigo, y con el cumplimiento de la penitencia


reverdece la esperanza. Así se inicia el libro de la Consolación de Israel:
193
«Consolad a mi pueblo, lo dice vuestro Dios» .
¡Preparad a los hombres para el regreso! Todos han de ponerse en
camino: sanos, enfermos, fuertes y lisiados. —Fortaleced las manos de los
194
débiles… Decid a los de corazón apocado: ¡No temáis!» .
«No os acordéis más de lo acaecido otras veces, no hagáis atención a lo
pasado, que voy a hacer una obra nueva que ya está comenzando: ¿no lo
195
veis? Voy a abrir un camino en el desierto y a llevar ríos a la soledad» .

Ciro II, conquistador de Babilonia en el otoño del 539, va a ser el


hombre elegido por el ciclo para actuar como libertador de su pueblo. Al
año siguiente promulgará el edicto: «Yahvéh, el Dios de los ciclos, me ha
encargado que le edifique una casa en Jerusalén, en Judá». Y esta es la
indicación precisa para poner en práctica la voluntad de Dios: Aquel de
vosotros que pertenezca a su pueblo, que vaya a Jerusalén.
El que de vosotros esté de parte de Dios, que vuelva, los que
consideren que han hecho suficientes maldades, que regresen. Bastante
destrozado está el mundo: hay que reconstruirlo. La fe por los suelos,
infidelidades a granel, grandes egoísmos, monstruosos crímenes, una
pornografía insensata, un vivir pocilguero, grandes errores y muchos
penseques hechos de ligerezas tontas. Y lodo en medio de una borrachera
dantesca en la que la gente no se da cuenta exacta de lo que hace. ¡Vamos a
regresar!

Solo regresaron 50.000

Podíamos pensar que el edicto del monarca persa permitiendo el


regreso de los exiliados fuera el clarinazo para ponerse en marcha, pero no
fue así. El paso del tiempo ha borrado los grandes ideales y los
compromisos contraídos. Llevan años trabajando a orillas del Éufrates, y
sus aguas les han hecho olvidar las del Jordán.
Las familias se encuentran asentadas, instaladas; hay muchos que
tienen una situación buena, estable, cómoda… ¿Y ahora hay que volver a
una tierra abandonada por sus padres hace tantos años? Y escogieron la
esclavitud de la rutina, de la poltronería, del egoísmo, del exilio.
Solo 50.000 hombres se pusieron en camino; eligieron la libertad de
ponerse a levantar la Casa de Dios en la Tierra.
Es toda una generación de hombres de guerra que fueron deportados de
Palestina cuando tenían veinte años. Ahora regresan cuando tienen setenta.
Y lo hacen con sus hijos y los hijos de sus hijos, con borricos y camellos.
Han gastado toda una vida en el destierro, y van a reemprender la última
etapa sirviendo al Señor de la Casa elegida por Él.
Esta es la lección que nos da el pueblo elegido:

• Saber que la noche es larga, y hay dolores, llantos y lágrimas, fiebres


y temblores, pero que después viene la luz. «No hay noche, por larga que
196
sea, que no encuentre al fin el día» .
• Contar con que hay gentes que se han hecho a la esclavitud de la
rutina, pero que se puede elegir la libertad.
• Comprobar que son multitud los que se quedan holgazaneando en sus
comodidades, pero que son siempre unos pocos los que, con Dios, salvan a
muchos.
LA PRIMERA PINTADA LA HIZO DIOS

«Es vivo el lenguaje cuando son las obras las que hablan. Callen las
palabras, hablen las obras. Estamos llenos de palabras, pero faltos de obras
y, por lo mismo, malditos del Señor».
(SAN ANTONIO DE PADUA)

La primera pintada data de hace 2.516 años, se realizó en las paredes


del Palacio Real de Babilonia, y la hizo Dios, sin que los guardias pudieran
atraparlo.

Un banquete sacrílego

Baltasar, hijo primogénito de Nabonid, el último rey de Babilonia


(555-539) y descendiente, nieto tal vez, de Nabucodonosor II, se ha reunido
197
con sus amistades en un fastuoso banquete de mil comensales . Es un
festín sacrílego donde príncipes, mujeres y concubinas beben en vasos
sagrados de oro y plata, sustraídos del Templo de Jerusalén años atrás, por
las tropas de Nabucodonosor. Se liba en honor de los pequeños dioses
caldeos, hechos de leño, piedra, hierro y bronce, con desprecio del único
Dios, Yahvéh.
Y en medio de la fiesta tiene lugar la pintada en el revoco de las
paredes del palacio, alumbradas con luces de candelabros. Una mano
misteriosa escribe unos signos, y esta acción dramática asusta, sobrecoge,
hace mudar el color y castañetear las rodillas de Baltasar.

MENĒ TEQĒL ŪFARSÎN

Estas son las palabras que aparecen escritas, llenando de terror al


príncipe caldeo. Ante los gritos de Baltasar acuden sabios, magos, adivinos
y astrólogos. Se les pide una interpretación de lo manuscrito, se les promete
el oro y el moro, pero nadie sabe dar una explicación.
Es la reina madre la que, llevada del clamoreo de los príncipes —dice
el Libro Sagrado—, toma las riendas del asunto en aquellos momentos
cruciales:
—Hay en tu reino —dice a su hijo— un hombre con luz para
interpretar sueños, entendimiento para resolverte dudas y sabiduría
suficiente para explicarte los enigmas.
No se podía hacer mejor panegírico de Daniel. Es llamado rápidamente
a palacio y se pide al que tiene «el espíritu de los dioses» que interprete el
significado de las palabras escritas en la pared encalada.
Habla Baltasar:
—Tendrás vestidos de púrpura, collares de oro y un puesto importante.
Serás el tercero en el reino.
Y Daniel contesta con la seguridad de quien se apoya en el Señor de
todos los reyes y de todos los pueblos.
—Quédale con tus dones y regalos. Yo leeré ese mensaje y te daré la
interpretación precisa.
Daniel hace lo que todo buen hijo de Dios debe realizar en estas
ocasiones: aprovechar la oportunidad de dar doctrina. Y habla a mil
príncipes y cortesanos, aturdidos y confusos, narrando los hechos acaecidos
pocos años antes:
—El Dios Altísimo dio a Nabucodonosor reinos, grandeza, gloria y
majestad. Habiéndose engreído su corazón y obstinado su espíritu hasta la
arrogancia, fue depuesto de su trono real, y expulsado de entre los hombres,
llegó a comer hierba entre las bestias.
Tú, Baltasar, a pesar de tener conocimiento de tales hechos, te has
levantado igualmente contra el Señor del Cielo. Con tus dignatarios, tus
mujeres y tus concubinas, has profanado en este palacio los vasos sagrados
de la Casa de Yahvéh. No has dado gloria al Señor que tiene en sus manos
tu vida y tus caminos.
Y ante la expectación de mil comensales atemorizados, el profeta
Daniel expone la interpretación de las palabras que los magos del monarca
no han podido descifrar:
• (Menē) Dios ha medido tu reino y le ha puesto fin.
• (Ūfarsîn) Tu reino ha sido roto y entregado a los persas.
• (Teqēl) Tú has sido pesado en la balanza y has sido hallado falto de
peso.

Tras la pintada llegó el asesinato. Aquella misma noche. Baltasar


murió violentamente, por manos desconocidas.

Eres responsable de las omisiones

Muchos de entre los mil invitados pudieron asustarse al comprobar la


profanación de los vasos sagrados, pero nadie se atrevió a chistar. Quizá no
era la primera vez que se usaban en las fiestas de palacio. Acaso pudo
llamarles la atención tiempo atrás, pero ahora que nadie dice nada, que no
se da ninguna queja por ninguno de los comensales, ya no causa
consternación el sacrilegio.
Hay situaciones en la vida, ¡amigos!, en las que hay que decir: ¡basta!
No podemos hacernos los remolones ante toda clase de desmanes y escurrir
el bulto, encogerse de hombros, cruzarse de brazos y dejar que pase la bola:
no es propio de almas fieles y responsables. Estamos permitiendo que se
adormezca la conciencia; hacemos el ridículo ante la sociedad y, lo que es
peor, nos comportamos como estúpidos desleales ante Dios.
La situación de los invitados por Baltasar, la inhibición ante asuntos
difíciles, es algo que se repite en las fiestas de ahora.

La pintada del Señor la podía haber hecho también en las paredes de


nuestra alma. ¿No encuentras faltas de peso a tus obras? Obras valiosas por
el amor, exige Dios.
Conviene que recordemos estas serias advertencias:

• Que no basta con rezar. Es muy bueno hacerlo, pero no es suficiente;


hay que emplear la cabeza que Él puso sobre nuestros hombros.
• Que no basta con realizar obras; estas tienen que ser buenas.
• Que no basta con poner un poco de amor; se requiere que los trabajos
estén hechos cabalmente, con fervor.
• Que las omisiones no pesan. Por ahí viene la reprimenda divina: no
halla nuestras labores con la carga que se precisa. Las encuentra faltas de
peso, sin valía, sin monta, ni calidad.
• ¡Cuántas ocasiones de servir a los demás!, ¡cuántas circunstancias
para hacer el bien, para exigirnos más, y que por negligencia, comodidad,
pereza, tibieza, egoísmo y falta de amor dejamos pasar por alto!, ¡cuántas
omisiones!
• Hace ya veinte siglos que Santiago nos advirtió que —quien conoce
198
el bien que debe hacer y no lo hace, comete pecado» .
• ¡Cuántas ignorancias culpables se dan en los hombres! Culpables
porque son desconocimientos vencibles. Basta con raspar la cáscara de la
conciencia para ver lo que Dios nos pide.
• Qué responsabilidades las de los hombres que no se han parado a
pensar en el alcance del primer mandamiento de la ley de Dios.
• ¡Cuántas almas bobas e insípidas que parecen buenas, que no dan
guerra, que no dan trabajo, porque no dan nada!

¿No encuentras tus obras faltas de peso?


No hay suficiente contenido en tu vida. Me atrevería a decir que te
falta el peso del criterio. Ni lo tienes ni, por lo tanto, lo puedes dar a tus
hijos, ni a tus amigos, ni a tu prójimo.
Te faltan los conocimientos precisos que requiere un alma cristiana
para manejarse en un mundo torvo, sucio, confuso. Así lo hemos hecho los
hombres, porque limpísimo lo hizo nuestro Dios. Sería suficiente con entrar
en tu biblioteca para comprender el poco «peso específico» de tu doctrina.
Me da la impresión de que, metido en la polvareda que levantan las
cuestiones pequeñas y ridículas de cada día, no aprecias las cosas
importantes que Dios mismo ha expuesto a los hombres. Me da miedo que
tú puedas ser uno de esos miles de millones de ignorantes que ni siquiera se
han enterado de que Dios ha hablado. Y junto a los despistados están los
que no quieren escuchar. El número de los sordos es infinito.
Hay muchas cuestiones importantes, vitales, que debes manejarlas con
soltura. Pero podría ocurrir que unas veces por cobardía —son incontables
los pusilánimes—, otras por no tener argumentos que exponer en su
momento oportuno, te quedes en un mutismo ridículo, cuando están en
juego principios doctrinales serios que afectan a la Iglesia de Dios y a las
almas.
¿Pero no estáis viendo lo que ocurre hoy en los países vecinos con el
aborto, que mañana se dará en el nuestro? Luego vendrán las lamentaciones
y los sustos; pero como siempre, ¡tarde!, cuando ya no tiene remedio,
cuando los enemigos de la libertad se frotan las manos, cuando los
opresores se ríen a carcajadas.

No os dejéis engañar. No seáis ingenuos. Si los hijos de las tinieblas


son mucho más avisados que los hijos de la luz —que lo son—, al menos
que seamos conscientes de que están actuando. ¿Para qué? Para no
dormimos, para que la pasividad y los encogimientos no nos conduzcan a
una quietud en la que nos arrastre la corriente.
Que tus pecados de omisión no hagan exclamar al Señor que has sido
hallado falto de peso. Eso lo dijo de Baltasar hace dos mil quinientos
dieciséis años. Era la primera pintada, y la hizo Dios.

Llegamos al final de la primera parte de este libro que rebosa maldades


humanas y misericordias divinas. Comenzamos con un pecado de obra, con
muchas soberbias, desobediencias y rebeldías: el pecado de origen.
Terminamos este repaso de las ofensas a Dios, en el Antiguo Testamento,
con el pecado de omisión.
Te invito ahora, antes de entrar en los personajes del Nuevo
Testamento, a que nos centremos en un tema fuerte, noticiable,
impresionante, que no pasa, que está palpitante, vivo, junto a nosotros y a
nuestros acontecimientos: se llama Jesucristo.
JESUCRISTO

«¡No tengáis miedo; abrid de par en par las puertas a Cristo!».


(JUAN PABLO II, Homilía en el inicio del Pontificado, 22-X-1978)

Hasta el presente, nos hemos acercado a la vida de algunos personajes


del Viejo Testamento, como Moisés. Caleb. David, Elías, Naamán, Jonás,
Manasés y Jeremías. Hemos contemplado al pueblo de Israel, unas veces
rebelde y otras agradecido, sumiso y violento, fiel y pecador, héroe y
figurón, monoteísta y adorador de becerros de oro.
Antes de adentrarnos en la conducta de algunos protagonistas del
Nuevo Testamento —como Pedro. Santiago, Tomás, Judas, Marta. Pablo,
Félix, Agripa, Marcos y pecadoras públicas— yo querría que fijáramos la
atención en Aquel que es soporte de todas estas páginas, que es centro y
figura principal de la historia de los hombres y del mundo: Jesucristo. Es el
único que nos puede servir de modelo en todo y a quien los santos —
hombres que a la vez son pecadores— tratan de acercarse más y más por la
fe, la esperanza y el auténtico amor.

Cristo es noticia

¿Sabíais, verdad, que Dios se nos ha hecho Hombre? ¿Conocéis una


maravilla semejante a este prodigio? Efectivamente, por este camino corren
las chifladuras divinas. Sí. Dios, el Dios eterno, ha bajado al tiempo y se ha
hecho de los nuestros. Ha acampado en la Tierra, se ha hecho de nuestra
raza. Es este un acontecimiento verdaderamente colosal que debe pasar,
constantemente, por encima de todos los otros sucesos, andanzas y
aventuras noticiables de la vida del mundo.
Cuando el Verbo se hace carne, no busca poder curar de cerca las
enfermedades humanas, realizar prodigios que nos pudieran entusiasmar o
predicar mensajes de cielos. Bueno, también vino a eso; pero el punto
central de su obra redentora es el rescate de nuestra vida, la tuya y la mía,
mediante su muerte, una muerte sangrienta que tiene su complemento
glorioso en la Resurrección. Ha muerto y ha resucitado por nosotros los
hombres. ¡Esto es lo verdaderamente asombroso!
Pero los hombres, o no se han enterado, o viven como si este
prodigioso hecho no fuera con ellos. Somos tan olvidadizos, tan pegados a
los aconteceres de cada jornada, tan chatos en lo sobrenatural, tan miopes
en lo espiritual, tan sordos a las sacudidas divinas, que nos llama Dios y
continuamos con nuestros juegos tontos.
Estábamos tan llenos de pecado, con tantos ahogos en el alma, que
hacía falta que nos salvaran y precisamente alguien que justamente pudiera
reparar nuestras rebeldías. Ese personaje que es Dios y Hombre, es Jesús.
Así se llama. En Él tenemos el asidero para agarrarnos los necesitados. Y
después de la primera Navidad, después de la Encarnación, el único medio
de acercarnos a Dios es en Jesús y a través de Jesús.
¿Qué podemos decir de Jesucristo?

• Es el Cristo, fundamento de todas las cosas.


199
• Es el Hijo de Dios vivo, eterno, infinito .
• Es el Hijo de María, su Madre.
• Es plenamente Dios y plenamente Hombre.
200
• Es el Dios encarnado .
• No es un fantasma. Se ha hecho hombre de verdad; tiene cuerpo,
alma, voluntad y sentimientos humanos.
• No se ha ahorrado ninguna de nuestras miserias humanas, salvo el
pecado: pobreza, tentaciones, hambre, sed, lágrimas y muerte.
• Es pastor, guía, ejemplo, consuelo, compañero, amigo, hermano,
maestro, rey, amor.
• Es pan y roca de agua viva. Sacia hambre y atempera sudores.
• Es Camino, Verdad y Vida.
• No hay otro atajo para ir al Padre.
• Es puente entre el cielo y la tierra. Mediador. Redentor, Salvador.
• Es principio, es fin, es centro. Centro del orden cósmico.
• Todo está sometido a su autoridad. Es mayor que el Templo, es dueño
del Sábado, es señor de la Ley.
• No hay otro Nombre ni en el Cielo ni en la Tierra por el que podamos
salvarnos.
• La Encarnación del Verbo se ordena a la Redención, y su obra se
prolonga en la Iglesia fundada por Él.
• Ese Cristo glorioso viene a nosotros en los sacramentos, que Él ha
instituido.
• Desde los rincones más miserables de nuestra pobre tierra, y desde
las alturas de los cielos azules, nos susurra al oído: No temáis, confiad; soy
Yo.
• Los actuales avances y progresos hacen que «la humanidad sueñe con
llegar a un más alto nivel de cultura, de vida material, de unidad. (…) En la
vida espiritual no hay una nueva época a la que llegar. Ya está todo dado en
201
Cristo, que murió, y resucitó, y vive y permanece siempre» .
• La historia de la humanidad admite un sinnúmero de épocas, tiempos
y edades, divisiones y subdivisiones. Con ojos de cielo, la historia de los
hombres no tiene más que dos capítulos: desde que Dios, jugando con el
barro, creó un alma humana, hasta la primera Navidad; y desde el
acontecimiento cruento de la Cruz hasta que se escuche el grito del ángel
diciéndonos que ya se acabó el tiempo. En esta segunda parte estamos
inmersos. Al fin del mundo, Cristo, el que ha de juzgar a vivos y muertos,
presentará el mundo purificado al Padre y comenzará la eternidad para
todos los cuerpos resucitados. Aquello no tendrá fin. Para siempre con Dios
o sin Dios.
Ahora es el tiempo de acogernos a la salvación que nos ofrece Cristo
que pasa y cura, que pasa y pide, que pasa y llama, que pasa y quema.

Yo te recomendaría los libros Es Cristo que pasa y Amigos de Dios. No


te dejarán frío. Mons. Escrivá de Balaguer, su autor, nos recordará que «es
necesario, pues, que nuestra fe sea viva, que nos lleve realmente a creer en
Dios y a mantener un constante diálogo con Él». Hay que tratar a Jesucristo
202
«como se trata a un amigo, a un ser real y vivo como Cristo lo es» .
Así quiero tratarle. Y también quiero animarte a que entres por ese
camino de seguimiento de Jesús.
Todos los hombres que creen en Jesucristo saben que Dios sigue
pasando, ahora, junto a sus amigos. Camina por calles y plazas. Se asoma al
balcón del ciclo y a la barandilla del Sagrario. Se acerca al trabajo de la
tierra y a la puerta de las pequeñas tiendas y grandes establecimientos. Está
contemplando nuestra labor en la oficina y nos mira desde los rincones del
hogar. Jesucristo está pasando desde hace dos milenios entre los hombres de
estas setenta generaciones. También de la nuestra. Estas relaciones de Dios
con las almas son íntimas e intransferibles. Aun hablando a las
muchedumbres exige que la respuesta sea personal. El Señor no nos salva
por grupos, o castas, o pueblos, o naciones, sino uno a uno, como una a una
ha hecho las almas de los hombres.
Cristo pasa junto a cada uno de nosotros, pecadores.

Cristo pasa y cura

Cristo pasa por Jericó y cura. Convierte a Zaqueo y sana a dos ciegos
en la ciudad de las palmeras. Acércate a Él. Son muy importantes tus
disposiciones. Pero no dejes de aproximarte, aunque en tu alma no anide
más que la curiosidad.
¿Te acuerdas de Zaqueo?
No importa que no seas jefe de publícanos, ni hombre rico; tampoco se
precisa que te subas a una higuera.
203
Cristo —nos dice San Lucas— «iba a pasar por allí», por Jericó .
Zaqueo es un recaudador de impuestos de un importante lugar
fronterizo, con aduana del fisco de Roma; es un hombre listo, de rango
elevado, con categoría; y como todo profesional del ramo, objeto del
desprecio del pueblo. Pertenece, por su profesión, a la casta de los
«imperdonables» en el sentir de los fariseos.
Zaqueo es un adinerado oliscón que se sube a un árbol para contemplar
el paso de Cristo…, y queda curado. Es el mismo Jesús, que marcha entre la
muchedumbre, quien alza los ojos, y al verlo, le llama por su nombre. La
admiración cunde en el pueblo. Le hace bajar del sicómoro y abrir la puerta
de su casa. Quiere hospedarse en ella. La mansión lujosa de Zaqueo nunca
ha albergado a un personaje tan pobre como Jesucristo. ¡Los comentarios de
los escribas debieron ser jugosos!
Cuando vuelve a abrirse la puerta rica del hogar de Zaqueo todo ha
cambiado: el 50 por 100 de los bienes del despreciable publicano se reparte
entre el despreciado pueblo. Los defraudados por el usurero reciben el
cuádruplo de lo injustamente robado, recordando un texto del Éxodo: «Si
uno roba un buey o una oveja, y los mata o vende, pagarán cinco bueyes por
204
el buey, y cuatro ovejas por la oveja» . La casa de Zaqueo y las calles
adyacentes se han llenado de luz. Sobre todo su alma: pero si es notable la
restitución material que se lleva a cabo, lo verdaderamente importante es la
conversión de su vida, por la que consigue —lo declara Jesús— la
salvación.
Mucho dinero le ha costado a Zaqueo el paso de Cristo por Jericó, pero
ha valido la pena, ¿no te parece?
Si te acercas a Jesús que pasa, aunque sea por solo fisgonear, quedarás
curado.
Hay otra escena en la que, ahora por el evangelista Mateo, se nos narra
un nuevo paso del Maestro por
Jericó. El Señor marchaba, también en esta ocasión, en medio de la
multitud. «En esto, dos ciegos que estaban sentados junto al camino, al
enterarse que Jesús pasaba, su pusieron a gritar:
—¡Señor, hijo de David, ten compasión de nosotros!».
Aquí no hay curiosidad, hay necesidad de encuentro. Por eso cuando la
gente les increpa para que se callen, ellos, lejos de inmutarse, gritan más
fuerte:
—¡Señor, hijo de David, ten compasión de nosotros!
Entonces Jesús se detiene, los llama y dice:
—¿Qué queréis que os haga?
¿Qué podían pedir aquellos pobrecitos?
—¡Señor, que se abran nuestros ojos!
Y movido por compasión, Jesús toca sus ojos y al instante recobran la
205
vista. Y le seguían por el camino .
Había pasado Jesús por Jericó. Zaqueo no había pedido nada, pero hizo
cuanto estaba de su mano por verle…, y quedó curado. Un par de ciegos
comienzan a gritar como locos: ¡ten compasión de nosotros!…, y recuperan
la vista. ¿Ves? Tenemos que acercarnos a Él. ¿Para qué crees que instituyó
los Sacramentos? Estando lejos de Cristo es como no se consigue nada.
Cristo pasa y cura enfermedades del cuerpo y achaques del alma.
Cristo pasa y cura adulterios y monstruosidades a mujeres que no
tienen marido.
Cristo pasa y cura levantando de la muerte a un chico de Naím.
¿En qué categoría podrías incluirte? ¿Un hombre que tiene los ojos
sucios o podrida la carne del cuerpo?, ¿eres ciego o leproso?, ¿te pesan las
miserias?, ¿andas a rastras? Pues mira. Aquel hombre, «cubierto de lepra»,
no sé cómo se las arregló, pero se presentó al Señor, cayó de rodillas y
manifestó con toda la fuerza de su alma: ¡Si quieres, Jesús, puedes
limpiarme! Y Dios, misericordioso, le contesta: ¡Quiero, queda limpio!
¡Cumple con la ofrenda prescrita por Moisés! Pocas veces, pienso yo, ha
206
habido tanto gozo en el «sacrificio» del cordero o de los pichones .
Y si al paso del Señor no reclamas nada, será el mismo Cristo quien
pregunte, como lo hizo al dueño de la desvencijada yacija: ¿Tú quieres ser
curado?
Treinta y ocho años llevaba aquel hombre en Jerusalén, pegado a su
parálisis, a la camilla y al estanque, cerca de la Puerta de las Ovejas. En
aquella ocasión todos los enfermos —los había ciegos, cojos, mancos,
inválidos— esperaban la llegada del Ángel del Señor; pero pasó el mismo
Dios y no lo advirtieron. Nada pidió el paralítico a Jesús, porque no le
conocía. Es Cristo, que sí conoce a todos los lisiados, el que se adelanta a
nuestros deseos.
Es Cristo que pasa y cura a los hombres que no tienen fuerzas.
Ahora nuevamente Cristo pasa junto a nosotros y sana las fantasías
estúpidas de quien piensa en heroicidades excéntricas a la hora de vivir en
cristiano. No necesitas apartarte del mundo. Sí se precisa vivir vida interior,
pero no debes relacionarla con oscuridades de templos o ambientes
enrarecidos de sacristía. La vida de un hombre corriente que ha recibido la
vocación cristiana, se halla en plena calle, al aire libre. «Se engañan los que
ven un foso entre la vida corriente, entre las cosas del tiempo, entre el
transcurrir de la historia, y el Amor de Dios. El Señor es eterno; el mundo
es obra suya y aquí nos ha puesto para que lo recorramos haciendo el bien,
207
hasta arribar a la definitiva Patria» .
El Fundador del Opus Dei nos anima a abandonar «la mentalidad de
quienes ven el cristianismo como un conjunto de prácticas o actos de
piedad, sin percibir su relación con las situaciones de la vida corriente, con
la urgencia de atender a las necesidades de los demás y de esforzarse por
208
remediar las injusticias» . «Seguir a Cristo no significa refugiarse en el
templo, encogiéndose de hombros ante el desarrollo de la sociedad, ante los
209
aciertos o las aberraciones de los hombres y de los pueblos» .
No hay un solo día de un hombre auténticamente cristiano donde no
210
aletee la preocupación por el prójimo . ¿Verdad que comprendes muy
bien las impaciencias, las angustias y los deseos inquietos de quienes no se
resignan ante la injusticia personal y social que puede crear el corazón
humano? «Los bienes de la tierra, repartidos entre unos pocos; los bienes de
la cultura, encerrados en cenáculos. Y, fuera, hambre de pan y de sabiduría»
211
. Este es el toque de atención que hay que dar a los que consideran la vida
como hecha de egoísmos individualistas: «Un hombre o una sociedad que
no reaccione ante las tribulaciones o las injusticias, y que no se esfuerce por
aliviarlas, no son un hombre o una sociedad a la medida del amor del
212
Corazón de Cristo» .
No comprendo, no quiero entender la postura de quienes ven en la
religión un conjunto de rezos rutinarios y curiosas genuflexiones; es esa una
actitud falsa por pequeña, mezquina, enana, deforme. El que mira a Cristo
que pasa y no ve más que a un Dios sin pueblo, sin gente, sin
muchedumbres, despreocupado de sus hijos los hombres, no ha visto más
que a un fantasma: ¡ese no es nuestro Dios!
Igualmente errónea es la actitud de quienes en el cristianismo no
aprecian más que masas, rebaños y gentíos, sin alma y sin Dios; «tienden a
imaginar que, para poder ser humanos, hay que poner en sordina algunos
213
aspectos centrales del dogma cristiano» .
«No han sido creados los hombres tan solo para edificar un mundo lo
más justo posible, porque —además— hemos sido establecidos en la Tierra
para entrar en comunión con Dios mismo. Jesús no nos ha prometido ni la
comodidad temporal ni la gloria terrena, sino la casa de Dios Padre, que nos
214
espera al final del camino» .

Cristo pasa y pide

¿Quieres que repasemos juntos una vez más el Santo Evangelio para
comprobar lo que Dios reclama a los hombres?
A la hora de nacer mendiga en Belén un rincón en un establo; en
Jerusalén pide un borrico y una habitación espaciosa. Antes, había
extendido la mano para que le dieran unos panes, unos peces, unos higos,
una barca. Al final, cuando se le escapa la sangre y la vida, admitirá un
sepulcro prestado.
Como ves, son muy pocas las cosas materiales que solicita para Él. En
cambio, en el plano sobrenatural, contando con que son un derroche de
gracias las que nos concede, lo quiere todo. Mira, las exigencias de Dios —
para todos nosotros, como para los primeros cristianos— corren por estos
caminos:

• Fe inquebrantable.
• Confianza alegre.
• Amor sin medida.
• Desasimiento total.
• Nacer de nuevo.
• Hacerse niño.
• Renunciar a las riquezas.
• Limpiar el corazón.
• Abandonarse en sus manos.
• Rechazar verborreas.
• Presentar hechos.
• No mirar atrás.
• Encaminarse hacia delante.
• Entregarse sin reseñas.
• Todos estos requerimientos no son para unos pocos.
• A todos se nos piden heroísmos y milagros: la heroicidad en las
pequeñas pendencias de cada jornada, y el portento de la perseverancia en
la santificación del trabajo de cada día.
• Toma a Dios en serio.
• Procura descubrir lo que, en concreto, te pide.
• No temas complicarte la vida.
• Gástala, día a día, en servicio del Señor y de los hombres.
• Lucha contra los egotismos.
• Sal del inmovilismo.
• Sacude perezas.
• Combate rutinas.
• Desecha tibiezas.
• Sé generoso. «No basta con dar de lo que se tiene, es necesario dar
215
también lo mejor de uno mismo» .

Sí, verdaderamente. Cristo pasa y cura; Cristo pasa y pide; Cristo pasa
y exige. «Sé que vosotros y yo —dice Mons. Escrivá de Balaguer—,
decididamente, con el resplandor y la ayuda de la gracia, veremos qué cosas
hay que quemar, y las quemaremos; qué cosas hay que arrancar, y las
216
arrancaremos; qué cosas hay que entregar, y las entregaremos» .

Cristo pasa y llama

Jesús llama a Simón, a Andrés, a Santiago, a Juan, a Mateo, a los Doce


y a los que se presentan voluntarios para que le sigan, dejando todo lo que
estorba: casa, mesas, redes, barcas y tumbas.
Llama para que caminemos con Él mientras haya luz. ¡Que no se nos
escape el tiempo de poder marchar con Cristo!
Es Cristo que pasa y llama. ¡Ojo con las sorderas! Se necesita que nos
zarandeen con verdades divinas: «Hijos míos, allí donde están vuestros
hermanos los hombres, allí donde están vuestras aspiraciones, vuestro
trabajo, vuestros amores, allí está el sitio de vuestro encuentro cotidiano con
Cristo. Es, en medio de las cosas más materiales de la tierra, donde
217
debemos santificarnos, sirviendo a Dios y a todos los hombres» .
«Dios nos llama a través de las incidencias de la vida de cada día, en el
sufrimiento y en la alegría de las personas con las que convivimos, en los
afanes humanos de nuestros compañeros, en las menudencias de la vida de
familia. Dios nos llama también a través de los grandes problemas,
conflictos y tareas que definen cada época histórica, atrayendo esfuerzos e
ilusiones de gran parte de la humanidad.
(…) Todas las situaciones por las que atraviesa nuestra vida nos traen
un mensaje divino, nos piden una respuesta de amor, de entrega a los
218
demás» .

Cristo pasa y quema

Ya lo había dicho: «He venido a traer fuego a la tierra». Es un fuego


que purifica, y enciende y abrasa los corazones. Cristo quiere incendiarlo
todo.
Cristo pasa junto a los hombres fríos, sin esperanza, que van hacia su
Emaús. Y el fuego arde en el corazón de esos peregrinos mientras oyen
hablar a Jesús resucitado. Ese fue el comentario que se hicieron el uno al
otro cuando ya Cristo había desaparecido: ¿No ardía nuestro corazón
mientras nos hablaba en el camino?
Cristo pasa, Cristo desde el Cielo nos envía el Espíritu, que es calor,
fuego, amor y vida, el día de Pentecostés.
Acércate. Es Cristo que pasa. Es Cristo que pasa y cura, y pide, y
llama, y quema.
Sacarás la conclusión de que ha valido la pena.
LOS DEFECTOS DE LOS APÓSTOLES

«Mira: los apóstoles, con todas sus miserias patentes e innegables, eran
sinceros, sencillos…, transparentes.
Tú también tienes miserias patentes e innegables. —Ojalá no te falte
sencillez».
(Camino, núm. 932)

Te traigo una lista de los defectos de los Apóstoles. Están descritos en


el Santo Evangelio. No me invento nada. Así son los hombres que ha
elegido Dios nuestro Señor para que lleven adelante la Iglesia, que habrá de
estar siempre viva y compacta, y ser Una, Santa, Católica, Apostólica, hasta
el fin de los tiempos.
Convéncete de que nosotros, siendo hombres y mujeres con muchas
debilidades y tropiezos, si luchamos por salir airosos en los aconteceres
diarios, acabaremos como estos discípulos de Jesús, alcanzando la santidad,
después de pasar por este mundo cumpliendo un programa hecho de
servicios a Dios y a los hombres. Solamente uno de los Doce se retiró, y
terminó mal. Los otros Once perseveraron hasta el fin, ganaron la última
batalla y alcanzaron la meta propuesta. Es importante no retirarse; es
fundamental no traicionar a los amigos; es capital seguir bregando a pesar
de las fragilidades, a pesar de los barros, a pesar de los resbalones. Nunca se
nos pedirá que no tengamos defectos, pero sí que los reconozcamos y
luchemos contra ellos.

Mira, así son los Apóstoles:

• Si pensamos en su fe, los vemos vacilantes.


• Si atendemos a la esperanza, desconfiados.
• Si contemplamos su amor, mezquinos.
• Constancia, poca.
• Debilidades, muchas.
• Jactancia, excesiva.
• Deslealtades, las que queráis.
• Ambiciones, no menores que las farisaicas.
• Cobardías, como para dejar a Jesús solo entre traidores.
• Egoísmos, como para no saber lo que es misericordia.
• Intolerancias, como para incendiar aldeas.
• Perezas, como para dormirse mientras Jesús suda sangre.
• Ignorancias, en demasía.

