Sensacion Termica - Mayte Lopez
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Sensacion Termica - Mayte Lopez
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Mayte López
Sensación térmica
ePub r1.0
Titivillus 26.03.2022
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Título original: Sensación térmica
Mayte López, 2021
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Índice de contenido
Cubierta
Sensación térmica
Sobre la autora
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A Santiago, que llena mi vida de música
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—Qué guapos se ven los hombres vestidos de charro, de veras.
Como cada vez que Chente aparece ensombrerado en la tele, con las
patillas, el bigotito y el moño, ella sonríe, los ojos brillantes y los cachetes
encendidos, medio alucinada. Toda la casa suena a Tantos besos que me dio
tu boca, solo la muerte los podrá borrar. Me dejaste con el alma rota, ni en
mis sueños me dejas en paz. Entonces ella da una vuelta o dos al ritmo de la
música, y entona los coros con un chingo de sentimiento, guiñándole un ojo al
portarretratos con la fotografía donde aparece él, luciendo el mismo bigotito
que Chente, y jura hecha suspiros que son idénticos: mira nada más qué porte,
mija. ¿A poco no está igualito a tu papá?
…
And is that your earliest childhood memory?
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1. Olas en el Village (acuérdate de Acapulco)
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Lucía no sabe ni para qué siguen llamándolo. De pésimo humor y con peores
modos, Pokorny se presenta, esparce galletas y queso rancio atrás de la estufa
y se va tan tranquilo, dejándolas petrificadas con los pies arriba de los
muebles, mirando con horror las trampas de pegamento con las que él ha
decorado el suelo de su cocina. Saben que no tiene caso quejarse. Ya están
avisadas: si siguen dándole lata, el míster las pone de patitas en la calle. Cada
vez que le reclaman por el olor del rellano, o por las cucarachas, o por las
chinches, o insisten en que sus cheques sí tienen fondos y le piden que
porfavorcito deje de intentar estafarlas, Pokorny se impacienta y les recuerda
que el departamento es una verdadera ganga, que las aceptó sin historial de
crédito y que además sobran estudiantes internacionales, o inmigrantes
ilegales, dispuestos a pagar los dos mil setecientos dólares que cuesta ese
mugrero en el East Village.
Las olas en su celular siguen sonando con el ritmo pausado y monótono
que últimamente la arrulla, rompiendo suavemente contra una orilla
imaginaria. Cíclicas y predecibles. Mansitas, como de laguna. Lucía cierra los
ojos y piensa en Puerto Escondido, en su brisa cálida y sus playas llenas de
surfistas, en sus fonditas con mesas de madera donde las micheladas sudan en
vasos escarchados con sal. Pero eso no la relaja, porque las olas de su tierra
son todo menos mansas y aquí, tan lejos de los mares oaxaqueños, la sal se
usa sobre las banquetas, para que una no se resbale y se parta la madre
después de una nevada como la que está cayendo en este momento. Lucía se
levanta y sale a la sala-cocina-comedor —comparte con Alma veinte metros
cuadrados, ocupados casi por completo por un loveseat unipersonal tapizado
con manchas de procedencia desconocida— para servirse un vaso de agua.
Escucha un ruido abajo del fregadero y de pronto es muy consciente de que
está descalza, y teme pisar alguna de las trampas de pegamento que
convierten la casa en un campo minado o, peor, que Frank —como han
decidido bautizar al ratón— haga acto de presencia precisamente ahora y,
aburrido de esquivar las mentadas trampas, empachado con el queso que le
regala Pokorny, o harto de merodear entre los botes de detergente, decida salir
a echarse unos brincos sobre sus pies. No sabe si es mejor quedarse muy
quieta o hacer un escándalo, y la duda la paraliza. Alma sale de su cuarto y la
descubre así, congelada de puntitas junto a las trampas adhesivas, en mitad de
la sala-cocina-comedor, sosteniendo un vaso vacío.
—Perdón —dice Lucía bajito—. ¿Te desperté?
—No, me paré a hacer pipí. Pero tú ya duérmete, Lu. Ponte tus olitas.
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Se conocieron por casualidad, en el consulado mexicano. Alma había ido
a tramitar su pasaporte y Lucía necesitaba unos papeles para completar su
inscripción en la universidad. Estaban en la fila para entrar y un uniformado
salió a avisar que el detector de metales de la entrada no funcionaba, y que
iban a tener que cachear a todo el personal antes de entrar. Lucía volteó los
ojos preparándose para el manoseo inminente. Alma estaba delante de ella en
la fila y debe haber temido algo parecido, porque se encogió de hombros y
dejó escapar un suspiro fuerte. Contra los pronósticos de ambas, los guardias
no se propasaron, pero a cada una le tocó un albur. Una vez adentro del
consulado, Alma comentó:
—Para que no extrañemos.
Lucía llevaba apenas dos semanas en Nueva York y todavía no se le había
ocurrido que era posible extrañar. Estaba viviendo en una residencia para
estudiantes internacionales, regenteada por unas monjitas mustias que
cerraban la puerta después de las diez de la noche y no toleraban el ruido, y
todavía no había logrado sacarle más de cuatro sílabas en inglés a la chica
turca que dormía en la cama de al lado. La animó conocer a una mexicana de
su edad. La vida en la Gran Manzana la emocionaba pero la idea de tener que
convivir solo con gringos en el doctorado que estaba por empezar la ponía
nerviosa. Alma, en cambio, estaba completamente aclimatada. Hablaba inglés
casi sin acento y ya entonces era experta en comprar cosas para luego
devolverlas. Desde que vive con ella, Lucía ha aprendido que si en cualquier
ventanilla de servicio al cliente una pronuncia con cuidado la palabra
frustrating, el mundo y los cupones de descuento pueden ser suyos. Coincidió
que, cuando se conocieron, Alma estaba a punto de quedarse sin compañera
de departamento. No llevaban ni veinte minutos platicando cuando le ofreció
a Lucía que se fuera a vivir con ella.
—El casero es un hijo de la chingada y el edificio no está muy cuidado
que digamos, pero el Village te queda a tiro de piedra de tu universidad. Te
puedes ir caminando.
Lucía ni siquiera lo pensó. Dejó a las monjitas y se dispuso a gastarse más
de la mitad de su beca doctoral en vivir como una verdadera niuyorquer.
Ahora, casi un año después, no se arrepiente, solo piensa que le gustaría ser el
tipo de niuyorquer cuyo casero no dispone de las plagas citadinas a punta de
aperitivos.
Alma camina hacia el baño enfundada en sus botas altas de lluvia y,
cuando pasa junto a Lucía, le aprieta fuerte el hombro. Sabe que Lucía no
duerme, y también sabe por qué no duerme. Pero no sabe qué más decir, y por
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eso mejor le aprieta el hombro y se mete al baño pisando fuerte con las botas
y haciendo el escándalo que Lucía se había aguantado hace un momento. Por
si las dudas.
Lucía regresa a su cuarto y ahí siguen las olas, salen claritas de ese
teléfono cuya pantalla también le anuncia, insolente, que por mucho ruido de
mar que se ponga de fondo, ya son las tres de la mañana y ella sigue ahí con
el ojo pelón, buscándole un sentido a las humedades del techo. Se acuesta y
trata de concentrarse. Olas diáfanas de agua estancada, de viento leve. La
calefacción está apagada otra vez y se tapa con el edredón hasta el cuello: se
esfuerza por ignorar la nevada de afuera, los ocho bajo cero que anuncia el
termómetro, channelling —así dicen los gringos— su bahía interior. Om.
Piensa en Mazunte, en Copala, en Chacahua. En todos esos diciembres en
Ixtapa. Piensa en Acapulco, en la playa del Revolcadero, que no sabe si se
llama así en realidad, o si así le dicen porque nadie sabe o quiere o puede
nombrarla de otra forma (y porque, cómo no, revuelca al más pintado). Se
acuerda de esa canción tan famosa de Agustín Lara. Le gusta imaginar que su
vida es una película y ponerle banda sonora: una sucesión de escenas
ambientadas con música ranchera, algún bolero, de vez en cuando un toque
pop de Paulina Rubio o Luis Miguel. Acuérdate de Acapulco, María bonita,
María del alma. Júrame que no mientes, porque te sientes idolatrada. Pinche
Agustín, no podía dejar tranquila a María, no podía permitir que ella
enjuagara las estrellas a sus anchas en el mar, tan contenta y en paz, a la orilla
de la playa. No podía tampoco dejarle intacto el recuerdo de Acapulco: a
huevo tenía que llegar a importunarla con sus ruegos, cercarla en lo oscurito
aprovechando que María andaba sola y desprevenida bajo la luna
acapulqueña, y embarrarlo todo para siempre con su chingado bolero.
De pronto, el timbre. Varias veces, insistente y desbocado. Lucía se
incorpora al primer toque, el corazón le da una vuelta de campana familiar.
Pero no, no puede ser, es solo el eco de su otra vida, de su vida de antes, lo
que la alborota. Mira la pantalla del celular: son las tres. Se encuentra con
Alma en la sala-cocina-comedor. Sabe que su compañera está tan espantada
como ella porque se olvidó de ponerse las botas de lluvia y ahí están sus
dedos desnudos sobre el parqué, junto a los de Lucía, a merced de los paseos
nocturnos del ratón. Lucía pregunta si cree que puede ser alguno de los
galanes de Alma, sugiere que tal vez al gringo con el que acaba de empezar a
salir se le antojó venir a visitar. Alma niega con la cabeza: el gringo no haría
algo así. Él debe estar en su casa roncando tranquilamente desde las diez de la
noche, porque mañana tendrá sin duda un nain ei-em mitin, o un breinstormin
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mitin, o un rigrup mitin, o cualquier otro tipo de mitin, y además no lo
imagina teniendo un gesto tan dramático y, sobre todo, un gesto tan
profundamente latino, como presentarse de madrugada a reventarles el timbre.
Como para qué.
Profundamente latino, dice Alma, y tiene razón, como siempre.
Colombiano, para más señas. Lucía pregunta por fin quién es y la voz llorosa
de Juliana balbucea al otro lado:
—Lu, es Juliana. Perdóname, es Juliana.
Lucía aprieta el botón del citófono para dejarla entrar y se desinfla un
poquito. Se desinfla porque lleva días, y sobre todo noches, esperando que
pase algo que le dé un corrientazo, una descarga más fuerte que la primera, un
zarandeo que la saque de ese estado casi catatónico en el que la sumió la
llamada y pensó, no sabe por qué pensó, que el timbre sonando en su casa de
ahora, en ese espacio minúsculo y enratonado que no tiene nada que ver con
la casa donde creció, pero donde también sonaba el timbre a destiempo, podía
ser ese algo (lo que sea que ese algo sea). Pero se desinfla también porque
Juliana está subiendo los escalones puercos de su edificio un martes de
febrero a las tres de la mañana, sin duda llenando los mosaicos de nieve y
aniquilando con cada pisada gélida a varios de los ciempiés o ciempieses
patinadores de mugre, y eso quiere decir, entre otras cosas, que pasó algo
jodido y, con bastante seguridad, que en esa casa hoy no va a dormir ni Frank
en su guarida de atrás de la estufa.
En cuanto escucha quién es, Alma le da las buenas noches, le recuerda
que tiene que dormir algo, y se mete a su cuarto. No está especialmente
enojada, pero se va porque al fin y al cabo Juliana es amiga de Lucía y Alma
no tiene ni vela en el entierro, ni ganas de drama. Lucía la escucha atorar una
sábana vieja en el hueco de abajo de la puerta: es su estrategia infalible para
mantener fuera a los ratones. Nunca ha querido imitarla por miedo a encerrar
a los bichos adentro, con ella, en vez de bloquearles el paso, pero no ha tenido
corazón para decirle a Alma que ese es uno de los riesgos posibles que
encierra la sábana atorada entre la puerta y el suelo. Lo que sea que las haga
sentir seguras. Lo que sea que las haga dormir de corrido. Sábanas, pastillas
over the counter, un par de buches de TheraFlu, apps para el teléfono con
ruido de mar. Cualquier cosa que les impida subir las escaleras de una amiga
reciente, ateridas de frío, una madrugada de invierno.
Lucía abre la puerta, quitando con cuidado la cadena que ponen para
prevenir visitas nocturnas de Pokorny, y Juliana se le echa encima. Huele a
ginebra, pero Lucía la conoce ya lo suficiente para saber que no está borracha,
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debe llevar solo una copa o dos encima. Tiene la cara helada y los ojos
hinchados y, mientras se abrazan, Lucía siente su pecho brincar abajo del
abrigo de plumas, más acelerado todavía que sus timbrazos. Piensa
putamadre. Piensa ¿ahora qué hizo ese pinche cabrón? Pero no quiere atacarlo
todavía. De los pocos amigos a quienes Juliana ha confiado su affaire (así lo
llama ella), Lucía no quiere ser quien lance la primera piedra contra el
pendejo del Profesor. La abraza un rato más, bien fuerte, y cuando Juliana por
fin empieza a respirar más lento, cuando cede el hipo y se separan, Lucía le
acaricia el pelo y le sonríe.
—¿Preparo un tecito y me cuentas?
Juliana la mira con los ojos rojos y asiente, no dice nada más. Tampoco
vuelve a pedir perdón por la hora, parece que supiera que Lucía estaba
despierta. Mientras hierve el agua, Juliana se quita las botas de nieve y cuelga
el abrigo en el gancho de pared que hay en el pasillo-recibidor-entrada. Solo
entonces parece acordarse de que Lucía no vive sola y la mira avergonzada.
—¿Tu rumi no está?
Lucía inclina la cabeza hacia el cuarto con la sábana atorada bajo la puerta
y se lleva un dedo a los labios, le avisa que deben hablar quedito. Juliana
asiente y camina descalza hasta el loveseat, sorbiéndose los mocos. Sigue
bastante alterada, así que por prudencia Lucía no menciona a Frank (aunque
las trampas en el suelo lo delatan, pero Juliana no las nota); y se sienta,
cruzando sus piernas largas, tapadas con medias térmicas, sobre el minúsculo
sofá. Mejor así, con las piernas en alto, lejos del peligro. Se quedan en
silencio hasta que silba la tetera. Lucía saca dos tazas de la alacena —antes de
meter la mano se fija que no haya ningún ser vivo adentro—, avienta una
bolsa de té de manzanilla en cada una y sirve el agua hirviendo. Luego jala
una de las sillas plegables que están arrumbadas junto al refri y se sienta
frente a Juliana, coloca las tazas en la mesita enana que su compañera de
departamento y ella consiguieron, después de mucho buscar algo que cupiera
en aquel cuadrito, en la sección infantil de Ikea. Y entonces Juliana empieza a
contarle, a llorar de nuevo y a relatar entre hipos y mocos una historia que a
Lucía le resulta progresivamente más familiar, solo que dibujada con un
poquito más de color, aderezada con un poquito más de detalle que otras
veces. Con el huequito que empieza a formársele en el centro del estómago,
Lucía se da cuenta de que, cuando se trata del Profesor, siempre hay espacio
para un poquito más. Escucha y se muerde la lengua.
Juliana es costeña y el caribe se le escapa por los poros hasta cuando algo
va mal, como ahora. Es alta y muy flaca, cuando caminan juntas por la calle
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Lucía se siente su hermana menor y más rechoncha, y tiene que avanzar
deprisa para alinear sus piernitas a los pasos de garza de Juliana.
Normalmente su amiga habla con una cadencia cantarina que pone de buenas
al que la escuche, aunque también tiene un carácter combativo que asusta un
poco y que la tiene enemistada con la mitad del departamento de Modern
Languages. Pero esta noche el cantadito de su voz se interrumpe cada tanto
con suspiros largos y ahogados, y la vehemencia que la caracteriza no está por
ninguna parte. Lucía la analiza mientras habla, mientras le cuenta. Tan
chiquita de pronto, aunque apenas quepa en el sofá. Juliana explica que el
Profesor la dejó afuera.
—¿Cómo que afuera?
—Afuera, afuera. Me quitó el bolso, con las llaves y el celular, y se
montó en un taxi.
Volvían del tiki bar que está en Alphabet City. Juliana estaba cansada y
tenía frío, pero el Profesor andaba enfiestado y quería pasar al deli de la
esquina a comprar una botella de tequila. Juliana le recordó que a esas horas
no iban a venderle tequila, ni cerveza, ni alcohol del 96 en ningún lado, y le
ofreció el guaro que Andrés Felipe guarda con tanto celo en la despensa, pero
el Profesor se enojó porque por lo visto el tono de Juliana le pareció
condescendiente y le dijo algo que ella, no demasiado versada todavía en
mexicanismos, no sabe reproducir del todo, pero que debió ser algo así como
que él no tenía por qué estarse robando el aguardiente de mierda de ningún
colombianito caguengue. De ahí pasó, según explica Juliana, a acusarla de
estarse cogiendo, o queriéndose coger, al colombianito caguengue en
cuestión.
—Y te juro que Andrés Felipe y yo nada que ver, marica —se excusa
como si importara si hay algo entre ella y su compañero de departamento,
como si hubiera algo que explicar (o dándole a Lucía la explicación que no
aceptó el Profesor), sonándose los mocos con una servilleta—. Ese man y yo
somos amigos y no más.
—Es la peda, no le hagas caso —Lucía intenta hacerla reír—. La peda y
las telenovelas, que tanto daño han hecho en México. Crecemos viéndolas y
luego nos pasamos la vida buscando revivir el mismo drama. Vas a ver que
mañana se le pasa.
Cuando por fin se calma, Juliana pregunta si puede dormir ahí y, casi de
pasada, añade: «¿Cómo sigues tú?». Lucía encoge los hombros y mueve la
mano en ese gesto universal (o universalmente latino) que tanto en su país
como en el de Juliana quiere decir regular. Juliana, que desde que conoció al
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Profesor tampoco duerme demasiado, le habla de unas pastillas para dormir
que compró recién en el Walgreens, le asegura que son buenísimas. Mira al
pasillo-recibidor-entrada buscando su bolsa y se pone seria otra vez cuando
recuerda que no la tiene.
—Bueno, mañana que la recupere te digo cómo se llaman.
Cuando se levanta del loveseat para servirse un vaso de agua, Lucía
considera que finalmente es buen momento para advertirle que no están solas.
—¿Otra vez? Marica, qué asco. Díganle a ese man que fumigue, hey.
Lucía le presta una pijama y se acomodan como pueden en la cama
estrecha y desvencijada por la que habrán pasado, antes que ellas, tantos otros
inquilinos de Pokorny. A Juliana se le salen los pies, encoge las piernas para
quedar completamente cubierta por el edredón. Lucía se hace bolita en una
esquina, luego mira otra vez al techo. Sobre el marco de la ventana, con la
aplicación todavía funcionando, el celular libera las olas grabadas. Lucía
cierra los ojos. El volumen está lo suficientemente alto como para no escuchar
a Frank si decide meterse al cuarto. Le da un arranque optimista: a lo mejor sí
duerme algo. Respira profundo y trata de concentrarse, otra vez, en esa playa
improbable que sale del teléfono. Igual que una mar en calma, igual que un
golpe de mar. Parece que empieza a surtir efecto. Gracias, SleepCycle, por
esas olas de serenidad para la calle 13, por la posibilidad de un mar apacible
al alcance de los dedos incluso en esta noche culera de invierno. No culpes a
la noche, no culpes a la playa, no culpes a la lluvia, será que no me amas.
Noche (noche), playa (playa), lluvia (lluvia), amas.
—Qué mamera, Lucía, por eso no duermes. —La que habla ahora es la
Juliana combativa, la Juliana de siempre, la que no se deja de nada ni de nadie
—. ¿Será que podemos apagar el telefonito?
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When do you think it started?
Tengo seis años, a lo mejor siete. Voy en el asiento de atrás del carro,
vamos a visitar a los abuelos. El abuelo Pepe está siempre sentado en una silla
en el recibidor cuando llegamos. No importa qué hora ni qué día sea: está ahí
viendo la pared y trae puesta una pijama vieja. La tela es tan delgada que
puedo distinguir el contorno de su cuerpo. Intento no voltear para ese lugar
donde tan seguido descansa su mano, pero a veces volteo, luego cierro los
ojos fuerte y trato de pensar en otra cosa. El abuelo Pepe casi no abre la boca.
A veces, si han pasado muchos días sin que vengamos a visitar, cuando
entramos a la casa mi papá le pregunta «¿Qué onda, papá?» y él contesta
«Aquí nomás» y hasta ahí llega su plática. Mi mamá ni le habla. Cuando
hacen carne asada y vienen mis tías, y mis primos más grandes, el abuelo
Pepe se sienta en su silla en el recibidor y fuma un cigarro y luego otro y
luego otro. Los prende con la cola del que acaba de fumarse. La abuelita
Isabel le saca las tortillas todavía hirviendo del comal y le arma su plato en la
cocina, antes de que todos nos sentemos a la mesa grande del comedor. El
abuelo Pepe come sin hablar, viendo al frente y masticando con la boca
abierta, y cuando acaba de comer eructa bien alto, largo y tendido; se escucha
su sapo tronar desde el patio donde estoy jugando o viendo a los gatitos (dice
mi mamá que no puedo tocarlos para que la gata no los aborrezca) y si la
abuelita Isabel está en frente yo me tengo que aguantar la risa, porque no se
vale reírse del abuelo. Después de echarse su carne o sus tacos en la cocina, el
abuelo Pepe sale de nuevo a su silla del recibidor a fumar. Parece chacuaco,
dice siempre mi mamá, y siento como que le da un poco de asco cuando lo
dice, pero luego mi papá la ve feo y entonces ella ya no dice nada más. Las
cajas metálicas donde vienen los cigarros que se fuma el abuelo (dicen Faros
en letras grandotas y anaranjadas) están regadas por toda la casa, para que él
siempre tenga un tabaco a la mano, y el recibidor está todo el tiempo como
metido adentro de una nube de humo denso y apestoso. A veces, el abuelo
Pepe se ríe. Así, solito. Estamos comiendo y escuchamos sus carcajadas en el
comedor, pero tampoco de eso se vale hablar: toca seguir masticando y hacer
como que no pasó nada. A veces, justo en el momento en que el abuelo
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empieza a reírse, la abuelita Isabel se pone a platicar algo que no viene al
caso, o le pide al que tenga más lejos que le pase el salero.
El abuelo Pepe nunca me dice nada a mí, pero todo el tiempo se me queda
viendo. Un día estoy en cuclillas en el patio, con los gatitos, y me volteo
porque oigo unos pasos y él anda ahí parado en la puerta, sin hablar.
Viéndome, nomás viéndome, jalándose la tela casi transparente del pantalón.
Me da miedo y me meto corriendo a la cocina, y desde ahí lo escucho
carcajearse. «Tu abuelo está jugando», me dice la abuelita cuando voy a
acusarlo. No se vale acusar al abuelo.
Otra vez que estamos visitando y se hace tarde y nos tenemos que quedar
a dormir en casa de la abuelita Isabel y el abuelo Pepe, mi papá me explica
por qué se ríe el abuelo. O más bien se le sale. Yo ando haciendo un ruidero
porque todavía no me quiero ir a dormir y entonces mi papá se desespera más
que ninguna otra vez que se haya desesperado conmigo, se desespera como se
desespera a veces con mi mamá, y me pone una mano en la boca, bien fuerte,
para que me calle, y me dice que mi abuelo Pepe está loco, y que si sigo
gritando puede venir a hacernos algo. Yo no sé qué puede hacernos pero igual
me pongo a llorar, solo que quedito, porque después de eso me da cosa hacer
más ruido y porque me asusta mucho que mi papá me haya tapado así la boca,
y me asusta también haberlo tenido así inclinado en la cama arriba de mí,
aplastándome y diciéndome esas cosas y agarrándome tan fuerte, pero más
que todo me asusta ver que a él, que según esto nunca le da miedo nada, sí le
da miedo su papá.
Para salir al patio tengo que pasar a fuerzas por el recibidor. Una tarde mis
papás están en el súper y la abuelita Isabel está en la cocina y yo quiero salir a
jugar con los gatos, pero el abuelo Pepe está sentado en su silla, fumando.
Oigo a los gatos maullar y pienso que a lo mejor la gata los dejó solitos y
cómo van a hacer así, si apenas tiene poquito que abrieron los ojos. Quiero
llevarles la leche bronca que según la abuelita Isabel me hace bien para que se
me alarguen los huesos. Quiero que los gatos también tengan huesos largos
para que después se trepen a la barda y salgan a maullar cuando la luna se
ponga regrandota como una pelotota que alumbra el callejón. Me animo y
sirvo la leche en una cazuela azul. Paso rápido junto a la silla del abuelo Pepe,
el recibidor es muy estrecho y me pego a la pared lo más que puedo, pero no
me echo a correr para no tirar la cazuela. Entonces, como que no quiere la
cosa, el abuelo Pepe alarga su brazo y me jala fuerte hacia su silla. La leche se
derrama completita en el piso del recibidor. El abuelo no me suelta, me
pellizca la pompa con la mano abierta, me soba toda, me aprieta contra él. Yo
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trato de zafarme, lo consigo cuando afloja un poco para darme una nalgada.
Pego la espalda contra la pared abrazando la cazuela vacía y lo miro con la
boca abierta porque no entiendo para qué hizo eso, no sé si está jugando de
nuevo. Otra vez me está viendo, señala la leche regada en el piso y ahora sí,
antes de empezar a reírse, me habla: «Órele, gatita, agáchese a recoger ese
reguero». Después de eso no salgo más al patio. En la noche, cuando vamos
de regreso a la casa, no quiero platicar con mis papás y me hago la dormida
en el asiento de atrás del coche. Escucho a mi mamá decir: «Quién sabe qué
le picó a Lucía, ahora salió con que ya no le gusta jugar con los gatos». Mi
papá se ríe, canta un cachito de esa canción que le gusta de la pluma al viento,
y se ríe. Y a mí me da miedo su risa, igualita a la del abuelo Pepe.
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2. University Place (perdón, vida de mi vida)
Al final debe haberse dormido, incluso sin olas, porque la despierta el ruido
de la puerta cuando Alma sale del departamento. Su compañera trabaja sin
contrato en un call center, haciendo transcripciones de llamadas para una
agencia de software. Lleva ya un par de años renovando una visa de
estudiante que en teoría no le permite trabajar ahí ni en ningún otro lado, pero
a nadie en la empresa parece importarle. Cada vez que su visa está por
vencerse, Alma se inscribe a algún curso o diplomado de idiomas que no le
hace ninguna falta, y estabiliza su situación migratoria otro año u otros seis
meses. Lucía escucha la puerta cerrarse y gira a su derecha para tomar el
celular que está abandonado, ahora tan sin mar, junto al marco de la ventana.
Las siete. No debe haber dormido más de dos horas, pero le parecen una
pequeña victoria. Juliana está a su lado muy tiesa, viendo al techo. Lucía se
pregunta si también estará analizando las humedades. Cuando Juliana se da
cuenta de que Lucía está despierta, se incorpora y la increpa porque por lo
visto, aparte de roncar, estuvo diciendo cosas inconexas durante la noche:
algo de una gata, o de la luna, o las dos.
Juliana pide prestadas una camiseta térmica y un suéter. Le quedan un
poco cortos de los brazos, pero se remanga, y vuelve a ponerse la falda y las
medias que llevaba la noche anterior. Se desespera porque el kit de maquillaje
de Lucía se limita a un tubito de rímel y polvos para la cara, insiste en que
deben ir cuanto antes a comprarle utensilios de belleza decentes. Antes de
salir, toman café en la cocina —las botas de nieve puestas, ni rastro del ratón
— y ninguna de las dos vuelve a decir nada del Profesor. Juliana está ansiosa
y mira obsesivamente el reloj de pared, tiene prisa por llegar a la universidad.
En el rellano del edificio ya está doña Pokorny revolviendo su agua
puerca sobre los escalones de la entrada, saluda con un gesto de la mano y
mira a Juliana de arriba abajo. La casera está siempre pendiente de quién
entra y quién sale, Lucía supone que le gusta tenerle informes frescos al
míster. Juliana ni la mira, pasa dando una zancada junto a la cubeta. Una vez
fuera, caminan en silencio sobre la nieve, ajustándose las bufandas y
esquivando cada tanto charcos de profundidad insondable. Después de una
nevada como la de anoche, las calles se quedan como suspendidas en una
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especie de tranquilidad helada. Los vecinos quitan con cuidado la masa
blanca que ha sepultado sus coches y las entradas de sus edificios, los
conserjes y dueños de los comercios esparcen sal gorda sobre las banquetas
para que la gente no se resbale y se mate (o peor, sobreviva a la caída y los
demande), y un sol de invierno que no calienta ni un poco acompaña a los
transeúntes que se apuran, esquivando charcos como ellas, para llegar a algún
lado.
