La Arena No Recuerda

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Un joven «latin lover» que aparece degollado sobre la arena de una playa del

Adriático. Una joven y bella turista alemana que huye. Una siciliana que llega
dispuesta a recuperar su «honor». Michela, que trata de sobrevivir a una desdichada
experiencia amorosa, y acaba enamorándose de nuevo de un extraño muchacho. El
policía que sigue a disgusto una investigación cuyo resultado final teme…
Estos son algunos de los personajes de esta novela de Scerbanenco. Manejados por él
con su habitual destreza, con su extraordinaria habilidad, se convierten en seres
auténticos, sufrientes y atormentados. Toda la novela es una lucha de pasiones
encontradas. El amor, el odio, la ambición y, envolviéndolo todo, un poderoso hálito
de perversión que desemboca en un sórdido asesinato.
Scerbanenco afronta en esta novela, con su peculiar manera de montar los hechos, el
mundo de los jóvenes de hoy, de las relaciones entre mentalidades y ambientes
diversos, del sexo y de la muerte, creando una intrincada madeja psicológica,
sabiamente entrelazada con la intriga policíaca.
Giorgio Scerbanenco nació en Rusia en 1911, de padre ruso y madre italiana. Se
educó en Italia y, a temprana edad, comenzó su carrera periodística. La publicación
de su novela «Venus privada» no sólo significó el principio de una brillante carrera
como escritor de novelas policíacas, sino que le hizo famoso de la noche a la mañana.
Al favor del público se unió el aplauso de la crítica, que le saludó como a un gran
renovador del género. La novela fue llevada al cine con notable fortuna, como ocurrió
más tarde con «Muerte en la escuela» y «Los milaneses matan en sábado», que en
España se estrenó con el título de «Asesinada ayer». Por su novela «Traidores a
todos» obtuvo el «Grand Prix International de Littérature Policière», que significó un
reconocimiento internacional de su valía y el espaldarazo definitivo de la fama.

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Giorgio Scerbanenco

La arena no recuerda
Esfinge - 39

ePub r1.4
Titivillus 03.01.2019

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Título original: Il centodelitti
Giorgio Scerbanenco, 1963
Traducción: Lorenzo Cortina

Editor digital: Titivillus


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Índice de contenido

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La arena no recuerda

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Sobre el autor

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I

La muchacha se agachó junto al hombre tendido en la arena, que yacía casi con el
rostro hacia abajo, para verlo mejor. Comenzaba a amanecer y el mar había dejado de
romper contra la orilla como lo había hecho durante toda la noche; ahora llegaba a la
playa lentamente, sin ruido, como si fuese un tranquilo lago. El hombre estaba de
bruces, con las piernas abiertas, caído en una mala postura y con la cara medio
hundida en la arena. La herida que tenía en el cuello era ancha y, debajo, la arena
aparecía de color más oscuro. En cambio, arriba, el cielo se aclaraba por momentos,
aunque todas las cosas aún estuviesen un poco gris en la tierra: el mar, la amplia
franja de la playa que corría a derecha e izquierda solitaria y como sin fin, lo mismo
que el boscaje más allá de la playa.
El hombre era joven, tenía los cabellos rizados, muy negros y brillantes. La
muchacha agachada cerca de él, pensó en alemán: «Muy grasiento». Recordaba la
sensación de untuosidad que experimentó la primera vez que lo acarició. La camisa
blanca de manga corta estaba manchada de sangre en el hombro derecho. La
muchacha se puso en pie y pensó en alemán: «No me importa nada». Aún le dolía
una pierna de la violenta patada que él le había propinado en la espinilla. El viento le
movía dulcemente los frágiles y descoloridos cabellos rubios. Miró a su alrededor:
nadie. Mejor dicho: nada, porque, a aquella hora, en el color gris que confundía todos
los perfiles, era como si alrededor sólo existiese la nada. Las estrellas habían
desaparecido del cielo, aún no había salido el sol y era como el vacío.
Contemplado desde arriba, porque ella era de buena estatura, el joven parecía
como si hubiese caído en tierra, desde arriba, de cualquier manera. «Es preciso que
me vaya», pensó la muchacha en alemán. Sólo llevaba encima el vestidito de algodón
azul y el slip, y sentía algo de frío. Fue en este momento cuando vio el cuchillo, a un
paso del joven. Lo miró pensativa; tenía un bonito mango de hueso, amarillo, con
vetas oscuras. Volvió a ver con los ojos de la mente a Giannuzzo, cuando se lo había
enseñado, y le pasó la punta de la hoja por las mejillas, mientras se mofaba de ella. Se
inclinó y agarró el cuchillo con la mano. Después miró alrededor, espantada de
repente ante lo que había hecho. «Las huellas digitales», pensó. No había nadie.
Contempló un instante el gran cuchillo que tenía en la mano, casi una daga; luego,
mirando una vez más en torno suyo, corrió hacia el mar. Tenía los pies descalzos;
entró en el agua y avanzó hasta que tuvo que recogerse la falda para no mojarla. El
agua estaba fría y el fondo fangoso. El cuchillo se hundiría en el lodo y quién sabe si
lo volverían a encontrar. Se detuvo cuándo el agua casi llegaba hasta los muslos;
después, con un seco ademán, arrojó el cuchillo lo más lejos posible. Fue un gesto

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preciso, deportivo, como cuando en Hamburgo lanzaba la jabalina. El cuchillo
describió un amplio arco, y después desapareció en las grises aguas anacaradas.
Ahora, en el horizonte surgía una línea blanca, aún sin luz, simplemente blanca.
Todavía no había salido el sol, pero sería mejor que retomase al camping. «Me
prenderán en seguida», comenzó a pensar mientras volvía a la orilla, aunque no por el
sitio donde estaba Giannuzzo, tendido y muerto sobre la arena, sino mucho más allá,
a la altura del camping. Ahora pensaba en las huellas de las pisadas que había dejado
alrededor de Giannuzzo. «Me buscarán en seguida y me atormentarán durante meses
y meses». No le gustaba la policía italiana, ya había tenido ocasión de comprobarlo
un poco en la frontera, en Milán, en Venecia e incluso en el camping. Siempre la
habían tratado con rudeza, y Ludwig le explicó el porqué:
—Porque vamos vestidos de cualquier modo, y llevamos una bolsa en vez de
maletas de piel. Otra vez vendremos en coche y ya verás cómo nos tratarán mejor.
«Ludwig tenía razón», pensaba, y, después de atravesar la playa, se adentró por el
bosquecillo de pinos donde estaba el camping. Les miraban el vestido, los
consideraban vagabundos y ni siquiera leían en el pasaporte: «Gertrude Leuter,
ingeniero». La detendrían en seguida, en cuanto encontrasen a Giannuzzo en la playa;
en el camping todo el mundo conocía su historia con Giannuzzo, les habían visto en
el pueblo, continuó pensando, mientras sentía que se quedaba helada.
Se detuvo un momento en cuanto vislumbró las tiendas del camping entre los
pinos. Todos dormían, pero dentro de poco alguien se levantaría. Después entró
decidida en el recinto y vio en seguida, al lado de la fuente, al vigilante del camping
que se estaba lavando el cuello. Un hombre grueso, casi calvo, en traje de baño
celeste del que rebosaba un rollo de grasa muy bronceado. La muchacha tenía que
cruzarse con él para llegar a su tienda. El hombre la vio y se enderezó, con el cuello y
la cara chorreando agua.
—Guten Morgen —y añadió luego en su deficiente alemán—: Esta noche ha
vuelto tarde.
Ella sonrió de mala gana, con los labios cerrados. Después dijo:
—Me voy ahora. Ya he pagado la cuenta.
Entre las tiendas, había alambres con ropa blanca tendida a secar que apenas
ondeaba al viento. Y el olor a desinfectante. Y el acostumbrado cubo de lata medio
hundido en la arena, y, por el sitio donde estaban los servicios higiénicos, el
penetrante hedor a cloro.
—Lo siento —añadió el hombre.
Le disgustaba de verdad; aquellas extranjeras tan jóvenes, a las que enredaban los
jóvenes del país, le despertaban cierta ternura.
—Pero, claro, no se puede quedar siempre aquí.
«Ni tampoco me gustaría», pensó ella, mientras llegaba a la tienda que hasta la
noche anterior había compartido con una holandesa. En dos minutos metió en la bolsa
todas sus pertenencias, un vestidito, una camiseta, la cajita de metal con dinero, el

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relojito y la pulsera. Salió. Pensó en el pasaporte. Ah, sí, estaba entre los slips recién
lavados. Se había puesto las sandalias y, tras casi una semana de ir descalza, le hacían
un poco de daño.
—Dentro de veinte minutos pasa el ómnibus que va a Latisana —le dijo el
hombre gordo, en alemán, acompañándola hasta la salida.
Ya lo sabía. Se levantaba temprano, cuando aún era de noche y, siempre que
tomaba el ómnibus para Latisana, era a aquella hora.
—¿Tal vez el año próximo? —le preguntó el hombre.
—Es muy probable —le respondió ella.
Se apresuró, colocándose mejor el macuto a la espalda. Ahora, en el horizonte, la
raya blanca se había convertido en una mancha cegadora de luz y, debajo, ya se
distinguía una evanescente línea rosa que anunciaba el sol. Al pasar junto a un pino,
arrancó una ramita y, mientras caminaba, masticó un pedacito. «Limpia la boca, los
dientes», pensó. Lo escupió en la bifurcación del sendero con la carretera y esperó:
allí estaba la parada. No había ningún edificio alrededor. Por una parte la llanura, aún
algo a oscuras y, por la otra, el pinar. La única señal humana era el letrero que
indicaba el camping.
El primer rayo de sol iluminó el cielo en el momento en que llegaba el ómnibus.
Iba casi vacío, sólo una anciana y dos carabineros, que, además, se apearon mientras
ella subía.

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Los dos carabineros bajaron del ómnibus y caminaron juntos en silencio por el
sendero que conducía al camping. El sol casi asomaba ya la mitad de su disco por
encima de la línea gris celeste del mar, que en torno a él era de color rojo de sangre,
cuando llegaron ante la entrada del recinto de alambre espinoso que rodeaba el
disperso grupo de tiendas. Dos pálidas y altísimas muchachas nórdicas se habían
levantado y recogían la ropa blanca tendida cerca de su tienda. Tenían el pelo de un
rubio casi blanco y las caderas estrechas, masculinas. Ambos carabineros se miraron,
serios, pero riendo con la mirada. El gordo del bañador celeste apoyaba las manos en
sus gruesas caderas, rosadas por la luz rosa del sol naciente.
—Buenos días —dijo a los carabineros.
—¿Todo en orden? —preguntó uno de los carabineros.
—Mientras hace buen tiempo, todo va bien —contestó el gordo.
El camping era el punto donde empezaba la ronda de inspección de los dos
carabineros, que prosiguieron hacia la playa, caminando erguidos, severos. Después
de atravesar el pinar, llegaron hasta la línea donde las olas rompían ahora con menor
suavidad que antes, por el mayor empuje del viento de la mañana, y aquí se
detuvieron un instante para mirar mejor. Puede suceder siempre cualquier cosa de
noche en una playa, aunque, en la práctica, casi nunca sucedía nada, incluso con toda
aquella gente de vacaciones, italianos y extranjeros, que, a lo sumo, paseaban algo
ligeros de ropa o metían bulla tras haber bebido.
Al igual que las otras mañanas, desde que estaban allí de servicio, los dos
carabineros, tras un breve descanso, reemprendieron la marcha para atravesar la playa
en diagonal, y llegar al sendero que bordeaba el pinar hasta Lignano.
En aquel preciso momento, tal vez ambos a la vez, divisaron el cuerpo de
Giannuzzo tendido sobre la arena. El sol rosa creaba sombras de un suave marrón que
lo hacían resaltar más que si estuviese bajo la luz de un faro. Era extraño que no lo
hubiesen visto antes. Sin decirse nada, ni tan siquiera mirarse, recorrieron con pasos
apresurados los pocos metros que les separaban de Giannuzzo. Uno de los dos dobló
un poco la rodilla para mirarlo más de cerca y luego levantó la cabeza hacia el
compañero.
—Lo han matado —dijo—. Vete al camping a telefonear al brigada.
Se levantó, mientras el otro se apresuraba hacia el camping, y miró con atención a
su alrededor. Junto al cuerpo de Giannuzzo había muchas pisadas, pero la mayoría de
ellas, sobre la arena completamente seca, habían sido borradas casi del todo por el
juego del viento. Las más recientes eran las de un pie desnudo, un gran pie que por lo

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menos calzaría zapatos del 42, si no más, pero con el talón excesivamente pequeño,
que hacía pensar en un pie de mujer, o en el de un hombre muy delgado. Aquellas
pisadas no podrían tener más de una hora, a lo máximo dos. El tiempo era tan seco y
caluroso que, incluso sin viento, las huellas de la arena se desvanecían por sí mismas.
Una hora después, el brigada se enteraba de que el muerto se llamaba Giovanni
Masetta, hijo de Achille, de veintitrés años, y que había llegado a Lignano hacía poco
tiempo, desde un pueblo de Sicilia. Habitaba en una casa de campesinos cerca del
camping, donde vivía uno de sus paisanos, y ganaba algunas liras haciendo zuecos,
sandalias y zapatos de tela por cuenta de algunos tenderos de Lignano.
Al cabo de unas tres horas, llegó el médico con el fiscal y levantaron el cuerpo de
Giannuzzo. El médico declaró que Giannuzzo había sido asesinado por una profunda
cuchillada que le propinaron en la garganta, y tras una violenta pelea, como lo
demostraba un ojo tumefacto, varias escoriaciones en el rostro y una cuchillada
superficial en la espalda.
Al mismo tiempo, llegaron tres agentes de la policía de investigación criminal.
Varios carabineros mantenían a la multitud alejada del punto donde se había
encontrado el cuerpo de Giannuzzo. La mayor parte de ellos iban en traje de baño y
sólo las ásperas órdenes de los números los mantenían a distancia. Los tres agentes
fotografiaron el cuerpo y luego su huella, y las otras de alrededor, e hicieron también
calcos de algunas; sólo hacia las tres el tramo de playa quedó libre y la pequeña
multitud pudo ver las cosas de cerca. Pero ya no había nada. Aunque la mancha de
sangre y las huellas habían sido borradas, diversas personas permanecieron hasta el
anochecer en el lugar en que se había cometido el delito.
Y era a la puesta del sol cuando, muy lejos de allí, en el tren que estaba a punto de
atravesar el Brennero, un empleado de ferrocarriles y un policía comenzaron a pedir
el pasaporte a los viajeros. La muchacha alta, de frágiles y descoloridos cabellos
rubios, los oyó llegar de repente a su compartimiento, donde estaba sola, con los ojos
rodeados de un cerco gris violáceo debido al cansancio, y con ademanes nerviosos
hurgó en la bolsa que bajó de la red. «¿Dónde había metido el pasaporte?», pensó,
mientras los dos hombres la observaban. Luego imaginó lo que hubiera podido hacer
o decir en caso de que la policía hubiese dado su nombre en todos los puestos
fronterizos, incluso en aquél. Le seguía doliendo la pierna a causa del puntapié que le
propinara Giannuzzo.
Ah, sí; había puesto el pasaporte entre los slips. Aquí estaba. Lo tendió a uno de
los dos hombres; no los veía con claridad, porque ni siquiera los miraba: lo único que
hacía era pensar cómo reaccionaría si le decían que no podía atravesar la frontera
porque la buscaba la policía. «No hubiera podido hacer nada», pensó en alemán. El
policía leyó atentamente el nombre en el pasaporte: «Gertrude Leuter»; luego leyó
«ingeniero», observó la fotografía y echó una ojeada a la muchacha. Afuera, una
locomotora lanzó un silbido.

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El policía le devolvió el pasaporte y los dos pasaron al compartimiento de al lado,
del que procedían alegres voces en alemán. Entonces ella metió el pasaporte en la
bolsa y sacó de la mochila una naranja. Se sentía los labios pavorosamente secos y ni
siquiera el zumo ácido de la naranja mitigó demasiado la sensación de que tenía los
labios como si fueran de corcho. Sólo cuando, al cabo de un buen rato, el tren se puso
en marcha, comenzó a sentir la boca un poco húmeda. Entonces encendió un
cigarrillo.

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Michela había salido porque la vista del río intensamente verde le producía
melancolía y porque esperaba que, paseando un poco, no necesitaría tomar la pastilla
de siempre. Además, deseaba acostumbrarse a los tacones altos. Sin embargo, se dio
cuenta de que afuera hacía mucho calor, mientras recorría el camino privado que iba
desde el chalé hasta la carretera. Cuando llegó, se detuvo a la sombra de una de las
grandes plantas del paseo y se dedicó a ver pasar los coches, los autocares y los
ciclistas. Sintió que, a pesar de la belleza del día, el cielo límpido, y las largas
semanas de reposo y esparcimiento, le volvía la sensación de angustia e inutilidad por
todo. Se le presentaba de nuevo. El corazón le latía más fuerte, comenzaba a tener
miedo a cruzar la carretera y entrar en el pueblo, volvía a sentir el deseo de dirigirse
en seguida al chalé y encerrarse en casa. Era imposible resistirse. Hurgó en la gran
bolsa de paja roja, encontró el tubo de las pastillas y se tomó una con dificultad.
Después de un cuarto de hora o veinte minutos, sentía los efectos. Había dicho a papá
que el efecto consistía en que le parecía convertirse en una gallina. Las gallinas están
quietas, miran a todas partes, picotean alguna cosa y no tienen angustia.
Al otro lado de la carretera había una estación de servicio. Se había detenido un
pequeño coche, del que se bajó un joven con camisa negra y hablaba con el hombre
del mono; luego se volvió, la miró y Michela decidió que no atravesaría la carretera
porque no quería que nadie la observase; incluso esto era un síntoma de su mal, del
que seguramente no se curaría pronto, aunque el médico se reía cuando la oía decir
estas cosas.
Así pues, dio media vuelta para regresar al chalé y, en el mismo instante, sintió
que gritaban su nombre por encima del estruendo de una moto que pasaba como una
flecha por la carretera. Se volvió de nuevo y vio que el joven de la camisa negra
había bajado del pequeño coche e iba a su encuentro, dando un salto ante un camión.
—Chela mía, Cheletta mía.
Michela miró el rostro bronceado de Al, aunque ya le había reconocido antes por
la voz; se le abrió de par en par toda una parte de su existencia olvidada: la playa de
Riccione, Al que se inventaba cada día un apodo para burlarse de ella porque era alta,
su padre que hacía inútiles esfuerzos por esconder que estaba enamorado de la madre
de Al, los partidos de balonmano, los paseos arriba y abajo de la avenida Ceccarini,
en pantalones cortos, en pantalones largos, en pantalones rojos, en pantalones
amarillos, para ver y dejarse ver, junto a él y seguidos por su padre y la madre de Al,
el aperitivo que tomaban en Zanarini, y Al que de vez en cuando la besuqueaba, y
luego la apartaba mientras fingía estar enfadado:

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—Vete de aquí, busca a otro; aparte de que me quiero casar con una mujer y no
con un rascacielos, tengo cosas más importantes que hacer que tontear a tu lado.
Habría resistido a los recuerdos si Al no la hubiese abrazado. Pero Al la había
atraído hacia sí mientras le hundía la mano en los cabellos, en la nuca, y le decía:
—Me parece que has crecido algunos centímetros más; lo necesitabas.
Ella trató de decirle, para bromear como hiciera en otros tiempos, que, puesto que
ya tenía suficiente estatura, había comenzado a llevar tacones altos porque estaba
harta de andar siempre con zapatos que parecían zapatillas; pero, en cambio, se echó
a llorar. Era el llanto convulso de la enfermedad, un llanto sin causa, aunque parecía
tener demasiadas, incoherente, que podía asaltarle en cualquier momento. Y en medio
del llanto, por el modo como Al dejó de acariciarle los cabellos de la nuca,
comprendió que éste se daba cuenta de que el llanto era anormal. Sin decir palabra,
Al la tomó por el brazo y la guió por el camino por el que ella había venido, y que
conducía al chalé, y tras un recodo, se hallaron solos como en una sala verde de
plantas, con todo un lado que daba al río, a su vez verde.
—No tengo pañuelo —añadió serio, sin mirarla demasiado.
Tomó el bolso de paja roja de la muchacha, rebuscó dentro y sacó un pañolito que
le tendió en silencio. No la miró mientras ella se enjugaba las lágrimas. Hacía
demasiado tiempo que no la veía, pero la conocía como si hubieran estado siempre
juntos, desde hacía años, como si no se hubiesen separado nunca. Encendió un
cigarrillo, en el aire verde brillante de manchas de sol, y el humo se elevó como una
leve voluta de un vivo turquí. Sabía que su silencio ayudaría a Michela. Al cabo de
unos momentos le tendió el cigarrillo.
—Dale una chupada —le pidió.
Ella no fumaba; pero, cuando estuvo con Al, en Riccione o en Roma, le gustaba
mucho aspirar una bocanada de su cigarrillo, y conseguía hacerlo de forma que no
quedasen huellas de pintura de labios. Pero había pasado mucho tiempo, había
perdido la habilidad de otros tiempos y ahora vio que dejaba un cerco de carmín.
—Mira qué porquería —continuó Al examinando el cigarrillo antes de volvérselo
a poner entre los labios—. Vamos a dar una vuelta, Chela, y así me explicarás por qué
estás aquí y por qué te has puesto a llorar en cuanto me has visto.
Le hizo atravesar la carretera mientras la sujetaba con fuerza por un brazo, cual si
fuese una anciana, casi como si supiese que ella no soportaba los grandes espacios
vacíos —agorafobia, lo llaman los médicos—, tampoco los ambientes pequeños y
cerrados —claustrofobia, dicen—, así como tampoco la oscuridad ni la luz intensa;
en resumen, era incapaz de vivir. Pero dentro del pequeño coche de Al, ella se
encontró bien. Estaba tan cerca de él que se sentía completamente protegida. Al
conducía despacio, dejó la carretera que serpenteaba bajo el sol de la mañana y
dibujaba todo el arco que va desde Venecia a Trieste, y había girado a la derecha por
un camino más tranquilo, que descendía dulcemente hacia el mar a través del campo.

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Era como en Riccione, cuando Al le birlaba el coche a cualquier conocido y se iban a
dar una vuelta por cualquier sitio.
Además, la pastilla comenzaba a hacer efecto y ahora se sentía como una gallina
que mira inmóvil acá y allá, y picotea de vez en cuando cualquier cosa.

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Hubo un tiempo, y desde luego no hacía siglos, en que ella no tenía miedo de nada, ni
de la luz, ni de la oscuridad, ni de los grandes espacios abiertos. Participaba en los
partidos de tenis o de ping-pong en la playa, y bailaba hasta las dos de la madrugada,
hasta que los muchachos que bailaban con ella, entorpecidos por el alcohol, se
negaban resueltamente incluso al baile más reposado. Era el tiempo en que, cuando
llegaba la época de los exámenes, se estaba ante la mesa hasta diez horas seguidas, y
sin café, sin simpatina, se mantenía ardorosa ante los libros por su extraordinario
entusiasmo hacia todo, por su seguridad de que todo era bello y todo se podía lograr.
Eran los años en que se veía con Al casi a diario, tanto en la ciudad como durante
las vacaciones. Después, casi de improviso, se apartó de él. Había llegado Aligi.
Su nombre era Luigi, pero ella, con el pretexto hipócrita de darle un apodo, le
llamaba Aligi, con romántica ternura, aunque al principio a él no le gustase aquel
nombre demasiado literario. La vida se había hecho ahora más ardiente con Aligi:
ahora, vivir era como explotar, una dulce y continua explosión; incluso sólo el pensar
«Aligi» era fabuloso, y todo era como hallarse dentro de una fábula.
Después, el mecanismo de la vida, hasta entonces silencioso como el batir de las
alas de los ángeles, había comenzado a chirriar. Fue aquella voz de mujer, por
teléfono, que le dijo con fría aspereza:
—Si aún no se lo ha dicho nadie, se lo digo yo. Tenga en cuenta que Luigi está
casado y que su mujer soy yo.
Ella permaneció silenciosa e inmóvil, con el receptor telefónico en la mano, sin
que de él le llegase ninguna voz; pero todo chirriaba dolorosamente a su alrededor, y
continuó chirriando, aunque algo más quedamente, cuando Aligi le dijo que se había
separado hacía mucho tiempo de su mujer, que pediría el divorcio y que se casaría
con ella. Pareció incluso que las alas del ángel volvían a batir sin ruido.
Después, intervino el padre. Alto funcionario del Ministerio del Interior, grande
en todos los sentidos, rodeado de docenas de fieles y celadores policías, era imposible
que no llegase a saber la verdad. Los policías del padre habían hecho una especie de
«lavado» de su Aligi, sin que éste se diese cuenta, como es natural. Se habían
enterado incluso de lo que gastaba en cigarrillos, y los nombres de todas las
muchachas que había cortejado en los últimos años. Y, sobre todo, el nombre de
aquella con la que se veía cuando Michela lo dejaba solo. Luigi, o Aligi, llenaba, o
mejor dicho abarrotaba, su jornada con ella, la otra, su mujer a la que visitaba de vez
en cuando, y tal vez con cualquier otra fugaz compañía.

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Al principio, había procurado no creerlo, aun sabiendo que su padre era incapaz
de engañarla, y había preferido escuchar a Aligi, que le decía que todo era mentira,
que ella era la única a quien amaba. Pero, al cabo de algunas semanas, comprendió su
miseria de aferrar al corazón lo que ella había creído amor, y sólo era un trapo sucio.
Y su miseria se convirtió en algo deplorable, cuando en un restaurante de Ostia, se
presentó de repente la mujer de Aligi, una romana brusca y salvaje, que organizó una
escena a gritos, y él, para calmar a la marimacho, se fue con la mujer, mientras ella
permanecía sola, en una mesa frente al mar, observada por los demás, mientras el
camarero trataba de limpiar el vino tinto que había vertido la escandalosa mujer legal,
y hasta tuvo que pagar la cuenta.
Con aquel olor de vino tinto, ante la playa bulliciosa en aquella hora de la comida,
bajo las miradas de la gente de las mesas próximas, aquel día se apagó en su interior
el ansia de vivir. Volvió a casa en autobús, porque, como era de esperar, él se había
llevado el coche, y, para colmo, en el autobús tuvo que soportar a un cortejador
molesto. Apurar el cáliz hasta las heces, como decía su tía Ada. Aquel día
comprendió lo que significaba esa expresión.
Pero aún no sabía lo que la esperaba. Era una historia demasiado corriente la
suya; cada día hay alguna estúpida que la vive, y todavía no podía prever el daño que
le había causado por dentro.
Comenzó a darse cuenta cuando intentó volver a la universidad. Su padre le decía
que le sería beneficioso: dedicarse al estudio, verse de nuevo con los compañeros,
distraerse. Tras una semana tuvo que desistir: no conseguía leer ni una sola línea de
los libros; durante las clases, la voz del profesor parecía hablar en una lengua que ella
no conociese, y las conversaciones con los compañeros le daban la sensación de ser
una extranjera, como si perteneciese a otro planeta.
También desapareció su buen apetito de muchacha sana de veintidós años.
Cuando se sentaba a la mesa, le parecía casi siempre como si estuviese en aquel
restaurante junto al mar, aquel día que llegó la virago para organizar una escena. El
olor del excelente vino tinto que bebía su padre le daba mareos y volvía a
representársele la mancha de vino que el camarero —aquel día— trataba de secar. Y,
por la noche, nunca conciliaba el sueño. No conseguía dormirse en la oscuridad ni
tampoco con la luz encendida. Al principio, el médico de su padre la curó con
pastillas, después con inyecciones, y más tarde le dijo que se fuese al Norte, a la
montaña, y ella se había ido a Bolzano con la tía Ada. Pero al cabo de un año y
medio, pesaba quince quilos menos y un especialista llamado por su padre dijo que
debían intentar la cura del sueño. El padre no quiso.
—Mi hija no está loca —había dicho—. La curaré yo.
Pidió un permiso de tres meses y ambos emprendieron un viaje. Primero habían
descendido hacia Positano, Amalfi, Capri y luego hasta Taormina; después, subieron
a lo largo del Adriático hasta Venecia. Estaba con ella cada minuto del día e iba a
verla muchas veces por la noche a su habitación, como si fuese una mezcla de

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enfermera, policía y magistrado. Incluso había buscado a Al, pues sabía que éste era
el único que podía consolarla, pero Al estaba en una misión en Holanda desde hacía
seis meses y no se sabía cuándo volvería.
Entonces, para no seguir viajando sin objeto, su padre la llevó allí, cerca de
Latisana, a casa de un viejo amigo, un profesor de lenguas orientales que vivía con un
hijo en un chalecito a orillas del río Tagliamento. Estaba allí desde hacía cuatro días,
en aquella habitacioncita que daba a las verdes aguas del río, con su agorafobia,
claustrofobia, fotofobia y toda su incapacidad de vivir. La ardorosa muchacha de
otros tiempos, de aquellos vehementes entusiasmos, se había apagado. La protección,
la proximidad, la desesperada ternura de papá le habían servido de mucho. Ya no
estaba tan delgada, las medicinas le habían devuelto su armonía física, pero dentro no
tenía nada. O quizá sí, tenía un lago de angustia que le quitaba las fuerzas, le daba
pánico de todo, de las cosas que se movían y de las que se estaban quietas, y la
angustia sólo se calmaba con varias pastillas que llevaba consigo, y, cuando éstas
producían su efecto, entonces sí, dentro no sentía nada, se sentía menos que una
gallina, menos aún que una planta. Pensaba en muy raras ocasiones. Se había vuelto
casi incapaz de pensar, de leer o de escribir, y por esto tampoco hablaba. Además,
cuando reflexionaba era peor, porque sólo pensaba en una cosa: en la miseria de
hallarse reducida así por una causa tan mísera: un falso amor. Y por un hombre tan
mísero: un hombre falso. Ni siquiera había sido un gran amor, profundo y arrollador:
había sido una historia penosa y ridícula, y raída como un vestido viejo, porque
sucede todos los días a centenares de mujeres estúpidas o inexpertas.
Así pues, era mejor que ni siquiera consiguiese pensar. El único instinto que le
había quedado era el de no hacer sufrir demasiado a su padre. Este daba la impresión
de ser una gran roca insensible, incapaz de sufrir; y así lo creían todos, incluso en el
Ministerio donde le daban siempre los encargos más duros, aquellos para los que se
necesitaba una energía despiadada, de hielo. Pero Michela sabía que su padre no era
sólo un rígido funcionario de policía; sabía que tenía su talón de Aquiles, un punto
infinitamente débil, y esta infinita debilidad era ella misma. El verla sufrir consumía a
su padre como la lima desgasta al hierro, y entonces lo único que había quedado vivo
en ella era el firme deseo de no producirle demasiado dolor con el espectáculo de su
propia destrucción. Se curaba y luchaba por él, para reanudar la vida. Por la mañana
encendía la radio para que él pudiese pensar desde la habitación vecina: «Está bien,
se ha despertado alegre, tiene ganas de oír música». En la mesa comía más de lo que
podía, y cuando no se sentía demasiado mal, le pedía que la llevase al cine para que él
creyese que comenzaba a despertarse, a querer vivir.
Pero a un alto funcionario del Ministerio del Interior, a un sagaz e inteligente
policía como su padre, el comendador Silvestro Loré, no se le podía engañar
fácilmente. El padre comprendía que ella no estaba bien, que se había detenido: ni
viva ni no viva; y, a su vez, trataba de engañarla.

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—Estoy cansado —le había comentado un par de veces—, ya no quiero hacer de
esbirro de lujo, pero esbirro a fin de cuentas. Estoy viendo la forma de jubilarme; así
podré disfrutar a tu lado de mis últimos días.
Era una mentira. Silvestro Loré, desconocía por completo el cansancio; sólo había
oído hablar de él a los otros, sin comprender nada, como oía hablar de pintura, de
física atómica, con una idea absolutamente genérica de lo que eran. El padre, a sus
cincuenta y cinco años, llevaba la misma vida intensa de trabajo que comenzara a
vivir a los veinticinco. Lo más normal es que se pasase en el Ministerio desde la
mañana hasta la noche del día siguiente. Durante las elecciones, permanecía en pie
desde el viernes por la noche hasta el lunes por la noche. Cuando se produjeron las
oleadas de huelgas, viajó en coche durante cinco días seguidos, desde Roma hasta
Trieste y de Trieste a Palermo; comía y dormía en el coche y mantenía en pie a los
jefes de policía que a las cinco de la madrugada se querían ir a dormir. No era por
cansancio por lo que su padre pensaba retirarse a descansar, sino por no dejarla sola.
Sentía que ella no era ya capaz de vivir por sí misma, en el supuesto de que todavía
fuese capaz de vivir, y quería estar cerca de ella aun a costa de truncar tan
bruscamente su carrera. En otro tiempo estaba la mamá de Michela, pero había
muerto hacía mucho, cuando Michela era una niña. Papá, con el colegio, las señoritas
suizas, y algún policía, había conseguido criarla y darle una educación. Pero ahora le
necesitaba a él, ya no bastaba con un agente de confianza que le hiciese los encargos,
la acompañase a la estación cuando iba de viaje o le sacase las entradas para el teatro.
Y, si tenía necesidad de él, se jubilaría para estar más cerca de la hija. Pero era una
mentira que fuese porque estaba cansado. En su lago de angustia, Michela tenía
también otra tristeza: hacer daño a su padre y no encontrar la forma de no
perjudicarle, porque siempre estaba mala y necesitaba de él. Si el padre hubiese
vuelto a trabajar al Ministerio, ella habría tenido que internarse en una clínica, y
semejante cosa el padre ni siquiera llegaba a pensarla.
Quizá sólo por esto había hallado el valor para hablarle largo y tendido a Al.
Porque a él se le podía decir todo, pero asimismo para que él pensase el modo de
evitar que papá se arruinase dejando de trabajar. Una ruina moral completa, porque el
padre no era un hombre que pudiese estar todo el día sin hacer nada, sin su trabajo de
esbirro, como él lo llamaba.

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5

—Es un agotamiento nervioso repentino —observó Al, mientras conducía muy


despacio. Ahora habían vuelto a la carretera de Latisana—. Lo tuve una vez de
muchacho, ¿no te lo había dicho? Antes de conocerte; después te conocí y, como es
natural, se me pasó todo.
Ella tenía los labios entreabiertos como si sonriese, pero no era una verdadera
sonrisa: era la aturdida serenidad que producían los calmantes. La proximidad de Al
le proporcionaba algo mejor: conseguía pensar, recordar, por lo menos recordar un
tiempo en que fue feliz, en que había sonreído de verdad, o reído estruendosamente
ante alguna tontería que Al inventaba para divertirla. Esto ya era mucho.
—Podría suceder que te pasase lo mismo, si estuvieses cerca de mí —continuó
Al.
Parecía que lo dijese para bromear, pero ella comprendía que hablaba en serio. No
hacían falta demasiadas explicaciones con él, se comprendían con pocas palabras. Él
le había prestado siempre toda la ayuda posible sin que ella hubiese tenido que
pedírsela de una manera explícita.
—Me comprometeré hasta el cuello —le dijo disminuyendo la marcha porque
habían llegado al punto donde la había encontrado, en el cruce con el camino que
conducía al chalé del amigo del padre, y se adentró un poco por el sendero,
deteniéndose al cabo de algunos metros, en la sombra ya caliente por el sol de
mediodía que caldeaba el aire—. Pero viajaremos juntos. Debemos estudiar un
programa; es decir, lo estudiaré yo, porque las locas enfermas de los nervios como tú
no hacen programas. Continuar viajando un día acá y otro allá no puede ser bueno
para ti; te cansa demasiado. Es mejor que nos detengamos diez días en un lugar, diez
en otro, y así por el estilo. Por fin, podré leer, de una tirada, el tratado de astronomía;
hace dos años que lo llevo encima y sólo he conseguido hojearlo.
Mientras hablaba, la miraba poco; exponía sus ideas con una sencillez que hacía
más importantes sus palabras, como si realizase el programa para una excursión de
fin de semana.
—Pero ¿cómo lo harás para estar todo ese tiempo cerca de mí? —le preguntó
Michela—. Tú también debes trabajar.
—Eres una hija que no conoce todo el valor de su padre —dijo Al, siempre en
tono pausado, serio, pero divertido—. Bastará una firma de tu padre; ni siquiera una
firma, una llamada telefónica, y tendré todo el tiempo necesario para dedicarlo a ti.
Debes saber que tu padre es el superior de mis superiores.

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Alberto Missaglia, que se dejaba llamar Al sólo por Michela, pues odiaba los
diminutivos, trabajaba en el Ministerio —de mala gana—, desde que —de mala gana
— se hubo licenciado en leyes. Todo había dependido de su madre y del padre de
Michela quienes, ambos viudos y amigos, habían decidido que él se convertiría en
una persona importante de la sección de policía científica del Ministerio. Y él había
tratado de contentarles, aunque, en secreto, no le daba ninguna importancia a la
policía científica. Había seguido cursillos en el Ministerio y en los exámenes
semestrales había obtenido excelentes notas y pequeños aumentos de sueldo; durante
horas enteras podía discutir de huellas digitales, del rayado de las armas de fuego o
de heridas con arma blanca, pero sin verdadero entusiasmo. Su verdadera pasión, que
escondía a todos, excepto a su madre y a Michela, eran dos cosas no muy rentables
desde el punto de vista práctico: el estudio de la astronomía y el de la filosofía. A
causa de su trabajo, estaba muchas veces de viaje, con misiones muy delicadas, pero
en la maleta llevaba siempre un par de gruesos volúmenes, y parecía que nunca iba a
tener tiempo de leerlos. No obstante, lo encontraba por las noches, a menudo hasta
que se hacía de día, y ninguno de sus colegas hubiese imaginado el verdadero motivo
de que, de vez en cuando, tuviese tanto sueño. Y por ello le gustaba ahora la
posibilidad de viajar durante al menos un par de meses, con Michela, y pasarse las
horas en un butacón leyendo los misterios de las galaxias. Así se lo comunicó a
Michela. Sin embargo, no le dijo que había prometido a una muchacha pasar las
vacaciones con ella.
—Papá te ha buscado durante estos últimos meses, pero estabas siempre de viaje
—le dijo Michela.
—También ahora estoy de viaje, como puedes ver —le contestó Al—. Debo estar
a las cuatro en Pirano y habré de quedarme en Yugoslavia dos o tres días por lo
menos. Dame tu dirección exacta. En cuanto haya terminado, iré a buscarte.
—Yo estoy allí.
Michela señaló al final del camino, detrás de la curva. Le dictó la dirección y él la
anotó en su agenda. Estaba terminando de escribir cuando un desgarrador ruido de
claxon le hizo alzar la cabeza de improviso. Delante de su coche apareció el morro de
un enorme coche americano, viejo y desvencijado. Y un jovenzuelo, al volante,
seguía tocando el claxon, mientras con la mano libre le hacía airados ademanes para
que le dejase pasar.
—Desde luego, mi coche parece una bicicleta disfrazada de automóvil en
comparación con ese chisme de ahí —comentó Al—; debe de tratarse de alguien que
tiene agotamiento nervioso como tú.
Cualquier cosa, sin sonreír nunca, le servía para decir aquellas frases jocosas;
junto a él era difícil estar triste. Michela lo recordaba ahora.
—Oye cómo toca —siguió Al, al tiempo que ponía la marcha atrás para apartarse
y dejar paso al otro coche en el estrecho sendero.

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Pero, antes de que se pusiese en movimiento, el joven había salido fuera y corría
hacia Al.
—¿Qué espera para dejarme paso? —gritó.
Debía de tener poco más de veinticinco años. Era rubio, un rubio muy claro que
contrastaba con la cara bronceada. Estaba muy elegante con su traje celeste de tejido
ligero que parecía un pijama, y los rasgos de su rostro eran viriles pero delicados. Sin
embargo, le trastornaba tanto la ira y gritaba tan fuerte, que no parecía ser de
naturaleza tan educada como podían hacer creer las apariencias.
—Si no sabe dar marcha atrás, apártese que yo le moveré este trasto. Y rápido,
¿ha entendido? No puedo estar aquí esperando a que usted deje de dormir.
No fueron tanto las palabras como el tono y los gestos violentos y desdeñosos de
los brazos lo que molestó a Al. En lugar de poner en marcha el motor, lo apagó y
abrió la portezuela para bajar.
—No, déjalo correr —le pidió Michela. No era capaz de asistir a escenas de
aquella clase.
—Estáte tranquila, Cheletta; no pasará nada —le dijo Al, y le acarició alentador
en las mejillas.
—Podríais buscaros otro sitio —gritó el joven exasperado por la calma de Al.
Al se dirigió lentamente hacia él.
—Hable con más educación y en voz más baja, si quiere que le escuche —le dijo.
El joven no respondió. Los labios le temblaban de furia y el temblor era aún más
visible por las manchitas de sol que le caían sobre la boca, sobre todo el rostro. Cogió
a Al del brazo y lo apartó medio metro como si fuese un objeto; luego, hizo ademán
de subir al coche de Al para ponerlo en marcha y hacerlo retroceder. Por la carretera,
que era un río de sol, continuaban pasando coches y camiones que dejaban largas
estelas de vibrantes aullidos; pero no había nadie que fuese a pie, y era como si se
tratase de un desierto, a excepción del hombre de la gasolinera, al otro lado de la
carretera, que, sin embargo, no miraba hacia aquella parte y no se había percatado de
nada. Casi a un centenar de metros, del bar de un hotel llegaba la música
deshilachada, apenas distinguible, de una radio.
Al, que se había visto lanzado de ese modo hacia atrás, ni siquiera observó al
neurasténico. Miró en seguida a Michela y, con la sonrisa en los labios y en los ojos,
la tranquilizó. Después, agarró al joven que casi se había sentado al volante del coche
y tiró de él hacia afuera, de pie, como se saca un vestido de un baúl. Le dijo en voz
baja:
—Policía, haga el favor de enseñar su documentación.
No le gustaba emplear aquel sistema; si hubiese estado solo hubiera resuelto la
cuestión de un modo diferente, pero estaba Michela y no quería impresionarla.
La palabra «policía» daba siempre mucha impresión, pero al joven le hizo
demasiada. Adelantó un pie como si quisiese huir —Al tuvo la sensación de que lo
extendió para dispararse, como un corredor en el momento de la partida—, luego se

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paró en seco; casi se dio, para detenerse, con la portezuela abierta del coche de Al.
Tenía una cara completamente diferente: los rasgos, que anteriormente fueran duros y
vibrantes de ira, ahora aparecían desmadejados, casi desencajados de miedo y de
aprensión.
—Perdone —dijo con voz confusa, una voz como de viejo cansado.
Comenzó a buscarse con ademanes lentos, pero desordenados, por los bolsillos
del traje.
—La tengo en la bolsa del coche —añadió.
Al lo siguió. De un bolsón de su coche americano, el joven sacó el permiso de
circulación del automóvil y luego el pasaporte, y se los dio a Al. Éste lo miró atento,
pero durante un segundo se volvió hacia Michela, y le sonrió. «No es nada, ¿ves?».
Al joven había empezado a sudarle la cara; goteaba, pero no se secaba; parecía tener
miedo de hacer el menor movimiento. Al le devolvió el pasaporte. En la escuela de la
policía había aprendido a retener en la mente todos los datos de un documento tras
haber pasado la vista por ellos en dos ocasiones. Si de allí a un mes le hubiesen
preguntado qué había escrito en aquel pasaporte, hubiera podido responder: «Roberto
Arrighi, hijo de Sebastiano Arrighi y Carla Manneri, nacido en Venecia el 20 de
enero de 1934, ingeniero».
—Trate de tener más calma —fue su único comentario.
Lo dejó, volvió al coche junto a Michela, y dio marcha atrás unos metros.
—No me digas que te has asustado, nerviosilla querida.
—… No —respondió ella.
Al principio sí se había asustado; después la preocupación de Al por tranquilizarla
la había calmado de pronto, le había dado un cálido sentimiento de protección que le
hacía encontrarse bien.
El joven había subido de nuevo a su coche, aunque ahora parecía un tanto
adormilado. Después, el coche americano, lenta, muy lentamente, se puso en
movimiento, pasó delante de ellos, se detuvo por un momento en el cruce con la
carretera y, de repente, salió disparado.
—Parece como si tuviese algo sobre la conciencia —comentó Al.
Michela sólo había visto los rubios cabellos del joven, y los ojos oscuros, aún más
oscuros por la ira.
—Tú y papá pensáis siempre estas cosas —observó.
Los policías sólo ven ladrones a su alrededor, y los ladrones siempre policías.
—Guapo chico, ¿verdad? —respondió Al—. Si quieres te puedo dar su nombre,
apellidos y filiación.
Michela sintió que se sonrojaba, pero sin molestia, casi con dulzura. Era la
primera vez que le sucedía desde un tiempo infinito, desde cuando aún no había
conocido a Aligi.

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6

Silvestro Loré se sentó en la pequeña butaca de mimbre, al lado de Michela. Los altos
árboles de la ribera del río daban una sombra fresca, y fresco era el verde fluir del
Tagliamento a los pies del chalé. El sillón gemía bajo su peso, y apenas cabía en él.
Se había sentado con circunspección; hubiese, preferido una tumbona, tras el
sustancioso almuerzo que acababa de tomar. El ancho rostro siempre estaba pálido,
incluso después de haber comido, de un pálido sano, de hombre de sangre fría. Y la
expresión era siempre hermética, dispuesta en todo momento a estallar contra alguien
o contra algo. Pero en aquel instante era feliz. Michela había encontrado a Alberto;
éste había vuelto para estar junto a Michela, y le parecía que su hija ya estaba
sanando. En efecto, había comido con más apetito, y ahora estaba relajada en una
butaca, con una revista sobre las rodillas, y miraba ante sí, tranquila, no como si
observase algo que le diese angustia. Y esto era buena señal.
A aquella hora ni siquiera se oía el murmullo de las frondas. El chalé parecía
abandonado y no surgía ninguna otra casa alrededor, allí donde el río trazaba un
brusco recodo, con sus orillas completamente cubiertas de altos árboles. En medio del
más absoluto silencio, una mariposa voló por la terraza hacia el río; la butaca de
Silvestro Loré crujió levemente, él se había movido para sacar un cigarrillo del
paquete, y se oyó el chasquido del encendedor.
—¿Qué le sucede a tu amigo? —preguntó Michela.
El padre era la única persona —después de Al, ahora que lo había vuelto a
encontrar— con quien desease hablar, incluso de cosas que no le interesaban. No
quería estar en silencio, sabía que su padre sufría con sus silencios. Además,
Sebastiano Arrighi era para su padre un gran amigo, el único amigo; ella había oído
hablar de él en casa desde pequeña, y siempre le había producido gran curiosidad
aquel nombre, Sebastiano. Su padre, después de a ella, quería mucho a Sebastiano, el
profesor más bondadoso y tímido que podía existir. Tenía un espíritu diferente, como
si fuesen criaturas de especies diversas. El padre era concreto, realista, activo.
Sebastiano era soñador, completamente privado de todo sentido práctico, sensible
como una adolescente recién salida del colegio, e inteligente, demasiado inteligente
para poder vivir sin sufrir en medio de los demás. Por ello, se había encerrado en
aquel chalé, prisionero de su inadaptabilidad para vivir con sus semejantes. La
amistad entre el padre, un policía, y Sebastiano, tímido, muy culto y delicado, era la
amistad más singular, pero también más profunda que Michela conociera.
—Está enfermo debido a su hijo —respondió Silvestro Loré, mientras expulsaba
el humo del cigarrillo sin haberlo aspirado. Desde hacía diez años fumaba así,

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maldiciendo a los doctores, al tabaco y a sí mismo.
—¿Por qué? —preguntó Michela.
«Está mejor, ya empieza a interesarse por los demás. Y ha bastado muy poco»,
pensó. Y estaba a gusto en aquella terraza, en aquella hora tan viva de sol, aunque tan
silenciosa.
El padre miró con odio el cigarrillo que tenía entre los dedos.
—Una historia tonta —dijo—. Por lo demás, son tontos los dos, el padre y el hijo
—pero dijo «tontos» con el tono de una madre que llama tesoro a su bebé.
—¿No tenía que llegar un día de éstos su hijo? —inquirió Michela.
Miraba la mariposa, que ahora volvía del río; debía de ser la misma, clara,
amarillenta, una de las especies más comunes. «Se podía curar», pensó. Sanar, volver
a vivir, trazar planes para el futuro. Desde hacía mucho tiempo no hacía ningún
proyecto, casi no creía que existiese un mañana. Ahora pensaba que dentro de
algunos días volvería Al. Recordó cómo la había dejado dos horas antes:
—Adiós, nerviosilla querida; volveré pronto.
—En realidad ha estado aquí esta mañana, para revolverle el estómago a su padre,
y luego se ha vuelto a ir.
El padre llenó la boca de humo, que expulsó en seguida, antes de dejarse vencer
por la tentación de aspirarlo.
—¿Es algo grave? —indagó Michela.
—Es una de las cosas más estúpidas que haya oído contar.
El padre trató de apoyarse en la butaca de mimbre, pero comprendió que era más
prudente no fiarse.
—En la playa de aquí delante, donde desemboca este río, hace una semana han
encontrado a un joven, muerto de una cuchillada… ¿Te impresiona? —le preguntó
ansioso.
—Pero, papá —protestó Michela—, siempre te he oído hablar de estas cosas.
—Es verdad; en nuestra casa, en lugar del cuento de Caperucita Roja, se ha
hablado siempre de sucesos —sacudió la cabeza, sonriendo: qué extraño oficio el
suyo—. En resumen, le han encontrado muerto, y Roberto tiene miedo de que la
policía venga a detenerlo.
Se dio cuenta de que Michela no lo había comprendido bien.
—Roberto es el hijo de Sebastiano —explicó—. Cree que, tarde o temprano, le
acusarán a él del asesinato.
Michela movió la cabeza. Era extraño. No entendía las cosas aún muy bien.
—¿Y por qué? —preguntó.
—Tal vez porque es tonto —dijo Silvestro Loré—. Pero existe un motivo que
puede parecer razonable.
Le explicó que unos años antes el hijo de su amigo había estado en Sicilia durante
las vacaciones. Allí había conocido a una muchacha, hija de gente pobre, y había
sucedido lo que sucede muy a menudo. Después, cuando comprendió que en Sicilia

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ciertas cosas son demasiado complicadas, se volvió a casa. La muchacha no era en
realidad un modelo de candor, y Roberto no le había hecho ninguna promesa, pero el
hermano le había escrito para conminarle a que volviese a Sicilia y cumpliese con su
deber respecto de su hermana, pues de otro modo iría él a hacérselo cumplir. Y, en
efecto, hacía unos meses, el hermano de la muchacha había llegado allí, a Latisana, a
aquel chalé.
—¡No! —dijo Michela.
Veía a aquel hermano atravesar Italia para proteger —con algún retraso— el
honor de la hermana, y le parecía curioso.
—Pues sí —contestó el padre—. Llegó precisamente aquí, a esta casa, habló con
Roberto, habló con Sebastiano y lanzó sombrías amenazas. La primera vez, Roberto
le dio una suma de dinero, él la tomó y parecía haberse contentado. Pero al poco
volvió y sólo se calmó con más dinero. Después, continuó viniendo y cada vez se
volvía más malvado porque Roberto no le daba nada y le repetía que no tenía ninguna
intención de casarse con la hermana.
Una noche —la semana anterior—, Giannuzzo volvió otra vez. Era de noche,
después de cenar, y en vez de tocar el timbre se puso a gritar fuera de la verja, para
que Roberto saliese de su casa, porque iba a enseñarle a comportarse como un
hombre de honor. Roberto no tenía miedo; el padre, que podría haberlo retenido, no
estaba, y corrió hacia allá.
Al principio, Giannuzzo le repitió que debía casarse con la hermana; después,
comprendiendo él mismo la futilidad de su petición, le dijo a Roberto que, por lo
menos, debía cuidar de ella. Roberto había perdido el dominio y le respondió de mala
manera que su hermana había tenido diversas amistades, antes de la que tuviera con
él, lo cual era verdad. Esto ya fue demasiado para el joven siciliano, pequeño pero
robusto e iracundo. Empezaron a golpearse, sin nadie que les interrumpiera, ya que el
chalé estaba aislado, y la casa más próxima era el hotel con el bar, en la carretera, a
más de cien metros. Roberto era más enjuto y débil que Giannuzzo, pero había hecho
siempre mucho deporte, incluidos el boxeo y el judo. Giannuzzo encajó duros golpes
en el estómago, en la cara y en el cuello; rodaba por los suelos, pero volvía a
levantarse y se le echaba encima ciegamente. De pronto, Roberto vio en la mano de
Giannuzzo el resplandor de alguna cosa y luego oyó un chasquido. Un cuchillo.
Tuvo miedo, pero no perdió la cabeza y con una llave precisa, casi hasta romper
el brazo de Giannuzzo, le obligó a soltarlo de las manos. Entonces, Giannuzzo se
echó al suelo a llorar. Golpeaba la cabeza contra la gravilla del camino, se daba
puñetazos en la cabeza y lloraba mascullando incomprensibles palabras en su
dialecto.
Apiadado, Roberto le levantó, lo condujo al jardín del chalé, donde había una
pequeña fuente, y le ayudó a lavarse un poco la manchada cara de sangre. Giannuzzo
continuaba gimiendo que estaba arruinado y deshonrado, lloraba sinceramente, y de
vez en cuando Roberto debía sujetarlo para que no se golpease la cabeza contra

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cualquier sitio. Se lamentaba de que en el pueblo nadie saludaba ya a su familia;
pasaban y ni siquiera levantaban el rostro cuando veían a alguno de sus familiares. Se
hallaba tan desesperado que había dejado de acusar a Roberto. Ahora la emprendió
contra la hermana, pues no tenía honor y había deshonrado a toda la familia. Decían
las cosas más injuriosas de la hermana en el pueblo; comentaban que admitía dinero
de los hombres. Se había ido de allí porque si no mataba a alguien. Quería trabajar y
establecerse en el Norte, para que luego pudiesen venir la madre, las dos tías solteras
y la hermanita pequeña, pero nadie le ayudaba.
—Pero ¿quieres mantener tú solo a toda esa caterva de mujeres? —le había dicho
Roberto.
Ahora Giannuzzo le daba compasión; aquel llanto de muchacho primitivo y
verdaderamente dolorido casi le proporcionaba un sentimiento de amistad hacia él.
—Son de mi sangre —decía Giannuzzo—, son de mi sangre; aquí, vosotros no lo
comprendéis.
Entonces Roberto se fue a buscar dinero, todo el que encontró en la casa, una
suma nada despreciable, sobre todo para Giannuzzo. Este miró con asombro todo
aquel dinero, aquellos grandes billetes de cinco mil y diez mil liras. Y cuando estuvo
seguro de que eran suyos, que Roberto se los daba todos en serio, sin tener que
devolvérselos, besó aquellos papeles uno a uno. Ahora, ya podrían venir su madre, las
dos tías, la hermanita pequeña y también la otra, la desventurada. Había bastante
dinero para el viaje y para vivir, por lo menos durante un mes, porque, entretanto, él
trabajaría, y también las tías trabajarían, y conseguirían salir adelante. Ahora ya no
lloraba, pero era peor. Era como un obseso, o un borracho, y continuaba hablando,
besando aquel dinero y explicando todo lo que podía hacerse.
Después, de repente, se desmayó. Roberto le había golpeado muy fuerte y sólo la
furia leonina de Giannuzzo le había hecho resistir, pero ahora cedió. Roberto tuvo
que arrastrarlo hasta la casa para hacer que volviera en sí. Giannuzzo se recobró, pero
le dijo que no se veía con ánimos de volver a casa. Vivía casi en la playa, en una
alquería con un paisano suyo, a unos veinte kilómetros de allí, y solía hacer el
trayecto en parte a pie y en parte en autostop, según le fuese. Pero aquella noche no
tenía fuerzas para mantenerse en pie. Por ello, Roberto lo subió a su auto y lo llevó
hacia su casa. Cuando llegaron cerca de Lignano, en el punto donde la carretera
pasaba muy próximo al mar, Giannuzzo descendió. Ahora estaba bien, dijo. Tenía una
mano en el bolsillo donde llevaba el dinero —su tesoro— y con la otra saludó con
dignidad, amistosamente.
Roberto le vio adentrarse en el pinar, en dirección a la alquería de su paisano, que
Giannuzzo le había dicho que estaba cerca; después dio la vuelta con el coche y
volvió a casa. Aquella historia había acabado para siempre, pensó. Giannuzzo, ahora,
ya no volvería a importunarlo. Sin embargo, la historia no había hecho más que
empezar.

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Dos días más tarde, leyó en los periódicos que Giannuzzo había sido hallado
muerto en la playa, cerca de la desembocadura del Tagliamento. Además, lo habían
asesinado la misma noche en que le había acompañado en coche hasta allí. El médico
había certificado que la muerte se había producido entre las once y la una. Y Roberto
le había dejado precisamente algo después de las once.
Ahora, la policía, al hacer sus investigaciones, daría con él un día u otro. Se
descubriría que él había tenido relaciones con la hermana de Giannuzzo, que éste
había venido de Sicilia para discutir el asunto, y que habían tenido una pelea,
precisamente la noche del crimen; la policía podía llegar al convencimiento de que
fue él quien le había matado.
Muy parecido a su padre, en cuanto a exceso de sensibilidad e imaginación
soñadora, Roberto perdió el dominio de sí mismo. Comenzó a pensar que lo
arrestarían, que todas las pruebas estaban en contra suya, que nunca podría demostrar
su inocencia. En todo caso, lo detendrían, habría un largo período de espera, después
el juicio y, aunque al final lo absolvieran por insuficiencia de pruebas, habría pasado
ya un par de años en la cárcel. Aterrorizado, decidió huir.

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7

—Pero, si huye, es tanto como aceptar que es culpable —observó Michela.


Había oído relatar a su padre numerosas vicisitudes de delitos e intrigas. Pero ésta
le parecía bastante insólita, más humana y comprensible que tantos crímenes
absurdos que parecen ejecutados por autómatas en vez de por hombres.
—Es lo que le ha dicho a su padre —respondió Silvestro Loré—, y lo que el
padre le ha dicho al hijo. Pero tú no conoces a este muchacho. Si llegas a verlo,
comprenderás en seguida por qué hace las cosas así. —Papá meneó la cabeza—. No
es una persona capaz de permanecer quieto en su casa a esperar que la policía vaya a
buscarlo y, cuando ésta llegue, explicar cómo están las cosas y tratar de demostrar su
inocencia. Es una persona explosiva; ¿no has visto nunca esos gallitos que mueven
continuamente la cabeza hacia todas partes y avanzan y retroceden sin detenerse
nunca? Pues él es así.
—¿Y tú no puedes hacer algo? —preguntó Michela.
Papá hizo ademanes de que sí. Sí, podía hacer alguna cosa.
—En efecto. Pero no ahora —murmuró—. La situación no es sencilla, y
comprendo a ese muchacho. El muerto ha sido encontrado por los carabineros y son
ellos los que llevan a cabo las investigaciones. Yo no puedo intervenir para
advertirles: miren, ahí está ese joven que podría parecer implicado en el delito, pero
que, sin embargo, no tiene nada que ver: lo garantizo yo. Y Roberto tampoco puede ir
a los carabineros y decir que es inocente, antes incluso de que le acusen.
No, no se podía hacer, pensó Michela. Papá tenía razón; hubiera parecido
demasiado extraño que alguien fuese a disculparse antes de ser acusado.
—Existe la esperanza —dijo papá— de que la policía encuentre al asesino antes
de que sea informada de que Roberto tuvo conexiones con Giannuzzo. De ser así,
todo acabaría antes de comenzar. Pero puede suceder que esto no ocurra, y, entonces,
si los carabineros llegan hasta Roberto, lo primero que harán será detenerlo. Sin
embargo, en ese momento puedo intervenir yo. Lo malo es que se trata de un
homicidio, y no se puede conceder la libertad provisional; pero puedo hacer que vaya
de prisa el sumario y el proceso, conceder todas las garantías posibles y… podría
incluso ser absuelto por insuficiencia de pruebas.
El tono de voz de Silvestro Loré no era muy convincente mientras decía estas
palabras, y Michela lo notó.
—¿Piensas que podría ser condenado?
—Si no encuentran al verdadero asesino, sí —repuso el padre.

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Se levantó, en parte nervioso por la incomodidad del sillón de mimbre —porque
aquel estúpido de Sebastiano no ponía tumbonas— y mucho más por la incoherencia
de aquella historia, pues, cuanto más pensaba en ella, más incoherente la encontraba,
como cuando se quiere desenredar un ovillo enmarañado y cada vez se enreda más.
—Intenta meterte por un momento en la cabeza de los jurados en el juicio: la
noche del crimen, Roberto discute con aquel hombre y lo golpea; y tiene motivos
para odiarlo, porque Giannuzzo, hablemos claro, hacía meses que lo amenazaba, le
sacaba dinero y lo perseguía. ¿Por qué deberían creer los jurados a Roberto cuando
afirma que sólo le ha pegado? Para los jurados, las cosas podrían haberse
desarrollado de una forma muy diferente y más sencilla: nervioso como es, Roberto,
exasperado, cogió el cuchillo de las manos de Giannuzzo y lo mató. Si no se
encuentra a ninguna otra persona que tenga motivos más poderosos para matar a
Giannuzzo, el culpable muy bien pudiera ser Roberto para los jurados. En el fondo —
y papá se detuvo ante ella—, no es extraño que Roberto esté tan excitado. Si no se
encuentra en seguida al verdadero culpable, se arriesga a verse atrapado en un
engranaje muy peligroso.
Mientras miraba a su padre, de pie ante ella, tan pensativo, Michela sentía el
mucho interés que éste tenía por el hijo de su amigo, y lo notaba muy inseguro, él
siempre tan seguro y rápido en sus decisiones. También esto era una señal del peligro
que corría el hijo de Sebastiano.
—¿Y no puedes, con tus hombres, investigar por tu cuenta? Existe un verdadero
culpable y tu equipo puede encontrarlo.
Silvestro Loré pensó que Michela estaba bastante mejor. Ahora, el rostro de la
muchacha no ofrecía aquel aspecto de temor ante la vida que tuviera hasta ahora.
Pues bien, si la historia le interesaba, le hablaría cuanto quisiera.
—De forma oficial no puedo hacer nada —comentó—. Es imposible arrebatar el
asunto de las manos a las autoridades locales para seguirlo yo. Bastantes roces tienen
ya con Roma, que lo centraliza todo, y se trata de un crimen demasiado poco
importante como para que se interesen por él mis colaboradores. De manera oficiosa,
sí podría, por ejemplo, designar a un par de mis mejores hombres para que hiciesen
investigaciones, pero deberían trabajar casi como detectives privados, pues si no,
podría ocurrir un lío burocrático que me destrozaría los nervios.
Por un momento, Michela no le siguió. Aún estaba parada ante el pensamiento
molesto, mucho más que molesto, de que un inocente pudiese ser condenado. «El
engranaje», pensaba. El engranaje burocrático de las circunstancias adversas, de las
apariencias enemigas. Veía una tupida telaraña, con la víctima que se debatía dentro,
y que se enredaba cada vez más. Había escuchado con avidez los relatos de su padre
desde niña, y conocía los mecanismos contra los que no se puede hacer nada. Se
levantó y fue hasta el pretil de la terraza, para contemplar el río que discurría pocos
metros más abajo, verde y silencioso como un canal.

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—Papá, hay que hacer lo que sea para ayudarlo —observó, aunque sabía que
decía algo inútil.
—Haré todo lo posible —contestó su padre mientras se acercaba a ella—, pero
también necesitaría que ese muchacho me ayudase. Por el contrario, complica las
cosas, y esta mañana se ha fugado. Ha venido cinco minutos a casa, ha tomado el
pasaporte, el dinero y le ha dicho al padre que se iba al extranjero. Así, si los
carabineros encuentran su rastro, vienen hasta aquí y saben que ha huido, todo será
peor. Pero él dice que no puede resistir ni siquiera dos días en la cárcel, que está
convencido de que si lo detienen lo condenarán, y hará todo lo posible para no
dejarse atrapar. Se trata de una crisis casi de histerismo. La única esperanza radicaría
en hacerle razonar, pero ahora quién sabe dónde estará.
—Pero, papá, ¿tú no puedes convencerle para que se quede?
—¿Y quién lo ha visto? Llegó esta mañana, tras cuatro o cinco días de dar vueltas
por los alrededores, pensando siempre en que la policía iba a venir a detenerlo. Ha
hablado diez minutos con su padre, que ha intentado retenerlo, y después se ha
largado. Por esto, ahora Sebastiano también tiene una crisis y está en su cuarto
llorando como un niño. A mí, verlo llorar, me pone melancólico. Es un hombre que
pasa de los sesenta años.
Silvestro Loré hizo una caricia a Michela en las mejillas. Lo más importante era
ella. Quería comprobar si estaba verdaderamente un poco mejor y le dijo:
—¿Damos un paseo en coche?
Esperó que ella dijese que sí. Hacía mucho tiempo que respondía que no a
cualquier clase de proposición. Siempre había que forzarla para que saliese de su
cuarto y fuese a aquella terraza; por sí sola se quedaría continuamente en el lugar
donde estaba, encerrada en su angustia.
Y Michela dijo que sí, de forma espontánea, sin dudar, con el rostro ligeramente
acalorado que parecía más relajado, como desde hacía mucho tiempo no lo estaba.

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Pero luego llega la noche, y las cosas son diferentes. Cuando oscurecía, el chalé, tan
aislado, estaba demasiado silencioso. Ni siquiera llegaba el ruido de los coches que
pasaban por la carretera. No había viento que hiciese murmurar las hojas de los
árboles. Parecía como si nada viviese. El tictac del despertador sobre la mesilla de
noche se hacía ruidoso y amenazador. Parecía decir: ahora, ahora, ahora, como si
ahora debiese suceder algo. Y Michela lo escuchó con los ojos abiertos, porque
aquella noche no había querido tomar somníferos. En Roma, en su habitación, incluso
a mitad de la noche, se oía pasos desde la calle, el roce de los neumáticos de los
coches, alguna voz solitaria. Aquí, nada. En Roma, con la luz apagada, se filtraba por
las persianas una luz tamizada procedente de los faroles de la calle. Aquí, nada, el
vacío absoluto, hasta el punto de que debía dejar encendida la lámpara.
A las dos se levantó. No se encontraba mal, no tenía la angustia de otras veces, de
la misma noche anterior; pero seguía inquieta. Los pensamientos son muy diferentes
por la noche. Volvía a presentársele Aligi. Lo que hemos vivido no se puede anular;
el pasado es indestructible. Y los primeros tiempos con Aligi, los primeros abrazos,
aquel aire de ensueño que al principio se da entre hombre y mujer, todo volvía
aquella noche. Había pasado tanto tiempo y tantas cosas que, incluso al recordar
aquellos momentos, no experimentaba un verdadero dolor, aunque sí un sentimiento
de inquietud. La inquietud de no saber si podría vivir de nuevo aquellos momentos, si
tendría corazón, o si su corazón habría sido ya demasiado herido como para poder
creer aún en alguien.
Tenía varias batas colgadas en el armario, pero se vistió con la falda y el pullóver,
porque pensaba salir al jardín, para caminar y cansarse un poco con el fin de que le
viniese el sueño; además, el espacio abierto del jardín le proporcionaba más calma
que las cuatro paredes de la habitación de una casa amiga aunque nueva para ella. Ya
la conocía bien: no era un chalé grande, pues de grande sólo tenía la escalera central,
de mármol, cuyo estilo imitaba las escaleras de las históricas mansiones venecianas, y
el salón de la planta baja, que hacía también las veces de biblioteca. Eso es, pensó:
podría ir a curiosear un poco entre aquellos libros; puesto que había gramáticas y
diccionarios de muchísimas lenguas —eran pocos los idiomas que Sebastiano Arrighi
no hubiese estudiado—, tal vez conseguiría adormecerse leyendo algún estudio
erudito acerca de la lengua gaélica o la céltica. Era preciso alejar el pensamiento del
pasado, de Aligi, la inquietud que le proporcionaba, y las preguntas que nacían en
ella. También podía ir a la cocina en busca de alguna fruta que comer. ¿Por qué no?