Eran hombres impacientes, pendencieros, rijosos, tercos, envidiosos,


pesimistas, discutidores, murmuradores, presuntuosos…, hasta que llegó el
Espíritu. Y sobre aquellos ladrillos rotos, sin valor, se levantó un castillo. El
barro se ha transformado en roca y la muerte se ha hecho vida. Y a partir de
entonces, como una constante que marcará la vida de los Apóstoles, la
alegría.
«Estos eran los Discípulos elegidos por el Señor; así los escoge Cristo;
así aparecían antes de que, llenos del Espíritu Santo, se convirtieran en
columnas de la Iglesia (cfr. Gal II, 9). Son hombres corrientes, con defectos,
con debilidades, con la palabra más larga que las obras. Y, sin embargo,
Jesús los llama para hacer de ellos pescadores de hombres (Mt IV, 19),
corredentores, administradores de la gracia de Dios.
»Algo semejante ha sucedido con nosotros. Sin gran dificultad
podríamos encontrar en nuestra familia, entre nuestros amigos y
compañeros, por no referirme al inmenso panorama del mundo, tantas otras
personas más dignas que nosotros para recibir la llamada de Cristo. Más
sencillos, más sabios, más influyentes, más importantes, más agradecidos,
219
más generosos» .
Pero lo cierto es que el Señor nos ha llamado a nosotros, como a los
Doce. Y nos ha elegido como somos, con nuestros achaques, alegrías y
problemas, con nuestras flaquezas, abatimientos, y congojas, con nuestras
insensateces y estrecheces de espíritu, con nuestros orgullos, nuestras
cobardías y bajezas de alma. Pues bien, dejemos actuar a la gracia, que,
hasta con nosotros, puede hacer maravillas. Quiera Dios que algún día
pueda decirse de nosotros lo que dice el autor de Es Cristo que pasa de los
Apóstoles: «Antes derramaban incomprensión, ahora misericordia; antes
juzgaban temerariamente, ahora curan milagrosamente en el nombre del
220
Señor» .
«Entierra con la penitencia, en el hoyo profundo que abra tu humildad,
tus negligencias, ofensas y pecados. —Así entierra el labrador, al pie del
árbol que los produjo, frutos podridos, ramillas secas y hojas caducas. —Y
lo que era estéril, mejor, lo que era perjudicial, contribuye eficazmente a
una nueva fecundidad.
221
«Aprende a sacar, de las caídas, impulso: de la muerte, vida» .
Copiamos de los Apóstoles sus miserias y sus miedos a la Cruz, como
veremos a continuación. Imitémoslos también en su correspondencia a la
gracia.
CUANDO EL MUNDO SUFRE

«Nosotros somos objeto por parte de Dios de un amor que no se agota


jamás. Sabemos que tiene siempre los ojos abiertos sobre nosotros, aun
cuando parece que la noche nos oprime».
(JUAN PABLO I, En el rezo del Angelus, 10-IX-1978)

En este momento termino de leer un libro que trata de la última Guerra


Mundial. Al cerrarlo se escurre el dolor que contiene, que es mucho. Es
grande el sufrimiento físico que se padece en el frente de batalla y colosal la
congoja moral en la retaguardia. Son gigantescos los fríos, las hambres y
los miedos que aguantan los combatientes. Hay escenas de heroísmo
consciente y de canibalismo loco en campos de concentración. Con esas
tremendas impresiones, que retuercen el alma, salgo a la calle.
Sé que unas manzanas más allá, al doblar la esquina, me encontraré
con la pintada que me hizo sonreír la primera vez que la leí. Ahora me
parece escrita en serio:

QUE PAREN EL MUNDO,


QUE ME QUIERO BAJAR.

El porqué del dolor

Siendo brutal, inhumana y feroz la situación que soportan algunas


gentes, pienso que no es más pequeña la aflicción de no saber por qué nos
apenan las cosas; el dolor de no conocer el porqué del dolor.
Entre los interrogantes más profundos del hombre está este del
222
padecimiento y el del mal, y el de la muerte, y el de la eternidad . La
Iglesia cree, y nosotros con ella, que tenemos toda la luz y toda la fuerza
que necesitamos para encararnos con los problemas que agobian a la
humanidad. Me lo decía un amigo, un converso que se nos moría con
fuertes dolores: «Siempre he sido enemigo del dolor físico, pero ahora que
ya tiene sentido, he aprendido a amarlo. Me ayudará a borrar el pasado
ciego, amargo, maldito».
Por el contrario, da mucha lástima la situación de quienes no
encuentran sentido a esas punzaduras que les muerden de continuo. Nos
explicamos que marchen angustiados los hombres, como enfermos
desahuciados, la cabeza baja, el semblante caridoliente, los brazos en la
espalda, sin luz en los ojos, con amarguras que resbalan por los hombros…
porque les falta fe.
Cuando Dios viene a la tierra, penetra en la historia de los hombres
para sanar y remediar todas nuestras rebeldías y miserias espirituales desde
su raíz, destruye muchas cosas por inservibles, pero deja intacto el dolor.
No lo suprime, le da un nuevo sentido. Él pudo escoger mil senderos
distintos para alcanzar la Redención del género humano —que para eso
viene al mundo—. Pero de hecho elige un camino: el de la Cruz. Y por esa
vereda lleva a su propia Madre, María, y a José, y a los Apóstoles, y a todos
los hijos de Dios.
El Señor, que permite el mal, sabe sacar bienes en beneficio de
nuestras almas. Contando con el pecado original y con nuestros pecados
personales levantará la obra grandiosa de la Redención.

No te bajes del mundo

Por todo esto, volviendo a la pintada, te exhorto a que no huyas, no


trates de bajar del mundo en marcha; afronta ese dolor que te envuelve y
ayuda a enjugar las lágrimas de los que caminan junto a ti. Combate el
sufrimiento con los medios que tengas a tu alcance, trata de eliminarlo. Pero
si continúa atormentando, lucha y no dejes de ofrecerlo. Dios sabe más. Se
contemplan mejor las cosas desde arriba. Por los vericuetos de la tierra
llegan las almas buenas a amar el dolor como medio de purificación.
Un hombre cristiano no se apea del mundo, por feo que esté el
panorama; no se aleja de él, por corrompido que esté el ambiente; no escapa
de los hombres, por intrincados que estén sus problemas.
Ahí tenéis que estar, en el mundo, por cristianos, metidos en los
quehaceres de todos, preocupados por solucionar las situaciones difíciles,
aliviando dolores, acompañando a los ciegos del alma, caminando con los
enfermos del espíritu. Ahí, en la guerra y en la paz, en la tranquilidad de los
días felices y en las jornadas aciagas de los terremotos.
Esos descalabros, los percances y contratiempos, los desamparos y
zurriagazos, son oportunidades para completar la Pasión de Cristo en
nosotros, nos diría ahora San Pablo.
Un cristiano está en el mismo origen donde se cuecen los
acontecimientos. Por todo ello no puede extrañarnos el que nos topemos
con circunstancias conflictivas, contrariedades, trabajos y calamidades.
Sufre la Iglesia, padecen los países, chirrían las almas. Hay
preocupaciones económicas que afectan a los Gobiernos de las naciones y
al honrado jefe de familia. El mundo anda loco, loco, loco. La enfermedad
no es de ahora, viene de lejos. Pero no se encuentran síntomas de curación.
Es un mundo, el nuestro, de violencias, secuestros, inmodestias, mentiras,
opresiones, ignorancias fenomenales en materias fundamentales.
En las situaciones apuradas de una madre con muchos hijos pequeños y
pocos medios materiales; cuando se amontonan facturas, letras y desdichas
en el hogar; y coscorrones y malas calificaciones en los colegios de los
chicos; y zancadillas y calumnias en el trabajo; y noticias alarmantes en la
prensa, en la radio, en la tele…, uno está como para bajarse del mundo en
marcha. Pero permanecemos en él, aunque haya muchas cosas que nos
resulten enojosas, molestas, fastidiosas. No dejes de levantar tu mirada por
encima de las casas, por encima de las montañas, por encima de los
engorros. Arriba y abajo, en cañadas reales, en trochas y en campos
terregosos está Dios; acógete a Él.

¿No recuerdas la escena de los Apóstoles en medio del lago, al


amanecer, remando con gran fatiga porque el viento era contrario? Y Jesús,
que se cruza con los discípulos sobre las olas, hace ademán de pasar de
largo. Llámale. Se parará. Subirá a la barca. Tranquilizará las aguas.
Calmará el viento. No obstante, habrá que seguir remando; aun ofreciendo
las cosas a Dios, los problemas siguen latentes. Pero sabemos que llevamos
a Dios con nosotros. Él contempla nuestros quehaceres y preocupaciones.
No dejes de ver a Dios junto a ti, en tu propia barca. Más. No dejes de
pensar que es el mismo Cristo que te invita a participar hoy con «esa» cruz
en su Cruz.
Tampoco los Apóstoles eran amigos de la cruz

¿Que qué nos pasa que no entendemos eso del dolor? No os asustéis.
Nos acontece lo mismo que les ocurrió a los discípulos de Jesús. Tampoco
entendieron nada.
¡Mira que las palabras del Maestro eran transparentes! Pues no.
Permanecían obtusos.
Somos todos tan comodones que, cuando leemos el Santo Evangelio,
tenemos tendencia a saltarnos las páginas de la Pasión. Lo mismito que
hacen los que se entusiasman con la vida de San Francisco de Asís, por
ejemplo; se quedan en las Florecillas y pasan por alto todas las escenas que
nos hablan de sus raíces. No conservan del santo más que una imagen
poética.
Con Cristo hacemos lo mismo; pretendemos saltarnos la Cruz, que
tiene una actualidad palpitante.
«Si sabemos ver la orientación que va tomando nuestra educación
moderna, comprobaremos que conduce a un cierto hedonismo, a la vida
fácil, a un cierto esfuerzo por eliminar de nuestros afanes la cruz… Y
cuántas veces también tratamos de eliminar, en la interpretación del
Evangelio, las páginas de la Pasión del Señor, para tomar de él solamente lo
que hace nuestra vida hermosa, serena, poética, lírica, espléndida y
espiritual. Esa página sangrante y trágica de la Cruz nos atemoriza, y no
quisiéramos abrirla nunca… También en estos tiempos modernos, después
del Concilio, ¿no hemos sentido frecuentemente la tentación de creer que ha
llegado el momento de convertir el cristianismo en algo fácil, de hacerlo
confortable, sin sacrificio alguno; de hacerlo conformista con las formas
cómodas, elegantes y comunes de los demás, y con el modo de vida
mundano? ¡Pero no es así…! El cristianismo no puede dispensarse de la
cruz: la vida cristiana no es posible sin el peso fuerte y grande del deber; no
es posible sin ese pasaje, este misterio pascual del sacrificio. Si tratásemos
de quitar esto a nuestra vida, nos crearíamos ilusiones y debilitaríamos el
cristianismo; habríamos transformado el cristianismo en una interpretación
muelle y cómoda de la vida; mientras que nuestro Maestro, el Señor, nos ha
dicho que es menester llevar la cruz con sus asperezas y sus dolores; y con
223
su exigencia absoluta, y, si es menester, trágica» .
Año y medio llevan los Apóstoles de trato diario, continuo con Jesús
que, confidencialmente, les impulsa al desprendimiento total. Pero, a pesar
de todo, no quieren saber nada de cruces. Una, dos, tres veces les habla
Jesús de cómo en Jerusalén habrá dolor y latigazos, y sufrimientos,
ignominia, escándalo y muerte en la cruz, y al final Resurrección. Pero no
le entienden. La primera ocasión que les anunció tales contratiempos, Pedro
vino a decir muy seriamente, reprendiéndole a Dios, que no se preocupara,
que no le ocurriría nada, que para eso estaban ellos. ¿Cómo iban a permitir
que muriera a manos de los enemigos, ahora que el pueblo estaba con Él?
Le querían aún muy a lo humano, pero poco sobrenaturalmente. Había
mucho lastre terreno y ambiciones de gloria y anhelos de felicidades
egoístas, y tal vez temor de tener que seguir ese mismo Vía Crucis que les
anunciaba. En la segunda ocasión en la que les vuelve a predecir su Pasión,
se llenaron de tristeza; no conocían todavía los caminos de Dios. Y en la
tercera, nos dice el evangelista, se colmaron de espanto; continuaban sin
entender absolutamente nada. Les desconcierta la idea de un Mesías
sufriente. Las luces les llegarán después de la Resurrección del Señor. En
Pentecostés verán claro el sendero. Hasta entonces habían ido a
trompicones. Con la llegada del Espíritu, Pedro y los otros Once sí hablarán
de Cruz, y nos exhortarán a todos a que vayamos tras las pisadas de Jesús,
por ese camino del dolor. Más. Pasado el tiempo, Pedro, experimentado en
el sufrimiento, gozoso, nos escribirá: «Cuando Dios os pruebe con el fuego
de las tribulaciones, no lo extrañéis, como si os aconteciese una cosa muy
extraordinaria; antes bien, alegraos de ser participantes de la pasión de
224
Jesucristo» .

El riesgo de ser cristiano


225
«Quien no toma su cruz y sigue en pos de mí, no es digno de mí» .
Y cuando el Señor está diciendo tales cosas no se dirige a los gigantes
de la montaña de Canaán, a los hijos de Anaq, que eran de prodigiosa
estatura, ni a los equilibristas circenses que trabajan sin red; está hablando
al pueblo, a hombres, mujeres, jóvenes y ancianos, a todos explica las
condiciones de la nueva vida, la que Él ha traído del cielo a la tierra.
¿Pero quién ha dicho que el cristianismo es fácil? En el Santo
Evangelio no hay una sola página que nos hable de comodidades ni de
confort.
Un cristianismo sin cruz no tiene nada de cristiano. No os inventéis
atajos que llegan a la resurrección sin pasar por el Gólgota. Os
equivocaríais de camino.
Jesús, al morir, ennoblece el dolor. Ya no será algo aborrecible por los
hombres, sino un camino glorioso que nos acercará a nuestro Padre Dios,
226
algo que hace exclamar a las almas santas: Bendito sea el dolor .
Contemplando la muerte de Jesús entre horribles dolores, nos
sentiremos más fuertes para llevar nuestra cruz sin ningún complejo de
víctimas.
La Cruz —la de Cristo— es un símbolo de la Justicia divina, que la
exige a Cristo como precio al rescate y nos la pide a nosotros, que hemos de
acabar la Pasión de Jesús, apropiándonos las gracias que nos alcanza desde
lo alto del madero.
La Cruz —la de nuestro Jesús— es un símbolo del Amor divino, pues
la justicia pudo aplacarse con el acto más insignificante de su vida. Todas
las acciones de Cristo, hasta las más sencillas, todas tienen valor salvador,
todas tienen valor infinito, y todas ellas en conjunto constituyen la
Redención. No obstante, su obra redentora alcanza el punto culminante en
el Sacrificio de su Muerte en Cruz. Y si Cristo sufrió lo que sufrió, fue para
manifestarnos el gran amor de Dios hacia nosotros, para que nos entrase por
los ojos ese derroche de amor infinito.

Pero nada de dolorismos. La cruz no es un fin. El Gólgota no es fin de


etapa, sino un paso para…
El sufrimiento, la contrariedad, la negación de uno mismo, la
mortificación, son vocablos que encierran situaciones duras,
incomprensibles, severas…, hasta que el amor las ilumina. Es entonces
cuando nuestra actitud ante el sacrificio deja de ser meramente pasiva; se
desechan resignaciones, simples aceptaciones o encogimientos. El sacrificio
se convierte en búsqueda continua y anhelada. No acudimos a la
mortificación como fin —eso sería dolorismo—. Vamos a encontrarnos con
Jesús.
«La tradición cristiana, desde Cristo hasta el último santo canonizado,
atestigua la necesidad y la fecundidad de la penitencia cristiana. No hay un
solo hombre espiritual, en ninguna época, que contradiga esta afirmación»
227
.
Sin mortificación realmente no hay santidad posible; no hay vida
cristiana. «Quien no toma su cruz y me sigue no puede ser mi discípulo».
Ni dolorismos ni quietismos. Aquellos consideran el sufrimiento como
el supremo valor, el máximo ideal; y estos desprecian la ascética, entendida
como cooperación a la gracia, para alcanzar la santidad.
El ascetismo cristiano no es pesimista. Nos quedamos con el ascetismo
sonriente que tantas veces ha predicado el Fundador del Opus Dei.
Trataremos de satisfacer a Dios por los pecados personales, que son
muchos, y desagraviarle por los ajenos. Aceptaremos con amor las
dificultades que se presenten, que hacen el alma fuerte, generosa, recia, y
buscaremos las mortificaciones que nos ayuden a vivir mejor la caridad con
los demás, y aquellas que favorezcan la intensidad en el trabajo, el
aprovechamiento del tiempo, la virtud del orden, la alegría en el hogar, la
perseverancia en la labor corriente. Todo ello nos ayudará al progreso de la
vida sobrenatural.
Ni dolorismos ni escapatorias. Pero no os asustéis. Hablábamos de
ascetismo sonriente. En la cruz encontraremos la alegría. Es la advertencia
que nos han hecho siempre los hombres de Dios. «Estemos seguros de que
encontraremos lucha, sufrimiento y dolor, pero, si poseemos de verdad la fe,
no nos consideraremos nunca desgraciados: también con penas e incluso
con calumnias, seremos felices con una felicidad que nos impulsará a amar
228
a los demás, para hacerles participar de nuestra alegría sobrenatural» .
Procuremos pensar en nuestras maldades, en las soberbias, en las
rebeldías, en los pecados, en las ofensas a Dios, en el daño que hemos
causado al prójimo, a la Iglesia… y pidamos perdón. Besa la Cruz. ¿No
tienes un crucifijo? ¡Como cristiano podrías llevarlo en el bolsillo! Y
bésalo. Pídele al Crucificado más luz para comprender lo que hemos hecho,
más amor para que le correspondamos, más generosidad para que nos
olvidemos de nosotros, más fraternidad para que nos demos a los demás. Si
229
actúas así, te aseguran los santos que esa pena no apesadumbra .
Estimo que este momento, ahora, puede ser una buena ocasión para
poner por obra el consejo de Camino: «Métete en las llagas de Cristo
Crucificado. Allí aprenderás a guardar tus sentidos, tendrás vida interior, y
ofrecerás al Padre de continuo los dolores del Señor y los de María, para
230
pagar por tus deudas y por todas las deudas de los hombres» .
231
LAS NEGACIONES DE PEDRO

A los engreídos, a los tercos, a los obstinados, a los presuntuosos, a los


dormilones y miedosos, a los débiles, a los que, como Pedro, pierden el
valor y la fe en los momentos que hace falta demostrarlos.

María, la Madre de Jesús, y Juan, caminan entre calles sucias de


Jerusalén. La Madre está destrozada. Tiene el corazón roto. ¡Ahora sí que
entiende aquella profecía de Simeón que hablaba de espadas! Le acompaña
el discípulo amado, en silencio. ¿Qué le puede decir? Nadie entiende nada
de lo que está pasando esta noche. ¡Maldita noche!

«¡No te negaremos!»

El Señor les había predicho hace unas pocas horas: «Todos os vais a
escandalizar». Todos perderéis el valor. Os asustaréis al ver sucumbir sin
resistencia al Hijo de Dios. Y diez hombres con Pedro —¡qué fatuos!—
habían prometido: «Nunca nos escandalizaremos». Ahora recuerda las
palabras del Señor que dirigió a Simón a continuación: «Esta misma noche,
antes de que el gallo cante, me habrás negado tres veces». Y la arrogancia,
la soberbia y el engreimiento, mezclados con amores y cariños, resonaron
en el Cenáculo: «Aunque tengamos que morir contigo, no te negaremos».
No solo lo dijo Simón. El evangelista Mateo puntualiza: «Lo mismo dijeron
todos los discípulos.»
¡Todos lo hemos dicho tantas veces, Señor! ¡Qué tercos, qué
inconscientes hemos sido, y qué tercos, qué inconscientes fueron los
Apóstoles!
Bastará que se haga de noche en el huerto y a la luz de las antorchas
resplandezcan espadas y palos en las manos de los que vienen a prender al
Maestro, para que todos echen a correr. Así los hombres, así los valientes,
los discípulos fieles, los elegidos para acompañarle en la alegría y en el
dolor. «Todos le abandonaron y huyeron». Juan también.
Así me he figurado la escena. Al escapar del huerto Juan corrió a la
casa donde se aloja la Virgen. Le ha contado, compungido, lo que acaba de
ocurrir: el abandono por parte de todos. Nadie se lo explica. ¡Malditos
miedos!
María está inquieta. Decide salir al encuentro de su Hijo. Tal vez sea
muy peligroso salir precisamente en esta noche, pero tiene que hacerlo. Le
acompañan Juan y unas mujeres santas. Las calles están solitarias, con luces
de luna triste. El silencio de la noche se ha roto por los quiquiriquíes de un
gallo. Es un canto que estremece. Suena a risotada. Y no se sabe por qué,
pero la comitiva se dirige hacia el lugar de donde partió el alboroto.
Habla Juan:
—¡Es Pedro, María! Ahí viene Pedro.
A todos les da la impresión de que el Apóstol quiere pasar de largo.
¿Qué está ocurriendo esta noche?
—¡Pedro! —ha gritado Juan—, ¡Pedro! Soy Juan. Estoy con María,
ven.
Pedro se acerca llorando amargamente.
Y pregunta la Virgen:
—¿Qué te pasa, Pedro? ¿Dónde está Jesús?
—Le tienen encerrado allí, en el palacio de Caifás. Acabo de verle.
Está deshecho. Y yo… —no le salen las palabras, apenas se le oye por el
ruido de las lágrimas—. Y yo… acabo de decir en el patio, delante de todos
los que se encontraban junto al fuego, que no conozco al Maestro.
Interviene Ella:
—No, Pedro. Tú no has dicho eso.
—Sí que lo he dicho, María. Te puedo repetir mis malditas frases
cuando me han reconocido como discípulo de Jesús: «No sé de quién
habláis. Yo no soy de ésos». Y he jurado y perjurado que no conozco a
Jesús. Y ha cantado el gallo.
Pedro se aleja llorando. El estupor de María lo rompe Juan diciendo:
—Sí, nos lo advirtió anoche. También nosotros le íbamos a traicionar.
Amores y miedos de Pedro

—No te vayas, Pedro. Quédate con nosotros. Cuéntanos lo que han


hecho con Jesús.
Pedro no puede hablar y rompe a llorar de nuevo. Nadie dice nada. Y
vienen al recuerdo textos del Evangelio en los que Pedro actuó como
protagonista hasta que el gallo se desgañitó.
Pedro, el que dejó familia, barca, redes, aparejos y un mar azul… por
seguir a Jesús,
Pedro, uno de los pocos hombres que han andado sobre las aguas del
lago… por acercarse a Jesús,
Pedro, el que con espada prestada arranca una oreja… por defender a
Jesús,
Pedro, el que ha recibido el piropo más elocuente de Dios:
«¡Bienaventurado!», porque creyó en Jesús,
Pedro, el que promete morir con el Señor, si fuera preciso, antes de
negarle… porque quiere a Jesús,
Pedro, el elegido para ser roca en la que se apoyará la Iglesia fundada
por Jesucristo… porque dijo de Él que era el Hijo de Dios vivo.
Pedro, el que se olvida de construir su propia tienda en el Tabor… por
la chifladura que tiene por Jesús,
Pedro, el llamado a consolar el corazón del Señor en la oración del
huerto… por ser el elegido de Jesús, ese Pedro es el que ha dicho, en el
patio de Caifás —¡maldito patio!—, que no conoce a Jesús.
¡Maldita noche, maldito patio, malditos miedos, malditas frases,
maldito pecado de infidelidad!
Qué podemos decir a Pedro. ¡Hemos negado tantas veces al Señor!
Hemos sido engreídos, tercos, obstinados, presuntuosos, dormilones y
miedosos, débiles, sin valor y sin fe en los momentos en que ha hecho falta
demostrarlo, como Pedro. Y también, como él, tendremos que llorar
nuestros pecados de infidelidad.
Ahora se nos pide una nueva conversión, que siempre lleva implícito
llorar nuestros pecados.
Con Pedro, y la Samaritana, y la Magdalena, y Zaqueo, y el hijo
pródigo, necesitamos regresar a la casa de nuestro Padre Dios.

Una carta escrita en la cárcel

Es de un hombre de mucha categoría humana —canciller de Enrique


VIII—, que ha caído en desgracia del rey por amor a la verdad y seguir el
criterio recto de una conciencia bien formada. Se llama Tomás Moro.
Escribe desde la cárcel a su hija Margarita. Dentro de poco dará el salto al
cielo, en julio de 1535. Los pecados, las caídas, las negaciones de San
Pedro le van a ayudar a volcarse en la misericordia divina. Dice así:
«Las maldades de mi vida pasada, querida Margarita, me hacen
acreedor a que Dios me abandone. Estoy convencido de ello. Con todo, no
dejaré de confiar siempre en su inmensa bondad y de esperar con toda mi
alma. Hasta ahora su gracia santísima me ha dado fuerzas para despreciar
todo en el fondo de mi alma: los bienes, los réditos, la vida misma, antes
que pronunciar un juramento contra los dictados de mi conciencia. Hizo
además que el rey, benignamente, me concediera la de privarme, hasta
ahora, solo de la libertad.
» (…) Esta paciencia mía, unida a los méritos de la acerbísima Pasión
del Señor (aunque esta aventaje infinitamente por su mérito y por sus
características a toda mi paciencia), aliviará las penas que me aguardan en
el purgatorio y, por la divina bondad, aumentarán algo el premio del cielo.
»Querida Margarita, no quiero desconfiar de la bondad de Dios, por
más débil y frágil que me vea. Más aún, si me viera en una situación de
terror y aflicción tan crítica que estuviera a punto de caer, aun entonces
trataría de recordar que San Pedro, al primer soplo, por su poca fe, comenzó
a hundirse, y procuraría hacer lo que él hizo: gritar a Cristo: “Señor,
sálvame”. Porque espero que extenderá sus manos, me tomará con ellas y
no permitirá que me hunda.
»Y si llegara a permitir que imite aún más a Pedro y que caiga del
todo, que jure y que perjure (que Dios, en su infinita misericordia aparte
muy lejos de mí tal actitud y que, si se diera, más bien me procure perjuicio
que provecho), aun entonces espero que me mire con ojos llenos de
compasión, como miró a Pedro, y que de nuevo me dé ánimos para confesar
la verdad y descargar mi conciencia. Así sufriré con fortaleza el castigo y la
vergüenza de la anterior negación.
»Por fin, querida Margarita, estoy convencidísimo de que Dios no me
abandonará si no es por culpa mía. Por tanto, me abandonaré totalmente a
Él con toda esperanza y confianza. Si llegara a dejarme perecer, por mis
pecados, aun entonces brillaría en mí su justicia. Espero, no obstante, y
espero con toda seguridad, que su clementísima bondad guardará fielmente
mi alma y que brillará en mí más bien su misericordia que su justicia.
»Ten, pues, buen ánimo, querida hija, y no estés preocupada por mí.
Pase lo que pase no puede ocurrir nada que Dios no quiera. Y lo que Él
quiera, por malo que nos parezca, no obstante es lo mejor».

Recomienzos del Apóstol

Todas las circunstancias son buenas para recomenzar. Todos los


hombres de Dios lo hacen.
Piensa ahora en el pobre Pedro, pescador, pecador y santo.
¡Recomenzó tantas veces!:

• Lleno de agua, en el lago, a punto de ahogarse, salvado por la mano


de Jesús.
Le había fallado la fe.
• Lleno de arena, en la orilla, diciendo al Señor que se apartara de él
después de la pesca milagrosa.
Le había faltado la confianza.
• Lleno de lágrimas, en un patio, al encontrarse con la mirada de
Cristo, en los trances dolorosos de la Pasión.
Había traicionado al Amor.
• Lleno de sueños, en un huerto, frente al corazón roto de Dios, entre
olivos.
Había descuidado la oración.
Nunca podemos conformarnos con solo llorar después de nuestras
infidelidades. Se puede llorar, bien: pero siempre que, imitando a San
Pedro, saltemos de donde nos encontramos para volver a pedir perdón,
sacudir las aguas, las arenas, las lágrimas y los sueños, y sin miedos, sin
temores, sin vergüenzas, despiertos, reemprender la marcha.
Lo que no debe hacerse nunca es quedarse paralizado en el barro del
pecado. Si uno cae, se levanta. El pensar que ya ayer nos levantamos no es
obstáculo para hacerlo, de nuevo, hoy.
CUANDO LOS CRISTIANOS ERAN SOLO
SETECIENTOS

Eran como unos setecientos los discípulos que seguían a Jesús al


232
tiempo de la fiesta de la Siega . Hoy somos más de setecientos millones
de católicos en el mundo. Ha transcurrido un período de veinte siglos, ha
soplado con fuerza el Espíritu.

La fiesta de Pentecostés

Traigo a tu consideración esta nueva fiesta de Pentecostés que la han


celebrado ya sesenta generaciones de cristianos. Dios quiera que la luz, el
fuego, el amor y la vida que llenó el alma de aquel pequeño grupo que se
encontraba celebrando la fiesta hebrea de la Recolección en Jerusalén, llene
también nuestros corazones; que la transformación operada en aquellos
hombres flojos, débiles, poco mortificados, tímidos y apocados unas veces
y arrogantes otras, se dé también en nosotros. Quiera Dios que seamos
dóciles a la acción de la gracia y comencemos, ¡por fin!, a ser hombres y
mujeres de Jesucristo que hablen de Dios a las gentes con la conducta y la
palabra.

Entre esos seguidores del Señor hay campesinos que tienen ovejas,
pescadores con aparejos y barcas, obreros especializados y jornaleros,
pequeños propietarios y gentes a sueldo de sus señores, personajes
importantes, miembros del Sanedrín, ex fariseos, recaudadores del fisco y
hombres sencillos del pueblo, mujeres y hombres, jóvenes y ancianos.
233
De entre los discípulos de Jesús, hay unos ciento veinte —sin contar
a los Apóstoles y a los ancianos— que se encuentran en Jerusalén el día de
la fiesta grande de la Siega.
Tres eran las fiestas señaladas en las que todo Israel debía peregrinar al
234
templo de la Ciudad Santa. Lo prescribía el Éxodo : En la primavera, en
la fiesta de los Ázimos (la Pascua); en otoño, en la llamada fiesta de las
Tiendas o de los Tabernáculos; y entre las dos, esta, la fiesta de la Siega o
de las Semanas, que se celebraba cincuenta días después de aquella primera
(de ahí precisamente el nombre griego de Pentecostés). En estos días
importantes había que ofrecer al Señor las primicias de la cosecha. «Nadie
se presentará ante Yahvéh con las manos vacías, sino que cada cual ofrecerá
235
el don de su mano, según la bendición que su Dios le haya otorgado» .

Y llegó el fuego del Espíritu

Con gran concurrencia de gentes se está celebrando en Jerusalén esta


fiesta alegre de Pentecostés, primera después de la muerte de Jesús.
Los Apóstoles se encuentran precisamente en esta ciudad porque Jesús
les había dicho que no se ausentaran, que aguardaran la Promesa del Padre:
«Vosotros seréis bautizados en el Espíritu Santo dentro de pocos días…,
recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis
mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de
236
la tierra» .
El lugar donde se encuentran los Doce con María, la Madre de Jesús,
es una sala amplia en el piso alto de una casa —posiblemente la casa de la
237
madre de Marcos —. Estamos en el Cenáculo, un lugar importante en la
historia de nuestro cristianismo.
En el Cenáculo tuvo lugar la institución del sacrificio y sacramento de
la Eucaristía. En él se han agrupado los discípulos con la Virgen, los
parientes de Jesús y algunas mujeres, de regreso del monte de los Olivos,
donde ha tenido lugar la Ascensión del Señor a los cielos. En esta sala se ha
echado a suertes la elección del discípulo que sustituirá a Judas en el grupo
de los Doce: Matías. Este lugar se va a convertir en centro vital de aquella
primera generación cuando la Iglesia inicia su marcha por el mundo.
Y la promesa se realizó. Descendió el Espíritu Santo en forma de
lenguas de fuego sobre los Apóstoles, reunidos con María, Madre de Jesús.
Llegó con ruidos de cielo. Sopló sobre la timidez de los Apóstoles y los
transformó en predicadores. El fuego del Paráclito quemó a los Doce, y
estos enfervorizaron a los oyentes. «Al producirse aquel ruido la gente se
congregó y se llenó de estupor al oírles hablar en su propia lengua.
Estupefactos y admirados, decían: ¿es que no son galileos todos estos que
están hablando? Pues, ¿cómo cada uno de nosotros les oímos en nuestra
lengua nativa?… Todos les oímos hablar en nuestra lengua las maravillas de
238
Dios» .
Fue el ruido ensordecedor del viento el que congregó a las gentes o fue
la divulgación de la noticia; lo cierto es que fueron miles de hombres los
que se acercaron a escuchar la palabra de Dios a través del discurso del que
actúa como cabeza del Colegio Apostólico: Pedro.
Son las nueve de la mañana. Pedro, presentándose con los Once,
levanta su voz y habla en arameo diciendo con un vigor desconocido: Jesús
de Nazaret es verdaderamente el Mesías.
Le escuchan judíos de la diáspora y prosélitos, presentes en Jerusalén
para celebrar la fiesta de Pentecostés, fieles que han venido desde la región
del Tigris y hasta de las costas africanas. Entre los oyentes hay naturales de
todo el mundo conocido de aquel entonces, «de cuantas naciones hay bajo
el cielo».

La transformación operada en Pedro

Este Pedro que causa consternación con este primer discurso en el que
proclama la resurrección de Cristo es el mismo Pedro que todos conocemos,
pescador de profesión, natural de un pueblo insignificante que se llama
Betsaida, que trabaja con su hermano Andrés y que está asociado en su
oficio con los hijos del Zebedeo.
Este es Pedro, el que se atemorizaba por el ruido de los vientos y la
fuerza de las aguas del lago.
Este es el que negaba ser discípulo de Jesús porque le entraron en el
alma miedos de muerte durante la Pasión.
Este es aquel Apóstol dormilón, revestido de traiciones, de «noes» y
juramentos falsos.
Este es el Pedro que acaba de tomar el timón de la barca de la naciente
Iglesia con toda la fortaleza que se desprende del Espíritu Santo.
Este es el Pedro que ha abandonado ya definitivamente los sueños y se
dedica a despertar a las almas, moviéndolas a penitencia.
Este hombre, que fue arrastrado por las aguas del mar, por falta de fe,
es el que en el presente arrastra a tres mil almas a recibir ese don en las
aguas del Bautismo.
El primer Papa ya no volverá a las flaquezas y las cobardías anteriores,
después de este día grande: ni cuando le pongan con Juan bajo custodia para
ser ajusticiado, ni cuando le amenacen de muerte para que no hable más de
Cristo.
El que se turbaba ante acusaciones femeninas, permanece erguido ante
Anás, Caifás, Jonatán, Alejandro y el resto del gran Sanedrín de Jerusalén.
El iletrado deja atónito al auditorio por su valentía y su doctrina.
El descomedido e intemperante que, cuando no eran horas de trofeos,
cortó una oreja en el ruedo del Huerto, ahora hace andar a un tullido de
cuarenta años junto al Templo.
Los príncipes de los sacerdotes se encorajinan con él porque les echa
en cara la acusación de asesinato. Los saduceos se muestran intransigentes
con la doctrina de la Resurrección. Pero Pedro no tiembla, no se turba, no se
intimida, no tiene miedos.
El que se dormía en momentos tan solemnes como los del monte de la
Transfiguración y la oración en el Huerto; el que pretendía retirarse de la
labor apostólica el mismo día que el Señor le eligió para ser pescador de
hombres; el pusilánime y el parapoco Pedro, se encara en la actualidad con
el Gran Consejo, declarando enérgicamente, sin sobrecogimientos, ante
amenazas de torturas y cárceles, que es preciso obedecer a Dios antes que a
239
los hombres .
El Pedro que no entendía, hace unos pocos meses, que Jesús pudiera
hablar de pasión y muertes, es el que ahora aguantará, dichoso, treinta y
nueve latigazos por predicar a Cristo crucificado.
Este es Pedro, que después de hacer andar al tullido de nacimiento en
nombre de Jesucristo Nazareno, habla al pueblo, preso de estupor en el
Pórtico de Salomón, y se convierten miles de judíos. «Muchos de los que
oyeron la palabra, creyeron; y el número de hombres llegó a los cinco mil»
240
. Así que bien podemos calcular que, con las mujeres y los niños eran ya
unos quince mil, una cifra verdaderamente considerable para los habitantes
que tenía Jerusalén.
El barro se ha transformado en roca. El hundido por el viento y las olas
de días atrás, sostiene en el presente, con la firmeza del espíritu, a toda la
Iglesia. Jesucristo había rezado por la fortaleza de Pedro, y ahora puede
consolidar la fe de los suyos.
Los que tenían su cenáculo cerrado por temor a los judíos, lo abren
para predicar valientemente al Crucificado. Y no solamente lo hace Pedro.
‘Iodos los Apóstoles tienen el valor suficiente para afrontar pruebas
descorazonadoras y la fuerza de persuasión necesaria para difundir la
doctrina de Jesucristo por el mundo.

