La Arena No Recuerda
La Arena No Recuerda
La Arena No Recuerda
Adriático. Una joven y bella turista alemana que huye. Una siciliana que llega
dispuesta a recuperar su «honor». Michela, que trata de sobrevivir a una desdichada
experiencia amorosa, y acaba enamorándose de nuevo de un extraño muchacho. El
policía que sigue a disgusto una investigación cuyo resultado final teme…
Estos son algunos de los personajes de esta novela de Scerbanenco. Manejados por él
con su habitual destreza, con su extraordinaria habilidad, se convierten en seres
auténticos, sufrientes y atormentados. Toda la novela es una lucha de pasiones
encontradas. El amor, el odio, la ambición y, envolviéndolo todo, un poderoso hálito
de perversión que desemboca en un sórdido asesinato.
Scerbanenco afronta en esta novela, con su peculiar manera de montar los hechos, el
mundo de los jóvenes de hoy, de las relaciones entre mentalidades y ambientes
diversos, del sexo y de la muerte, creando una intrincada madeja psicológica,
sabiamente entrelazada con la intriga policíaca.
Giorgio Scerbanenco nació en Rusia en 1911, de padre ruso y madre italiana. Se
educó en Italia y, a temprana edad, comenzó su carrera periodística. La publicación
de su novela «Venus privada» no sólo significó el principio de una brillante carrera
como escritor de novelas policíacas, sino que le hizo famoso de la noche a la mañana.
Al favor del público se unió el aplauso de la crítica, que le saludó como a un gran
renovador del género. La novela fue llevada al cine con notable fortuna, como ocurrió
más tarde con «Muerte en la escuela» y «Los milaneses matan en sábado», que en
España se estrenó con el título de «Asesinada ayer». Por su novela «Traidores a
todos» obtuvo el «Grand Prix International de Littérature Policière», que significó un
reconocimiento internacional de su valía y el espaldarazo definitivo de la fama.
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Giorgio Scerbanenco
La arena no recuerda
Esfinge - 39
ePub r1.4
Titivillus 03.01.2019
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Título original: Il centodelitti
Giorgio Scerbanenco, 1963
Traducción: Lorenzo Cortina
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Índice de contenido
Cubierta
La arena no recuerda
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Sobre el autor
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I
La muchacha se agachó junto al hombre tendido en la arena, que yacía casi con el
rostro hacia abajo, para verlo mejor. Comenzaba a amanecer y el mar había dejado de
romper contra la orilla como lo había hecho durante toda la noche; ahora llegaba a la
playa lentamente, sin ruido, como si fuese un tranquilo lago. El hombre estaba de
bruces, con las piernas abiertas, caído en una mala postura y con la cara medio
hundida en la arena. La herida que tenía en el cuello era ancha y, debajo, la arena
aparecía de color más oscuro. En cambio, arriba, el cielo se aclaraba por momentos,
aunque todas las cosas aún estuviesen un poco gris en la tierra: el mar, la amplia
franja de la playa que corría a derecha e izquierda solitaria y como sin fin, lo mismo
que el boscaje más allá de la playa.
El hombre era joven, tenía los cabellos rizados, muy negros y brillantes. La
muchacha agachada cerca de él, pensó en alemán: «Muy grasiento». Recordaba la
sensación de untuosidad que experimentó la primera vez que lo acarició. La camisa
blanca de manga corta estaba manchada de sangre en el hombro derecho. La
muchacha se puso en pie y pensó en alemán: «No me importa nada». Aún le dolía
una pierna de la violenta patada que él le había propinado en la espinilla. El viento le
movía dulcemente los frágiles y descoloridos cabellos rubios. Miró a su alrededor:
nadie. Mejor dicho: nada, porque, a aquella hora, en el color gris que confundía todos
los perfiles, era como si alrededor sólo existiese la nada. Las estrellas habían
desaparecido del cielo, aún no había salido el sol y era como el vacío.
Contemplado desde arriba, porque ella era de buena estatura, el joven parecía
como si hubiese caído en tierra, desde arriba, de cualquier manera. «Es preciso que
me vaya», pensó la muchacha en alemán. Sólo llevaba encima el vestidito de algodón
azul y el slip, y sentía algo de frío. Fue en este momento cuando vio el cuchillo, a un
paso del joven. Lo miró pensativa; tenía un bonito mango de hueso, amarillo, con
vetas oscuras. Volvió a ver con los ojos de la mente a Giannuzzo, cuando se lo había
enseñado, y le pasó la punta de la hoja por las mejillas, mientras se mofaba de ella. Se
inclinó y agarró el cuchillo con la mano. Después miró alrededor, espantada de
repente ante lo que había hecho. «Las huellas digitales», pensó. No había nadie.
Contempló un instante el gran cuchillo que tenía en la mano, casi una daga; luego,
mirando una vez más en torno suyo, corrió hacia el mar. Tenía los pies descalzos;
entró en el agua y avanzó hasta que tuvo que recogerse la falda para no mojarla. El
agua estaba fría y el fondo fangoso. El cuchillo se hundiría en el lodo y quién sabe si
lo volverían a encontrar. Se detuvo cuándo el agua casi llegaba hasta los muslos;
después, con un seco ademán, arrojó el cuchillo lo más lejos posible. Fue un gesto
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preciso, deportivo, como cuando en Hamburgo lanzaba la jabalina. El cuchillo
describió un amplio arco, y después desapareció en las grises aguas anacaradas.
Ahora, en el horizonte surgía una línea blanca, aún sin luz, simplemente blanca.
Todavía no había salido el sol, pero sería mejor que retomase al camping. «Me
prenderán en seguida», comenzó a pensar mientras volvía a la orilla, aunque no por el
sitio donde estaba Giannuzzo, tendido y muerto sobre la arena, sino mucho más allá,
a la altura del camping. Ahora pensaba en las huellas de las pisadas que había dejado
alrededor de Giannuzzo. «Me buscarán en seguida y me atormentarán durante meses
y meses». No le gustaba la policía italiana, ya había tenido ocasión de comprobarlo
un poco en la frontera, en Milán, en Venecia e incluso en el camping. Siempre la
habían tratado con rudeza, y Ludwig le explicó el porqué:
—Porque vamos vestidos de cualquier modo, y llevamos una bolsa en vez de
maletas de piel. Otra vez vendremos en coche y ya verás cómo nos tratarán mejor.
«Ludwig tenía razón», pensaba, y, después de atravesar la playa, se adentró por el
bosquecillo de pinos donde estaba el camping. Les miraban el vestido, los
consideraban vagabundos y ni siquiera leían en el pasaporte: «Gertrude Leuter,
ingeniero». La detendrían en seguida, en cuanto encontrasen a Giannuzzo en la playa;
en el camping todo el mundo conocía su historia con Giannuzzo, les habían visto en
el pueblo, continuó pensando, mientras sentía que se quedaba helada.
Se detuvo un momento en cuanto vislumbró las tiendas del camping entre los
pinos. Todos dormían, pero dentro de poco alguien se levantaría. Después entró
decidida en el recinto y vio en seguida, al lado de la fuente, al vigilante del camping
que se estaba lavando el cuello. Un hombre grueso, casi calvo, en traje de baño
celeste del que rebosaba un rollo de grasa muy bronceado. La muchacha tenía que
cruzarse con él para llegar a su tienda. El hombre la vio y se enderezó, con el cuello y
la cara chorreando agua.
—Guten Morgen —y añadió luego en su deficiente alemán—: Esta noche ha
vuelto tarde.
Ella sonrió de mala gana, con los labios cerrados. Después dijo:
—Me voy ahora. Ya he pagado la cuenta.
Entre las tiendas, había alambres con ropa blanca tendida a secar que apenas
ondeaba al viento. Y el olor a desinfectante. Y el acostumbrado cubo de lata medio
hundido en la arena, y, por el sitio donde estaban los servicios higiénicos, el
penetrante hedor a cloro.
—Lo siento —añadió el hombre.
Le disgustaba de verdad; aquellas extranjeras tan jóvenes, a las que enredaban los
jóvenes del país, le despertaban cierta ternura.
—Pero, claro, no se puede quedar siempre aquí.
«Ni tampoco me gustaría», pensó ella, mientras llegaba a la tienda que hasta la
noche anterior había compartido con una holandesa. En dos minutos metió en la bolsa
todas sus pertenencias, un vestidito, una camiseta, la cajita de metal con dinero, el
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relojito y la pulsera. Salió. Pensó en el pasaporte. Ah, sí, estaba entre los slips recién
lavados. Se había puesto las sandalias y, tras casi una semana de ir descalza, le hacían
un poco de daño.
—Dentro de veinte minutos pasa el ómnibus que va a Latisana —le dijo el
hombre gordo, en alemán, acompañándola hasta la salida.
Ya lo sabía. Se levantaba temprano, cuando aún era de noche y, siempre que
tomaba el ómnibus para Latisana, era a aquella hora.
—¿Tal vez el año próximo? —le preguntó el hombre.
—Es muy probable —le respondió ella.
Se apresuró, colocándose mejor el macuto a la espalda. Ahora, en el horizonte, la
raya blanca se había convertido en una mancha cegadora de luz y, debajo, ya se
distinguía una evanescente línea rosa que anunciaba el sol. Al pasar junto a un pino,
arrancó una ramita y, mientras caminaba, masticó un pedacito. «Limpia la boca, los
dientes», pensó. Lo escupió en la bifurcación del sendero con la carretera y esperó:
allí estaba la parada. No había ningún edificio alrededor. Por una parte la llanura, aún
algo a oscuras y, por la otra, el pinar. La única señal humana era el letrero que
indicaba el camping.
El primer rayo de sol iluminó el cielo en el momento en que llegaba el ómnibus.
Iba casi vacío, sólo una anciana y dos carabineros, que, además, se apearon mientras
ella subía.
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Los dos carabineros bajaron del ómnibus y caminaron juntos en silencio por el
sendero que conducía al camping. El sol casi asomaba ya la mitad de su disco por
encima de la línea gris celeste del mar, que en torno a él era de color rojo de sangre,
cuando llegaron ante la entrada del recinto de alambre espinoso que rodeaba el
disperso grupo de tiendas. Dos pálidas y altísimas muchachas nórdicas se habían
levantado y recogían la ropa blanca tendida cerca de su tienda. Tenían el pelo de un
rubio casi blanco y las caderas estrechas, masculinas. Ambos carabineros se miraron,
serios, pero riendo con la mirada. El gordo del bañador celeste apoyaba las manos en
sus gruesas caderas, rosadas por la luz rosa del sol naciente.
—Buenos días —dijo a los carabineros.
—¿Todo en orden? —preguntó uno de los carabineros.
—Mientras hace buen tiempo, todo va bien —contestó el gordo.
El camping era el punto donde empezaba la ronda de inspección de los dos
carabineros, que prosiguieron hacia la playa, caminando erguidos, severos. Después
de atravesar el pinar, llegaron hasta la línea donde las olas rompían ahora con menor
suavidad que antes, por el mayor empuje del viento de la mañana, y aquí se
detuvieron un instante para mirar mejor. Puede suceder siempre cualquier cosa de
noche en una playa, aunque, en la práctica, casi nunca sucedía nada, incluso con toda
aquella gente de vacaciones, italianos y extranjeros, que, a lo sumo, paseaban algo
ligeros de ropa o metían bulla tras haber bebido.
Al igual que las otras mañanas, desde que estaban allí de servicio, los dos
carabineros, tras un breve descanso, reemprendieron la marcha para atravesar la playa
en diagonal, y llegar al sendero que bordeaba el pinar hasta Lignano.
En aquel preciso momento, tal vez ambos a la vez, divisaron el cuerpo de
Giannuzzo tendido sobre la arena. El sol rosa creaba sombras de un suave marrón que
lo hacían resaltar más que si estuviese bajo la luz de un faro. Era extraño que no lo
hubiesen visto antes. Sin decirse nada, ni tan siquiera mirarse, recorrieron con pasos
apresurados los pocos metros que les separaban de Giannuzzo. Uno de los dos dobló
un poco la rodilla para mirarlo más de cerca y luego levantó la cabeza hacia el
compañero.
—Lo han matado —dijo—. Vete al camping a telefonear al brigada.
Se levantó, mientras el otro se apresuraba hacia el camping, y miró con atención a
su alrededor. Junto al cuerpo de Giannuzzo había muchas pisadas, pero la mayoría de
ellas, sobre la arena completamente seca, habían sido borradas casi del todo por el
juego del viento. Las más recientes eran las de un pie desnudo, un gran pie que por lo
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menos calzaría zapatos del 42, si no más, pero con el talón excesivamente pequeño,
que hacía pensar en un pie de mujer, o en el de un hombre muy delgado. Aquellas
pisadas no podrían tener más de una hora, a lo máximo dos. El tiempo era tan seco y
caluroso que, incluso sin viento, las huellas de la arena se desvanecían por sí mismas.
Una hora después, el brigada se enteraba de que el muerto se llamaba Giovanni
Masetta, hijo de Achille, de veintitrés años, y que había llegado a Lignano hacía poco
tiempo, desde un pueblo de Sicilia. Habitaba en una casa de campesinos cerca del
camping, donde vivía uno de sus paisanos, y ganaba algunas liras haciendo zuecos,
sandalias y zapatos de tela por cuenta de algunos tenderos de Lignano.
Al cabo de unas tres horas, llegó el médico con el fiscal y levantaron el cuerpo de
Giannuzzo. El médico declaró que Giannuzzo había sido asesinado por una profunda
cuchillada que le propinaron en la garganta, y tras una violenta pelea, como lo
demostraba un ojo tumefacto, varias escoriaciones en el rostro y una cuchillada
superficial en la espalda.
Al mismo tiempo, llegaron tres agentes de la policía de investigación criminal.
Varios carabineros mantenían a la multitud alejada del punto donde se había
encontrado el cuerpo de Giannuzzo. La mayor parte de ellos iban en traje de baño y
sólo las ásperas órdenes de los números los mantenían a distancia. Los tres agentes
fotografiaron el cuerpo y luego su huella, y las otras de alrededor, e hicieron también
calcos de algunas; sólo hacia las tres el tramo de playa quedó libre y la pequeña
multitud pudo ver las cosas de cerca. Pero ya no había nada. Aunque la mancha de
sangre y las huellas habían sido borradas, diversas personas permanecieron hasta el
anochecer en el lugar en que se había cometido el delito.
Y era a la puesta del sol cuando, muy lejos de allí, en el tren que estaba a punto de
atravesar el Brennero, un empleado de ferrocarriles y un policía comenzaron a pedir
el pasaporte a los viajeros. La muchacha alta, de frágiles y descoloridos cabellos
rubios, los oyó llegar de repente a su compartimiento, donde estaba sola, con los ojos
rodeados de un cerco gris violáceo debido al cansancio, y con ademanes nerviosos
hurgó en la bolsa que bajó de la red. «¿Dónde había metido el pasaporte?», pensó,
mientras los dos hombres la observaban. Luego imaginó lo que hubiera podido hacer
o decir en caso de que la policía hubiese dado su nombre en todos los puestos
fronterizos, incluso en aquél. Le seguía doliendo la pierna a causa del puntapié que le
propinara Giannuzzo.
Ah, sí; había puesto el pasaporte entre los slips. Aquí estaba. Lo tendió a uno de
los dos hombres; no los veía con claridad, porque ni siquiera los miraba: lo único que
hacía era pensar cómo reaccionaría si le decían que no podía atravesar la frontera
porque la buscaba la policía. «No hubiera podido hacer nada», pensó en alemán. El
policía leyó atentamente el nombre en el pasaporte: «Gertrude Leuter»; luego leyó
«ingeniero», observó la fotografía y echó una ojeada a la muchacha. Afuera, una
locomotora lanzó un silbido.
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El policía le devolvió el pasaporte y los dos pasaron al compartimiento de al lado,
del que procedían alegres voces en alemán. Entonces ella metió el pasaporte en la
bolsa y sacó de la mochila una naranja. Se sentía los labios pavorosamente secos y ni
siquiera el zumo ácido de la naranja mitigó demasiado la sensación de que tenía los
labios como si fueran de corcho. Sólo cuando, al cabo de un buen rato, el tren se puso
en marcha, comenzó a sentir la boca un poco húmeda. Entonces encendió un
cigarrillo.
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Michela había salido porque la vista del río intensamente verde le producía
melancolía y porque esperaba que, paseando un poco, no necesitaría tomar la pastilla
de siempre. Además, deseaba acostumbrarse a los tacones altos. Sin embargo, se dio
cuenta de que afuera hacía mucho calor, mientras recorría el camino privado que iba
desde el chalé hasta la carretera. Cuando llegó, se detuvo a la sombra de una de las
grandes plantas del paseo y se dedicó a ver pasar los coches, los autocares y los
ciclistas. Sintió que, a pesar de la belleza del día, el cielo límpido, y las largas
semanas de reposo y esparcimiento, le volvía la sensación de angustia e inutilidad por
todo. Se le presentaba de nuevo. El corazón le latía más fuerte, comenzaba a tener
miedo a cruzar la carretera y entrar en el pueblo, volvía a sentir el deseo de dirigirse
en seguida al chalé y encerrarse en casa. Era imposible resistirse. Hurgó en la gran
bolsa de paja roja, encontró el tubo de las pastillas y se tomó una con dificultad.
Después de un cuarto de hora o veinte minutos, sentía los efectos. Había dicho a papá
que el efecto consistía en que le parecía convertirse en una gallina. Las gallinas están
quietas, miran a todas partes, picotean alguna cosa y no tienen angustia.
Al otro lado de la carretera había una estación de servicio. Se había detenido un
pequeño coche, del que se bajó un joven con camisa negra y hablaba con el hombre
del mono; luego se volvió, la miró y Michela decidió que no atravesaría la carretera
porque no quería que nadie la observase; incluso esto era un síntoma de su mal, del
que seguramente no se curaría pronto, aunque el médico se reía cuando la oía decir
estas cosas.
Así pues, dio media vuelta para regresar al chalé y, en el mismo instante, sintió
que gritaban su nombre por encima del estruendo de una moto que pasaba como una
flecha por la carretera. Se volvió de nuevo y vio que el joven de la camisa negra
había bajado del pequeño coche e iba a su encuentro, dando un salto ante un camión.
—Chela mía, Cheletta mía.
Michela miró el rostro bronceado de Al, aunque ya le había reconocido antes por
la voz; se le abrió de par en par toda una parte de su existencia olvidada: la playa de
Riccione, Al que se inventaba cada día un apodo para burlarse de ella porque era alta,
su padre que hacía inútiles esfuerzos por esconder que estaba enamorado de la madre
de Al, los partidos de balonmano, los paseos arriba y abajo de la avenida Ceccarini,
en pantalones cortos, en pantalones largos, en pantalones rojos, en pantalones
amarillos, para ver y dejarse ver, junto a él y seguidos por su padre y la madre de Al,
el aperitivo que tomaban en Zanarini, y Al que de vez en cuando la besuqueaba, y
luego la apartaba mientras fingía estar enfadado:
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—Vete de aquí, busca a otro; aparte de que me quiero casar con una mujer y no
con un rascacielos, tengo cosas más importantes que hacer que tontear a tu lado.
Habría resistido a los recuerdos si Al no la hubiese abrazado. Pero Al la había
atraído hacia sí mientras le hundía la mano en los cabellos, en la nuca, y le decía:
—Me parece que has crecido algunos centímetros más; lo necesitabas.
Ella trató de decirle, para bromear como hiciera en otros tiempos, que, puesto que
ya tenía suficiente estatura, había comenzado a llevar tacones altos porque estaba
harta de andar siempre con zapatos que parecían zapatillas; pero, en cambio, se echó
a llorar. Era el llanto convulso de la enfermedad, un llanto sin causa, aunque parecía
tener demasiadas, incoherente, que podía asaltarle en cualquier momento. Y en medio
del llanto, por el modo como Al dejó de acariciarle los cabellos de la nuca,
comprendió que éste se daba cuenta de que el llanto era anormal. Sin decir palabra,
Al la tomó por el brazo y la guió por el camino por el que ella había venido, y que
conducía al chalé, y tras un recodo, se hallaron solos como en una sala verde de
plantas, con todo un lado que daba al río, a su vez verde.
—No tengo pañuelo —añadió serio, sin mirarla demasiado.
Tomó el bolso de paja roja de la muchacha, rebuscó dentro y sacó un pañolito que
le tendió en silencio. No la miró mientras ella se enjugaba las lágrimas. Hacía
demasiado tiempo que no la veía, pero la conocía como si hubieran estado siempre
juntos, desde hacía años, como si no se hubiesen separado nunca. Encendió un
cigarrillo, en el aire verde brillante de manchas de sol, y el humo se elevó como una
leve voluta de un vivo turquí. Sabía que su silencio ayudaría a Michela. Al cabo de
unos momentos le tendió el cigarrillo.
—Dale una chupada —le pidió.
Ella no fumaba; pero, cuando estuvo con Al, en Riccione o en Roma, le gustaba
mucho aspirar una bocanada de su cigarrillo, y conseguía hacerlo de forma que no
quedasen huellas de pintura de labios. Pero había pasado mucho tiempo, había
perdido la habilidad de otros tiempos y ahora vio que dejaba un cerco de carmín.
—Mira qué porquería —continuó Al examinando el cigarrillo antes de volvérselo
a poner entre los labios—. Vamos a dar una vuelta, Chela, y así me explicarás por qué
estás aquí y por qué te has puesto a llorar en cuanto me has visto.
Le hizo atravesar la carretera mientras la sujetaba con fuerza por un brazo, cual si
fuese una anciana, casi como si supiese que ella no soportaba los grandes espacios
vacíos —agorafobia, lo llaman los médicos—, tampoco los ambientes pequeños y
cerrados —claustrofobia, dicen—, así como tampoco la oscuridad ni la luz intensa;
en resumen, era incapaz de vivir. Pero dentro del pequeño coche de Al, ella se
encontró bien. Estaba tan cerca de él que se sentía completamente protegida. Al
conducía despacio, dejó la carretera que serpenteaba bajo el sol de la mañana y
dibujaba todo el arco que va desde Venecia a Trieste, y había girado a la derecha por
un camino más tranquilo, que descendía dulcemente hacia el mar a través del campo.
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Era como en Riccione, cuando Al le birlaba el coche a cualquier conocido y se iban a
dar una vuelta por cualquier sitio.
Además, la pastilla comenzaba a hacer efecto y ahora se sentía como una gallina
que mira inmóvil acá y allá, y picotea de vez en cuando cualquier cosa.
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Hubo un tiempo, y desde luego no hacía siglos, en que ella no tenía miedo de nada, ni
de la luz, ni de la oscuridad, ni de los grandes espacios abiertos. Participaba en los
partidos de tenis o de ping-pong en la playa, y bailaba hasta las dos de la madrugada,
hasta que los muchachos que bailaban con ella, entorpecidos por el alcohol, se
negaban resueltamente incluso al baile más reposado. Era el tiempo en que, cuando
llegaba la época de los exámenes, se estaba ante la mesa hasta diez horas seguidas, y
sin café, sin simpatina, se mantenía ardorosa ante los libros por su extraordinario
entusiasmo hacia todo, por su seguridad de que todo era bello y todo se podía lograr.
Eran los años en que se veía con Al casi a diario, tanto en la ciudad como durante
las vacaciones. Después, casi de improviso, se apartó de él. Había llegado Aligi.
Su nombre era Luigi, pero ella, con el pretexto hipócrita de darle un apodo, le
llamaba Aligi, con romántica ternura, aunque al principio a él no le gustase aquel
nombre demasiado literario. La vida se había hecho ahora más ardiente con Aligi:
ahora, vivir era como explotar, una dulce y continua explosión; incluso sólo el pensar
«Aligi» era fabuloso, y todo era como hallarse dentro de una fábula.
Después, el mecanismo de la vida, hasta entonces silencioso como el batir de las
alas de los ángeles, había comenzado a chirriar. Fue aquella voz de mujer, por
teléfono, que le dijo con fría aspereza:
—Si aún no se lo ha dicho nadie, se lo digo yo. Tenga en cuenta que Luigi está
casado y que su mujer soy yo.
Ella permaneció silenciosa e inmóvil, con el receptor telefónico en la mano, sin
que de él le llegase ninguna voz; pero todo chirriaba dolorosamente a su alrededor, y
continuó chirriando, aunque algo más quedamente, cuando Aligi le dijo que se había
separado hacía mucho tiempo de su mujer, que pediría el divorcio y que se casaría
con ella. Pareció incluso que las alas del ángel volvían a batir sin ruido.
Después, intervino el padre. Alto funcionario del Ministerio del Interior, grande
en todos los sentidos, rodeado de docenas de fieles y celadores policías, era imposible
que no llegase a saber la verdad. Los policías del padre habían hecho una especie de
«lavado» de su Aligi, sin que éste se diese cuenta, como es natural. Se habían
enterado incluso de lo que gastaba en cigarrillos, y los nombres de todas las
muchachas que había cortejado en los últimos años. Y, sobre todo, el nombre de
aquella con la que se veía cuando Michela lo dejaba solo. Luigi, o Aligi, llenaba, o
mejor dicho abarrotaba, su jornada con ella, la otra, su mujer a la que visitaba de vez
en cuando, y tal vez con cualquier otra fugaz compañía.
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Al principio, había procurado no creerlo, aun sabiendo que su padre era incapaz
de engañarla, y había preferido escuchar a Aligi, que le decía que todo era mentira,
que ella era la única a quien amaba. Pero, al cabo de algunas semanas, comprendió su
miseria de aferrar al corazón lo que ella había creído amor, y sólo era un trapo sucio.
Y su miseria se convirtió en algo deplorable, cuando en un restaurante de Ostia, se
presentó de repente la mujer de Aligi, una romana brusca y salvaje, que organizó una
escena a gritos, y él, para calmar a la marimacho, se fue con la mujer, mientras ella
permanecía sola, en una mesa frente al mar, observada por los demás, mientras el
camarero trataba de limpiar el vino tinto que había vertido la escandalosa mujer legal,
y hasta tuvo que pagar la cuenta.
Con aquel olor de vino tinto, ante la playa bulliciosa en aquella hora de la comida,
bajo las miradas de la gente de las mesas próximas, aquel día se apagó en su interior
el ansia de vivir. Volvió a casa en autobús, porque, como era de esperar, él se había
llevado el coche, y, para colmo, en el autobús tuvo que soportar a un cortejador
molesto. Apurar el cáliz hasta las heces, como decía su tía Ada. Aquel día
comprendió lo que significaba esa expresión.
Pero aún no sabía lo que la esperaba. Era una historia demasiado corriente la
suya; cada día hay alguna estúpida que la vive, y todavía no podía prever el daño que
le había causado por dentro.
Comenzó a darse cuenta cuando intentó volver a la universidad. Su padre le decía
que le sería beneficioso: dedicarse al estudio, verse de nuevo con los compañeros,
distraerse. Tras una semana tuvo que desistir: no conseguía leer ni una sola línea de
los libros; durante las clases, la voz del profesor parecía hablar en una lengua que ella
no conociese, y las conversaciones con los compañeros le daban la sensación de ser
una extranjera, como si perteneciese a otro planeta.
También desapareció su buen apetito de muchacha sana de veintidós años.
Cuando se sentaba a la mesa, le parecía casi siempre como si estuviese en aquel
restaurante junto al mar, aquel día que llegó la virago para organizar una escena. El
olor del excelente vino tinto que bebía su padre le daba mareos y volvía a
representársele la mancha de vino que el camarero —aquel día— trataba de secar. Y,
por la noche, nunca conciliaba el sueño. No conseguía dormirse en la oscuridad ni
tampoco con la luz encendida. Al principio, el médico de su padre la curó con
pastillas, después con inyecciones, y más tarde le dijo que se fuese al Norte, a la
montaña, y ella se había ido a Bolzano con la tía Ada. Pero al cabo de un año y
medio, pesaba quince quilos menos y un especialista llamado por su padre dijo que
debían intentar la cura del sueño. El padre no quiso.
—Mi hija no está loca —había dicho—. La curaré yo.
Pidió un permiso de tres meses y ambos emprendieron un viaje. Primero habían
descendido hacia Positano, Amalfi, Capri y luego hasta Taormina; después, subieron
a lo largo del Adriático hasta Venecia. Estaba con ella cada minuto del día e iba a
verla muchas veces por la noche a su habitación, como si fuese una mezcla de
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enfermera, policía y magistrado. Incluso había buscado a Al, pues sabía que éste era
el único que podía consolarla, pero Al estaba en una misión en Holanda desde hacía
seis meses y no se sabía cuándo volvería.
Entonces, para no seguir viajando sin objeto, su padre la llevó allí, cerca de
Latisana, a casa de un viejo amigo, un profesor de lenguas orientales que vivía con un
hijo en un chalecito a orillas del río Tagliamento. Estaba allí desde hacía cuatro días,
en aquella habitacioncita que daba a las verdes aguas del río, con su agorafobia,
claustrofobia, fotofobia y toda su incapacidad de vivir. La ardorosa muchacha de
otros tiempos, de aquellos vehementes entusiasmos, se había apagado. La protección,
la proximidad, la desesperada ternura de papá le habían servido de mucho. Ya no
estaba tan delgada, las medicinas le habían devuelto su armonía física, pero dentro no
tenía nada. O quizá sí, tenía un lago de angustia que le quitaba las fuerzas, le daba
pánico de todo, de las cosas que se movían y de las que se estaban quietas, y la
angustia sólo se calmaba con varias pastillas que llevaba consigo, y, cuando éstas
producían su efecto, entonces sí, dentro no sentía nada, se sentía menos que una
gallina, menos aún que una planta. Pensaba en muy raras ocasiones. Se había vuelto
casi incapaz de pensar, de leer o de escribir, y por esto tampoco hablaba. Además,
cuando reflexionaba era peor, porque sólo pensaba en una cosa: en la miseria de
hallarse reducida así por una causa tan mísera: un falso amor. Y por un hombre tan
mísero: un hombre falso. Ni siquiera había sido un gran amor, profundo y arrollador:
había sido una historia penosa y ridícula, y raída como un vestido viejo, porque
sucede todos los días a centenares de mujeres estúpidas o inexpertas.
Así pues, era mejor que ni siquiera consiguiese pensar. El único instinto que le
había quedado era el de no hacer sufrir demasiado a su padre. Este daba la impresión
de ser una gran roca insensible, incapaz de sufrir; y así lo creían todos, incluso en el
Ministerio donde le daban siempre los encargos más duros, aquellos para los que se
necesitaba una energía despiadada, de hielo. Pero Michela sabía que su padre no era
sólo un rígido funcionario de policía; sabía que tenía su talón de Aquiles, un punto
infinitamente débil, y esta infinita debilidad era ella misma. El verla sufrir consumía a
su padre como la lima desgasta al hierro, y entonces lo único que había quedado vivo
en ella era el firme deseo de no producirle demasiado dolor con el espectáculo de su
propia destrucción. Se curaba y luchaba por él, para reanudar la vida. Por la mañana
encendía la radio para que él pudiese pensar desde la habitación vecina: «Está bien,
se ha despertado alegre, tiene ganas de oír música». En la mesa comía más de lo que
podía, y cuando no se sentía demasiado mal, le pedía que la llevase al cine para que él
creyese que comenzaba a despertarse, a querer vivir.
Pero a un alto funcionario del Ministerio del Interior, a un sagaz e inteligente
policía como su padre, el comendador Silvestro Loré, no se le podía engañar
fácilmente. El padre comprendía que ella no estaba bien, que se había detenido: ni
viva ni no viva; y, a su vez, trataba de engañarla.
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—Estoy cansado —le había comentado un par de veces—, ya no quiero hacer de
esbirro de lujo, pero esbirro a fin de cuentas. Estoy viendo la forma de jubilarme; así
podré disfrutar a tu lado de mis últimos días.