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Salió de la habitación sin temor a hacer ruido, pues sabía que en aquella vieja
casa de gruesas paredes cualquier ruido quedaba apagado. Si no conseguía vencer
aquella inquietud, iría a despertar a su padre en vez de tomar calmantes. No sería la
primera vez: papá era feliz cuando ella recurría a él. Habría matado a cualquier otro
que lo hubiese despertado, pero no a ella. Se despertaba en seguida, encendía
rápidamente un cigarrillo, le hablaba y le daba una inmediata sensación de
protección, dijese lo que dijese. Pero quizá no fuese necesario; quizás aquella vez se
las apañaría sola.
El hueco de la gran escalera estaba oscuro e iba a encender la lámpara que desde
arriba iluminaba los dos pisos, cuando vio que, en la planta baja, aún salía luz del
salón biblioteca. A aquella hora era difícil que Sebastiano estuviese en la biblioteca.
Y, además, durante aquellos días, debido al asunto del hijo, no se ocupaba de los
libros porque no se encontraba bien.
No tuvo miedo. No tenía miedo de las cosas materiales: sólo temía sus
pensamientos y angustias. Pensó que, por olvido, se había quedado encendida la luz
del salón. Dio al interruptor de la lámpara que iluminaba la escalera en espiral y
comenzó a bajar. Los altos tacones de sus zapatos repiquetearon nítidamente en
medio del silencio, sobre los escalones de mármol, a los que en verano se les quitaba
la alfombra. Casi había llegado al final de la escalera, cuando, de la puerta abierta del
salón, salió un hombre. Marchaba con pasos largos y rápidos, como si corriese o
huyese. Al verla, se detuvo de golpe, con el movimiento brusco de un mecanismo que
se bloquea.
También Michela se detuvo, con una mano apoyada en la ancha barandilla de la
escalera. Ya lo había visto antes. Era el joven que, por la mañana, discutiera con Al
cuando éste le interceptaba el paso con su automóvil. Llevaba otro traje más grueso,
pero era él. Había pocos hombres que tuviesen unos cabellos tan claros. Pero, más
que por esto, podía decir que le había reconocido por la descripción de papá: un
gallito que movía altanero la cabeza en todas las direcciones, y que caminaba
nervioso y erguido hacia delante y atrás. Incluso ahora que estaba parado y que la
miraba en silencio, había como un continuo vibrar en aquella inmovilidad; daba la
sensación de que, de un momento a otro, saltaría hacia un punto cualquiera.
Y, en efecto, se aproximó a ella con grandes pasos y se detuvo otra vez de golpe.
—¿Es usted Michela? —preguntó.
—Sí.
Michela acabó de bajar las escaleras y le tendió la mano.
—Y usted es Roberto.
Él no parecía contento del encuentro, y el nerviosismo de su rostro lo dejaba
traslucir. No era un rostro: era un libro. Cualquiera podía leer en él; la mirada, el
pestañear, los movimientos de los labios parecían traducir todo lo que pensaba y
sentía.
—Iba hacia el jardín porque no conseguía dormirme.

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Michela intentaba explicarle su presencia, para que no pensase que se disponía a
salir a aquella hora, al verla vestida así.
—No se consigue dormir en esta casa. Hay demasiado silencio —dijo él.
Encendió un cigarrillo. Es decir, en un instante, casi sin que Michela pudiese ver
cómo lo había hecho, sacó el paquete del bolsillo, el cigarrillo del paquete y lo
encendió con una cerilla. Pero a pesar de la rapidez, sus movimientos eran
armoniosos, no daban en absoluto la idea de que se apresurase a causa de los nervios:
en él eran naturales. Hasta el punto de que la presencia de la muchacha no le producía
agitación alguna; es más, la inquietud de un principio se estaba calmando.
—Creí que yo era la única que pensaba así —le dijo—. Normalmente, la gente
duerme bien cuando hay silencio.
—Esto no es silencio. Oiga. —Calló un instante, para hacerle comprender que no
era silencio—. Esto es la nada, ¿lo oye? Uno parece estar en la nada y convertirse en
la nada.
Michela se dio cuenta de que le había explicado en pocas palabras —que parecían
tan sencillas— la sensación de angustia que experimentaba cuando el silencio era tan
completo: parecía estar y convertirse en la nada. En efecto, bastaba con dejar de
hablar para que el silencio oprimiese, y ahora había habido una pausa.
—Por lo menos, en el jardín se siente correr el agua de la fuente —dijo él.
Era un poco más bajo que la muchacha, si bien es cierto que ésta llevaba zapatos
de tacón alto. La miraba tenso, como era todo él, como si siempre estuviese a punto
de decirle alguna cosa importante y tratase de llamar su atención.
—Además, mire lo demás —indicó la escalera, los cuadros que colgaban de las
paredes de ésta, los mármoles en pequeños rombos blancos y negros del suelo del
vestíbulo en que se encontraban, y el enorme arcón cerca de la puerta que daba al
jardín.
—Gustos de papá. Todo esto es bello; tiene espíritu para estas cosas. Pero es un
museo y aquel arcón un ataúd. Mire.
—No me asuste ahora —respondió Michela.
Pero sonrió. No estaba asustada. Incluso ahora no escuchaba demasiado. De
improviso, al mirarle, había pensado en toda su historia, en el hombre muerto en la
playa, en él que huía porque le podían detener. Ahora que lo tenía allí delante, aunque
sólo desde hacía pocos minutos, comprendía el porqué de que quisiese huir. Daba la
sensación de alguien que siempre desea huir, por cualquier razón, porque todo debía
de herirlo, irritarlo, atemorizarlo. Esto es; quizá se pareciera más a un potro que a un
gallo, un potro asustadizo, que endereza siempre las orejas, con los jarretes siempre
listos para dispararse.
—Perdóneme, tiene razón —repuso él.
Y tiró al suelo el cigarrillo, que sólo había fumado a medias; no lo aplastó con el
pie; sólo permaneció un instante mirando dónde caía.

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—En esta casa, y a esta hora, uno se puede asustar fácilmente. Le haría compañía,
pero debo irme. Si quiere, puede encontrar ayuda con el tocadiscos. ¿Sabe dónde
está? Venga.
Fue directo hasta el salón y ella se vio obligada a seguirlo.
—Mire, está en la estantería y en ese cajón se encuentran los discos… ¿O ya lo
sabía?
—No, no sabía que aquí hubiese un tocadiscos.
No lo había pensado nunca.
—No sé si le gustarán —siguió él—. Son cancioncillas de moda que sólo gustan
un día y luego, al siguiente, hacen reír. No tengo gusto musical, y tal vez no tenga
gusto para nada.
Era armonioso incluso con su hablar rápido, excitado, pues la voz seguía siendo
suave y baja.
—He gastado Morgen de tanto ponerlo.
Era muy diferente de la voz gritona, como un ladrido, que le oyera por la mañana,
cuando le gritaba a Al porque le interceptaba el camino. Debía de ser la voz que
utilizaba con las mujeres, pensó. Los hombres tienen una voz para hablar con los
hombres y otra cuando hablan a las mujeres. Pero no es que pensase verdaderamente
en estas cosas; las sentía de forma vaga, femenina, por el aire de intimidad —de
pronto se fijó también en esto— que creaban entre ambos las altas horas de la noche,
el gran salón con dos paredes completamente llenas de estantes repletos de libros, y
las tres ventanas alargadas y estrechas, casi como de un castillo.
—Buscaré algún libro —le dijo.
—¿Allí? —respondió el potro, señalando con la mirada los estantes—. Si es
capaz de encontrar alguna cosa legible… Lo más fácil y divertido debe de ser la
historia de las lenguas ugrofinesas, naturalmente en alemán.
No sonreía ni siquiera cuando bromeaba.
Mientras él hablaba, Michela vio que relucía algo en una parte del salón: un brillo
suave. Volvió la mirada, y sobre la gran mesa oval situada en medio del salón vio un
gran número de discos amarillos desparramados por su superficie. «Monedas», pensó.
Era como si las hubiesen volcado de un saquito sobre la mesa. Sólo había visto tantas
juntas en las películas, en especial en los dibujos animados de Mickey Mouse. No
dijo nada, pero él había seguido su mirada y, aunque calló, en aquel libro de páginas
abiertas que era su rostro, se leyó una expresión de descontento, de rabia contra sí
mismo. Después él, sin hablar, tomó una bolsa de piel que había encima de una silla y
metió en ella todas las moneditas de oro, que hicieron un ruido sordo, blando,
apagado, aunque amplificado por las dimensiones del ambiente.
—Debo irme —comentó.
El rostro bronceado se había puesto de un color ligeramente más oscuro porque
había enrojecido. Le tendió la mano. Parecía como si le hubiesen descubierto en
alguna cosa que quería mantener en secreto. Michela veía todavía al hombre muerto

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en la playa; pensó que él debía tener continuamente en la mente la imagen de aquel
hombre.
Le estrechó la mano de modo indeciso. Pensó que quería hablar, pero que no
encontraba palabras. Por las angostas ventanas abiertas no penetraba aire, luz ni
sonido alguno: era como si estuviesen abiertas sobre la nada. Él ya se había apartado
de Michela y, sosteniendo la bolsa con las monedas de oro, se disponía a salir del
salón.
—Oiga —le interpeló la muchacha.

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Él se volvió rápido, como una máquina obediente y veloz después de haber apretado
un botón. La miró, pero ella callaba, porque aún no tenía palabras. Es más: se hallaba
confusa por haber dicho aquel «Oiga», casi no recordaba por qué. Pero sentía que
debía hablar.
—Diga —respondió él, fríamente, de forma burocrática.
Bajo la intensa luz de la gran lámpara, ella no lograba comprender de qué color
exacto eran aquellos ojos. Eran oscuros, aunque no castaños, de eso estaba segura.
Tal vez violetas. Pero ¿por qué pensaba en esas cosas en vez de responderle?
—… Nada —añadió aturdida ante la mirada de Roberto.
Él la contempló durante un instante. Su rostro decía que no le creía y que le
fastidiaba; pero calló y dio la vuelta para salir. Sin embargo, antes de llegar al
vestíbulo, se volvió otra vez y de repente regresó al salón. Depositó de un modo
brusco la bolsa en la mesa.
—No —dijo. Su nariz pequeña se le dilató un poco, bajo el impulso de la cólera
—. Usted tiene algo que contarme y no me lo quiere decir.
La voz era menos grave que antes; mostraba ya las inflexiones neuróticas que
tuviera por la mañana con Al, pero la expresión del rostro y las palabras eran tan
leales que Michela no sintió temor. Aunque había tenido miedo de todo hasta aquel
día, ahora ya no lo tenía. Las palabras que debía decir comenzaron a nacerle dentro,
como en otros tiempos lejanos, antes de que apareciese Aligi, cuando sabía siempre
lo que debía hacer o decir.
—Tal vez —observó— se trate de cosas que usted dirá que no me incumben.
Comprendió que podía hablarle con lealtad, como él le había hablado.
En un instante, él había encendido otro cigarrillo y se volvió de espaldas. Pero no
salió: anduvo hasta el fondo del salón; caminaba despacio, de un modo extraño,
dominado, como un potro al que se le hubiera tascado el freno con fuerza.
—Era lógico —comentó, poniéndose delante de Michela; ahora parecía sufrir—.
Mi padre les habrá contado a todos la historia; dentro de poco irá a contársela incluso
al brigada de los carabineros, aquí, en Latisana, para pedir consejo. ¿Se ha dado
cuenta de que los viejos piden consejos a todo el mundo? Ellos, que debieran saber
mejor que nadie qué deben hacer o no hacer, porque han vivido mucho, van por ahí
limosneando consejos a los demás.
Se sentó sobre la mesa con un leve salto y la miró paciente y nervioso a un
tiempo.

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—Yo no necesito consejos, se lo digo de antemano. Pero ahora debe usted
decirme lo que había pensado contarme.
Era poco amable, pero Michela se percató de que ya no se encontraba mal; no
tenía la angustia que antes la había impulsado a salir de su habitación, y aquel leve
matiz de descortesía en el tono de voz de Roberto no la impresionó. Hasta empezaba
a sentirse fuerte: ¿desde cuántos milenios no experimentaba aquel deseo de
reaccionar, de combatir?
—Precisamente era un consejo lo que quería darle —le respondió, mientras le
miraba fijamente. No sabía cómo reaccionaría, pero acabó la frase—. El de no huir.
Él se bajó de la mesa y dio una vuelta a su alrededor; anduvo hacia la nada que se
veía por las ventanas y luego volvió atrás, y se sentó de nuevo sobre la mesa. Sus
movimientos aún eran lentos; era como si viese dentro de su frente a aquel hombre
tendido en la arena, muerto; y era aquella imagen la que enlentecía los gestos de
Roberto, pensó Michela.
Ahora, la voz ya no era explosiva, sino dolorida, como su rostro.
—Usted cree en la ley, ¿verdad? En la justicia. También mi padre cree, y el suyo.
Hay una infinidad de gente que cree en ella. Pero yo no. Creo en los hechos. Mire
esta casa: dentro de tres años, mi padre no podrá pagar los impuestos y se la comerá
el fisco, y con más de sesenta años se encontrará por ahí sin casa y sin dinero. Todo
porque ha perdido un pleito con su hermana, un pleito sobre una herencia. Mi padre
tenía razón y su hermana no. En el testamento del abuelo estaba escrito que la casa y
el patrimonio en dinero eran para papá, mientras que su hermana se quedaba con la
tierra. Pero el pleito lo ha ganado la hermana, y así se ha quedado con la tierra y el
dinero, y sólo le ha dejado esta casa que cuesta en impuestos más de lo que vale.
Incluso ante este razonamiento ingenuo, Michela sintió que ella era la más fuerte.
Como si fuese más adulta y comprendiese mejor las cosas.
—Esto no tiene nada que ver —respondió. Sin darse cuenta, comenzó a hablar
como si se estuviese dirigiendo a un muchacho: indulgente pero con firmeza—. Si
hablamos en general de lo justo y de lo injusto, no acabaremos nunca. Usted debe
pensar en sí mismo, en su caso particular.
—Y quedarme aquí a esperar a que venga a detenerme la policía —respondió él,
en voz baja, pero con tosquedad y con la mirada furiosa. Arrojó el cigarrillo y
contempló su caída—. Ya ha estado dando vueltas por aquí esta mañana.
La miró como si de repente recordase algo; se bajó de la mesa y le dijo con voz
cambiada:
—Pero ¿no es usted la muchacha que esta mañana estaba en el coche de aquel
policía?
Michela sonrió.
—Sí.
También ella le recordaba.
—¿Y conoce usted a aquel policía?

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—Bastante.
El potro pareció morder el freno que lo retenía; se fue otra vez hasta el fondo del
salón y volvió raudo.
—Entonces usted sabe qué hacía la policía alrededor de mi casa. Tal vez la ha
avisado.
—No, no. Nadie la ha avisado ni la avisará.
—Y entonces, ¿por qué estaba aquí aquel policía?
—Porque hablaba conmigo —contestó Michela—; somos amigos y nos hemos
encontrado cuando yo salía del chalé.
Él la miró con fijeza.
—No creo en los encuentros casuales —siguió—. ¿Por qué su amigo policía
estaba precisamente aquí, en torno a mi casa? Tal vez usted se lo ha encontrado, pero
es muy probable que él estuviera aquí por algún otro motivo.
Michela no le respondió en seguida; dio también algunos pasos por la sala.
—Creo que a usted le ha trastornado mucho este asunto —dijo con sincera
amistad—. Ve policías y guardias por todas partes. Aquel amigo mío estaba
precisamente delante de su casa porque en la carretera hay una gasolinera y estaba
llenando el depósito, no porque la estuviese vigilando.
—Pero me ha pedido la documentación.
—Se la ha pedido porque usted le ha gritado e incluso le ha puesto las manos
encima —explicó paciente Michela—. Y se la ha pedido porque yo estaba con él y no
quería hacer una escena con una mujer al lado, para no asustarme. Si no hubiese
estado yo, no le habría pedido la documentación para tranquilizarle, sino que le
habría calmado de otro modo.
Ella sonrió, pero él no. Sin embargo, pareció que se quedaba convencido. El
rostro no se le serenó, aunque la mirada ya no estaba tan descompuesta ni
aterrorizada como antes.
—Tengo sed —observó Michela luego—. ¿Habrá algo de beber en la cocina?
Se lo dijo también para apartarle un momento del obsesivo pensamiento que le
angustiaba.
No obstante, él le respondió con rapidez:
—Sí; venga, yo también tengo sed.
A través de varios pasillos y habitaciones llegaron a la cocina, que daba al huerto
de detrás de la casa. Desde éste, les llegó el gruñido desganado de un perro. Michela
lo conocía; era un viejo can mestizo que Sebastiano Arrighi se obstinaba en
considerar perro guardián y que, por el contrario, se pasaba el día y las noches
enroscado y durmiendo.
—Calla, estúpido —le mandó Roberto—. Y al oír la voz de uno de sus amos, el
perro dejó de gruñir.
En el frigorífico había leche, zumo de fruta en lata y melocotones. La cocina era
antigua y sosegante; la única cosa nueva era aquel frigorífico, que desentonaba entre

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la cocina de leña, la artesa, la gran alacena y la lámpara con contrapeso, para poder
subirla y bajarla como se quisiese. Él la bajó, de forma que la luz caía un poco por
debajo de sus caras.
Los dos bebieron leche, sin hablar, de pie. Las dos ventanas estaban abiertas de
par en par, sobre la nada, un fondo oscuro en el que la luz de la lámpara no conseguía
penetrar. Sin embargo, llegaba algo vivo de aquella nada: el olor del huerto, un olor
suave y seco. En la cocina se sentía mayor serenidad que en el salón demasiado
austero.
Mientras movía con nerviosismo el vaso vacío, Roberto se sentó ante la mesa
cubierta con un mantel floreado. Le había empezado a sudar la cara, como por la
mañana, cuando tenía el rostro empapado de miedo al oír la palabra policía. Después,
de repente, explotó con sorda violencia, sin elevar la voz, pero furioso.
—Es fácil dar el consejo de no huir. Debería quedarse usted aquí, un día y otro,
hora tras hora, a esperar a que vengan a detenerla y meterla en la cárcel por un delito
que no ha cometido.

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También Michela se sentó a la mesa. El humilde ambiente de aquella cocina y los


honestos y antiguos muebles que había en ella, daban sensación de serenidad. La luz
de la lámpara iluminaba ahora los ojos de él y Michela vio el color que tenían:
violeta.
—Aunque huya, será lo mismo —dijo—. Esperará siempre hora tras hora a que
llegue la policía para detenerlo. En lugar de esperarla en un solo sitio, aquí, en esta
casa, esperará a la policía en muchos lugares, en todos los sitios adonde vaya.
Ella sabía qué eran los pensamientos fijos, las obsesiones y las angustias. Por eso
le comprendía. No se puede huir de una cosa que llevamos dentro de nosotros.
—Sí, claro, eso es muy filosófico —respondió él, de modo brusco—. Lo sé por
mí. Pero hay un detalle que ni usted, ni su padre, ni el mío quieren considerar. Pueden
encontrar al verdadero culpable, y prefiero que lo encuentren antes de que me metan
en la cárcel; que lo descubran antes de que me hayan tenido allí un mes o un año.
En pocos instantes se enfurecía; luego se calmaba o atemorizaba, y después
estallaba de nuevo.
—Si me detienen, se echan a dormir, paran las investigaciones. Dicen: el culpable
es éste. Y yo me arriesgo a que me echen veinte años. Pero, en tanto no me prendan,
continuarán las investigaciones, seguirán otras pistas y quizás encuentren al
desgraciado que lo ha matado.
Se levantó de golpe, apartando con violencia la silla.
—Además, no soporto la idea de ir a la cárcel. Cualquier cosa menos ésa.
Ahora se podía leer con claridad en su cara lo que esto significaba: cualquier
cosa, incluso morir, pero no ir a prisión.
Y ante aquellas palabras, el aire de la cocina pareció vibrar: el aire, los muebles y
la luz. Michela se dio cuenta de que aquella vivencia era más peligrosa y más
amenazadora de lo que parecía. El hombre que tenía delante no soportaría la tensión.
Era posible que hubiese decidido morir. Aunque decía huir, pretendía huir
definitivamente, quitarse la vida. Él no cedería, no se dejaría meter en la cárcel, no
esperaría a que la justicia reconociese su inocencia. No era de las personas que
esperan.
Michela no se sentía tan fuerte como un momento antes. La amarga violencia del
muchacho la asustó. Pero un inexplicable y secreto deseo de ayudarle hizo que
siguiese hablando.
—Tal vez las cosas no estén como las ve usted —dijo—. Antes de condenar a un
hombre por homicidio se necesitan muchas pruebas, no bastan las meras sospechas.

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Usted habla como si ya le hubiesen condenado. Esto no es razonable.
—¡Oh, escuche! —se encogió de hombros—. Usted no le está hablando a un
niño. Si yo estuviese en el puesto del jurado no podría hacer otra cosa que
condenarme. ¿Le han explicado bien cómo se han desarrollado los hechos? Desde las
nueve y media de la noche hasta las once, aquel siciliano y yo estuvimos aquí, en el
jardín de la villa, dándonos de puñetazos. A las once, le acompañé a su casa, allá, en
Lignano, cerca de la playa, y a las once y media fue acuchillado. ¿Quién puede
haberlo matado? Yo. Yo me he peleado con él; yo he tenido motivos para librarme de
él para siempre; yo lo he visto por última vez pocos minutos antes de que lo
asesinaran. ¿Y cómo puedo demostrar que no he sido yo? ¿Diciendo a los jurados que
soy un buen chico honesto, incapaz de matar?
Tenía razón, pensó ella, pero no del todo.
—Antes de que se llegue al juicio —observó— deben suceder muchas cosas.
Ante todo, deben encontrar las huellas que los conduzcan hasta usted. Puede ocurrir
que primero encuentren el rastro del verdadero asesino y que, entonces, nadie se
ocupe de usted.
Roberto se había sentado a horcajadas en la silla. Tal vez la tranquila insistencia
de Michela al querer ayudarle debilitaba su terquedad. Pero dijo con amargura:
—Meras esperanzas. ¿Cómo se hace para vivir sólo de esperanzas? Naturalmente
puedo esperar a que encuentren al asesino de aquel pobrecillo, como puedo esperar a
que me toquen cien millones a la lotería, pues tengo un décimo. Pero ¿qué modo de
vivir es ése?
—No lo sé. Pero puede ocurrir que sea peor vivir sin esperanzas.
Con un ademán de fastidio, él dijo:
—Hemos vuelto a los discursos filosóficos. No me importa nada la filosofía. Sólo
me importo yo.
Aquel tono molesto irritó a Michela. ¿Por qué estaba tan seguro de sí mismo? ¿En
qué medida se creía superior a los otros pobres hombres que se arrastraban?
—Si, en verdad, se preocupara tanto de sí mismo, se quedaría aquí, en su casa —
le habló casi con frialdad, como con alguien con quien no se puede razonar—. Usted
no ha tenido en cuenta lo que sucederá si la policía viene aquí y ve que ha huido.
Además de las otras sospechas que ya pudieran tener sobre usted, creerán haber dado
con la prueba de que el culpable es usted, precisamente porque se ha escapado. Trate
de pensar objetivamente y no sólo porque se vea impulsado por el terror a acabar en
la cárcel.
Durante un momento él se quedó inmóvil, afectado, más por la fría voz de
Michela que por su razonamiento. Después, comenzó a tamborilear con los dedos en
la mesa, que debido al mantel no producían ningún ruido: sólo se veían los largos
dedos que golpeaban nerviosos, siguiendo un ritmo, un tema secreto que sólo él oía.
—Usted, y todos los demás, pueden pensar objetivamente porque se encuentran
fuera de esta trampa. Yo no. Papá me ha dicho las mismas cosas que me dice usted y,

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por lo demás, hasta yo me las he repetido. Y me ha contado también que su padre
puede hacer mucho por mí…
—Es verdad —respondió en seguida Michela, esperando haber encontrado un
motivo para retenerlo, para calmarlo—. Hoy hemos hablado mucho papá y yo. Se
cuidará de que hagan investigaciones especiales desde su oficina, con los mejores
agentes. Alguien debe haber matado a aquel hombre y ese alguien no puede haber
desaparecido como un fantasma: lo encontrarán, y tal vez antes de que puedan
culparle a usted.
Al cabo de un rato, él se levantó, sin haberle respondido nada. Se acercó al
frigorífico, tomó una lata de zumo de fruta y vertió su contenido en un vaso. Lo bebió
despacio. Así, de pie, con la lámpara baja, que le mantenía el pecho y la cabeza
sumidos en la sombra, ella no podía verlo bien, pero le pareció —lo deseó— que le
había hecho recapacitar un poco. Después, en silencio, él salió de la cocina. Michela
oyó el ruido de los pasos que se alejaban y se apagaban gradualmente. No podía
haberse ido así, estaba segura. La muchacha pasó algunos minutos ante el seco y
suave olor del huerto que penetraba por la ventana. Después se oyó el gruñido de un
perro. ¿Por qué se quejaba molesto? Un segundo más y comprendió el porqué: oyó el
estruendo de un coche que se ponía en marcha, tan cerca del chalé, que sólo podía ser
el de Roberto.
Entonces volvió al salón. Le costaba creer que se hubiese ido. No había nadie; las
luces estaban todas encendidas. En el suelo vio la mitad de un cigarrillo que él había
tirado antes. La puerta de entrada que daba al jardín estaba abierta de par en par.
Cuando estuvo en el jardín, oyó el borboteo de la fuente. Incluso la puerta de la verja
del chalé estaba abierta. Sobre uno de los dos pilares de la verja, la luz iluminaba
soñolienta el camino que conducía hasta la carretera. Le pareció percibir aún un vago
resto de olor a gasolina.
Y un instante después se sintió de nuevo sola y débil. El jardín se hizo a su
alrededor cada vez más grande, oscuro y amenazador. Tan grande, a medida que
pasaba el tiempo, que comenzó a comprender que no tendría fuerzas para atravesarlo
de nuevo. Agorafobia. Y al fondo, escondido entre los árboles, el chalé con todas las
ventanas oscuras, excepto la luz —izquierda— de la entrada, se le convirtió en un
castillo antiguo, hostil, poblado de seres abominables escondidos detrás de los muros,
que la esperaban. Comprendió que antes de encontrarse demasiado mal debía hacer
un esfuerzo para desclavarse de allí, de su terror, y llegar a la habitación de su padre,
pues de otro modo le estallaría el corazón. Logró moverse, aunque le parecía que era
de piedra, como si tuviera que mover una estatua. Se dirigió hacia el chalé, al
encuentro de aquellos seres hostiles que la aguardaban. Olvidó cerrar la verja, y entró
en la villa. La luz del amplio vestíbulo le produjo aún más miedo; después le
atemorizaron las escaleras oscuras, y el esfuerzo de la subida aumentó los latidos de
su corazón.

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La puerta de la habitación de su padre estaba cerca de la suya y nunca se
encontraba cerrada con llave: le bastó dar la vuelta al picaporte y encender la luz,
antes de que la angustia la paralizase del todo. El padre se despertó con la luz y se
sentó en la cama; tenía el pijama rojo abierto sobre el pecho cubierto de vello gris, y
ella cayó casi entre sus brazos.
—Tengo miedo —dijo. Inmediatamente después, al ver que los ojos de su padre
empequeñecían por el sufrimiento, añadió—: No es nada, es lo de siempre.
Trató de sonreír.
Silvestro la rodeó con sus brazos, le sostuvo los hombros con sus anchas y fuertes
palmas, y entonces ella, como otras veces, sin motivo, comenzó a llorar. Los oídos le
zumbaban; la angustia se le anudaba cada vez más fuerte en la garganta. Pero ahora
estaba su padre.

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El larguísimo tren se detuvo con cansancio en la estación de Latisana bajo la luz


incandescente del sol. La voz del jefe de estación que gritaba «Latisana» quedaba
sofocada por la solanera, parecía como si se evaporase inaudible en el hirviente aire.
Nadie bajaba y todo era como inútil, inexistente: la parada, el tren y la misma
estación. Lo único verdadero era el calor de horno que agostaba las flores en las
jardineras de cemento y que cocía a los viajeros en sus compartimientos. Después se
oyó una voz de mujer que gritaba en siciliano, y, en el largo convoy, hacia los últimos
vagones, se abrió una portezuela. Una mancha verde bajó del tren, el jefe de la
estación la miró y vio que era una muchacha, vestida con un traje verde, brillante, de
seda, o de algún otro tejido más pesado, que venía hacia él, tropezando con los altos
tacones sobre el sendero de grava que conducía al andén de la estación. En el interior
del tren alguien cerró la portezuela, el jefe de estación levantó el banderín y no
respondió siquiera a la muchacha que había llegado a sus espaldas y que le hablaba
en un dialecto tan cerrado que sólo podía reconocer que era siciliano, aunque no
comprendía ni una palabra. Antes debía dar la salida al tren; no era un tren muy
importante, menos aún que un correo, pero no dejaba de ser un tren, muy largo, y
desde luego mucho más importante que aquella muchacha. No se volvió hacia ella
hasta que el convoy, lastimero y estridente, pasó delante de la estación. Entonces se
dirigió con rapidez hacia la sombra, para no ser incinerado por el sol, y le dijo a la
muchacha que lo había seguido:
—Si no me habla un poco mejor, no la comprendo.
En ese momento vio que la muchacha era muy bella, a pesar de aquel horrendo
vestido verde, más propio para una velada en cualquier pista de baile popular en la
playa que para un viaje; a pesar de aquellos cabellos cortos, muy negros, despeinados
y llenos de polvo por un viaje que tal vez duraba varios días, desde Sicilia; incluso
con aquellos zapatitos negros, deformados, de altísimo tacón, y, por último, con
aquella maleta de aluminio que sostenía en la mano y sobre la que el sol reflejaba
rayos cegadores y calor. A pesar de todo esto, era bellísima. Y entonces le dijo con
más amabilidad:
—¿Ha dicho Lignano?
El jefe de estación creyó entender que, entre las oscuras palabras, le había dicho
algo parecido.
—Lignano, Lignano —gritó la muchacha.
Había comprendido la admiración del hombre e, instintivamente, la aprovechaba.
Sonrió con su boca sin carmín y los dientes de un blanco cegador.

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—Hay un ómnibus —comentó el jefe de estación—. Está en la carretera y sale
dentro de un cuarto de hora.
—Ah —respondió la muchacha.
Intentaba decir que no veía el ómnibus.
—Salga de la estación —siguió el hombre—, y allí afuera está el ómnibus.
También por gestos, ella comprendió, pero no se dirigió a la salida. Puso la maleta
al sol, la cual pareció un globo incandescente, una masa de metal fundido, y del bolso
que llevaba en la otra mano sacó una esquela.
—Lea aquí, lea aquí dónde debo ir.
Tenía ademanes violentos, pero sinuosos, procaces. No aparecía la menor huella
de sudor en el rostro: debía de estar acostumbrada al calor. El papel estaba muy ajado,
liso donde había estado plegado. Es posible que datara de varias semanas atrás, tal
vez de meses; la escritura con lápiz, aunque estaba medio borrada, era grande y
legible.
El jefe de estación leyó: «Giovanni Masetta, en casa de Pappalettera, Lignano
playa, cerca del camping Tagliamento».
—Sí —dijo.
Devolvió el papel a la muchacha y los ojos alegres y maliciosos de ella le hicieron
recordar unos años atrás, una noche en el pinar, con una muchacha así, una gran
noche; ahora estaba casado.
—Usted debe ir a Lignano. Cuando esté en Lignano, donde para el ómnibus,
pregunta. ¿Ha comprendido?
Lo dijo abandonándose un poco a su cantilena veneciana, es decir, con dulzura,
una dulzura insólita cuando estaba de servicio, pero que le había salido sin pensar
ante aquellos ojos tan grandes y húmedos de mujer que sólo parecían mirarle a él. La
frase molestó a la muchacha, una frase que era nueva para ella, casi ofensiva, como si
no fuese capaz de comprender.
—Comprendo —respondió, levantando un brazo y con el rostro endurecido.
Agarró la maleta, que parecía estar al rojo vivo a causa del sol, y se alejó para
salir de la estación, con su mórbido andar, para que él pudiese darse cuenta de lo que
había perdido al convertirla en su enemiga, por haber pensado que ella no entendía el
italiano. Pero, tras algunos pasos, se volvió y su rostro sonreía aún invitador:
—¿Allí? ¿El ómnibus está allí?
El jefe de estación la alcanzó y la acompañó hasta la carretera. En un
ensanchamiento de la calle, a la sombra de los árboles, estaba parado un autocar con
pocas personas dentro, inmóviles como maniquíes, porque el menor movimiento
acarreaba calor y sudor. Pero ahora ya no veía lo bella que era la muchacha. Un
nombre le daba vueltas en el cerebro, como una luciérnaga en la oscuridad, que se
enciende y se apaga, y que le produjo una curiosidad más fuerte que cualquier otro
instinto; el nombre que había leído antes en el papel: «Giovanni Masetta». Cuanto
más tiempo pasaba, más seguro estaba de que aquel nombre, antes de leerlo en la

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esquela que le había entregado la muchacha, lo había leído en el periódico. Era el
nombre del joven que habían encontrado muerto en la playa, hacía pocos días.
Giovanni Masetta. Estaba seguro.
—¿Va a Lignano? —inquirió la muchacha, señalando el autocar.
Le bastó el gesto de asentimiento del jefe de estación para dirigirse al autocar y
subir a él, sin mirar más a aquel hombre. Había subido la península dirigiéndose sólo
a los hombres; se valía de aquella especie de aureola de feminidad que la rodeaba por
completo, y que cada vez le era más útil a medida que iba hacia el Norte. Es decir,
hasta Calabria se había dirigido a las mujeres, porque los hombres, allá, era mejor
dejarlos; la menor petición de ayuda hubiera sido como una invitación directa, y ella
no tenía en el pensamiento invitar a nadie. Pero, a partir de Nápoles, la información
sobre si aquél era el tren exacto, el vaso de papel con café caliente e incluso la revista
ilustrada prestada para leer un poco, siempre se lo había pedido a los hombres. Y a
medida que más se adentraba el tren por el continente, y subía hacia el Norte, más
parecía aumentar su poder sobre los hombres, y más serviciales y menos peligrosos
eran éstos. El más peligroso había sido uno que le ofreció una notable suma de
dinero, que a ella le habría bastado para vivir un mes, si se hubiese bajado con él en
Bolonia. Pero había sido suficiente el volverle la espalda.
Y allí, en el ómnibus, para estar más segura, se sentó en el asiento de detrás del
conductor, un joven con el guardapolvos amarillo desabrochado, con la camisa
abierta, el pecho lleno de regueros de sudor y la gorra de visera sobre las rodillas.
Éste, mientras fumaba, la seguía con los ojos desde que subió y, a través de las
volutas de humo azulado, se comprendía en qué estaba pensando. En seguida le
preguntó si el autobús iba a Lignano y el joven dijo que sí, pero se veía claro que le
hubiera respondido que sí aunque ella le hubiese preguntado si el ómnibus iba a
Tarento, sin hacer caso alguno de la pregunta.
—Aquí —añadió la muchacha; sacó el papel del bolso y se lo dio a leer—. Yo
voy aquí.
El joven conductor leyó el papel, como quizás hubiera hecho cualquier otra cosa
que le hubiese encomendado.
—«Giovanni Masetta, en casa de Pappalettera, Lignano playa, cerca del camping
Tagliamento».
Le devolvió el papel. Hacía demasiado calor y ni siquiera había comprendido por
qué debía leerlo, ni qué había leído.
—Sí —dijo.
Jamás le hubiera contestado que no.
Tranquilizada al saber que el autocar iba precisamente a Lignano, la muchacha se
abandonó en el liso asiento que parecía conservar el calor de varios días. El conductor
miró la maleta de aluminio que se hallaba a sus pies. Le recordaba el servicio militar;
ya lo había hecho, por suerte, aunque, en el fondo, habían sido buenos tiempos: se
conocía a muchachas como aquélla y no había que pensar en nada. Los jefazos con

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cordoncillos dorados que mandaban en el cuartel eran los que se ocupaban de todo.
Durante algunos instantes revivió sus meses de militar. Después se levantó; ya era
hora de salir. Agarró la maleta de la muchacha y la puso en la redecilla. Trató de
recordar la dirección que había leído en el papel. Tal vez allí podría volver a pescar a
la muchacha, en cuanto acabase el turno. Le había quedado impreso «Pappalettera», y
luego, ah, sí: «Camping Tagliamento».
La muchacha le sonrió agradecida por lo de la maleta.
—Voy a ver a mi hermano —comentó en voz baja, como un secreto entre ellos
del que los otros viajeros, maniquíes petrificados por el calor, no tenían por qué saber
nada.
Le contestó otra vez sí. Dudaba si preguntarle en seguida si podía volver a verla.
Desde luego, no sería una colegiala si movía los ojos de aquella manera. Pero pensó
que aún era pronto; lo mejor era no asustarla. De improviso recordó el nombre que
había leído en el papel liso y ajado por las muchas veces que había sido doblado y
desdoblado: «Giovanni Masetta». Había sucedido precisamente en Lignano, cerca del
camping. Desde hacía una semana, el periódico hablaba de ello. También él había ido
a la playa a ver dónde habían matado al muchacho siciliano. Y se llamaba
exactamente Giovanni Masetta. Se había hablado mucho por allí del asunto.
Pero era la hora de partir; su compañero ya repartía los billetes. Echó una ojeada
tímida a la muchacha antes de darle la espalda y sentarse al volante. Vio que los
grandes ojos negros brillaban para él un instante, y cerró la portezuela mientras
pensaba si la muchacha iría en busca de su hermano porque le habían avisado de que
estaba muerto, o si aún no lo sabía. No debía de saberlo, pensó poniendo el motor en
marcha: estaba demasiado tranquila.
Cuando el vehículo comenzó a correr, por las ventanillas abiertas, en vez de aire
fresco, entró algo viscoso que se asemejaba más a agua caliente en movimiento. Pero
la muchacha seguía con el rostro seco, los labios húmedos y los ojos vivos, sin
somnolencia.
—¿Está lejos? —preguntó al chófer, curvándose hacia el asiento de éste. Él sintió
que una mano de la muchacha casi se apoyaba en su hombro.
—No, algo más de un cuarto de hora —le respondió él, mientras conducía por la
recta carretera que atravesaba la llanura seca a causa del sol y que llegaba al mar.
—Y después, ¿dónde debo ir? —añadió ella, inclinada aún sobre el conductor,
que sintió la respiración de la muchacha en el cuello.
—Eh —dijo él—, eh…
Debía de ser la hermana, como había dicho. Era siciliana como aquel joven.
—Cuando lleguemos, ya se lo indicaré —dijo.
Claro que, si no sabía que habían matado al hermano, sería un gran golpe.
Una vez tranquilizada de nuevo, volvió a reclinarse en el asiento y contempló el
paisaje; éste era demasiado llano y descolorido, incluso con aquel sol, comparado con
los colores y la luz que sus ojos estaban acostumbrados a ver desde que naciera, y

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comenzó a mirar al conductor por el espejo retrovisor. El muchacho le echaba de vez
en cuando una ojeada por el espejo y le remordía el deseo que sentía de preguntarle si
podría volver a verla; la pobre muchacha no se esperaba lo que iba a encontrar, de lo
que se enteraría en cuanto llegase. Después pensó que tal vez ella, aparte del hermano
—que ya no existía—, no tendría a nadie, que se encontraba sola a más de mil
kilómetros de su tierra. Se notaba que iba al Norte por primera vez y que quizá
tuviese necesidad de algo. A lo mejor era un pensamiento hipócrita, es probable que
le gustase decir a los amigos que conocía a la hermana del joven que habían
encontrado muerto en la playa. Pero también había algo de sincera compasión por
ella.
—¿Se detiene en Lignano para pasar las vacaciones? —le preguntó al fin, durante
la primera parada que hizo para que bajase una mujer gorda con un cesto de
albaricoques en los brazos.
—Voy a ver a mi hermano —comentó la muchacha.
Sí, eso ya se lo había dicho. Se puso de nuevo en marcha, pero antes cogió una de
las tarjetas de la compañía de los autocares que tenía en el bolsillo y se la pasó,
volviéndose un poco hacia ella.
—Si necesita algo, puede telefonear aquí —le dijo—. Basta con que pregunte por
Giovanni. Soy yo.
Por suerte, su compañero estaba al fondo y les volvía la espalda; de este modo no
podía burlarse de él.
—Se llama Giovanni, como mi hermano —comentó la muchacha; se hizo la
ingenua más de lo que era necesario, pero le había gustado la fútil coincidencia. La
suerte se ve incluso en las cosas pequeñas, un nombre igual a otro.
—Acabo por la tarde a las ocho —siguió el joven.
No le hizo gracia pensar que se llamaba como aquel muerto.
—Ah —respondió la muchacha, levantando el rostro.
Había tomado la tarjeta, pero comprendía que ahora debía trabajar menos con los
ojos; intuía que incluso en el Norte no debían ser de piedra. La tarjeta siempre
serviría, con uno que trabaja en los ómnibus, que puede ser útil para muchas cosas.
Pero basta. Y, además, ahora que iba a estar de nuevo con Giannuzzo se repetiría el
cuento de no dejarla salir por la noche, aunque ella nunca se había preocupado
demasiado.
—Incluso si yo no estoy —dijo el conductor (ella pensó que era un muchacho
aseado y amable), mientras se volvía un poco hacia ella, aunque hubiese podido
conducir con los ojos cerrados—, puede dejar dicho dónde se encuentra, o si necesita
alguna cosa. En cuanto esté libre, iré en seguida.
La muchacha levantó de nuevo la cara. Parecía que lo espoleaba, pero no dijo
«ah».
Tras un instante respondió:
—Yo no salgo por la noche, mi hermano no quiere.

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Y, en el esfuerzo de hablar bien el italiano, se traslucía la simpatía que sentía
hacia él.
El hermano. El joven se volvió de espaldas para no verla. Que ella hablase así del
hermano, creyéndolo vivo, le producía un nudo en la garganta. Ya no pensaba en que
era una bella muchacha y en los días en que hacía el servicio militar. Ahora sólo
pretendía ayudarla. Ya habían llegado, allí estaba el poste con la señal de parada cerca
del camping Tagliamento. Había dos extranjeras con pantalones cortos que esperaban
para subir. Detuvo el vehículo y abrió la portezuela.
—Oiga, señorita —dijo a la muchacha en voz baja. Sentía como un nudo en la
garganta, que le apretaba al mirarla—. Debe apearse aquí. Tome su maleta y baje.
Pero, si me espera diez minutos, vuelvo y le acompaño a donde deba ir.
La muchacha le miraba; contemplaba la portezuela abierta y a las dos extranjeras
sin caderas que subían; miraba la maleta que tenía encima de la redecilla, y no
contestó. Había comprendido, porque estaba atenta a la forma de hablar de aquella
gente, pero no respondía.
—Mire —siguió él—, si se va sola, perderá media hora buscando ese sitio; por el
contrario, si me espera, vuelvo en seguida y lo buscamos en un momento.
Sin pensar que para él sería un lío encontrar a alguien que le sustituyese, quería
acompañar a aquella muchacha y estar cerca de ella cuando se enterase de que habían
matado a su hermano. Ya no pensaba siquiera en la vanidad de decir que conocía a la
hermana del famoso muerto de la playa; sólo quería ayudarla.
—¿Y si no le vuelvo a ver? —respondió ella.
En parte tenía miedo de esto, y en parte no quería oír ladrar a Giannuzzo si se
presentaba acompañada de un hombre ni oírle decir las acostumbradas palabrotas de
que ella andaba con todos. Pero la ventaja de no tener que preguntar a nadie más, de
abandonarse un poco a alguien que la guiase, y que sabía dónde tenía que ir, era
demasiado fuerte para ella.
—Le esperaré aquí, pero tiene que venir —le habló, mientras jugaba otra vez con
los ojos, feliz. ¡Cuántas horas había esperado desde que comenzó el viaje! Por lo
demás, esperar le gustaba; las mujeres han nacido para esperar, lo intuía sin ser capaz
de pensarlo, y a ella le agradaba porque era muy mujer.
El joven le tomó la maleta de la red y se la tendió.
—Dentro de un cuarto de hora todo lo más estaré aquí de regreso.
En Lignano conseguiría que le sustituyesen y regresaría con la moto.
—Póngase a la sombra —le aconsejó, ingenuamente protector, indicándole el
grueso árbol cercano a la parada.
—¡Muy bonito! ¿Acabáis? —le gritó su compañero desde el fondo del vehículo,
que, en aquel momento, se había dado cuenta de los manejos del amigo en torno a la
muchacha.
—Ya voy, ya voy —farfulló el joven, nervioso, enrojeciendo un poco.

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La muchacha bajó. No había nadie en la carretera, ni por los alrededores; no se
veía ni una casa, sólo aquel poste con la señal de parada, y el gran árbol. Depositó la
maleta cerca del árbol y miró un momento al autocar que desaparecía tras una curva.
Aunque aún no lo había visto, sentía el olor del mar. Su orgullo le hacía estar segura
de que el joven volvería, aunque su instintiva desconfianza hacia los hombres fuese
muy grande. Sabía que bastaría con que, en el ómnibus, otra muchacha lo embaucara
un poco para que él —bueno, en realidad, él y cualquier otro— la olvidase, sin más,
para empezar a correr detrás de la otra.
Durante un rato resistió de pie y, como estaba sola, se sintió tentada a quitarse los
zapatos, pero sabía que aquélla era sólo una falsa soledad; siempre podía aparecer
alguien del cercano mar, con la playa atestada de gente, o bien de la carretera, y no
quería que la tomasen por una andrajosa descalza. Después notó que tenía sed; había
bebido un vaso de agua hacía tres horas, cuando se comió el pan y los albaricoques
que había comprado en Mestre. Estaba acostumbrada a no beber casi nada, pero el
calor era demasiado incluso para ella. Se humedeció con la lengua los labios que
empezaban a ponerse resecos y, tras un rato de estar sentada sobre la maleta,
circunspecta, mancha verde entre el verde, paciente y fuerte, pues ahora, por otra
parte, había llegado al final de la aventura, se puso a pensar. Se trataba de que
Giannuzzo no la esperaba, pero se pondría muy contento de verla; Giannuzzo la
ayudaría, y ella a Giannuzzo. Era preciso hacer las cosas así —pensaba mientras
movía los pies, secos, pero demasiado oprimidos por los zapatos—, de prisa y con
decisión; si escuchaban a su madre, se quedaban en casa diez años más. Había escrito
a Giannuzzo, pero echó la carta al buzón antes de subir al tren, para que, aunque él le
respondiese que no viniera, ella en realidad ya hubiese llegado.
Era la hora de la siesta, y en aquel rato sólo pasó un coche y una camioneta.
Después, del lado donde estaba el mar que no se veía, surgió una moto que parecía
iba a echarse encima de la muchacha y ésta comprendió que era él, y que había
llegado más pronto de lo que creyese cuando se dispuso a esperar. Lo reconoció, aun
cuando no llevaba el guardapolvos ni la gorra, por los cabellos castaños y por el
rostro que parecía pálido a pesar de estar bronceado.
—¿He venido pronto? —preguntó el joven contento deteniendo la moto debajo
del árbol—. Deme la maleta y suba detrás.
Ella no sentía ahora desconfianza ni temor, y le obedeció dócilmente, como si no
desease otra cosa que hacer lo que le pedía. Él colocó la maleta delante suyo, entre
las piernas.
—Agárrese bien —le dijo—, porque el camino es muy malo.
—Ya estoy acostumbrada —respondió ella, mientras se sujetaba con fuerza al
talle de él. Más acostumbrada a la moto que a un coche, hubiera podido añadir.
—Vayamos primero al camping —siguió él—; preguntaremos allí.
Recordaba Pappalettera escrito sobre el papelito. El vigilante del camping debía
de saber quién vivía por los alrededores.

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Condujo la moto por el sendero que iba hasta el camping, poco a poco, para que
la muchacha no recibiese demasiadas sacudidas, y también por la maleta, que tenía
entre las piernas y le estorbaba mucho. Al cabo de poco tiempo se vieron en el pinar,
el aire se hizo menos sofocante y comenzó a oler a resina, y con mayor intensidad a
mar.
—Allá está el mar —dijo la muchacha, que entreveía sólo una raya azul, como
una pincelada de barniz y esmalte, nítida en comparación con el cielo, ahogado por el
sol.
—¡Ah, qué bello es! —contestó él.
Cuanto más normal y serena sentía a la muchacha, más aumentaba su pena;
pensaba en lo lejos que se encontraba de lo que le aguardaba, y no sabía qué haría,
cómo podría ayudarla, en cuanto ella lo supiese.
Después, bajo la densa sombra del pinar, apareció el color ladrillo, arena, o
verdoso de las tiendas de campaña. Un hombre grueso, vestido únicamente con un
bañador, estaba a la entrada y parecía que los esperase.
Tenía el aire de quien espera a cualquier persona para ponerse a charlar, por lo
que sonrió invitador en cuanto comprendió que el joven y la muchacha se detenían
allí. Luego dio algunos pasos hacia la pareja, porque había reconocido a Giovanni, el
conductor del ómnibus, y le gustaría saber en seguida qué hacía con aquella
muchacha que tenía las piernas más bellas de cuantas veía cada día, de un moreno
delicado clarísimo, que ni siquiera parecía bronceado. Podían ser medias, aunque
comprendió que no era muchacha que llevase medias en aquella estación.
—Buenos días, Mattia. Quisiera una información —le dijo el muchacho poniendo
un pie en el suelo. Se lo dijo en veneciano cerrado y muy cantarín, como
acostumbraban a hablar entre ellos, por lo que la muchacha no comprendió ni una
palabra; pero se bajó de la moto y sonrió a hurtadillas, pensando en la cantilena de
aquel dialecto.
—¿Señorita, me quiere dar el papel? —le preguntó a la muchacha.
De un pino se desprendió una ramita, que cayó precisamente en el cuello de la
muchacha y se le metió en el escote. Para quitársela, ella se volvió un poco de
espaldas a los dos hombres, y el gordo Mattia guiñó el ojo al joven que, sin embargo,
se quedó serio.
—Has encontrado una buena jaca —comentó en voz baja y apretándole el brazo.
Por lo demás, la muchacha no hubiera podido comprenderlo ni aunque hubiesen
hablado en voz alta, porque él no había dicho jaca, sino un término véneto mucho
más castizo. No obstante, el joven siguió serio y esperó a que la muchacha se quitase
la ramita del escote y luego sacara de la bolsa el andrajoso aunque valioso papelito,
que había sido leído por docenas y docenas de personas, desde el estrecho de Messina
hasta allí, en la desembocadura del Tagliamento, en todo tipo de trenes, en todas las
estaciones, en todas partes donde alguien hubiese podido repetirle que iba en la
dirección exacta, y que podía quedarse tranquila.

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—Se llama Pappalettera —dijo el joven, leyendo el billete—. Lignano playa,
cerca del camping Tagliamento.
—Ya —respondió Mattia, con los grandes pulgares colocados en la goma del
bañador, casi su único indumento desde mayo hasta setiembre, para que no le dejasen
demasiada señal en la piel, poco delicada pero desbordante de sensible grasa—. Está
a dos pasos de aquí. Un zapatero que hace sandalias de señora con su tacón.
Rió estrepitosamente ante su insípida chocarrería, pues, sin saberlo, intuía que la
muchacha no comprendía una palabra de lo que él decía, y ya estaba acostumbrado
con las extranjeras del camping, a las que sonreía mientras les decía las más
irrepetibles galanterías y groseras apreciaciones sobre su persona.
—Basta con que vayáis a la alquería de Rapiàn, ahí detrás, junto al río, y lo
encontraréis allí. Le han alquilado un agujero donde antes guardaban las cabras, y él
siempre está allí. Sólo se ha movido cuando le llamaron los carabineros porque
habían matado al otro siciliano, pues eran dos amigos.
El joven enrojeció molesto. Hubiera querido decirle al hombretón que se callara,
porque la muchacha podía entender alguna palabra. Luego pensó que lo mejor sería
irse en seguida.
—Gracias —le contestó; puso la moto en marcha con estruendo, dándole
demasiado gas cuando aún estaba parada.
Le hizo señas a la muchacha para que subiera; ésta se sentó en el sillín, de
repente, con los brazos en torno de su cintura, hasta el extremo de que parecía alguien
que hubiese ganado un campeonato entre muchachas, de saltar a las motos de los
jóvenes.
—Ya lo hemos encontrado; está aquí detrás, cerca del río —dijo el muchacho;
éste conducía un poco nervioso, porque ahora se aproximaba el momento en que
sabría que su hermano había sido asesinado; lo estaba pasando tan mal que casi
hubiera preferido no acompañarla en aquel momento.
—Ah —respondió la muchacha, con satisfacción, a sus espaldas.
El sendero llegó adonde acababa el pinar, y delante se encontraba la extensión de
arena y luego el mar. Desde la orilla llegaban los gritos y las voces de personas
semidesnudas, bronceadas, tendidas en la arena, o que corrían pisoteando quizás el
mismo sitio donde habían matado a Giannuzzo; pero ella aún no lo sabía y, por el
contrario, pensaba que su hermano, cuando la viese llegar con un hombre, ni siquiera
le hablaría a su acompañante masculino, y la miraría con ojos duros y amargos, como
si pensase: «Claro, una como tú sólo podía llegar así, con el primer par de pantalones
que encontrase por el camino, para continuar quitando la honra a toda la familia, y
hacer que me sonroje yo ante mi amigo Giuliano Pappalettera, que me da
hospitalidad, y en toda la zona, donde comprenderán en seguida de qué pie cojeas».
Ella pensaba en esto y no sabía nada más.
Después, el sendero bordeaba el pinar, aunque más que sendero se trataba de un
surco algo más profundo en la arena, hasta que llegaba al río, el Tagliamento, en el

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punto donde, sin ensancharse demasiado, se confundía y mezclaba con el mar. El
sendero casi se precipitaba en el río y, por un momento, el joven tuvo miedo de
caerse, con la muchacha y la maleta, pero se agarró con fuerza al manillar de la moto,
y bajo el sol que hacía sentirse el cerebro como si se tratase de las burbujas de un
líquido que está a punto de hervir, llegó al camino que corría a lo largo del río e iba
hacia el Norte, de espaldas al mar. Un centenar de metros más allá se detuvo ante la
alquería Rapiàn, una casa nueva de campesinos, que ya parecía vieja, porque no la
habían acabado, como si hubieran dejado de construirla por pereza tan pronto como
le hubieron puesto el tejado.
El lugar era silencioso, campestre, aunque se veía el mar. En cuanto la moto se
detuvo, el silencio les aturdió un poco a ambos, porque el silencio agudo y repentino,
al igual que un grito inesperado, puede aturdir y producir sobresalto.
—Espere aquí, que voy a preguntar —dijo el joven; miraba a la muchacha que
sonreía y en la garganta sentía cada vez un nudo más fuerte.
No hubo necesidad de preguntar. De detrás de la alquería, donde una suave y
verde pendiente descendía a lo largo de unos pocos metros hasta el río, había
aparecido un joven con el torso desnudo, con un zapato dorado de mujer en la mano,
y estaba allí contemplándolos mientras el oro, al sol, parecía hacer más intenso el
calor.
Ahora, la muchacha tuvo un estremecimiento, como el aleteo de un pájaro antes
de levantar el vuelo, y gritando «Giulianuzzo, Giulianuzzo» corrió, casi voló hacia el
joven, que también pareció tener el mismo temblor, aunque no corrió, porque no es
digno que un hombre corra hacia una mujer, debía de pensar él. Y se quedó a
esperarla. El chófer del ómnibus pensó que ahora se abrazarían. No obstante, ella se
detuvo de repente ante él, pero no le abrazó, porque eran hombre y mujer, y no
estaban casados. El joven, que se encontraba cerca de la moto, los vio parados,
inmóviles; el hombre —un muchacho— con el zapato dorado en la mano, como una
estatua, y les oyó hablar. Como estaba cerca, oía todas las palabras, pero no captaba
ningún significado. La muchacha era la que más hablaba, un río de rápidas palabras y,
en las brevísimas pausas, él le daba graves respuestas; al principio, durante varios
minutos, la muchacha mantenía una conversación fluida y como feliz: el chófer del
autocar vio que aún estaba contenta.
Pero, de repente, el hombre del zapato dorado levantó con lentitud, casi
hieráticamente, aquel zapato y dijo toda una serie de frases breves, explosivas, graves
y, cuando calló, alrededor de la alquería se produjo el silencio durante mucho rato; el
joven chófer del ómnibus vio que la muchacha, de espaldas, ya no gesticulaba y
estaba rígida, por lo que comprendió que, al fin, se había enterado de todo.
Después, la muchacha se agachó en el suelo, sobre la caliente hierba verde, dobló
la cabeza hasta esconderla entre las rodillas y se quedó así. Si lloraba, lo hacía tan en
silencio que no se la podía oír. Pero no debía de llorar. El joven del autocar dio
algunos pasos para acercarse hasta ella. Esperaba que el hombre del zapato dorado

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fuera a inclinarse para levantar a la muchacha, pero no lo hizo; permanecía derecho,
casi hierático. Y ni siquiera la miraba; le miraba a él, que se acercaba a los dos, con
mirada aún vaga, pero poco amistosa, cada vez menos amistosa, que se convirtió en
dura y enemiga cuando comprendió que quería incorporar a la muchacha del suelo,
doblada sobre sí misma, con la cabeza de hermosos cabellos negros que se movía
entre las rodillas en un silencio aún más angustioso que si hubiese gritado de dolor.
—Váyase —le ordenó el hombre del zapato dorado; lo hizo en italiano, pero con
marcado acento siciliano—. Perdone, pero váyase.
Era un muchacho, pero no lo parecía por su mirada felina. Todos los rasgos de su
rostro tenían algo de felino, incluso la pequeña y recta nariz, la boca pequeña de
gruesos labios, la mandíbula dura de fiera joven dispuesta a morder con fuerza.
La muchacha levantó de pronto la cabeza, vio al joven del autocar cerca y en un
instante, se puso de pie, también de un modo felino.
—Lléveme a los carabineros —le pidió.
En la cara no había lágrimas, y en los ojos sólo furor.
El chófer la miró indeciso.
—Han matado a mi hermano —le dijo la muchacha. La Furia se golpeó el pecho
con los puños—. Yo sé quién lo ha matado —dijo en siciliano. Luego repitió en
italiano—: Yo sé quién lo ha matado.
Se golpeaba el pecho con el puño para que todos, todo lo que le rodeaba y todo el
universo supieran que ella lo sabía.
El hombre del zapato dorado se movió, la tomó por un brazo y le dijo en siciliano:
—Estáte quieta, Maruzza. Tú no vas a los carabineros.
—Tú también sabes quién lo ha matado —le respondió la muchacha en siciliano,
pero no trató de zafarse el brazo—. También tú lo sabes y debes venir conmigo a los
carabineros. Pero si no quieres comprometerte, quédate aquí: iré yo.
—Tú no vas a ninguna parte —observó el hombre del zapato dorado, que ahora
tomó delicadamente el zapato por el tacón, porque de repente le sudaban las manos
—. Son suposiciones, Maruzza, y, aunque no sean suposiciones, nadie puede
probarlo.
—Yo sé quién lo ha matado, y no son suposiciones.
La chica dejaba que la sujetase el brazo.
—Tal vez no sean suposiciones, pero no conseguirás nada. Esta gente nunca va a
la cárcel. Sólo acabarás por perder la honra. Habla a los carabineros y aquella gente
hará que pierdas el honor.
El muchacho de rostro felino hablaba de modo grave, como un viejo, como el
sacerdote de alguna religión pagana.
Y entonces La Furia alzó los brazos al cielo, con los puños apretados, y comenzó
a gritar con todas sus fuerzas, apartándose de pronto del que la tenía sujeta por el
brazo, en un siciliano cerrado, del que el conductor del ómnibus sólo comprendía su
sombría y dulce musicalidad.

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—Mi hermano vale más que todo mi honor —aullaba con la cabeza echada hacia
atrás—. Que toda la honra de mi madre y de mis hermanas, y de toda mi familia. Yo
no tengo honor porque soy… —y dijo la palabra siciliana más cruda—; pero, aunque
tuviese todo el honor del mundo, lo vendería porque esa gente debe ir a la cárcel, y
debe pudrirse en la cárcel hasta el fin de sus días.
El muchacho de la moto, ante aquellos gritos y aquellos ademanes desesperados,
tuvo miedo y tragó saliva, pero el calor y el miedo le habían secado la boca, y no
tragó nada. Y como también él era un muchacho, le entró el estúpido y vago deseo de
llorar, como nunca le había pasado antes, a causa de unos extraños como eran para él
aquellos dos meridionales.
—Esa gente no va nunca a la cárcel —dijo hierático el hombre del zapato dorado
—. Nunca, recuérdalo, Maruzza: nunca.
La Furia se convirtió en una estatua de hielo. La muchacha dejó de agitar los
brazos contra el cielo, y de gritar. Calló por un instante, y en el denso silencio, tras
aquellos chillidos que habían hecho salir de la alquería a los dos viejos labriegos
Rapiàn después de aquel instante, dijo cortante como una navaja:
—Esta vez irá a la cárcel.
—Nunca —continuó el joven. Efectuó el primer ademán tras su larga
inmovilidad: levantó la mano con que sostenía la sandalia dorada, y dibujó con ella,
en el aire, un fulgurante trazo de oro—. Nunca —dijo—. Nunca.
—Esta vez sí —repitió la muchacha, y pareció que esculpía en mármol sus
palabras, que no hablaba.
Ya no lo miró con los ojos secos, con los ojos del furor; contempló al joven del
ómnibus y le gritó en italiano:
—¡Lléveme a los carabineros!
El joven hizo un gesto afirmativo con la cabeza; pero, después de haberla mirado,
contempló dudoso al felino muchacho. Pero el del zapato dorado, cuando se sintió
observado, volvió la cabeza. No dio la espalda, no hizo ademán de irse, sólo volvió la
cabeza, como para indicar que él no estaba allí: él, para ellos, no existía.
—¡Lléveme a los carabineros!
La muchacha profirió otro grito mientras agarraba con sus manos la camisa y los
hombros del joven chófer, al que zarandeó y clavó las uñas en la piel, sin saberlo, a
través de la tela de algodón de la camisa; lo consideraba culpable de no llevarla en
seguida donde ella quería ir, y, como él, aturdido por el explosivo furor, mantenía los
labios semiabiertos no sabiendo qué decir o hacer, cesó de sacudirlo y marcarlo con
las uñas, y lo rechazó hacia atrás, con un empujón neurótico, como una cosa
despreciable.
—Y si no quiere llevarme porque teme que le maten, no tengo necesidad de
ninguno de ustedes, maldita raza de aquí arriba, sin sangre; iré yo.
Se llegó hasta la moto, agarró su maleta de aluminio, se volvió ahora hacia su
paisano y en su dialecto se encaró con él:

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—Iré yo sola, no te necesito; eres zafio y pazguato como todos los demás, en
lugar de un hombre verdadero, y dejas que maten a tu mejor amigo, al hermano de la
muchacha que te gusta, y luego vuelves la cabeza para no ver siquiera quién ha sido.
Lo miró desafiante, con la brillante maleta de aluminio en la mano, y pareció
escupirle encima la última palabra:
—¡Cobarde!
El muchacho felino dio un paso hacia ella, con la expresión completamente
transformada por una cerrada y tétrica ira que le trastornaba por dentro.
—¡Ven aquí! —le escupió entonces, aún salvaje, tendiendo hacia delante el pecho
—. Ven aquí, cobarde. Ven a pegar a una mujer, esto sí eres capaz de hacerlo, después
que has dejado que maten a tu amigo.
Él se detuvo. Se le tranquilizó lentamente el rostro en una expresión más humana;
incluso tuvo una sonrisa de terrible desprecio y se volvió al joven del autocar, que era
un hombre como él, y que por tanto podía comprenderlo:
—¡Mujeres! —comentó, con su terrible desdén, como diciendo que no podía
haber nada en el mundo más incoherente y fútil que las mujeres, y siguió mirándolo
como si esperase el asentimiento del otro hombre y que también dijese «mujeres, sí»,
con el tono empleado por él.
Pero el joven del ómnibus no dijo nada, no comprendía, le escocía la espalda por
los arañazos de ella. Por el contrario, se llegó hasta la muchacha, le cogió la maleta y
le dijo:
—Vamos, yo la llevaré a los carabineros.
Que debía llevarla a los carabineros era algo que había comprendido en seguida.
Pensó también que, ahora, los periódicos tal vez hablarían de él. Había acompañado a
la hermana del muerto a la policía, y poco después la policía había detenido al
asesino.
La chica no dijo nada y subió a la moto con el mismo ímpetu de siempre, aunque
con más violencia, sin gracia.
Con su zapato dorado en la mano, el muchacho se quedó viendo sólo un segundo
cómo se alejaban a lo largo del río, hacia el mar. Después volvió hacia la casa,
hundiendo los desnudos pies en la hierba alta y cálida del declive que llegaba hasta el
río, y entró en un sitio que podía ser una habitación, sin ventanas, pero que había
sido, como dijo Mattia, el cuarto de las cabras, y hecho para las cabras.
Todo estaba allí a oscuras, pero él veía el catre situado en un rincón, con las
moscas que se paseaban perezosas por la almohada sin funda, el banco de zapatero
sobre el que estaba el otro zapato dorado y junto al que puso el que tenía en la mano,
una guitarra colgada de la pared, encima del catre. Esa guitarra era su televisión, su
cine, su baile, para todas las veladas, desde hacía tantos meses que había llegado allí,
al Norte; y, encima del catre, sujetas con tachuelas de zapatero, las fotografías de su
madre muerta, de su padre muerto, de una hermana que estaba en Francia y que había
emigrado allá con el marido; otra suya tocando una guitarra, fotografía hecha una

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noche ya lejana, en su pueblo, cuando se creía ser un artista; y, por último, la foto más
pequeña, desenfocada y peor tomada, pero que a él le era más querida, la de Maruzza.
Entonces él, Giuliano Pappalettera, mirando aquella foto, se cubrió el rostro con
las manos y, seguro de que nadie lo veía, se puso a llorar, de pie, delante de aquella
foto, que no quería ver porque se tapaba la cara con las manos; y, de repente, de igual
modo como había comenzado, tras un rato dejó de llorar, se apartó las manos del
rostro y se sentó en el catre.
De debajo de la almohada sacó los calcetines y se los puso; después tomó de un
clavo unos pantalones que estaban allí colgados, los del traje bueno, y se cambió los
de trabajo que llevaba. Después se puso una camisa que descolgó de otro clavo y,
encima de la camisa, la chaqueta. Por último, de debajo del catre sacó unos zapatos
tan desgastados, deformados, resecos y agrietados como sólo un zapatero podía
tenerlos, y se calzó.
Ahora estaba listo. Sólo le faltaban dos cosas. De debajo del pequeño banco de
trabajo, en un escondrijo que al tacto, sin mirar, encontró en seguida, sacó un billete
de cinco mil liras, su fortuna, el principio de su riqueza para el futuro. Y se lo metió
en el bolsillo. Ésta era una de las cosas. La otra fue la chaira. Tenía dos. En la
sofocante oscuridad del local sin ventanas, eligió en seguida la más afilada. Ensayó
primero sobre la palma de la mano y se dio cuenta, por su peligroso deslizamiento,
que era la que cortaba más. Después tomó un pedazo de cuero que estaba sobre el
banco y probó la cuchilla, sacando delgados trocitos, finos como pieles de uva, al
principio, y cada vez más gruesos, hasta de medio centímetro; la hoja los cortaba
todos, de cualquier espesor, con la misma facilidad y rapidez. Y, entretanto, pensaba
que quien había matado a su mejor amigo, al hermano de la mujer que amaba, aunque
fuese una mujer sin honra, no iría nunca a la cárcel, pero podía morir. Eso sí. Incluso
debía morir. Para que nadie, y menos una mujer, pudiese decir que él era un cobarde
que dejaba matar a su mejor amigo y después volvía la cara para no ver.
Cuando el último trozo de cuero se le quedó en la mano, tan delgado que ya no
podía cortarlo, se metió la chaira en el bolsillo de dentro de la chaqueta, con la
sencillez y la costumbre de un contable que guarda su lapicero. Lentamente, salió de
aquella que consideraba su casa y que, aun cuando se la hubiese prestado una cabra,
le era querida por las largas horas y los largos meses de trabajo y de sudor, sobre
sandalias elegantes que después veía en los pies de las muchachas italianas —las
extranjeras no compraban un calzado tan fino— y podía pensar satisfecho: «He sido
yo».
Ahora, todo esto quedaba tras él y ya no volvería, pues había decidido que su
tarea era otra: hacer justicia.