Desagradable y predecible, al menos para Lucía, el Profesor está
esperando a Juliana en la esquina de West 4th, a una cuadra del 19 de
University Place, donde son la mayoría de los seminarios que ellas deben
tomar. Él sabe que, para llegar a clase, Juliana tiene que pasar por ahí. Lucía
lo ve —las dos lo ven— pasear de un lado a otro de la calle, pero él todavía
no las ha visto. El Profesor fuma nerviosamente, dando caladas rápidas al
cigarro que sostiene, como si fuera un porro, entre dos dedos que asoman por
los mitones. En la otra mano, sujeta un bolso de mujer cuadrado con una
pequeña cadena dorada. Tan ridículo, piensa Lucía, un señor hecho y derecho
con esos ademanes de adolescente compungido, cargando el cuerpo del delito.
Pero a juzgar por la expresión de Juliana, que aprieta el paso para encontrarse
con él, ella no piensa lo mismo. El Profesor levanta la cabeza y las ve al fin,
no intenta siquiera ocultar el fastidio que le provoca el hecho de que Juliana
no esté sola, hace una mueca y aparta la mirada para no tener que enfrentarse
con la de Lucía, que lo acribilla con los ojos (o eso intenta). Se detienen frente
a él y de pronto parece tranquilo, recompuesto en cinco segundos, tal vez
porque es Juliana quien, en cambio, tiembla de anticipación, su pecho
saltando otra vez bajo el abrigo de plumas, todavía más desbocado que la
noche anterior. En un alarde de pi-di-ei que no es nada habitual cuando está
sobrio y menos aún a plena luz del día y tan cerca de la universidad, el
Profesor estira el brazo para sujetar la parte trasera de la cabeza de Juliana y
atraerla hacia él. No se acerca a ella, la jala. La besa en los labios y Juliana se
deja. Claro que se deja, y Lucía tiene que hacer un esfuerzo para no mentarles
la madre a los dos. Perdón, vida de mi vida, perdón si es que te he faltado,
perdón cariñito amado, ángel adorado, dame tu perdón.
Cuarentón, ligeramente abotagado y más bien bajito, con un bigote
chevron pasado de moda, a Lucía el Profesor le pareció horroroso desde la
primera vez que lo vio. La directora de la facultad lo presentó a principios del
semestre, junto a otros visiting professors, en una recepción insólita que
incluía sushi, carnes frías, fruta picada y distintos tipos de queso, en lugar de
las habituales pizzas con las que suelen agasajar a los estudiantes en cualquier
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fiesta departamental. El Profesor agradeció las palabras de la directora con su
inglés machucado y después se fue directo a la mesa de los vinos, donde
Juliana y Lucía ya habían descorchado una botella, dispuestas a enfrentar con
un mínimo de dignidad la velada de sonreír falsamente y balancear sobre una
mano platos desechables con queso y galletitas saladas que se avecinaba. El
Profesor las escuchó hablar español y se dirigió a Lucía con familiaridad
excesiva.
—¡Hombre, paisana! ¿Qué haciendo por acá, tan lejos del terruño?
Terruño. Su madre. Ahí mero le cayó gordo. Normalmente la alegraba
encontrar otros mexicanos en la ciudad y, cuando a la vuelta de cualquier
esquina, o dentro de una tienda, o sentada en algún restaurante, escuchaba el
tonito patrio, se ponía platicadora y alegre. En realidad, ella también remarca
su acento y sus modismos cada vez que entra a la bodega que hay junto a su
edificio, regenteada por una pareja poblana, y pide Corona y caballitos de
Espolón —aunque en el fondo ni le guste el tequila— cuando después de
alguna clase los compañeros se organizan para ir por unos tragos. Acá es, o se
esfuerza por ser, más mexicana que el mole. Formas desquiciadas de
nostalgia, pruebas irrefutables de que sí extraña aunque diga que no extraña,
secuelas de tantos años aspirando el esmog de la Ciudad de México, qué sabe
ella. Pero el caso es que, a pesar de su acostumbrada glorificación de la
mexicanidad, el Profesor le dio mala vibra. En ese momento no pudo
explicárselo a Juliana porque no supo qué era. Antes de ir a hacerse el
simpático con otro grupo de estudiantes, el Profesor se declaró fanático de la
música caribeña y le recitó a Juliana los versos de un vallenato, gracia que
ella le festejó con una sonrisa coqueta.
—Me parece una delicia —determinó Juliana cuando él se alejó— y, ¿te
fijaste? Sin anillo.
A Juliana le parecían «una delicia» casi todas las figuras de autoridad,
siempre y cuando estuvieran todavía dentro de un rango de edad que ella
consideraba «cogible». Cualquier hombre menor de sesenta que diera una
conferencia magistral, organizara congresos, escribiera artículos en revistas
arbitradas, o mejor aún, tuviera libros publicados, era automáticamente
delicioso. Puntos extra si hablaba español, porque Juliana aseguraba que le
daba pereza enamorarse en inglés: qué lata escuchar maigod o yesbeibiyes
cuando está una tirando, marica. El físico no era demasiado importante,
siempre y cuando el manjar en cuestión gozara de prestigio académico. En
vez de parejas, Juliana buscaba mentores, pero hasta el momento no había
encontrado ninguno y se quejaba amargamente del poco garbo de los
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estadounidenses en el arte de la seducción. Más de un compañero del
doctorado, alguno que otro hasta de buen ver, había intentado tener algo con
la colombiana, pero a ella ninguno le había parecido suficientemente
paladeable. Tinder, donde Alma encontraba casi todos sus ligues, era para
Juliana un aburrimiento lleno de gringos desobligados y desabridos. El
Profesor, en cambio, por el solo hecho de ser profesor invitado en la
Universidad de Nueva York, ya era delicioso, con todo y su pinche bigotito à
la Mario Bros. Lucía se echó a reír ante los parámetros de deliciosidad de su
amiga, que apenas estaba descubriendo. No supo articular esto que sabe
ahora, y que le chamusca la sangre cuando ve al Profesor parado en la calle
nevada, cargando la bolsa que ayer le quitó a Juliana, nomás porque sí,
porque podía. Para que ella supiera que podía.
Como le queda claro que el Profesor no va a decir nada si ella está ahí
parada, y como además no tiene ganas de quedarse ahí viéndole las caras a la
feliz pareja, Lucía se despide de Juliana y sigue caminando hasta el edificio
de la universidad. Avanza escondiendo la nariz helada en la bufanda, la
mirada baja, le gusta ver cómo se marcan sus pisadas en esa nieve que los
restauranteros sazonan con insistencia. Llega al edificio de Modern
Languages y saca la cartera de la mochila para mostrar su credencial de
estudiante. El guardia de la entrada es un dominicano simpatiquísimo que la
saluda siempre en español y le pregunta por Peña Nieto, pero igual le pide que
le enseñe la credencial. Dentro del elevador presiona el número cuatro. Va
quitándose el gorro, la bufanda y el abrigo, el contacto con la calefacción es
siempre desagradable y no consigue acostumbrarse a estar ya sudando como
pollo dentro de la ropa térmica, cocinándose lento en su propio jugo, tras
haber jurado, hace apenas unos minutos, que si no entraba pronto al edificio
iba a perder alguna extremidad. Es temprano y el lounge para estudiantes está
aún vacío, se sienta en uno de los sillones a terminar de leer el artículo que
discutirán en la clase de hoy. Evan entra al lounge arrastrando los pies, y se
sienta sin saludar. Lucía levanta la vista del papel y mira incómoda todos los
sillones vacíos que hay a su alrededor. Le fastidia que Evan haya decidido
sentarse justo en el que está a su lado y contempla la posibilidad de cambiarse
de lugar, pero no se atreve. No vaya a ser que él se incomode. Pero luego lo
razona un poco más y niega con la cabeza ante lo absurdo de su propio
proceso de pensamiento. No, no más, ya estuvo bueno. A la chingada, sí se
atreve. Una, dos, tres: se levanta del sillón como un resorte, toma su mochila
del suelo y se mueve con pasos decididos al otro extremo del lounge.
—Jeez, you don’t have to be such a bitch about it.
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Es la segunda vez que Evan la llama bitch. La primera fue en la sala de su
casa. Era diciembre y Lucía empezaba a sentirse sola en esta ciudad-témpano.
Juliana estaba en Colombia, visitando a su familia, y Alma andaba estrenando
un noviecito español al que le dedicaba el noventa por ciento de su tiempo.
Lucía pasaba muchas horas en el décimo piso de la biblioteca, reservado a
estudiantes de posgrado, y se encontraba seguido a Evan, que andaba siempre
con la nariz metida en algún libro choncho y obtuso. No le caía ni bien ni
tampoco especialmente mal, pensaba nada más que tenía poco chiste: un
güerejo simplón y algo pedante, que en clase anteponía citas de autoridad y
nombres de filósofos franceses a sus opiniones. Una tarde, después de varias
horas en la biblioteca, Evan le preguntó si quería ir a tomar algo, y Lucía
accedió porque hacía frío y se le antojaba un chocolate caliente. Cuando ella
dijo lo del chocolate, él insistió en que fueran a un bar. Lucía no entendió
hasta la segunda cerveza que Evan pensaba que estaban en una cita. Los
gringos, pensó en ese momento, hacen todo como siguiendo un guion.
Primero una serie de preguntas de cajón, como en una entrevista de trabajo.
No le preguntó a qué se dedicaba solo porque él se dedicaba exactamente a lo
mismo, pero fingió interesarse por sus hobbies, su música favorita, su
proyecto de tesis, su infancia en México. Le contó que él había estado una vez
en Tulum, le aseguró como tranquilizándola que no parecía tan mexicana.
Lucía tardó en comprender que, según él, le estaba haciendo un piropo.
Cuando aceptó una segunda cerveza, Evan puso una de sus manos sobre la de
ella, mecánicamente. La dejó ahí, inerte, su palma húmeda aposentada sin que
viniera al caso encima de los nudillos de Lucía. Ella no sabe bien por qué no
quitó la mano. O sí sabe: por aburrimiento. Por tener algo que contarle a
Alma cuando ella le platicara de alguno de sus galanes. Por convivir.
Superado el primer obstáculo, el de la mano, Evan siguió avanzando según lo
pautado por el guion imaginario. Era como si marcara palomitas en las
casillas de un formulario invisible. Quince minutos de manita sudada, check.
A la mitad de la segunda cerveza, cuando Lucía le rio un chiste malo por no
parecer antipática, Evan movió por fin la mano que seguía ahí, sobre la de
ella, y la abrazó por la cintura. Check. Luego, Evan se cansó del bar y
comentó que vivía muy cerca. Era mentira, pero ella fue igual, un poco
atolondrada por la cerveza y otro poco ya subida al tren del sinsentido,
dispuesta a seguir conviviendo, a ver qué pasaba, por qué no. Estaban en su
casa, dándose unos besos insulsos en el sofá (check, check), cuando el gringo
le agarró una chichi (cheeeeeck!) y ella se dio cuenta de que, en realidad, no
quería estar ahí. Le dijo que era tarde y que tenía mucho que leer al día
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siguiente, y entonces él pareció perder el formulario y diciéndole Come on,
baby, don’t be a tease intentó besarla de nuevo, presionando su cuerpo contra
el de ella encima del sofá. Tease, la palabra la puso todavía de peor humor
que la ofensiva corporal. La había escuchado antes, aunque nunca en inglés.
Calientahuevos. Calientavergas. En la secundaria tuvo un galancito que
aseguraba que quedarse así era dolorosísimo, y algo había que hacer para
aliviarlo de su dolor, al pobre. Blue-ball buster. Una vez salió con un tipo que
cuando fue a dejarla a su casa se abrió el cierre del pantalón dentro del coche
y le dijo ándale, no seas así, dale aunque sea unos besitos. Mustia, mocha,
apretada. Nomás prendes el bóiler pero no te metes a bañar. Provocadora. Y
ahora tease. Se quitó a Evan de encima como pudo y fue hacia la puerta. Suit
yourself bitch, lo escuchó rebuznar mientras ella salía acalorada y furiosa,
arrastrando la mochila y el abrigo. Beibi tu madre, perra tu abuela, era todo lo
que podía pensar mientras caminaba hacia el metro muerta de frío —había
dejado el gorro en casa del gringo— por las calles del Financial District. Pero
qué culpa, se corrigió después, tenían la madre y la abuela. No regresó a la
biblioteca el resto de las vacaciones de diciembre. Aprovechando que Alma
casi no estaba, se quedaba trabajando en la casa, haciendo equilibrios con la
computadora sobre las rodillas. Cuando empezaban a dolerle la espalda y las
piernas por la mala postura, agarraba sus cosas y se iba a la cafetería de la
calle 11. Volvió a ver a Evan cuando empezó el semestre, el mismo día que
conocieron al Profesor. El gringo le dirigió una mirada burlona y siguió
embarrando queso crema en un bagel. Tras la cita fallida, en clase Evan nunca
pierde oportunidad de denostar los comentarios de Lucía, pero esta es la
primera vez que se dirige a ella directamente desde aquella noche funesta en
su sala. Normalmente Lucía lo ignoraría, pero hoy el sueño y el coraje la
tienen alborotada.
—Chingatumadre —le dice en español, y sigue leyendo o haciendo como
que lee, casi sonríe.
Evan va a contestar algo pero en ese momento, providenciales, entran al
lounge dos chicos del programa de literatura italiana. Saludan con un hey
escueto cada uno y caminan hablando alegremente, se sientan frente a las
computadoras. El gringo no dice nada, y Lucía clava la vista en el papel,
saboreando por un segundo otra pequeña victoria imaginaria. Juliana entra
entonces, exaltada, dándole órdenes como acostumbra:
—Acompáñame al baño, Lu.
De pie frente al espejo alargado del baño de mujeres, la colombiana
coloca su bolso abierto sobre el lavabo y se solaza en la aplicación de su
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propio maquillaje. Lucía la escucha parlotear, otra vez la cadencia cantarina,
la misma del día que se conocieron, después de su primera clase en el
doctorado. Encantada de encontrar otra chica latina en un grupo de seis
personas, Juliana había insistido desde ese primer día en ir después de clase a
casa de Lucía. Le explicó la importancia de la visita en Colombia, eso de no ir
con frecuencia a casa de los amigos, a cualquier hora del día y sin avisar, era
impensable en su patria. Desde entonces empezó a visitar a Lucía casi todas
las tardes para sacarla de su encierro, le resultaba escalofriante esa costumbre
de enclaustrarse a estudiar todo el día, sin orden, sin agenda, sin respiro, hey.
Juliana era metódica: se levantaba muy temprano, salía a correr y luego
trabajaba en la biblioteca, sus lentes de acetato transparente resbalándole cada
tanto por la nariz, empeñada en comprender lo que hubiera que comprender y
hasta darle la vuelta o rebatirlo y decir, si hacía falta, que el mismísimo
Rancière se disparaba en el pie en según qué textos, decidida a callarle la boca
a todos esos gringos malparidos que se las daban de interesantes en el
seminario de teoría literaria; pero a las seis en punto guardaba los libros y los
lentes en el locker y exigía ir en busca de rumba, de noviecitos, de fiestica, de
vida, esa vida que no encontraba por ninguna parte a pesar de estar donde
estaba. La ciudad que no duerme, ajá, quimeras, falacias, ardides
publicitarios, aquí se muere todo a las once de la noche, qué cansón.
Ahora Juliana se cubre delicadamente las ojeras con una pasta cremosa,
quejándose porque la lloradera de anoche le dejó los ojos hinchados. Mientras
se maquilla, le cuenta a Lucía —exultante, otra vez caribe toda ella— que fue
un simple malentendido.
—Estaba rabioso porque discutió con el editor de su nuevo libro. Se la
cagó, sí, pero marica, no sabes cómo me pidió perdón. Casi llora, hey.
Lucía respira despacito, ensaya una sonrisa. Se aguanta otro
chingatumadre, porque Juliana es su mejor amiga y porque sabe que en
realidad no es ella quien se merece la mentada. Lucía dice qué bueno. Lucía
dice me alegro. Lucía no dice que sí sabe, o que por lo menos puede
imaginarse, cómo y con qué palabras le pidió perdón. No le dice que puede
imaginar también, que puede casi escuchar —o escucha, o recuerda— cómo y
con qué palabras él va a volver a pedirle perdón a la próxima.
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Go on.
Le gustan las rancheras y los boleros, como a mí. Más bien, a mí me
gustan como a él. O le gusta emborracharse a las tres de la tarde y hacer
show, o todo junto. Una sola vez se va de la casa por un período largo, y
empieza a pasar por mí los domingos. Algunas semanas trae un ramo de
flores —dalias para la Dalia— pero ella se encierra en su cuarto y no sale a
recibirlo. Cuando eso sucede, él sale de la casa jalándome del brazo, azota la
puerta y avienta las flores en la calle. «No son para ti», me dice si se las pido.
Me lleva siempre a comer a La Polar y me obliga a pedir birria aunque bien
que sabe que pocas cosas me dan tanto asco. Pero a él no le gusta que la birria
me dé asco.
—Cómetela toda, no me seas fresita.
Maneja un Audi, usa corbatas Ferragamo y de su oficina en el banco
cuelga un diploma del Tec de Monterrey, pero los fines de semana le gusta
tomar tequila y hacerse el entendido en palenques. Yo miro los pedazos de
chivo en el caldo humeante y pienso que no es casualidad que cuando la gente
opina que algo es una porquería, diga siempre «es una birria». Pero me
aguanto las arcadas: ya sé que me la tengo que comer de todos modos, que si
no es peor. Luego llegan los mariachis y él los llama con grandes aspavientos
para que se acerquen a la mesa. Me hundo en mi silla y me aferro a la
cuchara, la mirada clavada en el chivo troceado que flota dentro del plato.
Siento cómo me sube el color hasta las orejas, sin saber del todo si es por
pena o por el caldo infecto que tengo enfrente.
—Jefe, échese Leña de pirul —pide, y canta a gritos, apurando la cerveza,
haciéndole señas al mesero, con los mismos aspavientos de antes, para que le
traiga otra, y de paso un tequila con limón y sangrita—. ¿Cuánto quieres por
que te vayas y me dejes vivir en paz? Pobre leña de pirul, que no sirves ni pa
arder, nomás para hacer llorar.
Sobre la mesa pone la cartera, para que los músicos vean que tiene la
intención de pagar por sus servicios, y canta cerrando los ojos mientras yo
exprimo otro limón completo sobre el plato y aprovecho uno de los viajes de
cerveza del mesero para pedir otra Coca-Cola que me ayude a terminarme la
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birria. Ojalá poderes telepáticos, ojalá pasarle una mano por delante de los
ojos como Yoda y hacerlo jurar que no vamos a volver a esta cantina
inmunda.
—Esta se la dedico a tu mamá. Ya me di cuenta que tú no sabes de
riendas. Sientes la silla y no dejas de reparar. Eres tan bronca que cualquier
soga revientas. Pues te me largas ahora mismo a otro corral.
El tiempo se detiene, pero él se va poniendo más pesado. Se pone también
así en fiestas y en reuniones familiares y a veces en las tardes los fines de
semana cuando sí vive en la casa con nosotras. En La Polar a nadie le parece
mal un señor que se cae a tequilas y monopoliza al mariachi, al cabo está
patrocinando el entretenimiento de toda la cantina. Casi siempre canta para un
público imaginario o hace coro con los otros comensales, pero a veces canta
viéndome, y me toca verlo de regreso si no quiero que me agarre fuerte la
cara y siga cantando a voz en cuello con mi mandíbula trabada entre su pulgar
y su índice. No para hasta que tiene los ojos vidriosos. Camina tambaleándose
hacia el valet parking y le da el boleto al joven. Mientras esperamos, yo
cuento con los dedos los años que me faltan para poder sacar el permiso y así,
a lo mejor, tener chance de manejar de regreso, no tener que enroscar los
dedos a la manija de la puerta en cada curva.
Me devuelve siempre más tarde de lo que había quedado. Si mi mamá sale
a reclamarle, él le dice que se pasa de bonita, o que no sea mala, y le pide que
se echen juntos un caballito o unas chelas. «Ándale, Dalia, la del estribo.
Ándale, Dalia, qué te cuesta». Pero si mi mamá lo ignora y sigue encerrada,
entonces él se estaciona afuera de la casa y da bocinazos un buen rato, grita
—para que lo oigan los vecinos— que esta es su pinche casa y su pinche
cama y su pinche vieja, hasta que se cansa y se va o se queda dormido sobre
el volante, y así hasta el siguiente domingo de muchos domingos esa única
vez que él se va de la casa por un rato largo, antes de irse del todo.
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3. Rutas de escape (¿y cómo es él?)
Papi. Papito. Lucía no se acuerda de haberle dicho así nunca. Papá, sí, pero
cómo iba a decirle si no. Le dan envidia esas historias que cuentan la mayoría
de sus amigas, amigas que ponen en Facebook una foto del papá muy joven el
Día del Padre y escriben, melosas, «papi, te amo» o «soy la mujer que soy
gracias a ti» o «siempre a mi lado, incondicional»; le dan, en realidad, coraje
esas anécdotas de papás bonachones, papás cariñosos y comprensivos que
dicen princesa o muñeca, papás que son también papi y papito o hasta
papaíto, y que lloran años después caminando con su muñeca colgada del
brazo hacia el altar de una iglesia atascada de cristos sangrantes, papitos que
entregan a sus princesas en bodas multitudinarias con canapés y coctelitos de
bienvenida y señoras de largo y señores de etiqueta rigurosa, la princesa toda
forrada de encaje blanco o sepultada entre crinolinas, papaítos lindos que
bailan ante un ejército de tías llorosas y encopetadas esa que dice ¿Y cómo es
él? ¿En qué lugar se enamoró de ti? ¿De dónde es? ¿A qué dedica el tiempo
libre? mientras el príncipe todo almidonado adentro del esmoquin sonríe con
cara de menso, dedica ese tiempo libre a pedirle al mesero otro Bacardí, y no
se inmuta ni se achicopala aunque su futura esposa haya escogido, para bailar
pegada a su papito, una pinche rola —digámoslo francamente— tan
putamadre incestuosa.
Nunca le dijo así y ahora no sabe qué hacer con esto que trae en el pecho,
con esto que claro que le duele, pero no por lo que Alma o Juliana piensan o
creen o suponen que debe doler. Lo que de verdad le pasa a Lucía esta noche,
esta otra noche de no dormir y de dar vueltas y de probar a ver si con las olas
lo logra, es que piensa en él y no se acuerda de haberle dicho papi jamás de
los jamases, pero sí se acuerda, clarito, de las cacas flotantes. También se
acuerda de otras cosas, desde luego, y no todas son malas, no todas son
terribles ni se reducen tampoco al cheque que él le mandaba todos los meses
desde que se fue definitivamente de la casa, y que le siguió mandando hasta
que Lucía consiguió la beca y se largó, como la escuincla malagradecida que
era —así dijo él— a Estados Unidos. Lucía lo recuerda como retazos, como
clips de esa película que a veces imagina que es su vida y que ahora proyecta
insomne sobre el techo lleno de humedades mientras el ratón (o ratones,
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siempre existe la posibilidad de que sean ratones) se pasea en la cocina. Una
infancia y un padre hechos de clips casi siempre problemáticos, casi siempre
con uno que otro toque violento, pero a veces también una infancia y un padre
hechos de risas o de fragmentos de canciones.
Pero la cuestión es que, invariablemente, Lucía regresa a las cacas. Se le
ocurre entonces no solo lo más evidente (que por eso nunca le dijo ni habría
podido decirle papito), sino que si las cacas se le quedaron tan grabadas es
porque, en el momento, recuerda haber concluido con sorpresa que el amor
también debía ser eso: Dalia, su mamá, entrando cada mañana al baño para
encontrar la mierda de Álvaro, su papá, ahí, dando vueltas en el agua del
excusado y —contra toda lógica— suspirar y jalarle, nomás. Sin alterarse, sin
arrancarle los ojos al perpetrador. Lucía recuerda haber pensado, muy niña,
que el amor era en parte callarse ante las cacas, como si no hubiera pasado
nada, como cuando el abuelo Pepe se reía, como si la escena no se repitiera
idéntica día sí, día también, o como si fuera normal un hombre adulto incapaz
de hacer algo tan sencillo como jalarle al baño. Ahora piensa que tal vez él no
le jalaba solamente para demostrar una vez más que ésa era su casa y su baño
y su pinche vieja, y que por lo mismo y con toda razón él se cagaba donde
quería y cuando quería en su casa y en su baño, y le tocaba a su pinche vieja,
faltaba más, jalarle a la cadena pero calladita, porque así —lo decía siempre
— se veía más bonita. Pero justo no, piensa Lucía. Precisamente (ahora lo
sabe), el amor no debería ser así; y por eso desde que recibió la llamada no
pega ojo y regresa obsesivamente a las cacas, que son por cierto uno de los
recuerdos más recientes que guarda de Álvaro. En realidad, se dice Lucía,
entre ellos —entre nosotros— no había mucho más que cacas. Cacas y no
decir nada.
Pero igual es su papá, sigue siendo su papá a pesar de todo. Y Lucía no
sabe qué hacer con eso. No sabe dónde acomodar en la balanza de su
memoria, por ejemplo, la foto de boda, con su mamá guapísima toda de
blanco y las sonrisas de los dos colgando de la pared de la recámara. No sabe
qué hacer con esas tardes en que ella jugaba en el jardín y ellos se sentaban
juntos en la sala y ponían disco tras disco y Lucía escuchaba a su papá cantar
bien alto Cuando estoy entre tus brazos siempre me pregunto yo, cuánto me
debía el destino, que contigo me pagó y luego a su mamá que se moría de la
risa y después nomás la pura música y entonces Lucía sabía aunque no los
viera que se estaban acariciando la nuca o haciéndose piojito el uno al otro,
porque ya los había visto hacerlo otras veces con esa misma canción. O qué
tal la servilleta dónde él, su papá, había escrito —porque era su letra, Lucía
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reconoció su letra— para ella, su mamá, «qué frío dormir sin ti» y había
dibujado una flor para que luego Dalia guardara la dichosa servilleta como
oro en paño, en el cajón de sus calzones, abajo de los cigarros. Y cuando a los
doce Lucía quería aprender a fumar y fue derechita al cajón a robarle un
cigarro y encontró la servilleta, no podía imaginarse que un tipo así, que un
tipo tan como su papá (tan bigotudo, tan cínico) dibujara flores, pero al menos
una vez —ahí estaba la prueba— sí había dibujado una: chiquita, con el tallo
largo y unos pétalos muy juntos y delgados, como de margarita en miniatura.
¿Y qué más? Claro, se dice Lucía, desde luego debe haber algo más, porque
una relación así, tan poco de postal, tan lejos de cualquier anuncio excepto
por las sonrisas de pasta de dientes, una relación tan de aguantar ciertas cosas
y ciertas palabras y callarse tantísimo, no se justifica solo porque un fulano
dibuje una pinche flor con una pluma Bic, aunque ese fulano siga siendo, ya
dijimos que a pesar de todo, su papá. Algo debía haber, se convence Lucía,
algo más debía haber que le sirva ahora para no sentirse tan culpable por no
tener, en realidad y en el fondo, ganas de llorar (aunque siga sin poder
dormir).
