Antropologã - A Libro de Clase-99-117
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FUNDAMENTOS DE ANTROPOLOGÍA
2. Este proceso, y sus dimensiones culturales, está bien resumido en P. HAZARD, El pensamiento
europeo en el siglo XVIII, Guadarrama, Madrid, 1991, 34-48.
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ción de errores. Según él, un investigador no debe justificar sus nuevas teorías,
sino que está obligado a ser crítico con ellas y a buscar su refutación. Saber que
algo es falso es un avance en el conocimiento, pues se ha evitado una apariencia.
Cuantos más ataques supere, más verdadera será, aunque nunca estaremos segu-
ros de la verdad de nada. La propuesta es más bien negativa, crítica. Parece decir:
«antes de que otros ataquen tus hipótesis, atácalas tú mismo» 3. A fin de cuentas,
la falsedad es posible, mientras que la verdad se acaba convirtiendo en una bús-
queda sin término.
Sin embargo, las teorías científicas tienen cierta validez, pues permiten
alcanzar una explicación de algunos aspectos de la realidad. De un modo positi-
vo, esto quiere decir que la realidad es mucho más rica que el modelo científico
que nos ayuda a conocerla y por eso dicho modelo es modificable. A la hora de
elegir entre dos modelos científicos, debemos elegir el que tenga mayor poder de
explicación de lo observado, mayor poder de predecir las consecuencias que se
seguirán del fenómeno descrito, y mayor capacidad de converger con otras teorí-
as independientes de él 4.
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FUNDAMENTOS DE ANTROPOLOGÍA
inseguridad ante todo conocimiento, toda argumentación, ante todo aquello que
por su propia naturaleza no es susceptible de un tratamiento científico-experi-
mental; ante lo que de suyo no es verificable midiéndolo o pesándolo» 7.
La ciencia, como conocimiento riguroso, atado a lo empírico, a lo que es
experimentable, puede propiciar el desprecio de otros modos de conocimiento,
que serían considerados «poco serios». Este exceso y unilateralidad en la valora-
ción de la ciencia, fruto en muchos casos de su propia especialización, puede lle-
gar a conformar una actitud explícita que defienda y trate de reducir todo el cono-
cimiento humano a los proporcionados por ella. Eso es el «cientifismo».
El primer despreciado por el cientifismo es el conocimiento espontáneo, la
experiencia precientífica, propia de la vida cotidiana. Tal vez no se dan cuenta de
que sin este conocimiento espontáneo de la situación en la que uno ya se encuen-
tra no se puede vivir ni actuar. La experiencia científica se basa en la experiencia
precientífica. Y es que no todo es ciencia y razón, sino vida y tiempo: «La dife-
rencia fundamental entre ambos niveles es que en la ciencia se buscan conscien-
temente los errores de los modelos científicos. En la experiencia precientífica los
errores aparecen solos, se nos muestran sin que los busquemos» 8. La vida no es
una máquina lógica, que funcione con exactitud milimétrica, sino que en el orden
hay un lugar para el desorden e, incluso, a menudo parece que es este último quien
impera.
Cualquier científico es un hombre que tiene una vida real y concreta, y ade-
más una determinada visión del mundo, unos valores que persigue y que toma
como criterio de sus decisiones libres: la ciencia no es aséptica. Un científico, si
está colaborando en un proyecto nuclear para desarrollar armas de destrucción
masiva, no puede justificarse simplemente diciendo que él se limita a hacer for-
mulaciones de física. Tan es así la influencia de la vida de los propios científicos,
que la creatividad de los genios es un factor de primera magnitud en el avance
científico y en el diseño de nuevas teorías generales que cambian lo tenido hasta
entonces por inamovible (Newton, Einstein, etc.).
Ni siquiera en la ciencia todas las motivaciones son científicas. Así se pone
de relieve la importancia del conocimiento que se pregunta por el sentido de las
cosas y busca la visión global. Preguntas como «¿qué puedo conocer?, ¿qué debo
hacer?, ¿qué me cabe esperar?» no pueden ser respondidas por la ciencia positi-
va; están más allá de la ciencia, por ellas hay que arbitrar otros modos de saber.