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12

Desde hacía varios minutos, Sebastiano Arrighi miraba la pequeña caja fuerte
empotrada en la pared, en la biblioteca donde el sol entraba por las estrechas ventanas
manchado por las hojas de los árboles sobre el río. Estaba vacía, y aunque continuara
mirándola sabía que seguiría vacía. Es decir, cuando la abrió, algunos minutos antes,
no estaba del todo vacía. Había una nota de su hijo, mejor dicho sólo un sobre, y en
éste, que ahora tenía en la mano, tras haberlo leído y releído muchas veces, aparecía
escrito: «Perdóname, papá. No soporto el esperar aquí en casa. Me voy, y para irme
necesito dinero. Tú no me lo has querido dar y me he visto obligado a llevármelo.
Roberto».
Doscientos cequíes, pensaba Sebastiano, no por el valor de lo que se había
llevado, sino para calcular cuánto tiempo podría estar fuera su hijo. Doscientos
cequíes de oro, como Roberto gastaba bastante dinero, podrían bastarle para poco
más de un mes. ¿O menos? Tal vez sí, un mes, aunque se hubiera ido con Irene. Es
decir, casi estaba seguro de que se habría ido con Irene; en aquellas condiciones no se
quedaría solo, se lo había dicho. Pensar en la pretenciosa y ávida muchacha, de
espíritu vulgar aunque en sus maneras copiase simiescamente la forma de ser de una
señorita de las antiguas familias venecianas, le producía irritación y tristeza. También
él, de joven, había tropezado con muchachas que no valían nada, y le habían gustado,
y alguna vez las había admirado de forma estúpida, pero no pensaba en casarse con
ellas. Su hijo, sí. Recordó la última vez que le había hablado:
—Antes de que yo acabe en la cárcel, debo arreglar mis cosas con Irene; no debe
perder inútilmente todos los años que ha estado conmigo.
Y él había mirado al hijo a través de los quevedos, de aquellas gafas de profesor
puntilloso y sensible, y le había respondido:
—Tú no irás a la cárcel; pero, si estás tan seguro de ir, ¿te parece que vas a ayudar
a esa muchacha —nunca decía su nombre, Irene— casándote con ella, para que luego
tenga que esperarte a lo mejor diez años?
Ésta era una cosa que no comprendía, pero actualmente no entendía casi nada de
su hijo. Por el contrario, sólo veía que aquella muchacha sabía muy bien que Roberto
no iría a la cárcel, pero aprovechaba el momento de pánico para que se casase con
ella. Después, la policía encontraría al asesino de aquel pobre chico siciliano. Roberto
ya no tendría miedo, pero ella seguiría siendo su mujer, la señora Arrighi. Ella lo
comprendía. Su hijo no. Volvió a colocar el sobre en la caja fuerte ahora vacía, cerró
la puertecita, pero no con llave, porque ya no servía de nada ahora. Y volvió a colocar
los libros que había apartado delante de la puerta, para que así el estante siguiese

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estando completo, sin huecos, escondiendo el inútil secreto de aquel ingenuo
escondrijo.
Después, Sebastiano Arrighi se levantó. En otros tiempos había tenido la forma
de moverse y la voz cortante del hijo, y le quedaba aún un último residuo de aquella
explosividad en el fruncimiento de la frente al menor ruido, ante el más mínimo
pensamiento que lo turbase, hasta el punto de que la frente era una gran telaraña de
arrugas en todas direcciones, de todos los grosores, profundidades y relieves,
excavadas y entrelazadas; y del mismo modo que bastaba mirarle la cara al hijo para
leer lo que pensaba, también con él era suficiente observar el movimiento de aquella
maraña de arrugas, para conocer cada uno de sus pensamientos y sentimientos.
Salió de la biblioteca. Era alto y erguido, pero se podía ver que ya no tenía fuerza
vital. Se quedó inquieto, triste, en el umbral, ante el espacioso vestíbulo, para mirar el
sol que entraba del jardín. No hablaría de los doscientos cequíes ni siquiera a su
amigo Silvestro, no le diría nada más, y si Silvestro quería hablar le diría que le
perdonase, pero que no debía volver a pensar en aquella historia. Si su hijo era
irrazonable hasta aquel punto, nadie podía hacer ya nada más por él.
Sonó el teléfono que había en el vestíbulo y lo descolgó con aquella indecisión
amarga y melancólica que lo mantenía en el umbral, entre sus amargos y
melancólicos pensamientos. Oyó por el auricular una voz de hombre que preguntaba
si era casa Arrighi y él respondió que sí. Entonces la voz preguntó si estaba la
señorita Michela Loré. Respondió que creía que sí, mientras arrugaba la frente,
porque aquella voz, con fuerte acento véneto, era vulgar y no le gustaba.
—Voy a ver, espere un momento —respondió.
Subió la escalera, apoyándose pesadamente en el pasamanos de la baranda
demasiado decorada y, aunque los escalones eran bajos y pocos, al llegar al rellano el
corazón le latía en la boca del estómago, como si le diesen puñetazos por dentro, y
tuvo que mantener la boca abierta para respirar. Doscientos cequíes de oro, pensó otra
vez, y no por el dinero, sino porque, si su hijo se los había llevado, significaba que
estaba loco. Aquellos días pensaba cómo era posible que, de dos seres racionales,
lúcidos y lógicos, como su mujer y él, hubiese podido nacer un hijo loco.
Aún jadeando se dirigió a la terraza que daba al río; estaba seguro de que Michela
se encontraría allí. Estaba, en efecto, con su padre y ambos a la vez se volvieron al oír
sus pasos, sonriéndole.
Está muy pálido, pensó Michela, y esas arrugas en la frente, en continuo e
imperceptible movimiento y agitación, le decían que algo le producía un estado de
ansiedad.
—Michela, te llaman al teléfono —dijo Sebastiano Arrighi, y caminó por la
terraza con paso vivo y una sonrisa peculiar en el enjuto rostro gris; era como si
llevase escrito en aquel rostro que estaba fingiendo, como si interpretase el papel de
un hombre sereno, que no tiene ninguna preocupación, porque no quería aburrirles
con sus asuntos.

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—Y tú tienes nuevos líos —afirmó Silvestro Loré. Se levantó de la peligrosa
butaca de mimbre y fue a su encuentro.
—¿A mí? —respondió Michela.
Pensó que sólo Al podía llamarla por teléfono; no conocía a nadie más en
aquellos parajes, y desde Roma era difícil que la buscasen, pues sólo en el Ministerio,
para su padre, sabían aquel número de teléfono.
—Sí —repuso Sebastiano, y rió, pero muy cansinamente—. Ahora le diré dónde
estoy —le dijo—, y así usted podrá reunirse conmigo. No quisiera que se lo dijese a
su padre ni al mío, y que viniesen también ellos. No pienso volver a casa; no trate de
convencerme y si usted no viene sola será peor.
Entonces ella comprendió. Vio que debajo del teléfono había un taburete y se
sentó.
—Si le digo que iré sola, es que iré sola —murmuró, ofendida.
—Perdóneme, pero tenía que decírselo. —La voz de él era confusa, como si
dejara entender que se sentía culpable por haberle hablado así. Y después preguntó
humildemente—: ¿Vendrá de verdad?
Ella permaneció un momento sin contestar. Procuraba pensar qué le diría a papá.
Concluyó que lo mejor de todo sería decirle simplemente que salía a dar una vuelta,
con naturalidad. Pero, ¿y la llamada telefónica? ¿Quién le diría que había
telefoneado? Después encontró la solución.
—Puedo ir en seguida —le dijo.
—Entonces oiga —le respondió él feliz y precipitadamente—, atraviese la
carretera y vaya hacia Latisana. Después de la gasolinera, a la derecha, hay un
camino vecinal; yo estoy allí, a unos doscientos metros.
—Sí.
Había comprendido. El leve aire novelesco del encuentro le daba aún más
energías. Ahora ya no tenía miedo de sentirse mal delante de él.
—Estaré ahí dentro de un cuarto de hora como máximo.
—Gracias, Michela. —La voz parecía de verdad agradecida—. La espero.
—Sí, hasta luego.
Michela colgó el auricular y se dirigió hacia la escalera; la subió poco a poco,
mientras ganaba tiempo para pensar. Era la primera vez que tramaba una mentira tan
compleja ante papá. Oh, sí, en los tiempos de Aligi había dicho muchas, pero no para
engañarlo, sino sólo para no hacerle sufrir, y era diferente. Al llegar a la terraza, vio a
Silvestro y a Sebastiano apoyados en la barandilla mirando al río, y oyó la voz
sosegada y animosa de su padre, que hablaba al amigo, como se hace con los niños
nerviosos y ariscos, que dicen siempre que no.
—Voy un momento al pueblo, papá —dijo Michela cuando él se volvió.
—Haces bien; da un paseo —le contestó, un poco distraído por lo que le estaba
diciendo antes a su amigo Sebastiano—. Cómprame cigarrillos —añadió.

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«Malditos cigarrillos», pensó. Procuraba retrasar su compra, para quedarse sin
ellos, pero esto servía de poco.
—Si no los necesitas en seguida —le dijo, casi asombrada por ser tan hábil—, te
los traeré cuando haya acabado, porque me ha telefoneado la peluquera que tiene un
momento libre.
—Cuanto más tarde me los traigas, será mejor —le contestó él.
Ahora miró detenidamente a su hija y algo le produjo la sensación de que mentía.
No había nada en el rostro claro y sonriente de Michela que pudiera hacérselo
suponer. Pero hacía cuarenta años que era policía, un maldito esbirro, como decía de
sí mismo, acostumbrado a sospechar incluso de él, como repetía a sus hombres. Y
aunque hacía veinte años que había subido muy arriba en la jerarquía y ya no hacía
interrogatorios ni tenía contacto con delincuentes o embusteros, le había quedado el
instinto de esbirro, una especie de antena que le permitía captar lo que ningún otro
oía o veía.
Ante la idea de que su hija le mintiese, sonrió por dentro, porque debía de tratarse
de una mentira de niña, o ni siquiera una mentira. Podía darse el caso de que Michela
tuviese que ir de compras y no quisiese decirlo allí, delante de dos hombres. O tal vez
quisiera darle una sorpresa, y pensó rápidamente si aquel día no sería una fecha
significativa de alguna forma. Pero no era su cumpleaños, ni su santo, ni nada
parecido.
—Hasta luego, señor Sebastiano —dijo Michela—; adiós, papá, vuelvo en
seguida.
Silvestro Loré levantó un poco el brazo para saludarla y mirándola fijamente
durante un instante a los ojos antes de que se fuese, estuvo seguro de que le había
mentido.
—Mi querido y joven lelo —confirmó al cabo de poco tiempo dirigiéndose a
Sebastiano, mientras le daba golpecitos en el hombro—. Seguiremos hablando de ese
otro lelo de tu hijo en el jardín, ¿de acuerdo?
—Me da igual cualquier sitio —respondió Sebastiano, y la palabra lelo, dicha por
Silvestro, le proporcionaba ya más placer que si le hubiesen llamado genio, porque
sentía el profundo y total afecto que Silvestro ponía al decirlo—. Será mejor que
hablemos de otra cosa. Tu hija y tú habéis venido aquí a descansar y no a oír mis
lamentos.
Entretanto, Silvestro lo empujaba afectuosamente hacia adelante.
—Vamos, vamos, escucharemos la fuente del jardín y echaremos dentro barquitos
de papel; éstos son los jueguecitos que te gustan ahora, ¿verdad? En otros tiempos, en
cuanto veías unas faldas a un kilómetro, echabas a correr piafando, pero ahora tienes
el aire de quien piafa poco.
—Oh, en lo que a esto se refiere, piafas poco también tú.
Para Sebastiano, la compañía de Silvestro era una buena medicina popular. Ahora
ya no pensaba que cuanto le estaba sucediendo a su hijo y a él fuese una tragedia. Se

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trataba de mía molestia. Pero, cuando se quedaba solo, la cosa era diferente.
—¿Yo? Ni siquiera sé ya lo que quiere decir piafar —comentó Silvestro.
Habían bajado las escaleras y continuaba preguntándose por qué le habría
mentido su hija. Sin embargo, estaba seguro de que se enteraría. Salió al jardín y
condujo a Sebastiano hasta el banco de delante de la fuentecita. Volvieron a hablar,
pero con mayor seriedad, del hijo de éste. Sebastiano le había contado la desaparición
de los doscientos cequíes de oro, es decir, acabó por decírselo, y no había nada grave
en el hecho. Una simple necedad por parte de Roberto. Esos cequíes eran suyos.
Desde que Roberto cumplió los ocho años, Sebastiano le regalaba dos cada
cumpleaños, cada onomástica, cada examen que aprobaba, por Navidad, por Pascua,
y por cualquiera otra ocasión. Y había sido para divertirle a él, de niño, por lo que
ideó aquella pequeña caja fuerte de pared, en la estantería de la biblioteca, para darle
la impresión aventurera de un tesoro escondido. E incluso cuando Roberto ya había
dejado de ser un niño, le gustaba que el hijo, al recibir los dos rituales cequíes de
regalo, le pidiese la llave de la caja de caudales para depositarlos en ella —a los
veinte años, Roberto lo hacía un poco como burla, para tomarle el pelo a su padre—.
Sebastiano tenía casi ganas de llorar.
—Si hubiese sabido que un día se los iba a llevar para gastárselos con aquella
mujer, para huir con ella y dejarme solo, porque no lo ha hecho sólo por temor a la
policía…
Con la mirada puesta en el límpido surtidor de la fuente, Silvestro trató de
tranquilizar a su querido y alelado profesor.
—Tú mismo has dicho que ha tomado ese dinero para gastárselo con la
muchacha. ¿No es mejor así? Tendrá ganas de derrocharlo. Siempre le has tenido con
el dinero contado.
Lo decía para enojar a Sebastiano, que había sido demasiado generoso con el hijo,
y continuó mirando de reojo, como distraído, hacia la puerta del chalé, con la misma
indiferencia hipócrita del gato que vigila la madriguera del ratón. En efecto, en aquel
momento vio que Michela salía con paso largo y ansioso, una forma de caminar que
no era habitual en ella: parecía como si quisiese correr y se contuviera.
—Me he equivocado en darle siempre demasiado dinero —dijo Sebastiano, con
un arranque nervioso; la ira hizo que se sacudiese de encima la tristeza, que era
precisamente lo que deseaba su amigo—. Hasta tiene un coche americano. A su edad,
mi padre no me daba ni siquiera las llaves del portal, y si quería una lira, tenía que
pedírsela a mi madre.
—Bueno, pero cuando tú tenías su edad, una lira era suficiente para vivir durante
una semana —continuó pinchándole Silvestro Loré—. Adiós, Michela —le dijo a su
hija que había disminuido su marcha al pasar delante de ellos.
—Volveré un poco antes de comer —respondió Michela.
Sonrió también a Sebastiano y siguió con aquel paso contenido que, para
Silvestro Loré, era otra prueba de que ocultaba algo.

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Ambos la vieron desaparecer, al otro lado de la verja del chalé, tras una curva del
sendero. Sólo en el pequeño jardín rodeado de altos árboles que producían densas
sombras se sentía fresco; alrededor, apretaba el calor como el asedio de una horda
enemiga. Silvestro Loré se dio una palmada en las rodillas.
—Como de costumbre, olvidé que se me ha terminado la medicina —dijo.
Echó una ojeada hacia el sitio por el que había desaparecido su hija.
—Voy a ver si alcanzo a Michela; si no, iré de un salto yo mismo a la farmacia a
comprarla.
—Bueno, yo me quedo aquí —contestó Sebastiano—. Si te acompaño, me caeré
redondo con este sol.
—Eres un gandul —observó Silvestro, pero ya había calculado que Sebastiano no
le acompañaría.
Sebastiano le sonrió e hizo un gesto jocoso como si quisiese golpearlo. Silvestro
se levantó de prisa, como para esquivarlo.
—Adiós, adiós —le dijo.
Un minuto más tarde había llegado casi al final del sendero y vio a Michela que
caminaba por la cuneta de la carretera, por la parte del sol. El esbirro que había en él
dedujo varias cosas. La primera, que no iba al pueblo, porque, de ser así, hubiera
debido quedarse en la parte de acá de la carretera. La segunda, que si iba por el sol
era porque daría la vuelta dentro de poco a la derecha. Nadie, y mucho menos una
muchacha razonable como su hija, caminaría bajo aquel sol si no hubiese tenido que
doblar al cabo de poco. La tercera, que su hija iba a algún lugar extraño: él había
estado por allí con el coche y sabía que, en aquella dirección, el primer cruce a la
derecha conducía únicamente a lejanas y aisladas alquerías. Y luego dedujo también
que Michela se veía con un hombre. Una muchacha no va a visitar a la peluquera a un
lugar lejano y aislado, a una alquería.
Un hombre. Era una idea repentina. El sol caía con tanta intensidad sobre el
asfalto de la vieja carretera que producía como un vaho de horno. Los pocos coches
que pasaban daban la idea de hierros voladores incandescentes, y él se quedó a la
sombra, bajo los últimos árboles del camino hasta que perdió de vista a su hija que,
como había previsto, había torcido a la derecha. Entonces salió valerosamente al sol,
atravesó la carretera y la siguió con paso ágil.
Un hombre. Hacía ya mucho tiempo que no pensaba esto de Michela, desde que
se había puesto enferma. Incluso había deseado muchas veces que se interesase por
alguien, porque eso querría decir que estaba curada.
Cerca del cruce, disminuyó el pasó. A través de los árboles y de un elevado seto
silvestre, vio a Michela que caminaba a un lado de un polvoriento camino vecinal. Se
detuvo cosa de un minuto y luego, con cautela, giró también él y así distinguió, a
unos cien metros al fondo de la carretera, el gran coche americano, un tanto
desvencijado, de Roberto Arrighi.

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Se escondió entonces detrás del seto silvestre, para quedarse al mismo tiempo a la
sombra. Apretó las mandíbulas; hacía esto cuando sucedía algo que no había previsto.
No le gustaba lo imprevisto y tardaba en comprenderlo, pero luego se adaptaba en
seguida. Debía de haber un motivo para que Michela hubiese ido allí, a escondidas, a
ver a Roberto. Ella le contó que había hablado la otra noche con Roberto, en la
biblioteca, y le relató lo de todas aquellas moneditas de oro que había visto encima de
la mesa de la sala, y cómo él se había ido de repente. Y ahora iba allí, a ver a Roberto.
Pensó en la llamada telefónica que Michela había recibido poco antes, y entonces
comprendió con claridad lo que había sucedido. Había sido Roberto el que telefoneó
y le pidió a Michela que no dijese que iba a encontrarse con él. Incluso esto era
comprensible. Un muchacho necio como aquél no se fiaba de nadie, temía que la casa
fuese vigilada por la policía de un momento a otro, y permanecía lejos de la casa y
también de las personas que vivían en ella. Y el hombre era Roberto. Si Michela no
hubiese sentido ningún interés por él, no hubiera aceptado aquella cita secreta. Su
espíritu de esbirro trataba de esclarecer de qué tipo podría ser el citado interés. Si era
Roberto el que había telefoneado, sería porque necesitaba algo. Tal vez Michela sólo
quería ayudarlo, y no le impulsaba ninguna otra cosa. Pero es difícil que una
muchacha joven ayude a un hombre joven, sin que exista otro sentimiento.
Todo aquello resultaba imprevisto, y, peor aún, él no sabía si era bueno o malo.
Cuando oyó en la carretera polvorienta el sordo estruendo del coche americano, se
apoyó aún más contra el seto para esconderse mejor. El auto pasó cerca, al otro lado
del seto. Una transparente nube de polvo subió por el aire y, al otro lado de aquel velo
de polvo y de las hojas del seto, Silvestro Loré distinguió a su hija sentada al lado de
Roberto. Miró el reloj; también la de consultar la hora era una costumbre de esbirro,
pensó. Eran las once y cuarto.

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—Debe perdonarme por lo de la otra noche; me escapé de modo grosero, sin siquiera
saludarla.
Había dejado el coche en la carretera y la condujo a una hondonada del terreno,
una especie de ancho pliegue en la llanura, donde proyectaban su sombra dos gruesos
árboles de tupido follaje. Aun cuando estaban en la llanura, allí no les podían ver
desde el camino; lejos, al fondo, aparecían las pocas casas de un pueblo. Los dos
estaban de pie, porque él dejaba traslucir en el rostro que el coloquio debía ser breve,
que estaba intranquilo y que, en cuanto hubiese acabado de comunicarle lo que tenía
que decir, se separarían. Cuando ella llegó, hizo que subiese al coche y sólo le había
dicho:
—Vamos.
Y ahora allí, sus primeras palabras eran éstas:
—Me fui de aquella forma porque, si seguía allí, usted acabaría por convencerme
de que me quedase en casa. Y yo no quiero que me convenzan; quiero convencerme
por mí mismo —no se había afeitado, tenía el traje arrugado y se veía que vivía fuera
de casa, sin el cuidado primoroso de la vieja sirvienta.
Michela pensó que en aquel momento también era más fuerte que él. Lo sentía
indefenso, débil, aunque salvajemente receloso.
—Eso es justo —le dijo, yendo hacia una de las grandes plantas y apoyándose en
ella. Era extraño, pero allí no hacía calor, aunque fuese una minúscula isla de sombra
en medio de un gran lago de sol abrasador—. Todos debemos convencernos por
nosotros mismos y no porque fuercen nuestra voluntad.
Poco cortésmente, Roberto se encogió de hombros, como si aquellas palabras
estuviesen demasiado alejadas de lo que le interesaba.
—Me fío sólo de usted —aseveró— y sólo porque confío he querido verla.
Encendió un cigarrillo y se acercó a la muchacha. Aquella vez tuvo una forma de
mirarla que la turbó. No era aún la mirada de interés de un hombre hacia una mujer,
sino algo bastante más sutil. Era como si él contase con el hecho de que ella era
mujer y él hombre, con el instintivo y oculto ascendiente de un hombre sobre una
mujer.
—Salgo hoy; me voy de Italia. Le quiero decir adónde voy, para que me pueda
informar de lo que sucede aquí, si viene la policía, si papá se pone malo, o cualquier
cosa de ese tipo.
Ahora Roberto miraba hacia el pueblecito. La luz cegadora que les rodeaba sin
alcanzarles hacía aún más violeta sus ojos.

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—Pero usted me tiene que dar su palabra de que no dirá a nadie dónde estoy. No
quiero que se le ocurra que para mi bien sería mejor avisar a la policía.
Ahora ella estaba demasiado cerca y se apartó, anduvo hasta el otro árbol y luego
se volvió hacia él:
—Si hubiese tenido esta idea —comentó— habría podido venir en esta ocasión
con la policía. Pero no quiero ayudarle si se va y huye como un culpable. Es un error
demasiado irrazonable y no me siento obligada a ayudarle a que se equivoque.
Michela vio que casi temblaba, como un potro a punto de desbocarse, pero que se
domina.
—Entonces no importa. Perdone si la he hecho venir aquí inútilmente —le
respondió con brutalidad. Y en el libro de su rostro se pudo leer que la conversación
había concluido.
Michela sonrió, pero también se encontraba turbada por su violencia interior.
Después se puso seria:
—No puedo decirle que hace bien en irse, cuando pienso exactamente lo
contrario. Pero tal vez a usted no le interese nada de lo que pienso.
—No es eso. —Él se calmó de repente—. Me interesa mucho todo cuanto me
dice, pues en caso contrario no estaría aquí para escucharla. Pero no me arriesgo a
razonar con todos los demás. Nunca lo consigo. Tal vez me equivoque, pero debo
irme. Si puede, ayúdeme; de otro modo dígame que no.
Era aún violento, aunque la voz se le hubiese dulcificado muy poco. Pero ella
pensó que no debía ceder. Sentía qué era la única persona que, de un modo aún poco
claro, tenía influencia sobre él. Y quería emplear su instinto femenino para que él
fuese razonable.
—No puedo ayudarle a labrarse su mal y, por lo demás, usted no tiene necesidad
de mi ayuda, ni de ninguna cosa mía.
Se dio cuenta que era peligroso decirle aquellas palabras, forzar de este modo su
voluntad.
—Para saber si la policía le ha buscado o no, y cómo van las cosas por aquí, no
tiene necesidad de mí. Le basta con telefonear o hacer que telefoneen, como hizo hoy.
No sabía cómo reaccionaría él, pero no tenía miedo. Ella estaba segura de obrar
bien y sólo quería esto.
No lo vio explotar, ni le oyó responder con nerviosismo. Se quedó inmóvil y en
silencio. Ambos escucharon el estruendo de una moto que pasaba por la carretera; a
continuación, Roberto dijo lentamente:
—¿Quiere usted entonces aceptar la responsabilidad de hacer que me quede aquí,
y que me detengan después?
Habló solemnemente, casi como una amenaza.
Michela notó que estaba a punto de vencer. Por encima de la solemnidad y de la
amenaza, en aquella voz se distinguía también el abandono, como si él le hubiese
dicho: si tú estás segura, haré lo que tú quieras.

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Le respondió con rapidez:
—Sí, estoy segura de que esto es lo mejor para usted.
Estaba verdadera y apasionadamente segura.
—Y estoy segura de que no le detendrán. Sólo le interrogarán, todo lo más, y
luego le dejarán ir; no sólo porque comprenderán que usted es inocente, sino también
porque intervendrá mi padre.
En lugar de sus ademanes explosivos, él hizo un ademán lento, levantó un poco la
mano como para decirle que era suficiente, que había comprendido.
—No le creo —afirmó—, pero quiero hacer lo que dice usted.
Ahora sí se volvió de golpe y se apresuró hacia la carretera; subió la breve
pendiente de la hondonada en que se habían escondido, con paso nervioso que, sin
embargo, ella consiguió seguir fácilmente incluso con tacones altos.
El coche estaba al sol y quemaba sólo con mirarlo. Abrió con un llavín el amplio
portaequipajes; estaba atestado de maletas. Michela distinguió dos blancas, tipo bolso
de señora, y también un impermeable rojo ciclamen. Él rebuscó un poco entre las
maletas y, al poco, encontró un portafolios oscuro, lo sacó fuera y se lo tendió:
—Sosténgalo, por favor.
Luego volvió a cerrar el portaequipajes y subió al coche, sin mirarla. El
portafolios pesaba mucho. Michela se sentó al lado de Roberto y lo puso entre ambos.
No comprendía, y precisamente por ello no hablaba, pero le dominaba una sorda
alegría: tal vez lo hubiera conseguido.
Roberto puso en marcha el motor, pero antes de echar a andar se volvió hacia ella.
Cosa extraña, en aquel momento no se podía leer en su rostro: era como si las páginas
del libro estuviesen en blanco.
—Debe entregar este portafolios a mi padre —le pidió.
Parecía cansado por la decisión que acababa de tomar.
—Contiene un montón de cequíes de oro. Comenzó a regalármelos cuando era
niño, dos cada vez, y ahora están todos ahí. Me los he traído porque pensaba irme
definitivamente; luego ha llegado usted y me ha hecho cambiar de idea. Ahora ya no
los necesito.
Encendió otro cigarrillo; fumaba mucho. El interior del coche quemaba, pero él
no lo notaba. Tampoco ella, porque estaba demasiado tensa.
—Déselos a mi padre, y dígale que esté tranquilo. Él aprecia estas monedas, no
por su valor, sino porque querría que yo las gastase algún día para hacer algo
excepcional, algo importante. Dígale que será así, que haré alguna cosa grande y
bella.
Por un instante, se leyó en su cara una piadosa burla, muy amarga. Era la primera
vez que hablaba tanto.
—De todas formas, no haré exactamente lo que usted propone. No volveré a casa.
Si me quedase en casa, pasaría las noches en vela, atento a ver si llegaba la policía.
Casi siempre llega al amanecer, ¿verdad? Usted tiene a su padre en la policía y

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debería saberlo. Al amanecer, cuando todos duermen es cuando vienen. Le levantan a
uno de la cama, se está adormilado, no se comprende nada, uno se asusta y responde
lo que ellos quieren. «Sí, he sido yo, lo he matado yo…».
Le sonrió al ver su expresión de reproche.
—Deje que lo diga. Da igual, ¿no? Yo no razono y los otros sí. ¿Qué importancia
tiene lo que dice alguien que no razona?
—Tiene importancia —le interrumpió ella decidida. ¿Cuánto tiempo hacía que no
era así de decidida, de fuerte?—. Porque no quiero que usted sea tan amargo.
No debía mirar demasiado aquellos ojos, porque entonces ya no se sentiría tan
segura.
—No soy amargo —respondió Roberto.
No notaba el calor que desprendía el motor en marcha.
—He cambiado de idea, y a un hombre siempre le disgusta un poco mudar de
idea. Tal vez una mujer no lo puede comprender. Pero vayámonos. Ahora la
acompañaré y usted devolverá a mi padre este tesoro familiar. Después le dice que
esté tranquilo, que no me voy, que simplemente no estaré en casa. Elijo una solución
de compromiso, ¿le parece bien? El compromiso es una cosa muy razonable, ¿no es
cierto? Daré vueltas por ahí y si la policía viene a buscarme, digan que he salido —no
que he huido—; además, telefonearé de vez en cuando o me presentaré de alguna
forma, y si me entero de que la policía me busca, ya veré lo que hago. —Se encogió
de hombros—. Aún no sé qué haré en cuanto me digan que la policía ha ido a
buscarme. —Puso en marcha con lentitud el gran coche—. De verdad que no lo sé.
Los neumáticos gemían a punto de estallar por el calor del asfalto que casi se
derretía. En el campo, a ambos lados de la carretera, algunos sembrados con espigas
maduras parecían a punto de incendiarse. Michela dijo:
—Será razonable como lo es ahora. Lo sé.
—Quién sabe —respondió él.
Ya estaban en Latisana. Detuvo el coche unos cien metros antes de la gasolinera
para que ella no tuviese que caminar demasiado. Pero cerca de su casa parecía
haberse puesto otra vez nervioso, inquieto; miraba ante sí con la angustia infantil de
ver policías apostados que estuvieran esperándole. Michela sintió pena por aquella
ansiedad.
—Adiós —le dijo—. Le telefonearé.
Evitaba su mirada, y su rostro no decía lo que pensaba.
—Estoy contenta —contestó ella. Lo estaba de verdad—. Su padre también se
pondrá contento.
—El portafolios —dijo, entregándoselo. Al dárselo, le tomó un momento la
mano, cerca de la muñeca, y la miró fijamente. Parecía que quisiese decir algo, pero
le repitió de nuevo—: Adiós.
—Telefonéeme pronto —dijo Michela, cuando hubo descendido, con una mano
apoyada en la ventanilla—. No tenga miedo, no debe tener miedo.

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—Lo intentaré —observó él.
Se había vuelto sombrío y estaba ya a punto de ponerse en marcha. Le hizo un
rápido gesto de saludo y luego, en cuanto ella se apartó de la ventanilla, soltó casi de
golpe el pedal del embrague y el auto salió disparado.
Durante varios minutos condujo a más de cien por la desierta carretera; luego
disminuyó la marcha y encendió otro cigarrillo. Miraba a menudo por el espejo
retrovisor; no le seguía ningún coche. Ahora comenzaba a sentir el calor. Se acordó
de que había una especie de café cerca de casa de Irene, donde bebería alguna cosa
fuerte y helada. Pero, cuando, un minuto después, pasaba por delante, había olvidado
que tenía sed. Dobló a la derecha por un sendero donde apenas cabía el coche, a cuyo
paso se levantaban oleadas de polvo; después a la izquierda, por un sendero aún más
estrecho, que apenas se distinguía de un campo inculto. Detrás de una hilera de
magros arbolillos a los que rodeó, estaba la casa de Irene, y allí se detuvo de golpe.
Irene salió por la oscura puertecilla de lo que en verdad sólo era un chamizo, y
que había sido ligeramente disfrazado de casa, con un blanqueado ya sucio y una
pintura verde en las persianas, que estaba ya gris por el paso del tiempo. Sobre la
puertecita, un letrero pintado a mano en un trozo de madera, advertía a quien se
aventurase a llegar hasta allí: «Carpintero». La palabra estaba escrita correctamente,
pero Roberto, cada vez que la miraba, tenía la impresión de que había un error, tal
vez porque conocía a quien la había escrito, el padre de Irene, y sabía lo burdo que
era.
«La hija no era muy diferente», pensó al bajar del coche sin mirarla y mucho
menos saludarla, pero tenía un cuerpo que, aunque hubiese sido analfabeta, a nadie le
hubiese importado. Abrió otra vez el portaequipajes, con la cabeza baja, mientras
Irene, en su traje sastre gris, preparada ya para irse, había llegado a su lado. Roberto
comenzó a sacar las maletas.
—No nos vamos —le dijo entretanto.
—¿Ha sucedido algo? —le preguntó ella.
La voz no tenía ninguna inflexión dialectal cuando hablaba con él, pero, con un
cuerpo así, tampoco nadie prestaba atención a la voz, y mucho menos a lo que
pudiera decir, continuaba pensando él, mientras sacaba las maletas y el impermeable.
Era una estatua, tan estatua que ni siquiera iba demasiado bien vestida; era como
ponerle un traje sastre a una venus griega. Y los cabellos, de un rubio natural,
completamente suyos, eran una enorme masa que le descendía hasta muy abajo de la
espalda cuando se lo soltaba. Era posible que sólo en el Véneto, pensó, se
encontrasen todavía muchachas con unos cabellos así de largos que, concretamente a
ella, anudados en un moño en la nuca, le proporcionaban aún más la línea altanera,
suave e inquietante de una estatua antigua. Él sabía que dentro de aquella cabeza no
había mucho, como era natural, a excepción de la astucia y el arte de tratar a los
hombres —incluso una ciencia, pensó: una ciencia exacta como la geometría—. Irene
hubiera sabido encontrar el modo de domeñar a voluntad a cualquier hombre y bajo

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cualquier circunstancia, sin que éste se diese cuenta. Muchas veces se había
preguntado por qué una chica con aquella belleza, con aquella astucia instintiva y
penetrante, se había encaprichado con él. ¿Por qué no iba a Venecia, durante el
festival de cine, o en cualquier otro momento? Un inglés cargado de libras esterlinas,
o un alemán repleto de marcos, la encontraría en cuanto diese la primera vuelta por la
plaza de San Marcos.
—No, no ha sucedido nada; pero he pensado en quedarme —comentó, mientras
tomaba un par de maletas para llevarlas adentro. Le señaló otras dos más ligeras—.
Tú trae ésas.
Y le volvió la espalda mientras pensaba qué reacción tendría, aunque sin
demasiado interés.
En el interior, el establo, como le llamaban los dos, Irene y él; al principio estuvo
cegado durante un momento. Luego distinguió en la sombra la miserable cocina y la
puerta que daba al llamado dormitorio, o perrera, o gallinero, por su olor.
Precisamente en las sanas y rústicas casas de campo, en medio de los prados, era
donde se sentían los olores más fuertes, pensó, al tiempo que depositaba las maletas
cerca de la cama, en la que se tendió a continuación; de pronto recordó que tenía sed.
En la oscuridad cálida y maloliente de la habitación vio entrar a Irene con las otras
dos maletas. Poco a poco distinguió el perfil del rostro, los cabellos, las líneas
sinuosas del traje sastre. Después se oyeron unos pasos lentos y entró un enorme
hombre grueso, con una camiseta sudada y raída. El autor del letrero carpintero,
pensó Roberto, y de aquella obra maestra animal, Irene.
—¿No os vais? —preguntó el hombre.
Ninguno le respondió. Roberto había cerrado los ojos y pensaba que sería feliz si
conseguía adormilarse. La estatua griega se había quitado la chaqueta del traje sastre
y ahora se bajaba la falda.
—¿Os habéis peleado? —siguió el hombre. Era pesado incluso su dialecto véneto,
de natural tan ligero y airoso.
—No —respondió la estatua, mientras se tapaba sin demasiado prisa con una bata
de fibra artificial tan transparente, que habría estado más correcta si no se la hubiese
puesto.
El hombre llevaba barba de tres o cuatro días. Sin mirarlo, con los ojos cerrados,
Roberto veía muy bien su cara de preso fugado de la cárcel. Y, aunque no era un
evadido, sí había estado en la cárcel durante varios años. Una tontería: una riña de
taberna entre borrachos; uno murió de un garrotazo en la cabeza, y el otro, el padre de
Irene, se pasó a la sombra diez años.
—Ya sabes que aquí él no puede estar —dijo el hombre a Irene. Siempre le
acompañaba un vago olor a virutas, a madera y a vino tinto—. No quiero tener líos
con los guardias.
Decía «guardia», como los ex presidiarios que han tenido que ver con celadores y
guardianes de prisión.

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—Si vienen aquí, salgo perdiendo yo.
Tendido en el lecho, con los ojos cerrados, Roberto comprendió de qué modo
había reaccionado Irene ante el hecho de que ya no se marchaban. En primer lugar,
cuando había transportado las otras dos maletas, se había entendido en un instante
con su padre; se comprendían con una mirada. Y ella lo enfrentaba con su padre, no
atacaba directamente.
—No es por usted —continuó el hombre, volviéndose hacia él que seguía con los
ojos cerrados, como si no estuviese vivo—; por mí puede quedarse aquí veinte años.
Pero yo no quiero tener nada que ver con aquella gente.
Entonces, en la oscuridad, la estatua comenzó a hablar en un dialecto pesado
como el del padre, que no se ennoblecía por el hecho de que lo hablase una mujer.
—Vete pronto porque si no, no sé qué haré, ¿me has entendido? Tienes el valor de
decirnos que nos vayamos. Estarías ya muerto de hambre si no hubiera sido por él
durante todos estos años. Y ahora tiene necesidad durante dos días de este hediondo
cuchitril y le dices que se vaya.
Sin transición, se puso a hablar en italiano vuelta hacia Roberto, y con el tono
más femenino, aunque excitado.
—Ya sabes que no debes hacerle caso. Estaremos aquí hasta que nos parezca y
queramos. Si alguien debe irse, es él.
Roberto no se movió, no abrió los ojos. Trataba de no existir, pero se sentía lleno
de una amarga admiración por Irene. Estaba seguro de que aquella escena la había
preparado ella, como un director; con unas cuantas palabras susurradas a su padre
antes de que entrase en la habitación con las maletas, había creado de la nada aquella
situación que cambiaba completamente las cosas: era cierto que estaba resentida
porque ya no se iban, pero había hecho representar que quien lo estaba era su padre;
así, ahora, ella podría desempeñar —como interpretaría dentro de poco— el papel de
consoladora. Y, en efecto, una vez que los pesados pasos de su padre se hubieron
perdido más allá de la cocina y de la otra habitación —que había sido el taller de
carpintero, y que era un lastimoso caos de sillas destrozadas, de mesas cojas y cajas
desvencijadas—, Irene se sentó en la cama junto a él y le pasó una mano por la frente.
—Estás sudado, hace demasiado calor; ¿por qué no te quitas por lo menos la
chaqueta?
Y una vez más él se dio cuenta de por qué hacía muchos años que estaba junto a
ella, y no había pensado seriamente en dejarla. No le cabía duda de que la primera
mujer que hubiese encontrado en la calle sería mejor que ella y habría podido gustar
más a su padre, habría sido más fina, más inteligente e, incluso, igualmente bella que
ésta, pero ninguna poseería nunca el mismo arte, la misma ciencia exacta de saber
convencer a un hombre, de hacerle creer que era indispensable, de darle la sensación
de ser la dulzura y la docilidad personificadas.
—Es igual —observó él; salió de la inmovilidad y puso los pies en el suelo,
hablando más para sí que para ella—. Vámonos.

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—¿Te has enfadado por ese estúpido? —le preguntó ella, sin abrazarlo. Sabía al
milímetro cuándo era el momento, y éste no lo era.
—Estáte tranquila, no me importa —afirmó él levantándose—. Nos iremos
porque tengo sed y porque hay que comer algo.
Irene también se levantó y le puso con suavidad una mano encima del hombro.
—Tengo cerveza en la nevera y te puedo preparar algo de comer si estás cansado.
Ella, que no deseaba otra cosa desde niña, que irse de aquello que no era una casa
sino una especie de madriguera, y que había esperado aquel día, el momento de la
partida, como un ciego aguarda el momento de volver a ver la luz, ahora parecía
como si intentase retenerlo y que se quedase allí. Desde luego, era admirable. Si le
hubiese hecho una escena porque no se iban, habría actuado como una necia. Pero no
lo era.
—No, será mejor que nos vayamos de aquí —le dijo, mientras se abrochaba el
cuello de la camisa—. Por el momento no iremos a Suiza, pero nos quedaremos por
aquí cerca. Venecia, Udine. ¿Te parece bien?
No le parecía bien; él sabía a ciencia cierta que no le interesaba la excursión de un
día, el viaje por los alrededores: ella quería salir definitivamente de aquella casa; sin
embargo, vio que se quitaba pacientemente la bata para volver a ponerse el traje
sastre y oyó su voz falsamente llena de gratitud:
—¡Oh, sí, estoy contenta!
Salieron en seguida, con sólo una pequeña maleta, como otras veces. En la puerta,
el padre les vio partir sin saludar, y nadie le saludó a él, no por hostilidad o mal
humor, simplemente porque en aquella casa, entre aquella gente, el saludo era algo
superfluo y fuera de lugar, un rito inútil que ya no se practicaba. El hombre se quedó
mirando la nube de polvo que dejaba el coche al alejarse, con los brazos desnudos a
lo largo de los costados. Tenía un brazo tatuado con una cabeza de mujer; eso había
ocurrido cuando era aprendiz de carpintero, miles de años atrás, tantos que hacía
mucho tiempo que había renunciado a acordarse de quién era el rostro de mujer que
llevaba grabado en la piel. Una gallina salió de un rincón, blanca, furiosa, como
perseguida por alguien. Entonces miró a la gallina con sus ojos hundidos en sus
órbitas.
Tenía la costumbre de pensar en voz alta.
—No se va —pensó.
Y además tenía pocos pensamientos en cada ocasión, pues su mente no conseguía
tener más de uno a la vez.
—No se va —pensó de nuevo mirando a la gallina, que ahora se había calmado y
paseaba al sol, un poco adormilada por el calor.
Después le vino un segundo pensamiento, y lo dijo murmurando:
—Debe irse.
Ahora ya ni siquiera se veía el polvo del coche.
—Debe irse —repitió en su mente.

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Volvió a entrar al taller. En medio de aquel caos, había una bicicleta, colgada de
una pared, una bicicleta herrumbrosa y pesada, que desenganchó como si fuese un
liviano sombrero, y en la que se montó a horcajadas cuando aún estaba casi dentro de
la casa. Pedaleaba lentamente, pero el impulso era tan fuerte que andaba de prisa,
seguro, como si caminase, por el sendero pedregoso.
El café estaba cerca, al lado de la carretera, a unos cien metros en dirección a
Latisana. Una casita de dos pisos, con una taberna que tenía el letrero de Bar. Sus
veladas, desde que había sido construida, después que él saliera de la cárcel, las
pasaba siempre allí. A aquella hora sólo estaban los dueños, que comían arriba, en el
primer piso. Cuando le oyeron entrar, bajó el hijo, un muchachito con los carrillos
hinchados por el bocado que estaba acabando de masticar.
—Dame un blanco —le pidió.
El muchacho le sirvió un vaso de vino blanco y se lo bebió de un trago porque
tenía sed.
—Ponme otro —añadió.
Puso sobre el mostrador unas monedas.
—Y dame también una ficha.
El chico le conocía; no había quitado del mostrador la botella de vino blanco,
pues sabía que, por lo menos, le pediría otro. Después, abrió la caja y en la sombra
sofocante del local se oyó el tintineo de la campanilla de la caja registradora, como si
se tratase de algo fresco, y le alargó una ficha.
El teléfono estaba al fondo del cuartucho, detrás de mi perchero puesto de través.
En verano, nadie colgaba nada porque los clientes llevaban puesto encima lo mínimo,
pero aunque se podía ver a través de las brillantes cañas de metal del perchero, el
rincón estaba bastante resguardado. El hombre marcó el número presionando con un
grueso dedo negro, pues no le cabía en los agujeros del disco. Al cabo de un
momento dijo:
—Hola, Lison.
Hablaba en voz baja, vuelto hacia el rincón de la pared.
—Casi todo va bien, viejo.
Continuó en su desagradable dialecto:
—Estoy ya cansado, como ya te expliqué otra vez. Esta noche te necesito porque
hay algo que me preocupa.
Se volvió un momento para mirar si el muchacho del bar escuchaba, pero el
pequeño se había ido para seguir comiendo.
—Necesito un par de muchachos. No son para propinar una paliza, no deben
hacer nada; lo único, es que han de ir un poco bien vestidos, para que parezcan
guardias, gente de la policía. Procura mandármelos en seguida. Todo lo más mañana.
El muchacho bajó otra vez con la boca llena. Su madre le había dicho que vigilase
la caja; estarían frescos, con la clientela que tenían, si dejaban el negocio solo. Y,
además, el Prasin, con los años que había pasado en la cárcel, no era un tipo muy de

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fiar. No obstante, el niño vio que el Prasin seguía telefoneando; sólo escuchaba el
murmullo de su voz, una especie de zumbido monótono que, junto con el calor y la
comida que acababa de ingerir, le daba sueño.

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Alberto Massiglia cerró la maleta que estaba sobre la cama y miró otra vez a Tatiana,
sentada sobre el otro lecho y que le volvía la espalda. «Soy poco menos que un ruin»,
pensó, mientras observaba el pobre vestidito de flores de ella, sus delgados hombros,
sus magros brazos. Incluso aquella habitación de hotel era magra, si se podía llamar
hotel a aquel palacete decrépito. Antes de la guerra, el pueblecito era italiano, y le
habían dicho que el hotel, en otros tiempos, había sido muy bueno, con camareros de
chaqueta blanca, y el mirador que daba al mar tenía siempre tiestos llenos de flores.
Pero ahora los vidrios de colores del mirador estaban rotos, sólo quedaba alguno acá
y allá; incluso el suelo de azulejos rojos del mirador estaba resquebrajado. Los
partisanos habían arrastrado las ametralladoras por aquel suelo, los alemanes
arrojaron bombas, los milicianos yugoslavos arrancaron más mosaicos con la punta
de la bayoneta, para pasar el rato, y nadie se había preocupado nunca de reparar nada.
Así, el suelo del mirador, corroído por la lluvia y por el sol, se caería un buen día; por
lo demás, parecía que iba a derrumbarse todo el hotel, incluso aquella habitación en
que ahora estaban, muy cerca de Italia, casi Italia, pero tan reducida que no parecía de
ningún país, con unos muebles que no pertenecían a ningún estilo, las paredes
descoloridas y las camas como catres militares abandonados por un ejército en
retirada.
A él no le gustaba ir a Yugoslavia, y si iba era sólo a la fuerza, por necesidades
del servicio. Pero ahora le disgustaba irse, es decir, le disgustaba irse de aquel modo,
como un bribón. Dio un rodeo a los miserables catres disfrazados de camas y fue a
sentarse junto a Tatiana. Pensaba que si la hubiese llevado a Italia, en vez de retenerla
allí en Yugoslavia, y le hubiera hecho comer durante un par de meses en aquellas
fondas romañolas, a lo largo del Adriático, tallarines guisados, estofado de carne y
lacón, aquellos delgados brazos y aquel escote que aún era femenino, aunque
estuviese delgado, ya no tendrían ese aspecto y ella sería más atractiva, aunque ya lo
fuese por aquellos ojos grandes, oscuros y profundos, y también muy vivos, de aguda
inteligencia, brillantes, dos ojos que captaban todo en seguida.
—Tatiana, tú has comprendido que no te he contado la verdad —le dijo, mientras
le tomaba una mano que ella abandonaba melancólicamente sobre las rodillas,
delgada, con largos dedos masculinos, aunque femeninos al mismo tiempo, sin
cuidar, porque en aquel pueblo (que la curiosa historia de los últimos veinte años
había hecho cambiar de nacionalidad, como si un lugar pudiese cambiar de patria
como de vestido), no importaba que las mujeres se cuidasen las manos; apenas se
tenía tiempo para sobrevivir.

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Tatiana sonrió y miró su blanca mano entre la de él, morena y velluda desde la
muñeca al dorso. Hizo un gesto afirmativo, de que había comprendido que le había
mentido.
«Si he de ser un bribón —pensó él—, lo seré hasta el fondo y le diré toda la
verdad». Tatiana era demasiado inteligente para que le mintieran.
—No quiero hacerte sufrir —continuó, midiendo bien todas las palabras, antes de
hablar—. Pero cuando la otra vez te dije que vendría a buscarte para llevarte algunos
meses a Italia, aún no había vuelto a ver a una mujer junto a la que he crecido, y que
no sabía hasta ahora que significase tanto para mí.
Aunque fuese malvado hablarle a Tatiana de otra mujer, de Michela, sin embargo
le habló. Sabía que Tatiana prefería las operaciones quirúrgicas limpias y no piadosos
medicamentos.
—Has de saber que está muy mal, parece como si se le vieran los nervios que se
le agitan debajo de la piel. Necesita a alguien que la ayude.
También le contó que él nunca sé había encariñado en serio de ninguna mujer,
pero de Michela sí. Cuando volvió a ver a Michela, sintió necesidad de ella,
necesidad de no estar solo por más tiempo, de estar con ella.
Tatiana lo miraba de vez en cuando, y con los ojos le decía que sí, que lo
comprendía. Estaba más contenta ahora de saber la verdad que antes, cuando él, para
no hacerla sufrir hablándole de otra mujer, le había dicho que no podía llevarla
consigo porque le habían encargado otra misión complicada y larga.
—No llegues tarde —añadió después. Se levantó—. No te acompaño.
Alberto permaneció sentado. Debía hacer por ella algo que no fuese el
acostumbrado sobre con la habitual suma; esto ya se le debía por su trabajo. Allí, en
Yugoslavia, no hubiera podido llevar a cabo la mitad de sus misiones si, desde hacía
años, no hubiese encontrado, en aquella especie de hotel, fiel y puntual, a aquella
muchacha que atravesaba las montañas, de noche, sin documentos ni protección, para
darle las noticias que necesitaba. Debía hacer algo más.
—Oye —le preguntó—, ¿quieres escapar para siempre a Trieste?
Ella se estaba anudando mejor unas botitas claveteadas que se le habían desatado,
con el pie apoyado sobre una silla, y volvió la cabeza hacia él. Lo que se dice bello,
en todo aquel lugar, sólo existían sus ojos y el mar, el Adriático, que se veía por la
abierta ventana de cristales sucios, con los visillos encostrados por la mugre. Se veía
que le agradaba la idea, pero que le despertaba encontrados sentimientos.
—Ahora mismo —le dijo—. Aquí tengo el permiso para que puedas pasar,
porque pensaba llevarte conmigo.
Se levantó, fue a buscar el salvoconducto que guardaba en el portafolios y se lo
dio.
—Mi hermana —susurró Tatiana sin mirar el cartoncito doblado por la mitad.
—No podemos hacer nada por tu hermana —le dijo él, aunque poco convencido
—. Ya no es como antes.

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Ella movió la cabeza.
—La meterán en la cárcel durante algún tiempo —continuó—. Luego le quitarán
la documentación, incluso la del piso. No sabrá dónde ir a dormir, y no le darán
trabajo.
Alberto sabía que podía ser así; no era seguro, pero sí muy fácil. Quería decir que,
llegado el momento, cada una debía preocuparse de sí misma; ella era la menor y no
podía sacrificarse por la hermana.
Pero Tatiana dejó el salvoconducto encima de aquella especie de cajón
maloliente, por ser de madera vieja y por la suciedad, que debía de haber sido una
cómoda, y añadió:
—Pero yo soy yugoslava, ¿qué puedo hacer en Italia? Me internarán en un
campo, pues debéis dar trabajo antes a los vuestros que a una extranjera.
También esto era verdad. El oficio de prófugo no es nada agradable.
—En Italia podré ayudarte yo —le advirtió Alberto—. Haré que no te internen; te
dejaré con un amigo mío de la policía de Trieste, que cuidará de ti.
Ella se apoyó en la ventana, volviéndose de espaldas al mar azul que reflejaba
rayos de sol. Así, a contraluz, parecía una figurita pintada.
—Vete, Alberto, yo me quedo aquí.
La conocía y sabía que no hubiera servido de nada insistir; en aquella delgada
personilla había un alma de acero. Por esto había seguido con vida; de niña había
soportado la guerra, el fusilamiento de los padres por los alemanes, el incendio de la
hermosa casa de campo de grandes salones y bellos muebles por los partisanos, y
había vivido durante la adolescencia en la miseria, en una continua huida, y, sin
embargo, estudiando hasta licenciarse, aunque ahora no le sirviese para nada. Nunca
la habían doblegado.
—Lo siento —dijo entonces Alberto.
La abrazó casi con timidez, aunque estrechando cada vez más el abrazo. Por un
momento notó que cedía bajo la presión de sus brazos, pero luego se recobró, porque
ella no lloraría nunca. Le susurró en el cuello:
—Cuando quieras, podrás irte de aquí. Bastará con que me lo hagas saber.
—Sí, Alberto.
Y fue la primera en desasirse del abrazo, como si se alejara de una parte viva de sí
misma. Se quedó en la habitación; no bajó a la calle para verlo marchar.
Desde la calle, antes de subir al coche, él miró hacia arriba, hacia la ventana de su
habitación, pero no vio nada detrás de la ventana abierta.
En la frontera lo retuvieron pocos minutos; parecía un simple puesto fronterizo
sin importancia, un barracón militar con dos milicianos dentro, que preferían cocerse
a la sombra en vez de hacerlo al sol, y la habitual barrera que dividía en dos un prado.
A lo largo de toda la frontera corría una cerca de plantas silvestres, tan fácil de
atravesar, que todo parecía un juego, incluso el presentar la documentación, y el fusil
cargado de los milicianos. Había media docena de muchachas que hacían cola con su

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salvoconducto en la mano; hablaban italiano y esperaban poder pasar. Eran
campesinas, y uno de los milicianos las miraba y las contaba, serio, como si se tratase
de cabras, temeroso de que quisieran enredarlo porque eran mujeres jóvenes,
apetecibles, aunque no fueran elegantes.
Por último, se vio fuera, al otro lado de aquel amable aunque siniestro puesto
fronterizo, y apretó el acelerador, con una sensación de remordimiento, como si
huyera de un lugar en que hubiese cometido un crimen. Si pensaba en Tatiana
apoyada en la ventana, de espaldas al mar, sentía que casi había cometido un crimen.
Pero el encuentro con Michela fue una conmoción dentro de él. Antes de haberla
visto de nuevo, no creía que representase tanto para él. Aunque la había recordado a
menudo, durante todo aquel tiempo que permanecieron separados, había sido como
recordar algo dulce perteneciente a la primera juventud. Pero el haberla visto otra
vez, y aquel llanto suyo repentino sobre su hombro, un lloro de nervios rotos y de
sufrimiento, le reveló una verdad que no sospechaba: que si había una mujer con la
que vivir toda la vida, para él esa mujer era Michela.
Se detuvo en Trieste sólo media hora para dar un informe en la jefatura de policía,
y para tomar un bocadillo en un bar. Luego reemprendió en seguida el viaje y llegó a
Latisana en el momento de más calor, entrada ya la tarde, cuando los insectos callan,
borrachos de calor, las hojas más pequeñas de los árboles no se mueven, vitrificadas
por el calor, y el sol se refleja en el asfalto como sobre un magma en ebullición.
Incluso el chalé donde estaba Michela, aunque se hallaba a la sombra, parecía
trastornado por el calor. Tras haber llamado varias veces al timbre, sólo oyó el ladrido
lejano y desganado de un perro, pero nada se movía, excepto el surtidor de la fuente
que se veía tras las rejas de la verja.
Después vio que Michela salía del chalé. Llevaba un vestido playero rojo, con la
falda muy corta, como estaba de moda, y muy diferente de como la había dejado
algunos días atrás. Estaba más morena; sus negros cabellos, echados hacia atrás,
desprendían en la sofocante sombra reflejos violáceos. Su andar, con zapatos de tacón
alto, poseía una suavidad femenina que lo turbó por primera vez, como no había sido
turbado nunca por ella de aquel modo exacto e instintivo.
—¡Al! —le llamó ella al verle, y entonces corrió más de prisa. Cuando estuvo
delante de la reja se echó a reír—. No tengo las llaves de la puerta; corrí hasta aquí
porque el timbre no hacía más que sonar. La criada debe de haberse dormido.
Tendió los brazos a través de las rejas, le puso las manos en los hombros, en la
camisa negra de mangas cortas que llevaba él habitualmente, y le zarandeó contenta:
—Cuánto me alegra verte, Al.
También él se sentía feliz, sobre todo por el rostro relajado de Michela, muy
diferente a la cara contraída por la tensión que le viera la otra vez. La estrechó por la
cintura y la levantó algunos centímetros.
—Hola, K2. Te encuentro muy bien.
—No, Al; no, Al…

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Ella reía, mientras fingía que temía caerse, aunque aquello de auparla fuese la
forma habitual de saludarla y lo hubiesen hecho en el pasado mil millones de veces;
era el juego de ambos.
—Bella Cheletta, me parece que levanto un obelisco.
—Oh, mira…
Ella le puso una mano encima de la cabeza y le tiró de los cortos y espesos
cabellos, hasta que él la dejó de nuevo en el suelo, apartando a disgusto la mano de
aquel talle tan reducido y suave que casi podía abarcarlo con la palma de la mano.
—Sigue llamando al timbre, Al, porque la criada es quien tiene la llave de la
puerta.
Él se atusó los cortos cabellos y luego volvió a pulsar el timbre, mientras la
miraba y pensaba de un modo oscuro cómo era posible que hubiese estado tanto
tiempo sin verla. Luego, con las ideas aún no muy claras, comprendió que durante
aquel tiempo que estuvo lejos había sufrido, aunque no sabía que sufriese, incluso
creyendo sufrir por otras razones. Y, sin embargo, la única razón de su turbio
descontento, durante todo el tiempo que pasó sin la muchacha, radicaba precisamente
en ella.

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15

El chalé era grande, y Alberto no pudo insistir demasiado para irse a un hotel
cercano. Sebastiano Arrighi había querido retenerlo allí a la fuerza; esto fue agradable
porque le permitió quedarse todo el día al lado de Michela, e incluso hasta altas horas
de la noche. Pero ahora no.
Alberto se conocía. No le gustaba estar en casa de otros; prefería los hoteles o los
cuarteles de la policía, lugares más gratos que cualquier suntuosa casa particular, por
la sencilla razón de que se puede entrar y salir cuando se quiere de esos sitios, sin dar
cuentas a nadie.
Ahora era casi medianoche y se encontró con que no le quedaba ni un cigarrillo.
Todos se habían ido ya a dormir; su coche estaba en el garaje, no conocía bien la
casa, la verja estaba cerrada, y el pensamiento de no poder fumar hasta la mañana
siguiente lo mantendría desvelado toda la noche.
Durante algunos minutos paseó intentando olvidar que estaba sin cigarrillos, pero
la jornada había sido muy apretada, casi siempre al lado de Michela y de su padre.
También había sido densa en recuerdos del pasado, en los días de Roma y de
Riccione con Michela. Además, la habitación le pareció excesivamente pequeña, peor
que una celda, aunque muy elegante, clara, de buen estilo, y las ganas de fumar
demasiado intensas para resistirse. Y salió.
Como es natural, no sabía dónde estaban los interruptores de la luz, pero era una
noche de luna llena y por todas partes había altas ventanas por las que la luna entraba
con suavidad, iluminando con delicadeza los objetos. Como había previsto, pudo
abrir la puerta que daba al jardín porque la llave estaba puesta por dentro en la
cerradura; pero estaban echados los cierres de la cochera y de la puerta de la verja y
no sabía dónde se encontraban las llaves.
Sin embargo, ya había pensado en cómo resolver este problema, y sin dudarlo se
encaramó sobre la verja y saltó al otro lado. En verdad que si alguien lo hubiese visto
con la camisa negra y las pantalones negros, vestido de ladrón, como le dijera el
padre de Michela, nunca hubiera creído que se trataba, por lo contrario, de un policía
que saltaba rejas únicamente para ir a buscar cigarrillos.
Ahora tenía que apresurarse porque casi era medianoche y el bar próximo donde
vendían cigarrillos podía cerrar. Pero, al llegar al final del sendero que conducía a la
carretera, oyó a lo lejos que el juke box funcionaba a todo volumen y se quedó más
tranquilo. Iba a seguir adelante, cuando se dio la vuelta de improviso. Algo había
impresionado su retina, aunque, por el momento, no consiguió saber qué era: bajo la
clara luna no había nada anormal. La carretera estaba desierta, la gasolinera del otro

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lado dormía silenciosa, apagada, envuelta en sombras. No pasaba ningún coche; lo
único vivo eran las escasas luces de Latisana, un poco más lejos, y el ruido de la
máquina de discos que repetía hasta en aquel lugar, por milmillonésima vez en el
mundo, las notas de Escándalo al sol. Después comprendió qué le había extrañado.
Fuera del camino, en el espacio herboso al otro lado del banco, había un coche
detenido con las luces apagadas; incluso los pilotos traseros estaban apagados.
Un policía es policía porque tiene memoria y posee unos ojos que lo ven todo.
Alberto no podía olvidar un coche aunque fuera de serie, igual a cientos de miles del
mismo tipo. Aquél, además, era un automóvil americano, desvencijado pero aún
imponente, y muy fácil de reconocer. Era el coche de aquel joven que tuvo que meter
en cintura cuando, la semana anterior, se había encontrado con Michela. Y ahora, tras
haber hablado todo el día con Michela, ya sabía quién era aquel muchacho: el hijo del
dueño del chalé.
Pero, aunque no hubiese sabido nada, habría reconocido a aquel muchacho sólo
viéndolo por detrás, por la nuca, por aquellos cabellos tan claros, la forma de la
cabeza y cierto movimiento nervioso de ésta. En ocasiones, había tenido que
reconocer a personas aun con muchos menos detalles, y no se había equivocado
nunca. De igual modo reconoció a Michela, sentada al lado de aquel hombre, por la
espalda y por los cabellos que le caían por detrás, apenas sujetos a la nuca con una
especie de alfiler.
Al estaba a la sombra; no le iluminaba la luz de la luna. Por un momento olvidó
los cigarrillos y tampoco oyó que, después de Escándalo al sol, él juke box del bar
tocaba ahora una ululante canción de Celentano. Al seguía inmóvil en la sombra
contemplando a Michela y aquel hombre sentados en el coche; en un momento dado,
éste levantó un brazo al hablar con Michela y Alberto vio entre los dedos la roja brasa
de un cigarrillo.
Entonces recordó que tenía deseos de fumar y, tras una última ojeada, se
encaminó presuroso hacia el bar. Estaban cerrando, pero lo hacían con mucha
lentitud; un corro de jovenzuelos parecía no tener ganas de separarse de la máquina
de discos, y cuatro o cinco personas mayores, sentadas fuera, a una mesa bajo la luz
de la luna, querían acabar de empaparse de vino y aguardiente. Sólo habían bajado
hasta la mitad el cierre metálico, para mostrar a los carabineros, si es que pasaban por
allí la buena intención de cerrar. En aquel local, situado casi en medio del campo, no
había peligro de molestar a nadie y el juke box funcionaba a todo volumen, mientras
alrededor la muchachería se contoneaba y Celentano ladraba desaforado: «Nunca,
nunca, nunca más te amaré como antes». Incluso el dueño del bar tenía los ojos
acuosos y se estaba tomando el enésimo vaso de vino blanco rociado de bíter con los
ademanes lentos propios de los borrachos.
—¿Me da dos paquetes de cigarrillos de exportación? —le pidió Alberto.
Una muchachita, que formaba parte de la cuadrilla del juke box, cesó de moverse
y se acercó a mirarlo con descaro. Tendría tal vez dieciséis o diecisiete años, pero

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aparentaba menos, aunque llevaba tan pintados los ojos que a Alberto le entraron
ganas de darle un sopapo. La lolita se puso a mirarlo y remirarlo, paseando a su
alrededor, como si fuese un monumento al que hubiese que contemplar por todas
partes, precisamente para darle a entender que le gustaba. Con aquella camisa negra
complacía a las mujeres; Michela se había burlado bastante de él aquel día por ello.
Michela. Se volvió ahora hacia el mostrador y, mientras abría el paquete de
cigarrillos, pidió también al dueño que estaba acabando de beber:
—Deme una quina.
Trató de escuchar la canción que los muchachos habían puesto ahora. Otro rock
de Celentano, tan alto, que las notas de la guitarra le vibraban en el estómago y le
aumentaban la irritación que ya tenía.
Asimismo, procuró no mirar a la ninfa pues, de lo contrario, le hubiera dado de
azotes en las nalgas, por el modo como le miraba; ésta se había apoyado en el
mostrador, como para estar más cómoda y observarle mejor, mientras movía una
pierna siguiendo el ritmo de la canción.
Aquello ya era demasiado, y ahora él estaba nervioso, como Michela lo estuviera
antes. Meneó la cabeza porque no quería pensar en ella. Bebió otro sorbo de vino
quinado y luego, dado que aquella muchachita desgraciada no le dejaba, agarró el
vaso con la quina y se fue hasta el fondo de la sala para sentarse a una mesa. En la
pared, cerca de la mesa, pendía un cordón negro. Se dio cuenta de que era el del
teléfono.
Cada tres minutos el local dejaba de vibrar como un tambor; era que el juke box
se detenía. Pero, luego, de súbito, el aire volvía a temblar como si pasase por él una
corriente eléctrica, y es que empezaba una nueva canción. El dueño daba vueltas en
vano alrededor de los chiquillos mientras decía que tenía que cerrar. Pero tampoco él
tenía demasiado empeño en hacerlo; afuera había demasiada luna, el aire era de una
dulzura enervante y feliz, y por la carretera pasaba de vez en cuando una moto con su
centauro encima y, detrás, bien agarrada, la centaurita. No tenía ningún sentido irse a
dormir.
—Usted se parece a Eddie Constantine —le dijo una voz, mientras él pensaba en
Michela.
Era la lolita, que se le había acercado. Enrojeció un poco al decírselo, porque,
pese a todo, sólo debía de ser una tonta, y aún no estaba echada a perder: una
muchacha de pueblo que se daba el aire a lo Bardot de las forasteras.
—Vete con tus compañeros —le contestó Al, esforzándose en no ser demasiado
áspero, pues asustaría a aquella pobre tonta.
Desde luego no fue muy arisco, ya que la ninfa, que debía de haber bebido un
poco, continuó:
—Aunque es mucho más joven que Eddie Constantine y más simpático.
Le sonrió, insensatamente feliz por su valor de muchachita evolucionada.
No había nada que hacer.

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—¿Qué quieres de mí? —le rezongó en voz baja.
Los modales duros tuvieron éxito; la lolita echó un poco la cabeza hacia atrás,
como si quisiese evitar una bofetada, dejó de sonreír y se volvió indecisa junto a los
otros bebés.
La guía de teléfonos estaba sobre la mesa próxima. Alberto la tomó y, como era
delgada, se abanicó con ella unos momentos. Luego acabó de beberse la quina y
empezó a hojear el librito. Después se detuvo. Tenía los ojos fijos en la puerta,
mirando la carretera blanca de luna, pero no veía nada. Revivía las horas de aquella
jornada pasada con Michela; el asunto de Roberto Arrighi que ella y su padre le
habían contado; la voz de Michela de hacía poco más de una hora, cuando se dieron
las buenas noches, y ella lo condujo a su habitación, decorada para hospedar a una
señora, con cortinas floreadas y un espejo con un puf delante para hacerse la toilette.
Y se había burlado de él, llamándole colegial, por dormir en una habitación
semejante. No estaba enferma de los nervios, ya no hubiera podido llamarla
Nerviosilla. Se había curado de repente, en menos de una semana, y ahora sabía por
qué.
Encendió otro cigarrillo y pidió que le sirviesen otra quina. Qué más daba; a lo
mejor allí no cerraban nunca y quién sabe si él dormiría aquella noche. Luego volvió
a hojear la guía y en seguida encontró el número que buscaba. Ahora, al igual que el
dueño, ya no oía el juke box, como si no funcionase. Se dio cuenta de que estaba
mordiéndose una uña y dejó de hacerlo. Vio que la lolita, aunque estaba cerca del
juke box, de vez en cuando se daba la vuelta para mirarlo y una vez incluso comentó
algo de él con uno de los otros desgraciados, pero tampoco le importó esto. Al cabo
de un rato se levantó, se dirigió al dueño y le pidió una ficha.
—Estupendo —le dijo el dueño—; así les diré a ésos que dejen la música, porque
usted debe telefonear, y luego cierro.
—No, gracias —le contestó Alberto—; puedo telefonear bien así; no diga nada.
Se dirigió decidido al teléfono. Ahora ya había reflexionado lo suficiente. Marcó
el número que antes había buscado en la guía. Le iban bien los chillidos de aquella
música para la llamada telefónica que debía hacer. Tuvo que esperar bastante rato y
luego le respondió una voz de hombre joven:
—Comandancia de Latisana. ¿Quién habla?
Alberto echó una ojeada a los mozalbetes, pero incluso la espabiladilla le volvía
la espalda. El dueño había salido afuera, a la mesa de los mayores, bajo la luna. Dijo
en voz muy baja, muy cerca del micrófono:
—Si quieren saber algo acerca del asesino de Giovanni Masetta, interroguen a
Roberto Arrighi, de Latisana. —Y añadió, de modo brusco—: Escriba bien este
nombre: Roberto Arrighi, de Latisana.
Lo deletreó.
Un instante después bajó la horquilla del teléfono y cortó la comunicación. Veía
lo que estaría sucediendo al otro extremo del hilo: el carabinero blasfemaría un tanto

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en su fuero interno. Las llamadas telefónicas anónimas siempre ponen nerviosas a las
gentes de orden, aunque puedan ser útiles, porque, de cada mil, una no es una broma,
o una bellaquería de un malvado que quiere crear problemas a alguien que le
desagrada. Pero, entre una imprecación y otra, acabaría por escribir en una hoja el
nombre que él le había repetido dos veces: «Roberto Arrighi, de Latisana». Por la
mañana, la hojita pasaría a la mesa de despacho del brigada que mandaba el puesto de
carabineros. El brigada la leería, rezongaría a su vez contra los delincuentes que
hacen llamadas telefónicas anónimas, pero ese mismo día, o al día siguiente, enviaría
a dos hombres a casa de Roberto Arrighi para invitarle a que se llegase a su oficina. A
fin de cuentas, sus hombres siempre están dando vueltas por ahí y algo han de hacer.
Alberto salió del local, esforzándose por no sonreír cuando la lolita le volvió la
espalda con un ademán nervioso de actriz filodramática pueblerina, que pretende
hacerse la desdeñosa. Afuera, las personas mayores, en su mesa, debían de estar ya
borrachas, porque permanecían silenciosas ante los vasos vacíos, sin mover tan
siquiera la cabeza para mirar a parte alguna; se habían convertido en estatuas.
Se marchó despacio, caminando por el borde de la carretera, por donde no había
claridad, como si la luna le diese calor; pero era porque tenía la sensación de que,
cerca del sendero que llevaba al chalé, encontraría el coche americano, con Roberto y
Michela dentro, y no quería que lo viesen.
En efecto, el automóvil aún estaba en el mismo sitio, y adentro estaban los dos.
Se detuvo a mirar, negro entre lo negro de la sombra, pero un coche venía hacia él,
con los faros encendidos. Trazó en la sombra un rayo de luz, como en un escenario de
variedades, y, aun cuando Al se echó más hacia delante, durante un momento iluminó
toda la oscuridad.
Podían haberlo visto, y no le habría gustado. Corrió por el camino, llegó a la
verja, la saltó de nuevo según las reglas de la escuela de policía, atravesó el jardín,
entró en el chalé por la puerta que había dejado abierta y, cuando ya estuvo en su
cuarto, aún jadeante, encendió un cigarrillo. Ahora sabía que permanecería desvelado
hasta que no oyese regresar a Michela.

