Bellos Ojos de Lluvia, Patricio Orellana (2020)
Bellos Ojos de Lluvia, Patricio Orellana (2020)
Bellos Ojos de Lluvia, Patricio Orellana (2020)
Patricio Orellana.
1
Encarnación despertó más temprano que de costumbre aquel jueves lluvioso de Marzo. Era
extraño, el otoño acababa posarse solamente hace 3 días en los calendarios de un Santiago que aún
no lograba olvidarse de uno de los veranos más infernales. Pero ese día, aquel día que Encarnación
despertó casi 1 hora antes de lo normal, una tremenda tormenta azotaba los techos de latas de la
población Quinta Bella. Al principió pensó que el sonido, o la música como tanto le gustaba decir,
había sido el motivo de su prematuro despertar, pero luego de un buen rato escuchando esa
melodía del cielo, una fugaz imagen penetró su mente. Sintió pena y quiso detener cualquier tipo
de melancolía. Se levantó bruscamente de su cama (su lecho, como desde hace mucho tiempo la
había bautizado) y corrió a lavarse el rostro. Mientras tocaba el agua con sus manos, nuevamente
esa imagen pasó como un destello fugaz. Era su madre. El agua seguía corriendo por sus manos,
helada como un hielo hirviendo, pero su mente seguía posada en la viva imagen de una mujer
joven, una mujer que por tanto tiempo la cuidó como un pequeño pajarillo indefenso. El sonido de
la lluvia se fundía con el agua de la llave y Encarnación sólo completaba su reflejo cansado en el
gran espejo de su baño. Estaba vieja, estaba sola y un dolor silencioso le hacía sentir ganas de
morir, pero la imagen de su madre aquella mañana la hizo sentir extrañamente intrigada. Sintió un
intenso dolor y con un pequeño grito retiró sus manos del agua que no paraba de salir a chorros.
Como volviendo a despertar cerró la llave, tomo una toalla y se envolvió sus manos blancas, ahora
rojas, para detener aquel ardiente dolor. Rápidamente y como intentando olvidarse de todo, se
volvió a acostar e intentó dormirse de nuevo. En su cama, con los ojos cerrados y la lluvia de fondo,
todo parecía absurdo. Ni dormirse de nuevo, ni poder controlar su mente eran tarea fácil; Cada
noche tomaba alrededor de 7 pastillas, de las cuales a lo menos 3 eran para dormir. Vencida ya, con
la consciencia de un despierto, volvió a abrir sus ojos para contemplar su habitación solitaria. Su
mente viajaba al ritmo de la lluvia que no cesaba allá afuera, pero esta vez, y como ya
acostumbraba hace años, intentó pensar en diferentes cosas para así poder engañar aquella mente
impaciente que la obligaba a recordar a todos los idos, a todas las grietas de su alma. Pensó en sus
alumnos, los pocos que aún quedaban y sintió temor. Quiso pensar en algo feliz, pero no sabía en
qué; hace tiempo que la felicidad se había esfumado de su vida o quizás ella misma huía de ahí. No
se rindió; añoró los años felices con su esposo, pero su deseo de estar con él, le hizo sentir tanto o
más dolor que su intento anterior. Lo volvió a intentar y Margarita, la profesora de Lenguaje de la
misma escuela en que ella trabajaba, se cruzó por su mente. Casi desesperada volvió a levantarse y
se dirigió a la cocina. Puso agua en la tetera vieja que aún conservaba y que era el único recuerdo
de su madre, y sintió nuevamente un terror indescriptible. Miro a su alrededor, buscando algo,
alguien. Sentía la presencia de alguien cerca de ella y casi entrando en pánico quiso correr.