Ahora Lucía se acuerda de la vez que la tía Malena le dijo a su mamá
aquello de «ese hombre se va a arrepentir». No lo dijo después de los insultos,
ni después de alguna de aquellas cachetadas que decoraban la cara de Dalia de
rojo pasión, sino cuando él, por fin, pasados un millón de domingos, dejó de
llamar y de aparecerse de madrugada a dar gritos y bocinazos y, finalmente,
dejó de instalarse cada cierto tiempo en el cuarto, en su recámara del piso de
arriba, de echarse en la cama bajo la foto de boda y de emborracharse en el
jardín. Y te juro que no volveré, aunque me haga pedazos la vida. Si una vez
con locura te amé, ya de mi alma estarás despedida. Qué susto, qué cosas
más terribles llega a decir la gente, se acuerda Lucía que pensó en ese
momento. Qué tragedia si Álvaro efectivamente se arrepentía, aunque hubiera
jurado, por Dios que lo miraba y llorando de rabia, que nanai, que ni madres,
que ahora sí ya era la última. Qué espanto si siempre sí volvía —otra vez— y
Dalia —otra vez— lo perdonaba. Porque lo perdonaba siempre y Lucía no
entendía, y no entiende aún, por qué. Acaso por los años invertidos, por
costumbre de otro hueco en el puto colchón o, peor tantito, por ella, por
Lucía, por la familia que desde chica le habían dicho que formaban. O porque
ahí estaba la servilleta con el dibujito de una flor. Porque también eso es
amor, ¿qué no? No, se corrige Lucía nuevamente, ya habíamos quedado que
el amor no era eso. Ya llegados a ese punto, y piensa ahora en Juliana y el
Profesor, el amor es un asco, una caja de resonancias donde todo duele más,
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donde cada ruido, además de chirriar, trae eco; donde rozar ese otro cuerpo
aunque sea por accidente debería dar un poquito de asco en el mejor de los
casos y, en el peor, quemar. Pero ahí siguió Dalia mucho tiempo, quemándose
hasta que se extinguió del todo, y ahí empieza a quemarse Juliana sin querer
salir de la hoguera, y ahora se quema también un poco Lucía, sin saber muy
bien por qué, a lo mejor solo porque es —sigue siendo— su papá, y una tiene
que arder aunque nunca en toda su vida haya sentido deseos de decirle papito,
una tiene que dolerse un poco si la llaman un día cuando está fuera del país
tan contenta, viviendo literalmente del cuento, pagando la renta con esa
literatura que no le iba a dar nunca un peso pero que al final le dio una beca y
se la llevó lejos por fin de todo aquello, una tiene que poner el grito en el
cielo si después de un año de caminar sobre las nubes o sobre la nieve o sobre
la Quinta Avenida, suena el teléfono y es la tía Malena que dice mijita, cómo
estás por allá, cómo van tus estudios, ay mijita, es que fíjate que te tengo una
noticia bien fea.
Cuando después de la llamada Lucía les contó lo que había dicho su tía,
Alma y Juliana la miraron con lástima pero también, piensa Lucía esta noche
otra vez dando vueltas sobre el colchón, la juzgaron un poquito. «Puedes
llorar si quieres». Pero de fondo lo que se preguntaban, Lucía lo sabe, era:
¿por qué no quieres? Está en shock, se dijeron una a la otra aquel día, como si
Lucía no estuviera ahí, prendiendo con cuidado el cigarro que le había
ofrecido Juliana aunque en realidad Lucía no fumara —Alma desconectó la
alarma de incendios, no fuera a ser la de malas que llegara Pokorny a
interrumpirles el luto—. Eso: las dos hablaban como si Lucía no estuviera ahí
frente a ellas libre de shock alguno, o al menos libre del shock que ellas
esperaban. Puedes llorar si quieres, insistieron, como pidiéndole que se
tomara más en serio su papel de víctima, de semihuérfana reciente (porque
todavía no era huérfana del todo). Pero ni Juliana ni Alma sabían —no podían
saber— que Lucía no había dejado, que no ha dejado todavía, de pensar en las
cacas flotantes desde que recibió la llamada de su tía, y por eso, porque le da
culpa invertir tanto tiempo en recordar las cacas sin decidir nada, sin hacer
nada, evitando el escándalo, es que ahora, a varios días de haberle contestado
el teléfono a la tía Malena, todavía no puede dormir.
También el día del velorio, con Dalia de cuerpo presente, le dio a Lucía
por pensar en las cacas y en las cachetadas. Su papá se apersonó en Gayosso a
hacerla de viudo enlutado teniendo, eso sí, la prudencia de dejar a la novia en
turno, para la ocasión, a buen resguardo en su departamento de Cuajimalpa.
Lucía lo vio llegar así, todo de negro con la mirada nublada, y pensó en Dalia
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jalándole al baño todas las mañanas, en Dalia planchando camisas y
acomodando corbatas y sirviendo chilaquiles para la cruda, en Dalia de
rodillas limpiando guácaras del patio tras alguna farra, en Dalia hecha un
ovillo en la cama sembrada de kleenex después de cada pleito, apretando el
frasco de Merthiolate y cubriéndose la cara con una bolsa de hielo. No te
asustes, mi reina, ya sabes cómo se pone cuando está de genio. Y Lucía se
encaramaba a la cama y se hacía un ovillo con ella, y le pasaba los deditos por
la piel amoratada de otros días. Y al rato o al día siguiente o a las dos semanas
llegaba él, con flores o mariachis y cara de yonofui, y juraba y perjuraba y te
lo dije cantando, te lo dije de frente, que volverías conmigo, volverías porque
no quieres perderme y por unos días hasta le jalaba al baño y le llevaba el
desayuno a la cama y en las noches Lucía se quedaba en casa de la abuelita
Isabel y ellos se iban al cine o a bailar. Lucía pensaba en eso cuando, en el
funeral, Álvaro se acercó a abrazarla y le dijo mija, qué vamos a hacer ahora
sin ella, y se soltó a llorarle encima como no lo había visto llorar nunca, ni
siquiera cuando se le iba la mano con el whisky o aquella vez que perdieron
Los Pumas por goleada. Su padre a lágrima viva recargado cuán grande y
cuán pesado era, sobre ella, y Lucía tiesa, sin poder llorar —tampoco
entonces— porque era imposible sacarse de la cabeza la imagen de Dalia
jalándole al baño todas las mañanas de su vida hasta que se la acabó llevando,
contra las predicciones de las más chismosas de sus amigas, un aneurisma y
no alguna patada traicionera.
Después del funeral, Lucía dejó de hablar. Ahora no recuerda cuántos días
duró aquello. La tía Malena entraba cada tanto a su cuarto y le ofrecía
comida, aunque ella misma apenas podía probar bocado. A veces arrastraba
una silla junto a su cama y se sentaba a un ladito respetando el silencio de
Lucía, o le acariciaba el pelo e inundaba la recámara de suspiros: por la
muerte prematura de su hermana, que la dejaba sin aire, y por esa sobrina
adolescente e incapaz de llanto ni de palabra, de la que ahora tenía que
hacerse cargo; porque eso era lo que Dalia hubiera querido y porque Álvaro
había insinuado ya sus intenciones de convertirse en un cheque mensual y
alguna llamada los domingos.
Un ruido afuera la distrae, por fin, de las cacas. Un chillido agudo que
suena por encima del efecto sedante de las olas, luego algo que se arrastra
trabajosamente sobre la madera. No necesita verlo, Lucía sabe que al otro
lado de la puerta hay un ratón atrapado que intenta despegarse del minúsculo
colchón adhesivo, un pobre bicho que está vivo y bien vivo y se niega a
aceptar su suerte porque hace solo un momento estaba feliz saltando de queso
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a queso, de galletita a galletita, y ahora, por su mala cabeza o por su mala
suerte o por las malas artes del polaco Pokorny, o nada más porque la vida
cambia con un salto en falso o con la llamada de una tía, el animal se retuerce
empeorando su situación, cada vuelta sobre esa camita pegajosa lo sumerge
más en una agonía lenta en la que se dejará la piel a jirones hasta morir de
asfixia.
—¡Me lleva la chingada, pinche Pokorny!
Alma grita como si el casero pudiera escucharla y Mike, el tipo con el que
sale y que ha decidido quedarse a dormir con ella precisamente esa noche (y
ahora debe estar maldiciendo su ocurrencia), no tiene más remedio que
levantarse de la cama. Deus ex machina, bendito gringo. Lucía y su
compañera miran consternadas la trampa de pegamento, que se ha desplazado
un par de metros de su lugar original, con el desafortunado ratón encima, que
no para de chillar y conforme más intenta zafarse, más se pega. Mike se frota
la frente con una mano y agita la cabeza:
—That’s fucked up.
Lucía no sabe si se refiere al estado lamentable de la cocina sitiada de
artefactos de tortura, a los chillidos agónicos, o al hecho de que el consenso
parezca ser que es él, hombre transitorio de la casa, quien debe hacerse cargo
del problema. Como sea, Mike se resigna casi inmediatamente y pregunta por
la escoba. Alma estira el brazo para sacarla de su escondite entre el refri y la
pared y pasársela sin moverse del lugar donde está parada, y luego se encierra
con Lucía en la recámara, ninguna de las dos se atreve a prender la luz. En la
oscuridad del cuarto, mientras Mike da un golpe —no, no es uno, son dos—
para rematar a Frank, Alma mira fijamente a Lucía y le pregunta si ya decidió
qué hacer. Lucía niega con la cabeza.
—You can come out now, girls!
Primero el ratón y ahora la prolongación de su silencio y su inmovilidad.
Cero y van dos rescates en una sola noche: tantísimas gracias, Mike. Lucía se
dice que aún tiene tiempo para decidir. Aún puede negar con la cabeza y
encogerse de hombros, seguir unas cuantas noches pensando en las cacas
flotantes. Y en los ratones. Ahora se acuerda, de pronto, de los ratones de su
infancia, que aterrorizaban a su madre y desesperaban a su padre.
Mike las ayuda a meter el resto de las trampas de pegamento en una bolsa
de basura. No hay triunfo en ello. Alma murmura maldiciones ininteligibles y
Lucía da un brinco ante cualquier movimiento brusco. Ninguno de los tres se
hace ilusiones, nadie piensa que el difunto que han metido en esa misma bolsa
sea el único ratón del departamento, pero un nuevo acuerdo tácito parece
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haberse alcanzado esta noche: no más mamíferos muriendo asfixiados,
royendo sus propias extremidades —Mike jura que lo hacen— para tratar de
liberarse. Ni modo. Van a tener que arriesgarse a hablar con Pokorny o
encontrar otra solución. Es casi de día cuando Lucía regresa a su cuarto. Se
sienta cruzando las piernas sobre el colchón y contempla, a través de la
ventana, la escalera de incendios apenas cubierta de nieve, porque la
estructura enrejada de los escalones no permite que se acumule del todo.
Siente una predilección casi enfermiza por esas escalerillas que abarrotan las
fachadas de los edificios neoyorquinos, rutas de escape en departamentos tan
pequeños y oscuros que, de otro modo, serían sofocantes. Las escaleras de
incendios la hacen pensar que siempre hay un hueco por el que escurrirse, y
después del hueco un barandal y después del barandal y los escalones de
hierro, si una se atreve a saltar, la calle. Helada, sí, pero la calle al fin.
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Was there something in particular that made you think about that?
Me cuesta trabajo creer que esa niña soy yo, pero sí soy. Con la falda azul
pitufo y la camiseta polo de color blanco, el logo del colegio a la altura del
pecho, del lado izquierdo. Acuclillada sobre la estufa, sostengo con las dos
manos un bote de insecticida en aerosol y pienso en el Ratón Vaquero. En la
ratonera ha caído un ratón, con sus dos pistolas y su traje de cowboy. Ha de
ser gringuito porque siempre habla inglés. Además de ser güerito y tener
grandes los pies. Mi papá me explica que eso es nada más para espantarlo,
que en realidad el insecticida no le va a hacer ni cosquillas, pero él sí, él va a
mandarlo a la chingada, sin escalas, al primer escobazo.
A la una, a las dos, a las tres.
—Pero no grites, Dalia, no la hagas de pedo.
Es mi mamá que está de pie arriba del sillón y suelta un gritito por cada
movimiento que hacemos, incluso antes de que pase nada. No puede
controlarse. Pero mi papá y yo somos un equipo y yo tengo una misión como
parte de ese equipo. Coincido en que los gritos nada más nos desconcentran,
así no se puede. Va de nuevo: a la una, a las dos, a las tres. Aprieto con todas
mis fuerzas el botón del aerosol, apunto hacia la ranura de abajo del horno,
casi lo vacío. El ratoncito es diminuto, sale corriendo y papá deja caer la
escoba, zas, zas, zas, pero no le da. Ahora el ratón-miniatura atraviesa la sala
a toda velocidad y se esconde, no podía ser de otra manera, abajo del sillón
donde mi mamá está parada. Grito sobre grito sobre grito.
—¡Que te calles, carajo!
Nueva posición estratégica, la misión continúa. Con que sí, ya se ve, que
no estás a gusto ahí, y aunque me hables inglés, no te dejaré salir. Estoy otra
vez en cuclillas, pero ahora frente al sillón, me agacho y mi mamá pega un
brinco y sube corriendo las escaleras. Pinche vieja argüendera, oigo que
murmura mi papá. Luego a mí:
—¿Lista?
Una, dos, tres y yo flus flus con todas mis ganas. Y mi papá zas con la
escoba, ahora una sola vez.
—¡Eso chingao! ¡Eso, mija!
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Y yo digo también «eso» (pero no digo «chingao») y brinco como mi
mamá de un sillón a otro y luego a las escaleras pero de felicidad (y también
un poquito de la impresión) y mi papá me alza en brazos y siento que eso —
que esto— es la felicidad. Pero en la noche, cuando me voy a dormir y es él
quien me arropa (y eso nunca pasa), me acuerdo del ratoncito muerto y me
tiembla la barbilla y quiero llorar. Él me ataja antes, me dice que nada de
argüendes, me repite que hice lo que tenía que hacer, que lo ayudé mucho,
que fui —que soy— muy valiente.
«Nada de argüendes», repite cuando sale de mi cuarto, antes de cerrar la
puerta.
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4. Veniero’s (te vas porque yo quiero que te vayas)
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encorbatados se echaran un taco de ojo, para que aquellos rucos tan leídos y
escribidos vieran el culito de piernas largas y melena leonina que se andaba
merendando él. Y sí, puede que estuviera un poquito mal visto, pero al fin no
era del todo ilegal y por eso la llevaba, porque el Profesor no es su profesor,
ni siquiera da clases en el mismo programa, y aquí todos son adultos, nadie
dice que uno por ser profesor (y profesor visitante, además) de Sociología no
pueda echarle el perro a alguna estudiante sabrosona (o dos, o tres) de
Literatura Comparada, de Letras Francesas, de Historia, tanta diversidad y
sano chacoteo en la facultad de Artes y Ciencias; pero una vez hecho el alarde
de la colombianita, tan rica ella, no le interesaba demasiado dirigirle la
palabra ni escucharla. Es que ella, Juliana dice que dijo el Profesor, tenía
otros intereses, y por eso era que se aburría. Pero igual debía hacer un
esfuerzo por convivir, dice Juliana que le recomendó el Profesor, porque le
haría bien a su carrera académica. Pendeja. Juliana no cuenta que el Profesor,
en realidad, lo que le dijo es que si no entiende nada y si se aburre en las
reuniones de gente pensante es porque ella es una pendeja, así, con todas sus
letras, pen-de-ja, iletrada, no sé ni cómo te aceptaron en ese doctorado, ¿qué
fue lo que te enseñaron en tu universidad, qué digo universidad, colegio
mayor, institución sudaca de quinta, si no has leído ni siquiera a los clásicos?
Pero bueno, al final no estuvo tan mal, remata Juliana, y Lucía escucha y
asiente y dice que qué padre y que qué buena oportunidad, y que qué gusto
que la pasaron bien.
—¿Pero y entonces? ¿Qué pasó?
Pues entonces, sigue Juliana, pasó que el Profesor le recomendó unas
lecturas que pueden servirle muchísimo para su tesis. Qué bárbara, qué bruta,
¿cómo que nunca lo has leído? Empieza por Hegel, por Lacan, ilústrate
aunque sea un poquito, anda, pon a rodar esa cabeza tuya tan mona, que te
sirva de algo más que pa ponerle tubos calientes, escuincla tarada. Luego de
las recomendaciones, Juliana le cuenta a Lucía, el Profesor volvió a la barra y
se le desapareció y ella estuvo hablando un rato con un tipo que está haciendo
un posdoc en física, muy simpático con todo y lo gringo, oye, de Milwaukee.
Y aparte puta, ¿para eso te traje, para que le andes zorreando a medio mundo?
Qué ramera me saliste, como todas. Y te pareces tanto, amor, a una
enredadera. En cualquier tronco te atoras y le das vueltas. Con tus ramitas
que se enredan donde quiera.
—Total que discutimos y me terminó. Muy pasional ese man, marica. Yo
creo que esta terminada sí es de verdad.
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No. Lucía sabe que nunca es de verdad. Se detiene en la elección de
palabras de su amiga: me terminó. En México, piensa, al menos según su
experiencia, no la terminan a una. La cortan, la mandan a la chingada, la
dejan, sí, pero luego se presentan con la banda y la charanga a decir que
siempre no. Terminar, lo que se dice terminar, no se estila tanto. A menos,
claro, que terminen enterrando a la interfecta: la terminada en su país es
literal, todo lo demás es coqueteo, parte del cortejo. Foreplay, dirían acá.
Desde chiquitos: «Ay, mi reina, ese chamaco te pateó la lonchera porque le
gustas», y de ahí pal real. «Esto no se acaba hasta que se acaba», decía
siempre Álvaro antes de dar el portazo que nomás al final fue definitivo, y
solo porque así lo quiso la vida, que no él. ¿Y si Dalia no hubiera tenido la
previsión de morirse solita, se pregunta Lucía, la habría terminado Álvaro
alguna vez?
Juliana intenta mantenerse serena pero sigue saltando cada vez que vibra
el celular, y desmoronándose frente a Lucía cuando resulta que no es el
Profesor quien escribe. Lucía se arma de valor. A la de tres, va a decirle lo
que piensa. En caliente, como arrancar una curita. Una, el Profesor es un
pendejo, un pretencioso y un pedante. Puras pes con el pinche Profesor. Dos,
el Profesor es un machista y un alcohólico de mierda. Tres, ni siquiera está
guapo, ¡no mames, Juliana!
—Tranquila, Juli. Verás que aparece.
Nada, petrificada todavía. Pusilánime. Pasmada. Puras pes con la pinche
Lucía. Pero cómo hablarle claro, cómo decírselo. Cómo se nombra lo que está
a la vista y ella insiste en no ver. Imposible después de un primer invierno tan
triste, tan carente de fiesticas, con lo contenta que se puso Juliana cuando se
le empezó a hacer con el Profesor. Hasta Lucía había empezado a verlo con
buenos ojos, con todo y que le había caído en el hígado el primer día. Parecía
un cachorrito, embobado con los contoneos de Juliana junto a la mesa de
billar en aquel bar de salsa improvisado donde festejaron un cumpleaños, las
paredes decoradas con fotos viejas y repisas llenas de trofeos de béisbol, los
tertulianos jugando dominó sin reparar en danzantes esporádicos. Se lo habían
encontrado en el pasillo del departamento, cuando andaban discutiendo a
dónde ir con algunos compañeros del seminario, y el Profesor se había
apuntado de inmediato al festejo, ávido de afincarse como el maestro buena
onda, el perfecto chavorruco que en lugar del tradicional saco de pana con
parches en los codos usa camisas entalladas a cuadros, tenis converse y jeans
deslavados, el profe eternamente joven, eternamente bello-bello, que después
de clase se va a beber con los estudiantes (les llama «colegas») y picha la
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primera ronda de cervezas, acaparando la atención con una anécdota
simpática, un chiste ocurrente, una referencia algo deslucida (pero no del todo
pasada de moda) a la música ochentera y a esa cocaína de su reciente
juventud que, todo parece indicar, está poniéndose otra vez de moda, qué me
dicen ustedes. Los gringuitos lo escuchaban alelados y divertidos, sin
terminar de entender el tipo de espécimen profesoral que tenían en frente,
preguntándose si sería algo típico de todos los professors en México o de
todos los sociólogos latinoamericanos, o de todo el sur global, novísima
abstracción de sus desvelos que se filtraba de a poquito ya no solo en sus
restaurantes, sino en sus aulas y sus celebraciones.
Aquella noche, como empezó a ser previsible desde la segunda ronda de
bebidas, terminó con Juliana y el Profesor borrachos, estampándose a besos
contra las paredes, haciendo temblar los trofeos sobre las repisas. Los demás
se habían ido, vencidos por los shots que el Profesor no había parado de exigir
para amenizar la velada, y Lucía, hasta las cejas de ron, miraba la danza
espástica de la nueva pareja desde una de las mesas de dominó. A la tarde
siguiente, cuando Juliana por fin se despegó de las sábanas del Profesor,
fueron al café de la calle 11 y Juliana era toda sonrisas, toda alegría poscoito,
toda marica estoy dichosa, no te imaginas las cosas tan bellas que me dijo,
qué delicia ese man. Y aunque sí se las imaginaba, aunque Lucía podía intuir
las cosas bellas que dice un señor alcoholizado cuando se va a la cama con
una señorita veinte años menor, su amiga estaba tan contenta que Lucía se
alegró por ella y se dijo que, después de todo, Juliana era efectivamente la flor
más bella del ejido y no había nada de malo en que un chilango bigotón se lo
confirmara. A Juliana le brillaban los ojitos mientras le contaba a Lucía,
regodeándose en los detalles de su triunfo amoroso. Entonces no se guardaba
nada, ni había que aprender a escuchar sus silencios. La Juliana de esos días
hablaba por los codos, enumerando las virtudes y atenciones del Profesor y
celebrando la suerte de haber encontrado por fin un tipo que valía la pena: tan
interesante, tan listo, tan publicado. Una verdadera delicia, y con el invierno a
la vuelta de la esquina.
También ahorita le brillan los ojos, se dice Lucía, pero la cara es otra, de
tanto chillar y, en lugar de dormir, acumular drama por las noches. Porque de
noche el Profesor está siempre en un bar, solo o con otro grupo de
estudiantes, y entonces se toma una cerveza o se mete al baño a echarse un
pase y le escribe y le dice que vaya, que si no quiere que todo se vaya al
carajo, que vaya. Y Juliana va; aunque ya casi no se lo confiese, Lucía sabe
que va siempre que él la llama. Sabe que a veces, sobre todo desde que
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empezaron a discutir y a terminar y luego reconciliarse cada tres días, el
Profesor la llama a las dos horas de haberla corrido a la mala de algún lado. El
modus operandi es siempre el mismo. Primero, el Profesor le da una gritoniza
en público, le dice que deje de atosigarlo, o que no quiere saber más de ella.
La manda derechito a la chingada y se ríe a carcajadas mientras ella recoge
sus cosas: pinche chamaca, no me deja respirar. These bitches, man. Los que
están alrededor lo celebran: el Profesor siempre tan divertido, la chiquita
colombiana siempre tan aguafiestas. Pero cuando Juliana va hecha un mar de
mocos de regreso a su casa, a medio camino sobre el puente de Brooklyn con
un taxista compasivo que intenta animarla, o cuando está ya a punto de llegar,
o subiendo las escaleras de Lucía, su celular se ilumina con alguna amenaza:
Si no te regresas ahorita, se acabó. Si esto vale madres es por tu culpa. Para
qué te fuiste, escuincla tarada. Juliana ya no le cuenta nada de esto, pero se le
nota en las ojeras. Lucía las reconoce y cada vez que las ve siente ganas de
vomitar: son las mismas que tenía siempre Dalia. Fue de Dalia que aprendió a
leer los silencios. La música y el ruido, los gritos, eran de Álvaro. Y después
del escándalo quedaba siempre Dalia hundiendo la nariz en la almohada para
no hacer ruido y hablando quedito por teléfono con Malena, cubriendo el
auricular con la mano para que Lucía no escuchara, llevándola después a
tomar una nieve a la Roxy para repetirle que no se asustara, que no pasaba
nada, que ya sabía cómo era de geniudo su papá, y pedirle que por favor no le
fuera a platicar nada a sus amiguitas de la escuela. La hacía cantar aquello de
Un candadito nos vamos a poner. El que se lo quite va a perder, y Lucía
recitaba la cancioncita moviendo los dedos anudados sobre los labios. Su
parte favorita era aquella donde cerraba el candado imaginario de la boca y
tiraba la llave lejos, muy lejos de aquella mesa de la nevería en la que cada
tanto su madre le suplicaba que no dijera una palabra de lo que pasaba en la
casa.
Recuerda la primera vez que tuvo esta sensación con Juliana, el primer
aviso de que algo no iba del todo bien y de que ella no podía decir nada. Su
amiga la llamó una tarde de otoño, furiosa porque acababa de discutir con el
Profesor en un bar de Brooklyn. Eso era cuando todavía se ponía furiosa,
piensa Lucía con algo parecido a la nostalgia. Era temprano y Lucía andaba
cerca, así que se encontraron para que Juliana pudiera desahogarse al calor de
unas cervezas, despepitando porque por lo visto el Profesor se la había pasado
echándole miraditas y haciéndole chistes a una de sus alumnas, en la
mismísima cara de Juliana, hasta que ella se cansó y se fue sin avisarle.
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—Una brutica ahí del máster en Sociología, Emma, ¿sabes cuál? Ni
siquiera es linda.
Y aunque el problema, pensaba Lucía, no era ese, Lucía sabía cuál era
Emma, una rubia regordeta y chapeada que siempre saludaba, muy educada
ella, en la sala de las fotocopias o en la biblioteca, así que coincidió en que no
era muy linda para no desatar aún más la furia de Juliana, y coincidió también
en que seguramente era medio tonta, incluso si la pobre Emma —pensaba en
realidad Lucía— no tenía la culpa de que el Profesor hubiera salido más
cabrón que bonito. Juliana mentó madres, lloró de rabia, maldijo a Emma y a
todas las peladitas neoyorquinas y le juró a Lucía que no quería volver a saber
nada del Profesor y que si lo volvía a ver iba a ser nomás para meterle las
güevas al microondas al hijoeputa ese. Después fue al baño para arreglarse el
maquillaje. Lucía la había visto alejarse hecha una llamarada rabiosa, dando
taconazos, con el teléfono en la mano. Pero cuando —después de un rato
largo— volvió del baño, estaba pálida, la rabia con la que se había ido
totalmente evaporada.
—Marica, viene para acá.
Y para allá había ido el Profesor, cayéndose de borracho, a sentarse a la
misma mesa en la que ellas recién habían estado conspirando su muerte, para
decirle a Juliana —sin importarle un carajo que estuviera ahí su amiga— que
era una berrinchuda, que él no podía con escenitas de celos y que qué era eso
de haberlo dejado plantado a medio bar, que la gente se había dado cuenta,
pero que por esa única vez se la iba a pasar. Lucía se quedó esperando a que
su amiga le pulverizara los huevos (o las güevas) como había prometido, y
bajó los ojos al piso sin saber muy bien qué hacer o dónde meterse cuando, en
lugar de eso, Juliana se dejó dar lengüetazos por toda la cara. Todavía le
cuesta creer que ese haya sido el desenlace de aquella primera pelea entre
Juliana y el Profesor, pero así mero fue: entre babas. Porque pasado el
disgusto, el Profesor quería una muestra particular de cariño y contrición ahí
mismo, una prueba de amor delante de Lucía y de todos los presentes. No te
muevas, si me quieres no te muevas, y repasó con su lengua de borracho los
cachetes, la nariz, la barbilla, los párpados asqueados y ensopados de Juliana:
tú eres mía, chamaquita.
—¿Bueno y tú? ¿Te vas por fin a México?
El cambio de tema la agarra fuera de base y la pone en estado de alerta,
como la noche del ratón. Pero ahora no hay quien la salve. Últimamente
Juliana ha estado tan enfrascada en sus broncas con el Profesor que no ha
habido espacio para discutir otra cosa: ella se sienta y habla y trata de no
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llorar y se queja y dice y no dice y Lucía escucha y asiente y no opina y así
evita, sobre todo, responderse la pregunta que Juliana acaba de hacerle.
¿Cómo se hace ahora para echar mano de un candado que le selle
definitivamente la boca?