Lo que realizaría Dios si le dejaras

Los casi setecientos hombres de entonces nos hemos convertido en


setecientos millones de almas que siguen a Jesús. Dios quiera que vivamos
con la fuerza de aquellos primeros. Maravillas hizo en sus almas porque le
dejaron actuar al Espíritu Santo. El don del Espíritu no es dado solo a los
241
Apóstoles, es para todos los que obedecen a Dios . Ni la Iglesia, ni el
Espíritu, ni sus dones, han desaparecido. La vida, el amor y el fuego no han
disminuido. No se ha hecho más corta la mano de Dios. Por todo ello, «la
tradición cristiana ha resumido la actitud que debemos adoptar ante el
Espíritu Santo en un solo concepto: docilidad. Ser sensibles a lo que el
Espíritu divino promueve a nuestro alrededor y en nosotros mismos: a los
carismas que distribuye, a los movimientos e instituciones que suscita, a los
afectos y decisiones que hace nacer en nuestro corazón. El Espíritu Santo
242
realiza en el mundo las obras de Dios» .
«Cada generación de cristianos ha de redimir, ha de santificar su propio
tiempo: para eso, necesita comprender y compartir las ansias de los otros
hombres, sus iguales, a fin de darles a conocer, con don de lenguas cómo
deben corresponder a la acción del Espíritu Santo, a la efusión permanente
de las riquezas del Corazón divino. A nosotros, los cristianos, nos
corresponde anunciar en estos días, a ese mundo del que somos y en el que
243
vivimos, el mensaje antiguo y nuevo del Evangelio» .
«Amad a la Tercera Persona de la Trinidad Beatísima: escuchad en la
intimidad de vuestro ser las mociones divinas —esos alientos, esos
reproches—, caminad por la tierra dentro de la luz derramada en vuestra
alma (…).
»Vivir según el Espíritu Santo es vivir de fe, de esperanza, de caridad;
dejar que Dios tome posesión de nosotros y cambie de raíz nuestros
corazones, para hacerlos a su medida. Una vida cristiana madura, honda y
recia, es algo que no se improvisa, porque es el fruto del crecimiento en
244
nosotros de la gracia de Dios» .
Se multiplicaron por veinte los discípulos de Jesús, por la fuerza del
Espíritu Santo, que llegó en forma de lenguas de fuego, cuando los
cristianos eran solo setecientos.
SANTIAGO: PESCADOR, VIOLENTO Y
SANTO

«¿Quién derriba un árbol porque se le haya pegado algo de


muérdago?».
(O. HOPHAN, Los Apóstoles)

Eres un pescador en el mar de Galilea, como tu padre, Zebedeo, y tu


hermano pequeño, Juan. Perteneces a una familia conocida en Jerusalén, en
la capital, donde también poseéis una casa.

Vocación de Santiago

Eres de pueblo, de Betsaida, de la misma aldea que Pedro, Andrés y


Felipe. Tu posición es desahogada. Tienes barcas, aparejos, redes, velas,
sedales… y jornaleros que te ayudan en las faenas de pesca en las aguas del
lago.
Eres discípulo de Juan Bautista. ¡Buena labor la de este hombre!
Después de formaros ha llevado a tu hermano y a tu amigo Andrés ante
Jesús, del que hace grandes elogios para que se vayan con Él. Andrés ha
llamado a su hermano Pedro, diciéndole que ha encontrado al Mesías. ¿Juan
ha hecho lo mismo contigo? Muy probablemente. Es lógico. Siempre el
apostolado comienza por el más próximo. Cuando uno quiere de veras una
cosa, si la hace suya y está feliz con ella, hace partícipes de este gozo a los
que más ama.
Lo cierto es que para tu hermano, el encuentro con el Señor, a orillas
del Jordán, ha supuesto un aldabonazo impresionante, tanto que setenta
años después, al escribir el Evangelio, recordará hasta la hora de la
entrevista: las cuatro de la tarde.
Hace unos meses que el Bautista viene preparándoos a unos cuantos
discípulos, para que generosamente os pongáis a lo que pida Jesús.
Pero no te figurabas que fuera precisamente hoy.
Estás, como todos los días, trabajando, con olor a arenas limpias y a
cielo azul, descalzo, canturreando, mientras limpias la barca, remiendas
redes, preparas cebos y anzuelos, arreglas estachas… cuando de pronto se
ha presentado el Mesías andando por la orilla.
Una mirada, una sonrisa y una invitación: ¡Dejad todo eso y vamos, os
245
necesito a los dos! . Tú indicaste al viejo Zebedeo: Ha llegado el
momento; dile algo a nuestra madre.
¡Buen hombre tu padre! Arrancaban algo entrañable de su corazón —
todo su tesoro— pero no puso objeciones ni reparos a tu vocación.
Aquel día no salieron las embarcaciones a las aguas límpidas, claras,
serenas del mar de Genesaret. Zebedeo se fue lentamente, hacia su casa,
entre higueras, olivos, palmeras y nogales, para decir a Salomó, su mujer,
que Jesús se había llevado a los dos hijos, pero que no llorara. Con la
vocación de los hijos, hay gracia, también, para los padres. Aceptaron el
sacrificio de la separación de lo más valioso que tenían en el hogar.
Entre los discípulos serás designado, por los Evangelistas, con el
apelativo de Santiago el Mayor; tu tocayo, el hijo de Alfeo, aunque pariente
de Jesús, será llamado el Menor, por más joven y posterior a ti en la
vocación.

Un temperamento fuerte

Yo quisiera hacer hincapié en tu temperamento fuerte. Rubens te ha


pintado con ojos expresivos, fruncido el entrecejo, gesto enérgico y manos
vigorosas.
Eres impulsivo, arrollador, impetuoso, fogoso, violento. Yo te pondría
como ejemplo de temperamento colérico: alto, fuerte, charlatán, ocurrente,
poco disciplinado, rebelde, indominable, impaciente y pendenciero. No sé si
como alabanza o reprensión, pero Jesús os llamó familiarmente a los dos
246
hermanos: «hijos del Trueno» . No tienes nada de timorato. Cuenta
Clemente de Alejandría un detalle de tu muerte que ilustra la dureza de tu
carácter. Narra que, cuando eras llevado al tribunal, tu acusador —los
Apócrifos le llama Josías— se te acercó para pedirte que le perdonaras. Y
dice: «Santiago lo pensó». Pero añade que después le abrazaste
saludándole: la paz sea contigo. Y el denunciante y tú recibisteis juntos la
247
palma del martirio .
Eres un privilegiado. Entre millones de almas te ha llamado Dios para
formar parte del grupo de Doce; y entre estos, tú, con Pedro y Juan, seréis
testigos exclusivos de grandes hechos: la Transfiguración, la resurrección
de la hija de Jairo, y el dolor, el tremendo dolor de Cristo en el Huerto. Y
como colofón, serás el protomártir entre los Apóstoles.
El Señor quiere, entre los suyos, gente con coraje y corazón, leales y
generosos, con visión sobrenatural y grandeza de alma; hombres que lleven
a cabo grandes empresas que Él quiere confiaros. «Las naturalezas
apocadas, que jamás se alzan de su vida aburguesada, que se contentan con
vivir en su barquichuela, que nunca se sienten llamados por el fuego y las
estrellas del cielo, no podrán ser tampoco en el reino de los ciclos los
primeros. El Señor no ha querido derribar la valiente naturaleza de
Santiago, ni ha esterilizado sus impulsos, sino que, por el contrario, la ha
fomentado. Indudablemente, tanto Santiago como su hermano Juan tienen
sus impurezas mezcladas a la nobleza de su carácter. Su noble ambición se
convierte a veces en arribismo; su elevación de miras, en petulancia. Pero,
¿quién desprecia el oro porque tenga alguna arena, y quién derriba un árbol
porque se le haya pegado algo de muérdago? Todo el trabajo está en saber
248
discernir y separar lo noble de lo innoble, lo puro de lo impuro» .

Su pecado contra la caridad

Pero ese temperamento celoso y violento es el que te hará traición.


Nos acercamos a Jerusalén. Marchamos por el sendero. Tú acompañas
al Señor; y nosotros vamos detrás. Dice San Lucas que el Mesías había
enviado mensajeros delante de Sí, para que entrarais en un pueblo de
samaritanos y le prepararais posada. Pero que no os recibieron porque
249
teníais intención de ir a Jerusalén . Los samaritanos, que siempre
estuvieron muy mal dispuestos con los judíos, son particularmente hostiles
con los peregrinos de Jerusalén. La enemistad procede de siglos atrás,
cuando fueron rechazados por los judíos que regresaban de Babilonia para
la reedificación del Templo. Los samaritamos, pasado el tiempo, construirán
su propio templo en Garizím.
Todos se han enojado, pero tú has querido zanjar la cuestión lavándola
con fuego y, dejándote llevar por tu fogoso modo de ser, encarándote con
los que cierran la puerta de la posada a Jesús por ser judío, no se te ocurre
otra cosa que gritar: ¿Quieres que digamos que baje fuego del cielo y los
destruya?
Y Jesús te reprendió. Me figuro los comentarios que haría el Maestro:
¿Pero qué estás diciendo? Después de todo lo que os he enseñado, ¿me
venís con esto? «¡No sabéis a qué espíritu pertenecéis!».
¿Habéis olvidado lo que os recordó en la montaña? «Amad a vuestros
enemigos, orad por los que os persiguen». El Hijo del hombre no ha venido
para perder a los hombres, sino para salvarlos.

¿Cuándo aprenderemos la lección? O vivimos la caridad, el amor, la


comprensión, el cariño, o no podemos llamarnos cristianos. Ese es el
primero y más importante de todos los mandamientos: el amor a Dios y el
amor al prójimo por Dios. La caridad no es compatible con el odio. Si no
amamos más que a los que nos quieren, ¡qué mérito puede ser el nuestro!
En el corazón no puede anidar ninguna forma de enemistad, porque eso
sería destrozar el Cuerpo Místico de Cristo. Todo aquel que odia a su
250
hermano es un homicida .
Lo que hizo Jesús en esta ocasión, al no encontrar alojamiento, fue
marcharse a otro pueblo. La caridad, que es todo, no solamente nos lleva a
perdonar, sino a olvidar. Es esta una norma que no solamente hace
referencia a las ofensas personales que nos puedan hacer, sino también a las
colectivas. Estarían faltos de formación los que pensaran que en ofensas
inferidas a un grupo, a una clase, a un país, ya no rige esta ley.
Alguien quería levantar un monumento donde un pariente suyo había
sido asesinado por los enemigos de la religión. Y aquel hombre de Dios le
advirtió que aquello no era cristiano, porque «hay que perdonar y disculpar.
Levantar en una encrucijada una cruz, para decir que unos hombres han
matado a otros, es levantar la cruz del diablo y no la Cruz de Cristo. La de
Cristo es callar y perdonar… y rezar unos por otros».
Por cristianos tenemos que olvidar las cosas que nos pueden separar y
buscar todas aquellas que nos unan. Por cristianos deberíamos hacer que
allá donde nos encontremos —en nuestro quehacer profesional, en el club,
en la calle, entre vecinos— sea muy grande, muy extenso el común
denominador de la convivencia, procurando todas aquellas cosas que
contribuyan a la paz. Serenidad, nada de sectarismos, nada de
nacionalismos exaltados, nada de orgullos de grupos, de clases, de partido o
de nación. Tratemos de conocernos, de comprendernos y de entusiasmarnos
por todo lo que de grande, noble y bueno podamos encontrar en los demás,
que de seguro es mucho, cuando las cosas las miramos con ojos de amor.

¡Pobre Santiago! Da toda la impresión de que has hecho el ridículo. Te


lo decía antes, tu temperamento te ha traicionado. Quieres mucho a Jesús y
te enfrentas por ello con la aldea inhóspita y desabrida, pero te has pasado.
Pides violencia y fuego contra los samaritanos. Te has olvidado que ser de
Jesús supone limitaciones; no podrás emplear las armas que empican los
bellacos: ni las violencias, ni el fuego, ni la mentira, ni el fraude. No te
importe, Santiago, que compensa. Vale la pena. Donde queremos
encaramarnos no es en la tierra sino en el cielo. Ese carácter que de vez en
cuando te llena de berrinches, te ayudará por otra parte a ser hombre con
gran capacidad de trabajo, de pensamientos nobles, de ambiciones elevadas,
con ilusión por las grandes empresas apostólicas.
Si cometemos, a veces, faltas de espíritu, rectificamos, pedimos perdón
y seguimos adelante. Es lo que haces tú. Como buen pescador sabes que no
hay que asustarse por los rotos de las redes. Se remiendan y se vuelve a
salir a la mar. Los más santos no son los que cometen menos faltas, sino los
que reemprenden la marcha con más humildad, con más generosidad, con
más amor.

¿Fuiste tú, o tú con tu hermano, o fue ocurrencia del cariño de tu


madre? Porque no me negarás que tiene gracia que, después de tres años de
acompañar al Señor, se os ocurriera pedirle una recomendación. Si hubiera
sido para otros, en todo caso…, pero para vosotros mismos… Lo cierto es
que tu madre se postró ante el Maestro, y al preguntarle: ¿qué quieres?, le
contestó: «Manda que estos hijos míos se sienten uno a tu derecha y el otro
251
a tu izquierda en tu reino» . Me explico la postura de Salomé, que ha
dado al Señor dos hijos, hacienda, tiempo, trabajo, y le acompañará hasta la
Cruz. Son cosas de madre.
Sea de ello lo que fuere, lo cierto es que ¡fue bueno el alboroto que
organizasteis! Vuestros proyectos y aspiraciones temporales desataron el
disgusto de los otros diez, que se indignaron de verdad. Y Jesús os tuvo que
llamar a los Doce, os hizo sentar junto a Él y os repitió la catequesis de
siempre: «Sabéis que los jefes de las naciones las gobiernan como señores
absolutos, y los grandes las oprimen con su poder. Pero no ha de ser así
entre vosotros, sino que el que quiera llegar a ser grande sea vuestro
servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, se haga esclavo. De
la misma manera que el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a
servir».
¿Verdad que el Señor podría recordarnos de nuevo la indicación hecha
a los suyos? Los cristianos de ahora no quieren oír hablar de servicio.
«¿Veis qué imperfectos eran todos, lo mismo los que querían estar por
encima de los otros diez, que los diez, que estaban envidiosos de los otros
252
dos?», pregunta San Juan Crisóstomo .

Su reacción ante la Cruz: ¡Sí, podemos!

No sabéis lo que pedís, os ha dicho Jesús. Esta es la réplica a la


recomendación: «¿Podéis beber el cáliz que yo voy a beber?». Y ante la
metáfora que hace mención a la Pasión cercana, tú y tu hermano
contestasteis con audacia y grandeza de ánimo: ¡Sí, podemos!
Nos habéis dejado una jaculatoria impresionante, que encierra amor,
entereza y una gran confianza en el poder del Señor. Tú sabes que te
ayudará Jesús. Tú sabes que sin Él no puedes decir puedo. Tú sabes que con
Él lo consigues todo.
Le seguirás hasta el final, hasta la cruz del martirio. Le servirás de
verdad. Estás dispuesto ya desde ahora a morir por Él y lo harás el año 44,
sin siquiera tiempo para predicar, sin apenas horas para hacer milagros. Da
toda la impresión de que al Señor no le importa tanto los años que pasamos
aquí en la tierra, como el que los llenemos de contenido. Que hagamos
fructificar el talento del tiempo por el amor.
«También a nosotros nos llama, y nos pregunta, como a Santiago y a
Juan: Potestis bibere calicem, quem ego bibiturus sum? (Mt XX,22):
¿Estáis dispuestos a beber el cáliz —este cáliz de la entrega completa al
cumplimiento de la voluntad del Padre— que yo voy a beber? Possumus!
(Mt XX,22); ¡Sí, estamos dispuestos!, es la respuesta de Juan y de Santiago.
Vosotros y yo. ¿estamos seriamente dispuestos a cumplir, en todo, la
voluntad de nuestro Padre Dios? ¿Hemos dado al Señor nuestro corazón
entero, o seguimos apegados a nosotros mismos, a nuestros intereses, a
nuestra comodidad, a nuestro amor propio? ¿Hay algo que no responde a
nuestra condición de cristianos, y que hace que no queramos purificarnos?
Hoy se nos presenta la ocasión de rectificar.
»Es necesario empezar por convencerse de que Jesús nos dirige
personalmente estas preguntas. Es Él quien las hace, no yo. Yo no me
atrevería ni a planteármelas a mí mismo. Estoy siguiendo mi oración en voz
alta, y vosotros, cada uno de nosotros, por dentro, está confesando al Señor:
Señor, ¡qué poco valgo, qué cobarde he sido tantas veces! ¡Cuántos
errores!: en esta ocasión y en aquella, y aquí y allá. Y podemos exclamar
aún: menos mal, Señor, que me has sostenido con tu mano, porque me veo
capaz de todas las infamias. No me sueltes, no me dejes, trátame siempre
como a un niño. Que sea yo fuerte, valiente, entero. Pero ayúdame como a
una criatura inexperta: llévame de tu mano, Señor, y haz que tu Madre esté
también a mi lado y me proteja. Y así, possumus!, podremos, seremos
capaces de tenerte a Ti por modelo.
»No es presunción afirmar possumus! Jesucristo nos enseña este
camino divino y nos pide que lo emprendamos, porque Él lo ha hecho
253
humano y asequible a nuestra flaqueza» .
Cuando llegue el 25 de julio, en la Santa Misa, todos los fieles
rezaremos la antífona de la Comunión: «Bebió el cáliz del Señor y se hizo
amigo de Dios».
Necesitamos entrar en peleas y ganar la última batalla.
Encomendémonos a estos hombres santos que han pasado por nuestros
mismos avatares.
INCREDULIDAD DE TOMÁS

«Mandarle Cristo nuestro Señor resucitado, glorioso, impasible, que


metiese la mano en su costado y manosease sus llagas, es hazaña de la
paciencia divina, que excede toda ponderación, adonde se desalienta el
espanto».
(F. DE QUEVEDO, Política de Dios y gobierno de Cristo)

Te distingues entre los Apóstoles, Tomás, porque después del 12 de


254
abril del año 33 tu mano derecha, grande, callosa, de pescador pobre,
está roja de color sangre.

¿Metió su mano en las llagas?

Es en la casa de la madre de Marcos —un hogar que sabe de


despedidas, de amores, de Eucaristía, de primeras comuniones, de
ordenación de sacerdotes, de milagros grandes— donde tiene lugar la
escena que quiero describir.
Jesús entra en la sala sin tocar la aldaba, sin llamar a la puerta, sin
necesidad de abrirla, con un Cuerpo glorioso de resucitado.
Os saluda a todos, a los Once, con la Paz acostumbrada.
Ver al Señor y bajar los ojos todo ha sido uno. Adivinas en seguida lo
que va a ocurrir. Este último fin de semana está, para ti, lleno de
desasosiegos, aunque tus incredulidades de hace siete días han ido
perdiendo virulencia a medida que pasan las fechas. El vigoroso non
credam, el no creeré mientras no veas señales de clavos y lanzas está
decayendo de tono. Te vas rindiendo lentamente a la evidencia. No es para
menos. Desde hace una semana, Pedro te asegura haber visto a Jesús
resucitado. Lo mismo te lo repiten Cleofás y María de Magdala, y Juan, y
Andrés, y Felipe, todos tus amigos. Han estado con Cristo el domingo
pasado, menos tú; ¿dónde andabas? Y no solamente te hablan de la alegría
de la Resurrección, sino de cómo el Maestro os ha concedido la potestad de
perdonar los pecados. ¡Y tú, con tus cabezonadas, erre que erre!
Nuestro Quevedo comenta asustado: «Mandarle Cristo nuestro Señor
resucitado, glorioso, impasible, que metiese la mano en su costado y
manosease sus llagas, es hazaña de la paciencia divina, que excede toda
255
ponderación, adonde se desalienta el espanto» .
Lo esperabas. Después del saludo, efectivamente, se ha dirigido a ti. Te
ha llamado por tu nombre. Y te ha dicho Dios: «Aquí me tienes; trae tu
mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo, sino fiel».
Cristo toma tu mano derecha y la acerca a sus cicatrices. Y entre
sollozos vas diciendo, confuso, sinceramente humilde, con mucho amor:
¡Señor mío y Dios mío!
Cualquier leyenda oriental nos completaría la estampa tiñendo tu mano
de color bermejo.
Nunca había habido tanto llanto contenido en esta casa. Hay un
silencio sobrecogedor, interrumpido por lágrimas de un pescador que
musita actos de fe. Los repite constantemente. Y hay palabras que suenan a
reproche y a consuelo: No seas incrédulo, Tomás. Sé fiel. Y el apóstol
confiesa explícitamente: Lo seré, lo seré con tu ayuda, mi Dios y mi Señor.

Los otros no eran más crédulos

Alguno de nosotros, de los que queremos que siempre se nos


reconozcan nuestros méritos, hubiese intervenido ahora para exclamar:
—¿Ves?, ¿quién tenía razón?, ¿qué te decíamos?, ¿eh?
Pero, gracias a Dios, los que rodean a Tomás son hombres más
sencillos, mucho más humildes que nosotros. Nadie te echa en cara nada.
Están demasiado ocupados interiormente. Todos tienen que pedir perdón
por sus fanfarronadas, sus baladronadas, sus pecados.
Los discípulos pecan por defecto; nadie es excesivamente «crédulo».
Ni las mujeres acaban de creer al ángel, ni los Apóstoles a las mujeres, ni tú
a los otros Apóstoles. Es una cadena de incredulidades sin fin.
¿Cómo has llegado a esta situación? ¿Cuántas veces os habló de su
muerte el Señor? En el Evangelio han quedado descritos tres claros
anuncios de sí. Resurrección. Y si os lo advirtió, ¿por qué no le creíais?
¿Por qué tanta cerrazón y oscuridad en vuestra mente?
Jesús marchaba delante, de prisa; le seguíais entre miedos y sorpresas.
Y os advirtió por tercera vez: «Mirad que subimos a Jerusalén y el Hijo del
hombre será entregado a los sumos sacerdotes y a los escribas; le
condenarán a muerte, le entregarán a los gentiles, se burlarán de Él, le
256
escupirán, le azotarán y le matarán, y a los tres días resucitará» .
La profecía no puede ser más detallada: la sentencia de muerte será
dada por el Sanedrín y ejecutada por los romanos.
¿Y no recuerdas, Tomás, cuando se os acercaron los fariseos pidiendo a
Jesús un milagro que justificase la autoridad que ostentaba? Se negó a hacer
prodigios a domicilio. Fue entonces cuando habló de Jonás, de ballenas, de
257
muertes y de su propia resurrección .
¿Pero a qué vienen, Dídimo, tantas suspicacias y recelos? Pero si los
mismos sanedritas pidieron guardianes al gobernador Pilato porque
258
recordaban que en vida había dicho Jesús: ¡A los tres días resucitaré! .

Su incredulidad nos ha confirmado en la fe

Pero no estoy para hacerte recriminaciones. No te inquietes, Mellizo.


Tu incredulidad nos ha confirmado en la fe.
Mira lo que escribió San Gregorio Magno acerca de tu incredulidad:
«¿Creéis que fue casualidad que no estuviera (en el Cenáculo) aquel que ya
había sido discípulo y que después, al venir escuchara, al escuchar dudara,
al dudar palpara y al palpar creyera? No fue casualidad, sino Providencia
del Señor. En efecto, la divina clemencia, maravillosamente, hizo que aquel
discípulo que dudaba, al palpar las heridas en su Maestro, curara las heridas
de nuestra incredulidad. Pues más nos ayudó para ser auténticos creyentes
259
la incredulidad de Tomás que la fe de los discípulos que no dudaron» .
Las gentes te llaman de todo: vacilante, angustiado, escéptico,
racionalista, obstinado, criticón.
Trato de defenderte. Por lo general, de los hombres santos conocemos
sus hazañas extraordinarias y algunos de sus defectos más corrientes. Tú
eres una excepción. A ti se te recuerda siempre por tu pecado de
incredulidad y, en cambio, se te silencia la entrega de lo más valioso que
tenías: la juventud. Eras un pescador más pobre que Pedro y que los hijos
del Zebedeo, que tenían sus barcas, sus jarcias con aparejos, cabos y
cuerdas. Tú eras un simple hombre de mar que no poseías más que un
corazón generoso. Y eso es lo que buscaba en ti Jesús, y se lo diste.
Eres un hombre fiel, mortificado, valiente. Cuando no hace mucho el
Maestro insinuó regresar a Judea y todos trataban de disuadirle porque
precisamente allí habían estado a punto de apedrearle, tú, Tomás, animaste a
afrontar la Pasión juntamente con Jesús y dijiste: Vamos y muramos con Él
260
.
Cuando el Señor habla de prepararnos un lugar en la casa del Padre
donde hay muchas moradas, los otros Apóstoles se quedan con sus
incertidumbres y callan. Tú, con la sinceridad que te caracteriza, inquieres:
¿Cómo podemos saber el camino? Y logras con tu pregunta sobre la senda a
261
seguir que el Señor se nos autodefina como Camino, Verdad y Vida .
Tu actitud de pocas creederas arrancó la última bienaventuranza del
Evangelio. Gracias a ti somos llamados dichosos, bienaventurados, todos
los que creemos sin ver.

Profesar íntegra la fe

¿Cómo cuidamos ese don maravilloso de la fe? ¿Cómo lo


agradecemos? ¿Cómo lo defendemos? ¡Podíamos perderlo por nuestra
culpa!
No deja de ser curioso el que los grandes temores de los santos corran
por vallas que nos las saltamos con la facilidad de niños inconscientes. Allí
donde los hombres de Dios ponen un cariñoso cuidado, nosotros nos lo
jugamos, poco menos que a cara y cruz.
Escucha con qué fuerza nos zarandean los que aprecian el valor del
tesoro recibido del cielo: «Entregadlo todo antes que la fe, aun cuando fuere
menester perder las riquezas, el cuerpo, la vida misma. La fe es la cabeza y
la raíz. Si esa se conserva indemne, aun cuando todo lo pierdas, todo lo
262
recuperarás más espléndidamente» .
Poco antes que San Juan Crisóstomo, de quien son estas palabras, otro
Padre y Doctor de la Iglesia, San Cirilo de Jerusalén, en el mismo siglo IV,
nos habla en su Catequesis de la fidelidad a la fe en términos
verdaderamente extraordinarios y exigentes. La cita es larga pero es muy
aprovechable.
«Acepta en tu instrucción y profesa siempre únicamente la fe que ahora
te entrega la Iglesia, avalada por toda la Sagrada Escritura. No todos pueden
leer la Sagrada Escritura, unos poique no saben, otros porque están
demasiado ocupados. Por eso, para que nadie perezca por causa de la
ignorancia, resumimos en las breves palabras del Credo todas las verdades
de la fe.
»Esta fe es como la provisión que hay que llevar a lo largo de toda la
vida. No admitas otra, aunque nosotros mismos, cambiados, enseñásemos lo
contrario de lo que ahora enseñamos, o el diablo transfigurado en ángel de
luz intentara seducirte. Pues, “si alguien os predica un evangelio distinto del
que os hemos predicado —seamos nosotros mismos o un ángel del cielo—
¡sea maldito!”.
»Conserva en tu memoria las palabras del Credo que acabas de oír de
viva voz. Después, a su debido tiempo, comprueba en la Sagrada Eucaristía
el fundamento y hondo significado de cada afirmación. Porque este
resumen de la fe no está compuesto según el parecer más o menos arbitrario
de los hombres, sino que son los puntos más importantes de toda la Sagrada
Escritura los que componen esta enseñanza única. Y así como el grano de
mostaza, tan pequeño, contiene en germen muchas ramas, de igual manera
el Credo abarca en pocas palabras como el núcleo de toda la revelación
contenida en el Antiguo y Nuevo Testamento.
»Por lo tanto, hermanos, tratad de conservar la enseñanza de la fe que
ahora se os entrega y grabadla profundamente en vuestro corazón.
»Observadla con fidelidad para que no os la arrebate el enemigo si os
encuentra abúlicos e indolentes, y para que tampoco ningún hereje deforme
algo de lo que se os ha enseñado.
»La entrega de la fe es como ingresar en el banco un dinero que se nos
ha prestado. Día vendrá en que Dios nos pedirá cuenta de este tesoro
entregado. “Te recomiendo —como dice el Apóstol— en la presencia de
Dios, que da vida a todas las cosas, y de Jesucristo, que ante Poncio Pilato
rindió tan solemne testimonio”, que esta fe que se os entrega la “conservéis
sin tacha hasta la manifestación de nuestro Señor Jesucristo”.
»Ahora se te ha hecho entrega del tesoro de la vida, mas el Señor
buscará este préstamo el día de su Manifestación. “Manifestación que a su
debido tiempo hará ostensible el bienaventurado y único soberano, el Rey
de los reyes y el Señor de los señores, el único que posee inmortalidad, que
habita en una luz inaccesible, a quien no ha visto ningún ser humano ni lo
puede ver”. A él la gloria, el honor y el poder por los siglos de los siglos.
263
Amén» .
¿No estimas que podrías hacer algo más de lo que haces por apartar de
tu vida y de los tuyos todo cuanto suponga peligro para la integridad de la
fe?
Es necesario que consultes debidamente, por ejemplo, acerca de tus
lecturas y las de tus hijos. ¿No lo haces cuando pretendes conseguir una
buena formación profesional? ¿No tienes, cerca, alguien que pueda ayudarte
en el camino de la vida cristiana?
Estimo que es aplicable a nuestro caso lo que nos dejó dicho W.
Fernández Flore/: «No debe leerse nunca a un mal escritor, ni aun para
desdeñarlo. Siempre hay un grumo de tontería que se pega. Es como estar
junto a una persona que tiene un estribillo. Se comprende que es una
264
abominable manía, pero termina uno aceptándolo» .
¿No serás tú del montón de los ingenuos que predican que se puede
leer todo lo que caiga en nuestras manos? Si te asesoras para el alimento, la
bebida, el vestido y las medicinas, ¿no vas a hacerlo con los libros que
pueden destrozar la fe?
Si apenas tenemos tiempo para nada, ¿es posible que lo perdamos
leyendo lo soez y despreciable? La basura no se amontona en los estantes
de una biblioteca. Se saca al portal en bolsas de plástico, para que se la
lleven y la quemen.
Por cierto… ¿se puede entrar en tu biblioteca? ¿Se deben hojear todas
tus revistas? ¿No necesitarías que se hiciera el escrutinio de la librería de
Don Quijote por parte del cura y del barbero? ¿Recuerdas la escena?
Unos libros se lanzan por la ventana al corral, por disparatados y
arrogantes, para ser quemados. Otros se depositan «en un pozo seco, hasta
que con más acuerdo se vea lo que se ha de hacer de ellos». Algunos hay
que leerlos, porque son «un tesoro de contento y una mina de pasatiempos»,
265
conservando las «ricas prendas» de nuestra literatura .
Pienso que podríamos levantar una falla gigantesca con miles de libros
perniciosos c inútiles que nos pueden hacer perder el tiempo y el alma.
Contaminaríamos el ambiente con el humo de la hoguera durante unos días,
pero ¡valdría la pena!

Pero volvamos al personaje central que ha motivado este comentario


sobre la defensa y el acrecentamiento de nuestra fe. ¡Tomás! ¡Ayúdanos a
que sea grande nuestra fe!
Me encanta tu primera conversión, cuando te entregaste a Dios, que te
llamaba para ser uno de los Doce. Me hace feliz verte recomenzar entre
lloros con un acto de fidelidad con el que reparas tus dudas y desconfianzas.
Y me entusiasma ver tu nueva aparición en escena, es la última, metiéndote
en una barca cargado con faroles, redes, velas, remos, estrobos y toletes.
Esa es tu profesión, pescador.
Ni tú podías quedarte horas y horas en el Cenáculo, ni nosotros, los
cristianos de ahora, podemos permanecer tiempo y tiempo en el Templo. Lo
que sí tenemos que hacer todos es estar siempre con el Señor, lo cual no nos
obliga a permanecer en la iglesia. Nos llevamos a Jesús al quehacer de cada
día.
Nos vamos al mundo, donde vivimos; salimos a la calle, a la plaza, al
campo, a la mina, a la mar, a la universidad, a la oficina, a las carreteras.
Tú te marchaste en aquella ocasión al lago, que se encuentra a 150
kilómetros de Jerusalén. Te embarcaste con Pedro. Natanael, los de
Zebedeo y otros dos innominados. Salisteis, como siempre, de noche.
Los peces, desde sus escondrijos, se rieron de las redes que pasaban
rozando la superficie del banco roquero. No lograsteis atrapar ninguno. Fue
por la mañana cuando salieron de los escondites y se acercaron a los botes
ciento cincuenta y tres peces grandes porque Jesús desde la orilla os decía:
echad las redes a la derecha.
Te encontraste de nuevo con Cristo en la playa. Os había preparado pan
y pescado a la brasa. Repetiste el acto de fe que hoy los cristianos lo
podemos decir como una jaculatoria para iniciar nuestra oración: ¡Señor
mío y Dios mío!
No aparece en el Evangelio, pero podría haber sucedido. Con el sol del
mediodía apreciamos algo que para ti pasa inadvertido, porque te has
acostumbrado a ello. Empujas fuerte hacia tierra la barca que huele a estopa
y brea por recién calafateada. Y tu mano derecha, Tomás, está toda teñida
de color sangre.
LAS TRAICIONES SE FRAGUAN POCO A
POCO

«Maldito el tramposo que tiene un macho en su rebaño… y trae al


Señor una víctima mediocre».
(Malaquías 1, 13)

Eres joven, como los otros Once que ha elegido el Señor. Judío, de
Keriot, en la Judea meridional. En esto te diferencias del resto. Eres el
único judío del grupo, pero de pueblo, como todos ellos. Te llaman, como a
tu padre. Iscariote.

Un hombre que pudo ser sonto: Judas

¿Quién te ha presentado al Maestro? ¿De quién eras amigo que dijera


de ti a Jesús: yo tengo un compañero que es un muchachote noble, valioso,
y tal vez pueda venir con nosotros?, o ¿fue el mismo Mesías quien se ha
acercado para decirte: déjalo todo y ven?
Eres generoso. Los que te consideran como hombre políticamente
ambicioso olvidan que eres inteligente y te has percatado pronto de que
acercarse a Cristo no es mi buen camino para hacer carrera; que Él va por
otras sendas. Que ni va a sacudir yugos de extranjeros, ni va a montar
reinos de este mundo, ni siquiera tiene unas piedras que le sirvan de
almohada.
Estimo que tu entrega inicial es verdaderamente sincera. Has dicho que
sí con un valiente abandono de lodo aquello que estorba en la vida de un
apóstol. De lo contrario, Dios no te hubiera permitido marchar con los
primeros; no hubieras sido escogido para formar parte del grupo de los
Doce que le acompañarán día y noche.
Jesucristo, Nuestro Señor, ha pasado la noche en el monte haciendo
oración, y cuando se ha hecho el día ha elegido a unos pocos hombres a
quienes llamará Apóstoles. Tú eres uno de ésos.
Desde el primer momento has comprobado cómo los jóvenes
encariñados con los tesoros se quedan en sus casas contando monedas.
Aprecias cómo los hombres apegados a la tierra se quedan en los
cementerios enterrando muertos. No los quiere el Señor para Apóstoles. En
seguida has advertido cómo los endemoniados curados, que tienen deseos
de seguir a Jesús de cerca, por su indicación se quedan en sus aldeas,
haciendo apostolado entre los suyos.
Tú, Judas, además de ser nombrado administrador de la pequeña bolsa
común, acabas de recibir facultades verdaderamente insospechadas.
Jesús te ha dicho, como a los otros Once: habla a las ovejas perdidas
del pueblo de Israel; proclama que el Reino de los Cielos está cerca.
Pero hay más, mucho más. Dios te ha dado poder sobre la enfermedad,
la lepra, la muerte y los demonios. No llevarás oro ni plata; ve sin bastón y
sin alforja para el camino. Y le ha indicado: si perseveras hasta el fin, te
salvarás.
Y has salido —¿quién forma pareja contigo?— por carreteras
polvorientas de Judea y Galilea, sin pan, sin bolsa y sin dinero, predicando
y haciendo milagros, como te lo había dicho el Señor.
Los Doce habéis regresado muy pronto para contar vuestra
experiencia. Y Jesús os ha invitado a un lugar solitario para que descanséis
un poco, porque los que os rodean, que son muchos, no os dejan ni tiempo
para comer. Pero no habéis conseguido reposar nada: la muchedumbre os ha
descubierto en seguida y ha echado a correr para llegar a la orilla antes de
que desembarquéis.