Como siempre cruzó el inmenso patio de la escuela sin dejar de observar la puerta hacia donde se
dirigía. La abrió como si nada, entró y como hacía todos los días, desde hace años, dio un saludo
general a todos los que ya estaban sentados en esa fría sala de profesores. Intentando no mirar a
nadie en particular, se dirigió a su escritorio (Una mesa igual que la de los alumnos de la escuela)
dejó su bolso en la silla, y sin dejar de evitar su mirada con un otro, abrió su casillero para sacar
todas las fotocopias necesarias para su clase de la mañana, del medio día y de la tarde. Nunca
paraba, jamás dejaba un intervalo de tiempo; así podía evitar cualquier conversación con algún
colega. Aunque la mayoría de ellos ya ni siquiera intentaba hablarle, Margarita, desde el otro
extremo de la sala la observaba constantemente, pero Encarnación casi enajenada en sus absurdos
quehaceres, disimulaba ignorancia ante tan obvio interés. Cuando por fin terminó de ordenar todo
y ya nada le servía para evadir algún contacto, salió de la fría sala y se dirigió al aula en donde se
desarrollarían sus clases.
Caminó lentamente por el patio. La lluvia poco a poco iba dejando de caer, dejando un frío tan
intenso, que todo su cuerpo parecía estar vivo. Sentía su talón tocando el suelo de concreto duro,
sus dedos viejos inmóviles dentro de su chaqueta y una leve brisa congelada por su rostro.
Vio a niños jugando bajo la débil lluvia, mojándose como felices por tan extraño suceso. Si bien aún
no estaban en invierno, una lluvia en Marzo seguía siendo algo muy extraño, pero Encarnación
recordó que el día anterior, a pesar de haber sido un día terriblemente caluroso, algo en el cielo le
había llamado particularmente la atención. Una inmensa nube blanca, más blanca que la nieve, se
había posado en el cielo al atardecer.
Nada parecía tan extraño como en la mañana, al contrario, cada vez que lo pensaba más, más claro
se presentaba ante su mente: Todo era tan normal como siempre, nada extraño estaba ocurriendo
ese día. Aquella lluvia de Marzo era tan obvia, como la nube blanca que la delataba el día anterior.
Pero… ¿Por qué su madre había sido el primer pensamiento de esa mañana?
Caminó observando desde lejos a todas las madres que acompañaban a sus hijos e hijas a la puerta
de la escuela; Muchos aún parecían estar dormidos, muchos parecían ni siquiera haberse lavabo la
cara, muchos parecían ni siquiera querer estar ahí. Encarnación río para sí misma,
compadeciéndose de ellos y agradeciendo al cielo ser adulta y no tener que asistir obligada a la
escuela. Sin dejar de caminar y redescubriendo aquel lugar que ya conocía de memoria, se
preguntó por qué si habiendo odiado tanto ser alumna y estar en la escuela, ella misma hubiera
decidido dedicarse justamente a trabajar ahí. A veces ni ella misma podía responderse esa vaga
inquietud, que casi todas las mañanas al ver a esa jauría de niños, aparecía inconscientemente en
su mente.
—Ser profesora era lo único que podía ser—Se decía constantemente para apagar esas grandes
contradicciones de su vida. Pero ni todo lo dicho o pensado podían darle esa paz, que tanto
observaba en sus colegas (desde la esquina de su escritorio en la sala de profesores) cada día de
clases que terminaba. Para ella era diferente, ser profesora fue un anhelo, que poco a poco, fue
diluyéndose en frustraciones, en dolores ocultos, en desilusiones humanas.
—Ser profesora es algo muy difícil, pero ser profesora de Religión es peor aún. Soy valiente, muy
valiente— Finalmente se decía a sí misma para compadecerse y para anular cualquier deseo de
huir.
Una vez instalada ya en la sala (que era el único aula que la escuela le dispuso) esperó la primera
campanada que anunciaba el inicio de clases, y como ya en un hábito religioso, Encarnación
comenzó a rezar desesperadamente, como temiendo lo peor. Los segundos pasaban lentamente y
el temor que invadía su cuerpo, le hacía preguntarse con más fuerzas — ¿Por qué estoy aquí?—.
Los minutos pasaban y un torbellino de dudas hacía que Encarnación sintiera una pena tan
tremenda de sí misma, que las lágrimas parecían estar en sus ojos a punto de caer, pero no caían.