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16

—Había alguien detrás de nosotros —comentó Roberto—. Lo he visto por el espejo


retrovisor.
Michela se volvió, pero, detrás, bajo la luna, el camino estaba desierto y bañado
en plata.
—Estaba detrás de las plantas —siguió Roberto. Descendió de repente del coche
—. Le he visto cuando ha pasado el automóvil con las luces largas encendidas.
También Michela se bajó. Pero alrededor no había nadie y, bajo la luz de la luna,
la soledad parecía aún más inmensa.
—Habrá sido alguien que regresaba a casa —dijo.
¡Qué mala suerte! Una auténtica mala suerte, pensó. Casi había conseguido
convencerlo; él ya le había dicho que, si no aquella misma noche, tal vez a la noche
siguiente iría a dormir al chalé, a su casa. Había conseguido calmarlo, hacer que
razonase, que comprendiese que carecía de sentido estar por ahí de una forma tan
inútil; que, si verdaderamente lo hubiesen buscado, lo detendrían, dondequiera que
estuviese, sin tardar mucho. Ahora todo se había echado a perder; Roberto estaba de
nuevo sombrío y angustiado, con aquellos ojos violeta que a la luz de la luna parecían
negros, mientras que los cabellos tan rubios casi parecían blancos.
—¿Ah, sí? ¿Alguien que volvía a casa? —comentó él con malsana irrisión,
mirando hacia la sombra del sendero, husmeando en la oscuridad cual un animal
salvaje que intenta percibir el olor del enemigo.
Luego continuó:
—¿Y ahora se ha desvanecido? Por los alrededores sólo está mi casa; luego está
el bar de allí, y ya no hay ningún otro edificio hasta Latisana.
Michela no se resignaba a darse por vencida, después de haber estado tan cerca de
persuadirlo. Casi le gritó:
—Pero intente razonar por lo menos una vez. ¿Por qué iban a estar aquí para
vigilarle? Si tuviesen sospechas acerca de usted, los carabineros se lo llevarían en
seguida sin perder el tiempo espiándole.
Él dejó de escrutar la sombra con su mirada inquieta y salvaje.
—No lo sé —respondió lealmente, comprendiendo la lógica del razonamiento de
Michela—. Pero me vigilan. Ya le he dicho que también en casa de Irene, por lo
menos un par de veces, he visto a dos hombres apostados. A ésos les he visto bien, y
era de día, a pleno sol.
Aquel nombre de mujer, Irene, la había herido ya muchas veces durante aquella
hora pasada en el coche mientras Roberto le hablaba. Más que una herida, era una

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sombra que descendía sobre su felicidad. Sin embargo, algo le decía que aún podía
ser feliz, porque el instinto le daba la seguridad de que aquella mujer no representaba
mucho para Roberto. Se trataba de cosas que no pensaba explícitamente: sentimientos
vagos e informes que aún no se habían convertido en ideas.
—Pero ¿por qué está pensando siempre en que le espían? —le hizo observar ella,
pacientemente, tratando de vencer con su calma la excitación de Roberto—. Podrían
ser dos que esperasen algo, o que se hubiesen detenido un momento.
—Oh, escuche —respondió él, volviendo a subir al coche, de modo brusco—,
aquí no hay sitios donde uno se detenga durante horas; aquí no hay ninguna plaza de
San Marcos. Me gustaría llevarla ahora cerca de la casa de Irene. Están siempre allí,
noche y día, se lo digo yo.
Ella aceptó el desafío, mientras procuraba olvidar aquel nombre, Irene. Conocía
demasiado bien el trabajo de su padre, como para no saber que era casi imposible que
los carabineros empleasen, en aquel caso, una vigilancia de ese tipo: no había
motivos para que lo vigilasen sin detenerlo. Michela subió al coche.
—Está bien; vamos a verlo —dijo con seriedad, pero como si se tratase de un
juego serio, no de una cosa importante—. Sin embargo, si no hay nadie, usted se
vendrá a dormir a casa y se quedará en ella. ¿De acuerdo?
Le tendió la mano, a impulsos de la instintiva malicia femenina de comprometer a
un hombre.
Y él, también de forma instintiva, se la estrechó.
—Es algo deshonesto por mi parte —afirmó—. En realidad fue anteayer cuando
Irene vio a aquellos dos policías que permanecieron toda la noche. Al amanecer,
llegaron otros para efectuar el relevo.
—Bueno —respondió ella, un poco menos segura de sí misma, aunque sin dejarlo
aparentar.
Si verdaderamente había apostados dos policías noche y día cerca de la casa de
aquella muchacha para vigilar a Roberto, él hubiera tenido derecho a comportarse de
modo aún más irrazonable y esto no era nada bueno. Pero no acababa de creer en la
posibilidad de que le vigilasen.
—Vamos a verlo.
Era tarde. Estaba a solas con un hombre. Nadie sabía que había salido, ni su
padre, ni Al. De repente, el pensamiento de Al le produjo un sentimiento de tristeza,
de pena. Había llegado tan contento por verla de nuevo, la había ligado a la vida,
aupándola de una manera tal, a través de los barrotes de la reja, que ninguna mujer
habría dejado de comprender que la amaba.
Pero Roberto se había puesto en marcha en un abrir y cerrar de ojos, y ahora
corrían a más de cien sobre el plateado deslumbramiento de la luz de la luna y esto,
junto a la proximidad de Roberto, disipó de un soplo su tristeza.
—Un minuto más y habremos llegado —dijo Roberto.

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Poco después, disminuyó la marcha en una curva y tomó la carretera sin asfaltar;
fue aún más despacio, luego giró otra vez por el sendero que discurría en medio de
campos sin cultivar, hacia la rala hilera de árboles, al otro lado de la cual se hallaba la
casa de Irene, y, un instante después, se detuvo.
—Estaban allí —comentó—. Al lado de aquel seto junto a los árboles.
No había nadie. La luz de la luna era tan intensa que les permitía estar seguros de
la soledad, como si fuese de día.
Pero Michela le pidió:
—Alumbre con los faros.
Las luces iluminaron de improviso un amplio cerco, y en éste se encontraba la
hilera de árboles, el seto y, más allá, la casa y alrededor la llana campiña. Nadie
hubiera podido esconderse en aquel lugar bajo aquella luz tan violenta.
—Nos han oído llegar y se han escondido detrás de la casa —observó Roberto.
Tenía una voz extraña, sin miedo, casi perversa.
—Demos entonces una vuelta alrededor de la casa, y así se convencerá de que no
hay nadie —respondió Michela.
Creía que había vencido y era feliz. Roberto volvería aquella noche a casa y se
quedaría allí: había dado su palabra, y le había estrechado la mano. Era un juego,
pero había que cumplir las reglas.
Roberto dudó. Irene dormía en aquella casa; tal vez el ruido del motor y la luz de
los faros ya la habrían despertado. Sería chocante si salía y le veía con otra mujer.
Pero no le importó nada y puso rápidamente en movimiento el coche. Alrededor de la
casa en que aparecía escrito el letrero de «Carpintero», no había carretera ni sendero;
crecían yerbajos, y había hoyos y basura desparramada. El coche dio tumbos sobre
semejante terreno, con las luces largas encendidas que hurgaban entre las hileras de
hierba, despertaban a los insectos en sus madrigueras e iluminaban latas vacías de
sardinas o de carne, y flores verdosas de largo tallo inmóviles en el quieto aire de la
noche. Michela también temía que aquella mujer, Irene, pudiese despertarse y salir
creyendo que Roberto había ido a buscarla. Pero el pensar —cosa ahora evidente—
que nadie vigilaba la casa y que había conseguido convencer a Roberto, le alejó el
malestar que sentía.
Además, aquello duró menos de un minuto; una vez que hubieron dado la vuelta a
la casa, Roberto volvió al camino y en seguida se hallaron en la carretera. Él
permaneció en silencio hasta que llegaron ante el sendero que conducía al chalé. Se
detuvo un momento ante el camino, dudando, y luego puso el coche al paso.
—Está bien; usted ha ganado —dijo. Se paró delante de la verja—. ¿Tiene la
llave? —le preguntó, aunque la pregunta era innecesaria, pues ella debía tenerla, ya
que había salido para verse con él—. Yo he perdido la mía con tanto ir de hotel en
hotel.
Entre las altas plantas del sendero, la luna conseguía penetrar, cual vedijas
argentadas. Ella le entregó en silencio la llave que había sacado de su bolso. Era un

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momento importante y no quería estropearlo con ninguna palabra equivocada;
comprendía que Roberto sufría, que volvía a casa sólo para mantener la palabra dada,
el apretón de manos de antes, el juego de ambos.
Roberto abrió la puerta de la verja, condujo el coche hasta la mitad del jardín y lo
dejó allí.
—Deberemos pasar por la cocina —explicó ella, casi ruborizándose—. Antes he
salido a escondidas por el huerto…
Él pareció que no oía; había encendido un cigarrillo y callaba. Emanaba
nerviosismo y miedo. Entraron en el chalé por el huerto. El viejo perro salió en
silencio, moviendo la cola y olisqueando las piernas de Roberto. Éste se agachó para
acariciarlo y el animal le lavó a conciencia las orejas con grandes lengüetazos.
—¡Eres de una raza de sucios babosos! —le dijo él con una voz insólitamente
tierna.
Se detuvieron sólo un momento en la cocina para mirarse a la nítida luz de la
lámpara eléctrica. Desde hacía una hora sólo se veían en la penumbra del coche. Él se
quedó mirando: parecía cansado, pero ya no aparentaba tener miedo. Cambiaba de
expresión a cada momento. También se transparentaba admiración hacia ella en
aquella mirada. Al final dijo, sin segundas intenciones, pero sin asomo de felicidad:
—Mañana por la mañana, cuando vea que he vuelto al hogar, mi padre estará
contento.
Llegaron al pie de la escalera que conducía a las habitaciones de arriba.
—¿También usted está contenta? —susurró.
En esta parte de la casa, sólo se veía la claridad de la luz de la luna que entraba
por la puerta encristalada del vestíbulo y lo iluminaba todo.
—Sí —contestó ella, feliz.
Él iba a encender la luz, pero ella se lo impidió.
—No, es mejor que subamos a oscuras; si no, despertaremos a todos.
Michela volvió a notar que se ruborizaba, debido a aquellos encuentros secretos
que Roberto le pedía, aunque fuesen tan inocentes, tan poco sentimentales, y sólo
fuesen para hablar de policías. Después volvió a pensar en Al y, cuando estuvieron
arriba y vio el hilo de luz que se filtraba por debajo de la puerta de la habitación de
éste, se sintió desfallecer.
El rellano daba a dos pasillos, en los que estaban los dormitorios, uno a la derecha
y otro a la izquierda. A la derecha, por el pasillo más corto, donde estaba la
habitación de Al, la oscuridad quedaba apenas rota por una rayita de luz, un hilo
apenas perceptible. Al estaba despierto y ella sabía el oído tan sensible que tenía.
Intuyó que, aun cuando no hiciesen ruido, tal vez él ya les habría oído. Quizá podría
salir al pasillo a ver de qué se trataba. Sintió miedo y preocupación.
—Buenas noches —susurró a Roberto.
Quería escaparse lo antes posible a su habitación.

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Roberto era sensible y se dio cuenta de la agitación de Michela; además, él
también había visto el hilo de luz.
—¿Está ahí su amigo? —preguntó intimidado, tal vez asustado—. Lo siento,
Michela.
Su habitación estaba precisamente al lado del dormitorio del que procedía el hilo
de luz, y ella lo sabía.
—Buenas noches —le contestó.
Alberto les había oído desde que empezaron a subir la escalera. Hubiera podido
apagar la luz para que Michela no se diese cuenta de que estaba despierto y de que
sabía que ella había salido. Pero luego pensó que sería mejor que no. Era mejor que
ella supiese que él había comprendido que había salido a hurtadillas. Aquello
simplificaría las cosas; Michela no tendría que darle demasiadas explicaciones.
Después había oído, junto a los pasos de Michela, los de un hombre. Sólo podía
tratarse de Roberto. Mientras permanecía vestido en la cama, cerró el grueso libro de
astronomía que intentaba leer, en el capítulo dedicado a los asteroides. Qué mundo
tan extraño debía de ser el de los asteroides, esos pequeños planetas, a menudo no
mayores que un islote, una especie de grandes peñascos que desde hacía milenios y
milenios daban vueltas por el cielo. Pero también este mundo nuestro era bastante
extraño. Esa extraña historia de Roberto. Y Michela. ¿Por qué ahora Roberto había
vuelto a casa después dé una quincena de hacer tonterías y dar vueltas por ahí,
estúpidamente, porque tenía miedo de la policía? ¿Acaso ya no tenía miedo? ¿Y por
qué no? ¿O tal vez había vuelto sólo por aquella noche, durante unas horas? Después
se imaginó el porqué: ¿para estar con Michela?
No podía ser. Conocía a Michela: no podía abandonarse así. Pero ¿quién puede
conocer a una mujer? ¿O a un hombre?
Luego, aquel sentimiento de opresión que le había hecho pensar en todas estas
cosas se desvaneció cuando oyó que se abría la puerta del cuarto al lado del suyo, y
oyó cuidadosos pasos de hombre, como de alguien que no quiere hacer ruido. No,
aquello aún no había sucedido. Roberto estaba solo en su habitación, y había vuelto
porque Michela había conseguido hacerle razonar. Claro. Muy claro, pensó mientras
encendía otro cigarrillo. Nadie había conseguido convencer a aquel joven
neurasténico, pero Michela sí. Oyó en la habitación contigua cómo Roberto abría la
ventana; aunque lo hacía en silencio, se le oía igualmente. Había demasiado silencio
en aquel lugar, un silencio total. Incluso oía el chirrido del fuego de su cigarrillo
cuando aspiraba una chupada demasiado fuerte. Un silencio alucinante: tal vez
comprendía por qué el joven se había vuelto tan neurasténico como para esperar que
la policía fuese a detenerlo. De todos modos, ahora no tendría que esperar demasiado.

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El carabinero miró al brigada que estaba detrás de la mesa de despacho, éste miraba
al carabinero y, luego, contemplaba un papel que tenía en la mano. Por la mañana
hacía fresco; por las ventanas entraba un viento suave, junto con el cacareo de alguna
gallina en el huerto. Varios papeles que estaban encima de la mesa, empujados por el
viento, se movían un poco.
—Debía de telefonear desde un bar —dijo el carabinero—; se oía la música de
esas máquinas.
—El juke box —respondió el brigada Varnicaro.
Era delgado, pequeño y, cuando estaba de servicio —y en aquella estación del año
estaba de servicio las veinticuatro horas del día—, tenía ojos malvados.
Siguió, en tono burlón:
—Ahora sí que lo encontraremos en seguida. Hay algunos millones de bares y
juke box en la zona.
Volvió a leer el papelito:
—«Roberto Arrighi, de Latisana».
Mientras tanto, se preguntaba por enésima vez por qué un miserable, que aún no
sabía quién era, había querido acuchillar al pobre Giannuzzo precisamente en su zona
y proporcionarle todos aquellos quebraderos de cabeza. Pero era un pensamiento
hipócrita: si conseguía detenerlo, constituiría una gran satisfacción. Y él ya tenía
pistas bastante buenas y esperaba llegar hasta el fondo de esas pistas. Pero ahora
aquel papel cambiaba las perspectivas del asunto, y a él no le gustaba cambiar.
Conocía uno por uno a casi todos los habitantes de su zona, sobre todo a los de
más categoría. Los Arrighi se contaban entre éstos, aparte del hecho de que en su
despacho tenía la documentación de dos fusiles de caza y dos revólveres que poseían
en la casa. También había hablado una vez con el profesor Arrighi, en casa del
alcalde de Latisana, creía recordar que un dos de junio. Conocía al hijo del profesor
por el coche americano, aunque también por otro pequeño asunto, que ahora acudía a
su mente; es decir, porque desde hacía algunos años iba con la hija de Romeo Prasin.
De vez en cuando él echaba una ojeada a ese Prasin, que había cumplido diez años de
condena por homicidio, pues en la cárcel se adquieren malos hábitos. Pero, hasta el
momento, Romeo Prasin había obrado con rectitud.
No era de muy buen gusto que un joven de buena familia como Roberto Arrighi
saliese con la hija de un hombre como el tal Prasin; pero, al pensar en Irene Prasin, él
comprendía perfectamente que un hombre que tenía menos de treinta años, muchos
menos, podía encapricharse de una muchacha como aquella. En el pueblo, incluso

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había oído decir que Roberto Arrighi se había comprometido con Irene, y que se
casaría con ella, pero las ovejitas que él administraba tenían mucha fantasía, como lo
demostraba también aquel papelito en torno al cual seguía pensando, como un
arqueólogo alrededor de un resto de un jarrón que no sabe aún si pertenece a una
vasija antigua o si se trata de alfarería sin valor.
—¿Qué es lo que te ha dicho exactamente ese loco por teléfono? —preguntó,
irritado, al carabinero.
—Dijo —contestó el carabinero, entornando los ojos ante la voz de enfado del
brigada, al igual que los gatos cuando tienen miedo de recibir un revolcón—, dijo
que, si queríamos saber algo acerca del asesinato de Giovanni Masetta, se lo
debíamos preguntar a ese hombre.
¿Y qué pintaba en eso?, pensó el brigada. Hacía un cuarto de hora que pensaba en
la relación que podría existir entre el hijo del profesor Arrighi y aquel joven que
había venido de Sicilia para ir a morir precisamente allí.
—Veamos, ¿hablaba en dialecto o en italiano? —preguntó al carabinero.
—En italiano —respondió éste.
No lo esperaba, había pensado que quien había hecho la llamada telefónica
anónima debía hablar en dialecto: alguien del lugar, que quería ir contra «el señor», el
rico del coche americano.
—¿Está seguro de que era en italiano? ¿No había ningún rastro de dialecto? —
siguió preguntándole al carabinero.
Entonces debía tratarse de alguien de la misma clase social de los Arrighi, del
mismo ambiente. El brigada detuvo con la mano una hoja que se había echado a volar
ante una ráfaga de viento más fuerte; luego tomó un impreso del fichero que tenía
delante y comenzó a llenarlo. Se rogaba a Roberto Arrighi, de Latisana —el
carabinero sabía muy bien dónde estaba el chalé de los Arrighi— que se presentase
en aquella comandancia para una notificación que le concernía. Puso el sello, la firma
y entregó el formulario al carabinero.
—Lleve esta citación —le dijo—, pero haga las cosas con educación. Limítese a
entregarla.
—Sí, señor —contestó el carabinero. Se metió la hoja en el bolsillo—. ¿Voy
ahora mismo?
—¡No, el año próximo! —estalló el brigada, encontrando el pretexto para
desahogarse un poco—. Y haz pasar a esa desgraciada muchacha, en vez de quedarte
dormido de pie.
Un instante después, el carabinero entraba en el despacho haciendo pasar delante
a Maruzza Masetta, la hermana del muerto; después, saludó al brigada y, con un
suspiro, desapareció lejos de su vista.
El brigada no la miró, ni le indicó que se sentase. Había sacado del cajón de la
mesa —al cabo de treinta años de carrera, aún no tenía una auténtica mesa de
despacho; se la concederían después de muerto, pensaba por lo menos una vez a la

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semana— el expediente «Giovanni Masetta», que ya estaba repleto de papeles, y
volvió a hojear el atestado de «María Masetta», aunque se lo supiese casi de
memoria. Además, le fastidiaba el vestido verde de la muchacha, porque era verde, y
a él le era antipático este color, y porque la muchacha era siciliana como él, y le daba
pena, y él no quería experimentar pena por nadie; arruinaría su trabajo si empezaba a
apiadarse de la gente.
—Siéntate —le dijo al cabo de un rato, de modo más brusco de lo que hubiera
sido lógico para la pena que experimentaba.
Maruzza se sentó. Tenía el rostro sombrío, como de piedra, y el brigada, que
había nacido en la misma tierra, sabía qué significaba aquella expresión. Odio. Un
odio oscuro, total.
—¿Has pensado en lo que te dije el jueves? —le preguntó.
Recordaba cuando la muchacha vino allí por primera vez, la semana anterior,
vociferando el nombre del asesino de su hermano, inclinada al principio sobre su
mesa y luego erguida, con los puños cerrados hacia arriba, agitados por un temblor
epiléptico, mientras repetía aquel nombre.
Ella le respondió en dialecto, sabedora de que la comprendían.
—No tengo necesidad de pensarlo. Lo que dije, dicho está.
—¡Miserias, eso es lo que dijiste! —gritó el brigada, y golpeó con el puño sobre
la mesa, aunque sabía que a ésa que estaba ante él con cara de odio no la asustaría
nadie; el odio no tiene miedo de nada—. En cambio, hay que pensar las cosas —él le
hablaba casi en italiano para establecer las distancias—. No estamos aquí para hacer
el payaso —seguía gritando—. Ya os conozco. Al principio, habláis; luego, cuando
llega el juicio, os entra miedo, os retractáis de todo, y comenzáis a haceros los locos:
«Yo no sé nada; no he dicho nada».
Agarró varias hojas del atestado «Maria Masetta» y las arrojó con rabia encima de
la mesa.
—Has dicho lo que está escrito aquí y lo has firmado, pero te aseguro que, si
durante el juicio, dices que nada es verdad y permites que haga el ridículo, no te
dejaré en paz durante el resto de tu vida; te haré lamentar el día en que tu madre te
trajo al mundo.
Maruzza permanecía impasible, sin atemorizarse. Tampoco sonrió; sólo los ojos
se le oscurecieron aún más debido a una siniestra sonrisa de sarcasmo.
—Lo que dije, dicho está —repitió—. E incluso en el infierno lo diría, delante del
diablo.
Aquello era lo que el brigada quería, esa mortal determinación. Pero, para estar
seguro, hizo aún otra prueba. Cambió el tono de voz, y se puso suave, paternal.
—¿Sabes qué sucederá en cuanto arreste a ese pillo? —le preguntó—. ¿Sabes lo
que te pasará?
Maruzza se encogió de hombros.
—Pues óyelo, hijita, si no lo sabes.

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El brigada hablaba ahora en voz muy baja, aunque sabía que ella le oía.
—Primero, te mandarán a alguien para que te diga que debes retractarte de todo el
lío que está escrito aquí; que debes decir que has hecho esta denuncia por odio, pero
que nada es verdad, y que si te retractas, te darán un montón de dinero.
Los ojos de Maruzza reían de desprecio; esto era precisamente lo que él quería.
—Tú, naturalmente, dices que no, porque no te vas a dejar pagar por el asesino de
tu hermano. Pero, entonces, al cabo de poco, te mandan a otro, y ese otro te dice que,
si no retiras la denuncia, puede ocurrirle algo malo, por ejemplo, a tu madre o a tu
hermanita menor. ¿Sabías ya que te harán ese razonamiento?
La cara de piedra se movió un momento en una mueca de desprecio. Si, ella ya
sabía que lo harían así.
—¿Y qué harás, si te hacen semejante proposición?
Como en un animal salvaje, las aletas de la nariz de Maruzza se dilataron un
instante a causa del odio.
—Les diré que pueden matarme a mí, a mi madre, a mi hermana pequeña y a mis
dos tías, pero que ese hombre debe acabar en prisión y pudrirse vivo en la cárcel
durante toda la vida.
Eso es; aquello era exactamente lo que quería el brigada: el odio al rojo blanco.
Es más: sólo de este modo se podría hacer justicia.
—Díselo así —le contestó—, aunque hay que tener valor para decir ciertas cosas.
Si, por ejemplo, tu hermana desaparece y te hacen saber que, si quieres volver a verla
viva, debes retirar la denuncia, ¿qué harás?
—Nada. No retiro la denuncia.
No dudó ni siquiera un instante en responder.
Al llegar a este punto, el brigada estuvo seguro de que Maruzza no se echaría
atrás, que llegaría hasta el tribunal para repetir las mismas cosas delante de los jueces.
Ahora hacía falta alentar un poco a la muchacha.
—Nosotros te protegeremos, Maruzza —le dijo—. Los carabineros de tu pueblo
ya están avisados para que abran los ojos, y no les sucederá nada malo a los tuyos;
pero tú no debes asustarte si te hacen amenazas. Es más, deberás venir en seguida a
avisarme, a ayudarnos a meter en la cárcel a todos esos bribones.
Los ojos de Maruzza le dijeron, y casi se lo gritaron, que le ayudaría.
—De todos modos —añadió el brigada— volvamos a leer juntos tu denuncia,
porque no debe haber la menor equivocación: sólo ha de reflejar la verdad; si se ha
añadido algo más por odio, por venganza, ellos se aprovecharán para decir que todo
es falso. Lo que aparezca escrito aquí debe ser verdad palabra por palabra. No me
escondas nada, Maruzza, pues, de lo contrario, te arriesgas a no poder vengar a tu
hermano.
—Lo juro —contestó ella, con los labios medio cerrados a causa del odio. Quería
decir que juraba acerca de todo lo que estaba escrito en aquellas hojas y que ella le
había contado cuando llegó allí por vez primera.

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—Entonces, escucha —dijo el brigada, mientras hojeaba los folios que tenía ante
sí—. Tú, hace dos años, conociste a un tal Salvatore Stavardone, os hicisteis amigos
y, durante algún tiempo, todo fue bien.
—Es cierto —coreó Maruzza.
—Después, este Salvatore —añadió el brigada resumiendo el texto del atestado—
te hizo extrañas proposiciones. Te dijo que eras una muchacha muy bella, que aquí,
entre nosotros, no se te valoraba y que te quería mandar a América, donde tiene
amistades que te podían ayudar. Podrías hacer de maniquí, te dijo, de modelo
publicitaria. En Nueva York, e incluso en Hollywood.
—Quería venderme —comentó Maruzza.
—Eso es —respondió el brigada—; tú comprendiste que era algo deshonesto, y le
dijiste que no.
—Es cierto —siguió ella. Parecía que dijese: «Lo juro».
—Sin embargo, entretanto, ese Salvatore se había hecho amigo de tu hermano
Giannuzzo y le había dejado bastante dinero.
—¡Se lo regaló! —estalló ella con odio—. Giannuzzo no sabía nada, nunca
hubiera tomado una lira de aquel desgraciado. Era él quien le daba el dinero y le
decía: «Toma, Giannuzzo; yo soy muy rico», y se reía; mi hermano era un poco
ingenuo y se lo aceptaba. Pero aquel dinero era regalado, no prestado. Giannuzzo no
podía tomarlo a préstamo porque nunca hubiera podido devolverlo.
—Bien —exclamó el brigada; hojeaba el expediente y miraba a la vez a Maruzza.
Casi sentía cómo el odio de ella le envolvía, como una ola espesa, viscosa—. Sin
embargo, este Salvatore —tenía el vicio de decir siempre «sin embargo», pero nunca
se había dado cuenta y nadie osaba decírselo—; sin embargo, este Salvatore un día
fue a verte, te dijo que le había dado a tu hermano medio millón, y que quería que se
lo devolviera, pues lo necesitaba. Sin embargo, si tú te ibas a América, tal como te
había pedido, renunciaría a la devolución.
—Es cierto —respondió Maruzza.
—Por el contrario, si tu hermano no le devolvía el dinero —siguió el brigada— y
tú no te ibas a América, haría que le rompieran los huesos a Giannuzzo.
—Es cierto.
—Entonces tú le dijiste a Giannuzzo que huyera al Norte, que se escondiese por
aquí, donde Salvatore no pudiera hacerle nada. Sin embargo, cuando éste supo que
Giannuzzo había huido, vino a verte y te dijo que, al principio, sólo quería darle una
paliza a tu hermano; pero que, como ahora había huido, y le hacía pasar por tonto, iría
en su busca, le encontraría y le clavaría su navaja hasta la empuñadura.
—Es cierto.
—Entonces tú te espantaste y le dijiste que, si se esperaba, le devolverías poco a
poco aquel dinero. Pero ese Salvatore te respondió que ahora ya no se trataba del
dinero, sino de que él, Salvatore, había perdido el prestigio. Y que el único modo de
arreglar «la cosa» era que tú partieses para América e hicieses lo que él quería, pues,

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de lo contrario, sus compañeros de Estados Unidos le dirían que les había enredado y
le quitarían de en medio como si fuese basura.
—Es cierto —siguió Maruzza—, pero le dije que no.
—Eso es; tú le dijiste que no, que no ibas a América porque no habías perdido el
honor hasta ese punto. Y entonces él te dijo: «O vienes a América, o cómprate en
seguida un vestido negro porque pronto tendrás que ponértelo por tu hermano».
—Eso dijo —observó Maruzza—. Y así ha sido. Lo dijo y lo mató. Pero ahora
debe ir a la cárcel. Para toda la vida.
El brigada pensó que podía fumarse un cigarrillo. Lo sacó del cajón de la mesa y
lo encendió.
—Eso es lo que sucederá —añadió después lentamente—, si tú no retiras la
denuncia.
—Nunca.
—Lo encerraremos —repitió el brigada—, porque ese Salvatore Stavardone, tal
como tú pensabas, vino al norte de Italia y, hace tres semanas, estaba en un hotel de
Venecia. Venecia está aquí cerca, no muy lejos del lugar donde han matado a tu
hermano. Y hasta hace tres días ese Salvatore aún estaba en Venecia y, aunque ahora
no sepamos dónde está, lo detendremos en seguida de igual modo. Pero tú no debes
retirar nunca la denuncia, suceda lo que suceda. Si esas cosas que me has dicho son
ciertas, no la debes retirar nunca.
—Nunca.
Fue como si aquel nunca estuviese grabado en mármol, en bronce, para toda la
eternidad.
El brigada se levantó, dio la vuelta a la mesa; luego se volvió hacia ella, con las
manos a la espalda, con el cigarrillo encendido, pequeño pero orgulloso y exhalando
energía de aquel uniforme que siempre vestía correctamente. La mañana era
espléndida; le hubiese gustado dar un paseo hasta el mar, quedarse en la pineda y no
pensar en nada. Pero en su oficio había cosas que nunca se conseguían hacer. Volvió a
sentarse detrás de la mesa, echó la ceniza del cigarrillo en el platito desportillado de
cerámica que le hacía las veces de cenicero y añadió en tono paternal:
—Ahora hablemos de otra cosa, Maruzza.
Miró cómo respondía que sí con los ojos, sin moverse; continuaba siendo de
piedra.
—Debes decirme cómo te las arreglas para vivir aquí.
Como los ojos no le contestaron, hizo entonces la pregunta explícita, aunque
fuese inútil:
—¿Trabajas?
Los ojos de la muchacha le dijeron muchas cosas: que no trabajaba, que cómo iba
a poder trabajar, si nadie le daba trabajo.
—Maruzza —continuó el brigada, mirando ahora hacia la ventana, porque
conocía el morboso orgullo de aquellas mujeres—, en esto debemos tener cuidado.

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Esa gente dirá que tu denuncia no vale nada, porque, según ellos, tú eres una mujer de
baja estofa. Tratarán de quitarte la honra, porque así podrán decir que se trata de una
denuncia de una mujer sin honor y que no puede ser cierta. Olvidemos lo que hacías
en Sicilia…
—Yo no hacía nada —dijo ardorosamente Maruzza.
—Sí, Maruzza, nada; pero ellos te atacarán igual.
El brigada ya había recibido el informe de los carabineros del pueblo de Maruzza.
La muchacha no había hecho gran cosa, era más el ruido que las nueces; pero, en
resumen, tenía que mantener a la madre, a la hermana pequeña y a dos tías, y no
estaba lo que se dice sin mácula.
—Sin embargo, es necesario que aquí no hagas nada que puedan reprocharte.
Trata de comprenderlo, Maruzza. Si ellos consiguen probar que llevas aquí mala vida,
dirán que quién eres tú para hablar de moralidad, y entonces tu denuncia sólo vale la
mitad de la mitad. Ya sabes, a ciertas mujeres no se les otorga el menor crédito,
aunque digan la verdad.
Volvió a mirarla de hito en hito y le hizo una pregunta más directa:
—¿Cómo te las apañas para salir adelante?
Fue la única vez que ella dudó en contestar. Luego lo dijo claramente:
—Tengo un hombre.
El brigada torció el gesto. Eso era precisamente lo último que hubiera querido oír.
—Escucha, Maruzza: tú no tienes residencia aquí —trató de explicarle—. Para
quedarte aquí, debes demostrar que puedes mantenerte por ti misma, con tus medios,
si los tienes, o con tu trabajo, o de una forma honesta. De lo contrario, me veré
obligado a hacerte la hoja de ruta y mandarte a tu pueblo.
—Tengo un hombre —respondió Maruzza—; un hombre honrado.
El brigada olvidó ya su paternalismo y se enfadó:
—Una muchacha no tiene un hombre, ¿cómo quieres que te lo explique? Una
mujer, o tiene un marido, o vive en casa de sus padres, o trabaja, y tú no haces
ninguna de esas cosas.
Entonces, los ojos de Maruzza empezaron a dulcificarse. Las dos piedras, negras
de odio, se dilataron rápidamente, se suavizaron y se transformaron en dos lagos de
luz.
—Nos casaremos —dijo.
El brigada comenzó a abrir la boca con la intención de gritar, pero no lo logró. Se
quedó con la boca medio abierta, mirándola, titubeando entre el deseo de dar un
puñetazo sobre la mesa y soltar una palabrota, o apoyarse en la silla y mover la
cabeza sin decir nada, resignándose a lo absurdo. Después se recobró:
—Maruzza, tú eres una mujer que ya conoce a los hombres —le explicó casi con
indulgencia—. ¿Quién te ha dicho que va a casarse contigo?
—Uno —exclamó ella, y se encogió de hombros.
—Está bien, uno. ¿Y tú crees que se casará contigo?

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—Sí.
—¿Y por qué?
—Porque sí.
El soporte donde estaban los sellos de goma se estrelló en el suelo como un
proyectil debido al violento puñetazo que el brigada dio sobre la mesa.
—¡A mí no me respondas «porque sí», Maruzza! Ya tengo bastantes mujeres de la
calle en mi zona, sin necesidad de importarlas de otras provincias. Y esa historia de
que tienes a alguien que va a casarse contigo, se la cuentas a tu abuela, pero a mí no.
Se pasó el dedo índice por la frente:
—Aquí no tengo nada escrito, como creéis tú y las otras como tú.
Maruzza miró con desdén los sellos y el portasellos que habían rodado por el
suelo.
—Usted no debe insultarme, brigada.
El brigada había recargado las tintas de la escena de cólera, a fin de que ella
reaccionase y entonces él pudiese comprender si decía la verdad. Ahora hizo una
pausa, tocó el timbre y, cuando entró un carabinero, le dijo que recogiese los sellos y
los pusiera otra vez encima de la mesa. Cuando éste se fue, continuó, como si aún
estuviese encolerizado:
—Bien, sigamos; hay uno que se casará contigo, es decir, tienes novio. Está bien.
¿Cuándo le has conocido?
—Cuando llegué aquí, el mismo día.
Ni siquiera hacía una semana, pensó el brigada. Apretó los dientes; no le gustaba
que le tomasen el pelo. Siguió:
—Ah, entonces os conocéis hace mucho. Y él, ¿qué sabe de ti?
Maruzza mantuvo su mirada.
—Todo —contestó. Después bajó los ojos—. Incluso lo que no saben ni usted ni
mi madre.
Entonces el brigada empezó a comprender que tal vez ella no quería engañarle.
—¿Y se casa contigo de todos modos?
Los ojos de la muchacha, grandes, húmedos, dijeron que sí, con orgullo.
—¿Y tú le crees?
Los ojos de ella se burlaron de él, casi con desprecio, sin miedo. Sí, le creía, le
dijeron aquellos ojos. Y tenía compasión de él, que no acababa de creerlo.
El brigada comprendió aquel lenguaje.
—¿Y cuándo os casaréis?
—En cuanto acabe el luto por la muerte de mi hermano.
—Dentro de un año —comentó el brigada, y movió la cabeza—. Mira, Maruzza,
yo no tengo la paciencia de un santo. Ése te deja plantada dentro de quince días, o tal
vez antes; luego, encuentras otro, y así vas tirando, y cada vez dirás que se trata de tu
novio y que se casará contigo. Y si obras así, tu denuncia valdrá menos que esa colilla
que está encima del platito, y yo te devuelvo a tu pueblo en el primer tren.

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—Ése no me planta —respondió Maruzza. Sacó del bolsito una tarjeta—. Ya no
estoy en el hotel, porque se me acabó el dinero y no tenía ni siquiera para comer.
Entonces él me llevó a su casa. Ahora vivo aquí —le entregó la tarjetita. En ella sólo
había escrito: «Lignano, calle Tolmezzo».
—Si cambiaste de domicilio, debías habérmelo avisado —advirtió el brigada,
manoseando la tarjeta con nerviosismo.
—Y eso es lo que hago, avisarle —le respondió Maruzza—. Me lo dijo él; que le
comunicara que vivo allí.
Desde hacía unos instantes el brigada había dejado de pensar que la chica quisiese
hacerle creer que tenía novio, y además quién sabe la clase de prometidos que
encontraría, con la playa llena de soldados americanos, que no razonaban cuando
veían a una morena como aquélla. Desde hacía unos momentos comenzaba a pensar
en dos hipótesis nuevas: o que Maruzza se había enamorado como una estúpida y se
tragaba todas las promesas que el tipo le hacía, incluida la de casarse con ella
(algunas veces las más experimentadas eran las más ingenuas); o bien que de verdad
había encontrado a alguien que hubiese perdido la cabeza como para casarse en serio,
aun después de haberle confesado ella todas sus cosas; lo cual, tal vez, no era mucho,
porque Maruzza no estaba corrompida, aunque sí lo suficiente. Entonces le gustaría
echar un vistazo al tipo que iba a casarse con ella, pues éste sólo podía ser un
americano, pensó, o un alemán, ya que sólo los americanos o los alemanes podían
hacer de aquel modo la vista gorda.
—¿Y quién es ése que va a casarse contigo? —le preguntó—. ¿Cómo se llama?
De nuevo se dulcificaron los ojos de Maruzza.
—Se llama Giovanni, como mi hermano.
No, no se trataba de un americano.
—¿Alguno de tus paisanos que has encontrado aquí? —inquirió.
Había bastantes meridionales en aquella zona. Pero era muy poco probable que se
casaran con una como Maruzza.
—No —contestó la chica; ahora la voz era dulce—. Es uno de Venecia que
trabaja aquí.
Ah, uno del lugar, pensó el brigada.
—¿Y qué trabajo hace?
—Es el conductor del ómnibus —respondió Maruzza.
Volvió la mirada hacia la puerta cerrada, una mirada de una dulzura casi lánguida.
—Está ahí fuera esperándome —concluyó.
A su vez, el brigada miró hacia la puerta. Reflexionó un instante.
—Maruzza, es preciso que yo hable con ese hombre —dijo—. Debo asegurarme
de tu buena conducta mientras estés aquí.
—¡Pues háblele! —respondió ella con orgullo—. También él quiere hablarle. Ha
dicho que quiere avalarme.

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A veces suceden cosas increíbles, pensó el brigada. Ocurren porquerías de las que
uno se pone malo con sólo pensar en ellas y, luego, se presentan otras más limpias
que aquella mañana clara y fresca, y uno casi no acaba de creer que puedan ocurrir.
Hubo un momento en que el brigada pensó en algún viejo que, chiflado por Maruzza,
quisiese casarse con ella. Pero una persona que conduce el ómnibus no podía ser
vieja.
En seguida llamó al centinela.
—Sal afuera con la señorita; hay un hombre que ella te indicará. Hazlo venir aquí
—le ordenó.
Casi al instante entraron los tres, Maruzza, un joven con una camisa color
zanahoria y pantalones cortos, que parecía un alumno de enseñanza primaria que
hubiera crecido demasiado, y el centinela.
—Vete —conminó el brigada al carabinero; luego le dijo más amable a Maruzza
—: Déjanos un momento también tú.
El joven le apretó la mano a Maruzza:
—Estate tranquila, Marieta; todo va bien —le dijo.
La agitación le hacía hablar en véneto, pero ella lo entendió de todos modos.
El brigada comenzó a comprender la situación sólo con mirar a los dos al realizar
aquel ademán: el joven estaba lo que se dice colado por ella. Eso les suele suceder a
los hombres, pensó ácidamente, pues era soltero; de otro modo no se casaría nunca.
—¿Cómo se llama usted? —dijo al joven, que permanecía de pie mientras él se
sentaba.
—Giovanni Pierandola —respondió. Estaba nervioso y tranquilo a un tiempo.
Tranquilo por aquella especie de fuerza y calor que tenía dentro de sí cuando pensaba
en Maruzza, o Marieta, como él la llamaba. Nervioso, porque era joven, tenía miedo
de los carabineros y de todo cuanto se relacionase con la ley—. Yo respondo de la
señorita —continuó con infantil solemnidad.
Está bien, pensó el brigada; para él era fácil dar garantías pensando en aquella
morenaza.
—¿Lleva algún documento?
—Sí, señor.
El joven debía de estar muy preparado para este momento. Sacó del bolsillo del
pantalón dos documentos.
—El pasaporte —dijo, entregándole uno—. Y el permiso de conducir —añadió,
mientras le daba otro—. Trabajo desde hace tres años con los autocares.
También citó la sociedad de los autobuses.
El brigada estudió bien la documentación, y luego se la devolvió:
—¿Cuánto tiempo hace que conoce a la señorita Masetta? —preguntó con
malicia.
El joven se ruborizó. Se detuvo un momento antes de hablar. Luego respondió:
—Desde la semana pasada.

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Cada vez más maligno y frío, el brigada le preguntó:
—La señorita dice que usted ha prometido casarse con ella.
—Sí, señor —contestó el joven, con la furia contenida de los venecianos, una
furia delicada y profunda, entusiasta. Ni siquiera se percató de la risita ácida que
había en los ojos del brigada, ante la idea de que al cabo de sólo una semana ya
quería casarse con ella.
—¿Y cuándo se casará con ella?
—Señor brigada, por mí en seguida; pero ella debe llevar luto por el hermano —
contestó el joven, aún con su cálida y tierna furia—. Le he dicho que podíamos pedir
la dispensa para contraer matrimonio en seguida, pero ella no quiere; dice que debe ir
vestida de negro, por lo menos durante un año. Por ello, esta mañana iremos a la
modista, a ver si ya le ha hecho el vestido negro. Sabe usted, es una muchacha
desgraciada, y sufre mucho por el hermano. Pero es una buena chica, se lo garantizo
yo…
Está bien, y dale con las garantías. El brigada se quede impasible mientras oía
aquel caudaloso río de palabras.
—… pero, para mí, es como si ya estuviésemos casados; la he llevado a mi casa
porque carecía de medios y, entonces, hubiera tenido que regresar al pueblo, y yo no
quería que volviese. Le he dicho que se viniese a mi casa; vivo solo con mi tío que es
inválido, aunque tiene una pensión. Necesitamos una mujer en la casa y, ahora, poco
a poco, tal vez consiga convencerla para que nos casemos antes de que finalice el
luto, pues es inútil que esperemos un año…
El brigada levantó una mano en señal de que había comprendido, y el joven,
todavía algo excitado, se calló de repente.
—Éstas son cosas que a mí no me interesan —dijo algo menos frío—. Para mí, la
cuestión es que esa muchacha no tiene residencia aquí, carece de trabajo, y debe
demostrar que consigue mantenerse de un modo honrado. Yo no quiero saber nada de
todas estas historias, pero si me entero de que la chica ya no está con ustedes, bien
porque se haya ido, o bien porque la hayan despedido, y no se porta bien, le hago la
hoja de ruta y la vuelvo a mandar a su pueblo. —Se calló un instante; luego, dijo
como distraído—: Naturalmente, lo mejor sería que se casasen. —Calló otra vez y al
poco rato añadió—: Recuerde bien cuanto le he dicho: hoja de ruta al menor lío.
El joven movió con energía la cabeza.
—No, no, señor brigada: no habrá líos.
—Será mejor así —respondió el brigada—. Váyase, pues, y diga a la señorita que
vuelva dentro de tres días porque tendré noticias que darle.
—Sí, señor.
El joven hubiera querido saludar antes de salir, pero estaba demasiado excitado, y
sólo sonrió; con aquellos pantalones cortos, enseñando las rodillas y sus delgadas
piernas, parecía de verdad un escolar.

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Maruzza le esperaba afuera, al sol, mientras vigilaba la moto. Giovanni volvió a
tomarla de la mano, como antes cuando estaban delante del brigada.
—Todo ha ido bien, Marieta.
Ella también le apretó la mano, porque el sentirlo cerca, notar su mano y su
presencia, era lo único que podía superar el odio en que estaba inmersa.
—Gracias, Giovanni.
Le llamaba Giovanni, y no Giannuzzo como al hermano, pero ponía tanta ternura
en aquel «Giovanni», que pronunciaba aún con cierta dificultad, que era como si le
acariciase. Cuando estuvo sentada a horcajadas sobre la moto, detrás de él, abrazada a
su cintura, le dijo:
—¿Me llevas a la modista?
—Sí, Marieta.
Hacía una esplendorosa mañana, incluso en la casucha de la modista, una especie
de barracón prefabricado en media hora, situado en un caminito detrás del paseo que
bordeaba el mar. Se encontraba atestado de vestidos colgados de un alambre, vistosos
vestidos playeros, falditas de veinte centímetros, trajes sastres de colores chillones,
violeta tipo helado, naranja eléctrico y verde bandera; aquel vestido completamente
negro, que la modista sacó de un armario, donde lo había escondido, pues si las otras
clientas lo veían hubieran tocado madera, apagó rápidamente el esplendor de aquella
mañana.
Maruzza lo miró centímetro a centímetro, costura por costura; luego, llena de
odio, endurecida por el odio, le dijo a la modista que se lo quería poner en seguida.
—Venga aquí, señorita —le rogó la modista.
También ella sabía, como todos en el pueblo, que Maruzza era la hermana del que
habían matado. Por una parte, estaba orgullosa de haberle hecho aquel vestido; pero,
por otra, no sabía hasta qué punto se trataba de una buena publicidad, y no veía la
hora de quitarse de en medio aquel traje. Pero sentía tanta compasión por aquella
muchacha que la acompañó detrás de una cortina que pretendía ser de terciopelo, y
donde las clientas se probaban los vestidos.
Maruzza le dio las gracias con los ojos y, en cuanto se quedó sola, empezó a
desnudarse; después sacó del bolso un par de medias negras y se las puso. No tenía
liguero, pero sí unas viejas ligas verdes que llevaba en la maleta y que se había traído
del pueblo porque hacían juego con el vestido verde que acababa de quitarse. Ahora
no entonaban lo más mínimo, pero iban por debajo, pensó; y, en efecto, en cuanto se
puso el vestido de luto, desaparecieron las ligas verdes, junto con toda su belleza y su
fuerza vital, como si las hubiese apagado. Su oscura carne, con toda aquella negrura,
sombría y opaca, pareció transformarse gris y carente de luz. Sólo le quedaba el
carmín de los labios. Se le había olvidado, aunque en seguida se lo quitó con el
pañuelo, con ademanes secos, a impulsos del odio del que estaba henchida. Por
último, se miró en el espejo. No le quedaba ni siquiera el resplandor de los ojos,
porque el odio se los oscurecía, los convertía en dos piedras duras y opacas, y, si

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Salvatore Stavardone los hubiera visto, habría sentido miedo. Y se puso a hablar con
él ante el espejo, con Salvatore Stavardone, con el pensamiento; en realidad, no era
un pensamiento, sino una oleada de odio que le alcanzaría aunque hubiese estado
lejos, al otro lado del océano, en aquella América a la que quería llevarla para que
hiciera cosas sucias de las que viven los hombres como él.
—Salvatore Stavardone —le dijo con el pensamiento—, me he puesto el vestido
negro; helo aquí, Salvatore, éste es el luto por mi hermano, como tú habías dicho.
Pero recuerda que te pasarás toda la vida en la cárcel, como si fueses una carroña.
No dijo carroña; pronunció el término más despreciable del dialecto siciliano, y
que, con una sola palabra, hería a su madre, y a la madre de su madre y a toda su
sangre hasta las generaciones más remotas.
Luego salió y se presentó ante Giovanni. Éste estaba acabando de pagar a la sastra
y le sonrió, mientras seguía contando el dinero. Pero ella era demasiado mujer para
no darse cuenta de que él apenas la reconocía, sin el carmín de los labios, toda ella
envuelta en negro, hasta el cuello, con mangas largas, carente de línea femenina, y
que ni siquiera se le veían las piernas, porque se lo había hecho tan largo que le
llegaba casi hasta los tobillos. Y ahora hasta resultaba difícil subir a la moto con
aquel fúnebre estorbo alrededor de las piernas; en esta ocasión no se arrojó sobre el
sillín con el impulso vital y primaveral de otras veces. Y antes de que se pusiese en
movimiento, le agarró por el brazo y le obligó a darse la vuelta.
—Estoy fea, ¿verdad? —le preguntó.
—No, no, Marieta —respondió él.
Algunas forasteras, con camisa de toalla y el dos piezas debajo, se detuvieron un
momento y miraron a aquella chica vestida de negro, sentada a la amazona sobre la
moto parada. Incluso un muchacho la miró y dejó de silbar Marina.
—No, estoy fea —dijo ella con suavidad y firmeza al mismo tiempo—, y si no te
gusto, échame; en cuanto quieras, ahora mismo. No te preocupes por mí.
Con un ademán furioso, Giovanni dio una fuerte patada al pedal y puso el motor
en marcha.
—¡No hagas que me enfade, estúpida! —dijo con una furia quebrada por la
emoción, y completamente en dialecto.
Ella se agarró con fuerza a la cintura del joven. Pero, mientras la moto corría,
empezó a pensar: «Puedes despedirme cuando quieras, no soy guapa, ya lo ves, y ni
siquiera soy una muchacha como es debido, pero llevaré este traje, no sólo durante
todo el tiempo del luto, sino hasta que el que ha matado a mi hermano no se halle en
la cárcel para siempre, aunque lo metan en prisión dentro de diez años».
Ya le diría aquellas cosas más tarde, y, desde aquel momento, estaría dispuesta, en
cuanto intuyese que él estaba cansado, a irse de su casa y de su vida, con la maleta de
aluminio y su carga de odio.

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18

Desde la ventana que daba al jardín, Alberto, que se había asomado un momento, vio
al joven carabinero que llegaba y se detenía delante de la verja. Entonces se quedó
observando. Michela y su padre, con Roberto y Sebastiano Arrighi, estaban en el
mirador. Los había dejado cinco minutos antes, porque debían salir todos juntos a dar
un paseo y había ido a ponerse unos zapatos más fuertes. Aquella mañana las cosas
habían sido un poco difíciles con Michela, pero sólo durante los primeros cinco
minutos. Él fingió no saber que ella había salido la noche anterior con Roberto, y ella
había fingido que la cosa era así. Después había sido Roberto el personaje principal,
no porque hablase mucho, sino porque su regreso había hecho feliz a Sebastiano
Arrighi y a ese mastín gruñón de Silvestro Loré, que demostró al joven hijo pródigo
que su vuelta había sido lo más razonable y «exacto», le repetía, que hubiera podido
hacer. Roberto parecía estar de acuerdo, aunque a él, a Alberto, no le había parecido
muy tranquilo; los neurasténicos nunca lo están. Ahora, después del almuerzo, y tras
la siesta, se habían vuelto a reunir todos en el mirador y proyectaban ir a estirar las
piernas por la orilla del río. Un sereno paseo familiar.
Que tal vez no lo sería, pensó Alberto, al observar cómo el carabinero tocaba el
timbre. El sonido llegó hasta el mirador, si bien desde este sitio no podían ver quién
tocaba el timbre. Así, aún durante unos minutos, todo seguiría en calma y con un aire
familiar, incluso algo aburrido. He aquí a la criada que atraviesa el jardín seguida por
el viejo perro, que intentó ladrar al primer ring ring, y que, al cabo de poco, se quedó
silencioso, convencido de la inutilidad de sus ladridos; el animal se limitó a acercarse
hasta la reja para ver de quién se trataba. Y fuese quien fuese, lo observaría con
indiferencia, sin hostilidad y sin alegría; y así lo hizo, en efecto, mientras miraba al
carabinero y se sentaba acto seguido, muerto de cansancio, al tiempo que la criada
hablaba con el visitante.
Aunque Alberto no lo oía, podía repetir las palabras que intercambiaban los dos,
la criada y el carabinero, ambos a cada lado de la reja:
—¿Vive aquí el señor Arrighi Roberto?
No Roberto Arrighi, sino Arrighi Roberto.
—Sí —contestó la criada; luego, aunque dudase al principio, la vio abrir la
puerta.
—¿Está en casa? —preguntó el carabinero.
—Sí —respondió la criada.
—Debo entregarle un papel de parte de la Comandancia —decía el carabinero.

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Desde la ventana, Roberto vio cómo la mujer hacía entrar al carabinero, volvía a
cerrar la puerta de la verja y se dirigía con él hacia el interior de la casa.
El perro continuaba sentado mirando a ambos, con la lengua un poco fuera y el
aire triste de quien siente la inutilidad de las cosas. Por consiguiente, decidió echarse
sobre la fresca gravilla, aunque estuviese dura.
Alberto contempló durante un tiempo al animal, luego se alejó de la ventana y se
sentó encima de la camita.
Ahora sabría qué sucedería, y esperó. Entretanto, en vez de ponerse los zapatos de
pasear, se quedó con los cómodos mocasines que llevaba y encendió un cigarrillo.
Casi lo había terminado, cuando oyó por el corredor los pasos de Michela. Llevase
sandalias o tacones, los reconocía a la perfección; era un paso suave y largo, pero no
de modelo o actriz de pasarela o de coqueta de paseo. Desde niña andaba así, cuando
aún ignoraba su feminidad; él se acordaba porque, de muchacho, aquel paso tan
femenino y casi aristocrático le producía oscuras turbaciones, cuya huella viva aún
parecía conservar en la memoria.
Después la oyó llamar a su puerta y, sentado aún en la cama, le dijo:
—Adelante.
Ya, antes de que abriese, se imaginó la cara que tendría y, en efecto, cuando entró
tenía la expresión que había imaginado, con los ojos aún más grandes, dilatados por
la angustia. Llevaba en la mano un impreso, la citación que el carabinero había
entregado personalmente a Arrighi Roberto, no a Roberto Arrighi, y mucho menos
Roberto a secas, como era para ella.
—Ha venido un carabinero a entregar esto —le dijo ella, mientras le tendía la
hoja de papel, de un blanco sucio, con unas pocas líneas impresas, completadas con
algunas palabras escritas a pluma, una firma y un sello de color violeta.
Alberto se levantó, apagó el cigarrillo en el cenicero; luego cogió la hoja y la
leyó. Le pareció que oía latir el corazón de Michela; lo veía latir en una vena de la
garganta, turgente por la angustia.
—¿Qué ha dicho tu padre? —preguntó.
—Ha hablado con el carabinero y le ha revelado quién era. —Michela trató de
dominar la ansiedad que reflejaba su voz—. Le ha dicho que Roberto irá dentro de
poco a la Comandancia.
—¿Y qué ha opinado Roberto? —preguntó con cierta monotonía.
No la miró. Le hacía daño. Buscó otro cigarrillo y lo encendió.
—Roberto ha dicho que quiere irse —respondió ella. Se mordió los labios; se
había puesto pálida—. Papá dice que debes acompañarlo tú; luego, más adelante,
intervendrá él.
Alberto se dirigió a la ventana, y desde ella vio lo que esperaba ver. Roberto
estaba ante el garaje y subía el cierre metálico. Junto a él se encontraba su padre y
Silvestro Loré, que le hablaban. No se oían con claridad sus palabras, pero sí el
sonido de las voces, altas, excitadas.

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—Voy a detenerlo; si no, ése se va —dijo a Michela.
Le puso una mano encima del hombro donde la mantuvo, pesada, durante un
momento:
—No te preocupes, es una simple citación de los carabineros. Si hubiesen querido
detenerlo, habrían venido aquí a por él en vez de entregarle un papel.
Ella dijo que sí con la cabeza; su energía le daba fuerzas, pero no esperanza; de
improviso se sentía vacía de esperanza.
Abajo, Roberto estaba ya al volante del coche y había puesto el motor en marcha,
mientras Silvestro Loré tenía colocada una mano sobre el brazo del muchacho y le
hablaba, y Sebastiano Arrighi, delante del coche, permanecía en silencio, inmóvil,
como si quisiese impedir que su hijo sacase el automóvil del garaje.
Alberto se dirigió en línea recta hacia el coche americano y se subió a él, sin
hablar. Pero fue Roberto quien, al verle a su lado, estalló. Michela, que también
acababa de llegar, contempló cómo el rostro de Roberto se cubría de repente de
grandes venas azuladas, llenas de sangre y de ira hasta casi explotar.
—Baje. Yo ya sabía que esto iba a acabar así, y ahora no tengo necesidad de
nodrizas —le dijo. La voz aún no era muy alta, pero dentro de un instante se pondría
a chillar.
—No haga escenas estúpidas delante de su padre —dijo Alberto—. Salgamos de
aquí y hablaremos luego.
—¡No, usted se baja! —aulló Roberto con toda su voz.
Sobre la frente, se le contorsionó una vena como si se tratase de una serpiente
fustigada.
—De lo contrario, le echo afuera —añadió.
Alberto murmuró, con voz apenas audible, pero pavorosamente seria:
—Vayámonos de aquí; si no, le dejaré inconsciente de un puñetazo y me lo
llevaré, quiera o no quiera usted.
De un color ligeramente azulado sanguíneo, el rostro de Roberto comenzó
lentamente a aclararse.
—Muy bien; vámonos de aquí —murmuró también él, casi en un susurro; tal vez
ni Silvestro Loré ni Michela lo pudieron oír—. Después ya le echaré en medio de la
carretera.
Alberto le dijo a Sebastiano, que estaba pálido y deshecho, delante del morro del
coche:
—Deje que nos vayamos, por favor; daremos una vuelta para hablar.
Entonces, el viejo Sebastiano se movió y Roberto hizo saltar el coche frenándolo
de golpe ante la verja cerrada. Michela corrió detrás de ellos.
—Abre la verja, Michela —le pidió Alberto, y le sonrió, si bien el rostro de la
muchacha siguió descompuesto.
—No cometa locuras, Roberto —advirtió Silvestro Loré, que había llegado
también a la altura del coche, jadeando a causa de la carrera—. Haga caso a Alberto.

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Roberto callaba, mirando ante sí a Michela que abría la puerta. Cuando apenas
vio que había espacio suficiente para dejar pasar el coche, salió disparado con
verdadera furia, recorrió el caminito a ochenta por hora y, después, lejos de su padre,
de Michela y del padre de Michela, perdió ya los estribos. Frenó el coche, se bajó en
torvo silencio, se dirigió a abrir la portezuela del lado donde estaba Alberto, lo agarró
por un brazo y, en un arranque neurótico, lo echó fuera.
—¡Largo! —escupió, más que habló—. ¡Eso es lo que quería, que viniesen a
detenerme, y ahora han venido!
Le empujó más de un metro de un empellón, mientras Alberto, casi con dulzura,
le dejaba hacer. Pero no tanto como para no agarrarle una mano y torcérsela de
improviso junto con el brazo, obligándole a doblarse y a permanecer inmóvil. Había
practicado durante muchos años el judo y la lucha libre, pesaba algunos kilos más que
Roberto y éste no tenía la menor esperanza de poder reaccionar. Se quedó quieto,
tembloroso, sudando a causa del brazo torcido hasta el límite de la rotura.
—Si le quisiese mal, le dejaría huir de verdad —le dijo Alberto—. Dentro de dos
días volverán a cogerle, y entonces sí que tendrá que esforzarse para demostrar su
inocencia.
De repente le soltó el brazo.
—Adelante, vayamos juntos a ver a los carabineros. Yo hablaré antes con el
brigada; después le interrogará, firmará su declaración y dentro de dos horas
estaremos en casa y todo habrá concluido. ¿Cómo es posible que no comprenda que
ha forjado una estúpida tragedia en torno a un hecho que no significa nada?
Roberto lo miraba fijamente, pero con ojos turbios en los que ya no había furia, ni
tampoco miedo; tal vez sólo vergüenza de tener que someterse ante la fuerza y, sobre
todo, ante la lógica de las cosas. Volvió a ponerse al volante. Sabía dónde se
encontraba la casa del puesto de carabineros, pues había estado allí muchas veces
para la licencia de los fusiles de caza y el revólver que tenía en casa. Condujo
despacio; Alberto lo vigilaba, aunque comprendió que ya no haría más trastadas. El
estallido de cólera había acabado y ahora sólo debía de estar cansado y deprimido.
—No se preocupe —le dijo—. Para algo estoy yo y, sobre todo, el padre de
Michela. Es una lata, lo comprendo; pero ahora quedará libre por completo.
Le ofreció un cigarrillo; Roberto rehusó con la cabeza y, poco después, se detuvo
delante de la Comandancia de carabineros, en un tranquila calleja umbrosa, en un
extremo del pueblo. Alberto abrió la portezuela, pero antes de bajar le dijo:
—Me fío de usted; quédese aquí mientras yo hablo con el brigada.
Roberto asintió con la cabeza sin mirarlo. Alberto se apeó y entró en la pequeña
casa sin volverse hacia atrás. Si quería huir, que huyese, peor para él; pero pensó que
no lo haría.
Al fondo de un oscuro y fresco corredor se encontraba el carabinero de guardia
que, al oír los pasos, le salió al encuentro. Alberto dijo que pertenecía al Ministerio
de la Gobernación y que quería hablar con el brigada. Al cabo de un minuto, el

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centinela le hizo entrar en la oficina. El brigada estaba poniéndose la chaqueta que se
había quitado a causa del calor y por el enfado de ciertas tonterías que le procuraban
los turistas de vacaciones, y sondeó con desconfianza a Alberto, ya que encontraba
extraño que un funcionario del Ministerio de Gobernación fuese allí con una camisa
negra. Y lo miró sin consideración alguna, porque pensaba que del Ministerio sólo
podían llegar quebraderos de cabeza.
—Siéntese —le dijo, cortés aunque frío.
Por la tarde, el sol daba de lleno sobre las ventanas del despacho y, entre las
persianas bajadas, penetraba un aire verde y caliente que producía sudor y hacía que
uno se apoltronase.
Alberto se sentó y explicó con más detalles quién era; es decir, que estaba
adscrito a la sección de la policía científica del Ministerio, conectado con la Interpol.
Pero añadió rápidamente que se encontraba allí en visita privada, simplemente porque
un amigo de sus queridísimos amigos —dio el nombre de Silvestro Loré— había
recibido una citación de aquella Comandancia.
—No he llamado a nadie —le contestó el brigada, nervioso ante el nombre de
Silvestro Loré, comendador, del que había oído hablar alguna vez, y siempre con
juicios poco simpáticos acerca de su ferocidad.
—Se trata de Roberto Arrighi, de Latisana —siguió Alberto, en tono calmoso,
muy amable, pues sabía que no debía herir la susceptibilidad del brigada.
—Ah, sí, me he olvidado —repuso el brigada, cada vez más molesto, incluso de
tener que reconocer su falta de memoria.
Alberto le ofreció un cigarrillo que el brigada rehusó; se encendió uno y a
continuación le habló de Roberto. El brigada escuchaba con muy poca paciencia; de
vez en cuando miraba hacia el techo, mientras Alberto hablaba, o bien se abrochaba
mejor un botón de la guerrera. Por último, también él encendió un cigarrillo. En
cierto momento de la conversación, incluso se encogió de hombros, como para
indicar las bobadas que tenía que escuchar. En su zona, él era rey y amo absoluto;
nadie podía o debía interferirse en su trabajo, a no ser sus inmediatos superiores de
Udine. Si se pensaban que los funcionarios del Ministerio de la Gobernación le daban
miedo, se equivocaban. Pero, cuando Alberto acabó, el sentido del deber venció su
susceptibilidad y sacó del cajón el expediente «Giovanni Masetta», que hojeó por
enésima vez antes de responder. Luego dijo:
—He llamado al señor Roberto Arrighi porque me han proporcionado su nombre
a través de una llamada telefónica anónima. Usted que es del oficio, ya sabe que
hemos de tenerlo todo en cuenta.
Alberto asintió. Se percataba de que el brigada lo miraba con menos antipatía.
—Que conste que en la investigación que estoy llevando a cabo, nadie me ha
señalado nunca a ese Roberto Arrighi. Si no me hubiesen telefoneado, nunca se me
hubiera ocurrido su nombre.

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—De todos modos —respondió Alberto— ahora está aquí fuera y podrá
interrogarle cuanto guste. El comendador Loré sólo le ruega, si usted no tiene nada en
contra, que lo mantenga informado del interrogatorio de este señor, que es amigo
suyo.
El nombre del comendador Loré, pronunciado por segunda vez, trajo otra vez al
despacho la sombra de un cabecilla del Ministerio, y el brigada volvió a molestarse.
Si creían que podían inmiscuirse en sus asuntos…
—Hágalo entrar; le interrogaré en seguida —dijo con sequedad.
Alberto escuchaba atentamente, por si oía algún ruido de motor. El neurasténico
aún no había huido; sin embargo, lo mejor sería no hacerle esperar demasiado.
—Tengo miedo que ese chico esté algo enfermo de los nervios —respondió
mientras se levantaba—. Además, todos los burgueses, en cuanto tienen algo que ver
con los carabineros, o con la policía, pierden la compostura.
—Y luego no colaboran con la ley —siguió el brigada.
Pese a todo, aquel joven con camisa negra no le era antipático. Debía de ser
alguien que conocía su oficio; si hubiese tenido un elemento así en sus dependencias,
hubiera desenredado más de prisa aquel asunto de Giovanni Masetta. El deseo de
hablar con alguien que pudiese comprenderle de verdad fue más fuerte que su
desconfianza hacia los «civiles».
—¿Está usted informado de ese crimen? —le preguntó, levantándose también él.
—Sí, precisamente ayer leí en los periódicos todo lo sucedido —respondió
Alberto. Luego, con tono de adulación—: Naturalmente, usted sabrá mucho más de
cuanto dicen los diarios. Ha hecho bien en no contárselo todo a la prensa; sólo sirven
para complicar el trabajo.
—Informaré a los de la prensa cuando haya detenido al asesino y éste haya
confesado —comentó el brigada—; tal vez sólo se trate de horas; estoy esperando un
fonograma de Venecia.
Hubiera querido detenerse, pero no lo conseguía, y, por otra parte, debía
demostrar a aquel «científico» del Ministerio que ellos, sin «ciencia» ni
microscopios, conseguían lo mismo.
—Como usted puede ver, se trata de un crimen con arma blanca, y cuando un
meridional es asesinado con un cuchillo, nueve veces de cada diez ha sido otro
meridional el autor de la muerte. La hermana del muerto estuvo aquí y habló. Ya sabe
usted que es gente que habla sólo para vengarse. Debajo de todo esto, hay algo sucio,
de trata de blancas. Pero ya tengo el nombre del tipo que lo ha matado o lo ha hecho
matar.
Alberto asentía. Seguía atento a los ruidos de afuera, pero no oía ningún coche
que se pusiese en marcha. Después dijo, casi con indiferencia, la cosa más
importante, aquélla por la que había venido:
—El comendador Loré está aquí de vacaciones, en el chalé del padre de ese
joven; si usted desea cambiar con él dos palabras a propósito de esta historia, me ha

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dicho que vendrá con mucho gusto.
La visita de un pez gordo siempre es una molestia, pero también presenta muchas
ventajas. El brigada, aunque sensible a las molestias, no olvidaba las ventajas. Por
ello, asintió en seguida:
—Será un honor para mí —informó.
Le acompañó afuera, adonde seguía aún el neurasténico. Todavía se encontraba al
volante del automóvil y se volvió para mirarlos, con un seco movimiento de cabeza,
como si le hubiesen golpeado en la cara.
—Ahí lo tiene; ahí está Roberto Arrighi; se lo entrego —exclamó Alberto en tono
de broma.
El brigada, ya más tranquilo, le sonrió. Alberto se dirigió hacia el coche.
—Venga, no se preocupe. Se trata sólo de un formulismo. —Después le dijo más
bajo—: Tal vez han encontrado ya al asesino, pero usted no dé a entender que se lo he
dicho.
Rígido, sin decir nada, con los ojos aún turbios, Roberto tenía ahora la sensación
de ser un animal atrapado, y siguió a Alberto hasta el brigada que le esperaba en la
puerta.
—Les dejo solos, brigada —dijo Alberto—. Pronto le telefoneará el comendador.
—Se volvió hacia Roberto—: ¿Le importaría que fuese a dar una vuelta con su
coche? Volveré luego a recogerle.