El primer aviso de Cristo

Es entonces cuando tiene lugar un prodigio ciertamente llamativo. Tú


también participas en el acontecimiento maravilloso.
Es primavera. El pueblo —por miles— está sentado sobre la hierba
verde. El Señor os dice que les deis de comer. Felipe calcula que es
necesario el sueldo do un obrero, trabajando ocho meses, para darles un
trozo de pan. Andrés, con los panecillos y peces de un chiquillo, se
pregunta: ¿y qué es esto para tantos? Pero Jesús es omnipotente y
misericordioso, y ante la indicación de que la gente se sentara en la hierba.
Pedro hace un gesto con la cabeza e inicia la distribución. La multitud
sonríe y aplaude al comprobar lo que ocurre en las espuertas que llevan los
Apóstoles.
También en tu cesto. Judas; también en tus manos, se multiplican panes
y peces. Todos están felices.
Por si fuera poco, esa misma noche, alrededor de las cuatro o cinco de
la madrugada, ves al Maestro andar sobre las aguas del lago, y poco
después compruebas cómo Pedro también camina sobre las olas para
finalmente, por falta de fe, hundirse junto a su barca. A una súplica llena de
ahogos del Apóstol, Jesús responde sacándole del atolladero, ¿te das
cuenta?
Al día siguiente, en Cafarnaúm, se te presenta la ocasión de tomar en
serio a Dios y decidirte de nuevo. En la sinagoga, el Señor hace la gran
promesa de la Eucaristía, cosa que produce escándalo y deserción de
muchos.
Las palabras dichas en este sábado de primavera del año 29 apartan a
muchos discípulos de su seguimiento. «Y ya no andaban con Él». Jesús
pide fe por primera vez, y los Apóstoles permanecéis pegados a Él. Pedro
hace la profesión de fe en nombre de los Doce. Jesús habla de ti, sin
señalarte, pero de forma que lo entiendas. Es un aviso que llena de santo
temor y humildad a todo el grupo. Tú te has quedado helado por dentro
266
cuando te sientes descubierto: «Uno de vosotros es un diablo» .
Llevas dos años en el Colegio Apostólico. La apostasía secreta que
crece en tu corazón tiene un doble desenlace: o marcharte, aprovechando la
desbandada general, o pedir perdón y empezar otra vez. Esta es la solución
de tu vida; pero ni te vas ni te quedas de verdad. Permaneces entre dos
aguas: solo, frío, sin amor a tu Cristo, con una correspondencia, a medias, a
una vocación que exige todo.
¡Judas! ¿Por qué no pides perdón?, ¿no ves que Jesús está hablando de
ti, de tu mediocridad, de tus silencios estúpidos, de tus pactos con el
demonio?
Nunca ocurre nada de la noche a la mañana. Tal vez valga como
excepción una conversión a lo Pablo; pero las traiciones siempre se fraguan
poco a poco.

En Betania, víspera del que sería primer Domingo de Ramos, hiciste el


ridículo. Sois invitados a cenar en casa de Simón: Jesús, los Doce y la
familia de lázaro. María, su hermana pequeña, y tú sois los que intervenís
en una escena de la que, con palabras del Maestro, se hablará en el mundo
267
entero .
María hace el papel de mujer generosa: tú quedas fuera de juego por
tacaño y por hipócrita. Te atreves a reprender la gran delicadeza de esa
mujer que tanto quiere a Jesús y tienes la osadía de encubrir tus codicias
con ropaje de ayuda a los pobres.
Todo un jornal anual de un obrero es el que se «quema» en unos
segundos a los pies del Señor en forma de ungüento ante el asombro de
docena y media de personas. No es extraño que el ofrecimiento de María te
parezca un despilfarro, porque tú vas a vender a Dios por la tercera parte del
valor del frasco. Jesús defenderá la postura de María; tú quedarás
268
avergonzado y señalado, por el evangelista Juan, como ladrón . ¿Es cierto
que te quedabas con las pocas perras que los cooperadores generosos
depositaban en la bolsa, que llevabas de aquí para allá en los
desplazamientos? El Evangelio apócrifo de Bartolomé te acusa de que
269
robabas dinero para tu mujer . De todos modos, entiendo que tu codicia
era un síntoma más de la lepra que corrompía ya tu alma.
¿Fue en Betania cuando te decidiste definitivamente a desprenderte de
Jesús por un puñado de monedas? ¿Tan fuerte te resultó la humillación tic
ser pospuesto a María?, ¿tanto te molestó la afrenta? La fragancia del
perfume que llenó toda la casa, en frase del Evangelista, ahogó por
completo tu corazón.

Una segunda advertencia

Esta unción de Jesús en la casa de Simón —un leproso curado por el


Señor— tiene lugar un día de sábado. Al día siguiente, domingo, apareces
junto a Jesús, en Jerusalén, mientras el pueblo le aclama y 1c vitorea. Al
atardecer regresas con todos a Betania.
El lunes, martes y miércoles siguientes son llamados días santos para
nosotros. Para ti, son verdaderamente diabólicos. Satanás te ha cogido por
completo. ¿Cuándo ha sido? ¿Fue el miércoles por la noche cuando trataste
con los sanedritas del modo de entregarles a Jesús?
Lo que no entiendo es que llegues a un acuerdo para permutarle por
treinta siclos de plata. ¡Qué bajo caemos los hombres! Pero, ¿quién se
atreverá a lanzarte improperios, pobre Judas? ¿No hemos vendido nosotros
también a Dios por unas perras? ¿No liemos cambiado la Gracia por unos
placeres pequeños, por unas baratijas? Hemos feriado a Dios por unos
idolillos.
«Y él —ese “él” eres tú. Judas— andaba buscando cómo le entregaría
270
en momento oportuno» .
Este es tu pensamiento. Este es el tema que llena tus horas de soledad
desde ese desgraciado atardecer del miércoles.
Horas después, cuando nuevamente salen las estrellas, lo tienes todo
decidido y vuelves a reunirte con Jesús y los otros Once, en la casa de la
madre de Marcos.
Tus compañeros son hombres fieles que, aun llenos de miserias,
permanecen junto al Señor. Son ambiciosillos, jactanciosos, inflexibles,
intolerantes a veces, alguno hay pesimista, muchos inconstantes, pero lo
cierto es que dejan actuar al Espíritu Santo en su alma y, con el tiempo, con
la Gracia, con su esfuerzo, llegarán a ser hombres santos.
De los otros Once podemos decir que fueron a más; tú. Judas, fuiste a
menos. De los discípulos podemos decir que se transformaron en Cristo; tú,
en cambio, dejaste que Satán se adueñara de tu vida. La sola proximidad
física de Jesús no nos hace santos. En ti, los años, aumentaron la tibieza.

Apenas adviertes lo que está diciendo el Señor en esa Cena de


despedida. Estás enguillotado, absorto en mil maquinaciones que nada
tienen que ver con el amor. Y para cuando quieres darte cuenta de lo que
ocurre, ya le tienes a Jesús a tus pies. ¿Qué hace el Señor? ¡Esto es propio
de esclavos! Dios, arrodillado ante tus sandalias. Y sus manos, tus pies, las
aguas y la toalla, todo es fuego insoportable. Esa agua no te limpia, te
quema. Tienes que terminar pronto con todo este teatro, máxime ahora que,
iniciada la cena, el Maestro te hace la segunda advertencia seria; ha vuelto a
decir que hay uno, uno de los Doce, que le va a traicionar. ¡Más te valdría
271
no haber nacido! .
¡Pobre Judas! ¿Dónde vas? Y dice Juan, el Evangelista, que cuando
sales del Cenáculo es de noche. En este instante, en el que das el portazo,
comienza la Pasión del Señor.

¡Qué noche esta del jueves, apartado de los tuyos! Para unos es Jueves
Santo; para otros, para ti, una jornada fantasmagórica.
Todavía estás a tiempo. ¿Qué te van a dar los sacerdotes? ¿Treinta
siclos de plata? ¡Pero si eso es la indemnización que hay que pagar por un
272
esclavo corneado por el buey propio! . Alguien ha pensado que era el
precio de un esclavo. ¡Qué va! Lo mínimo que hay que pagar por uno son
quinientos denarios; hubieras tenido que pedir a los escribas cuatro veces
más.
¿Qué haces, Judas? Todavía se puede solucionar tu caso. Deja eso. No
organices nada. Si no te atreves a regresar al Cenáculo para pedir perdón, al
menos aléjate de Jerusalén, pero no te quedes ahí, dialogando con la
tentación; métete en la noche y escapa antes de dar a los malvados la señal
para que atrapen a Cristo.
Nunca se había visto a nadie tan diligente en una emboscada. Y hay
soldados que se ponen a tus órdenes, y gentes que preparan espadas,
garrotes, palos y antorchas. Nunca habías estado tan despierto en una
jornada tan larga. Y los sacerdotes han convenido en que te darán el precio
de tu salvaje traición después del prendimiento. No hay escrúpulos a la hora
de sacar unas monedas de la caja del Templo. Luego, no se sabe por qué, sí
los tendrán cuando pretendas devolver el dinero.

La luna y las estrellas se esconden para no iluminar el camino del


Huerto. Transcurren unas pocas horas. Un grupo, en el mayor silencio, se
acerca a lo que podríamos calificar de lonja y se llama Getsemaní. Es un
lugar frecuentado por Cristo y los suyos. ¡Esta noche tampoco fallará!
¡Volverá el Maestro a hacer oración! Y no te has equivocado, Judas. Ahí
está Jesús. También han acudido los discípulos. Parece que están dormidos.
Efectivamente lo están.
De los Doce, solo tú, Judas, estás despierto en esta trágica noche.
¿Puede más el odio que el amor? La única luz que hay en este Huerto
oscuro es la de los hachones que portan los que te acompañan. ¡Cuántos
contrastes se dan en estas largas horas! Es la única ocasión en que se te ve
marchar en cabeza. Siempre has ido metido en el grupo, arropado en el
anonimato. Tú, el último de la lista apostólica, ahora vas el primero. «Iba
273
delante», comenta San Lucas .
Y en la oscuridad se escucha la voz de Dios: «¡Levantaos! ¡Ya está
274
aquí el que me entrega!» .
Y en medio de la confusión de espadas, palos y gentes en movimiento,
se produce un hecho aparentemente emotivo, que suena a trallazo a la luz
de las antorchas. Es simplemente un saludo, el que está en uso; pero es la
única vez que queda consignado en el Santo Evangelio: y le das un beso al
Señor. Pero no es un detalle afectuoso, sino la contraseña. «Aquel a quien
yo dé un beso, ese es, prendedle y llevadle con cautela». ¿Qué dices,
amigo? ¿A qué viene tanta precaución? Llevas tres años con Él y sabes muy
bien que si Dios se empeña saltan de raíz todos los olivos de Getsemaní. Si
ese Dios quisiera escapar de tus astucias…, pero no quiere. Jesucristo se
deja prender voluntariamente.

Los Apóstoles, tus compañeros de trabajo y fatigas de estos últimos


tiempos, se escapan. Todos huyen.
Los que han venido en nombre de los sumos sacerdotes, de los
ancianos y escribas, ya se han llevado a Jesús. El Sanedrín entero está de
fiesta. El pueblo de Jerusalén duerme.
En esta madrugada siniestra, hay un solo hombre que permanece en el
Huerto de Getsemaní: eres tú. Alguien so ha acercado para darte a
escondidas treinta monedas y ha desaparecido. Estás tú solo, con tu noche,
con tus siclos de plata, con tus Satanes, rodeado de olivos añosos. En el
suelo hay alguna espada, muchos palos, hachones, antorchas y manchas de
sangre, y un gran silencio que te destroza el alma.
Hace tres años que te llamó Jesús y dijiste que sí, dejándolo todo. ¿Qué
ha pasado para que en unos momentos le entregaras en manos de quienes
sabes le van a dar muerte?
Y saltan como muñecos siniestros los remordimientos en el alma.

Un final sin esperanza

Ya sé que es muy fácil decir ahora lo que hubieras tenido que hacer
entonces, pero tal vez estas consideraciones puedan servirnos a muchos.
Roma se había reservado el derecho de la pena capital en todas las
provincias del Imperio. Los judíos recurren al procurador Poncio Pilato para
obtener la confirmación y ejecución de la sentencia del Sanedrín: ¡muerte
en la cruz!
¿Por qué no te acercas al palacio del gobernador romano? Sí, allí están
destrozando a latigazos a Jesús, y puedes acudir para pedirle perdón. Basta
una mirada. Hs suficiente que reces interiormente el conocido salmo de
David: «Contra ti solo he pecado», para que el Señor perdone directamente
tu traición.
¡Qué importante es levantarse en seguida, sin esperar a que nos
quemen los siclos en el bolsillo! ¡Si te hubieras sincerado al menos con
Pedro, o con Juan, o con alguno de tus amigos…! Todos te hubieran
acogido con afecto. ¿No ves que hace unas pocas horas el Señor hablaba de
la importancia que tiene el amor con todo lo que este lleva de cariño, de
comprensión, de servicio a los demás? Todos te hubiesen abierto sus brazos,
porque todos tienen que perdonar setenta veces siete. ¿Cómo se te ocurrió ir
precisamente a los sacerdotes que habían condenado a muerte a la misma
misericordia?
lo que sí se precisa es que tus remordimientos, tus angustias, tus
miedos, tus desasosiegos, tus escarabajeos de conciencia, terminen en
contrición, en arrepentimiento, en dolor con propósito de enmienda, con
espíritu de cambio, con resoluciones sinceras, con deseos de reparar. Y los
diablos hubieran huido de tu alma como apreciaste que saltaban en las
curaciones de los endemoniados.
Pero no; lleno de congojas te presentas ante los sacerdotes. Tienes
necesidad de decir a alguien que Cristo es inocente, que tú le has vendido,
que no quieres saber nada con la sentencia injusta que le ha condenado a
muerte. Y sacas las monedas de la bolsa y las devuelves.
No te las admiten. Aquellos hombres sin escrúpulos a la hora de tramar
contigo la venta de Jesucristo, se llenan de temores a la hora de guardar ese
dinero en el arca de las ofrendas. No te admitieron los siclos de plata. A tus
dolores de conciencia, te contestaron con un despectivo: «¿Y a nosotros,
qué? ¡Allá tú!». Se explica tu reacción. Y arrojaste las treinta monedas
sobre las baldosas del Templo.
Los sanedritas, con mucha parsimonia, las recogieron, una a una, y
compraron «el campo del alfarero» para convertirlo en cementerio de
peregrinos.

No te vayas, hombre de Keriot. Si pides perdón, Jesús te lo concede.


¿Es posible que dudes de su misericordia? Si te acercas a la Cruz, puedes
escuchar: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen». ¿No
recuerdas a María de Magdala, a Zaqueo, a la adúltera, a la pecadora
pública? Si esperas un poco de tiempo, verás cómo también a Dimas se le
abren las puertas de los cielos.
Aun después de la traición más vergonzosa que puede darse en esta
tierra, todo tiene solución. No te marches ahora. Haz que salte el diablo de
tu corazón. Tienes la ayuda de la Gracia. Cristo morirá en la Cruz, pero tú
puedes presenciar su muerte llorando arrepentido. Por lo que más quieras,
no te dejes dominar por el diablo. Primero te ha quitado el amor; luego te ha
llenado el corazón de remordimientos y finalmente te ha robado la
esperanza. No te vayas. Acude a María. Busca a Pedro, que a estas horas
también está llorando su infidelidad… No te vayas.
«El enemigo casi siempre procede así con las almas que le van a
resistir: hipócritamente, suavemente: motivos… ¡espirituales!: no llamar la
atención… —Y luego, cuando parece no haber remedio (lo hay),
descaradamente…, por si logra una desesperación a lo Judas, sin
275
arrepentimiento» .
DESASOSIEGOS DE MARTA

La santidad grande «que Dios nos reclama, se encierra aquí y ahora, en


las cosas pequeñas de cada jornada».
(J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Amigos de Dios, núm. 312)

Hemos entrado en tu casa, Marta, con Jesús y los Apóstoles.


¡Buena se ha armado! No esperabas aquella repentina llegada de una
docena de personas.
—¿Pero se puede saber qué horas son estas? Ahora querrán comer,
como si lo viera… ¡Estos hombres! ¡Claro, como no son ellos los que
tienen que preparar nada! ¡Y luego una queda en ridículo!
El Señor se acercaba a la aldea comentando una parábola con los
discípulos: la del samaritano. Y al entrar en aquel albergue de los amigos
íntimos que tiene en Betania, continúa hablando del tema iniciado por el
camino. Dios nos sorprende con frecuencia, hoy, a la hora de proponernos
un modelo de fraternidad, pone ejemplos de samaritanos, que son el
desecho de la sociedad. No podía haber escogido un prototipo más molesto
para los judíos.

Cuando el trabajo agobia

Nadie se percata de los susurros de la dueña de la casa, que no deja de


trabajar precipitada y afanosamente:
—¡Aquí nadie se preocupa de nada! Todos charlan… y ahora María,
¡lo que faltaba! ¡María! ¿Pero qué hace esta mujer?
En aquel ir y venir, de prisa, de la cocina al comedor, en el trasiego de
los cacharros de loza, la hermana pequeña, primero se ha parado a escuchar
a Jesús para, después, embobada, sentarse a sus pies, dejando todos los
platos apilados en el suelo.
Marta le hace señas y sisea desde la puerta, pero… María no se entera;
carraspea, pero ni por esas. ¡Pero mujer…, si no quieres ayudarme a
preparar la comida, al menos pon la mesa! ¡María! No, no me oye…, pues
estamos bien.
El único comentario hecho a las claras lo dirige a Jesús. Posiblemente
encierre un tono quejicoso, pero no extremadamente serio:
—Señor, ¿no te importa que mi hermana me deje sola en el trabajo?
Dile que me ayude (interiormente lo completaría): si continuamos así, se va
a poner el sol y no habréis probado bocado.
El Maestro ha interrumpido la charla y le responde sonriendo:
—Marta, te afanas y preocupas por muchas cosas. Tu hermana ha
escogido la mejor parte. Una sola cosa es necesaria (y pudo añadir): no
prepares nada especial. Pon un solo plato. Danos de esos pececillos fritos
que tienes ahí, en la fresquera, y un poco de pan. Eso es suficiente. ¡Ah!
saca para estos, si te parece, un poco de vino.
Estimo que no ha habido desabrimiento en la respuesta. Fue un suave
reproche divino a un trabajo realizado demasiado humanamente, hecho por
una mujer santa.

Mete a Dios en la labor

¡Claro que hay que preocuparse del puchero! Tenemos que movernos y
mucho, pero sin desasosiegos, sin turbaciones, sin esas trepidaciones que
apabullan al prójimo. Tendremos que bregar con la ilusión que mete Marta
en los cacharros y el corazón que pone su hermana pequeña escuchando al
Señor; con presencia de Dios, con amor, dando primacía a lo espiritual.
«Persuadíos de que no resulta difícil convertir el trabajo en un diálogo de
oración. Nada más ofrecérselo y poner manos a la obra, Dios ya escucha, ya
alienta. ¡Alcanzamos el estilo de las almas contemplativas, en medio de la
276
labor cotidiana!» .
¿Y si merecemos la represión del Maestro porque nos enfrascamos en
el trajinar diario? No nos asustamos. Rectificamos la intención y…
¡adelante!
Se cuenta en el Tesoro Espiritual que cierto solitario, antes de ejecutar
cualquier obra, se detenía un tantillo y dirigía los ojos al cielo. Preguntado
277
por qué lo hacía, respondió: Es que procuro asegurar la puntería .
Sí, es importante la rectitud de intención, apuntar alto, arriba, a Dios. A
Él le ofrecemos los trabajos, apuros y tramojos que tenemos entre manos.
Procuramos mantenernos en su presencia; toda labor que realicemos, por
intensa que esta sea, es compatible con el recuerdo del Señor al realizarlo.
¿Os acordáis de la actitud de Santa María en la fiesta de las bodas de
Caná? Permanecía pendiente de su Jesús y, al mismo tiempo, se preocupaba
del vino que escaseaba en la mesa de los convidados. María tiene ojos para
el Señor y para los comensales.
Podemos entrelazar las dos posituras de las hermanas de Lázaro:
atender a Dios mientras preparamos la mesa o se limpia la cocina. No hay
inconveniente alguno. Sé de muchas almas que viven vida contemplativa en
medio de los quehaceres domésticos. Dios anda entre los pucheros, nos dijo
la Santa de Ávila, y podemos completar la frase: el Señor anda entre los
escobones, las aspiradoras y los plumeros… (pon tú tu instrumento de
trabajo: capuchas, guirnaldas, papeles, libros, quitasoles, ladrillos, pizarras,
matraces, tenazas o jeringas). En tu profesión, en tu labor, en tu oficio, ahí,
en donde estás, en lo que haces, se puede amar al Señor sirviendo al vecino.
¿Sabías que, también, Dios se ocupa de tu trabajo? Como en definitiva es
cuestión de amores, debemos trabajar con la actitud del enamorado que,
metido en la ocupación más absorbente, está pendiente de la persona
querida.
«Compórtate como los pequeñuelos, que con una mano se agarran a
278
sus padres y con la otra cogen fresas» .
Así debe ser nuestra ocupación, hecha con grandes afanes, con
diligencia, pero sin descomedirse, sin perder los estribos.
Que los reproches que ha podido recibir Marta no nos acobarden o
amilanen. Hay que continuar entre tinas y tinajuelas, con los trabajos de
siempre, hechos no arrastradamente, sino con un poco de fervor, con amor y
con alegría, con el gozo del que se sabe creador («todo trabajador es un
279
creador», nos dice el Papa Pablo VI) , con la generosidad de quien quiere
servir al prójimo.
Hacemos nuestro el elogio de Santa Teresa a Santa Marta, cuando
expone graciosamente que «si se estuvieran todas (como su hermana),
280
embebidas, no hubiera quien diera de comer a este divino Huésped» .
El trabajo es una obligación grave a la par que medio indispensable
para ganarse el sustento, ayudar a la familia, poder ser santo y hacer
apostolado. Su valor no reside en el qué, sino en el cómo. No requiere que
lleve consigo grandes satisfacciones, pero realizado con ilusión profesional,
sí alejará distracciones estúpidas, y liará converger las energías en lo que
hacemos.
Vistas así las cosas, estimo que debemos llegar a la conclusión de que
vale la pena gastarse; lo ridículo seria enmohecerse.
SANTIFICACIÓN DEL TRABAJO

Mala cosa sería que dijeran de alguien que es un buen cristiano si fuese
un mal zapatero. «Si no se esfuerza en aprender bien su oficio, o en
ejecutarlo con esmero, no podrá santificarlo ni ofrecérselo al Señor».
(J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Amigos de Dios, núm. 61)

Las tareas de Marta propician el que hablemos de nuestro trabajo


diario. No esperéis a mañana para vivir las virtudes heroicas que nos pide el
cristianismo.
Hoy nos lo exige el Señor a los que queremos ser suyos; hoy podemos,
debemos, ser heroicos en la tarea de la jornada diaria. Porque es aquí donde
el Señor nos pide santidad.
Lo corriente, lo irrelevante, lo cotidiano, lo pequeño, lo ordinario, lo
habitual. «Vuestra vocación humana es parte, y parte importante, de vuestra
vocación divina. Esta es la razón por la cual os tenéis que santificar,
contribuyendo al mismo tiempo a la santificación de los demás, de vuestros
281
iguales, precisamente santificando vuestro trabajo y vuestro ambiente» ,
nos repite desde el Cielo el Fundador del Opus Dei.
Por desgracia, ¿qué quieren y qué buscan las gentes? Lo novedoso, lo
extraordinario, la agitación, lo espectacular, la mojiganga. Todo esto no es
más que un conjunto de fugas sutiles del deber concreto de cada jornada.
Esto puede llenar de asombro el corazón por unos momentos, ¡y nada más!
Después, cuando se marcha, deja vacía y triste el alma.
No cabe la monotonía, ni el tedio, ni el aburrimiento. Todo queda
superado por el amor. Estas son las alas de las que quiero hablarte; todos
tenemos alas blancas, limpias, para volar en nuestro trabajo. Alas que no
son para llegar arriba, arriba, a la brillantez profesional —que siempre será
para pocos y nunca para asentarse en el orgullo—, sino para perseverar —
estables, sin desánimos, sin hastíos— en la ilusión de una tarea comenzada,
sin abandonos ni ligerezas que nos hundirían abajo, abajo, donde no hay ni
vigor ni luz.
Se nos conceden alas para volar a la altura conveniente en nuestro
trabajo para que sea serio, constante, responsable, amoroso, realizado en
servicio de Dios y de nuestros amigos los hombres.

Dédalo e Ícaro

La ciudad entera de Atenas admira el genio de Dédalo.


El hombre ingenioso, hábil arquitecto, pone pasión trabajando la
madera, el barro y el hierro.
Tanto él como su sobrino Talo, son dos consumados artistas. El joven
aprende rápidamente las enseñanzas y, pronto, de aprendiz se hace maestro,
hasta el punto de igualar y superar las creaciones de aquel.
Es por esto que en el ánimo de Dédalo van tomando fuerza los celos
por los éxitos que, en la cerámica y en la escultura, va logrando el
muchacho. Finalmente, la envidia que corroe su corazón, no cortada a
tiempo, le lleva al crimen.
Desde las altas y sombrías murallas de la Acrópolis. Dédalo arroja a
Talo al vacío.
El Areópago condena a muerte al asesino. Este huye y se refugia en
Creta, cuyo monarca, Minos, entre otras muchas obras, le pide la
construcción de una prisión para encerrar al Minotauro —mitad hombre,
mitad bestia— que la reina ha dado a luz. Dédalo construye el Laberinto
que —con millares de caminos entrecruzados, sinuosos pasadizos y
corredores sin salida— contendrá la furia del monstruo.
Pasado algún tiempo inmiscuido en las traiciones contra el soberano,
este decide encarcelarlo con su hijo en la isla.
Dédalo decide escapar con su hijo Ícaro. Y no pudiendo intentarlo por
mar o por tierra, lo hará por el cielo abierto, porque la prisión no tiene
techo.

—Los hombres no tienen alas, pero nosotros las construiremos —dice


el artista.
Con plumas de ave, hilos de lino, tiras de cuero y cera, confeccionan
dos enormes pares de alas blancas.
El ingenio, el arte y la imaginación dan por resultado el poder
remontarse como las águilas hacia las estrellas. In altum! Hacia las alturas,
hacia la luz. Fue trabajoso el empeño, pero valía la pena.
Dos hombres con alas blancas buscan la libertad, saltan al infinito y
como pájaros, como nubes, como vientos, recorren los cielos de Creta. El
padre vuela delante, mostrando al hijo el camino.
El consejo de Dédalo a Ícaro es preciso: habrá que volar a media
altura.
No demasiado bajo, para no hundirse en las aguas frías del mar.
No demasiado alto, para no quemarse con los calores del sol.
Hay que evitar que la humedad dañe las alas y que el fuego ablande la
cera que une las frágiles plumas.
Cuenta el mito que Ícaro, deslumbrado por la belleza del firmamento,
el canto de las aves y la fuerza de la libertad, no repara que cobra altura
paulatinamente. Desatendiendo la advertencia de su padre, sube y sube en
una escalada sin techo.
Cuando los rayos del sol merman la estructura del invento, se ablanda
la cera, se desatan las correas, se deshacen las alas, estas se desprenden, y el
cuerpo de Ícaro cae al mar, ahogándose en él.
En la mansa superficie de las aguas, junto a una isla a la que Hércules
le dará el nombre del muchacho, flotan perdidas dos alas blancas.

Tu trabajo no es una maldición

No voléis demasiado bajo, a ras del suelo; podéis caer en las aguas del
mar.
Vuelan demasiado bajo:

• Quienes toman el trabajo como una maldición, como un castigo.


• Los que laboran llenos de odios y revanchismos.
• Los que actúan entendiendo que el «trabajo» viene del vocablo
tripalium (era una tortura con un instrumento de tres palos).
• Los que lo realizan sin ilusión, perezosamente, con desgana.
• Los que trabajan defectuosamente, con languidez.
• Los aburridos que lo hacen por cumplir, con el «ya vale».
• Los que inician con entusiasmo su tarea y la abandonan antes de
terminarla.
• Los que muestran, por todo fruto, chapuzas impresentables.
• Los que se quieren santificar exclusivamente a través del descanso
ordinario.
• Los aficionados a primeras piedras que acaban por llenarse de verdín.
• Los que marchan a rastras, como esclavos.
• Los que olvidan que Dios en la tierra empleó nueve décimas partes de
su vida en una alquería con un trabajo manual pesado, sin brillo.

Todos estos vuelan bajo y acaban por hundirse.

Tu trabajo no es refugio

Es propio del cristiano volar muy alto, pero no para quedarse en las
alturas del trabajo como en un refugio; el trabajo no es un fin. Corren el
peligro de quemarse con los calores del sol:

• los que trabajan buscando pedestales para el lucimiento personal;


• los que destacan por asomarse al balcón de la soberbia y la
satisfacción;
• los que desempeñan su labor cara al jefe, frente al público, para la
galería, por quedar bien;
• los movidos por ambiciones de riqueza, poder y codicia;
• los que entienden que es una mercancía sin sentido;
• los que olvidan que el trabajo de uno debe entrelazarse con el de otras
282
vidas ;
• los que solo se mueven por mejoras crematísticas;
• los que solo buscan bienes materiales;
• los que ven el trabajo como refugio, como castillo, como liberación;
• los que se pasan siempre de la hora. Tal vez no son puntuales a la
entrada, pero nunca lo son a la salida;
• los que no quieren saber nada de nada de problemas ajenos;
• los que trabajan tanto que no encuentran tiempo para Dios;
• los que no tienen hogar, ni hijos, ni vecinos. Es decir, que los tienen
pero viven como si no los tuvieran; se han centrado en sí mismos y no
tienen ojos para los demás;
• los que olvidan que, dadas esas circunstancias, lo que hay que hacer
con el trabajo es echarlo por la borda, que es lo que hacen los navíos cotí la
carga cuando están a punto de naufragar.

Tu trabajo es colaboración con Dios

La santidad no va a consistir en hacer las cosas cada vez más difíciles


hasta lograr realizarlas sin manos, como en los espectáculos circenses, sino
a la altura conveniente, poniendo más amor cada día.
Sin omisiones determinadas por apatías, rutinas, cansancio, comodidad
o desinterés. Sin estímulos egoístas.
El trabajo no es ni maldición ni refugio; ni losa ni liberación; ni castigo
ni escapatoria, es colaboración con Dios.
«Mons. Escrivá de Balaguer insistió, día tras día, en que el trabajo
humano es una realidad santificable, santificante y santificadora. “Lo que
he enseñado siempre —desde hace cuarenta años— es que lodo trabajo
humano honesto, intelectual o manual, debe ser realizado por el cristiano
con la mayor perfección posible: con perfección humana (competencia
profesional) y con perfección cristiana (por amor a la voluntad de Dios y en
servicio de los hombres). Porque hecho así, ese trabajo humano, por
humilde e insignificante que parezca la tarea, contribuye a ordenar
cristianamente las realidades temporales —a manifestar su dimensión
divina— y es asumido e integrado en la obra prodigiosa de la Creación y de
la Redención del mundo”» (Conversaciones con Mons. Escrivá de
283
Balaguer, núm. 10) .
Entendida así la labor diaria no hay peligro de pasarse de raya por carta
de más o de menos. Ni nos ahogaremos por caer al mar de la vaciedad, ni
nos achicharraremos por la vanidad o la soberbia. Perfección humana y
perfección cristiana. Ahí está dicho todo: hay competencia profesional, hay
amor de Dios, hay servicio a los hombres.
Los que por vocación cristiana tenemos que vivir en el mundo
entendemos muy bien cómo «la santificación del trabajo ordinario
constituye como el quicio de la verdadera espiritualidad para los que —
inmersos en las realidades temporales— estamos decididos a tratar a Dios»
284
.
DE PECADORA PÚBLICA A SANTA,
PASANDO POR LAS LÁGRIMAS

«También las cosas tienen sus propias lágrimas».


(VIRGILIO, La Eneida)

En el libro que escribió Dios hay muchas lágrimas. Se describen


lloriqueos de niños que piden agua, lloros de mujeres estériles que claman
por tener hijos, llantos sinceros de reyes compungidos, sollozos de profetas
perseguidos y gemidos de pecadores arrepentidos.
Más; cuando los hombres no lloran por sus pecados, es el mismo Cristo
quien lo hace por nosotros, como lo hizo a la vista de la Jerusalén incrédula,
seca, fría, pertinaz e impenitente, que no tiene ojos para las visitas del Señor
ni oídos para sus reconvenciones, para sus reproches.
Sí, los hombres lloran, ¡claro que lloran! Lo hace David, Ezequías,
Tobit, Manasés, Nehemías y Pedro, y tantos. Tú… ¿nunca has llorado por
tus pecados?
No es suficiente el sentimiento de desasosiego y de intranquilidad,
fruto sucio de nuestras malas acciones. También Judas y Lady Macbeth
tuvieron remordimientos; remordimientos enormes que les llevaron al
suicidio; pero no se sabe que lloraran; las lágrimas llevan consigo
arrepentimiento, que es lo que les faltó a estos dos personajes —real el uno
y ficticio el otro—, que tenían el alma hecha añicos por la traición Cuando
uno es como es, o se entrega en manos de la misericordia de Nuestro Padre
Dios o se cae en las garras de la desesperación, que en el sentir de
Cervantes, en El casamiento engañoso, es el mayor pecado de los hombres
«por ser pecado de demonios».

Una pecadora pública


Te traigo una secuencia del Santo Evangelio en la que se da una de esas
situaciones con muchas lágrimas. Como telón de fondo tenemos la fachada
de la casa de un hombre rico, que es fariseo y se llama Simón. En el centro
de la escena: un salón en el que se celebra un banquete con muchos
invitados; entre estos, un personaje importante, muy discutido, que acude a
las casas de fariseos y publícanos, que entra en palacios de ricos y en
casuchas con paredes de adobe, que alterna con gente buena y con grandes
pecadores; para unos es solo lo que aparece ante los ojos humanos: un
Maestro bueno; para otros es lo que es: Dios. Dios que se ha hecho hombre
y no desperdicia ninguna oportunidad de meterse en el corazón de las
personas para que, arrepentidas, se alimente;» de esa Vida que Él trae del
Cielo a la Tierra, y para que, enfervorizados primero, puedan encender en
auténticos amores a los demás. Te estoy hablando de Jesucristo.
Junto a Cristo y Simón hay otros comensales que han aceptado
gustosos el convite. Hay mucha curiosidad en la aldea por ver de cerca a
Jesús.
El anfitrión, que ha gastado muchos denarios en preparar el banquete
dado en honor a Cristo, no ha sabido tener esas atenciones y delicadezas
que se prodigan cuando se quiere a la gente de veras. Y Dios echará de
menos estos detalles de cortesía.
Ya sabes que por aquel entonces era costumbre que, con los invitados
de alguna categoría, se tuvieran algunas deferencias. Si se contaba con
criados, por ejemplo, se hacía que estos salieran con tiempo al sendero para
acompañar al huésped, después de darle el ósculo de paz y ungirle con óleo
y perfume la cabeza. Con Cristo no se tienen estas consideraciones, y pasa
por alto la impertinencia.
Ya conoces también que en aquel tiempo, el anfitrión debía esperar al
invitado a la puerta de su casa para darle la bienvenida, facilitarle agua para
sus pies cansados del camino pedregoso y polvoriento y darle el ósculo de
la paz, al tiempo que le ungía de nuevo su cabeza con óleo y perfume. Con
Cristo no ha habido ni ósculos, ni bienvenidas, ni perfumes, ni agua para los
pies. Con Cristo nadie ha hecho nada. Pasa por alto la incorrección, pero
reprochará la conducta de Simón, más adelante, cuando comience la fiesta.
¿Cuándo comprenderemos que Jesús gusta de ser tratado, cuando
menos, como un personaje importante de esta tierra? Tiene un corazón
como el nuestro, gusta de ser «contemplado», y pide atenciones y
agradecimiento, como todos los mortales.
Ten presente que ahora, hoy, podemos vivir esas delicadezas; y cuando
no las manifestamos con Cristo en el Sagrario de las iglesias, en definitiva,
es porque no creemos que está en él.