Era una mentira. Silvestro Loré, desconocía por completo el cansancio; sólo había
oído hablar de él a los otros, sin comprender nada, como oía hablar de pintura, de
física atómica, con una idea absolutamente genérica de lo que eran. El padre, a sus
cincuenta y cinco años, llevaba la misma vida intensa de trabajo que comenzara a
vivir a los veinticinco. Lo más normal es que se pasase en el Ministerio desde la
mañana hasta la noche del día siguiente. Durante las elecciones, permanecía en pie
desde el viernes por la noche hasta el lunes por la noche. Cuando se produjeron las
oleadas de huelgas, viajó en coche durante cinco días seguidos, desde Roma hasta
Trieste y de Trieste a Palermo; comía y dormía en el coche y mantenía en pie a los
jefes de policía que a las cinco de la madrugada se querían ir a dormir. No era por
cansancio por lo que su padre pensaba retirarse a descansar, sino por no dejarla sola.
Sentía que ella no era ya capaz de vivir por sí misma, en el supuesto de que todavía
fuese capaz de vivir, y quería estar cerca de ella aun a costa de truncar tan
bruscamente su carrera. En otro tiempo estaba la mamá de Michela, pero había
muerto hacía mucho, cuando Michela era una niña. Papá, con el colegio, las señoritas
suizas, y algún policía, había conseguido criarla y darle una educación. Pero ahora le
necesitaba a él, ya no bastaba con un agente de confianza que le hiciese los encargos,
la acompañase a la estación cuando iba de viaje o le sacase las entradas para el teatro.
Y, si tenía necesidad de él, se jubilaría para estar más cerca de la hija. Pero era una
mentira que fuese porque estaba cansado. En su lago de angustia, Michela tenía
también otra tristeza: hacer daño a su padre y no encontrar la forma de no
perjudicarle, porque siempre estaba mala y necesitaba de él. Si el padre hubiese
vuelto a trabajar al Ministerio, ella habría tenido que internarse en una clínica, y
semejante cosa el padre ni siquiera llegaba a pensarla.
Quizá sólo por esto había hallado el valor para hablarle largo y tendido a Al.
Porque a él se le podía decir todo, pero asimismo para que él pensase el modo de
evitar que papá se arruinase dejando de trabajar. Una ruina moral completa, porque el
padre no era un hombre que pudiese estar todo el día sin hacer nada, sin su trabajo de
esbirro, como él lo llamaba.
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Alberto Missaglia, que se dejaba llamar Al sólo por Michela, pues odiaba los
diminutivos, trabajaba en el Ministerio —de mala gana—, desde que —de mala gana
— se hubo licenciado en leyes. Todo había dependido de su madre y del padre de
Michela quienes, ambos viudos y amigos, habían decidido que él se convertiría en
una persona importante de la sección de policía científica del Ministerio. Y él había
tratado de contentarles, aunque, en secreto, no le daba ninguna importancia a la
policía científica. Había seguido cursillos en el Ministerio y en los exámenes
semestrales había obtenido excelentes notas y pequeños aumentos de sueldo; durante
horas enteras podía discutir de huellas digitales, del rayado de las armas de fuego o
de heridas con arma blanca, pero sin verdadero entusiasmo. Su verdadera pasión, que
escondía a todos, excepto a su madre y a Michela, eran dos cosas no muy rentables
desde el punto de vista práctico: el estudio de la astronomía y el de la filosofía. A
causa de su trabajo, estaba muchas veces de viaje, con misiones muy delicadas, pero
en la maleta llevaba siempre un par de gruesos volúmenes, y parecía que nunca iba a
tener tiempo de leerlos. No obstante, lo encontraba por las noches, a menudo hasta
que se hacía de día, y ninguno de sus colegas hubiese imaginado el verdadero motivo
de que, de vez en cuando, tuviese tanto sueño. Y por ello le gustaba ahora la
posibilidad de viajar durante al menos un par de meses, con Michela, y pasarse las
horas en un butacón leyendo los misterios de las galaxias. Así se lo comunicó a
Michela. Sin embargo, no le dijo que había prometido a una muchacha pasar las
vacaciones con ella.
—Papá te ha buscado durante estos últimos meses, pero estabas siempre de viaje
—le dijo Michela.
—También ahora estoy de viaje, como puedes ver —le contestó Al—. Debo estar
a las cuatro en Pirano y habré de quedarme en Yugoslavia dos o tres días por lo
menos. Dame tu dirección exacta. En cuanto haya terminado, iré a buscarte.
—Yo estoy allí.
Michela señaló al final del camino, detrás de la curva. Le dictó la dirección y él la
anotó en su agenda. Estaba terminando de escribir cuando un desgarrador ruido de
claxon le hizo alzar la cabeza de improviso. Delante de su coche apareció el morro de
un enorme coche americano, viejo y desvencijado. Y un jovenzuelo, al volante,
seguía tocando el claxon, mientras con la mano libre le hacía airados ademanes para
que le dejase pasar.
—Desde luego, mi coche parece una bicicleta disfrazada de automóvil en
comparación con ese chisme de ahí —comentó Al—; debe de tratarse de alguien que
tiene agotamiento nervioso como tú.
Cualquier cosa, sin sonreír nunca, le servía para decir aquellas frases jocosas;
junto a él era difícil estar triste. Michela lo recordaba ahora.
—Oye cómo toca —siguió Al, al tiempo que ponía la marcha atrás para apartarse
y dejar paso al otro coche en el estrecho sendero.
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Pero, antes de que se pusiese en movimiento, el joven había salido fuera y corría
hacia Al.
—¿Qué espera para dejarme paso? —gritó.
Debía de tener poco más de veinticinco años. Era rubio, un rubio muy claro que
contrastaba con la cara bronceada. Estaba muy elegante con su traje celeste de tejido
ligero que parecía un pijama, y los rasgos de su rostro eran viriles pero delicados. Sin
embargo, le trastornaba tanto la ira y gritaba tan fuerte, que no parecía ser de
naturaleza tan educada como podían hacer creer las apariencias.
—Si no sabe dar marcha atrás, apártese que yo le moveré este trasto. Y rápido,
¿ha entendido? No puedo estar aquí esperando a que usted deje de dormir.
No fueron tanto las palabras como el tono y los gestos violentos y desdeñosos de
los brazos lo que molestó a Al. En lugar de poner en marcha el motor, lo apagó y
abrió la portezuela para bajar.
—No, déjalo correr —le pidió Michela. No era capaz de asistir a escenas de
aquella clase.
—Estáte tranquila, Cheletta; no pasará nada —le dijo Al, y le acarició alentador
en las mejillas.
—Podríais buscaros otro sitio —gritó el joven exasperado por la calma de Al.
Al se dirigió lentamente hacia él.
—Hable con más educación y en voz más baja, si quiere que le escuche —le dijo.
El joven no respondió. Los labios le temblaban de furia y el temblor era aún más
visible por las manchitas de sol que le caían sobre la boca, sobre todo el rostro. Cogió
a Al del brazo y lo apartó medio metro como si fuese un objeto; luego, hizo ademán
de subir al coche de Al para ponerlo en marcha y hacerlo retroceder. Por la carretera,
que era un río de sol, continuaban pasando coches y camiones que dejaban largas
estelas de vibrantes aullidos; pero no había nadie que fuese a pie, y era como si se
tratase de un desierto, a excepción del hombre de la gasolinera, al otro lado de la
carretera, que, sin embargo, no miraba hacia aquella parte y no se había percatado de
nada. Casi a un centenar de metros, del bar de un hotel llegaba la música
deshilachada, apenas distinguible, de una radio.
Al, que se había visto lanzado de ese modo hacia atrás, ni siquiera observó al
neurasténico. Miró en seguida a Michela y, con la sonrisa en los labios y en los ojos,
la tranquilizó. Después, agarró al joven que casi se había sentado al volante del coche
y tiró de él hacia afuera, de pie, como se saca un vestido de un baúl. Le dijo en voz
baja:
—Policía, haga el favor de enseñar su documentación.
No le gustaba emplear aquel sistema; si hubiese estado solo hubiera resuelto la
cuestión de un modo diferente, pero estaba Michela y no quería impresionarla.
La palabra «policía» daba siempre mucha impresión, pero al joven le hizo
demasiada. Adelantó un pie como si quisiese huir —Al tuvo la sensación de que lo
extendió para dispararse, como un corredor en el momento de la partida—, luego se
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paró en seco; casi se dio, para detenerse, con la portezuela abierta del coche de Al.
Tenía una cara completamente diferente: los rasgos, que anteriormente fueran duros y
vibrantes de ira, ahora aparecían desmadejados, casi desencajados de miedo y de
aprensión.
—Perdone —dijo con voz confusa, una voz como de viejo cansado.
Comenzó a buscarse con ademanes lentos, pero desordenados, por los bolsillos
del traje.
—La tengo en la bolsa del coche —añadió.
Al lo siguió. De un bolsón de su coche americano, el joven sacó el permiso de
circulación del automóvil y luego el pasaporte, y se los dio a Al. Éste lo miró atento,
pero durante un segundo se volvió hacia Michela, y le sonrió. «No es nada, ¿ves?».
Al joven había empezado a sudarle la cara; goteaba, pero no se secaba; parecía tener
miedo de hacer el menor movimiento. Al le devolvió el pasaporte. En la escuela de la
policía había aprendido a retener en la mente todos los datos de un documento tras
haber pasado la vista por ellos en dos ocasiones. Si de allí a un mes le hubiesen
preguntado qué había escrito en aquel pasaporte, hubiera podido responder: «Roberto
Arrighi, hijo de Sebastiano Arrighi y Carla Manneri, nacido en Venecia el 20 de
enero de 1934, ingeniero».
—Trate de tener más calma —fue su único comentario.
Lo dejó, volvió al coche junto a Michela, y dio marcha atrás unos metros.
—No me digas que te has asustado, nerviosilla querida.
—… No —respondió ella.
Al principio sí se había asustado; después la preocupación de Al por tranquilizarla
la había calmado de pronto, le había dado un cálido sentimiento de protección que le
hacía encontrarse bien.
El joven había subido de nuevo a su coche, aunque ahora parecía un tanto
adormilado. Después, el coche americano, lenta, muy lentamente, se puso en
movimiento, pasó delante de ellos, se detuvo por un momento en el cruce con la
carretera y, de repente, salió disparado.
—Parece como si tuviese algo sobre la conciencia —comentó Al.
Michela sólo había visto los rubios cabellos del joven, y los ojos oscuros, aún más
oscuros por la ira.
—Tú y papá pensáis siempre estas cosas —observó.
Los policías sólo ven ladrones a su alrededor, y los ladrones siempre policías.
—Guapo chico, ¿verdad? —respondió Al—. Si quieres te puedo dar su nombre,
apellidos y filiación.
Michela sintió que se sonrojaba, pero sin molestia, casi con dulzura. Era la
primera vez que le sucedía desde un tiempo infinito, desde cuando aún no había
conocido a Aligi.
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Silvestro Loré se sentó en la pequeña butaca de mimbre, al lado de Michela. Los altos
árboles de la ribera del río daban una sombra fresca, y fresco era el verde fluir del
Tagliamento a los pies del chalé. El sillón gemía bajo su peso, y apenas cabía en él.
Se había sentado con circunspección; hubiese, preferido una tumbona, tras el
sustancioso almuerzo que acababa de tomar. El ancho rostro siempre estaba pálido,
incluso después de haber comido, de un pálido sano, de hombre de sangre fría. Y la
expresión era siempre hermética, dispuesta en todo momento a estallar contra alguien
o contra algo. Pero en aquel instante era feliz. Michela había encontrado a Alberto;
éste había vuelto para estar junto a Michela, y le parecía que su hija ya estaba
sanando. En efecto, había comido con más apetito, y ahora estaba relajada en una
butaca, con una revista sobre las rodillas, y miraba ante sí, tranquila, no como si
observase algo que le diese angustia. Y esto era buena señal.
A aquella hora ni siquiera se oía el murmullo de las frondas. El chalé parecía
abandonado y no surgía ninguna otra casa alrededor, allí donde el río trazaba un
brusco recodo, con sus orillas completamente cubiertas de altos árboles. En medio del
más absoluto silencio, una mariposa voló por la terraza hacia el río; la butaca de
Silvestro Loré crujió levemente, él se había movido para sacar un cigarrillo del
paquete, y se oyó el chasquido del encendedor.
—¿Qué le sucede a tu amigo? —preguntó Michela.
El padre era la única persona —después de Al, ahora que lo había vuelto a
encontrar— con quien desease hablar, incluso de cosas que no le interesaban. No
quería estar en silencio, sabía que su padre sufría con sus silencios. Además,
Sebastiano Arrighi era para su padre un gran amigo, el único amigo; ella había oído
hablar de él en casa desde pequeña, y siempre le había producido gran curiosidad
aquel nombre, Sebastiano. Su padre, después de a ella, quería mucho a Sebastiano, el
profesor más bondadoso y tímido que podía existir. Tenía un espíritu diferente, como
si fuesen criaturas de especies diversas. El padre era concreto, realista, activo.
Sebastiano era soñador, completamente privado de todo sentido práctico, sensible
como una adolescente recién salida del colegio, e inteligente, demasiado inteligente
para poder vivir sin sufrir en medio de los demás. Por ello, se había encerrado en
aquel chalé, prisionero de su inadaptabilidad para vivir con sus semejantes. La
amistad entre el padre, un policía, y Sebastiano, tímido, muy culto y delicado, era la
amistad más singular, pero también más profunda que Michela conociera.
—Está enfermo debido a su hijo —respondió Silvestro Loré, mientras expulsaba
el humo del cigarrillo sin haberlo aspirado. Desde hacía diez años fumaba así,
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maldiciendo a los doctores, al tabaco y a sí mismo.
—¿Por qué? —preguntó Michela.
«Está mejor, ya empieza a interesarse por los demás. Y ha bastado muy poco»,
pensó. Y estaba a gusto en aquella terraza, en aquella hora tan viva de sol, aunque tan
silenciosa.
El padre miró con odio el cigarrillo que tenía entre los dedos.
—Una historia tonta —dijo—. Por lo demás, son tontos los dos, el padre y el hijo
—pero dijo «tontos» con el tono de una madre que llama tesoro a su bebé.
—¿No tenía que llegar un día de éstos su hijo? —inquirió Michela.
Miraba la mariposa, que ahora volvía del río; debía de ser la misma, clara,
amarillenta, una de las especies más comunes. «Se podía curar», pensó. Sanar, volver
a vivir, trazar planes para el futuro. Desde hacía mucho tiempo no hacía ningún
proyecto, casi no creía que existiese un mañana. Ahora pensaba que dentro de
algunos días volvería Al. Recordó cómo la había dejado dos horas antes:
—Adiós, nerviosilla querida; volveré pronto.
—En realidad ha estado aquí esta mañana, para revolverle el estómago a su padre,
y luego se ha vuelto a ir.
El padre llenó la boca de humo, que expulsó en seguida, antes de dejarse vencer
por la tentación de aspirarlo.
—¿Es algo grave? —indagó Michela.
—Es una de las cosas más estúpidas que haya oído contar.
El padre trató de apoyarse en la butaca de mimbre, pero comprendió que era más
prudente no fiarse.
—En la playa de aquí delante, donde desemboca este río, hace una semana han
encontrado a un joven, muerto de una cuchillada… ¿Te impresiona? —le preguntó
ansioso.
—Pero, papá —protestó Michela—, siempre te he oído hablar de estas cosas.
—Es verdad; en nuestra casa, en lugar del cuento de Caperucita Roja, se ha
hablado siempre de sucesos —sacudió la cabeza, sonriendo: qué extraño oficio el
suyo—. En resumen, le han encontrado muerto, y Roberto tiene miedo de que la
policía venga a detenerlo.
Se dio cuenta de que Michela no lo había comprendido bien.
—Roberto es el hijo de Sebastiano —explicó—. Cree que, tarde o temprano, le
acusarán a él del asesinato.
Michela movió la cabeza. Era extraño. No entendía las cosas aún muy bien.
—¿Y por qué? —preguntó.
—Tal vez porque es tonto —dijo Silvestro Loré—. Pero existe un motivo que
puede parecer razonable.
Le explicó que unos años antes el hijo de su amigo había estado en Sicilia durante
las vacaciones. Allí había conocido a una muchacha, hija de gente pobre, y había
sucedido lo que sucede muy a menudo. Después, cuando comprendió que en Sicilia
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ciertas cosas son demasiado complicadas, se volvió a casa. La muchacha no era en
realidad un modelo de candor, y Roberto no le había hecho ninguna promesa, pero el
hermano le había escrito para conminarle a que volviese a Sicilia y cumpliese con su
deber respecto de su hermana, pues de otro modo iría él a hacérselo cumplir. Y, en
efecto, hacía unos meses, el hermano de la muchacha había llegado allí, a Latisana, a
aquel chalé.
—¡No! —dijo Michela.
Veía a aquel hermano atravesar Italia para proteger —con algún retraso— el
honor de la hermana, y le parecía curioso.
—Pues sí —contestó el padre—. Llegó precisamente aquí, a esta casa, habló con
Roberto, habló con Sebastiano y lanzó sombrías amenazas. La primera vez, Roberto
le dio una suma de dinero, él la tomó y parecía haberse contentado. Pero al poco
volvió y sólo se calmó con más dinero. Después, continuó viniendo y cada vez se
volvía más malvado porque Roberto no le daba nada y le repetía que no tenía ninguna
intención de casarse con la hermana.
Una noche —la semana anterior—, Giannuzzo volvió otra vez. Era de noche,
después de cenar, y en vez de tocar el timbre se puso a gritar fuera de la verja, para
que Roberto saliese de su casa, porque iba a enseñarle a comportarse como un
hombre de honor. Roberto no tenía miedo; el padre, que podría haberlo retenido, no
estaba, y corrió hacia allá.
Al principio, Giannuzzo le repitió que debía casarse con la hermana; después,
comprendiendo él mismo la futilidad de su petición, le dijo a Roberto que, por lo
menos, debía cuidar de ella. Roberto había perdido el dominio y le respondió de mala
manera que su hermana había tenido diversas amistades, antes de la que tuviera con
él, lo cual era verdad. Esto ya fue demasiado para el joven siciliano, pequeño pero
robusto e iracundo. Empezaron a golpearse, sin nadie que les interrumpiera, ya que el
chalé estaba aislado, y la casa más próxima era el hotel con el bar, en la carretera, a
más de cien metros. Roberto era más enjuto y débil que Giannuzzo, pero había hecho
siempre mucho deporte, incluidos el boxeo y el judo. Giannuzzo encajó duros golpes
en el estómago, en la cara y en el cuello; rodaba por los suelos, pero volvía a
levantarse y se le echaba encima ciegamente. De pronto, Roberto vio en la mano de
Giannuzzo el resplandor de alguna cosa y luego oyó un chasquido. Un cuchillo.
Tuvo miedo, pero no perdió la cabeza y con una llave precisa, casi hasta romper
el brazo de Giannuzzo, le obligó a soltarlo de las manos. Entonces, Giannuzzo se
echó al suelo a llorar. Golpeaba la cabeza contra la gravilla del camino, se daba
puñetazos en la cabeza y lloraba mascullando incomprensibles palabras en su
dialecto.
Apiadado, Roberto le levantó, lo condujo al jardín del chalé, donde había una
pequeña fuente, y le ayudó a lavarse un poco la manchada cara de sangre. Giannuzzo
continuaba gimiendo que estaba arruinado y deshonrado, lloraba sinceramente, y de
vez en cuando Roberto debía sujetarlo para que no se golpease la cabeza contra
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cualquier sitio. Se lamentaba de que en el pueblo nadie saludaba ya a su familia;
pasaban y ni siquiera levantaban el rostro cuando veían a alguno de sus familiares. Se
hallaba tan desesperado que había dejado de acusar a Roberto. Ahora la emprendió
contra la hermana, pues no tenía honor y había deshonrado a toda la familia. Decían
las cosas más injuriosas de la hermana en el pueblo; comentaban que admitía dinero
de los hombres. Se había ido de allí porque si no mataba a alguien. Quería trabajar y
establecerse en el Norte, para que luego pudiesen venir la madre, las dos tías solteras
y la hermanita pequeña, pero nadie le ayudaba.
—Pero ¿quieres mantener tú solo a toda esa caterva de mujeres? —le había dicho
Roberto.
Ahora Giannuzzo le daba compasión; aquel llanto de muchacho primitivo y
verdaderamente dolorido casi le proporcionaba un sentimiento de amistad hacia él.
—Son de mi sangre —decía Giannuzzo—, son de mi sangre; aquí, vosotros no lo
comprendéis.
Entonces Roberto se fue a buscar dinero, todo el que encontró en la casa, una
suma nada despreciable, sobre todo para Giannuzzo. Este miró con asombro todo
aquel dinero, aquellos grandes billetes de cinco mil y diez mil liras. Y cuando estuvo
seguro de que eran suyos, que Roberto se los daba todos en serio, sin tener que
devolvérselos, besó aquellos papeles uno a uno. Ahora, ya podrían venir su madre, las
dos tías, la hermanita pequeña y también la otra, la desventurada. Había bastante
dinero para el viaje y para vivir, por lo menos durante un mes, porque, entretanto, él
trabajaría, y también las tías trabajarían, y conseguirían salir adelante. Ahora ya no
lloraba, pero era peor. Era como un obseso, o un borracho, y continuaba hablando,
besando aquel dinero y explicando todo lo que podía hacerse.
Después, de repente, se desmayó. Roberto le había golpeado muy fuerte y sólo la
furia leonina de Giannuzzo le había hecho resistir, pero ahora cedió. Roberto tuvo
que arrastrarlo hasta la casa para hacer que volviera en sí. Giannuzzo se recobró, pero
le dijo que no se veía con ánimos de volver a casa. Vivía casi en la playa, en una
alquería con un paisano suyo, a unos veinte kilómetros de allí, y solía hacer el
trayecto en parte a pie y en parte en autostop, según le fuese. Pero aquella noche no
tenía fuerzas para mantenerse en pie. Por ello, Roberto lo subió a su auto y lo llevó
hacia su casa. Cuando llegaron cerca de Lignano, en el punto donde la carretera
pasaba muy próximo al mar, Giannuzzo descendió. Ahora estaba bien, dijo. Tenía una
mano en el bolsillo donde llevaba el dinero —su tesoro— y con la otra saludó con
dignidad, amistosamente.
Roberto le vio adentrarse en el pinar, en dirección a la alquería de su paisano, que
Giannuzzo le había dicho que estaba cerca; después dio la vuelta con el coche y
volvió a casa. Aquella historia había acabado para siempre, pensó. Giannuzzo, ahora,
ya no volvería a importunarlo. Sin embargo, la historia no había hecho más que
empezar.
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Dos días más tarde, leyó en los periódicos que Giannuzzo había sido hallado
muerto en la playa, cerca de la desembocadura del Tagliamento. Además, lo habían
asesinado la misma noche en que le había acompañado en coche hasta allí. El médico
había certificado que la muerte se había producido entre las once y la una. Y Roberto
le había dejado precisamente algo después de las once.
Ahora, la policía, al hacer sus investigaciones, daría con él un día u otro. Se
descubriría que él había tenido relaciones con la hermana de Giannuzzo, que éste
había venido de Sicilia para discutir el asunto, y que habían tenido una pelea,
precisamente la noche del crimen; la policía podía llegar al convencimiento de que
fue él quien le había matado.
Muy parecido a su padre, en cuanto a exceso de sensibilidad e imaginación
soñadora, Roberto perdió el dominio de sí mismo. Comenzó a pensar que lo
arrestarían, que todas las pruebas estaban en contra suya, que nunca podría demostrar
su inocencia. En todo caso, lo detendrían, habría un largo período de espera, después
el juicio y, aunque al final lo absolvieran por insuficiencia de pruebas, habría pasado
ya un par de años en la cárcel. Aterrorizado, decidió huir.
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Se levantó, en parte nervioso por la incomodidad del sillón de mimbre —porque
aquel estúpido de Sebastiano no ponía tumbonas— y mucho más por la incoherencia
de aquella historia, pues, cuanto más pensaba en ella, más incoherente la encontraba,
como cuando se quiere desenredar un ovillo enmarañado y cada vez se enreda más.
—Intenta meterte por un momento en la cabeza de los jurados en el juicio: la
noche del crimen, Roberto discute con aquel hombre y lo golpea; y tiene motivos
para odiarlo, porque Giannuzzo, hablemos claro, hacía meses que lo amenazaba, le
sacaba dinero y lo perseguía. ¿Por qué deberían creer los jurados a Roberto cuando
afirma que sólo le ha pegado? Para los jurados, las cosas podrían haberse
desarrollado de una forma muy diferente y más sencilla: nervioso como es, Roberto,
exasperado, cogió el cuchillo de las manos de Giannuzzo y lo mató. Si no se
encuentra a ninguna otra persona que tenga motivos más poderosos para matar a
Giannuzzo, el culpable muy bien pudiera ser Roberto para los jurados. En el fondo —
y papá se detuvo ante ella—, no es extraño que Roberto esté tan excitado. Si no se
encuentra en seguida al verdadero culpable, se arriesga a verse atrapado en un
engranaje muy peligroso.
Mientras miraba a su padre, de pie ante ella, tan pensativo, Michela sentía el
mucho interés que éste tenía por el hijo de su amigo, y lo notaba muy inseguro, él
siempre tan seguro y rápido en sus decisiones. También esto era una señal del peligro
que corría el hijo de Sebastiano.
—¿Y no puedes, con tus hombres, investigar por tu cuenta? Existe un verdadero
culpable y tu equipo puede encontrarlo.
Silvestro Loré pensó que Michela estaba bastante mejor. Ahora, el rostro de la
muchacha no ofrecía aquel aspecto de temor ante la vida que tuviera hasta ahora.
Pues bien, si la historia le interesaba, le hablaría cuanto quisiera.
—De forma oficial no puedo hacer nada —comentó—. Es imposible arrebatar el
asunto de las manos a las autoridades locales para seguirlo yo. Bastantes roces tienen
ya con Roma, que lo centraliza todo, y se trata de un crimen demasiado poco
importante como para que se interesen por él mis colaboradores. De manera oficiosa,
sí podría, por ejemplo, designar a un par de mis mejores hombres para que hiciesen
investigaciones, pero deberían trabajar casi como detectives privados, pues si no,
podría ocurrir un lío burocrático que me destrozaría los nervios.
Por un momento, Michela no le siguió. Aún estaba parada ante el pensamiento
molesto, mucho más que molesto, de que un inocente pudiese ser condenado. «El
engranaje», pensaba. El engranaje burocrático de las circunstancias adversas, de las
apariencias enemigas. Veía una tupida telaraña, con la víctima que se debatía dentro,
y que se enredaba cada vez más. Había escuchado con avidez los relatos de su padre
desde niña, y conocía los mecanismos contra los que no se puede hacer nada. Se
levantó y fue hasta el pretil de la terraza, para contemplar el río que discurría pocos
metros más abajo, verde y silencioso como un canal.
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—Papá, hay que hacer lo que sea para ayudarlo —observó, aunque sabía que
decía algo inútil.
—Haré todo lo posible —contestó su padre mientras se acercaba a ella—, pero
también necesitaría que ese muchacho me ayudase. Por el contrario, complica las
cosas, y esta mañana se ha fugado. Ha venido cinco minutos a casa, ha tomado el
pasaporte, el dinero y le ha dicho al padre que se iba al extranjero. Así, si los
carabineros encuentran su rastro, vienen hasta aquí y saben que ha huido, todo será
peor. Pero él dice que no puede resistir ni siquiera dos días en la cárcel, que está
convencido de que si lo detienen lo condenarán, y hará todo lo posible para no
dejarse atrapar. Se trata de una crisis casi de histerismo. La única esperanza radicaría
en hacerle razonar, pero ahora quién sabe dónde estará.
—Pero, papá, ¿tú no puedes convencerle para que se quede?
—¿Y quién lo ha visto? Llegó esta mañana, tras cuatro o cinco días de dar vueltas
por los alrededores, pensando siempre en que la policía iba a venir a detenerlo. Ha
hablado diez minutos con su padre, que ha intentado retenerlo, y después se ha
largado. Por esto, ahora Sebastiano también tiene una crisis y está en su cuarto
llorando como un niño. A mí, verlo llorar, me pone melancólico. Es un hombre que
pasa de los sesenta años.
Silvestro Loré hizo una caricia a Michela en las mejillas. Lo más importante era
ella. Quería comprobar si estaba verdaderamente un poco mejor y le dijo:
—¿Damos un paseo en coche?
Esperó que ella dijese que sí. Hacía mucho tiempo que respondía que no a
cualquier clase de proposición. Siempre había que forzarla para que saliese de su
cuarto y fuese a aquella terraza; por sí sola se quedaría continuamente en el lugar
donde estaba, encerrada en su angustia.
Y Michela dijo que sí, de forma espontánea, sin dudar, con el rostro ligeramente
acalorado que parecía más relajado, como desde hacía mucho tiempo no lo estaba.
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Pero luego llega la noche, y las cosas son diferentes. Cuando oscurecía, el chalé, tan
aislado, estaba demasiado silencioso. Ni siquiera llegaba el ruido de los coches que
pasaban por la carretera. No había viento que hiciese murmurar las hojas de los
árboles. Parecía como si nada viviese. El tictac del despertador sobre la mesilla de
noche se hacía ruidoso y amenazador. Parecía decir: ahora, ahora, ahora, como si
ahora debiese suceder algo. Y Michela lo escuchó con los ojos abiertos, porque
aquella noche no había querido tomar somníferos. En Roma, en su habitación, incluso
a mitad de la noche, se oía pasos desde la calle, el roce de los neumáticos de los
coches, alguna voz solitaria. Aquí, nada. En Roma, con la luz apagada, se filtraba por
las persianas una luz tamizada procedente de los faroles de la calle. Aquí, nada, el
vacío absoluto, hasta el punto de que debía dejar encendida la lámpara.
A las dos se levantó. No se encontraba mal, no tenía la angustia de otras veces, de
la misma noche anterior; pero seguía inquieta. Los pensamientos son muy diferentes
por la noche. Volvía a presentársele Aligi. Lo que hemos vivido no se puede anular;
el pasado es indestructible. Y los primeros tiempos con Aligi, los primeros abrazos,
aquel aire de ensueño que al principio se da entre hombre y mujer, todo volvía
aquella noche. Había pasado tanto tiempo y tantas cosas que, incluso al recordar
aquellos momentos, no experimentaba un verdadero dolor, aunque sí un sentimiento
de inquietud. La inquietud de no saber si podría vivir de nuevo aquellos momentos, si
tendría corazón, o si su corazón habría sido ya demasiado herido como para poder
creer aún en alguien.
Tenía varias batas colgadas en el armario, pero se vistió con la falda y el pullóver,
porque pensaba salir al jardín, para caminar y cansarse un poco con el fin de que le
viniese el sueño; además, el espacio abierto del jardín le proporcionaba más calma
que las cuatro paredes de la habitación de una casa amiga aunque nueva para ella. Ya
la conocía bien: no era un chalé grande, pues de grande sólo tenía la escalera central,
de mármol, cuyo estilo imitaba las escaleras de las históricas mansiones venecianas, y
el salón de la planta baja, que hacía también las veces de biblioteca. Eso es, pensó:
podría ir a curiosear un poco entre aquellos libros; puesto que había gramáticas y
diccionarios de muchísimas lenguas —eran pocos los idiomas que Sebastiano Arrighi
no hubiese estudiado—, tal vez conseguiría adormecerse leyendo algún estudio
erudito acerca de la lengua gaélica o la céltica. Era preciso alejar el pensamiento del
pasado, de Aligi, la inquietud que le proporcionaba, y las preguntas que nacían en
ella. También podía ir a la cocina en busca de alguna fruta que comer. ¿Por qué no?
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Salió de la habitación sin temor a hacer ruido, pues sabía que en aquella vieja
casa de gruesas paredes cualquier ruido quedaba apagado. Si no conseguía vencer
aquella inquietud, iría a despertar a su padre en vez de tomar calmantes. No sería la
primera vez: papá era feliz cuando ella recurría a él. Habría matado a cualquier otro
que lo hubiese despertado, pero no a ella. Se despertaba en seguida, encendía
rápidamente un cigarrillo, le hablaba y le daba una inmediata sensación de
protección, dijese lo que dijese. Pero quizá no fuese necesario; quizás aquella vez se
las apañaría sola.