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19

El sol ya no pegaba contra las ventanas del despacho y el brigada se dirigió a abrir las
persianas. Seguía haciendo calor; el aire continuaba siendo pegajoso, denso, pero por
lo menos ahora había un poco más de luz. Un carabinero, sentado ante la máquina de
escribir, golpeaba despacio las teclas.
El brigada miró un momento por la ventana, mientras se secaba el sudor del
cuello; luego contempló a Roberto en una silla cerca del mecanógrafo y a
continuación volvió a sentarse delante de la mesa.
—Hay un par de cosas que se deben aclarar —dijo. Hacía más de una hora que
permanecía aclarando un montón de cosas que hasta le parecían demasiado claras,
pero en su oficio había que ser muy meticuloso—. Mejor dicho, tres —continuó—.
Cuando usted conoció a aquella muchacha, en Sicilia, debió haber comprendido que
no se trataba precisamente de una muchacha de buena familia. ¿Me entiende? ¿O tal
vez pensó que se trataba de una chica con la que hubiera podido casarse?
—No —respondió Roberto decidido. Ya no sudaba. Durante la primera media
hora sudó de calor y angustia. Ahora ya no le afectaban el calor ni la angustia; es
posible que se hubiese resignado—. No pude decir nada acerca de ella porque la
conocía demasiado poco, pero comprendí que…
—¿Qué comprendió?
El mecanógrafo dejó de escribir y esperaba. Roberto, haciendo un esfuerzo,
murmuró:
—Que estaba acostumbrada a los hombres.
El brigada insistió:
—¿Y qué le hizo comprenderlo?
Roberto miró hacia la ventana.
—La conocí por la mañana —dijo— y aquella misma noche ya me fui con ella.
El brigada asintió: era lógico.
—Entonces, y perdone —siguió—, ¿cómo es que cuando el hermano de la
muchacha llegó desde Sicilia pretendiendo que usted se casase con su hermana, no le
contó eso, y se dejó, en cambio, impresionar por sus exigencias?
—Traté de hacérselo comprender —respondió Roberto. Había dejado de temblar
hacía poco. Hasta algunos minutos antes, le temblaban las manos y tuvo que
apoyarlas contra las rodillas—. Pero no se le puede decir a un hombre que su
hermana es una muchacha poco formal. Él gritaba que le había quitado la honra a su
hermana y yo no sabía qué responderle, a menos que no lo hiciese con malos modos.

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—Escriba —ordenó el brigada al carabinero mecanógrafo, y le dictó a
continuación—: «Aun sabiendo que la dicha Maria Masetta era mujer de dudosa
conducta, no tuvo el valor de rechazar de plano las peticiones del hermano de la
misma, Giovanni Masetta, y le dio dinero y sufrió sus escenas, ya que no osaba
decirle francamente que no era cierto le hubiese quitado la honra a la hermana de él».
Éste es el primer punto —añadió el brigada, elevando la voz para acallar el ruido de
la vieja máquina de escribir—. El segundo tiene que ver con el dinero. ¿Cuánto
dinero le dio a Giovanni Masetta la última noche en que lo vio, es decir, la noche del
crimen?
Roberto se pasó la lengua por los labios.
—Quizá más de cien mil liras —respondió—; no me acuerdo bien. Reuní todo el
dinero que tenía yo, más el que había en la caja de mi padre para pagar facturas.
El brigada se inclinó hacia él por encima de la mesa, incrédulo.
—¿Más de cien mil liras? —movió la cabeza—. ¿Está seguro?
—Indudablemente más —respondió Roberto—; de eso estoy seguro. —Se pasó
una mano por la frente, seca y ardiente, como si tuviese fiebre—. Estaba trastornado
—dijo en voz baja—. Nos habíamos estado golpeando hasta entonces, tenía miedo de
que papá se despertase y se pusiera malo; hacía semanas que aquel hombre me tenía
obsesionado, le hubiera dado cualquier cosa con tal de que me dejase en paz.
—Vamos a ver —recapituló el brigada agitando una gruesa mano peluda delante
de él—, ¿afirma usted que aquel hombre, cuando la noche del crimen le acompañó
usted a casa, llevaba en el bolsillo más de cien mil liras?
—Es cierto; se las había dado yo no hacía aún media hora.
El brigada rebuscó apresuradamente en el atestado de Giovanni Masetta que tenía
delante. Había una hoja con la relación de lo que se había encontrado en los bolsillos
del muerto, una relación muy breve: «1 paquete de cigarrillos nacionales con 4
cigarrillos; 1 pañuelo sucio; el documento de identidad expedido en su municipio;
230 liras en monedas (1 de cien, 2 de 50, 1 de 20 y 1 de 10); 1 ficha de teléfono; 1
lezna de zapatero». Nada más. Si el muerto hubiese llevado encima cien mil liras,
aparecería escrito. El brigada encendió un cigarrillo, aunque parecía que, más que
fumarlo, lo masticase, del modo como lo hacía girar entre los labios. Esto podía
significar dos cosas: o el que había matado a Giannuzzo le tomó las cien mil liras,
porque le iban bien, o para hacer creer que se trataba de robo con un homicidio,
cuando en realidad no era así; o bien, dado que el cadáver había permanecido en la
playa toda la noche, alguien, al verlo, lo había registrado y, al encontrar el dinero, se
había apropiado de él. Movió la cabeza y escribió en el folio donde estaba el
inventario de los bolsillos de Giannuzzo: «Detalle importante: véase el interrogatorio
de Roberto Arrighi, de Latisana». Después se volvió al mecanógrafo:
—Escriba: «La noche del crimen, a fin de librarme de las presiones y amenazas
del susodicho Giovanni Masetta, le entregué cuanto dinero hallé en casa; estimo que
más de cien mil liras». ¿Está bien así? —se dirigió a Roberto.

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Roberto asintió. No tenía ganas de fumar. Ni el ver fumar al brigada le despertaba
el menor deseo.
—Ahora el tercer punto —siguió el brigada. Lo pronunció lentamente—: El
cuchillo. Usted ha dicho que en un momento determinado, Giannuzzo le atacó con un
cuchillo, pero que usted le retorció el brazo y el arma cayó al suelo. Estaban en el
jardín de su chalé, y, por tanto, el cuchillo hubiera debido quedar allí; tarde o
temprano, alguien de la casa debería encontrarlo. —El brigada lo miró con insistencia
—: ¿Ha encontrado tal vez alguien ese cuchillo en el jardín?
Roberto se levantó. Había estado sentado más de una hora y se sentía entumecido.
—No —respondió. Luego añadió humildemente—: Perdone, brigada, pero no
puedo seguir sentado.
El brigada también se levantó:
—Ya casi hemos terminado. —Fue a apoyarse en la ventana, aunque el frescor
que le pudiese dar el aire no pasaba de ser una ilusión—. ¿Y usted no vio a
Giannuzzo recogerlo?
—No… —respondió Roberto, dudando. Luego añadió—: El jardín estaba oscuro.
—Sin embargo —siguió el brigada, que por fin había conseguido encajar un «sin
embargo»—, usted tendría buen cuidado de que no lo recogiese del suelo, no fuera
que le volviese a atacar con él.
—No —repitió Roberto—, porque él, en cuanto logré que soltase el cuchillo, se
puso a llorar y ya no tenía ningún deseo de atacarme.
«Está bien», pensó el brigada. Volvió a sentarse, y también Roberto se sentó,
mientras el carabinero mecanógrafo permanecía con las manos inmóviles sobre el
teclado, dispuesto a seguir escribiendo. Este punto del cuchillo era interesante.
Giannuzzo no podía haberlo recogido por dos motivos: uno, porque no se le había
encontrado en el bolsillo; y otro, porque cuando fue atacado por el hombre que le
había matado, hubiera sacado el cuchillo en caso de haberlo tenido y tal vez no se
hubiera dejado matar. De todas formas, no era seguro que hubiese sucedido así. Era
posible que Giannuzzo hubiera recogido el cuchillo, que se hubiese defendido de su
atacante, pero que éste lo hubiese matado y luego se hubiese llevado el cuchillo, junto
con el dinero:
—Escriba —ordenó al carabinero—: «Una vez entregado el dinero al susodicho
Giovanni Masetta, éste, que se encontraba mal debido a la pelea que sostuviera
conmigo, me pidió que le acompañara a casa en el coche». ¿Es así? —se dirigió a
Roberto.
Roberto asintió.
—«… Me pidió que le acompañase a su casa en coche», punto. «Yo le acompañé
hasta el final de la carretera de Lignano, cerca de la playa», punto.
Se volvió hacia Roberto:
—¿Le dijo Giannuzzo algo de particular cuando le dejó?

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—No —contestó Roberto. Se sentía relajado en la silla, aunque completamente
agotado—. No recuerdo bien. Me repetía siempre las mismas cosas: que haría venir
de Sicilia a su madre, a sus hermanas, a las tías…
—¿Entonces, estaba contento?
—Oh, sí, contento.
—¿Vio a alguien, por allí, por la carretera o cerca del pinar, cuando se despidió de
él?
Roberto movió la cabeza; estaba recostado completamente en la silla, con las
manos en los muslos, carente de energía.
—No sabría decírselo; no me fijé, pero me parece que no vi a nadie.
—¿Recuerda qué hora era?
—No lo sé con exactitud. Era tarde, tal vez más de las once.
El brigada se volvió hacia el carabinero mecanógrafo:
—Escriba: «Donde le dejé», punto y coma. «El susodicho Giovanni Masetta
estaba tranquilo y se dirigió hacia su morada mientras yo volvía a mi casa», punto, y
luego la firma, tras el párrafo acostumbrado.
Se dirigió a Roberto:
—Ahora firmará y, por el momento, hemos acabado. Debo decirle que deberá
comparecer en el juicio, pero aún falta tiempo para eso.
Embotado por el cansancio y la tensión nerviosa, Roberto no se dio cuenta del
leve tono de ánimo que había en aquellas palabras del brigada. Firmó sin preocuparse
de leer su declaración y el brigada le acompañó hasta la puerta; al llegar aquí se
detuvo. Le dijo casi bruscamente:
—¿Sabía usted que la hermana de Giannuzzo está aquí, en Latisana?
La cara de sorpresa de Roberto le dio la respuesta aun antes de que hablase.
—¿Ha ido tal vez a su casa? ¿Acaso a pedirle dinero?
Roberto cerró los párpados: ya no podía más.
—No —respondió—. No lo sabía, y no ha ido a verme.
—No tenga miedo, no creo que vaya —le comentó—; le ronda otro que no es
usted por la cabeza.
Ahora, el brigada ya tenía una idea más clara de la situación. Aquel Giannuzzo
Masetta no debía ser precisamente lo que se dice una joya. Había venido al Norte y se
había escondido en casa de su amigo Pappalettera, para huir de Salvatore Stavardone
que quería su pellejo. Al mismo tiempo, y dado que allí cerca vivía aquel ingenuo de
Roberto Arrighi que había estado una vez con su hermana, empezó a sacarle dinero
con el pretexto de que le había arrebatado la honra a su hermana. Pero la pobre
Maruzza sabía que nadie le había quitado la honra, porque hacía mucho tiempo que
carecía de ella. La mejor prueba de ello era que, aun sabiendo que Roberto Arrighi
vivía por allí, ni siquiera se le había ocurrido ir a buscarlo; ella sabía que aquel
muchacho no le había hecho ningún daño y que, por tanto, no podía pretender nada.
Y mucho menos había pensado en ir a verle tras enterarse de la muerte del hermano.

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Normalmente, no daba la mano a las personas que interrogaba y, además, de
uniforme, no estaba acostumbrado a esa clase de saludo. Pero el joven se la había
tendido con torpeza; era un pobre tonto que no sabía vivir, aunque fuese hijo de uno
de los próceres del pueblo. Y entonces se la estrechó.
Roberto salió con la sensación de aquella mano dura, seca y enérgica en la palma
de la suya. «Una mano violenta —pensó—, de hombre violento y lleno de fuerza».
Afuera estaba Alberto, de pie, junto a su coche. Alberto le miró a la cara, que
presentaba ahora un color grisáceo; no son agradables los interrogatorios de una hora.
—Vamos a beber algo —le dijo.
Roberto subió al coche, pero no al volante, sino junto al sitio del conductor.
—Conduzca usted, por favor.
Casi no se le oía. En cuanto se pusieron en marcha, se echó a llorar con toda su
fuerza, con la cara baja.
Alberto le golpeó la rodilla con una mano. «La tensión nerviosa», pensó. La
tensión había podido con él y ahora lloraba.
—Desahóguese un poco —le pidió—; no obstante, debería estar contento.
A través de las lágrimas, Roberto contestó:
—Gracias, pero usted no sabe lo que han sido para mí estos días.
—En parte lo puedo comprender —comentó Alberto—. Cuando los nervios
fallan, es mucho más fácil encontrarse mal.
—He hecho un papel de loco y de obseso con todos —añadió Roberto mientras se
secaba sus escasas lágrimas con la mano—. Estaba dominado por el terror, me sentía
al borde de la locura.
—Ahora ya se habrá convencido de que no le mandan a la cárcel —dijo Alberto,
casi con afecto—. Sólo ha sido un interrogatorio. ¿Le han tratado mal?
—Oh, no. —Se encogió de hombros y le miró como avergonzado—. Tal vez, si
no hubiese sido por usted, se hubieran portado con menos amabilidad. Pero, cuando
me quedé allí, solo ante el brigada, comprendí que me había portado como un niño.
—Es algo bastante corriente —observó Alberto. Disminuyó la marcha cerca del
bar de la carretera—. Entre nosotros, la gente tiene miedo de la policía, de la ley. Es
un mal, pero hasta ahora es así. Venga, beberemos algo. —Antes de apearse, le puso
una mano en el brazo—. Debo decirle una cosa que no sé si le gustará, pero
comprendí que, hasta que usted no hubiese aclarado su situación con los carabineros,
no tendría paz —le sonrió—. Y entonces he tratado de apresurar esta aclaración. En
resumen, avisé a los carabineros con una llamada telefónica anónima. Así, el asunto
queda zanjado. Si seguía esperando a que los carabineros fuesen a buscarle, hubiera
usted acabado antes de eso en una clínica de locos.
Vio que Roberto había empezado de nuevo a sudar y que lo miraba en silencio:
era probable que no tuviese en la cabeza ninguna palabra que decirle. La sensibilidad
de aquel muchacho debía de estar siempre en ascuas y a flor de piel. Tal vez le había
gustado por eso desde el primer momento a Michela. Quizás Alberto era demasiado

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tranquilo, demasiado corriente para Michela. Él gustaba más a aquellas lolitas tontas
que le decían que se parecía a Eddie Constantine.
—Gracias —respondió Roberto con dureza, mientras abría la portezuela—. Ha
hecho bien.
Mientras bebían en el bar, Alberto pensó por un instante que había obrado por el
bien de Roberto al telefonear a los carabineros. ¿O tal vez no? Pudiera suceder que,
en el fondo, entre aquella especie de inmundicia que tenemos dentro, y que los
psicoanalistas llaman Ello, existiese el secreto deseo de que los carabineros pensasen
que Roberto era culpable y lo encerrasen a la sombra, por lo menos hasta el juicio,
mientras él se quedaba con Michela, con Michela para él solo. Dejó de indagar al
respecto, porque no le gustaba hurgar entre la basura. «Adiós, Michela», pensó al
acabar de beber.

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20

Se despidió mentalmente de Michela muchas veces durante aquellos tres días. Le


había dicho adiós, cuando la noche del interrogatorio cenaron todos juntos en un
restaurante de la plaza, en Lignano. Michela, su padre, Roberto y Sebastiano Arrighi,
y él. Se sentían todos muy felices, casi también él, porque el problema de Roberto
había terminado, y se respiraba algo mejor. Se despidió de Michela al día siguiente, y
también al otro, cada vez que la veía junto a Roberto, lo cual sucedía con bastante
frecuencia, incluso aunque pareciera del todo casual, simplemente porque vivían en la
misma casa y hubiera resultado extraño que no se encontrasen. Le dijo adiós con el
pensamiento, en otras ocasiones, cuando les oía hablarse de usted, si bien era como
cuando el hielo está a punto de fundirse por un aumento de la temperatura, y aquel
sutil diafragma del usted —él lo sentía así— pronto se rompería, se fundiría, y dejaría
paso al más cálido tú. Se despidió de ella, con el pensamiento, sobre todo cuando se
daba cuenta de lo bien que se hallaba Michela; de cómo, por momentos, se
encontraba cada vez mejor. Incluso una tarde disputaron un partido de tenis con un
cuarto compañero que encontraron en el campo; ella jugó con mala técnica, pues
estaba desentrenada, pero llena de entusiasmo, de alegría de vivir. Formaba pareja
con Roberto, se comprende. En resumen, le dijo adiós, aunque esta vez no sólo con el
pensamiento, sino también de viva voz, aquella tarde, porque Michela ya se
encontraba bien, estaba curada, y esto era algo bueno, aunque él sobrase ahora.
Hubiera podido empezar su charla diciéndole: «Veo que ahora ya no tienes necesidad
de mí…», pero habría habido algo amargo en la frase, aunque lo hubiese dicho en el
tono más jocoso. Además, podía bromear con una Michela no enamorada, pero casi
sentía respeto por una Michela enamorada: si uno es un hombre, y una mujer a la que
conocéis desde hace veinte años se enamora de otro, de improviso se la siente más
lejana que una nebulosa, porque ella está proyectada hacia aquel hombre; y aunque
continúe tratándoos como siempre, uno se da cuenta de que ya nada de lo suyo es
vuestro; que, aunque diga simplemente buenos días, en su fuero interno ha pedido
antes permiso al hombre que ama: amor, ¿puedo dar los buenos días a este extraño?
Así pues, le dijo simplemente que se iba, sin siquiera buscar un pretexto; Alberto
se daba cuenta de que a ella no le interesaba el porqué de su marcha y ni siquiera que
se marchase. Experimentó la misma sensación cuando ella se enamoró de aquel otro,
del casado, y había preferido desaparecer. Naturalmente, Michela lo comprendió y
enrojeció. Él había vuelto por ella, y habían proyectado hacer unas largas vacaciones
juntos; pero, después de Roberto —el rubor estaba relacionado con aquel nombre y
con el hombre que lo llevaba—, ya no se había hablado de nada. Ella lo comprendía,

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y también comprendía que él estaría desilusionado y sufriría, pero no podía cambiar
las cosas y era demasiado inteligente como para interpretar la escena de rogarle que
se quedase.
—¡Oh, Al, lo siento! —dijo con sinceridad.
—Aquí, en esta casa, aparte de tu compañía exquisita —le dijo en tono de broma
—, me aburro mucho…
No hablaron más; además, en aquel momento llegó Sebastiano Arrighi diciendo
que su hijo —es decir, el hombre del destino, Roberto— quería preguntar a Michela
si quería ir a Lignano a bañarse. Este abstruso profesor de abstrusas lenguas ponía
algo nervioso a Alberto porque era demasiado feliz cuando veía a su hijo al lado de
Michela. Conocía el asunto de Irene porque se lo había contado Silvestro Loré, y por
ello Alberto comprendía que prefiriese ver a su hijo junto a Michela en vez de verlo
con Irene. Pero, de todas formas, le ponía nervioso la infantil euforia del abstruso
profesor.
En cuanto salió, se dirigió al bar y escribió una carta a Tatiana. Tal vez hablar de
carta fuera un término impropio. Alberto tenía horror a escribir, hubiera hecho
cualquier cosa con tal de evitar la carta. Las dos líneas que puso a Tatiana eran éstas:
«Querida Tatiana: Volveré a pasar dentro de unos días por ahí; haz lo posible por que
podamos vernos. Alberto».
Estaba convencido de que, por segunda vez, haría el papel de canalla con Tatiana.
«La cuestión es, querida, que la mujer por la cual suspiraba se ocupa ahora de otro,
me he quedado libre y, no sabiendo dónde reposar la cabeza, he venido a buscarte».
En el fondo, éste sería el razonamiento que le haría; y la verdad es que no constituía
un pensamiento agradable.
De todos modos, había echado al buzón la carta y, por la noche, después de haber
mirado la televisión junto con Michela, que estaba al lado de Roberto, y con Silvestro
Loré y el padre de Roberto, subió a su habitación y, en cinco minutos, hizo la maleta;
luego, bajaría para anunciar su partida.
Estaba a punto de dejar la habitación, cuando llamaron a la puerta y, antes de que
dijese adelante, entró Silvestro Loré; vio la maleta y el armario abierto.
—Michela me ha dicho que te vas.
—Sí —respondió Alberto.
Se oía abajo la televisión, que aún funcionaba y transmitía una novela; debía de
estar viéndola sólo la criada.
—No me habías dicho nada.
Aunque estaba serio, Silvestro Loré no se encontraba de buen humor; esto quería
decir que tenía el rostro sombrío. Cuando estaba serio, se le ponía una cara que
llegaba a espantar.
—Iba a decírtelo ahora.
Silvestro Loré tomó el cigarrillo encendido que Alberto había dejado en el
cenicero y aspiró una bocanada. Qué asco el vicio de fumar.

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—Oye, Alberto —le dijo—, preferiría que te quedases.
Alberto lo miró casi irónico.
—Puede llegar de un momento a otro trabajo del Ministerio, y quisiera tener
cerca a alguien como tú, en vez de tener que buscarlo en Roma por teléfono.
Silvestro Loré dejó el cigarrillo y Alberto, al observarlo, tuvo la sensación de que
mentía.
—Si te digo que no, ¿te enfadarás? —le preguntó.
Quizás en toda Italia, era el único que, aun siendo un subordinado del feroz Loré,
podía tratarlo con tanta confianza. Se percataba de que se aprovechaba del hecho de
ser hijo de la mujer que Silvestro Loré, desde hacía años, llevaba en el corazón,
aunque ahora, tanto ella como él, eran demasiado mayores como para poder realizar
ninguna cosa.
—Sí, me enfadaré —respondió Loré, despectivo como él.
Alberto intentó una maniobra aún más vil: le ofreció un cigarrillo.
—Hace tres años que no disfruto de vacaciones ni una semana —dijo.
Observó a Loré que miraba con rabia el cigarrillo y que, con igual rabia, lo sacaba
del paquete.
—Aquí estás de vacaciones —le respondió Silvestro Loré, en cuanto él le hubo
encendido el cigarrillo.
—No me gusta. Ya tengo un compromiso en otra parte —siguió Alberto.
Éste no tenía ninguna esperanza de vencerle; sólo quería descubrir el motivo por
el que Loré quería retenerlo allí. Pero sería difícil. Si Loré escondía algo, no era un
hombre que lo revelase, si no quería.
—Cancela el compromiso —afirmó simplemente Silvestro Loré.
—Jefe —respondió Alberto con un pretendido tono de bufón—, entonces se trata
de una orden.
—Déjate de bromas —continuó Loré. Fumaba con avidez. Pareció cambiar de
razonamiento—. He hablado con el brigada; creo que si vas a echarle una mano no le
disgustará.
—¿Una mano en qué?
—En el asunto de ese siciliano que han matado.
Éste no podía ser el motivo de que Loré lo retuviese allí. Aquel crimen, ahora que
el hijo de su amigo ya había sido interrogado, no debía de importarle nada a Loré.
—¿Qué quieres darme? ¿Trabajo durante las vacaciones? —dijo—. Tengo una
bella muchacha para estar con ella durante quince días, y tú quieres que me quede
aquí para dedicarme al asunto de ese siciliano.
—Siéntate, tenemos que hablar —añadió Silvestro Loré. Cada vez tenía menos
ganas de bromear. Se sentaron en dos butacones cerca de las ventanas—. He visto
todo el expediente y hay muchas pistas, demasiadas. El brigada sigue sólo una.
Indudablemente es la mejor, pero hace falta no olvidar las otras.

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Ahora parecía que hablase desde el sillón de su despacho en el Ministerio. Sin
embargo, Alberto siguió pensando lo mismo: que aquel crimen no era la razón real
por la que Loré pretendía retenerlo allí.
—¿Y qué debo hacer yo? —le preguntó.
—Voy a decírtelo —respondió Silvestro Loré, con los codos apoyados en las
rodillas, en un esfuerzo por concentrarse—. La pista que sigue el brigada es la más
convincente, dado que radica en la acusación de la hermana de Giannuzzo. Salvatore
Stavardone amenazó a Giannuzzo de muerte, y Giannuzzo huyó al Norte. Al cabo de
poco, también Stavardone llega al Norte, exactamente a Venecia y, algunos días
después, Giannuzzo es asesinado en la playa de Lignano. Ahora se trata de echar el
guante a Stavardone; es sólo cuestión de días, tal vez de horas, el saber si esa pista es
exacta. Pero, entretanto, hace falta no olvidarse de las otras.
—¿Y cuáles son las otras?
—Hay una que quizá valga poco, pero se ha de llegar igualmente al fondo —
siguió Silvestro Loré—. Cuando se investiga la muerte de una persona, hay que
procurar saber quien podía tener motivos de rencor o de interés para matarla.
Giannuzzo, si excluimos a Stavardone, no tenía enemigos. Sin embargo, en el
expediente he visto que estaba en relaciones con una turista alemana —de un bolsillo
sacó una agenda y la hojeó—. Gertrude Leuter, ingeniero. Ahora bien, según el
testimonio de Mattia, el vigilante del camping próximo a Lignano —leyó el nombre
en la agenda—, en los últimos tiempos Giannuzzo había empezado a tratar mal a esa
alemana, incluso vio que la emprendía a patadas con ella, y he oído decir que lo hacía
porque quería que le diese dinero.
Alberto asintió. Comprendía.
—¿Crees que esta muchacha, exasperada, haya podido matarlo?
Alberto recordó las palabras del brigada: «Es un crimen con arma blanca, y
cuando se trata de un crimen con navajas se trata de un meridional».
Y añadió:
—No es fácil que una muchacha consiga matar a un hombre con una navaja.
—Una muchacha cualquiera no —observó Loré—. Pero, esa Gertrude, una noche
que fue atacada en el pinar por uno de los acostumbrados chulos, lo arrojó por los
suelos y lo envió al hospital para cuatro días: lo dice la declaración de Mattia en el
sumario. Pero esto no sería mucho si, en la madrugada del crimen, al alba, esa
ingeniero Gertrude Leuter no hubiese abandonado casi de improviso el camping.
Porque, toma buena nota, la noche del crimen, antes de que Giannuzzo fuese
asesinado, ella pagó su cuenta del camping y, al amanecer, después de haber estado
ausente toda la noche del camping, partió con el primer ómnibus.
Cuando Silvestro Loré hablaba de cosas que tenían que ver con el «trabajo», daba
la sensación de una máquina perfecta, silenciosa, absolutamente precisa e imposible
de detener. Hasta entonces, Alberto lo había seguido sin mucho interés. Pensaba en
Michela, en Tatiana y en varias cosas melancólicas, como el fluctuar de los

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sentimientos en el corazón humano; hoy se quiere mucho a una persona, mañana ya
no. Pensaba incluso que se hallaba próximo a algo parecido a la hidrofobia: al igual
que el perro rehuye el agua, aun muriéndose de sed, él deseaba huir de Michela, a
pesar de que sólo quisiese a Michela. Y, a continuación, pensaba con cordura que
todo esto eran tonterías o bobadas, como se las quisiera llamar. Pero ahora, el
«trabajo» también le había absorbido a él.
—Es decir, que como yo tengo relaciones con la Interpol, podría interesarme por
esa Gertrude Leuter. ¿Es eso lo que piensas? —le dijo.
—Sí —contestó Silvestro Loré.
Pero tampoco éste debía ser el auténtico motivo por el que Loré intentaba
retenerle allí.
—¿Y dónde están las otras pistas? —preguntó.
Entonces Silvestro Loré se levantó.
—Dame un cigarrillo —pidió.
Aspiró algunas bocanadas antes de hablar y miró por la ventana hacia el
silencioso jardín, a oscuras, dado que la luna, en cuarto menguante, apenas lo
iluminaba.
—Giannuzzo llevaba en el bolsillo cien mil liras o más antes de que lo matasen y,
luego, sólo le han encontrado algo de calderilla —siguió, contemplando a Roberto,
mientras sostenía el cigarrillo con la brasa en alto, derecha, entre el pulgar y el índice
—. Reflexiona bien un momento en este detalle: hay algo que no encaja. Admitamos
que lo hayan asesinado por venganza o por rencor; entonces el asesino, en cuanto lo
ha matado, se larga sin registrarle ni siquiera los bolsillos. En resumen, no sabe que
Giannuzzo tuviera aquella suma en el bolsillo; se trata de un pelado y nadie imagina
que puede poseer todo ese dinero. Pero, si es así, ¿quién le ha arrebatado el dinero?
Se nos presentan dos posibilidades: o un asesino que sabía que tenía esa suma, o
alguien que, al pasar por la playa, le ha encontrado muerto y le ha registrado. Espera,
reflexiona un poco más —la máquina de indagar que se escondía tras de la frente de
Silvestro Loré trabajaba intensa y silenciosamente—. ¿Quién, mientras pasea y se
encuentra a un muerto, es capaz de registrarle los bolsillos? Una persona normal, en
cuanto ve a alguien tendido en el suelo, ensangrentado, y comprende que está muerto,
corre a pedir auxilio. Sin embargo, Giannuzzo estuvo hasta el amanecer en la playa y
lo encontraron los carabineros cuando hacían su ronda.
—Pudiera ser que otro infeliz, a lo mejor un borracho —respondió Alberto— lo
viera, creyese que Giannuzzo sólo estaba desmayado y, al ayudarlo, encontrara el
dinero. Naturalmente, se lo quedó y no avisó a la policía.
—Desde luego, podría ser así —convino Silvestro Loré—; pero la cosa sería más
comprensible si ese tipo que encontró a Giannuzzo fuese alguien sin escrúpulos,
acostumbrado a estar en la cárcel. Una persona así es fácil que tenga estómago para
darle la vuelta a un muerto asesinado y despojarle de lo que lleve encima. Pero un
individuo normal, sin antecedentes penales, por lo general no tiene estómago para

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eso. Y, además, piensa en quiénes acostumbran a pasear por la playa a aquellas horas:
sólo parejas, muchas de ellas ilegales; es decir, todas ilegales, pero parejas, o sea,
gente que no piensa en robar a los muertos, y que, si hubiesen visto a Giannuzzo
muerto, habrían pasado de largo para no buscarse líos con la policía ni tener que
atestiguar —Silvestro Loré arrojó la colilla—. Éste, para mí, es el punto clave de toda
la cuestión: si conseguimos descubrir el mecanismo de la desaparición de esas cien
mil liras, sabremos la verdad.
Alberto, que seguía sentado, oía de vez en cuando la música de la televisión que
les llegaba desde abajo. La música de la telenovela que hacía llorar a millones de
mujeres, según decían.
—¿No has pensado en que ese Salvatore Stavardone pueda ser un tipo que, tras
haberle matado, le registrase tranquilamente los bolsillos, le encontró el dinero y se lo
guardó?
—Claro que lo he pensado —respondió Silvestro Loré—. Y tal vez sea así. Pero
hasta que Stavardone no lo confiese, es necesario buscar las demás soluciones.
Alberto se levantó.
—¿Por qué te interesa tanto ese crimen? —le preguntó directamente.
Silvestro Loré lo contempló irritado.
—Tú haz lo que te digo —le dijo de un modo tajante—. Ve a ver al brigada y
trabaja, sobre todo, en el asunto de las cien mil liras desaparecidas. Éste es el cabo del
nudo de la cuestión; si lo encuentras, tiras de él y el nudo se desatará.
Bajaron, tras haberse mirado un rato en silencio. En la sala de estar, sólo había
dos luces: una pantalla amarilla en un rincón, bajo una pintura que representaba a
Roberto niño en los brazos de su madre, una pintura mediocre pero muy estudiada,
que aprovechaba los colores para dar el sentido de la ternura maternal de la mujer y la
infantil inocencia del niño. La había pintado un artesano honesto y concienzudo que
no debía ser un genio, pero que, sin lugar a dudas, se trataba de una persona sensible.
La otra luz procedía de la televisión. Ante el aparato, Alberto vio a la anciana criada,
a cuyos pies dormía el perro, y esto lo había imaginado; y a Michela, cerca de ella,
posibilidad en la que no había pensado.
—Voy a hacer compañía a Sebastiano en la biblioteca —dijo Silvestro Loré.
—Muy bien —contestó Alberto.
Michela se había vuelto.
—¿Vienes a ver la televisión?
En lugar de responder, Alberto oyó el motor de un automóvil, afuera, en el jardín:
rápidamente el ruido se perdió en la lejanía. Se trataba del coche americano de
Roberto que salía. Debía de haberse ido en aquel momento, pues había una silla vacía
junto a la de Michela.
—Es verdad; me apasiona —respondió Alberto sentándose junto a ella.
En la pantalla, un hombre y una mujer, con trajes del siglo XIX, se cortejaban con
dignidad en un banco; para dar a entender que era otoño, el realizador hacía caer de

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vez en cuando algunas hojas.
—Es bastante interesante —contestó Michela, con algo de sorna.
Alberto miró al suelo; junto a la silla había un cenicero lleno de colillas: Roberto
debía de haber fumado mucho antes de irse.
—Te lo digo de antemano, Michela —no conseguía con facilidad llamarla Chela,
o Cheletta, no lo lograba, por lo menos, como antes—, no resisto más de tres
minutos; después me duermo. Pero no ronco.
Ella se rió algo más fuerte de la cuenta y con un tono nervioso que él percibió en
seguida.
—Entonces, vayamos a dar una vuelta, antes de que te duermas.
—Sería preferible —convino Alberto.
Fuera, estaba saliendo la luna, pero todo seguía a oscuras, porque unas largas
nubes negras estriaban el cielo y tapaban las estrellas. En la carretera, la luz de los
focos fluorescentes era fría, hostil. Soplaba un poco de viento cálido.
—Me disgusta que te vayas —le dijo ella.
Estaban pasados, indecisos sobre qué hacer.
—Entonces vaya alegrón que tendrás ahora, porque ya no me voy —dijo él
irónico.
—¿De verdad? Pues sí, estoy contenta.
Le tomó del brazo; era sincera.
—Tu padre me ha encomendado un trabajo aquí —le explicó con cierta amargura.
El brazo de ella bajo el suyo le proporcionaba un placer amargo. Parecía como si
ella sufriese y buscase protección. E incluso sabía por qué sufría: porque Roberto
había salido e imaginaba adonde había ido Roberto, y también debía de saberlo
Michela. Había una mujer que no podía desaparecer en un momento; aquella mujer
cuyo solo nombre, Irene, cubría de arrugas la frente de Sebastiano Arrighi. No se
puede olvidar a las mujeres en los asientos de los trenes, como se hace con los
periódicos que ya se han leído. Roberto necesitaría algún tiempo para liberarse de
Irene; pero son cosas normales, que suceden todos los días.
Sólo debido a esto, el brazo de Michela se apoyaba en el suyo, ahora, un poco con
el abandono de los viejos tiempos. Porque Roberto no estaba y probablemente habría
ido adonde a Michela no le haría ninguna gracia que fuese; pero él tenía que ir a ese
sitio para concluir el asunto.
Se puso en marcha hacia el cercano bar, llevando consigo a Michela, bajo la luz
violeta de los faroles y bajo aquel cielo inquieto que amenazaba temporal.
—Vayamos a escuchar un poco el juke box —le dijo.
—Sí, Al —murmuró ella, sin darse cuenta del tono de infelicidad que dejaba
traslucir su voz.
«Exacto», pensó él. «Cien veces exacto», pensó de nuevo. Tenía lo que se
merecía. Junto a Tatiana pensaba en Michela, y Michela, junto a él, pensaba en otro.

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Ojo por ojo y diente por diente. Y ahora tendría que escribir otra vez a Tatiana para
decirle que ya no iba.
Era la noche de un día laborable y el bar estaba vacío; sólo había una pareja de
extranjeros, sentados afuera, ante dos cervezas.
—Toma.
Alberto le dio a Michela una moneda de cien liras para la máquina de discos;
luego se dirigió a pedir papel de carta y un sobre. De pie en el mostrador, escribió
rápidamente la dirección de Tatiana, y luego dos renglones: «Debo retrasar un poco la
partida. Perdóname. Ya te escribiré». Mientras cerraba el sobre, el juke box comenzó
a sonar. Tocaba Morgen. La primera vez no pensó en nada; pidió algo de beber y le
llevó el vaso a Michela que estaba delante del juke box, hermosa y afligida en su
sencillo vestidito rojo. La segunda vez que el juke box comenzó Morgen se le ocurrió
bromear y pensó decirle: «Tienes mucha fantasía al elegir los discos».
Pero le faltaron las ganas; era imposible bromear con una Michela tan lejana y
que pertenecía a otro. La tercera vez que principió Morgen, miró a Michela que reía
de una forma un tanto nerviosa, como poco antes en la televisión, para hacerle creer
que había puesto por broma tres veces la misma canción. Y, al mirarla, sintió pena de
sí mismo, pero sofocó en seguida este sentimiento porque no estaba acostumbrado a
autocompadecerse.
—Tienes mucha fantasía al elegir los discos —acabó por decirle, porque en
realidad debía decir algo; no se puede estar junto a una persona con quien hasta hace
algunos días se ha hablado de todo, y de pronto no decirle nada. Por lo demás, ¿qué
otra cosa podía decirle? Podía preguntarle qué le recordaba aquella canción; pero,
como es natural, ciertas preguntas no se hacen: es algo inútil.
Le entregó otras cien liras y fue a dejar el vaso vacío en el mostrador.
—¿Te gusta Mina? —le sugirió ella.
Sin volverse, él respondió:
—Sí.
Y, vuelto de espaldas, apoyado sobre el mostrador, escuchó las primeras notas de
Tintarella di luna.

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21

La luna estaba alta en el cielo, cuando Irene y Roberto salieron y se detuvieron en el


umbral, bajo el letrero «CARPINTERO», a mirar el campo, los cuatro escuálidos árboles
de oscuras hojitas que vibraban argentadas por el cálido viento. Estaba alta pero
brillaba poco, con una luz un poco amarilla, atenuada por la corona de nubes negras
que la rodeaba.
—Hasta ahora —le dijo ella, con voz dulce, profunda.
«Hasta otra —pensó él—. No adiós: hasta otra. O peor aún, como antes: a mí me
basta con que vengas a buscarme de vez en cuando, cuando quieras; te espero». Y
esto, tras dos horas de hablarle. Y habría sido lo mismo aunque le hubiera hablado
durante dos meses: hasta otra. No adiós. Le miraba los cabellos que en esta ocasión
no se había recogido en la nuca y que le caían por debajo de la cintura, dorados por la
luz amarilla de la luna, tan pesados a causa de su longitud que el viento apenas
conseguía moverlos un poco, en sus extremos, donde las puntas se retorcían
levemente cual perezosas serpientes.
—Hasta otra —le respondió poniéndole una mano en el hombro. Luego llegó
hasta su coche, que estaba parado allí delante, y subió a él. Era igual no tenía
importancia la forma del saludo, las palabras nunca tenían importancia, pensó, sólo
contaban los hechos, y aquélla era la última vez que iba a verla. Esto era un hecho.
Irene se acercó al automóvil perezosamente, y, en aquella luz de escenografía
teatral y aquella llanura que las sombras nocturnas hacían ilimitada, con aquellos
largos cabellos que reflejaban la pálida luz de la luna, no parecía una persona real,
sino un ser de ficción, inventado por un realizador. Llevaba pantalones negros, largos,
y una camiseta color celeste casi de hombre, de mangas largas. Se metió las manos en
los bolsillos de los pantalones.
—Hasta otra —repitió de nuevo con su voz suave y profunda—. Buenas noches.
«No, no volveré más por allí», pensó Roberto. Ya nada le unía a ella. Conocía
demasiado su mórbida belleza; estaba acostumbrado a Irene desde hacía tiempo,
como una cosa agradable pero de la que se puede prescindir cuando se quiere. Y
ahora ya no sentía necesidad de protección ni de compañía. Era libre. Le disgustaba
abandonarla así, pero quizá no había otro modo de dejarla; cualquier otra forma
hubiera sido peor. Quizá lo sentía tan sólo por la dulzura de la muchacha, por esa
especie de molicie véneta de dejarse hacer daño sin reaccionar, aunque comprendiese
que esa suavidad sólo era una artimaña femenina y felina, una astucia que llevaba en
la sangre y en el instinto, una sabiduría, ciega y milenaria, de la mujer, que sabe que
sólo así puede vencer al hombre. Ahora, sin embargo, se había acabado; ya no la

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necesitaba y se lo había dicho. Irene le había escuchado y luego le había respondido:
«Hasta otra». Bien, pues en aquel caso, hasta otra significaba adiós. Levantó un brazo
para saludarla antes de ponerse en marcha; luego se alejó. Irene no se movió y el
viento la envolvió en el polvo seco y terroso que levantó bruscamente el coche
mientras se dirigía hacia el sendero. Y permaneció allí, con las manos en los bolsillos
de los pantalones, hasta que la última partícula de la polvareda no se hubo depositado
en el suelo; hacía ya algún rato que el coche había desaparecido por la carretera.
Como en el fondo del horizonte amenazador de nubes oscuras en que brillaba algún
relámpago, también allí estaba la luna, serena y lánguida. Después dijo en voz
bastante alta, sin moverse apenas, con las manos en los bolsillos y los largos cabellos
ondeando sobre la cintura, una larga, trivial y horrenda palabra. Algo que, quien la
hubiese oído, o la hubiera visto salir de sus labios, de aquellos blandos labios casi
infantiles, no habría podido creer que hubiese sido esta muchacha la que, en verdad,
dijera tan repugnante y salvaje frase; ella, dulce estatua de muelle feminidad, que
evocaba al mismo tiempo a las esculturas griegas y a la ternura maternal.
Después de haber pronunciado aquellas pavorosas palabras, se movió y regresó a
la casa; por un momento se quedó mirando la bombilla amarilla que pendía sobre la
mesa de la cocina; luego miró la hojita que se encontraba encima de la mesa y se
echó a reír. Rió fuerte, sin parar, y, entretanto, dio la vuelta a la mesa, recogió del
suelo, cerca de la ventana abierta que daba a la maloliente parte posterior de la casa,
una botella de vino y, de una especie de aparador sacó un vaso y vertió en él, hasta el
borde, un oscuro vino tinto; sin dejar de reír fuerte, con la boca abierta,
descompuesta, se llevó el vaso a los labios con mano firme, sin verter ni una gota.
Aún reía y sólo dejó de hacerlo para echar un largo trago y luego otro, hasta que se
bebió el contenido del vaso. Con un golpe brusco colocó el vaso sobre la hojita de
papel que estaba encima de la mesa.
—¿Estás borracha? —gritó una voz. Acto seguido se presentó en la cocina, con su
mugrienta y agujereada camiseta, con su sucio aspecto de orangután, Romeo Prasin,
con los brazos desnudos y bronceados caídos a ambos costados como un orangután, y
sobre un brazo aquel rostro de mujer tatuado que, a consecuencia de la acción de los
músculos, se torcía y parecía hacer muecas.
Ella volvió a reír, pero más bajo, si bien de forma más descompuesta que cuando
se reía fuerte. Tomó la hojita que estaba sobre la mesa sacándola con fuerza de debajo
del vaso, hasta el punto que lo volcó, y la colocó a dos centímetros de los ojos del
padre.
—¿Lo ves? ¿Sabes leer? Te lo leeré yo: «Liras italianas doscientas mil». Es mi
liquidación.
Dejó de reír y puso con rabia el papelito, un cheque, sobre la mesa. En un áspero
y grosero dialecto véneto dijo que ni Roberto ni ningún hombre joven por el que se
hubiera interesado habían oído nunca hablar de ella:

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—No vuelve más. Ha venido a liquidar la cuenta. Dice que, de todas formas, yo
no estaría a gusto con él y que él nunca se atreverá a enfrentarse así con su padre.
Romeo Prasin ojeó el papelito de encima de la mesa, que ahora se movía a causa
del viento que olía a lluvia que entraba por la ventana, y que estaba a punto de volar.
—Guárdalo —le dijo a la hija—; son doscientas mil liras.
Ella le respondió una frase vulgar y sucia. Luego añadió:
—Yo quiero otra cosa; no soy carne de presidio como tú —no obstante, tomó el
talón y se lo metió en el bolsillito de la camisa.
—Eh —rió el padre, buscó de una ojeada la botella de vino, la vio y fue a por ella
—, eh, y tú eres la hija de la carne de presidio.
Reía a gusto mientras se servía el vino.
—Sí, pero yo me convertiré en la señora Irene Arrighi —pronunció en italiano las
palabras «señora Irene Arrighi». Después se encolerizó, volviéndose a meter las
manos en los bolsillos de los pantalones—. Yo no he ido detrás de él todos estos años
como un perro sarnoso que meneaba la cola cuando a él le apetecía, o que se escondía
en esta letrina de casa si él así lo quería. Me he hecho la tonta ante él todo este tiempo
porque era aquí donde quería llegar. ¡Y he llegado!
Vociferaba, si bien no eran éstas las palabras que decía; éste es sólo el sentido de
lo que gritaba. Las palabras eran muy diferentes y tomadas del dialecto del
populacho, henchidas de procacidad, agresivas.
—Ése no se casa contigo —le respondió Romeo Prasin, despectivo, sentado a la
mesa, entre la botella de vino y el segundo vaso medio vacío, que era su marco
natural, pues había nacido para la taberna. Sus ojos hundidos se elevaron hacia los de
su hija—. Y menos ahora que ya le han hecho el interrogatorio.
—¿Qué interrogatorio? —estalló; sus largos cabellos sueltos serpentearon como
un nido de víboras al que se hubiese arrojado una piedra.
—Ya. No te lo ha dicho —siguió Romeo Prasin.
Apuró también el segundo vaso de vino y escuchó un momento la lluvia que
comenzaba a caer violenta y martilleante sobre el delgado techo, apenas protegido
por una capa de cemento.
—El brigada le ha interrogado. Ha ido él; estaba con unos amigos, peces gordos,
gente importante del Ministerio de la Gobernación. El brigada le ha interrogado y
luego le ha dejado marchar; por esto, ya se le ha pasado el miedo.
—¿Quién te ha dicho esas cosas? —preguntó Irene. La furia de antes se había
transformado en una atención glacial, como la tigresa que, después de azotarse los
costados con la cola, temblando, se detiene y observa con atención la presa sobre la
que está a punto de arrojarse.
—Mis amigos; ya sabes que estoy bien informado —dijo Romeo Prasin. Se rascó
el brazo donde tenía el tatuaje—. Y ahora que no tiene miedo, ya no le puedes hacer
nada.
Irene se sentó encima de la mesa.

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—Y por eso ha venido a entregarme la liquidación.
—Es cierto —Romeo Prasin se encogió de hombros—. Antes bastaba hablarle de
la policía y hacía lo que tú querías. Ahora ha visto que se trataba de un miedo inútil, y
todo se ha acabado.
—No —gritó de improviso Irene, al tiempo que agitaba la mano delante del rostro
de su padre, con un violento y grosero ademán negativo—. Aún no se ha acabado, y
tú lo sabes.
Romeo Prasin, con la cabeza baja, tardó en responder; luego puso su gruesa mano
sobre el vaso vacío y torció la boca.
—Es mejor no tirar demasiado de la cuerda —concluyó.
Decidió que debía beber otro vaso de vino; con la lluvia, el aire había refrescado
y quería calentarse.
—Tú harás lo que yo te diga —exclamó Irene, bajándose de la mesa, mientras el
padre seguía bebiendo—; y empezarás en seguida: mañana por la mañana.
Aunque estaba acostumbrado a que la hija lo tratase así, el tono de ésta debió
irritar su obtusa sensibilidad.
—Y si sale mal, iré allá otros diez años —gritó también él, o mejor dicho casi
ladró con rabia—. No me importa nada que te cases o no. Hice lo que hice. Pero
ahora ya se acabó.
Entonces ella habló en voz baja. Con el tamborileo de la lluvia, el padre apenas la
oyó:
—Si no lo haces, sí que volverás en seguida a la cárcel —fue lo único que dijo.
Él siguió con la cabeza baja, mirando el cerco húmedo que el vaso había dejado
sobre la mesa. No reaccionó, no experimentó ningún estupor, como si siempre
hubiese sabido que la hija sería capaz de mandarlo a la cárcel. Y así era en realidad.
—Cuando me hayan puesto a la sombra, te quedarás a gusto —dijo sin rencor.
—Piénsalo bien, porque es así —siguió ella.
Se dirigió al cuarto contiguo para buscar los cigarrillos y se dio cuenta de que el
tocadiscos aún estaba encendido. Aquel trasto ardía y lo apagó. Estaba puesto el disco
Morgen. El señorito había estado oyéndolo, como hacía tantas veces. Encendió un
cigarrillo y volvió a la cocina. Su padre se había servido el cuarto vaso de vino, pero
aún no se lo había bebido. Cerró la ventana de la cocina porque ahora entraba
demasiado viento y también la lluvia. Agarró una silla y fumó en silencio. Ni siquiera
miraba a su padre; al fin y al cabo, sabía lo que pensaba. Pero también sabía que era
muy lento en sus pensamientos y que hacía falta ayudarle.
—Era algo que habíamos pensado hacer en seguida, ¿te acuerdas? —le dijo
sosegada, apaciguada, a fin de convencerlo—. Luego, como había enloquecido de
miedo, lo dejamos pasar, porque no servía. Pero, como en estos momentos él se siente
seguro porque ha sido interrogado y tiene amigos poderosos, lo haremos ahora.
Romeo Prasin movió la cabeza.
—Puede que ya no se espante —comentó—. ¿Y por qué iba a asustarse?

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Seguían hablando en una jerga grosera, en la que apenas se reconocía el véneto y
menos aún el italiano. Irene continuó, tranquila:
—Porque lo conozco, porque es tan poco consistente como una papilla. No es un
auténtico hombre. Le haces «mu» y se asusta. Ha crecido en la blandura, ha tenido
cuanto ha querido y tiembla como una señorita en cuanto lo miras un poco
torvamente.
Ahora tampoco empleó estas expresiones; no usó estas frases, sino otras de
germanía, llenas de términos sucios.
Romeo Prasin sorbió un poco de vino.
—Para hacer esto, debo valerme de Lison y de los otros —comentó—, porque
reconocería mi voz por teléfono. Y es gente de la que uno no se puede fiar: piensan
que vamos a ganar millones con este asunto y una vez u otra pasarán la factura.
—Les dices que en cuanto me case les haré yo el regalo —comentó Irene—. Le
dices a Lison que se lo haré de verdad —también ella bebió vino del vaso de su padre
—. Sólo deben hacer una simple llamada telefónica; quizá sean suficientes dos o tres.
Luego, ya verás cómo vuelve aquí.
Romeo Prasin contempló a la hija con sus ojos hundidos y estrechos, verdaderas
hendiduras de animal inferior, más que auténticos ojos. Quizá por efecto del vino,
parecía que la miraba con admiración, como si reconociese que era superior a él y
que sabía lo que se hacía. Sería suficiente un telefonazo y el muchacho volvería lleno
de miedo.
—Mañana por la mañana —le dijo Irene, al tiempo que se disponía para irse a
dormir. Era una orden y él la obedecería.
Romeo Prasin se quedó sentado, frente a la botella y el vaso, y continuó así
sentado, poniéndose de vez en cuando algo de beber, hasta que, ya sin darse cuenta,
se levantó para irse al catre que tenía en el taller, o cuchitril donde rara vez trabajaba,
y, sin saber lo que hacía, se tendió y se durmió; es decir, se derrumbó roncamente por
el alcohol. La ventana del taller estaba abierta y entraban ráfagas de aire, aunque él
no notó ni oyó nada más; ni siquiera a Irene que, a las diez de la mañana, antes de
salir, fue a echarle un vistazo. Hacia el mediodía, cuando aún seguía durmiendo, una
voz seca le hizo abrir los ojos. Al principio no comprendió las palabras y volvió a
cerrar los párpados para seguir durmiendo y protegerse de la violenta luz del sol que
entraba por la ventana. Pero la seca voz repitió las mismas palabras, y entonces se
despertó de golpe; se levantó del catre con lentitud, porque el alcohol aún le zumbaba
en la sangre y no podía hacer las cosas más de prisa.
—¡Policía! ¡Vamos, despierta!
Miró al joven alto, delgado, que llevaba una chaqueta gris clara encima de una
camisa negra. Entendía bastante de policías y no tuvo necesidad de mirarlo mucho
para comprender que aquél lo era.
—¿Qué pasa? —dijo, mientras se ponía con torpeza de pie. Y a pesar de su
abotargado modo de pensar, comprendió rápidamente el papel que debía desempeñar

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y que siempre le había tocado desempeñar con aquella gente, cuyo olor notaba desde
lejos y que distinguía entre millares de hombres que no fueran policías.
Alberto buscó con la mirada una silla. Luego agarró un taburete y se sentó.
—Nada, tenemos que hablar —dijo con la misma voz seca con la que había
despertado a aquel tipo.

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22

—Yo… —dijo Romeo Prasin, pero no continuó. Los años de cárcel y de vigilancia
especial le habían enseñado a no hablar nunca el primero con aquella gente.
Alberto ya lo había estudiado un poco, antes, mientras dormía. En la Escuela de la
Policía ya había visto, en fotografías de libros, o personalmente en las cárceles, a
tipos como aquél. Tendían a desaparecer, explicaba el profesor de antropología
criminal. En otros tiempos, el delincuente, el homicida, presentaba un patrón físico de
delincuente, de homicida: exactamente como aquel tipo, Romeo Prasin. Hoy los
delincuentes, incluso los de baja estofa, podían tener cualquier tipo y pertenecer a
cualquier categoría social. No obstante, Romeo Prasin era de la vieja escuela. Su
rostro y todo su físico podrían ilustrar un libro de Lombroso, de igual modo que una
rosa puede ilustrar un libro de floricultura.
—Siéntate —le ordenó Alberto.
En una mañana fresca y hermosa como aquélla, después de la tormenta nocturna,
era una pena perder el tiempo conversando con aquella especie de hombre. Pero no le
quedaba otro remedio. Loré le había dado órdenes. Michela se había ido de paseo con
Roberto —probablemente a la playa de Lignano— y él entonces fue a visitar al
brigada. El brigada Varnicaro no era una compañía agradable como hubiera podido
serlo Michela, pero tenía que aguantarse. Hojeó el sumario «Giovanni Masetta», y el
brigada le indicó en primer lugar a Romeo Prasin. Tanto si robaban una gallina como
si mataban a un hombre, Romeo Prasin, al ser el ex presidiario más notorio de la
zona, era inscrito en seguida en los expedientes. Pero, como era natural, no podía ser
culpable de todo. No obstante, Alberto se había fijado en Romeo Prasin con una
especie de intuición irracional. Pidió la dirección de aquel ilustre personaje y fue a
interrogarle. Encontró la casa abierta de par en par, como casi siempre, sobre todo
porque, con lo que había en ella, no valía la pena cerrarla; y a Romeo Prasin dormido
sobre el catre, vestido y rezumando vino, en medio del caos de aquel cuchitril. Un
magnífico espectáculo.
No hacía falta preguntarle quién era. No podía ser otro que Romeo Prasin, pero
había que respetar los formulismos.
—¿Cómo te llamas?
—Romeo Prasin.
A través de las hendiduras de los ojos, el gorila estudiaba al temible enemigo,
para no irritarlo. Nunca se debía enojar a aquella gente.
—¿Has cumplido una condena de diez años por homicidio?
—Sí, señor.

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—¿En qué trabajas?
—De carpintero.
—¿Cuánto ganas?
Todas éstas eran preguntas para animar la conversación y tranquilizar al
interrogado: tranquilidad mezclada con angustia. Había estudiado la técnica de los
interrogatorios en el Centro Psicológico y lo hacía muy bien. El interrogado debía
quedar perplejo, como alguien que no sabe si van a entregarle un premio o a meterlo
en la cárcel.
—Según —respondió Romeo Prasin.
También él había estudiado en diez años de cárcel, conviviendo con ladrones,
parricidas y sádicos.
—«Según» no significa nada —observó Alberto, con voz nítida y fría—. En la
taberna no te dan las botellas de vino con «según», sino con dinero.
Romeo Prasin encogió el cuello porque conocía aquellas voces: eran las de los
jueces instructores, las del ministerio fiscal, más terribles que los gritos de los
celadores y de los comisarios de policía.
—Gano apenas para salir adelante —comentó—. Aquí reina la miseria. —Con
torpe astucia, pues todo era torpe en él, trató de que Alberto se compadeciera—. Y,
además, a uno que ha estado en la cárcel, hay pocos que le den trabajo. Apenas se
puede comer.
—¿Y el whisky? —preguntó Alberto.
—¿El whisky? —respondió Romeo Prasin.
—Sí, el whisky —repitió Alberto—. Allí hay tres o cuatro botellas vacías y una
casi llena.
—Lo bebe mi hija —contestó Romeo Prasin.
Raza de perros, incluso se fijaban en las botellas vacías.
—¿Y de dónde saca tu hija el dinero para comprar whisky?
Romeo Prasin estuvo a punto de responder «no lo sé». Ante la duda, con aquellos
perros, siempre era mejor responder así. Pero comprendió que en este caso no era
conveniente. No sabía por qué habían ido a interrogarle, pero estaba acostumbrado a
que, de vez en cuando, se interesasen por él.
—Las botellas se las trae su novio —aclaró.
—¿Está prometida tu hija?
Alberto no dejaba de observarlo.
—Sí —respondió Romeo Prasin.
No estaba seguro de si le beneficiaría afirmarlo con tanta convicción.
—¿Con quién? —preguntó Alberto.
—Con un señor de aquí, de Latisana.
—¿Cómo se llama ese señor?
Romeo Prasin hizo gemir el catre en el que estaba sentado.
—Es el señor Roberto Arrighi.

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—¿Qué hace ese Roberto Arrighi?
—Es hijo de un profesor; además, él también ha estudiado en la universidad.
Alberto encendió un cigarrillo.
—Oye, trata de hablar claro, porque no te conviene enredarme. ¿Se trata de un
noviazgo o de alguien que viene aquí a ver a tu hija?
—Hace tres años que se conocen —se defendió Romeo Prasin—. Él le ha dicho
que se casará con ella.
Alberto bajó la voz:
—¿Y te da también dinero a ti?
Romeo Prasin se restregó las manos sobre las rodillas, dudando.
—Algo para tomar un vaso de vino —respondió.
—Di la verdad —le conminó Alberto, al tiempo que le lanzaba la colilla
encendida casi entre los pies, casi encima, para que se acordase de que podía hacerle
lo que quisiese, incluso cruzarle la cara a bofetadas—: ¿Os mantiene a tu hija y a ti?
—Le hace algunos regalos a mi hija —respondió Romeo Prasin mirando la
colilla, sin atreverse a apagarla. El recuerdo de los diez años de penitenciaría lo tenía
a flor de piel, más incluso que el tatuaje que tenía en el brazo.
—En resumen que, gracias a tu hija, no haces nada —concluyó Alberto.
—Gano muy poco —repuso Romeo Prasin.
—Y a ti no te importa lo que hace ella —siguió Alberto—. ¿Cuántos «novios»
más vienen aquí a encontrarse con tu hija?
—No —respondió Romeo Prasin, moviendo con violencia la cabeza—. No. Ella
es una buena chica. Yo he estado en la cárcel, pero ella es una buena chica.
—De todas formas, ya nos enteraremos de esto, y entonces ya sabes lo que te
pasará.
Alberto se levantó para hacer más visible su amenaza.
—Explotación, con daño, de la propia hija. Cinco años no te los quita nadie.
Era una amenaza ficticia, pues Alberto sabía muy bien que Irene Prasin, mientras
tenía esperanzas de convertirse en la prometida de Roberto Arrighi, el «señor»
Roberto Arrighi, se comportaba como una colegiala, que enrojece sólo al pensar en
los hombres. Pero la amenaza servía para hacer más maleable al personaje. Romeo
Prasin debía saber que lo tenían en un puño, que poseían suficientes pretextos para
acabar con él en cuanto quisieran.
—He venido aquí precisamente por esto, y no me sabes explicar cómo lo hacéis
tu hija y tú para salir adelante.
No había ido por aquello, pero Romeo Prasin debería creerlo así.
—Nos sirve de poco —respondió Romeo Prasin con habilidad—. Basta con ver la
casa.
—Sí, pero en el dormitorio de tu hija hay maletas de piel, cosas de lujo, un
tocadiscos que costará cincuenta mil liras, y batas y vestidos elegantes.
—Todas esas cosas se las regala su novio. No se las puedo regalar yo.

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Romeo Prasin, pese al miedo, soltó una escuálida sonrisa: hacerle él ciertos
regalos a su hija…
Entonces Alberto le dijo de forma seca, imperiosa, sin levantar la voz:
—De pie.
Él se levantó con rapidez, como un resorte en cuanto se aprieta el botón. Alberto
le registró los bolsillos de los pantalones. Una porquería de paquete de cigarrillos
completamente chafado, aparte de un pañuelo en peor estado; no obstante, en el otro
bolsillo había un encendedor de plata, un billete de diez mil liras y varios de mil,
todos muy arrugados. En uno de los bolsillos de atrás, Alberto encontró un papel casi
deshecho, que parecía tener una antigüedad de siglos, y tan mal plegado que al
desdoblarlo parecía que se iba a convertir en fragmentos. Con escritura de analfabeto,
aparecía escrito: «Recibí 18.500 liras»; y a continuación una firma de la que sólo se
leía «Renato S…»; lo que venía después de la S era completamente ilegible. La fecha
sí se leía con claridad: «23 junio 1960». Las fechas son otro detalle del que los
policías deben acordarse bien; todas las fechas, cualquier fecha. Alberto tenía miles
de fechas en la cabeza, incluso de muchos años atrás, como un bachiller que tiene que
presentarse a un examen de historia; sólo que no se trataba de la fecha de nacimiento
de Carlomagno o del final de la guerra de las dos rosas, sino de fechas en que habían
sido cometidos crímenes, habían desaparecido documentos o se había cometido un
atentado contra cualquier personaje político. Y aquella fecha, 23 de junio de 1960, le
produjo curiosidad, ante todo porque era reciente, a pesar de que el billete estuviese
manoseado y raído: ni siquiera quince días atrás. De ello dedujo que aquella especie
de orangután debía dormir casi siempre con pantalones, es decir, que se tiraba por las
noches sobre el catre, borracho y destrozado. Y aunque aquel papel sólo tuviera
quince días, si es que se podía llamar así a aquella porquería, bajo el peso de aquel
corpachón, con el calor del cuerpo dormido y con el continuo roce de dar vueltas
sobre el catre, había quedado tan aplastado y rasgado que parecía un papiro de la
biblioteca de Alejandría que se hubiera salvado milagrosamente a través de los siglos,
tras el ataque de César a dicha ciudad el año 48 a. J.C. Por el contrario, sólo databa
del 23 de junio. Pero el 23 de junio era una fecha que, entre todas las fechas que tenía
en la cabeza, le decía algo. Lo descubrió muy pronto: era exactamente el día siguiente
al asesinato de Giannuzzo Masetta, muerto durante la noche del 22 de junio.
Es posible que aquello no quisiese decir nada, pero un policía, antes de llegar a la
verdad, trabaja casi siempre sobre nada, hasta que descartando un montón de nada
encuentra la pista exacta.
—¿Quién es ese Renato S… no sé qué? —preguntó a Romeo Prasin.
Había ido allí con un objetivo, tras haber hablado más de una hora con el brigada
Varnicaro y, aunque no tuviese nada en la mano, se daba cuenta en su fuero interno de
que seguía el hilo de algo seguro.
—No lo sé… —respondió Romeo Prasin. Los ojos, bajo las gruesas prominencias
de las órbitas, hicieron un guiño de sorpresa, una sorpresa animal.

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—Oye, desgraciado —le espetó Alberto; le dio un empujón y le obligó a sentarse
sobre el catre—. Aquí hay uno que se firma Renato y que te ha extendido un recibo
por dieciocho mil quinientas liras. No creo que tengas tantos negocios como para no
saber los pagos que haces.
Los diez años de aprendizaje realizados en la cárcel habían enseñado a Romeo
Prasin que la única forma de librarse de aquella gente era decir la verdad. Pero tenía
miedo, porque se trataba de una verdad peligrosa y, si aquel hijo de perra se daba
cuenta, estaba perdido.
—Ah, sí —respondió. Recogió el montón de cosas andrajosas que Alberto le
había quitado de los bolsillos y que había arrojado encima del catre, y se las volvió a
guardar en los bolsillos, con ademanes lentos, para pensar las cosas. Alberto le
arrancó de las manos el recibo. Entonces, añadió—: Es una cuenta que he pagado.
—¿A quién? —inquirió Alberto.
—En una taberna.
Dieciocho mil quinientas liras de vino. La miseria, pensó Alberto, pero aquel
hombre era capaz de beberse el triple.
—¿Qué taberna? —preguntó nervioso.
No le gustaban las respuestas vagas, como «una taberna»; siempre escondían
algo.
—Una junto al río —dijo el orangután, y mantuvo la vaguedad en la contestación,
aun sabiendo que con aquel policía era una artimaña que no le servía de nada.
—¿Quieres que te parta una silla en la cabeza? —preguntó Alberto con
tranquilidad, y con igual tranquilidad alargó la mano hacia una silla próxima, sin
asiento, de las varias destartaladas y cojas que había por allí—. El Tagliamento tiene
una longitud de ciento setenta kilómetros, y habrá una taberna a cada kilómetro de
sus orillas. ¿Quieres que vaya a buscar a pie esa taberna, o me dices tú cuál es?
Romeo Prasin no comprendió la ironía, pero por el tono de la voz se dio cuenta de
que no debía seguir hablando de cosas vagas. Pero era lento y no podía cambiar la
trayectoria de su conducta, al igual que un bisonte no puede hacer giros rápidos
durante la carrera.
Insistió de nuevo:
—Una de allí, cerca del mar.
Alberto golpeó la silla contra el suelo, sin demasiada fuerza, a un centímetro de
los pies descalzos de Romeo Prasin, y de la silla sólo le quedó en la mano un trozo de
respaldo. El resto se dispersó en torno al gorila, sin golpearle, pero produciéndole un
gran sobresalto.
—Explícate bien, Prasin; de lo contrario, lo vas a lamentar.
La verdad es que no era un interrogatorio muy delicado, pero cuando uno se ha
tragado diez años en el penal hace falta interrogarlo de este modo; si no, no habla.
Y Romeo Prasin lo comprendió. Blasfemó para sí, pero se percató de que no
podía engañar a aquel que tenía delante.

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—Está en Lignano Pineta, cerca del camping que hay junto al río; no es
exactamente una taberna, sino un barracón a orillas del río.
—Y ese Renato, ¿quién es?
—Es el dueño.
—¿Cómo se llama exactamente?
—Renato Soldin.
Así, pues, la S del papel respondía a aquel nombre: Soldin, fácil de recordar
porque hacía pensar en el sueldo.
—¿Y por qué te ha librado ese recibo?
Romeo Prasin hubiera querido estrangularlo; era un deseo que experimentaba
siempre con los de la policía, aun a sabiendas de que era irrealizable. Pero cuanto más
irrealizable era más padecía, como ciertas muchachas que van con los zapatos rotos y
sueñan en casarse con Onassis y, cuanto más imposible es el sueño, más lo sueñan y
sufren.
—Me dio un poco de crédito —dijo, pensando en la satisfacción que
experimentaría si pudiese estrangular de verdad a aquel hijo de perra.
—¿Crédito de qué? ¿De vino? ¿Te bañas en vino? —exclamó Roberto,
jugueteando con el trozo del respaldo de silla que le había quedado en la mano.
—Un poco de vino, otro poco de aguardiente —respondió Romeo Prasin—. Y
además, no estaba yo solo: invitaba a los amigos.
—¿Y cómo te has metido en una deuda tan grande?
—Yo…
Romeo Prasin trató de alejar de la mente la imagen de sí mismo mientras
estrangulaba a aquel gusano molesto, que se abría paso en su interior hasta llegar a la
verdad.
—Yo bebo bastante —afirmó.
Alberto hizo un gesto con la cabeza. Los delincuentes tozudos y obtusos como
aquél hasta se creen astutos. No comprenden nunca que la inteligencia vale mil veces
más que la astucia.
—Explícame un poco una cosa —le preguntó—. Tú vives aquí, en Latisana, y
también aquí hay muchas tabernas. ¿Cómo es que has ido a buscar una taberna a
veinte kilómetros de aquí, junto al mar?
Romeo Prasin hundió la cabeza en los hombros. Había llegado el momento, pero
quizás aún pudiera engañarle.
—Tenía un trabajo que hacer allí, en Lignano Pineta.
—¿Qué trabajo?
—Un alemán —respondió Romeo Prasin—. Se ha hecho construir un chalé y un
amigo mío me llamó porque necesitaban a un carpintero. Por eso me fui con él.
—¿Cuánto tiempo duró ese trabajo?
Había acertado, pensó Alberto; estaba a punto de llegar a una encrucijada
importante. Lo presentía.