Han pasado exactamente dos semanas desde la llamada de Malena. Lucía
imagina el accidente, eso «tan feo» que pasó y de lo que a ella, ahora, le toca
ocuparse. La historia de siempre, el himno patrio que deja a los gabachos
ojipláticos cuando una habla de la convivencia con los secuestros, los asaltos,
las cabezas rodantes y los cuerpos que cuelgan de un puente peatonal un
martes por la mañana, en hora pico. Dos tipos que siguen a Álvaro cuando él
sale del banco. Para quitarle el carro, el reloj, el celular, la cartera, hasta la
corbata. Lo agarran en el estacionamiento de Arcos de Belén. Órale pendejo,
cáete con la lana. Lucía se pregunta si se habrá resistido. ¿Les habrá dado
todo, sin chistar? ¿O les habrá contestado que no se anduvieran con
pendejadas, que nada de argüendes, que cómo se atrevían a faltarle al respeto
así a él, hijos de la chingada? Eso no se sabe. Pero igual le tocó un culatazo,
igual lo mandaron a urgencias con varias costillas rotas y el cráneo partido.
Lesión cerebral, mijita, ele-ce-te, deletreó despacio las siglas Malena, como si
Lucía supiera qué significaban. Pero no importaban las siglas, porque la cosa
fea, la cosa tan horrible que había pasado y a la que Lucía tenía que
enfrentarse no era tanto la madriza que, con perdón de la virgencita, Álvaro
llevaba media vida ganándose a pulso, sino que ahora Álvaro, hecho pinole
pero todavía respirando en una cama carísima del hospital Ángeles,
necesitaba que alguien lo regresara a su casa y lo cuidara, le cocinara, le
lavara los calzones y lo llevara puntualmente a la terapia del habla, la
fisioterapia, la psicoterapia, en fin, el menú completo de rehabilitaciones que
le habían recetado los médicos. Ninguna de las novias de Álvaro se había
ofrecido, o a lo mejor en ese momento no andaba con nadie, y Malena al cabo
ni era familia suya ni tenía tampoco vocación de mártir, ya bastante había
hecho con hacerse cargo de Lucía en su momento. Le tocaba entonces a ella,
todos lo pensaban aunque nadie se atreviera a decírselo así directito y a la
cara, a ella que con todo y todo era su única hija y finalmente había aceptado
hasta hacía muy poco los cheques que él mandaba: le correspondía a Lucía
treparse a un avión que la llevara de regreso a la Ciudad de México y cuidar a
su papi, papito, papaíto enfermo.
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Is that what you expected to happen?
Mi prima Natalia es un año mayor. Tiene trece y me enseña a pintarme el
pelo con henna un día que no están mis papás. Agarramos dos toallas viejas y
preparamos la pasta verdosa en el baño, usando guantes de lavar los platos,
porque Natalia asegura que así no se nos manchan las manos. Mi prima me
platica de su novio, Raúl, y me explica que ya fajó, luego ve mi cara y me
explica también qué es un faje y cómo se faja, me asegura que de veras de
veras de veritas se siente rico. Yo dudo, pero Natalia es más grande y además
ya tiene chichis y hasta usa brasier y al final le creo y me digo que cuando yo
tenga chichis y brasier también voy a fajar. Con las cabezas chorreando la
plasta verde, Natalia me enseña a fumar en el jardín. Tiene un truco: hay que
absorber el humo del cigarro y, después de darle el golpe, hay que decir que
la mujer que sabe fumar echa el humo después de hablar y luego hay que
sacar el humo lento-muy-lento. Dar el golpe me cuesta varios accesos de tos y
me mareo. Natalia se ríe de mí, pero no desiste de sus enseñanzas. Después de
un buen rato nos enjuagamos el pelo con la manguera, ahí mismo en el jardín,
para no ensuciar más el baño que ya quedó lleno de verde con la preparación
del tinte. Mientras nos secamos al sol y una vez que he perfeccionado la
técnica y soy una auténtica mujer-fumarola, Natalia tiene otra idea.
—¿Dónde guardan tus jefes el chupe?
No recuerdo si tiemblo o si me resisto. Lo que sí recuerdo es que quiero
impresionar a mi prima y le enseño el mueble donde Álvaro atesora su
colección de botellas. Natalia sonríe, agarra una y va a la cocina por una
Coca-Cola y dos vasos con hielo. Mezcla el refresco con un chorro generoso
de alcohol y me sirve un vaso.
—Charro negro —me explica.
El nuevo truco que mi prima me enseña consiste en darle el mismo golpe
al cigarro, darle después un trago al vaso, decir que la mujer que sabe fumar y
sabe tomar echa el humo después de hablar y luego, después de todo eso,
sacar el humo lento-todavía-más-lento. Practicamos frente al espejo,
sintiéndonos pelirrojas y fumadoras y bebedoras y, sobre todo, putamadre
chingonas.
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Así nos descubren Álvaro y Dalia, haciendo posturitas, con algunos
charros negros encima. Primero no dicen nada, ella está pálida, él parece
intrigado. De pronto me doy cuenta de que el problema no es tanto nuestra
borrachera, sino que es su alcohol el que nos tiene así. Su tequila, su refresco.
Su pinche propiedad, chingadamadre. Se lleva la mano al cinturón, pero luego
mira nuestras caras aterrorizadas, sobre todo la de Dalia, y se detiene. Ta
bueno, dice respondiendo en voz alta a nuestras súplicas mudas, y mi mamá
se aparta y nos mira con pena, con esos ojos que le echa a ella a veces la tía
Malena. Álvaro parece casi divertido, camina despacio hacia el estéreo y lo
enciende. Unas nalgadas con pencas de nopal, es lo que ocupas por falsa y
traicionera. ¡Cómo te amaba! ¡Qué bruto! ¡Qué animal! Cómo fui a dar mi
amor a la ligera. Álvaro se ríe, como si le pareciera que sintonizó la canción
adecuada. Ahora va a la cocina y saca otro vaso con hielo. Agarra nuestros
vasos y prepara tres charros negros: los llena hasta arriba y vierte apenas un
poquito de Coca-Cola. Dalia sube resignada a su cuarto, el estéreo tronando
unas nalgadas con pencas de nopal, una lección es la que te mereces. Los
tragos que prepara Álvaro saben a rayos, pero nos los tomamos igual, mudas
y aterradas. Cuando terminamos sonríe de nuevo y nos sirve otro vaso a cada
una, casi nada de refresco.
Luego otro.
Y otro más.
En algún momento Natalia vomita en el baño de visitas, yo corro al jardín.
Álvaro no nos deja subir a dormir, está enfiestado y rellena sin parar los
vasos, que ya son solo tequila. Retumba en mi estómago el estéreo, Álvaro se
ríe con la botella en la mano, la sala se hace cada vez más borrosa y yo no
aguanto el peso de los párpados. Natalia dice perdón, tío, perdón, no lo
volvemos a hacer.
Cuando vuelvo a abrir los ojos mi prima ronca boca abajo en el sillón.
Despierto solo porque Álvaro, agachado en cuclillas frente a mí y
completamente borracho, acaba de darme un zape. Seco, con la mano abierta.
Tengo náuseas, la boca seca y pastosa, imagino una plasta de henna verde
pegada a mi paladar.
—Quiero ver si tienes los tamaños de seguir tomando —dice, sirviéndome
otro trago.
Y yo intento incorporarme, intento plantarle cara y demostrarle que sí
tengo los tamaños, que sí soy putamadre chingona, como él, pero el olor del
tequila me hace salir otra vez disparada al jardín.
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5. Wellness Center (contágialas de todas tus locuras)
Para entrar hay que teclear, sobre un tablero metálico instalado en la puerta, a
la altura del picaporte, el código 1707, que es el número del complejo de
consultorios médicos o suite, como le hizo saber a Lucía el mensaje de texto
que incluía, además, información para poder conectarse a la red wifi mientras
esperaba su turno. La oficina de la terapeuta es amplia y por las ventanas se
cuela a borbotones ese sol que no calienta, iluminando una alfombra de piel
de vaca al centro de la habitación. Hay un escritorio con una computadora y
un sillón alargado, de cuero café. Frente al sillón, pero un poco demasiado
lejos para el gusto de Lucía, hay una silla, también de cuero, donde se sienta
la doctora Christine Mallimson. Christine es filipina, la piel morena y los ojos
ligeramente achinados, bajo las mangas remangadas de su camisa vaquera
asoman unos brazos llenos de tatuajes. El representante del seguro médico,
después de una entrevista de rutina en el centro de salud de la universidad y
tras una primera evaluación psicológica que incluía preguntas del tipo Do you
often hear voices? Do you feel like harming yourself or others?, le ha
proporcionado a Lucía una lista de médicos que pueden atenderla según las
condiciones del seguro universitario, que se toma muy en serio la salud
mental de los estudiantes, especialmente desde que fue necesario cubrir con
una reja entramada los pisos de la biblioteca principal, originalmente abiertos,
que daban a un enorme hall en cuyo piso de mármol aterrizaban,
desesperados, aquellos incapaces de lidiar con la presión académica. Christine
es la tercera terapeuta que Lucía visita. Habría preferido que hablara español,
como mintieron los dos primeros, pero ya resignada a pasar por este trance en
un idioma que no es el suyo, le gusta que Christine Mallimson, M. D., sea una
mujer, también sus brazos tatuados y su alfombra de vaca. Le gusta sobre
todo que no sea, como el anterior, un octogenario con tupé, interesado en
saber si Lucía escucha voces que le sugieren prenderle fuego a la universidad
con todos sus compañeros dentro.
So what brings you here? Christine vocaliza cuidadosamente, sin tomar
nota. Mira a Lucía y frunce levemente el entrecejo, concentrada quizá en
adecuarse al acento, se detiene a veces sobre las manos y Lucía se avergüenza
de lo mucho que gesticula cuando está nerviosa. No llora, pero nota un nudo
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en la garganta, se siente miserable ahí, hundida en el sofá de cuero, tratando
de encontrar una postura cómoda y de no cruzar demasiado los brazos o las
piernas para no parecer cerrada, deshonesta o, peor, demente. Voy camino a la
locura y aunque todo me tortura sé perder.
En realidad no quiere estar ahí, no quiere contarle su vida a ningún
psicólogo, pero no sabe qué más hacer y ha decidido seguir el consejo de
Alma que, además de recordarle que debe dormir, lleva días suplicándole que
vaya «a hablar con alguien». La terapeuta repasa las preguntas de rigor,
interroga a Lucía sobre los motivos por los que ella cree que necesita terapia,
la cuestiona sobre su familia ofreciendo condolencias cuando Lucía menciona
a Dalia, entona como en las películas un insidioso What about your dad?
Lucía no sabe cómo empezar a hablar del accidente, de Álvaro hospitalizado,
de las ganas que tiene no de prenderle fuego a ningún edificio, pero sí de
descolgarse por la escalera de incendios y salir corriendo.
Calcula sus opciones, piensa que es muy tarde para arrepentirse y decirle a
Christine compermisito que me equivoqué, contempla la posibilidad de
mentir. Eso hace Juliana, que incluso antes de conocer al Profesor mantenía
sesiones semanales de terapia por Skype con un psicólogo reconocidísimo en
Colombia, y lo bombardeaba con embustes. Nada de drogas ni de sexo casual
ni de esas noches, escasas pero recurrentes (sobre todo después de un día
difícil), en que se mete los dedos índice y corazón hasta tocarse la campanilla
y se deja ir, excusado abajo, hasta quedarse tranquila.
—¿Pero cómo vas a decirle mentiras a tu terapeuta? ¿Para qué? —le
preguntó Lucía una tarde de otoño en la que fueron, por insistencia suya, a
tomar un helado. Juliana había accedido a romper su dieta perenne con la
condición de que el helado fuera de yogurt.
—Ay, Lu, todo el mundo le cuenta mentiras al loquero.
Cuál es el punto entonces, insistió Lucía, y Juliana se encogió de
hombros, descartó el comentario agitando la mano en el aire, y anotó 159
calorías en la parte de atrás de su agenda.
No. Mentiras como para qué. Lucía opta por hablarle a Christine de
Juliana. I have this friend, empieza, y le describe a la Juliana de antes, la que
entraba a su casa cada tarde con un remolino de bolsas llenas de ropa nueva,
con su «mira esta pintica para la noche» a flor de labios, y la arrastraba
después por las calles de Tribeca en busca de algún antro que estuviera ful de
moda o ful in o ful algo, lo que fuera, pero ful. La vida antes del Profesor, tan
encendida. Y la vida después: Juliana cabizbaja y demacrada, criatura frágil
que guarda una lista con los nombres de todos los autores favoritos del
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Profesor, que deben ser también a partir de ahora sus autores favoritos porque
ajá, ese man de todo sabe y yo ni idea, marica, mi educación tiene lagunas.
Ahogándose en esas supuestas lagunas, mordiéndose las uñas que antes
estaban siempre pintadas de rojo o de coral y ahora no acusan una sola
cutícula en condiciones, Juliana se pregunta una y otra vez, hasta el
cansancio, y le pregunta a Lucía una y otra vez, hasta la náusea, si no será que
el Profesor tiene razón y ella por cualquier cosa chilla, si no es verdad eso de
que otra chingada vez ella está saliendo con uno de sus dramas de chamaquita
pendeja para los que él no tiene tiempo ni paciencia, si al fin y al cabo no es
normal cuando él concluye que ella llora nada más para chantajearlo; porque
acaso no es cierto que, después de todo, ella sí le sonrió al barman esa noche,
acaso no es bastante lógico, al fin, que él la llame estúpida, obvio que es
hiriente, claro, no es que no se dé cuenta, pero en verdad si Lucía lo piensa un
poco, el Profesor está en lo cierto y ella no ha oído nunca hablar de ese
escritor tan importante; acaso no es razonable, en realidad, que él se desespere
y le suelte un grito o dos o siete porque ella es tanto más ignorante que
aquella mujer con la que él estuvo casado, la filósofa, o la otra novia con la
que vivía en la colonia Roma y de la que siempre habla porque todavía son
buenos amigos, o la historiadora con la que estaba cuadrado antes de esa y
con la que no deja de compararla porque ella, al final, no es más que una
vallenatera y una corroncha que sí tiene muchísimo que aprender y que leer,
eso no se puede negar, y dime, Lu, dime, ¿son lindas las mujeres en la Ciudad
de México?
Christine se levanta de su silla de cuero y camina hacia el escritorio, busca
algo en su computadora, luego imprime un par de hojas y se las extiende a
Lucía. What would your friend say if you showed her this? Es un cuestionario,
las preguntas van dirigidas a determinar cuándo alguien está en una relación
abusiva. Cada cuestionamiento plantea una situación y ofrece distintas
respuestas: no, a veces, regularmente o con frecuencia. Lucía ojea el
cuestionario y se pierde un poco en él, escapa de esa oficina mientras mira las
hojas de papel y Christine, atenta, la observa.
Do you feel anxious or nervous when you are around your partner?
No, claro que no, nunca ansiosa o nerviosa si está él, si están juntos ella
está tranquila, excepto cuando habla, o mejor dicho no habla, no opina,
casi no respira frente a él, no vaya a ser. Si quieres ahora porque no te
vayas, me convierto en nada para no estorbar.
Sometimes, a veces sí, cuando él no está, cuando no llama, el ansia se
cuela, los nervios la destrozan y empieza con que qué pasa si no vuelve,
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qué pasa si no aparece más, qué pasa si es verdad que se acabó todo.
Regularly, está bien, sí, por lo regular la ansiedad por ahí anda cuando
está con él, ella no lo dice pero ahí anda, en la cara se le ve y también en
las uñas mordidas, en la forma en la que tarda en responder si quiere
tomar una cerveza o prefiere una copa de vino, porque imagínate si ella
realmente prefiere beber vino y él le dice que no sea ridícula, que cómo
va a pedir vino en un bar de cervezas artesanales y además así no es como
se pronuncia chardonnay, y entonces, después, por la noche, cuando estén
solos, él recuerda lo del vino, recuerda que ella es así de ridícula, y que al
serlo lo pone en ridículo a él.
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inmediatamente a alguna orden y entonces él se apretaba el cinturón y
repetía «atente a las consecuencias» y Lucía no sabía qué era atente,
atenerse, atentarse, atentar, atentado pero hacía caso en chinga porque las
consecuencias sí las había visto, porque Regularly-regularmente o más
bien muy seguido (o casi todo el pinche tiempo) era Dalia la que
escuchaba aquello, la que tenía que atenerse, y las consecuencias eran el
cinturón y los gritos y los moretones días después amarilleándole los
muslos o el estómago, o cualquier otro lugar del cuerpo que no se viera
demasiado bajo la ropa, para no alarmar a nadie los domingos cuando
iban a visitar a la abuelita Isabel.
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Was he ever physically or sexually abusive?
No sé de dónde viene, si del abuelo Pepe o de dónde, cómo fue que
empezó la tradición de las nalgadas. Pero es así, siempre ha sido así. A mí por
suerte un poco menos, aunque igual no me salvo, a la que le toca todo el
tiempo es a mi mamá, cada vez que pasa junto a él, entonces le da una bien
fuerte. No es un movimiento sensual ni juguetón, solo un despliegue de
dominio, la mano que azota cuando quiere y porque quiere. Le gusta mucho
que truene y celebra a carcajada limpia cuando es hueca, cuando la tela que
está cubriendo la nalga es delgadita, como una falda de verano o una pijama,
porque entonces la palma hace, al chocar, un ruido parecido al de las
cachetadas o al de un cuerpo que aterriza de mala manera en el agua, y él se
retuerce de risa. Son complementarias, la risa y la nalgada. Órele, pa que no
ande por la vida en la pendeja, mamita chula.
Lo que disfruta, creo, es interceptarnos, pescarnos cuando estamos
desprevenidas, cuando vamos pasando muy campantes sin reparar en su
existencia. Ahí es cuando aprovecha: si mi mamá camina del comedor a la
cocina con un plato caliente entre las manos, o si yo bajo las escaleras
corriendo para jugar en el jardín. ¡Plas! Y luego invariablemente las risotadas.
Festeja y se ríe todavía más alto si nos enojamos, si le pedimos que pare o le
decimos que no, si yo chillo ¡ya, papá! o mi mamá se exaspera ¡ya, Álvaro,
porfa! entonces le resulta tantísimo más divertido. Plas y risotadas cada vez
que cruzo una puerta, cada vez que corro a contestar el teléfono, cada vez que
salgo de la cocina masticando un Gansito. Plas desde que tengo memoria sin
importar si está de buenas o de malas, si estamos solos o si hay visitas, y así
hasta que se va de la casa. Varias veces después plas cuando ya vivo con
Malena y voy a visitarlo o viene él a darme el cheque, y plas aunque tenga ya
quince años, o diecinueve, o veintiuno, plas aunque exclame cada vez más
furiosa y más abochornada ¡que no, papá! y un día a gritos y manoteando,
hasta la mismísima madre, ¡que no hagas eso, carajo! Pero entonces en vez de
la risa se le transforma el gesto con otro que hace tiempo no le veía y me
levanta la mano, me la levanta a mí solita porque ya no está Dalia y solo
quedo yo, yo sobándome la vergüenza y el coraje de la cara adolorida,
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temblando con el cheque todavía entre los dedos, mientras escucho, en lugar
de la carcajada complementaria: A mí, mocosa de mierda, no me hablas así.
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6. Campus Closed due to Inclement Weather (yo que fui
tormenta)
Deja la ventana abierta para que entre un poco el frío. Le gusta sentir esa
corriente helada que se cuela al cuarto y corta la estática de la calefacción que
el casero enciende y apaga sin previo aviso y sin ningún tipo de acuerdo o
consideración por los vecinos: si Pokorny tiene frío, el edificio entero se
cocina a fuego lento, si el don está acalorado o quiere ahorrar, da lo mismo si
alguien muere de hipotermia. La nieve sigue acumulándose en copos densos
sobre la escalera metálica.
Lucía tiene la ropa extendida sobre la cama, la dobla y la guarda en la
maleta con cuidado, haciéndola rollitos para aprovechar el espacio, como le
enseñó Dalia. Tiene la cabeza en otro lado, en su reunión de hace un par de
días con el coordinador de estudios. El hombre la miró gravemente cuando
ella expuso su situación y después pronunció varias veces, con cautela y cara
de circunstancias, la palabra bereavement. Le aclaró en un inglés con marcado
acento brooklyniano que sin duda, que no se preocupara, que había cosas que
se podían hacer en esos casos, y que estaban contemplados en el reglamento
universitario algunos días de baja para solucionar esos asuntos. Delicate
issues. Personal matters. Algunas cosas no se nombran. No era necesario aún,
y en esto el coordinador fue enfático, pedir la baja completa del semestre;
insistió en que Lucía no debía angustiarse ni apresurarse, era solo cuestión de
conseguir un remplazo para las clases que ella enseñaba y hablar con los
profesores, explicar que estaría ausente un par de semanas, menos en realidad,
diez días según los estatutos, tal como está consignado bajo la rúbrica de lo
que constituye —y otra vez la palabra— bereavement. Lucía asintió,
adivinando la gravedad de su propia situación en la enunciación del
coordinador, en el tono timorato con el que articulaba esa palabra que ella
tuvo que guglear tan pronto como salió de la oficina. Pérdida. Duelo. Pesar.
Acompañar a alguien en el sentimiento. La universidad gabacha calcula que
diez días exactos, ni uno más ni uno menos, son suficientes para lidiar con
pérdidas, muertes o, en este caso, parientes enfermos. En cambio, se dice
Lucía, no parecen contemplar otras cosas: lo que pesan ciertos recuerdos, esa
culpa amorfa que no deja dormir porque es también rencor, las ganas de
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quedarse cruzada de brazos y sentarse a esperar a que el chingado problema
sea problema de otro, o por lo menos a convencerse de que no es problema de
una, y estar bien con eso. Pero no importa, Lucía se tranquiliza pensando en la
cautela del coordinador, diez días suponen también otra línea de fuga, otra
manera de alargar el momento, aunque ella esté ahora mismo haciendo una
maleta. Diez días y luego a ver.
Alma abre la puerta del departamento cargada de bolsas, grita desde el
pasillo que la fila de gente alrededor de la licorería le da la vuelta a la
manzana. Lucía sonríe, las ha visto otras veces, cada vez que se anuncia una
tormenta: filas larguísimas de caras hundidas en bufandas, manos ateridas
ajustándose los guantes y las solapas de los abrigos, esperando pacientemente,
a veces incluso bajo la nieve que arrecia, a que sea su turno de entrar para
abastecerse de provisiones. Alma pone las bolsas de papel sobre la pequeña
mesita de centro y muestra sus tesoros: varias botellas de vino, latas de
conservas por si se va el gas, dos linternas pequeñitas, un paquete de velas y
otro de cerillos, y —lo mejor de todo— unas novedosísimas trampas para
ratones.
—En este huequito le ponemos chocolate o crema de cacahuate. El ratón
se mete por acá y esta madre le corta el cuello en chinga. Si la palanquita se
mueve, es que habemus muerto. Tan tan.
Lucía admira el invento. Tan tan, ojalá así fuera todo. El intruso que entra
en una caja negra y no vuelve a salir, se muere ahí discretito y mesurado, sin
que una lo escuche chillar o lo vea retorcerse. Sin argüendes, vaya. Y una se
queda tan campante, libre de culpa y de presencias molestas en la cocina.
No han visto ningún ratón desde la noche de la trampa de pegamento,
pero tanto Lucía como Alma saben que no están solas: de noche se
multiplican los ruidos, se escuchan pasitos rápidos a través de las paredes.
Entre las dos colocan las cajas bajo el fregadero, junto al refri, al lado de la
estufa. Cuando terminan, Alma descorcha una botella de vino y propone un
brindis para inaugurar la tormenta y sacudirse así las ñáñaras que le provoca
la idea de quedarse encerrada, quién sabe cuánto tiempo, en compañía de los
ratones.
Cada vez que hay anuncio de tormenta en la isla, las noticias animan a los
televidentes a prepararse para el fin del mundo y ellos efectivamente se
preparan, por las dudas. No hay trabajo, no hay escuela, no hay que ir a la
universidad: la vida entera se cancela durante los días de nieve. Los
oficinistas salen temprano y se dirigen a sus casas cargando una computadora
portátil, saboreando de antemano la perspectiva de pasar una mañana (o
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varias) trabajando en bata. La ciudad se sumerge en una bruma gélida y los
niuyorquers esperan en sus departamentos mínimos, emborrachándose,
jugando Charades o Cards Against Humanity. A Lucía le divierte esa
costumbre estadounidense de rellenar el tiempo con actividades programadas:
nunca una reunión sin alguien que proponga un juego, una serie de reglas a
seguir; en cada casa hay una cajita de cartón con tarjetas plastificadas cuyas
frases ingeniosas pretenden romper el hielo, hay pautas para iniciar una
conversación, hay dados y relojes de arena para paliar la espontaneidad, evitar
la improvisación en momentos de convivencia y sobrevivir a la angustia que
genera el small talk. Tan lejos, piensa, de las eternas sobremesas mexicanas
que a la menor provocación se convierten en fiestas. No hacen falta cartas, ni
frases sugeridas, es solo cuestión de pedir un digestivo después del cafecito y
escoger un disco con las meras meras de Juan Gabriel o de José José para que
se arme la pachanga al ritmo de Amor ten mucho cuidado, amor que te
dolerá. Al menos así era en casa de Lucía. Conforme avanzaba la tarde, es
cierto, la música y los digestivos daban pie a otros escándalos, pero en
principio no se necesitaba utilería para la convivencia, solo un poquito de
chupe y música para ambientar. Alma comparte recuerdos parecidos, le
cuenta a Lucía que también en su casa los domingos eran familiares y la sala
se convertía en una fiesta de adultos platicadores y niños correteando
alrededor de los sillones, eléctricos por el exceso de azúcar. Eso sí era lindo,
piensa Lucía, y se pregunta qué otras cosas extraña de su infancia, o si solo el
alboroto que es su país.
Desde que se decidió a hablar con el coordinador y compró el boleto de
avión, Lucía ha estado intentando recordar distinto. Se dice —como se ha
dicho antes, aunque haya leído en algún lado que la locura consiste en hacer
exactamente la misma cosa esperando resultados distintos— que, por cada
recuerdo malo, por cada exabrupto, debe haber alguno bueno. Pero por más
vueltas que le da a la cabeza, por más que hace esfuerzos y lo piensa, no
consigue nada —excepto la cacería de ratones, mezclada con miedo, o las
rancheras, mezcladas con un regusto amargo detrás de la lengua— que se
acerque siquiera un poquito a la nostalgia. Brinda con Alma, levantando la
copa por la mecanicidad gringa, el saborcito latino, la posibilidad de
amalgamar las dos cosas apurando el trago y dándole play a Lila Downs en
Spotify mientras el cielo se cae a pedazos sobre la capital del mundo.
—¿Al final viene Juliana? Se está empezando a poner horrible.
Aunque Alma se refiere a la nevada, a Lucía se le ocurre que también lo
de Juliana con el Profesor hace rato que se puso horrible. La esperan para
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pasar juntas la tormenta porque el departamento de Juliana está en la zona de
mayor riesgo, pero es cierto que tarda. A Lucía le pareció raro que su amiga,
en vez de refugiarse en casa del Profesor, quisiera pasar la nevada con Alma y
con ella, pero supone que deben estar, otra vez, pasando por un «momento de
bajón». Lucía piensa en mandar un mensaje para ver si está todo bien cuando
suena el timbre. Juliana entra al departamento sacudiéndose la nieve, agitada,
rojos la nariz y los cachetes. No ha terminado de quitarse el abrigo y ya está
hablando.
—Marica, a la mierda ese man.
Hay algo distinto en ella, parece especialmente alterada y aunque tiene los
ojos tan hinchados como ya es costumbre, habla con ese vigor tan suyo que
Lucía creía que el Profesor había aniquilado hace tiempo. Alma, divertida con
los colombianismos y puteadas de Juliana, sirve otra copa de vino mientras
Juliana mienta madres, maldice, brinda por la soltería aceptando la copa y
vuelve a maldecir y a putear. Lucía se contiene e intenta no sonreír, no puede
creer lo que escucha: después de meses de inercia y sumisión, Juliana parece
haberse dado cuenta por fin, ella solita, de que más vale sola que
funestamente acompañada.
—Se la cagó ese malparido.