El hueco de la gran escalera estaba oscuro e iba a encender la lámpara que desde
arriba iluminaba los dos pisos, cuando vio que, en la planta baja, aún salía luz del
salón biblioteca. A aquella hora era difícil que Sebastiano estuviese en la biblioteca.
Y, además, durante aquellos días, debido al asunto del hijo, no se ocupaba de los
libros porque no se encontraba bien.
No tuvo miedo. No tenía miedo de las cosas materiales: sólo temía sus
pensamientos y angustias. Pensó que, por olvido, se había quedado encendida la luz
del salón. Dio al interruptor de la lámpara que iluminaba la escalera en espiral y
comenzó a bajar. Los altos tacones de sus zapatos repiquetearon nítidamente en
medio del silencio, sobre los escalones de mármol, a los que en verano se les quitaba
la alfombra. Casi había llegado al final de la escalera, cuando, de la puerta abierta del
salón, salió un hombre. Marchaba con pasos largos y rápidos, como si corriese o
huyese. Al verla, se detuvo de golpe, con el movimiento brusco de un mecanismo que
se bloquea.
También Michela se detuvo, con una mano apoyada en la ancha barandilla de la
escalera. Ya lo había visto antes. Era el joven que, por la mañana, discutiera con Al
cuando éste le interceptaba el paso con su automóvil. Llevaba otro traje más grueso,
pero era él. Había pocos hombres que tuviesen unos cabellos tan claros. Pero, más
que por esto, podía decir que le había reconocido por la descripción de papá: un
gallito que movía altanero la cabeza en todas las direcciones, y que caminaba
nervioso y erguido hacia delante y atrás. Incluso ahora que estaba parado y que la
miraba en silencio, había como un continuo vibrar en aquella inmovilidad; daba la
sensación de que, de un momento a otro, saltaría hacia un punto cualquiera.
Y, en efecto, se aproximó a ella con grandes pasos y se detuvo otra vez de golpe.
—¿Es usted Michela? —preguntó.
—Sí.
Michela acabó de bajar las escaleras y le tendió la mano.
—Y usted es Roberto.
Él no parecía contento del encuentro, y el nerviosismo de su rostro lo dejaba
traslucir. No era un rostro: era un libro. Cualquiera podía leer en él; la mirada, el
pestañear, los movimientos de los labios parecían traducir todo lo que pensaba y
sentía.
—Iba hacia el jardín porque no conseguía dormirme.
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Michela intentaba explicarle su presencia, para que no pensase que se disponía a
salir a aquella hora, al verla vestida así.
—No se consigue dormir en esta casa. Hay demasiado silencio —dijo él.
Encendió un cigarrillo. Es decir, en un instante, casi sin que Michela pudiese ver
cómo lo había hecho, sacó el paquete del bolsillo, el cigarrillo del paquete y lo
encendió con una cerilla. Pero a pesar de la rapidez, sus movimientos eran
armoniosos, no daban en absoluto la idea de que se apresurase a causa de los nervios:
en él eran naturales. Hasta el punto de que la presencia de la muchacha no le producía
agitación alguna; es más, la inquietud de un principio se estaba calmando.
—Creí que yo era la única que pensaba así —le dijo—. Normalmente, la gente
duerme bien cuando hay silencio.
—Esto no es silencio. Oiga. —Calló un instante, para hacerle comprender que no
era silencio—. Esto es la nada, ¿lo oye? Uno parece estar en la nada y convertirse en
la nada.
Michela se dio cuenta de que le había explicado en pocas palabras —que parecían
tan sencillas— la sensación de angustia que experimentaba cuando el silencio era tan
completo: parecía estar y convertirse en la nada. En efecto, bastaba con dejar de
hablar para que el silencio oprimiese, y ahora había habido una pausa.
—Por lo menos, en el jardín se siente correr el agua de la fuente —dijo él.
Era un poco más bajo que la muchacha, si bien es cierto que ésta llevaba zapatos
de tacón alto. La miraba tenso, como era todo él, como si siempre estuviese a punto
de decirle alguna cosa importante y tratase de llamar su atención.
—Además, mire lo demás —indicó la escalera, los cuadros que colgaban de las
paredes de ésta, los mármoles en pequeños rombos blancos y negros del suelo del
vestíbulo en que se encontraban, y el enorme arcón cerca de la puerta que daba al
jardín.
—Gustos de papá. Todo esto es bello; tiene espíritu para estas cosas. Pero es un
museo y aquel arcón un ataúd. Mire.
—No me asuste ahora —respondió Michela.
Pero sonrió. No estaba asustada. Incluso ahora no escuchaba demasiado. De
improviso, al mirarle, había pensado en toda su historia, en el hombre muerto en la
playa, en él que huía porque le podían detener. Ahora que lo tenía allí delante, aunque
sólo desde hacía pocos minutos, comprendía el porqué de que quisiese huir. Daba la
sensación de alguien que siempre desea huir, por cualquier razón, porque todo debía
de herirlo, irritarlo, atemorizarlo. Esto es; quizá se pareciera más a un potro que a un
gallo, un potro asustadizo, que endereza siempre las orejas, con los jarretes siempre
listos para dispararse.
—Perdóneme, tiene razón —repuso él.
Y tiró al suelo el cigarrillo, que sólo había fumado a medias; no lo aplastó con el
pie; sólo permaneció un instante mirando dónde caía.
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—En esta casa, y a esta hora, uno se puede asustar fácilmente. Le haría compañía,
pero debo irme. Si quiere, puede encontrar ayuda con el tocadiscos. ¿Sabe dónde
está? Venga.
Fue directo hasta el salón y ella se vio obligada a seguirlo.
—Mire, está en la estantería y en ese cajón se encuentran los discos… ¿O ya lo
sabía?
—No, no sabía que aquí hubiese un tocadiscos.
No lo había pensado nunca.
—No sé si le gustarán —siguió él—. Son cancioncillas de moda que sólo gustan
un día y luego, al siguiente, hacen reír. No tengo gusto musical, y tal vez no tenga
gusto para nada.
Era armonioso incluso con su hablar rápido, excitado, pues la voz seguía siendo
suave y baja.
—He gastado Morgen de tanto ponerlo.
Era muy diferente de la voz gritona, como un ladrido, que le oyera por la mañana,
cuando le gritaba a Al porque le interceptaba el camino. Debía de ser la voz que
utilizaba con las mujeres, pensó. Los hombres tienen una voz para hablar con los
hombres y otra cuando hablan a las mujeres. Pero no es que pensase verdaderamente
en estas cosas; las sentía de forma vaga, femenina, por el aire de intimidad —de
pronto se fijó también en esto— que creaban entre ambos las altas horas de la noche,
el gran salón con dos paredes completamente llenas de estantes repletos de libros, y
las tres ventanas alargadas y estrechas, casi como de un castillo.
—Buscaré algún libro —le dijo.
—¿Allí? —respondió el potro, señalando con la mirada los estantes—. Si es
capaz de encontrar alguna cosa legible… Lo más fácil y divertido debe de ser la
historia de las lenguas ugrofinesas, naturalmente en alemán.
No sonreía ni siquiera cuando bromeaba.
Mientras él hablaba, Michela vio que relucía algo en una parte del salón: un brillo
suave. Volvió la mirada, y sobre la gran mesa oval situada en medio del salón vio un
gran número de discos amarillos desparramados por su superficie. «Monedas», pensó.
Era como si las hubiesen volcado de un saquito sobre la mesa. Sólo había visto tantas
juntas en las películas, en especial en los dibujos animados de Mickey Mouse. No
dijo nada, pero él había seguido su mirada y, aunque calló, en aquel libro de páginas
abiertas que era su rostro, se leyó una expresión de descontento, de rabia contra sí
mismo. Después él, sin hablar, tomó una bolsa de piel que había encima de una silla y
metió en ella todas las moneditas de oro, que hicieron un ruido sordo, blando,
apagado, aunque amplificado por las dimensiones del ambiente.
—Debo irme —comentó.
El rostro bronceado se había puesto de un color ligeramente más oscuro porque
había enrojecido. Le tendió la mano. Parecía como si le hubiesen descubierto en
alguna cosa que quería mantener en secreto. Michela veía todavía al hombre muerto
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en la playa; pensó que él debía tener continuamente en la mente la imagen de aquel
hombre.
Le estrechó la mano de modo indeciso. Pensó que quería hablar, pero que no
encontraba palabras. Por las angostas ventanas abiertas no penetraba aire, luz ni
sonido alguno: era como si estuviesen abiertas sobre la nada. Él ya se había apartado
de Michela y, sosteniendo la bolsa con las monedas de oro, se disponía a salir del
salón.
—Oiga —le interpeló la muchacha.
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Él se volvió rápido, como una máquina obediente y veloz después de haber apretado
un botón. La miró, pero ella callaba, porque aún no tenía palabras. Es más: se hallaba
confusa por haber dicho aquel «Oiga», casi no recordaba por qué. Pero sentía que
debía hablar.
—Diga —respondió él, fríamente, de forma burocrática.
Bajo la intensa luz de la gran lámpara, ella no lograba comprender de qué color
exacto eran aquellos ojos. Eran oscuros, aunque no castaños, de eso estaba segura.
Tal vez violetas. Pero ¿por qué pensaba en esas cosas en vez de responderle?
—… Nada —añadió aturdida ante la mirada de Roberto.
Él la contempló durante un instante. Su rostro decía que no le creía y que le
fastidiaba; pero calló y dio la vuelta para salir. Sin embargo, antes de llegar al
vestíbulo, se volvió otra vez y de repente regresó al salón. Depositó de un modo
brusco la bolsa en la mesa.
—No —dijo. Su nariz pequeña se le dilató un poco, bajo el impulso de la cólera
—. Usted tiene algo que contarme y no me lo quiere decir.
La voz era menos grave que antes; mostraba ya las inflexiones neuróticas que
tuviera por la mañana con Al, pero la expresión del rostro y las palabras eran tan
leales que Michela no sintió temor. Aunque había tenido miedo de todo hasta aquel
día, ahora ya no lo tenía. Las palabras que debía decir comenzaron a nacerle dentro,
como en otros tiempos lejanos, antes de que apareciese Aligi, cuando sabía siempre
lo que debía hacer o decir.
—Tal vez —observó— se trate de cosas que usted dirá que no me incumben.
Comprendió que podía hablarle con lealtad, como él le había hablado.
En un instante, él había encendido otro cigarrillo y se volvió de espaldas. Pero no
salió: anduvo hasta el fondo del salón; caminaba despacio, de un modo extraño,
dominado, como un potro al que se le hubiera tascado el freno con fuerza.
—Era lógico —comentó, poniéndose delante de Michela; ahora parecía sufrir—.
Mi padre les habrá contado a todos la historia; dentro de poco irá a contársela incluso
al brigada de los carabineros, aquí, en Latisana, para pedir consejo. ¿Se ha dado
cuenta de que los viejos piden consejos a todo el mundo? Ellos, que debieran saber
mejor que nadie qué deben hacer o no hacer, porque han vivido mucho, van por ahí
limosneando consejos a los demás.
Se sentó sobre la mesa con un leve salto y la miró paciente y nervioso a un
tiempo.
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—Yo no necesito consejos, se lo digo de antemano. Pero ahora debe usted
decirme lo que había pensado contarme.
Era poco amable, pero Michela se percató de que ya no se encontraba mal; no
tenía la angustia que antes la había impulsado a salir de su habitación, y aquel leve
matiz de descortesía en el tono de voz de Roberto no la impresionó. Hasta empezaba
a sentirse fuerte: ¿desde cuántos milenios no experimentaba aquel deseo de
reaccionar, de combatir?
—Precisamente era un consejo lo que quería darle —le respondió, mientras le
miraba fijamente. No sabía cómo reaccionaría, pero acabó la frase—. El de no huir.
Él se bajó de la mesa y dio una vuelta a su alrededor; anduvo hacia la nada que se
veía por las ventanas y luego volvió atrás, y se sentó de nuevo sobre la mesa. Sus
movimientos aún eran lentos; era como si viese dentro de su frente a aquel hombre
tendido en la arena, muerto; y era aquella imagen la que enlentecía los gestos de
Roberto, pensó Michela.
Ahora, la voz ya no era explosiva, sino dolorida, como su rostro.
—Usted cree en la ley, ¿verdad? En la justicia. También mi padre cree, y el suyo.
Hay una infinidad de gente que cree en ella. Pero yo no. Creo en los hechos. Mire
esta casa: dentro de tres años, mi padre no podrá pagar los impuestos y se la comerá
el fisco, y con más de sesenta años se encontrará por ahí sin casa y sin dinero. Todo
porque ha perdido un pleito con su hermana, un pleito sobre una herencia. Mi padre
tenía razón y su hermana no. En el testamento del abuelo estaba escrito que la casa y
el patrimonio en dinero eran para papá, mientras que su hermana se quedaba con la
tierra. Pero el pleito lo ha ganado la hermana, y así se ha quedado con la tierra y el
dinero, y sólo le ha dejado esta casa que cuesta en impuestos más de lo que vale.
Incluso ante este razonamiento ingenuo, Michela sintió que ella era la más fuerte.
Como si fuese más adulta y comprendiese mejor las cosas.
—Esto no tiene nada que ver —respondió. Sin darse cuenta, comenzó a hablar
como si se estuviese dirigiendo a un muchacho: indulgente pero con firmeza—. Si
hablamos en general de lo justo y de lo injusto, no acabaremos nunca. Usted debe
pensar en sí mismo, en su caso particular.
—Y quedarme aquí a esperar a que venga a detenerme la policía —respondió él,
en voz baja, pero con tosquedad y con la mirada furiosa. Arrojó el cigarrillo y
contempló su caída—. Ya ha estado dando vueltas por aquí esta mañana.
La miró como si de repente recordase algo; se bajó de la mesa y le dijo con voz
cambiada:
—Pero ¿no es usted la muchacha que esta mañana estaba en el coche de aquel
policía?
Michela sonrió.
—Sí.
También ella le recordaba.
—¿Y conoce usted a aquel policía?
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—Bastante.
El potro pareció morder el freno que lo retenía; se fue otra vez hasta el fondo del
salón y volvió raudo.
—Entonces usted sabe qué hacía la policía alrededor de mi casa. Tal vez la ha
avisado.
—No, no. Nadie la ha avisado ni la avisará.
—Y entonces, ¿por qué estaba aquí aquel policía?
—Porque hablaba conmigo —contestó Michela—; somos amigos y nos hemos
encontrado cuando yo salía del chalé.
Él la miró con fijeza.
—No creo en los encuentros casuales —siguió—. ¿Por qué su amigo policía
estaba precisamente aquí, en torno a mi casa? Tal vez usted se lo ha encontrado, pero
es muy probable que él estuviera aquí por algún otro motivo.
Michela no le respondió en seguida; dio también algunos pasos por la sala.
—Creo que a usted le ha trastornado mucho este asunto —dijo con sincera
amistad—. Ve policías y guardias por todas partes. Aquel amigo mío estaba
precisamente delante de su casa porque en la carretera hay una gasolinera y estaba
llenando el depósito, no porque la estuviese vigilando.
—Pero me ha pedido la documentación.
—Se la ha pedido porque usted le ha gritado e incluso le ha puesto las manos
encima —explicó paciente Michela—. Y se la ha pedido porque yo estaba con él y no
quería hacer una escena con una mujer al lado, para no asustarme. Si no hubiese
estado yo, no le habría pedido la documentación para tranquilizarle, sino que le
habría calmado de otro modo.
Ella sonrió, pero él no. Sin embargo, pareció que se quedaba convencido. El
rostro no se le serenó, aunque la mirada ya no estaba tan descompuesta ni
aterrorizada como antes.
—Tengo sed —observó Michela luego—. ¿Habrá algo de beber en la cocina?
Se lo dijo también para apartarle un momento del obsesivo pensamiento que le
angustiaba.
No obstante, él le respondió con rapidez:
—Sí; venga, yo también tengo sed.
A través de varios pasillos y habitaciones llegaron a la cocina, que daba al huerto
de detrás de la casa. Desde éste, les llegó el gruñido desganado de un perro. Michela
lo conocía; era un viejo can mestizo que Sebastiano Arrighi se obstinaba en
considerar perro guardián y que, por el contrario, se pasaba el día y las noches
enroscado y durmiendo.
—Calla, estúpido —le mandó Roberto—. Y al oír la voz de uno de sus amos, el
perro dejó de gruñir.
En el frigorífico había leche, zumo de fruta en lata y melocotones. La cocina era
antigua y sosegante; la única cosa nueva era aquel frigorífico, que desentonaba entre
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la cocina de leña, la artesa, la gran alacena y la lámpara con contrapeso, para poder
subirla y bajarla como se quisiese. Él la bajó, de forma que la luz caía un poco por
debajo de sus caras.
Los dos bebieron leche, sin hablar, de pie. Las dos ventanas estaban abiertas de
par en par, sobre la nada, un fondo oscuro en el que la luz de la lámpara no conseguía
penetrar. Sin embargo, llegaba algo vivo de aquella nada: el olor del huerto, un olor
suave y seco. En la cocina se sentía mayor serenidad que en el salón demasiado
austero.
Mientras movía con nerviosismo el vaso vacío, Roberto se sentó ante la mesa
cubierta con un mantel floreado. Le había empezado a sudar la cara, como por la
mañana, cuando tenía el rostro empapado de miedo al oír la palabra policía. Después,
de repente, explotó con sorda violencia, sin elevar la voz, pero furioso.
—Es fácil dar el consejo de no huir. Debería quedarse usted aquí, un día y otro,
hora tras hora, a esperar a que vengan a detenerla y meterla en la cárcel por un delito
que no ha cometido.
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Usted habla como si ya le hubiesen condenado. Esto no es razonable.
—¡Oh, escuche! —se encogió de hombros—. Usted no le está hablando a un
niño. Si yo estuviese en el puesto del jurado no podría hacer otra cosa que
condenarme. ¿Le han explicado bien cómo se han desarrollado los hechos? Desde las
nueve y media de la noche hasta las once, aquel siciliano y yo estuvimos aquí, en el
jardín de la villa, dándonos de puñetazos. A las once, le acompañé a su casa, allá, en
Lignano, cerca de la playa, y a las once y media fue acuchillado. ¿Quién puede
haberlo matado? Yo. Yo me he peleado con él; yo he tenido motivos para librarme de
él para siempre; yo lo he visto por última vez pocos minutos antes de que lo
asesinaran. ¿Y cómo puedo demostrar que no he sido yo? ¿Diciendo a los jurados que
soy un buen chico honesto, incapaz de matar?
Tenía razón, pensó ella, pero no del todo.
—Antes de que se llegue al juicio —observó— deben suceder muchas cosas.
Ante todo, deben encontrar las huellas que los conduzcan hasta usted. Puede ocurrir
que primero encuentren el rastro del verdadero asesino y que, entonces, nadie se
ocupe de usted.
Roberto se había sentado a horcajadas en la silla. Tal vez la tranquila insistencia
de Michela al querer ayudarle debilitaba su terquedad. Pero dijo con amargura:
—Meras esperanzas. ¿Cómo se hace para vivir sólo de esperanzas? Naturalmente
puedo esperar a que encuentren al asesino de aquel pobrecillo, como puedo esperar a
que me toquen cien millones a la lotería, pues tengo un décimo. Pero ¿qué modo de
vivir es ése?
—No lo sé. Pero puede ocurrir que sea peor vivir sin esperanzas.
Con un ademán de fastidio, él dijo:
—Hemos vuelto a los discursos filosóficos. No me importa nada la filosofía. Sólo
me importo yo.
Aquel tono molesto irritó a Michela. ¿Por qué estaba tan seguro de sí mismo? ¿En
qué medida se creía superior a los otros pobres hombres que se arrastraban?
—Si, en verdad, se preocupara tanto de sí mismo, se quedaría aquí, en su casa —
le habló casi con frialdad, como con alguien con quien no se puede razonar—. Usted
no ha tenido en cuenta lo que sucederá si la policía viene aquí y ve que ha huido.
Además de las otras sospechas que ya pudieran tener sobre usted, creerán haber dado
con la prueba de que el culpable es usted, precisamente porque se ha escapado. Trate
de pensar objetivamente y no sólo porque se vea impulsado por el terror a acabar en
la cárcel.
Durante un momento él se quedó inmóvil, afectado, más por la fría voz de
Michela que por su razonamiento. Después, comenzó a tamborilear con los dedos en
la mesa, que debido al mantel no producían ningún ruido: sólo se veían los largos
dedos que golpeaban nerviosos, siguiendo un ritmo, un tema secreto que sólo él oía.
—Usted, y todos los demás, pueden pensar objetivamente porque se encuentran
fuera de esta trampa. Yo no. Papá me ha dicho las mismas cosas que me dice usted y,
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por lo demás, hasta yo me las he repetido. Y me ha contado también que su padre
puede hacer mucho por mí…
—Es verdad —respondió en seguida Michela, esperando haber encontrado un
motivo para retenerlo, para calmarlo—. Hoy hemos hablado mucho papá y yo. Se
cuidará de que hagan investigaciones especiales desde su oficina, con los mejores
agentes. Alguien debe haber matado a aquel hombre y ese alguien no puede haber
desaparecido como un fantasma: lo encontrarán, y tal vez antes de que puedan
culparle a usted.
Al cabo de un rato, él se levantó, sin haberle respondido nada. Se acercó al
frigorífico, tomó una lata de zumo de fruta y vertió su contenido en un vaso. Lo bebió
despacio. Así, de pie, con la lámpara baja, que le mantenía el pecho y la cabeza
sumidos en la sombra, ella no podía verlo bien, pero le pareció —lo deseó— que le
había hecho recapacitar un poco. Después, en silencio, él salió de la cocina. Michela
oyó el ruido de los pasos que se alejaban y se apagaban gradualmente. No podía
haberse ido así, estaba segura. La muchacha pasó algunos minutos ante el seco y
suave olor del huerto que penetraba por la ventana. Después se oyó el gruñido de un
perro. ¿Por qué se quejaba molesto? Un segundo más y comprendió el porqué: oyó el
estruendo de un coche que se ponía en marcha, tan cerca del chalé, que sólo podía ser
el de Roberto.
Entonces volvió al salón. Le costaba creer que se hubiese ido. No había nadie; las
luces estaban todas encendidas. En el suelo vio la mitad de un cigarrillo que él había
tirado antes. La puerta de entrada que daba al jardín estaba abierta de par en par.
Cuando estuvo en el jardín, oyó el borboteo de la fuente. Incluso la puerta de la verja
del chalé estaba abierta. Sobre uno de los dos pilares de la verja, la luz iluminaba
soñolienta el camino que conducía hasta la carretera. Le pareció percibir aún un vago
resto de olor a gasolina.
Y un instante después se sintió de nuevo sola y débil. El jardín se hizo a su
alrededor cada vez más grande, oscuro y amenazador. Tan grande, a medida que
pasaba el tiempo, que comenzó a comprender que no tendría fuerzas para atravesarlo
de nuevo. Agorafobia. Y al fondo, escondido entre los árboles, el chalé con todas las
ventanas oscuras, excepto la luz —izquierda— de la entrada, se le convirtió en un
castillo antiguo, hostil, poblado de seres abominables escondidos detrás de los muros,
que la esperaban. Comprendió que antes de encontrarse demasiado mal debía hacer
un esfuerzo para desclavarse de allí, de su terror, y llegar a la habitación de su padre,
pues de otro modo le estallaría el corazón. Logró moverse, aunque le parecía que era
de piedra, como si tuviera que mover una estatua. Se dirigió hacia el chalé, al
encuentro de aquellos seres hostiles que la aguardaban. Olvidó cerrar la verja, y entró
en la villa. La luz del amplio vestíbulo le produjo aún más miedo; después le
atemorizaron las escaleras oscuras, y el esfuerzo de la subida aumentó los latidos de
su corazón.
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La puerta de la habitación de su padre estaba cerca de la suya y nunca se
encontraba cerrada con llave: le bastó dar la vuelta al picaporte y encender la luz,
antes de que la angustia la paralizase del todo. El padre se despertó con la luz y se
sentó en la cama; tenía el pijama rojo abierto sobre el pecho cubierto de vello gris, y
ella cayó casi entre sus brazos.
—Tengo miedo —dijo. Inmediatamente después, al ver que los ojos de su padre
empequeñecían por el sufrimiento, añadió—: No es nada, es lo de siempre.
Trató de sonreír.
Silvestro la rodeó con sus brazos, le sostuvo los hombros con sus anchas y fuertes
palmas, y entonces ella, como otras veces, sin motivo, comenzó a llorar. Los oídos le
zumbaban; la angustia se le anudaba cada vez más fuerte en la garganta. Pero ahora
estaba su padre.
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—Hay un ómnibus —comentó el jefe de estación—. Está en la carretera y sale
dentro de un cuarto de hora.
—Ah —respondió la muchacha.
Intentaba decir que no veía el ómnibus.
—Salga de la estación —siguió el hombre—, y allí afuera está el ómnibus.
También por gestos, ella comprendió, pero no se dirigió a la salida. Puso la maleta
al sol, la cual pareció un globo incandescente, una masa de metal fundido, y del bolso
que llevaba en la otra mano sacó una esquela.
—Lea aquí, lea aquí dónde debo ir.
Tenía ademanes violentos, pero sinuosos, procaces. No aparecía la menor huella
de sudor en el rostro: debía de estar acostumbrada al calor. El papel estaba muy ajado,
liso donde había estado plegado. Es posible que datara de varias semanas atrás, tal
vez de meses; la escritura con lápiz, aunque estaba medio borrada, era grande y
legible.
El jefe de estación leyó: «Giovanni Masetta, en casa de Pappalettera, Lignano
playa, cerca del camping Tagliamento».
—Sí —dijo.
Devolvió el papel a la muchacha y los ojos alegres y maliciosos de ella le hicieron
recordar unos años atrás, una noche en el pinar, con una muchacha así, una gran
noche; ahora estaba casado.
—Usted debe ir a Lignano. Cuando esté en Lignano, donde para el ómnibus,
pregunta. ¿Ha comprendido?
Lo dijo abandonándose un poco a su cantilena veneciana, es decir, con dulzura,
una dulzura insólita cuando estaba de servicio, pero que le había salido sin pensar
ante aquellos ojos tan grandes y húmedos de mujer que sólo parecían mirarle a él. La
frase molestó a la muchacha, una frase que era nueva para ella, casi ofensiva, como si
no fuese capaz de comprender.
—Comprendo —respondió, levantando un brazo y con el rostro endurecido.
Agarró la maleta, que parecía estar al rojo vivo a causa del sol, y se alejó para
salir de la estación, con su mórbido andar, para que él pudiese darse cuenta de lo que
había perdido al convertirla en su enemiga, por haber pensado que ella no entendía el
italiano. Pero, tras algunos pasos, se volvió y su rostro sonreía aún invitador:
—¿Allí? ¿El ómnibus está allí?
El jefe de estación la alcanzó y la acompañó hasta la carretera. En un
ensanchamiento de la calle, a la sombra de los árboles, estaba parado un autocar con
pocas personas dentro, inmóviles como maniquíes, porque el menor movimiento
acarreaba calor y sudor. Pero ahora ya no veía lo bella que era la muchacha. Un
nombre le daba vueltas en el cerebro, como una luciérnaga en la oscuridad, que se
enciende y se apaga, y que le produjo una curiosidad más fuerte que cualquier otro
instinto; el nombre que había leído antes en el papel: «Giovanni Masetta». Cuanto
más tiempo pasaba, más seguro estaba de que aquel nombre, antes de leerlo en la
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esquela que le había entregado la muchacha, lo había leído en el periódico. Era el
nombre del joven que habían encontrado muerto en la playa, hacía pocos días.
Giovanni Masetta. Estaba seguro.
—¿Va a Lignano? —inquirió la muchacha, señalando el autocar.
Le bastó el gesto de asentimiento del jefe de estación para dirigirse al autocar y
subir a él, sin mirar más a aquel hombre. Había subido la península dirigiéndose sólo
a los hombres; se valía de aquella especie de aureola de feminidad que la rodeaba por
completo, y que cada vez le era más útil a medida que iba hacia el Norte. Es decir,
hasta Calabria se había dirigido a las mujeres, porque los hombres, allá, era mejor
dejarlos; la menor petición de ayuda hubiera sido como una invitación directa, y ella
no tenía en el pensamiento invitar a nadie. Pero, a partir de Nápoles, la información
sobre si aquél era el tren exacto, el vaso de papel con café caliente e incluso la revista
ilustrada prestada para leer un poco, siempre se lo había pedido a los hombres. Y a
medida que más se adentraba el tren por el continente, y subía hacia el Norte, más
parecía aumentar su poder sobre los hombres, y más serviciales y menos peligrosos
eran éstos. El más peligroso había sido uno que le ofreció una notable suma de
dinero, que a ella le habría bastado para vivir un mes, si se hubiese bajado con él en
Bolonia. Pero había sido suficiente el volverle la espalda.
Y allí, en el ómnibus, para estar más segura, se sentó en el asiento de detrás del
conductor, un joven con el guardapolvos amarillo desabrochado, con la camisa
abierta, el pecho lleno de regueros de sudor y la gorra de visera sobre las rodillas.
Éste, mientras fumaba, la seguía con los ojos desde que subió y, a través de las
volutas de humo azulado, se comprendía en qué estaba pensando. En seguida le
preguntó si el autobús iba a Lignano y el joven dijo que sí, pero se veía claro que le
hubiera respondido que sí aunque ella le hubiese preguntado si el ómnibus iba a
Tarento, sin hacer caso alguno de la pregunta.
—Aquí —añadió la muchacha; sacó el papel del bolso y se lo dio a leer—. Yo
voy aquí.
El joven conductor leyó el papel, como quizás hubiera hecho cualquier otra cosa
que le hubiese encomendado.
—«Giovanni Masetta, en casa de Pappalettera, Lignano playa, cerca del camping
Tagliamento».
Le devolvió el papel. Hacía demasiado calor y ni siquiera había comprendido por
qué debía leerlo, ni qué había leído.
—Sí —dijo.
Jamás le hubiera contestado que no.
Tranquilizada al saber que el autocar iba precisamente a Lignano, la muchacha se
abandonó en el liso asiento que parecía conservar el calor de varios días. El conductor
miró la maleta de aluminio que se hallaba a sus pies. Le recordaba el servicio militar;
ya lo había hecho, por suerte, aunque, en el fondo, habían sido buenos tiempos: se
conocía a muchachas como aquélla y no había que pensar en nada. Los jefazos con
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cordoncillos dorados que mandaban en el cuartel eran los que se ocupaban de todo.
Durante algunos instantes revivió sus meses de militar. Después se levantó; ya era
hora de salir. Agarró la maleta de la muchacha y la puso en la redecilla. Trató de
recordar la dirección que había leído en el papel. Tal vez allí podría volver a pescar a
la muchacha, en cuanto acabase el turno. Le había quedado impreso «Pappalettera», y
luego, ah, sí: «Camping Tagliamento».
La muchacha le sonrió agradecida por lo de la maleta.
—Voy a ver a mi hermano —comentó en voz baja, como un secreto entre ellos
del que los otros viajeros, maniquíes petrificados por el calor, no tenían por qué saber
nada.
Le contestó otra vez sí. Dudaba si preguntarle en seguida si podía volver a verla.
Desde luego, no sería una colegiala si movía los ojos de aquella manera. Pero pensó
que aún era pronto; lo mejor era no asustarla. De improviso recordó el nombre que
había leído en el papel liso y ajado por las muchas veces que había sido doblado y
desdoblado: «Giovanni Masetta». Había sucedido precisamente en Lignano, cerca del
camping. Desde hacía una semana, el periódico hablaba de ello. También él había ido
a la playa a ver dónde habían matado al muchacho siciliano. Y se llamaba
exactamente Giovanni Masetta. Se había hablado mucho por allí del asunto.
Pero era la hora de partir; su compañero ya repartía los billetes. Echó una ojeada
tímida a la muchacha antes de darle la espalda y sentarse al volante. Vio que los
grandes ojos negros brillaban para él un instante, y cerró la portezuela mientras
pensaba si la muchacha iría en busca de su hermano porque le habían avisado de que
estaba muerto, o si aún no lo sabía. No debía de saberlo, pensó poniendo el motor en
marcha: estaba demasiado tranquila.