La conducta humana no admite un tratamiento puramente científico pues la
persona escapa a sus métodos. Por un lado, la ciencia versa sobre lo general y lo
abstracto. En cambio, lo propio de la persona es lo singular y su intimidad. Las
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13. La exposición que sigue se inspira en la visión clásica del conocimiento práctico, de la que se
puede encontrar una síntesis en los libros VI y VII de la Ética a Nicómaco. La visión aristotélica del cono-
cimiento práctico ha sido reivindicada a partir de 1960 por un gran número de autores, entre los cuales
están algunos de los hasta aquí más citados: R. Spaemann y L. Polo. A ellos se podría añadir L. Strauss,
A. MacIntyre, etc.
14. L. POLO, Ética, cit., 213 y ss.
15. «El fin es el principio en las acciones humanas», «es verdad la afirmación de que todo lo que
hace el hombre lo hace por un fin», TOMÁS DE AQUINO, Suma Teológica, I-II, q. 1, a. 1.
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acerca de cómo realizar la acción, es decir, de qué medios se dispone para conse-
guir lo querido, qué circunstancias concurren, etc. Aquí se incluye todo lo que
designan términos como consejo, asesoramiento, consultoría, análisis de situacio-
nes, etc. Esta fase de la acción puede tener gran complejidad cuando no se cono-
cen las circunstancias 16.
La prudencia es la virtud que permite llevar a cabo con acierto esta delibera-
ción. Ser prudente es acertar sobre lo que conviene hacer y sobre el modo de
hacerlo. Esta virtud ayuda a captar rectamente qué es en general bueno para el
hombre, qué es lo natural y lo conveniente para él. Además, sirve para captar si
una acción concreta favorece o perjudica a ese hombre concreto y, por último, por
medio de ella podemos valorar las circunstancias que favorecen o dificultan la
acción para modificar el plan que tengamos, para la consecución del fin que se nos
aparece como bueno. Un ejemplo puede ilustrar: quiero estudiar una carrera uni-
versitaria porque me gustaría tener cargos de dirección de empresas en el futuro;
eso me exige un buen expediente y adquirir unos hábitos de trabajo serios; se me
presenta la oportunidad de realizar un viaje turístico poco antes de exámenes; con-
siderando que eso es un fin placentero pero que entra en contradicción con el fin
dominante en este momento de mi vida, decido quedarme a estudiar.
3. La decisión. Es el último paso que hemos señalado en el ejemplo anterior.
Una vez hecha la deliberación acerca de los medios, se elige uno de ellos, se toma
la decisión: me quedo y consigo medios para poder cumplir en el futuro el fin que
me he propuesto o, por el contrario, me voy de viaje, disfruto una semana, y luego
decido aspirar a menos o esperar un milagro académico.
4. La ejecución viene después de la decisión. Mantener la decisión tomada
y ponerla en práctica hasta el final, es algo que cuesta mucho más que decidirse.
La ejecución de las decisiones tiene que ver también con las virtudes morales: la
fortaleza, la constancia, etc.
5. Los resultados. Después de realizar lo decidido, se comprueba que los
resultados casi nunca son exactamente los esperados. Las cosas no suelen salir
como uno había pensado, los fines pueden no alcanzarse, los medios pueden resul-
tar inadecuados, la decisión errónea, etc. Una de las características más claras de
la acción humana es la diferencia entre las expectativas y los resultados. El cono-
cimiento práctico se diferencia del teórico en que tiene que prestar atención a las
contingencias, que pueden echar por tierra los planes teóricamente más perfectos,
y debe tener en cuenta la debilidad humana. La realidad es rebelde a la mejor teo-
ría. Es imprevisible, mudable, aleatoria. La razón práctica tiene que ser conscien-
te de sus límites, modesta, tiene que saber que puede fallar 17. Lo finito es imper-
fecto, y sólo llega a ser perfecto a base de rectificarlo.
