Angustia en Niños

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Jun io - Jul io 2005 • Año IV • Número 13

#13 Junio / Julio


2005

SUMARIO
DOSSIER V CONGRESO DE LA EBP
Trabajos presentados en ocasión del V Congreso de la Escuela Brasilera de Psicoanálisis (EBP),
La acción lacaniana en la civilización del objeto a. Ouro Preto 29, 30 de abril y 1 de mayo de 2005.

Una tendencia a la depreciación del El envoltorio de nada en la obesidadn


Por Celia Salles
amor
Por Cristina Drummond
Lo que el psicoanálisis aplicado al
Aplicar el psicoanálisis a la terapéutica tratamiento de la angustia en niños
y acceder al resto como imposibles enseña al psicoanálisis puro
Por Maria do Rosario do Rêgo Barros Por Ana Lydia Santiago

RESEÑA DE LAS MESAS PLENARIAS

Mesa Plenaria 1: Mesa Plenaria 2:


El Nombre del Padre La doctrina del pase
Por Vera Lopes Basset Por Fátima Sarmiento

RESEÑA DE LA CONVERSACIÓN DEL V CONGRESO DE LA EBP

Parte 1 Parte 2
Por Fernando Coutinho Por Bartyra Ribeiro de Castro

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#13 Junio/ Julio - 2005

Lo que el psicoanálisis aplicado al tratamiento de la


angustia en niños enseña al psicoanálisis puro
Ana Lydia Santiago

Durante el Encuentro Internacional del Campo Freudiano, en Buenos Aires (en el año 2000), J.-A. Miller anunció que el único
antídoto que el psicoanalista tiene a su alcance para lidiar con la expansión de las psicoterapias de masas es la formación del
analista. Vale recordar que dicha expansión se refiere al campo de las psicoterapias y no al del psicoanálisis aplicado, pues
aunque el empleo de éste se opere, básicamente, en el campo de la terapéutica, sus presupuestos continúan condicionados
por los principios teóricos y prácticos inherentes a la clínica psicoanalítica. Lacan, en su “Acto de Fundación”, diferencia
psicoanálisis “puro” y “aplicado” en la definición misma de la experiencia de una Escuela de psicoanálisis, situando estas
dos modalidades en el seno de su propuesta de formación del analista. Así, aclara que el psicoanálisis puro no es pero
tampoco se opone al psicoanálisis aplicado. Se trata de dos secciones distintas pero ambas están al servicio de un objetivo de
trabajo indisoluble al de la formación del analista a dispensar, a saber, el del cultivo de una crítica asidua, que denuncie las
desviaciones y los compromisos que amortiguan el progreso del psicoanálisis degradando su empleo.
Desde los tiempos de Freud, la doctrina de la cura y de sus variantes en el tratamiento del pequeño Hans permitió no sólo la
demostración de que el real de la angustia del niño puede ser tratado dentro del dispositivo analítico –respondiendo al interés
terapéutico–, sino que también puede contribuir al aislamiento de precisiones teóricas –por ejemplo sobre la fobia. El caso del
tratamiento analítico de una niña, relatado a continuación, ofrece la oportunidad de pensar lo que resta del trabajo analítico
después del aislamiento del núcleo de goce del síntoma, en la perspectiva de una reconstrucción del síntoma o de un amarre
mínimo que sustente la propia estructura simbólica del sujeto.