Juliana explica que, desde luego, ella había querido pasar la tormenta con
el Profesor pero él había respondido que de ninguna manera, que tenía mucho
trabajo e iba aprovechar el encierro involuntario para ponerse al día con sus
múltiples pendientes. Cuando Juliana había insistido, jurando que no lo
molestaría, el Profesor había perdido la paciencia y había terminado con ella
otra vez, ahora por WhatsApp.
—Pinche culero —comenta Alma rellenando las copas—. Qué bueno que
lo mandaste a la fregada.
Pero Juliana aclara que no fue eso lo que la llevó al límite. Todo fuera
como abandonarla a su suerte, sabiendo que tenía que dejar su casa, en medio
del temporal. Todo fuera como cortar con la relación momentáneamente, para
deshacerse de la molestia puntual, y reaparecer cuando a él se le antojara. A
esas cosas, después de todo, Juliana ya estaba acostumbrada. Pero la cuestión
es que, a pesar de la negativa, Juliana había ido a buscarlo, dispuesta a
reconciliarse. Había tomado el metro temprano, hacia Brooklyn, antes de que
empezara a nevar, para convencer al Profesor de que no era para tanto, de que
apenas iba a sentir su presencia en el departamento, de que le convenía tenerla
ahí porque ella iba a cocinarle mientras él trabajaba, a hacerle masajes cuando
le doliera la espalda, a darle unos besos cuando fuera preciso. Juliana había
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comprado bebida y comida enlatada y había ido a esperarlo afuera de su casa
(no especifica, pero Lucía infiere, que él dejó de contestarle el teléfono) para
hacerle ver que ella podía ser excelente compañía durante la tormenta. Y
entonces lo había visto llegar, rodeando con el brazo a esa peladita malparida,
hasta la mismísima entrada del edificio donde ella esperaba sentada en un
escalón, soplándose las manos porque había olvidado los guantes, con una
bolsa de Trader Joe’s sobre las rodillas. Lucía imagina la rabia desatada de
Juliana, las botellas reventando sobre el pavimento, la nieve manchada de
vino tinto, las latas de conservas rodando por los escalones del brownstone
hasta Stanhope Street. Imagina al Profesor incapaz de mostrarse como es
delante de la nueva conquista, incapaz de meterle a Juliana la gritiza que
quiere meterle, tratando de permanecer ecuánime para hacerle ver a la mujer
rubia, la de ahora, que la mujer morena, la de siempre, es solo una loca de
mierda que se presenta en las casas de la gente sin motivo o invitación y con
la que él apenas tiene relación.
Juliana termina la mentada en curso y asegura que se fue de ahí y que no
piensa volver, concluye que si el Profesor prefiere quedarse con esa brutica
sin gracia, es su problema, ella ya está cansada.
—A huevo —remata Alma inclinándose, sacacorchos en mano, sobre otra
botella. Brindan por enésima vez y Juliana repite aquello de cocinarle al
Profesor los tanates en el horno del microondas:
—Tres minuticos. Máxima potencia. Seguro da más felicidad que los
chocolates.
Lucía se pregunta si será posible que los celos logren lo que no han
logrado los múltiples desmanes del Profesor. No comenta que lo mejor que
podría pasarle a Juliana sería que el Profesor la dejara de verdad —y del todo
— por Emma; ni que en realidad, lejos de querer quemarla en una pira, como
Juliana, ella compadece a la nueva víctima. Brinda y bebe en silencio, no ha
dicho demasiado a lo largo de la perorata de su amiga, que empieza a
sospechar de tanto mutismo y la increpa, llevándose las manos a la cintura
con ademán histriónico:
—Ajá, Lu, ¿tú qué dices?
—Digo —empieza Lucía, se sorprende a sí misma Lucía conforme va
subiendo la voz y acelerándose, dejando que las palabras se pisen unas a otras
según le salen de la boca— que sí, que ya estuvo bueno, pero que no se trata
de eso, que lo de menos es si se coge o no se coge a otra vieja. Claro que ese
güey es, aparte de todo, pintacuernos. Claro que un cabrón que no respeta
nada, un pendejo que te hace menos todo el tiempo, que no te baja de loca y te
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habla como si fueras una pendeja, no se toca el corazón a la hora de ver dónde
más puede meter el pito. Ya estuvo bueno.
Lucía sabe que puede dejarlo ahí, puede alzar la copa y cambiar de tema y
brindar por todos los noviecitos neoyorquinos que les depara el futuro,
también está todavía a tiempo de retractarse, de decir pero al fin y al cabo qué
chingados sé yo, ojalá se contenten pronto. Pero sigue hablando, sigue y se
olvida de dónde está y con quién, Juliana y el Profesor aparecen de pronto
fuera de foco en su discurso atropellado que se exalta y se interrumpe y agarra
vuelo otra vez para hablar, en el fondo y aunque Lucía no quiera darse cuenta,
del beso de buenas noches que Dalia, tantas veces, le daba mientras se
escuchaba en la sala en mis labios se agita la sangre, y mis venas tiemblan de
ansiedad y todo tenía sentido —pensaba entonces Lucía— porque en la boca
temblorosa de Dalia ella había visto agitarse de a de veras, tantas otras veces,
la ansiedad y la sangre reluciente.
Cuando Lucía por fin termina, Juliana le entierra los ojos con la
mandíbula desencajada, entre herida e incrédula, las manos todavía en jarra
sobre la cintura. Alma desvía la mirada, hunde la nariz en su copa de vino
disimulando una sonrisa nerviosa y le da un trago largo. Lucía mira a su
amiga temblando, se arrepiente al instante. Parece poco, abrir la boca para
decir lo que una piensa. Parece, también, necesario. Pero Lucía sabe que
ahora la regla número uno, la regla que su tía Malena repetía como un mantra,
está rota: «No hay que meterse, mija. Esas son cosas de enamorados, no hay
que meterse porque luego la agarran contigo y pa qué quieres».
—Marica. Qué sabia te pone el vino, hey.
El tono de Juliana es frío, cortante. Lucía va a responder, va a pedir
perdón y decir que ella qué sabe, que al fin y al cabo nomás ellos pueden
decir lo que les funciona. Pero entonces lo ve. Chiquitito y gris, a su lado, en
medio de la sala. Fresquísimo, a sus anchas junto a la mesa. Sin tomar la
precaución de correr o arrastrase por las orillas, de avanzar pegado siempre a
las paredes. Como si estuviera drogado. Me está viendo, piensa Lucía. El
ratón hijo de la chingada la está viendo, está ahí provocándola, con sus ojitos
pizpiretos, tan quitado de la pena. Nada más eso faltaba. De pronto Lucía no
es Lucía. Alarga el brazo para pescar la escoba, siempre a la mano, y
empuñándola fuerte la deja caer sobre el cuerpo del bicho. Se aplana, se
retuerce, no se muere, y otra vez, como la noche en que Mike mató al
primero, y con los gritos de fondo de Alma y Juliana que se abrazan sobre el
sofá diminuto, Lucía le asesta dos, tres, cinco escobazos hasta que por fin se
queda quieto.
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El cuerpo del ratón está inmóvil sobre la duela, un charquito de sangre
espesa junto a su cabeza. Lucía tiembla con las manos sobre la escoba, los
cachetes encendidos y la respiración a mil por hora. Alma y Juliana la miran
medio descompuestas y entonces Juliana suelta una primera carcajada. Con
ganas, enseñando los dientes y agitando los crespos, como ella llama a la mata
de rizos que le adorna la cara. Su risa se esparce por la sala-cocina-comedor y
lo inunda, contagiándolas a las tres. Ahora, piensa Lucía, la tormenta son ellas
muertas de risa frente al cadáver del ratón apaleado, mientras afuera los copos
caen cada vez más pesados sobre la banqueta.
Es de madrugada cuando Lucía abre los ojos para darse cuenta de que
consiguió, por unas horas, dormir sin olas, y se alegra a pesar del sabor
amargo en el paladar, las agujetas en la panza de tanto reírse, la garganta
reseca de cantar a gritos Nada de esto fue un error. Recuerda y no sabe si
recuerda. No sabe si después del vino y la música soñó, si sueña todavía, la
lengua de Juliana en la suya, sus piernas enredadas a propósito abajo del
edredón. Juliana ya no está a su lado en la cama. Lucía se levanta y camina
lento hasta la puerta, descubre en la cocina un reguero de botellas vacías y
copas sucias, el viento helado colándose por la ventana abierta del baño, la
sala desierta. Alma ronca en su cuarto, vestida y boca abajo, con la puerta
entornada. Juliana no está y afuera la tormenta ulula y retumba en las sienes
adoloridas de Lucía.
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What happened that day?
Habla solo en imperativo. Ven en este instante. Agarra eso. Dame el
teléfono. ¿Qué haces que no me estás trayendo una cubita? Da órdenes así,
como si no fueran órdenes. Hoy quiero comer sopa de tortilla y tacos dorados.
Ahí en el bote hay un chingo de ropa sucia. Se acabó otra vez el whisky. Ve
qué horas son y nada que está puesta la mesa. Y Dalia —genio de la lámpara
con síndrome de Estocolmo— va, agarra, lleva, trae, prepara, fríe, lava,
compra, pone, trata de anticiparse incluso a la formulación del deseo.
También yo. Cómete todo eso, apúrate, córrele a la tienda a comprarme unos
cigarros, saluda a tu abuelo. Si jugando me caigo o me tropiezo no pregunta si
estoy bien, escupe carajo fíjate por dónde vas. Y yo como, me apuro, corro,
saludo, me fijo. Imito a Dalia, aprendo a tallar los cuellos de las camisas,
revoloteo obediente alrededor de la mesa acomodando tenedores mientras él
ve la televisión, me lanzo solícita a la cocina antes de que él se dé cuenta de
que olvidé colocar el salero al centro. Es lo que toca y resistirse tiene
consecuencias. No es que ninguna de nosotras se haya resistido alguna vez,
pero tardar demasiado, poner mala cara, o no hacer las cosas del modo
correcto (el que él prefiere, el que él decide sobre la marcha) también tiene
consecuencias.
Pero un día sí. Un día me resisto.
Tengo trece años y estoy sentada en el piso de la sala, con las rodillas
dobladas frente a la televisión. El mando a distancia en una mano, el teléfono
inalámbrico en la otra. Suenan los acordes de un sintetizador y la voz de
Manuel Mijares se desgarra desde la primera estrofa: ¿Y cómo cobrarle a la
vida, cuando todo me ha salido siempre mal? Miro la pantalla mordiéndome
las uñas, completamente embelesada: Juan del Diablo, a bordo del Satán,
surca los mares con el pelo al viento, botas de pirata y una pierna levantada
seductoramente sobre la proa, contemplando el infinito con el ceño fruncido.
Me desvivo por Juan del Diablo como él se desvive de lujuria por la joven
condesa Aimée de Altamira, quien lo traicionó para casarse nada menos que
con su hermano Andrés Alcázar (aunque Juan del Diablo no sepa todavía que
es su hermano), un terrateniente relamido que se peina de rayita en medio.
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Horrendo. Mientras el galán bastardo navega todo despelucado en el Satán y
la condesita cabrona se contonea adentro de corsets que marcan mucho las
chichis y cortan el oxígeno, la joven Mónica de Altamira (hermana de
Aimée), una güera desabrida que contempla a Juan del Diablo con los mismos
ojos de carnero degollado con los que yo miro la televisión, ha decidido —por
despecho— tomar los hábitos.
—Está súper vulgar esa Aimée. ¡No puede ser que Juan no se dé cuenta de
que en verdad ama a Mónica! —opina mi prima Natalia al otro lado del
teléfono.
Siempre vemos la novela así, cada una en su casa, pero comentando cada
detalle. Natalia tiene razón y se lo digo, luego hago mi propio aporte crucial a
la discusión. Media hora después, el capítulo está por terminar y nosotras
seguimos al teléfono. Juan del Diablo arrincona a Mónica, ahora vestida de
novicia con un hábito azul, contra una pared de piedra. Se miran con
intensidad durante tres horas y media. Natalia y yo aguantamos la respiración.
—Espérate, espérate, ¡como que viene beso!
Álvaro, que a la hora de Corazón Salvaje sigue normalmente en el banco,
hoy por alguna razón volvió temprano a la casa y me mira desde el sofá: el
ceño fruncido, la mano alrededor de un vaso de Antillano. Dalia pasa a mi
lado cargando una cubeta grande de ropa limpia, me indica con señas que
cuelgue el teléfono, inclina la cabeza disimuladamente hacia él, que sigue
mirándome. Sé que tengo que hacer lo que hago siempre: colgar o callarme o
bajar el volumen o apagar la televisión o agachar la cabeza si me está viendo
feo, salir por patas y encerrarme en mi cuarto si la está viendo feo a ella. Pero
hoy no hago caso, porque Juan del Diablo y porque Mónica de Altamira y
porque llevamos toda la semana, Natalia y yo, esperando este momento, y
queremos vivirlo juntas, cada una desde su extremo del auricular. Entonces
ignoro el gesto de Dalia y los ojos de pistola de Álvaro, me aferro al teléfono
y al control de la televisión. Álvaro se levanta.
—Cuelga.
Ya sé lo que significa el imperativo, ya sé que hay que acatar la orden.
Pero aun así lo ignoro, incluso subo el volumen en un gesto adicional de
rebeldía. Dalia se pone alerta, los ojos enormes, los labios contraídos, deja la
cubeta de ropa en el piso y se adelanta unos pasos. Ahora Álvaro está frente a
mí, tapando la pantalla.
—Que cuelgues te dije.
Se acerca. Me arrebata el control y apaga la televisión. Me despido de
Natalia con una frase incoherente y me levanto hecha una furia con el
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teléfono todavía en la mano, tengo una idea audaz e insólita: llegar a mi
recámara y, una vez a salvo, demostrar mi indignación con un portazo. Paso a
su lado como un vendaval, camino hacia mi cuarto pisando fuerte y cuando
estoy a punto de llegar lo escucho:
—Asquerosa.
El coraje me recorre como una descarga eléctrica y se me olvidan todos
esos años de imitación, de aprendizaje, de estrategias de supervivencia. Sin
darme cuenta, en un reflejo involuntario, murmuro:
—Vete al carajo.
No he terminado de decirlo cuando entiendo lo que acabo de hacer.
Lívida, susurro perdóname papá, pero es muy tarde. Ya Álvaro viene hacia mí
murmurando vas a ver pinche escuincla, a mí me respetas o me respetas,
chingadamadre. Me agacho junto a la puerta cerrada de mi recámara y me
acurruco en el piso, cubriéndome la cabeza con las manos, los músculos
tensos esperando el impacto que he visto tantas otras veces, que ha estado
siempre acechándome a mí también.
Pero no pasa nada.
Tú no te metas, lo escucho tronar entonces, y abro los ojos para ver que
Dalia está de pie frente a él, las palmas extendidas en el aire, pidiendo en un
hilo de voz por favor, por favor. Tú no te metas, pero ella no se quita por más
que él empuja; por primera vez en su vida Dalia ignora la orden, jala de su
camisa, se resiste al imperativo pidiendo calma y clemencia. Forcejean y yo
los miro desde el suelo hipnotizada, ella insiste en el porfavor y él en el
chingadamadre, los brazos se anudan y se sueltan, hay manotazos y un
empujón hasta que ella cae a mi lado con un golpe seco. Entonces recibe el
primer puntapié, te dije que te quitaras, carajo. Luego como en cámara lenta,
una tras otra, se hunden en sus costillas las patadas que iban dirigidas a las
mías, retumban en mis oídos las groserías: par de pendejas qué chingados se
creen, ahora van a aprender a tenerme respeto; mientras yo lloro detrás de
Dalia que me cubre, las dos ovilladas sobre el mosaico, el cuerpo de mi madre
recibiendo los golpes y protegiendo el mío, que de todos modos, aunque
Álvaro apenas logre rozarme, se desbarata de rabia y de culpa.
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7. Álvaro roto (hecho pedazos con tu traición)
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bien»—, la colombiana respondió que ajá, y nada más que ese ajá, que quería
decir muchas cosas o a lo mejor ninguna, o no tantas como Lucía hubiera
querido, un ajá que significaba primero que Juliana —aunque pareciera que le
estaba agarrando el gusto a las escenas literalmente tormentosas y se hubiera
largado con tremenda borrachera en mitad del temporal— no estaba sepultada
abajo de una montaña de nieve. Y como en su casa no podía estar porque
habían evacuado la zona, ese ajá era también que había llegado de alguna
manera a Brooklyn, o a algún otro lado donde había electricidad y podía
responder los mensajes, pero lo más seguro, lo más probable, era que
efectivamente estuviera en Brooklyn, donde a juzgar por el ajá y en contra de
toda sensatez, el Profesor debía haber abierto la puerta —Avanti, morocha, no
nos llueve tanto— y entonces Juliana habría subido a brincos los escalones
por donde la tarde previa rodaban latas de conservas, sacudiéndose del abrigo
la nieve y el amor propio, y habría desaparecido —ahora sí toda ella, ahora sí
extinta completita su combustión de la noche anterior y cualquier posibilidad
de reencenderla— detrás de la puerta del one-bedroom en Bushwick por la
que no hacía ni una hora que, Lucía no puede sino suponerlo, había salido,
quién sabe qué tan contenta o descontenta, la rubia Emma. También es otra
cosa ese ajá, es la prueba irrefutable de que Malena tenía razón y en «broncas
de dos» no hay que andar metiendo la cuchara, no hay que andar de hocicona
diciéndole a nadie de quién tiene que enamorarse o de quién no, ese ajá
también le confirma a Lucía que, si a pesar de todas las advertencias en
contra, una escupe de todos modos el juicio prohibido, no se debe bajar la
guardia después al calor de los vinos, porque el chingado juicio va a regresar
de todas todas a morderle la cola; ese ajá brama que hay que dejar quietas las
manos y los dedos y las bocas y especialmente las narices que curiosean una
nuca cubierta de rizos, y sobre todo si una no se estuvo quieta —si ninguna de
las dos se estuvo quieta— hay que hacerse bien pendejas al día siguiente (y
todos los días de después), hay que correr un tupido velo sobre cualquier
saliva derrochada porque, al fin y al cabo, para eso son las amigas, y si todo lo
anterior no fuera suficiente, no se debe olvidar nunca que esa noche rebotaba
por las paredes de la habitación un jadeo caribeño que aseguraba marica, pero
a mí lo que me gusta son los manes, ¿okey?
Lucía saca el teléfono de su bolsa y abre en WhatsApp la última
conversación con Juliana, el ajá de la discordia la cachetea desde la pantalla.
Junto a la foto de perfil de su amiga —rizos esponjados y el cuerpo brillante
de nácar en el último carnaval de Barranquilla— la increpa, desafiante, la
palabra online. Lucía teclea un saludo y luego borra y luego escribe, el pulgar
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a toda velocidad sobre el teléfono, sin terminar de decidirse. Supone que
Juliana al otro lado verá typing y después nada, después typing, después nada
otra vez. No cabe ya preguntar por el frío, no cabe repetir qué onda Juli, ni
poner de pretexto que necesita unos apuntes. La incomoda este silencio que la
responsabiliza y la culpa de algo que ella tampoco entiende ni recuerda del
todo. Le parece injusta la distancia pero también le preocupa no saber en qué
andará ahora su amiga o, peor, imaginarla bajo un aluvión de gritos, llorosa y
mínima, racionalizando —así dicen los gringos— que en el fondo se merece
todos los improperios que le dedica el Profesor. Le dan celos de pronto. ¿Por
qué no racionaliza también con el resto del mundo? ¿Por qué esa capacidad
aparentemente infinita de perdón y olvido empieza y se agota con él? Y total,
¿qué es lo que hay que perdonar en este caso? Pero Lucía no escribe qué
haces Juli, y se guarda también el no mames pinche Juliana que le quema las
yemas de los dedos. Se guarda el qué chingados te hice yo, y traga saliva: qué
oso ponerse a chillar en el aeropuerto. No piensa tanto en el olor de Juliana o
en ese lunar que tiene, cielito lindo, junto a la ceja derecha (aunque sí,
también en esos piensa un poquito y con una punzada en la boca del
estómago), porque al cabo fueron novedad y accidente también para Lucía. La
peda. Los vinos, y total nada de esto fue un error, ¿qué no? Todos somos un
poquito bisexuales, se supone, dicen los psicólogos, por ahí leyó en una
revista. Un beso es un beso es un beso y una chichi es una chichi es una
chichi. ¿Qué importa? Vivimos en el centro del universo, estamos chavas, se
nos hizo fácil. O no, o hay algo más ahí en lo que Lucía prefiere no detenerse,
pero en todo caso ese algo no es lo que la aguijonea en este momento. Lo que
le entristece es pensar que de pronto Juliana no la necesita más, que algo
cambió esa noche y ahora, de buenas a primeras, ya no le hacen falta sus
consejos ni le interesa su escucha paciente. Le duele, sobre todo, hervir sola
en este aeropuerto de mierda, ahora que es ella la del problema, ella quien
quiere echar una lagrimita, hablar, quejarse, recibir un consejo, mentar
madres mientras le preparan un chingado té. La pudre sentirse tan en carne
viva y que del otro lado no hayan más que un ajá y un online indiferentes,
hasta hostiles. Juliana no parece extrañarla y no hay señales de que se haya
parado un segundo a pensar que Lucía sí la extraña a ella. Mira otra vez la
pantalla, luego cierra los ojos y piensa, sin querer, en Dalia, en su entrega
enajenada, mientras murmura para nadie Me dejas morir, me dejas aquí, sin
tantita pena. La vida te di, y dejas que yo me muera.
La tía Malena camina apurada hacia las gradas, agitando las dos manos y
con los brazos ya dispuestos para el estrujón que unos segundos después
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sepulta a Lucía en una nube familiar de perfume, spray para el pelo y
cháchara desbocada: «¡Ay, mija, qué bueno que llegaste! ¿Qué tal el vuelo?
¿Comiste? Vamos a La Casa del Pastor, no me vayas a salir con que ya te
llenaste de papas, ¿a poco no se te antoja un juguito de carne? Oye, chamaca,
¿y no te estás muriendo de calor con esa cosa?».
Nadie dice una palabra del accidente hasta que están sentadas en el
restaurante, Lucía pide una orden de costilla, Malena un consomé y
chicharrón de queso al centro. Luego, mientras parte el chicharrón con los
dedos, Malena repite que Álvaro está grave.
—Ya salió de terapia intensiva, pero hay que estarlo checando. Sobre todo
ahora que se vaya a la casa. Por ahí le sugirieron que contratara a una
enfermera pero ya sabes cómo es tu papi. Según que no le alcanza.
Papi. Otra vez ese apelativo incomprensible. Malena hace una pausa
dramática y la mira, pero como Lucía no responde, su tía remata:
—Igual yo sí creo que es mejor que tú estés acá y lo platiques con él.
Lucía asiente. No porque esté de acuerdo o porque crea que ella puede
platicar con Álvaro de nada, sino porque ya está ahí. Todavía no sabe muy
bien por qué o para qué, pero ahí está, comprando tiempo, como ha hecho
desde el principio. Los diez días de gracia y luego verá. Bereavement y tacos
de costilla para el alma. Diez días nomás.
Camino al hospital, el coche avanza a vuelta de rueda. Es ahí, atrapada en
el tráfico, mientras Malena canta de corrido todas las canciones de Amor 95.3,
que Lucía mira por la ventana del copiloto y se da permiso de pensar en
Álvaro. «Pinches viejas», decía su padre siempre que se trepaba a un carro.
«Pinches viejas» con Lucía en el asiento de atrás y Dalia a un lado en la
carretera que sube al Ajusco, o «pinches viejas» con Lucía de copiloto camino
a la primaria, y «pinches viejas» también cuando Dalia quiso aprender a
manejar en el Chevy rojo que se atascaba en las subidas, y él accedió a
enseñarle, aunque fuera solo para probar su punto de que a las «pinches
viejas» nada se les había perdido al volante. «Vieja tenía que ser», mientras
era él quien rebasaba por el carril izquierdo, o «carajo con estas pinches
viejas», o simplemente «¡ay vieja!» si de pura casualidad lo rebasaban a él.
«Pinche vieja pendeja» aquel día parados atrás de un jeep que no lograba
estacionarse en paralelo, cuando por única vez y con doce años, Lucía abrió la
boca para preguntar quedito «¿cómo sabes que es mujer, papá?» y Dalia
volteó a verla con ojos de venado y conteniendo la respiración, pero suspiró
aliviada cuando después de una pausa bien larga Álvaro contestó, tajante,
«por la forma de estacionarse». Ninguno de los tres dijo una palabra cuando
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al final rebasaron al jeep y el que estaba quitándose el cinturón era un señor
trajeado y de barba tupida.
La última vez que habló con él fue antes de irse: ella le marcó para
explicarle que se iba de México porque la habían aceptado en una universidad
gringa. Álvaro mentó madres, incluyendo a la de Lucía aunque llevara rato
muerta, y le dijo que no le iba a dar ni medio peso para que se largara, ¿o a
poco crees que te mandas sola, pinche escuincla caguengue? Cuando Lucía
contestó, con las palabras temblando en la garganta, que no necesitaba dinero
porque le habían dado una beca, su padre colgó el teléfono. Ingrata, no te
olvides que si quiero, pues si puedo hacerte daño solo falta que yo quiera
lastimarte y humillarte. Después de aquello, silencio radial. Lucía había
hecho las maletas y se había largado sin decir nada más. Así, como si
efectivamente se mandara sola. Hasta ahora.
Lucía se arrastra siguiendo a su tía por los pasillos del hospital,
iluminados con la misma luz horrenda de todos los hospitales, aunque este
esté en el Pedregal y la iluminación de funeral la cobren, como todo lo demás,
al triple o al cuádruple o al quíntuple. Álvaro tiene un cuarto para él solo, y
Lucía supone que la factura del hospital aumentando cada día que pasa ahí
debe estarle doliendo todavía más que los madrazos. Malena golpea la puerta
con los nudillos y sin esperar respuesta gira el picaporte, se hace a un lado
para dejar entrar a Lucía y le dice bajito que ella la espera afuera.
—Así platican ustedes con calmita.
El bulto en la cama no es lo que Lucía espera, aunque Lucía no sabe qué
espera. Le faltan un montón de kilos, al bulto, y le sobran tubos, yeso,
autoconmiseración. Ese cuerpo conectado a un montón de cables no se parece
a la foto de Vicente Fernández con la que Dalia derrochaba suspiros, ni
tampoco a ninguno de los recuerdos de infancia que Lucía ha estado
desgranando en el sofá de la doctora Mallimson. Cuando entra su hija, Álvaro
mira hacia la puerta y hace un esfuerzo por incorporarse, pero no lo consigue.
—Mija, qué bueno que viniste.
Nada. Lucía no reconoce esa persona que arrastra las erres, y le dan ganas
de llorar, pero no de pena. O no de pena por él. El nudo que tiene en la
garganta está ahí porque el señor de la cama habla bajito y, aunque no se le
entiende muy bien, suena dulce, y frágil, y Lucía no sabe dónde acomodar el
coraje que le da no haber escuchado nunca antes ese tono de voz. No sabe
tampoco cómo se le habla a ese señor, qué se le dice o cómo se le contesta, y
tiene miedo de acercarse a la cama por si adentro del viejito madreado está
todavía Álvaro, el de siempre, por si la masa torpe y enclenque de voz
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aflautada se incorpora de golpe, se arranca la faja de las costillas y la férula
del brazo y se pone a dar de gritos, como corresponde.
Álvaro se anima y, vocalizando lo mejor que puede, le pregunta por el
clima «allá donde tú vives», si de veras hace tanto frío, si se acostumbra a la
comida gabacha, cómo se siente la nieve. Esta vez no da órdenes. De pie,
tensa la mandíbula y con la espalda todavía contra la puerta del cuarto —a
distancia prudente— Lucía contesta lo mínimo: mucho frío, me acostumbro
más o menos, es una pasta blanda y húmeda que se ve bonita cuando cae, pero
después no está padre. Él le pregunta por «sus estudios», así, en general,
porque Álvaro no sabe qué estudios son esos. Lucía es una estatua de mármol
que no cede ni suelta prenda: bien, los profesores buena onda, sí, las clases
son en inglés, no, todavía no estoy haciendo ninguna tesis. La fastidian las
preguntas de su padre y las bloquea con monosílabos y respuestas cortas
porque, aunque reconoce que él está haciendo un esfuerzo, son palos de ciego.