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En todas las fases de la acción intervienen unos criterios previos que uno
tiene ya formados antes de actuar, y de los que parte para elegir el fin, escoger
unos u otros medios, etc. Los llamaremos valores. Se caracterizan porque valen
por sí mismos: lo demás vale por referencia a ellos. Son aquello que nos dice lo
que cada cosa significa para nosotros. Por ejemplo, un cordero asado se puede
valorar de varios modos. Un amante de la buena mesa buscará si está bien coci-
nado, si sabe bien, etc. Aquel a quien le preocupa la salud mirará el grado de
colesterol que tiene y las calorías, y quizá se conforme con una ensalada, etc.
Todos actuamos contando ya según unos valores determinados que pueden ser
muy variados.
— la utilidad, que busca ante todo que las cosas funcionen;
— la belleza, que quiere que las cosas estén adornadas, en su sitio, que sean
armónicas, que sean perfectas;
— el poder: tener autoridad y dominio sobre territorios, seres naturales,
cosas y personas;
— el dinero: el que siempre se pregunta ¿cuánto puedo ganar con esa acción,
con ese trabajo, con ese esfuerzo? sólo se mueve cuando hay dinero por
medio;
— la familia: mi hogar y mi gente, los míos son los valores en torno a los
cuales se construyen muchas vidas humanas;
18. F. INCIARTE, El reto del positivismo lógico, Rialp, Madrid, 1973, 183.
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19. Cfr. D. INNERARITY, «La nueva tarea del héroe», en id., Libertad como pasión, EUNSA,
Pamplona, 1992, 29.
20. D. INNERARITY, «La nueva tarea del héroe», cit., 41.
21. Un caso arquetípico es el del Ulises: la versión de Homero es puro contraste con la de Joyce.
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día los modelos se han diversificado: deportistas, «famosos» del mundo del espec-
táculo, de la moda, de la política, de la gran empresa, etc. Sin embargo, al cabo
los modelos más influyentes en el hombre no debieran ser esos triunfadores, sino
ejemplos más cercanos a la vida cotidiana, que penetran en la intimidad, porque
encarnan valores más profundos. Los modelos familiares 22, los maestros, los ami-
gos y aquellas personas a quienes llegamos a admirar a través de una relación esta-
ble (familiar, profesional, etc.), son los que tienen real posibilidad de construir
desde su ejemplo, de edificar nuevas vidas. La responsabilidad de la conducta de
esos hombres es, por eso, muy grande.
Los hombres que se constituyen en modelos lo hacen por medio de su histo-
ria, de la narración de su existencia y sus hazañas. Contar historias tiene una
influencia práctica mayor que los discursos teóricos en la configuración de los
tipos de conducta de los pueblos 23. La transmisión oral (el cuento narrado por la
madre a los hijos antes de que les envuelva el sueño), la novela, la épica, el drama,
el cine, etc., son vehículos para la transmisión de esos modelos. Por eso el arte
narrativo tiene una enorme influencia en la vida humana, pues genera conductas
(el niño quiere ser guerrero, el empresario triunfador despierta ilusiones en los
estudiantes de empresa, el gesto desinteresado de una mujer buena mueve a la
atención mundial hacia las carencias del llamado Tercer Mundo).
Todos los pueblos, desde los más remotos orígenes de la humanidad, han
sido educados mediante narraciones (mitos, sagas, leyendas...). En nuestros días,
los grandes narradores son el cine, la televisión, la publicidad. Muchas veces dibu-
jan un mundo idealizado y tratan de inducir al consumidor a repetir el modelo que
ofrece, haciendo que la reacción mimética (de imitación) se provoque sobre todo
a través de la imagen 24.