Cuando el vehículo comenzó a correr, por las ventanillas abiertas, en vez de aire
fresco, entró algo viscoso que se asemejaba más a agua caliente en movimiento. Pero
la muchacha seguía con el rostro seco, los labios húmedos y los ojos vivos, sin
somnolencia.
—¿Está lejos? —preguntó al chófer, curvándose hacia el asiento de éste. Él sintió
que una mano de la muchacha casi se apoyaba en su hombro.
—No, algo más de un cuarto de hora —le respondió él, mientras conducía por la
recta carretera que atravesaba la llanura seca a causa del sol y que llegaba al mar.
—Y después, ¿dónde debo ir? —añadió ella, inclinada aún sobre el conductor,
que sintió la respiración de la muchacha en el cuello.
—Eh —dijo él—, eh…
Debía de ser la hermana, como había dicho. Era siciliana como aquel joven.
—Cuando lleguemos, ya se lo indicaré —dijo.
Claro que, si no sabía que habían matado al hermano, sería un gran golpe.
Una vez tranquilizada de nuevo, volvió a reclinarse en el asiento y contempló el
paisaje; éste era demasiado llano y descolorido, incluso con aquel sol, comparado con
los colores y la luz que sus ojos estaban acostumbrados a ver desde que naciera, y
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comenzó a mirar al conductor por el espejo retrovisor. El muchacho le echaba de vez
en cuando una ojeada por el espejo y le remordía el deseo que sentía de preguntarle si
podría volver a verla; la pobre muchacha no se esperaba lo que iba a encontrar, de lo
que se enteraría en cuanto llegase. Después pensó que tal vez ella, aparte del hermano
—que ya no existía—, no tendría a nadie, que se encontraba sola a más de mil
kilómetros de su tierra. Se notaba que iba al Norte por primera vez y que quizá
tuviese necesidad de algo. A lo mejor era un pensamiento hipócrita, es probable que
le gustase decir a los amigos que conocía a la hermana del joven que habían
encontrado muerto en la playa. Pero también había algo de sincera compasión por
ella.
—¿Se detiene en Lignano para pasar las vacaciones? —le preguntó al fin, durante
la primera parada que hizo para que bajase una mujer gorda con un cesto de
albaricoques en los brazos.
—Voy a ver a mi hermano —comentó la muchacha.
Sí, eso ya se lo había dicho. Se puso de nuevo en marcha, pero antes cogió una de
las tarjetas de la compañía de los autocares que tenía en el bolsillo y se la pasó,
volviéndose un poco hacia ella.
—Si necesita algo, puede telefonear aquí —le dijo—. Basta con que pregunte por
Giovanni. Soy yo.
Por suerte, su compañero estaba al fondo y les volvía la espalda; de este modo no
podía burlarse de él.
—Se llama Giovanni, como mi hermano —comentó la muchacha; se hizo la
ingenua más de lo que era necesario, pero le había gustado la fútil coincidencia. La
suerte se ve incluso en las cosas pequeñas, un nombre igual a otro.
—Acabo por la tarde a las ocho —siguió el joven.
No le hizo gracia pensar que se llamaba como aquel muerto.
—Ah —respondió la muchacha, levantando el rostro.
Había tomado la tarjeta, pero comprendía que ahora debía trabajar menos con los
ojos; intuía que incluso en el Norte no debían ser de piedra. La tarjeta siempre
serviría, con uno que trabaja en los ómnibus, que puede ser útil para muchas cosas.
Pero basta. Y, además, ahora que iba a estar de nuevo con Giannuzzo se repetiría el
cuento de no dejarla salir por la noche, aunque ella nunca se había preocupado
demasiado.
—Incluso si yo no estoy —dijo el conductor (ella pensó que era un muchacho
aseado y amable), mientras se volvía un poco hacia ella, aunque hubiese podido
conducir con los ojos cerrados—, puede dejar dicho dónde se encuentra, o si necesita
alguna cosa. En cuanto esté libre, iré en seguida.
La muchacha levantó de nuevo la cara. Parecía que lo espoleaba, pero no dijo
«ah».
Tras un instante respondió:
—Yo no salgo por la noche, mi hermano no quiere.
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Y, en el esfuerzo de hablar bien el italiano, se traslucía la simpatía que sentía
hacia él.
El hermano. El joven se volvió de espaldas para no verla. Que ella hablase así del
hermano, creyéndolo vivo, le producía un nudo en la garganta. Ya no pensaba en que
era una bella muchacha y en los días en que hacía el servicio militar. Ahora sólo
pretendía ayudarla. Ya habían llegado, allí estaba el poste con la señal de parada cerca
del camping Tagliamento. Había dos extranjeras con pantalones cortos que esperaban
para subir. Detuvo el vehículo y abrió la portezuela.
—Oiga, señorita —dijo a la muchacha en voz baja. Sentía como un nudo en la
garganta, que le apretaba al mirarla—. Debe apearse aquí. Tome su maleta y baje.
Pero, si me espera diez minutos, vuelvo y le acompaño a donde deba ir.
La muchacha le miraba; contemplaba la portezuela abierta y a las dos extranjeras
sin caderas que subían; miraba la maleta que tenía encima de la redecilla, y no
contestó. Había comprendido, porque estaba atenta a la forma de hablar de aquella
gente, pero no respondía.
—Mire —siguió él—, si se va sola, perderá media hora buscando ese sitio; por el
contrario, si me espera, vuelvo en seguida y lo buscamos en un momento.
Sin pensar que para él sería un lío encontrar a alguien que le sustituyese, quería
acompañar a aquella muchacha y estar cerca de ella cuando se enterase de que habían
matado a su hermano. Ya no pensaba siquiera en la vanidad de decir que conocía a la
hermana del famoso muerto de la playa; sólo quería ayudarla.
—¿Y si no le vuelvo a ver? —respondió ella.
En parte tenía miedo de esto, y en parte no quería oír ladrar a Giannuzzo si se
presentaba acompañada de un hombre ni oírle decir las acostumbradas palabrotas de
que ella andaba con todos. Pero la ventaja de no tener que preguntar a nadie más, de
abandonarse un poco a alguien que la guiase, y que sabía dónde tenía que ir, era
demasiado fuerte para ella.
—Le esperaré aquí, pero tiene que venir —le habló, mientras jugaba otra vez con
los ojos, feliz. ¡Cuántas horas había esperado desde que comenzó el viaje! Por lo
demás, esperar le gustaba; las mujeres han nacido para esperar, lo intuía sin ser capaz
de pensarlo, y a ella le agradaba porque era muy mujer.
El joven le tomó la maleta de la red y se la tendió.
—Dentro de un cuarto de hora todo lo más estaré aquí de regreso.
En Lignano conseguiría que le sustituyesen y regresaría con la moto.
—Póngase a la sombra —le aconsejó, ingenuamente protector, indicándole el
grueso árbol cercano a la parada.
—¡Muy bonito! ¿Acabáis? —le gritó su compañero desde el fondo del vehículo,
que, en aquel momento, se había dado cuenta de los manejos del amigo en torno a la
muchacha.
—Ya voy, ya voy —farfulló el joven, nervioso, enrojeciendo un poco.
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La muchacha bajó. No había nadie en la carretera, ni por los alrededores; no se
veía ni una casa, sólo aquel poste con la señal de parada, y el gran árbol. Depositó la
maleta cerca del árbol y miró un momento al autocar que desaparecía tras una curva.
Aunque aún no lo había visto, sentía el olor del mar. Su orgullo le hacía estar segura
de que el joven volvería, aunque su instintiva desconfianza hacia los hombres fuese
muy grande. Sabía que bastaría con que, en el ómnibus, otra muchacha lo embaucara
un poco para que él —bueno, en realidad, él y cualquier otro— la olvidase, sin más,
para empezar a correr detrás de la otra.
Durante un rato resistió de pie y, como estaba sola, se sintió tentada a quitarse los
zapatos, pero sabía que aquélla era sólo una falsa soledad; siempre podía aparecer
alguien del cercano mar, con la playa atestada de gente, o bien de la carretera, y no
quería que la tomasen por una andrajosa descalza. Después notó que tenía sed; había
bebido un vaso de agua hacía tres horas, cuando se comió el pan y los albaricoques
que había comprado en Mestre. Estaba acostumbrada a no beber casi nada, pero el
calor era demasiado incluso para ella. Se humedeció con la lengua los labios que
empezaban a ponerse resecos y, tras un rato de estar sentada sobre la maleta,
circunspecta, mancha verde entre el verde, paciente y fuerte, pues ahora, por otra
parte, había llegado al final de la aventura, se puso a pensar. Se trataba de que
Giannuzzo no la esperaba, pero se pondría muy contento de verla; Giannuzzo la
ayudaría, y ella a Giannuzzo. Era preciso hacer las cosas así —pensaba mientras
movía los pies, secos, pero demasiado oprimidos por los zapatos—, de prisa y con
decisión; si escuchaban a su madre, se quedaban en casa diez años más. Había escrito
a Giannuzzo, pero echó la carta al buzón antes de subir al tren, para que, aunque él le
respondiese que no viniera, ella en realidad ya hubiese llegado.
Era la hora de la siesta, y en aquel rato sólo pasó un coche y una camioneta.
Después, del lado donde estaba el mar que no se veía, surgió una moto que parecía
iba a echarse encima de la muchacha y ésta comprendió que era él, y que había
llegado más pronto de lo que creyese cuando se dispuso a esperar. Lo reconoció, aun
cuando no llevaba el guardapolvos ni la gorra, por los cabellos castaños y por el
rostro que parecía pálido a pesar de estar bronceado.
—¿He venido pronto? —preguntó el joven contento deteniendo la moto debajo
del árbol—. Deme la maleta y suba detrás.
Ella no sentía ahora desconfianza ni temor, y le obedeció dócilmente, como si no
desease otra cosa que hacer lo que le pedía. Él colocó la maleta delante suyo, entre
las piernas.
—Agárrese bien —le dijo—, porque el camino es muy malo.
—Ya estoy acostumbrada —respondió ella, mientras se sujetaba con fuerza al
talle de él. Más acostumbrada a la moto que a un coche, hubiera podido añadir.
—Vayamos primero al camping —siguió él—; preguntaremos allí.
Recordaba Pappalettera escrito sobre el papelito. El vigilante del camping debía
de saber quién vivía por los alrededores.
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Condujo la moto por el sendero que iba hasta el camping, poco a poco, para que
la muchacha no recibiese demasiadas sacudidas, y también por la maleta, que tenía
entre las piernas y le estorbaba mucho. Al cabo de poco tiempo se vieron en el pinar,
el aire se hizo menos sofocante y comenzó a oler a resina, y con mayor intensidad a
mar.
—Allá está el mar —dijo la muchacha, que entreveía sólo una raya azul, como
una pincelada de barniz y esmalte, nítida en comparación con el cielo, ahogado por el
sol.
—¡Ah, qué bello es! —contestó él.
Cuanto más normal y serena sentía a la muchacha, más aumentaba su pena;
pensaba en lo lejos que se encontraba de lo que le aguardaba, y no sabía qué haría,
cómo podría ayudarla, en cuanto ella lo supiese.
Después, bajo la densa sombra del pinar, apareció el color ladrillo, arena, o
verdoso de las tiendas de campaña. Un hombre grueso, vestido únicamente con un
bañador, estaba a la entrada y parecía que los esperase.
Tenía el aire de quien espera a cualquier persona para ponerse a charlar, por lo
que sonrió invitador en cuanto comprendió que el joven y la muchacha se detenían
allí. Luego dio algunos pasos hacia la pareja, porque había reconocido a Giovanni, el
conductor del ómnibus, y le gustaría saber en seguida qué hacía con aquella
muchacha que tenía las piernas más bellas de cuantas veía cada día, de un moreno
delicado clarísimo, que ni siquiera parecía bronceado. Podían ser medias, aunque
comprendió que no era muchacha que llevase medias en aquella estación.
—Buenos días, Mattia. Quisiera una información —le dijo el muchacho poniendo
un pie en el suelo. Se lo dijo en veneciano cerrado y muy cantarín, como
acostumbraban a hablar entre ellos, por lo que la muchacha no comprendió ni una
palabra; pero se bajó de la moto y sonrió a hurtadillas, pensando en la cantilena de
aquel dialecto.
—¿Señorita, me quiere dar el papel? —le preguntó a la muchacha.
De un pino se desprendió una ramita, que cayó precisamente en el cuello de la
muchacha y se le metió en el escote. Para quitársela, ella se volvió un poco de
espaldas a los dos hombres, y el gordo Mattia guiñó el ojo al joven que, sin embargo,
se quedó serio.
—Has encontrado una buena jaca —comentó en voz baja y apretándole el brazo.
Por lo demás, la muchacha no hubiera podido comprenderlo ni aunque hubiesen
hablado en voz alta, porque él no había dicho jaca, sino un término véneto mucho
más castizo. No obstante, el joven siguió serio y esperó a que la muchacha se quitase
la ramita del escote y luego sacara de la bolsa el andrajoso aunque valioso papelito,
que había sido leído por docenas y docenas de personas, desde el estrecho de Messina
hasta allí, en la desembocadura del Tagliamento, en todo tipo de trenes, en todas las
estaciones, en todas partes donde alguien hubiese podido repetirle que iba en la
dirección exacta, y que podía quedarse tranquila.
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—Se llama Pappalettera —dijo el joven, leyendo el billete—. Lignano playa,
cerca del camping Tagliamento.
—Ya —respondió Mattia, con los grandes pulgares colocados en la goma del
bañador, casi su único indumento desde mayo hasta setiembre, para que no le dejasen
demasiada señal en la piel, poco delicada pero desbordante de sensible grasa—. Está
a dos pasos de aquí. Un zapatero que hace sandalias de señora con su tacón.
Rió estrepitosamente ante su insípida chocarrería, pues, sin saberlo, intuía que la
muchacha no comprendía una palabra de lo que él decía, y ya estaba acostumbrado
con las extranjeras del camping, a las que sonreía mientras les decía las más
irrepetibles galanterías y groseras apreciaciones sobre su persona.
—Basta con que vayáis a la alquería de Rapiàn, ahí detrás, junto al río, y lo
encontraréis allí. Le han alquilado un agujero donde antes guardaban las cabras, y él
siempre está allí. Sólo se ha movido cuando le llamaron los carabineros porque
habían matado al otro siciliano, pues eran dos amigos.
El joven enrojeció molesto. Hubiera querido decirle al hombretón que se callara,
porque la muchacha podía entender alguna palabra. Luego pensó que lo mejor sería
irse en seguida.
—Gracias —le contestó; puso la moto en marcha con estruendo, dándole
demasiado gas cuando aún estaba parada.
Le hizo señas a la muchacha para que subiera; ésta se sentó en el sillín, de
repente, con los brazos en torno de su cintura, hasta el extremo de que parecía alguien
que hubiese ganado un campeonato entre muchachas, de saltar a las motos de los
jóvenes.
—Ya lo hemos encontrado; está aquí detrás, cerca del río —dijo el muchacho;
éste conducía un poco nervioso, porque ahora se aproximaba el momento en que
sabría que su hermano había sido asesinado; lo estaba pasando tan mal que casi
hubiera preferido no acompañarla en aquel momento.
—Ah —respondió la muchacha, con satisfacción, a sus espaldas.
El sendero llegó adonde acababa el pinar, y delante se encontraba la extensión de
arena y luego el mar. Desde la orilla llegaban los gritos y las voces de personas
semidesnudas, bronceadas, tendidas en la arena, o que corrían pisoteando quizás el
mismo sitio donde habían matado a Giannuzzo; pero ella aún no lo sabía y, por el
contrario, pensaba que su hermano, cuando la viese llegar con un hombre, ni siquiera
le hablaría a su acompañante masculino, y la miraría con ojos duros y amargos, como
si pensase: «Claro, una como tú sólo podía llegar así, con el primer par de pantalones
que encontrase por el camino, para continuar quitando la honra a toda la familia, y
hacer que me sonroje yo ante mi amigo Giuliano Pappalettera, que me da
hospitalidad, y en toda la zona, donde comprenderán en seguida de qué pie cojeas».
Ella pensaba en esto y no sabía nada más.
Después, el sendero bordeaba el pinar, aunque más que sendero se trataba de un
surco algo más profundo en la arena, hasta que llegaba al río, el Tagliamento, en el
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punto donde, sin ensancharse demasiado, se confundía y mezclaba con el mar. El
sendero casi se precipitaba en el río y, por un momento, el joven tuvo miedo de
caerse, con la muchacha y la maleta, pero se agarró con fuerza al manillar de la moto,
y bajo el sol que hacía sentirse el cerebro como si se tratase de las burbujas de un
líquido que está a punto de hervir, llegó al camino que corría a lo largo del río e iba
hacia el Norte, de espaldas al mar. Un centenar de metros más allá se detuvo ante la
alquería Rapiàn, una casa nueva de campesinos, que ya parecía vieja, porque no la
habían acabado, como si hubieran dejado de construirla por pereza tan pronto como
le hubieron puesto el tejado.
El lugar era silencioso, campestre, aunque se veía el mar. En cuanto la moto se
detuvo, el silencio les aturdió un poco a ambos, porque el silencio agudo y repentino,
al igual que un grito inesperado, puede aturdir y producir sobresalto.
—Espere aquí, que voy a preguntar —dijo el joven; miraba a la muchacha que
sonreía y en la garganta sentía cada vez un nudo más fuerte.
No hubo necesidad de preguntar. De detrás de la alquería, donde una suave y
verde pendiente descendía a lo largo de unos pocos metros hasta el río, había
aparecido un joven con el torso desnudo, con un zapato dorado de mujer en la mano,
y estaba allí contemplándolos mientras el oro, al sol, parecía hacer más intenso el
calor.
Ahora, la muchacha tuvo un estremecimiento, como el aleteo de un pájaro antes
de levantar el vuelo, y gritando «Giulianuzzo, Giulianuzzo» corrió, casi voló hacia el
joven, que también pareció tener el mismo temblor, aunque no corrió, porque no es
digno que un hombre corra hacia una mujer, debía de pensar él. Y se quedó a
esperarla. El chófer del ómnibus pensó que ahora se abrazarían. No obstante, ella se
detuvo de repente ante él, pero no le abrazó, porque eran hombre y mujer, y no
estaban casados. El joven, que se encontraba cerca de la moto, los vio parados,
inmóviles; el hombre —un muchacho— con el zapato dorado en la mano, como una
estatua, y les oyó hablar. Como estaba cerca, oía todas las palabras, pero no captaba
ningún significado. La muchacha era la que más hablaba, un río de rápidas palabras y,
en las brevísimas pausas, él le daba graves respuestas; al principio, durante varios
minutos, la muchacha mantenía una conversación fluida y como feliz: el chófer del
autocar vio que aún estaba contenta.
Pero, de repente, el hombre del zapato dorado levantó con lentitud, casi
hieráticamente, aquel zapato y dijo toda una serie de frases breves, explosivas, graves
y, cuando calló, alrededor de la alquería se produjo el silencio durante mucho rato; el
joven chófer del ómnibus vio que la muchacha, de espaldas, ya no gesticulaba y
estaba rígida, por lo que comprendió que, al fin, se había enterado de todo.
Después, la muchacha se agachó en el suelo, sobre la caliente hierba verde, dobló
la cabeza hasta esconderla entre las rodillas y se quedó así. Si lloraba, lo hacía tan en
silencio que no se la podía oír. Pero no debía de llorar. El joven del autocar dio
algunos pasos para acercarse hasta ella. Esperaba que el hombre del zapato dorado
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fuera a inclinarse para levantar a la muchacha, pero no lo hizo; permanecía derecho,
casi hierático. Y ni siquiera la miraba; le miraba a él, que se acercaba a los dos, con
mirada aún vaga, pero poco amistosa, cada vez menos amistosa, que se convirtió en
dura y enemiga cuando comprendió que quería incorporar a la muchacha del suelo,
doblada sobre sí misma, con la cabeza de hermosos cabellos negros que se movía
entre las rodillas en un silencio aún más angustioso que si hubiese gritado de dolor.
—Váyase —le ordenó el hombre del zapato dorado; lo hizo en italiano, pero con
marcado acento siciliano—. Perdone, pero váyase.
Era un muchacho, pero no lo parecía por su mirada felina. Todos los rasgos de su
rostro tenían algo de felino, incluso la pequeña y recta nariz, la boca pequeña de
gruesos labios, la mandíbula dura de fiera joven dispuesta a morder con fuerza.
La muchacha levantó de pronto la cabeza, vio al joven del autocar cerca y en un
instante, se puso de pie, también de un modo felino.
—Lléveme a los carabineros —le pidió.
En la cara no había lágrimas, y en los ojos sólo furor.
El chófer la miró indeciso.
—Han matado a mi hermano —le dijo la muchacha. La Furia se golpeó el pecho
con los puños—. Yo sé quién lo ha matado —dijo en siciliano. Luego repitió en
italiano—: Yo sé quién lo ha matado.
Se golpeaba el pecho con el puño para que todos, todo lo que le rodeaba y todo el
universo supieran que ella lo sabía.
El hombre del zapato dorado se movió, la tomó por un brazo y le dijo en siciliano:
—Estáte quieta, Maruzza. Tú no vas a los carabineros.
—Tú también sabes quién lo ha matado —le respondió la muchacha en siciliano,
pero no trató de zafarse el brazo—. También tú lo sabes y debes venir conmigo a los
carabineros. Pero si no quieres comprometerte, quédate aquí: iré yo.
—Tú no vas a ninguna parte —observó el hombre del zapato dorado, que ahora
tomó delicadamente el zapato por el tacón, porque de repente le sudaban las manos
—. Son suposiciones, Maruzza, y, aunque no sean suposiciones, nadie puede
probarlo.
—Yo sé quién lo ha matado, y no son suposiciones.
La chica dejaba que la sujetase el brazo.
—Tal vez no sean suposiciones, pero no conseguirás nada. Esta gente nunca va a
la cárcel. Sólo acabarás por perder la honra. Habla a los carabineros y aquella gente
hará que pierdas el honor.
El muchacho de rostro felino hablaba de modo grave, como un viejo, como el
sacerdote de alguna religión pagana.
Y entonces La Furia alzó los brazos al cielo, con los puños apretados, y comenzó
a gritar con todas sus fuerzas, apartándose de pronto del que la tenía sujeta por el
brazo, en un siciliano cerrado, del que el conductor del ómnibus sólo comprendía su
sombría y dulce musicalidad.
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—Mi hermano vale más que todo mi honor —aullaba con la cabeza echada hacia
atrás—. Que toda la honra de mi madre y de mis hermanas, y de toda mi familia. Yo
no tengo honor porque soy… —y dijo la palabra siciliana más cruda—; pero, aunque
tuviese todo el honor del mundo, lo vendería porque esa gente debe ir a la cárcel, y
debe pudrirse en la cárcel hasta el fin de sus días.
El muchacho de la moto, ante aquellos gritos y aquellos ademanes desesperados,
tuvo miedo y tragó saliva, pero el calor y el miedo le habían secado la boca, y no
tragó nada. Y como también él era un muchacho, le entró el estúpido y vago deseo de
llorar, como nunca le había pasado antes, a causa de unos extraños como eran para él
aquellos dos meridionales.
—Esa gente no va nunca a la cárcel —dijo hierático el hombre del zapato dorado
—. Nunca, recuérdalo, Maruzza: nunca.
La Furia se convirtió en una estatua de hielo. La muchacha dejó de agitar los
brazos contra el cielo, y de gritar. Calló por un instante, y en el denso silencio, tras
aquellos chillidos que habían hecho salir de la alquería a los dos viejos labriegos
Rapiàn después de aquel instante, dijo cortante como una navaja:
—Esta vez irá a la cárcel.
—Nunca —continuó el joven. Efectuó el primer ademán tras su larga
inmovilidad: levantó la mano con que sostenía la sandalia dorada, y dibujó con ella,
en el aire, un fulgurante trazo de oro—. Nunca —dijo—. Nunca.
—Esta vez sí —repitió la muchacha, y pareció que esculpía en mármol sus
palabras, que no hablaba.
Ya no lo miró con los ojos secos, con los ojos del furor; contempló al joven del
ómnibus y le gritó en italiano:
—¡Lléveme a los carabineros!
El joven hizo un gesto afirmativo con la cabeza; pero, después de haberla mirado,
contempló dudoso al felino muchacho. Pero el del zapato dorado, cuando se sintió
observado, volvió la cabeza. No dio la espalda, no hizo ademán de irse, sólo volvió la
cabeza, como para indicar que él no estaba allí: él, para ellos, no existía.
—¡Lléveme a los carabineros!
La muchacha profirió otro grito mientras agarraba con sus manos la camisa y los
hombros del joven chófer, al que zarandeó y clavó las uñas en la piel, sin saberlo, a
través de la tela de algodón de la camisa; lo consideraba culpable de no llevarla en
seguida donde ella quería ir, y, como él, aturdido por el explosivo furor, mantenía los
labios semiabiertos no sabiendo qué decir o hacer, cesó de sacudirlo y marcarlo con
las uñas, y lo rechazó hacia atrás, con un empujón neurótico, como una cosa
despreciable.
—Y si no quiere llevarme porque teme que le maten, no tengo necesidad de
ninguno de ustedes, maldita raza de aquí arriba, sin sangre; iré yo.
Se llegó hasta la moto, agarró su maleta de aluminio, se volvió ahora hacia su
paisano y en su dialecto se encaró con él:
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—Iré yo sola, no te necesito; eres zafio y pazguato como todos los demás, en
lugar de un hombre verdadero, y dejas que maten a tu mejor amigo, al hermano de la
muchacha que te gusta, y luego vuelves la cabeza para no ver siquiera quién ha sido.
Lo miró desafiante, con la brillante maleta de aluminio en la mano, y pareció
escupirle encima la última palabra:
—¡Cobarde!
El muchacho felino dio un paso hacia ella, con la expresión completamente
transformada por una cerrada y tétrica ira que le trastornaba por dentro.
—¡Ven aquí! —le escupió entonces, aún salvaje, tendiendo hacia delante el pecho
—. Ven aquí, cobarde. Ven a pegar a una mujer, esto sí eres capaz de hacerlo, después
que has dejado que maten a tu amigo.
Él se detuvo. Se le tranquilizó lentamente el rostro en una expresión más humana;
incluso tuvo una sonrisa de terrible desprecio y se volvió al joven del autocar, que era
un hombre como él, y que por tanto podía comprenderlo:
—¡Mujeres! —comentó, con su terrible desdén, como diciendo que no podía
haber nada en el mundo más incoherente y fútil que las mujeres, y siguió mirándolo
como si esperase el asentimiento del otro hombre y que también dijese «mujeres, sí»,
con el tono empleado por él.
Pero el joven del ómnibus no dijo nada, no comprendía, le escocía la espalda por
los arañazos de ella. Por el contrario, se llegó hasta la muchacha, le cogió la maleta y
le dijo:
—Vamos, yo la llevaré a los carabineros.
Que debía llevarla a los carabineros era algo que había comprendido en seguida.
Pensó también que, ahora, los periódicos tal vez hablarían de él. Había acompañado a
la hermana del muerto a la policía, y poco después la policía había detenido al
asesino.
La chica no dijo nada y subió a la moto con el mismo ímpetu de siempre, aunque
con más violencia, sin gracia.
Con su zapato dorado en la mano, el muchacho se quedó viendo sólo un segundo
cómo se alejaban a lo largo del río, hacia el mar. Después volvió hacia la casa,
hundiendo los desnudos pies en la hierba alta y cálida del declive que llegaba hasta el
río, y entró en un sitio que podía ser una habitación, sin ventanas, pero que había
sido, como dijo Mattia, el cuarto de las cabras, y hecho para las cabras.
Todo estaba allí a oscuras, pero él veía el catre situado en un rincón, con las
moscas que se paseaban perezosas por la almohada sin funda, el banco de zapatero
sobre el que estaba el otro zapato dorado y junto al que puso el que tenía en la mano,
una guitarra colgada de la pared, encima del catre. Esa guitarra era su televisión, su
cine, su baile, para todas las veladas, desde hacía tantos meses que había llegado allí,
al Norte; y, encima del catre, sujetas con tachuelas de zapatero, las fotografías de su
madre muerta, de su padre muerto, de una hermana que estaba en Francia y que había
emigrado allá con el marido; otra suya tocando una guitarra, fotografía hecha una
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noche ya lejana, en su pueblo, cuando se creía ser un artista; y, por último, la foto más
pequeña, desenfocada y peor tomada, pero que a él le era más querida, la de Maruzza.
Entonces él, Giuliano Pappalettera, mirando aquella foto, se cubrió el rostro con
las manos y, seguro de que nadie lo veía, se puso a llorar, de pie, delante de aquella
foto, que no quería ver porque se tapaba la cara con las manos; y, de repente, de igual
modo como había comenzado, tras un rato dejó de llorar, se apartó las manos del
rostro y se sentó en el catre.
De debajo de la almohada sacó los calcetines y se los puso; después tomó de un
clavo unos pantalones que estaban allí colgados, los del traje bueno, y se cambió los
de trabajo que llevaba. Después se puso una camisa que descolgó de otro clavo y,
encima de la camisa, la chaqueta. Por último, de debajo del catre sacó unos zapatos
tan desgastados, deformados, resecos y agrietados como sólo un zapatero podía
tenerlos, y se calzó.
Ahora estaba listo. Sólo le faltaban dos cosas. De debajo del pequeño banco de
trabajo, en un escondrijo que al tacto, sin mirar, encontró en seguida, sacó un billete
de cinco mil liras, su fortuna, el principio de su riqueza para el futuro. Y se lo metió
en el bolsillo. Ésta era una de las cosas. La otra fue la chaira. Tenía dos. En la
sofocante oscuridad del local sin ventanas, eligió en seguida la más afilada. Ensayó
primero sobre la palma de la mano y se dio cuenta, por su peligroso deslizamiento,
que era la que cortaba más. Después tomó un pedazo de cuero que estaba sobre el
banco y probó la cuchilla, sacando delgados trocitos, finos como pieles de uva, al
principio, y cada vez más gruesos, hasta de medio centímetro; la hoja los cortaba
todos, de cualquier espesor, con la misma facilidad y rapidez. Y, entretanto, pensaba
que quien había matado a su mejor amigo, al hermano de la mujer que amaba, aunque
fuese una mujer sin honra, no iría nunca a la cárcel, pero podía morir. Eso sí. Incluso
debía morir. Para que nadie, y menos una mujer, pudiese decir que él era un cobarde
que dejaba matar a su mejor amigo y después volvía la cara para no ver.
Cuando el último trozo de cuero se le quedó en la mano, tan delgado que ya no
podía cortarlo, se metió la chaira en el bolsillo de dentro de la chaqueta, con la
sencillez y la costumbre de un contable que guarda su lapicero. Lentamente, salió de
aquella que consideraba su casa y que, aun cuando se la hubiese prestado una cabra,
le era querida por las largas horas y los largos meses de trabajo y de sudor, sobre
sandalias elegantes que después veía en los pies de las muchachas italianas —las
extranjeras no compraban un calzado tan fino— y podía pensar satisfecho: «He sido
yo».
Ahora, todo esto quedaba tras él y ya no volvería, pues había decidido que su
tarea era otra: hacer justicia.
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Desde hacía varios minutos, Sebastiano Arrighi miraba la pequeña caja fuerte
empotrada en la pared, en la biblioteca donde el sol entraba por las estrechas ventanas
manchado por las hojas de los árboles sobre el río. Estaba vacía, y aunque continuara
mirándola sabía que seguiría vacía. Es decir, cuando la abrió, algunos minutos antes,
no estaba del todo vacía. Había una nota de su hijo, mejor dicho sólo un sobre, y en
éste, que ahora tenía en la mano, tras haberlo leído y releído muchas veces, aparecía
escrito: «Perdóname, papá. No soporto el esperar aquí en casa. Me voy, y para irme
necesito dinero. Tú no me lo has querido dar y me he visto obligado a llevármelo.