Cada nueva interrogante, cada intento de tema de conversación, un tiro al aire.
Álvaro no sabe qué preguntarle porque —igual que ella— no sabe a quién
tiene en frente, porque Lucía no es más esa niña que pone la mesa sin chistar
o le sirve otro trago o se esconde atrás de un sillón a la hora de los gritos, y
tampoco él la reconoce.
A eso vine entonces, se dice Lucía, a cuidar a este extraño. La idea de lo
siniestro reaparece y se cuela ahora por la ventana del cuarto de hospital. Vine
a cuidar a este extraño con ojos de Álvaro, con garganta de Álvaro, con
nudillos de Álvaro. Vine a cargar con este saco de huesos de padre. Porque
así es la cosa. O no, se corrige Lucía, así es la cosa solo si yo quiero. Solo si
yo me dejo, razona —racionaliza— Lucía mientras sigue contestando con
evasivas las preguntas que el desconocido le lanza como dardos flojos desde
la cama, dando patadas de ahogado, hundiéndose entre las sábanas marcadas
con el logotipo del hospital. ¿Qué es, exactamente, lo que se le debe al señor
que está ahí acostado, que necesita la entrega solícita —carente de todo
argüende— de la hija, y está convencido —Lucía lo sabe— de que por pura
virtud congénita le corresponde esa entrega? Y cruel y despiadado, de todo te
reías. Hoy imploras cariño, aunque sea por piedad.
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Let’s try to focus on the good memories.
A veces, si hace mucho frío en la mañana, de camino a la escuela, compra
dos chocolates. Dice que así se quita. Me da un Carlos V a mí y se come otro
él. Me enseña su técnica: nunca a mordidas. Me cuenta que a él se la enseñó
hace mucho el abuelo Pepe. Para entrar en calor, hay que dejar que se deshaga
en la boca.
…
No me dan miedo los juegos mecánicos. No importa si me tiemblan las
rodillas o apenas llego a la línea de la estatura permitida: no me dan miedo (o
digo que no me dan miedo). Y él está orgulloso de eso, él sonríe, él dice otra
vez «esa es mi hija» mientras Dalia espera abajo con las cejas fruncidas.
Porque Dalia no se sube ni de chiste, Dalia se asusta, se enroncha, tiene el
Jesús en la boca, Dalia se muerde las uñas mientras arriba, él y yo,
descendemos en caída libre. Grita, me dice, y yo grito. Gritamos. Somos
iguales, él y yo, y todo lo que me distingue de ella es lo que me acerca a él.
…
Is that it?
…
Ok, then. What’s the worst that could happen?
Las Lucías posibles, eso es lo peor.
Un hombre amoratado, sentado en una silla de ruedas estratégicamente
colocada frente a la televisión. Prendo el aparato y sintonizo una telenovela,
la que sea, la que estén pasando en ese momento en el canal 2. Él prefiere las
noticias, o el fútbol, o escuchar uno de sus discos, pero yo igual le pongo el
canal 2. Porque sí. Porque sé que no le gusta. Porque él no puede alcanzar el
control remoto, y si pudiera alcanzarlo le costaría trabajo sintonizar otra cosa.
Le pongo la novela porque puedo (y él no), lo abandono ahí toda la tarde para
que le vea la jeta a la constelación entera del Canal de las Estrellas mientras
yo voy a dar una vuelta a Coyoacán, o me quedo y me siento cerca de su
cuerpo quebrado pero sin dirigirle en ningún momento la palabra, y miro
embobada el teléfono, pensando en la vida que dejé atrás para estar aquí, para
dedicarme de tiempo completo a resentirlo todavía más y a cobrarme a la
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mala cada palabra altisonante de otro tiempo. Lo dejo macerarse en su cuerpo
roto, mugriento y hastiado de comer sopas Maruchan. Me hago la sorda
cuando él consigue desenredar la lengua para pedirme que por favor ponga
otra cosa, que quiere ir al baño, que tiene mucha sed (ahora aprendió a pedir
las cosas por favor). Si insiste, si hace un esfuerzo e insiste, entonces grito.
Chingadamadre y qué chingados te pasa, grito a mí me respetas, grito viejo
asqueroso, estallo en mil decibeles para escupirle ahora te chingas, cabrón,
ahora te aguantas, y a mí, ruquito de mierda, no me hablas así.
O bien, un hombre herido en una tina de agua tibia. Se queja y resopla
porque no está bien caliente. Si pudiera —estoy segura— diría algo en la
línea de «pinches viejas, no saben hacer nada bien». Sobre su espalda
adolorida se desliza con cuidado mi mano paciente empuñando una esponja
llena de jabón. Arriba y abajo, llenándolo de espuma, alrededor de la columna
y rozando apenas las costillas para no lastimarlo, preguntándole si está todo
bien, si le duele menos, aunque él no conteste. El baño brilla a punta de
Windex y Maestro Limpio, afuera los pasillos y los cuartos huelen a
Fabuloso, como cuando Dalia, como entonces, como siempre. En la cocina
hierve, sobre la estufa, la sopita que ella me enseñó a hacer en la olla exprés:
la verdura cortada en cuadritos perfectamente geométricos, el pollo sin piel
para que no tenga demasiada grasa, el arroz blanco en su punto, la sal a ojo,
pero sin pasarse. Luego lo seco, lo visto, lo peino, lo perfumo aunque él siga
resoplando. Le ayudo a mover el brazo como nos enseñó el fisioterapeuta, lo
sujeto, le sirvo de bastón y lo acompaño al sofá mientras él me va diciendo
qué disco quiere escuchar esa noche: exige a Chente. Exige también una
cubita y tengo que recordarle —agacho la cabeza, hablo bajito— que no, que
los doctores dijeron que imposible, que sea paciente. Acuérdate, papá. Le
digo que cuando se sienta mejor podemos ir a dar una vuelta a Coyoacán. Me
hago la sorda cuando él consigue desenredar la lengua para musitar «pinche
escuincla, nomás que me pueda parar de la silla vas a ver lo que es bueno».
Me levanto yo de la mía para ir a la cocina y exprimir mandarinas y hacer
agua fresca, para servir la sopa cuando todo esté listo. Ya no me acuerdo de
los rascacielos, ni de Juliana, ni de la nieve. Le llevo la cuchara a la boca, le
limpio la barba chorreada de caldo. Y, como en una pesadilla, desde el estéreo
Chente aúlla me dejaste con el alma rota, ni en mis sueños me dejas en paz.
Esta vez, por supuesto, nadie baila.
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8. Postales de Bushwick (yo sé perder)
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aceptables, números que encajan con su proyecto de sí misma y de su cuerpo,
cifras decentes acompañadas de caritas felices. Juliana le contó que cuando
era niña, allá en Colombia, su madre y sus tías le ataban un lacito a la altura
del ombligo, mismo que debía quedarse ahí para, supuestamente, formarle
una cintura pronunciada y femenina. Lucía lo imagina rojo. Un lacito rojo que
la envuelve y la hiere para siempre, a la Juliana niña, y le recuerda que no
debe comer tanto, que ese pandebono sale sobrando, que los buñuelos que
tanto le gustan están prohibidos. Sigue inventándola y el lazo rojo la ciñe
todavía, pero ahora la imagina adulta y desnuda y perfecta: Juliana envuelta
para regalo, la cintura afiladísima forrada de rojo. Vuelve esa noche a la
memoria de Lucía en forma de destellos desordenados pero insistentes que
complican, por momentos, la consigna de hacerse pendeja y fingir demencia:
el vino y las carcajadas y las lenguas y un colchón que, a la hora de la hora,
les quedó hasta chico, y no solo por las piernas como carreteras de Juliana.
Lucía recorre con el recuerdo esas piernas, roza su cadera y se detiene con los
dedos de la memoria en su cintura imposible lograda, parece, gracias a los
poderes infalibles del lacito acinturador. Dónde carajo estás, tuputamadre. Se
aterra de su propia rabia: cada vez es mayor la certeza de que podría ser ella,
también, la que castiga, la que azota.
Entonces la imagina indolente, pasándolo todo por alto ella sí, haciéndose
bien pero bien pendeja ella sí, fingiendo demencia absoluta ella sí. La ve
obsesionada como siempre: el Profesor esto, el Profesor aquello, triplemente
obsesionada ahora con lo de la rubia, lo de la otra, con la infidelidad de hoy (y
la de ayer, y la de la semana pasada, y la de pasado mañana), recordando
apenas esa bendita noche entre ellas como una ocurrencia de la borrachera,
una como cualquier otra, algo que hacer, una actividad esporádica de
tormenta y de vino y de tusa. Tusa, esa palabra colombiana para el desamor
en la que ahora Lucía no quiere reconocerse; tantas vueltas para no decir, para
no decirse, para no aceptar que se siente un poquito entusada.
Ahora la imagina dichosa entrando a un bar del brazo del Profesor y Lucía
se siente invadida otra vez por la rabia, rabia de pensar a Juliana riéndole las
gracias a ese imbécil, asqueroso coraje de pensar a Juliana de adorno para que
semejante pelmazo se sienta bien consigo mismo porque los otros hombres en
el bar miran y desean a su vieja, aunque después de unas cervezas ya no le
parezca tan chingón que la estén viendo y la culpe a ella, grandísima puta, de
andarle sonriendo a todo el que pasa, pinche fulana nalgasprontas, te me vas a
la chingada. La imagina sufriendo, y por primera vez no le molesta. Que
sufra, ¿si no para qué chingados lo aguanta? No ha terminado de decírselo y
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ya está llena de vergüenza por haberlo pensado siquiera. Victim blaming,
dicen los gringos. No es culpa de ella, de ninguna de ellas. Se acuerda de
Dalia, de haber pensado alguna vez lo mismo de Dalia, y entonces espanta el
recuerdo de su madre: Dalia, se dice, tiene de algún modo que dejar de
cruzarse en lo que inventa, tiene que dejar de aparecerse cada vez que Lucía
se enfurece con alguna de las versiones inventadas de Juliana.
La imagina furiosa o avergonzada, o solo arrepentida, y eso que antes no
le importaba tanto, o que creía que no le importaba tanto, al pasar de las horas
y los días ha empezado a pesarle, a quemarla por dentro mientras le da vueltas
a una idea pavorosa: Juliana se arrepiente, Juliana se muere de asco, Juliana
quiere meterse los dedos a la boca y escupirla a ella, a Lucía, completa,
vomitarla toda, sacarse de encima hasta la última caloría que supuso el cuerpo
de Lucía jadeando contra el suyo.
No puede con la última imagen y la descarta de un plumazo,
catafixiándola por otra mucho más amable. La inventa en su casa, frente a la
computadora, los lentes enormes de acetato resbalando sobre su nariz afilada,
sus dedos largos sobre el teclado redactando un correo electrónico para ella,
para Lucía, una carta larga —porque Juliana, cuando algo le importa de veras,
escribe correos eternos y farragosos— donde le dice amiga, y subraya esa
palabra y después le quita el subrayado y la pone mejor en negritas; amiga
querida, yo te quiero mucho, vieja-men, pero ya sabes que a mí me gustan ful
los manes, yo no puedo llegarle a mi mamá en Colombia con una pelada,
marica. Y con esto Lucía se tranquiliza, porque todo está bien en esta versión
que imagina ahora, en la que nada fundamental se ha roto entre ellas, todo
está ful bien y solo fue un descuido, y en cualquier momento va a llegar ese
correo de Juliana, que no contesta porque está poniendo en orden sus ideas
nomás, escogiendo los adjetivos precisos para decir que no pasa nada, que
todo chévere, que lo que pasó no puede repetirse —y habrá que vivir con ello,
se dice Lucía sin querer decírselo— pero que ahora que Lucía regrese a la isla
pueden compartir, cómo no, un té y hasta una tortica de queso en el Veniero’s
(la tortica solo por esta vez).
Lucía está ensimismada cuando llega la enfermera con los papeles del alta
de su padre, con la última lista de instrucciones y números de teléfono, con el
recuento de lo que Lucía tiene que hacer en caso de emergencia. Cómo
explicarle a esta mujer que cuando se trata de Álvaro una emergencia pueden
ser muchas cosas, casi ninguna relacionada con su estado de salud. Vidrios
rotos, algún cinturonazo y luego no se preocupe oficial, ya ve cómo son las
mujeres, por todo se alborotan, al ratito se le pasa, no tenga cuidado. Un
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escalofrío le recorre el espinazo y decide: ni madres, no se queda ni de pedo,
nadie va a decir de ella que para qué chingados lo aguanta.
Luego sale Malena empujando una silla de ruedas, y encima esa sombra
de Álvaro que parece inofensiva, que ya no puede levantar la voz y mucho
menos la mano, que no se parece a Chente ni a sí mismo, que es apenas nada.
A lo mejor sí, a lo mejor me quedo un tiempo, se retracta por enésima vez
Lucía en el soliloquio de su cabeza, y sigue imaginando a Juliana en distintos
escenarios, con distintas sonrisas, tratando de inducirle telepáticamente el
humor adecuado, de invocar un estado de ánimo que lleve a la colombiana a
levantar el teléfono y sacarla a ella de su miseria.
—Ahora sí, Alvarito, por fin a la casa. Y ni cómo quejarte, ¿eh? Porque
mira nada más qué enfermera de lujo, recién llegada de los Yunaited.
Malena no se calla nunca. Tiene —Lucía no sabe de dónde lo saca— un
talento inigualable para rellenar e ignorar los silencios incómodos (piensa otra
vez en el arte de hacerse bien pendeja). Álvaro no se da por aludido, mira
ceñudo al frente y parece que ignora a su excuñada, aunque también es cierto
—se dice Lucía atrás, cabizbaja, arrastrando los pies— que si quisiera no
podría responder. «Te callas o te callo», la noquean sus recuerdos infantiles
con otra de tantas frases que las cuerdas vocales de Álvaro ya no sabrían
repetir.
Malena se gira sin dejar de hablar para indicarle a Lucía, agitando
impacientemente la cabeza, que camine más rápido.
—Apúrate mamita, que nos va a agarrar todo el tráfico. Los dejo en el
departamento y me voy de volada a hacerle de cenar a tu tío. Sirve que los
dejo descansar a ti y a tu papi.
Las ruedas de la silla rechinan y se atoran ligeramente en el piso mientras
Malena forcejea con los mangos de empuje y su parloteo rebota en las
columnas del estacionamiento. «Papi, api, api», se pitorrea el eco. Más tarde,
sentada en el coche, mirando fijamente por la ventanilla para no tener que
ocuparse de un Álvaro mal acomodado en el asiento de atrás, Lucía deja de
escuchar a su tía. Antes que llenarse de bilis también contra Malena, contra
esa tía casimadre que la acabó de criar en ausencia de Dalia pero que parece
haber olvidado —o nunca quiso admitir— lo que hacía con Dalia el ser
irreconocible que ahora respira con dificultad atrás de ellas, Lucía decide
seguir imaginando escenarios llenos de Juliana.
Lo único que Lucía no puede imaginar es la noche de anoche, allá en
Bushwick.
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Sobre la mesa ratona de la sala, algunos restos del perico que tanto le
gusta al Profesor. Hace tiempo que no sale a cenar con Juliana —está
ahorrando, dice, y este méndigo sueldo de profesor visitante no sirve para
nada, Niuyor University mis huevos—, pero los ochenta dólares que cuesta el
gramo le parecen una ganga. A Juliana le dan asco las rayas blancas que él
dispersa cada tanto sobre un cuaderno, le parecen nauseabundos el olor
amargo que queda después en el aliento y la idea del polvo ese que sube como
un tiro y pulveriza el tabique nasal. Extraña las pastillas de las fiestas
bogotanas, una pepa y toda la noche bailando, marica, tan sabroso; pero
termina siempre por aspirar el mentado polvito para seguirle la corriente al
Profesor. Todo sea para evitar que él se empute. Ya sabe Juliana lo que
significa emputarse, ya sabe que no es lo mismo que estar rabioso, y que la
única rabiosa es ella —literalmente hasta el tope de rabia, los cachetes
ardiendo, la boca llena de espuma pero sin poder decir nada— cada vez que,
como ocurrió esa misma tarde, encuentra en el bote de basura un condón
usado que no reconoce. Total que Juliana aspira la raya con la mente en otro
lado, en el condón concretamente, y lo escucha saltar de la sociología al
boxeo, del boxeo al fútbol y al último golazo de Cristiano, del golazo a todas
aquellas exmujeres y exnovias y examantes y hasta exligues tan brillantes y
simpáticas y sofisticadas que él tuvo, que él añora, y que a Juliana en nadita
se le parecen, qué desgracia. Ella lo mira embobada y baja la cabeza cuando
corresponde, y se siente interpelada cada tanto porque sí, porque hace ya
tiempo que está de acuerdo y le da la razón en que ella misma es bruta,
porque es cierto que ella es simple, que es inmadura, que es una histérica y no
sabe nada de nada. Empuja las lágrimas y aspira de nuevo. Pero algo pasa esa
madrugada y el chingado condón no la deja tranquila. Una de esas veces, al
poco de aspirar Juliana se encrespa, se siente rabiosa —como ella lo entiende
— primero, y enrabietada después, y al final no solo harta, sino jarta,
jartísima. Hasta el copete, podría decir Lucía si la viera, si pudiera imaginarla
como está realmente. Se jarta Juliana y se levanta del piso donde estaba
arrodillada, a un lado de la mesa con la coca y los cigarros, vuela el cenicero
y aterriza segundos después sobre la duela en un fragor de ceniza y colillas:
me tienes mamada, hijoeputa. Vuelan también las botellas de cerveza y
Juliana completita es un grito eufórico (rabioso, emputado, emperrado), un
escándalo que fastidia enormemente al Profesor, que perturba su high y, sobre
todo, amenaza con despertar a los vecinos: Mrs. Aaronson que se ha quejado
varias veces por el ruido, los del 4A que tienen un niño pequeño; y entonces
—¡que te calles, chamaca pendeja!— de improviso (o no, o se veía venir todo
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el tiempo, pero qué importa eso ahora) las palmas del Profesor se ciñen sobre
su cuello, se incrustan los dedos sobre la garganta de una Juliana que intenta
soltarse, que tropieza, que al verse otra vez en el piso se arrastra sobre la
duela, estirando los brazos para alcanzar el teléfono (¿y llamar a quién?), pero
no llega, no logra hacer nada ni escaparse ni alertar a nadie, porque sobre sus
nudillos primero, y sobre la pantalla del celular después, se cierne la bota
pesada del Profesor, que justo anda estrenando unas Dr. Martens: tan juvenil,
tan hip, tan cool, tan sexy ese man.
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What about him? Did he grow up in an abusive environment?
Una ternura, la abuela Isabel. No sabe estar quieta: de la cocina a la sala, a
los cuartos, al patio de lavado, al mercado, y de regreso. Sube escaleras y
vuelve a bajarlas cargada de cosas, guisa un platillo atrás de otro, y habla sola.
O mejor dicho: habla, la escuchen o no. Entro a servirme un vaso de agua y
ahí está ella, con Dalia y mis tías, alternando las indicaciones para la sopa de
tortilla con el relato pormenorizado de todo lo que ha hecho ese día (la
abuelita se para a las cinco y no vuelve a sentarse). Sin pausa, Dalia
interviene apenas —cuando puede, cuando Isabel tiene que tomar un poco de
aire— para decir no me diga, cómo cree, qué cosas caray. Al rato vuelvo a
entrar y Dalia ya no está pero la abuela sigue echando su cuento aunque no
tenga público: compré estos jitomatitos por si se les antojan para la ensalada,
no sabes cómo andaba de gente el mercado, me tengo que apurar acá, tu
mamá salió a comprar unas Coca-Colas, dile a Natalia y a Marta que te
ayuden a poner la mesa y avísales a tu papá y tus tíos que ya va a estar la
comida, mija. Okey, abuela. Me salgo y escucho, a mis espaldas, que el
murmullo continúa.
El abuelo Pepe está en su sillón. Ya no paso nunca frente a él si estoy
sola, y, aunque no hablamos de eso, me doy cuenta de que mis primas
también evitan el pasillo del recibidor. En la sala Álvaro y mis tíos ven un
partido de algo, fuman, se carcajean, se sirven otra cuba, les mientan la madre
a mis primos varones si en el fragor de algún gol se emocionan de más y les
tapan la vista de la pantalla. Los miro envidiosa porque ellos nunca tienen que
pararse a poner un plato o a recogerlo, solo entran a la cocina a preguntar qué
hay de comer o a robarse un tamarindo, pero ya sé que de esto tampoco se
puede decir una palabra, estamos más que advertidas. Después de comer ellos
se desperdigan por la casa y mis primas y yo ayudamos a mi mamá, mis tías y
mi abuela a recoger, a lavar, a acomodarlo todo. Mientras secamos platos con
trapos viejos, por encima del chacoteo de las mujeres, el rumor alcohólico de
los hombres en la sala y las carcajadas, esporádicas y aterradoras, del abuelo
Pepe solo en su recibidor, mis primas y yo escuchamos el juego alegre de los
chicos en el jardín y nos miramos sin abrir la boca.
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Marta es la mayor, y un día rompe filas ante nuestros ojos asombrados. Se
quiere ir al cine con sus amigas pero no hemos terminado de recoger. Mi tía
se encoge de hombros y le suelta: pídele permiso a tu papá. Marta se enfurece
y dice que ni madres, que se larga. Agarra sus cosas dispuesta a escaparse del
domingo familiar pero en el recibidor está, sobre su sillón, el abuelo Pepe,
que sale de su estado casi catatónico para mentarle la madre a mi prima:
—¿A dónde, pinche cuzca?
—¡Tu abuelo! —grita Isabel con cara de espanto, y sale corriendo de la
cocina con una agilidad que nadie creería posible a sus ochenta y pico. A la
gritiza acudimos todos corriendo. Natalia y yo nos atrincheramos cada una
detrás de nuestras madres, que a su vez se atrincheran atrás de una Isabel
inmóvil. El abuelo está de pie y Marta llora. Mi tío Julián intenta tranquilizar
a su padre.
—Ya estuvo papá, no se enoje, no se va a ningún lado la chamaca.
Nos llueven los improperios. A todos, parejo. A mi prima primero, porque
el domingo no es para estar yéndose de puta. A mi tío después, porque no
sabe controlar a su pinche prole. A la abuela Isabel, porque por gata y pendeja
le salieron esos escuincles tan putos buenos para nada, que no saben ni
ponerle el ejemplo a las huilas de sus hijas. A ellos, a sus hijos, es a los que
peor les va. Eso no son hombres, bola de culeros hijos de la fregada. Nomás
porque no tiene fuerzas, nomás porque está viejo, pero si no iban a ver esos
hijos de su putísima madre, iban a aprender a hacerse hombrecitos a punta de
chingadazos, o qué ya no se acuerdan de cómo me los tupía sabroso, putitos.
No sé si es verdad o lo imagino, pero me da la impresión de que al decir eso
detiene su mirada furibunda en Álvaro unos segundos más de la cuenta, en lo
que jala aire para seguir vociferando. Bajo el aluvión de mentadas, quietecitos
e irreconocibles, Álvaro y mis tíos clavan la vista en el piso: son niños
temblorosos, niños que quieren correr a esconderse en el regazo de mi abuela.
Pero nadie se mueve. El abuelo grita así hasta que se cansa y nos manda a
todos a la chingada. Luego regresa a su trance habitual, como si nada, se
sienta mirando al frente, prende un cigarro y se dedica a ignorarnos, dando
caladas largas, exhalando un humo que imagino venenoso. Desaparece de
nuevo, hundido en su asiento. La familia se dispersa de a poquito, mis tías
abrazan a mi abuela llorosa, Dalia se muerde las uñas y mi prima Marta se
soba el pellizco en las costillas que le propinó su padre, aquí no pasó nada.
Esa noche en casa, Dalia se anima a romper el silencio pastoso que reina
en la sala y se sienta junto a Álvaro en el sofá para hacer una pregunta
cualquiera, algo en apariencia inocuo como qué se te antoja para cenar, mi
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vida. O tal vez no es que se anime, puede ser también que no quiera
arriesgarse a importunarlo con la cena equivocada. Álvaro no responde pero
deja de mirar fijamente la pantalla de la televisión y la apuñala con los ojos,
podrido de coraje. Luego, muy despacio, le acerca los dedos índice y pulgar a
la cara, forma con la mano una tenaza que le oprime y retuerce los labios a
Dalia hasta dejárselos marcados. Un candadito nos vamos a poner. Cállate el
hocico, pinche cuzca.
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9. Leave of absence (deja que yo te busque)
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salón. Si traes atún, Carlos nunca te va a llegar. No manches, yo que tú no me
comía eso. Después masticaban un rato en silencio, mirándose furtivamente,
esperando la bandera de arranque. ¿Listas? Listas. Y cada una sacaba ese
papel que tenía agazapado en el bolsillo, hecho rollito en el calcetín de encaje
blanco o arrugado discretamente atrás del tóper de Hello Kitty. Todas con su
hojita mortífera, listas para el ataque. Todas, excepto una. Esa que no traía
papelito y que notaba, de pronto y tal vez con la mano todavía llena de chile
Miguelito, que iban a por ella. Esa que, viéndose acorralada, bajaba los ojos y
contenía la respiración.
Amiga, estuvimos pensando —abrían la boca las primeras, siempre las de
la colita de lado, las de la hermana mayor adolescente— y ya no queremos
juntarnos contigo. Luego por turnos, juezas implacables recitando los
motivos, las razones por los que la amistad se había vuelto insostenible.
Siempre andas diciendo que Martín es tu novio, pero ni te pela. Tu mamá te
escoge toda tu ropa. Eres bien chismosa. Eres bien ñoña. Eres bien teta. Qué
feos tus zapatos ortopédicos, la verdad.
Lucía recuerda la sensación, porque es la misma que tiene ahora, leyendo
y releyendo el mensaje de Juliana. El vacío absoluto.
La niña interpelada tenía que levantarse, con su lonchera a cuestas, con el
moco colgando, con el hipo atascado en la garganta y los ojos relucientes de
rabia, y buscar otros horizontes. El destierro la llevaba casi siempre al patio
contiguo, el de la cafetería, donde el ambiente era menos hostil y podía buscar
refugio en una jardinera grande, a la sombra de un árbol frondoso, entre otro
grupo de niñas sentadas en círculo y con las piernas cruzadas bajo loncheras
de colores. Niñas acaso más amables, acaso con galletitas y agua de limón
para compartir, niñas que comían a la vista de todos sin respirar el cloro de la
alberca, niñas que después dibujaban en el piso un avioncito y saltaban con
una sola pierna entre los cuadros numerados, pero tanto más tetas, más
gordas, más ñoñas, más con lentes, más con bráquets, tantísimo más
intrascendentes que la élite del pasillo de la alberca.
Con todo su peligro y su violencia recalcitrante, ese pasillo y sus niñas
infames eran un remanso de paz en la infancia accidentada de Lucía.
Se podía volver al pasillo, claro, todas encontraban la manera. Lucía se
pregunta si eso mismo será posible ahora, si no será cosa de esperar un par de
días —o semanas, se repite que ya van semanas— de exilio discreto, de
aparente resignación. La clave era esa cuando era niña: que las demás no
olieran el miedo, que no supieran que en las tardes, antes de la clase de
natación, la desterrada lloraba a gritos. Te juro que yo no les hice nada,
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mamá. Ni modo, ese era el rito de paso. Había que aguantarse, no mirarlas a
los ojos en la escuela los días siguientes, reír de vez en cuando y fingirse
integrada y plena en alguno de los grupos de las jardineras. Luego, poco a
poco, acercarse a uno de los eslabones más débiles de entre las asiduas al
pasillo. Mirar a la elegida con ojos de carnero degollado durante la clase de
música. Darle cosita. Regalarle una estampa de Sailor Moon sin que las otras
supieran. Y entonces sí, agarrarla en corto y confesar el llanto, el sufrimiento,
las ganas de volver. Las extraño, amiga. Ayúdame, amiga. Y esperar
clemencia. Llegaba siempre, unos días después, en clase de matemáticas o de
historia. La piedad doblada en cuatro pedazos, escrita con aquella cursiva
recién estrenada, todavía tambaleante: «Okey, puedes volver a juntarte con
nosotras. Pero ya no traigas atún».