Los minutos pasaban, pero ahora con un poco más de rapidez. Cuando por fin el tiempo se tornó en
su ritmo impenetrable, Encarnación entendió una vez más, llena de frustración, de soledad y de
abandono, que nadie había asistido a su clase de Religión, la clase de Religión que ella tanto quería
hacer.
Como intentando calmar aquella sensación tan horrible, Encarnación sacó de su bolso un papel y un
lápiz y comenzó a escribir. Aquellas líneas eran palabras inconscientes de su alma, que sin ninguna
razón o motivo, expresaban tan bien su sentir solitario. Se sentía tan tristemente fracasada,
inservible y abaldonada, que una y otra vez se volvía a repetir que jamás volvería a ser profesora.
Que ése sería su último día.
Luego de un rato de escribir y como volviendo a despertar en el mundo, observó los pupitres vacios
y quiso llorar… Pero resistió. Hace años que sus clases ya no eran necesarias en la escuela. Hace
años que los niños escapaban de su lado. Ya no era aquella mujer que educaba tan amablemente
los valores de Dios. Ya no era necesario trabajar en esa escuela. Pero… ¿Qué comería?, ¿Cómo
podría sobrevivir sin trabajar?, ¿Qué haría si le cortaran nuevamente el agua, la luz o el gas en su
casa?, ¿Le alcanzaría con el dinero que aún guardaba?
Encarnación hace años no miraba a sus colegas a la cara. Sentía tanta vergüenza de sí misma, que ni
siquiera podía mirarlos. Ellos estaban obligados a ver día a día las caras de esos niños, trabajar con
ellos, esforzarse por hacerlos aprender, pero ella en cambio, estaba ahí, sola, llena de vergüenza
por estar trabajando, sin estar haciéndolo. Se sentía descarada, aprovechadora, casi desleal por
estar sentada observando la nada y recibiendo un sueldo a fin de mes. Sabía que sus colegas no
obviaban la situación; por eso mismo y por la infinita vergüenza que sentía, Encarnación decidió no
mirarlos nunca más a la cara. No soportaría las miradas crueles, justicieras y veleidosas de ellos,
pero mucho menos, no soportaría las miradas de lástima que, en la soledad de esa sala, ella suponía
que le daban.
Hace años que a sus clases ya nadie quería asistir… Si tuviera que encontrar un motivo, ella sólo
diría que los niños, al parecer, ya no eran muy niños… Pero luego de esa reflexión, que ella misma
encontraba confusa, se hundía nuevamente en un abismo oscuro de inseguridad. Ella era el
problema, no lo demás.
Encarnación observaba desde el ventanal de su sala, como los niños atrasados iban entrando
desesperados a sus respectivas clases. A veces sentía sus pasos tan cerca de sí, que hasta
esperanzada creía que un alumno entraría por esa puerta y le daría felizmente una razón para
seguir. Nada.
La hora pasaba lentamente, y su temor de ser vista sola en la sala, la hacía sentir amargamente
melancólica. Otro día solitario la esperaba. Otra tarde silenciosa la acompañaría hasta el último
campanazo que marcaría el fin de clases.
La primera clase del día había terminado. A la hora del recreo Encarnación no se movía de su sala.
No soportaba la idea de volver a tener que enfrentarse a los demás profesores; Prefería en cambio,
quedarse sentada ahí hasta la hora de almuerzo, sin ser vista por nadie.
Al ser un día lluvioso, pocos niños habían asistido a clases (no a las suyas, claro), por lo que una
cierta particular paz, albergó esa soledad fría (que Encarnación describía tan bien en sus escritos
matutinos). Le alegraba secretamente la idea de pensar, que ahora no tan sólo ella estaba sola en
su clase, sino que la mayoría de los profesores tenían pocos alumnos en sus salas. Quizás esta lluvia
tan extraña, no era tan mala como pensaba. Se río. Encarnación en su soledad, no contuvo la risa.