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—Cuatro o cinco días —contestó. Apenas había acabado de hablar, cuando le
pareció que le arrancaban la cabeza de dos bofetones, uno de derecha y otro de revés.
Encima de él vio, vociferando, a aquel gusano que había horadado hacia dentro hasta
aquel punto que él creía haber escondido tan bien.
—¡Ya te he dicho que quiero respuestas exactas! —gritó el perrazo desatado
sobre él, mientras le sacudía como si quisiese golpearle la cabeza contra la pared—.
Tienes que decirme el día y la hora exactos en que habéis comenzado a trabajar,
dónde trabajabais exactamente, y el día y la hora exactos en que acabasteis. Y no
digas que no te acuerdas porque es una cosa de hace dos semanas y te acuerdas muy
bien, ya que tú sólo trabajas dos o tres veces al año.
Luego, Alberto lo soltó y se quedó esperando.
Antes de nada, Romeo Prasin respiró con fuerza, para despejarse la cabeza. Luego
dijo:
—Comencé el dieciséis de junio.
Lo recordaba muy bien, sobre todo porque al día siguiente de empezar aquel
trabajo era viernes diecisiete y él era supersticioso. Y era verdad, pues aquel trabajo
le había traído mala suerte.
—¿Y cuándo acabaste? —siguió Alberto.
—El veintiuno de junio —contestó Romeo Prasin.
La cara dejaba de arderle con mucha lentitud.
—Así, pues, estuviste en Lignano Pineta del dieciséis al veintiuno de junio.
—Sí.
—Y después del veintiuno, ¿regresaste a casa? —inquirió Alberto, casi con
suavidad.
Era una trampa, por eso hablaba con tanta suavidad. Si las cosas eran como él
pensaba y el orangután caía en la trampa, el asunto quedaría zanjado.
Sin embargo, pareció que el orangután olía la pregunta, que casi la lamía, como
un perro al que arrojan una albóndiga y no se fía. En la cárcel había aprendido a vivir.
Y por último, muy despacio, despreció la albóndiga, notando que estaba envenenada,
aunque tuviese buen olor.
—No —respondió—, no volví a casa.
Era peligroso, pero siempre era más peligroso mentir.
—¿Y por qué? —preguntó Alberto.
—Me quedé con mi amigo, pues tenía sitió en su casa —dijo Romeo Prasin— y
yo pensaba que podía encontrar otro trabajo, porque en Lignano Pineta construyen
mucho y un carpintero siempre tiene trabajo.
Habló con naturalidad, porque era casi la verdad, y esto siempre constituía el
modo mejor de despistar a aquella gente.
—No volví aquí hasta el veintitrés.
Alberto encendió un cigarrillo para descansar un momento. Había llegado hasta
donde pensaba que podía llegar. El veintitrés de junio de 1960 era la fecha escrita en

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aquella nota y el veintidós de junio había sido asesinado Giannuzzo Masetta. Y el
veintidós de junio, Romeo Prasin se encontraba en Lignano Pineta, es decir en la
zona donde Giannuzzo había sido asesinado. Sólo había un detalle que no estaba
claro: por qué el orangután no había caído en la trampa, no se había tragado la
albóndiga envenenada que le había echado. Es decir, ¿por qué había dicho que hasta
el veintitrés de jimio, un día después del asesinato de Giannuzzo, se encontraba aún
en Lignano Pineta? Según las reglas, hubiera debido mentir y, sin embargo, había
dicho la verdad. Antes de ahondar en aquella zona oscura, trató de distraer al
orangután para que no intuyese dónde quería acabar.
—Has dicho que hasta el veintiuno trabajaste en el chalé de un alemán —dijo con
calma, bonachón—; así, pues, el veintiuno te pagaron. ¿Cuánto te dieron por el
trabajo que hiciste?
Aquella vez Romeo Prasin no tuvo necesidad de tortazos para comprender que
debía contestar una cantidad exacta. Aquel perro tenía la manía de las cosas precisas.
Sin embargo, antes de responder, pensó desesperadamente cómo podría mentir. Trató
de hacer cálculos, pero la mente le trabajaba demasiado despacio y no podía tardar
demasiado en contestar. Así, pues, dijo la verdad, aunque ahora sentía que, a pesar de
decir la verdad, se metía en un lío seguro.
—Veintidós mil liras —respondió—. Le pedí veinticinco mil, pero no quiso
dármelas.
Alberto dio un paso hacia él. Lo había atrapado, lo sentía. Le puso delante de los
ojos el papel, él recibo que le había encontrado en el bolsillo.
—Aquí aparece escrito que el veintitrés de junio pagaste una cuenta de dieciocho
mil quinientas liras en la taberna de Renato Soldin. El día veintiuno recibiste
veintidós mil liras. Explícame, ante todo, por qué no pagaste la cuenta el día
veintiuno, cuando cobraste el dinero de tu trabajo.
Ahora era difícil darle una respuesta exacta, pensó Romeo Prasin; pero había una
respuesta exacta y se la dio:
—Porque gané menos de lo que pensaba; los alemanes se echan siempre atrás, y
no quería quedarme sin una lira si pagaba toda la cuenta.
Debía de ser la verdad, pensó Alberto. Pero le extrañaba que un orangután como
aquel continuase diciendo la verdad.
—¿Y cómo es, no obstante, que el veintitrés te decidiste a pagar toda la cuenta?
—inquirió.
Romeo Prasin ya había esperado en parte la pregunta y había tenido tiempo de
pensar en la respuesta. Aquí podía mentir y, en efecto, mintió:
—El dueño de la taberna supo que había cobrado mi dinero —dijo, dándose
cuenta de que aquella vez conseguiría enredar a ese hijo de perra. Y precisamente en
el punto más delicado—, y tenía miedo de que yo regresase a Latisana sin haber
cobrado él su dinero. Y entonces me vino con tantos cuentos que me enfadé y le
pagué. Y por despecho quise que me hiciera un recibo.

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Ojalá no hubiese hecho nunca aquel recibo; o bien, podía haberlo roto o perdido,
en vez de olvidarlo en el bolsillo como un cretino.
Podía ser verdad, pensó Alberto. Antes de pagar una cuenta como aquélla, Prasin
debía de haberse hecho el olvidadizo. Pero el tabernero no aflojó y él tuvo que
pagarlo todo de una vez. Está bien. Pero ahora había llegado el momento de la escena
final. Eligió una de las sillas sanas y se sentó delante de aquella carne de presidio.
—Me gusta que no hayas tratado de engañarme —dijo modoso. Aquella frase
encajaba bien de todos modos, porque halagaba la astucia de la bestezuela, que era
muy probable que hubiese mentido en algo—. Ahora contesta a una última pregunta
y te dejaré en paz. Pero procura responderla bien, sin decir: no me acuerdo de esto, o
no me acuerdo de lo otro. De lo contrario, me enfadaré. Quisiera saber qué hiciste la
noche del veintidós de junio, desde las diez en adelante.
Esta pregunta también la esperaba Romeo Prasin, incluso antes de que viniese
aquel gusano a roerle por dentro; en cualquier momento se la podrían haber dirigido,
él hubiera podido responder y nadie le criticaría porque era precisamente así. Pero no
debía dar a entender que podía contestar tan rápidamente. Entonces se hizo el tonto,
movió la cabeza y miró al gusano:
—¿El veintidós de junio? —inquirió.
—Sí, el veintidós de junio —remachó Roberto, paciente e incluso tranquilo—. El
día en que mataron al siciliano, en la playa, cerca de la taberna donde tú te
encontrabas.
Durante un momento, Romeo Prasin se quedó inmóvil mirando a aquel hijo de
perra, con el cuello algo torcido; después, en su torpe mente empapada en alcohol, se
convenció de que había llegado el momento de representar la escena que había
preparado en su interior, de manera instintiva. Se puso de pie.
—Eh, no —dijo como una solícita, tosca y burda estatua del respeto a la ley, y de
la inocencia calumniada—; he estado diez años en la cárcel, señor doctor. Maté a una
persona en una riña porque estaba borracho, pero he cumplido la condena y ahora
sólo me dedico a mis cosas y nadie puede decir nada de mí. En cambio, cada vez que
sucede algo, vienen a detenerme. Roban en un chalé, y el señor brigada me manda
detener y dice que he sido yo. Roban una maleta del coche de un forastero que ha
venido de vacaciones, y vienen los carabineros y dicen que he sido yo. Y ahora han
matado a ese pobre siciliano y, como que no he visto a nadie, pensaba que habían
comprendido que podían dejarme en paz; después de haber pasado diez años en la
cárcel, ni siquiera recojo una piedra del suelo para que no digan que la he robado…
—Siéntate —le ordenó Alberto, tras haber dejado que se desahogase un poco.
Esperó a que el orangután estuviese de nuevo sentado en el catre, y siguió tranquilo,
indiferente—. Nadie dice que lo hayas matado tú, aunque motivos sí que tenías.
—¡Pero si nunca le he visto la cara! —gritó Romeo Prasin, y ahora estaba
sinceramente furioso.

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—Pero sabías quién era —le argumentó Alberto sin dudar—. Ya conocemos bien
tus asuntos. Tu hija quiere casarse con Roberto Arrighi, pero Roberto Arrighi no
podía casarse con ella porque este siciliano le amenazaba a fin de que se casase con
su hermana, a la que él había comprometido. Entonces, podría suceder que tú quitases
de en medio al siciliano, y, así, tu hija se casa con un señor como Arrighi y soluciona
su vida para siempre.
—¡No, no y no! —exclamó Romeo Prasin, y golpeó tres veces con el pie desnudo
sobre el suelo de cemento sucio y lleno de tierra del cuchitril—. Mi hija puede tirarse
por una ventana; a mí no me importa si soluciona su vida o no. No voy a ir a la cárcel
para que ella viva bien; no soy tan estúpido.
—Cálmate; si no, me enfado yo —le dijo Roberto—. Trata sólo de explicar dónde
estuviste el veintidós de junio, desde las diez de la noche en adelante, hasta la mañana
siguiente. Y procura no decir mentiras porque, de lo contrario, te meterás en un buen
lío.
Romeo Prasin bajó los párpados, se miró un pie desnudo y sucio de tierra como el
pavimento, lo volvió a golpear contra el suelo y se lamentó:
—Siempre he estado metido en líos desde que cometí aquella estupidez por la que
me echaron diez años. Ahora ya estoy acostumbrado.
—Tú explícame dónde estuviste el veintidós de junio a partir de las diez de la
noche, y no tendrás más problemas.
Alberto empezó a morderse la uña del dedo meñique; no acostumbraba a hacerlo,
pero ahora estaba muy perplejo. Además comenzaba a hacer mucho calor; afuera, el
sol acababa de quemar los yerbajos que había en torno a la barraca y mandaba al
interior su ardiente hálito.
—Me acuerdo muy bien dónde estuve aquella noche, porque me encontraba
trabajando —contestó Romeo Prasin. Se acuerda de cuando trabaja, como se
recuerdan todas las cosas desagradables, pensó Alberto.
Le preguntó:
—¿Dónde estabas?
—En Lignano Pineta.
—¿Y dónde trabajabas?
—En una tienda —respondió Romeo Prasin—. En la plaza principal donde están
todos los establecimientos. Cada temporada abren nuevas tiendas. Es preciso hacer
las estanterías, los mostradores y todo lo demás.
—¿Qué establecimiento era?
—Supongo que ya estará abierto —respondió Romeo Prasin—. Es el del
fotógrafo; venden películas, máquinas fotográficas y esas cosas.
Aspiró con fuerza, por la nariz, como un buey cuando sabe que está a punto de
acabar de tirar del arado.
—Los dueños me conocen. Son de Latisana, los Morassini, mujer y marido.

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—Morassini; está bien —Alberto recordaría aquel nombre durante varios años—.
¿A qué hora empezaste a trabajar en aquella tienda?
—Antes de las nueve; era un trabajo largo y había que terminarlo.
—¿Y cuándo acabasteis?
—Eran más de las dos —dijo Romeo Prasin.
—¿Trabajaste hasta las dos de la noche? —preguntó Alberto. Según el informe
del perito, la muerte de Giannuzzo había ocurrido entre las once y la una de aquella
noche—. ¿Y no te moviste de allí?
Dejó de morderse la uña y miró hacia la puerta; por el sendero que llegaba hasta
la carretera, vio acercarse, bajo el sol, una figura de mujer vestida de azul celeste.
Volvió a mirar al orangután.
—No. A las once y media paramos para comer un poco de salchichón; la señora
Morassini nos trajo una botella de vino. —Romeo Prasin trató de buscar algo en su
memoria—. Después de medianoche, fuimos dos veces al bar del cine, que está
enfrente del establecimiento, para tomar una copa de aguardiente.
—¿Y cuánto tiempo empleasteis en ir al bar y volver?
—Pocos minutos; está exactamente delante.
—Así, pues, desde las nueve hasta las dos estuviste trabajando en aquella tienda.
¿No te alejaste para nada?
Comenzaba de lleno la temporada de verano y, en un lugar de vacaciones como
Lignano Pineta, trabajaban incluso de noche para preparar las tiendas y ultimar todo
lo que pudiera servir a la gente. La coartada era bastante creíble y muy fácil de
comprobar.
—Estuve todo el rato allí —dijo Romeo Prasin—. Me vieron todos, incluso el
guardia nocturno que viene a hacer la ronda. Precisamente, hacia las dos le pedí un
cigarrillo porque me había quedado sin tabaco y el estanco ya estaba cerrado.
Alberto contempló a Romeo Prasin. La exactitud de aquel detalle le hizo
sospechar. Le gustaba la precisión, pero no tanta.
—¿Quiénes son «todos» los que te han visto? —le preguntó.
Romeo Prasin levantó una mano con el puño cerrado y se dispuso a contar.
Alargó el pulgar y el índice, y dijo:
—Los señores Morassini, mujer y marido; la mujer llevaba al niño en brazos,
pero al niño no lo cuento —extendió el dedo corazón—. El electricista que trabajaba
también conmigo. —Levantó el anular—. El de la furgoneta del electricista que tenía
que colocar las lámparas y que también ayudaba. —Extendió el meñique—; y el
pintor que me echaba una mano. —Romeo Prasin dejó de contar—. Luego estaba el
guardia nocturno, que pasó por lo menos tres veces, y el camarero del bar del cine,
donde fuimos a beber el aguardiente.
—Basta —le dijo Alberto mientras se levantaba. La mujer de azul casi había
llegado hasta ellos. Ahora atravesaba el trozo lleno de yerbajos que había entre los
árboles y la barraca. No la había visto nunca, pero no necesitaba que se la presentasen

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para saber quién era: una obra maestra física como aquélla, aunque no una obra
maestra de finura, no podía ser otra que Irene, la hija de Romeo Prasin.
—Según tú, ¿cuánto hay a pie, desde la tienda donde trabajabas hasta la playa?
Para Alberto, la playa quería decir el lugar donde habían encontrado muerto a
Giannuzzo Masetta.
El orangután reflexionó porque no comprendía bien la pregunta y, cuando no
comprendía, siempre pensaba que querían engañarle.
—El punto más cercano de la playa estará a unos cinco minutos de la tienda
donde yo trabajaba, tal vez un poco más.
—Yo me refiero a la zona de playa donde encontraron muerto al siciliano —
recalcó Alberto. Esta frase fue oída también por la muchacha vestida de azul, que
ahora estaba en el umbral del cuchitril y que parecía, con aquel vestido, una joya
física que estuviese en un cubo de basura. El vestido playero azul celeste le dejaba al
descubierto el pecho y las espaldas bronceadas, y parecía que transmitiese su calor
soleado y su lánguida suavidad, aun sin tocarla.
Romeo Prasin miró a la hija, miró al hijo de perra y torció la boca.
—He leído en el periódico que ese siciliano fue encontrado cerca del
Tagliamento, donde el río acaba en el mar.
No conocía la palabra desembocadura y tuvo que decir todas aquellas palabras
para explicarse.
—Muy bien —dijo Alberto mientras miraba a Irene Prasin que seguía silenciosa
en el umbral.
Irene le miró con pereza, como si el calor y su molicie natural le impidieran sentir
curiosidad por saber quién era el que hablaba con su padre, aunque en cuanto lo vio
lo comprendió todo.
—Muy bien, lo que yo quiero saber es cuánto tiempo se necesita, a pie, para ir
desde la tienda en que tú trabajabas hasta el lugar de la playa donde mataron al
siciliano.
—Si es cerca del Tagliamento, donde el río acaba en el mar —contestó Romeo
Prasin, pues decididamente no conocía la palabra desembocadura—, se necesita
bastante tiempo, más de media hora.
—Está bien —dijo Alberto—. Ahora veremos si has dicho la verdad. Entretanto
no te muevas demasiado y, si se te ocurre la idea de escapar, olvídala.
—¿Y por qué iba a escaparme? —dijo Romeo Prasin—. Yo no he hecho nada.
Alberto no le contestó y se dirigió a la puerta para salir. Irene se apartó para
dejarle pasar.
—Y tampoco se vaya usted demasiado lejos —le dijo.
No había necesidad de explicarle que era de la policía; además, era evidente que
ella lo había comprendido. Irene ni siquiera contestó, y él se dirigió a su coche, que
había puesto a la sombra, cerca de la fachada de la barraca. Subió y lo puso en
marcha. No le importaba absolutamente nada Romeo Prasin, ni Giannuzzo; su

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pensamiento volvió en seguida a Michela. Le habría gustado saber dónde estaba en
aquel momento, aunque lo cierto era que, de saberlo, hubiera sufrido. Y, por otra
parte, ya sabía dónde estaba, y con quién. Había oído que se habían puesto de
acuerdo, ella y Roberto, para ir aquel día a Lignano Pineta. Alberto conocía Lignano
porque había estado allí, precisamente en la playa, en el lugar donde habían
encontrado muerto a Giannuzzo Masetta, y había visto cuántos sitios había para estar
a solas. Era el lugar más extenso que nunca hubiera visto. La playa no acababa nunca.
Detrás estaba el pinar, los campos, el río, la laguna de Maraño, donde casi todos
tenían una muchacha al lado, a la que arrastraban materialmente desde el mar hasta la
pineda; del bar a las tiendas, para comprar aquellos zapatos de tacón alto; al
embarcadero, para practicar el esquí acuático, o a las pizzerias para alimentarla. Tan
sólo un cretino como él había ido a Lignano para observar la playa por razones de
trabajo, hasta volver a encontrar en la arena, con ayuda del papelito que le había dado
el brigada Varnicaro, el punto exacto donde había estado tendido y muerto Giannuzzo
Masetta. En ese punto había puesto una concha y luego miró a su alrededor,
científicamente. A continuación, fue desde aquel sitio hasta el camping cercano al
Tagliamento, y desde aquí hasta la carretera, midiendo los pasos y contando el
tiempo. Todos los datos los apuntó en un papelito y, en resumen, había trabajado
como un cretino. Mientras tanto, en aquel mismo momento había alguien más astuto
que se llevaba consigo a Michela, y él ni siquiera podía quererle mal, porque si
Michela se había curado en un abrir y cerrar de ojos, como un milagro, era gracias a
esa persona. Se detuvo en la carretera porque de pronto sintió que la chaqueta le daba
demasiado calor; no obstante, cuando se la quitó y se quedó con la camisa negra,
siguió teniendo el mismo calor de antes. Estaba a punto de ponerse en marcha,
cuando vio a aquel joven. No era precisamente un modelo de elegancia, llevaba una
pesada chaqueta encima de una camisa desabrochada que le dejaba al descubierto la
parte superior del pecho, velludo y bronceado. El joven caminaba con rapidez hacia
él y le hacía ademanes de que lo esperase; y él lo esperó.

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23

—¿Me puede llevar un trecho por la carretera? —le preguntó el joven al llegar.
Alberto le abrió en silencio la portezuela y el muchacho subió rápidamente. Tenía
el rostro seco, sin una gota de sudor, y un perfil duro y noble, a pesar de la pobreza
del traje; los ojos apenas se le veían porque tenía los párpados bajos, pero el poco que
se veía tenía algo de felino, tal vez una voluntad salvaje y felina.
—¿Dónde tienes que ir? —le preguntó.
En aquella zona había muchos meridionales, que trabajaban duro y desempeñaban
cualquier oficio. Aquél era uno de ellos.
—A Lignano Sabbiadoro —respondió el joven.
—También voy yo —le dijo Alberto.
No era verdad, pero, por el momento, no tenía ningún lugar adonde ir y le
complacía ahorrar a aquel pobrecillo otra caminata, porque le había visto los zapatos
casi deshechos; debía de haber caminado durante horas y horas. Al cabo de un
momento le preguntó:
—¿Buscas trabajo?
El joven se volvió para mirarlo, abriendo sólo un poco los párpados. Tal vez
estaba cansado.
—No —respondió—; ya tengo trabajo.
Por su forma de responder, amable pero demasiado pausada, Alberto comprendió
que era bastante arisco y que no quería que le hiciesen preguntas. Pero él, al igual que
Loré, posiblemente estaba intoxicado por su oficio de policía.
—¿Qué trabajo haces? —le preguntó.
El joven miraba la carretera que se extendía ante ellos. Estaba pensando: déjeme
tranquilo, señor, que no tengo demasiada paciencia. Luego murmuró:
—De zapatero.
Después pensó: «Hace de zapatero. Giuliano Pappalettera, zapatero. Pero ahora
ya no lo haré nunca más».
Habían llegado ya al paseo marítimo de Lignano Sabbiadoro. La playa se
despoblaba; todos se iban a comer, atravesaban la calle delante del coche, en
albornoces, en slips, en bikinis con una toalla de colores en la mano, y entraban en los
hoteles o en las pensiones que estaban exactamente allí delante.
—Dime dónde debo parar —le dijo Alberto.
Giuliano Pappalettera pensó: «En casa de Maruzza». Después respondió:
—Donde está la fuente, en la plaza.

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Al llegar a la plaza, el coche se detuvo y Giuliano Pappalettera abrió la portezuela
y bajó; después, antes de volver a cerrarla, miró a la cara a Alberto. Noble y
orgullosamente, casi en tono solemne, le dijo:
—Gracias. Perdone las molestias.
Se alejó con el paso rápido de quien sabe adónde va; y sabía dónde ir porque se
había tomado el trabajo de saber dónde estaba Maruzza, y al fin lo sabía todo, gracias
a su voluntad salvaje, de igual modo que había sabido dónde estaba Salvatore
Stavardone. En Venecia le habían dicho: «Está en el hotel tal», y era un hotel tan
lujoso que ni se le ocurrió entrar, aunque tampoco tenía ningunas ganas de hacerlo.
Se quedó afuera, en aquella especie de plazoleta, esperando de pie en un hueco de la
pared. Incluso parecía que no estaba, y la gente pasaba a un palmo de él y no le veían,
aunque él podía ver a todo el mundo. Hasta el anochecer no salió de aquel hotel
Salvatore Stavardone, con un traje de franela de color crudo, con una camisa azul,
zapatos amarillos de veinte mil liras y, al lado suyo, su rufián y sicario, el Sarnoso,
como le llamaban en el pueblo por su cara siempre llena de granos. Al final, siempre
se enteraba de todo; ahora sabía dónde estaba Maruzza, y con quién, pues se trataba
de una mujer sin honor que se iba con el primero que le gustaba o podía servirle. En
cambio, a saber por qué, nunca se había interesado por él. A causa de esto había
sentido a veces rabia en su interior y hubiera deseado arreglar de repente la ofensa de
un navajazo. Pero era la hermana de su mejor amigo, del pobre Giannuzzo, y, ante el
temor de perder la cabeza, antes o después, cuando la veía irse con éste o con aquél,
se había venido al Norte, y procuró no pensarlo más. Sin embargo, tuvo que volver a
pensar en todo ello, porque Maruzza se había presentado allí, y porque el pobre
Giannuzzo había sido asesinado.
En una casa de la calle Tolmezzo, Giuliano Pappalettera subió las escaleras y leyó
las placas de las puertas. Cuando en una leyó «Pierandola», buscó el timbre y llamó,
sin miedo de equivocarse, pues sabía que detrás de aquella puerta estaba Maruzza, y
también sabía que Pierandola era el apellido del hombre —el primero que encontró
en cuanto bajó del tren que la había traído desde Sicilia— con el que estaba ahora, el
conductor del ómnibus, y quién sabe con cuántos otros se enredaría antes de que el
tiempo la ajara y ninguno sintiese deseo hacia ella. Pero, aunque desde hacía mucho
tiempo pensaba estas cosas de Maruzza, no por ello su recuerdo, la imagen que tenía
de ella en su interior, le producían menor turbación. Y cuanto más dentro de sí, fría y
lúcidamente, la insultaba, más se turbaba y dulcificaba, y se ponía furioso por no
poder olvidarla.
La puerta se abrió y un hombre calvo, delgado, en camiseta, le miró en silencio.
—Quisiera hablar con la señorita Masetta —dijo Giuliano Pappalettera.
El hombre siguió mirándole sin hablar. Estaba pálido y tenía una enorme nariz
aún más pálida. Luego, sin invitarle a entrar, llamó hacia el interior:
—Marieta —y, después, añadió en un véneto dulce y suave—, aquí hay alguien
que quiere hablar contigo.

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Giuliano Pappalettera oyó ruido de pasos —zapatillas pensó—; luego la vio
aparecer en la puerta, mientras el hombre se iba. Vestía de negro, sin escote, con
mangas largas, sin nada de carmín y con los cabellos apenas estirados hacia atrás con
el peine, casi como los hombres.
—Maruzza, he de hablar contigo —le dijo.
La última vez que Maruzza lo viera fue en el río, con aquel zapatito dorado en la
mano, aquella sandalia de tacón alto, mientras le decía que habían matado a
Giannuzzo; entonces ella le dijo que sabía quién había sido, pero Giuliano no hizo
nada, volvió la cabeza a otro lado y dejó que el asesino de su mejor amigo se fuese
por ahí libre, y ni siquiera lo denunció. Era una chinche, y lo miró como a una
chinche.
—Yo no quiero hablar contigo —respondió.
A pesar de su pobre, andrajoso y desastroso traje, con aquella camisa debajo de la
chaqueta, y aquellos zapatos que tanto habían andado, Giuliano Pappalettera era tan
solemne como aquel día con el zapatito de oro en la mano; y noble como un señor del
siglo XVIII con peluca y medias de seda. Era una nobleza salvaje y felina, porque
estaba inmóvil o tenía ademanes lentos, solemnes. Y lento y solemne dijo:
—Calla; tengo que hablarte.
Con la mirada, le conminó a que saliese de aquella casa y que lo escuchase.
Pero ella se quedó quieta.
—Pues habla —le dijo como a una chinche.
Entonces, una vez más, él experimentó aquel intenso deseo de matarla y, al
mismo tiempo, de abrazarla y ponerse a llorar junto a ella. Pero dominó todos esos
impulsos. Se metió una mano en el bolsillo interior de la chaqueta, como un contable
que busca la pluma, y sacó su chaira.
—Con esto he matado a Salvatore Stavardone. Guárdalo como recuerdo,
Maruzza.
Y volvió a ver a Salvatore Stavardone, cuando le silbó por la espalda, en aquella
plazuela de Venecia delante del hotel. Era de noche y Salvatore volvía al hotel con su
rufián; no había nadie, sólo las luces nocturnas de la puerta del hotel. Salvatore, que
conocía aquel silbido, se dio media vuelta y un instante después de haberse girado,
antes de que su rufián pudiese comprender qué sucedía, yacía muerto en el suelo con
la garganta completamente cortada. Le dijo al Sarnoso:
—Soy Giuliano Pappalettera; no te muevas, pues, de lo contrario, también te
mataré a ti.
Y el Sarnoso no se había movido, pues a Giuliano Pappalettera no le gustaba
matar a nadie por la espalda; por esto había silbado a Salvatore para que se volviese.
Además, tampoco le gustaba que no supiesen quién era el que lo había matado, y por
ello le dijo al Sarnoso qué había sido él, Giuliano Pappalettera.
—Ahora te digo adiós porque voy a entregarme a la justicia —le dijo; y como
ella, asustada, no cogiese la cuchilla, él la dejó caer a los pies, simplemente abriendo

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los dedos. Y lento, solemne, bajó las escaleras. Nunca más miraría a la cara a una
mujer como ella, que era la peor de todas las mujeres que pudiera haber. Y, al mismo
tiempo, el pensar que, de verdad, nunca volvería a verla, sintió que algo le quemaba
por dentro como un veneno. Hubiera deseado retroceder, para contemplar una vez
más a aquella miserable enfermedad que era el tormento de su vida y que se llamaba
Maruzza.
Maruzza recogió la chaira y la miró como si pudiese descubrir en ella alguna
señal de lo que había pasado, del golpe mortal que había asestado al hombre que
mató a su hermano. No tenía necesidad de más explicaciones. Giulianuzzo no hubiera
ido hasta allí para decirle lo que le había dicho, si Salvatore Stavardone no estuviese
ya sepultado bajo tierra.
—Marieta —la llamó una voz de hombre desde el interior de la casa.
Era el tío de Giovanni. Pero ella, con la cuchilla escondida entre la mano y la
manga del largo vestido negro, descendió corriendo las escaleras, en busca de
Giulianuzzo, y pronto lo vio que caminaba por la calle, entre montones de zuecos y
zapatos, sombreros de paja, cestos de fruta, estantes giratorios con tarjetas postales de
colores y ejércitos de vestidos llamativos con las etiquetas de los precios ondeando al
viento.
—Giulianuzzo.
Él la había oído, pero no se volvió. Uno no se vuelve para mirar a una mujer
como aquélla. Maruzza lo alcanzó y se puso a su lado.
—Giulianuzzo —el tono de voz con que pronunciaba su nombre era algo más que
una caricia, pero él no se dignó mirarla. Continuó caminando con aquel paso que
parecía como si anduviese despacio, pues era solemne y felino al mismo tiempo, pero
que casi obligaba a correr a la muchacha. Caía de plano el cálido sol de la hora de la
comida, pero ellos no lo sentían siquiera—. Giulianuzzo, perdóname —le dijo ella, y
hubiera deseado agarrarle una mano, un brazo, y besarle la mano que había vengado a
su hermano, que había dado muerte a Salvatore Stavardone; y unirse a aquél brazo e
implorarle que la perdonara por haberle creído un miserable. Pero Sabía que no debía
hacerlo, porque él se desprendería de ella como se aparta una inmundicia repugnante.
Por eso se limitó a decir perdóname, mientras corría a su lado, sin importarle las
pocas personas que pasaban por la calle y les miraban con curiosidad.
Tampoco respondió él esta vez. Entonces, la voz de ella cambió; ya no fue
implorante, sino casi amenazadora.
—Giulianuzzo, no debes ir a entregarte a la justicia. Yo no quiero.
Él continuó la marcha. Caminaba como alguien a quien le sigue un perro que
gruñe y menea la cola porque desea que se convierta en su amo, y entonces él ni lo
mira para que el animal no tenga esperanzas y se canse.
—Giulianuzzo, no debes ir a entregarte —Maruzza no se cansaba y su voz tenía
aún la sorda amenaza de antes—; debes escaparte.

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Giuliano Pappalettera dobló hacia una calle más estrecha que llegaba hasta la
carretera que iba a Lignano Pineta. Parecía completamente solo, como si Maruzza no
existiese, como si no oyese su voz ni el roce de sus zapatillas contra el ardiente
asfalto de la calle.
Entonces ella le dijo, esta vez muy bajito, pero también de forma amenazadora:
—Giulianuzzo, si vas a entregarte, me clavaré esto en medio del pecho.
Extendió el brazo para que él la viese, y la cuchilla que llevaba en la mano y
medio escondida en la manga brilló al sol.
Él lo vio y se detuvo, pues comprendió que haría lo que decía; no lo habría dicho
si no tuviera la intención y capacidad de hacerlo, porque era una mujer maldita que
nadie había conseguido nunca detener. Ni siquiera él podría detenerla. Aunque fuese
de su misma estatura, la miró desde lo alto, como se mira una cosa miserable y
molesta.
—Vete con tu novio —le dijo, y pronunció la palabra novio como si fuese un
insulto.
Hizo ademán de agarrarle el brazo para quitarle la chaira, pero ella ya lo había
previsto y se echó hacia atrás, apartando el brazo. Se miraron; aunque orgulloso y
despectivo, Giuliano leyó en los ojos de aquella mujer que era más fuerte que él.
—Yo no tengo ningún novio, Giulianuzzo —y volvió a implorar, porque sabía
que era la más fuerte—. Debes huir y yo iré contigo. No debes acabar en la cárcel.
Giuliano Pappalettera casi se sobresaltó cuando oyó la expresión «iré contigo».
Le desapareció el orgullo interior, se desvaneció, se evaporó. Quedó ante ella como
vacío, al oír aquella inverosímil esperanza de que se quedaría con él. Nunca le había
dicho nada parecido, con aquella voz y aquella expresión profunda, cálida, de mujer
que siente lo que dice.
—Ahora me lo dices —murmuró con amargura—. Nunca creíste que yo fuese un
verdadero hombre; para ti siempre he sido un payaso. Has llegado a decirme que
habían matado a Giannuzzo y que yo volví la cabeza hacia otro lado para no ver
quién había sido. ¿Qué quieres hacer con un payaso y un bribón?
—Perdóname, Giulianuzzo; ya no entendí nada, cuando me dijiste que habían
matado a mi hermano.
Ahora Maruzza se atrevió a rozarle un brazo, a rozarle apenas la manga de la
chaqueta, si bien retiró en seguida la mano para que él se diese cuenta de lo
arrepentida que estaba. Dos muchachos habían salido de un chalecito que daba a la
calle y se detuvieron curiosos para ver a una mujer vestida de negro, en aquella zona
y en aquella época del año, donde no se veía nunca a ninguna vestida así, salvo a
alguna que otra viejuca. Se pusieron a escuchar; ellos los habían visto, pero no se
preocuparon porque hablaban en un siciliano tan cerrado que nadie de aquella
descolorida gente del Norte podría entenderlos.
—Y ahora tampoco comprendes nada —le dijo, desdichado pero con decisión—.
En primer lugar, no tengo necesidad de una mujer que me diga lo que debo hacer, es

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decir, si he de entregarme o no. En segundo lugar, si yo tuviese intención de escapar,
al tener una mujer a mi lado, aún me pillarían más de prisa. Y en tercer lugar, así
acabarías tú también en la cárcel. De esta forma, los compadres de Salvatore
Stavardone se carcajearán, pues, de un solo golpe, habrán conseguido matar a
Giannuzzo y mandar a la cárcel a su hermana.
Sonrió con acritud; se sentía infeliz.
—No nos prenderán, Giulianuzzo. —Maruzza se le aproximó tanto que él casi
pudo notar el calor de su aliento—. Encontraré dinero para que nos vayamos lejos,
fuera de Italia; no debes entregarte, pues, de lo contrario, me moriré.
No habló en un tono especial. Para los dos descoloridos muchachos que
escuchaban, con las orejas pálidas bajo los rubios cabellos demasiado largos, podían
estar hablando del tiempo que hacía, hasta tal punto la voz era normal. Pero Giuliano
Pappalettera notó que ella había puesto en aquellas palabras toda su alma, y que la
indiferencia que antes sintiera hacia él se había transformado en una entrega total.
Giuliano trató de resistir, pues se había sentido demasiado herido por aquella
mujer. Ahora ya no se atrevía a pensar que estuviese maldita, pero ella no debía creer
que con cuatro palabras él olvidaría el amargo dolor que le había inferido, con todos
aquellos hombres con los que había estado, mientras a él ni siquiera quería mirarlo.
—¿Dónde encontrarás ese dinero? —exclamó, pretendiendo ser insultante,
aunque no lo consiguió demasiado.
—Ya lo tengo —respondió Maruzza.
Comenzó a mentir, pero hubiera hecho cualquier cosa con tal de que él no se
entregase, con tal de que se dejase ayudar y huyese con ella, porque ella no resistiría
la pena de saber que estaba en la cárcel. A Maruzza no le era difícil mentir.
—Tengo ahorrado algún dinero que pensaba habérselo dado a Salvatore
Stavardone, para que dejase en paz a Giannuzzo. Pero ahora Salvatore Stavardone ya
no necesita nada.
Había encontrado la mentira apropiada. Él la miró, convencido: tal vez lo único
que buscaba era dejarse convencer. Pero ahora le dominaba una nueva preocupación,
un generoso temor se había apoderado de él: la idea de que ella iba a arruinar toda su
vida por ayudarle a huir e ir tras él; de que iba a dejar a aquel buen chico que estaba
ahora con ella y que de verdad quería casarse, para embarcarse en una vida sin paz
con un perseguido por la policía.
—Vete a tu casa, Maruzza —le dijo perentorio, como una orden—; piensa en tu
madre, en tus hermanas. Si vienes conmigo, perderás toda esperanza. —Le señaló
con una mirada un quiosco de periódicos al lado de la acera—. Lee los periódicos y
lo verás.
—¿Está tu nombre? —le preguntó—. ¿Te buscan?
Con los ojos él le indicó que no.
—Aún no —dijo.

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El guardaespaldas de Salvatore Stavardone no había hablado, no dijo a la policía
que su jefe había sido muerto por Giuliano Pappalettera. Esas cosas no se hacían; no
se metía a la ley en medio de ciertos asuntos privados. Ya pensarían los amigos de
Salvatore Stavardone en cómo arreglar las cuentas con Giuliano Pappalettera, y se las
arreglarían bien. El Sarnoso había dicho a los de la ley que un desconocido agredió y
mató a su amigo Stavardone y que luego había huido. Pero la policía no tendría
mucho trabajo en descubrir quién había matado a Salvatore Stavardone.
Maruzza se encogió de hombros.
—No te detendrán nunca —dijo—. Ya sabremos cómo arreglárnoslas.
Quizá fuese una locura, pero Giuliano Pappalettera no podía vivir sin esperanza;
la miró en silencio, mientras le decía con los ojos que la perdonaba y le permitía irse
con él.
Entonces la mirada de Maruzza se endureció de felicidad, una felicidad amarga y
desesperada.
—Espérame aquí, Giulianuzzo —exclamó de repente, anhelante—; en seguida
vuelvo.
Luego pareció vacilar y añadió con aspereza:
—Pero no te vayas en vez de esperarme, porque ya sabes lo que haría en ese caso.
Él dirigió la mirada a la cuchilla que ella sujetaba con la mano y que tenía medio
escondida en la manga.
—Si quisiese irme, me iría —murmuró—. Si te digo que me quedo, es que me
quedo.
Maruzza ya no le escuchaba; con el paso más largo que le permitía la falda negra,
desanduvo rápidamente el camino, bajo el sol, entre los montones de sandalias y
zapatos, los cestos de fruta, los estantes giratorios de tarjetas postales y la hilera
interminable de vestidos de colores colgados a las puertas de las tiendas, y volvió a
entrar en la casa. El viejo en camiseta, delgado y calvo, le dijo en su dulce véneto:
—Aún no ha vuelto Giovannino.
Y ella contestó, antes de entrar en el dormitorio:
—Hoy llegará tarde. Voy a salir ahora un momento, pues ha llegado una amiga
mía de Sicilia, que me ha contado que mi madre se encuentra mal.
Se encerró en el cuarto antes de que el otro pudiese responder; se quitó el traje
negro, porque hubiera sido peligroso andar por ahí vestida de aquel modo al lado de
Giulianuzzo cuando le buscase la policía. Se puso el vestido verde, que era el único
que tenía; se despojó de las medias y se calzó unos zapatos de tacón alto. En el fondo
del armario buscó la cajita de metal que Giovanni, desde la primera noche de amor, le
había mostrado contento:
—Mira, Marieta; no te creas que soy tan pobre. Gano bastante, carezco de vicios,
guardo algo de dinero y nos podremos casar pronto. Ya tenemos casa, Marieta,
porque el tío nos tiene a gusto con él para no estar solo. Aquí hay un dinerito…

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La caja estaba cerrada con llave; una cerradura ridícula que ella hizo saltar sin
esfuerzo con unas tijeras. Sacó en un instante los billetes de diez mil, de cinco mil y
un montón de monedas de plata de quinientas liras. Se hizo el firme propósito de no
pensar en Giovanni, en cuanto éste volviese al cabo de poco y comprendiese que todo
su amor por ella no había servido de nada, que sólo era una mujerzuela de la calle y
que se iba con otro llevándosele todos sus ahorros. Si lo hubiese pensado, se habría
puesto a gritar, pero consiguió no pensarlo. Pensó en Giulianuzzo, que se había
dirigido como la espada vengadora hasta Venecia, hasta la garganta de Salvatore
Stavardone. Ahora Giannuzzo podía descansar en paz porque había sido vengado. Y
ahora ella debía ayudar a Giulianuzzo durante toda la vida. Nada más pensó en esto, y
sólo así consiguió llevar a cabo el repugnante acto que estaba realizando: romper el
corazón y robar al único hombre que había creído en ella.
Cuando salió de la habitación, el viejo calvo la miró sin hablar; siempre hablaba
poco, y tal vez comprendía poco, porque no intuyó nada, ni siquiera al verla con
aquel vestido verde. Saludó a la muchacha con serenidad:
—Vuelvo en seguida —le dijo antes de salir—; la comida ya está preparada. En
seguida regreso.
Corrió por las escaleras, pero aminoró el paso cuando estuvo en la calle; agarró
bien el bolso para que no tintineasen las monedas de plata. Cuando dobló por el
extremo de la calle, vio que Giulianuzzo no se había movido ni un centímetro del
lugar en donde le dejara, aunque estaba al sol. Sólo había encendido un cigarrillo y
todavía lo estaba fumando, porque la ausencia de Maruzza no había durado ni
siquiera el tiempo de fumarse el cigarrillo.
Sin hablar, se pusieron a caminar juntos. En lugar de ir por la carretera que
llevaba a Lignano Pineta, tomaron un sendero a través del campo. Cuando estuvieron
bastante lejos, ocultos por los árboles, ella abrió el bolso.
—Toma, Giulianuzzo; llévalo tú.
Él miró el bolso y luego, lentamente, se llenó los bolsillos.
—Estás cometiendo una equivocación, Maruzza —le dijo mientras tanto—; pero
te puedes echar atrás cuando quieras; no te diré nada.
Sabía que sólo eran palabras: no era una mujer que se echase atrás.
En efecto, ella no le respondió. Volvieron a caminar, bajo la sombra de los
delgados árboles plantados de manera geométrica, que daban una sombra clara. Se
desvanecieron en aquel verde claro; ella la primera, vestida de verde, que pronto dejó
de distinguirse; él un momento después. Se esfumaron por el fondo del sendero,
juntos, confundidos entre aquel verdor.

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24

El sol se elevó nítidamente, en un cielo nítido de un blanco celeste compacto, sobre


un mar de nítido y compacto azul; se elevó de un intenso amarillo oro, sin ningún
tono rojizo, en una atmósfera completamente límpida. Todo parecía como si se tratase
de un dibujo de colores hecho por un niño.
Sentada en la arena, Michela miraba el mar que, unos momentos antes era de un
color oscuro grisáceo, y ahora era una espléndida superficie de esmalte.
—Nunca había visto una salida de sol parecida —murmuró.
Junto a la brisa salobre y fresca que venía del mar, le llegaba el intenso aroma de
tabaco del cigarrillo que fumaba Roberto.
Él la besó en un hombro y sintió la piel tersa y fría. Le acercó la chaqueta del traje
playero:
—¿No quieres ponértelo?
Entonces ella se volvió a mirarlo. Era extraño que sintiese un poco de frío
precisamente ahora que el sol estaba saliendo. Asintió y notó con ternura, sobre sus
desnudos hombros, las cálidas manos de él —tenía algunos granitos de arena en los
dedos— que la cubrían con la chaquetita.
La noche había pasado muy rápida, casi inexistente. Le parecía que el sol se había
puesto poco antes, cuando aún se estaban bañando y la playa aparecía llena de gente
como el puente de un barco minutos antes de la partida; no tan desierta como ahora.
Luego, la cena, en el pequeño bar de la playa, un emparedado tras otro, y una ficha
tras otra en el juke box, para tocar Morgen tantas veces que, al final, ya no lo oían, y
sólo entonces dejaron de ponerlo.
Después se fueron a bailar, a un lugar escondido en medio de la pineda. Roberto
había pedido que tocase un par de veces Morgen a la orquestina y, al bailarlo, el tema
resultaba aún más dulce y melancólico. Cuando Michela miró el reloj, vio que era
casi la una y pensó en su padre.
—Ahora —le dijo Roberto, bromeando— te conviene decirle que te quedas a ver
la salida del sol.
El padre estaba aún despierto cuando ella le telefoneó. La esperaba y le dijo:
«Está bien», con una voz muy tierna porque recordaba demasiado bien los largos
años en que ella no había deseado ni vivido nada y, al igual que una vieja acabada y
atemorizada de todo, no se separaba de él ni un solo minuto al día. Y, tras haber
telefoneado a su padre, era como si no hubiesen existido las horas, porque eso es lo
que ocurre cuando se es feliz. Habían paseado por el pinar; no había luna, pero se

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veía como si la hubiese porque el cielo tenía la claridad de principios del estío. Luego
habían ido a la playa. Apenas un instante más y salió el sol.
—Son exactamente las cuatro y cuarenta —dijo Roberto, enseñándole el reloj que
llevaba en la muñeca—. Tal como está escrito en mi agenda. —Movió la cabeza,
mientras seguía apoyando un brazo sobre el hombro de Michela—. Deben de ser unas
personas muy raras las que se interesan por la astronomía. Pueden saber, incluso con
mil años de anticipación, cuándo saldrá el sol en determinada mañana y lo escriben
en todas las agendas.
Michela seguía mirando el mar, aunque aquellas palabras enturbiaron su felicidad
durante un momento. Alberto se apasionaba por la astronomía, pero desde luego no
era una persona rara. En aquel instante experimentó remordimiento, si bien poco
después Roberto le pasaba con ternura la mano por el rostro —tenía algún granito de
arena en los dedos— y ella se encontró de nuevo allí, en aquella playa.
—A estas horas será difícil encontrar un café caliente —comenzó Roberto—.
Vayamos a la caza de algún bar abierto.
La ayudó a levantarse, y miraron un rato más el mar y el sol que ya estaba por
completo en lo alto del cielo. Todo aparecía desierto y silencioso. Sólo cuando se
dirigieron hacia el coche que estaba en el sendero, al final del pinar, vieron llegar de
la desembocadura del Tagliamento a un joven en bicicleta que iba por el borde de la
orilla, casi metiéndose en el agua, seguido por un perrito que le ladraba
frenéticamente.
—Tengo miedo de que nos riñan en casa —dijo él en el coche.
Lo dijo con tranquilidad, sin el acostumbrado tono explosivo que tenía. Por lo
demás, desde la primera noche, había estado apacible, casi tímido. Cuando salieron
del local donde bailaron, una vez que acabó la música de la orquestina, las luces y la
confusión de la gente, en el silencio y la oscuridad de la pineda, Michela había
experimentado una confusa ansia, una tenue incertidumbre de lo que podría pasar y
para lo que no sabía si estaba preparada o no, si lo deseaba o no.
Pero no pasó nada. El primer beso fue algo fugaz, cerca de la boca, no en la boca.
Él se había mostrado inseguro y desmañado, y eso la había conmovido. Y otros besos
en la playa, mientras esperaban que apareciese el sol, tímidos, casi abrazos cohibidos
que la hicieron más feliz que todo el atormentado amor que había vivido con el cruel
Aligi, mucho menos tímido que Roberto. Y ahora él temía que en casa les riñesen, y
también ella pensaba que les sería algo difícil a su padre, a Alberto y al padre de éste
creer que, durante la noche, no hubiese ocurrido nada. Pero ella sabía que su padre la
creería, con sólo mirarla a los ojos, y por eso no estaba muy preocupada.
—Tal vez no —dijo, y le sonrió.
Y mientras el coche se deslizaba despacio por el sendero del pinar entre las largas
sombras matinales, sacó del bolso el espejito y el carmín.
Entonces él frenó en seco. Con tierna brutalidad le arrebató el espejo y la barra de
labios y se los volvió a meter en el bolso abierto; luego la abrazó. Por un instante,

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Michela, por pura reacción nerviosa, se puso rígida, pero un momento después se
abandonó, turbada por aquella dulce violencia.
Pero en seguida él la dejó.
—Perdóname —le dijo, con el rostro escondido entre sus cabellos.
Ella le oprimió más fuerte con una mano y, con la otra, le acarició la cabeza,
respirando con fuerza.
Roberto se separó con lentitud de ella y volvió a poner el coche en marcha.
Murmuró con voz muy baja, como si hablara consigo mismo:
—Es la primera vez que me enamoro, y tengo miedo.
Y tal vez era la primera vez que un hombre le decía esto a una mujer, pensó ella,
confundida por una especie de alegría angelical. Para los hombres era muy fácil
enamorarse, sin ningún temor a lo que pudiese suceder, porque, para ellos, todo
estaba bien hecho. Pero eso era lo que hacían los hombres; y Roberto no era cualquier
hombre, era él.
—¿No querías ir en busca de un café? —le dijo, cuando vio que tomaba la
carretera de Latisana, en vez de dirigirse a Lignano Pineta o Lignano Sabbiadoro.
—Es demasiado temprano; no lo encontraríamos —respondió él, conduciendo
cada vez más deprisa.
Roberto parecía infeliz, y, en aquel momento, también lo era ella, porque veía que
aquella maravillosa noche se había acabado y no quería que terminase tan pronto.
Pero se serenó de nuevo, porque pensó que habría otros momentos, aún más bellos e
intensos.
Apoyó la cabeza sobre su hombro.
—Ve despacio; nos reñirán igual —dijo feliz.
—¿Tienes sueño? —le preguntó él.
—Un poco.
Pero cuando estuvo en casa, en su habitación, se le quitó por completo el sueño.
El sol entraba de lleno por la ventana; sentada en la cama, se quitó los zapatos y los
vació de un poco de arena que contenían. Todos dormían, no los habían oído entrar, y
el sueño, con toda aquella alegría que inundaba su interior, la abandonó. Permaneció
escuchando los pajarillos que piaban frenéticos entre los árboles que rodeaban el
chalé. Después dejó de oírlos, porque dentro de sí volvían a sonar las notas de
Morgen, como si estuviese aún escuchándolo en el juke box, y oía de nuevo la voz de
Roberto, que le decía que siempre hacía lo mismo con las canciones: cuando había
una que le gustaba, la escuchaba durante horas, días, semanas y meses enteros, hasta
que se saturaba. Para él, le dijo, las canciones eran una especie de enfermedad.
Se durmió sin darse cuenta, de repente; se quedó vestida sobre el lecho, la mitad
iluminada por el sol, como extenuada por la felicidad de vivir.

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25

Aquella mañana, en Hamburgo, el sol salió algunos minutos después de las cuatro y
cuarenta. Apareció detrás de las nubes bochornosas de aquel día gris de julio, y
Gertrude Leuter, la ingeniero Gertrude Leuter, veía desde la ventana la grisura del
alba que se hacía más clara, casi opalescente y, gracias a esto, supo que el sol había
salido. Abajo, en la calle, ya había varias señales de que la ciudad empezaba a
despertarse: pasó el primer trolebús que iba a la estación con su ruido apagado de las
ruedas sobre el asfalto. Una prostituta volvía a casa —vivía en el edificio de enfrente,
y Gertrude ya la había visto otras veces— y el repiqueteo de sus zapatos de altísimo
tacón había resonado por toda la calle en el silencio del amanecer. Pasaron dos
hombres con mono que llevaban una larga escalera, y el policía nocturno había hecho
su última ronda.
Gertrude no durmió en toda la noche y estuvo casi siempre en la ventana, de la
que sólo se apartaba para coger cigarrillos o para beber agua. Ludwig se había
marchado hacia las dos, mientras bostezaba y le decía:
—No te preocupes…
Después del amor, Ludwig bostezaba demasiado; aquella noche ella pensó que
debería de preguntar a un psicoanalista, conocía a un par de ellos, si aquellos
bostezos eran simplemente de sueño, o si tendrían algún significado. Antes de unirse
para toda la vida, una pareja tiene que conocerse bien y tratar de descubrir si entre
ellos hay algo que no marcha. Gertrude había pensado bastantes veces en ese
problema: si sucedía que Ludwig no bostezaba con otra mujer, y con ella sí, aquello
podría ser un signo negativo.
Pero aquella noche, ésta no había sido su principal preocupación. Lo más
importante había sido Yanús, como ella pronunciaba Giannuzzo, y la citación que
había recibido para presentarse en la policía aquella mañana a las nueve. Ludwig
pudo saber, a través de un amigo suyo que trabajaba con la policía, que la llamaban
para interrogarla —por cuenta de las autoridades italianas— acerca de la muerte de
Yanús. Gertrude sabía que no se pronunciaba Yanús, pero tenía que hacer un esfuerzo
para pronunciar Giannuzzo.
Era esto lo que la había mantenido despierta; no podía negarlo, aunque la
humillase un poco. Nunca había habido nada que le hubiese impedido dormir siete
horas seguidas; siempre se despertaba en la misma posición en que se había dormido,
boca arriba, con las piernas juntas y los brazos abiertos. En cambio, aquella noche,
hasta aproximadamente la una, estudió con Ludwig la situación, y Ludwig, que era
abogado, le explicó meticulosamente cómo debía responder, qué cosas debía revelar

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y qué otras callar. En todo caso, le dijo, para que pudiesen detenerla, se necesitaría
primero una acusación oficial por parte de las autoridades del Gobierno italiano;
después, habría que considerar si las autoridades alemanas concederían o no la
extradición. Y, para todas esas cosas, sería necesario mucho tiempo, varios meses o
incluso más de un año. Sólo en el caso de que las autoridades alemanas concediesen
la extradición, debería tomar ella alguna decisión radical. No era aconsejable que
fuera a Italia para afrontar un juicio bajo la acusación de homicidio; si acaso, él le
aconsejaba que se fuese a México: las leyes de este país le permitirían vivir tranquila
varios años, o tal vez, siempre. Luego, hacia la una, Ludwig comenzó a besarla en el
cuello y, a las dos, se fue bostezando desagradablemente.
Faltaban aún cuatro horas para el momento de presentarse ante la policía.
Acostumbrada a no perder un minuto de su tiempo, Gertrude se encontró por primera
vez frente a un infinito desierto de doscientos cuarenta minutos, que debía atravesar
sola con sus pensamientos. Por ello, decidió tumbarse en la cama y, sin dormir,
mientras los ruidos de la calle se hacían cada vez más intensos, volvió a ver a Yanús
desde el momento en que lo encontrara hasta el último instante. Rememoraba sin
esfuerzo cada detalle, cada ademán o palabra suya, así como todos los lugares donde
estuvieron. Y la hoja del cuchillo que él le pasaba por la cara, con aquel modo de reír
suyo, de disfrutar ante su miedo, que era como un rictus; y Gertrude le había oído
decir que era verdaderamente capaz de hundirle aquella hoja en la mejilla para
hacerle una señal sangrienta que la marcaría para siempre. Ella había conocido a
otros italianos en sus viajes precedentes a Italia, amables y brutales al mismo tiempo
—esto le había fascinado siempre—, pero no perversos. Yanús parecía malo o algo
peor: un loco. Pero un loco muy atractivo, que había sabido dominarla, aunque no se
le podía acariciar en los cabellos porque los llevaba siempre demasiado untosos de
brillantina.
Cuando dieron las ocho, la larga espera la había extenuado y se encontraba muy
nerviosa. Se levantó de un salto, furiosa consigo misma y con todo. Se dirigió al baño
y permaneció diez minutos bajo el chorro frío de la ducha. Después, en la pequeña
cocina, comió queso con mermelada encima y se bebió un vaso de leche. A las ocho y
media estaba lista. Se dirigió al garaje y salió con su coche. Se había puesto el traje
sastre verde oscuro, casi verde negro, que le sentaba muy bien. El tráfico era intenso
y empleó casi veinte minutos en llegar a la Jefatura Superior de Policía, a pesar de
que no estaba lejos. A las nueve menos un minuto, entregó a un policía de uniforme
la citación que había recibido para que se presentase y, a las nueve en punto, entraba
en el despacho del doctor Hermann Klugen, jefe de la sección Interpol de la policía
de Hamburgo.
El doctor Klugen estaba de pie tras la mesa de despacho, y cerca de él había un
joven. Por el corte de su elegante traje, y por los rasgos de su rostro, Gertrude
comprendió que se trataba de un italiano, aunque fuese rubio y tuviese ojos azules.
Klugen le presentó el joven rubio:

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—El doctor Silvano Colli de la sección Interpol del Ministerio de la Gobernación
italiano.
La presentó al rubio:
—La ingeniero Gertrude Leuter.
El doctor Klugen, antes de pedir que se sentase, le dijo en tono burocrático y con
su ampuloso estilo:
—La hemos invitado a venir aquí, distinguida señora ingeniero Gertrude Leuter, a
ruegos de la sección de la Interpol italiana, para que el ilustrísimo doctor Silvano
Colli pueda dirigirle algunas preguntas acerca de un homicidio cometido en Italia —
ahora leyó en una hoja que tenía sobre la mesa del despacho—, en la zona de Lignano
—pero pronunció Linagno— la noche del veintidós de junio pasado; no habiendo
ninguna acusación oficial contra usted, debo aclararle que es usted libre de aceptar o
no este interrogatorio, y, si lo acepta, es libre de responder o no a algunas preguntas,
sin tener que dar ninguna explicación; si lo desea, puede estar presente un asesor
legal de su confianza.
Eran casi las mismas palabras que Ludwig le había dicho que oiría, y le aconsejó
que aceptara el interrogatorio, que contestase a todas las preguntas que le hiciesen, y
que renunciase a la presencia de un abogado.
—Esto dará buena impresión y demostrará que no tienes ningún miedo.
Sin embargo, se lo demostraba a los otros. Ella tenía miedo, incluso cuando
respondió:
—Estuve en Lignano —pronunció bien el nombre—, pero no sé nada de ningún
crimen; de todos modos, responderé con gusto a las preguntas que se me hagan —
hizo una pausa—. No necesito abogado —concluyó.
Entonces, el doctor Klugen le mostró la silla que estaba delante de la mesa y los
tres se sentaron. Luego, dijo:
—También le advierto, distinguida ingeniero Gertrude Leuter, que van a
funcionar dos magnetófonos que registrarán su declaración. Una de las grabaciones
se la llevará a Italia el ilustrísimo doctor Silvano Colli; la otra se quedará en nuestros
archivos.
Hizo una pausa y entonces Gertrude observó que colgaba un micrófono encima
de la mesa de despacho, que debía de ser muy potente, conectado a un hilo negro.
—El ilustrísimo doctor Silvano Colli habla perfectamente nuestra lengua y hará
las preguntas. Yo asistiré al interrogatorio porque debemos respetar las formalidades
legales.
El rubio, que hasta entonces parecía un bello maniquí, con su celeste mirada fija
en un punto indefinido de la habitación, se despertó, como si fuera una estatua a la
que mágicamente hubiesen besado, y aquella mirada azul se posó en ella; y, lo que de
angelical e ingenuo pudiera haber en el azul de aquellos ojos, se convirtió de
improviso en el azul gélido del acero, algo que la atravesó por dentro y acrecentó su
miedo.

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—Distinguida ingeniero Gertrude Leuter —dijo el ángel de acero, empleando no
sólo las palabras y una perfecta pronunciación alemana, sino también la enrevesada
sintaxis burocrática de aquellas conversaciones oficinescas—, ¿es cierto que usted
llegó a Lignano, en la provincia de Udine, Italia, el dos de junio?
—Sí —respondió ella.
—¿Es cierto que usted se marchó de Lignano Pineta al alba del veintitrés de
junio? —continuó el ángel de acero. Silvano Colli era uno de los mejores elementos
de la Interpol, y Alberto, que le telefoneó a Bonn, le encargó aquel interrogatorio
pues sabía que era como encargar a un pointer que hiciese salir de su madriguera a un
faisán. Si Gertrude tenía algo que esconder, él lo descubriría.
La palabra «alba», que el ángel de acero había dicho con premeditación, hizo
reflexionar a Gertrude. Era evidente que la policía italiana ya había hecho sus
investigaciones y sabía que había abandonado el camping al amanecer del veintitrés
de junio. Mentir sería una equivocación.
—Es cierto —respondió.
Silvano Colli extrajo del bolsillo una tarjeta en la que había escrito las
observaciones que Alberto le había telefoneado.
—¿Es cierto que allí, en Lignano Pineta, hizo usted amistad con un joven llamado
Masetta?
En el pequeño despacho, entre los muebles antiguos pero limpísimos, de un
pesado estilo burocrático alemán, casi góticos, aquel nombre italiano sonó como algo
absolutamente extranjero. Incluso para Gertrude resultó casi nuevo, aunque ella sabía
a quién pertenecía ese apellido.
Sonrió:
—Conocí a un muchacho que se llamaba Giannuzzo —realmente pronunció
«yannusso»—, pero no creo que me dijera su apellido; de todos modos, no me
acuerdo.
Silvano Colli dudó. Luego, de la bolsa de cuero que tenía encima de una silla
cercana, sacó una tarjeta, la mantuvo un momento oculta en la mano y dijo:
—Le enseñaré una telefoto de ese Giovanni Masetta. Le ruego que la observe y
me diga si reconoce en la persona de la fotografía la misma a la que usted llama
Giannuzzo.
Dio de repente la vuelta a la tarjeta y se la tendió, mientras observaba a Gertrude
con sus celestes ojos de acero que taladraban todo lo que miraban.
La foto había sido tomada por la policía científica, y mostraba a Giannuzzo
tendido muerto sobre la arena. A ella, le hubiera bastado mucho menos para
reconocerle: le eran suficientes aquellos rizos negros y aceitosos sobre el corto y
hercúleo cuello; y le hubiera bastado incluso aquella mano, en realidad pequeña para
un hombre, siempre descuidada y sucia, pero, sin embargo, de una belleza animal,
que tantas veces la había enternecido cuando la acariciaba o simplemente la tocaba. Y
le hubiera bastado también la camisa, cuya aspereza le pareció sentir, como cuando

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apoyaba la cabeza sobre su pecho. Y, al mismo tiempo que pensaba estas cosas
mientras miraba la fotografía, notaba la mirada penetrante del ángel de acero sobre
ella; sentía que aquel hombre la observaba como a una mariposa bajo una lupa y
estaba atento a sus menores reacciones.
Entonces levantó decidida el rostro y lo miró:
—Éste es el muchacho que conocí —dijo—. Pero ¿por qué esta foto? ¿Le han
asesinado?
—Exacto —respondió Silvano Colli.
Veía a Gertrude desde hacía escasos minutos, pero no le hubiera extrañado que
fuese efectivamente ella quien apuñalara a Giannuzzo. Y no por ser atlética, pues su
figura longilínea era bastante delicada, sino porque no eran delicadas las largas
manos casi de hombre ni las largas piernas, las cuales, aunque bellas, mostraban unas
pantorrillas deportivas, y el largo cuello femenino presentaba robustos haces
musculares.
—Este joven, Giovanni Masetta, fue asesinado la noche del veintidós de junio.
¿No lo sabía usted?
Antes de que los ojos del policía pudiesen abrasarla, Gertrude respondió:
—No.
Lo dijo sencillamente con el tono de quien experimenta una emoción y desea
dominarla.
Silvano Colli permaneció indeciso, pero no lo aparentó. Tomó la otra tarjeta, en la
que había escrito sus apuntes, y dijo rápido:
—Pido excusas a la distinguida ingeniero Gertrude Leuter, pero, para nuestras
investigaciones, necesitaría saber cuál era la clase de relaciones entre usted y ese
joven.
El silloncito giratorio de madera del doctor Klugen chirrió, el doctor Klugen
levantó el índice de la mano derecha y se dirigió a Gertrude:
—Recuerdo a la distinguida ingeniero Gertrude Leuter que está en su derecho si
se niega a responder a preguntas que no sean de su agrado.
Silvano Colli permaneció impasible. Hacía años que vivía en Alemania y sabía
cómo comportarse. Sus ojos, al mirar a Gertrude, tenían una expresión irónica.
Gertrude notó esta expresión y le correspondió con una sonrisa amable, indulgente.
Después se dirigió al doctor Klugen.
—Se lo agradezco mucho, ilustrísimo doctor Klugen, pero no tengo nada que
ocultar y desearía responder a la pregunta —acompañó su agradecimiento con un
ademán de la cabeza y, luego, se volvió hacia el ángel de acero que aguardaba—. Mis
relaciones con aquel muchacho se basaban en una amistad sentimental —dijo casi en
tono burocrático.
Sin embargo, empleó la expresión alemana, que es mucho más concreta, y que
significa amistad amorosa, entendiendo amor en el sentido más específico del
término. Por otra parte, una muchacha hamburguesa, independiente, mayor de edad,

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licenciada, completamente libre, puede hablar con toda tranquilidad de sus
«amistades sentimentales» sin que nadie la pueda criticar.
El italiano que había ido a Hamburgo, para importunarla con aquel interrogatorio,
no la criticó, en efecto, pero se tornó malicioso y logró irritar a Gertrude.
—Ese muchacho era un pobre meridional desocupado, sin ninguna cultura, que
vivía desempeñando humildes trabajos manuales —observó Silvano Colli—. En
cambio, usted tiene una profesión liberal, es culta y pertenece a una familia
acomodada.
Su frialdad tenía el objetivo premeditado y preciso de irritar a la muchacha
hamburguesa. También Silvano Colli había estudiado la técnica científica de los
interrogatorios en la Escuela de Policía de Roma, al igual que Alberto, y sabía lo que
se hacía.
Gertrude enrojeció ligeramente, disgustada, sin intuir que había caído en la
trampa. Si Silvano Colli había estado frío, ella estuvo gélida:
—No veo la utilidad de esta comparación psicologicosocial. Cada uno elige sus
amistades como mejor le parece, y no según las ordenanzas de la policía.
El silloncito del doctor Klugen crujió más fuerte.
—He de rogar al ilustrísimo doctor Silvano Colli que no haga preguntas o
comentarios que no tengan una estrecha relación con el interrogatorio.
El ángel de acero, acostumbrado a vivir en Alemania, hizo una leve inclinación de
cabeza a Gertrude y luego al doctor Klugen, como si quisiese excusarse; sin embargo,
la voz dura con que habló no era de excusas:
—La frase que he dicho tenía una estrecha relación con el interrogatorio —añadió
—. He hablado de diferencias psicológicas y sociales entre el muerto y la distinguida
ingeniero Gertrude Leuter, porque hay hechos que demuestran las consecuencias de
estas diferencias y que pueden tener significación para las investigaciones —hizo otra
leve inclinación de cabeza, esta vez dirigida a ambos hamburgueses y, luego, con voz
más dura continuó—: Primer hecho: el catorce de junio, mientras la ingeniero Leuter
estaba en compañía de una amiga suya conocida en el camping, la señorita Herika
Mastaart, de nacionalidad holandesa, entró en el bar en que ellas se encontraban el
joven de que hablamos, Giovanni Masetta y, tras una breve discusión, dio una
bofetada en público a la ingeniero Leuter, al tiempo que le infería graves insultos en
su dialecto —Silvano Colli hizo una pausa y luego siguió—. Segundo hecho… —con
un ademán enérgico de la mano, el doctor Klugen, hombre de mundo, además de
policía, que no soportaba ver cómo ponían en evidencia a una compatriota suya, le
quitó la palabra.
—Pido excusas al ilustrísimo doctor Silvano Colli —dijo con cierta turbación—,
pero debo recordar a la distinguida ingeniero Gertrude Leuter que, en cualquier
momento, puede negarse a continuar el interrogatorio.
Gertrude sonrió al anciano caballero hamburgués, comprometido en aquel
extraviado oficio de policía, pero dijo:

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—Se lo agradezco mucho, ilustrísimo doctor Klugen, pero repito que no tengo
nada en contra a responder a todas las preguntas que el señor de la policía italiana
quiera hacerme.
—Le estoy muy reconocido —observó Silvano Colli, mientras hacía de nuevo
otra inclinación, y continuó—. Segundo hecho: según testimonio del vigilante del
camping de Tagliamento, llamado Mattia, que fue testigo ocular de la escena, una
noche el joven Giovanni Masetta, el muerto, amenazó con una navaja a la ingeniero
Gertrude Leuter, acercándosela a la cara, como si quisiese desfigurársela. Espantada,
la ingeniero Leuter gritó, y entonces intervino el vigilante del camping, al que el
muerto le dijo que sólo estaba bromeando. Tercer hecho: la noche del veinte de junio,
en Lignano Sabbiadoro, distante algunos kilómetros del camping, en la localidad
Laguna di Maraño, en un bar llamado In der Marco, y cuya clientela habitual está
formada por alemanes que van allí a admirar la gran laguna, el interfecto Giovanni
Masetta, al parecer debido al hecho de que la distinguida ingeniero Gertrude aceptó
bailar con otro hombre, le propinó a ésta una fuerte patada en una pierna, con tanta
violencia que la ingeniero casi se desvaneció y tuvo que ir aquella misma noche al
médico del pueblo, el doctor Rodolfo Enzieri, que le hizo una radiografía muy
cuidadosa, en la que, por suerte, no se apreciaba fractura alguna.
Al llegar a este punto, el ángel de acero calló y se guardó la tarjeta en el bolsillo.
El doctor Klugen, molesto, había enrojecido un tanto al escucharlo, y continuó
mirando un lápiz amarillo que había encima de su mesa, colocado en línea horizontal
ante él. No ignoraba los incidentes que le podían ocurrir a una bonachona e ingenua
turista alemana en el extranjero, especialmente en Italia; había algunas que volvían a
la patria esperando un niño. Pero, en cierto sentido, lo que le había sucedido a la
ingeniero Gertrude Leuter podía considerarse más penoso, y le disgustaba
muchísimo.
Por el contrario, Gertrude Leuter había estado muy tranquila durante toda la
exposición de Silvano Colli. Incluso, al llegar a cierto punto, cruzó una pierna sobre
la otra. Entonces, en el límpido despacho, por cuyas dos grandes ventanas abiertas
entraba la luz gris de aquel día de julio hamburgués, se produjo un instante de
silencio.
Después, de repente, Silvano Colli continuó:
—Distinguida ingeniero Gertrude Leuter, ¿son ciertos los hechos que he
enumerado?
—Son ciertos —respondió Gertrude; estaba seria, pero sus ojos sonreían. Señaló
con un dedo una mancha oscura que tenía en la pierna que mantenía cruzada sobre la
otra—. Aquí está la marca de la patada que recibí, y ya ha pasado casi un mes.
Ambos hombres, el italiano y el hamburgués, admiraron la tranquilidad, la
superioridad de su forma de contestar. Desde luego, no se trataba de una pobre mujer
que tuviese miedo al qué dirán.