A Lucía nunca le tocó levantarse. Temblaba, como las demás, en la ronda
de la muerte; esperando el momento. Alguna vez Dalia fue a recogerla a la
escuela con los ojos hinchados y al día siguiente, en el pasillo, Lucía estaba
segura de que iba a llegarle el turno. Tu mamá se la vive llorando (y dicen que
tu papá se la madrea). Algo así. Pero nunca sucedió, nunca dijeron nada. Tal
vez no lo sabían, piensa ahora Lucía. Tal vez era más de lo que sus mentes
infantiles podían abarcar. La acusaron de cursi en más de una ocasión y tuvo
que renunciar del todo a los calcetines con holanes y a peinarse con esas dos
trenzas y raya en medio que le hacía Dalia, pero en general salía siempre bien
librada.
Por eso lo piensa ahora. Tantos años después y tan lejos del pasillo de
natación, también este destierro fue casi imperceptible. Juliana, piensa Lucía,
dice cosas sin decirlas. Las dijo aquella noche también, antes de lo otro, con
su mordaz «qué sabia te pone el vino». Mira, no, vieja-men, voy a explicarte
por qué estás equivocada. Eso que dices sobre mi novio, eso que quieres que
escuche sobre el Profesor y los manes violentos… es más bien ridículo, hey.
Mejor escúchame tú. Eres —debes ser— mi espejo, mi terapeuta, mi hombro
(mudo) sobre el cual llorar. Está todo bien, ¿te das cuenta? Solo tienes que
renunciar a tener una opinión, a pretender que alguien te escuche a ti. Que
alguien te desee a ti. Porque además está eso, que no paras con el tema de lo
de tu casa, ¿no será que estás celosa, marica? Yo te dije claro que a mí me
gustan los manes. Olvídalo, deja el drama. Sí se puede. Igualito que cuando, a
los siete años, renunciaste a los holanes. Eso escucha Lucía que dice sin decir
Juliana, porque no puede escuchar —no puede ver— lo que hay al otro lado
del mensaje. Se le escapan a Lucía otra sala de hospital, ahora en Brooklyn, y
la mano entablillada de su amiga que jura y perjura, ante los ojos escépticos
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de una enfermera, que I don’t know, the drawer just fell on my hand… I did
some coke… Yes, of course I was alone.
El sofá-cama rechina y los resortes se le clavan en la espalda. Lucía se
incorpora y se entretiene mirando el estudio de Álvaro, sus libreros casi
pelados y la computadora de los noventa, que milagrosamente prende todavía.
Álvaro es así: no se deshace de nada. Su departamento de soltero, ese que
acabó por habitar definitivamente después de la muerte de Dalia, está lleno de
cosas de la casa anterior: el estéreo, el mueble de las botellas, la impresora
destartalada, la pinche tele. Y todos los discos compactos, los de él y también
los de Dalia —Lucía reconoce las carátulas— acumulando polvo en una torre
de madera. Lucía nunca tuvo un cuarto ahí. A casa de Malena fueron a parar,
desde antes del funeral de Dalia, su cama con la colcha de flores moradas, sus
peluches, sus pósters de Mercurio. Pero de todas formas prefiere estar en el
estudio de su padre a tener una habitación en ese espacio que nunca fue suyo
(que nunca quiso que fuera suyo). En una de las repisas inferiores del librero
hay una caja de cartón, como de zapatos, pero sin ninguna etiqueta. Lucía la
abre para descubrir un montón de fotos descoloridas, sin orden aparente: acá
Álvaro con sus compañeros de la prepa, más abajo la familia completa en el
comedor de la abuelita Isabel, festejando una Navidad. Lucía se ve, llorosa y
con cinco años, sentada junto a su prima Marta frente a una fuente de
romeritos. Arrumbada al fondo de la caja, todavía en el portarretratos, está la
foto que hacía suspirar a Dalia. Y al lado del Álvaro con bigotito está ella,
Dalia, hombreras y permanente imposible, mirándolo embobada. Lucía mira a
su madre mirar a su padre. Trata de descubrir qué hay atrás de esos ojos, trata
de ver lo que ella veía, lo que ella vio alguna vez, trata de imaginar o inventar
qué cosa exactamente tiene —te-nía— ese tipejo bigotón para que Dalia lo
viera así.
Lo escucha afuera. La voz quebrada se escurre por la puerta entreabierta y
Lucía sabe que le toca a ella salir. Está empezando a perder la cuenta de los
días que lleva respondiendo a los llamados como una autómata. Por las
mañanas se levanta temprano y se da un regaderazo, después prepara el café.
Sabe que Álvaro nunca duerme bien y que, seguramente, mientras ella da
vueltas en la cocina, él ya está despierto, rumiando la amargura y los
hematomas que no lo dejan descansar. Le lleva el café a su cuarto y le da los
buenos días. Él nunca habla primero, en parte porque todavía le cuesta
trabajo, y en parte porque pareciera estar esperando a que ella lo haga.
Encabronado con la vida, como un niño en eterno berrinche, Álvaro —se da
cuenta Lucía— espera. Como siempre. Que le den los buenos días, que le
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sirvan el café y, posiblemente, aventura Lucía, que la ingrata de su hija quite
la jeta de una buena vez y lo atienda con una pinche sonrisa. A las diez, como
un bálsamo, llega Vero, la enfermera. El día que volvieron del hospital, Lucía
echó un vistazo rápido al departamento de su padre. La sala amplia, el estudio
donde ella iba a dormir, la recámara de Álvaro, el baño. Se imaginó entonces
teniendo que bañarlo, teniendo que sostenerlo desnudo y tambaleante bajo el
chorro de la regadera, y se le revolvieron las tripas. Le dijo a Malena que no,
que ella no iba a poder sola, que por favor no fuera así. Malena se cruzó de
brazos y negó con la cabeza.
—No quiere pagarle a nadie, mija. Por eso te hablé.
Pero Lucía se puso terca, levantó la voz un poco más que de costumbre
para pintar por fin una raya invisible de la que no iba a moverse.
—Pago yo ahorita. Luego vemos.
Pago yo, pago yo, pago yo, sin pensar demasiado en cómo iba a hacerle
para estirar esos dólares que le depositaban de la universidad y se evaporan
con cada cheque que le sigue firmando a Pokorny para cubrir su parte de la
renta mensual. Y en eso están, en que ella paga y luego ven. Ahora que el
cheque ya no llega, está empezando a pellizcar de sus ahorros. Alma le
escribe seguido y le pregunta cómo está. Lucía siempre responde que bien y
le dice, anticipándose al cuestionamiento implícito, que no se preocupe, que sí
va a volver, que no va a ser necesario subletear su cuarto. Alma manda
emojis de ratones de regreso: obvio, güey, acá te esperamos las plagas y yo.
Vero baña a Álvaro todas las mañanas, le da de desayunar lo que haya
preparado Lucía para él, y le ayuda con los ejercicios de rehabilitación. Muy
poquitos, apenas tiene movilidad. Comen los tres juntos y, una vez más, Vero
se hace cargo de la alimentación. Los bocados vuelan sobre el tenedor en la
mano de Vero. Álvaro refunfuña, pero traga. Cuando, por la tarde, su padre
dormita frente a la tele y Vero se levanta y recoge sus cosas, el estómago de
Lucía empieza a achicarse. Todas las tardes, sin falta. Hace algo rápido para
cenar y se reconcome porque sabe que se acerca la hora en que estarán solos,
en que tendrá que ser ella quien le dé la cena, en que le tocará compartir con
él otro silencio plomizo e interminable. Álvaro refunfuña de nuevo, pero
apenas la mira. Ya no intenta darle conversación como el primer día en el
hospital. Cenan sin ganas: a veces la sopa o el puré chorrean por la barba
crecida de él y entonces ella tiene que tomar una servilleta y limpiarlo, y ese
gesto tan simple la llena de vergüenza porque él, que es quien apenas puede
retener la comida, la mira todo lo altivo y soberbio que se puede mirar con ese
cuerpo roto y Lucía confirma, mientras le limpia las babas o la comida
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derramada, que sí, que es exactamente esto lo que se espera de ella, y que
además ni siquiera lo está haciendo bien.
Cuando terminan de cenar, Lucía empuja la silla de ruedas para devolver a
Álvaro a su lugar frente al televisor, y recoge la cocina mientras él clava las
pupilas, adormiladas a punta de analgésicos, en el resumen de los partidos de
la semana. Después, Lucía lo hace rodar hasta su cuarto, y le ayuda a
cambiarse y a meter su cuerpo tumefacto en la cama, y todavía nadie dice
nada y en el estómago antes achicado de Lucía ahora se instala una piedra que
crece y le da náuseas. Anota en un cuaderno imaginario la ingesta colérica
que le supone el padre. Quiere vomitar, pero no puede. Luego, Lucía se
encierra en el estudio, como ahora, revisa sus apuntes del semestre anterior
sin ganas, mira su teléfono obsesivamente y cuenta los segundos que le
quedan al día, y los días que le quedan al leave of absence. El bereavement se
convirtió, después del papeleo de rigor, en este limbo temporal. Leaves of
absence will be granted to students deemed to be in good standing who wish
to interrupt their doctoral study. No more than four semesters of total leave
time will be granted to any student.
Total, ¿qué es un semestre, qué son dos? «Es tu papá, mija», resuena la
voz de Malena en sus sienes cada vez que piensa en salir corriendo. En las
ventanas del ex Distrito Federal, ahora CDMX, no hay escaleras de incendios
por las cuales descolgarse (desprenderse). Lucía se asoma cada tanto y respira
profundo. El esmog y la contaminación de la ciudad le llenan los pulmones.
Allá abajo solo la espera el pavimento. Lo de menos es ponerle pausa a la
vida un ratito por la gente que una quiere, le dice a veces Alma, y Lucía no
sabe cómo explicarle que la pausa es efectivamente secundaria, la bronca es la
gente que una está obligada a querer.
Ahora Álvaro la está llamando a deshoras, y Lucía reacciona lento,
considera ceder a la exquisita tentación de hacerse la sorda. ¿Y si no va y ya?
¿Qué pasa si por una vez no atiende? Pero la voz insiste y Lucía sale del
cuarto, arrastrando los pies primero y más deprisa cuando ve la silla volteada,
ruedas arriba, y al bulto que es ahora su padre en el piso, doblemente
quebrado, a medio camino entre la recámara y la sala. Se acerca y se agacha a
recogerlo, y entonces casi puede verlo tirado en la misma postura que en ese
pinche estacionamiento, semimuerto a golpes, vuelto nada. No logra imaginar
la fuerza que hace falta para volver a Álvaro nada, no entiende la saña que
requiere estrellar puños y pies sobre otro cuerpo hasta partirlo y dejarlo
inservible y balbuceante. Ahora que lo ve así, pudriéndose en su propio karma
—por todos esos puños y pies que él, antes, estrelló sobre el cuerpo de Dalia y
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también, aquella vez, sobre el de Lucía— le parece que no, que ni siquiera él
se merece que alguien haya fracasado en el intento de matarlo a golpes.
Álvaro pesa tres veces lo que pesa ella y al tratar de incorporarlo, Lucía le
hace daño, las quejas ininteligibles le perforan los oídos mientras lo levanta,
lo acomoda a duras penas en la silla y lo mira a los ojos. Entonces entiende
que Álvaro, como Juliana, todavía puede decir cosas sin decirlas. Escritas en
sus iris iracundos están todas las palabras que la boca no puede articular, pero
que Lucía es capaz de descifrar, o más que descifrar, reconocer. Ahí anda él,
el de a de veras, al acecho. Adentro de todos esos huesos pulverizados, ahí
está su papi que la mira y sin mover los labios la increpa: pa qué te tardaste,
pendeja.
No, putasmadres, nadie se merece eso. Ni Álvaro puteado en el piso de un
estacionamiento, ni ella ahora, en el departamento a oscuras, con su vida en
pausa y su tusa a cuestas, sudando del esfuerzo y de esa otra cosa que no sabe
cómo llamar, que sigue instalada en la boca de su estómago y, por más que lo
intenta, no consigue purgar. Ahí te dejo mi desprecio, yo que tanto te
adoraba, pa que veas cuál es el precio de las leyes del querer.
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So what if you don’t like him. Do you have to?
…
Why do you have to?
…
Por los cangrejos. En Ixtapa había cangrejos ermitaños y él me enseñó
cómo cambiaban de casa. Yo los buscaba y perseguía por toda la playa y
luego se los llevaba, atrapados en una cubeta verde con el borde en forma de
torre, que me servía para hacerles a los cangrejos un castillo de arena. Él se
reía. Pero suéltalos, chamaca, ¿qué no ves que si no no pueden buscarse otro
changarro? Ah qué viejas estas, siempre andan queriendo amarrarlo a uno.
…
Por la colección de corcholatas de Pepsi. Había que juntar las dos mitades
de una figura. Los dibujitos partidos venían en el interior de las corcholatas y
yo estaba obsesionada con conseguir las parejas. Si lo lograbas, te ganabas un
premio: una pluma, o un estuche, o más botellas de Pepsi. Álvaro prefería
combinar el Bacardí con Coca, pero igual un día fue y compró una caja
completa de Pepsi, que guardaba en el garaje. Nomás porque tú me lo pides,
me voy a servir otra cubita. Y destapaba la botella con el abridor, y las
corcholatas y cascos vacíos se acumulaban cuba tras cuba, esperando el
momento en que las piezas al fin tuvieran su otra mitad. Entonces, cuando al
fin sucedía, yo iba a la tiendita a cambiarlas por mi premio, devolver los
envases de vidrio, y comprarle un cigarro suelto con el cambio que Dalia a
veces me dejaba quedarme, para compensarle todas las molestias de tener que
andar tomando cubas «con esa chingadera».
…
Por la música y las fiestas. Porque antes de los gritos y sombrerazos eran
la risa, los tamales y las luces de bengala en las posadas navideñas. En el
nombre del cielo, o-os pido posa-ada, pues no puede anda-ar, mi-i esposa
ama-a-a-da. Las piñatas rellenas con cacahuates y mandarinas, que Dalia iba
a comprar al mercado. Nos tapaban los ojos a los niños, uno por uno, y él era
el encargado de darnos la vuelta con los ojos vendados, de marearnos hasta
hacernos perder el norte, y también de jalar uno de los extremos de la cuerda
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para levantar la piñata bien alto. Dale, dale, dale; no pierdas el tino. Al fondo
las miradas expectantes de madres, tías y abuelas se nos clavaban a los niños
en la nuca mientras dábamos tumbos con el palo de escoba, mientras nos
agachábamos después para pescar cacahuates sorteando pedazos de cerámica
rota. «A huevo, le dieron con todo, pinches morritos». Y otra vez su risa.
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10. Por tu maldito amor (Cuajimalpa is on fire)
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empujó. Lo suficiente para sembrar algo así como una duda. Pero una vez ahí,
al ver la mueca de dolor que se dibujaba en la frente de Álvaro, Lucía empujó
un poco más. Percibió entonces, en la mirada ahora expectante e incrédula de
su padre, el destello de otra sensación: Álvaro tenía miedo (le tenía miedo) y
el poder absoluto, descarnado, era este dejarse caer sobre otro cuerpo para
hacer daño. Una de las Lucías posibles, una que apenas reconocía o no quería
reconocer —pero era, sin duda, también ella—, sintió un cosquilleo no del
todo desagradable en el centro del estómago. Sobresaltada, quitó la rodilla y
terminó como pudo de incorporar a un Álvaro desencajado.
Pero cuando estaba a punto de inyectarlo, Lucía sintió de nuevo el
cosquilleo y fue entonces que dudó de veras. Tan fácil que habría sido. Un
jalón extra de la jeringa sobre el frasco, unos mililitros de más y a la chingada
todo. Nadie lo iba a extrañar y entonces ella podría estar de regreso. A su
vida, a sus paseos sin rumbo por la cuadrícula de calles y avenidas
numeradas, a Alma y a Juliana y a ese otro mundo que había empezado a
construirse tan lejos de esto.
Muchas pinches películas, mucho pinche insomnio, mucha pinche
ansiedad. Claro que no le inyectó de más. Sostuvo la aguja como le dijo Vero,
y le sacó el aire expulsando un par de gotas, y la clavó donde tocaba, y
empujó el émbolo con cuidado a pesar de los gruñidos de Álvaro, y la sacó
después deprisa, en un movimiento que no pudo siquiera reconocer como
suyo. Esperó a su lado, temblando, a que el medicamento hiciera efecto, a que
el dolor parara y Álvaro se durmiera pero no para siempre, para despertar al
día siguiente y al otro también y seguir siendo eso que era ahora, esa masa de
resentimientos que espera paciente, sobre la silla o la cama o frente al
televisor, a recuperar la fuerza de antes, los movimientos de antes, las
palabras de antes. Porque lo había visto Lucía, ahí estaba el Álvaro de toda la
vida, agazapado, recuperando la fuerza necesaria para volver a desgañitarse y
moler al mundo a golpes. Y ella, lo sabe ahora, no es capaz de hacer nada
para evitarlo, sino velarle el sueño. Pero ahí estuvo, el impulso. Si se hubiera
atrevido, ¿habría sido un acto de justicia, de karma? ¿O la confirmación de
eso que Lucía teme: que esta mierda se hereda, que la capacidad de destruir al
otro se aprende, que al final es cierto que del amor al odio hay apenas un
pasito miserable?
Con cada ola extraña más a Alma («ponte tus olitas, Lu»), extraña el
departamento regenteado por los Pokorny, la nieve, hasta los ratones.
¿Cuántos meses hace que se fue? Bereavement. Luto, duelo, pérdida, todas las
anteriores. Y luego leave of absence. Pero lo único perdido, lo único ausente
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aquí es ella, que falta a su propia vida por recoger del piso los pedazos de un
señor que la fue rompiendo desde niña. Y ya pa qué quiero la tumba, si ya me
enterraste en vida.
La pantalla del teléfono se enciende y el timbre familiar de una llamada
interrumpe la cadencia de esas olas que, de todas formas, no servían para un
carajo. Aunque está despierta, a Lucía la sobresalta la hora. Recuerda de
pronto a un noviecito que tuvo, cuando los celulares eran novedad y también
los mensajes y las llamadas de texto en la madrugada. Se llamaba Adrián, el
noviecito, y era un imbécil. Lucía tenía dieciséis años y Dalia acababa de
morirse. Malena la escuchaba llorar en las noches y asumía que era por su
madre, por su adolescencia partida en dos tras la muerte de Dalia. Pero Lucía
lloraba porque Adrián estaba borracho y seguido la amenazaba por teléfono.
No se acuerda ahora por qué, por cualquier cosa. Porque había volteado a ver
a tal o cual compañero a la salida de la secundaria. Porque no le había
contestado el teléfono a la primera, o porque no estaba ahí, con él (en esa
fiesta a la que él no la había invitado). Daba lo mismo. Lo que sí recuerda
Lucía es la ansiedad, la dependencia del aparato. Lo guardaba abajo de su
almohada, y dormía apenas los fines de semana, esperando la llamada a
deshoras de Adrián. Porque si él le marcaba, si a pesar de todo era en ella en
quien pensaba cuando estaba pedo, era —tenía que ser— porque
indudablemente la quería.
Tener que estar aquí, ahora, mirando este techo que no es su techo (faltan
las humedades), contemplando las rutas de escape de este departamento en
Cuajimalpa mientras se le siguen incrustando en la espalda ese millón de
resortes vencidos del sofá, también empezó con una llamada a deshoras. No
reconoce el número que ilumina el teléfono, es un teléfono gringo. Se
incorpora y se aclara la garganta antes de contestar, con un inglés al que ya le
perdió costumbre: Hello?
—Is this miss Lucía Sánchez?
Sí míster, sí soy, y Lucía escucha un torrente de palabras en ese otro
idioma, y hay unos segundos de desfase entre la voz y el sonido, y un eco
cuando después Lucía responde. Traduce en la cabeza el mensaje angustiante
que se mezcla con su propia voz a destiempo, va deshebrándolo, pero no lo
entiende del todo y queda solo un nombre, pronunciado a la gringa,
reverberando al otro lado de la línea: Juliana Gómez. Y después otra cascada
de palabras y explicaciones y preguntas que Lucía ya no escucha, porque solo
puede pensar en Juliana tumbada en el pasto del jardín botánico, mirando las
nubes, vuelta carcajada y, después, vuelta nube. In Case of Emergency (ICE)
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is a program that enables first responders, such as paramedics, firefighters,
and police officers, as well as hospital personnel, to contact the next of kin of
the owner of a mobile phone in order to obtain important medical or support
information.
El incendio pasa por dentro. Después de tantos años de escándalo, de
amenazas explícitas, no es el sofá-cama lo que arde, ni las paredes las que
desprenden calor. Es el oído de Lucía lo que se abrasa, su mano que sujeta
todavía el teléfono aunque la llamada ya ha terminado. Hierven sus pies, sus
dedos, se carboniza la piedra que antes sentía en la boca del estómago. Se está
quemando Lucía, todita, sin escándalo, sin aspavientos, sin que nadie se
entere. Sin argüendes. La calcinan los últimos meses, los últimos días, los
últimos segundos. Le crepitan por dentro la rabia, la culpa, el coraje, los
celos, y ahora esta novedad, esta tristeza inflamada. No logro acomodar mis
sentimientos. Y el alma se me sigue consumiendo. Pero así como está,
chamuscada, en carne viva, Lucía se levanta. No quiere ser Dalia, ni quiere
ser Juliana, ni quiere volver a sentir este temblor en las manos y el pecho, este
ardor debajo de los párpados. No quiere terminar convertida en ceniza. De
abajo del sofá-cama saca su maleta y puede jurar que el mango está caliente.
Pero ya no importa. Lucía acaba de decidir, por fin, que la escalera de
incendios la lleva también por dentro.
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Where do you think this idea of «love» comes from?
Camino a Tlaxcala, desde antes de llegar a La Malinche, se ven los
volcanes. La Malinche también es volcán pero la gente va y acampa a sus
faldas y luego se le trepa, para ver desde su cima a los amantes, y se olvida de
ella y de su potencial para hacer erupción.
Mi mamá adoraba la historia y me la contó la única vez que fuimos de
acampada al parque nacional y subimos a La Malinche para admirar, desde
arriba, los otros dos volcanes. Érase una vez Iztaccíhuatl, una princesa
tlaxcalteca, chula como ella sola, que fue y se enamoró de Popocatépetl, un
guerrero acá todo fuertote y valiente, como debe de ser. Como un torrente de
agua fresca, con la fuerza de los mares, dando luz a mi existir, llegaste tú.
Iban a casarse y toda la cosa, pero antes del bodorrio, el muchacho se fue a la
guerra, a darse catorrazos con los aztecas. Cuando estaba perdido, con amor
me enseñaste a luchar. Ella se sentó a esperarlo, calladita, paciente, modosita,
pero un gandalla que andaba rondándola porque quería sus huesitos, al ver
que la princesa andaba solita dijo «de aquí soy» —así lo narraba mi mamá—
y le chismeó que habían matado a su galán en combate. Total, ella muy
achicopalada con la noticia se acabó muriendo, de pura tristeza por su amor
perdido. Suavemente en tu nido, verte a ti como imagen final.
—Qué horrible historia, mamá.
Pero siguió contándomela.
Luego regresaba Popo del combate, listo para el bailongo y la
consumación, y se topaba con que la chamaca estaba muerta. Ahí se ponía
como loco, vagando noche tras noche, viendo cómo hacerle justicia a su
amada y, al final, se inventaba construirle una tumba arriba de una montaña.
—¿Y cómo le hizo?
—Amontonó diez cerros. Después cargó a Izta hasta la cima, la acostó
ahí, y le dio un último beso.
—¿Como la bella durmiente?
—Más o menos. Nomás que la Izta no se despertó. El Popo fue y se le
arrodilló a un ladito, para velar su sueño por toda la eternidad. Después los
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tapó la nieve, a los dos. Pero míralos, ¿los ves ahí? Siempre acarameladitos,
uno junto al otro.
—Pero se murieron, ¿no?
—Sí, Lucía. Se murieron de amor. Pero ¿no me escuchaste, mija? Morirse
es lo de menos.
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11. Feels like (Romance True Crime Horror)
Dicen que después de bajo cero ya todo se siente igual. Que da lo mismo
menos tres que menos diecisiete. Dicen… ¿quién dice? Lucía intenta recordar
quién se lo dijo a ella, o por qué fue que inmediatamente empezó a repetirlo,
incluso sin estar demasiado convencida de que fuera cierto. Quién sabe por
qué dice una las cosas, por qué hace una las cosas a veces. Quién sabe por qué
camina ahora Lucía sin rumbo bajo la nevada que arrecia, por qué decidió dar
hoy, precisamente hoy, un paseo por Greenwich sobre la nieve enlodada y
marcada por ese titipuchal de suelas presurosas, dispuestas cada día a percudir
el blanco, sin contemplaciones, con tal de llegar a tiempo al trabajo. Camina
contra el viento, apenas puede abrir los ojos y le cuesta avanzar. Qué carajo
va a dar lo mismo menos tres que menos diecisiete, decide. Pero se dice que
eso se aprende después, acumulando inviernos, aprendiendo a mirar en la app
del Weather Channel no solo la temperatura sino la sensación térmica: ahí
donde dice feels like, ahí es donde debe una fijarse para saber con cuántas
capas forrarse antes de poner un pie afuera. Lucía sigue resistiéndose a
entender los misterios de los grados Farenheit y mantiene el teléfono en
centígrados, pero ahora sabe que son preferibles cuatro grados mondos y
lirondos, con sensación de esos mismitos cuatro grados, que diez grados con
sensación térmica de menos cuatro, menos seis, menos nueve. Hoy su
teléfono dice cero. Sunny y toda la cosa, pero cero. Probabilidad de nieve del
diez por ciento (cumpliéndose in situ). Humedad del cincuenta (entra más o
menos hasta la mitad del hueso). Vientos de quince millas por hora (a ratos la
arrastran, a ratos la empujan) y sensación térmica de menos seis. Pero igual se
calzó las botas y se puso los guantes y se envolvió en la bufanda para salir a
dar una vuelta.
Se detiene frente a la puerta de la librería y mira el cartel. Un escalofrío le
recorre el cuerpo y ella se ajusta el gorro hasta que le cubre del todo las
orejas, aunque no está tan claro que el escalofrío sea por la temperatura. Ahí
está, eso era. Lo que la obligó a salir hoy, a convencerse de que iba solo a
estirar las piernas, aunque en el fondo ella sabía lo que andaba buscando.
El nombre del Profesor en el letrero, todo en mayúsculas y sin acentos, es
casi lacerante, con ese apellido dizque de torero que —Lucía lo supo después
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— ni es suyo, sino del abuelo materno. Él se apellida Torres, o Benítez, o
Guitérrez —tantas veces lo escuchó Lucía en boca de Juliana y ahora no se
acuerda—, un apellido que quedaba mal en las portadas de los libros de
sociología como el que se presenta esa noche ahí mismito. Lucía lo medita
unos segundos —todavía puede regresarse, irse a la chingada de esta librería y
de esta pinche ciudad gélida donde de todos modos ya nadie se acuerda de
ella— y luego se decide y entra despacio, limpiándose las botas empapadas en
el tapete de la entrada. En el sótano del local, muy al fondo, atrás del pasillo
de los libros infantiles, hay una sección de literatura en castellano. Aunque
han pasado varios meses desde la última vez que estuvo aquí, Lucía conoce
bien el lugar: todas las presentaciones de libros en español ocurrían siempre
en este microcosmos. Los fines de semana el sitio se llenaba de acentos y
palabras familiares, cada viernes la misma gente iba a sentarse en sillas
incómodas de madera, tomar vino malo y escuchar poemas con ecos chilenos,
fragmentos de novelas colombianas, crónicas que hablaban en espánglish de
Perú o de Venezuela o de República Dominicana.