Se sintió estúpidamente patética, y comenzó a reír como una niña pequeña, pensando que por
primera vez en mucho tiempo, ella no era la única que debía sentirse solitaria. Río como no lo hacía
en mucho, y casi como entrando en un trance risueño, se orinó. Ni el ardiente orín que resbalaba
por sus piernas, ni sus ropas mojadas por éste, hizo que Encarnación dejara de reír. Un tremendo
ataque de risa hizo que Encarnación llorara de una manera muy diferente a la que acostumbraba.
Se sintió feliz, se sintió vivaz.
Luego de un rato y ya un poco más calmada, pero sin dejar de sonreír, Encarnación esperó
nuevamente el campanazo del recreo, que haría entrar a los pocos alumnos que estaban en el patio
jugando con la débil lluvia que caía. Cuando ya la bulla escolar se tornó en un silencio de
aburrimiento total (tan común de una escuela municipal), Encarnación salió de la sala y se dirigió al
baño de profesores, para poder intentar de alguna forma quitarse las ropas más mojadas por el orín
risueño de su absurda pensar. Una vez en el patio, Encarnación cruzó la cancha atestadas de posas.
Nuevamente sintió un profundo anhelo de jugar, pero el temor de ser descubierta toda empapada
de orina, la hizo caminar con más rapidez. Caminó sin mirar nada en particular, sentía un pequeño
miedo dentro de su cuerpo que ardía, pero de una manera muy diferente al miedo que
acostumbraba. A lo lejos, vio a la profesora de educación física salir con todo sus alumnos al patio
para comenzar su clase; Encarnación aún más extasiada de emoción, corrió.
Una vez en el baño de profesores (Un baño muy parecido al de los alumnos pero más enchulado) se
metió en una de las puertas y comenzó a quitarse sus ropas. Por suerte la lluvia en la mañana le
había sugerido ponerse más de una misma prenda, por lo que sólo tuvo que quitarse los calzones y
un par de medias. Luego de haberse vestido nuevamente y haber quedado “semi-cómoda” (en esas
circunstancias no se podía quejar), la única diferencia ahora, era que su falda dejaba a la vista sus
piernas blancas, no cubiertas de esas medias color piel que siempre usaba. Metió sus ropas
orinadas en el basurero y salió del cuarto de baño. Se dirigió al lavamanos para poder quitarse ese
penetrante olor a orina, pero algo apareció frente a sus ojos desde el reflejo del espejo. Era ella,
Margarita. Casi como aguantando el aliento, Encarnación dejó sus manos bajo un chorro de agua
tan ardiente como el de la mañana.
Silencio.
Más silencio.
—Un poco frío el día, para andar sin medias, ¿No?
Encarnación sin quitar la mirada de sus manos bajo el agua, quiso ser aire y desvanecerse.
— ¿Estás bien?
—Creo que sí…
Encarnación quiso explotar. Decir “creo” había sido su peor decisión. Sólo tendría que haber dicho
“sí” y nada más.
— ¿Cómo creo? Una mujer de nuestra edad, en un día extrañamente lluvioso… No debería andar
tentando a los hombres con esas piernas al aire.
Encarnación sin mover sus manos del agua, observaba a Margarita reír alegremente a su lado.
Parecía estar muy contenta, tan alegre como ella misma hace un momento. Encarnación quiso reír
pero no lo hizo.
—Disculpa, te ofendí…
Encarnación quiso decirle que sus palabras jamás la ofenderían, pero su voz, no salió de su cuerpo.
—Sabes, extrañamente esta mañana pensé en que esta… “Extraña” tormenta me acompañaría todo
el día…
Encarnación, a través del espejo, miró fijamente a Margarita.
—Bueno qué digo extrañamente, es un poco obvio… Pero… La cosa que quería decir… Es que…
Sentí algo extraño esta mañana… Entonces…
Encarnación sintió algo atravesar su cuerpo.
—Eh… Traje ropa “extra” y tengo un par de medias… Creo que no deberías andar así. Un resfriado a
esta edad, no es algo que queramos ¿no?
—No, no te preocupes…
—Cómo no me voy a preocupar Encarnación.
—En serio, no deber…
—Por supuesto que debo. De hecho en un rato más yo misma te las iré a dejar a tu sala de clases.