El caso
Basta que suene el despertador, a las seis de la mañana, para que se inicie el tormento de una niña de diez años de edad. Es
la hora de levantarse para ir a la escuela. Para Roberta, sin embargo, lo que se despierta, en primer lugar, es un mal-estar
generalizado en su cuerpo: sudor frío, temblores, dolores intensos en el estómago, vómitos, dolor de cabeza, diarrea, y todo
eso sobre un fondo de intensa angustia, descripto por ella como una presión en el pecho que le parece oprimido y vacío al
mismo tiempo, como si todo el miedo del mundo se hubiese alojado allí. Esa breve descripción de la sintomatología que se
desencadena en la paciente a la hora de ir a la escuela, no deja dudas de que, en este caso, es el cuerpo el que padece de ese
gran pánico cuyo único punto de referencia es la escuela. Esto lleva al sujeto a vislumbrar como cura para sus síntomas la
eliminación de este punto de anclaje: “Por favor, no quiero estudiar más”, implora la niña a sus padres, creyendo que la escuela
es la causa de todo mal y, por eso, debe ser barrida de su rutina.
Los padres se inquietan con el semblante abatido de la hija en el transcurso de ese sufrimiento: ella pierde peso cada día y llegó
a adelgazar un kilo en una semana. El pánico de la niña en el momento de ir a la escuela les parece sin sentido, pues ella nunca
antes se angustiaba, al separarse de los padres o al dejar el ambiente familiar. Así, ellos intentan mantenerse calmos durante
sus crisis de pánico diarias y hacen lo que sea necesario para ayudarla: la acompañan, no sólo durante los primeros minutos
del día en que ella está en casa, sino también en el camino a la escuela y, después, hasta la puerta del aula. Roberta insiste en
dejar de estudiar. Ya había dejado de asistir a las clases extra-curriculares de canto, ballet, inglés y natación. Y, frente a tanto
sufrimiento, los padres ya estaban encontrando razonable interrumpir también la escolaridad.
La posibilidad del encuentro con un analista como recurso para la inserción social de la hija y la eliminación de su sufrimiento
se presenta por casualidad: la pareja (de sus padres) era partidaria de una idea que aún suele encontrarse en estos días –que ese
tipo de tratamiento era para gente loca. No obstante, una sobrina estaba haciendo análisis debido a una depresión y los efectos
terapéuticos que se hacían notar en su caso los llevaron a buscar un tratamiento psicoanalítico. Tal decisión refuerza una de las
hipótesis de Jacques-Alain Miller sobre el psicoanálisis aplicado en su diferencia en relación al psicoanálisis puro, que es el
interés por los efectos terapéuticos y no tanto por el fin de análisis. Sin embargo, el hecho de que el síntoma del niño se muestre
refractario a las terapias puramente ortopédicas (como veremos en este caso), e insistir en hacer hablar, en su estructura, al
elemento de goce, es lo que va a constituir una contribución para el psicoanálisis puro.