Por qué imitar unos modelos y no otros tiene que ver con la educación y la
libertad. La pregunta por los valores es la pregunta por los modelos: «dime con
quien andas y te diré quién eres», es decir, «dime qué modelo has elegido, quizá
sin darte del todo cuenta, y te diré qué valores aspiras a encarnar». Insistimos: tener
modelos no es ni bueno ni malo, es algo «simplemente humano». La cuestión está
en que uno puede acertar o equivocarse en ellos. Aquí radica la importancia de las
modas: ¿por qué elegir un modelo de diversión, de conducta o de vestido sólo por
el hecho de que todos lo hacen? ¿Cuál debe ser mi grado de independencia? ¿El
que todos imiten el mismo modelo convierte a éste en acertado? La personalidad
22. A. POLAINO-LORENTE, «La ausencia del padre y los hijos apátridas en la sociedad actual», en
Revista Española de Pedagogía, 196, 1993, 453-458.
23. Sobre la importancia de los saberes narrativos, H. ARENDT, La condición humana, cit., 208-
209.
24. Cfr. R. YEPES STORK, Entender el mundo de hoy, cit., 21-31.
25. La masificación ha sido uno de los temas favoritos del análisis antropológico del siglo XX: cfr.
J. ORTEGA y GASSET, La rebelión de las masas, Espasa-Calpe, Madrid, 1991.
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madura elige por convicción, no sólo por moda. Quien sólo elige los modelos que
triunfan se acerca a la masificación 25 y a dejar que otros decidan por él. La educa-
ción, en buena parte, consiste en trasmitir modelos y valores que guíen el conoci-
miento práctico y la acción, es decir, que permitan que cada uno sea el guía de sí
mismo, desde la verdad del hombre. Claro que, entonces, se nos abre necesaria-
mente la pregunta acerca de la posibilidad de que el hombre conozca —o no— algo
verdaderamente y, más en concreto, la verdad acerca de sí mismo. Desde aquí se
abriría una amplia consideración sobre cómo educar 26.
26. V. GARCÍA HOZ, «La práctica de la educación personalizada», en Tratado de educación perso-
nalizada, Rialp, Madrid, 1991, vol. 6.
27. La ampliación y precisión de estas nociones en A. LLANO, Gnoseología, cit., 25-35.
28. A. MILLÁN-PUELLES, Fundamentos de filosofía, Rialp, Madrid, 1976, 459. Cfr. TOMÁS DE
AQUINO, La verdad, selección de textos, introducción, traducción y notas de J. García López, Col.
Cuadernos de Anuario Filosófico 19, Universidad de Navarra, Pamplona, 1995.
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29. Se amplía este planteamiento en R. YEPES STORK, Entender el mundo de hoy, cit., 53-68.
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30. Para un mayor desarrollo de estas ideas, cfr. R. YEPES STORK, «La persona como fuente de
autenticidad», Acta Philosophica, vol. 6, fasc. 1, 1997, pp. 83-100.
31. H. KUHN, Wesen und Wirken des Kunstwerks, Munich, 1960, 12.
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uno pueda mostrar unas ideas radicales acerca de la sociedad, y al mismo tiempo
vivir con el lujo y la tranquilidad de un burgués.
En la actualidad, la autenticidad, la influencia de las convicciones en la con-
ducta práctica, han dejado de ser éticamente exigibles. Esto quiere decir que el
encuentro con la verdad es débil, que no llega a inspirar la conducta. La autenti-
cidad o coherencia es la armonía entre la verdad teórica que uno tiene por cierta
y la verdad práctica que se refleja en la propia conducta. Si la verdad teórica y la
práctica no tienen nada que ver, ambas se vuelven triviales y no hay modo de
lograr una inspiración seria. Cuanto aquí se ha dicho sobre el encuentro con la ver-
dad apunta a reforzar la idea de que la verdad encontrada es auténticamente pose-
ída cuando la conducta es coherente con ella. En caso contrario, esa verdad se
vuelve trivial, y no tiene interés alguno más allá de la curiosidad, más allá del
deseo de apariencia de sabiduría que suele rodear a los pedantes o a los frívolos.