Roberto».
Doscientos cequíes, pensaba Sebastiano, no por el valor de lo que se había
llevado, sino para calcular cuánto tiempo podría estar fuera su hijo. Doscientos
cequíes de oro, como Roberto gastaba bastante dinero, podrían bastarle para poco
más de un mes. ¿O menos? Tal vez sí, un mes, aunque se hubiera ido con Irene. Es
decir, casi estaba seguro de que se habría ido con Irene; en aquellas condiciones no se
quedaría solo, se lo había dicho. Pensar en la pretenciosa y ávida muchacha, de
espíritu vulgar aunque en sus maneras copiase simiescamente la forma de ser de una
señorita de las antiguas familias venecianas, le producía irritación y tristeza. También
él, de joven, había tropezado con muchachas que no valían nada, y le habían gustado,
y alguna vez las había admirado de forma estúpida, pero no pensaba en casarse con
ellas. Su hijo, sí. Recordó la última vez que le había hablado:
—Antes de que yo acabe en la cárcel, debo arreglar mis cosas con Irene; no debe
perder inútilmente todos los años que ha estado conmigo.
Y él había mirado al hijo a través de los quevedos, de aquellas gafas de profesor
puntilloso y sensible, y le había respondido:
—Tú no irás a la cárcel; pero, si estás tan seguro de ir, ¿te parece que vas a ayudar
a esa muchacha —nunca decía su nombre, Irene— casándote con ella, para que luego
tenga que esperarte a lo mejor diez años?
Ésta era una cosa que no comprendía, pero actualmente no entendía casi nada de
su hijo. Por el contrario, sólo veía que aquella muchacha sabía muy bien que Roberto
no iría a la cárcel, pero aprovechaba el momento de pánico para que se casase con
ella. Después, la policía encontraría al asesino de aquel pobre chico siciliano. Roberto
ya no tendría miedo, pero ella seguiría siendo su mujer, la señora Arrighi. Ella lo
comprendía. Su hijo no. Volvió a colocar el sobre en la caja fuerte ahora vacía, cerró
la puertecita, pero no con llave, porque ya no servía de nada ahora. Y volvió a colocar
los libros que había apartado delante de la puerta, para que así el estante siguiese
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estando completo, sin huecos, escondiendo el inútil secreto de aquel ingenuo
escondrijo.
Después, Sebastiano Arrighi se levantó. En otros tiempos había tenido la forma
de moverse y la voz cortante del hijo, y le quedaba aún un último residuo de aquella
explosividad en el fruncimiento de la frente al menor ruido, ante el más mínimo
pensamiento que lo turbase, hasta el punto de que la frente era una gran telaraña de
arrugas en todas direcciones, de todos los grosores, profundidades y relieves,
excavadas y entrelazadas; y del mismo modo que bastaba mirarle la cara al hijo para
leer lo que pensaba, también con él era suficiente observar el movimiento de aquella
maraña de arrugas, para conocer cada uno de sus pensamientos y sentimientos.
Salió de la biblioteca. Era alto y erguido, pero se podía ver que ya no tenía fuerza
vital. Se quedó inquieto, triste, en el umbral, ante el espacioso vestíbulo, para mirar el
sol que entraba del jardín. No hablaría de los doscientos cequíes ni siquiera a su
amigo Silvestro, no le diría nada más, y si Silvestro quería hablar le diría que le
perdonase, pero que no debía volver a pensar en aquella historia. Si su hijo era
irrazonable hasta aquel punto, nadie podía hacer ya nada más por él.
Sonó el teléfono que había en el vestíbulo y lo descolgó con aquella indecisión
amarga y melancólica que lo mantenía en el umbral, entre sus amargos y
melancólicos pensamientos. Oyó por el auricular una voz de hombre que preguntaba
si era casa Arrighi y él respondió que sí. Entonces la voz preguntó si estaba la
señorita Michela Loré. Respondió que creía que sí, mientras arrugaba la frente,
porque aquella voz, con fuerte acento véneto, era vulgar y no le gustaba.
—Voy a ver, espere un momento —respondió.
Subió la escalera, apoyándose pesadamente en el pasamanos de la baranda
demasiado decorada y, aunque los escalones eran bajos y pocos, al llegar al rellano el
corazón le latía en la boca del estómago, como si le diesen puñetazos por dentro, y
tuvo que mantener la boca abierta para respirar. Doscientos cequíes de oro, pensó otra
vez, y no por el dinero, sino porque, si su hijo se los había llevado, significaba que
estaba loco. Aquellos días pensaba cómo era posible que, de dos seres racionales,
lúcidos y lógicos, como su mujer y él, hubiese podido nacer un hijo loco.
Aún jadeando se dirigió a la terraza que daba al río; estaba seguro de que Michela
se encontraría allí. Estaba, en efecto, con su padre y ambos a la vez se volvieron al oír
sus pasos, sonriéndole.
Está muy pálido, pensó Michela, y esas arrugas en la frente, en continuo e
imperceptible movimiento y agitación, le decían que algo le producía un estado de
ansiedad.
—Michela, te llaman al teléfono —dijo Sebastiano Arrighi, y caminó por la
terraza con paso vivo y una sonrisa peculiar en el enjuto rostro gris; era como si
llevase escrito en aquel rostro que estaba fingiendo, como si interpretase el papel de
un hombre sereno, que no tiene ninguna preocupación, porque no quería aburrirles
con sus asuntos.
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—Y tú tienes nuevos líos —afirmó Silvestro Loré. Se levantó de la peligrosa
butaca de mimbre y fue a su encuentro.
—¿A mí? —respondió Michela.
Pensó que sólo Al podía llamarla por teléfono; no conocía a nadie más en
aquellos parajes, y desde Roma era difícil que la buscasen, pues sólo en el Ministerio,
para su padre, sabían aquel número de teléfono.
—Sí —repuso Sebastiano, y rió, pero muy cansinamente—. Ahora le diré dónde
estoy —le dijo—, y así usted podrá reunirse conmigo. No quisiera que se lo dijese a
su padre ni al mío, y que viniesen también ellos. No pienso volver a casa; no trate de
convencerme y si usted no viene sola será peor.
Entonces ella comprendió. Vio que debajo del teléfono había un taburete y se
sentó.
—Si le digo que iré sola, es que iré sola —murmuró, ofendida.
—Perdóneme, pero tenía que decírselo. —La voz de él era confusa, como si
dejara entender que se sentía culpable por haberle hablado así. Y después preguntó
humildemente—: ¿Vendrá de verdad?
Ella permaneció un momento sin contestar. Procuraba pensar qué le diría a papá.
Concluyó que lo mejor de todo sería decirle simplemente que salía a dar una vuelta,
con naturalidad. Pero, ¿y la llamada telefónica? ¿Quién le diría que había
telefoneado? Después encontró la solución.
—Puedo ir en seguida —le dijo.
—Entonces oiga —le respondió él feliz y precipitadamente—, atraviese la
carretera y vaya hacia Latisana. Después de la gasolinera, a la derecha, hay un
camino vecinal; yo estoy allí, a unos doscientos metros.
—Sí.
Había comprendido. El leve aire novelesco del encuentro le daba aún más
energías. Ahora ya no tenía miedo de sentirse mal delante de él.
—Estaré ahí dentro de un cuarto de hora como máximo.
—Gracias, Michela. —La voz parecía de verdad agradecida—. La espero.
—Sí, hasta luego.
Michela colgó el auricular y se dirigió hacia la escalera; la subió poco a poco,
mientras ganaba tiempo para pensar. Era la primera vez que tramaba una mentira tan
compleja ante papá. Oh, sí, en los tiempos de Aligi había dicho muchas, pero no para
engañarlo, sino sólo para no hacerle sufrir, y era diferente. Al llegar a la terraza, vio a
Silvestro y a Sebastiano apoyados en la barandilla mirando al río, y oyó la voz
sosegada y animosa de su padre, que hablaba al amigo, como se hace con los niños
nerviosos y ariscos, que dicen siempre que no.
—Voy un momento al pueblo, papá —dijo Michela cuando él se volvió.
—Haces bien; da un paseo —le contestó, un poco distraído por lo que le estaba
diciendo antes a su amigo Sebastiano—. Cómprame cigarrillos —añadió.
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«Malditos cigarrillos», pensó. Procuraba retrasar su compra, para quedarse sin
ellos, pero esto servía de poco.
—Si no los necesitas en seguida —le dijo, casi asombrada por ser tan hábil—, te
los traeré cuando haya acabado, porque me ha telefoneado la peluquera que tiene un
momento libre.
—Cuanto más tarde me los traigas, será mejor —le contestó él.
Ahora miró detenidamente a su hija y algo le produjo la sensación de que mentía.
No había nada en el rostro claro y sonriente de Michela que pudiera hacérselo
suponer. Pero hacía cuarenta años que era policía, un maldito esbirro, como decía de
sí mismo, acostumbrado a sospechar incluso de él, como repetía a sus hombres. Y
aunque hacía veinte años que había subido muy arriba en la jerarquía y ya no hacía
interrogatorios ni tenía contacto con delincuentes o embusteros, le había quedado el
instinto de esbirro, una especie de antena que le permitía captar lo que ningún otro
oía o veía.
Ante la idea de que su hija le mintiese, sonrió por dentro, porque debía de tratarse
de una mentira de niña, o ni siquiera una mentira. Podía darse el caso de que Michela
tuviese que ir de compras y no quisiese decirlo allí, delante de dos hombres. O tal vez
quisiera darle una sorpresa, y pensó rápidamente si aquel día no sería una fecha
significativa de alguna forma. Pero no era su cumpleaños, ni su santo, ni nada
parecido.
—Hasta luego, señor Sebastiano —dijo Michela—; adiós, papá, vuelvo en
seguida.
Silvestro Loré levantó un poco el brazo para saludarla y mirándola fijamente
durante un instante a los ojos antes de que se fuese, estuvo seguro de que le había
mentido.
—Mi querido y joven lelo —confirmó al cabo de poco tiempo dirigiéndose a
Sebastiano, mientras le daba golpecitos en el hombro—. Seguiremos hablando de ese
otro lelo de tu hijo en el jardín, ¿de acuerdo?
—Me da igual cualquier sitio —respondió Sebastiano, y la palabra lelo, dicha por
Silvestro, le proporcionaba ya más placer que si le hubiesen llamado genio, porque
sentía el profundo y total afecto que Silvestro ponía al decirlo—. Será mejor que
hablemos de otra cosa. Tu hija y tú habéis venido aquí a descansar y no a oír mis
lamentos.
Entretanto, Silvestro lo empujaba afectuosamente hacia adelante.
—Vamos, vamos, escucharemos la fuente del jardín y echaremos dentro barquitos
de papel; éstos son los jueguecitos que te gustan ahora, ¿verdad? En otros tiempos, en
cuanto veías unas faldas a un kilómetro, echabas a correr piafando, pero ahora tienes
el aire de quien piafa poco.
—Oh, en lo que a esto se refiere, piafas poco también tú.
Para Sebastiano, la compañía de Silvestro era una buena medicina popular. Ahora
ya no pensaba que cuanto le estaba sucediendo a su hijo y a él fuese una tragedia. Se
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trataba de mía molestia. Pero, cuando se quedaba solo, la cosa era diferente.
—¿Yo? Ni siquiera sé ya lo que quiere decir piafar —comentó Silvestro.
Habían bajado las escaleras y continuaba preguntándose por qué le habría
mentido su hija. Sin embargo, estaba seguro de que se enteraría. Salió al jardín y
condujo a Sebastiano hasta el banco de delante de la fuentecita. Volvieron a hablar,
pero con mayor seriedad, del hijo de éste. Sebastiano le había contado la desaparición
de los doscientos cequíes de oro, es decir, acabó por decírselo, y no había nada grave
en el hecho. Una simple necedad por parte de Roberto. Esos cequíes eran suyos.
Desde que Roberto cumplió los ocho años, Sebastiano le regalaba dos cada
cumpleaños, cada onomástica, cada examen que aprobaba, por Navidad, por Pascua,
y por cualquiera otra ocasión. Y había sido para divertirle a él, de niño, por lo que
ideó aquella pequeña caja fuerte de pared, en la estantería de la biblioteca, para darle
la impresión aventurera de un tesoro escondido. E incluso cuando Roberto ya había
dejado de ser un niño, le gustaba que el hijo, al recibir los dos rituales cequíes de
regalo, le pidiese la llave de la caja de caudales para depositarlos en ella —a los
veinte años, Roberto lo hacía un poco como burla, para tomarle el pelo a su padre—.
Sebastiano tenía casi ganas de llorar.
—Si hubiese sabido que un día se los iba a llevar para gastárselos con aquella
mujer, para huir con ella y dejarme solo, porque no lo ha hecho sólo por temor a la
policía…
Con la mirada puesta en el límpido surtidor de la fuente, Silvestro trató de
tranquilizar a su querido y alelado profesor.
—Tú mismo has dicho que ha tomado ese dinero para gastárselo con la
muchacha. ¿No es mejor así? Tendrá ganas de derrocharlo. Siempre le has tenido con
el dinero contado.
Lo decía para enojar a Sebastiano, que había sido demasiado generoso con el hijo,
y continuó mirando de reojo, como distraído, hacia la puerta del chalé, con la misma
indiferencia hipócrita del gato que vigila la madriguera del ratón. En efecto, en aquel
momento vio que Michela salía con paso largo y ansioso, una forma de caminar que
no era habitual en ella: parecía como si quisiese correr y se contuviera.
—Me he equivocado en darle siempre demasiado dinero —dijo Sebastiano, con
un arranque nervioso; la ira hizo que se sacudiese de encima la tristeza, que era
precisamente lo que deseaba su amigo—. Hasta tiene un coche americano. A su edad,
mi padre no me daba ni siquiera las llaves del portal, y si quería una lira, tenía que
pedírsela a mi madre.
—Bueno, pero cuando tú tenías su edad, una lira era suficiente para vivir durante
una semana —continuó pinchándole Silvestro Loré—. Adiós, Michela —le dijo a su
hija que había disminuido su marcha al pasar delante de ellos.
—Volveré un poco antes de comer —respondió Michela.
Sonrió también a Sebastiano y siguió con aquel paso contenido que, para
Silvestro Loré, era otra prueba de que ocultaba algo.
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Ambos la vieron desaparecer, al otro lado de la verja del chalé, tras una curva del
sendero. Sólo en el pequeño jardín rodeado de altos árboles que producían densas
sombras se sentía fresco; alrededor, apretaba el calor como el asedio de una horda
enemiga. Silvestro Loré se dio una palmada en las rodillas.
—Como de costumbre, olvidé que se me ha terminado la medicina —dijo.
Echó una ojeada hacia el sitio por el que había desaparecido su hija.
—Voy a ver si alcanzo a Michela; si no, iré de un salto yo mismo a la farmacia a
comprarla.
—Bueno, yo me quedo aquí —contestó Sebastiano—. Si te acompaño, me caeré
redondo con este sol.
—Eres un gandul —observó Silvestro, pero ya había calculado que Sebastiano no
le acompañaría.
Sebastiano le sonrió e hizo un gesto jocoso como si quisiese golpearlo. Silvestro
se levantó de prisa, como para esquivarlo.
—Adiós, adiós —le dijo.
Un minuto más tarde había llegado casi al final del sendero y vio a Michela que
caminaba por la cuneta de la carretera, por la parte del sol. El esbirro que había en él
dedujo varias cosas. La primera, que no iba al pueblo, porque, de ser así, hubiera
debido quedarse en la parte de acá de la carretera. La segunda, que si iba por el sol
era porque daría la vuelta dentro de poco a la derecha. Nadie, y mucho menos una
muchacha razonable como su hija, caminaría bajo aquel sol si no hubiese tenido que
doblar al cabo de poco. La tercera, que su hija iba a algún lugar extraño: él había
estado por allí con el coche y sabía que, en aquella dirección, el primer cruce a la
derecha conducía únicamente a lejanas y aisladas alquerías. Y luego dedujo también
que Michela se veía con un hombre. Una muchacha no va a visitar a la peluquera a un
lugar lejano y aislado, a una alquería.
Un hombre. Era una idea repentina. El sol caía con tanta intensidad sobre el
asfalto de la vieja carretera que producía como un vaho de horno. Los pocos coches
que pasaban daban la idea de hierros voladores incandescentes, y él se quedó a la
sombra, bajo los últimos árboles del camino hasta que perdió de vista a su hija que,
como había previsto, había torcido a la derecha. Entonces salió valerosamente al sol,
atravesó la carretera y la siguió con paso ágil.
Un hombre. Hacía ya mucho tiempo que no pensaba esto de Michela, desde que
se había puesto enferma. Incluso había deseado muchas veces que se interesase por
alguien, porque eso querría decir que estaba curada.
Cerca del cruce, disminuyó el pasó. A través de los árboles y de un elevado seto
silvestre, vio a Michela que caminaba a un lado de un polvoriento camino vecinal. Se
detuvo cosa de un minuto y luego, con cautela, giró también él y así distinguió, a
unos cien metros al fondo de la carretera, el gran coche americano, un tanto
desvencijado, de Roberto Arrighi.
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Se escondió entonces detrás del seto silvestre, para quedarse al mismo tiempo a la
sombra. Apretó las mandíbulas; hacía esto cuando sucedía algo que no había previsto.
No le gustaba lo imprevisto y tardaba en comprenderlo, pero luego se adaptaba en
seguida. Debía de haber un motivo para que Michela hubiese ido allí, a escondidas, a
ver a Roberto. Ella le contó que había hablado la otra noche con Roberto, en la
biblioteca, y le relató lo de todas aquellas moneditas de oro que había visto encima de
la mesa de la sala, y cómo él se había ido de repente. Y ahora iba allí, a ver a Roberto.
Pensó en la llamada telefónica que Michela había recibido poco antes, y entonces
comprendió con claridad lo que había sucedido. Había sido Roberto el que telefoneó
y le pidió a Michela que no dijese que iba a encontrarse con él. Incluso esto era
comprensible. Un muchacho necio como aquél no se fiaba de nadie, temía que la casa
fuese vigilada por la policía de un momento a otro, y permanecía lejos de la casa y
también de las personas que vivían en ella. Y el hombre era Roberto. Si Michela no
hubiese sentido ningún interés por él, no hubiera aceptado aquella cita secreta. Su
espíritu de esbirro trataba de esclarecer de qué tipo podría ser el citado interés. Si era
Roberto el que había telefoneado, sería porque necesitaba algo. Tal vez Michela sólo
quería ayudarlo, y no le impulsaba ninguna otra cosa. Pero es difícil que una
muchacha joven ayude a un hombre joven, sin que exista otro sentimiento.
Todo aquello resultaba imprevisto, y, peor aún, él no sabía si era bueno o malo.
Cuando oyó en la carretera polvorienta el sordo estruendo del coche americano, se
apoyó aún más contra el seto para esconderse mejor. El auto pasó cerca, al otro lado
del seto. Una transparente nube de polvo subió por el aire y, al otro lado de aquel velo
de polvo y de las hojas del seto, Silvestro Loré distinguió a su hija sentada al lado de
Roberto. Miró el reloj; también la de consultar la hora era una costumbre de esbirro,
pensó. Eran las once y cuarto.
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—Debe perdonarme por lo de la otra noche; me escapé de modo grosero, sin siquiera
saludarla.
Había dejado el coche en la carretera y la condujo a una hondonada del terreno,
una especie de ancho pliegue en la llanura, donde proyectaban su sombra dos gruesos
árboles de tupido follaje. Aun cuando estaban en la llanura, allí no les podían ver
desde el camino; lejos, al fondo, aparecían las pocas casas de un pueblo. Los dos
estaban de pie, porque él dejaba traslucir en el rostro que el coloquio debía ser breve,
que estaba intranquilo y que, en cuanto hubiese acabado de comunicarle lo que tenía
que decir, se separarían. Cuando ella llegó, hizo que subiese al coche y sólo le había
dicho:
—Vamos.
Y ahora allí, sus primeras palabras eran éstas:
—Me fui de aquella forma porque, si seguía allí, usted acabaría por convencerme
de que me quedase en casa. Y yo no quiero que me convenzan; quiero convencerme
por mí mismo —no se había afeitado, tenía el traje arrugado y se veía que vivía fuera
de casa, sin el cuidado primoroso de la vieja sirvienta.
Michela pensó que en aquel momento también era más fuerte que él. Lo sentía
indefenso, débil, aunque salvajemente receloso.
—Eso es justo —le dijo, yendo hacia una de las grandes plantas y apoyándose en
ella. Era extraño, pero allí no hacía calor, aunque fuese una minúscula isla de sombra
en medio de un gran lago de sol abrasador—. Todos debemos convencernos por
nosotros mismos y no porque fuercen nuestra voluntad.
Poco cortésmente, Roberto se encogió de hombros, como si aquellas palabras
estuviesen demasiado alejadas de lo que le interesaba.
—Me fío sólo de usted —aseveró— y sólo porque confío he querido verla.
Encendió un cigarrillo y se acercó a la muchacha. Aquella vez tuvo una forma de
mirarla que la turbó. No era aún la mirada de interés de un hombre hacia una mujer,
sino algo bastante más sutil. Era como si él contase con el hecho de que ella era
mujer y él hombre, con el instintivo y oculto ascendiente de un hombre sobre una
mujer.
—Salgo hoy; me voy de Italia. Le quiero decir adónde voy, para que me pueda
informar de lo que sucede aquí, si viene la policía, si papá se pone malo, o cualquier
cosa de ese tipo.
Ahora Roberto miraba hacia el pueblecito. La luz cegadora que les rodeaba sin
alcanzarles hacía aún más violeta sus ojos.
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—Pero usted me tiene que dar su palabra de que no dirá a nadie dónde estoy. No
quiero que se le ocurra que para mi bien sería mejor avisar a la policía.
Ahora ella estaba demasiado cerca y se apartó, anduvo hasta el otro árbol y luego
se volvió hacia él:
—Si hubiese tenido esta idea —comentó— habría podido venir en esta ocasión
con la policía. Pero no quiero ayudarle si se va y huye como un culpable. Es un error
demasiado irrazonable y no me siento obligada a ayudarle a que se equivoque.
Michela vio que casi temblaba, como un potro a punto de desbocarse, pero que se
domina.
—Entonces no importa. Perdone si la he hecho venir aquí inútilmente —le
respondió con brutalidad. Y en el libro de su rostro se pudo leer que la conversación
había concluido.
Michela sonrió, pero también se encontraba turbada por su violencia interior.
Después se puso seria:
—No puedo decirle que hace bien en irse, cuando pienso exactamente lo
contrario. Pero tal vez a usted no le interese nada de lo que pienso.
—No es eso. —Él se calmó de repente—. Me interesa mucho todo cuanto me
dice, pues en caso contrario no estaría aquí para escucharla. Pero no me arriesgo a
razonar con todos los demás. Nunca lo consigo. Tal vez me equivoque, pero debo
irme. Si puede, ayúdeme; de otro modo dígame que no.
Era aún violento, aunque la voz se le hubiese dulcificado muy poco. Pero ella
pensó que no debía ceder. Sentía qué era la única persona que, de un modo aún poco
claro, tenía influencia sobre él. Y quería emplear su instinto femenino para que él
fuese razonable.
—No puedo ayudarle a labrarse su mal y, por lo demás, usted no tiene necesidad
de mi ayuda, ni de ninguna cosa mía.
Se dio cuenta que era peligroso decirle aquellas palabras, forzar de este modo su
voluntad.
—Para saber si la policía le ha buscado o no, y cómo van las cosas por aquí, no
tiene necesidad de mí. Le basta con telefonear o hacer que telefoneen, como hizo hoy.
No sabía cómo reaccionaría él, pero no tenía miedo. Ella estaba segura de obrar
bien y sólo quería esto.
No lo vio explotar, ni le oyó responder con nerviosismo. Se quedó inmóvil y en
silencio. Ambos escucharon el estruendo de una moto que pasaba por la carretera; a
continuación, Roberto dijo lentamente:
—¿Quiere usted entonces aceptar la responsabilidad de hacer que me quede aquí,
y que me detengan después?
Habló solemnemente, casi como una amenaza.
Michela notó que estaba a punto de vencer. Por encima de la solemnidad y de la
amenaza, en aquella voz se distinguía también el abandono, como si él le hubiese
dicho: si tú estás segura, haré lo que tú quieras.
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Le respondió con rapidez:
—Sí, estoy segura de que esto es lo mejor para usted.
Estaba verdadera y apasionadamente segura.
—Y estoy segura de que no le detendrán. Sólo le interrogarán, todo lo más, y
luego le dejarán ir; no sólo porque comprenderán que usted es inocente, sino también
porque intervendrá mi padre.
En lugar de sus ademanes explosivos, él hizo un ademán lento, levantó un poco la
mano como para decirle que era suficiente, que había comprendido.
—No le creo —afirmó—, pero quiero hacer lo que dice usted.
Ahora sí se volvió de golpe y se apresuró hacia la carretera; subió la breve
pendiente de la hondonada en que se habían escondido, con paso nervioso que, sin
embargo, ella consiguió seguir fácilmente incluso con tacones altos.
El coche estaba al sol y quemaba sólo con mirarlo. Abrió con un llavín el amplio
portaequipajes; estaba atestado de maletas. Michela distinguió dos blancas, tipo bolso
de señora, y también un impermeable rojo ciclamen. Él rebuscó un poco entre las
maletas y, al poco, encontró un portafolios oscuro, lo sacó fuera y se lo tendió:
—Sosténgalo, por favor.
Luego volvió a cerrar el portaequipajes y subió al coche, sin mirarla. El
portafolios pesaba mucho. Michela se sentó al lado de Roberto y lo puso entre ambos.
No comprendía, y precisamente por ello no hablaba, pero le dominaba una sorda
alegría: tal vez lo hubiera conseguido.
Roberto puso en marcha el motor, pero antes de echar a andar se volvió hacia ella.
Cosa extraña, en aquel momento no se podía leer en su rostro: era como si las páginas
del libro estuviesen en blanco.
—Debe entregar este portafolios a mi padre —le pidió.
Parecía cansado por la decisión que acababa de tomar.
—Contiene un montón de cequíes de oro. Comenzó a regalármelos cuando era
niño, dos cada vez, y ahora están todos ahí. Me los he traído porque pensaba irme
definitivamente; luego ha llegado usted y me ha hecho cambiar de idea. Ahora ya no
los necesito.
Encendió otro cigarrillo; fumaba mucho. El interior del coche quemaba, pero él
no lo notaba. Tampoco ella, porque estaba demasiado tensa.
—Déselos a mi padre, y dígale que esté tranquilo. Él aprecia estas monedas, no
por su valor, sino porque querría que yo las gastase algún día para hacer algo
excepcional, algo importante. Dígale que será así, que haré alguna cosa grande y
bella.
Por un instante, se leyó en su cara una piadosa burla, muy amarga. Era la primera
vez que hablaba tanto.
—De todas formas, no haré exactamente lo que usted propone. No volveré a casa.
Si me quedase en casa, pasaría las noches en vela, atento a ver si llegaba la policía.
Casi siempre llega al amanecer, ¿verdad? Usted tiene a su padre en la policía y
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debería saberlo. Al amanecer, cuando todos duermen es cuando vienen. Le levantan a
uno de la cama, se está adormilado, no se comprende nada, uno se asusta y responde
lo que ellos quieren. «Sí, he sido yo, lo he matado yo…».
Le sonrió al ver su expresión de reproche.
—Deje que lo diga. Da igual, ¿no? Yo no razono y los otros sí. ¿Qué importancia
tiene lo que dice alguien que no razona?
—Tiene importancia —le interrumpió ella decidida. ¿Cuánto tiempo hacía que no
era así de decidida, de fuerte?—. Porque no quiero que usted sea tan amargo.
No debía mirar demasiado aquellos ojos, porque entonces ya no se sentiría tan
segura.
—No soy amargo —respondió Roberto.
No notaba el calor que desprendía el motor en marcha.
—He cambiado de idea, y a un hombre siempre le disgusta un poco mudar de
idea. Tal vez una mujer no lo puede comprender. Pero vayámonos. Ahora la
acompañaré y usted devolverá a mi padre este tesoro familiar. Después le dice que
esté tranquilo, que no me voy, que simplemente no estaré en casa. Elijo una solución
de compromiso, ¿le parece bien? El compromiso es una cosa muy razonable, ¿no es
cierto? Daré vueltas por ahí y si la policía viene a buscarme, digan que he salido —no
que he huido—; además, telefonearé de vez en cuando o me presentaré de alguna
forma, y si me entero de que la policía me busca, ya veré lo que hago. —Se encogió
de hombros—. Aún no sé qué haré en cuanto me digan que la policía ha ido a
buscarme. —Puso en marcha con lentitud el gran coche—. De verdad que no lo sé.
Los neumáticos gemían a punto de estallar por el calor del asfalto que casi se
derretía. En el campo, a ambos lados de la carretera, algunos sembrados con espigas
maduras parecían a punto de incendiarse. Michela dijo:
—Será razonable como lo es ahora. Lo sé.
—Quién sabe —respondió él.
Ya estaban en Latisana. Detuvo el coche unos cien metros antes de la gasolinera
para que ella no tuviese que caminar demasiado. Pero cerca de su casa parecía
haberse puesto otra vez nervioso, inquieto; miraba ante sí con la angustia infantil de
ver policías apostados que estuvieran esperándole. Michela sintió pena por aquella
ansiedad.
—Adiós —le dijo—. Le telefonearé.
Evitaba su mirada, y su rostro no decía lo que pensaba.
—Estoy contenta —contestó ella. Lo estaba de verdad—. Su padre también se
pondrá contento.
—El portafolios —dijo, entregándoselo. Al dárselo, le tomó un momento la
mano, cerca de la muñeca, y la miró fijamente. Parecía que quisiese decir algo, pero
le repitió de nuevo—: Adiós.
—Telefonéeme pronto —dijo Michela, cuando hubo descendido, con una mano
apoyada en la ventanilla—. No tenga miedo, no debe tener miedo.
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—Lo intentaré —observó él.
Se había vuelto sombrío y estaba ya a punto de ponerse en marcha. Le hizo un
rápido gesto de saludo y luego, en cuanto ella se apartó de la ventanilla, soltó casi de
golpe el pedal del embrague y el auto salió disparado.
Durante varios minutos condujo a más de cien por la desierta carretera; luego
disminuyó la marcha y encendió otro cigarrillo. Miraba a menudo por el espejo
retrovisor; no le seguía ningún coche. Ahora comenzaba a sentir el calor. Se acordó
de que había una especie de café cerca de casa de Irene, donde bebería alguna cosa
fuerte y helada. Pero, cuando, un minuto después, pasaba por delante, había olvidado
que tenía sed. Dobló a la derecha por un sendero donde apenas cabía el coche, a cuyo
paso se levantaban oleadas de polvo; después a la izquierda, por un sendero aún más
estrecho, que apenas se distinguía de un campo inculto. Detrás de una hilera de
magros arbolillos a los que rodeó, estaba la casa de Irene, y allí se detuvo de golpe.
Irene salió por la oscura puertecilla de lo que en verdad sólo era un chamizo, y
que había sido ligeramente disfrazado de casa, con un blanqueado ya sucio y una
pintura verde en las persianas, que estaba ya gris por el paso del tiempo. Sobre la
puertecita, un letrero pintado a mano en un trozo de madera, advertía a quien se
aventurase a llegar hasta allí: «Carpintero». La palabra estaba escrita correctamente,
pero Roberto, cada vez que la miraba, tenía la impresión de que había un error, tal
vez porque conocía a quien la había escrito, el padre de Irene, y sabía lo burdo que
era.
«La hija no era muy diferente», pensó al bajar del coche sin mirarla y mucho
menos saludarla, pero tenía un cuerpo que, aunque hubiese sido analfabeta, a nadie le
hubiese importado. Abrió otra vez el portaequipajes, con la cabeza baja, mientras
Irene, en su traje sastre gris, preparada ya para irse, había llegado a su lado. Roberto
comenzó a sacar las maletas.
—No nos vamos —le dijo entretanto.
—¿Ha sucedido algo? —le preguntó ella.