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Menos de un año antes de la manifestación de esos síntomas que configuraban un cuadro de fobia escolar, la asimilación de
Roberta en relación al aprendizaje presentó una merma porcentual importante en todas las áreas del conocimiento. Más allá
de eso, en el aula ella pasó a expresarse muy poco y a demostrar una gran inseguridad al momento de presentar los trabajos.
La producción de una inhibición en la esfera de la investidura libidinal del sujeto es un aspecto que marca con frecuencia los
cuadros de enfermedad en la infancia y lo que la práctica psicoanalítica con niños evidencia, a este respecto, es el hecho de
que la inhibición se origina, generalmente, en un encuentro del sujeto con lo real. No es por casualidad que, desde los orígenes
del psicoanálisis con niños, al inicio de los años 20 del siglo pasado, fueran los fenómenos inhibitorios sobre los procesos de
escolaridad los que adquirieron una gran preponderancia y dieron origen a las primeras formulaciones de Melanie Klein y Anna
Freud, objetivando la aplicación del psicoanálisis a los síntomas infantiles.
La dificultad, sin embargo, en relación con la inhibición, reside en el hecho de tomarla no como una defensa que se muestra
sino como algo indeseado que debe ser suprimido. La evaluación escolar, por ejemplo, es interpretada como índice de impasse
para el proyecto educacional. El universo de discursos y técnicas terapéuticas al servicio del tratamiento de esos impasses,
generalmente, asimila esa inhibición a una limitación de las funciones implicadas en la cognición. Para esos abordajes,
la intervención propuesta apunta a la ortopedia de la función y no toma en consideración la posibilidad de que se trate de
una manifestación de lo real como imposible. Así sucedió en el caso de Roberta: su bajo rendimiento llevó a la orientadora
educacional del colegio a relacionar la causa del problema de aprendizaje con la timidez de la alumna y a conducirla a una
reeducación pedagógica individual. Ese trabajo permitió el re-establecimiento del porcentual de asimilación de la alumna,
mas silenció el intento del sujeto de articular en un síntoma algo del orden del goce. Así, nueve meses después, cuando la
reeducación no es más necesaria, irrumpe el cuadro de angustia.
Para el sujeto, su desinterés por la escuela tuvo inicio a partir del día en que sintió náuseas y tuvo que dejar el aula en varias
ocasiones. En los días siguientes, cada vez que ese mal-estar se repetía Roberta pedía salir pero, en lugar de dirigirse a
la enfermería, vagaba por el patio y se sentaba en un banco. Los compañeros –que alcanzaban a verla por la ventana del
aula– comenzaron a burlarse, diciendo que lo que ella quería era hacerse la rata.1 Roberta se quedó con la impresión de que
todos se reían de ella y no quiso ir más a la escuela. Después de este relato, le he señalado: “Estás sufriendo con una idea:
la de que todos se ríen de vos. Y ¿ya sucedió, alguna vez, que hayas sido el motivo de las carcajadas de tus compañeros?”.
Ella respondió: “Pasó un día”. Fue en el momento del recreo, en el bar, varios compañeros soltaron la carcajada después de
que Mario, dirigiéndose a Roberta pero hablando alto para que todos oyeran, le pidió que sea su novia. Ella respondió: “No”,
con una voz casi apagada, y una amiga completó, diciendo fuerte: “Se ve que te tocás”. De ese hecho surgió el siguiente
cuestionamiento: “¿Cómo puede ser? Mario gusta de Mariana, pero habla mal de ella: dice que es culona y anda con el trasero
parado. Leonardo gusta de mi, pero no dice nada, se queda sólo mirando”. Después de interrogarse sobre otras actitudes de
los compañeros concernientes a lo que parece contradictorio en la vida amorosa y en el interés sexual, llega a la fórmula de su
impasse: “No quiero ir a la escuela porque estoy con miedo de lo que los chicos van a hacer conmigo”.
La variedad de síntomas dando forma a la fobia escolar se traducía, en última instancia, en un retroceso del sujeto frente
a la emergencia de lo real. En el caso de Roberta, el acontecimiento contingente, en el bar de la escuela, la confronta con
un excedente de goce no contabilizado en su construcción simbólica para enfrentar lo sexual. El psicoanálisis aplicado a la
manifestación de la angustia en el niño pone en evidencia esa dimensión del síntoma como exceso de goce no cifrado en
relación a la escritura singular de cada sujeto. El mal-estar invasor del cuerpo es el índice de ese goce que se presenta como una
“peça avulsa”2 en relación al sistema simbólico del sujeto. Y lo que la clínica con niños puede destacar, a partir del trabajo que
estos pacientes realizan cuando se encuentran con un analista, es que el tratamiento de ese goce como síntoma no consiste:
- ni en el re-establecimiento de la normalidad perdida –por medio de la ortopedia del síntoma, tal como proponen algunas
prácticas terapéuticas que tienen como parámetro de la cura el patrón del desarrollo estadísticamente concebido como normal;
- ni en la compensación del déficit identificado como causa del síntoma;
- ni tampoco, en el desciframiento del sentido del síntoma –por medio de la interpretación de los deslizamientos significantes
procesados con los recursos del lenguaje.
Para el niño, la localización del goce intrínseco al mal-estar que invade su cuerpo da inicio a la realización de un trabajo de
reconstrucción del síntoma, un trabajo de producción de una nueva elucubración de saber para hacer frente a lo real. Cuando
se alcanza el núcleo de goce del síntoma, no se tiene el final del análisis sino el inicio de la reconstrucción de una sutura que
sostiene la estructura simbólica como tal.