La verdad se convierte así en algo susceptible de ser sustituido por otra cosa más
útil. Si la verdad como admiración no impera, lo que queda es un terreno abona-
do para la dictadura de la conveniencia y de la fuerza.
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sino sólo apariencia de verdad. Así, se afirma que lo que para unos hombres es
un valor, para otros es un contravalor; por tanto no hay valores universales, comu-
nes para todos, ni tampoco verdades universales. Es como si cada uno tuviera,
desde sí mismo, que decidir sobre qué cosas van a constituir la verdad para él. Se
parte de una desconfianza radical a las capacidades del propio conocimiento, que
nos engaña, nos representa un mundo que es válido sólo para nosotros. Lo que
resulta de ahí es el escepticismo 33, la postura que afirma que la verdad no está al
alcance del hombre: el hombre no es capaz de verdad, debe conformarse con opi-
niones más o menos plausibles, pues su conocimiento es débil y —quizá— la rea-
lidad que está al alcance de su conocimiento, también.
Pero el escepticismo total es muy difícil de mantener, no puede ser riguroso.
¿Por qué? Porque el escéptico actúa contando ya con la verdad, pues al decir esa
doctrina la dice convencido de que los demás entienden lo que él dice, de que
tiene alguna razón al decirlo, de que no es lo mismo decirlo que no decirlo, o de
que quiere abrir los ojos a los que creen que hay alguna verdad para que conoz-
can «la verdad de que no hay verdad alguna». A la hora de actuar uno tiene pre-
ferencias, da por supuesto cosas, funciona contando ya con ciertas certezas 34. Por
eso lo más ordinario es que el escepticismo adopte formas mitigadas 35. La más
corriente es aquella que afirma que la verdad es una realidad estrictamente relati-
va a cada hombre y a cada época. Para el relativista todo son «verdades peque-
ñas», provisionales, en medio de un mar de dudas y de ignorancia.
En cambio, nosotros sostenemos que el hombre puede conocer las cosas tal
y como realmente son, y penetrar cada vez más en el conocimiento de lo real. El
conocimiento espontáneo nos dice esto; la misma presencia de la duda nos habla
de la experiencia del engaño y, por lo tanto, de la verdad; la realidad de un len-
guaje consistente, en el que no es lo mismo decir «perro» que «caballo» que man-
tener la boca cerrada, también nos habla de la fijeza del lenguaje, de nuestro cono-
cer y de las cosas que nombramos al hablar. No hay que tener miedo a la verdad.
A menudo, muchas formas de escepticismo son más bien prejuicios contra verda-
des determinadas, que no se está dispuesto a admitir de ninguna manera.
De todos modos, la objeción más persuasiva contra la verdad es la que esta-
blece el relativismo de los valores: cada quien tiene que tener por bien lo que con-
sidera que es bueno para él, sin tener que someterse a unos criterios subjetivos
que, a fin de cuentas, serían extraños a las capacidades de su propia libertad. Los
33. Ya en la Antigüedad clásica el escepticismo adquirió una notable madurez intelectual. Pirrón,
fundador de esta escuela, lo expresó así: «todo me da lo mismo, porque todo es igual». Cfr. J. CHEVALIER,
Historia del pensamiento, cit., vol. I, 439-445.
34. Aristóteles, hacia el año 330 a. de C., ya hizo una crítica consistente al escepticismo, recogida
en su Metafísica, 1065b 20 y ss.
35. Sobre las clases de escepticismo, defensores y críticos, cfr. A. LLANO, Gnoseología, cit., 71-
91.
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36. Cfr. J. PIEPER, «Prudencia», en Las virtudes fundamentales, Rialp, Madrid, 1990, pp. 33-82.
37. Cfr. TOMÁS DE AQUINO, Suma Teológica, I-II, q. 94, a. 2; F. CARPINTERO, Una introducción a
la ciencia jurídica, cit., 311-321.