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El ángel de acero mostró ahora su aprecio hablando en un tono de voz más
amable, si bien esto también era premeditado y, en realidad, ocultaba el golpe que
estaba a punto de descargar.
—Agradezco a la distinguida ingeniero Gertrude Leuter sus rápidas respuestas,
incluso sobre temas desagradables; pero mi deber me obliga a hacer frente a un
asunto aún más desagradable. Debo exponer otro hecho, el cuarto, y soy yo quien esta
vez le digo que, si no quiere responder, comprenderé perfectamente sus razones.
Gertrude Leuter escondió dentro de sí el miedo que sentía ante ese cuarto hecho,
aún desconocido y preñado de amenazas, que el policía italiano le dejaba entrever.
Debía de ser muy hábil aquel rubio de ojos azules, tan italiano, tenaz e indomable, a
pesar de ser tan rubio y celeste.
—Creo que responderé de buen grado como he hecho hasta ahora —dijo,
exteriormente tranquila y casi insensible.
—Gracias —respondió con sequedad Silvano Colli, porque había llegado el
momento de asestar el golpe. Sacó de nuevo la tarjeta de notas del bolsillo y siguió
—: Un amigo del muerto, llamado Giuliano Pappalettera, de profesión zapatero
artesano, atestiguó, después de la muerte del hombre del que estamos hablando,
Giovanni Masetta, que su amigo, en las últimas semanas antes de morir no tenía
necesidad de trabajar y se encontraba siempre en posesión de dinero, porque una
muchacha alemana, de la cual él dijo que sólo conocía su nombre, Gertrude, le daba
dinero. Deseo preguntarle, y usted es libre de responder, si considera que puede
identificarse con esa Gertrude acerca de la cual prestó testimonio Giuliano
Pappalettera y si, en caso de identificarse, es cierto que usted entregaba dinero a
Giovanni Masetta.
El doctor Klugen no halló ahora ningún consuelo, ni siquiera al contemplar el
lápiz amarillo que estaba sobre la mesa de despacho. Ese detalle del dinero, si era
verdad, le lastimaba demasiado. Podía comprender que una muchacha de buena
familia hamburguesa tuviese sus aventuras amorosas en Italia. Podía comprender que
perdiese el tino con un tipo que la emprendía con ella a patadas y la amenazaba con
desfigurarle el rostro. Pero que subvencionase también a ese tipo, era una cosa
realmente desagradable. Muy desagradable.
Por un instante, Gertrude miró hacia el suelo y vio la punta de los zapatos,
limpios y negros, de su perseguidor. Por muy desagradable que fuese aquel recuerdo,
no era eso lo que podía darle miedo. El rubio se equivocaba si creía que podía
atemorizarla con esas historias.
—Creo que yo soy esa Gertrude —respondió y contempló con una sonrisa a
Silvano Colli—, aunque no excluyo que aquel guapo chico italiano pudiese encontrar
en la misma playa a una segunda o a una tercera Gertrude alemana. Pero una de esas
Gertrude soy yo.
Pese a su incomodidad, el doctor Klugen se sintió aliviado por estas palabras. He
aquí a una muchacha que, aun teniendo muchos defectos, no tenía miedo de nada. Y

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la alusión al «guapo chico italiano» capaz de conquistar a dos o tres Gertrude a la
vez, en la misma playa, era divertida.
—Por otra parte, es cierto —continuó tranquila Gertrude Leuter— que yo daba
algún dinero a aquel hombre, porque, al ir juntos al bar, al restaurante, o a bailar, y al
ser él muy pobre, yo pagaba esos pequeños gastos.
El rubio se había irritado ante el sosiego de la muchacha; ahora, la mirada del
italiano era más penetrante y no tenía absolutamente nada de angelical, aunque fuese
muy azul.
—Según la declaración de Giuliano Pappalettera, resulta que, en una ocasión,
usted entregó treinta mil liras a Giovanni Masetta. Si esto es verdad, no podemos
considerar treinta mil liras como pequeños gastos —terminó mordaz.
—Creo que es exacto —respondió Gertrude, aún calmosamente, aunque algo
menos—. No puedo recordarlo con precisión, pero es muy probable que alguna vez le
diera treinta mil liras.
Aún más mordaz, Silvano Colli dijo:
—¿Podría recordar cuánto dinero le dio en total a ese joven?
—Sólo puedo hacer un cálculo aproximado —respondió Gertrude—. No creo
haberle dado, en total, más de sesenta mil o setenta mil liras.
—Le recuerdo, distinguida ingeniero Gertrude Leuter, que, como extranjera en
Italia, usted sólo pudo llevar a Lignano Pineta cierta cantidad. Permaneció en Italia
durante veinte días, y creo que no habrá gastado menos de tres mil liras diarias para
su manutención. Eso hace sesenta mil. Más las sesenta mil que dio a Giovanni
Masetta, llegamos a las ciento veinte mil. Más, por lo menos, treinta mil de gastos
diversos, suman en total ciento cincuenta mil. Añadamos a esto el viaje y algún
imprevisto, y ya tenemos ciento ochenta mil o ciento noventa mil liras. ¿Puedo
pedirle, distinguida ingeniero Gertrude Leuter, que me enseñe el pasaporte para ver
cuánto dinero se llevó a Italia?
Después de haber disparado como una ametralladora todas esas cifras, Silvano
Colli calló y volvió a guardarse en el bolsillo el papel en que tenía apuntadas sus
notas. Ahora, la distinguida ingeniero Gertrude Leuter estaba con la espalda contra la
pared. En el pasaporte debían estar los talones de la declaración del dinero que ella
llevaba a su entrada en Italia, en marcos. Si había algo sospechoso, se vería en
seguida.
Sin embargo, Gertrude no mostró su miedo. Tenía una idea confusa de adonde
quería llegar su perseguidor, pero recordó las palabras de Ludwig: «No debes mostrar
nunca deseos de ocultar algo; de lo contrario, estás perdida». Había traído su
pasaporte; lo sacó rápidamente del bolso y se lo entregó al policía italiano.
Silvano Colli hojeó con atención el pasaporte; encontró el talón que buscaba;
aparecía escrito un importe en marcos equivalente, más o menos, a unas cien mil liras
italianas. Entonces mostró el pasaporte y el talón al doctor Klugen:

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—Según este documento, resulta que la distinguida ingeniero Gertrude Leuter
entró en Italia el dos de junio con una cantidad en marcos ligeramente superior a las
cien mil liras italianas. Y, según las cuentas que acabamos de hacer, resulta que, en
Italia, usted gastó casi el doble. Ahora habrá que preguntar a la distinguida ingeniero
cómo puede justificar esas cien mil liras de diferencia.
El rostro del doctor Klugen se endureció, porque el asunto, cuanto menos, era
irritante. La ingeniero Leuter podía haber declarado menos dinero del que en realidad
llevase, y esto era un fraude fiscal sobre el que no le gustaba que un extranjero
metiese demasiado las narices. Por otra parte, la ingeniero Leuter era una mujer joven
y muy agradable, que podía encontrar varios procedimientos para hacerse con dinero,
y ésta era una incorrección moral que le disgustaba tener que reconocer ante un
extranjero.
—Perdóneme la franqueza, ilustrísimo doctor Silvano Colli —exclamó después
de haber observado atentamente el pasaporte—, pero no veo en qué pueda interesar
para sus investigaciones estas cuentas acerca del dinero de la distinguida ingeniero
Gertrude Leuter.
Era el momento que Silvano Colli esperaba.
—Estas cuentas constituyen el objeto principal de nuestras investigaciones —
respondió, mientras se levantaba despacio para que pesase más la amenaza de sus
palabras—. Se ha averiguado que Giovanni Masetta poseía, en el momento de ser
asesinado, más de cien mil liras, que llevaba consigo y que le acababan de entregar.
El doctor Klugen miró a Gertrude. Gertrude permaneció impasible bajo aquellas
miradas y bajo la amenaza de las palabras recién proferidas.
—Entonces, ¿pretende usted acusar a la ingeniero Leuter de haber matado a aquel
hombre y de apoderarse del dinero que poseía? —preguntó Klugen, con dureza.
—Yo no acuso. Si hubiese querido acusar, habría hecho una denuncia formal a las
autoridades policiales alemanas —dijo Silvano Colli, con algo de aspereza para que
no creyesen que podían intimidarle—. Sólo pido a la ingeniero Leuter que me
explique cómo pudo gastarse en Italia doscientas mil liras cuando sólo tenía cien mil.
—Se sentó y siguió con cierta ironía—: Naturalmente; la ingeniero Leuter no está
obligada a responder.
El hecho de que también el doctor Klugen sólo hubiese dicho «ingeniero Leuter»,
en vez de «distinguida ingeniero Gertrude Leuter», hizo comprender a Gertrude que
aquel detalle era más grave de lo que pensaba. Los policías dejan de tratar con
amabilidad a las personas de las que empiezan a sospechar.
—La verdad es que preferiría no responder —dijo afrontando con valor ese mal
momento, con voz amable, pero sin miedo—. Se trata de hechos bastante
desagradables. Pero deseo ayudarle en sus investigaciones. Algo más de una semana
antes de abandonar Lignano, al haberle dado todo mi dinero a aquel joven, ya no
tenía medios para continuar las vacaciones. No sabiendo qué hacer, me dirigí a un
compatriota, un hamburgués, con el que ya había intercambiado algunas palabras, y

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que residía en el Grand Hotel Palace Pineta; le expliqué la situación, y me dio las cien
mil liras.
Se trataba de una explicación clara y convincente. El ángel de acero no podía
rebatirla.
—¿Puede darme el nombre de ese compatriota suyo? —le pidió Silvano Colli.
—Sí, señor —Gertrude sonrió con dulzura, con cierta timidez, lo cual era insólito
en ella—. Sin embargo, como se trata de un hombre casado, que sólo se encontraba
allí porque su esposa estaba enferma, espero que usted comprobará mi declaración
con suma discreción —Gertrude hizo esta observación al ángel de acero, que movió
ligeramente la cabeza en ademán de asentimiento, y luego concluyó—: Se llama
Johannes Neumann, 27 Albenstrasse, Hamburgo. Precisamente, hace varios días le vi
de nuevo y le devolví la suma que me prestó.
Silvano Colli escribió el nombre y la dirección en su tarjeta llena de notas y,
durante un momento, se quedó inmóvil, mientras el doctor Klugen, para demostrar
que el interrogatorio se prolongaba demasiado, empezó a tamborilear con los dedos
sobre la superficie de la mesa de despacho.
—Casi hemos terminado, distinguida ingeniero Gertrude Leuter —siguió Silvano
Colli. Tan sólo las palabras eran amables; el tono de voz, por el contrario, era frío,
casi hostil—. La aclaración que me ha dado, me obliga, sin embargo, a hacerle aún
algunas preguntas. Para quedarse así sin dinero a la mitad del tiempo que usted se
había propuesto pasar en Lignano Pineta, me veo obligado a pensar que usted no
siempre le dio dinero voluntariamente a ese Giovanni Masetta. En otras palabras: ¿le
pidió él dinero en alguna ocasión con violencia o amenazas?
Gertrude bajó la cabeza.
—Me disgusta admitirlo —murmuró—; no por mí, sino porque ese joven ha
muerto tan trágicamente. Pero, en efecto, dos veces sucedió así.
—¿Qué ocurrió exactamente?
En su memoria, Gertrude volvió a ver las escenas y las describió con
meticulosidad alemana.
—La primera vez, teníamos que ir a comer juntos a un pequeño hostal. Yo sólo
había llevado conmigo cinco mil liras porque las consideraba más que suficientes, y
se las di. Entonces él, en seguida, comenzó a discutir que no bastaban, que un hombre
no podía ir con el dinero justo. A mí, aquellos razonamientos me irritaron porque ya
era bastante desagradable que fuese yo quien tuviese que darle el dinero, sin
necesidad de hacer la cosa aún más molesta con aquellas discusiones, y le respondí
airadamente que me devolviese mi dinero, dado que no tenía suficiente, y que yo ya
comería en el camping con mi amiga holandesa. Entonces él me abofeteó, me propinó
un empujón que casi me tiró al suelo y me dijo que debía volver en seguida al
camping a buscar más dinero, pues, de lo contrario, me pegaría aún más fuerte —
Gertrude hizo una pausa—. Yo no tenía miedo de que me golpease, pues hubiera
sabido defenderme; pero le apreciaba, sufría al verlo tan pobre y furioso, y pensé que,

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si con algo de dinero podía calmarle, no valía la pena echarlo de mi lado. Así pues,
volví al camping, donde tenía el dinero, y tomé otras cinco mil liras.
—¿Y la segunda vez?
—La segunda vez, habíamos ido a bailar. Él me acompañó luego al camping,
porque vivía allí cerca, y, cuando estuvimos a solas en el pinar, me dijo que debía
devolver dinero a un amigo y que necesitaba veinte mil liras. Entonces le contesté
que había traído conmigo poco dinero desde Alemania, que le había dado todo lo
posible y que debía quedarme con algún dinero, por lo menos para el viaje de regreso.
Entonces él se encolerizó y me dijo que, si a la mañana siguiente no le daba aquel
dinero, me señalaría la cara. Me amenazaba muy a menudo con marcarme el rostro.
—¿Y usted qué hizo a la mañana siguiente?
—Le llevé dinero —la voz tenía ahora un tono melancólico—. Cuando no estaba
encolerizado y violento, le quería tanto que hubiese hecho lo que fuera con tal de
verlo sereno.
Sólo al llegar a este punto, Silvano Colli hizo la pregunta más importante.
—¿Podría contarme cómo empleó el tiempo desde las nueve de la noche del
veintidós de junio hasta el amanecer del veintitrés, cuando partió de Lignano Pineta y
regresó a Alemania?
—Sí, señor, lo recuerdo muy bien. —Ahora debía prestar atención, pensó
Gertrude, incluso a las comas, o estaría perdida—. Los últimos días estaba muy
nervioso; me había abofeteado, me dio esta patada —indicó con la mirada el cardenal
que se transparentaba por debajo de las medias—, continuaba pidiéndome dinero, y
comprendí que había cometido una gran equivocación al trabar amistad con él y que
lo mejor sería que me fuese. Por esto, a la otra mañana, cuando nos vimos, le dije que
me marchaba al día siguiente. Él me prohibió de forma terminante que me fuera. Ya
no estaba encolerizado, sino implorante; me dijo que le hacía perder la cabeza, que
tenía necesidad de seguir viéndome algunos días más; me suplicó que me quedase, y
yo, lo confieso, me sentí halagada ingenuamente y condescendí a verlo aquella noche,
a las nueve; le dije que tal vez no me iría. Por la noche lo esperé hasta las diez. Nos
habíamos citado cerca del camping, en la playa, como de costumbre. Al no verle, me
enfadé. Tal vez sea rara; podía perdonarle sus brutalidades, pero no que faltase a una
cita. Entonces me fui a un baile, donde esperaba encontrar a mi amiga holandesa, que
iba a menudo por allí. Pero aquella noche no fue. Bailé hasta la una; después, al salir,
encontré a aquel compatriota de que he hablado antes…
—Johannes Neumann —dijo el ángel de acero, que la oía sin dejar de observarla.
—Sí, el señor Johannes Neumann —respondió Gertrude, sosteniendo la mirada.
Quizá todo dependiera de la capacidad de sostener aquella mirada—. Era una noche
muy cálida y él estaba dando una vuelta en su coche descapotable, en busca de un
poco de fresco. Subí al coche con él y nos fuimos por ahí.
—¿Cuánto rato? —preguntó Silvano Colli.

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Tampoco él, como Alberto o como cualquier policía, gustaba de las respuestas
vagas.
Pero Gertrude Leuter, ingeniero y amante de la precisión, no había dado aquella
respuesta imprecisa por distracción. Lo había hecho a propósito. Miró un instante el
cielo gris, a través de las ventanas abiertas, y luego dijo:
—Hasta el amanecer.
De viva voz sólo dijo eso, si bien su tono y su expresión declararon mucho más:
dijeron que ella se había quedado muy contrariada de que Giannuzzo la hubiese
hecho esperar inútilmente y, con una reacción muy femenina, se vengó yéndose con
otro. Era probable que con todas esas historias de hombres, los dos policías no la
juzgasen un dechado de virtudes, pero a ella no le importaba este juicio.
Silvano Colli se levantó.
—He terminado. Le doy las gracias —le dijo a Gertrude—. Espero que sea
suficiente esta declaración suya y no tenga que molestarla más. —Se dirigió hacia el
doctor Klugen—: Le estoy muy agradecido por su colaboración, ilustrísimo doctor
Hermann Klugen.
También el doctor Klugen dio las gracias a Gertrude, le estrechó la mano y la
acompañó hasta la puerta. Aunque no era lo que se dice un dechado de virtudes, se
trataba de una buena chica y le hizo una última inclinación de cabeza, no a sus
escasas virtudes, sino a su mucha belleza.
Diez minutos más tarde, Silvano Colli salía del despacho con un rollo que
contenía la cinta magnetofónica en la que estaba grabado todo el interrogatorio. A la
mañana siguiente, el rollo, acompañado de una carta, salía en avión y llegaba a Roma
esa misma mañana, al Ministerio de la Gobernación, concretamente al despacho de
Silvestro Loré. El secretario de Silvestro Loré hizo una copia, con otro magnetófono,
y se la entregó junto con la carta a un carabinero que partió inmediatamente para
Latisana, en moto, adonde llegó a las cinco y media de la tarde, al chalé en que se
alojaba Alberto. Era una tarde cálida y ardiente, y Alberto, medio adormilado,
desenvolvió el paquete con el rollo y comenzó a leer la carta de Silvano Colli.

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26

Michela lo sorprendió en su habitación mientras escuchaba —por tercera vez— la


declaración de Gertrude Leuter, grabada en cinta magnetofónica.
—¿Qué es eso? —le preguntó. No entendía alemán.
—Un asunto aburrido —respondió Alberto levantándose. Se encontraba en
camiseta, sudaba copiosamente, y en seguida observó que ella no estaba contenta.
Apagó el magnetófono—. ¿No está Roberto?
Michela sonrió, con una leve sonrisa de remordimiento. Él no se lo había
preguntado con aquella intención, pero la verdad era que ella sólo le buscaba cuando
Roberto no estaba.
—Ha ido a acompañar a su padre a Udine —aún seguía con aquella sonrisa de
remordimiento que le pedía perdón—. Papá sigue durmiendo con este calor, y yo me
he quedado aquí, sin nada que hacer.
—Ya te entretendré yo —dijo Alberto dulcemente. Recogió la camisa que estaba
sobre la cama y se la puso como si fuese una chaqueta—. Vamos. Haremos primero
una llamada telefónica internacional y luego iremos a Lignano a nadar un poco. ¿Te
parece bien?
—Oh, sí, gracias.
En el pequeño coche de Alberto, teniendo sobre las rodillas la gran bolsa de paja
que contenía el traje de baño y las sandalias, Michela callaba, con una expresión
forzada de serenidad.
—¿Hay algo que no marcha? —preguntó Alberto, mientras se dirigían hacia
Latisana.
Incluso sin mirarla, la «sentía». Sentía el halo de melancolía y preocupación que
la envolvía.
Michela dudó un poco. Sólo recurría a él cuando lo necesitaba. En los últimos
días, aun viviendo en la misma casa, sólo le había dirigido la palabra a la hora de las
comidas, cuando se encontraban a la fuerza. Durante el resto del tiempo, siempre
estuvo fuera con Roberto. Pero tenía demasiada confianza con él y, al fin, le dijo:
—Sí. —Se puso las gafas de sol y le miró—. Roberto continúa recibiendo
llamadas telefónicas anónimas.
Ya iban a entrar en Latisana, pero, de repente, dobló a la derecha por una calle
umbría y detuvo el coche.
—Cuéntame —le pidió.
—Nada. Cada día, a diferentes horas, un hombre le llama por teléfono —dijo
Michela; se mordía un poco los labios. Luego dejó de hacerlo—. Y le dice siempre lo

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mismo.
—¿Qué?
—Le dice que es mejor que se vaya —murmuró Michela—. Que no crea que todo
se ha arreglado tan fácilmente; que la policía sigue vigilándole y que, si no huye, una
vez u otra lo detendrán —Michela volvió a mirar a Alberto—. Ya sabes cómo es
Roberto. Se había calmado un poco después del interrogatorio, pero, tras estas
llamadas telefónicas, vuelve a encontrarse mal. Está inquieto, aunque trata de
hacerme creer lo contrario. Sé que si siguen telefoneándole, acabará por no poder
dominarse.
También ella intentaba disimular su preocupación —y su amor— por Roberto,
hablando con calma, como si no temiese nada. Y, sin embargo, la atenazaba una serie
de aprensiones e ideas funestas respecto al futuro.
Alberto le ofreció el cigarrillo que acababa de encender para que fumase un poco,
pero Michela dijo que no con una sonrisa. Entonces él dio una chupada y dijo:
—Es curioso —movió la cabeza—. Verdaderamente curioso. Puedo hacer que el
brigada Varnicaro intervenga su teléfono; precisamente ahora voy allí —reflexionó
mientras miraba la brasa del cigarrillo; después levantó la cabeza y sonrió—. Creo
que sé quién puede hacerle esas llamadas telefónicas —continuó su reflexión,
siguiendo el hilo lógico de su razonamiento, con la minuciosidad de un relojero que
manipula en el mecanismo de un pequeño reloj y descubre dónde está la avería—.
Creo saber quién es —concluyó.
—¿Cómo es eso? —preguntó ella.
Él le sonrió fraternal y divertido, aunque fraternal porque no le quedaba otro
remedio.
—Oye, Cheletta —le dijo alegre, rodeándole los hombros con un brazo—. Este
asunto de las llamadas telefónicas me ha hecho ver claro. Está atenta, que ahora te lo
explicaré. ¿Qué hacía Roberto cuando tenía miedo de que le inculpasen de haber
matado a Giannuzzo? Corría a casa de Irene Prasin, la hechicera —al ver cómo se
ruborizaba ella, siguió con la broma—. ¿Has visto alguna vez a esa hada de largos
cabellos? —Ella sonrió a su pesar y le hizo un gesto de que no. Entonces él siguió—:
Es muy bella, aunque poco fina. Pero es astuta. Efectivamente, Irene se aprovechaba
del miedo de Roberto; como se dice, echaba leña al fuego, le empujaba a huir. Como
es natural, huirían juntos y, al final, ella le habría obligado a casarse. Después,
Roberto fue llamado por el brigada Varnicaro y lo interrogaron. Luego comprendió
que no había motivo para tener miedo y entonces ya no tuvo necesidad de huir con la
hechicera. Como es natural, Irene Prasin no está contenta, se habrá enterado de que
Roberto sale con otra, que eres tú, y, ¿qué hace, entonces? Le hace llamadas
telefónicas anónimas amenazadoras, para que vuelva de nuevo a asustarse y, lleno de
miedo, le entren de nuevo ganas de huir, y se fugue con ella. En realidad, no hay
nadie más que pueda tener interés en estas llamadas telefónicas para atemorizar a
Roberto —a pesar de la sombra de los árboles, el calor era abrasador y la campiña,

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delante de ellos, irradiaba fuego—. Siempre que ocurra algo, debes hacerte esta
pregunta: ¿a quién le sirve? Asustar a Roberto para obligarle a huir sólo puede
beneficiar a Irene Prasin. Estáte tranquila y dile a Roberto que se ría cuando le
telefoneen.
Era un razonamiento tan claro y directo que hasta parecía trivial; pero,
precisamente por ello, Michela notó que era exacto y convincente, y se sintió
plenamente agradecida a Alberto.
—El brigada y yo tenemos otra cosa en la cabeza —dijo Alberto, volviéndose a
poner en marcha mientras se burlaba de ella tiernamente con la mirada—. Esta
historia es un auténtico lío y el brigada Varnicaro se pone verde cada vez que consulta
el expediente. Si te apetece, te lo cuento después.
Se lo contó más tarde, tras haber estado con el brigada y telefonear a Silvano
Colli, a su despacho de Hamburgo. Se lo contó en la playa, en Lignano Pineta, tras
darse un remojón, ella con su traje de baño de una pieza azul, muy correcto, con un
esbozo de mangas que la hacía parecer una niña grande vestida para la playa por una
madre demasiado severa; él con unos pantaloncitos negros, que tenía desde hacía
muchos años y que tal vez eran los mismos de cuando se bañaban en Riccione y eran
«novios». Se lo contó bajo el sol que se ponía a sus espaldas, detrás del pinar. Se
encontraban en el lugar exacto donde había sido asesinado Giannuzzo Masetta y que
Alberto había señalado en otra ocasión con una concha, y le dijo que allí, donde
estaba aquella concha apareció muerto el muchacho siciliano, en un amanecer de
junio.
—El problema es —siguió, mientras dibujaba con el dedo curiosos trazos en la
arena— que por los alrededores, en un radio todo lo más de un par de kilómetros,
había demasiadas personas que tenían un motivo u otro para matar a Giannuzzo.
Había dos sicilianos: un gángster de poca monta, que se llamaba Salvatore
Stavardone, con un digno compañero suyo que tenía un buen apodo: el Sarnoso.
Stavardone había prestado dinero a Giannuzzo, al parecer demasiado, y no por
generosidad, sino porque quería comprometer a su hermana, Maruzza, para enviarla
con sus compinches de Estados Unidos. Sin embargo, Giannuzzo aceptó el dinero y
huyó aquí, al Norte, al no poder devolverlo, mientras que su hermana, Maruzza, no
quiso irse a América. Estas cosas no se hacen a un tipo como Salvatore Stavardone, y
éste vino en su busca al Norte, con la única intención de quitar de en medio a
Giannuzzo. Sabemos que Stavardone estuvo en un hotel de Venecia el dieciocho de
junio, y que del veintidós al veintitrés no durmió en el hotel: es muy probable que
estuviese aquí, en esta playa, y que él y su compinche se cargaran a Giannuzzo —la
playa comenzaba a quedarse desierta a aquella hora. Los alemanes se dirigían con sus
envoltorios hacia el camping, mientras los italianos volvían a sus coches que tenían
aparcados en la carretera, para dirigirse a los bares de Lignano Pineta o bien a
ponerse elegantes para la cena. Alberto pasó el cigarrillo encendido a Michela, que
dio una chupada y luego se lo devolvió. Aquella vez no lo manchó de carmín—. Por

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otra parte, ya no podemos interrogar o arrestar a Stavardone. Le han matado.
Probablemente, un amigo de Giannuzzo, que ha querido vengarlo. Este amigo se
llama Giuliano Pappalettera y ha desaparecido, como también ha desaparecido la
hermana de Giannuzzo. Es probable que hayan huido juntos y será difícil echarles el
guante: es gente acostumbrada a esconderse, a huir, que conoce a la policía; pasarán
la frontera clandestinamente, y se perderán por Francia, por Bélgica o incluso por la
Alemania Oriental. Para encontrarles, haría falta un pelotón de investigadores. No
hay nada que hacer.
Alberto borró con la palma de la mano los trazos que había hecho y trató de mirar
el mar, que se iba poniendo de color cerúleo, o el pinar, envuelto todavía por las luces
del sol poniente; pero no a Michela que, en su traje azul celeste, le recordaba
demasiado cuando estaban en la playa de Riccione y, hacia el anochecer, al igual que
ahora, hablaban y jugaban, y algunas veces hasta se besaban, en caso de que Silvestro
Loré estuviese lejos.
—Además —continuó—, aquella misma noche en que fue muerto Giannuzzo,
había por aquí una alemana que también tenía algún motivo de rencor contra él. Una
mujer que es ingeniero, Gertrude Leuter, que pasaba aquí sus vacaciones, y a la que le
gustan mucho los hombres. Pero Giannuzzo, que era fascinador e incluso irresistible
para la alemana, era también ligero de manos y quería mucho dinero. La golpeaba, le
propinaba patadas, la amenazaba con desfigurarle el rostro si ella no se lo daba. Pudo
suceder que la noche del veintidós de junio, Giannuzzo y la alemana se encontrasen
en la playa, que él se mostrara violento, que la amenazase de nuevo con la navaja y
que ella, asustada, le quitase la navaja y, al defenderse, lo matara. Es muy sospechoso
que esa alemana volviese a su país precisamente pocas horas después de haber
muerto Giannuzzo. He hecho que un colega mío de la Interpol la interrogase en
Hamburgo; pero ella, como es natural, ha dicho que, cuando abandonó Italia, ni
siquiera sabía que Giannuzzo hubiera sido asesinado, y que, en las horas en que
mataron a Giannuzzo, se encontraba en compañía de un hombre, naturalmente
casado, para que las investigaciones sean más discretas. Ahora acabo de telefonear a
Hamburgo y he ideado un plan para poder arrojar más luz en esa historia de la
alemana… ¿Te interesa?
Se interrumpió, al ver que Michela contemplaba el mar, como si no escuchase.
Ella se volvió hacia él sonriendo.
—Oh, Al —dijo—; antes de ir a la escuela, ya oía cosas de este tipo a papá. Para
mí, es como si se tratara de asuntos familiares.
Se rieron al mismo tiempo. Michela se daba cuenta de que él le explicaba aquel
asunto para que estuviese más tranquila respecto a Roberto. Él siempre había sido
generoso con ella; sin haberle hecho nunca ningún regalo, sin ningún homenaje vano
y trivial, siempre tuvo sutiles y profundas solicitudes para con ella; matices que le
demostraban a Michela, como mujer, cuán solícito y atento se mostraría con ella cada
vez que tuviese necesidad de ayuda.

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Ahora también estaba ayudándola.
—Fíjate qué bueno es mi plan —siguió Alberto—. Le he comunicado a mi colega
de Hamburgo que le diga a esa alemana que necesitaríamos que viniese a Italia para
interrogarla personalmente. Si ella dice que no, la haremos comprender que podemos
acusarla oficialmente de homicidio, en cuyo caso deberá venir aquí a la fuerza. Ahora
trata de comprender lo que sucederá: si ha matado a Giannuzzo, naturalmente se
guardará muy mucho de venir a Italia, porque tarde o temprano le haríamos confesar
la verdad. Pero, si es inocente, para no ser acusada oficialmente de homicidio, vendrá
a Italia a probar su inocencia.
—Podría ser culpable y venir de todos modos a Italia para hacer creer que es
inocente —razonó Michela.
—Sería un juego demasiado peligroso —contestó Alberto—. Si es culpable,
mientras se encuentre en Alemania estará a salvo. Para obtener su extradición
deberemos tener pruebas de su culpabilidad; sin embargo, no tenemos pruebas, sino
sólo sospechas, y así, únicamente con sospechas, no la podemos llevar ante un
tribunal en Italia.
Ahora la luz del cielo, sin sol, pero muy clara, era suave y melancólica. Quedaban
en la playa unos cuantos muchachos, que chillaban como golondrinas en sus juegos;
sobre el mar se demoraba un último patín, inmóvil sobre las inmóviles aguas.
—Luego está Roberto —y él le sonrió, generosamente, para que Michela no
sintiese inquietud—. También él estuvo aquí aquella noche, pero, si hubiese sido él,
quién sabe adonde habría huido. Quería huir por el simple miedo de que pensasen que
había sido él, e incluso sería capaz de huir ahora, sencillamente porque una estúpida
se encarga de que le hagan llamadas telefónicas anónimas para asustarlo. Hay
muchos tipos como Roberto, y nosotros los policías les conocemos, e incluso el más
testarudo de nuestros agentes, los deja tranquilos en seguida, porque lo único que
hacen es sembrar confusión con su miedo —Alberto se puso más serio y, sin mirarla,
siguió—: Quisiera que le dijeses estas cosas a Roberto para que esté tranquilo. No es
que me importe mucho su tranquilidad, te lo digo sinceramente —volvió a burlarse
de ella con la mirada—, sino para que, al estar tranquilo él, lo estés tú también —se
tumbó en la arena, miró al cielo, de un color neutro, como de vidrio, que se oscurecía
poco a poco—. Estad a gusto juntos, os aprecio mucho; no malgastéis tanto tiempo en
preocupaciones inútiles. —Adquirió un tono más alegre—. Sabes, la vida es breve…
Y precisamente porque es breve, abreviemos ésta historia y luego te llevaré a comer a
la barcaza que está en la laguna de Marano —se volvió a sentar de repente—. El
último que estaba también por aquí la noche en que mataron a Giannuzzo fue el padre
de la hechicera, Romeo Prasin —bromeaba porque veía que Michela aún estaba
preocupada por lo que le había dicho antes. Le hizo una caricia en la cara, casi un
cachetito, para que riese también ella, y, en efecto, acabó por reírse—. Nuestro
Romeo es un tipo que ya se ha pasado diez años en la cárcel; por tanto, es alguien que
ya sabe qué hay que hacer cuando se trata de matar a alguien. Y aquella noche andaba

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por aquí, por los alrededores, pues estaba trabajando. Lo peor es que tiene una
coartada perfecta, aunque un poco elástica: aquella noche trabajaba en un
establecimiento, pero de vez en cuando salía a beber o a otras cosas. Tal vez se llegó
hasta aquí, donde encontraron al muerto, durante una de aquellas salidas, en la playa,
y mató a Giannuzzo. No es imposible, aunque sí difícil de probar. Y también él tenía
un motivo de peso para deshacerse de Giannuzzo: una vez liquidado ese muchacho,
su hija, Irene, podría maniobrar con Roberto. Mientras Giannuzzo amenazase a
Roberto para que se casase con Maruzza, a Irene se le cerraban las puertas. Sin
Giannuzzo, quedaba vía libre. Pero hay un punto que no me convence: Romeo Prasin
es un delincuente común, alguien que mata sin un plan preciso y se esconde a
continuación. Pero si mató a Giannuzzo, y luego, junto con la hija, asusta a Roberto
para hacerle creer que la policía sospecha de él, éste es un plan demasiado inteligente
para un torpe asesino como Romeo Prasin. Nuestro Romeo es astuto, pero no
inteligente… Oh, pobrecilla, tienes piel de gallina… —le dijo pasándole una mano
por el brazo—; mis relatos no te dan suficiente calor.
—Estúpido —le contestó ella contenta.
—Vamos a vestirnos —le dijo Alberto, levantándose. Cuando estuvo de pie, miró
hacia la concha que señalaba el punto en que había sido encontrado Giannuzzo—. Si
yo fuese un granito de arena —comentó—, uno de estos granitos —se inclinó y
recogió un puñado de arena que retuvo en la mano y se la enseñó a Michela—, sabría
quién mató a Giannuzzo.
Pensaba con intensidad. Se había hecho policía para contentar a su madre, y
porque es preciso hacer algo en la vida, pero al mismo tiempo lo hacía con gusto.
Había visto que el arma más poderosa de un policía era convencerse de que los
misterios más intrincados se podían resolver también sólo con el pensamiento. Y
ahora estaba siguiendo con intensidad un pensamiento que le asaltó de improviso:
—La arena sabe quién fue…
—Intenta interrogarla —se burló ella, riendo, arrodillada ante él que estaba de
pie.
Con un ademán rápido y delicado, él dejó caer sobre los cabellos de Michela la
arena que tenía en el hueco de la mano.
—Estúpido, estúpido, estúpido… —gritó ella, levantándose y fingiendo que
estaba furiosa mientras se pasaba las manos por la cabeza para quitarse la arena del
cabello. A continuación, se agachó, recogió un puñado de arena y se lo arrojó.
—Te declaro la guerra —le dijo, como en Riccione cuando jugaban a lo mismo.
Alberto se puso de rodillas y empezó a arrojarle encima arena. Michela ya lo
había previsto y, con un regate, evitó el tiro y recogió a su vez un puñado de arena. La
guerra consistía en que él debía estarse quieto en el mismo sitio, mientras que ella
podía dar vueltas a su alrededor. Ahora estaban prácticamente solos en la playa; los
últimos dos o tres muchachitos que quedaban gritaban a lo lejos. Si ella conseguía
alcanzarle los ojos, vencería en la guerra. Pero esta vez el juego duró poco, pues

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Alberto notó que el recuerdo de Riccione le pesaba demasiado. Qué estúpido había
sido durante aquellos años, pensaba, cuando Michela era suya y él dudaba, pensaba
que era demasiado joven, estaba preocupado por la carrera, por su madre, a la que no
podía abandonar. Por ello, había perdido a Michela, aunque ahora jugase como
entonces a la guerra. No resistió más y, fingiendo que se cubría mal dejó que un
puñado de arena le alcanzase los ojos.
—Has ganado, jirafita —le dijo, mientras se limpiaba la arena de los ojos. Ahora
le gustaba estar durante algunos instantes con los ojos cerrados; así no la vería con su
traje de baño azul, mientras daba vueltas a su alrededor, muy cerca de él, pero
inalcanzable, más inalcanzable que cualquier otra cosa en el mundo, porque
pertenecía a otro.
—¿Te he hecho daño? —oyó que decía precipitadamente—. He tirado un poco
fuerte.
Estaban ambos de rodillas, y le puso una mano en el hombro para mirarlo desde
más cerca.
Él la vio cuando abrió sus enrojecidos ojos, y en verdad estaba demasiado cerca;
tan cerca que su respiración le rozaba la cara como una caricia, tan cerca con su traje
de baño azul celeste, que, por un instante, él tuvo miedo de no poder dominarse, de
abrazarla de repente; y hubiera sido algo triste, pues no era suya. Se levantó con
rapidez y sonrió haciendo un gran esfuerzo sobre sí mismo:
—Vamos a cenar, pequeñita —dijo.
El estar toda la noche con ella sería muy largo, pensó. Era muy largo permanecer
tantas horas junto a una mujer enamorada de otro. Pero tenía que hacerle compañía
hasta que volviese Roberto, y hablarle, distraerla, aunque sabía en todo momento que
ella, al escucharle, al hablarle, al sonreírle, estaría pensando en Roberto. Sería una
noche larga, muy larga.

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27

Gertrude Leuter llegó una mañana lluviosa, muy puntual, a Latisana. Alberto, que
estaba esperándola, reconoció en seguida a la joven en traje sastre gris, con una falda
muy corta, sin sombrero ni guantes y con una gran bolsa amarilla de cuero.
El hecho de que Gertrude Leuter aceptase ir a Italia para ser interrogada lo había
sorprendido un poco. Pero se quedó aún más sorprendido cuando ella le hizo saber
que saldría inmediatamente. Y ahora estaba aquí.
Pero no se encontraba sola. Detrás de ella vio a un hombre con un maletín que
colocó en el suelo, en cuanto bajó del tren, y luego se puso a su lado, rígido, también
ella estaba rígida, y miraban con rigidez a su alrededor, casi altaneramente. Entonces
Alberto se acercó a los dos. Habló en alemán. No creyó necesario preguntarle si era
Gertrude Leuter, porque era como si llevase un letrero en el pecho con su nombre
escrito; sólo podía tratarse de una alemana en medio de aquella multitud de
bulliciosos viajeros italianos.
—Le doy las gracias por haber venido; soy Alberto Missaglia, de la Interpol.
Los dos le miraron sin expresión y sin una sonrisa. Gertrude presentó a su
compañero:
—El abogado Ludwig Raungue —dijo. Luego aclaró—: No está aquí como
abogado, sino como amigo mío.
Alberto estrechó la mano del abogado; sabía que con aquella gente no hay que
sonreír durante las presentaciones, sino que se mira fijamente a los ojos, como si se
fotografiara uno. Luego llegó un mozo de cuerda y le encargó que llevase la maleta a
su coche, que estaba aparcado fuera de la estación.
—Antes de acompañarle a ver al brigada Varnicaro, que está al frente de las
investigaciones —le dijo a Gertrude Leuter, mientras iban hacia la salida—, desearía
hablarle yo. Creo que podría serle útil.
Gertrude se detuvo bajo la marquesina y observaba cómo lloviznaba. Después
contempló un instante a Ludwig, quien a su vez había oído las palabras de Alberto y
que le hizo un ademán afirmativo.
—Como usted desee, señor Alberto Missaglia.
El rostro de Gertrude carecía de expresión o podía parecer que tuviese una
expresión altanera. Pero no se trataba de esto. Alberto también había trabajado en
Alemania y sabía que era sólo seriedad. Un alemán serio era, en líneas generales,
rígido, duro e inexpresivo como una máquina parada.
—Si me lo permiten, les acompañaré a un hotel —les dijo indicándoles su coche
—. Luego podríamos quedar citados para hablar.

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Aquí intervino el compañero de la alemana. El ojo gris bajo la rubia ceja estaba
inmóvil como en un retrato.
—Se lo agradecemos mucho, señor Alberto Missaglia —dijo el retrato—, pero no
pretendemos quedarnos. Hemos venido aquí únicamente para esa conversación o
interrogatorio, como usted prefiera; luego volveremos en seguida a Alemania.
—Bien —contestó Alberto. Recordó lo que le había dicho Michela: la alemana
pudo muy bien haber aceptado el ser interrogada en Italia, aun siendo culpable. En
caso de que así fuera, se trataba de una gran jugadora: se arriesgaba a acabar pronto
en la cárcel. El brigada Varnicaro había perdido la paciencia con aquel asunto de
Giannuzzo y decidió que ya era hora de detener a alguien. Precisamente el día
anterior le había dicho:
—Hay que volver al antiguo sistema: es preciso meterlos a la sombra e
interrogarles después de una noche de calabozo. Verá entonces cómo hablan.
No había especificado a quién debía arrestar, pero el interrogatorio de Gertrude
Leuter, grabado en la cinta magnetofónica, y que Alberto le tradujera, le impresionó
mucho.
Condujo entonces a Gertrude Leuter y a su amigo a un café de la avenida que
bordeaba la playa. Tras tantos días de sol y de calor, aquella noche se puso a llover,
suave pero obstinadamente. El cielo, gris oscuro, daba la impresión de que nunca
dejaría de llover, que quizá llovería tanto, que se acabaría el verano, cuando, en
realidad, acababa de empezar. Desorientados por aquella lluvia inesperada y por el
aire frío, los veraneantes se quedaron en sus hoteles y la playa estaba completamente
desierta, sin sombrillas ni colores, sin patines blancos sobre el mar.
El café también estaba vacío: era una especie de inmenso pabellón, abierto por
todos los lados y resguardado únicamente por algunas exiguas paredes de cristal,
ahora completamente opacas por las gotitas de lluvia. Debido a la oscuridad reinante,
habían encendido la luz y las camareras charlaban entre sí detrás del mostrador para
matar el tiempo.
Como en una escena de teatro, Gertrude Leuter y su amigo se sentaron a una
mesa situada en un rincón apartado del mostrador. Adoptaron una postura rígida,
protocolaria, y aguardaron. Nadie dijo una palabra hasta que llegaron las
consumiciones. Dos cortados para ellos y un bíter para Alberto.
—No le haré perder tiempo, ingeniero Gertrude Leuter —dijo Alberto. Les
ofreció un cigarrillo, que rechazaron, como es natural. Los retratos no fuman y ellos
eran dos retratos—. Esto sólo será una conversación entre nosotros. El verdadero
interrogatorio lo hará el brigada Varnicaro que está encargado de las investigaciones.
Como ya les he dicho, opino que nuestro coloquio puede ser útil.
Gertrude le miró cortésmente; una cortesía que congelaba.
—No comprendo por qué he de sufrir dos interrogatorios en vez de uno. Si usted
no tiene oficialmente poderes para interrogarme, no veo el motivo de que estemos
hablando aquí: lléveme ante la persona que tiene derecho a hacerme preguntas.

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Bajo la educada voz, las palabras habían sido bastante duras. Precisamente, era lo
que Alberto pretendía: él tenía derecho a reaccionar ante aquellas palabras. Y
reaccionó con el mismo estilo, con tono, cortés, pero con palabras duras:
—Es mejor que hable conmigo antes que con el brigada, dado que usted, en el
interrogatorio que le hizo en Hamburgo un colega mío, ha mentido, o por lo menos ha
callado hechos importantes. Deseo hablarle para consejarle que diga toda la verdad;
porque, si insiste en mentir también al brigada Varnicaro, podrían arrestarla y
entonces nadie sabrá cuándo volverán a ponerla en libertad.
Alberto sabía que era algo fuerte la palabra «mentir», especialmente para una
alemana. Además, él no estaba completamente seguro de que Gertrude Leuter
hubiese mentido: se trataba de una sensación que experimentó cuando escuchaba una
y otra vez en la cinta magnetofónica el interrogatorio que le habían hecho. Y en caso
de que ella hubiese mentido, ese modo de decírselo —junto con la palabra
«arrestar»— le haría reflexionar.
Sin embargo, los dos retratos siguieron siendo retratos, como figuras pintadas
sobre tela, expresivas, tal vez, pero inmóviles. Al final, Gertrude Leuter dijo:
—He callado detalles importantes, pero no he mentido. Por eso he venido a Italia
para hacer una declaración completa.
Alberto le dio las gracias con un movimiento de cabeza y ocultó su satisfacción:
había vencido la primera batalla. Comenzaba a admirar a Gertrude Leuter: debía de
ser una mujer racional y concreta como un manual de matemáticas. Sabía arriesgarse
en el juego, pero con la mayor frialdad.
—Ahora no hará falta que le haga preguntas —le dijo, esta vez con sincera
amabilidad.
El amigo de Gertrude encendió un cigarrillo. Parecía estar ausente y alejado de
allí, a pesar de que había perdido el aire frío de un principio. También Gertrude lo
había perdido.
—Sí —contestó—, creo que iremos más de prisa si lo cuento todo sin tener que
responder a tantas preguntas.
Permanecía quieta, con una mano apoyada en la mesita y la otra abandonada en el
regazo. Habló sin moverse nunca lo más mínimo.
—He dicho que la noche en que Giannuzzo fue asesinado tenía una cita con él a
las nueve, en la playa. Y esto es verdad. He dicho que esperé en vano hasta las diez, y
también esto es verdad. Después he dicho que, enfadada, me fui por ahí buscando la
manera de pasar la noche y encontré a un compatriota mío. Me quedé con él hasta el
amanecer. —Ni siquiera se volvió para mirar a Ludwig, ni éste pestañeó ante aquella
noticia que debía de serle poco agradable—. También esto es verdad —miró con
tranquilidad a los ojos a Alberto—. Después silencié un hecho, pero sólo porque he
sido víctima del pánico.
Movió por último la mano que tenía sobre la mesita, para apartar un poco la tacita
del cortado.

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—He callado que, una vez que hube dejado a mi compatriota, hacia el alba, me
dirigí a la playa. Había decidido irme y quería ver de nuevo el mar.
Mientras pronunciaba aquellas palabras, era como si hablase a Ludwig: «No estoy
enamorada de los hombres de este país, pero sí de su tierra, de su mar; cuando estoy
junto a ellos es como si estuviese con su mar, pero esto nunca podré decírselo a nadie,
porque nadie me creería. La gente no cree estas cosas, ni siquiera tú, Ludwig; la gente
sólo piensa que somos muchachas que deseamos a los hombres, y entonces es inútil
explicar nada».
—Quería volver a contemplar este mar, pero cuando llegué a la playa, vi desde
lejos a alguien tendido sobre la arena. Pensé que dormía y, de momento, no me
aproximé; luego, me pareció que era Giannuzzo —pronunciaba siempre Yanús,
porque hablaba en alemán y le era más fácil ese nombre tan extraño para ella—. Vi
sus cabellos negros, lustrosos de brillantina, la forma de su cabeza, y me acerqué.
Pensé que tal vez había llegado tarde a la cita y, al no haberme encontrado, me esperó
enfadado, hasta que se quedó dormido. Pero, cuando estuve cerca, comprendí la
verdad. Me arrodillé junto a él, pero sin esperanza, porque se veía que estaba muerto
desde hacía ya varias horas.
Entró en aquel momento una pequeña manada de turistas indígenas que habían
bajado de un 1800, con la baca llena de maletas, y que estaba aparcado a un lado de
la carretera. Llevaban gruesos pullóvers gris humo, muy elegantes con sus pantalones
azules de perneras estrechas en las que resaltaba la forma de la pantorrilla. Una
muchacha llevaba aún el traje de noche; con su amplio escote moreno parecía una
negra. Hablaban en perfecto italiano, pero con un tono de voz alto y vivaz. Alberto
comprendió en seguida que eran milaneses, al oír cómo contaban que habían salido al
amanecer de Milán tras una velada en casa de uno de ellos. Después pidieron un bíter
e hicieron casi una escena porque no había seltz; los milaneses sufren si les dan el
bíter sin seltz.
Gertrude bajó entonces la voz.
—Me arrodillé sobre la arena, para verlo mejor y, en aquel momento, me asusté.
Un miedo terrible e irrazonable.
Era lógico, pensó Alberto; el ver a un hombre acuchillado debió de espantarla.
Pero Gertrude Leuter pareció descubrir su pensamiento.
—No tuve miedo de que estuviese muerto —afirmó, y ahora sus ojos inmóviles,
de retrato, se detuvieron en un punto muy lejano, en un recuerdo que aún la quemaba
—. Me acostumbré a ver muchos muertos de niña, durante la guerra. Nuestro barrio
fue completamente bombardeado, casa por casa, incluida la nuestra, y cuando salimos
del refugio vi que había muertos por todas partes. También he visto matar; cuando los
prisioneros que trabajaban en el desescombro de los cascotes intentaban huir en
cuanto sonaba la alarma, los guardias les ametrallaban, y los he visto saltar por el aire
bajo las balas de las ametralladoras. No fue el ver muerto a Giannuzzo lo que me dio
miedo. Esto me produjo dolor, un profundo dolor —hablaba sin preocuparse de que

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Ludwig la escuchaba—. Lo conocía, sabía que tenía terribles defectos, pero era sólo
un niño con poca educación, que había crecido como un salvaje, y ver a un niño
muerto produce mucho dolor. Pero no fue eso lo que me dio miedo. No, eso no. —
Recalcó bien en alemán: «No, eso no», como para dar a entender que en aquel
momento amaba a Giannuzzo aunque estuviese muerto, pues no se tiene miedo de la
persona a la que se ama.
Los milaneses salían bulliciosos del café, y al poco dejaron de oírse sus voces.
Alberto preguntó:
—¿Qué le dio miedo?
—Era una palabra escrita en la arena —respondió Gertrude Leuter. Después hizo
un movimiento extraño: se humedeció un dedo en el platillo del cortado y comenzó a
escribir algo en la superficie de la mesa.
—Una palabra en mi lengua, en alemán, y escrita con letra gótica: así.
Alberto había leído ya la palabra escrita en la puntiaguda y ampulosa grafía
gótica. Volvió a quedarse inmóvil, como había estado hasta entonces, como si no
experimentase ninguna impresión.
—No sé por qué, son cosas que no se pueden explicar —Gertrude apretó la mano
con el puño cerrado contra la mesa—, pero aquella palabra me aterrorizó. Si hubiese
estado escrita en italiano, tal vez no me habría fijado; mucha gente escribe montones
de cosas en la arena, dibuja un corazón atravesado por una flecha o un rostro humano.
Pero aquella palabra estaba escrita en mi lengua, con caracteres góticos; sólo la podía
haber escrito un alemán, y yo soy alemana. Entonces empecé a pensar en alguna cosa
misteriosa y el terror aumentó; pensé que me acusarían de haberlo matado. Leerían
aquella palabra junto al cuerpo de Giannuzzo y pensarían: «Lo ha matado un
alemán». Después se enterarían de que yo era su amiga, que él me había golpeado,
sacado dinero y amenazado con desfigurarme el rostro, y dirían: «Ha sido ella quien
le ha matado, para vengarse o porque ya no soportaba que la siguiese pegando».
Gertrude había dejado de ser un retrato. Aunque permaneciese rígida y hablase en
voz baja, en realidad se estremecía todo su interior. La mano con el puño cerrado
sobre la mesa, cerca de la palabra que había escrito y que, al secarse, desaparecía
lentamente, parecía como si quisiese alzarse y luego dejarse caer, para golpear algo,
la mesa, y descargar así la tensión nerviosa que le provocaba aquel recuerdo. Incluso
Ludwig se dio cuenta de su estado y colocó su ancha mano sobre el brazo de
Gertrude.
—No, nenita, no; te lo ruego —le murmuró en un alemán tierno y dulce.
Alberto no se dejó impresionar. Dijo muy cortés, pero con firmeza:
—Tal vez usted no tuviera mucha confianza en la policía italiana, pero
francamente, su temor era infundado. Aunque hubiésemos encontrado esa palabra
escrita en la arena, sería pueril pensar que el asesino de Giannuzzo era un alemán y
que, después de matarle, escribió aquella palabra en la arena para darse a conocer. No

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comprendo cómo una persona objetiva y racional como usted pudo impresionarse así
por una palabra escrita en la arena.
Sin embargo, lo entendía muy bien. Sólo quería que Gertrude, exasperada,
reaccionase para estar seguro de que su declaración era completamente sincera y que
ya no ocultaba nada más. Pero el recuerdo debía de ser de verdad doloroso, porque
ella no reaccionó.
—Quizás usted no pueda comprenderlo —dijo algo cansada—, pero le estoy
diciendo la verdad. Estaba tan asustada que, sin apenas darme cuenta, borré con la
mano aquella palabra; ya no podía verla y, cuando la arena estuvo lisa de nuevo, me
sentí un poco mejor. Vi que a unos cuantos pasos había una navaja; debía de ser el
arma con la que mataron a Giannuzzo. Seguía invadida por la idea de que me
culparían a mí de aquel delito. Por tanto, tomé la navaja, me metí en el agua y la
arrojé al mar, lo más lejos posible.
Alberto miró la palabra que Gertrude había escrito antes en la mesita: ya se había
secado, pero había quedado una huella opaca que contrastaba con el brillo de la mesa;
si se la observaba un poco a contraluz, casi se lograba leer.
—Perdóneme los detalles poco agradables, ingeniero Gertrude Leuter —le dijo—,
pero trate de recordar y de responderme con claridad: ¿estaba manchada de sangre la
navaja que usted arrojó al mar?
Sobre la frente de Gertrude Leuter se dibujó una arruga, en su esfuerzo por
recordar. Después, dijo con nitidez:
—No; estaba limpia. Lo veo perfectamente, como si ahora la tuviese aquí: estaba
completamente limpia.
Alberto asintió. Era del todo lógico: la navaja debía estar limpia. Torció la boca;
el rostro se le había endurecido, se mostraba más sombrío. Ahora las ninfas del juke
box sí que hubieran encontrado que se parecía a Eddie Constantine. Se inclinó un
poco hacia Gertrude Leuter:
—Una última pregunta, por mero escrúpulo; y así habremos terminado:
Giannuzzo, en el momento en que murió, llevaba en los bolsillos más de cien mil
liras que, en cambio, una vez muerto ya no se le encontraron encima. Naturalmente,
usted no se las llevó; no hace falta que me lo diga. Pero, en el caso de que por un
motivo cualquiera se las hubiese quitado, confiéselo sinceramente. Yo me callaré este
detalle, no se lo diré al brigada Varnicaro ni a nadie. Puede creerme, le doy mi
palabra. Sólo quiero saber quién se llevó ese dinero, pero no para castigarlo.
Gertrude Leuter sonrió; una sonrisa sincera como la de un muchacho al que
hubiesen dirigido una pregunta impertinente.
—Usted sabe muy bien que yo no pude haber quitado dinero a un muerto.
Era evidente, y Alberto se sintió ingenuo por haber hecho aquella pregunta; pero
su oficio era despiadado, debía desconfiar de la realidad más evidente porque siempre
hay algo oculto detrás de ésta.

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—Perdóneme —le dijo con sinceridad—. Dígame ahora qué hizo después de tirar
al mar la navaja.
—Nada. Lo que ya conté en mi declaración de Hamburgo —respondió Gertrude
Leuter—. Tenía miedo, aunque no lo hubiera dicho antes, y volví rápidamente al
camping. Ya había pagado la cuenta por la noche y comprendí que este detalle
aumentaba las sospechas sobre mí: podía parecer que había premeditado el matar a
Giannuzzo y que pagué la cuenta por la noche para huir en cuanto cometiese el
crimen. Recogí mi poca ropa y fui a esperar el ómnibus que lleva a Latisana. Cuando
vi que se apeaban de éste dos carabineros, casi me puse mala y tuve miedo hasta que
pasé la frontera. He tenido miedo incluso en mi casa; cuando me interrogaron en
Hamburgo, mentí a causa del miedo, y he transmitido este miedo a mi pobre amigo
Ludwig —se dirigió hacia él con una sonrisa maternal—; pensábamos incluso
escaparnos a México. Después llegó su requerimiento de venir a Italia para ser
interrogada de nuevo y entonces me indigné, incluso contra mí misma. Soy inocente,
no he hecho nada y no es justo que sienta temor. Y ahora que he hablado, ya no tengo
miedo en absoluto, ni aunque me detengan.
Alberto se pasó una mano por la cara, con un ademán de gran cansancio, insólito
en él.
—Señorita Leuter —dijo, olvidándose de que, en alemán, debía llamarla
«ingeniero Gertrude Leuter»—, nadie la detendrá. Además, para evitar líos, ni
siquiera la llevaré a ver al brigada Varnicaro. No hay necesidad de que usted sea
interrogada. Sólo debo pedirle un favor.
Aunque en ese momento no hiciese nada de calor, le corría el sudor por el rostro,
como si estuviese en un baño de vapor, y Alberto comenzó a secarse con el pañuelo.
—¿Qué desea?
No habló ella, sino Ludwig. Había permanecido todo el rato en silencio y ahora le
dirigía aquélla pregunta, con una mirada fija y carente de simpatía.
—Nos han llamado para un interrogatorio oficial; sólo hemos venido para eso. En
cambio, esta conversación, y en este café, no tiene nada que ver con un
interrogatorio. ¿Por qué no nos lleva usted a presencia del brigada? Queremos un
interrogatorio oficial, queremos liberarnos de una vez por todas de este asunto. Qué
¿clase de favor desea?
Parecía un poco airado, como si se desfogase de todo su silencio anterior.
Alberto se pasó otra vez el pañuelo por el cuello bañado en sudor.
—No se enfade. Estoy hablando en interés de ustedes. El favor que les pido es
que se vayan a un hotel y se queden aquí un par de días, tal vez menos, para aclarar
este asunto. Si les llevo ante el brigada, les detendrá en seguida porque la declaración
de la señorita Leuter es demasiado grave. Quédense dos días, prométanme que no se
irán antes de cuarenta y ocho horas; no les pido otra cosa, y lo hago por el interés de
ustedes.

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Los dos alemanes le contemplaron en silencio, como a un objeto extraño. Para
ellos era extraña su excitación, el sudor de su rostro en aquel ambiente tan poco
cálido, y aquella voz baja, casi dolorida, como si sufriese. Después, Gertrude puso
ambas manos encima de la mesa.
—Permaneceremos aquí, en el Palace Pineta, durante dos días —dijo—. Si dentro
de este plazo, no tenemos noticias suyas, nos marcharemos.
Alberto pasó el pañuelo por la superficie de la mesita: la última huella de la
palabra escrita por Gertrude quedó borrada por completo.
—Gracias —murmuró.

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28

Tras haber acompañado a Gertrude Leuter y a su amigo al Hotel Palace Pineta,


Alberto entró en un bar. Bebió primero un pernod para quitarse la sed devoradora que
tenía, y después un coñac. Sabía lo que tenía que hacer, pero era duro llevarlo a la
práctica, y por eso bebía. Aguantaba bien el alcohol, aunque bebía rara vez, no sólo
por su oficio, sino también porque no le gustaba la energía ilusoria que produce. Pero
ahora tenía necesidad de aquella energía ficticia y momentánea.
Sólo tenía una duda, pensó al acabar el coñac en aquel pequeño bar atestado de
veraneantes que tomaban el aperitivo antes de irse a comer, taciturnos ante el sirimiri
y el tiempo nublado, como si les hubieran defraudado en algo. Una sola duda, y tenía
que salir de ella pronto; en caso contrario, se pondría a aullar como un lobo.
Así pues, subió a su coche sin pérdida de tiempo y corrió hacia Latisana. Veinte
kilómetros por una carretera casi desierta, puesto que a aquella hora todos estaban
comiendo, brillante de lluvia y muy resbaladiza. Pero no disminuyó la velocidad.
Debía quitarse aquella duda, no podía soportarlo más. Antes de entrar en Latisana,
giró a la izquierda y se internó en el campo; luego otra vez a la izquierda, hasta que el
coche llegó a una senda llena de barro que conducía a la casucha donde vivía Romeo
Prasin con su hija.
Aun antes de detenerse, vio a la escultural rubia que salía de la casa en pantalones
y camisa de tela basta color naranja. La masa de cabellos rubios, recogidos y sujetos a
la nuca, parecía una lámpara encendida en aquel día tan gris, por lo luminosos que
llegaban a ser; frenó el coche delante de ella y se bajó; Irene ni se movió al verlo
llegar.
—¿No está tu padre? —le preguntó.
—No —respondió ella simplemente.
Llevaba en la mano un pedazo de pan y lo mordía con sus largos y perfectos
dientes blancos.
—Es igual; hablaré contigo.
La agarró por un brazo y la arrastró hacia el interior, a lo que era cocina, comedor
y sala de estar al mismo tiempo, y que, en realidad, era una auténtica jaula. La
empujó a una silla.
—Ponte ahí.
Lo más probable era que Irene Prasin desease matarlo en ese instante, y lo habría
matado de haber podido hacerlo; pero, por el contrario, le dijo con dulzura y en un
italiano muy educado y diferente al burdo dialecto que hablaba con su padre.
—No me trate tan mal; no creo merecerlo.

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Alberto, en otro momento, se había visto desarmado ante aquel tono de femenino
ruego, pero ahora la interrumpió de modo aún más brusco:
—Procura responder con exactitud a mis preguntas, pues, en caso contrario, te
trataré aún peor.
Debía salir de aquella duda cuanto antes; le trastornaba la incertidumbre. Por
primera vez en su vida estaba perdiendo por completo el dominio de sí mismo.
—¿Dónde han ido a parar las cien mil liras que tu padre robó a Giannuzzo?
De pie, con una mano apoyada en la silla donde ella estaba sentada, y con la otra
en la mesa cercana, se inclinó ante ella y la miró a los ojos. Aunque hubiese sido mil
veces más bella de lo que era, a él no le habría impresionado.
Irene permaneció con el pedazo de pan en una mano y con la otra apoyada sobre
las rodillas, mientras con la mirada intentaba manifestar sorpresa, como si él hubiese
hablado en una lengua desconocida.
Se inclinó aún más sobre la muchacha, y con voz baja y colérica le escupió en la
cara:
—No digas que no sabes nada; no trates de pasarte de lista, porque te parto la cara
a fuerza de bofetadas.
No fue la amenaza de las bofetadas lo que impresionó a Irene. Fue la seguridad
que leía en la mirada de Alberto. Era una mujer en cierto modo superior a otras
muchas mujeres, porque no se obstinaba en mentir cuando sabía que era
completamente inútil. Era superior porque comprendía casi siempre cuándo había
perdido, y sabía perder.
—Las hemos gastado —contestó mirándole con fijeza. Siguió en un tono más
firme, sin dejar de ser suave—: No obstante, mi padre no tiene nada que ver con la
muerte de Giannuzzo. Le quitó el dinero, pero no le mató.
Ahora la duda ya era casi una certidumbre. Empezó a sudar de nuevo. Se irguió y
se secó la cara con el pañuelo.
—Explícate mejor. ¿Cuándo se las quitó?
—Aquella noche —le dijo ella, resignada—. Fue una casualidad. Había acabado
de trabajar tarde en aquella tienda de fotografía. Con el vino que le ofrecieron
mientras trabajaba y el aguardiente que había bebido por su cuenta, estaba borracho;
en realidad, como todas las noches. Hacía tanto calor que no quiso compartir la
habitación de un amigo suyo que le daba hospitalidad cuando trabajaba en Latisana, y
se fue a la playa, para dormir al aire libre; no era la primera vez que lo hacía.
Irene dejó el pedazo de pan encima de la mesa y se levantó. Ahora, tras aquella
confesión, se había acabado todo. Su larga batalla por llegar hasta Roberto estaba
perdida. Largos años de maniobras sutiles y tenaces, de esperas tan pacientes que le
habían desequilibrado los nervios; todo se había perdido. Continuó:
—En la playa encontró a Giannuzzo. Estaba ya muerto desde hacía varias horas.
Mi padre lo observó bien; vio que del bolsillo de los pantalones le salían puñados de
billetes de diez mil, y se los quitó. Es verdad, no debió de hacerlo; ahora volverán a

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meterlo en la cárcel. Pero él no mató a Giannuzzo. Cuando asesinaron a Giannuzzo él
trabajaba en la tienda de aquel fotógrafo. Hay testigos, no pueden acusarlo.
Irene se colocó ahora delante de Alberto, cerca; en cierto sentido como si fuese
una fiera.
—Le he dicho la verdad: no haga que me arrepienta de haberla dicho.
Alberto se guardó el pañuelo en el bolsillo y contempló al otro lado de la puerta la
tenaz llovizna que, después de tantas horas, había acabado por empaparlo todo. Ahora
ya no tenía dudas. Ahora sabía. Irene Prasin había dicho la verdad.
—Ya sé que tu padre no lo mató —dijo. Estaba deshecho—. Cuando vuelva, le
dices que se presente al brigada Varnicaro y le confiese la verdad. Yo lo recomendaré
y tal vez salga bien de ésta.
Al llegar a la puerta, añadió:
—Y tú quédate en casa; no te muevas durante un par de días. Es una orden, ¿has
comprendido?
Ella se apoyó contra la jamba de la puerta, vencida, pero sin perder su orgullo.
Asintió con la cabeza: había comprendido.
Él subió al coche, pero ahora no sabía adónde ir. Sí, debería de haber ido a comer
a villa Arrighi con Michela, con Silvestro Loré, con Roberto y con el padre de éste.
Pero no tenía ganas de verlos, ni de comer. Volvió a Lignano. Conducía muy
despacio, desesperado. Dio vueltas por las vacías calles de Lignano Pineta; los
veraneantes se habían encerrado en los hoteles y cafés, y esperaban a que saliera el
sol. Se dirigió a un bar de la playa. Estaba vacío, no había nadie ni siquiera detrás del
mostrador. Al cabo de un rato, llegó una muchacha en delantal y le preguntó qué
quería. Pidió un café. Para ver el mar, tuvo que limpiar los cristales que estaban
empañados por la lluvia.
El mar tenía el mismo color gris del cielo. No había olas; estaba tranquilo, porque
no hacía viento. Sólo llovía. En Riccione, con Michela, cuántas horas melancólicas y
bellas había pasado cuando llovía, en aquellos pequeños bares delante del mar.
Algunas veces, cuando el mal tiempo duraba dos o tres días, ella bajaba desesperada
al bar con algo para tejer, para complacer a su padre, a quien le hubiera agradado que
ella supiese hacer alguna labor femenina. Pero era un desastre, porque no era una
mujer casera, y los intentos de hacer un pullóver terminaban con que la madre de
Alberto tenía que rehacerlo todo desde el principio. Pero cómo se reían los dos de
aquel trabajo de hacer calceta, de la lluvia y de todo. Y después, de vez en cuando,
sobre todo si se quedaban solos, se ponían melancólicos, callaban y apenas
conseguían mirarse. Él tomaba una revista de pasatiempos y se ponía a resolver los
crucigramas, aunque sin ganas. Cuando ella no se daba cuenta, la miraba: el dulce
perfil del rostro, la línea elegante del cuello, las manos de largos dedos que movían
inexpertas las agujas y la lana, y cómo contaba los puntos, susurrando los números de
forma audible: «… veintisiete, veintiocho, veintinueve…».