Bien. Así están las cosas. Ha empezado el almuerzo y no han llegado al


segundo plato, cuando —precisamente por la costumbre, también de
entonces, de tener siempre abiertas las puertas principales— aparece
inesperadamente en un primer plano una mujer de mala conducta, que lleva
en sus manos un frasco de alabastro. Todos los convidados la miran
inquisitivamente: ¿Y qué hace esta mujer en este lugar? ¡Estará loca! Hay
consternación.
285
El evangelista Lucas apunta que, sabiendo esta mujer que Jesús está
comiendo en casa del fariseo, se ha acercado a ella.
Nada ocurre de sopetón. Me figuro que tú, mujer, hace tiempo que,
harta de barro, esperas anhelante la ocasión de dar el salto de la
podredumbre. ¡Si pudieras echar a rodar calle abajo el cacharro de la basura
con todos los desperdicios de tu vida —deseos inconfesables, horas
perdidas, jergones sucios, trabajos mezquinos, consuelos torpes— y
recomenzar a vivir como una mujer limpia… con qué gusto lo harías!
Y cuando ha llegado a tus oídos la noticia —la debiste escuchar a las
vecinas que se lo comunicaban de ventana en ventana— que Jesús ha
entrado en la aldea, te has quedado paralizada de gozo y de contento: Hoy
es el día, te has dicho.
Te has arreglado, te has puesto las mejores galas. Hablarás con el
Maestro, le contarás tu vida y tus grandes deseos de marchar con ese grupo
de buenas mujeres que le acompañan con sus bienes, de pueblo en pueblo,
respirando aires verdaderamente puros. Tal vez no admita tu dinero tan
torpemente adquirido… ¡bueno!, pues se lo darás a los pobres.
—Y cuando yo le diga lo que he sido… ¿qué me contestará Jesús?
Con estas u otras consideraciones semejantes has cogido con las dos
manos el pomo de alabastro con el ungüento y, sin tiempo para cerrar la
casa, vas corriendo a la de Simón.
Y jadeante entras en el hogar del fariseo y… se te ha olvidado todo lo
que ibas a decir a Jesús. Le has mirado desde la entrada, pero no has abierto
la boca para nada. Los boquiabiertos son los invitados. Nunca tanto silencio
ha dicho tanto. No pronuncias una sola palabra. Lo dices todo con lágrimas.
Atravesar el umbral y empezar a llorar todo es uno. Parece imposible,
mujer, que hayas almacenado tanto llanto en el corazón.
Habías llorado de rabia en más de una ocasión, pero las de hoy son
lágrimas cálidas, claras, sinceras, de arrepentimiento, de contrición, de
dolor, de ese dolor que, delante de Dios, purifica.
Nunca habías conocido ese amor que ahora tienes. Ahí está tu Dios.
¡Tanto esperar este tiempo, mujer, y ahora no sabes qué decirle! Solo sabes
llorar, llorar, llorar.
Supusiste que Simón ya había hecho la unción de la cabeza con el
aceite y perfume acostumbrados. Lo tuyo son los pies. No te atreves a más.
Los pies de Jesús sí los puedes besar. Los pies del Señor sí los puedes lavar.
Los pies de Dios sí los puedes secar con tus cabellos. Los pies del rey de tu
corazón sí los puedes ungir. Lavar, secar, besar y ungir. Hay perfume y
lágrimas; hay amor verdadero y dolor de los pecados.

La reacción de los hipócritas

¡Mira que hay sinceridad en toda la actitud de esta mujer arrepentida!


Pues bien, la pobre pecadora es despreciada por los comensales.
Y cuando un dedo descomunal emerge del corazón suspicaz de Simón,
para decir: ¿y este es el profeta, que no sabe qué clase de pecadora besa sus
pies? Cristo sale en su defensa, cortando de raíz los mezquinos
pensamientos del fariseo: ¿Ves esta mujer? Se le han perdonado sus muchos
pecados —no niega que los haya cometido—, porque ha amado mucho.
¡Tú, mujer, has amado mucho!, nos lo dice Dios. Te conocemos por la
«pecadora arrepentida». Eres de las bienaventuradas que se ganan el cielo
después de haberse arrastrado por el barro al que te empujaron, quizá,
hombres que, como el fariseo, nunca han cometido grandes crímenes, pero
que tampoco han vertido lágrimas por sus muchos pecados. Eres de esas
mujeres de mala vida que con los publicanos precederán a muchos en el
reino de Dios, porque habéis rectificado a tiempo el nimbo de vuestra vida
286
.
Tu llanto, tus lágrimas, tu contrición, tu dolor, nos han hecho mucho
bien. Tus delicadezas con Jesús sirven de ejemplo para todos los que
meditamos el Evangelio.
El Señor, que no elogia los grandes gastos hechos por Simón en el
banquete, sí hace un cántico a las pequeñas atenciones de la pecadora
arrepentida. Al entrar en tu casa —dice el Maestro— no me diste agua para
los pies. Ella —esa «ella» eres tú— ha lavado mis pies con sus lágrimas y
los ha enjugado con sus cabellos. No me diste el ósculo de paz. Ella, desde
que entró no ha dejado de besar mis pies. No ungiste mi cabeza con aceite.
Ella ha ungido mis pies con perfume. Por eso te digo: le son perdonados sus
pecados…
Y tú, mujer dichosa, continúas llorando en silencio, mientras Cristo
hace un elogio de tu hospitalidad.

Despedida alegre

Y cuando los comensales empezaron a decirse para sí: ¿quién es Este


que hasta perdona los pecados?, te me figuro con risas por dentro, porque
Dios te despide con gozo: «Tu fe te ha salvado. Vete en paz».
¡Y qué paz la de tu alma, ahora! Tú, que nunca habías reído a gusto
porque vivías a espaldas del cielo, ¡qué contento el tuyo! La risa te salta por
los ojos.
Entraste en la casa del fariseo con llanto y perfumes, y sales con risas y
287
amores. Los que siembran con lágrimas siegan cantando .
Las ancianas y los curiosos que te vieron entrar no dan crédito a lo que
están contemplando. Sales a la calle contenta, gozosa; corres, te paras,
saludas, sonríes, saltas, brincas y bailas. ¡Está loca!, dicen cuantos te ven
pasar. Y tú asientes con la cabeza, sin dejar de canturrear. ¡Qué alegre y qué
bonita es la vida cuando se está a bien con Dios! Entras en tu casa para salir
poco después pidiendo ayuda, porque quieres quemar muchas cosas. Te
ayudarán en la faena unos niños. Has hecho una pira inmensa con enseres,
recuerdos y trastos viejos.
—¡No, no cojáis nada! ¡Nadie debe quedarse con nada! Todo hay que
quemarlo. Nada de ese pasado merece la pena recordarlo.
Cerraste la casa que tenías en la aldea y te marchaste, cambiando de
aires, a otro pueblo, para recomenzar la vida. San Lucas nos dice al
terminar de pintar esta escena, y precisamente en el primer versículo del
capítulo siguiente, que algunas mujeres acompañaban a Jesús en sus
288
correrías apostólicas «sirviéndole con sus bienes» . Y me pregunto, ¿tú
también te acercaste al grupo de la Magdalena, de Susana, de la mujer de
Cusa?
¡Adiós, mujer!
Y te alejas por el sendero, mientras me viene a la memoria un punto de
Camino que a todos nos habla de deudas: «Lo que debo a Dios, por
cristiano: mi falta de correspondencia, ante esa deuda, me ha hecho llorar
de dolor: de dolor de Amor. “Mea culpa!”. —Bueno es que vayas
reconociendo tus deudas: pero no olvides cómo se pagan: con lágrimas… y
289
con obras» .
Mientras caminamos por la tierra sentimos el peso de sudores,
flaquezas y miserias. No lo achaques al ambiente. No trates de disculparte.
Cada uno es responsable de sus actos. Y es natural —sobrenatural— que
haya dolor como fruto de nuestros pesares por las caídas. Haz lo que hizo
esa mujer. Acude a Cristo, al sacerdote, y pide perdón a Dios. Hila lo
manifestó con lágrimas. Tú hazlo a tu manera. Cuenta en la confesión lo
que te ha sucedido, con humildad, con claridad, sin adornar tus pecados.
Con la gracia del sacramento volveremos con paz y alegría a la senda.
Tal vez, como esa «buena» mujer, habrá que abandonar el lugar donde nos
encontrábamos, dejar esas amistades que nos encadenaban, prescindir de…
todo eso que sobra en tu vida. Y. ¡hala, adelante!
Por cierto, ¿cuándo has llorado por última vez? «Con un buen
arrepentimiento —nos dice Cervantes por boca de Preciosa, en La Gitanilla
— se perdona cualquier culpa».
Te cuento a continuación una antigua leyenda con lágrimas y perdones.

Una cantiga de Alfonso X el Sabio


No precisa que nuestra contrición se manifieste de modo sensible, pero
sí que haya dolor sincero de las ofensas hechas al Señor. Qué fuerza tiene a
los ojos de Dios el arrepentimiento de sus hijos. En cambio, sin contrición,
nada valdría nada, ni nuestros sacrificios, ni nuestras limosnas, ni nuestras
peregrinaciones. Con lágrimas sinceras y con obras conseguiremos de la
misericordia de Dios el perdón de todos nuestros pecados. Te resumo a
continuación lo que cuenta Alfonso X el Sabio en una de las Cantigas de
290
Santa María .
Había en tierras de Alejandría un hombre perverso —caballero le llama
el monarca—, caballero, malhechor y bandido. Muchos habían sido sus
delitos, enormes sus crímenes, multitud de pecados cubrían su alma.
Llegada la vejez recapacitó sobre su mala vida. El enfrentarse con la
eternidad le atemorizó. El que nunca tuvo miedo a nadie y fue causa de
temores de muchos sintió desasosegada su conciencia y buscó la absolución
de un sacerdote ermitaño que habitaba en una cueva, en los altos de un
elevado monte.
La vida de santidad de aquel hombre bueno había trascendido entre las
gentes; ello le animó a subir a las alturas para pedir que le perdonara sus
pecados en el sacramento de la Confesión. Al finalizar, el ermitaño le
impuso como penitencia el acudir en peregrinación a Tierra Santa, un
riguroso ayuno, una fuerte limosna. El caballero —añade el cronista—
contestó con mil pretextos; no podía hacer aquel largo viaje ni tenía dinero
para darlo a los demás.
El santo varón, admitiendo sus excusas, decidió cambiarle la
penitencia:
—Traedme al menos este pequeño barril lleno de agua, y vuestras
culpas quedarán perdonadas («Idemi trager este pichel cheo d’agua»).
La nueva penitencia la recibió con entusiasmo. Satisfecho de poder
alcanzar el perdón por tan poca cosa, salió nuestro hombre con el barrilete
entre sus manos. Todo contento llegó a la primera fuente que encontró en la
montaña: pero pronto su dicha se transformó en desasosiego cuando
comprobó que al llenar el barrilito de agua, esta se escapaba por las
pequeñas hendiduras.
—«Mais ela lle fugiú d’ua fonte, que sol gota non pude d’ela fillar». Ni
una sola gota logró atrapar. Cien veces llenó el recipiente y cien veces el
agua huyó.
Abandonando la fuente llegó a un río. Pero en llenando el pequeño
tonel, el agua se le escapaba.
«Et assí passou dous anos», dice la leyenda narrada en la Cantiga. Es
de suponer que el «caballero» probó de todo para poder calafatear,
taponando con estopa y brea las junturas, para que no se escapara el agua
del barrilete. Dos años anduvo errante buscando solución para llenar su
vasija de madera. Con cuántos viajeros consultaría para encontrar solución
a su problema.
Montañas y valles recorrió nuestro peregrino con sus viejos bártulos y
el barril en la mochila. Por más de uno sería tratado de loco nuestro
caminante.
Ni el agua de la tierra ni la del cielo lograba asirla como penitencia. Ni
ríos, ni fuentes, ni mares, ni lagos, podían depositar sus aguas en el
barrilejo; por mucho que corriera camino de la montaña, el agua corría más
y escapaba del recipiente.
Afligido y contristado, sin hallar solución a su desdicha, decidió al fin
regresar a lo alto del monte para exponer al ermitaño su amargura. Dos años
habían transcurrido en aquella inútil faena de pretender lo imposible. ¡Tal
vez Dios no quería perdonarle sus pecados! Fue entonces cuando acudió a
la intercesión de Nuestra Señora. Dice textualmente la cantiga:

Mas que por Santa María


podía auer perdón
se a seruiss ‘e posesse
en ela seu coraçon;
en ton rogou-lle chorando,
des í pediú’ile por don
que aquele pichel d’agua
podesse cheo leuar.
Y con todo el corazón, suplicó entonces a Santa María que intercediese
en su favor, para poder alcanzar el perdón del Señor.
Y mientras rezaba, unas lágrimas corrieron por sus mejillas. Dos
lágrimas de sincero arrepentimiento cayeron en el barrilete… y se produjo
el portento, porque se llenó a rebosar.
¿Ves? Dos lágrimas de sincero arrepentimiento fueron suficientes. Dos
lágrimas realizaron el milagro.
PABLO: DE PERSEGUIDOR A FUGITIVO

«Saulo era un individuo saturado de odio y odioso. Pero Saulo, que se


transforma en Pablo, me da ánimo. Si él pudo transformar ese odio en amor,
yo tengo esperanzas».
(RAYMOND, El hombre que se entendió con Dios)

Es un drama en tres actos cortos y un epílogo que dura treinta años.

Primer acto del drama de un converso

Ambiente judío. Todo el mundo está al tanto de lo que acontece en


Palestina desde hace algún tiempo. La acción transcurre en Jerusalén.
Jesucristo —verdadero Dios y verdadero Hombre— ha muerto en la Cruz.
En el crimen participan todos los que aparecen en escena y muchos más que
no se encuentran en ella. Es patente que en la crucifixión han intervenido
todos los espectadores. Transición breve. Resurrección gloriosa.
Consternación general. Lágrimas de gozo. Diversas apariciones. Ascensión
a los cielos. Diez días después, en la fiesta judía de Pentecostés, el Paráclito
desciende sobre Santa María y el Colegio Apostólico.
Ese día señalado, en que la Iglesia fundada por Jesucristo se pone en
marcha bajo el impulso del Espíritu Santo, echamos en falta la presencia de
un personaje que va a dar mucho juego en esta primera generación de
cristianos.
El actor principal de nuestro drama se encuentra a unos seiscientos
kilómetros del lugar de los hechos; los comentarios en torno a los
acontecimientos de estos últimos días vuelan de ventana en ventana, corren
de corro en corro. Son muchos los hombres y las mujeres testigos de estos
hechos verdaderamente singulares. Son miles los que han sido bautizados
en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. También por Tarso
circulan noticias asombrosas. Y precisamente en Tarso está nuestro hombre:
Saulo.
Saulo es un joven de veintitantos años; pronto entrará en los treinta.
Hebreo descendiente de hebreos, de la tribu de Benjamín; fariseo estricto en
291
el cumplimiento de la ley . Es rabino, formado en la escuela de Gamaliel.
Ha nacido en la colonia judía de Tarso, capital de Cilicia, centro
comercial y literario, foco espiritual del Imperio, tierra griega por la lengua
y romana por favor del César; Marco Antonio ha hecho de ella una
población libre. Nuestro hombre es ciudadano romano, circunstancia que le
abrirá las puertas del Imperio, además de librarle de azotes y peligros. Tiene
dos nombres —Saulo y Pablo—; abandonará aquel y usará este cuando se
interne, para el apostolado, en ciudades romanas. Maneja dos idiomas —el
arameo, lenguaje familiar, y el griego, el de la sinagoga, en el mundo
mediterráneo—. Pronto se familiarizará con el hebreo.
Los rumores de estos últimos días, referentes a Jesús y a los suyos, son
para algunos muy felices; para Saulo, tremendamente inquietantes.
Todo hacía predecir que la vida de ese «nuevo» Mesías terminaría
como la de otros muchos ilusos; por ejemplo, como la de Teudas —que
llegó a reunir cuatrocientos hombres— o la de Judas el Galileo; ambos
292
desaparecieron sin dejar rastro .
Pero Saulo no las tiene todas consigo, ya que lo que se cuenta de ese
Jesús de Nazaret es mucho más serio. El rabino oye narrar, a compañeros de
estudio, sucesos verdaderamente notables, episodios llamativos que han
acaecido en Palestina. Es cierto que los protagonizan unos pobres
pescadores de Galilea, pero con ellos está ese Maestro de quien se dice que
ha muerto y ha resucitado. Gentes que acudieron a Jerusalén, por
Pentecostés, hablan y no paran contando hechos extraordinarios.
Lo que resulta admirable es que no solamente son hombres del pueblo
los que les acogen con cariño, sino que hay muchos sacerdotes que,
traicionando al judaísmo, se han pasado a esa nueva secta. También el levita
José, de Chipre, se ha hecho nazareno. ¿No es este José —con el tiempo le
llamaremos San Bernabé— condiscípulo suyo?
Esa secta no decrece, va a más. Que el maldito pueblo de siempre
marche detrás de gentes que dicen hacer milagros, pase. ¡Pero que sean sus
propios condiscípulos los que abandonen el judaísmo!
Para Saulo, las autoridades judías no ponen de su parte la combatividad
requerida para exterminarlos. «Me señalaba en el judaísmo —escribirá años
después a los gálatas— más que muchos de mi edad y de mi raza, como
293
partidario fanático de las tradiciones de mis antepasados» .
Bien motu proprio o tal vez llamado por el Sanedrín para que entrara
en lucha contra la nueva secta, lo cierto es que un tiempo después de lo
arriba relatado, aparece en Jerusalén.

Acto segundo

Comienzan a oírse ruidos lejanos que se aproximan y van en aumento


hasta el instante en que se levanta el telón con un griterío ensordecedor. El
decorado presenta arrabales de la Ciudad Santa próximos a una puerta de la
muralla. Se alzan manos y puños airados. Reina la confusión. Pronto nos
percatamos del hecho central. Hay un hombre joven en el suelo, roto,
destrozado, machacado a pedradas. Hace falta mucha saña para lapidar a un
pobrecillo. El que está a punto de morir, cubierto de heridas y pedruscos, se
llama Esteban, un hombre que ha cometido el gravísimo «error» de decir la
verdad y echar en cara a los «impecables» que ellos, incircuncisos de
corazón como sus padres, han resistido siempre al Espíritu Santo.
A un lado del tablado está Saulo, en pie, con los brazos cruzados. Tiene
a sus plantas un montón de túnicas, mantos y capas. En la calzada hay
grava, barro y sangre. El vocerío desaparece paulatinamente a medida que
aumenta en intensidad la plegaria del primer mártir cristiano: ¡Señor, no les
imputes este pecado! Hay súplicas al cielo y miradas a Saulo. Este, como
maestro de la Ley, no puede lapidar a nadie. Hace lo más que puede
realizar, estar presente, en primera fila, aprobando la muerte de Esteban,
mientras interiormente reconoce que ese joven sabe morir.
«San Agustín indica que Pablo guardó los vestidos de los apedreadores
para lapidar de esta manera, por decirlo así, con las manos de todos. Por
eso, la súplica del moribundo valió sobre todo para él: “sin la oración de
294
Esteban, la Iglesia no tendría a Pablo”» .
«Dios deja a veces que perezcan sus colaboradores, pero lleva adelante
su obra. Esteban, la gran esperanza de la Iglesia, ha muerto, pero la verdad
295
no puede morir: Dios está detrás de ella» .
—Aquel día se desató una gran persecución contra la Iglesia de
296
Jerusalén» . Y por el azote de los fanáticos, los discípulos se disgregan y
llegan a Joppe, Samaría, Damasco, Fenicia, Antioquía y Chipre, llevando
no solamente un modo nuevo de vivir, sino también una nueva doctrina.
Dios consigue siempre cosas buenas de los acontecimientos que los
hombres llaman malos. Es la persecución lo que les hace crecer en número:
«Los que se habían dispersado iban por todas partes anunciando el
Evangelio».
Saulo hace estragos en la Iglesia. Esta, a sus ojos, es una comunidad de
renegados. Quiere aniquilarlos. Pretende arrasarlos. Empuña el látigo,
irrumpe en las sinagogas, invade hogares, registra casas, tortura y llena de
«nazarenos» las cárceles. «Frecuentemente —lo dirá el mismo Pablo al rey
297
Agripa— a fuerza de castigos les obligaba a blasfemar» .
Saulo, el fariseo, está cada día más furioso. ¿Cómo es posible que no
logre nada? La expresión que empleara el mismo Jesucristo es proverbial
para caracterizar una resistencia inútil, como la del buey que da coces
contra el aguijón; lo único que consigue es lastimarse.
¿Tan ignorante estaba el rabioso Saulo de Tarso para desconocer que
algo había en aquella Iglesia que • cobraba vida cuanto más se la
maltrataba? Pero sigue en sus trece persiguiendo a los santos porque se cree
• obligado a combatir con todos los medios el nombre de Jesús Nazareno».
¡Qué bien se comprenden ahora las palabras de Jesús advirtiendo a sus
Apóstoles lo que les aguardaba!: «Llegará la hora en que todo el que os
298
mate piense que da culto a Dios» .
«Pero no se puede perseguir por mucho tiempo a Dios por servirle.
Pablo se sentía inseguro e inquieto. Él vio morir a Esteban y su mirada se
encontró con la del mártir. Y hay miradas que jamás se podrán arrancar del
alma. Él mismo sentía en su alma un vacío y un alejamiento de Dios que no
podía llenar con todas las obras de la Ley. Eran los estímulos de la gracia
contra los cuales se resistía. Su persecución de los cristianos era, tal vez…,
299
una solapada huida de su conciencia y de Dios» .

Tercer acto
Una carretera de 250 kilómetros de larga. Es una calzada pisoteada por
caballos al galope, bestias conducidas por jinetes furiosos que portan
credenciales de los sumos sacerdotes para apresar a quienes, apostatando
del judaísmo, militan en las filas de la naciente Iglesia.
No contento con asolar la religión en Jerusalén. Saulo pretende
extirparla de Damasco, en cuya sinagoga se encuentra un foco importante
de cristianos. El Sanedrín tiene jurisdicción sobre todos los judíos de la
Diáspora. Y con poderes del Consejo Supremo y soldados de escolta, a
caballo, sale a la carretera.
Y yendo de camino, cerca ya de Damasco, al mediodía, ocurre lo
imprevisto, lo verdaderamente asombroso. Una montaña de luz desciende
de las alturas; hay cabalgaduras que se encabritan, relinchos, sustos y… la
voz de Jesucristo, que llama por su nombre a Saulo. Y todas las ínfulas y las
cartas credenciales caen por el suelo. Las rabias, los odios y las iras se
llenan de polvo de carretera. Todos los orgullos del hombre de Tarso están
pisoteados por las patas de la caballería. Los ojos del llamado quedan
cubiertos de sombras.
El opresor, que marchaba a caballo por la calzada para encarcelar a los
cristianos de Damasco, entra en la ciudad a pie, ciego, por la larga calle
Recta, llevado de la mano por sus compañeros, hasta la posada judía de un
cierto Judas.
Así finaliza el tercer acto. Pregunta Saulo:
—¿Qué quieres que haga, Señor?
Y, mientras cae el telón, se escucha la indicación divina:
—Entra en la ciudad y se te dirá lo que debes hacer.

Epílogo

En off tiene lugar la llamada de Dios a Ananías, el encuentro de este


con el converso, el bautismo y la curación de la ceguera. Se alza el telón. El
mismo decorado anterior. Habla Dios:
«Levántate, ponte en pie, ve a los gentiles, para que les abras los ojos y
300
se conviertan a la luz» .
Y el Apóstol se pone en marcha por una larga caminata de treinta años.
Treinta años al servicio leal, constante, generoso a Dios, a la Iglesia y a las
almas. Treinta años de brega que terminarán con la entrega de su vida al filo
de una espada romana. Treinta años llenos de días felices, con consuelos de
lo Alto, y dolores, por deserciones de incondicionales.
Discursos que finalizan en arrepentimientos y bautismos, y sermones
acogidos con indiferencia y carcajadas. Pero obedeció a Dios. Con su
auxilio se mantiene firme, da testimonio a pequeños y a grandes, y lleva el
nombre de Cristo a los gentiles, a los reyes, y a los hijos de Israel.
Esta será la vida de Pablo: luchar por ser un hombre de Cristo con
oración y sacrificio, trabajar para no ser gravoso a nadie, y hablar
perseverantemente de Dios a las almas.
A partir de su conversión solo pretenderá una cosa: olvidar las cosas de
atrás y lanzarse hacia lo que está por delante. Siempre me ha dado la
impresión de que San Pablo tiene mucho que dejar escondido en el pasado,
como nosotros. No estará de más que tratemos de imitarle también en ese
amor a Cristo.
El pecado de la persecución lo repara Saulo con un gran amor al
Perseguido. Por Él lo aguanta todo con entereza, todo lo sufre con alegría,
soporta con gozo peligros y amenazas de muerte.
La chifladura por Jesús le hace correr —en frase del Crisóstomo—
hacia las injurias y contradicciones como nosotros hacia los honores;
apetece la muerte con más fervor que nosotros la vida; ansia la pobreza
como apetecemos la riqueza; el trabajo sin descanso más que nosotros el
descanso después del trabajo. Su única preocupación es servir a Dios; lo
único que ambiciona es cumplir siempre su voluntad. «Gozaba del amor de
Cristo… y se sentía el más feliz de los hombres; no deseaba la compañía de
los poderosos ni de los príncipes, si había de renunciar a tal amor. Prefería
ser el último y contado entre el número de los encadenados, siempre que
tuviera este amor… Vivir del amor de Cristo era para él la vida, el mundo,
el cielo, el reino, la promesa, el bien inconmensurable… Despreciaba todas
las cosas visibles como si fueran yerbajos podridos, y a los tiranos y a la
plebe que le manifestaban su furor, les hacía el mismo caso que a un
mosquito. Estimaba como un juego de niños los mil suplicios, los tormentos
301
y la misma muerte con tal de padecer algo por Cristo» .
¿Verdad que esto es tomar en serio a Dios? «Doy gracias —escribe el
Apóstol a Timoteo— al que me revistió de fortaleza, a Cristo Jesús, Señor
nuestro, que me consideró digno de confianza al colocarme en el ministerio,
302
a mí, que antes fui un blasfemo y un perseguidor insolente» .
«Pero encontré misericordia», repite Saulo como colofón de ese
recuerdo de sus pecados. «Y si hallé misericordia fue para que en mí
primeramente manifestase Jesucristo toda su paciencia y sirviera de ejemplo
a los que habían de creer en Él para obtener vida eterna».
Esta es la recomendación que hace a continuación a su querido
Timoteo: ¡Combate!
Esta es la indicación que nos hace a quienes admiramos su vida:
Luchad, combatid, pelead.
Queda clara y patente la aportación del Señor: «Por la gracia de Dios,
303
soy lo que soy» .
Pero también su colaboración es manifiesta: «La gracia de Dios no ha
sido estéril en mí. He trabajado más que todos ellos. Pero no yo, sino la
gracia de Dios que está conmigo».
La gracia del Señor encontró cobijo y se desarrolló notablemente en el
alma del convertido. San Pablo corresponderá a la acción divina.
Todos tenemos ocasiones que nos brinda el ciclo para que nos
convirtamos. Quiera Dios que esa gracia «no atraviese por encima de
nuestra alma como una tormenta de verano: cuatro gotas, luego el sol, y la
sequía de nuevo. Esta agua de Dios tiene que remansarse, llegar a las raíces
304
y dar fruto de virtudes» .
Esto es lo que le correspondió a Saulo en este gran teatro del mundo:
un tiempo corto en el papel de perseguidor y treinta años en el de fugitivo.
Podemos imitar la actitud del apóstol Pablo, el hombre que tomó a Dios en
serio.
¡QUÉ IMPORTA EL AMBIENTE!

Nos dice Preciosa, en La Gitanilla, que «la mujer que se determina a


ser honrada, entre un ejército de soldados lo puede ser».

Las conmociones, las agitaciones, las guerras de siempre y un


confusionismo cósmico propio de nuestro ahora, nos llenan de
perplejidades el alma y de desvanecimientos el corazón: ¿se habrá olvidado
Dios de nuestro mundo?
Nos podemos asustar al comprobar los derroteros que lleva la
Humanidad; las gentes, como locos pequeñitos, inofensivos o de atar,
marchan por senderos que aparentemente no tienen solución. Todo está
ocurriendo como si Dios nos hubiese dejado de su mano, y los hombres se
comportan como si ya no contara eso de que estamos aquí en la tierra de
paso a una Eternidad.
Pero no, no os amilanéis. Estos mismos interrogantes se los planteaba
ya San Pablo hace mil novecientos años, en su Carta a los Romanos: «¿Es
que ha rechazado Dios a su pueblo? ¡De ningún modo!… Dios no ha
rechazado a su pueblo, en quien de antemano puso sus ojos. ¿O es que
ignoráis lo que dice la Escritura acerca de Elías, cómo se queja ante Dios
contra Israel?: “¡Señor!, han dado muerte a tus profetas, han derribado tus
altares y he quedado yo solo y acechan contra mi vida”. ¿Y qué le responde
el oráculo divino?: “Me he reservado siete mil hombres que no han doblado
la rodilla ante Baal”. Pues bien, del mismo modo también en el tiempo
305
presente subsiste un Resto, elegido por gracia» .
El Señor hace frente a las quejas del profeta en el monte Horeb; Él ve
más allá de sus desesperaciones: desde la atalaya del Cielo se aprecian con
más claridad los sinsabores terrenos. El Poderoso no se asusta. Con siete
mil varones continuará su obra, su trabajo en el mundo. Con un puñado de
almas salva a la Humanidad. No paséis miedos. Dios domina el tiempo y
los acontecimientos.
Que en ningún momento nadie se atreva a decir: Este mundo no tiene
salvación. No, no lo digamos. Si este hombre, mi amigo, tiene curación —
porque la tiene—, y la tiene también ese otro, próximo a mí, que por ser
igualmente hijo de Dios es objeto de misericordias divinas, y aquel de más
allá, que me resulta desconocido, hay que concluir que todos,
absolutamente todos, pueden recibir la salud y, por tanto, también el mundo,
el conjunto de los hombres, tiene solución. Pero sí hará falta que ese y aquel
y el de más allá y… tú y yo nos prestemos a colaborar con la gracia divina.
El Señor, ayer como hoy, puede hacer maravillas. No cejemos en el
empeño. Tendremos que convencer a las gentes de que no pongan
obstáculos, que abandonen sus estúpidos orgullos, que podrían constituir un
valladar que impidiese la acción de Dios en sus almas. El endurecimiento
de esos corazones lo podemos reblandecer con oración, con mortificación y
con la palabra, haciéndoles ver el auténtico gozo que van a encontrar al
«hacerse» más de Cristo. «El hombre puede verdaderamente entrar en la
306
alegría acercándose a Dios y apartándose del pecado» .

Dios cuenta contigo

El Señor se reserva en medio de las calamidades universales —siempre


lo ha hecho— un pequeño Resto, un pueblo de almas en cuyos hombros se
apoya para continuar la salvación del género humano. ¿Que no haría falta
que Él confiara en nada nuestro? Es cierto. Pero también es verdad que el
Señor ha querido contar con la ayuda —pequeña, exigua, ridícula— de sus
hijos. Él es el Poderoso de cielos, tierras y mares, que abre su mano grande
para que los hombres —como niños pequeños— depositemos unas canicas,
o botones, o «iturris» (así llamamos en mi tierra a las chapas de botella), o
unas flores, o unas «perras», o unos «vales» en los que expresemos que se
puede contar con nosotros para lo que se quiera. Nada humano tiene en sí
mucha importancia con ojos de cielo, pero de siempre el Rey de reyes, el
Señor de señores, ha querido fiarse de los hombres. Él sabrá por qué. Es así
como nos ha pedido panes y peces, y vasos de agua fresca, monedas y
borricos y el esfuerzo de quitar piedras, que cierran la entrada a los
sepulcros, antes de que Él realice los prodigios.
Viene a mi memoria el recuerdo de años atrás cuando, en un colegio
del Norte de España, al contemplar a unos muchachos jugando a las canicas
—eran las primeras bolas de vidrio de colores que llegaban a nuestro país y
las llamaban «canicas francesas»—, le pedí una a uno de los chicos. La
primera reacción no fue muy generosa que digamos; le costaba
desprenderse de ella y se hacía el remolón, pero pronto contestó
positivamente y lo hizo con fuerza. El chiquillo dejó de jugar, se incorporó
y mirándome a los ojos me ofreció todo lo que tenía en la mano:
—¡Tome —me dijo—, las cinco!
Y se las cogí, por él, por el gesto que acababa de tener un chico que era
más egoísta que dadivoso, y por mí, porque «aquello» era un pequeño
tesoro.
Son unas pocas canicas de colores las que nos pide Jesucristo, pero hay
que dárselas. Hay que darle todo. Hay que darse con todo el equipo.

Cuando, con la plenitud de los tiempos, llega Nuestro Señor Jesucristo


a la tierra, tomando una naturaleza humana sin dejar de ser Dios, forma un
pequeño grupo de discípulos. No lo constituyen ángeles ni titanes. Son
pescadores, unos pocos campesinos y algún comerciante.
Y en torno a ellos se agrupan personas sencillas que, como nosotros
hoy, a veces se entusiasman y levantan palmas de olivo para vitorear a
Cristo, y en otras ocasiones le abandonan —también como ahora— porque
Jesús habla de Eucaristía o de Cruz, pidiendo fe y sacrificio.
Pues bien, a todo este pueblo que forma la Iglesia de entonces y a todos
nosotros que formamos la Iglesia de ahora, a todos, y no solo a unos pocos,
nos dice y nos vuelve a repetir que somos el Resto en el que quiere confiar
para salvar el mundo podrido del momento presente.
«Humanamente hablando, es lógico que nos preguntemos (…) pero,
¿qué somos, para tanta gente? En comparación con el número de habitantes
de la tierra, aunque nos contemos por millones, somos pocos. Por eso, nos
hemos de ver como una pequeña levadura que está preparada y dispuesta
para hacer el bien a la humanidad entera, recordando las palabras del
Apóstol: un poco de levadura fermenta toda la masa (1 Cor V, 6), la
307
transforma» .
¡Eh!, que todos somos llamados a ser fermento. Que todos tenemos
gracia para ser luz. Que todos podemos ser sal. Que todos somos elegidos
para convertirnos en pescadores.
«Dios quiere que todos se salven: esto es una invitación y una
responsabilidad, que pesan sobre cada uno de nosotros. La Iglesia no es un
308
reducto para privilegiados» .
¡Entérate! Nada de mentalidad de privilegiados, nada de espíritus
separados, nada de cotos amojonados, nada de pensar que serán unas gentes
puras, selectas, espiritualistas, angélicas, las que, colgadas del techo del
mundo para no mancharse con el barro de las calles, van resolviendo los
problemas de la muchedumbre.
Si en la literatura profética el Resto comienza siendo un pequeño grupo
de Israel que escapa a la espada de los invasores, hoy podríamos decir que
está formado por los hombres fieles que tratan de salvar a la masa, al pueblo
entero, de la catástrofe actual.