La voz no tenía ninguna inflexión dialectal cuando hablaba con él, pero, con un
cuerpo así, tampoco nadie prestaba atención a la voz, y mucho menos a lo que
pudiera decir, continuaba pensando él, mientras sacaba las maletas y el impermeable.
Era una estatua, tan estatua que ni siquiera iba demasiado bien vestida; era como
ponerle un traje sastre a una venus griega. Y los cabellos, de un rubio natural,
completamente suyos, eran una enorme masa que le descendía hasta muy abajo de la
espalda cuando se lo soltaba. Era posible que sólo en el Véneto, pensó, se
encontrasen todavía muchachas con unos cabellos así de largos que, concretamente a
ella, anudados en un moño en la nuca, le proporcionaban aún más la línea altanera,
suave e inquietante de una estatua antigua. Él sabía que dentro de aquella cabeza no
había mucho, como era natural, a excepción de la astucia y el arte de tratar a los
hombres —incluso una ciencia, pensó: una ciencia exacta como la geometría—. Irene
hubiera sabido encontrar el modo de domeñar a voluntad a cualquier hombre y bajo
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cualquier circunstancia, sin que éste se diese cuenta. Muchas veces se había
preguntado por qué una chica con aquella belleza, con aquella astucia instintiva y
penetrante, se había encaprichado con él. ¿Por qué no iba a Venecia, durante el
festival de cine, o en cualquier otro momento? Un inglés cargado de libras esterlinas,
o un alemán repleto de marcos, la encontraría en cuanto diese la primera vuelta por la
plaza de San Marcos.
—No, no ha sucedido nada; pero he pensado en quedarme —comentó, mientras
tomaba un par de maletas para llevarlas adentro. Le señaló otras dos más ligeras—.
Tú trae ésas.
Y le volvió la espalda mientras pensaba qué reacción tendría, aunque sin
demasiado interés.
En el interior, el establo, como le llamaban los dos, Irene y él; al principio estuvo
cegado durante un momento. Luego distinguió en la sombra la miserable cocina y la
puerta que daba al llamado dormitorio, o perrera, o gallinero, por su olor.
Precisamente en las sanas y rústicas casas de campo, en medio de los prados, era
donde se sentían los olores más fuertes, pensó, al tiempo que depositaba las maletas
cerca de la cama, en la que se tendió a continuación; de pronto recordó que tenía sed.
En la oscuridad cálida y maloliente de la habitación vio entrar a Irene con las otras
dos maletas. Poco a poco distinguió el perfil del rostro, los cabellos, las líneas
sinuosas del traje sastre. Después se oyeron unos pasos lentos y entró un enorme
hombre grueso, con una camiseta sudada y raída. El autor del letrero carpintero,
pensó Roberto, y de aquella obra maestra animal, Irene.
—¿No os vais? —preguntó el hombre.
Ninguno le respondió. Roberto había cerrado los ojos y pensaba que sería feliz si
conseguía adormilarse. La estatua griega se había quitado la chaqueta del traje sastre
y ahora se bajaba la falda.
—¿Os habéis peleado? —siguió el hombre. Era pesado incluso su dialecto véneto,
de natural tan ligero y airoso.
—No —respondió la estatua, mientras se tapaba sin demasiado prisa con una bata
de fibra artificial tan transparente, que habría estado más correcta si no se la hubiese
puesto.
El hombre llevaba barba de tres o cuatro días. Sin mirarlo, con los ojos cerrados,
Roberto veía muy bien su cara de preso fugado de la cárcel. Y, aunque no era un
evadido, sí había estado en la cárcel durante varios años. Una tontería: una riña de
taberna entre borrachos; uno murió de un garrotazo en la cabeza, y el otro, el padre de
Irene, se pasó a la sombra diez años.
—Ya sabes que aquí él no puede estar —dijo el hombre a Irene. Siempre le
acompañaba un vago olor a virutas, a madera y a vino tinto—. No quiero tener líos
con los guardias.
Decía «guardia», como los ex presidiarios que han tenido que ver con celadores y
guardianes de prisión.
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—Si vienen aquí, salgo perdiendo yo.
Tendido en el lecho, con los ojos cerrados, Roberto comprendió de qué modo
había reaccionado Irene ante el hecho de que ya no se marchaban. En primer lugar,
cuando había transportado las otras dos maletas, se había entendido en un instante
con su padre; se comprendían con una mirada. Y ella lo enfrentaba con su padre, no
atacaba directamente.
—No es por usted —continuó el hombre, volviéndose hacia él que seguía con los
ojos cerrados, como si no estuviese vivo—; por mí puede quedarse aquí veinte años.
Pero yo no quiero tener nada que ver con aquella gente.
Entonces, en la oscuridad, la estatua comenzó a hablar en un dialecto pesado
como el del padre, que no se ennoblecía por el hecho de que lo hablase una mujer.
—Vete pronto porque si no, no sé qué haré, ¿me has entendido? Tienes el valor de
decirnos que nos vayamos. Estarías ya muerto de hambre si no hubiera sido por él
durante todos estos años. Y ahora tiene necesidad durante dos días de este hediondo
cuchitril y le dices que se vaya.
Sin transición, se puso a hablar en italiano vuelta hacia Roberto, y con el tono
más femenino, aunque excitado.
—Ya sabes que no debes hacerle caso. Estaremos aquí hasta que nos parezca y
queramos. Si alguien debe irse, es él.
Roberto no se movió, no abrió los ojos. Trataba de no existir, pero se sentía lleno
de una amarga admiración por Irene. Estaba seguro de que aquella escena la había
preparado ella, como un director; con unas cuantas palabras susurradas a su padre
antes de que entrase en la habitación con las maletas, había creado de la nada aquella
situación que cambiaba completamente las cosas: era cierto que estaba resentida
porque ya no se iban, pero había hecho representar que quien lo estaba era su padre;
así, ahora, ella podría desempeñar —como interpretaría dentro de poco— el papel de
consoladora. Y, en efecto, una vez que los pesados pasos de su padre se hubieron
perdido más allá de la cocina y de la otra habitación —que había sido el taller de
carpintero, y que era un lastimoso caos de sillas destrozadas, de mesas cojas y cajas
desvencijadas—, Irene se sentó en la cama junto a él y le pasó una mano por la frente.
—Estás sudado, hace demasiado calor; ¿por qué no te quitas por lo menos la
chaqueta?
Y una vez más él se dio cuenta de por qué hacía muchos años que estaba junto a
ella, y no había pensado seriamente en dejarla. No le cabía duda de que la primera
mujer que hubiese encontrado en la calle sería mejor que ella y habría podido gustar
más a su padre, habría sido más fina, más inteligente e, incluso, igualmente bella que
ésta, pero ninguna poseería nunca el mismo arte, la misma ciencia exacta de saber
convencer a un hombre, de hacerle creer que era indispensable, de darle la sensación
de ser la dulzura y la docilidad personificadas.
—Es igual —observó él; salió de la inmovilidad y puso los pies en el suelo,
hablando más para sí que para ella—. Vámonos.
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—¿Te has enfadado por ese estúpido? —le preguntó ella, sin abrazarlo. Sabía al
milímetro cuándo era el momento, y éste no lo era.
—Estáte tranquila, no me importa —afirmó él levantándose—. Nos iremos
porque tengo sed y porque hay que comer algo.
Irene también se levantó y le puso con suavidad una mano encima del hombro.
—Tengo cerveza en la nevera y te puedo preparar algo de comer si estás cansado.
Ella, que no deseaba otra cosa desde niña, que irse de aquello que no era una casa
sino una especie de madriguera, y que había esperado aquel día, el momento de la
partida, como un ciego aguarda el momento de volver a ver la luz, ahora parecía
como si intentase retenerlo y que se quedase allí. Desde luego, era admirable. Si le
hubiese hecho una escena porque no se iban, habría actuado como una necia. Pero no
lo era.
—No, será mejor que nos vayamos de aquí —le dijo, mientras se abrochaba el
cuello de la camisa—. Por el momento no iremos a Suiza, pero nos quedaremos por
aquí cerca. Venecia, Udine. ¿Te parece bien?
No le parecía bien; él sabía a ciencia cierta que no le interesaba la excursión de un
día, el viaje por los alrededores: ella quería salir definitivamente de aquella casa; sin
embargo, vio que se quitaba pacientemente la bata para volver a ponerse el traje
sastre y oyó su voz falsamente llena de gratitud:
—¡Oh, sí, estoy contenta!
Salieron en seguida, con sólo una pequeña maleta, como otras veces. En la puerta,
el padre les vio partir sin saludar, y nadie le saludó a él, no por hostilidad o mal
humor, simplemente porque en aquella casa, entre aquella gente, el saludo era algo
superfluo y fuera de lugar, un rito inútil que ya no se practicaba. El hombre se quedó
mirando la nube de polvo que dejaba el coche al alejarse, con los brazos desnudos a
lo largo de los costados. Tenía un brazo tatuado con una cabeza de mujer; eso había
ocurrido cuando era aprendiz de carpintero, miles de años atrás, tantos que hacía
mucho tiempo que había renunciado a acordarse de quién era el rostro de mujer que
llevaba grabado en la piel. Una gallina salió de un rincón, blanca, furiosa, como
perseguida por alguien. Entonces miró a la gallina con sus ojos hundidos en sus
órbitas.
Tenía la costumbre de pensar en voz alta.
—No se va —pensó.
Y además tenía pocos pensamientos en cada ocasión, pues su mente no conseguía
tener más de uno a la vez.
—No se va —pensó de nuevo mirando a la gallina, que ahora se había calmado y
paseaba al sol, un poco adormilada por el calor.
Después le vino un segundo pensamiento, y lo dijo murmurando:
—Debe irse.
Ahora ya ni siquiera se veía el polvo del coche.
—Debe irse —repitió en su mente.
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Volvió a entrar al taller. En medio de aquel caos, había una bicicleta, colgada de
una pared, una bicicleta herrumbrosa y pesada, que desenganchó como si fuese un
liviano sombrero, y en la que se montó a horcajadas cuando aún estaba casi dentro de
la casa. Pedaleaba lentamente, pero el impulso era tan fuerte que andaba de prisa,
seguro, como si caminase, por el sendero pedregoso.
El café estaba cerca, al lado de la carretera, a unos cien metros en dirección a
Latisana. Una casita de dos pisos, con una taberna que tenía el letrero de Bar. Sus
veladas, desde que había sido construida, después que él saliera de la cárcel, las
pasaba siempre allí. A aquella hora sólo estaban los dueños, que comían arriba, en el
primer piso. Cuando le oyeron entrar, bajó el hijo, un muchachito con los carrillos
hinchados por el bocado que estaba acabando de masticar.
—Dame un blanco —le pidió.
El muchacho le sirvió un vaso de vino blanco y se lo bebió de un trago porque
tenía sed.
—Ponme otro —añadió.
Puso sobre el mostrador unas monedas.
—Y dame también una ficha.
El chico le conocía; no había quitado del mostrador la botella de vino blanco,
pues sabía que, por lo menos, le pediría otro. Después, abrió la caja y en la sombra
sofocante del local se oyó el tintineo de la campanilla de la caja registradora, como si
se tratase de algo fresco, y le alargó una ficha.
El teléfono estaba al fondo del cuartucho, detrás de mi perchero puesto de través.
En verano, nadie colgaba nada porque los clientes llevaban puesto encima lo mínimo,
pero aunque se podía ver a través de las brillantes cañas de metal del perchero, el
rincón estaba bastante resguardado. El hombre marcó el número presionando con un
grueso dedo negro, pues no le cabía en los agujeros del disco. Al cabo de un
momento dijo:
—Hola, Lison.
Hablaba en voz baja, vuelto hacia el rincón de la pared.
—Casi todo va bien, viejo.
Continuó en su desagradable dialecto:
—Estoy ya cansado, como ya te expliqué otra vez. Esta noche te necesito porque
hay algo que me preocupa.
Se volvió un momento para mirar si el muchacho del bar escuchaba, pero el
pequeño se había ido para seguir comiendo.
—Necesito un par de muchachos. No son para propinar una paliza, no deben
hacer nada; lo único, es que han de ir un poco bien vestidos, para que parezcan
guardias, gente de la policía. Procura mandármelos en seguida. Todo lo más mañana.
El muchacho bajó otra vez con la boca llena. Su madre le había dicho que vigilase
la caja; estarían frescos, con la clientela que tenían, si dejaban el negocio solo. Y,
además, el Prasin, con los años que había pasado en la cárcel, no era un tipo muy de
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fiar. No obstante, el niño vio que el Prasin seguía telefoneando; sólo escuchaba el
murmullo de su voz, una especie de zumbido monótono que, junto con el calor y la
comida que acababa de ingerir, le daba sueño.
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Alberto Massiglia cerró la maleta que estaba sobre la cama y miró otra vez a Tatiana,
sentada sobre el otro lecho y que le volvía la espalda. «Soy poco menos que un ruin»,
pensó, mientras observaba el pobre vestidito de flores de ella, sus delgados hombros,
sus magros brazos. Incluso aquella habitación de hotel era magra, si se podía llamar
hotel a aquel palacete decrépito. Antes de la guerra, el pueblecito era italiano, y le
habían dicho que el hotel, en otros tiempos, había sido muy bueno, con camareros de
chaqueta blanca, y el mirador que daba al mar tenía siempre tiestos llenos de flores.
Pero ahora los vidrios de colores del mirador estaban rotos, sólo quedaba alguno acá
y allá; incluso el suelo de azulejos rojos del mirador estaba resquebrajado. Los
partisanos habían arrastrado las ametralladoras por aquel suelo, los alemanes
arrojaron bombas, los milicianos yugoslavos arrancaron más mosaicos con la punta
de la bayoneta, para pasar el rato, y nadie se había preocupado nunca de reparar nada.
Así, el suelo del mirador, corroído por la lluvia y por el sol, se caería un buen día; por
lo demás, parecía que iba a derrumbarse todo el hotel, incluso aquella habitación en
que ahora estaban, muy cerca de Italia, casi Italia, pero tan reducida que no parecía de
ningún país, con unos muebles que no pertenecían a ningún estilo, las paredes
descoloridas y las camas como catres militares abandonados por un ejército en
retirada.
A él no le gustaba ir a Yugoslavia, y si iba era sólo a la fuerza, por necesidades
del servicio. Pero ahora le disgustaba irse, es decir, le disgustaba irse de aquel modo,
como un bribón. Dio un rodeo a los miserables catres disfrazados de camas y fue a
sentarse junto a Tatiana. Pensaba que si la hubiese llevado a Italia, en vez de retenerla
allí en Yugoslavia, y le hubiera hecho comer durante un par de meses en aquellas
fondas romañolas, a lo largo del Adriático, tallarines guisados, estofado de carne y
lacón, aquellos delgados brazos y aquel escote que aún era femenino, aunque
estuviese delgado, ya no tendrían ese aspecto y ella sería más atractiva, aunque ya lo
fuese por aquellos ojos grandes, oscuros y profundos, y también muy vivos, de aguda
inteligencia, brillantes, dos ojos que captaban todo en seguida.
—Tatiana, tú has comprendido que no te he contado la verdad —le dijo, mientras
le tomaba una mano que ella abandonaba melancólicamente sobre las rodillas,
delgada, con largos dedos masculinos, aunque femeninos al mismo tiempo, sin
cuidar, porque en aquel pueblo (que la curiosa historia de los últimos veinte años
había hecho cambiar de nacionalidad, como si un lugar pudiese cambiar de patria
como de vestido), no importaba que las mujeres se cuidasen las manos; apenas se
tenía tiempo para sobrevivir.
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Tatiana sonrió y miró su blanca mano entre la de él, morena y velluda desde la
muñeca al dorso. Hizo un gesto afirmativo, de que había comprendido que le había
mentido.
«Si he de ser un bribón —pensó él—, lo seré hasta el fondo y le diré toda la
verdad». Tatiana era demasiado inteligente para que le mintieran.
—No quiero hacerte sufrir —continuó, midiendo bien todas las palabras, antes de
hablar—. Pero cuando la otra vez te dije que vendría a buscarte para llevarte algunos
meses a Italia, aún no había vuelto a ver a una mujer junto a la que he crecido, y que
no sabía hasta ahora que significase tanto para mí.
Aunque fuese malvado hablarle a Tatiana de otra mujer, de Michela, sin embargo
le habló. Sabía que Tatiana prefería las operaciones quirúrgicas limpias y no piadosos
medicamentos.
—Has de saber que está muy mal, parece como si se le vieran los nervios que se
le agitan debajo de la piel. Necesita a alguien que la ayude.
También le contó que él nunca sé había encariñado en serio de ninguna mujer,
pero de Michela sí. Cuando volvió a ver a Michela, sintió necesidad de ella,
necesidad de no estar solo por más tiempo, de estar con ella.
Tatiana lo miraba de vez en cuando, y con los ojos le decía que sí, que lo
comprendía. Estaba más contenta ahora de saber la verdad que antes, cuando él, para
no hacerla sufrir hablándole de otra mujer, le había dicho que no podía llevarla
consigo porque le habían encargado otra misión complicada y larga.
—No llegues tarde —añadió después. Se levantó—. No te acompaño.
Alberto permaneció sentado. Debía hacer por ella algo que no fuese el
acostumbrado sobre con la habitual suma; esto ya se le debía por su trabajo. Allí, en
Yugoslavia, no hubiera podido llevar a cabo la mitad de sus misiones si, desde hacía
años, no hubiese encontrado, en aquella especie de hotel, fiel y puntual, a aquella
muchacha que atravesaba las montañas, de noche, sin documentos ni protección, para
darle las noticias que necesitaba. Debía hacer algo más.
—Oye —le preguntó—, ¿quieres escapar para siempre a Trieste?
Ella se estaba anudando mejor unas botitas claveteadas que se le habían desatado,
con el pie apoyado sobre una silla, y volvió la cabeza hacia él. Lo que se dice bello,
en todo aquel lugar, sólo existían sus ojos y el mar, el Adriático, que se veía por la
abierta ventana de cristales sucios, con los visillos encostrados por la mugre. Se veía
que le agradaba la idea, pero que le despertaba encontrados sentimientos.
—Ahora mismo —le dijo—. Aquí tengo el permiso para que puedas pasar,
porque pensaba llevarte conmigo.
Se levantó, fue a buscar el salvoconducto que guardaba en el portafolios y se lo
dio.
—Mi hermana —susurró Tatiana sin mirar el cartoncito doblado por la mitad.
—No podemos hacer nada por tu hermana —le dijo él, aunque poco convencido
—. Ya no es como antes.
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Ella movió la cabeza.
—La meterán en la cárcel durante algún tiempo —continuó—. Luego le quitarán
la documentación, incluso la del piso. No sabrá dónde ir a dormir, y no le darán
trabajo.
Alberto sabía que podía ser así; no era seguro, pero sí muy fácil. Quería decir que,
llegado el momento, cada una debía preocuparse de sí misma; ella era la menor y no
podía sacrificarse por la hermana.
Pero Tatiana dejó el salvoconducto encima de aquella especie de cajón
maloliente, por ser de madera vieja y por la suciedad, que debía de haber sido una
cómoda, y añadió:
—Pero yo soy yugoslava, ¿qué puedo hacer en Italia? Me internarán en un
campo, pues debéis dar trabajo antes a los vuestros que a una extranjera.
También esto era verdad. El oficio de prófugo no es nada agradable.
—En Italia podré ayudarte yo —le advirtió Alberto—. Haré que no te internen; te
dejaré con un amigo mío de la policía de Trieste, que cuidará de ti.
Ella se apoyó en la ventana, volviéndose de espaldas al mar azul que reflejaba
rayos de sol. Así, a contraluz, parecía una figurita pintada.
—Vete, Alberto, yo me quedo aquí.
La conocía y sabía que no hubiera servido de nada insistir; en aquella delgada
personilla había un alma de acero. Por esto había seguido con vida; de niña había
soportado la guerra, el fusilamiento de los padres por los alemanes, el incendio de la
hermosa casa de campo de grandes salones y bellos muebles por los partisanos, y
había vivido durante la adolescencia en la miseria, en una continua huida, y, sin
embargo, estudiando hasta licenciarse, aunque ahora no le sirviese para nada. Nunca
la habían doblegado.
—Lo siento —dijo entonces Alberto.
La abrazó casi con timidez, aunque estrechando cada vez más el abrazo. Por un
momento notó que cedía bajo la presión de sus brazos, pero luego se recobró, porque
ella no lloraría nunca. Le susurró en el cuello:
—Cuando quieras, podrás irte de aquí. Bastará con que me lo hagas saber.
—Sí, Alberto.
Y fue la primera en desasirse del abrazo, como si se alejara de una parte viva de sí
misma. Se quedó en la habitación; no bajó a la calle para verlo marchar.
Desde la calle, antes de subir al coche, él miró hacia arriba, hacia la ventana de su
habitación, pero no vio nada detrás de la ventana abierta.
En la frontera lo retuvieron pocos minutos; parecía un simple puesto fronterizo
sin importancia, un barracón militar con dos milicianos dentro, que preferían cocerse
a la sombra en vez de hacerlo al sol, y la habitual barrera que dividía en dos un prado.
A lo largo de toda la frontera corría una cerca de plantas silvestres, tan fácil de
atravesar, que todo parecía un juego, incluso el presentar la documentación, y el fusil
cargado de los milicianos. Había media docena de muchachas que hacían cola con su
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salvoconducto en la mano; hablaban italiano y esperaban poder pasar. Eran
campesinas, y uno de los milicianos las miraba y las contaba, serio, como si se tratase
de cabras, temeroso de que quisieran enredarlo porque eran mujeres jóvenes,
apetecibles, aunque no fueran elegantes.
Por último, se vio fuera, al otro lado de aquel amable aunque siniestro puesto
fronterizo, y apretó el acelerador, con una sensación de remordimiento, como si
huyera de un lugar en que hubiese cometido un crimen. Si pensaba en Tatiana
apoyada en la ventana, de espaldas al mar, sentía que casi había cometido un crimen.
Pero el encuentro con Michela fue una conmoción dentro de él. Antes de haberla
visto de nuevo, no creía que representase tanto para él. Aunque la había recordado a
menudo, durante todo aquel tiempo que permanecieron separados, había sido como
recordar algo dulce perteneciente a la primera juventud. Pero el haberla visto otra
vez, y aquel llanto suyo repentino sobre su hombro, un lloro de nervios rotos y de
sufrimiento, le reveló una verdad que no sospechaba: que si había una mujer con la
que vivir toda la vida, para él esa mujer era Michela.
Se detuvo en Trieste sólo media hora para dar un informe en la jefatura de policía,
y para tomar un bocadillo en un bar. Luego reemprendió en seguida el viaje y llegó a
Latisana en el momento de más calor, entrada ya la tarde, cuando los insectos callan,
borrachos de calor, las hojas más pequeñas de los árboles no se mueven, vitrificadas
por el calor, y el sol se refleja en el asfalto como sobre un magma en ebullición.
Incluso el chalé donde estaba Michela, aunque se hallaba a la sombra, parecía
trastornado por el calor. Tras haber llamado varias veces al timbre, sólo oyó el ladrido
lejano y desganado de un perro, pero nada se movía, excepto el surtidor de la fuente
que se veía tras las rejas de la verja.
Después vio que Michela salía del chalé. Llevaba un vestido playero rojo, con la
falda muy corta, como estaba de moda, y muy diferente de como la había dejado
algunos días atrás. Estaba más morena; sus negros cabellos, echados hacia atrás,
desprendían en la sofocante sombra reflejos violáceos. Su andar, con zapatos de tacón
alto, poseía una suavidad femenina que lo turbó por primera vez, como no había sido
turbado nunca por ella de aquel modo exacto e instintivo.
—¡Al! —le llamó ella al verle, y entonces corrió más de prisa. Cuando estuvo
delante de la reja se echó a reír—. No tengo las llaves de la puerta; corrí hasta aquí
porque el timbre no hacía más que sonar. La criada debe de haberse dormido.
Tendió los brazos a través de las rejas, le puso las manos en los hombros, en la
camisa negra de mangas cortas que llevaba él habitualmente, y le zarandeó contenta:
—Cuánto me alegra verte, Al.
También él se sentía feliz, sobre todo por el rostro relajado de Michela, muy
diferente a la cara contraída por la tensión que le viera la otra vez. La estrechó por la
cintura y la levantó algunos centímetros.
—Hola, K2. Te encuentro muy bien.
—No, Al; no, Al…
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Ella reía, mientras fingía que temía caerse, aunque aquello de auparla fuese la
forma habitual de saludarla y lo hubiesen hecho en el pasado mil millones de veces;
era el juego de ambos.
—Bella Cheletta, me parece que levanto un obelisco.
—Oh, mira…
Ella le puso una mano encima de la cabeza y le tiró de los cortos y espesos
cabellos, hasta que él la dejó de nuevo en el suelo, apartando a disgusto la mano de
aquel talle tan reducido y suave que casi podía abarcarlo con la palma de la mano.
—Sigue llamando al timbre, Al, porque la criada es quien tiene la llave de la
puerta.
Él se atusó los cortos cabellos y luego volvió a pulsar el timbre, mientras la
miraba y pensaba de un modo oscuro cómo era posible que hubiese estado tanto
tiempo sin verla. Luego, con las ideas aún no muy claras, comprendió que durante
aquel tiempo que estuvo lejos había sufrido, aunque no sabía que sufriese, incluso
creyendo sufrir por otras razones. Y, sin embargo, la única razón de su turbio
descontento, durante todo el tiempo que pasó sin la muchacha, radicaba precisamente
en ella.
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El chalé era grande, y Alberto no pudo insistir demasiado para irse a un hotel
cercano. Sebastiano Arrighi había querido retenerlo allí a la fuerza; esto fue agradable
porque le permitió quedarse todo el día al lado de Michela, e incluso hasta altas horas
de la noche. Pero ahora no.
Alberto se conocía. No le gustaba estar en casa de otros; prefería los hoteles o los
cuarteles de la policía, lugares más gratos que cualquier suntuosa casa particular, por
la sencilla razón de que se puede entrar y salir cuando se quiere de esos sitios, sin dar
cuentas a nadie.
Ahora era casi medianoche y se encontró con que no le quedaba ni un cigarrillo.
Todos se habían ido ya a dormir; su coche estaba en el garaje, no conocía bien la
casa, la verja estaba cerrada, y el pensamiento de no poder fumar hasta la mañana
siguiente lo mantendría desvelado toda la noche.
Durante algunos minutos paseó intentando olvidar que estaba sin cigarrillos, pero
la jornada había sido muy apretada, casi siempre al lado de Michela y de su padre.
También había sido densa en recuerdos del pasado, en los días de Roma y de
Riccione con Michela. Además, la habitación le pareció excesivamente pequeña, peor
que una celda, aunque muy elegante, clara, de buen estilo, y las ganas de fumar
demasiado intensas para resistirse. Y salió.
Como es natural, no sabía dónde estaban los interruptores de la luz, pero era una
noche de luna llena y por todas partes había altas ventanas por las que la luna entraba
con suavidad, iluminando con delicadeza los objetos. Como había previsto, pudo
abrir la puerta que daba al jardín porque la llave estaba puesta por dentro en la
cerradura; pero estaban echados los cierres de la cochera y de la puerta de la verja y
no sabía dónde se encontraban las llaves.
Sin embargo, ya había pensado en cómo resolver este problema, y sin dudarlo se
encaramó sobre la verja y saltó al otro lado. En verdad que si alguien lo hubiese visto
con la camisa negra y las pantalones negros, vestido de ladrón, como le dijera el
padre de Michela, nunca hubiera creído que se trataba, por lo contrario, de un policía
que saltaba rejas únicamente para ir a buscar cigarrillos.
Ahora tenía que apresurarse porque casi era medianoche y el bar próximo donde
vendían cigarrillos podía cerrar. Pero, al llegar al final del sendero que conducía a la
carretera, oyó a lo lejos que el juke box funcionaba a todo volumen y se quedó más
tranquilo. Iba a seguir adelante, cuando se dio la vuelta de improviso. Algo había
impresionado su retina, aunque, por el momento, no consiguió saber qué era: bajo la
clara luna no había nada anormal. La carretera estaba desierta, la gasolinera del otro
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lado dormía silenciosa, apagada, envuelta en sombras. No pasaba ningún coche; lo
único vivo eran las escasas luces de Latisana, un poco más lejos, y el ruido de la
máquina de discos que repetía hasta en aquel lugar, por milmillonésima vez en el
mundo, las notas de Escándalo al sol. Después comprendió qué le había extrañado.
Fuera del camino, en el espacio herboso al otro lado del banco, había un coche
detenido con las luces apagadas; incluso los pilotos traseros estaban apagados.
Un policía es policía porque tiene memoria y posee unos ojos que lo ven todo.
Alberto no podía olvidar un coche aunque fuera de serie, igual a cientos de miles del
mismo tipo. Aquél, además, era un automóvil americano, desvencijado pero aún
imponente, y muy fácil de reconocer. Era el coche de aquel joven que tuvo que meter
en cintura cuando, la semana anterior, se había encontrado con Michela. Y ahora, tras
haber hablado todo el día con Michela, ya sabía quién era aquel muchacho: el hijo del
dueño del chalé.
Pero, aunque no hubiese sabido nada, habría reconocido a aquel muchacho sólo
viéndolo por detrás, por la nuca, por aquellos cabellos tan claros, la forma de la
cabeza y cierto movimiento nervioso de ésta. En ocasiones, había tenido que
reconocer a personas aun con muchos menos detalles, y no se había equivocado
nunca. De igual modo reconoció a Michela, sentada al lado de aquel hombre, por la
espalda y por los cabellos que le caían por detrás, apenas sujetos a la nuca con una
especie de alfiler.
Al estaba a la sombra; no le iluminaba la luz de la luna. Por un momento olvidó
los cigarrillos y tampoco oyó que, después de Escándalo al sol, él juke box del bar
tocaba ahora una ululante canción de Celentano. Al seguía inmóvil en la sombra
contemplando a Michela y aquel hombre sentados en el coche; en un momento dado,
éste levantó un brazo al hablar con Michela y Alberto vio entre los dedos la roja brasa
de un cigarrillo.
Entonces recordó que tenía deseos de fumar y, tras una última ojeada, se
encaminó presuroso hacia el bar. Estaban cerrando, pero lo hacían con mucha
lentitud; un corro de jovenzuelos parecía no tener ganas de separarse de la máquina
de discos, y cuatro o cinco personas mayores, sentadas fuera, a una mesa bajo la luz
de la luna, querían acabar de empaparse de vino y aguardiente. Sólo habían bajado
hasta la mitad el cierre metálico, para mostrar a los carabineros, si es que pasaban por
allí la buena intención de cerrar. En aquel local, situado casi en medio del campo, no
había peligro de molestar a nadie y el juke box funcionaba a todo volumen, mientras
alrededor la muchachería se contoneaba y Celentano ladraba desaforado: «Nunca,
nunca, nunca más te amaré como antes». Incluso el dueño del bar tenía los ojos
acuosos y se estaba tomando el enésimo vaso de vino blanco rociado de bíter con los
ademanes lentos propios de los borrachos.
—¿Me da dos paquetes de cigarrillos de exportación? —le pidió Alberto.
Una muchachita, que formaba parte de la cuadrilla del juke box, cesó de moverse
y se acercó a mirarlo con descaro. Tendría tal vez dieciséis o diecisiete años, pero
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aparentaba menos, aunque llevaba tan pintados los ojos que a Alberto le entraron
ganas de darle un sopapo. La lolita se puso a mirarlo y remirarlo, paseando a su
alrededor, como si fuese un monumento al que hubiese que contemplar por todas
partes, precisamente para darle a entender que le gustaba. Con aquella camisa negra
complacía a las mujeres; Michela se había burlado bastante de él aquel día por ello.
Michela. Se volvió ahora hacia el mostrador y, mientras abría el paquete de
cigarrillos, pidió también al dueño que estaba acabando de beber:
—Deme una quina.
Trató de escuchar la canción que los muchachos habían puesto ahora. Otro rock
de Celentano, tan alto, que las notas de la guitarra le vibraban en el estómago y le
aumentaban la irritación que ya tenía.