—No es necesario Margarita.
—Por supuesto que lo es, te las iré a dejar dentro de un rato. Nos vemos.
Encarnación vio como Margarita se iba rápidamente del baño, y como volviendo a despertar, sacó
sus manos rojas del chorro de agua que no paraba de salir, pero esta vez, y muy diferente a la
mañana, ningún dolor ardiente, ni nada que se parecía al dolor, estaba viviendo en esas carnes
gastadas… Sólo una profunda emoción, parecido a la felicidad inundaba cada pliegue de su vida.
Cruzó nuevamente el patio del colegio, pero ahora muy preocupada. Aquella felicidad, que al
menos la tuvo 2 minutos enteramente inmóvil dentro del baño, ahora se había esfumado, o quizás,
transformado. Caminando rápidamente hasta su sala, sólo pensaba en qué le diría a Margarita
cuando la encontrara sola en aquel lugar. Su mente viajaba al ritmo de sus pasos y de la lluvia que
poco a poco volvía a tornarse tormentosa, por lo que hacía que nuevas voces se mezclaran tan
profundamente en su mente, que ya ni siquiera se sentía caminar: Encarnación estaba volando. Su
mente eran imágenes infinitas de ella y Margarita en ese encuentro ineludible. Eran tantas las
posibilidades que su imaginación creaba, que ya ni siquiera sabía si podía contener tanta emoción
en un solo momento. Caminó consternada. Ya nada existía a su alrededor, ya nada le causaba la
gracia de hace 15 minutos atrás. Las posas en el suelo eran solo charcos de agua, sus piernas
desnudas y con un leve olor a “pichí” ya no eran chistosas; al contrario, eran el maldito motivo del
increíble terror que ahora cegaba su vida. La lluvia al igual que la extraña felicidad de Encarnación,
se transformaron en una gigante tormenta en esa mañana tan extraña.
Casi en un estado de locura, Encarnación abrió la puerta de su sala y cerrando de un golpe, dio un
largo y desgarrado grito. Fue casi como derramar sus vísceras al suelo. Todo había sido tan extraño
que su cuerpo ya no resistía tanta emoción, pero algo, algo realmente inexplicable la hizo sentir en
un abismo aún más gigante que el anterior: Un pequeño niño de ojos negros estaba en la sala y la
observaba aterrado.
—Disculpe, no quería asustarla.
Encarnación se quedó muda casi 3 segundos infinitos.
— ¿Qué haces aquí?
— Eh…
—No deberías estar aquí, esta sala es para hacer el electivo de Religión… Bueno curso de teología.
—Sí, si lo sé.
— ¿Entonces?, ¿Qué haces aquí?
—Bueno… Yo…
Encarnación de pronto lo entendió. La lluvia allá afuera se hacía tormenta cada vez más.
— ¿Vienes a clase?
Por fin pudo decirlo.
—Sí… Eso creo.
— ¿Creo?
Encarnación se sintió desfallecer
—Sí, eso creo… ¿Es usted la profesora cierto? Llegué hace un rato y no había nadie, estaba a punto
de irme. Hasta que llegó usted y grito… ¿Está bien?... ¿Qué es esa agua que está en suelo?, ¿Es
Lluvia? Parece pichí.
Encarnación sintió que la vida algo le estaba tratando de decir, y sin cuestionar más lo extraño de
ese día lluvioso de Marzo, volvió a ser la profesora que tanto dormía en su recuerdo.
Al principio todo le parecía confuso. Aquel niño estaba sentado frente a ella con un lápiz y un
cuaderno; Algo que ella ya muy poco recordaba. Quiso decirle y preguntarle tantas cosas, que se le
quedó observando fijamente, pero dándose cuenta de esto, prosiguió con su introducción a su
electivo.