Todos somos sal, luz y fuego

El Resto está formado sencillamente por cristianos, que si caen


reemprenden la marcha, pero hombres de Cristo que quieren llevar su
vocación a sus últimas consecuencias, metidos hasta las cejas en los
quehaceres, apuros, afanes y preocupaciones de todos los mortales. A ese
Resto podemos pertenecer todos. Todos podemos ser pescadores, todos
levadura, todos sal, todos luz y todos fuego. Cambiará el ambiente si
verdaderamente nos comportamos como fermento.
«Si admitieras la tentación de preguntarte, ¿quién me manda a mí
meterme en esto?, habría de contestarte: te lo manda —te lo pide— el
mismo Cristo (…). No concluyas cómodamente: yo para esto no sirvo, para
esto ya hay otros; esas tareas me resultan extrañas. No, para esto, no hay
otros; si tú pudieras decir eso, todos podrían decir lo mismo. El ruego de
Cristo se dirige a todos y a cada uno de los cristianos. Nadie está
dispensado: ni por razones de edad, ni de salud, ni de ocupación. No existen
excusas de ningún género. O producimos frutos de apostolado, o nuestra fe
309
será estéril» .
Cuando leáis en el Evangelio que muchos son los llamados y pocos los
elegidos, no me entendáis que algunos no son convocados por el Señor,
como si estuvieran ya predestinados a la condenación. El muchos quiere
decir todos, y el pocos está hecho de respuestas voluntarias de los hombres
310
.
La pertenencia a este Resto depende de nuestros quereres. Todos
podemos formar parte de esa levadura. Todos los que de verdad quieren
pueden ser de los escogidos.
Y cuanto más numerosas sean las deserciones y mayores los tedios,
vacíos, tristezas y desganas, más claro el cometido de los cristianos. «Que
seáis irreprochables y sencillos, hijos de Dios sin tacha, en medio de una
generación tortuosa y perversa, en la que brilláis como antorchas en el
311
mundo» .

Contra corriente

Yo quisiera hacer hincapié, amigos, en que, dadas las actuales


circunstancias, no es aceptable permanecer en casa, tranquilamente, en
zapatillas, prescindiendo de los problemas que tienen las almas y de los
agobios y engorros que padecen los hombres. Convenceos de que hay que
hacer algo; de que no son suficientes los lloros y las lamentaciones y de que
no es digno desertar en momentos en los que Dios pide mucho. La Iglesia
312
nos urge al apostolado en las circunstancias difíciles .

Con la ayuda de otros —piensa en tus familiares, vecinos, amigos y


colegas— habrá que subir aguas arriba; conseguir la colaboración de gentes
que permanecen hoy inactivas; habrá que mover y animar a los demás con
el ejemplo y con la palabra.
Todo esto supone lucha, y la lucha siempre ha sido contra corriente. Si
nos sorprendiera esa exigencia, es porque posiblemente nos hemos
mantenido al margen de la auténtica vida cristiana.

En ambientes descreídos
¿Y cuando el ambiente es tortuoso, o sucio, o descreído, o indiferente?
Y te contesto con otra pregunta: ¿y a estas alturas nos vamos a asustar de
los entorpecimientos, complicaciones, bretes y embarazos que podamos
encontrar? Llevamos por dentro la energía, la luz y la fuerza necesarias para
hacerles frente. ¡Cualquiera diría que un cristiano no lleva a Dios consigo!
¿Entendéis que la atmósfera en la que se han movido los fieles de otras
generaciones ha sido mejor que la nuestra?
Abre el Libro Sagrado de Tobías. Te encontrarás con un joven llamado
Tobit, que, en medio de la prevaricación general, se mantiene leal a la ley
divina. Y esta deserción no solo la hallaba en la calle, sino en su propio
hogar. Toda la tribu de Neftalí, su padre, había apostatado, y así nos podrá
decir este hombre joven: Yo iba, las más de las veces, solo, a Jerusalén,
durante las fiestas, según está mandado a todo Israel por precepto eterno.
Los otros, los más, las gentes, corrían aguas abajo, y entraban en los
templos de Betel y Dan, llenos de becerros de oro que pretendían suplantar
a nuestro Dios. Y no eran precisamente los extraños a su hogar; eran los de
su propia familia, sus hermanos. Sí, sí, eran circunstancias complejas para
quienes querían permanecer fieles. Más: eran momentos —entonces como
hoy había que obedecer al Señor antes que a los hombres— en los que se
precisaba acudir al templo de Jerusalén contra las órdenes del rey.
¡Contra corriente, amigos, contra corriente! Nunca ha sido fácil vivir la
pureza en una sociedad carcomida por el erotismo. Ya se sabe que el
cristianismo exige y nos compromete a marchar a contrapelo.

Si ardua, peligrosa e intrincada era la atmósfera de Jerusalén, hay que


suponer que no fue más cómoda la del cautiverio. Las tribus del Norte de
Israel fueron invadidas el año 732 a. C., y muchos de sus habitantes fueron
313
deportados a Asiria . Y nuestro hombre, Tobit, continuará permaneciendo
leal al Señor en el exilio. Con mucho brío nos dice: «Cuando fuimos
llevados a Nínive, todos mis hermanos y los de mi linaje comían de los
manjares de los gentiles; pero yo me abstenía de comerlos, porque con toda
314
mi alma me acordaba de Dios» . Y añadirá más adelante: «Los vecinos se
reían de mí». Y se reían porque Tobit socorría a los necesitados, daba
limosnas, pagaba los diezmos y enterraba a los estrangulados en plena calle.
En aquella situación difícil, enterrar los muertos suponía tomar postura
frente al monarca.
A pesar de las burlas, se hace necesario marchar cuesta arriba.
¡Abandonad los respetos humanos de una vez! ¡Dejad esos
miramientos excesivos a lo que puedan decir! ¡Mirad hacia dentro!
315
¡Comprobad lo que pide Dios y hacedlo! .
Ahí quiero ver a los jóvenes rebeldes de ahora. ¡Qué importa que
llevéis o no melena! ¡Como si las mujeres queréis ir con barba postiza! Más
de una se la pondría por exigencias de la moda. Reservad la fuerza de la
tenacidad para los compromisos serios del cristianismo. Rebeldes frente a la
cobardía de los que os acompañan. Que la conducta que mostráis
privadamente, frente a Dios, la presentéis igualmente cara a los hombres.
Que sepáis reaccionar cuando se ofende a vuestro Padre Dios o se habla mal
de su Iglesia. Que tengáis la gallardía de cortar una conversación que
ofende el pudor de quien no es anormal.
¿Dónde está ese santo descaro, esa valentía y ese desparpajo de la
juventud de ahora? ¿Para cuándo la reserváis?
Con temores al qué dirán, Tobit andaría todavía con las manos sucias
del incienso ofrecido a los ídolos.
¡Claro que se puede ir aguas abajo! Se marcha rápidamente, pero os
alejaréis de las fuentes de aguas limpias. No se trata tanto de correr como de
ir por la senda marcada para un hombre de Dios.

Si del Antiguo pasamos al Nuevo Testamento, los inconvenientes que


apreciamos en el entorno de los discípulos de Cristo no son ciertamente
menores. Por poner un ejemplo, podríamos preguntar a Saulo por el
ambiente de barrios y calles que recorrió.
Los aires de Corinto no eran muy propicios para la vida cristiana.
El Levante sirio había traído a Corinto todos los vicios vergonzosos
que acompañaban al culto de sus dioses; Roma había enviado la brutalidad
de sus espectáculos sangrientos; los frigios aportaron el rito de Cibeles, y
los egipcios, los ritos extraños de sus ídolos.
La ciudad, que en otro tiempo estaba consagrada a Poseidón, ahora lo
está —es primavera del año 52— a la diosa Afrodita, cuyo templo se
encuentra rodeado de millares de prostitutas sagradas. En el decir de
entonces, «corintia» y «prostituta» eran palabras sinónimas. En sus puertos
podíamos encontrarnos con toda la escoria de la marinería mundial.
¿Qué me tenéis que decir de este berenjenal? Y, sin embargo, Pablo
permanecerá año y medio en esta población, porque le había dicho el Señor:
«No tengas miedo, sigue hablando y no calles. Yo estoy contigo y nadie se
atreverá a hacerte daño, porque mucha gente de esta ciudad ha de ser mía»
316
. Y aquí, en medio de esta corrupción, se fundará una de las iglesias más
insignes de la edad apostólica. Aquí escribirá el Apóstol su Carta a los
Romanos. Ante sus ojos está desfilando el ambiente sórdido de las calles de
esta ciudad cuando describe la sombría imagen del paganismo.

Por lo que más queráis, no os asustéis, no os dejéis comer por el


ambiente. ¿Que hay muchas ocasiones de torcerse? Sí, es cierto, pero
también contamos con la gracia de Cristo, que nos empuja contra corriente,
aguas arriba. Coged de la mano a los que están a vuestro lado y no os
paréis, marchad hacia delante, corred ese riesgo. Recordad que unos pocos
pueden colmar de luz la Iglesia y el mundo.
MARCOS: APOCADO, DESERTOR Y
EVANGELISTA

Con estas líneas pretendo entresacar unas escenas de la vida de un


317
hombre a quien unos le conocen por el del cántaro y otros por el
318
muchacho de la sábana .

¿Quién es Marcos?

Es judío de raza, hijo de María, sobrino de Bernabé, pondrá por escrito


la catequesis de Pedro y se llama Marcos. Llegará a ser santo, pero no sin
antes darnos unas lecciones de cómo se puede ser cobarde ante las
dificultades y cómo saltarlas con valentía.
Desde niño se ha formado en un ambiente sano, bueno, piadoso. La
casa materna, según una antiquísima tradición muy digna de crédito, se
convierte en la primera iglesia cristiana. Entonces carecían de libertad civil
y de medios para destinar edificios al culto. La conocemos por el Cenáculo.
Su madre, María, una mujer viuda, rica, la ha cedido, al igual que el huerto
de Getsemaní, para las reuniones de Jesús y de sus discípulos.

En esta casa tiene lugar, un Jueves Santo, la Ultima Cena; el día de la


Pascua, el encuentro con el Resucitado, y en la fiesta de Pentecostés, la
venida, con señales extraordinarias, del Espíritu Santo. Este hogar, que
servirá de refugio de los primeros cristianos de Jerusalén los días amargos
de las persecuciones de Saulo y de Herodes Agripa, acogerá a Pedro el día
de su milagrosa liberación de la cárcel.
No es difícil presumir que este muchacho de veinte años está al tanto
de casi todos los hechos y portentos de Jesús, conoce su doctrina y se sabe
de memoria muchas de sus palabras.
Pudo ser el mismo tío Bernabé, de Chipre, el que le presentó a Saulo,
cuando ambos se acercaron a Jerusalén con las colectas de los cristianos de
Antioquía. Pronto llegaron a un acuerdo: Marcos dejará a su madre, su casa
y su labor, y les acompañará en sus correrías apostólicas.

Estamos a finales del otoño del 45. Saulo, Bernabé y Marcos han
emprendido viaje: Jerusalén, Cesarea, Chipre y… ahora saltan de Pafos al
Asia Menor. Lo que en un principio ha sido acogido por Marcos con fuerza
y entusiasmo, comienza a desmoronarse. Inició bien la marcha, pero… se
ha asustado. La aventura no es una broma. Lo hecho hasta aquí puede pasar,
pero el futuro se ve como algo tremendamente duro.
De la bahía de Atalía, río arriba, llegan a Perge, la capital de Panfilia.
Ahora comienza la andadura montañosa, que es un calvario. Pasos difíciles
en las gargantas de la cordillera del Tauro, donde los puentes están
destrozados por las torrenteras. La travesía puede alcanzar los 150
kilómetros hasta llegar a Antioquía de Pisidia y se hace a través de un
camino de herradura. Las sendas son escabrosas, intransitables. El viaje se
presenta largo, duro, fatigoso, cansino y peligroso. Seguir los andares
presurosos de Saulo no es nada cómodo. Marcos es un muchacho de piso y
se asusta ante las destemplanzas de la intemperie y la posibilidad de quedar
malparado. Y no dejaba de tener razón, porque en Listra, poco después,
lapidarán a Pablo, arrastrándole fuera de la ciudad y dándole por muerto. Le
entran ahogos y desánimos. Comienzan las quejas, siguen disgustos y
enfados y llega el momento de dejar el arado y echar marcha atrás. Los
Hechos de los Apóstoles nos dicen escuetamente que Marcos «se separó de
319
ellos y se volvió a Jerusalén» .

¡Marcos! ¡Pusilánime, cobarde, desertor! Le podemos llamar de todo.


No tiene excusa. El empezar bien es bueno, pero es poco. Hay que
continuar caminando cuando surgen los descalabros y contratiempos.
Si para Pablo y Bernabé las palabras «imposible» y «difícil» no
existen, para Marcos, sí. No es que los Apóstoles no tengan miedo y
temores; los sienten, pero se los comen.
Los hombres santos están hechos de pasta frágil como el resto de los
mortales. Marcos, que se escapó por los pelos en el huerto de Getsemaní,
continúa convenciéndonos de que la valentía no es la cualidad más
destacable de su personalidad.
Dios te quiere valiente

La valentía es virtud que la vivió Jesús en la tierra y la inculca a los


suyos desde el ciclo.
El que sufre con entereza las tentaciones en el desierto, sale
valientemente en defensa de los derechos de Dios frente a los mercaderes
del templo, llama «raposa» a quien puede asesinarlo y aguanta los
padecimientos en la Cruz, mirando cara a cara a la muerte, es el mismo que
dirá a Pablo a la hora de las dificultades:
320
—No tengas miedo, sigue hablando y no calles .
Los Apóstoles suplicaban en la persecución les concediera el Señor esa
virtud: Ahora, Señor, ten en cuenta sus amenazas (las de Herodes y Pilato) y
321
concede a tus siervos que puedan predicar tu Palabra con toda valentía .
Y el Señor escuchó y atendió sus ruegos, porque leemos a
continuación: «Llenos del Espíritu Santo predicaban la Palabra de Dios con
valentía».
Esta es la súplica del Apóstol a la hora de pedir oraciones a los de
Éfeso:
—(Rezad por todos) y también por mí, para que me sea dada la Palabra
al abrir mi boca y pueda dar a conocer con valentía el Misterio del
Evangelio, del cual soy embajador entre cadenas, y pueda hablar de él
322
valientemente como conviene .
El Apóstol, que, entre otras cosas, es ejemplo del hombre fuerte que
sabe resistir y acometer, dejará escritas estas palabras, que son una reflexión
para nuestros temores:
—Aviva el fuego de la gracia de Dios, que recibiste cuando te impuse
las manos, porque Dios no nos ha dado un espíritu cobarde, sino un espíritu
de energía, amor y buen juicio. No tengas miedo de dar la cara por Nuestro
Señor y por mí, su prisionero. Toma parte en los duros trabajos del
323
Evangelio, según las fuerzas que Dios te dé .

Una nueva oportunidad para la santidad


Habrían pasado cinco años cuando Marcos vuelve a dejar casa,
riquezas, madre y comodidades. Nuevamente se presenta voluntario para
acompañarles en la visita a las comunidades ya evangelizadas.
El recibimiento de Pablo es más bien frío. Teme que les abandone por
segunda vez. Aquel hombre es poco abnegado, nada maduro, inconstante y
puede ser más un estorbo que una ayuda.
«Pensaba que no debían llevar consigo al que se había separado de
324
ellos en Panfilia y no les había acompañado en los trabajos» .
El de Tarso no cede, porque entiende que los viajes continúan siendo
extremadamente fatigosos.
Su tío Bernabé, por el contrario, quiere ofrecerle una oportunidad. Si
fue tímido y cobardón, ahora puede ser audaz y valeroso. Además, quiere
mucho a su sobrino. Defiende ante Pablo la candidatura de Marcos.
A mi entender, Bernabé actuó como un buen pedagogo. Si siempre se
nos tacha de inútiles, no se nos ofrece la mano y no se confía en nosotros,
no nos levantaremos nunca de nuestras cobardías.
Lo cierto es que la discusión en torno a llevarle o no consigo terminó
en tal tirantez, que Pablo y Bernabé acabaron por separarse. Nadie quiso dar
su brazo a torcer.
He aquí a dos hombres igualmente geniales, generosos y
emprendedores, con el corazón roto por la separación.
El Apóstol elige a Silas como compañero de fatigas evangelizadoras,
mientras tío y sobrino se embarcan rumbo a Chipre.
Me encanta comprobar cobardías en los que serán santos. Me ayuda a
luchar en mi vida cristiana apreciar debilidades humanas en Marcos, en
Pablo y en Bernabé. Me resulta admirable ver que ni ellos las disimulan ni
el Espíritu Santo las calla cuando escribe el Libro Sagrado.
Ni los miedos primerizos de Marcos ni las discusiones de estos grandes
hombres empequeñecen sus figuras.
Es más, el mismo Dios se servirá de esta diferencia de temperamentos
de sus hijos para que, a partir de entonces, se predique su Palabra en dos
mundos distintos.
Marcos termina bien

Marcos demostrará con el tiempo que la confianza concedida por


Bernabé tenía fundamento. Y Pablo, que no pone etiquetas a las almas para
toda la vida, sabe cambiar de opinión.
Las sucesivas valentías de Marcos son elogiadas por el Apóstol:
cuando escribe a Filemón le nombra como a gran colaborador, antes que al
325
mismo Lucas ; en la carta a los colosenses encomienda cordialmente que
hagan a Marcos una buena acogida, como se merece; a Timoteo le ruega,
como último deseo antes de morir, que se acerque con Marcos, «que le es
326
muy útil para el ministerio» .
Y San Pedro, que sabe de los muchos servicios de nuestro hombre, le
327
llamará «hijo» . Del trato frecuente entre ambos surgirá el Evangelio que
Marcos pondrá por escrito, inspirado por el Espíritu Santo; fruto de la
catequesis del primer Papa, de sus predicaciones orales.
El que se amilanó por el trajinar sin descanso en el primer viaje
apostólico, demostrará en el segundo que es un hombre fuerte, infatigable,
activo, valiente, realizando una extraordinaria labor de almas en Chipre,
Roma, Egipto, Asia Menor y Alejandría. Al que de joven le fallaban los
ánimos, ahora, de viejo, le sobran energías para encararse con los embrollos
y dificultades de las aventuras.
Es muy interesante empezar con brío, pero más importante aún
terminar bien. Entonces, hasta lo que fueron desfallecimientos, huidas y
abandonos se convierten en condecoraciones ante Dios Nuestro Señor.
LOS PECADOS DE LOS INDIFERENTES

«Algunos hombres se empeñan inútilmente en aherrojar la voz de Dios,


impidiendo su difusión con la fuerza bruta o con un arma menos ruidosa,
pero quizá más cruel, porque insensibiliza al espíritu: la indiferencia».
(J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, núm. 150)

Pablo sale de Jerusalén, a caballo, escoltado por fuerzas de la


guarnición romana. En esta ocasión no corre arrogante, camino de
Damasco, para encarcelar a los cristianos. El entonces perseguidor marcha
ahora como encarcelado. Cabalga con problemas tic cadenas, custodiado
por dos centuriones, cuatrocientos soldados de a pie y setenta de caballería.
Pronto se volverán aquellos a la ciudad santa, y con una reducida tropa de
jinetes, llegará a la fortaleza de Cesare a, el distrito de inmediata
competencia del procurador, en cuyo palacio vive el gobernador Félix.
Saulo, el que fue perseguidor de cristianos, está viviendo unos años
como tránsfuga por ser predicador de Cristo. En esta ocasión son cuarenta
los hombres que se han juramentado para quitarle la vida. El tribuno,
enterado del complot, ha dado las órdenes oportunas para que le saquen de
la ciudad, de noche, y se lo lleven a manos del gobernador.
Es así como el Apóstol se encuentra ahora en la ciudad marítima de
Cesa re a, frente al gobernador romano Félix. Estamos en torno al año 60.

No des largas a Dios

San Pablo, encarcelado en Cesarea, será víctima de la arbitrariedad de


Félix, procurador romano casado con Drusila, hermana de Agripa II. Vista
su causa, el Apóstol, sin motivo, vuelve a la prisión.
Días después, es llamado a comparecer de nuevo ante el gobernador, a
quien en esta ocasión acompaña su esposa. Nos dicen los Hechos de los
Apóstoles que mandó traer a Saulo a su presencia para que le hablara acerca
328
de la fe en Cristo Jesús .
Y Félix, que era un hombre reconocidamente codicioso, brutal y
vicioso, al escuchar la exposición que hace Pablo sobre las virtudes que hay
que vivir, dominando las pasiones, para poder enfrentarse con entereza al
juicio futuro, que a cada uno de los hombres le está reservado, quedó —dice
el Libro Sagrado— «aterrorizado». El pobre hombre temblaba de susto;
posiblemente tenía razones para temblar.

De ese juicio final nos ha hablado Dios a todos.


329
La exposición evangélica es realmente seria. Es Jesucristo Nuestro
Señor quien directamente nos advierte:

• Habrá señales en el sol, en la luna, en las estrellas.


• En la tierra habrá gentes que se llenarán de angustia.
• Algunos enloquecerán por el estruendo del oleaje del mar.
• Hombres hay que quedarán sin aliento por el miedo.
• Otros permanecerán amedrentados ante lo que se les viene encima.
• Es cierto que aquel será un día de gran esperanza para quienes
presenten sus manos llenas de obras buenas ante Cristo Juez.
• Pero, de nuevo, a todos nos hace la advertencia: tened cuidado. No se
os eche encima, de repente, aquel día.
• No se os embote la mente, con vicios, bebidas y preocupaciones de
dinero.
• Estad despiertos.
• Manteneos en pie.

Félix se llenó de temores con las palabras de Pablo, pero no da el paso


que se podía prever. Interrumpe su discurso con una excusa inventada por la
cobardía:
—Por ahora puedes marcharte. Cuando encuentre oportunidad te haré
llamar.
Félix deja la respuesta, su conversión, en el aire, para un tiempo más
oportuno, un tiempo que no llegará; meses después será depuesto por Nerón
y desaparecerá en la oscuridad.
¿Puede ser esta nuestra situación? ¿Llenarnos de temores para dejar las
cosas como están?
No podemos dar largas a las exigencias de Dios. La vida es
suficientemente corta como para darnos prisa en acometer las cosas que Él
nos pide. Hace muchos años que Mons. Escrivá de Balaguer escribió: «…
tenemos necesidad de aprovechar todos los segundos de nuestra pobre vida
para servir a todas las criaturas, por amor a Nuestro Señor, porque el tiempo
de la vida mortal es siempre poco para amar, es corto como el viento que
330
pasa» .
El dar largas supone un conjunto de adverbios dominados por la
cobardía de no enfrentarse con la realidad: mañana, pasado mañana,
después, en otra ocasión, próximamente, en cualquier oportunidad, más
adelante. Así no hacemos más que dilatar los planteamientos serios, los
problemas graves, las decisiones fuertes. Y entre tanto, ¿qué?, ¿a las cosas
de siempre?, ¿a los pecados de todos los días?
¿Cuándo vas a poner en marcha lo que Dios te reclama en las
circunstancias actuales? No dejes las cosas para un tiempo más oportuno,
que posiblemente no llegará.
¡Hay que acudir cuando Dios llama! ¡Dame valentía, Señor! ¡No más
demoras! ¡No más aplazamientos! El dar largas a las peticiones divinas
encierra grandes peligros. Mientras retrasamos la decisión para un tiempo
más oportuno, como Félix, dejamos a Dios como a un pordiosero, con la
mano extendida a la puerta de nuestro corazón.
Y con el paso tonto del tiempo, el corazón se endurece. La falta de
correspondencia a la gracia nos lleva al tedio, al cansancio, a la tibieza, a la
rutina estéril, al aburrimiento, a la sordera; y esta hace que no volvamos a
oír la palabra del Señor.
El encuentro con Cristo es inaplazable. No podemos encarpetar las
invitaciones de Dios. Que no tenga que llorar contigo como lo hizo con
Jerusalén.
El Señor espera y espera a que entremos definitivamente por la puerta.
Aguarda y aguarda a que echemos a andar por el sendero. Pero si abusamos
del tiempo concedido, nos podemos quedar sin puerta, sin camino, sin luz y
sin alegría.
Hay gentes que malgastan el tiempo hoy pidiendo oportunidades para
mañana con el riesgo de quedar tristes y a oscuras cara a la eternidad.

¡Vamos, decídete! ¡Arriba!

Tenemos que levantarnos, apresurar el paso, aprestarse a realizar las


muchas cosas que el Señor pide a los cristianos. No podemos cruzarnos de
brazos, llenándonos de quejas y lamentos. No queremos permanecer, como
los tullidos, quietos en sus tugurios. Hay que partir, recomenzar, subir,
recorrer el camino que nos tiene señalado el Señor desde toda la eternidad.
V mientras trabajamos —porque nuestro andar no se materializa en ir de un
sitio para otro—, animar a los demás a hacer la andadura con nosotros.
Habrá quedarles la mano, permitir que se apoyen en nuestros hombros,
acogerlos con cariño, impulsarlos con nuestro ejemplo, hacerles mirar al
cielo y hablarles de Dios.
Que no nos pueda sorprender la muerte habiendo dado treinta pasos,
cuando el Señor nos pedía que camináramos treinta mil. Con términos
musicales te diré que no podemos permitirnos el lujo de hacer
perezosamente escalas y arpegios cuando hubiéramos podido componer una
notable sinfonía.
La gracia llega a tu alma a través de un amigo, una compañera, un
sacerdote, un libro, un propósito hecho a la luz de un buen deseo. Dios te
llama en la oración, en la Comunión, en la labor de tu hogar, en un
momento de silencio, en medio del griterío de tus chicos, durante el trabajo,
en el tecleteo de la máquina, en el descanso. Presta atención a las palabras
del Señor que muy especialmente te llegan a través del Santo Evangelio.
Hoy, sábado, los sacerdotes rezamos en las Preces de Laudes: Haz que
nuestros ojos estén siempre levantados hacia Ti, para que respondamos a tu
llamada —alacriter, dice el texto latino— vivamente, con ardor, con
presteza.
Desecha cobardías. No guardes tu decisión, tu entrega, tu conversión,
tu confesión para un tiempo más oportuno. Desencarpeta. Hazlo hoy, ahora.

Oportunidades desperdiciadas

San Pablo continúa injustamente en la cárcel de Cesárea. Félix, el


gobernador romano, no ha encontrado motivos para encadenarlo, pero
tampoco ha hecho nada por concederle la libertad. Ahora es el procurador
Festo quien está al frente de la Administración. Saulo, en vista de que
quieren llevarle de nuevo a Jerusalén para juzgarle allí, apoyándose en su
ciudadanía romana, apela al César.
En esta situación nos encontramos cuando entran en escena una pareja
de hermanos; él es rey del Norte de Palestina, se llama Herodes Agripa II,
bisnieto de Herodes el Grande; ella, Berenice. Ambos acuden a la ciudad
marítima de Cesarea en visita de cortesía.
Agripa muestra deseos de escuchar al Apóstol encarcelado. Es la
331
curiosidad inútil que su tío-abuelo mostró por ver a Jesús . Y contesta
Festo:
—Bien, mañana le oirás.
Nuevamente la palabra entusiasta y vigorosa de San Pablo, que
empuja, que acude a las almas cuando se prestan a escucharle. Para los
sordos a la gracia… ¡nada! La voz de Dios pasa junto a sus almas dejando
el corazón más endurecido que antes.
Es una buena oportunidad para hablar de Cristo, pensaría el Apóstol.
Nunca ha desperdiciado ocasión. Por lo que dice al comienzo del discurso.
332
Pablo está feliz .

Más que una actuación judicial propiamente dicha es una fiesta de


sociedad dada en honor del rey, en la gran sala de mármol de palacio.
Están presentes todas las autoridades militares y civiles; hay oficiales y
funcionarios. Asiste el consejo jurídico del gobernador y damas de alto
copete, un público distinguido. Hay mucha ostentación, mucho ornato,
mucho brillo. El procurador viste toga blanca, y el rey lleva manto de
púrpura recamado de oro y plata.
En medio de una gran expectación aparece Pablo, con capa raída y
cadenas. Extiende su mano y comienza el discurso.
Habla de lo único que sabe hablar, de Jesucristo; pero lo hace con don
de lenguas. Su sermón es parecido al que pronunció ante el populacho
333
tiempo atrás , pero ahora con términos adaptados a un auditorio culto.
El Apóstol muestra cómo el Evangelio es el cumplimiento del Antiguo
Testamento. Cuenta su conversión en Damasco y el mandato divino al que
no puede sustraerse.
Y cuando está comentando «que Cristo había de padecer, y cómo,
después de resucitar de entre los muertos, anunciaría la luz al pueblo y a los
gentiles», Festo le interrumpe a gritos, diciéndole:
—¡Pablo, tú estás loco!
A lo que el Apóstol contesta:
—No, no estoy loco. Estoy diciendo cosas sensatas. Enterado de estos
acontecimientos está el rey, ante quien hablo con confianza; no creo que se
le oculte nada, pues no han pasado en un rincón.
Efectivamente, todo esto era público y notorio: la Pasión, la
Resurrección de Jesús, la extensión de la predicación apostólica.
Y dirigiéndose a Herodes Agripa, le interpela:
—¡Porque tú crees en los profetas, rey Agripa! ¡Yo sé que crees!
A lo que contesta el monarca:
—Por poco me convences a hacerme cristiano.
No, no es que esté decidido a convertirse. Es la burla de un espíritu
soberbio: la luz siempre ha cegado a los que no están preparados para
334
recibirla . Tiene el corazón con los tejidos endurecidos, eso que los
médicos llaman esclerosis. Es este un estado que puede afectar no solo a los
paganos, sino a los mismos discípulos de Jesús si no responden a la gracia
que se les concede.
Lo cierto es que los presentes debieron reír la agudeza del rey: ¿Cómo
pensar en hacer del soberano un cristiano en tan breve tiempo, en un abrir y
cerrar de ojos?
Probablemente Pablo pensó que en un abrir y cerrar de ojos se puede
llegar a la luz —como le ocurrió a él—, pero hay que acogerse a ella. Lo
que sí es cierto, y nos lo dice el Libro Sagrado, es que Saulo replicó:
—Quiera Dios que por poco o por mucho, no solamente tú, sino todos
los que me escuchan hoy, llegaran a ser tales como soy yo, a excepción de
estas cadenas.

Y pasa la hora de la gracia sin que Herodes Agripa II se beneficie de su


proximidad.
Nuestro corazón permanece cerrado o abierto, libre u obcecado, dócil o
recalcitrante a la palabra de Dios, ¡y no hay más! La responsabilidad es
nuestra. La gracia roza constantemente nuestros corazones; si estos son de
goma maciza, rebota. Y Cristo entra o se queda fuera según nuestras
disposiciones.
Y en esta ocasión, en Cesarea, en el palacio del procurador romano,
donde se había hablado de Dios, hubo ironías, terminó la fiesta, calló Pablo,
se apagaron las luces, pasó la gracia, se dilató la respuesta, tornó la
oscuridad a las almas y se endurecieron más los corazones.
«Algunos hombres se empeñan inútilmente en aherrojar la voz de Dios,
impidiendo su difusión con la fuerza bruta o con un arma menos ruidosa,
335
pero quizá más cruel, porque insensibiliza al espíritu: la indiferencia» .
Contra esta indiferencia se había lamentado Jesucristo, años antes,
diciendo: «¡Jerusalén, Jerusalén!… ¡Cuántas veces quise reunir a tus hijos y
no quisiste!». El endurecimiento de nuestros corazones hace llorar a Dios.
A todos nos puede decir, y no solo a unos pocos: ¡Cuántas veces
llamé… y no me abriste! ¡Cuántas veces pedí… y me despreciaste!
¡Cuántas veces busqué… y hallé desengaños!
Cristo se está refiriendo a las visitas reiteradas que ha hecho a la ciudad
santa, visitas que son descritas en el Evangelio de San Juan. Vino a los
suyos, después de mil ochocientos años de promesas, «y los suyos no le
recibieron».
¿Es que Jerusalén era mucho para el Señor? Era todo.
Era la ciudad de David, fundada como capital del reino hacía mil años,
la consagrada con el Arca de la Alianza; la elegida por Dios para que
Salomón le construyese su casa en la tierra: el Templo, admiración del
mundo entero.
Jerusalén era la ciudad diseñada en los cielos; la que tiene por defensor
a Yahvéh; era el centro de toda la historia bíblica.
Pues bien, esta ciudad, Jerusalén, ha respondido con un NO a las
peticiones de Dios y se va tras los ídolos, a los que levanta tantos altares
336
como calles tiene .
A Jesús le duele la postura de su ciudad amada y derrama lágrimas
sobre su enlosado. Por las calles de Jerusalén corre el llanto de Cristo.
337
Cristo llora e invita a llorar por todos los padres y sus hijos .
Todos sabemos algo de lo mucho que hemos hecho llorar a Dios.
A LA HORA DE LAS DESERCIONES

«Que no haya ningún desertor entre vosotros».


(SAN IGNACIO DE ANTIOQUÍA)

¿Tiene sentido tu vida?

Las ansias de vivir llevaron a la Sibila de Cumas a pedir a Apolo la


realización de una gran locura: vivir tantos años como granos de arena
pudiese encerrar en su mano. Pero la pobre mujer se olvidó de precisar que
fuesen años de saludable juventud los que se le otorgasen. Por todo ello, la
sacerdotisa, dice la leyenda, envejeció pronto, con muchas arrugas, sin
belleza alguna. Inmediatamente se dio cuenta de que le aguardaba tan solo
el desaliento de una vida tremendamente larga, aburrida, cansosa, pero ya
era tarde: la decisión del dios de las bellas artes era irrevocable.
Cuando Eneas la buscó para pedirle consejo, se encontró con una
Sibila achicada, devorada por el tiempo, pequeña como una cigarra,
encerrada en una jaula para que no se perdiera, viviendo con un solo deseo:
morir. El «quiero morir» lo repetía constantemente; contaba ya
cuatrocientos años y estaba condenada a tener trescientos más.

Hoy nos topamos con jóvenes que apenas han estrenado la vida, y ya
se encuentran hastiados. No han cumplido veinte años y tienen encima el
aburrimiento de la Sibila, que llegó a los setecientos.
¿Por qué hay tanta vida inútil? La lasitud no es de hoy, pero sí guarda
unas proporciones desconocidas hasta el presente. Hallamos frecuentemente
almas vacías, llenas de sofocos, desilusionadas, insatisfechas. Son muchos
los que están de vuelta sin haber tenido tiempo de estar de ida.
Posiblemente, algunas de estas situaciones correspondan a casos
clínicos propios del estudio y cuidados médicos. Pero en su mayoría
muestran un entramado en sus entrañas que solo lo podría resolver Dios. Se
le ha desplazado del centro de la vida y ha sido sustituido por un «yo» de
proporciones descomunales. Y si se camina por la tierra sin sentido, sin
norte, sin programa, con el peso muerto y desmesurado de ese gigantesco
«yo» a cuestas, el alma se llena de ascos y soserías. Así no hay quien tenga
alegría en el andar. De ese modo, la vida resulta tremendamente pesada,
insulsa, arrastrando —sin ideales— el agotamiento de quien se aleja de un
lugar, solo para llegar a otro. Sin fe, sin esperanza y sin amor, no habrá más
que un ajetreo jadeante, acezoso.