Asimismo, procuró no mirar a la ninfa pues, de lo contrario, le hubiera dado de
azotes en las nalgas, por el modo como le miraba; ésta se había apoyado en el
mostrador, como para estar más cómoda y observarle mejor, mientras movía una
pierna siguiendo el ritmo de la canción.
Aquello ya era demasiado, y ahora él estaba nervioso, como Michela lo estuviera
antes. Meneó la cabeza porque no quería pensar en ella. Bebió otro sorbo de vino
quinado y luego, dado que aquella muchachita desgraciada no le dejaba, agarró el
vaso con la quina y se fue hasta el fondo de la sala para sentarse a una mesa. En la
pared, cerca de la mesa, pendía un cordón negro. Se dio cuenta de que era el del
teléfono.
Cada tres minutos el local dejaba de vibrar como un tambor; era que el juke box
se detenía. Pero, luego, de súbito, el aire volvía a temblar como si pasase por él una
corriente eléctrica, y es que empezaba una nueva canción. El dueño daba vueltas en
vano alrededor de los chiquillos mientras decía que tenía que cerrar. Pero tampoco él
tenía demasiado empeño en hacerlo; afuera había demasiada luna, el aire era de una
dulzura enervante y feliz, y por la carretera pasaba de vez en cuando una moto con su
centauro encima y, detrás, bien agarrada, la centaurita. No tenía ningún sentido irse a
dormir.
—Usted se parece a Eddie Constantine —le dijo una voz, mientras él pensaba en
Michela.
Era la lolita, que se le había acercado. Enrojeció un poco al decírselo, porque,
pese a todo, sólo debía de ser una tonta, y aún no estaba echada a perder: una
muchacha de pueblo que se daba el aire a lo Bardot de las forasteras.
—Vete con tus compañeros —le contestó Al, esforzándose en no ser demasiado
áspero, pues asustaría a aquella pobre tonta.
Desde luego no fue muy arisco, ya que la ninfa, que debía de haber bebido un
poco, continuó:
—Aunque es mucho más joven que Eddie Constantine y más simpático.
Le sonrió, insensatamente feliz por su valor de muchachita evolucionada.
No había nada que hacer.
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—¿Qué quieres de mí? —le rezongó en voz baja.
Los modales duros tuvieron éxito; la lolita echó un poco la cabeza hacia atrás,
como si quisiese evitar una bofetada, dejó de sonreír y se volvió indecisa junto a los
otros bebés.
La guía de teléfonos estaba sobre la mesa próxima. Alberto la tomó y, como era
delgada, se abanicó con ella unos momentos. Luego acabó de beberse la quina y
empezó a hojear el librito. Después se detuvo. Tenía los ojos fijos en la puerta,
mirando la carretera blanca de luna, pero no veía nada. Revivía las horas de aquella
jornada pasada con Michela; el asunto de Roberto Arrighi que ella y su padre le
habían contado; la voz de Michela de hacía poco más de una hora, cuando se dieron
las buenas noches, y ella lo condujo a su habitación, decorada para hospedar a una
señora, con cortinas floreadas y un espejo con un puf delante para hacerse la toilette.
Y se había burlado de él, llamándole colegial, por dormir en una habitación
semejante. No estaba enferma de los nervios, ya no hubiera podido llamarla
Nerviosilla. Se había curado de repente, en menos de una semana, y ahora sabía por
qué.
Encendió otro cigarrillo y pidió que le sirviesen otra quina. Qué más daba; a lo
mejor allí no cerraban nunca y quién sabe si él dormiría aquella noche. Luego volvió
a hojear la guía y en seguida encontró el número que buscaba. Ahora, al igual que el
dueño, ya no oía el juke box, como si no funcionase. Se dio cuenta de que estaba
mordiéndose una uña y dejó de hacerlo. Vio que la lolita, aunque estaba cerca del
juke box, de vez en cuando se daba la vuelta para mirarlo y una vez incluso comentó
algo de él con uno de los otros desgraciados, pero tampoco le importó esto. Al cabo
de un rato se levantó, se dirigió al dueño y le pidió una ficha.
—Estupendo —le dijo el dueño—; así les diré a ésos que dejen la música, porque
usted debe telefonear, y luego cierro.
—No, gracias —le contestó Alberto—; puedo telefonear bien así; no diga nada.
Se dirigió decidido al teléfono. Ahora ya había reflexionado lo suficiente. Marcó
el número que antes había buscado en la guía. Le iban bien los chillidos de aquella
música para la llamada telefónica que debía hacer. Tuvo que esperar bastante rato y
luego le respondió una voz de hombre joven:
—Comandancia de Latisana. ¿Quién habla?
Alberto echó una ojeada a los mozalbetes, pero incluso la espabiladilla le volvía
la espalda. El dueño había salido afuera, a la mesa de los mayores, bajo la luna. Dijo
en voz muy baja, muy cerca del micrófono:
—Si quieren saber algo acerca del asesino de Giovanni Masetta, interroguen a
Roberto Arrighi, de Latisana. —Y añadió, de modo brusco—: Escriba bien este
nombre: Roberto Arrighi, de Latisana.
Lo deletreó.
Un instante después bajó la horquilla del teléfono y cortó la comunicación. Veía
lo que estaría sucediendo al otro extremo del hilo: el carabinero blasfemaría un tanto
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en su fuero interno. Las llamadas telefónicas anónimas siempre ponen nerviosas a las
gentes de orden, aunque puedan ser útiles, porque, de cada mil, una no es una broma,
o una bellaquería de un malvado que quiere crear problemas a alguien que le
desagrada. Pero, entre una imprecación y otra, acabaría por escribir en una hoja el
nombre que él le había repetido dos veces: «Roberto Arrighi, de Latisana». Por la
mañana, la hojita pasaría a la mesa de despacho del brigada que mandaba el puesto de
carabineros. El brigada la leería, rezongaría a su vez contra los delincuentes que
hacen llamadas telefónicas anónimas, pero ese mismo día, o al día siguiente, enviaría
a dos hombres a casa de Roberto Arrighi para invitarle a que se llegase a su oficina. A
fin de cuentas, sus hombres siempre están dando vueltas por ahí y algo han de hacer.
Alberto salió del local, esforzándose por no sonreír cuando la lolita le volvió la
espalda con un ademán nervioso de actriz filodramática pueblerina, que pretende
hacerse la desdeñosa. Afuera, las personas mayores, en su mesa, debían de estar ya
borrachas, porque permanecían silenciosas ante los vasos vacíos, sin mover tan
siquiera la cabeza para mirar a parte alguna; se habían convertido en estatuas.
Se marchó despacio, caminando por el borde de la carretera, por donde no había
claridad, como si la luna le diese calor; pero era porque tenía la sensación de que,
cerca del sendero que llevaba al chalé, encontraría el coche americano, con Roberto y
Michela dentro, y no quería que lo viesen.
En efecto, el automóvil aún estaba en el mismo sitio, y adentro estaban los dos.
Se detuvo a mirar, negro entre lo negro de la sombra, pero un coche venía hacia él,
con los faros encendidos. Trazó en la sombra un rayo de luz, como en un escenario de
variedades, y, aun cuando Al se echó más hacia delante, durante un momento iluminó
toda la oscuridad.
Podían haberlo visto, y no le habría gustado. Corrió por el camino, llegó a la
verja, la saltó de nuevo según las reglas de la escuela de policía, atravesó el jardín,
entró en el chalé por la puerta que había dejado abierta y, cuando ya estuvo en su
cuarto, aún jadeante, encendió un cigarrillo. Ahora sabía que permanecería desvelado
hasta que no oyese regresar a Michela.
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sombra que descendía sobre su felicidad. Sin embargo, algo le decía que aún podía
ser feliz, porque el instinto le daba la seguridad de que aquella mujer no representaba
mucho para Roberto. Se trataba de cosas que no pensaba explícitamente: sentimientos
vagos e informes que aún no se habían convertido en ideas.
—Pero ¿por qué está pensando siempre en que le espían? —le hizo observar ella,
pacientemente, tratando de vencer con su calma la excitación de Roberto—. Podrían
ser dos que esperasen algo, o que se hubiesen detenido un momento.
—Oh, escuche —respondió él, volviendo a subir al coche, de modo brusco—,
aquí no hay sitios donde uno se detenga durante horas; aquí no hay ninguna plaza de
San Marcos. Me gustaría llevarla ahora cerca de la casa de Irene. Están siempre allí,
noche y día, se lo digo yo.
Ella aceptó el desafío, mientras procuraba olvidar aquel nombre, Irene. Conocía
demasiado bien el trabajo de su padre, como para no saber que era casi imposible que
los carabineros empleasen, en aquel caso, una vigilancia de ese tipo: no había
motivos para que lo vigilasen sin detenerlo. Michela subió al coche.
—Está bien; vamos a verlo —dijo con seriedad, pero como si se tratase de un
juego serio, no de una cosa importante—. Sin embargo, si no hay nadie, usted se
vendrá a dormir a casa y se quedará en ella. ¿De acuerdo?
Le tendió la mano, a impulsos de la instintiva malicia femenina de comprometer a
un hombre.
Y él, también de forma instintiva, se la estrechó.
—Es algo deshonesto por mi parte —afirmó—. En realidad fue anteayer cuando
Irene vio a aquellos dos policías que permanecieron toda la noche. Al amanecer,
llegaron otros para efectuar el relevo.
—Bueno —respondió ella, un poco menos segura de sí misma, aunque sin dejarlo
aparentar.
Si verdaderamente había apostados dos policías noche y día cerca de la casa de
aquella muchacha para vigilar a Roberto, él hubiera tenido derecho a comportarse de
modo aún más irrazonable y esto no era nada bueno. Pero no acababa de creer en la
posibilidad de que le vigilasen.
—Vamos a verlo.
Era tarde. Estaba a solas con un hombre. Nadie sabía que había salido, ni su
padre, ni Al. De repente, el pensamiento de Al le produjo un sentimiento de tristeza,
de pena. Había llegado tan contento por verla de nuevo, la había ligado a la vida,
aupándola de una manera tal, a través de los barrotes de la reja, que ninguna mujer
habría dejado de comprender que la amaba.
Pero Roberto se había puesto en marcha en un abrir y cerrar de ojos, y ahora
corrían a más de cien sobre el plateado deslumbramiento de la luz de la luna y esto,
junto a la proximidad de Roberto, disipó de un soplo su tristeza.
—Un minuto más y habremos llegado —dijo Roberto.
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Poco después, disminuyó la marcha en una curva y tomó la carretera sin asfaltar;
fue aún más despacio, luego giró otra vez por el sendero que discurría en medio de
campos sin cultivar, hacia la rala hilera de árboles, al otro lado de la cual se hallaba la
casa de Irene, y, un instante después, se detuvo.
—Estaban allí —comentó—. Al lado de aquel seto junto a los árboles.
No había nadie. La luz de la luna era tan intensa que les permitía estar seguros de
la soledad, como si fuese de día.
Pero Michela le pidió:
—Alumbre con los faros.
Las luces iluminaron de improviso un amplio cerco, y en éste se encontraba la
hilera de árboles, el seto y, más allá, la casa y alrededor la llana campiña. Nadie
hubiera podido esconderse en aquel lugar bajo aquella luz tan violenta.
—Nos han oído llegar y se han escondido detrás de la casa —observó Roberto.
Tenía una voz extraña, sin miedo, casi perversa.
—Demos entonces una vuelta alrededor de la casa, y así se convencerá de que no
hay nadie —respondió Michela.
Creía que había vencido y era feliz. Roberto volvería aquella noche a casa y se
quedaría allí: había dado su palabra, y le había estrechado la mano. Era un juego,
pero había que cumplir las reglas.
Roberto dudó. Irene dormía en aquella casa; tal vez el ruido del motor y la luz de
los faros ya la habrían despertado. Sería chocante si salía y le veía con otra mujer.
Pero no le importó nada y puso rápidamente en movimiento el coche. Alrededor de la
casa en que aparecía escrito el letrero de «Carpintero», no había carretera ni sendero;
crecían yerbajos, y había hoyos y basura desparramada. El coche dio tumbos sobre
semejante terreno, con las luces largas encendidas que hurgaban entre las hileras de
hierba, despertaban a los insectos en sus madrigueras e iluminaban latas vacías de
sardinas o de carne, y flores verdosas de largo tallo inmóviles en el quieto aire de la
noche. Michela también temía que aquella mujer, Irene, pudiese despertarse y salir
creyendo que Roberto había ido a buscarla. Pero el pensar —cosa ahora evidente—
que nadie vigilaba la casa y que había conseguido convencer a Roberto, le alejó el
malestar que sentía.
Además, aquello duró menos de un minuto; una vez que hubieron dado la vuelta a
la casa, Roberto volvió al camino y en seguida se hallaron en la carretera. Él
permaneció en silencio hasta que llegaron ante el sendero que conducía al chalé. Se
detuvo un momento ante el camino, dudando, y luego puso el coche al paso.
—Está bien; usted ha ganado —dijo. Se paró delante de la verja—. ¿Tiene la
llave? —le preguntó, aunque la pregunta era innecesaria, pues ella debía tenerla, ya
que había salido para verse con él—. Yo he perdido la mía con tanto ir de hotel en
hotel.
Entre las altas plantas del sendero, la luna conseguía penetrar, cual vedijas
argentadas. Ella le entregó en silencio la llave que había sacado de su bolso. Era un
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momento importante y no quería estropearlo con ninguna palabra equivocada;
comprendía que Roberto sufría, que volvía a casa sólo para mantener la palabra dada,
el apretón de manos de antes, el juego de ambos.
Roberto abrió la puerta de la verja, condujo el coche hasta la mitad del jardín y lo
dejó allí.
—Deberemos pasar por la cocina —explicó ella, casi ruborizándose—. Antes he
salido a escondidas por el huerto…
Él pareció que no oía; había encendido un cigarrillo y callaba. Emanaba
nerviosismo y miedo. Entraron en el chalé por el huerto. El viejo perro salió en
silencio, moviendo la cola y olisqueando las piernas de Roberto. Éste se agachó para
acariciarlo y el animal le lavó a conciencia las orejas con grandes lengüetazos.
—¡Eres de una raza de sucios babosos! —le dijo él con una voz insólitamente
tierna.
Se detuvieron sólo un momento en la cocina para mirarse a la nítida luz de la
lámpara eléctrica. Desde hacía una hora sólo se veían en la penumbra del coche. Él se
quedó mirando: parecía cansado, pero ya no aparentaba tener miedo. Cambiaba de
expresión a cada momento. También se transparentaba admiración hacia ella en
aquella mirada. Al final dijo, sin segundas intenciones, pero sin asomo de felicidad:
—Mañana por la mañana, cuando vea que he vuelto al hogar, mi padre estará
contento.
Llegaron al pie de la escalera que conducía a las habitaciones de arriba.
—¿También usted está contenta? —susurró.
En esta parte de la casa, sólo se veía la claridad de la luz de la luna que entraba
por la puerta encristalada del vestíbulo y lo iluminaba todo.
—Sí —contestó ella, feliz.
Él iba a encender la luz, pero ella se lo impidió.
—No, es mejor que subamos a oscuras; si no, despertaremos a todos.
Michela volvió a notar que se ruborizaba, debido a aquellos encuentros secretos
que Roberto le pedía, aunque fuesen tan inocentes, tan poco sentimentales, y sólo
fuesen para hablar de policías. Después volvió a pensar en Al y, cuando estuvieron
arriba y vio el hilo de luz que se filtraba por debajo de la puerta de la habitación de
éste, se sintió desfallecer.
El rellano daba a dos pasillos, en los que estaban los dormitorios, uno a la derecha
y otro a la izquierda. A la derecha, por el pasillo más corto, donde estaba la
habitación de Al, la oscuridad quedaba apenas rota por una rayita de luz, un hilo
apenas perceptible. Al estaba despierto y ella sabía el oído tan sensible que tenía.
Intuyó que, aun cuando no hiciesen ruido, tal vez él ya les habría oído. Quizá podría
salir al pasillo a ver de qué se trataba. Sintió miedo y preocupación.
—Buenas noches —susurró a Roberto.
Quería escaparse lo antes posible a su habitación.
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Roberto era sensible y se dio cuenta de la agitación de Michela; además, él
también había visto el hilo de luz.
—¿Está ahí su amigo? —preguntó intimidado, tal vez asustado—. Lo siento,
Michela.
Su habitación estaba precisamente al lado del dormitorio del que procedía el hilo
de luz, y ella lo sabía.
—Buenas noches —le contestó.
Alberto les había oído desde que empezaron a subir la escalera. Hubiera podido
apagar la luz para que Michela no se diese cuenta de que estaba despierto y de que
sabía que ella había salido. Pero luego pensó que sería mejor que no. Era mejor que
ella supiese que él había comprendido que había salido a hurtadillas. Aquello
simplificaría las cosas; Michela no tendría que darle demasiadas explicaciones.
Después había oído, junto a los pasos de Michela, los de un hombre. Sólo podía
tratarse de Roberto. Mientras permanecía vestido en la cama, cerró el grueso libro de
astronomía que intentaba leer, en el capítulo dedicado a los asteroides. Qué mundo
tan extraño debía de ser el de los asteroides, esos pequeños planetas, a menudo no
mayores que un islote, una especie de grandes peñascos que desde hacía milenios y
milenios daban vueltas por el cielo. Pero también este mundo nuestro era bastante
extraño. Esa extraña historia de Roberto. Y Michela. ¿Por qué ahora Roberto había
vuelto a casa después dé una quincena de hacer tonterías y dar vueltas por ahí,
estúpidamente, porque tenía miedo de la policía? ¿Acaso ya no tenía miedo? ¿Y por
qué no? ¿O tal vez había vuelto sólo por aquella noche, durante unas horas? Después
se imaginó el porqué: ¿para estar con Michela?
No podía ser. Conocía a Michela: no podía abandonarse así. Pero ¿quién puede
conocer a una mujer? ¿O a un hombre?
Luego, aquel sentimiento de opresión que le había hecho pensar en todas estas
cosas se desvaneció cuando oyó que se abría la puerta del cuarto al lado del suyo, y
oyó cuidadosos pasos de hombre, como de alguien que no quiere hacer ruido. No,
aquello aún no había sucedido. Roberto estaba solo en su habitación, y había vuelto
porque Michela había conseguido hacerle razonar. Claro. Muy claro, pensó mientras
encendía otro cigarrillo. Nadie había conseguido convencer a aquel joven
neurasténico, pero Michela sí. Oyó en la habitación contigua cómo Roberto abría la
ventana; aunque lo hacía en silencio, se le oía igualmente. Había demasiado silencio
en aquel lugar, un silencio total. Incluso oía el chirrido del fuego de su cigarrillo
cuando aspiraba una chupada demasiado fuerte. Un silencio alucinante: tal vez
comprendía por qué el joven se había vuelto tan neurasténico como para esperar que
la policía fuese a detenerlo. De todos modos, ahora no tendría que esperar demasiado.
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El carabinero miró al brigada que estaba detrás de la mesa de despacho, éste miraba
al carabinero y, luego, contemplaba un papel que tenía en la mano. Por la mañana
hacía fresco; por las ventanas entraba un viento suave, junto con el cacareo de alguna
gallina en el huerto. Varios papeles que estaban encima de la mesa, empujados por el
viento, se movían un poco.
—Debía de telefonear desde un bar —dijo el carabinero—; se oía la música de
esas máquinas.
—El juke box —respondió el brigada Varnicaro.
Era delgado, pequeño y, cuando estaba de servicio —y en aquella estación del año
estaba de servicio las veinticuatro horas del día—, tenía ojos malvados.
Siguió, en tono burlón:
—Ahora sí que lo encontraremos en seguida. Hay algunos millones de bares y
juke box en la zona.
Volvió a leer el papelito:
—«Roberto Arrighi, de Latisana».
Mientras tanto, se preguntaba por enésima vez por qué un miserable, que aún no
sabía quién era, había querido acuchillar al pobre Giannuzzo precisamente en su zona
y proporcionarle todos aquellos quebraderos de cabeza. Pero era un pensamiento
hipócrita: si conseguía detenerlo, constituiría una gran satisfacción. Y él ya tenía
pistas bastante buenas y esperaba llegar hasta el fondo de esas pistas. Pero ahora
aquel papel cambiaba las perspectivas del asunto, y a él no le gustaba cambiar.
Conocía uno por uno a casi todos los habitantes de su zona, sobre todo a los de
más categoría. Los Arrighi se contaban entre éstos, aparte del hecho de que en su
despacho tenía la documentación de dos fusiles de caza y dos revólveres que poseían
en la casa. También había hablado una vez con el profesor Arrighi, en casa del
alcalde de Latisana, creía recordar que un dos de junio. Conocía al hijo del profesor
por el coche americano, aunque también por otro pequeño asunto, que ahora acudía a
su mente; es decir, porque desde hacía algunos años iba con la hija de Romeo Prasin.
De vez en cuando él echaba una ojeada a ese Prasin, que había cumplido diez años de
condena por homicidio, pues en la cárcel se adquieren malos hábitos. Pero, hasta el
momento, Romeo Prasin había obrado con rectitud.
No era de muy buen gusto que un joven de buena familia como Roberto Arrighi
saliese con la hija de un hombre como el tal Prasin; pero, al pensar en Irene Prasin, él
comprendía perfectamente que un hombre que tenía menos de treinta años, muchos
menos, podía encapricharse de una muchacha como aquella. En el pueblo, incluso
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había oído decir que Roberto Arrighi se había comprometido con Irene, y que se
casaría con ella, pero las ovejitas que él administraba tenían mucha fantasía, como lo
demostraba también aquel papelito en torno al cual seguía pensando, como un
arqueólogo alrededor de un resto de un jarrón que no sabe aún si pertenece a una
vasija antigua o si se trata de alfarería sin valor.
—¿Qué es lo que te ha dicho exactamente ese loco por teléfono? —preguntó,
irritado, al carabinero.
—Dijo —contestó el carabinero, entornando los ojos ante la voz de enfado del
brigada, al igual que los gatos cuando tienen miedo de recibir un revolcón—, dijo
que, si queríamos saber algo acerca del asesinato de Giovanni Masetta, se lo
debíamos preguntar a ese hombre.
¿Y qué pintaba en eso?, pensó el brigada. Hacía un cuarto de hora que pensaba en
la relación que podría existir entre el hijo del profesor Arrighi y aquel joven que
había venido de Sicilia para ir a morir precisamente allí.
—Veamos, ¿hablaba en dialecto o en italiano? —preguntó al carabinero.
—En italiano —respondió éste.
No lo esperaba, había pensado que quien había hecho la llamada telefónica
anónima debía hablar en dialecto: alguien del lugar, que quería ir contra «el señor», el
rico del coche americano.
—¿Está seguro de que era en italiano? ¿No había ningún rastro de dialecto? —
siguió preguntándole al carabinero.
Entonces debía tratarse de alguien de la misma clase social de los Arrighi, del
mismo ambiente. El brigada detuvo con la mano una hoja que se había echado a volar
ante una ráfaga de viento más fuerte; luego tomó un impreso del fichero que tenía
delante y comenzó a llenarlo. Se rogaba a Roberto Arrighi, de Latisana —el
carabinero sabía muy bien dónde estaba el chalé de los Arrighi— que se presentase
en aquella comandancia para una notificación que le concernía. Puso el sello, la firma
y entregó el formulario al carabinero.
—Lleve esta citación —le dijo—, pero haga las cosas con educación. Limítese a
entregarla.
—Sí, señor —contestó el carabinero. Se metió la hoja en el bolsillo—. ¿Voy
ahora mismo?
—¡No, el año próximo! —estalló el brigada, encontrando el pretexto para
desahogarse un poco—. Y haz pasar a esa desgraciada muchacha, en vez de quedarte
dormido de pie.
Un instante después, el carabinero entraba en el despacho haciendo pasar delante
a Maruzza Masetta, la hermana del muerto; después, saludó al brigada y, con un
suspiro, desapareció lejos de su vista.
El brigada no la miró, ni le indicó que se sentase. Había sacado del cajón de la
mesa —al cabo de treinta años de carrera, aún no tenía una auténtica mesa de
despacho; se la concederían después de muerto, pensaba por lo menos una vez a la
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semana— el expediente «Giovanni Masetta», que ya estaba repleto de papeles, y
volvió a hojear el atestado de «María Masetta», aunque se lo supiese casi de
memoria. Además, le fastidiaba el vestido verde de la muchacha, porque era verde, y
a él le era antipático este color, y porque la muchacha era siciliana como él, y le daba
pena, y él no quería experimentar pena por nadie; arruinaría su trabajo si empezaba a
apiadarse de la gente.
—Siéntate —le dijo al cabo de un rato, de modo más brusco de lo que hubiera
sido lógico para la pena que experimentaba.
Maruzza se sentó. Tenía el rostro sombrío, como de piedra, y el brigada, que
había nacido en la misma tierra, sabía qué significaba aquella expresión. Odio. Un
odio oscuro, total.
—¿Has pensado en lo que te dije el jueves? —le preguntó.
Recordaba cuando la muchacha vino allí por primera vez, la semana anterior,
vociferando el nombre del asesino de su hermano, inclinada al principio sobre su
mesa y luego erguida, con los puños cerrados hacia arriba, agitados por un temblor
epiléptico, mientras repetía aquel nombre.
Ella le respondió en dialecto, sabedora de que la comprendían.
—No tengo necesidad de pensarlo. Lo que dije, dicho está.
—¡Miserias, eso es lo que dijiste! —gritó el brigada, y golpeó con el puño sobre
la mesa, aunque sabía que a ésa que estaba ante él con cara de odio no la asustaría
nadie; el odio no tiene miedo de nada—. En cambio, hay que pensar las cosas —él le
hablaba casi en italiano para establecer las distancias—. No estamos aquí para hacer
el payaso —seguía gritando—. Ya os conozco. Al principio, habláis; luego, cuando
llega el juicio, os entra miedo, os retractáis de todo, y comenzáis a haceros los locos:
«Yo no sé nada; no he dicho nada».
Agarró varias hojas del atestado «Maria Masetta» y las arrojó con rabia encima de
la mesa.
—Has dicho lo que está escrito aquí y lo has firmado, pero te aseguro que, si
durante el juicio, dices que nada es verdad y permites que haga el ridículo, no te
dejaré en paz durante el resto de tu vida; te haré lamentar el día en que tu madre te
trajo al mundo.
Maruzza permanecía impasible, sin atemorizarse. Tampoco sonrió; sólo los ojos
se le oscurecieron aún más debido a una siniestra sonrisa de sarcasmo.
—Lo que dije, dicho está —repitió—. E incluso en el infierno lo diría, delante del
diablo.
Aquello era lo que el brigada quería, esa mortal determinación. Pero, para estar
seguro, hizo aún otra prueba. Cambió el tono de voz, y se puso suave, paternal.
—¿Sabes qué sucederá en cuanto arreste a ese pillo? —le preguntó—. ¿Sabes lo
que te pasará?
Maruzza se encogió de hombros.
—Pues óyelo, hijita, si no lo sabes.
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El brigada hablaba ahora en voz muy baja, aunque sabía que ella le oía.
—Primero, te mandarán a alguien para que te diga que debes retractarte de todo el
lío que está escrito aquí; que debes decir que has hecho esta denuncia por odio, pero
que nada es verdad, y que si te retractas, te darán un montón de dinero.
Los ojos de Maruzza reían de desprecio; esto era precisamente lo que él quería.
—Tú, naturalmente, dices que no, porque no te vas a dejar pagar por el asesino de
tu hermano. Pero, entonces, al cabo de poco, te mandan a otro, y ese otro te dice que,
si no retiras la denuncia, puede ocurrirle algo malo, por ejemplo, a tu madre o a tu
hermanita menor. ¿Sabías ya que te harán ese razonamiento?
La cara de piedra se movió un momento en una mueca de desprecio. Si, ella ya
sabía que lo harían así.
—¿Y qué harás, si te hacen semejante proposición?
Como en un animal salvaje, las aletas de la nariz de Maruzza se dilataron un
instante a causa del odio.
—Les diré que pueden matarme a mí, a mi madre, a mi hermana pequeña y a mis
dos tías, pero que ese hombre debe acabar en prisión y pudrirse vivo en la cárcel
durante toda la vida.
Eso es; aquello era exactamente lo que quería el brigada: el odio al rojo blanco.
Es más: sólo de este modo se podría hacer justicia.
—Díselo así —le contestó—, aunque hay que tener valor para decir ciertas cosas.
Si, por ejemplo, tu hermana desaparece y te hacen saber que, si quieres volver a verla
viva, debes retirar la denuncia, ¿qué harás?
—Nada. No retiro la denuncia.
No dudó ni siquiera un instante en responder.
Al llegar a este punto, el brigada estuvo seguro de que Maruzza no se echaría
atrás, que llegaría hasta el tribunal para repetir las mismas cosas delante de los jueces.
Ahora hacía falta alentar un poco a la muchacha.
—Nosotros te protegeremos, Maruzza —le dijo—. Los carabineros de tu pueblo
ya están avisados para que abran los ojos, y no les sucederá nada malo a los tuyos;
pero tú no debes asustarte si te hacen amenazas. Es más, deberás venir en seguida a
avisarme, a ayudarnos a meter en la cárcel a todos esos bribones.
Los ojos de Maruzza le dijeron, y casi se lo gritaron, que le ayudaría.
—De todos modos —añadió el brigada— volvamos a leer juntos tu denuncia,
porque no debe haber la menor equivocación: sólo ha de reflejar la verdad; si se ha
añadido algo más por odio, por venganza, ellos se aprovecharán para decir que todo
es falso. Lo que aparezca escrito aquí debe ser verdad palabra por palabra. No me
escondas nada, Maruzza, pues, de lo contrario, te arriesgas a no poder vengar a tu
hermano.
—Lo juro —contestó ella, con los labios medio cerrados a causa del odio. Quería
decir que juraba acerca de todo lo que estaba escrito en aquellas hojas y que ella le
había contado cuando llegó allí por vez primera.
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—Entonces, escucha —dijo el brigada, mientras hojeaba los folios que tenía ante
sí—. Tú, hace dos años, conociste a un tal Salvatore Stavardone, os hicisteis amigos
y, durante algún tiempo, todo fue bien.
—Es cierto —coreó Maruzza.
—Después, este Salvatore —añadió el brigada resumiendo el texto del atestado—
te hizo extrañas proposiciones. Te dijo que eras una muchacha muy bella, que aquí,
entre nosotros, no se te valoraba y que te quería mandar a América, donde tiene
amistades que te podían ayudar. Podrías hacer de maniquí, te dijo, de modelo
publicitaria. En Nueva York, e incluso en Hollywood.
—Quería venderme —comentó Maruzza.
—Eso es —respondió el brigada—; tú comprendiste que era algo deshonesto, y le
dijiste que no.
—Es cierto —siguió ella. Parecía que dijese: «Lo juro».
—Sin embargo, entretanto, ese Salvatore se había hecho amigo de tu hermano
Giannuzzo y le había dejado bastante dinero.
—¡Se lo regaló! —estalló ella con odio—. Giannuzzo no sabía nada, nunca
hubiera tomado una lira de aquel desgraciado. Era él quien le daba el dinero y le
decía: «Toma, Giannuzzo; yo soy muy rico», y se reía; mi hermano era un poco
ingenuo y se lo aceptaba. Pero aquel dinero era regalado, no prestado. Giannuzzo no
podía tomarlo a préstamo porque nunca hubiera podido devolverlo.
—Bien —exclamó el brigada; hojeaba el expediente y miraba a la vez a Maruzza.
Casi sentía cómo el odio de ella le envolvía, como una ola espesa, viscosa—. Sin
embargo, este Salvatore —tenía el vicio de decir siempre «sin embargo», pero nunca
se había dado cuenta y nadie osaba decírselo—; sin embargo, este Salvatore un día
fue a verte, te dijo que le había dado a tu hermano medio millón, y que quería que se
lo devolviera, pues lo necesitaba. Sin embargo, si tú te ibas a América, tal como te
había pedido, renunciaría a la devolución.
—Es cierto —respondió Maruzza.