Encarnación estaba feliz y aunque el niño parecía bastante tímido, parecía también tener muchas
cosas que decir, y ella estaba dispuesta a esperarlo; Siempre creyó que su única enseñanza para con
los niños, era el arte de la comunicación. —Qué extraño es pensar en eso— Tanto tiempo había
estado callada…
Prosiguió con una breve y concisa presentación de sí misma, y dándole el relevo al niño, lo observó
ahora sin ningún temor. Mientras el niño explicaba a duras penas quién era; su imagen, sus ojos y
su forma de hablar, se hicieron tremendamente conocidos para Encarnación. Creyó reconocerlo,
pero su mente aún no estaba tan tranquila debido ante tanta emoción.
—Nunca te había visto en la escuela, pero tengo la sensación de conocerte— Encarnación aún no
podía entender esa sensación de reconocimiento.
—Esta mañana, nos “conocimos”, mi madre fue su alumna… Eso dijo ella, pero usted parecía no
recordarla.
Encarnación sin dejar de observarlo, recordó a aquel niño que en la mañana la había hecho sentir
tan desnuda.
— ¿No la recuerda cierto?
Encarnación sin poder mentir, soltó una risotada tan alegre que hasta el niño se contagió.
— ¿Eres Pedro cierto?
—Si profesora, ese es mi nombre.
Encarnación nuevamente se sintió vivaz, se vio desde fuera de sí escribiendo en la pizarra “Dios es
amor” y como dando un discurso sagrado, comenzó a dar la clase de religión que tanto había
anhelado.
Al principio Pedro la miraba con cierto temor, pero a medida que pasaban lo segundos, los minutos,
una pequeña sonrisa se esbozaba en esos penetrantes ojos negros.
Encarnación lo observaba con tanta atención que parecía estar hablando con un ángel, y que ese
mismo ángel, hablaba con un Dios. Una inmensa sensación de bienestar tocó cada fibra de
Encarnación y cada palabra que salía de su boca, parecía música a sus propios oídos. La lluvia afuera
eran pájaros volando en un edén, que sólo sus ojos veían.
Pedro reía, Pedro opinaba, Pedro preguntaba lo que no entendía.
Encarnación se sintió tremendamente útil y sin darse cuenta estaba siendo lo que tanto amaba. —
Ser profesora era lo único que podía ser— No, estaba equivocada. —Ser profesora era lo único que
quería ser—
Luego de su discurso sacramental (Lleno de amor), pasó a una actividad que había preparado hace
ya tanto tiempo. Le dio una de las hojas que traía a Pedro y le dijo que respondiera con toda
sinceridad, aquel cuestionario “diagnostico” sobre sus conocimientos bíblicos. Pedro parecía
contento y eso llenaba de gratitud a Encarnación.
Nuevamente el silencio se apoderó de la sala de clases, pero esta vez era distinto, había un alumno
en la sala, y hasta estaba respondiendo una pequeña “prueba”. Encarnación sentada en su
escritorio de profesora, observaba tan asombrada al niño, que parecía que todo tenía sentido. La
lluvia allá, un alumno en la sala, una clase exitosa y…
—Permiso profesora. Hola Pedro. Perdón que interrumpa su clase profesora. Veo está en
evaluación. Bueno no quiero molestarla, sólo quería traerle esto. Tome. No se preocupe, es un
regalo. Que esté bien. Que te vaya bien Pedro.
Encarnación observó a Margarita con tanto asombro, que creyó estar soñando. Y al ver como se
alejaba hacía la puerta, casi sin reconocer su cuerpo en movimiento, la detuvo.
— ¡Margarita! Gracias… Después de 15 minutos del timbre de salida, te espero dónde siempre.
Encarnación volvió a su escritorio, sin aún darse cuenta de lo sucedido, ni de las palabras que
salieron de su boca.
Unas inmensas ganas de llorar de apoderaron de Encarnación una vez vuelto, nuevamente, a la vida
real. Era una mezcla de miedo, de felicidad, de tristeza, de amor… Observó a Pedro, que aún
escribía en su “prueba”, ignorando todo lo que acababa de ocurrir. Pero sólo con verlo sentado ahí,
se sintió gigante, como jamás se había sentido en toda su vida. Todo parecía lento, todo parecía un
sueño, todo parecía irreal.