El sótano está abarrotado y cuesta moverse en ese mar de abrigos de
plumas. Otro escalofrío, ahora adentro y a pesar de la calefacción, porque de
pronto ahí está el Profesor, delante del micrófono, pontificando sobre sí
mismo y recargando el ambiente con su perorata. Como si no hubiera pasado
el tiempo, como si no le hubiera cagado la vida a nadie a la par que escribía el
mentado libro del que ahora se jacta. Lucía camina despacio siguiendo la voz,
sin querer mirar mucho alrededor, sin querer queriendo —sabiendo que no va
a pasar— encontrar a Juliana entre el público que le ríe al Profesor cada chiste
pedante. Porque se los ríen, toditos. Lucía escucha las carcajadas cabizbaja y
aguantando una punzada de rabia. Frente al escenario improvisado desde el
que habla el Profesor, tres rótulos de madera con grandes letras blancas
encasillan a los libros según su género. Lucía levanta la vista para leer, en tres
estanterías contiguas, ROMANCE TRUE CRIME HORROR. Qué atinado. El Profesor
sigue hablando y, cada tanto, el presentador del libro —un gringo de piochita
blanca y chaleco a cuadros que Lucía reconoce de los pasillos de la
universidad, le echa flores y lo califica de brilliant y groundbreaking,
añadiéndole melcocha al espích.
Entre la gente que asiente y sigue atenta las palabras del Profesor y del
lamebotas que lo acompaña, Lucía reconoce a varios compañeros de la
universidad. Distingue a Evan entre los abrigos que llenan las filas de atrás,
pero no lo saluda. Él también la ve y se gira con una sonrisa burlona para
decirle algo al oído al tipo que tiene a la derecha. Lucía no espera a ver la
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reacción del acompañante y sigue mirando al público. En la segunda fila dos
estudiantes del departamento de Sociología se comen al Profesor con los ojos
sin ningún tipo de disimulo. A los demás también los reconoce, toda la
facultad está en la librería, todos dispuestos a festejar al Profesor. Lucía
aprieta los dientes y los odia, con odio jarocho, como decía su madre. Los
odia porque saben pero aquí están igual: chiflando y aplaudiendo. Como si
nada.
Hay una ola de turbación entre la fanaticada, apenas perceptible, cuando
al momento de los agradecimientos, el Profesor habla de «su compañera» y le
guiña un ojo a una mujer de pelo muy largo y cano, que está sentada hasta
adelante. Lucía también la reconoce, cree recordar que es profesora en la
universidad. Mira a la mujer sin reparos. No parece el tipo del Profesor.
Tendrá unos cuarenta años, dos líneas pronunciadas de expresión enmarcan
sus labios finos y da la impresión de ser amable. Tiene poco pecho y usa una
falda larga con un poncho de lana gruesa sobre los hombros. Va cubierta de
collares con cuentas enormes. Lucía intenta imaginarla bajo una tromba de
alaridos, visualiza a esa mujer tan serena con la cara desencajada por el llanto,
corriendo al hospital con la muñeca quebrada, o provocándose el vómito
después de un atracón de desamor y cheesecake. No, no le queda. La mujer se
ve tranquila, centrada. Se ve segura de sí misma. Se ve inteligente, libre,
independiente. Y entonces la punzada, el reconocimiento. Al principio,
durante el primer invierno, tampoco en Juliana habría parecido verosímil estar
al otro lado de tanto grito. Luego la discrepancia entre la temperatura y la
sensación térmica se fue agravando. ¿Y Dalia? ¿Cómo era Dalia antes de ser
reducida a un saco de boxeo? ¿Cómo era la Dalia de la fotografía ochentera
que Lucía encontró en casa de su padre? ¿Se ahogaba en insultos la Dalia
sonriente del peinado crepé y los párpados pintados de verde perico? ¿Recibía
puñetazos? ¿Y ella misma, y Lucía? ¿Cómo hace ahora para ser otra, incluso
tan lejos otra vez de Álvaro, si ella nunca tuvo un antes de, si creció en el
insulto mismo? Corra, señora, aléjese de ese energúmeno, quiere gritar Lucía.
Su mirada inquisidora se encuentra entonces con la de la mujer-misterio, que
le sonríe. Encima le sonríe. Corra, chingadamadre, corra antes de que este
cabrón-malparido-hijoeputa saque el cobre y empiecen los madrazos, corra
usted que todavía puede. Pero Lucía no grita, y los aplausos de los asistentes
la sacan del trance. Lucía se turba y se da la vuelta, es ella la que casi echa a
correr entre la gente, alejándose antes de que el Profesor también la vea.
Se topa con Emma casi de frente, tarda unos segundos en reconocerla.
Debe haber adelgazado al menos cinco kilos. Dejó de ser rubia: ahora tiene el
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pelo muy corto, a la altura de la barbilla, pintado de azabache. Está ojerosa y,
sin embargo, linda. Si Juliana la viera, montaría en cólera: no le quedaría ya
ni el consuelo de llamarla gorda. Lucía siente, de pronto, que quiere abrazarla.
Emma le sonríe tímidamente, sin atreverse a mirarla directamente a los ojos.
Le pregunta hace cuánto está de regreso, cómo le fue por México, si va a
volver a la universidad y retomar sus estudios. Cuando se queda sin small
talk, mira al piso y dice:
—So sorry to hear about your friend.
Lucía asiente, tampoco la mira.
Really, really sorry. How are you feeling?, insiste Emma y, ante la
insistencia, ante la culpa del sobreviviente que le intuye, Lucía odia de nuevo.
Odia a Emma por estar aquí. Por haber venido, por haberse sentado a
aplaudir. La odia por servirle al Profesor de coartada, de prueba viviente de
que es un buen tipo si, total, mire nomás, la otra chica con la que salió está
aquí, o sea que deben haber terminado en muy buenos términos, la
colombiana en cambio was such a drama queen. Odia a Emma porque
disimula, porque va de cool, porque está de pie frente a ella tan tranquila,
diciendo cuánto lo siente, en lugar de hacer lo que Lucía misma no pudo
hacer hace un minuto y alertar a gritos a la mujer canosa de los collares. Entre
las dos podrían salvarla. Pero se callan. Peladita malparida, coincide Lucía
por primera vez con aquello que decía Juliana. Peladita malparida yo también,
aquí haciendo borlote en la celebración de este pendejo. Y él ahí, fresco como
una lechuga, recibiendo palmadas en el hombro. ¿Cómo se llama lo que hizo?
¿Qué nombre se le da a ir desapareciendo a alguien de a poquito, a quitarla de
en medio en episodios? ¿Por qué no cuenta como crimen aniquilar a una
mujer a cuentagotas, descuartizarle la moral y la autoestima en cómodas
entregas? Mátalas, con una sobredosis de ternura. Una mirada reprobatoria
acá, una palabra burlona allá. Un toquecito al día, cada día, él —ellos— van
cortando pedazos. Con sutileza al principio, con dedicación, van tejiendo el
nudo corredizo y tensando la soga aunque luego, en las actas, lo único que
conste es que ellas solitas se la echaron al cuello. Mátalas. Asfíxialas con
besos y dulzura. ¿Con quién estabas hablando? Consigue una pistola si es que
quieres. Así vestida yo no te saco a pasear, esas nalgas son mías. O cómprate
una daga si prefieres. ¿Otra vez estás chillando? Síguele y te voy a dar
motivos pa que chilles. Tú síguele, pinche vieja. Y vuélvete asesino de
mujeres.
La gente empieza a aglomerarse cerca del Profesor, se acercan a
felicitarlo, a brindar con ese vino infame servido en vasitos de plástico
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transparente. Malparidos todos, alcahuetes, paleros. Se llenaron la boca con
motivos, se atragantaron con sus propias lenguas viperinas inventando
razones —en inglés y en español— para mencionar todos los motivos menos
el motivo de a de veras. Es como si Lucía pudiera escucharlos, como si
también ahora estuvieran disculpándolo, buscando explicaciones para lo que
pasó. La ciudad es cabrona. No todo el mundo la aguanta. New York, I love
you but you’re bringing me down, como dice la canción. Los inviernos son
largos y solitarios, la gente está de paso, es bien difícil hacer amigos… you
get lonely, qué le voy a contar. No, sola-sola no vivía, pero el roommate no
estaba casi, ocupado en los estudios, claro. Y una chica extranjera, harto
insegura… en un programa doctoral tan competido, ya se sabe. Estos
doctorados son tremenda fuente de estrés, no todo el mundo lo logra, no es la
primera ni la última que colapsa bajo la presión. No es para todos, you know?
Y además hay un background, ¿oyó? La chica tuvo anorexia de muy
jovencita, casi niña, estuvo hasta internada, y nunca lo resolvió del todo…
anorexia o bulimia, ¿cuál es con la que vomitan? Anyway, muchos issues, el
padre ausente desde siempre, madre dominante y narcisista… con poquito que
uno sepa de psicología ya saca la cuenta. Siempre mezclando antidepresivos,
ansiolíticos, pastillas para dormir y cuánta cosa más con drogas; y drogas
fuertes, no vaya usté a creer: ácidos y coca, era fanática de esas fiestas rave
allá en Colombia. Se veía venir además, ¿a poco no? Con todo el show de este
hombre, un tipo brillante, ¿no le parece? Ella se obsesionó un poquito la
verdad. Lo iba siguiendo a todas partes como alma en pena, a bit pathetic if
you ask me, siempre se aparecía donde él estaba, sin ser invitada, llorosa y
queriéndole hacer un drama por lo que fuera. No había nada demasiado serio
entre ellos además, it was just a fling. El tipo naturalmente terminó por
cansarse de las escenitas y ella que ya andaba desequilibrada pues… it is what
it is. En fin, such a shame, lo del accidente. Era tan guapa. Y además dicen
que no era tonta.
—Del nabo, Emma, me siento del nabo. ¿Entiendes, carajo? No me mires
con esa cara de mustia. No me des el pésame como si la cosa no fuera
contigo.
Feels like suputamadre.
Está gritando, ahora sí. Desgañitándose, armando un pinche escándalo,
ahora sí. Ahora que ya es tarde, grita. Emma no entiende español pero en su
expresión desencajada ve Lucía que sí capta, al menos, el tono. A su
alrededor varias cabezas bilingües giran como si no giraran, escuchan como si
no escucharan, aguzan los oídos para poder más tarde, al calor del segundo
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vino, regodearse en el chisme y la anécdota del día: «Se puso buena la
presentación del libro, quién iba a decir». Piensan, a lo mejor, «otra loca».
Piensan —¿por qué no?— era su amiga y quiere culpar a quien sea. Piensan,
quizá los más perspicaces, fue su amante o incluso «le traía ganas». Y luego
se encogen de hombros, giran de vuelta y brindan con él, que también la
escuchó. Tomada del hombro del Profesor, la mujer de pelo cano mira a Lucía
con extrañeza. El Profesor también. No, no la mira: la estudia. Sus miradas,
por fin, se cruzan. Y en los iris enardecidos de ese hombre que su ¿amiga?
adoraba ve Lucía a Juliana ahogándose en su propio vómito después de un
atracón de barbitúricos —La vida te di, y dejas que yo me muera—, y ve
también a Álvaro, y escucha «cállate el hocico» en sus labios apretados y su
mandíbula contraída, y sale por fin corriendo, choca entre la gente que se
queja oh my god so rude mientras sube saltando escalones por las escaleras
del sótano y tropieza y vuelve a levantarse, no se detiene hasta alcanzar la
puerta, y una vez ahí da un brinco hacia la calle congelada y avanza con
grandes zancadas sobre la banqueta resbalosa, vuela bajo el aguanieve sin
pensar en el hielo negro so fucking dangerous o en la bufanda que resbala y
cae sobre la plasta blanca y pisoteada para dejar libres el cuello y las mejillas
encendidas, libres o a merced de las mordidas del viento feels like hell corre
Lucía para alejarse lo más posible de ese lugar de mierda, de esos ojos de
mierda, de esa gente de mierda que se queda en el sótano y se sirve otro vino
y levanta su vaso de plástico y sonríe para la foto de Instagram
#bookpresentation #PhDlife #gradschool y se encoge de hombros y bate
furiosamente una palma contra la otra para aplaudirle, feliz de la vida, a quien
sea que presente su libro un viernes por la noche.
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Good to have you back.
Pero la cosa es que no estoy de regreso, doctora Mallimson. O sí, pero no
completamente, no toda yo: hay tantísimo que se perdió en el fuego. Dejé la
foto de Dalia en la caja de zapatos, donde estaba guardada, con todas las
demás. Se quemaron conmigo, con esas partes de mí que ya no regresaron, no
rescaté ninguna. Mejor dicho: las dejé que se quemaran, las vi ahí encendidas
y no se me dio mi regalada gana rescatarlas. No me traje ningún recuerdo
físico de esa infancia deforme. Porque yo era feliz a veces (y Dalia a veces
era feliz también, con los ojitos iluminados viendo el portarretratos) y no sé
qué hacer con esa felicidad distante. Eso es lo que pasa: no sé cómo conciliar
esos recuerdos alegres, good memories como usted les dice, con los otros
recuerdos —los que queman— ni a toda esa gente que era en realidad dos
gentes, o tres, o cuatro: la Dalia de los bailes, la de los moretones, la del
consomé en su punto, la que me llevaba por una nieve al Roxy, la que
cantaba. Álvaro que no, ya quedamos que nunca fue una perita en dulce, pero
también a veces… eso que le platiqué de las corcholatas y el Carlos V, o los
cangrejos ermitaños, o los juegos de Reino Aventura. El abuelo inmóvil y el
abuelo estruendo, la abuelita Isabel a veces guisos y cuentos y a veces puro
miedo. Malena haciendo shhhhh Dalia no digas nada shhh Dalia es tu marido
shhh Dalia los trapos sucios se lavan en la casa o shhh Lucía es tu papá shhhh
Lucía si no quién lo cuida shhh Lucía la familia es primero y Malena-madre,
Malena cómo te extraño mijita, Malena ¿no se te antoja un caldito?, Malena
sin mirarme a los ojos en el aeropuerto, Malena pétrea e irreconocible al final,
Malena «si te vas mejor ya no regreses».
…
Bueno, eso es cierto. Para qué quiero evidencias o papeles, si lo tengo
todo marcado (a fuego) en el cerebro.
…
No, qué ave fénix ni qué ocho cuartos. Acá no hay renacimiento, no estoy
resurgiendo de entre las cenizas. Estoy apenas viva, pero me faltan piezas.
Salí arrastrando la única parte de mí que quedaba y todavía me duelen las
palmas llenas de llagas, traigo las quemaduras recientes, en todo el cuerpo,
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¿quiere verlas, doctora? Pero salí. No me quedé a ver de a cómo nos tocaba,
no me esperé a ver cuándo y quién soltaba esta vez el primer madrazo. No
tuve los tamaños. O sí.
…
No alcancé a despedirme. No alcancé a decirle cómo la quería (no cuánto,
sino cómo). No alcancé a dedicarle esa de y cuando al fin comprendas que el
amor bonito lo tenías conmigo. No alcancé tampoco a decirle que era una
cabrona, que así no se trata a una amiga. Que si no quería conmigo estaba
bueno, pero dizque éramos íntimas y a la hora de la hora me dejó tirada. Pero
no es su culpa. Ni mía, yo sé que mía tampoco, doctora Mallimson. No
alcancé a salvarla porque él la había matado mucho antes. Se encargó de que
estuviera sola y, cuando la tuvo acorralada, apretó el hilo rojo hasta reventarle
la cintura. Hasta que Juliana explotó en un chingamadral de pedazos que al
pinche pendejo del Profesor ni siquiera le salpicaron y a mí me van a hacer
falta toda la vida. Cuántas luces dejaste encendidas. Yo no sé cómo voy a
apagarlas.
…
Tampoco de Dalia me despedí nunca. Se fue así, de sopetón, y yo me
quedé muda por días o tal vez meses, con el candadito de mierda soldado en
los labios. La pienso de tierra y roca ígnea, de cenizas volcánicas, la pienso
cubierta de nieve. Dalia como el Izta, la mujer dormida, el volcán apagado.
Petrificada en el tiempo, junto a su guerrero tlaxcalteca, el pinche Popo que la
vela o la vigila (según se mire); duerme Dalia en mis recuerdos junto a su
volcán activo (altivo) que se le tumba a un ladito y la contempla, y escupe
fumarolas y andesitas si alguien osa siquiera aproximarse a su memoria.
Eduardo Palomo, el actor que hacía de Juan del Diablo, se murió de risa —
infarto fulminante— y mi mamá se murió de amor, o le estalló una vena en el
cerebro, ¿no le conté la historia? ¿Sí, verdad? Igual no importa. Morirse es lo
de menos.
…
¿Qué sé yo ahora qué sigue? Lo que siga. Nada se resuelve, estas cosas se
arrastran nomás. De todos modos allá no puedo regresar, le digo que quedó
todo quemado. Malena me lo dijo clarito, que esto no se hacía, que no es lo
que Dalia hubiera querido. Que ella no me había criado para que le diera la
espalda a mi familia. Me valió madres lo que Dalia hubiera querido, y lo que
Malena quería, y con eso ardí yo y ardió mi vida de antes, completa. Todo
quemado. Menos él, claro. Ellos siempre se salvan del fuego, de todos los
fuegos. Ahí quedó entonces, hecho una pena, maltrecho y emputado en su
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silla (que ahora, para colmo, trae una rueda chueca) pero con la fiera intacta.
Cualquier día la saca, y deja tiesa de un zarpazo a la mujer que tenga delante,
a la que haya caído en la trampa que es cuidarlo, o quererlo, o pensar —
hágame el favor la pendejada— que se parece a Vicente Fernández.
No nos dijimos nada. Metí mis cosas en la maleta, retorciendo la ropa en
los mismos rollitos que cuando vine, como si de veras hubiera estado en
México solo diez días. Le pagué a Vero el mes y una liquidación. Salí del
departamento temprano, de puntitas, sin hacer ruido. Mejor así, mejor no
sentir los ojos de Álvaro fulminándome la espalda mientras arrastraba la
maleta por el piso alfombrado y cerraba la puerta con doble llave. Un
candadito le vamos a poner.
Voy a llevarlo siempre, no crea, como una cicatriz queloide. Mi padre es
un gusano venenoso que me recorre el espinazo desde la nuca, que está
atrapado dentro de mi piel y se retuerce de tanto en tanto: cuando un tipo en el
pasillo de un supermercado le levanta la voz a su novia, por ejemplo; o cada
vez que algún desaprensivo tiene la ocurrencia de abordarme por la calle you
look like you give good blow jobs o simplemente hi there porque sí, porque
puede. Y si después de alguno de esos encuentros siento que voy a
implosionar de ira, entonces el gusano se contorsiona enloquecido para
recordarme que también llevo algo suyo en mis humores, que cuando sueño
que abro la boca para escupir veneno pero el grito no sale y despierto
empapada en sudor no es sino su legado contenido, oculto a presión en algún
lugar aterrado de mi inconsciente. Miedo a mí misma, eso me deja Álvaro en
herencia. Pero si usted pregunta, a quien le pregunte, la mala de este cuento
voy a ser yo. La malagradecida, la descastada, la peor de las ingratas. La que
dejó a su papito inválido trepado a la silla y se regresó al gabacho valiéndole
madres y dejándole el problema a quien sea que lo compre. La hija de puta
(para Dalia, de paso, el insulto). Pero… ¿a mí qué? También la culpa que he
arrastrado desde siempre quedó pulverizada en el incendio. O sea que sí, está
bueno, vamos a decir que sí. Que aquí estoy de regreso. O lo que queda de mí
que, ¿sabe qué, doctora Mallimson? Ahora que lo pienso, tampoco es poco.
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12. Lleva en su pecho una herida
Alma es un bálsamo que no pregunta nada, que respeta los silencios, que
escucha a Lucía cuando ella tiene ganas de hablar pero no insiste si nota que
prefiere quedarse callada. Algunas noches, sobre todo si el frío aprieta, si —
como ahora— es abril y la nieve sigue terca, Lucía y Alma abren una botella
de vino, o dos, y brindan por ellas y la ciudad que espera afuera, helada.
Escuchan canciones de cuando eran chicas, canciones que comparten y que
las transportan a otra vida. Se descosen de risa alterando las letras tú y yo
somos de Temixco uo uo, se emborrachan y bailan descalzas desafiando a las
plagas (han vuelto, o nunca se fueron, los ratones) y al día siguiente —lentes
oscuros, chongos desbaratados, botas de esquimal— caminan hasta el
Mercadito y piden clamatos y esquites y chilaquiles y les entra la simpleza
otra vez y se ríen hasta que los de la mesa de junto las ven feo y los meseros
les preguntan, divertidos, si son hermanas, asegurándoles que se parecen.
Ellas responden con una carcajada idéntica que sí, que son, y —Lucía se da
cuenta— cada día es un poquito más cierto. Después dan una vuelta por
Tompkins Square o se meten al cine a ver cualquier cosa y pasar el mal del
puerco juntas en frente de una pantalla porque, total, es domingo. Alma
contagia su paz, le asegura a Lucía que cada quién tiene sus tiempos, que no
se agobie, que haga tranquilamente de su culo un papalote. Sobre todo, Alma
nunca hace eco de la pregunta que la doctora Mallimson lanza de vez en
cuando hacia el sillón café del consultorio al que Lucía va cada semana, como
una autómata, a encogerse de hombros cada vez que la psicóloga la acribilla
have you given more thought to going back to school? Lucía vuelve a casa
rumiando la pregunta, considerando la respuesta, preguntándose cuánto
tiempo más puede estirar el dinero y seguir viviendo de las traducciones que
consigue, de vez en cuando, por aquí y por allá. Cuando entra al
departamento, mientras se saca los zapatos en el pasillo estrechísimo de la
entrada, Alma la recibe con un «¿Cómo te fue, Lu?» suavecito y más tarde
preparan juntas algo de cenar y Lucía se siente en paz y siente, también, que
aquí, de regreso en la calle 13 después de meses de habitar un paréntesis, vino
a encontrar un cachito de algo que creía que había perdido.
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También —poquito a poco— Lucía ha retomado sus paseos por la ciudad,
aunque nunca se aleja demasiado del Village. A veces Alma la acompaña y
van por un plato de ramen, o se acercan a la universidad y le tiran unos
quarters al hombre de hojalata que hace el mismo performance todas las
tardes delante de la fuente del parque. Cada vez que lo ve, Lucía se angustia:
el tipo tiene los poros completamente cubiertos con pintura plateada, y ella
imagina una sensación de asfixia dentro de la propia piel, una sensación que a
veces todavía —cuando piensa en Álvaro o en Juliana— comparte. Un turista,
un dólar, y el hombre de hojalata cobra vida, el aro metálico que sostiene
entre las manos gira y luego vuelve a detenerse. Visto y no visto. Es bueno,
piensa Lucía al mirarlo, casi no se nota que respira.
Si Alma no puede acompañarla, Lucía va sola a ver al artista pero, en
lugar de lanzarle unas monedas así de pasadita (como quien no quiere la
cosa), se le sienta muy cerca, justo en frente de la fuente, y pasa un buen rato
contemplándolo. Media hora, una hora, más turistas y más dólares, cada vez
un movimiento distinto. Lucía siente a ratos que el repertorio de posturas del
teatrero es infinito. Cuando hay muchos niños, Lucía sufre por el hombre de
hojalata. Los chamacos se le acercan en manada, con las manos rebosantes de
moneditas. Un niño, un penny, el tipo se mueve a la derecha y levanta un pie.
El mismo niño pero cargado con otro penny, el tipo gira hacia la izquierda y
hace una cabriola. Van a volverlo loco, piensa a veces Lucía.
Hoy se levanta con ganas de parque, pero de un parque más grande.
Quiere árboles y ardillas y estatuas, quiere perderse lejos del campus que le
sigue dando un poco de urticaria, quiere dejar de sentarse a ver cuántos
movimientos es capaz de inventar el actor de la piel taponada de plata.
Sale del departamento, camina dos cuadras y al doblar la esquina la recibe
la boca del metro. Lucía está inquieta, camina deprisa, da saltitos cortos sobre
los escalones y se para en el andén demasiado cerca de la línea amarilla. Mira
impaciente hacia el túnel, mordiéndose las uñas, en espera de la luz y el
estruendo inconfundibles que anuncian que ya viene, que el tren se acerca,
aunque el monitor eléctrico que pende del techo le confirme que no sirve de
nada clavarle los ojos al pasillo subterráneo, que igual faltan seis minutos para
que se aparezca el vagón, para que se abran las puertas, para que por el
altavoz se escuche Stand clear of the closing doors y las puertas se cierren y
la desplacen sobre los rieles una estación Stand clear of the closing doors y
otra también Stand clear of the closing doors y así hasta la calle 59.
Se baja del vagón un poco atolondrada, sube corriendo las escaleras y
aprieta el paso, cruza el semáforo frente a la estatua enorme de Cristóbal
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Colón y casi trota para llegar a la entrada del parque. Entonces se detiene y
respira profundo, deja que la humedad le invada la nariz y camina por fin a
otro ritmo. Sola, sin tu cariño voy caminando, voy caminando y no sé qué
hacer. Empieza el ejercicio de dejar que una pierna siga a la otra, que cada
bocanada de aire guíe su siguiente movimiento (como las monedas del
hombre de hojalata), que las bicicletas de los turistas le indiquen los senderos
a evitar. Avanza pisoteando las hojas húmedas, deteniéndose a ratos para
pasar la mano despacio sobre las bancas de madera del parque.
Sus ojos se detienen sobre la frase que decora uno de los respaldares:
«This is a place to dream things that never were». Por diez mil dólares se
puede adoptar una banca, Lucía gugleó el precio una vez. Según asegura en su
página web la fundación dedicada a la noble causa de apadrinar asientos de
madera, la módica cantidad permite escribir en una placa de metal lo que el
corazón del pagador mande. El parque está sembrado de plaquitas metálicas
con propuestas de matrimonio, epitafios, las fechas de defunción de varios
gatos, versos y dedicatorias, chistes internos casi siempre incomprensibles
para el paseante. Los fondos recaudados con la adopción de las bancas, o eso
fue al menos lo que le platicaron a Lucía una vez que preguntó por las
inscripciones, sirven para mantener el parque y quién sabe cuántas cosas más.
Lucía fantasea con adoptar un respaldo, con tener diez mil dólares para
reventarlos así como así en una leyenda sobre la madera, en un homenaje que,
cada tanto, se humedezca con la lluvia y la nieve. Se detiene frente a una
banca descolorida y clava la mirada en la placa, sube el volumen del Spotify y
se ajusta bien los audífonos sobre los oídos. Ahora solo están ella, y la banca,
y la voz de José Alfredo.
La placa de Dalia sería cortita, pero rimada: «Llévame contigo, aunque
tenga que sentir dolor. Si en tu tumba yo quiero que diga, esta niña se murió
de amor». A Dalia le gustaría, a huevo que le gustaría, aunque haya sido
necesario cambiar un poquito la letra. Lucía sonríe: la cara que pondrían los
gringos si de veras vieran su bendito parque invadido con letras de rancheras.
La placa de Juliana tiene que pensarla más tiempo. Lucía se deja caer en la
banca y hace el esfuerzo de acordarse de la risa de su amiga, de su voz
cantarina. Nada. José Alfredo la apremia, entonándole al oído esa de Lleva en
su pecho una herida, va con su alma destrozada. Quisiera perder la vida. Y
reunirse con su amada. Mentira, se levanta Lucía de pronto, azuzada por la
música. La herida la llevo, cómo no. Pero me vas a perdonar, José Alfredo: de
perder la vida, la mera verdad, ya estuvo bueno. Se pone de pie y se sacude el
pantalón manchado de tierra. Tu placa te la debo, costeña de mi vida.
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Lucía cambia la canción y se aleja despacio. Atrás queda, con su placa
imaginaria, la banca huérfana.
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MAYTE LÓPEZ (Nueva York, 1983) es una escritora y traductora mexicana.
Estudió un máster en escritura creativa en la Universidad de Nueva York
(NYU) y está terminando un doctorado en culturas latinoamericanas en la
Universidad de la Ciudad de Nueva York (CUNY). Sus cuentos y crónicas
han aparecido en Letras Libres, Temporales, Los Bárbaros y ViceVersa,
donde escribe la columna «Tacones sobre hielo». Actualmente participa en el
programa pen/Faulkner Writers in Schools y es profesora en Lehman College
(Bronx, NY). Ha publicado las novelas De la Catrina y la flaca (2016) y
Sensación térmica (Libros del Asteroide, 2021).
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