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El caso de Roberta muestra la existencia de una construcción anterior –que le permite, inclusive, desexualizar el cuerpo– y el
límite de esa construcción, que se torna inoperante a partir del encuentro de este sujeto con el otro sexo, encuentro que pone en
evidencia el deseo de un hombre por una mujer.
Antes, Roberta vivía en un mundo que giraba en torno de las mujeres: su abuela materna tuvo varias hijas y todas ellas, incluso
después de casadas, permanecían ligadas a la madre: sus acciones eran sometidas a su aprobación, vivían en el mismo edificio,
pasaban las vacaciones en el mismo lugar, los maridos trabajaban en el negocio de la familia y todos tenían el mismo salario.
Ella frecuentaba diversos ambientes pero su convivencia era preferentemente con mujeres; en sus fiestas de cumpleaños
invitaba sólo a las nenas. No fue una tarea difícil eliminar de su universo a todos los hombres, a excepción de sus dos hermanos
mayores –diez y doce años de diferencia en relación con su edad–, con los cuales tenía una relación muy estrecha. Decía que
los hermanos morían de celos por ella, le pedían que no salga y los espere en casa para poder verla y jugar juntos. Sus juegos
predilectos eran el de arrojarla hacia arriba y el de luchar en la cama. Esa actitud de los hermanos traducía lo que Roberta creía
era la expresión del verdadero amor, mientras los compañeros, con sus juegos, en el colegio, apuntaban solo a mostrarse. Así,
contraponía el amor verdadero de la relación fraterna al amor interesado de los compañeros de escuela. Con esa repartición, el
sujeto se preservaba de lo sexual, en la medida en que el erotismo presente en los juegos con los hermanos estaba destinado a la
represión.
El primer dibujo de Roberta en análisis ya inaugura una nueva tesitura simbólica al servicio del tratamiento de este punto de
real. Ella representa una familia, con un padre –de 33 años, profesor–, una madre –de 29, cuya profesión es la misma que la de
su propia madre– y dos hijos, una estudiante de 13 años y un niñito de 2 años. El padre y la madre se conocieron en la escuela,
en un baile de graduación, estuvieron de novios 5 años y tuvieron el primer hijo, una nena. Ésta quería un hermanito y, por eso,
la pareja tuvo un segundo hijo. En esa familia –cuya estructura es de una ficción– Roberta se identifica al niñito. Le pregunté
por qué le gustaría ser el niñito y ella respondió: “Porque me gusta los niños”. Le pregunté entonces si podría haber otras
razones para que una nena desee ser un nene, a lo que ella argumentó:
1) “el niño hace lío y yo adoro hacer lío”;
2) “los hombres no tienen bebés; me parece complicado tener bebés porque te cortan la panza y eso te deja sintiendo dolor”;
3) “los nenes tienen pito”.
Entre la primera y la tercera respuesta, la castración aparece revelando su cara de horror, lo que probablemente fue tenido en
cuenta en la primera construcción simbólica del sujeto, que dejó al margen el tratamiento de la falta por medio de un objeto.
Curiosamente el deseo de ser un nene, antes de ser del orden del penisneid, es lo que inscribe la falta para este sujeto femenino,
fuera de la solución de las mujeres de la familia, que encontraron una defensa contra eso creando una verdadera comunidad que
garantiza la distribución equitativa de la renta financiera, del ocio, en fin, de las vías del goce.
El deseo de ser un varón, por otro lado, permite a Roberta inscribirse en el linaje paterno. Del lado paterno, fue la abuela quien
eligió su nombre, cuyo sentido, en su particularidad subjetiva, remite a renacimiento. Este renacimiento se refiere al hijo mayor
y predilecto, que se llama Roberto, padre de Roberta. Si ella fuese un niño, daría consistencia al deseo de la abuela de repetir
una generación, tal como la propia Roberta lo interpreta a través del sentido de la elección de su nombre. En este punto exlama:
“¡Yo quería ser un varón!”. En el intervalo de silencio que prosigue a esta exclamación, Roberta introduce una reserva: “... o
nena”. Entonces, le hago esta observación: “Vos no sos ni lo uno, ni lo otro... todavía”. A lo que ella responde, diciendo: “Creo
que quiero ser nena”.
Roberta va comunicando su trabajo de reconstrucción del síntoma, movilizada por sus dibujos; dando secuencia a una serie de
relatos que incluyen a esta abuela paterna: habla de su fallecimiento, como la primera pérdida de un ser querido; traza el campo
de goce de esa abuela, recordando que era una mujer alegre, animada, a la que le gustaba bailar, cantar, salir a bares y hacer
compras; quien tenía preferencia por las nietas. En ese proceso, se revela para ella el hecho de que sus síntoma habían surgido
a partir del momento en que su padre rompió con la lógica de la familia de la esposa, dejando el empleo “familiar” y montando
un negocio con una herencia de su propia familia. Termina su tratamiento con un dibujo en el que representa a los padres
aislados en una isla desierta. En esa isla llueve todo el tiempo pero ellos tienen un barco donde les gusta noviar. No pelean
porque no tienen cuentas para pagar. Luego de tres meses, Roberta no temía más a los varones; ya había retomado la rutina
escolar y las actividades extra-curriculares, haciendo nuevas elecciones.
No es infrecuente que un análisis de niño sea motivado por síntomas producidos cuando hay un redimensionamiento del
goce en la familia, en el padre o en la madre. Esa modificación en el otro –partenaire del niño– tiene efectos sobre el amarre

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sintomático que sostiene la estructura e impone el trabajo de construcción de una suplencia, construcción de un nuevo síntoma
o de un nuevo nudo. Ese nuevo montaje de la estructura a partir de un punto de goce que se aísla del síntoma es lo que, a mi
modo de ver, merece destacarse como algo que el psicoanálisis aplicado explicita al psicoanálisis puro.

Traducción: Pablo Russo

Notas:
1- La expresión que usa la autora es matar aula. No encontramos otra expresión que la vulgarmente conocida para traducir esta frase (Nota de la traducción).
2- Traducción a partir de la expresión que sirve de título al Seminario de J.-A. Miller de 2004-05, “Piêces détachés”. (Nota de la traducción: a su vez traducible
al castellano como “pieza suelta”.)

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