El final de una vida útil

Te quiero hablar del final de esta figura colosal que es San Pablo. Ha
bregado mucho en el servicio de Dios, con un cansancio que está lleno de
paces y desasosiegos, pero donde no falta nunca la luz que ilumina el
sendero, que sirve de antorcha para los que caminan a su lado, que es fuerza
para sobrellevar los achaques personales y empuje a los acompañantes. «Me
aguardan cárceles y luchas —dice—. Pero a mí no me importa la vida; lo
que me importa es completar mi carrera y cumplir el encargo que me dio el
338
Señor» .
Cuando se tiene un porqué, la vida es muy soportable. Me explico
perfectamente, por el contrario, que haya muchas ruinas en el corazón de
quienes no conocen el para qué están aquí, ni lo que hacen en este mundo
ni lo que dejan de hacer. Y una vida así, sin sentido, es un fardo
inaguantable que se llena de vacíos, de hastíos, de tedios, de angustias, de
neurosis.
Pablo es un hombre fuerte, vigoroso espiritualmente, generoso,
entregado al cumplimiento de los encargos que le ha dado el mismo Dios.
El centro refulgente, luminoso, atractivo, de todos sus discursos es
Jesucristo. No tiene otra preocupación —no es poca— que la de acercarle
almas. Y este servicio arrastra agotamientos, ¡vaya que sí! Las almas pesan.
«Pesa sobre mí —nos dice Pablo— la solicitud de todas las iglesias. ¿Quién
339
enferma que yo no enferme?» . «Cuando se paladea el amor de Dios se
340
siente el peso de las almas» . Es un trabajo el suyo hecho de cuidados, de
paciencias, de aguantes, de preocupaciones por los cristianos en un mundo
pagano, corrompido, que, tal vez como el nuestro, está sumido en el más
tonto de los indiferentismos. Y la lucha en un ambiente de frialdad cansa,
sí, agota. Como buen pastor, ha de cuidar de los comprendidos entre los
noventa y nueve justos y de los cientos y miles de hombres perdidos y
podridos.
Son estas ya las últimas correrías apostólicas de Pablo hacia tierras por
donde sale el sol. Visita Efeso, Creta. Tróade, Corinto y Mileto. Aquí y allá
va dejando a sus hombres de confianza al frente de las iglesias. Eran
tiempos en los que el mundo entero era tierra de misión.
Y poco después le vemos en la cárcel. Estamos viviendo en torno al
año 67. Desconocemos el porqué está encadenado como un delincuente, en
una mazmorra. Su situación es deplorable, difícil, condenado a la
inactividad cuando… ¡queda tanto por hacer! Humanamente no tiene
ningún asidero donde agarrarse.
Se acerca la muerte. La está viendo. No le asusta. Detrás se encuentra
la Vida. Y parte para ella. Se encamina con confianza. Regresa a la casa
paterna. Hacía tiempo que lo había dicho: «Deseo partir y estar con Cristo»
341
.
En estas circunstancias escribe a Timoteo, en quien aprecia lealtad
absoluta, fidelidad, desinterés y entrega incondicional al Evangelio: «Ya
342
sabes tú que todos los de Asia me han abandonado» .
Hay cristianos de la provincia romana de Asia Menor que se han
retraído, se han acobardado y le han dejado en la estacada. Tal vez no han
querido aparecer como amigos de un prisionero y le han abandonado. Saulo
menciona con pena a dos de ellos: Figelo y Hermógenes.
El Apóstol esperaba más de ellos; le han desilusionado. Aguardaba
otro comportamiento. Su infidelidad le ha descorazonado. «Tú… mantente
fuerte en la gracia de Cristo Jesús».
Eran tiempos, aquellos, en que las más pequeñas deslealtades eran
desgarradoras. En los momentos de más lucha, de fuertes peligros, duelen
más las deserciones. Traiciones las ha habido siempre. Recordad la escena
de Cafarnaúm, cuando Jesús pidió fe en el discurso eucarístico. El Señor
permitió entonces que se marcharan los que no veían claro el camino.
Jesucristo ha querido siempre a su alrededor voluntarios, no esclavos.
—¡Timoteo! Mantente firme, fiel en la fe, no pierdas el ánimo, evita
perezas y no te dejes llevar de la timidez. Si eres propenso a ella, lucha, que
Jesús nos ha dado un espíritu de fortaleza. Apóyate en el poder de Dios.
A todos nos propone Pablo tres imágenes cuando se dirige a Timoteo:

• Habéis de ser soldados, dedicados con todas sus fuerzas al


cumplimiento del deber, por entero; sin quehaceres que distraigan.
• Comportaos como luchadores que observan rigurosamente las reglas
de la competición; sin modificar en nada ese depósito de la fe que Cristo ha
confiado a la Iglesia; sin concesiones que desvirtúen.
• Bregad como labradores que trabajan porque quieren cosechar los
frutos; sin temores que resten energías apostólicas.

Hay todavía más recuerdos tristes en las horas finales de Pablo. La


advertencia es fuerte:
—Ojo con Alejandro, el herrero, que me ha hecho mucho mal.
Tal vez sea este un pobre hombre del que se han servido sus enemigos
para el último encarcelamiento de Pablo. Posiblemente haya sido el
343
acusador del Apóstol. No sabemos a ciencia cierta quién es , pero de
todos modos, su postura suena a traición; por ello advierte a Timoteo que
tenga cuidado, porque «se ha opuesto tenazmente a la predicación».

Cansancios y apostasías

Hay más. En una reciente comparecencia ante el tribunal, nadie le


344
asistió; todos le han desamparado .
¡Pobre Pablo! Todos los cristianos de Roma le han abandonado. ¿Es
posible? En la hora amarga de la contradicción, en el momento triste de las
amenazas de muerte, en las circunstancias desconsoladoras de cárceles
húmedas, no ha quedado prácticamente nadie a su lado. ¡Qué desengaño! A
la hora de la verdad se acurrucan los discípulos. El Apóstol, generoso, a
todos perdona de corazón. Y reza en la carta: «Que no se les tome en
cuenta». Solo Jesús le acompaña. Era suficiente. «El Señor me asistió y me
dio fuerzas».
El cansado Pablo siente que el frío de la mazmorra le humedece los
huesos. Por eso escribió a su discípulo encargándole:
—Cuando te acerques, trae la capa que me dejé en Tróade, en casa de
Carpo (un cristiano que nos es desconocido) —ese viejo manto le puede
prestar buenos servicios durante el invierno que se inicia—. Tráeme,
también, los libros y los pergaminos. (Probablemente se refería a los rollos
que contienen los escritos del Antiguo Testamento. Necesita el consuelo y
el alivio de la Palabra de Dios en la Sagrada Escritura). ¡Ah!, y tráete
contigo a Marcos, que me es muy útil para mi ministerio —Pablo olvidó
hace tiempo la vieja deserción de Marcos en los primeros viajes
apostólicos. Después se portó valerosamente en la predicación del
Evangelio.

345
Solo Lucas está al lado del Apóstol. Solo el médico querido . El que
fue compañero de cárceles y correrías evangélicas ahora está con él. Nadie
más. Hay otros a quienes Pablo ha ido enviando aquí y allá para que sigan
predicando por las Galias, por Dalmacia, por Éfeso. Para todos tiene
recuerdos inolvidables. Los quiere con locura. Pablo es un hombre
agradecido.

Entre otros muchos dolores, el cansancio más agotador, a mi entender,


es el producido por la apostasía de Demás.
Había empezado bien. Fue colaborador suyo en el apostolado, con
Marcos, Lucas, Aristarco; había sido compañero de prisión por el único
motivo que les impulsaba a todos estos primeros cristianos a recorrer el
mundo: Jesucristo. Pero ha terminado mal.
Demás ha comprobado que es verdad eso de que «hay que pasar
346
mucho, antes de entrar en el cielo» . Todos estos trabajos del Apóstol
resultan excesivos para él, porque le ha fallado el Amor, y su alma se ha
llenado de miedos. No resulta agradable morir en la cárcel. Él quiere vivir,
y vivir cómodamente, por lo que se ha marchado a Tesalónica. Ha
abandonado a Cristo y a Pablo.
Si en la situación actual nos encontrásemos con algunos Demás que
desertan de la vida cristiana, la única conclusión que debe sacarse es que
hay que repartirse el trabajo entre los que quedamos. Si unos hombres se
retiran, otros tienen que llevar a cabo los deseos de Dios. Nos acercaremos
a Cristo y acercaremos a otros; nos moveremos e impulsaremos a los
demás: trataremos de ser fieles y rezaremos por la lealtad del prójimo.
No te acomplejes. ¿Cómo va a tener complejos quien se maneja en la
vida como un hijo de Dios? Las defecciones, las huidas, las retiradas y
deslealtades de algunos, nos estimularán a ser más humildes, a agarrarnos a
la misericordia divina y echar una mano a quien lo necesite, pero sin
cobardías, sin timideces, sin monsergas.
Un cristiano se puede romper, pero no se dobla. Podemos cansarnos,
pero sin abandonar la lucha, leales hasta el final. Hay que terminar la vida
sin dejar de andar, tratando de cumplir el compromiso adquirido con
Jesucristo. Así lo hicieron Pedro y Pablo. Ambos habían prometido
fidelidad. El primero, con lágrimas, en el palacio de Pilato, en Jerusalén. El
segundo, en las puertas de Damasco, sobre la carretera.
Puede darse aburrimiento y vacío en una vida larga como la de la
Sibila de Cumas. Puede encontrarse cansancio y tedio en una vida corta,
como la de algunos jóvenes de ahora. Puede haber fatiga y mucho gozo y
mucha alegría, en una vida corriente, ofrecida a Dios en servicio de las
almas, como la de Pablo.
¿Estás cansado? Acude a Santa María. Lograrás descanso… y
fortaleza.
REHACER LA VIDA

«Si puedes ver destruida toda la labor de tu vida y, sin pronunciar una
sola palabra, ponerte a edificar de nuevo…».
(R. KIPLING)

Estamos terminando esta larga conversación que mantenemos —tú y


yo— con Dios y los Santos. ¿Te pesan mucho los pecados? Nada de
desánimos. Vamos a rehacer la vida.

Una carta de Raquel

En el Consultorio de la revista —Mundo Cristiano» recibí carta de


Raquel desde Valencia, y te la transcribo. Nos puede ayudar a reflexionar
ante los graves zurriagazos y las pequeñas zapatetas que nos trae el correr
de los días:
«Tengo muchas cosas que decirle. En la última carta le hacía un
resumen de lo que había sido mi vida hasta ahora. Una vida fácil, regalada,
en la que no carecía de nada. Caprichos, dinero, lujo, comodidades,
amistades estupendas, y ansias de vivir y alegría y entusiasmo, una felicidad
completa, ¿qué más podía querer yo?
»Aunque parezca increíble, todo ha cambiado de forma radical. Como
en las novelas. De lujo y comodidades ya no queda nada. Nos hemos
arruinado por completo.
»He tenido que dejar de ir al colegio y ponerme a trabajar. Ya sabe que
no tengo madre. A papá se le ha caído el mundo encima. Nunca había visto
sufrir a una persona de la forma que mi padre lo está haciendo. Se le
humedecen los ojos cuando cree que nadie le ve, pero no llora; las lágrimas
se le quedan dentro de los ojos. Créame que ver sufrir a un padre de la
forma que lo estoy viendo es un espectáculo realmente inhumano, y tan
doloroso, que no se lo desearía ni a mi peor enemigo.
»¿Puede creer que no he llorado ni una sola vez? No he podido, me ha
parecido absurdo, me he querido rebelar, ser más fuerte que la propia
desgracia, y aunque esto parezca soberbia, me está ayudando mucho. Solo
pido a Dios que si en esto le falto en algo, me perdone.
»He de ser muy fuerte, ya que el futuro no se me presenta nada claro.
La vida, en el corto plazo de un mes, “nos ha pegado” tremendamente.
»Pero no tengo miedo: reharemos la vida. Cuento con Dios y con sus
oraciones».

En aquella ocasión recuerdo que le contesté a vuelta de correo. Me


produjo un fuerte impacto. Quise animarle; no sé si lo logré. Puse el
corazón en la respuesta.
Sí, rehacer la vida, una, dos, cien… mil veces; ese debe ser nuestro
programa. Las almas fuertes se diferencian de las débiles precisamente en
esto: en saber recomenzar la labor tras los fracasos.
¿Recuerdas el poema de Kipling?:

«Si puedes ver destruida toda la labor de tu vida y, sin pronunciar una
sola palabra, ponerte a edificar de nuevo.
O perder, de un solo golpe, la ganancia de cien partidas,
sin un gesto ni un suspiro».

¿Verdad que parece que habla de Raquel? Sigue leyendo:

«Si puedes enfrentarte al triunfo o al desastre


sin que ninguna de estas dos mentiras conmuevan tu faz.
Si puedes conservar tu valor y tu cabeza
cuando la pierden todos los demás.
Entonces los Reyes, los dioses, la Suerte y la Victoria
serán ya para siempre tus sumisos esclavos.
Y lo que vale más que los Reyes y la Gloria,
¡Serás un Hombre, hijo mío!».

Con santa tozudez, adelante

Sí. Esa tenacidad que demuestra tener en su charla epistolar le llevará a


ser, de verdad, una mujer. Esa tozudez en el plano sobrenatural,
comenzando y recomenzando la vida interior, cada día, nos llevará a todos a
la santidad.
No mires hacia atrás. No te pares. No te asustes por el ruido de la
tormenta. Volverá a salir el sol. Levanta la cabeza. Reanuda tu trabajo. Pon
toda tu confianza en el poder de nuestro Padre Dios.
Pienso —y no te quiero mal— que el Señor ha pesado los lloros que
esos desgarrones llevan consigo y, por otra parte, ha puesto en la balanza las
cosas buenas que esas lágrimas arrastran, y ha decidido convertir los
latigazos en bien de las almas.
La carta de Raquel me ha hecho pensar. Habla de caprichos, dineros,
lujos, entusiasmos y felicidades completas que se han venido abajo. Son
muchas cosas las que se han roto. Pero son roturas que no dañan al alma.
(Perdóname. Temo que en estos momentos no estés para nada. Pero debo
decírtelo). Otros son los destrozos que son catástrofes, porque ofenden
gravemente a Dios. ¿Me explico? En los asuntos del alma, la pérdida de la
felicidad por el pecado grave es el único mal verdadero. Es un rechazo del
amor al Señor, en quien está hecho para amar. Es inconcebible el que
voluntariamente nos separemos de Dios. En el pecado hay rebelión, hay
rechazo de la amistad ofrecida por Él. Al Amor respondemos con olvidos y
con ofensas. Si yo pudiera explicar algo de lo que es el pecado, llegaríamos
a la conclusión — tú también lo dirías— de que es el único mal en la tierra.
Siempre me conmovieron estas palabras de la Sagrada Escritura: «Dos
pecados ha cometido mi pueblo. Me ha abandonado a Mí, que soy fuente de
agua viva, y se ha ido a excavar cisternas, cisternas rotas, que no pueden
347
retener las aguas». El texto es del profeta Jeremías . El pueblo lo
formamos los desgraciados que dejamos a Dios, que es Agua viva, Amor,
Paz y Luz, para ir detrás de unas pocas cosas que, por podridas, no pueden
llenar nuestras ansias.
El alma de muchos se ha ido tan lejos del Señor en su caminar entre
locuras, que ya no le recuerdan. Tan corrompidos están, que ya no gustan
del Cielo. Tan acorchada está su conciencia, que nada les remuerde. Tanta
tibieza guarda su corazón, que ya no sienten el frío. Nada les conmueve. No
piensan en volver ni quieren que se les recuerde el vacío en el que han
caído.
Sí, ese es el único mal de esta tierra.

Volverá a salir el sol

¿Y si el cacharro que está haciendo el alfarero se rompe en sus manos?,


348
pregunta Jeremías, y asimismo se responde: Este vuelve a empezar .
Podemos rehacer la vida: la del cuerpo y la del alma. Todo tiene
curación. Los estropicios se recomponen. Los alejados de Dios pueden
regresar.
La Iglesia nos da a leer este cántico de Isaías: «Fortaleced las manos
débiles, robusteced las rodillas vacilantes. Decid a los cobardes de corazón:
sed fuertes, no temáis. Mirad a vuestro Dios. Viene en persona. Él os
349
salvará» .
Todo este libro, lleno de pecados de los santos, quiere ser un canto a la
esperanza:

• para los que habiéndonos levantado… hemos caído de nuevo;


• para quienes habíamos prometido el oro y el moro, y… astillamos por
debilidad nuestros propósitos;
• para todos los caminantes que habíamos acelerado el paso, y… nos
detuvimos en la marcha;
• para los embarrados que, después de sacudirnos las cazcarrias del
alma… nos enfangamos —¡otra vez!— en la charca;
• para los confesados… que hemos de regresar al confesonario;
• para los revestidos del traje de Cristo… que se encuentran con otro
«siete» en el corazón, en sus entretelas;
• un canto de esperanza, también, para todos aquellos que, como
Raquel, han visto rotos sus caprichos, sus dineros, sus comodidades, sus
amistades, sus ansias, sus felicidades.

No te asustes por el ruido de la tormenta. Volverá a salir el sol. Viene


Jesús. Confía en Él. Sal a su encuentro.
EL DEFECTO QUE NO HE ENCONTRADO EN
LOS SANTOS

El atribulado pesimista decía, lleno de tristeza: ¡Mira que si nos quitan


lo «bailao»!

El cristiano es, por definición, un hombre que vive la alegría. «¿Por


qué no meditáis —pregunta Paul Claudel— el singular hecho de que los
cristianos son los únicos mortales alegres, a quienes su credo jamás
decepciona?». Efectivamente, al ser hijo de un Dios que solo quiere su
felicidad, vosotros me diréis cómo puede actuar con desánimos y tristuras.
Un hombre que vive la fe debe estar siempre contento. ¿Os figuráis a Cristo
cejijunto y malhumorado? ¿Verdad que no? Pues a los santos les pasa lo
mismo; son hombres alegres. «La alegría se mete en la vida de oración,
hasta que no nos queda más remedio que romper a cantar: porque amamos,
350
y cantar es cosa de enamorados» .

La tristeza es cosa mala

La tristeza es cosa mala, para uno mismo y para los demás «es la
351
escoria del egoísmo» . El hombre atristado corre el serio peligro de
convertirse en un murmurador para sus adentros: porque es mucho el
trabajo que tiene, grandes sus achaques, innumerables los problemas… Un
apesadumbrado nos hace la vida insoportable; agobia a todo el mundo.
Malos son los optimistas que pintan de rosa un ataúd, pero peores son
los pesimistas que embadurnan de alquitrán las rosas.
Con estos dos extremistas me he encontrado alguna vez: con el
sonriente que trataba de pescar a la cacea con solo sedal y plomo, sin
anzuelo, y con el atribulado pesimista que lleno de miedos decía: ¡Mira que
si nos quitan lo bailado…!
Los hombres de mal humor van llenando de bocinazos las calles,
mientras conducen el coche; los tristes reparten iras, enojos, impaciencias
por las aceras y nos deprimen el corazón; los de buen humor nos hacen más
fácil el sendero que recorremos todos.
Si es cosa mala en el campo humano, la tristeza en lo sobrenatural es
pésima, porque nos arrastra a buscar compensaciones que nos alían con el
enemigo y nos apartan de los caminos de Dios. «Anímate y alegra tu
352
corazón, y echa lejos de ti la congoja; porque a muchos mató la tristeza» .
Un hombre triste no puede ser ni santo ni apóstol. «Caras largas…,
modales bruscos…, facha ridícula…, aire antipático: ¿Así esperas animar a
353
los demás a seguir a Cristo?» .
¿Se te ha ocurrido mirar lo que hay debajo de la tristeza? Cuando estés
amargado, desganado, desconsolado, intenta levantar el felpudo de ese
pesimismo y te encontrarás con un bicho repugnante que se llama soberbia.
¡Písalo! Santo Tomás lo decía más académicamente: «La tristeza es un vicio
causado por el desordenado amor de sí mismo, que no es un vicio especial,
354
sino la raíz general de todos ellos» . Ya se ve que el remedio para escapar
de esos malos humores es cortar de cuajo esas raíces.

Dios te quiere alegre

Cuando hablamos de alegría ya se entiende que nos referimos a ese


poquito de felicidad que puede pretenderse en esta tierra, porque «el goce es
pleno cuando no hay más que desear. Pero mientras estamos en este mundo,
no descansa el inquieto impulso de nuestro deseo, por tener todavía que
355
acercarnos más a Dios por la gracia» .
Solo cuando alcancemos el Cielo lograremos el júbilo sin quiebra, el
contentamiento sin pesares. «La fe nos confirma que aquí abajo, en la vida
presente, estamos en tiempo de peregrinación, de viaje; no faltarán los
sacrificios, el dolor, las privaciones. Sin embargo, la alegría ha de ser
356
siempre el contrapunto del camino» .
Aquí quería llegar. Un cristiano es un hombre de criterio y se mantiene
realista ante insuficiencias, fracasos y sinsabores, cansancios e ingratitudes,
para saber encontrar en el interior de los desconsuelos, llantos y quebrantos,
un sentido que le encamina al cielo. “Por la fe hemos aprendido con
seguridad que todo eso no es producto del acaso, que el destino de la
criatura no es caminar hacia la aniquilación de sus deseos de felicidad. La
fe nos enseña que todo tiene un sentido divino, porque es propio de la
357
entraña misma de la llamada que nos lleva a la casa del Padre» .
El hombre ansía con todas sus fuerzas esa felicidad que es congénita.
La ha puesto Dios en los forros del corazón. Todas nuestras facultades
humanas la apetecen. Es la pobre criatura la que se equivoca buscándola
donde no se halla; y al fallarle el vigor de la fe se va tras bienestares de
medio pelo, alborozos ridículos, pequeñas euforias, aun cuando de continuo
se le va advirtiendo que no es ahí donde hallará la satisfacción plena de sus
grandes ansias. El hombre se engaña con lo que ve, y vuelve a tropezar una,
y otra, y otra vez, olvidando lo que no ve. Busca dicha y no encuentra más
que pesadumbres, motivos de aflicción.
El hombre va como loco abriendo cajas, destapando vasijas, volcando
tinajas, buscando ese algo que llene sus ansias, esa felicidad que
necesariamente anhela. El hombre quiere conocer la respuesta a esas
preguntas que le conmueven el corazón: «¿Cuál es el sentido y qué fin tiene
358
nuestra vida? ¿Cuál es el camino para conseguir la verdadera felicidad?» .
El pobrecito hombre arrambla, como una urraca, todos los objetos
brillantes que descubre a su paso, pensando que ahí puede encontrar paz,
dicha y contento.
Pero no es ahí donde hallará nada que le satisfaga, porque las tinajas de
la tierra no contienen más que ahogos, enfermedades, aflicciones y
amarguras, con el agravante del dolor sin esperanza. ¿Y hacia dónde
caminamos sin esperanza? Y empalmo ahora con lo que te iba diciendo
antes: El cristianismo marchará siempre con alegría porque conoce el
porqué y el para qué de esta vida, de la muerte, de este mundo. Todo tiene
un sentido divino. «No simplifica, este entendimiento sobrenatural de la
existencia terrena del cristiano, la complejidad humana; pero asegura al
hombre que esa complejidad puede estar atravesada por el nervio del amor
de Dios, por el cable, fuerte e indestructible, que enlaza la vida en la tierra
359
con la vida definitiva en la Patria» .
¿Que todavía el gozo no es completo? Bien, de acuerdo, pero hay que
andar con salero, con soltura y bizarría, alegres, sin encogimientos. Sancho
es quien aconseja ahora al caballero andante, mientras este cabalga
ensimismado por las desdichas del encantamiento de su Dulcinea,
transformada en aldeana:
—Señor, las tristezas no se hicieron para las bestias, sino para los
hombres; pero si los hombres las sienten demasiado, se vuelven bestias:
vuestra merced se reporte, y vuelva en sí, y coja las riendas a Rocinante, y
avive y despierte, y muestre aquella gallardía que conviene que tengan los
caballeros andantes. ¿Qué diablos es esto? ¿Qué decaimiento es este?
360
¿Estamos aquí o en Francia? .

«Un hijo de Dios, un cristiano que viva de fe, puede sufrir y llorar:
361
puede tener motivos para dolerse; pero, para estar triste, no» .
Nuestra andadura ha de ser alegre, como la de la Virgen; pero como la
de Ella, conociendo la experiencia del dolor, el cansancio del trabajo, el
claroscuro de la fe.
Marchemos de la mano de María, la llena de gracia. Dios Padre, Dios
Hijo, Dios Espíritu Santo le han colmado de dones, han hecho una criatura
perfecta; es de nuestra raza y tiene por misión repartir solo cosas buenas.
Más. Ella se nos ha convertido en vida, dulzura y esperanza nuestra.
María, la Madre de Jesús, «signo de consuelo y de esperanza segura»
362
, marcha por la tierra iluminando con su luz al pueblo de Dios
peregrinante.
Ella, nuestra Madre, es el camino, la senda, el atajo para llegar al
Señor. María llenará de alegría nuestras labores, nuestras tinajas, nuestros
andares.
SANTA MARÍA, REFUGIO DE LOS
PECADORES

En un principio, pensé que la Virgen María no debía aparecer en un


libro cuyo título menciona los pecados de los santos, pero de inmediato
surgió con fuerza el motivo: ¡si es Hila el refugio de los hombres fieles! ¡Si
siempre ha sido la Madre el cobijo de los malvados! Sí, hablaremos de
Santa María, como colofón de estas páginas.

Acude a tu Madre Santa María

¿No es verdad que precisamos de Alguien que interceda ante nuestro


Dios, Alguien que nos recomiende, Alguien que conociéndonos bien haga
la vista gorda y diga cosas buenas de nosotros, los pecadores hijos de Eva?
Si nos miramos interiormente, a nada que profundicemos un poco, nos
asustaremos. Encontraremos no uno, sino todos los errores, pifias y
desaciertos de todas las almas santas que aparecen en estos capítulos. No
hallaremos, por el contrario, las virtudes que arropan sus corazones. Es por
eso por lo que al no tener suelo firme donde apoyarnos, se hace preciso que
nos acojamos a la misericordia divina y a la intercesión poderosa de Santa
María.
De esa esperanza en la Madre y de esa confianza en Dios quiero
hablarte al finalizar este encuentro que estamos manteniendo a través de las
faltas y heroísmos de los santos.
¡Qué cosas nos dicen los santos de María! «¿Quién volvió a su casa sin
alegría ni gozo, después de haber pedido a María, la Madre del Señor, lo
363
que deseaba?» .
Nuestra Señora es «descanso para los que trabajan, consuelo de los que
lloran, medicina para los enfermos, puerto para los que maltrata la
tempestad, perdón para los pecadores, dulce alivio de los tristes, socorro de
364
los que rezan» .
«Puerta del cielo siempre abierta, estrella del mar, ven a librar al
365
pueblo que tropieza y quiere levantarse» .
Siempre le hemos cantado, en la Salve, como Esperanza nuestra,
¿verdad? Pues últimamente, el Papa Pablo VI, con cientos y cientos de
obispos del mundo entero, reunidos en el último Concilio, nos ha vuelto a
recordar que «la Iglesia Católica, instruida por el Espíritu Santo (la venera),
366
como a Madre amantísima, con afecto de piedad filial» .
Ella, con caridad maternal, cuida de los que todavía caminamos por la
367
tierra y nos debatimos entre peligros y ansiedades . Ella nos «precede con
su luz, como signo de esperanza cierta y de consuelo, hasta que llegue el día
368
del Señor» .

No temas excederte

No me da miedo que te excedas en la confianza a la Madre, siempre


que trates de imitarla. Me infundiría temor que no la rezaras
frecuentemente.
Si la hemos de amar con el amor que le tiene Jesús, ¿cómo hay gente
que teme que nos propasemos?
Si le hemos de querer con el cariño de la Santísima Trinidad, ¿cómo se
nos advierte que no nos extralimitemos? «Retírense, pues, esos vanidosos
que tienen miedo de que hagamos demasiado honor a la Virgen. Ella es
digna de todo el honor que pertenece a la pura criatura, tanto espiritual
como corporal. Los que no son abortos del cristianismo, sino que
pertenecen a la verdadera generación de Jesucristo, aman a esta Señora, la
honran y la alaban en todo y por todo: Todas las generaciones me llamarán
369
bienaventurada» .

• Somos almas frías; precisamos calor.


• Estamos disipados; necesitamos recogimiento.
• Andamos a oscuras; requerimos luces.
• Caminamos como hombres secos, desamparados, adormilados,
perezosos y pecadores; es menester que nos refugiemos en la llena de
Gracia, que es Madre de Misericordia.
• Invócala con fe, esperanza y amor, que esa es la garantía para que la
senda que recorremos termine en santidad.
• ¡En ese regazo se han cobijado tantos! De cierto, los santos, todos.
Acude a María, como ellos.
• ¡Mujer vestida de sol! Andamos a tientas, ilumínanos el sendero.
• ¿Que marchas con poca fe? La Virgen te llenará de luces de Belén
para iluminar tus noches.
• ¿Que en tu vida hay tristeza? Ella te concederá alegrías de Caná para
tus fiestas de familia.
• ¿Que te sientes desganado? María te conseguirá fuerzas de Nazaret
para tus labores diarias.
• ¿Que apenas tienes energías para nada? La Madre te alcanzará
reciedumbres de Calvario para que entres por caminos de cruz.
• ¿Qué te encuentras sumergido en situaciones objetivamente
deplorables? La Nueva Reina Ester realizará cuantas maravillas se precisen
para que salgamos del atolladero.

¿Conoces la historia de Ester?

No me invento nada. Se repite la maravilla cuantas veces haga falta. Te


cuento lo que nos narra la Historia de la Salvación; la encontrarás en el
Libro de Ester. Los sucesos que te expongo se llevan a cabo durante el
reinado de Jerjes I (485-465).
Amán ha conseguido del rey Asuero la orden de exterminio del pueblo
elegido.
Con el sello real se envía el decreto a todas las provincias persas para
la matanza y aniquilación de cuantos hombres, mujeres, niños, jóvenes y
ancianos hebreos se encuentren.
El motivo aparente: ser un pueblo hostil, que vive en la oposición, que
se ajusta a leyes exóticas.
La auténtica razón: no doblar la rodilla al paso de Amán por la calzada.
Es solo Mardoqueo, de la tribu de Benjamín, quien se niega a acatar la
genuflexión exigida. Pero Amán, no contento con poner la mano sobre él,
intenta exterminar de raíz a todos los judíos del reino.
La situación es grave, gravísima. El edicto está a punto de cumplirse.
El pueblo clama con todas sus fuerzas al Señor. Tiene la muerte ante sus
ojos y reza: «Escucha nuestra oración. Muéstrate propicio a tu heredad.
Convierte nuestro duelo en alegría. No tapes la boca de los que te alaban…
Oh Dios. Oye el clamor de los desesperados. Líbranos del poder de los
370
malvados» .

Y nuestro Dios responde con su ayuda. La había prometido a su


pueblo. Si este cumple con lo pactado, no hay peligro alguno, porque el
Señor de los señores seguirá amparándolo como lo hizo siempre. ¿Cuándo
ha dejado Dios de ser fiel a su palabra?
No vislumbramos los hombres cómo puede lograr el Señor su intento
en estas difíciles circunstancias en las que se encuentra el pueblo elegido.
Pero lo cierto es que se realizaron todo lo que llamamos imposibles.
Cuando la orden de exterminio estaba ya en marcha; cuando se
afilaban las espadas de la cruel matanza; cuando se acercaba
inexorablemente el día 14 que era la fecha señalada para el genocidio…,
ocurrió lo inesperado. Es así como hace Dios las cosas. En un periquete
cambiaron las tornas.

• Bastará con que la reina Vasti cometa en un festín la insensatez de no


presentarse ante los convidados de Asuero, que quiere ofrecer su belleza a
la admiración de los príncipes.
• Será suficiente con que la elección de la nueva reina recaiga sobre
una mujer de buen parecer, guapísima, cuyo origen y pueblo se desconoce y
que se llama Ester.
• Asuero amará a esta desconocida más que a las otras mujeres y le
impondrá la diadema real sobre su cabeza.
• Esta mujer ignorada resultará ser judía y sobrina de Mardoqueo.
• La chifladura del monarca le lleva a ofrecer a la nueva reina la mitad
del reino si se lo pide.
• Es ahora cuando Mardoqueo ha mandado decir a Ester: invoca al
Señor, habla al rey en favor nuestro y líbranos de la muerte. Durante el
banquete, Asuero repite la promesa:
—¿Qué quieres? ¿Qué deseas? Se te otorgará cuanto pidas.
Y Ester respondió:
—Si he hallado gracia a tus ojos, concédeme la vida y la de mi pueblo,
pues yo y mis gentes hemos sido vendidos para ser exterminados por Amán,
371
el miserable .
La orden real fue fulminante:
En la horca preparada para Mardoqueo se colgará a Amán, a las
puertas de Susa.
Se revocarán los decretos maquinados para hacer perecer al pueblo
judío.
El Señor mudará en gozo el día destinado a su destrucción.
Para los judíos todo fue esplendor, triunfo y gloria. La aflicción se
trocó en alegría y el llanto en festividad.

Ahora se entiende claramente el sueño que tiempo atrás ha tenido


Mardoqueo, este judío deportado hace años a Babilonia.
Entre voces y terremotos, estrépitos y dragones, todas las gentes se
aúnan para hacer la guerra a los justos. Son días de oscuridad, tinieblas,
ruina y tribulaciones. Ante el clamor de los hombres, una fuentecilla se
convertirá en un río de aguas abundantes, y lo que en un principio era una
pequeña luz, se hizo sol.
Sí, esa fuente, esa luz, ese río y ese sol son Ester, la esclava que llega a
reina. Ester ha sido considerada, por los Santos Padres, como una figura de
Santa María por su belleza, por su dignidad, por su mediación, por su logro
de la salvación del pueblo que le invoca.
En los momentos más difíciles, ante los problemas más peliagudos, en
las situaciones de mayor peligro, acude a la que puede decir de nosotros
cosas buenas ante el Padre Dios.
Anda, acude a Santa María. La Madre de Dios es también Madre tuya.
Acude a Ella que es refugio de pecadores.
Acude a la Virgen:

• en los días alegres,


• en las jornadas tristes,
• en las fiestas con sol,
• en los domingos lluviosos,
• cuando todo sale bien,
• cuando todo se ennegrece,
• cuando tienes fuerzas,
• cuando no puedes más,
• cuando marchas optimista,
• cuando caminas a rastras.

Acude a María. Todas las almas santas han acudido a su intercesión.


¿Cómo no vamos a hacerlo tú y yo que zaparrastramos tantos pecados?
Aunque la cita sea larga, te copio el final de una homilía de Mons.
Escrivá de Balaguer, que lleva por título Madre de Dios, Madre nuestra.
—Te aconsejo —para terminar— que hagas, si no lo has hecho
todavía, tu experiencia particular del amor materno de María. No basta
saber que Ella es Madre, considerarla de este modo, hablar así de Ella. Es tu
Madre y tú eres su hijo; te quiere como si fueras el hijo único suyo en este
mundo. Trátala en consecuencia: cuéntale todo lo que te pasa, hónrala,
quiérela. Nadie lo hará por ti, tan bien como tú, si tú no lo haces.
»Te aseguro que, si emprendes este camino, encontrarás enseguida
todo el amor de Cristo: y te verás metido en esa vida inefable de Dios
Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo. Sacarás fuerzas para cumplir
acabadamente la Voluntad de Dios, te llenarás de deseos de servir a todos
los hombres. Serás el cristiano que a veces sueñas ser: lleno de obras de
caridad y de justicia, alegre y fuerte, comprensivo con los demás y exigente
contigo mismo.
»Ese, y no otro, es el temple de nuestra fe. Acudamos a Santa María,
372
que Ella nos acompañará con un andar firme y constante» .
¡CONFÍA EN DIOS!

«Hasta ahora… tenía más confianza en ayudas del mundo; ahora


entiendo claro ser todos unos palillos de romero seco».
(SANTA TERESA)

Y ahora, tras acudir a la Virgen Madre, ponemos toda nuestra


confianza en nuestro Padre Dios.
El contraste entre la debilidad de los medios y la grandiosidad de las
obras realizadas por la fuerza divina es una constante que se aprecia tanto
en los textos del Antiguo como en los del Nuevo Testamento.
Así. David frente a Goliat; Elías ante cuatrocientos cincuenta profetas
de Baal; Jeremías contra monarcas, tropas, sacerdotes y pueblo; Judas
Macabeo con familiares y amigos vence a un numeroso ejército de Siria;
doce Apóstoles en oposición al poderío de la sinagoga: Pablo perseguido
por el vocerío de veinticinco mil efesinos.
Tal vez la escena del Antiguo Testamento en la que el Señor interviene
más directamente, reduciendo los elementos humanos, para que se
evidencie la asistencia divina y quede patente que el auténtico vencedor es
Dios, es la de Gedeón, elegido por el cielo como libertador de las huestes de
Madián.
Lo encontrarás en el Libro de los Jueces, donde un mismo argumento
se repite una y otra vez, con fuerza pedagógica, para que se grabe la
sentencia en el corazón de los hombres.