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Y entonces él, para confundirla, decía en voz alta: «… cuarenta y dos, cuarenta y
tres, sesenta y uno…».
—¡Déjate de bromas! —le gritaba ella, alegre y furiosa—; ahora tengo que
empezar de nuevo:
Y él continuaba burlándose:
—… ein, zwei, drei, vier, fünf… —le decía los números en alemán, y, después, en
inglés—: one, two, three, four… —y en francés—: un, deux, trois, quatre, cinq…
—¡Cállate, o te clavo una aguja en un ojo! ¡Déjame contar los puntos!
—Zwanzig, dreissig, vierzig, fünfzig…
El recuerdo de estos números que le decía en alemán a Michela, le trajo a la
memoria la palabra alemana que Gertrude Leuter había escrito con el dedo
humedecido sobre la mesita del café aquella misma mañana. Y ahora, ese momento
de triste dulzura que había vivido pensando en Michela se desvaneció como por
encanto. Salió, pero no sabía exactamente adónde ir y, en realidad, no quería ir a
ningún sitio.
Permaneció dentro del coche parado durante casi una hora. Después se dirigió a
otro bar, luego se encerró de nuevo en su coche. Llovía sin parar. Pensó que era inútil
quedarse. Podía retrasar el asunto un día o dos, pero no más, y no valía la pena.
Entonces puso el motor en marcha y se dirigió al chalé.
Pensó que, con aquella lluvia, los encontraría a todos en casa. Sin embargo, sólo
estaba el padre de Roberto, Sebastiano Arrighi. Silvestro Loré, junto con Michela y
Roberto, habían aprovechado la lluvia para hacer una excursión a Venecia y volverían
tarde aquella noche.
Aunque era de día, el viejo Sebastiano trabajaba en la biblioteca con la luz
encendida, porque por las estrechas ventanas del salón sólo entraba una tenue
claridad gris. El profesor se alegró cuando vio a Alberto; era anciano y no sabía
quedarse solo. Por ello, un simple conocido como Alberto le ofrecía ocasión de poder
hablar, de tener más valor; cuando se encontraba solo, le asaltaban los más tristes
pensamientos.
Encima de la gran mesa había varios libros, algunos muy gruesos. Sebastiano se
los enseñó; el placer que le proporcionaba la visita de Alberto hizo que el formidable
laberinto de arrugas desapareciese de su frente:
—Procuro mantenerme en forma —dijo—; si no, a mi edad, se olvida con
facilidad. Mire estos signos. Se trata de la lengua de Biblos, una escritura que aún no
hemos conseguido descifrar…
Sería un acto de verdadera maldad dejarlo solo. Era evidente que el pobre
profesor buscaba con desesperación a alguien con quien hablar de su trabajo. Alberto
hubiera querido irse a su habitación, tomar un somnífero y dormir hasta la mañana
siguiente, pero desistió de la idea. Miró la página que Sebastiano Arrighi le enseñaba,
repleta de signos extraños, en parte geométricos y en parte debidos a la fantasía.
—¿No son jeroglíficos? —preguntó con amabilidad.

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Era como invitar a un niño a jugar. Sebastiano Arrighi meneó la cabeza con
fuerza.
—Oh, no, la escritura de Biblos es otra cosa, aunque se puede decir que fue
influida por Egipto. Biblos…
Alberto trató de escuchar, pero sus pensamientos estaban muy lejos, fijos en el
mismo punto, si bien la expresión de su rostro seguía atenta e interesada por las
palabras del erudito profesor. Mientras escuchaba las palabras que el anciano
pronunciaba con vivacidad, de repente una idea casi le detuvo lá respiración. Era
absurdo e inconcebible, pero dentro de aquel septuagenario, frágil en apariencia, muy
bien podría existir aún la fuerza suficiente para matar a un joven como Giannuzzo,
siempre que la desesperación le hubiese impulsado a ello, al ver al hijo
continuamente chantajeado, asustado y atormentado por Giannuzzo.
—… porque vea, la escritura de Biblos es una escritura silábica —continuaba
Sebastiano Arrighi, apasionado y nervioso, lo mismo que su hijo.
Pero, entretanto, en la mente de Alberto se tejía una nueva tela que parecía
hacerse más consistente a medida que pasaban los segundos. ¿Quién podía decir
cómo se habían desarrollado las cosas? Giannuzzo vino aquella última noche a
extorsionar a Roberto, le amenazó con la navaja y hubo una pelea. Entonces el viejo
profesor pudo haber intervenido en defensa del hijo. ¿Qué sucedió en realidad? Es
posible que el viejo Sebastiano matara a Giannuzzo para defender a su hijo que
estaba a punto de sucumbir. Después, los dos se habrían llevado lejos el cuerpo, a la
playa, y Roberto, para salvar a Su padre, habría desempeñado el papel de quien teme
verse inculpado. La explicación encajaba como un engranaje, incluso en el último
detalle que Alberto había sabido por Gertrude Leuter aquella misma mañana: el
escrito en letra gótica sobre la arena de la playa. Para el profesor Arrighi, que conocía
hasta la escritura de Biblos, y quién sabe cuántos extraños y remotos alfabetos, la
grafía gótica debía de ser tan fácil como un catón para un estudiante universitario.
—¿Cuántas lenguas conoce usted? —le preguntó, en cuanto Sebastiano Arrighi se
detuvo un momento para tomar aliento.
—Hay formas y formas de conocer las cosas —le contestó el viejo profesor, a
quien seguramente le habrían formulado esa pregunta en numerosas ocasiones.
Respondía siempre con una gran satisfacción, ingenua y abierta—: Sé hablar, leer y
escribir las principales lenguas europeas; algo menos el ruso y el húngaro. Sé leer las
principales lenguas orientales modernas y también me desenvuelvo un poco en la
selva de sus dialectos. Pero mi especialidad son las lenguas desaparecidas, las
escrituras de hace dos mil o tres mil años, como ésta de Biblos, el oscoumbro, el
frigio…
Era como haber abierto un embalse: Alberto se vio inundado por nombres, citas,
ejemplos y, durante un rato, no pudo hablar en absoluto. Por último, logró hacer la
pregunta que había preparado:
—Usted, como es lógico, sabrá escribir el alemán con grafía gótica.

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—Curiosa pregunta —respondió Sebastiano Arrighi mientras miraba a Alberto
con expresión de duda y con las arrugas de la frente muy marcadas—. ¿Y por qué no
iba a saber?
Se rió como un muchacho.
—Mire usted, los profanos siempre hacemos preguntas curiosas, a veces
estúpidas —dijo Alberto—. Se lo pregunto porque yo sé bastante bien el alemán, lo
hablo y lo escribo, pero me cuesta aprender la grafía gótica, pues, francamente, no
comprendo para qué puede servir.
No pudo proseguir. Sebastiano Arrighi casi le agredió.
—¡Para qué puede servir! —exclamó con amargura Sebastiano Arrighi—. No se
pueden medir todas las cosas con el mismo rasero, usted perdone. Sin embargo, hoy
se hace así. Es verdad que si se aprende la grafía gótica uno no se hace millonario
como ganando en las quinielas; pero, si no se aprende, no se puede decir que se sepa
alemán, que se comprenda su espíritu. Imagínese que he debido estudiar, y lo he
hecho con gusto, incluso el gótico antiguo, que es mucho más picudo e ilegible que el
gótico moderno. Cuando tenía doce años, mi hijo me hizo el mismo razonamiento:
¿para qué servía perder tanto tiempo en aprender a escribir de aquella forma tan rara?
¿No es mejor escribir el alemán con caracteres latinos? No le di un tortazo, porque no
empleo estos sistemas educativos. Sin embargo, en líneas generales…
Continuó durante un rato. Después comprendió que estos temas debían de ser
muy áridos para un profano, abrió los brazos y sonrió:
—Perdóneme. Ya sabe, son cosas que no interesan a nadie, salvo a algún rancio
especialista como yo. Pero, la verdad, es que no sé hablar de otras cosas y usted debe
de haberse aburrido mucho.
—Nada de eso, profesor —respondió Alberto—; al contrario. Yo también disfruto
con estas cosas y desearía que usted juzgase cómo escribo en gótico. Vamos a ver,
escribiré una palabra…
Tomó una hoja de papel que había encima de la mesa y trazó una palabra en
alemán, con amplios rasgos.
—Esto es. He escrito la palabra «mañana» en alemán. ¿Puede pasar?
Encontró fuerzas para sonreír, para representar el papel del curioso que trata de
distraerse con todo lo que le cae entre las manos, incluido el alemán.
Sebastiano Arrighi frunció la frente al leer la palabra.
—¿Usted quería escribir «mañana» en alemán?
—Sí —respondió Alberto.
—Pues no, perdone; tal vez estaba distraído —dijo Sebastiano Arrighi. Se inclinó
sobre la mesa y escribió rápidamente una palabra—. Mire, morgen, en alemán, quiere
decir «mañana», si se escribe con «m» minúscula, porque entonces se trata de un
adverbio. Pero, si se escribe con «m» mayúscula, quiere decir «la mañana», porque es
un sustantivo y los sustantivos, como usted sabe, se escriben en alemán con la letra
inicial mayúscula.

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—Oh, sí, qué asno —rió Alberto, y, mientras el profesor había empezado de
nuevo a hablar con apasionamiento, tomó con habilidad la hoja en la que se hallaba
escrita aquella palabra de puño y letra del viejo profesor. Era la misma palabra que
Gertrude Leuter trazara con su dedo mojado sobre la mesita del café. El mismo
vocablo que ella había leído escrita sobre la arena cerca del cuerpo de Giannuzzo
muerto: morgen.
Le costó casi media hora poder librarse de Sebastiano Arrighi. Luego se dirigió a
su coche. Le quedaba aún una esperanza, tan débil que era casi absurda; pero, en su
trabajo, las esperanzas absurdas pueden hacerse realidad. Volvió a toda prisa a
Lignano Pineta, se detuvo en el Hotel Palace y preguntó en recepción por la ingeniero
Gertrude Leuter. Al cabo de dos minutos, le dijeron que podía subir a la habitación de
la ingeniero.
Estaba sentada ante la ventana, sola, en pantaloncitos cortos, mirando el pinar que
ahora era de un verde más oscuro a causa de la lluvia. Llevaba una blusita de punto
negra que le hacía el rostro más delgado y los cabellos más rubios, casi blancos.
—Perdóneme —dijo Alberto. Estaba tan cansado, que se sentó antes de que
Gertrude le invitase a hacerlo—. Creo que ésta va a ser la última vez que me vea
usted. Después podrá irse. Sólo he de pedirle un favor.
Sin levantarse de su asiento, Gertrude Leuter se volvió hacia el lado donde estaba
Alberto, poniéndose de espaldas a la ventana, con las rodillas juntas, las manos sobre
las piernas desnudas con la compostura de una buena chica. No dijo nada. Sólo le
sonrió, invitándole a hablar.
—Trate de concentrar su memoria —le pidió Alberto—, concéntrese con
intensidad sobre un detalle de aquella mañana, al amanecer, cuando descubrió el
cuerpo en la playa.
Ella asintió.
—Procure volver a ver lo escrito, sólo la palabra que había en la arena —continuó
Alberto—. Concéntrese sobre la forma en que estaba escrita; trate de imaginársela
escrita tal como la vio, porque debo hacerle una pregunta precisamente acerca de
aquella palabra y usted debe responder en seguida, sin reflexionar, de manera
instintiva.
—Ya lo estoy haciendo —repuso Gertrude Leuter, con los ojos cerrados, dócil a
la orden que él le daba.
—Ahora, atención, aquí está la pregunta —siguió Alberto lentamente. Después,
añadió con rapidez—. La palabra morgen, ¿estaba escrita con «m» mayúscula o
minúscula?
Gertrude Leuter no dudó un instante:
—Con minúscula.
—¿Está segura?
—La vuelvo a ver exactamente como si la estuviese leyendo ahora aquí —
respondió Gertrude Leuter—. No es una cosa que pueda olvidarse con facilidad.

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Alberto se pasó una mano por la cara y los ojos, que le ardían. Luego sacó del
bolsillo la hoja que se había traído de casa de Sebastiano Arrighi y la plegó de forma
que sólo apareciese la palabra escrita por el viejo profesor y no la que trazara él.
Antes de enseñársela a Gertrude, le dijo.
—Y ahora, si lo recuerda tan bien como me ha dicho, trate de acordarse de otra
cosa acerca de la forma en que estaba escrita aquella palabra…
Su esperanza era ahora tan frágil, que venía a ser algo inexistente. Tal vez tratara
únicamente de engañarse a sí mismo.
—Yo le mostraré la misma palabra escrita en una hoja de papel. Naturalmente,
hay una gran diferencia cuando se escribe en la arena y cuando se hace sobre un
papel; pero, no obstante, una semejanza fundamental sí debe haber. En cuanto le
enseñe estos trazos usted debe decirme si los encuentra parecidos a la palabra escrita
en la arena. Pero dígamelo con rapidez, sin reflexionar.
Le puso de golpe ante los ojos el papel plegado en que se encontraba la palabra
escrita por Sebastiano Arrighi.
Esta vez Gertrude Leuter no respondió en seguida. Miró una y otra vez la palabra
escrita en la hoja y luego dijo:
—No puedo decirle nada. No sé si se parece o si no se parece. Además, usted ya
sabe que la grafía gótica hace que sean muy iguales hasta las escrituras más
diferentes.
—Sí, lo sé —respondió Alberto. No había nada que hacer. Sólo quedaba una
cosa: salvar a Michela.

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29

Volvió rápidamente al chalé. Aún no habían llegado. Tuvo que cenar solo con el viejo
profesor y escuchar sus explicaciones acerca de las lenguas más ignoradas del
mundo. Sebastiano Arrighi no le dejó en paz hasta cerca de las diez, hora en que el
profesor se fue a la cama. A medianoche, el silencio era tan absoluto en la biblioteca
que Alberto experimentó una sensación de malestar. Había dejado de llover y el
silencio era intolerable en toda la casa. Ni siquiera el río que fluía bajo las ventanas
hacía el menor susurro ni tampoco las hojas de los enormes árboles que rodeaban la
casa. No era el silencio, era la nada que precedió a la creación del mundo.
De manera instintiva, intentó quebrar aquel silencio caminando alrededor de la
larga mesa de la biblioteca, si bien el ruido de sus pasos era absorbido
inmediatamente, se hundía en aquella nada sin eco. De vez en cuando tamborileaba
sobre la mesa, pero era una mesa maciza, de casi cuatro metros de longitud, capaz de
soportar docenas y docenas de volúmenes, incluso las más pesadas enciclopedias, y
parecía como si tamborileara sobre un muro de cemento: no se producía apenas
sonido alguno.
Entonces procuró distraerse volviendo a mirar los libros de los estantes que
cubrían las paredes hasta el techo; sacó algunos para hojearlos, aunque para él eran
prácticamente ilegibles. Encontró uno que le hizo sonreír: un millar de páginas de
gran formato, todo el dedicado a la historia de la letra A, desde el primer ideograma
que representaba la cabeza de un toro con cuernos, hasta el Alef hebreo y el alfa
griego. Estaba escrito en alemán y un hombre había dedicado años y años de su vida
al estudio de aquella única letra del alfabeto. Los hombres son increíbles, pensó.
A continuación, descubrió en los estantes el cajón con el tocadiscos y los discos.
El silencio le enervaba tanto que le alivió la idea de poner algo de música. Colocó
sobre el plato el primer disco que encontró y cuando leyó el título se quedó rígido
durante un momento: Morgen.
Bajó el brazo con la aguja y empezó la canción.
En el silencio captaba todos los matices. No era un tema demasiado singular;
tenía el tono nostálgico de tantas canciones alemanas, mitad románticas, mitad
militares. Era del tipo de la antigua Lilí Marlén. Había siempre un momento, pensó,
en toda canción alemana en que se veía a un soldado erizado de armas abrazar a su
muchacha rubia, mientras, sobre el fondo, pasa marcial el batallón que se dirige a la
guerra.
El tocadiscos tenía un mecanismo para repetir el disco, y Alberto pulsó la tecla.
Así, el disco, en cuanto hubo acabado, empezó de nuevo. También subió el volumen

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casi al máximo. No le importaba despertar al viejo Sebastiano, en caso de que no
estuviese despierto. Trataba de comprender aquella canción porque, cuanto mejor la
entendiese, más comprendería todo lo demás: morgen. Mañana. En la canción, el coro
no repetía otra cosa que aquella palabra: morgen, morgen. Mañana, mañana.
Tal vez empezaba a entenderlo. En el curso de psiquiatría, le habían explicado
que una de las características de ciertas formas neuróticas radica en esperar al
mañana. Le parecía ver al profesor cuando lo explicaba: ciertos neuróticos no viven
en el presente, sólo aguardan el futuro, el mañana, el después, el minuto de después, y
viven siempre con el miedo al mañana, para ver qué ocurre, si se llevará todas las
angustias que temen o no. Son tipos que siempre tienen miedo, de todo: de la
oscuridad y de la luz, de la multitud y de la soledad, del silencio y del ruido; y, al
final, explotan en un acto de violencia.
Y Michela se había enamorado de uno así, pensó. En un momento dado, por
encima de la canción que tocaba el gramófono, oyó el motor del coche de Roberto
que llegaba y un instante después quedaba en silencio; después oyó que abrían la
puerta del vestíbulo, pero no se movió para ir a su encuentro y esperó a que Michela,
Silvestro Loré y Roberto llegasen a la biblioteca, atraídos por el volumen de la
música.
—¡Vaya! ¿Quieres despertar a toda la provincia? —le gritó Silvestro Loré,
mientras se acercaba.
El padre de Michela, habitualmente pálido, tenía ahora un ligero color rosado:
debía de estar contento. Se había divertido, había visto feliz a su hija. Qué feliz estaba
Michela. Le sonreía. Estaba junto a Roberto, su posesión, el hombre que amaba. Y
comprendió por qué estaba tan cerca de Roberto y por qué era tan feliz, cuando
Silvestro Loré le dijo al oído para superar el estruendo de la canción:
—Quieren prometerse, ¿sabes?
Alberto se separó de éste y se dirigió hacia Roberto. El novio, pensó. El novio,
siguió pensando durante aquellos pocos pasos que le separaban de Roberto: había
descubierto demasiado tarde la verdad para salvar a Michela. Demasiado tarde.
—Ven aquí —le dijo a Roberto.
Lo agarró por las solapas con puño de hierro y lo separó de Michela, como se
aleja a una bestia inmunda de la cuna de un niño. Lo empujó contra el estante cercano
al tocadiscos. Sabía que la sorpresa paralizaría a Roberto, tanto material como
psíquicamente. Y así fue. Roberto parecía haberse convertido en un trozo de madera;
de modo instintivo, buscó ayuda con la mirada puesta en Michela y Silvestro Loré,
pero éstos, durante un instante, se habían quedado paralizados por la violencia
imprevista de la escena. Por encima de la música del tocadiscos, del coro que
cantaba: morgen, morgen, morgen, Alberto encontró en aquel instante las palabras
que desde hacía unas cuantas horas pensaba gritar y que le estallaban por dentro.
—Has sido tú quien mató a Giannuzzo. ¡No lo niegues!

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Michela permaneció un instante rígida; la milésima de segundo que necesitó para
comprender el significado de aquellas palabras. Después corrió hacia Alberto, al que
empujó para que soltase a Roberto.
—¡Estás loco! —le gritó con odio.
Le odiaba con todas sus fuerzas, porque se le aparecía de repente malvado y
venenoso, tras todos aquellos años de haber creído que era un amigo fraternal.
—Estás loco o estás borracho.
También intervino Silvestro Loré; le puso una mano en el hombro y trató de
apartarlo.
—¡Estaos quietos, no hagáis escenas!
El color rosado de felicidad que antes tenía en la cara había desaparecido.
Alberto les oía; los sentía próximos, pero no existían. Empujó de nuevo a Roberto
contra la estantería.
—Oye esta cancioncilla, óyela bien. Te gusta mucho y la tenías en el pensamiento
la noche en que mataste a Giannuzzo, en la playa; la tenías tan en la mente que
escribiste el título, morgen, en la arena y luego lo olvidaste allí: habla, o yo haré que
hables.
El rostro de Roberto se contrajo. La opresión en el cuello lo ahogaba, y la música
alta y estruendosa le hacía enloquecer. Dirigió una rodilla contra el estómago de
Alberto y golpeó con todas sus fuerzas. Vio a Alberto que caía sobre la mesa y luego
al suelo; oyó gritar a Michela, se separó de ella y corrió hacia el vestíbulo.
Alberto se había levantado de nuevo y consiguió agarrarlo por la chaqueta; lo
derribó hacia atrás y cayó encima de él.
—Habla, o te golpearé la cabeza contra el suelo hasta que te la rompa.
Ya no veía nada. Golpeaba la cabeza de Roberto contra el reluciente y antiguo
parqué de la sala, sin darse cuenta de lo que hacía, ciego de desesperación: nadie
debía hacer daño a Michela y él le había hecho todo el mal posible.
Sus ojos asustaron a Roberto.
—Hablaré —dijo.

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30

Habían bajado del coche. Giannuzzo se apoyaba con una mano en la portezuela
abierta y parecía escuchar el mar. El mar estaba cerca; Roberto había detenido el
coche casi en la playa. Aun sin luna, la noche del 22 de junio de 1960 era una noche
muy clara.
—¿Dónde vives? —le preguntó a Giannuzzo.
Le sentía jadear, se daba cuenta de que sufría. Le había pegado muy fuerte cuando
llegó al chalé, pero había visto que sacaba la navaja y tuvo que defenderse.
—Allá, cerca del río —respondió Giannuzzo—, con un paisano mío zapatero.
—Te acompaño —le dijo Roberto. Le sujetó por un brazo para sostenerlo.
—Voy a refrescarme un momento la cara con agua —repuso Giannuzzo.
Se agachó en la orilla del mar; esperó a que llegase una ola lenta y larga,
sumergió las manos juntas a modo de cuenco y se echó agua en el rostro.
—Estoy un poco atontado —comentó en su dialecto siciliano apenas italianizado,
para que Roberto lo comprendiese—. Pero estoy contento. Estoy verdaderamente
contento.
Cuando trató de levantarse, él tuvo que ayudarlo.
—Quizá sea mejor que me siente un momento —dijo Giannuzzo tras dar algunos
pasos—. Si descanso un poco, me podré ir a casa. —Miró a Roberto que estaba de pie
—. Pero estoy contento, ¿sabe? Estoy muy contento.
Había repetido durante todo el viaje, desde Latisana hasta allí, que estaba
contento. El dinero que le dio Roberto le puso contento; nunca había visto tanto
junto, y todo suyo, sin preocupaciones. Su voz era baja, ronca, tras la violenta pelea
que sostuviera con Roberto, pero resonaba clara en la desierta playa, inmersa en una
luz fosforescente; parecía un crepúsculo, aunque algo más oscuro.
—Haré que venga al continente mi hermana Maruzza y nos iremos a Milán; en
Milán se puede ganar mucho, es una ciudad de señores.
Ahora hablaba consigo mismo, con las manos entrelazadas en las rodillas, y, de
vez en cuando, miraba hacia arriba, a Roberto que estaba de pie, pero como si no se
encontrase allí.
—Llevaré a Milán a mi amigo Giulianuzzo. Tiene un oficio de oro; hace zapatos
de mujer y por unos bonitos zapatos las mujeres son capaces de robar.
Se golpeó las rodillas con las manos, satisfecho. Se sentía un señor, como cuando
allá, en su pueblo, Salvatore Stavardone le daba dos billetes de diez mil. Entonces, de
repente, se ponía a tratar con aire de señor generoso a los amigos y conocidos, e
invitaba a Vincenzino, a Michele, a Pietruzzo:

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—Venid, bebamos, tomad este paquete de cigarrillos, a vuestra salud, muchachos.
Y ahora, tenía en el bolsillo más de veinte mil liras; más de cien mil liras juntas,
tal vez hubiera unas ciento cincuenta mil. Y pensaba en Vincenzino, en Michele y en
Pietruzzo, como si se tratase de pordioseros; y la verdad es que eran pordioseros,
pensó, mientras que él, ahora, era un señor; Giulianuzzo también debería comprender
que él era un señor; le alquilaría una tienda en Milán y se pondrían a trabajar juntos,
porque él, si quería, también podría aprender aquel oficio.
—¿Sabe? Para nosotros la vida es difícil —continuó—, y además mi familia ha
sido muy desgraciada; tenían envidia de que mi madre fuese una señora, aunque por
casarse con mi padre acabó en la miseria; y luego, nuestro padre murió, nosotros
éramos pequeños y entonces ya sabe lo que sucede…
Siguió hablando de las hermanas, de la madre y de las tías, y parecía como si todo
aquel dinero le hubiese emborrachado y volviese a ver todo su pasado bajo una luz
diferente. Roberto no podía dejarlo allí; conocía su torva susceptibilidad, y sabía que
se ofendería. Giannuzzo pensaría que Roberto quería desairarlo. Entonces se sentó
juntó a él, en la arena. Escuchaba y trataba de mantenerse tranquilo, pero, por dentro,
la tensión casi lo destrozaba, pues aún tenía presente en su imaginación la navaja que
este mismo muchacho, que ahora hablaba, tan tranquiló y feliz, le había puesto casi
en la garganta tan sólo hacía una hora. Sabía que si no le había matado fue
únicamente por su fuerza y la rapidez en reaccionar. Estaba aún vivo gracias a esto, y
ahora debía permanecer allí oyendo desvaríos de un pobre ignorante que, por un
puñado de dinero que tenía en la mano, creía poder hacer lo que le viniera en ganas.
Y para lograr que desapareciese la imagen de la navaja, y el miedo que aún sentía,
comenzó a oír en su interior el tema musical que le perseguía desde hacía meses.
Morgen, «mañana», pero sólo conseguía responder: «Sí, claro», cuando Giannuzzo le
miraba al decirle uno de sus muchos «¿sabe?», que colocaba en todas sus frases.
Después volvía a escuchar en su interior aquella canción, morgen, mañana, mañana;
y, como tantas otras veces, veía la palabra escrita con la grafía alemana, aquella grafía
que la testarudez de su padre le obligó a aprender, estropeándole años enteros cuando
era niño. Había sido para él una obsesión cuando llegaba la hora de escribir en
alemán gótico. Ahora, como todas las cosas aprendidas de niño, tenía aún esa grafía
en los dedos y podía escribir incluso con los ojos cerrados, allí mismo, casi en la
oscuridad. Y, mientras Giannuzzo hablaba sin parar, al igual que un muchacho que se
desahoga después de haber recibido unos golpes de su padre, escribió en la arena
aquella palabra, morgen, la suficientemente grande como para poderla leer a la
incierta luz de una noche sin luna. Y vio que sí, que la había escrito muy bien, según
todas las reglas caligráficas que su padre le había enseñado hacía más de quince años,
y que sólo un alemán hubiera podido escribirla así.
Después, al cabo de un rato, Giannuzzo se calló de repente, casi como un
gramófono que se apaga de golpe. Y se quedó callado, con la cabeza baja, con la
frente casi apoyada en las rodillas y con las manos cerradas alrededor de éstas. Es

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posible que estuviese contemplando el mar, tan tranquilo que semejaba un inmenso
estanque, o las estrellas; o quizá sólo miraba dentro de sí. El silencio era opresivo,
amenazador. Roberto lo notó de repente; no era la pausa tras una larga parrafada, sino
una aviesa meditación que hacía pesado el aire que los rodeaba.
A continuación, Giannuzzo se levantó. Efectuó esta acción de repente, como la
palanca de una máquina que de improviso se pone en movimiento. Y también
Roberto se levantó. Tenía miedo y, al mismo tiempo, rabia de tener miedo. Desde
hacía meses vivía con aquel furor y con aquel miedo de ver aparecer ante él a
Giannuzzo con sus amenazas, con sus exigencias de dinero y sus imposiciones de
querer que se casase con Maruzza. Y, tras lo ocurrido aquella noche, después de haber
visto a Giannuzzo empuñar la navaja, el furor y el miedo llegaron a la desesperación.
—Un momento —dijo Giannuzzo, y se colocó una mano sobre el pecho para que
sus palabras fuesen más solemnes—. Usted no debe creer que me ha comprado con
ese dinero.
Roberto reprimió su furor y respondió con calma; porque ahora comprendía que
aquel hombre no era normal, y con las personas que no son normales, hace falta
mostrarse pacíficos.
—Pero no digas estupideces.
Pacífico, pero claro, porque era ignorante y hacía falta hablarle sin rodeos.
—El honor no se compra, usted ya lo sabe —dijo Giannuzzo.
La voz, bastante relajada hasta un momento antes, se puso tensa, sin elevar el
tono, pero, precisamente por esto, preñada de amenazas.
—Aunque este dinero fuese un millón, o incluso un billón, usted no debe creer
que ha comprado la honra de Maruzza porque me haya dado a mí un poco de dinero.
El mar estaba tan sereno que, junto a la orilla, se reflejaba alguna que otra estrella
durante un instante, y desaparecía en seguida. Roberto le respondió con rapidez, sin
dejar de mirar el mar. Mientras le contestaba, pensó que, sólo media hora antes,
Giannuzzo había besado aquel dinero, había estrujado contra su cara aquellos billetes
de cinco mil y diez mil liras, bendiciendo el dinero y a quien se lo había dado. En
cambio, ahora profería con voz amenazadora que el honor no se compra, como un
payaso que interpreta un dramón en el escenario de un circo ambulante. Roberto le
dijo tranquilamente, para que no estallase la furia que notaba en su voz:
—Cálmate, porque no he querido comprar el honor de nadie: Te he dado ese
dinero para ayudarte, cómo se ayuda a los amigos.
Y cuanto más calmoso se mostraba, más furioso se sentía en su fuero interno al
tener que tratar con tanta prudencia y amabilidad a un palurdo, hijo de palurdos, que
desde hacía un montón de tiempo le perseguía, le sacaba dinero, le amenazaba y le
mostraba la navaja. Le crecía por dentro el furor de tener que estar hablando allí
como ante un igual, casi como un inferior, con aquella especie de homúnculo
ignorante, maloliente y codicioso; y todo, porque el año anterior permaneció durante
diez minutos con su hermana Maruzza, en una cálida noche siciliana, porque ella

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tenía el vestido con un hombro al aire, en diagonal, y si hubiese llevado un vestido
normal, él se habría ido a dormir y toda la estúpida vergüenza de aquella persecución
por parte de Giannuzzo no habría tenido lugar.
—No. Ha querido comprarme a mí y a mi hermana con ese dinero… —dijo
Giannuzzo, trágico, si bien para Roberto eran unas palabras grotescas—. Aquí,
vosotros creéis que se puede comprar todo con dinero, incluso la honra de las mujeres
honestas.
«Vete a dormir, bufón», pensó Roberto. Y miraba el mar, cerca de la orilla,
tratando de descubrir la estrella que antes se reflejaba, pero que ahora ya no se veía.
«Vete a dormir, palurdo»; entretanto, la música de Morgen le subía por dentro como
una marea, la oía dentro de sí cada vez más fuerte, morgen, morgen, mañana. Esta
vez ni se molestó en responderle, humillado y furioso de verse obligado a tratar con
un casi hombre como aquél.
—Debe mirarme a los ojos cuando yo le hable —exclamó Giannuzzo tras haber
esperado un poco, y se le aproximó tanto que sólo había medio paso entre los dos,
hasta el punto de que Roberto percibió el acre olor de su transpiración y le vio ahora
más blanco el blanco de los ojos—. Porque no debe creer que ha comprado el honor
de mi hermana con ese dinero, y debe decírmelo mirándome a los ojos.
—Te lo he dicho —contestó Roberto. La furia contenida estaba a punto de
estallar, pero no le miró a los ojos, precisamente para desairarle; para que él no
creyese que debía obedecer a todas sus imposiciones.
—Mira a otro lado porqué no es sincero —comentó Giannuzzo—; pues le digo
que la honra sólo se compra con esto, y no con dinero.
Aquella vez Roberto miró al percibir la vibrante amenaza, y vio la navaja en la
mano de Giannuzzo. Otra vez la navaja. Se la había quitado antes, en el jardín del
chalé, y he aquí que volvía a tener la navaja; debía de haberla recogido del suelo; los
tipos como éste tienen navajas hasta en los zapatos. Sintió que el estómago se le
helaba, la navaja estaba a la altura de su estómago, a una distancia de pocos
centímetros: un solo gesto y se la hundiría dentro, cortándole de modo irreparable el
hilo de la vida. No tuvo miedo. Tenía tan poco miedo que siguió oyendo en su
interior morgen, mañana, morgen, mañana. Experimentó un deseo furioso y frío de
acabar con aquella tortura que, de otro modo, no se terminaría nunca. Ni el dinero, ni
los razonamientos, ni el tiempo, pensó, pondrían nunca fin a esta persecución.
Cuando menos lo esperase, Giannuzzo reaparecería, ora amenazador y alucinante, ora
plañidero y furioso; durante una hora o un día, se contentaría con un puñado de
billetes; luego, sacaría de nuevo la navaja, y de nuevo las amenazas, las escenas y
más dinero; y otra vez la navaja, hasta que, una u otra vez, aquella hoja se hundiría de
verdad en su cuerpo, pues, al fin, Roberto lo había comprendido: Giannuzzo no
quería nada de él; no quería dinero, ni que se casase con Maruzza, así como tampoco
vengar el honor de nadie, aun admitiendo que hubiese algún honor que reivindicar.
Giannuzzo no quería nada de nadie; ni siquiera amaba la vida; no quería amor, ni

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riqueza, ni gloria, ni ninguna otra alegría; Giannuzzo sólo quería una cosa en su vida,
una sola cosa, de un modo tenebroso y ciego, y, como un bruto, la buscaba siempre
con su instinto de fiera; Giannuzzo quería matar a alguien. Roberto comprendió en
este preciso momento; lo percibía en la mirada salvaje, encendida como la de una
fiera, y en el ademán felino de aquella mano que empuñaba la navaja. Si no le mataba
a él, Giannuzzo mataría a otro, al día siguiente, o dentro de diez años. Sólo cuando
hubiese matado a alguien se sentiría hombre.
—Míreme a la cara, señor, o le explicaré con esto que el honor no se compra con
dinero —exclamó Giannuzzo.
Y Roberto supo, sin necesidad de mirar, que la punta de la navaja seguía cerca de
su estómago, allá donde un desgarrón haría salir a borbotones, sin remedio, la vida.
Entonces, estallaron el miedo y el furor juntos. Explotaron fría y calculadamente,
con musitada violencia. Sus ademanes, ya de por sí explosivos, lo fueron aún más en
esta ocasión, aunque gélidamente medidos. Pareció como si realizase con diligencia y
presteza los movimientos de las lecciones de judo que le había dado el instructor.
Agarró a Giannuzzo por la muñeca, se la retorció mientras le golpeaba el cuello con
la otra mano y, con una zancadilla, lo derribaba.
Mientras caía al suelo, Giannuzzo se vio obligado a abrir la mano en que tenía la
navaja pero, cuando volvió a levantarse y se le echó encima, Roberto ya se había
apoderado de la navaja.
Giannuzzo cayó una segunda vez al suelo, y esta vez para siempre, casi fulminado
por un tajo neto y profundo en el cuello. Roberto no tuvo necesidad de agacharse para
saber que estaba muerto. Esperó unos minutos; en la lejana carretera vio la luz de los
faros de un coche. Tal vez se trataba de una pareja que venía a buscar soledad en la
playa. Era la hora de salida de las salas de baile y de los restaurantes. Tenía que irse
en seguida. Limpió la navaja en la arena, lúcido y atento a cualquier detalle; luego
acabó de limpiarla con el pañuelo y, por último, la abandonó en el suelo. Hubiera
podido arrojarla al mar, pero sería algo ingenuo: la navaja era de Giannuzzo y era
necesario que creyesen que Giannuzzo había sido muerto por alguien que tuviese
también navaja. Así pensarían en una riña entre meridionales, ambos provistos de
arma blanca.
Después, se dirigió al coche que había dejado en el sendero. Llegó a su casa
pasada la medianoche y, cuando ya estuvo en la cama, sé acordó de que había escrito
en la arena la palabra morgen, con letra gótica. Era como haber puesto la firma del
crimen: incluso si pensaban que había sido un alemán el que matara a Giannuzzo,
¿quién podía ser el alemán capaz de vencer a éste con un cuchillo? De todos modos,
no podrían creer que se trataba de un asunto entre dos meridionales. Pero ya era muy
tarde para volver a la playa y borrar lo escrito.
En los días siguientes, al leer los periódicos, vio que no habían descubierto la
palabra. Nadie hablaba del vocablo morgen escrito en la arena. No comprendió qué
podía haber sucedido: recordaba que no hacía viento, el mar parecía un estanque y,

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desde luego, no podía haber sido el viento el que lo borrara. Tal vez la arena no
recuerda.
—Fue en legítima defensa —exclamó Roberto.
Estaba de pie, apoyado contra una de las estanterías, con sus cabellos
completamente rubios sobre el fondo de gruesos volúmenes de color marrón con los
títulos en oro sobre el lomo.
Michela estaba sentada en una de las recias y altas sillas de la biblioteca, pero no
le miraba. Miraba a Alberto: con odio; con un odio desesperado.
—Sí, legítima defensa —respondió Alberto.
Había permanecido de pie, cerca de Roberto, para mejor observarlo durante el
tiempo que estuvo hablando, y de este modo comprendió que le decía la verdad. Pero
ahora se alejó, pasó delante de Silvestro Loré que se había sentado detrás de la mesa,
con la mirada fija en un nudo de la madera, y se fue junto a la ventana, para respirar
mejor.
—En cierto sentido, legítima defensa, porque te hubiera bastado con desarmar a
Giannuzzo, sin matarlo. Pero, aunque digan que hubo una defensa desproporcionada,
saldrás bastante bien librado.
Habló casi con dulzura, con infinita comprensión; de repente, la voz se le
impregnó de desdén.
—Los jueces te despacharán con algunos meses, que a lo mejor ni siquiera llegas
a cumplir. Pero tu culpa no radica sólo en haber matado a Giannuzzo, sino en
habernos engañado a todos, como hubiera hecho el más experto criminal.
Vio la mirada de intenso odio que le dirigió Michela, pero estaba resignado a esto
durante todo el día, desde que intuyera quién había matado a Giannuzzo. Se sentía
mal precisamente porque había previsto el odio de Michela, un odio cálido e
instintivo que leía en los ojos de la muchacha.
—Tú eres un delincuente, aunque lo hayas matado en legítima defensa —insistió,
consciente de exasperar aquel odio.
—Papá, haz que se calle; si no, me volveré loca —exclamó Michela,
levantándose—. ¡Hazlo callar!
—Dejadme hablar —siguió Alberto con brusquedad—; después no me veréis más
y podréis pensar de mí lo que queráis. —Se volvió con lentitud hacia Roberto—. Tú
eres un frío criminal neurótico; has matado con la mente fría, aunque en legítima
defensa, y has concebido y actuado con mente fría un plan exacto, como en una
partida de ajedrez, para que no te echasen las culpas. Has ideado el plan más
diabólico que pueda pensarse, para no ser acusado de esa muerte: has fingido que
tenías miedo de que te inculpasen. Esto sólo puede pensarlo un criminal nato. Un
delincuente común, o huye, o trata de buscarse una coartada, y muestra que no sabe
nada del crimen. Tú, no. Tú comenzaste por engañar a tu padre diciéndole que tenías
miedo, pero la maestría ha radicado precisamente en esto: en que tú no debías
desempeñar ningún papel para mentir, conseguiste mentir sin tener que fingir.

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Después, llegamos nosotros, y también nos mentiste. No hacías más que decir que
querías huir, que tenías miedo de que te detuviesen, y, así, ni siquiera nosotros hemos
podido creer que fueses culpable, precisamente por el terror que mostrabas de ser
acusado: un verdadero culpable no manifiesta nunca su miedo, porque podría
traicionarse. Pero tú, como muchos neuróticos, posees nervios de acero y no sientes
miedo. En efecto, conseguiste no traicionarte incluso cuando fuiste interrogado por el
brigada Varnicaro: demostraste tanto miedo de que te tomasen por culpable, y lo eras
de verdad, que el pobre brigada no pudo imaginar que en realidad eras tú el hombre
que había matado a Giannuzzo. Y así le engañaste también a él.
Alberto se cubrió por un momento el rostro con las manos, tratando de conservar
la calma y de hacer frente a aquella oleada de odio frío e infinito que le llegaba de
Michela.
—Pero lo más extraordinario, y que tal vez hasta hace reír, es que conseguiste
engañar también a un delincuente consumado como Romeo Prasin, y a una de las
muchachas más astutas de esta tierra, a su hija. Ellos también te creyeron inocente,
precisamente por el temor que mostrabas de que te considerasen culpable, y se
confabularon para especular con tu miedo. Irene Prasin quería obligarte a huir con
ella; así te verías comprometido y acabarías por casarte con ella. Pero, si hubiese
sabido o pensado que tú habías matado a Giannuzzo, no habría llevado adelante su
proyecto, pues ella ya tiene bastante con su padre que ha estado en la cárcel y, desde
luego, no habría deseado ligarse con alguien que por haber matado acabaría también
en la cárcel. Irene y su padre te hacían llamadas telefónicas anónimas para
atemorizarte aún más, y no se imaginaban que eras tú el que los engañaba al haber
conseguido convencerles de tu inocencia. Has engañado incluso a dos embaucadores
como éstos. Y, aun sin saberlo, has engañado también a Maruzza, que ha provocado
otro crimen.
Miró con desprecio el rostro de Roberto, pálido pero impasible, absolutamente
rígido, como de mármol.
—Si tú hubieses sido un hombre honesto, tras haber matado a Giannuzzo, habrías
ido a entregarte y habrías dicho la verdad; y así, Maruzza, cuando llegó a Lignano,
hubiera sabido que fuiste tú el que había matado a su hermano en legítima defensa.
Pero tú no eres una persona honesta, y también has engañado a esta muchacha.
Maruzza llegó a Lignano, se enteró de que su hermano había muerto de un navajazo,
¿y qué pensó? Que había sido Salvatore Stavardone quien le arregló las cuentas. Y
también lo pensó Giuliano Pappalettera, que oyó decir muchas veces a Giannuzzo
que tenía miedo de Stavardone. Y así, Giuliano Pappalettera, para vengar al amigo,
fue a Venecia y mató a Salvatore Stavardone. Y esto no habría sucedido si tú no
hubieses engañado a todos, si tú hubieses sido un hombre honesto.
Se volvió un momento, porque notó que Michela se había levantado. Ahora ya no
había odio en su expresión, ni tampoco desprecio: era como si ella le considerase
menos que nada; algo que ni siquiera existía.

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—¿Has terminado? —le preguntó Michela, de pie, con una mano apoyada en un
antiguo atril que sostenía un libro de gran tamaño, como un misal.
—Dentro de un minuto, sí —respondió Alberto, brusco y dolido. Se dirigió de
nuevo a Roberto y ahora tenía la voz impregnada de rabia—. Lo que no podré
perdonarte es que hayas engañado a Michela. También ella, hasta hace cinco minutos,
te creía inocente. Y no lo has hecho por amor, porque tú no amas a nadie, sino porque
Michela es la hija de un alto funcionario del Ministerio, y así, aunque te hubiesen
descubierto, como en efecto ha ocurrido, ella te defendería y obligarías a su padre a
defenderte. Y, en efecto, así es: Michela te ama y Silvestro Loré no tendrá más
remedio que protegerte. Tal vez no cumplas ni siquiera un día de cárcel y te
absuelvan por legítima defensa; y luego, tal vez consigas casarte con Michela y
hacerla desgraciada para toda la vida. Tu plan ha triunfado. No temas; no puedo
hacerte nada. Pero, por lo menos una vez en la vida, habrás encontrado a alguien que
te diga lo que eres: un criminal.
Había terminado. Fue a buscar la chaqueta que dejara en el alféizar de la ventana,
y se la puso al brazo. Rodeó la larga mesa para no pasar delante de Michela. Le
bastaban cinco minutos para hacer la maleta y en seguida se marcharía. Le parecía
que había matado a Michela y también a sí mismo.
—Espera —le ordenó Silvestro Loré.
Alberto se detuvo, pero sin darse la vuelta porque ya no tenía nada que decir ni
que escuchar.
—Debes quedarte aquí —le dijo Silvestro Loré, mientras se le acercaba—,
porque, mañana por la mañana, acompañarás a Roberto a entregarse al brigada.
—No —respondió Alberto volviéndose un poco—. De todos modos, si quieres un
consejo, acompaña en seguida a Roberto al brigada, ahora mismo. Si esperas a
mañana por la mañana, ya no lo encontrarás; huirá esta noche con Michela. Así, no
podrás hacer que lo detengan, para evitar que el escándalo caiga sobre ti y tu hija. Si
no lo ha hecho aún, es porque no esperaba que le descubrieran así, de improviso. Pero
huirá con Michela; es su arma secreta. Será mejor que te lo lleves antes de que sea
demasiado tarde.
Y entonces sintió una oleada de odio frío y furioso que le llegaba de Roberto,
aunque su rostro siguiese inmóvil, como una estatua.
Silvestro Loré fijó la mirada en Roberto. Después miró a Alberto, indeciso; luego,
lentamente se acercó a Roberto. Lo contempló tanto rato que éste acabó por desviar la
mirada hacia otra parte y cerró los párpados. Le dijo:
—No sé si lo que ha dicho Alberto es verdad. Sólo sé que has matado a
Giannuzzo, porque esto sí lo has confesado.
La voz era baja, pero atemorizaba a Roberto, a Michela e incluso a Alberto, que
conocía lo que significaba aquel tono de voz.
—Espero que no sea verdad. Lo espero por ti. Porque, si habías calculado
aprovecharte del afecto que tengo por mi hija, estás equivocado. No recibirás de mí

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protección alguna, de ninguna clase. Daré órdenes para que la ley se aplique con la
máxima severidad; yo mismo atestiguaré en el juicio la forma en que nos has
engañado, y quisiera que te dieses cuenta de lo que significará que yo comparezca
ante un tribunal como testigo de la acusación. Si has creído tener mi protección, te
has equivocado. Precisamente porque mi hija te quiere, yo seré tu enemigo más
inflexible, porque nadie ha podido decir jamás que yo vendiese la ley por mis
intereses personales, aunque se trate de mi hija; nadie podrá decirlo nunca. —Por
tercera vez repitió—: Si te habías hecho también este cálculo, te has equivocado, y
ahora vámonos; te acompañaré a entregarte. Hubiera querido esperar a mañana, pero
si Alberto tuviese razón y te escapases con mi hija, sería el último de los padres y el
último de los hombres de ley. ¡Vamos, adelante!
Continuó mirando a Roberto a los ojos y no se inmutó al oír que Michela había
estallado en llanto, con los brazos apoyados contra el gran libraco que estaba en el
atril. No se giró siquiera un milímetro, a pesar de que el llanto de su hija era lo único
en el mundo que le llegaba al corazón, y de que durante toda su vida, hasta aquel
momento, hubiese hecho cualquier cosa para que ella no llorase.
—¿Y si Michela esperase un niño?
Roberto seguía allí, apoyado contra la estantería, con la cara aún rígida, de una
rigidez histérica. Alberto se volvió del todo para mirarlo, como para asegurarse de
que había sido precisamente Roberto el que dijera aquellas palabras. Y las había
dicho.
Michela dejó de llorar. De golpe. Alzó la cara, que mantenía escondida entre los
brazos, se volvió lentamente también ella, quizá para cerciorarse de que él había
pronunciado esas palabras. Y, en efecto, las había pronunciado. Ahora comprendió.
De repente, en la oscuridad de su doliente amor, se abrieron de par en par las
ventanas de la verdad. Y, para ella, esta verdad era más monstruosa que para su padre
o para Alberto. No sólo constituía una desilusión, sino también un ultraje.
—Entonces es verdad todo lo que ha dicho Alberto —Silvestro Loré, con su
pesada mano abierta, golpeó el rostro de Roberto—. Te has traicionado. Y te has
equivocado una vez más —bajó la voz, pero era como si hablase en un tono más alto,
de lo que le vibraba—: No cambiaría absolutamente nada cualquier cosa que hubiese
ocurrido entre Michela y tú; sea como fuere, irás conmigo ahora mismo a los
carabineros, y ya cuidarán ellos del resto.
La estatua de cabellos rubios que se apoyaba en la estantería tuvo un ligero
temblor; como sucede en ciertas leyendas, cuando cuentan que un guijarro empieza a
moverse y cobra vida. Alberto intuyó que el otro, al verse desenmascarado y que lo
había perdido todo, estaba a punto de saltar y huir. Sin embargo, no se movió ni
siquiera cuando Roberto, tal como había pensado, se disparó como una flecha lanzada
por un arco demasiado tenso, tras haber empujado a Silvestro Loré, que quería
detenerlo. Sólo se movió cuando Silvestro Loré corrió detrás de Roberto y se le puso
delante, para impedirle el paso.

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—Déjalo huir. No le servirá de nada —exclamó.
Lo importante era que Roberto no estuviese allí, al lado de Michela.
De manera instintiva, Silvestro Loré se rebeló, pero Alberto lo sujetó. Todos
oyeron el ruido del coche que Roberto ponía en marcha. Lo oyó también Michela. Y
todos callaron hasta que el estruendo del motor se apagó y reinó el silencio.
—Déjame —le ordenó Silvestro Loré a Alberto.
Se acercó a Michela. El rostro de la muchacha temblaba; era un temblor rígido,
como un dolor sin paz.
—¿Es verdad? —le preguntó, amoroso y protector, dispuesto a otorgar cualquier
perdón, para que ella no sufriese—. ¿Es cierto lo del niño? —preguntó.
Alberto, con la chaqueta al brazo, se sentó en una silla al fondo de la larga mesa.
—¡No! —gritó ella, casi aulló, mientras se llevaba las manos cerradas a la boca
—. ¡No! Ha mentido también en eso. Esperaba que yo, para ayudarlo, te hiciese creer
que sí…
Silvestro Loré la estrechó fuertemente para que ella no se angustiase de aquel
modo; la estrechó hasta que a Michela le faltó la respiración y echó la cabeza hacia
atrás.
—Sácame de aquí, papá, sácame de aquí.
Michela empezó a quejarse sin llanto; y no lloraba aunque pensase en unas horas
atrás, cuando en Venecia, en el restaurante, Roberto le había dicho ante su padre que
quería casarse con ella; y lo había dicho con una tierna sonrisa varonil que la
conmovió. Ahora sabía que incluso aquellas palabras formaban parte de un plan
despiadado; él sólo quería utilizarla y comprometerla con aquellas palabras; quería
que ella acabase por abandonarse, que de verdad tuviese que esperar un hijo. Así,
aunque le descubriesen, no podrían hacerle casi nada.
—Llévame de aquí, papá, llévame lejos —continuó gimiendo mientras Silvestro
Loré, sujetándola por la cintura, la acompañaba escaleras arriba, a su habitación.
—Sácame de aquí, llévame lejos —continuó oyendo Alberto, sentado hacia
delante en la gran silla de la biblioteca, con la chaqueta aún al brazo. Era un gemido
cada vez más lejano que, por último, se extinguió, antes de que él temiese enloquecer.
Hasta este momento no se dio cuenta de la pequeña lucecita roja del tocadiscos.
Había parado antes el disco, cuando Roberto comenzó a confesar la verdad, pero no
se acordó de desconectar el aparato. Se levantó para ir a apagarlo. Morgen, mañana;
durante el resto de su vida, Michela no podría oír de nuevo esa canción, sin volver a
morir como estaba muriendo aquella noche. Existen muchas formas de morir, incluso
sin perder la vida.
No debía pensar en esto. Volvió a sentarse en el fondo de la sala, en la dura e
imponente silla. El silencio le corroía. Fumó uno, dos, tres, cuatro cigarrillos casi
seguidos. No quería pensar, y esto no era posible; era imposible no pensar en
Michela. Su pensamiento volvía una y otra vez a ella, a la ruina que Roberto había
hecho de ella. Fumó aún uno, dos, tres cigarrillos; arrojaba las colillas afuera por la

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ventana abierta. Afuera estaba el río y, en la oscuridad de la noche, la pequeña brasa
trazaba un arco luminoso. Su pensamiento volvía de nuevo a Michela, mientras se
ahogaba en el dolor que sentía por ella.
Después oyó que bajaban las escaleras. Era Silvestro Loré.
—Duerme —dijo simplemente.
Se le acercó. Estaba igual que siempre: el anciano ni siquiera parecía turbado;
como si estuviese detrás de su mesa de despacho en el Ministerio de la Gobernación.
No se cambia la expresión a cierta edad. Se puede morir por dentro —y él debía de
estar muerto—, pero no se ve por fuera.
—Dame un cigarrillo —le pidió a Alberto.
—No —contestó éste, curvado sobre la silla, sin mirarlo—. Ya sabes que te hace
daño.
—Dame un cigarrillo —dijo de nuevo Silvestro Loré—. Te lo ruego.
Lo rogaba de verdad, y era muy raro que rogase así a nadie.
Alberto le tendió el paquete y el encendedor. Silvestro Loré se lo fumó del todo,
sin hablar, hasta que la colilla comenzó a quemarle los dedos. Después se dirigió al
vestíbulo donde estaba el teléfono. Alberto le oyó llamar al puesto de carabineros;
posiblemente al otro extremo del teléfono se habría puesto el brigada Varnicaro.
Había oído muchas veces a Silvestro Loré hablar por teléfono de homicidios, robos,
espionaje, ocupaciones de fábricas y búsqueda de peligrosos delincuentes. Éste
también debía de ser para él sólo un expediente, aunque llevase en su interior todo el
dolor y la ruina de Michela. Lo oyó decir clara y burocráticamente:
—El asesino de Giovanni Masetta es Roberto Arrighi.
Luego, Silvestro Loré explicó:
—Ha huido tras haber confesado.
A continuación, dio órdenes precisas y tajantes:
—Pasen la información a los puestos fronterizos. Hagan bloquear las carreteras.
Es probable que vaya en compañía de Irene Prasin; pero, si le encuentran junto a ella,
dejen en paz a la muchacha porque no tiene nada que ver.
No, no tenía nada que ver, pensó Alberto: también ella era una víctima sin
saberlo. En el fondo, una pobre muchacha.
Silvestro Loré regresó a la biblioteca.
—Duerme —le dijo.
Alberto comprendió que no recordaba que le había dicho un momento antes eso
de que Michela dormía. Este olvido era señal de su agobiante dolor.
—Le he dado un somnífero, pero puede despertar de todos modos y no quisiera
que se encontrase sola. Ven tú también.
Alberto, que seguía inclinado sobre la rígida silla, levantó la cabeza. Casi rogó,
como un reproche.
—¿No puedes dejar que me marche?
—No —respondió Silvestro Loré.

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Le habían enseñado a no llorar, y no lloró; pero se cubrió el rostro con una mano.
—Deja que me vaya; ya no puedo más.
—Tampoco yo —respondió Silvestro Loré—. Ven.
Subieron a la habitación. Estaba encendida una pequeña lámpara en un rincón
apartado del lecho; daba una luz muy tenue y creaba profundas sombras. Michela
dormía acurrucada, como una niña, apenas cubierta por la sábana, porque después de
la lluvia volvió de nuevo el calor y la noche era cálida.
Los dos hombres se sentaron en un sofá cerca de la ventana. En la mesita de
noche se encontraba el pequeño despertador de Michela, que señalaba las dos menos
algunos minutos, y tenía un tictac suave y rápido. Por la ventana, a través de las
ramas y hojas de los árboles, se veían algunas estrellas. Alberto contó cinco y, por la
hora que marcaba el despertador y la altura de aquellas estrellas sobre el horizonte,
logró descubrir el nombre de dos de ellas. Sólo de dos, pensó, después de todos
aquellos años en que arrastraba consigo de un modo secreto, casi avergonzándose,
sus gruesos libros de astronomía. La verdad era que la astronomía no iba de acuerdo
con los crímenes y otras porquerías humanas y, por eso, sólo sabía reconocer a lo
sumo dos estrellas. Michela estaba allí, encogida en su cama, bloqueada por el
somnífero, al igual que un grito de dolor queda bloqueado por una mordaza; luego,
despertaría y chillaría. Le entraron ganas de fumar para apartar aquel pensamiento
que le oprimía la garganta hasta destrozársela; pero no se fuma en las habitaciones
donde alguien duerme; y, además, tal vez ya no desease nada, ni siquiera fumar.
Nada.
Luego Silvestro Loré le puso una mano en el brazo.
—Gracias —dijo.
Sólo lo cuchicheó con el mismo tono con que se habla en voz baja en las
habitaciones de los enfermos graves.
Alberto movió la cabeza sin responder. Gracias. Aquello no tenía sentido.
—Has salvado a Michela —siguió Silvestro Loré—. Si no llegas a tiempo, todo
se habría acabado.
—No he llegado a tiempo —respondió Alberto.
Hubiera debido descubrir la verdad antes, mucho antes, cuando Roberto aún no
era nada para Michela. Después, había sido demasiado tarde.
—No es cierto; has llegado a tiempo —dijo Silvestro Loré. Cuchicheaban como
dos ladrones—. ¿Cómo comprendiste que había sido él?
Era muy difícil de explicar cómo lo había hecho.
—No lo sé —respondió.
Se inclinó un poco hacia delante; no conseguía estar sentado erguido. Así no
podía ver a Michela acurrucada en el lecho, amordazada por el somnífero.
—No lo sé —repitió—. Tal vez fue porque tengo memoria, sobre todo para las
cosas que me cuenta Michela. Un día Michela me habló de Roberto y me dijo que a
él le gustaba mucho una canción que se llamaba Morgen. Una mañana, cuando fui a

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interrogar a Romeo Prasin, en la habitación de Irene Prasin encontré un tocadiscos
encendido con un disco puesto, y era Morgen. Después, una noche, me encontré con
Michela; ella puso en el juke box una canción tres veces seguidas: y de nuevo se
trataba de Morgen.
En las pausas, oía la pesada respiración de Michela; entonces volvía a hablar para
no escucharla.
—Así relacioné la canción con Roberto. Pero esto no quería decir aún nada.
Después, hice venir a la alemana, a Gertrude Leuter, de Hamburgo. Tuvimos una
conversación y así supe que, al lado del cuerpo de Giannuzzo, en la arena, ella
encontró escrita la palabra morgen con grafía gótica y que, ante un impulso ciego de
temor, la borró en seguida.
Ya no hacía pausas; hablaba sin parar. Así no oía la respiración de Michela y
podía olvidarla durante algunos instantes.
—Llegados a este punto, ya no había mucha elección. La palabra podía haber sido
escrita por un alemán, pero la única alemana que tenía un motivo para matar a
Giannuzzo era Gertrude Leuter, y Gertrude Leuter no podía haber sido, porque, de
otro modo, no hubiera vuelto a Italia para someterse a un interrogatorio: un asesino
no corre semejante riesgo. La palabra podía haberla escrito un italiano, pero aquí sólo
había dos italianos que tuviesen un móvil para matar a Giannuzzo y que supiesen
escribir, al mismo tiempo, en alemán y en escritura gótica: Roberto y su padre. Por un
momento, y para no acusar a Roberto, incluso pensé que podía haber sido el viejo
Sebastiano quien matara a Giannuzzo. Pero eran cosas demasiado absurdas: era
imposible que un pobre anciano como Sebastiano tuviese fuerzas para matar a un
joven como Giannuzzo. Además, al viejo Sebastiano no le interesaban, como es
lógico, las canciones del juke box y, menos aún, escribir sus títulos en la arena. Y
entonces, sólo quedaba Roberto. No tenía pruebas, pero estaba seguro; tenía que
lograr que confesase y, para hacerlo confesar, os esperé esta noche, puse el tocadiscos
de la biblioteca con el disco en cuestión y tuve que emplear la violencia. Sin
violencia no hubiera confesado. Me he granjeado el odio de Michela, por un
momento también el tuyo, pero no me quedaba otra alternativa.
Había acabado, y así, por encima del tictac suave y apresurado del pequeño
despertador, oyó otra vez la respiración de Michela.
—Pero ¿por qué hizo todo esto? —preguntó Silvestro Loré—. Hubiera sido
mucho más sencillo confesar que había obrado en legítima defensa. Giannuzzo lo
amenazaba con una navaja y él se defendió para no morir.
—¿Por qué? —Alberto se encogió de hombros—. Yo también he pensado mucho
en esto, y cuando confesó esta noche, vi que la cosa estaba clara. Porque él sabía que
no fue en legítima defensa. La ley no podrá hacer nada, todo lo más le condenarán
por exceso en la defensa, pero, en su interior, él sabe que es un asesino. Piensa un
momento: Giannuzzo se tenía apenas en pie, ya había sido golpeado con dureza, y,
para defenderse, Roberto no tenía necesidad de matarlo; bastaba con que le quitase la

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navaja y lo dejara inconsciente con otro puñetazo. Conoce a la perfección el judo y lo
hubiera hecho muy bien, Sin embargo, lo mató porque quería librarse del siciliano
para siempre. Y éste es el primer motivo. El segundo motivo radica en que es un
neurótico, no tiene confianza en nada ni en nadie. Debió de pensar que, si confesaba,
le condenarían a diez o a veinte años. Que no le creerían. Debe de haberse imaginado
que se pasaría el resto de la vida en la cárcel, y no se ha resistido a mentir, a tratar de
salvarse por cualquier otro medio. Incluso esta noche, tras haber confesado, no se ha
resistido. Un muchacho normal se hubiera puesto a llorar y hubiera pedido piedad, y
todos le habríamos ayudado con tal de que se entregase, no sólo Michela, sino
también tú e incluso yo. Por el contrario, sus nervios le han traicionado, se ha
desenmascarado, ha dejado comprender con toda claridad que especulaba con el
afecto que inspiraba a Michela y luego ha huido.
A pesar de su turbio dolor, casi le entraron ganas de echarse a reír.
—Pero ¿por qué he de decirte estas cosas precisamente yo? Hace cuatro años tan
sólo que nos diste dos lecciones a los que entonces éramos tus alumnos. Te acordarás
del tema: temperamento nervioso y crimen.
—Ah, sí, sí.
Incluso Silvestro Loré tuvo que sonreír.
—Tú lo aprendiste y a mí se me ha olvidado —después, calló durante un buen
rato. Luego dijo—: Cuando se despierte, me la llevaré de aquí. Tendré que llevarla
muy lejos, hará falta mucho tiempo antes de que se reponga. Esta vez ya no le basto
yo. Si no tiene a su lado a alguien como tú, no sé si conseguirá recuperarse. Tengo
mucho miedo.
Alberto se echó hacia atrás y se abandonó contra el respaldo del sofá. También él
estaba muy cansado.
—Ahora Michela me odia; yo no puedo hacer nada. Deja que me marche, te lo
ruego.
—No te odia. Esta noche al fin lo ha comprendido. Deberías de quedarte con ella.
—No querrá.
Tenía ganas de fumar, pero no podía.
—No querrá. En cuanto despierte y me vea se pondrá a gritar. Le he debido de
hacer demasiado daño, aunque sé que era necesario.
—No —respondió Silvestro Loré—. Michela sabe que has obrado así por ella.
Ahora, el padre de Michela sentía ligeros vértigos y aquella sensación en el
corazón que experimentara otras veces antes de que se le produjese una crisis.
—Debo quedarme aquí —dijo— por lo menos unos días, para ayudar al pobre
Sebastiano; no sabe qué hijo tiene y trataré de que no se entere nunca.
Se levantó:
—Voy a descansar un poco; si pasa algo, me despiertas. Pero tú no la dejes.
Alberto movió la cabeza. No la dejaría. En silencio, Silvestro Loré salió tras
haberse detenido un instante para mirar a Michela, que seguía en la misma posición,

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rígida por el sueño artificial del somnífero. Poco a poco, las agujas del despertador
siguieron avanzando. Empezó a penetrar claridad por la ventana, ribeteada por las
negras hojas de los árboles. Las estrellas desaparecieron. Michela seguía inmóvil,
como un objeto abandonado en el lecho. Alberto mantenía la cara vuelta para no
verla, pero, de vez en cuando, no podía resistirlo; se volvía esperando ver en la
muchacha algún movimiento, aunque éste fuese insignificante. Pero era como si la
pobre muñeca rota no pudiera moverse y sólo su respiración le impedía a Alberto
temer que estuviese muerta.
Después surgió el sol, por detrás de la casa, y, más allá de los árboles, Alberto vio
por la ventana que el río se encendía con su luz. Poco antes de las ocho, el perro del
chalé ladró perezosamente y se oyó la voz de la criada que lo llamaba. Y un poco más
tarde, Alberto notó la respiración de Michela, que era profunda. Se acercó a la cama.
Se había movido en sueños, estiró las piernas, se puso boca arriba y se cubrió el
rostro con un brazo. Él tomó el taburete acolchado que se encontraba delante del
espejo y se sentó al lado de la cama. Las nueve, las nueve y cuarto.
A las diez menos cuarto, Michela abrió los ojos, los volvió a cerrar y los abrió de
nuevo. Miró a Alberto. Aún estaba algo adormilada; él se dio cuenta de esto. Después
notó por su mirada que ahora lo comprendía y recordaba todo. Permaneció tendida,
sin levantarse; observaba a Alberto con una mirada que se le llenaba lentamente de
dolor; ya controlaba su voz, muy débil, y escondía todo aquello que experimentaba.
—¿Dónde está papá? —preguntó.
—Aún duerme; vendrá dentro de poco.
Ella colocó su grande y hermosa mano abierta sobre la almohada. Cerró los ojos.
—¿Quieres dormir más? ¿Te cierro la ventana? —le dijo Alberto.
Michela abrió los ojos.
—No —contestó.
Ya era mucho que no hubiese odio en su mirada, si bien era triste que sólo
hubiese la nada, el vacío.
—¿Quieres entonces que te traiga alguna cosa, Michela? —le preguntó.
—No.
También en el tono de voz, lo mismo que en la mirada, sólo se descubría la nada.
Él se calló un momento; luego se levantó del taburete, con la chaqueta aún al
brazo. Toda la noche la había tenido así, sin advertirlo. Le dijo:
—¿Quieres que me vaya?
—¡No!
De improviso, Michela gritó «no», como la noche anterior. De repente la voz se le
llenó de dolor, aunque también de un desesperado deseo de ayuda. De pronto, se
incorporó y se sentó en la cama; alargó un brazo y estrechó convulsivamente, con
fuerza, una mano de Alberto, como si abrigara el temor que él quisiera huir.
—No, quédate aquí, no me dejes, no me dejes… —casi gritó hasta que él se sentó
junto a ella y la estrechó contra sí.

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—No te dejo, Chela, Cheletta, no te dejo.
Pero Michela no oía. Sollozaba y parecía refugiarse en él; sólo oía su propia voz y
la voz del miedo instintivo a que él se fuese.
—No te vayas, Al, no me dejes —gritaba entre sollozos, casi ahogada contra su
pecho.
Él la obligó a levantar el rostro; apoyó la boca en su oído mientras le acariciaba
los cabellos, y le repitió con un murmullo, como un suspiro:
—No te dejo, Chela, no te he dejado nunca.
Así, hablándole al oído, ella le escucharía.
Fue como si se hubiese apagado el fuego de un insoportable dolor; dejó de llorar,
de agitarse y de gritar. Continuó estrechando la espalda de Alberto con ambos brazos,
y permaneció con el oído cerca de sus labios, completamente en tensión, para oír una
vez más aquellas palabras. Y él lo comprendió.
—¡No te he dejado nunca! —le repitió al oído—. Nunca, Cheletta, nunca…

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GIORGIO SCERBANENCO (Kiev, Imperio ruso, 28 de julio de 1911 - Milán, Italia,
27 de octubre de 1969) es un escritor italiano de novelas policíacas.
Hijo de padre ruso y madre italiana, Volodymyr, —su verdadero nombre—, al estallar
la revolución rusa viaja a Italia con su madre. Su padre fue fusilado y su madre
falleció en 1927. Se estableció en Milán a los dieciséis años y para ganarse la vida
desempeña diversos oficios que le van acercando al mundo editorial.
En 1931 publica su primer cuento en una revista. Comienza a trabajar para revistas
femeninas como “Piccola” y “Novella” como corrector de pruebas y redactor. Escribe
novelas rosas y en 1940 publica su primera novela policíaca Sei giorni di preavviso.
En septiembre de 1943 busca refugio en Suiza donde permanece hasta 1945.
Entonces regresa a Italia y funda con Angelo Rizzoli el semanario “Bella”. También
colabora con la revista “Annabella” escribiendo cuentos y series de relatos. En 1963
publica Venus privada la primera novela de la serie de Duca Lamberti. Publica
también relatos policíacos en “La Stampa” y “Dominica del Corriere” y escribe
guiones para el cine. Con su nueva pareja y sus dos hijas traslada su residencia a
Lignano Sabbiadoro.
En 1968 gana el prestigioso Grand Prix de Littérature Policière. Scerbanenco está
considerado uno de los maestros del género policíaco en Italia y algunas de sus
novelas han sido llevadas al cine.
Libros publicados en España

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Venus privada (Noguer, 1967, Bruguera, 1980; Planeta, 1986; Akal, 2011)
Milán, Calibre 9 (Noguer, 1970; Bruguera, 1984; Planeta, 1986; Akal, 2011)
Los milaneses matan en sábado (Noguer, 1970; Bruguera, 1980; Planeta,
1985; Akal, 2011)
Traidores a todos (Noguer, 1971; Bruguera, 1982; Planeta, 1986; Ediciones
Akal, 2009).
Al servicio de quien me quiera (Barral, 1972; Bruguera, 1984; Planeta, 1986)
Demasiado tarde (Noguer, 1972; Bruguera, 1983)
Ladrón contra asesino (Noguer, 1972; Bruguera, 1980)
Doble juego (Noguer, 1973, Bruguera, 1983)
Las princesas de Acapulco (Barral, 1973; Bruguera, 1984)
Rapto (Noguer, 1973)
Perseguidas (Noguer, 1973; Bruguera, 1983)
Pequeño hotel para sádicos (Noguer, 1973)
La chica del bosque (Noguer, 1975)
La arena no recuerda (Noguer, 1975)
Los siete pecados capitales y las siete virtudes capitales (Noguer, 1976; Akal,
2010)
Cita en Trieste (Noguer, 1976)
El rio verde (Sagitario, 1976)
La cueva de los filósofos (Bruguera, 1977; Ediciones Akal, 2014).
Te llevaré a ver el mar (Noguer, 1977; Bruguera, 1983)
La noche del tigre (Noguer, 1977)
El gran encanto (Noguer, 1978)
Ladrón contra asesino (Noguer, 1980)
Muerte en la escuela (Bruguera, 1980, Akal, 2010)
Los espías no deben amar (Jucar, 1980; Bruguera, 1981)
La muñeca ciega (Ediciones Akal, 2013).
Nadie es culpable (Ediciones Akal, 2013).

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