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damental, que da lugar a una enorme cantidad de situaciones que tienen que ver
con la ética. ¿Cómo lograr esa aceptación? Por medio del respeto hacia ella. La
verdad ha de ser hospitalariamente recibida en la vida humana. Su presencia
ennoblece al hombre. Su ausencia, la mentira y la falsedad, lo envilece. Verdad
significa riqueza, precisamente porque hace a la persona poseedora de aquellas
realidades cuya verdad acepta y reconoce.
La aceptación de la verdad tiene cuatro momentos sucesivos. El primero de
ellos es adquirir la disposición de aprender, que exige ante todo tomar conciencia
de que uno no sabe. Esto es lo que Sócrates hacía con él mismo y con los demás 38.
Esta disposición nos hace ser abiertos a las verdades nuevas con que podamos
toparnos. El más ignorante es el que no sabe que lo es, el que cree que sabe. Esta
adquisición puede hacerse por medio de la curiosidad, del asombro o la admira-
ción, o de la perplejidad, que hace entrar en crisis las seguridades del mundo en
que vivimos.
Una vez dispuestos a aprender algo, se requiere cultivar la atención 39,
mediante la observación atenta de la realidad de que en cada caso se trate. La
mayor parte de los errores que cometemos se deben a falta de atención, que equi-
vale en cierto modo a la inconsciencia. Cultivar la atención significa: estar des-
piertos 40, no dormirse, vigilar. Una forma de cultivar la atención es buscar la ver-
dad.
En tercer lugar, respetar la verdad es aceptarla. Hay verdades que nos pue-
den enfadar, especialmente si hacen referencia a nuestros propios fallos. Pero hay
que aprender a aceptar los propios errores. Quien no sabe aceptar la verdad, se
frustra. Se niega a conocerse. Se niega a conocer a las personas que le rodean si
resulta que tampoco está dispuesto a admitir fallos en ellas. No avergonzarse de
la verdad es síntoma de tener una personalidad madura, que no vacila en aceptar-
la, con sus consecuencias, sean favorables o adversas (por ejemplo, aceptar que
uno tiene cáncer). La verdad hay que encararla, enfrentarse con ella. Aceptarla no
implica no hacer nada por superar el error; más bien, sólo si sé dónde he fallado
puedo rectificar.
Una verdad aceptada genera una convicción. Las verdades de las que uno
está convencido pasan a formar parte de uno mismo, quedan «guardadas» en
nuestra intimidad. Las convicciones nacen de la experiencia, de haberse encon-
trado con verdades determinadas.
Sin embargo, la verdad puede ser rechazada por el hombre. Las razones son
varias. Por un lado, puede pasar inadvertida, por falta de disposición de aprender
o por falta de atención. Quien carece de esa disposición pasa su vida sin que surja
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otra cosa o aparente menos de lo que en realidad es. Éste es el riesgo de los perio-
distas, narradores y políticos. O bien, se puede intentar ocultar la verdad median-
te la mentira o la imposición de silencio: echar botes de humo, no dejar hablar a
los que dicen verdades que no queremos oír, castigar a los subordinados que dis-
crepan de la versión «oficial» de la realidad, no dar la palabra, etc. En todos estos
modos de rechazar la verdad hay una ausencia de reconocimiento de lo real. Se
retira la benevolencia hacia las cosas: no quiero saber nada de ellas; me invento
mi propia verdad. Así, el que miente se atribuye falsos poderes creadores.
La actitud ética respecto de la verdad consiste en respetarla, y enfrentarse
con ella, para reconocerla, si bien esa aceptación pueda ser molesta o complicar
la vida. Aunque la verdad traiga problemas, hay que prestarle asentimiento, como
hizo Sócrates. En caso contrario, la convivencia se deteriora, pues se rompe la
confianza. Veritas parit odium, decían los clásicos, la verdad engendra odio. Pero
esto sólo sucede cuando se rechaza, cuando su conocimiento no abre a la correc-
ción. Cuando la verdad se acepta, el hombre se enriquece, y su existencia adquie-
re una dignidad y un brillo inusitados, porque en ella hay más libertad.
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