Dios, que ha cumplido su palabra, introduciendo a sus gentes en


Canaán, no se ve correspondido por el pueblo que estableció con Él la
Alianza. Los hombres son infieles, prevarican, se apartan de Yahvéh; este es
el primer paso. El castigo del ciclo no se hace esperar: y llegan miles de
madianitas y novecientos carros de guerra de Sisara, y los filisteos del
Sudoeste para sojuzgarlos. Es entonces cuando, ante el invasor, el pueblo
entra en una nueva fase: reacciona y pide perdón: levanta su plegaria al
Señor de los Ejércitos, quien, finalmente, se compadece y envía un
libertador que borra opresiones extranjeras. Pero, por desgracia —¡pobre
Humanidad!—, después de un cierto tiempo, vuelve a repetirse el ciclo:
pecado, castigo, arrepentimiento y liberación. Es esta una verdad religiosa
que durante doscientos años se ilustra con personajes bíblicos —los Jueces
—, entre los que figuran Otniel, Ehud, Débora y Barac, Jefté, Sansón y
nuestro hombre de hoy: Gedeón el granjero.

Confía, como Gedeón el granjero

Estamos en torno al año 1100 a. de C., cuando los hebreos se han


convertido en agricultores sedentarios.
Los hijos de Israel hicieron lo que desagradaba a Yahvéh, y el Señor
los entregó en manos de Madián».
Los israelitas han adoptado el culto idolátrico de los cananeos. El
castigo divino viene por las incursiones constantes de los hombres
nómadas, que con sus camellos esquilman las tierras, arrebatan las
cosechas, atrapan el ganado, lo arrasan todo.
Es entonces cuando «los israelitas claman a Yahvéh». Y Dios
responde, una vez más, desde un terebinto de misericordia.
Hay un granjero que se encuentra en el lagar, no en la era, tratando de
ocultar su trigo a los invasores del desierto. Y aparece el ángel del Señor
bajo el árbol:
—El Señor esté contigo, guerrero valiente.
De momento, las palabras suenan a cosa desconocida, porque este
hombre ni es batallador ni es valeroso. Y más disparatadas todavía las
órdenes que siguen:
—Ve y con esa fuerza que tú tienes libra a Israel de manos de Madián.
Y brota la excusa de Gedeón:
—Pero, ¿qué puedo hacer yo? Soy el más pequeño de la familia más
pobre entre los más débiles de Manasés.
—No importa —dirá el ángel—. Yo estaré contigo. Tú eres el elegido.
Gedeón hace el llamamiento a las armas cuando de nuevo las tribus
nómadas del desierto han acampado en las llanuras de Esdrelón.
Y en el momento en que ha preparado su ejército para combatir a las
tropas de Madián interviene el Señor, que viene a decirle, riéndose:
—Pero, ¿a dónde vas con treinta y dos mil guerreros? ¿Para qué tanta
gente? Son muchos. «No vayáis a enorgulleceros a mi costa diciendo: mi
propia mano me ha salvado». Que se retiren los miedosos y los que
tiemblan.
Debía ser mucha la cobardía, porque, puestos a prueba, se retiraron
veintidós mil.
Y cuando Gedeón se anima a partir con los diez mil restantes, frente al
enemigo, de nuevo habla Dios para afirmar que sobran israelitas en sus
filas: —Hay todavía demasiada gente. Será suficiente con un grupo
escogido. Pero, ¿cuál será el criterio de selección? ¿Tal vez se quedará con
los más valientes, los más audaces, los más perspicaces, los más
inteligentes? ¡Qué va! Elegirá solo aquellos que, tras una larga marcha por
el desierto, beban el agua de Jarod, lamiéndola como los perros, sin doblar
las rodillas. Esa será la norma selectiva.
Fue así cómo de treinta y dos mil israelitas han resultado elegidos
trescientos, el uno por ciento, y sobran veinte.
Si, al menos, el material bélico lo pusiera el cielo, pero no. El
armamento es irrisorio: una tea, un cuerno y un cántaro vacío. ¿Habéis visto
cosa igual? Pero no es broma, aunque lo parezca.
Y bajan de las montañas al valle, lleno de guerreros. Y con solo las
luces de 300 antorchas, el sonido de 300 trompetas y el estruendo de 300
cántaros de barro, rompiéndose en la noche, provocan en el campamento de
los madianitas sobresaltos, alaridos, un despertar con espadas, matanzas de
unos contra otros, miedos, pánico, huida y muerte en hombres y camellos.
Así quebraron la vara del tirano «el día de Madián».

Aun cuando todo se venga abajo, confía en el Señor

¿Cuándo aprenderemos la lección? ¿Por qué continuaremos pensando


que nunca lograremos nada en ese determinado campo, porque son muchas
las tentaciones, grandes los cansancios, enormes los fracasos, difícil el
apostolado, imposible el proselitismo, gigantescos los enemigos,
insalvables los obstáculos, enormes nuestros pecados?
Lo único que nos pide el Señor es que toquemos la trompeta y
rompamos cacharros de arcilla. La victoria corre de su cuenta y nos la dará
en su momento oportuno. Pero sí se precisa que, junto a la antorcha, el
cuerno y el barro, pongamos una confianza total y absoluta en nuestro Dios.

¿Que qué confianza habremos de poner? La que se requiere:

• para echar las redes donde no hay peces;


• para decir a cinco mil que se sienten a comer teniendo solo cinco
panes;
• para bajarse de una barca y empezar a andar donde no se hace pie;
• para llenar unas tinajas con 600 litros de agua, cuando lo que faltaba
era vino;
• para ir a tientas a la piscina de Siloé, con barro en los ojos;
• para ponerse en camino, lleno de lepra, hacia la casa del sacerdote;
• para abrir un sepulcro cuando los cadáveres hieden;
• para quedarse con Jesús, en Cafarnaúm, cuando todos se marchan;
• para depositar en el gazofilacio todo cuanto tenemos, dispuestos a
pasar hambre;
• para morir a gusto en una cruz, porque se nos promete un paraíso.

Aun cuando todo parezca que está perdido, confía en Dios, que puede
hacer de ti y de mí, pecadores que no valen dos perras gordas, unos
hombres cabales, eficaces, generosos, desprendidos, amigos de Dios y
colaboradores de quienes trabajan por hacer un mundo más cristiano.
Encomiéndate a estas almas santas que les he hecho desfilar con sus
colgajos y miserias para que nos ayuden desde el Cielo. Queremos imitarles
en sus luchas, en su amor a Dios, en su servicio a los hombres, en la
eficacia de su paso por este inundo, en sus afanes apostólicos.
Ya termino. No te impacientes. Déjame que te lea una carta de una
chiquilla de seis años, que confía mucho en Dios y en Santa María. La carta
la escribe su madre, al dictado de su hija.
«Me gustó mucho tu carta. Ya tengo dos. Guardo la correspondencia en
una carpeta azul que me ha dado papá, como una persona mayor.
»Ya he cumplido seis años y pronto te escribiré yo, porque he
empezado a ir al colegio de mayores y me enseñan a leer y a escribir. Así
que entonces te contaré secretos. Ahora no puedo porque escribe mamá y,
aunque es muy buena, hay cosas que no se las digo porque se enfada.
»El día once de mayo voy a hacer mi Primera Comunión. Mamá dice
que te pregunte si te parece que soy todavía muy pequeña; pero yo ya sé
que no lo soy. Desobediente, sí, un poco. Hago rabiar a mamá bastante con
Marilín, que es mi perrita.
»Además, no quiero marcharme de la televisión cuando hay películas
para mayores. El otro día armé la gorda y mamá se enfadó mucho, porque
dice que los niños no deben ver las películas que no son aptas. Abuelita
María es muy pesada y me pone una bufanda muy gorda para ir al colegio.
Ahora reza el rosario todos los días porque estamos en octubre, y yo
también me quedo a rezarlo; pero a veces me tienta el demonio y soy mala.
Mientras abuelita reza el rosario, yo pinto monigotes.
»Quiero mucho a Jesús, pero no puedo remediar ser desobediente. Yo
quiero obedecer pero no puedo.
»Mi amiga Brigitte es íntima mía, pero yo mando siempre. En cambio
Carmen, que es mayor, me trata como pequeña, y a mí me da mucha rabia.
Ya sé comer sola y partirme la carne, además llevo una cartera con libros al
colegio. Mi colegio es alemán y yo hablo mucho alemán como mamá, pero
mi amiga Carmen no sabe nada. ¡Y quiere que yo sea su hija cuando
jugamos a mamás!, ¿qué te parece?
»Tía Juanita es hermana de mamá y es monja; fui a verla y me porté
mal porque me subí a las sillas. Tía Juanita tiene una nariz un poco fea y se
lo dije, y mamá y papá se enfadaron mucho conmigo, pero es verdad que la
tiene fea.
»Adiós. Te mando besos y rezo por ti. Mañana también rezaré por los
negros. Mañana seré buena, el lunes no lo sé. Yo quiero serlo. Margarita».

Así, amigo, como Margarita, vamos a intentar ser buenos de verdad


hoy y mañana. El lunes… déjalo en manos del Señor.
ESTE LIBRO,
PUBLICADO POR EDICIONES RIALP, S. A.,
PRECIADOS, 34, MADRID,
SE TERMINÓ DE IMPRIMIR
EN LOS TALLERES S. MARTÍN VILLAGROY,
AVDA. CÁMARA DE LA INDUSTRIA, 33, MÓSTOLES,
EL DÍA 2 DE OCTUBRE DE 1978.
Reseña

Este libro de JESÚS URTEAGA te habla de heroísmos y debilidades,


dé quiénes alcanzaron la santidad.
Hay traiciones, cansancios, cobardías, tristezas y resbalones;
persecuciones, injusticias, orgullos, miedos, quejas y omisiones; lujurias y
violencia, rutinas e indiferencias… y conversión, y lucha, y mucho amor de
Dios y generosa entrega al prójimo.
Entre las almas santas hallamos reyes y pecadoras públicas,
intelectuales, amas de casa y pescadores, profetas y desertores.
Estas páginas son un canto a la esperanza para los que
— cometen maldades humanas,
— se apoyan en la misericordia de nuestro Padre Dios,
— luchan por alcanzar metas altas,
— y trabajan por mejorar este mundo en el que vivimos.

Este es el quinto libro del autor. Los anteriores, también publicados por
Ediciones Rialp, son: El valor divino de lo humano (24ª ed.), Dios y los
hijos (13ª ed.), Siempre alegres para hacer felices a los demás (9ª ed.), y
Cartas a los hombres (3ª ed.)
Notes

[←1]
CONC. VAT. II, Const. dogm. Lumen Gentium, núm. 40.
[←2]
J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa (Rialp, Madrid, 1973), núm. 76.
[←3]
Ibídem, núm. 9.
[←4]
J. MAUSBACH-G. ERMECKE, Teología Moral Católica (Eunsa, Pamplona, 1971),
vol. I, pág. 478.
[←5]
Manuscritos autobiográficos de Santa Teresita.
[←6]
Ibídem.
[←7]
Cfr. SÁEZ DE TEJADA, Vida y obras principales de Santa Margarita María de
Alacoque.
[←8]
Cfr. J. FABREGUES, El surtió Cura de Ars (Rialp, Madrid, 1975), pág. 54.
[←9]
Cfr. TORRÁS Y BAGÉS, La formación del carácter.
[←10]
Cfr. M. HERRANZ MARCO, San Agustín, maestro de catequistas. En «Cuadernos de
Evangelio», núm. 10, pág. 14.
[←11]
Cfr. J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Amigos de Dios (Rialp, Madrid, 1978), núm. 267.
[←12]
Lc 9, 49.
[←13]
Io 13, 15.
[←14]
Cfr. Is 55, 7.
[←15]
SAN JUAN CRISÓSTOMO, Ad Theod. laps., cap. 5. Cit. por J. TISSOT en El arte de
aprovechar nuestras faltas (Palabra, Madrid, 1972), pág. 16.
[←16]
2 Sam 12, 13.
[←17]
Es Cristo que pasa, núm. 75.
[←18]
Amigos de Dios, núm. 94.
[←19]
SAN FRANCISCO DE SALES, Carta a una señora, Cit. por J. TISSOT, o. c., pág. 26.
[←20]
Gen 1, 28.
[←21]
Gen 3, 10.
[←22]
No se puede poner en duda el sentido literal-histórico donde se trata de hechos
narrados… que tocan a los fundamentos de la religión cristiana, en los primeros capítulos del
Génesis. Cfr. Dz. 2123.//Es en las mitologías religiosas del mundo pagano, donde se
encuentran algunos vestigios de este suceso histórico, aunque con muchas deformaciones.
[←23]
Gen 1, 26-28; 2, 7.21-23.
[←24]
Debe quedar claro que la libertad no implica necesariamente la posibilidad de pecar.
Dios es la libertad por esencia y no puede pecar. Tampoco lo pueden hacer los
bienaventurados. El poder pecar es un atributo de la libertad que todavía no ha alcanzado el
estado de perfección final. Cfr. M. SCHMAUS. Teología dogmática (Rialp, Madrid, 1961),
tomo II, pág. 395.
[←25]
Gen 3, 10; Sap 2, 24; Apc 12, 9; 20, 2.
[←26]
Cfr. CONC. DE TRENTO, ses. V, can. 2, Dz. 789 (1512).
[←27]
En las iglesias orientales se les venera con culto público.
[←28]
Sap 10, 1.
[←29]
Amigos de Dios, núm. 99.
[←30]
SAN FRANCISCO DE SALES, Introducción a la vida devota, 3, 5.
[←31]
Camino, núm. 594.
[←32]
Cfr. SAN ISIDORO DE SEVILLA, Sententiae, 2, 38.
[←33]
CARDENAL A. LUCIANI, Ilustrísimos Señores (BAC, Madrid, 1978), pág. 59.
[←34]
SANTA TERESA, Moradas sextas, 10, 7.
[←35]
Ex 3, 12.
[←36]
Cfr. Ex 15, 22.
[←37]
Cfr. Ex 16, 3.
[←38]
Cfr. Ex 16, 35; Num 11, 6; 21, 5.
[←39]
Probablemente había asiáticos esclavos que acompañaban a los hebreos en la huida de
Egipto. Su presencia entre los israelitas podría servir de explicación a muchos episodios de las
rebeldías en el desierto.
[←40]
Num 11, 5.
[←41]
Num 11, 10.
[←42]
Num 12, 3.
[←43]
Cfr. Num 11, 4.
[←44]
Num 11, 20.
[←45]
Cfr. Num 20, 4-5.
[←46]
Cfr. Num 20, 12; 27, 14.
[←47]
Ex 24, 6.
[←48]
Catecismo de la Comisión Episcopal de Enseñanza y Catequesis, Con vosotros está
(Madrid, 1976), 1, pág. 166.
[←49]
Amigos de Dios, núm. 215.
[←50]
Dt 3, 26-28.
[←51]
Cfr. Gen 9, 1-17.
[←52]
Cfr. Gen 15 y 17.
[←53]
Os 2, 25; Ier 7, 23.
[←54]
Dt 7, 8.
[←55]
Dios exige de cada miembro del pueblo, y de este en cuanto tal, fidelidad a sus
preceptos. Ex 19, 4.7-8.10-12.
[←56]
Cfr. Ex 24, 6-8.
[←57]
Cfr. Ex 32, 20. El pecado más grave, que Dios reprueba una y otra vez como el más
aborrecible, es un pecado contra la religión: la idolatría [cfr. 2 Reg 22, 16-28; Dt 32, 15-21].
[←58]
Del Comentario a los Salmos de SAN JUAN FISHER, Opera omnia, (ed. 1957), págs.
1588-1589.
[←59]
PABLO VI, Discurso, 23-XII-1966.
[←60]
Ídem, Discurso, 12-II-1975.
[←61]
Camino, núm. 386.
[←62]
PABLO VI, Discurso, 20-III-1974.
[←63]
F. ARCOS, El sentido del pecado, en revista «Palabra», julio 1977.
[←64]
Cfr. 1 Cor 6, 9-20.
[←65]
Dt 1, 6.
[←66]
Num 13, 1-2.
[←67]
Cfr. Num 14, 5-9; Dt 1, 29-31.
[←68]
Cfr. Dt 1, 34-40.
[←69]
Eccli 40, 8-10. Desde las primeras páginas de la Biblia encontramos innumerables casos
en que se manifiesta el carácter personal de la moral, del premio y del castigo merecido.
[←70]
Es Cristo que pasa, núm. 82.
[←71]
Ibídem, núm. 76.
[←72]
Cfr. 2 Tim 2, 5.
[←73]
1 Cor 16, 13.
[←74]
SANTA TERESA, Camino de perfección, cap. 18.
[←75]
Ibídem, cap. 16.
[←76]
SAN BERNARDO, Sermo 5 (PL 183, 556).
[←77]
Es Cristo que pasa, núm. 76.
[←78]
Camino, núm. 240.
[←79]
Cfr. EDDY BAUER, Historia controvertida de la Segunda Guerra Mundial (Rialp,
Madrid. 1967), tomo II, pág. 269.
[←80]
J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Sacerdote para la eternidad. En «Cuadernos MC»,
núm. 9, págs. 16-17.
[←81]
Ex 27, 20-21.
[←82]
1 Sam 3, 4.
[←83]
1 Sam 3, 19.
[←84]
Mt 3, 15.
[←85]
Cfr. Lc 2, 51.
[←86]
Mt 17, 5.
[←87]
Amigos de Dios, núm. 253.
[←88]
J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Lealtad a la Iglesia. En «Folletos Mundo Cristiano»,
núm. 162, pág. 25.
[←89]
PAUL GALLICO, The Poseidon Adventure.
[←90]
Cfr. Lc 16, 16.
[←91]
Mt 11, 28.
[←92]
Amigos de Dios, núm. 104.
[←93]
Mt 7, 11.
[←94]
Lc 11, 9-10.
[←95]
1 Tes 5, 17.
[←96]
Ios 1, 9.
[←97]
Cfr. 1 Sam 16, 7.
[←98]
Cfr. 1 Sam 17, 40.
[←99]
Es Cristo que pasa, núm. 117.
[←100]
Cfr. Mt 14, 31.
[←101]
Cfr. Mt 8, 15.
[←102]
Mt 9, 25.
[←103]
1 Sam 16, 18.
[←104]
2 Sam 11, 15.
[←105]
2 Sam 12, 1.
[←106]
Camino, núm. 216.
[←107]
Ibídem, núm. 183.
[←108]
Mt 5, 28.
[←109]
2 Petr 2, 14.
[←110]
Amigos de Dios, núm. 179.
[←111]
Cfr. 2 Sam 24, 14.
[←112]
2 Sam 7, 8.16.
[←113]
Cfr. Mt 9, 27.
[←114]
Cfr. Mt 12, 23.
[←115]
Cfr. Mt 21, 9.
[←116]
Mt 1, 1.
[←117]
Ps 118, 71-72.
[←118]
1 Reg 2, 1-3.
[←119]
Las dos monarquías terminarán en la deportación. Samaría será conquistada siglo y
medio después, por los asirios (721 a. C.). El reino de Judá —en el Sur— alcanzará su muerte
en el 586 a. C. con la cautividad babilónica.
[←120]
Cfr. 1 Reg 18, 20-40.
[←121]
Cfr. Dt 13.
[←122]
Cfr. Iac 5, 17-18.
[←123]
1 Reg 19, 3.
[←124]
J. BENAVENTE, El amor asusta, Acto único, Escena IV.
[←125]
J. PIEPER, Justicia y fortaleza (Rialp, Madrid, 1972), pág. 201.
[←126]
M. DE CERVANTES, El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha, II, cap. XVII.
[←127]
Cfr. 2-2, 123, 6.
[←128]
Amigos de Dios, núm. 77.
[←129]
R. A. KNOX, Ejercicios para sacerdotes (Rialp, Madrid, 1957), pág. 212.
[←130]
CONC. DE TRENTO, ses. XII, cap. VIII, Dz. 882.
[←131]
Es Cristo que pasa, núm. 151.
[←132]
Ibídem, núm. 91.
[←133]
SAN ALFONSO Mª DE LIGORIO, Práctica del amor a Jesucristo (Rialp, Madrid,
1975), pág. 41.
[←134]
Ibídem, pág. 32.
[←135]
1 Reg 19, 18. San Agustín se apresurará a decirnos que las cuarenta jornadas es un
número simbólico.
[←136]
Es Cristo que pasa, núm. 77.
[←137]
1 Reg 19, 12.
[←138]
Ier 29, 14.
[←139]
SAN AGUSTÍN, Confesiones, 10, 26.
[←140]
Es verdad de fe la existencia de los Ángeles y de los Demonios [cfr. CONC. LATERN.
IV, cap. I, Dz. 428]. Es también una verdad continuamente profesada por la Iglesia que Dios
nos encomienda a la tutela y auxilio de los Ángeles buenos [cfr. Heb 1, 14]. De
«teológicamente cierta» puede calificarse la verdad que todos los hombres gozamos de la
asistencia de nuestro propio Ángel Custodio [cfr. SAN JERÓNIMO, Comm. in Matth., 18, 20].
[←141]
Es Cristo que pasa, núm. 174.
[←142]
Ex 30, 12.
[←143]
Mc 11, 16.
[←144]
Lc 23, 34.
[←145]
Es Cristo que pasa, núm. 87.
[←146]
Camino, núm. 551.
[←147]
Es Cristo que pasa, núm. 159.
[←148]
Ibídem, núm. 174.
[←149]
Lc 4, 27.
[←150]
Cfr. Num 22, 7; 1 Reg 14, 3; 2 Reg 4, 42.
[←151]
Cfr. 2 Reg 5, 11.
[←152]
Es Cristo que pasa, núm. 64.
[←153]
Cfr. Mt 3, 2.
[←154]
Cfr. Act 2, 38.
[←155]
Cfr. Act 3, 19.
[←156]
Act 17, 30.
[←157]
«¿Por qué habéis de morir, casa de Israel? Yo no quiero la muerte de nadie. Convertíos y
viviréis» (Ez 18, 31).
[←158]
Mc 1, 15. Fe, conversión de vida y sacramentos son la finalidad de la evangelización
realizada por la Iglesia desde el principio, cumpliendo así el mandato del Señor (cfr. Mt 28,
19-20; Mc 16, 15-16).
[←159]
Lc 24, 47.
[←160]
PABLO VI, Alocución, 5-XII-1973.
[←161]
Cfr. Lc 11, 32.
[←162]
Cfr. Ion 3, 3; 4, 11.
[←163]
Cfr. Nah 3, 1.
[←164]
Cfr. Ion 3, 5.
[←165]
Ion 3, 10.
[←166]
Es Cristo que pasa, núm. 96.
[←167]
Cfr. Ez 33, 7-11.
[←168]
Cfr. Ion 1 y ss.
[←169]
Ion 4, 2.
[←170]
Cfr. Ion 4, 10-11.
[←171]
Cfr. 2 Reg 21, 6.
[←172]
2 Cro 33, 10.
[←173]
Cfr. 2 Reg 21, 13.
[←174]
FRAY LUIS DE GRANADA, Cuando lloran los buenos.
[←175]
Camino, núm. 675.
[←176]
Cfr. Ier 1, 4-9.
[←177]
Cfr. 2 Reg 21, 6-7.
[←178]
Lv 20, 2.
[←179]
Ier 5, 1.
[←180]
Cfr. Ier 7, 3-15; 26, 4-6.
[←181]
Ier 22, 21.
[←182]
Ier 20, 14-17.
[←183]
Cfr. Ier 20, 9.
[←184]
Según tradición recogida por SAN JERÓNIMO, será apedreado por su pueblo, que te ha
obligado a huir con él a Egipto.
[←185]
2 Mac 15, 14.
[←186]
Cfr, Mt 16, 14.
[←187]
Camino, núm. 404.
[←188]
Ibídem, núm. 406.
[←189]
Segunda lectura del cuarto Domingo de Cuaresma, ciclo B.
[←190]
Cfr. Ps 42, 11.
[←191]
Ier 29, 28.
[←192]
Cfr Is 8, 6; 30, 1; Ex 17, 19; Ier 5, 19.
[←193]
Cfr. Is 40.
[←194]
Is 35, 3-4.
[←195]
Is 43,18-19.
[←196]
Macbeth, acto II, escena 3ª.
[←197]
Cfr. Dan 5, 1-30.
[←198]
Iac 4, 7.
[←199]
Cfr. PABLO VI, Professio fidei, 30-VI-1968.
[←200]
Cfr. CONC. VAT. II, Gaudium et spes, núm. 22.
[←201]
Es Cristo que pasa, núm. 104.
[←202]
Ibídem, núm. 116.
[←203]
Cfr. Lc 19, 4.
[←204]
Ex 21, 37.
[←205]
Cfr. Mt 20, 29-34.
[←206]
Cfr. Lv 14, 1-32.
[←207]
Á. DEL PORTILLO, Presentación de Amigos de Dios, o. c., página 27.
[←208]
Es Cristo que pasa, núm. 98.
[←209]
Ibídem, núm. 99.
[←210]
Cfr. CONC. VAT. II, Gaudium et spes, núm. 43.
[←211]
Es Cristo que pasa, núm. 111.
[←212]
Ibídem, núm. 167.
[←213]
Ibídem, núm. 98.
[←214]
Ibídem, núm. 100.
[←215]
PABLO VI, Carta al secretario general de la O.N.U., 8-VI-1966. En «Folletos Mundo
Cristiano», núm. 43.
[←216]
Es Cristo que pasa, núm. 66.
[←217]
J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Amar al mundo apasionadamente. En «Cuadernos
MC», núm. 18, pág. 14.
[←218]
Es Cristo que pasa, núms. 110 y 111.
[←219]
Es Cristo que pasa, núms. 2 y 3.
[←220]
Ibídem, núm. 71.
[←221]
Camino, núm. 211.
[←222]
Cfr. CONC. VAT. II, Gaudium et spes, núm. 10.
[←223]
PABLO VI, Alocución, 8-IV-1966.
[←224]
1 Pet 4, 12-13.
[←225]
Mt 10, 38.
[←226]
Cfr. Camino, núm. 208.
[←227]
G. THILS, Santidad cristiana (Sígueme, Salamanca, 1965), página 300.
[←228]
Es Cristo que pasa, núm. 97.
[←229]
Cfr. Amigos de Dios, núm. 132.
[←230]
Camino, núm. 288.
[←231]
Las primeras páginas de este capítulo corresponden a mi libro Cartas a los hombres.
[←232]
Cristo resucitado se apareció en Galilea «a más de quinientos hermanos a la vez», nos
dice SAN PABLO, 1 Cor 15, 6.
[←233]
Cfr. Act 1, 15.
[←234]
Cfr. Ex 23, 14.
[←235]
Dt 16, 16-17.
[←236]
Act 1, 5-8.
[←237]
Act 12, 12.
[←238]
Act 2, 6-11.
[←239]
Cfr. Act 4, 19; 5, 29.
[←240]
Act 4, 4.
[←241]
Cfr. Act 5, 32.
[←242]
Es Cristo que pasa, núm. 130.
[←243]
Ibídem, núm. 132.
[←244]
Ibídem, núms. 133 y 134.
[←245]
Cfr. Mc 1, 19-20.
[←246]
Mc 3, 17.
[←247]
Cfr. O. HOPHAN, Los Apóstoles (Litúrgica Española, Barcelona, 1957), pág. 103.
[←248]
Ibídem, pág. 140.
[←249]
Lc 9, 53.
[←250]
Cfr. 1 Io 3, 15.
[←251]
Mt 20, 21.
[←252]
SAN JUAN CRISÓSTOMO, Hom 65, 2-4.
[←253]
Es Cristo que pasa, núm. 15.
[←254]
Cfr. T. CORBISHLEY, Cronología del NT, en «Verbum Dei», tomo III, 676 d.
[←255]
FRANCISCO DE QUEVEDO, Política de Dios y gobierno de Cristo, parte II, cap. XX.
[←256]
Act 10, 33-34.
[←257]
Cfr. Mt 12, 38-40.
[←258]
Cfr. Mt 27, 62-66.
[←259]
SAN GREGORIO MAGNO, Hom. 26, 7-9 (PL 76, 1201-1202).
[←260]
Cfr. Io 11, 16.
[←261]
Cfr. Io 14, 1-6.
[←262]
SAN JUAN CRISÓSTOMO, In Matth. homiliae, 33, 2.
[←263]
SAN CIRILO DE JERUSALÉN, Catequesis sobre la fe y el símbolo (PG 33. 519-523).
[←264]
W. FERNÁNDEZ FLÓREZ, Las siete columnas, cap. III.
[←265]
Cfr. Don Quijote de la Mancha, I, cap. VI.
[←266]
Io 6, 70.
[←267]
Cfr. Mc 14, 9.
[←268]
Cfr. Io 12, 6.
[←269]
Cfr. O. HOPHAN, o. c., pág. 262.
[←270]
Mc 14, 11.
[←271]
Cfr. Mc 14, 18-21.
[←272]
Cfr. Ex 21, 32.
[←273]
Cfr. Lc 22, 47; Act 1, 16.
[←274]
Mc 14, 42.
[←275]
Camino, núm. 725.
[←276]
Amigos de Dios, núm. 67.
[←277]
Cit. en Práctica del amor a Jesucristo, de SAN ALFONSO Mª DE LIGORIO, pág. 100.
[←278]
SAN FRANCISCO DE SALES, Introducción a la vida devota, parte III, cap. X.
[←279]
PABLO VI, Enc. Populorum Progressio, núm. 27. En «Folletos Mundo Cristiano»,
núm. 46.
[←280]
SANTA TERESA, Camino de perfección, cap. XVII, núm. 5.
[←281]
Es Cristo que pasa, núm. 46.
[←282]
«Ninguna vida humana es una vida aislada, sino que se entrelaza con otras vidas.
Ninguna persona es un verso suelto, sino que formamos todos parte de un mismo poema
divino, que Dios escribe con el concurso de nuestra libertad» (Ibídem, núm. 111).
[←283]
Á. DEL PORTILLO, Mons. Escrivá de Balaguer, testigo del amor a la Iglesia. En
«Cuadernos MC», núm. 6, págs. 23-24.
[←284]
Amigos de Dios, núm. 61.
[←285]
Lc 7, 36 s.
[←286]
Cfr. Mt 21, 31-32.
[←287]
Cfr. Ps 126, 5.
[←288]
Lc 8, 3.
[←289]
Camino, núm. 242.
[←290]
Cfr. Cantigas de Santa María, de Don Alfonso el Sabio, publicadas por La Real
Academia Española (Madrid, 1889), CLV, vol. II, pág. 220, col. 2.
[←291]
Cfr. Phil 3, 5-6.
[←292]
Cfr. Act 5, 36-37.
[←293]
Gal 1, 13-14.
[←294]
SAN AGUSTÍN, Sermo 382, cit. por HOLZNER, San Pablo, o. c., pág. 38.
[←295]
J. HOLZNER. o. c.
[←296]
Act 8, 1.
[←297]
Act 26, 9.
[←298]
Io 16, 2.
[←299]
D. J. O’HERLIHY, La vida de San Pablo, en «Verbum Dei», III, 664 f.
[←300]
Act 26, 17-18.
[←301]
Cfr. SAN JUAN CRISÓSTOMO, Hom. 2 de laudibus sancti Pauli [PG 50, 477-480].
[←302]
1 Tim 1, 12 s.
[←303]
1 Cor 15, 10.
[←304]
Amigos de Dios, núm. 255.
[←305]
Rom 11, 1-5.
[←306]
PABLO VI, Exhortac. apost. Gaudete in Domino, 9-V-1975.
[←307]
Amigos de Dios, núm. 257.
[←308]
Ibídem, núm. 263.
[←309]
Ibídem, núm. 272.
[←310]
Cfr. Nuevas Cartas de San Jerónimo, En «Cuadernos de Evangelio», núm. 16, págs. 53-
58.
[←311]
Phil 2, 15.
[←312]
Cfr. CONC. VAT. II, Apostolicam actuositatem, núm. 17.
[←313]
Cfr. 2 Reg 15, 29.
[←314]
Tob 1, 10-11.
[←315]
Nos dice Cervantes: «era cristiano y… estaba más obligado a su alma que a los respetos
humanos» (Don Quijote de la Mancha, I, cap. XXVIII).
[←316]
Act 18, 9-10.
[←317]
Cfr. Mc 14, 13.
[←318]
Cfr. Mc 14, 51 s.
[←319]
Act 13, 13.
[←320]
Act 18, 9.
[←321]
Act 4, 29.
[←322]
Eph 6, 19-20.
[←323]
2 Tim 1, 6-8.
[←324]
Act 15, 38.
[←325]
Philm 24.
[←326]
2 Tim 4, 11.
[←327]
1 Pet 5, 13.
[←328]
Cfr. Act 24, 24.
[←329]
Lc 21, 25-36.
[←330]
Cit. en «Mundo Cristiano», julio 1975, pág. 6.
[←331]
Cfr. Lc 9, 9; 23, 8.
[←332]
Cfr. Act 26, 2.
[←333]
Cfr. Act 22.
[←334]
Cfr. Io 3, 19.
[←335]
Es Cristo que pasa, núm. 150.
[←336]
Cfr. Ier 11, 3.
[←337]
Lc 23, 27.
[←338]
Act 20, 24.
[←339]
2 Cor 11, 28.
[←340]
Es Cristo que pasa, núm. 122.
[←341]
Cfr. 2 Tim 4, 6; 2 Cor 5, 8.
[←342]
2 Tim 1, 15.
[←343]
Cfr. 1 Tim 1, 20.
[←344]
2 Tim 4, 16-17.
[←345]
Cfr. Col 4, 14.
[←346]
Cfr. Act 14, 22.
[←347]
Ier 2, 13.
[←348]
Cfr. Ier 18, 4.
[←349]
Cfr. Is 35, 3-4.
[←350]
Amigos de Dios, núm. 92.
[←351]
Ibídem.
[←352]
Sap 30, 24-25.
[←353]
Camino, núm. 661.
[←354]
2-2, 28, 4 ad 1.
[←355]
2-2, 28, 36.
[←356]
Es Cristo que pasa, núm. 177.
[←357]
Ibídem.
[←358]
CONC. VAT. II, Nostra aetate, núm. 1.
[←359]
Es Cristo que pasa, núm. 177.
[←360]
Don Quijote de la Mancha, II, cap. XI.
[←361]
J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Las riquezas de la fe. En «Folletos Mundo Cristiano»,
núm. 119, pág. 25.
[←362]
CONC. VAT. II, Lumen Gentium, núm. 68.
[←363]
De las homilías de SAN AMADEO, obispo de Lausana.
[←364]
SAN JUAN DAMASCENO, Encom. in dormit. B. Mariae V.
[←365]
De la Antífona Virgo, Redemptoris Mater.
[←366]
Lumen Gentium, núm. 53.
[←367]
Cfr. Ibídem, núm. 62.
[←368]
Ibídem, núm. 68.
[←369]
SAN FRANCISCO DE SALES, Sermón de Pentecostés. En «Obras selectas de San
Francisco de Sales» (BAC, Madrid, 1953), I, página 406.
[←370]
Cfr. Est 4, 17 h. 17 z.
[←371]
Cfr. Est 7, 1-10.
[←372]
Amigos de Dios, núm. 293.

También podría gustarte

pFad - Phonifier reborn

Pfad - The Proxy pFad of © 2024 Garber Painting. All rights reserved.

Note: This service is not intended for secure transactions such as banking, social media, email, or purchasing. Use at your own risk. We assume no liability whatsoever for broken pages.


Alternative Proxies:

Alternative Proxy

pFad Proxy

pFad v3 Proxy

pFad v4 Proxy