—Por el contrario, si tu hermano no le devolvía el dinero —siguió el brigada— y
tú no te ibas a América, haría que le rompieran los huesos a Giannuzzo.
—Es cierto.
—Entonces tú le dijiste a Giannuzzo que huyera al Norte, que se escondiese por
aquí, donde Salvatore no pudiera hacerle nada. Sin embargo, cuando éste supo que
Giannuzzo había huido, vino a verte y te dijo que, al principio, sólo quería darle una
paliza a tu hermano; pero que, como ahora había huido, y le hacía pasar por tonto, iría
en su busca, le encontraría y le clavaría su navaja hasta la empuñadura.
—Es cierto.
—Entonces tú te espantaste y le dijiste que, si se esperaba, le devolverías poco a
poco aquel dinero. Pero ese Salvatore te respondió que ahora ya no se trataba del
dinero, sino de que él, Salvatore, había perdido el prestigio. Y que el único modo de
arreglar «la cosa» era que tú partieses para América e hicieses lo que él quería, pues,
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de lo contrario, sus compañeros de Estados Unidos le dirían que les había enredado y
le quitarían de en medio como si fuese basura.
—Es cierto —siguió Maruzza—, pero le dije que no.
—Eso es; tú le dijiste que no, que no ibas a América porque no habías perdido el
honor hasta ese punto. Y entonces él te dijo: «O vienes a América, o cómprate en
seguida un vestido negro porque pronto tendrás que ponértelo por tu hermano».
—Eso dijo —observó Maruzza—. Y así ha sido. Lo dijo y lo mató. Pero ahora
debe ir a la cárcel. Para toda la vida.
El brigada pensó que podía fumarse un cigarrillo. Lo sacó del cajón de la mesa y
lo encendió.
—Eso es lo que sucederá —añadió después lentamente—, si tú no retiras la
denuncia.
—Nunca.
—Lo encerraremos —repitió el brigada—, porque ese Salvatore Stavardone, tal
como tú pensabas, vino al norte de Italia y, hace tres semanas, estaba en un hotel de
Venecia. Venecia está aquí cerca, no muy lejos del lugar donde han matado a tu
hermano. Y hasta hace tres días ese Salvatore aún estaba en Venecia y, aunque ahora
no sepamos dónde está, lo detendremos en seguida de igual modo. Pero tú no debes
retirar nunca la denuncia, suceda lo que suceda. Si esas cosas que me has dicho son
ciertas, no la debes retirar nunca.
—Nunca.
Fue como si aquel nunca estuviese grabado en mármol, en bronce, para toda la
eternidad.
El brigada se levantó, dio la vuelta a la mesa; luego se volvió hacia ella, con las
manos a la espalda, con el cigarrillo encendido, pequeño pero orgulloso y exhalando
energía de aquel uniforme que siempre vestía correctamente. La mañana era
espléndida; le hubiese gustado dar un paseo hasta el mar, quedarse en la pineda y no
pensar en nada. Pero en su oficio había cosas que nunca se conseguían hacer. Volvió a
sentarse detrás de la mesa, echó la ceniza del cigarrillo en el platito desportillado de
cerámica que le hacía las veces de cenicero y añadió en tono paternal:
—Ahora hablemos de otra cosa, Maruzza.
Miró cómo respondía que sí con los ojos, sin moverse; continuaba siendo de
piedra.
—Debes decirme cómo te las arreglas para vivir aquí.
Como los ojos no le contestaron, hizo entonces la pregunta explícita, aunque
fuese inútil:
—¿Trabajas?
Los ojos de la muchacha le dijeron muchas cosas: que no trabajaba, que cómo iba
a poder trabajar, si nadie le daba trabajo.
—Maruzza —continuó el brigada, mirando ahora hacia la ventana, porque
conocía el morboso orgullo de aquellas mujeres—, en esto debemos tener cuidado.
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Esa gente dirá que tu denuncia no vale nada, porque, según ellos, tú eres una mujer de
baja estofa. Tratarán de quitarte la honra, porque así podrán decir que se trata de una
denuncia de una mujer sin honor y que no puede ser cierta. Olvidemos lo que hacías
en Sicilia…
—Yo no hacía nada —dijo ardorosamente Maruzza.
—Sí, Maruzza, nada; pero ellos te atacarán igual.
El brigada ya había recibido el informe de los carabineros del pueblo de Maruzza.
La muchacha no había hecho gran cosa, era más el ruido que las nueces; pero, en
resumen, tenía que mantener a la madre, a la hermana pequeña y a dos tías, y no
estaba lo que se dice sin mácula.
—Sin embargo, es necesario que aquí no hagas nada que puedan reprocharte.
Trata de comprenderlo, Maruzza. Si ellos consiguen probar que llevas aquí mala vida,
dirán que quién eres tú para hablar de moralidad, y entonces tu denuncia sólo vale la
mitad de la mitad. Ya sabes, a ciertas mujeres no se les otorga el menor crédito,
aunque digan la verdad.
Volvió a mirarla de hito en hito y le hizo una pregunta más directa:
—¿Cómo te las apañas para salir adelante?
Fue la única vez que ella dudó en contestar. Luego lo dijo claramente:
—Tengo un hombre.
El brigada torció el gesto. Eso era precisamente lo último que hubiera querido oír.
—Escucha, Maruzza: tú no tienes residencia aquí —trató de explicarle—. Para
quedarte aquí, debes demostrar que puedes mantenerte por ti misma, con tus medios,
si los tienes, o con tu trabajo, o de una forma honesta. De lo contrario, me veré
obligado a hacerte la hoja de ruta y mandarte a tu pueblo.
—Tengo un hombre —respondió Maruzza—; un hombre honrado.
El brigada olvidó ya su paternalismo y se enfadó:
—Una muchacha no tiene un hombre, ¿cómo quieres que te lo explique? Una
mujer, o tiene un marido, o vive en casa de sus padres, o trabaja, y tú no haces
ninguna de esas cosas.
Entonces, los ojos de Maruzza empezaron a dulcificarse. Las dos piedras, negras
de odio, se dilataron rápidamente, se suavizaron y se transformaron en dos lagos de
luz.
—Nos casaremos —dijo.
El brigada comenzó a abrir la boca con la intención de gritar, pero no lo logró. Se
quedó con la boca medio abierta, mirándola, titubeando entre el deseo de dar un
puñetazo sobre la mesa y soltar una palabrota, o apoyarse en la silla y mover la
cabeza sin decir nada, resignándose a lo absurdo. Después se recobró:
—Maruzza, tú eres una mujer que ya conoce a los hombres —le explicó casi con
indulgencia—. ¿Quién te ha dicho que va a casarse contigo?
—Uno —exclamó ella, y se encogió de hombros.
—Está bien, uno. ¿Y tú crees que se casará contigo?
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—Sí.
—¿Y por qué?
—Porque sí.
El soporte donde estaban los sellos de goma se estrelló en el suelo como un
proyectil debido al violento puñetazo que el brigada dio sobre la mesa.
—¡A mí no me respondas «porque sí», Maruzza! Ya tengo bastantes mujeres de la
calle en mi zona, sin necesidad de importarlas de otras provincias. Y esa historia de
que tienes a alguien que va a casarse contigo, se la cuentas a tu abuela, pero a mí no.
Se pasó el dedo índice por la frente:
—Aquí no tengo nada escrito, como creéis tú y las otras como tú.
Maruzza miró con desdén los sellos y el portasellos que habían rodado por el
suelo.
—Usted no debe insultarme, brigada.
El brigada había recargado las tintas de la escena de cólera, a fin de que ella
reaccionase y entonces él pudiese comprender si decía la verdad. Ahora hizo una
pausa, tocó el timbre y, cuando entró un carabinero, le dijo que recogiese los sellos y
los pusiera otra vez encima de la mesa. Cuando éste se fue, continuó, como si aún
estuviese encolerizado:
—Bien, sigamos; hay uno que se casará contigo, es decir, tienes novio. Está bien.
¿Cuándo le has conocido?
—Cuando llegué aquí, el mismo día.
Ni siquiera hacía una semana, pensó el brigada. Apretó los dientes; no le gustaba
que le tomasen el pelo. Siguió:
—Ah, entonces os conocéis hace mucho. Y él, ¿qué sabe de ti?
Maruzza mantuvo su mirada.
—Todo —contestó. Después bajó los ojos—. Incluso lo que no saben ni usted ni
mi madre.
Entonces el brigada empezó a comprender que tal vez ella no quería engañarle.
—¿Y se casa contigo de todos modos?
Los ojos de la muchacha, grandes, húmedos, dijeron que sí, con orgullo.
—¿Y tú le crees?
Los ojos de ella se burlaron de él, casi con desprecio, sin miedo. Sí, le creía, le
dijeron aquellos ojos. Y tenía compasión de él, que no acababa de creerlo.
El brigada comprendió aquel lenguaje.
—¿Y cuándo os casaréis?
—En cuanto acabe el luto por la muerte de mi hermano.
—Dentro de un año —comentó el brigada, y movió la cabeza—. Mira, Maruzza,
yo no tengo la paciencia de un santo. Ése te deja plantada dentro de quince días, o tal
vez antes; luego, encuentras otro, y así vas tirando, y cada vez dirás que se trata de tu
novio y que se casará contigo. Y si obras así, tu denuncia valdrá menos que esa colilla
que está encima del platito, y yo te devuelvo a tu pueblo en el primer tren.
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—Ése no me planta —respondió Maruzza. Sacó del bolsito una tarjeta—. Ya no
estoy en el hotel, porque se me acabó el dinero y no tenía ni siquiera para comer.
Entonces él me llevó a su casa. Ahora vivo aquí —le entregó la tarjetita. En ella sólo
había escrito: «Lignano, calle Tolmezzo».
—Si cambiaste de domicilio, debías habérmelo avisado —advirtió el brigada,
manoseando la tarjeta con nerviosismo.
—Y eso es lo que hago, avisarle —le respondió Maruzza—. Me lo dijo él; que le
comunicara que vivo allí.
Desde hacía unos instantes el brigada había dejado de pensar que la chica quisiese
hacerle creer que tenía novio, y además quién sabe la clase de prometidos que
encontraría, con la playa llena de soldados americanos, que no razonaban cuando
veían a una morena como aquélla. Desde hacía unos momentos comenzaba a pensar
en dos hipótesis nuevas: o que Maruzza se había enamorado como una estúpida y se
tragaba todas las promesas que el tipo le hacía, incluida la de casarse con ella
(algunas veces las más experimentadas eran las más ingenuas); o bien que de verdad
había encontrado a alguien que hubiese perdido la cabeza como para casarse en serio,
aun después de haberle confesado ella todas sus cosas; lo cual, tal vez, no era mucho,
porque Maruzza no estaba corrompida, aunque sí lo suficiente. Entonces le gustaría
echar un vistazo al tipo que iba a casarse con ella, pues éste sólo podía ser un
americano, pensó, o un alemán, ya que sólo los americanos o los alemanes podían
hacer de aquel modo la vista gorda.
—¿Y quién es ése que va a casarse contigo? —le preguntó—. ¿Cómo se llama?
De nuevo se dulcificaron los ojos de Maruzza.
—Se llama Giovanni, como mi hermano.
No, no se trataba de un americano.
—¿Alguno de tus paisanos que has encontrado aquí? —inquirió.
Había bastantes meridionales en aquella zona. Pero era muy poco probable que se
casaran con una como Maruzza.
—No —contestó la chica; ahora la voz era dulce—. Es uno de Venecia que
trabaja aquí.
Ah, uno del lugar, pensó el brigada.
—¿Y qué trabajo hace?
—Es el conductor del ómnibus —respondió Maruzza.
Volvió la mirada hacia la puerta cerrada, una mirada de una dulzura casi lánguida.
—Está ahí fuera esperándome —concluyó.
A su vez, el brigada miró hacia la puerta. Reflexionó un instante.
—Maruzza, es preciso que yo hable con ese hombre —dijo—. Debo asegurarme
de tu buena conducta mientras estés aquí.
—¡Pues háblele! —respondió ella con orgullo—. También él quiere hablarle. Ha
dicho que quiere avalarme.
Desde la ventana que daba al jardín, Alberto, que se había asomado un momento, vio
al joven carabinero que llegaba y se detenía delante de la verja. Entonces se quedó
observando. Michela y su padre, con Roberto y Sebastiano Arrighi, estaban en el
mirador. Los había dejado cinco minutos antes, porque debían salir todos juntos a dar
un paseo y había ido a ponerse unos zapatos más fuertes. Aquella mañana las cosas
habían sido un poco difíciles con Michela, pero sólo durante los primeros cinco
minutos. Él fingió no saber que ella había salido la noche anterior con Roberto, y ella
había fingido que la cosa era así. Después había sido Roberto el personaje principal,
no porque hablase mucho, sino porque su regreso había hecho feliz a Sebastiano
Arrighi y a ese mastín gruñón de Silvestro Loré, que demostró al joven hijo pródigo
que su vuelta había sido lo más razonable y «exacto», le repetía, que hubiera podido
hacer. Roberto parecía estar de acuerdo, aunque a él, a Alberto, no le había parecido
muy tranquilo; los neurasténicos nunca lo están. Ahora, después del almuerzo, y tras
la siesta, se habían vuelto a reunir todos en el mirador y proyectaban ir a estirar las
piernas por la orilla del río. Un sereno paseo familiar.
Que tal vez no lo sería, pensó Alberto, al observar cómo el carabinero tocaba el
timbre. El sonido llegó hasta el mirador, si bien desde este sitio no podían ver quién
tocaba el timbre. Así, aún durante unos minutos, todo seguiría en calma y con un aire
familiar, incluso algo aburrido. He aquí a la criada que atraviesa el jardín seguida por
el viejo perro, que intentó ladrar al primer ring ring, y que, al cabo de poco, se quedó
silencioso, convencido de la inutilidad de sus ladridos; el animal se limitó a acercarse
hasta la reja para ver de quién se trataba. Y fuese quien fuese, lo observaría con
indiferencia, sin hostilidad y sin alegría; y así lo hizo, en efecto, mientras miraba al
carabinero y se sentaba acto seguido, muerto de cansancio, al tiempo que la criada
hablaba con el visitante.
Aunque Alberto no lo oía, podía repetir las palabras que intercambiaban los dos,
la criada y el carabinero, ambos a cada lado de la reja:
—¿Vive aquí el señor Arrighi Roberto?
No Roberto Arrighi, sino Arrighi Roberto.
—Sí —contestó la criada; luego, aunque dudase al principio, la vio abrir la
puerta.
—¿Está en casa? —preguntó el carabinero.
—Sí —respondió la criada.
—Debo entregarle un papel de parte de la Comandancia —decía el carabinero.
El sol ya no pegaba contra las ventanas del despacho y el brigada se dirigió a abrir las
persianas. Seguía haciendo calor; el aire continuaba siendo pegajoso, denso, pero por
lo menos ahora había un poco más de luz. Un carabinero, sentado ante la máquina de
escribir, golpeaba despacio las teclas.
El brigada miró un momento por la ventana, mientras se secaba el sudor del
cuello; luego contempló a Roberto en una silla cerca del mecanógrafo y a
continuación volvió a sentarse delante de la mesa.
—Hay un par de cosas que se deben aclarar —dijo. Hacía más de una hora que
permanecía aclarando un montón de cosas que hasta le parecían demasiado claras,
pero en su oficio había que ser muy meticuloso—. Mejor dicho, tres —continuó—.
Cuando usted conoció a aquella muchacha, en Sicilia, debió haber comprendido que
no se trataba precisamente de una muchacha de buena familia. ¿Me entiende? ¿O tal
vez pensó que se trataba de una chica con la que hubiera podido casarse?
—No —respondió Roberto decidido. Ya no sudaba. Durante la primera media
hora sudó de calor y angustia. Ahora ya no le afectaban el calor ni la angustia; es
posible que se hubiese resignado—. No pude decir nada acerca de ella porque la
conocía demasiado poco, pero comprendí que…
—¿Qué comprendió?
El mecanógrafo dejó de escribir y esperaba. Roberto, haciendo un esfuerzo,
murmuró:
—Que estaba acostumbrada a los hombres.
El brigada insistió:
—¿Y qué le hizo comprenderlo?
Roberto miró hacia la ventana.
—La conocí por la mañana —dijo— y aquella misma noche ya me fui con ella.
El brigada asintió: era lógico.
—Entonces, y perdone —siguió—, ¿cómo es que cuando el hermano de la
muchacha llegó desde Sicilia pretendiendo que usted se casase con su hermana, no le
contó eso, y se dejó, en cambio, impresionar por sus exigencias?
—Traté de hacérselo comprender —respondió Roberto. Había dejado de temblar
hacía poco. Hasta algunos minutos antes, le temblaban las manos y tuvo que
apoyarlas contra las rodillas—. Pero no se le puede decir a un hombre que su
hermana es una muchacha poco formal. Él gritaba que le había quitado la honra a su
hermana y yo no sabía qué responderle, a menos que no lo hiciese con malos modos.
—Yo… —dijo Romeo Prasin, pero no continuó. Los años de cárcel y de vigilancia
especial le habían enseñado a no hablar nunca el primero con aquella gente.
Alberto ya lo había estudiado un poco, antes, mientras dormía. En la Escuela de la
Policía ya había visto, en fotografías de libros, o personalmente en las cárceles, a
tipos como aquél. Tendían a desaparecer, explicaba el profesor de antropología
criminal. En otros tiempos, el delincuente, el homicida, presentaba un patrón físico de
delincuente, de homicida: exactamente como aquel tipo, Romeo Prasin. Hoy los
delincuentes, incluso los de baja estofa, podían tener cualquier tipo y pertenecer a
cualquier categoría social. No obstante, Romeo Prasin era de la vieja escuela. Su
rostro y todo su físico podrían ilustrar un libro de Lombroso, de igual modo que una
rosa puede ilustrar un libro de floricultura.
—Siéntate —le ordenó Alberto.
En una mañana fresca y hermosa como aquélla, después de la tormenta nocturna,
era una pena perder el tiempo conversando con aquella especie de hombre. Pero no le
quedaba otro remedio. Loré le había dado órdenes. Michela se había ido de paseo con
Roberto —probablemente a la playa de Lignano— y él entonces fue a visitar al
brigada. El brigada Varnicaro no era una compañía agradable como hubiera podido
serlo Michela, pero tenía que aguantarse. Hojeó el sumario «Giovanni Masetta», y el
brigada le indicó en primer lugar a Romeo Prasin. Tanto si robaban una gallina como
si mataban a un hombre, Romeo Prasin, al ser el ex presidiario más notorio de la
zona, era inscrito en seguida en los expedientes. Pero, como era natural, no podía ser
culpable de todo. No obstante, Alberto se había fijado en Romeo Prasin con una
especie de intuición irracional. Pidió la dirección de aquel ilustre personaje y fue a
interrogarle. Encontró la casa abierta de par en par, como casi siempre, sobre todo
porque, con lo que había en ella, no valía la pena cerrarla; y a Romeo Prasin dormido
sobre el catre, vestido y rezumando vino, en medio del caos de aquel cuchitril. Un
magnífico espectáculo.
No hacía falta preguntarle quién era. No podía ser otro que Romeo Prasin, pero
había que respetar los formulismos.
—¿Cómo te llamas?
—Romeo Prasin.
A través de las hendiduras de los ojos, el gorila estudiaba al temible enemigo,
para no irritarlo. Nunca se debía enojar a aquella gente.
—¿Has cumplido una condena de diez años por homicidio?
—Sí, señor.
—¿Me puede llevar un trecho por la carretera? —le preguntó el joven al llegar.
Alberto le abrió en silencio la portezuela y el muchacho subió rápidamente. Tenía
el rostro seco, sin una gota de sudor, y un perfil duro y noble, a pesar de la pobreza
del traje; los ojos apenas se le veían porque tenía los párpados bajos, pero el poco que
se veía tenía algo de felino, tal vez una voluntad salvaje y felina.
—¿Dónde tienes que ir? —le preguntó.
En aquella zona había muchos meridionales, que trabajaban duro y desempeñaban
cualquier oficio. Aquél era uno de ellos.
—A Lignano Sabbiadoro —respondió el joven.
—También voy yo —le dijo Alberto.
No era verdad, pero, por el momento, no tenía ningún lugar adonde ir y le
complacía ahorrar a aquel pobrecillo otra caminata, porque le había visto los zapatos
casi deshechos; debía de haber caminado durante horas y horas. Al cabo de un
momento le preguntó:
—¿Buscas trabajo?
El joven se volvió para mirarlo, abriendo sólo un poco los párpados. Tal vez
estaba cansado.
—No —respondió—; ya tengo trabajo.
Por su forma de responder, amable pero demasiado pausada, Alberto comprendió
que era bastante arisco y que no quería que le hiciesen preguntas. Pero él, al igual que
Loré, posiblemente estaba intoxicado por su oficio de policía.
—¿Qué trabajo haces? —le preguntó.
El joven miraba la carretera que se extendía ante ellos. Estaba pensando: déjeme
tranquilo, señor, que no tengo demasiada paciencia. Luego murmuró:
—De zapatero.
Después pensó: «Hace de zapatero. Giuliano Pappalettera, zapatero. Pero ahora
ya no lo haré nunca más».
Habían llegado ya al paseo marítimo de Lignano Sabbiadoro. La playa se
despoblaba; todos se iban a comer, atravesaban la calle delante del coche, en
albornoces, en slips, en bikinis con una toalla de colores en la mano, y entraban en los
hoteles o en las pensiones que estaban exactamente allí delante.
—Dime dónde debo parar —le dijo Alberto.
Giuliano Pappalettera pensó: «En casa de Maruzza». Después respondió:
—Donde está la fuente, en la plaza.
Aquella mañana, en Hamburgo, el sol salió algunos minutos después de las cuatro y
cuarenta. Apareció detrás de las nubes bochornosas de aquel día gris de julio, y
Gertrude Leuter, la ingeniero Gertrude Leuter, veía desde la ventana la grisura del
alba que se hacía más clara, casi opalescente y, gracias a esto, supo que el sol había
salido. Abajo, en la calle, ya había varias señales de que la ciudad empezaba a
despertarse: pasó el primer trolebús que iba a la estación con su ruido apagado de las
ruedas sobre el asfalto. Una prostituta volvía a casa —vivía en el edificio de enfrente,
y Gertrude ya la había visto otras veces— y el repiqueteo de sus zapatos de altísimo
tacón había resonado por toda la calle en el silencio del amanecer. Pasaron dos
hombres con mono que llevaban una larga escalera, y el policía nocturno había hecho
su última ronda.
Gertrude no durmió en toda la noche y estuvo casi siempre en la ventana, de la
que sólo se apartaba para coger cigarrillos o para beber agua. Ludwig se había
marchado hacia las dos, mientras bostezaba y le decía:
—No te preocupes…
Después del amor, Ludwig bostezaba demasiado; aquella noche ella pensó que
debería de preguntar a un psicoanalista, conocía a un par de ellos, si aquellos
bostezos eran simplemente de sueño, o si tendrían algún significado. Antes de unirse
para toda la vida, una pareja tiene que conocerse bien y tratar de descubrir si entre
ellos hay algo que no marcha. Gertrude había pensado bastantes veces en ese
problema: si sucedía que Ludwig no bostezaba con otra mujer, y con ella sí, aquello
podría ser un signo negativo.
Pero aquella noche, ésta no había sido su principal preocupación. Lo más
importante había sido Yanús, como ella pronunciaba Giannuzzo, y la citación que
había recibido para presentarse en la policía aquella mañana a las nueve. Ludwig
pudo saber, a través de un amigo suyo que trabajaba con la policía, que la llamaban
para interrogarla —por cuenta de las autoridades italianas— acerca de la muerte de
Yanús. Gertrude sabía que no se pronunciaba Yanús, pero tenía que hacer un esfuerzo
para pronunciar Giannuzzo.
Era esto lo que la había mantenido despierta; no podía negarlo, aunque la
humillase un poco. Nunca había habido nada que le hubiese impedido dormir siete
horas seguidas; siempre se despertaba en la misma posición en que se había dormido,
boca arriba, con las piernas juntas y los brazos abiertos. En cambio, aquella noche,
hasta aproximadamente la una, estudió con Ludwig la situación, y Ludwig, que era
abogado, le explicó meticulosamente cómo debía responder, qué cosas debía revelar
Gertrude Leuter llegó una mañana lluviosa, muy puntual, a Latisana. Alberto, que
estaba esperándola, reconoció en seguida a la joven en traje sastre gris, con una falda
muy corta, sin sombrero ni guantes y con una gran bolsa amarilla de cuero.
El hecho de que Gertrude Leuter aceptase ir a Italia para ser interrogada lo había
sorprendido un poco. Pero se quedó aún más sorprendido cuando ella le hizo saber
que saldría inmediatamente. Y ahora estaba aquí.
Pero no se encontraba sola. Detrás de ella vio a un hombre con un maletín que
colocó en el suelo, en cuanto bajó del tren, y luego se puso a su lado, rígido, también
ella estaba rígida, y miraban con rigidez a su alrededor, casi altaneramente. Entonces
Alberto se acercó a los dos. Habló en alemán. No creyó necesario preguntarle si era
Gertrude Leuter, porque era como si llevase un letrero en el pecho con su nombre
escrito; sólo podía tratarse de una alemana en medio de aquella multitud de
bulliciosos viajeros italianos.
—Le doy las gracias por haber venido; soy Alberto Missaglia, de la Interpol.
Los dos le miraron sin expresión y sin una sonrisa. Gertrude presentó a su
compañero:
—El abogado Ludwig Raungue —dijo. Luego aclaró—: No está aquí como
abogado, sino como amigo mío.
Alberto estrechó la mano del abogado; sabía que con aquella gente no hay que
sonreír durante las presentaciones, sino que se mira fijamente a los ojos, como si se
fotografiara uno. Luego llegó un mozo de cuerda y le encargó que llevase la maleta a
su coche, que estaba aparcado fuera de la estación.
—Antes de acompañarle a ver al brigada Varnicaro, que está al frente de las
investigaciones —le dijo a Gertrude Leuter, mientras iban hacia la salida—, desearía
hablarle yo. Creo que podría serle útil.
Gertrude se detuvo bajo la marquesina y observaba cómo lloviznaba. Después
contempló un instante a Ludwig, quien a su vez había oído las palabras de Alberto y
que le hizo un ademán afirmativo.
—Como usted desee, señor Alberto Missaglia.
El rostro de Gertrude carecía de expresión o podía parecer que tuviese una
expresión altanera. Pero no se trataba de esto. Alberto también había trabajado en
Alemania y sabía que era sólo seriedad. Un alemán serio era, en líneas generales,
rígido, duro e inexpresivo como una máquina parada.
—Si me lo permiten, les acompañaré a un hotel —les dijo indicándoles su coche
—. Luego podríamos quedar citados para hablar.
Volvió rápidamente al chalé. Aún no habían llegado. Tuvo que cenar solo con el viejo
profesor y escuchar sus explicaciones acerca de las lenguas más ignoradas del
mundo. Sebastiano Arrighi no le dejó en paz hasta cerca de las diez, hora en que el
profesor se fue a la cama. A medianoche, el silencio era tan absoluto en la biblioteca
que Alberto experimentó una sensación de malestar. Había dejado de llover y el
silencio era intolerable en toda la casa. Ni siquiera el río que fluía bajo las ventanas
hacía el menor susurro ni tampoco las hojas de los enormes árboles que rodeaban la
casa. No era el silencio, era la nada que precedió a la creación del mundo.
De manera instintiva, intentó quebrar aquel silencio caminando alrededor de la
larga mesa de la biblioteca, si bien el ruido de sus pasos era absorbido
inmediatamente, se hundía en aquella nada sin eco. De vez en cuando tamborileaba
sobre la mesa, pero era una mesa maciza, de casi cuatro metros de longitud, capaz de
soportar docenas y docenas de volúmenes, incluso las más pesadas enciclopedias, y
parecía como si tamborileara sobre un muro de cemento: no se producía apenas
sonido alguno.
Entonces procuró distraerse volviendo a mirar los libros de los estantes que
cubrían las paredes hasta el techo; sacó algunos para hojearlos, aunque para él eran
prácticamente ilegibles. Encontró uno que le hizo sonreír: un millar de páginas de
gran formato, todo el dedicado a la historia de la letra A, desde el primer ideograma
que representaba la cabeza de un toro con cuernos, hasta el Alef hebreo y el alfa
griego. Estaba escrito en alemán y un hombre había dedicado años y años de su vida
al estudio de aquella única letra del alfabeto. Los hombres son increíbles, pensó.
A continuación, descubrió en los estantes el cajón con el tocadiscos y los discos.
El silencio le enervaba tanto que le alivió la idea de poner algo de música. Colocó
sobre el plato el primer disco que encontró y cuando leyó el título se quedó rígido
durante un momento: Morgen.
Bajó el brazo con la aguja y empezó la canción.
En el silencio captaba todos los matices. No era un tema demasiado singular;
tenía el tono nostálgico de tantas canciones alemanas, mitad románticas, mitad
militares. Era del tipo de la antigua Lilí Marlén. Había siempre un momento, pensó,
en toda canción alemana en que se veía a un soldado erizado de armas abrazar a su
muchacha rubia, mientras, sobre el fondo, pasa marcial el batallón que se dirige a la
guerra.
El tocadiscos tenía un mecanismo para repetir el disco, y Alberto pulsó la tecla.
Así, el disco, en cuanto hubo acabado, empezó de nuevo. También subió el volumen
Habían bajado del coche. Giannuzzo se apoyaba con una mano en la portezuela
abierta y parecía escuchar el mar. El mar estaba cerca; Roberto había detenido el
coche casi en la playa. Aun sin luna, la noche del 22 de junio de 1960 era una noche
muy clara.
—¿Dónde vives? —le preguntó a Giannuzzo.
Le sentía jadear, se daba cuenta de que sufría. Le había pegado muy fuerte cuando
llegó al chalé, pero había visto que sacaba la navaja y tuvo que defenderse.
—Allá, cerca del río —respondió Giannuzzo—, con un paisano mío zapatero.
—Te acompaño —le dijo Roberto. Le sujetó por un brazo para sostenerlo.
—Voy a refrescarme un momento la cara con agua —repuso Giannuzzo.
Se agachó en la orilla del mar; esperó a que llegase una ola lenta y larga,
sumergió las manos juntas a modo de cuenco y se echó agua en el rostro.
—Estoy un poco atontado —comentó en su dialecto siciliano apenas italianizado,
para que Roberto lo comprendiese—. Pero estoy contento. Estoy verdaderamente
contento.
Cuando trató de levantarse, él tuvo que ayudarlo.
—Quizá sea mejor que me siente un momento —dijo Giannuzzo tras dar algunos
pasos—. Si descanso un poco, me podré ir a casa. —Miró a Roberto que estaba de pie
—. Pero estoy contento, ¿sabe? Estoy muy contento.
Había repetido durante todo el viaje, desde Latisana hasta allí, que estaba
contento. El dinero que le dio Roberto le puso contento; nunca había visto tanto
junto, y todo suyo, sin preocupaciones. Su voz era baja, ronca, tras la violenta pelea
que sostuviera con Roberto, pero resonaba clara en la desierta playa, inmersa en una
luz fosforescente; parecía un crepúsculo, aunque algo más oscuro.
—Haré que venga al continente mi hermana Maruzza y nos iremos a Milán; en
Milán se puede ganar mucho, es una ciudad de señores.
Ahora hablaba consigo mismo, con las manos entrelazadas en las rodillas, y, de
vez en cuando, miraba hacia arriba, a Roberto que estaba de pie, pero como si no se
encontrase allí.
—Llevaré a Milán a mi amigo Giulianuzzo. Tiene un oficio de oro; hace zapatos
de mujer y por unos bonitos zapatos las mujeres son capaces de robar.
Se golpeó las rodillas con las manos, satisfecho. Se sentía un señor, como cuando
allá, en su pueblo, Salvatore Stavardone le daba dos billetes de diez mil. Entonces, de
repente, se ponía a tratar con aire de señor generoso a los amigos y conocidos, e
invitaba a Vincenzino, a Michele, a Pietruzzo: