MacIntyre, Alasdair - La Ética de Aristóteles
MacIntyre, Alasdair - La Ética de Aristóteles
MacIntyre, Alasdair - La Ética de Aristóteles
La Ética de Aristóteles
“Todas las artes y todas las investigaciones, e igualm ente todas las ac
ciones y proyectos, parecen tender a un bien; por eso se ha definido
correctamente el bien como aquello hacia lo que tienden todas las co-
s;is.” La obra que Aristóteles inicia con esta frase incisiva se conoce
tradicionalmente como la Ética a Nicámaco (fue dedicada a, o com pi
lada por Nicómaco, el hijo de Aristóteles); pero la "política” consti
tuye su tema declarado. Y la obra denom inada Política se presenta como
una secuela de la Ética. Ambas se ocupan de la ciencia práctica de )a
felicidad hum ana en la que estudiamos lo que es la felicidad, las ac
tividades en que consiste, y la manera de llegar a ser feliz. La Ética nos
¡nuestra la forma y estilo de vida necesarios para la felicidad; la Poli-
tica indica la forma particu lar de constitución y el conjunto de institu
ciones necesario p ara hacer posible y salvaguardar esta forma de vida.
Pero decir esto solam ente puede conducir a equívocos. Pues la pa
labra iroXiTLicbs no significa precisamente lo que nosotros entendemos
por político', la palabra aristotélica cubre tanto lo que entendemos por
político como lo que entendemos por social, y no discrimina entre am
bos aspectos. La razón de esto es obvia. En la pequeña ciudad-estado
griega, las instituciones de la t 6 \ is son a la vez aquellas en las que
se determinan los planes de acción y los medios para ejecutarlos, y
aquellas en las que tienen lugar las relaciones personales de la vida
social. U n ciudadano se encuentra con sus amigos en la asamblea, y al
estar con sus amigos se encuentra entre colegas de la asamblea. A quí
reside una clave para la comprensión de partes de la Ética con las que
continuaremos más adelante. P o r el m om ento debemos volver a esa
primera fase.
El bien se define desde el principio en función de la meta, el p ro
pósito o el fin al que se encam ina una persona o cosa. A firm ar que
algo es bueno es decir que con ciertas condiciones es el objeto de una
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aspiración o de un esfuerzo. Hay muchas actividades y metas y, por lo
tanto, muchos bienes. Con el fin de ver que Aristóteles tenía razón al
establecer esta relación entre ser bueno y ser aquello a lo q u e nos en
caminamos consideremos tres cuestiones vinculadas con el uso del término
bueno. En prim er lugar, si tiendo hacia algo, si trato de acceder a un
estado de cosas, mi intención no basta para justificar que denomine
bueno a cualquier objeto al que tienda; pero si llamo bueno a aquello
a lo que tiendo, estaré indicando que lo que busco es lo que busca
en general la gente que quiere lo que yo quiero. Si llamo bueno a lo
que estoy tratando de obtener —un buen bate de criquet o unas buenas
vacaciones, por ejemplo—, al usar la palabra bueno invoco los criterios
aceptados en forma característica como normas por aquellos que quie
ren bates de criquet o vacaciones. U n segundo aspecto nos revela que
esto es verdaderamente así: llamar bueno a algo aceptando que no se
trata de una cosa buscada por cualquiera que quiere esa clase de co
sas sería expresarse en forma incom prensible. En esto, bueno difiere
de rojo. Es un hecho contingente que la gente quiera en general o no
quiera objetos rojos; pero que la gente quiera por regla general lo que
es bueno es un asunto que depende de la relación interna entre el con
cepto de ser bueno y ser objeto de deseo. O bien, para reiterar el mismo
tema desde un tercer punto de vista: si tratamos de aprender el len
guaje de una tribu extraña, y un lingüista afirma que una de sus pa
labras tiene que ser traducida por bueno, pero esta palabra no se
aplica nunca a lo que aspiran y persiguen los miembros de la tribu,
aunque su uso esté acompañado siempre, por ejemplo, por una son
risa, sabríamos a priori que el lingüista está equivocado.
"Si hay, por lo tanto, un objeto deseado por sí mismo entre aquellos
que perseguimos en nuestras acciones, y si deseamos otras cosas en vir
tud de él, y no elegimos todo en v irtu d de otra cosa ulterior —en este
caso procederíamos ad infin itu m de tal manera que todo deseo sería
vacío e inútil—, es evidente que ese objeto sería el bien, y el mejor de
los bienes.” 17 La definición aristotélica del suprem o bien deja abierto
por el m om ento el problema de si hay o no un bien semejante. Al
gunos comentaristas escolásticos medievales, sin duda con la vista puesta
en las implicaciones teológicas, interpretaron a Aristóteles como si hu
biera escrito que todo se elige en v irtu d de algún bien, y que, por lo
tanto, hay (un) bien en virtud del cual eligen todas las cosas. Pero esta
inferencia falaz no se encuentra en Aristóteles. El procedimiento
aristotélico consiste en indagar si algo responde efectivamente a su des
cripción de un posible bien supremo, y su m étodo es el examen de
varias opiniones sostenidas sobre este tema. Antes de hacer esto, sin
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embargo, formula dos advertencias. P or la prim era recuerda que cada
tipo de indagación tiene sus propias normas y posibilidades de preci
sión. En ética nos guiamos p o r consideraciones generales para llegar a
conclusiones generales, que no obstante adm iten excepciones. La va
lentía y la riqueza son 'buenas, por ejemplo, pero la riqueza a veces
causa daño y los hombres h a n m uerto a causa de su bravura. Se re
quiere un tipo de juicio totalm ente distinto al de la matem ática.
Además, los jóvenes no servirán en la "política”: no tienen experiencia
y por eso carecen de juicio. M enciono estas aseveraciones aristotélicas
sólo porque se las cita muy a m enudo: el espíritu q u e m ueve a Aris
tóteles tiene, por cierto, algo muy propio de la edad m adura. Pero te
nemos que recordar que lo que nos queda ahora es el texto de sus cla
ses, y no debemos considerar lo que es una evidente acotación del
disertante como si fuera u n argum ento desarrollado.
El próxim o paso de Aristóteles consiste en dar un nom bre a su po
sible bien supremo: tvSaiftovta, denom inación que se traduce inevi
tablem ente, aunque mal, por felicidad. Se traduce mal porque incluye
tanto la noción de com portarse bien como la de vivir bien. El uso aris
totélico de esta palabra refleja el firm e sentim iento griego de q u e la
virtud y la felicidad, en el sentido de prosperidad, no pueden divor
ciarse por entero. El m andato k antiano que millones de padres p u ri
tanos han hecho suyo: "N o trates de ser feliz, sino de merecer la feli
cidad”, no tiene sentido si eiSal/icov y tvSceifiovíce se sustituyen por
feliz y felicidad. Una vez más el cambio de lenguaje es tam bién un
cambio de conceptos. ¿En qué consiste la éiSai/iovía? Algunos la
identifican con el placer; otros, con la riqueza; otros, con el honor y
la reputación, y algunos han afirm ado la existencia de u n suprem o
bien que se encuentra p o r encim a de todos los bienes particulares y
es la causa de que éstos sean 'buenos. Aristóteles descarta el placer en
este pun tu con alguna rudeza —"Al elegir una v id a . adecuada al ga
nado, la mayoría se m uestra totalm ente abyecta”—; pero más adelante
se ocupará de él con g ran detenim iento. La riqueza no puede ser el
bien, porque sólo es u n medio p ara u n fin, y los hom bres no valoran
el honor y la reputación en cuanto tales, sino que valoran el hecho
de ser honrados a causa de su virtud. Así, el honoi se contciupia como
un deseable subproducto de la virtud. P or lo tanto, ¿consiste la feli
cidad en la virtud? No, porque llam ar virtuoso a un hom bre es refe
rirse no al estado en que se encuentra, sino a su disposición. Un hom bre
es virtuoso si se com porta de tal y cuail m anera al producirse tal y cual
situación. P o r eso no es menos virtuoso cuando está dorm ido o en las
ocasiones en que no practica sus virtudes. A un más: se- puede ser vir
tuoso y desgraciado y en este caso no se es por cierto tliSceífioiv.
Aristóteles ataca en este p u n to no sólo a los futuros kantianos y
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puritanos, sino también a los platónicos. En el Gorgias y en la R epú
blica, reflexionando sobre Sócrates, P latón afirm ó que “es mejor ser
torturado en el potro que tener el alma agobiada por la culpa de las
malas acciones”. Aristóteles no se opone directam ente a esta posición:
simplemente pone de relieve que es m ejor aún verse a la vez libre de
las malas acciones y d e ser torturado en el potro. El hecho d e que en
rigor las afirmaciones d e Platón y Aristóteles n o son inconsistentes po
dría conducir a un error. Si comenzamos pidiendo una explicación de
la bondad que sea compatible con el padecim iento, por parte del hom
bre bueno, de cualquier grado de tortura e injusticia, toda nuestra pers
pectiva diferirá de la de una ética que comienza con la pregunta sobre
la form a de vida en la que el obrar bien y el vivir bien pueden en
contrarse juntos. La prim era perspectiva culm inará con una ética que
no es apropiada para la tarea de crear una form a de vida semejante.
N uestra elección entre estas dos perspectivas es la elección entre una
ética que se dedica a mostrarnos cómo so p o rtar una sociedad en la que
el hom bre justo es crucificado y u n a ética que se preocupa por crear
una sociedad en que esto ya no suceda. Pero hablar así hace aparecer
a Aristóteles como un revolucionario al lado del conservadorismo de
Platón. Y esto es un error. Pues el recuerdo q u e Platón tiene de Só
crates asegura que aun en el peor de los casos siente una profunda
insatisfacción por todas las sociedades realm ente existentes, mientras
que Aristóteles siempre se encuentra extrem adam ente satisfecho con el
orden existente. Y, sin embargo, Aristóteles es sobre este punto mucho
más positivo en su argumentación que Platón. "N adie llam aría feliz
a un hom bre que padece infortunios y desgracias a menos que estuviera
meramente defendiendo una causa.”
El hecho de que P latón independice la b o n d ad de cualquier feli
cidad de este mundo responde, por supuesto, a su concepto del bien al
igual que a sus recuerdos de Sócrates. Aristóteles se dedica luego a
atacar a este concepto del bien. Para Platón, el significado ejem plar del
término bueno aparece por el hecho de considerarlo como nom bre de
la Forma del bien; en consecuencia, bueno es u n a noción singular y
unitaria. En cualquier uso aludimos a la misma relación con la Forma
del bien. Pero en realidad usamos la palab ra en juicios en todas las
categorías: de algunos sujetos, como Dios o la inteligencia, o de modos
de un sujeto, cómo es, sus cualidades superiores, su posesión de algo
en la cantidad correcta, su existencia en el tiem po y en el lugar ade
cuados, etcétera. Además, desde el pun to de vista platónico, todo lo que
cae bajo una Forma singular debe estar sujeto a una ciencia o inves
tigación singulares; pero las cosas buenas son estudiadas por una serie
de ciencias como, por ejemplo, la m edicina y la estrategia. Así, Aristó
teles sostiene que Platón no puede dar cuenta de la diversidad de usos
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de .bueno. Además, las frases que emplea Platón para explicar el concep
to de la Forma del bien, de hecho no son explicativas. H ablar del bien
“en sí” o "en cuanto ta l” n o añade evidentemente nada a bueno. Consi
derar eterna a la Form a conduce a equívocos: el persistir por siempre
no convierte a una cosa en m ejor, ni más ni menos que la blancura
durad era no es más hlanca que la blancura efímera. Asimismo, el
conocim iento.de la Form a platónica no tiene ninguna utilidad para
quienes se dedican efectivamente a las ciencias y artes en las que se
obtienen cosas buenas; al parecer, p ueden prescindir de este conoci
m iento sin ningún problem a. Pero el corazón de la crítica aristotélica
a Platón se encuentra en esta sentencia: "Pues aun si existe algún ser
u nitario q u e es el bien, y es predicado de cosas diferentes en virtud de
que ellas participan de algo o existe en sí mismo en form a separada,
evidentem ente no sería algo que el hom bre habría de realizar o al
canzar, sino precisam ente aquello que estamos buscando en este m o
m ento.” O sea: bueno en el sentido en que aparece en el lenguaje h u
mano, bueno en el sentido de lo que los hombres buscan o desean, no
puede ser el nom bre de u n objeto trascendente. Llam ar bueno a un
estado de cosas no im plica necesariamente decir que existe o relacio
narlo con cualquier objeto existente, sea trascendente o no, sino esta
blecerlo como un objeto adecuado del deseo. Y esto nos trae de vuelta
a la identificación del bien con la felicidad en el sentido de tvSaifiovla•
Que la felicidad es la m eta o propósito final, el bien (y hay algo
más que u n nom bre im plicado aquí), resulta de la consideración de
dos propiedades decisivas q u e debe poseer cualquier cosa que ha d e ser
la meta final, y que la felicidad posee efectivamente. Por la prim era,
debe ser algo elegido en virtud de sí mismo y nunca como un simple
medio para otra cosa. H ay muchas cosas que tenemos la posibilidad
de elegir en virtud de sí mismas, pero a las que nos es perm itido elegir
en virtud de algún fin ulterior. La felicidad no se encuentra entre
éstas. Podemos decidirnos p o r la búsqueda de la inteligencia, el honor,
el placer, la riqueza, o lo que sea, en virtud de la felicidad; pero no
podríamos decidirnos por la búsqueda de la felicidad con el fin de obtener
inteligencia, honor, placer o riqueza. ¿Qué clase de “imposibilidad” es
ésta? Es evidente que Aristóteles señala que el cow epto de felicidad
es tal que no podríam os em plearlo para nada salvo oara una meta
final. Igualm ente, la felicidad es un bien autosuficieni. \ y p o r esta
autosuficiencia Aristóteles quiere señalar que la felicidad ni. es un com
ponente de algún o tro estado de cosas, ni tampoco un bien .iás entre
otros. Si la felicidad se presentara, en una elección entre bienes junto
con u n bien, pero n o con los otros, esto inclinaría siempre y necesa
riam ente los platillos de ila balanza. Así, justificar una acción diciei* 'o
que “produce la felicidad” o que "la felicidad consiste en ella” &>
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siempre dar una razón para actuar que pone fin a la discusión. No se
puede plantear un ¿por qué? ulterior. La elucidación de estas propie
dades lógicas del concepto de felicidad no dice, por supuesto, nada
acerca de aquello en que consiste la felicidad. A esto se dedicará in
m ediatam ente Aristóteles.
¿En qué consiste la meta final del hombre? La de un flautista es eje
cutar buena música, la de un zapatero es hacer buenos zapatos, etc.
Cada una de estas clases de hom bres tiene una función que desempeña
a través de una actividad específica, y la desempeña bien realizando
adecuadamente aquello de que se trata. Por lo tanto, ¿tienen los hom
bres una actividad específica que les pertenece como hombres, como
miembros de una especie, y no m eram ente como clases de hombres? Los
hombres comparten ciertas capacidades, las de la nutrición y el creci
miento con las plantas, y otras, las de la conciencia y el sentimiento
con los animales. P ero la racionalidad es exclusivamente hum ana. Por
consiguiente, la actividad específicamente hum ana consiste en el ejer
cicio de los poderes racionales. Y en la competencia y corrección de este
ejercicio yace la específica excelencia hum ana.
Aristóteles presenta este argum ento com o si fuera evidente, y lo es
sobre el fondo de la visión general aristotélica del universo. La natu
raleza se compone de tipos de seres bien demarcados y distintos, y cada
uno se mueve y es movido desde su potencialidad a ese estado de acti
vidad en que alcanza su meta. En la cima de la escala se encuentra
el m otor inmóvil, inm utable y pensante, hacia el que se mueven todas
las cosas. El hombre, como cualquier otra especie, se mueve hacia una
meta, y esta meta puede determ inarse m ediante la simple consideración
de lo que lo diferencia de las demás especies. Dada la visión general, la
conclusión parece inatacable; pero sin ella parece muy improbable.
Pero eso afecta muy poco a la demostración de Aristóteles, que al pro
ceder a la definición del bien sólo depende de su opinión de que la
conducta racional es la actividad característica de los seres humanos y
de que todo bien característicamente h um ano tiene que definirse a la
luz de ella. El bien del hombre se define como la actividad del alma
acorde con la virtud, o bien acorde con las mejores y más perfectas
excelencias o virtudes hum anas en caso de que haya varias de ellas.
"Y más aún: se trata de esta actividad a lo larg o de toda una vida. Una
golondrina no hace verano, ni tam poco un día excelente. P o r eso un
día o un breve período buenos no convierten a un hombre en bien
aventurado y feliz.”
Feliz es u r predicado que ha de aplicarse a toda una vida. Al lla
m ar feliz o infeliz a alguien nos referimos a su vida y no a estados o
acciones particulares. Las acciones y proyectos individuales que inte
gran una vida se juzgan como virtuosos o no, y el todo como feliz o
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luiciu. r uucmus aavercir, señaia Aristóteles, la conexión entre la feli
cidad así entendida y todas aquellas cosas que se consideran vulgar
m ente constitutivas de la felicidad: la virtud, aunque no es la meta
final del hom bre, es una parte esencial de la forma de vida que sí
lo es; el hom bre b u en o siente placer en la actividad virtuosa, y así se
introduce tam bién con razón el placer; u n mínimo de bienes exterio
res resulta necesario para el bienestar y las buenas acciones típicos de
hom bre, etcétera.
Tenem os dos grandes preguntas en nuestra agenda como resultado
de la definición aristotélica deil bien p ara el hombre. Está la pregunta
que va a ser contestada al final de la Ética sobre la actividad a que
se dedicará principalm ente el hom bre bueno. Y está la pregunta sobre
las excelencias y virtudes que tiene que manifestar en todas sus acti
vidades. Al ocuparse del examen de las virtudes, Aristóteles las sub-
divide de acuerdo con su división del alma. El uso aristotélico de la
expresión alma difiere del platónico, en el que alma y cuerpo son dos
entidades, unidas en forma contingente y quizá por desgracia. Para
Aristóteles, el alma es la forma de la m ateria corporal. C uando se re
fiere al alma, podríam os con m ucha frecuencia conservar su significado
si pensamos en térm inos de personalidad. Así, ningún elemento de la
psicología aristotélica se opone a su distinción entre partes racionales
y no racionales del alma. Pues se trata de un simple contraste entre
la razón y otras facultades hum anas. La parte no racional del alma
incluye lo m eram ente psicológico al igual que el reino de los senti
mientos y los impulsos. A éstos se los puede llamar racionales o irra
cionales en la medida en que concuerdan cotí lo que prescribe la ra
zón, y su excelencia característica consiste en concordar de esta forma.
N7o hay ningún conflicto necesario, tal como lo juzga Platón, entre la
razón y el deseo, aunque Aristóteles advierte plenamente los hechos
que responden a tales conflictos. .
Por lo tanto, nuestra racionalidad aparece en dos clases de activida
des: en el pensam iento, donde la razón constituye la actividad misma,
y en aquellas actividades ajenas al pensamiento en las que podemos
tener éxito o fracasar en la tarea de obedecer los preceptos de la razón.
Aristóteles denom ina virtudes intelectuales a las excelencias de la p ri
m era clase, y virtudes morales a las de la segunda. Ejemplos de aquéllas
son la sabiduría, la inteligencia y la prudencia, y de éstas, la liberalidad
y la templanza. La virtud intelectual resulta generalmente de la ins
trucción explícita, y la virtud moral, del hábito. La virtud no es in
nata, sino una consecuencia de la educación. El contraste con nuestras
capacidades naturales es evidente: prim ero tenemos una capacidad na
tural y luego la ejerc.itn.nos, m ientras q u e en el caso de las virtudes
adquirim os el h ábito luego de ejecutar los actos. Nos convertimos en
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hombres justos mediante la realización de acciones justas, en valientes
a través de actos de valentía, etc. N o hay aquí ninguna paradoja: una
acción valiente no convierte a un hom bre en valiente, pero la reitera
ción de los actos de valor inculcará el h áb ito en relación con el cual lla
maremos valiente no sólo a la acción, sino tam bién al hombre.
Los placeres y los dolores constituyen en este sentido una guía útil.
Así como pueden corrompernos al distraernos de los hábitos de la vir
tud, tam bién podemos emplearlos para inculcar las virtudes. Para Aris
tóteles, una señal del hom bre virtuoso es su sentim iento de placer ante
la actividad virtuosa y otra es su m anera de elegir entre los placeres
y los dolores. Esta consecuencia de la elección en la virtud muestra
claramente que ésta no es ni una emoción ni una capacidad. N o se nos
considera buenos o malos, ni se nos culpa o alaba, en razón de nuestras
emociones o capacidades. Más bien lo que decidimos hacer con ellas
da derecho a que se nos llam e virtuosos o viciosos. La elección virtuosa
es una elección según el ju sto m edio en tre los extremos.
La noción de justo m edio es quizá la noción singular más difícil
de la Ética, La form a más conveniente de introducirla es a través de
un ejemplo. Se dice que la virtud de la valentía es el justo medio entre
dos vicios: el vicio del exceso, es decir, la temeridad, y el vicio de la
deficiencia, es decir, la cobardía. Así, el justo m edio es una regla o
principio de elección entre dos extremos. ¿Extremos de qué? De la emo
ción y de la acción. En el caso de la valentía, me entrego demasiado
a los impulsos que despierta el peligro cuando soy un cobarde, y de
masiado poco cuando actúo con im prudencia. Inm ediatam ente surgen
tres claras objeciones. En prim er lugar, hay muchas emociones y ac
ciones en las que no se puede h ab lar de "dem asiado” o de "m uy poco”.
Aristóteles adm ite esto expresam ente. Señala que un hom bre "puede
tener miedo, osadía, deseo, cólera, piedad, y sentir en general placer y
dolor, en exceso o en form a deficiente”; pero tam bién se dice que la
malicia, la desvergüenza y la envidia son tales que sus nombres im
plican que son malos. Así sucede tam bién con acciones como el adul
terio, el robo y el asesinato. Pero Aristóteles no establece ningún prin
cipio q u e nos perm ita reconocer lo que cae dentro de una clase o la
otra. Sin embargo, podemos tra ta r de interpretar a Aristóteles y for
m ular el principio im plícito en sus ejemplos.
Si m eram ente atribuyo enojo o compasión a un hombre, no lo aplaudo
ni lo condeno. Si le atribuyo envidia, en cambio, lo estoy censurando.
Las emociones en las que se puede h ablar de un justo medio —y las
acciones que corresponden a ellas— son aquellas que puedo caracte
rizar sin tom ar una decisión moral. Se puede hablar de justo medio
cuando es posible caracterizar una emoción o acción como un caso de
enojo o lo que sea, con anterioridad e independencia frente a la pre
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gunta acerca de si se presenta en forma deficiente o en exceso. Pero si
esto es lo que quiere decir Aristóteles, entonces está obligado a mos
trar que todos los vicios y virtudes son medios y extremos con respecto
a alguna emoción o preocupación p o r el placer y el dolor caracteriza
ble e identificable en términos no morales. Esto es precisamente lo que
Aristóteles se dedica a m ostrar en la últim a parte del libro I I de la
Ética. P o r ejemplo: la envidia es u n extremo —y la m alicia otro— de
una cierta actitud con respecto a las fortunas de los demás. L a virtud
que constituye el p unto medio es la indignación equitativa. P ero este
mismo ejem plo pone de relieve una nueva dificultad en la doctrina.
El hom bre que se indigna con equidad es aquel que se siente p ertu r
bado ante la inmerecida buena fortuna de los demás (este ejem plo
quizá sea la prim era indicación de que Aristóteles no era una persona
buena o agradable: las palabras "pedante presum ido” nos vienen muy
a menudo a la m ente al leer la Ética) . El envidioso se excede en esta
actitud y se siente pertu rb ad o aun ante la merecida buena fortuna
de los demás. Y se atribuye aquí al malicioso el defecto de no llegar a
sentir desazón, sino de experim entar placer. Pero esto es absurdo. El
malicioso se regocija ante la desgracia de los demás. La palabra griega
correspondiente a malicia, bnxeipfKaicla, tiene esta significación. Así,
aquello ante lo que se regocija no se identifica con lo que apesa
dum bra al envidioso y al que se indigna con equidad. Su actitud no
puede colocarse en la misma escala que la de éstos, y sólo el empeño
de hacer funcionar a toda costa el esquema del justo medio, el exceso
y el defecto pudo llevar a Aristóteles a cometer este desliz. Quizá se
pueda con un poco de ingenio corregir aquí a Aristóteles con el fin de
salvar su doctrina. Pero, ¿qué sucede con la virtud de la liberalidad?
En este caso los vicios son la prodigalidad y la m ezquindad. La pro
digalidad es el exceso en el d ar y la deficiencia en el recibir, mientras
que la m ezquindad es el exceso en el recibir y la deficiencia en el dar.
Así, después de todo, no se trata de un exceso o defecto en la misma
emoción o acción. Y el mismo Aristóteles adm ite en parte que no hay
un defecto correspondiente a la virtu d de la templanza y al exceso del
libertinaje. "Son escasos los hombres deficientes en el goce del placer.”
En consecuencia, la doctrina tiene, al parecer, y en el m ejor de los
casos, diversos grados de utilidad en la exposición, pero casi no revela
nada lógicamente necesario sobre la naturaleza de alguna virtud.
Además, la doctrina se mueve en una atmósfera falsamente abstrac
ta. Pues Aristóteles no cree, como se podría sospechar, que hay una
sola y única opción correcta en una emoción o acción con indepen
dencia de las circunstancias. Lo que es valentía en una situación puede
convertirse en temeridad en otra y en cobardía en una tercera. La
acción virtuosa no puede determ inarse sin aludir al juicio del hom bre
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prudente, es decir, de aquel que sabe cómo tener en cuenta las cir
cunstancias. Por consiguiente, el conocimiento del justo medio no puede
ser sólo el conocimiento de una fórm ula, sino que debe ser el cono
cimiento de cómo aplicar las reglas a las opciones. Y aquí no nos ayu
darán las nociones de exceso y defecto. U na persona que sospecha de
su propia tendencia a la indignación, aprecia correctamente el grado
de envidia y malicia presentes en ella; pero la conexión de la envidia
y la malicia con la indignación reside en que en u n caso se revela un
deseo de poseer los bienes de otros, y en el otro se manifiesta un desed
de que los otros sufran daño. Lo que convierte a éstas en malas es mi
deseo de que lo que no es mío sea mío, sin tom ar en consideración los
méritos de los otros o de mí mismo, y mi deseo de p erjudicar a los demás.
La naturaleza viciosa de estos deseos no se debe de ninguna m anera a
que sean exceso o defecto del mismo deseo. P or eso la doctrina del justo
medio no constituye ninguna guía en esta cuestión. Pero si esta cla
sificación en función del justo medio no es una ayuda práctica, ¿cuál
es su finalidad? Aristóteles no la relaciona con ninguna explicación
teórica, p o r ejemplo, de las emociones, y p o r eso aparece más y más
como una construcción arbitraria. Pero es posible ver cómo Aristóteles
pudo haber llegado a ella: pudo haber exam inado todo lo que se con
sidera comúnmente como virtud, buscado u n modelo recurrente, y consi
derado que había encontrado uno en el justo medio. La enumeración
de virtudes en la Ética no descansa en las preferencias y valoraciones
personales de Aristóteles. Refleja lo que éste considera como "el código
de un caballero” en la sociedad griega contem poránea. Y él mismo
respalda este código. Así como en el análisis de las constituciones po
líticas considera normativa a la sociedad griega, al explicar las virtudes
considera normativa a la vida griega de las clases altas. ¿Qué otra cosa
se podía esperar? Hay dos respuestas a esta pregunta. La prim era es
que sería puram ente antihistórico buscar en la Ética una virtud moral
como la hum ildad, que sólo aparece en los Evangelios cristianos, o la
frugalidad, que sóJo aparece en la ética p u rita n a del trabajo, o una
virtud intelectual como la curiosidad, que aparece con conciencia de
sí misma en la ciencia experimental sistemática. (Aristóteles mismo
manifestó, en realidad, esta virtud, pero quizá no se la haya podido
representar como una virtud.) Sin embargo, esto no basta como res
puesta, porque Aristóteles estaba enterado de formas alternativas de
códigos de conducta. Su Ética no m anifiesta u n m ero desprecio por la
m oralidad de los artesanos y los bárbaros, sino tam bién un repudio
sistemático de la m oralidad de Sócrates. N o se presenta simplemente
la actitud de no preocuparse nunca p o r el inmerecido sufrim iento del
hombre bueno. Pero cuando Aristóteles se ocupa de la justicia, la de
fine en form a tal que no es probable que las leyes prom ulgadas por
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un Estado sean injustas siempre y cuando lo sean del modo adecuado,
sin una prisa excesiva y con la debida form alidad. En térm inos gene
rales, por lo tanto, la transgresión de la ley no es un acto justo. Ade
más, en la consideración de las virtudes, el defecto de la virtud de la
veracidad es el vicio del que desaprueba de sí mismo, que se denomina
íipuveía, es decir, ironía. Esta palabra se relaciona estrechamente
con la pretensión socrática a la ignorancia, y su uso apenas puede ser
accidental. Por consiguiente, no encontramos en las referencias aristo
télicas a Sócrates nada sim ilar al respecto de Platón, aunque se advierte
un profundo respeto por éste. Es difícil resistirse a la conclusión de
que lo que se ve aquí es el conservadorismo clasista de Aristóteles de
dicado a reelaborar silenciosa y partidariam ente la tabla de las v irtu
des. Así cae desde otro pun to de vista un nuevo velo de sospecha sobre
la doctrina del justo medio.
Los pormenores de la descripción aristotélica de virtudes particu
lares revelan un análisis brillante y una gran penetración, especialmente
en et caso de la valentía. Como acabo de insinuar, las preguntas se
plantean m ucho más en relación con la lista de virtudes. Las virtudes
examinadas son la valentía, la templanza, la liberalidad, la m agnifi
cencia, la grandeza de alma, el buen carácter o benevolencia, la dispo
sición afable en com pañía, el ingenio y, finalm ente, la modestia, que
no se considera como virtu d , sino como afín con ella. De éstas, la gran
deza de alma tiene que ver en parte con la form a de comportarse con
los que se encuentran en una situación de inferioridad social, y la libe
ralidad y la magnificencia aluden a la actitud de uno con respecto a
su propia riqueza. Tres de las restantes virtudes tienen que ver con lo
que a veces se denom ina modales de la sociedad cortés. Así, la predis
posición social de Aristóteles resulta inconfundible. Esta predisposición
no tendría im portancia filosófica salvo p o r el hecho de que impide a
Aristóteles p lantear las preguntas: “¿Cómo determ ino de hecho lo que
se incluye en la enum eración de las virtudes?” "¿Podría inventar una
virtud?” “¿Me es posible lógicamente considerar como vicio lo que otros
han considerado com o virtud?” Y evitar estas preguntas implica la fuerte
insinuación de que sólo existen tales virtudes, en el mismo sentido en
que en un período determ inado existen sólo tales estados griegos.
El examen aristotélico de las virtudes particulares sigue a un exa
men del concepto de acción voluntaria, necesario, según se dice, por
que sólo las acciones voluntarias pueden ser alabadas o culpadas. Por
eso, de acuerdo con las propias premisas de Aristóteles, las virtudes y
los vicios se m anifiestan solamente en las acciones voluntarias. El mé
todo aristotélico consiste aquí en d a r criterios para sostener que una
acción es no voluntaria. (La traducción usual de ¿xoútrtos es invo
luntario, pero esto constituye un error. En el uso corriente, involuntario
74
se contrapone a "deliberado” o "hecho a propósito”, y no a "volun
tario”.) U na acción es no voluntaria cuando se efectúa en situaciones
de compulsión o de ignorancia. L a com pulsión cubre todos los casos
en los que el agente no es en realidad un agente: por ejem plo, en el
caso en que el viento arrastra a su b arco hacia algún lugar. Las acciones
pueden también ser no voluntarias cuando otras personas m antienen
al agente bajo su poder, pero las acciones efectuadas ante una amenaza
de muerte contra los propios padres o hijos son casos límites. Satis
facen los criterios ordinarios para acciones voluntarias en cuanto se
las elige en forma deliberada. Pero salvo en tales circunstancias espe
ciales, nadie se decidiría deliberadam ente a actuar como lo hace ante
esas amenazas. En algunos casos admitim os que las circunstancias cons
tituyen una excusa, pero en otros no. Como ejem plo de esta últim a
situación, Aristóteles menciona nuestra actitu d hacia el personaje Alc-
meón en la obra de Eurípides, que asesina a su m adre a causa de las
amenazas que recibe.
Aristóteles tiene cuidado en señalar que el hecho de verme moti
vado en algún sentido nunca implica una compulsión. Si admitiera
que mi motivación por el placer o por algún fin noble basta para in
dicar que he sido obligado, no podría concebir ninguna acción que no
pueda ser considerada compulsiva por éste o algún otro argum ento
similar. Pero todo el sentido del concepto de ser com pelido reside en
distinguir acciones que hemos elegido en v irtu d de nuestros propios
criterios, tales como el placer que obtendrem os o la nobleza del objeto,
de aquellos actos en los que nuestra propia elección no form ó parte de
la acción efectiva. Por lo tanto, incluir demasiadas cosas en la noción
de compulsión implicaría destruir el sentido del concepto.
En el caso de la ignorancia, Aristóteles distingue lo no voluntario
de lo que es meramente ajeno a la voluntad. Para que una acción sea
no voluntaria a través de la ignorancia, el descubrim iento de lo que
ha hecho debe provocar en el agente dolor y un deseo de no haber
actuado de esa manera. La razón fundam ental de esto es evidente. Si
al descubrir lo que ha realizado inconscientemente un hom bre afirm a
que conscientemente hubiera actuado de la misma m anera, asume de
esta form a una especie de responsabilidad p o r la acción y no puede,
por lo tanto, usar su ignorancia con el fin de renunciar a tal responsabi
lidad. Aristóteles distingue a continuación las acciones realizadas en
estado de ignorancia, tal como la ebriedad o la cólera, de las acciones
efectuadas a causa de la ignorancia, y señala que la ignorancia moral
—la ignorancia de lo que constituye la virtud y el vicio— no es una
justificación, sino que es precisamente lo que constituye el vicio. La
ignorancia que justifica es aquella p o r la que se realiza una acción
particular que de otra manera no se habría efectuado, y es la igno
75
rancia de las circunstancias particulares de la acción particular. Los
casos de esta ignorancia son diversos. Una persona puede no saber lo
que hace, como cuando alguien inform a acerca de un asunto cuyo se
creto no conoce y de esa m anera no sabe que está revelando algo ocul
to. U n hom bre puede confundir a una persona con otra (a su hijo con
un enem igo), o a una cosa con otra (a un arm a inofensiva con una
mortal). U na persona puede no darse cuenta de que una medicina es
m ortal en ciertos casos, o de la fuerza con que está golpeando. Todos
estos casos de ignorancia constituyen un justificativo, porque la con
dición necesaria para que u n a acción sea voluntaria es que el agente
conozca lo que está haciendo.
Vale la pena poner de relieve en este m omento sobre todo el mé
todo de Aristóteles. No comienza por la búsqueda de alguna caracte
rística de la acción voluntaria que todas las acciones voluntarias deban
tener en común. Más bien trata de encontrar una serie de caracterís
ticas tales qué una cualquiera de ellas bastaría, en caso de estar pre
sente en una acción, p ara retirar a ésta la denominación de “volunta
ria”. U na acción se considera voluntaria a menos que haya sido efectuada
por compulsión o ignorancia. Por eso Aristóteles nunca cae en los
enigmas de los filósofos posteriores sobre el libre albedrío. Delimita
los conceptos de lo voluntario y lo involuntario tal como nosotros los
poseemos, y en relación con ellos señala que nos permiten contraponer
los casos en que admitimos la validez de las excusas a aquellos en que
la rechazamos. A causa de esta situación, Aristóteles sólo plantea m ar
ginalm ente —al exam inar la responsabilidad en la propia formación
del carácter— la cuestión que ha obsesionado todas las discusiones mo
dernas en torno del libre albedrío, a saber, la posibilidad de que todas
las acciones sean determ inadas p o r causas independientes de las deli
beraciones y elecciones del agente, de modo que .no haya acciones vo
luntarias. Según Aristóteles, aun si todas las acciones estuvieran deter
minadas de alguna form a en este sentido, todavía habría una distinción
entre agentes que actúan o no por compulsión o ignorancia. Y Aris
tóteles seguramente tendría razón en esto: no podríam os escapar a su
distinción cualesquiera que fueran los motivos de una acdón.
En relación con la acción voluntaria surge en un sentido positivo el
hecho de que la elección y la deliberación tienen un papel decisivo
en ella. La deliberación q u e conduce a la acción siempre se refiere a
los medios y no a los fines. Esta afirmación aristotélica puede condu
cirnos tam bién a error si la consideramos con un criterio anacrónico.
Algunos filósofos modernos han contrapuesto la razón a la emoción
o al deseo en u n a form a tal que los fines resultaban meramente de
las pasiones no racionales, m ientras que la razón podía calcular sola
mente en lo relacionado con los medios para alcanzar tales fines. Ve
76
remos más adelante q u e H um e adoptó este p u n to de vista. Pero se trata
de una posición ajena a la psicología m oral de Aristóteles, que se des
envuelve en un p lan o conceptual. Si realm ente delibero acerca de algo
debe ser en torno de alternativas. La deliberación sólo puede produ
cirse con respecto a cosas que no son necesarias e inevitablem ente que
lo son, y que entran d entro de mis posibilidades de transformación.
De otra m anera no hab ría lugar p ara la deliberación. Pero si elijo
entre dos alternativas debo representarm e algo más allá de estas alter
nativas a la luz de lo cual puedo efectuar mi elección. Se trata de aque
llo que me proporciona un criterio en mi deliberación, es decir,
aquello en v irtu d de lo cual elegiré una cosa en lugar de otra. Será
lo que estoy considerando como fin en ese caso particular. Se infiere
que si puedo deliberar o no acerca de la conveniencia de una acción,
siempre estaré reflexionando acerca de los medios a la luz de un fin
determinado. Si luego delibero acerca de lo que en el caso anterior era
un fin, lo estaré considerando como un medio, con alternativas, para
un nuevo fin. Así, la deliberación se refiere necesariamente a los me
dios y no a los fines, sin que haya com prom iso alguno con una psico
logía m oral al estilo de Hum e.
Aristóteles caracteriza la form a de deliberación im plicada como
un silogismo práctico. L a premisa mayor de un silogismo sem ejante es un
principio de acción en el sentido de que cierta clase de cosas es buena,
conviene o satisface a cierta clase de personas. L a premisa mayor es
la afirmación, garantizada por la percepción, de que hay un ejemplo de
lo que sea, y la conclusión es la acción. Aristóteles da un ejemplo
que, au nque misterioso en su contenido, aclara la form a del silogismo
práctico. L a premisa mayor indica que el alim ento seco es bueno para
el hom bre, la prem isa m enor señala la presencia de ese tipo de ali
mento, y la conclusión es que el agente lo ingiere. Que la conclusión
es una acción, pone de m anifiesto que el silogismo práctico es un mo
delo de razonam iento p o r parte del agente y no un modelo de razo
nam iento ajeno sobre lo que el agente debería hacer (por eso una se
gunda prem isa m enor que indicara, por ejem plo, la presencia de un
hom bre, sería redundante e incluso conduciría a conclusiones erróneas
en cuanto nos alejaría de la cuestión). Ni tam poco es u n modelo de
razonam iento por el agente en torno de lo q u e debería hacer. N o debe
confundirse con aquellos silogismos muy comunes, cuya conclusión es
u na afirm ación de este tipo. T o d a su finalidad reside en indagar el
sentido en que una acción puede ser la resultante de un razonamiento.
U na probable prim era reacción contra la explicación aristotélica se
centrará precisamente sobre este punto. ¿Cómo puede inferirse u n a ac
ción como conclusión a p a rtir de premisas? Con seguridad, eso es sólo
posible p a ra un enunciado. P ara elim inar esta duda se pueden consí-
77
derar algunas posibles relaciones entre acciones y creencias. U na acción
puede ser inconsistente con las creencias en form a análoga al m odo en
que una creencia es inconsistente con otra. Si afirmó que todos los
hom bres son mortales, y que Sócrates es u n hombre, pero niego que
Sócrates sea mortal, mi aseveración se hace ininteligible. Si afirm o que
el alim ento seco es bueno p ara el hombre, y soy un hombre, y afirmo
que esto es alim ento seco, y no lo ingiero, mi comportamiento tam bién
es ininteligible. Pero el ejem plo quizá sea malo, porque es posible
proporcionar una explicación que elim ine la aparente inconsistencia.
Esto puede ocurrir a través de otra afirmación que señale que no tengo
ham bre, que acabo de hartarm e con alimentos secos, o que sospecho
que este alim ento seco h a sido envenenado. Pero esto fortalece en lu
gar de debilitar el paralelo con el razonam iento deductivo ordinario.
Si adm ito que la proxim idad de u n frente cálido provoca lluvia, y que
un frente cálido se está acercando, pero niego que va a llover, puedo
elim inar tam bién en este caso la aparente inconsistencia mediante una
nueva afirm ación, com o la de que el frente cálido será interceptado
antes (Je llegar a este lugar. P or lo tanto, las acciones pueden ser con
sistentes e inconsistentes con las creencias en forma muy sim ilar al modo
en que pueden serlo otras creencias. Y esto sucede en v irtud de que
los principios se encarnan en acciones. Al adoptar esta posición, Aris
tóteles se expone a la acusación de "intelectualismo”. Para comprender
esta acusación considerémosla prim ero en una forma cruda y luego en
una forma más sofisticada.
La versión cruda de este ataque aparece en Bertrand Russell.18 Aris
tóteles define al hom bre como animal racional porque sus acciones ex
presan principios, y se adaptan o dejan de adaptarse a los principios
de la razón en una form a que no encontramos en ninguna otra especie.
El com entario p ertin en te de Russell consiste en invocar la historia de
la locura y la irracionalidad hum anas: los hombres no son racionales
en realidad. Pero así se pierde com pletamente el sentido de las afirm a
ciones aristotélicas. Aristóteles no afirm a de ninguna manera que los
hombres siempre actúan racionalm ente,, sino que las normas por las
que juzgan sus propias acciones proceden de la razón. Llam ar irracio
nales a los seres hum anos, como lo hace correctamente Russell, im
plica que tiene sentido y resulta apropiado juzgar a los hombres en
cuanto tienen éxito o fracasan a la luz de las normas racionales; y cuando
Aristóteles llama a los hom bres seres racionales simplemente está indi
cando que la aplicación de los predicados que se refieren a tales normas
tiene sentido y resulta apropiada. Sin embargo, Aristóteles está com
prom etido en algo más que esto. T ien e que mantener que la forma
78
característica de acción h u m an a es la racional, y esto im plica que el
concepto de acción hum an a es tal que a m enos que un aspecto de la
conducta satisfaga algún criterio elem ental de racionalidad, ésta n ó v a le
como acción. O sea: a menos q u e haya u n propósito de u n tipo hum ano
reconocible im plícito en la conducta, a menos que el agente sepa lo
q ue está haciendo m ediante alguna descripción, y a menos que poda
mos descubrir algún prin cip io de acción en su conducta, no tenemos en
absoluto una acción, sino un mero m ovim iento corporal, quizás un
reflejo, q u e sólo puede ser explicado en función de otros movimientos
corporales, como los de músculos y nervios. La legitim idad de esta
aseveración aristotélica se advierte al considerar otro tipo de critica a
su intelectualismo, im plicado en las adm oniciones de todos aquellos mo
ralistas que consideran la razón como una guía equívoca, por lo que
debemos confiar en el in stin to o en los sentim ientos. Este llam ado al
sentim iento como gula m oral ocupa un lu g ar central en el periodo
rom ántico; emerge d e nuevo en los tiem pos m odernos en el llam ado
a la em oción oscura y visceral propio del periodo m exicano de D. H.
Lawrence, y se expresa en su form a más detestable a través del clamor
nazi a pensar con la sangre. P ero estas adm oniciones sólo son inteli
gibles en virtud de q u e se apoyan en razones, y estas razones general
m ente son aseveraciones en el sentido de que el exceso de razonam iento
conduce a una naturaleza calculadora e insuficientem ente espontánea,
y de q u e in h ib e y frustra. E n otras palabras, se sostiene que nuestras
acciones, en caso de ser el resultado de u n cálculo excesivo, m ostrarán
rasgos indeseables o p roducirán efectos indeseables. Pero argum entar
de esta form a es enfrentarse a Aristóteles en su propio terreno. Im plica
insin u ar q u e hay algún criterio o prin cip io de acción que no puede
m anifestarse en una acción deliberada y que, por lo tanto, ésta es en
alguna m edida irracional. Y razonar de esta m anera es estar de acuer
do, y no disentir con las tesis centrales del racionalism o aristotélico.
En todo caso, ¿cree Aristóteles que un acto de deliberación precede
a cada acción hum ana? Es evidente q u e si piensa esto, cae en una fal
sedad. Pero no es asi. La deliberación sólo precede a los actos que son
elegidos (en u n sentido especialm ente d efin id o de elegido q u e implica
deliberación), y A ristóteles dice explícitam ente q ue “no todos los actos
voluntarios son elegidos”. D e acuerdo co n la exposición aristotélica sí
se infiere q u e podemos valorar cada acción a la luz de lo que hubiera
hecho u n agente q u e deliberara antes de actuar. Pero este agente ima
ginario tiene q u e ser, por supuesto, algo más que un agente. T iene
que ser ¿ <{>p&vifios> el hom bre prudente. $p6i>r¡<ns se traduce bien
en el la tín medieval p o r prudentia, p ero mal p o r nuestra palabra pru
dencia. Posteriores generaciones de puritan o s han vinculado la pruden
cia con el ahorro, y especialm ente con el ahorro en asuntos m onetarios
79
(es la "virtud” m anifestada en el seguro de vida), y así en el lenguaje
actual prudente tiene un cierto sabor a "cauto y calculador en interés
propio”. Pero 4>p¿vi¡tns no tiene ninguna conexión particular con la
cautela o con el interés propio. Es la v irtu d de la inteligencia prác
tica, de saber cómo aplicar principios generales a las situaciones p ar
ticulares. N o es la capacidad de form ular principios intelectualm ente, ni
de deducir lo q u e debe hacerse. Es la capacidad de actuar de modo
tal que el principio pueda tom ar una form a concreta. La prudencia
n o es sólo una v irtu d en sí misma: es la clave de todas las virtudes.
Sin ella no es posible ser virtuoso. U n hom bre puede tener excelentes
principios, pero no actuar de acuerdo con ellos. O bien puede realizar
acciones justas y valientes sin ser justo o valiente, al actuar, por así
decirlo, ante el temor a un castigo. En ambos casos carece de pruden
cia. La prudencia es la virtud que se m anifiesta al actuar en forma
tal que la adhesión personail a las demás virtudes queda ejemplificada
en las propias acciones.
La prudencia no debe confundirse con la sim ple facultad de ad
vertir los medios que conducirán a un determ inado fin. Aristóteles
llama destreza a esta facultad particular y sostiene que es moralm ente
neutral desde el momento en que se encuentra igualm ente a disposi
ción del que persigue fines encomiables y del que persigue fines cen
surables. La prudencia incluye a la destreza: es la destreza del hom bre
que posee la virtud en el sentido de que sus acciones siempre provienen
de un silogismo práctico cuya premisa mayor tiene la forma "Puesto
que la finalidad y la m ejor cosa que se puede hacer e s . . . ”. Es una
conjunción de la captación d e l verdadero ráXos del hom bre con la des
treza. Para Aristóteles, el papel de la inteligencia consiste en enunciar
aquellos principios que un hom bre cuyas disposiciones naturales son
buenas ya habrá seguido inconscientem ente con el fin de que sea m e
nos probable que cometamos errores, m ientras que el papel de la p ru
dencia consiste en m ostrar cómo un principio dado (que siempre tendrá
un cierto grado de generalidad) se aplica en una situación dada. Des
pués de todo, por lo tanto, hay un momento de la argum entación en
el que Aristóteles choca con irracionalistas como D. H . Lawrence y
con Tolstoi. Aristóteles sostiene q u e u n a captación explícita y articu
lada de los principios ayudará a asegurar al tipo adecuado de con
ducta, m ientras que la alabanza de Lawrence a la espontaneidad y la
adulación de T olstoi a las formas d e vida campesinas descansan sobre
la pretensión de que esa articulación y explicitación de los principios
resulta m oralm ente dañ in a. Este choque tiene más de una raíz. Aris
tóteles y L aw rence o Tolstoi están en desacuerdo hasta cierto punto
con respecto a lo que es el tipo correcto de conducta, y tam bién están
en desacuerdo hasta cierto p u n to sobre las verdaderas consecuencias
80
de la articulación de los principios. Pero una vez más se debe advertir
que si bien se puede seguir a Law rence o a T olstoi sin caer en una
inconsistencia, no es posible en form a coherente efectuar una defensa
racional explícita y articulada de sus doctrinas. Y el hecho de que tanto
Lawrence como T olstoi m anifestaron todo el intelectualismo que con
denaron vigorosamente m ediante el em pleo de sus recursos intelectua
les, sugiere que cierto tipo de posición aristotélica es inevitable. Además,
sólo cuando somos explícitos y articulados con respecto a los principios
podemos indicar claram ente los casos en que hemos fracasado en la
realización de lo que deberíam os h a b e r hecho. Y en virtud d e este a r
gumento tan fuerte en favor de la posición aristotélica podemos sen
tirnos perplejos ante el hecho de que el fracaso constituya un problem a
para Aristóteles. Y, sin embargo, así sucede.
Aristóteles parte de la posición socrática exam inada en un capítulo
anterior según la cual nadie nunca deja de hacer aquello que considera
como lo mejor. Si un hom bre hace algo, el solo hecho de hacerlo basta
para indicar que ha pensado que es lo m ejor que puede hacerse. En con
secuencia, el fracaso m oral es lógicamente imposible. Según Aristóteles,
esto va contra los hechos. Sin embargo, la no realización por parte de
los hombres de aquello que creen que deben hacer constituye todavía
para Aristóteles u n problema. Sus explicaciones son diversas. Es posible
que una persona sepa, por ejemplo, lo que debe hacer, en el sentido
de estar com prom etida con un principio de acción, pero que ignore
su principio porque no ejercita sus poderes cognoscitivos, como puede
suceder cuando un hom bre está ebrio, o loco, o dormido. Así, u n hom
bre en estado de arrebato puede hacer lo que en cierto modo sabe
que no debe hacer. O u n hom bre p u ede no reconocer una ocasión
como apropiada para la aplicación de uno de sus- principios. Pero lo
que necesitamos poner de relieve aquí no es la suficiencia de las ex
plicaciones aristotélicas. Podemos m ostrar una am plia gam a de diferen
tes clases de casos en los que hay u n a 'brecha entre lo que u n agente
profesa y lo que hace. Lo interesante, sin embargo, es el hecho de que
Aristóteles, que en esto se acerca m ucho a Sócrates, considera q u e hay
algo especial que tiene que ser explicado e n los hechos de la debilidad
o el fracaso m oral, y que tal d ebilidad o fracaso constituye un p ro
blema. Nos encontram os con la firm e sugestión de que la suposición
inicial de Aristóteles es que los hom bres son seres racionales en un
sentido mucho más fuerte que el q u e le hemos atribuido hasta ahora.
Pues se insinúa que si los hom bres siempre hicieran lo que consideran
mejor, no habría nada que explicar. Sin embargo, una explicación de
los hombres como agentes q u e sólo introduzca los hechos de la debi
lidad y del fracaso mediante u n a suerte de pensamiento secundario o
posterior, seguram ente será defectuosa. Los deseos humanos no son im-
81
puisos directos hacia metas carentes de am bigüedad al modo de los
instintos e impulsos biológicos. Los deseos tienen que recibir meta, ilos
hom bres tienen que s-er preparados p a ra alcanzarlas, y la finalidad de
contar con principios consiste en parte en revelar y diagnosticar el
fracaso en el intento de alcanzarlas. Así, la falibilidad es un carácter
central y no periférico de la naturaleza hum ana. El retra to de Jesús
en los Evangelios necesita de las tentaciones en el desierto y de la ten
tación del G etsemaní con el fin de que se nos m uestre, al menos en la
intención de los autores, no m eram ente un hom bre perfecto, sino un
hom bre perfecto.
L a renuente admisión aristotélica de la falibilidad se vincula no
sólo con u n a ceguera filosófica hacia la im portancia de esta característica
hum ana, sino también con una actitud m oral hacia la prosperidad de
un tipo que sólo puede considerarse como afectado. Esto se advierte
claram ente en el curso de su exposición sobre las virtudes. L a enum e
ración aristotélica de las virtudes se divide claram ente en dos partes,
separación que obviamente no h a sido percibida p o r el mismo Aristó
teles. P o r una parte hay rasgos como la valentía, el refrenam iento, y
la afabilidad, a los que es difícil concebir como no valorados en cual
q u ier com unidad hum ana. A un éstos, por supuesto, se ordenan en una
escala. En un extrem o de la escala se encuentran las norm as y rasgos
que no p o d rían ser repudiados totalm ente en cualquier sociedad h u
m ana, p o rq u e nin g ú n grupo en el que estuvieran ausentes entraría
dentro del concepto de una sociedad. Esto cae dentro de la lógica.
C uando viajaron alrededor del m undo, los antropólogos de la época
victoriana inform aron sobre la repetición de ciertas norm as en todas
las sociedades como un a generalización em pírica, al igual que un es
pecialista en anatom ía com parada podría inform ar acerca de semejanzas
en la estructura de los huesos. Pero considérese el caso de la expresión
de la verdad. La posesión de u n lenguaje es una condición lógicamente
necesaria p a ra que un g ru p o de seres sea reconocido como sociedad
hum ana. Y es una condición necesaria p ara la existencia del lenguaje
qu e haya reglas com partidas, y reglas com partidas de tal tipo que
siem pre pueda suponerse un a intención de decir que lo q u e es, es. Pues
si no contáram os con esta suposición, cuando alguien dice que está
lloviendo, lo afirm ado no nos com unicaría n a d a en absoluto. P ero esta
suposición, necesaria p ara que el lenguaje sea significativo, sólo es po
sible don d e la expresión de la verdad sea u n a no rm a socialm ente acep
tada y reconocida. L a m entira misma sólo puede existir en los casos
en que se presum e que los hom bres esperan que se diga la verdad.
Donde no existe una expectativa sem ejante desaparece también la po
sibilidad del engaño. P or lo tanto, el reconocim iento de una norm a
de expresar la verdad y de u n a virtud de la honestidad está inscripta
82
en el concepto de una sociedad. O tras virtudes, aunque no lógicamente
necesarias p a ra la vida sociail, evidentem ente son necesarias causalmente
para el m antenim iento de esta vida, en v irtu d de que ciertos hechos
muy difundidos y elementales acerca de la vida hum ana y su m edio
son lo que son. Así, la existencia de la escasez m aterial, de los peligros
físicos y de las aspiraciones com petitivas ponen en juego tanto la va
lentía como la justicia o equidad. Ante hechos semejantes, estas vir
tudes parecen pertenecer a la form a de vida hum ana como tal. A de
más, el reconocimiento de otras virtudes resulta inevitable en cualquier
sociedad en la que se advierte una cierta difusión de déseos humanos.
Puede haber excepciones, pero en realidad serán muy raras. E n conse
cuencia, la afabilidad es en general una virtud hum ana, aunque oca
sionalm ente podemos encontrarnos con gente como los dobuanos, cuyo
mal carácter puede hacer que no la consideren como tal. Pero hacia el
otro extrem o de la escala hay virtudes más o menos optativas, p o r así
decirlo, que pertenecen a formas sociales particulares y contingentes,
o que caen dentro del ám bito de la elección, puram ente individual. Las
virtudes no aristotélicas y cristianas del am or a los enemigos y de la
hum ildad, con la práctica de ofrecer la otra mejilla, pertenecen, al p a
recer, a la últim a categoría, m ientras que la virtud inglesa y mucho
más aristotélica de ser u n “caballero” cae dentro de la prim era. Aris
tóteles no advierte estas diferencias; y por eso encontram os lado a lado
en su enum eración virtudes que difícilm ente dejarían de ser recono
cidas como tales y pretendidas virtudes que no son fácilm ente com
prensibles fuera -del propio contexto social de Aristóteles y de las pre
ferencias de éste den tro de ese contexto.
Las dos virtudes aristotélicas que atraen nuestra atención al res
pecto son las del “h o m b re de a lm a noble” (txeyaSófivxos) y de la
justicia. El h o m b re de alm a noble “pretende m ucho y merece m ucho”.
Para Aristóteles, p retender menos de lo que se merece es u n vicio, en
la misma form a en que lo es un exceso en las pretensiones. El hombre
de alma noble pretende y merece m ucho particularm ente en relación
con el honor. Y como el hom bre de alm a noble es el que más merece,
tiene que tener también todas las demás virtudes. Este m odelo es
en extrem o orgulloso. Desprecia los honores ofrecidos p o r la gente co
mún, y es benigno con los inferiores. Devuelve los beneficios que recibe
con el fin de no encontrarse ante una obligación, y “cuando devuelve
un servicio lo hace con interés, porque así el benefactor original se
convierte a su vez en beneficiario y d eu d o r”. E xpresa sus opiniones sin
temores ni parcialidades, porque tiene un a pobre opinión de los demás
y no se preocupa por disim ular su opinión. Se expone a pocos peligros,
porque hay pocas cosas que valora y desea alejarlas de todo daño.
Aristóteles no atribuye al hombre de alm a noble ningún sentim iento
83
de su propia falibilidad en la medida en que lo concibe como carente de
defectos. Las actitudes características del hom bre de alma noble exi
gen una sociedad de superiores e inferiores en la que pueda exhibir
su p articular condescendencia. Es esencialmente un miembro de una so
ciedad de desiguales, y en este tipo de sociedad se basta a sí mismo
y es independiente. Se entrega a un gasto conspicuo, porque "le gusta
poseer cosas hermosas e inútiles, en cuanto son los mejores indicios de
su independercia”. Camina lentamente, tiene una voz grave, y una
forma deliberada de expresión. No da im portancia a nada, y sólo co
mete u n agravio intencionalmente. Se encuentra m uy cerca del caba
llero inglés.
Este cuadro aterrador de la cima de la vida virtuosa tiene una con
traparte igualmente penosa en un aspecto de la exposición aristotélica
sobre la justicia. M uchas afirmaciones de Aristóteles sobre la justicia son
ilum inadoras y están lejos de objeciones. Distingue entre la justiéia
distributiva —la equ id ad — y la justicia correctiva im plicada en la re
paración de un daño causado, y define a la justicia distributiva en
función del justo medio: "Cometer una injusticia es tener más de lo
que se debe, y padecerla es tener menos de lo que se debe.” La justicia
es el justo m edio entre com eter la injusticia y padecerla. C uando Aris
tóteles se opone al uso de Suatos con el significado de "justo” o
"recto”, o bien de "acorde con las leyes”, afirma sin fundam entar su
aseveración que aunque todo lo ilegal es injusto, todo lo injusto es
ilegal. La disposición de Aristóteles a creer que las leyes positivas
en los estados existentes pueden variar algo más que m arginalmente en
relación con lo que es justo y recto, es menos evidente en la Ética que
en la Política.19 "Las leyes tienden al interés común de todos, o al
interés de quienes ocupan el poder determ inado de acuerdo con la
virtud o de alguna m anera similar; por lo tanto, podemos llam ar justo
en cierto sentido a todo lo que genera o m antiene la felicidad o los
componentes de la felicidad de la com unidad política.” Aristóteles des
cribe luego la ley como si prescribiera la virtud y prohibiera el vicio,
excepto en los casos en que ha sido promulgada en form a negligente. Y
esto debe recordarnos la complacencia de Aristóteles con la situación
social existente. Quizá no sea accidental que crea tam bién que algunos
hombres son esclavos por naturaleza.
Por contraste, Aristóteles parece m ejorar en su inclusión de la amis
tad entre las necesidades del hombre que alcanza o está a punto de
alcanzar el bien. Distingue las variedades de la amistad —entre iguales
y desiguales, basada en un placer compartido, en la utilidad m utua o
en una virtud común— y presenta un catálogo típico, cuyos pormenores
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quizás interesan menos que la presencia misma de este examen. Pero
la autosuficiencia del hom bre ideal aristotélico afecta y deforma p ro
fundam ente su exposición de la amistad. Pues su catálogo de las
clases de amigos presupone que siempre podemos form ular las pregun
tas: "¿Sobre qué se basa esta amistad?” y "¿En virtud de qué existe?”
N o queda lugar, p o r lo tanto, para ese tipo de relación hum ana con
respecto a la cual está fuera de cuestión la indagación de sus funda
mentos o finalidades. T ales relaciones pueden ser muy distintas: el amor
homosexual de Aquiles p o r Patroclo, o de Alcibíades por Sócrates; la
devoción rom ántica de Petrarca por Laura; la fidelidad m atrim onial
de T om ás M oro y su esposa. N inguno de estos casos podría incluirse
en el catálogo aristotélico: Aristóteles no da im portancia al am or per
sonal frente a la verdad, afabilidad o utilidad de la persona. Y podemos
com prender por qué si recordamos al hom bre de alma noble. Éste
adm ira todo lo bueno, y lo adm irará también en los demás. Pero ca
rece de necesidades, y es reservado en su virtud. Por eso la am istad será
siempre p ara él una especie de sociedad de adm iración moral m utua,
y ésta es precisam ente la amistad que describe Aristóteles. Y esto ilií-
mina nuevam ente el conservadorismo social de Aristóteles. ¿Cómo po
dría haber u n a sociedad ideal para u n hom bre cuyo ideal está tan
centrado en el yo como en el caso de Aristóteles?
Para Aristóteles, por supuesto, el ejercicio de la virtud no es un fin
en sí mismo. Las virtudes son disposiciones que salen a relucir en los
tipos de acción q u e m anifiestan la excelencia humana. Pero las incita
ciones a la virtud, a la valentía, a la nobleza de alma y a la liberalidad
no nos dicen lo que tenemos que hacer en el sentido de indicarnos
una meta; más bien nos dicen cómo debemos comportarnos en la p er
secución de nuestra meta, cualquiera que ella sea. Pero, ¿cuál de
bería ser esa meta? T ra s todas estas afirmaciones, ¿en qué consiste la
evSai/iovia? ¿Cuál es el réXos d e la vida humana? Una exigencia que
Aristóteles considera con inmensa seriedad, pero que finalmente re
chaza, es la del placer. En relación con este tema tiene que luchar
contra dos tipos de oponentes. Espeusipo, que fue el inm ediato sucesor
de Platón en la dirección de la Academia, había sostenido que el placer
no era de ninguna manera un bien. Eudoxo, el astrónomo, que tam
bién había sido discípulo de Platón, afiim ó, por lo contrario, que el
placer era el suprem o bien. Aristóteles quiso negar la posición de Es
peusipo sin qued ar expuesto a los argumentos de Eudoxo. Su defensa
de la bondad del placer, o al menos de la bondad de ciertos placeres,
constituye en parte u n a refutación de la posición de Espeusipo. Sos
tener, por ejemplo, que los placeres son malos porque algunos son
perjudiciales para la salud es lo mismo que sostener que la salud es
” n m al p o rq u e a veces el anhelo de salud entra en conflicto con el
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inhelo de riqueza. En forma más positiva, Aristóteles señala el hecho
de que .todos buscan el placer como una evidencia de que es bueno, y
presenta otro argum ento en el sentido de que el placer se siente en
lo que denom ina actividad no obstruida. Todos sienten placer en la
actividad no obstruida; todos desean q u e sus actividades no se vean
obstruidas; por lo tanto, todos deben considerar el placer como un bien.
Pero, de hecho, el placer aparece como común a todas las formas de
actividad, y como el único factor común a todas: Aristóteles se en
cuentra por momentos en una posición cercana a la de Eudoxo, y al
gunos comentaristas h an sostenido que ésta es la posición que adopta
en el lib ro V II de la Ética. Pero en todo caso, en el libro X , presenta
argumentos contrarios a la posición de Eudoxo, aunque incluso aquí
se siente evidentemente perplejo ante la relación existente entre el
placer y el TéXos de la vida hum ana. La razón de su perplejidad re
sulta clara. El placer satisface evidentemente algunos de los criterios
que debe satisfacer cualquier cosa que quiera desempeñar el papel de
réXos» pero hay otros que no llega a satisfacer. Sentimos placer en
lo que hacemos bien (nuevamente la actividad no obstruida), y así
sentir placer en una actividad es un criterio de que se la realiza tal
como se desea, y de que se alcanza el réXos de esa acción. U n réXos
debe ser un m otivo para actuar, y la obtención de placer es siempre
un m otivo p ara actuar, aunque no siempre sea decisivo en última ins
tancia. El placer no sólo es anhelado tam bién por casi todos, y por
eso parece ser un réXos universal, sino que no puede ser un medio
para otra cosa. No buscamos el placer en virtud de algo ulterior que
pueda obtenerse de él. Al mismo tiempo, el placer tiene características
que se oponen a la naturaleza de un réXos- N o completa o term ina
una actividad; es decir, el placer que sentimos al hacer algo no es un
signo de q u e hayamos alcanzado nuestra m eta y que, por lo tanto, ten
gamos que detenernos. Más bien, la obtención de placer constituye un
motivo para continuar con la actividad. Además, no hay acciones p a r
ticulares o conjuntos de acciones que puedan prescribirse como formas
de llegar al placer. El placer surge de muchos tipos diferentes de acti
vidades, y decir que el placer es el réXos no nos daría nunca por sí
mismo un m otivo p ara elegir uno de esos tipos de actividad y desechar
a los demás. Pero ésta es precisamente la función de un réXos- Y,
finalm ente, el placer que sentimos en una actividad no puede ser iden
tificado con independencia de la actividad misma: disfrutar o sentir
un p lacer al hacer algo n o es hacer algo y tener a la p ar la experiencia
de otra cosa que es el placer. D isfrutar de un juego no es jugarlo y,
además, experim entar ciertas sensaciones que constituyen, por así de
cirlo, el placer. D isfrutar de un juego es simplemente ju g ar bien y no
distraerse, es decir, estar, como se dice, totalm ente sumido en el juego.
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Por eso no podemos separar el placer como un réXos externo a la
actividad, con respecto al cu al ésta es u n medio. El placer —como se-
ñaia Aristóteles en una frase memorable pero poco provechosa— so
breviene al réXos “como la lozanía en las mejillas de la ju v e n tu d ”.
Pero si hay distintas actividades y distintos placeres, ¿a qué acti
vidades hemos de dedicarnos? A las actividades del hom bre bueno.
Pero, ¿cuáles son éstas? "Si la felicidad consiste en la actividad acorde
con la virtud, es razonable que sea la actividad acorde con la más alta
virtud, y ésta será la virtud de lo que es m ejor en nosotros.” Lo m ejor
en nosotros es la razón, y la actividad característica de la razón es la
déupía , ese razonam iento especulativo que se ocupa de las verdades
inmutables. Esa especulación puede ser una form a de actividad con
tinua y placentera, y en el lenguaje directo de Aristóteles es " la más
placentera”. Es una ocupación que se basta a sí misma y no tiene con
secuencias prácticas, de m odo que no puede ser un m edio para otra
cosa. Es una actividad para los momentos de ocio y de paz, y en los
momentos de ocio hacemos las cosas en virtu d de sí mismas, porque los
negocios tienen por finalidad el ocio y la guerra tiene por finalidad
la paz. Como se refiere a lo inm utable e intem poral, se ocupa, ante
todo, de lo divino. Aristóteles sigue a P lató n y a gran parte del pensa
miento griego en su identificación de la inm utabilidad con la divinidad.
Así, sorprendentem ente, el fin de la vida hum ana es la contem pla
ción metafísica de la verdad. El tratado que comenzó con un ataque
a la concepción platónica de la Forma d« ' bien term ina en una po
sición no m uy lejana a esa misma actitud de desprecio por lo m era
mente hum ano. Los bienes exteriores sólo son necesarios hasta cierto
límite, y sólo se exige una riqueza moderada. Así, toda la vida hum ana
alcanza su más alto nivel en la actividad de un filósofo especulativo
que dispone de una entrada razonable. La trivialidad de la conclusión
no puede ser más clara. ¿Por qué se llega a este resultado? U na clave
puede encontrarse en el concepto aristotélico de autosuficiencia. Las
actividades de un hom bre en sus relaciones con los demás están subor
dinadas finalm ente a esta noción. El hombre puede ser un anim al
social y político, p ero su actividad social y política no es lo fundam en
tal. Pero, ¿quiénes pueden vivir con este grado de ocio y de riqueza, y
desentenderse hasta tal p u n to de los asuntos ajenos al propio yo? Es
evidente que muy pocas personas. Sin embargo, Aristóteles consideraría
que esto no constituye una objeción: "Pertenece a la naturaleza de
la mayoría el moverse p o r tem or y no por un sentimiento de honor, el
abstenerse de lo m alo no en virtud de su vileza, sino por tem or a las
penalidades; porque al vivir de acuerdo con sus emociones, persiguen
los placeres adecuados y los medios para llegar a estos placeres, y evi
tan los dolores opuestos, pero no tienen siquiera un concepto del noble
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fin del verdadero placer, ya que nunca lo han probado.” Por lo tanto,
Aristóteles infiere que nunca podrían ser atraídos o transformados por
la especulación ética. El tono es similar al de las L eyes de Platón.
El auditorio de Aristóteles consiste en un a pequeña m inoría ociosa.
Ya no nos enfrentamos con un Tc\os de la vida hum ana como tal,
sino con el Tí\os de una forma de vida que presupone un cierto
tip o de orden social jerárquico y tam bién una visión del universo en
la que el reino de la verdad intem poral es m etafísicamente superior al
m undo hum ano del cambio, la experiencia sensible y la racionalidad
ordinaria. T o d o el esplendor conceptual d e Aristóteles, m anifestado en
el curso de la argum entación, cae finalm ente en una apología de esta
form a de vida hum ana extraordinariam ente estrecha. Inm ediatam ente
surgirá la objeción de que así juzgamos a A ristóteles sobre el fondo
de nuestros propios valores, y no en relación con los suyos. Se cometería
el erro r de un anacronism o. Pero eso no es verdad. Sócrates ya había
presentado o tro conjunto posible de valores tanto en sus enseñanzas
com o en su vida, y la tragedia griega ofrece otras posibilidades dife
rentes. La posición aristotélica no se debe a la falta de conocimiento
de puntos de vista alternativos sobre la vida hum ana. P or lo tanto,
¿cómo hemos de com prender esta unión en la Ética de la penetración
filosófica con el oscurantism o social? Para responder a esta pregunta
debemos contem plar la obra de Aristóteles dentro de u n a perspectiva
más am plia.
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