Sentada en su escritorio de profesora, volvió a recordar a su madre. Se vio a sí misma en la mañana.
Volvió a sentir el frío de sus manos bajo el chorro de agua congelada. Se observó caminar bajo la
lluvia. Vio su cuerpo desnudo ante Pedro. Vio a Margarita observarla desde la esquina de la sala de
profesores. Se vio a sí misma y entendió.
Encarnación escuchaba la tormenta desde la sala de clases. Estaba inmóvil, absorta en su
pensamiento, sintiendo cada pedazo de su cuerpo respirar.
Estaba más viva nunca… Y ya no deseaba morir.
La campanada del recreo sonó y Pedro junto con dejar su “prueba” de diagnostico, se despidió de la
profesora.
—Adiós profesora, que esté bien. Nos vemos la próxima clase.
Aquellas tan simples palabras, llenaron de una hermosa sensación a Encarnación.
—Adiós Pedro, nos vemos la próxima clase.
Encarnación volvió a quedar sola en esa fría sala de clase, pero esta vez todo era muy diferente.
Ahora una sensación de bienestar la acompañaba.
Observó su soledad, pero ahora ésta, le agradaba un poco más. Recordó algunos buenos
momentos, y ellos posados en su mente, ya no escapaban como hacían siempre. Una calma extraña
y profunda, se metió entre sus huesos y la hizo llorar, pero de una felicidad tibia que corría por sus
mejillas adultas. —Ser profesora era lo único que quería ser— Y eso estaba más que probado. Hace
un par de minutos ella misma había sido testigo de esto.
El tiempo pasó lentamente a su alrededor, pero esta vez lo disfrutó. Encarnación poco a poco fue
dejando de sentir vergüenza por estar sola ahí. Hasta en momentos pensaba que los que realmente
perdían, eran ellos; porque ella era una excelente profesora. Río, y ya nunca más quiso sentirse
inútil, ni abandonada.
El tiempo pasaba al ritmo de la lluvia. La tarde se posaba lentamente en el lugar. La hora se
acercaba y Encarnación se sentía totalmente preparada. El campanazo de salida hizo retumbar su
corazón ansioso y esperando esos interminables 15 minutos, se dirigió rápidamente a la sala de
profesores para guardar todo el material. Una vez fuera se dirigió a la puerta de salida que estaba
lleno de madres esperando aún a sus hijos. Una vez fuera del colegio, Encarnación caminó sin
rumbo por las calles hasta llegar a una pequeña pastelería. Entró y al verla, sintió que su cuerpo se
ahogaba en profunda felicidad.
—Pensé que no ibas a venir.
—Yo misma te dije que vinieras.
—Pero es que…
—Te extraño tanto Margarita. Perdóname.
Encarnación sin poder resistirlo más, abrazó profundamente a Margarita.
Una vez fuera, caminaron bajo la lluvia, juntas y bajo el mismo paraguas. Encarnación le contaba
felizmente a Margarita sobre su día de trabajo junto a Pedro, y Margarita miraba con tanta felicidad
a Encarnación que parecía tan feliz como ella. Le contó sobre su risa y su orina; y cuando Margarita
le preguntó si era por eso andaba sin medias, ambas rieron tanto que tuvieran que detenerse en
medio de la calle para poder reír tranquilas. Estaban tan felices, que ni siquiera se habían dado
cuenta que ya no tenían el paraguas; seguramente lo habían dejado abandonado en cualquier
lugar.
Solo eran ambas, infinitas niñas pequeñas bailando bajo la lluvia.
Encarnación recordó nuevamente a su madre y sintiéndola tan cerca de sí, llovió lágrimas de
felicidad encima de una posa de agua con la que jugaba.
Notas del autor.
A mis profesoras. Mujeres que siempre observé desde el silencio de la admiración.
Profesora Julita
Profesora Mireya Ramírez
Profesora Rosa
Profesora Carmen
Profesora Rosemary
Profesora Mireya Sepúlveda
Contacto
Email: patricio.orellanacontacto@gmail.com
Teléfono: +56966316242