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RELATO
CORTO
ILUSTR ACION ES
OGNJEN SPOR IN
EDITOR IA L
CHLOE FR ABONI, ER IC GERON
A SESOR ÍA DE TR A SFONDO
COURTN EY CH AV EZ, SEA N COPELA ND
CONSULTOR ÍA CR EATI VA
STEV E AGUILA R, ELY CA NON, STEV E DA NUSER,
CHR IS METZEN, KOR EY R EGA N
PRODUCCIÓN
BR IA N N E MESSINA, A MBER PROU E-THIBODEAU,
CA R LOS R ENTA
DISEÑO
JESSICA RODR IGU EZ
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comerciales o marcas registradas de Blizzard Entertainment, Inc. en los EE. UU. u otros países.
El joven orco se movía como una sombra entre el follaje de las palmeras.
El borde de los Baldíos del Norte era un lugar hermoso: había incontables árboles
cargados de frutas entre el piar de los pájaros cantores en el cielo. El joven orco había
oído historias sobre el druida elfo de la noche, Naralex, que, con la ayuda de otros,
había restaurado esta tierra, antaño árida, para convertirla en el glorioso vergel que
tenía delante. Y, sin embargo, a pesar de toda aquella majestuosidad esmeralda,
había grandes peligros. Si uno sabía dónde buscar, era posible encontrar cicatrices
en la tierra: antiguos huesos blanqueados entre marañas de hierba exuberante,
cuchillas quebradas y mangos oxidados de hachas de guerra. La tierra recordaba a
los que habían luchado allí. Los que habían dado su sangre y habían muerto.
El orco se esperaba la sensación de estar en un cementerio porque así se lo había
descrito su padre, pero no experimentó el pesar melancólico que le había anunciado.
En su lugar, ante cada arma antigua o cada marca dejada por el fuego en los árboles
más antiguos, le embargó una sensación de asombro.
«Camino entre la historia de mi pueblo», se dijo. No solía pensar en estas cosas.
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Sentía en ello el peso de la verdad, como si estuviera al borde de una verdad superior,
tan cerca de ella como la bestia a la que estaba dando caza. Algo nuevo, tratando de
florecer en la tierra de su alma.
Trepó hasta lo alto de un peñasco quebrado y se puso en cuclillas mientras se
llevaba las manos a las armas de forma instintiva. La soledad en aquel lugar era muy
diferente a lo que se había imaginado. Mucho antes de salir de casa para llevar a cabo
la primera etapa de su Om’gora, se había sentido inundado por la emoción de todas
las formas posibles: la bravuconería que bulló en su pecho cuando anunció a sus
padres que estaba preparado. La emoción de la caza. La satisfacción de dar el primer
paso hacia la aceptación. La esperanza de ganarse la siguiente bendición después de
esta. Todas estas sensaciones se habían desvanecido. No habían desaparecido, pero
sí retrocedido hasta un rincón más oculto de su corazón y su mente. Había notado
que el cambio se producía lentamente. La emoción del Om’gora aún perduraba
en él, pero el fuego subyacente se había extinguido. El miedo estaba presente, por
supuesto. Era joven pero no idiota.
Lo que sentía ahora, con toda claridad, era un arrebato de asombro. Encaramado
sobre la roca, escuchando el ulular del viento, rodeado de helechos por todos lados
y mirando hacia las fauces abiertas de las Cuevas de los Lamentos, sintió como si
hubiese un millar —no, diez millares— de orcos a su alrededor. Lo acompañaban, a
pesar de que casi todos ellos se hubieran perdido en el tiempo y en la batalla. Sabía
que algunos habían fracasado intentando completar el mismo rito, justo allí, en
aquella roca o en la densa oscuridad de las cuevas.
Los sintió.
Eran ellos.
Y, en cierta medida, se dio cuenta de que probablemente aquella fuese la primera
vez que entendía de verdad lo que significa ser un orco. No como un guerrero en su
entrenamiento, sino como alguien que, quizá, algún día, pudiera servir a su pueblo...
en caso de vivir lo suficiente como para lograr tal honor. Era raro que, a pesar de que
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empuñaba sus armas sabiendo que le esperaba una pelea que sólo podía terminar en
muerte, no pudiese sentir un solo ápice de odio o sed de sangre en su corazón. Solo
sentía paz. Una especie de calma.
«Acepto la muerte —se dijo. Pero, al instante, corrigió ese pensamiento—.
Acepto que puedo morir».
Era una idea nueva para él, y la contempló con asombro mientras le daba vueltas
en la cabeza.
«Puede que hoy muera.
Puede que hoy mate.
Puede que la bestia y yo muramos, pero no pasa nada. Es algo natural».
Estos pensamientos no eran los de un jovenzuelo. Empezaban a parecerse a las
cavilaciones de un orco adulto. Sonrió y, durante un momento muy prolongado, se
sintió complacido con ello y con todo lo que implicaba.
De repente, de la entrada a las Cuevas de los Lamentos surgió un sonido que
barrió todas sus ensoñaciones. Un rugido. Profundo. Hambriento. Primigenio.
Al instante, el joven sintió que se le quedaba la boca seca como el polvo. Volvió
a poner las manos sobre sus armas. El joven, el muchacho, había vuelto. Estaba
aterrorizado, deseando ponerse la armadura de nuevo. El salvaje aullido lo había
proferido la cosa a la que daba caza. Un monstruo que había matado no solo a los
numerosos orcos jóvenes que habían fracasado en su intento de derrotarlo, sino
también a muchos orcos veteranos y aventureros errantes. El monstruo había dejado
el suelo del oasis sembrado de sus huesos y hojas rotas.
Tritesta el Azotador.
La hidra profirió un bramido para hacerle saber al joven orco que sabía que
estaba allí.
Estaba esperándolo.
Y él estaba preparado.
Preparado para matar a la bestia y llevarle la prueba a su gente. A su familia.
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El salvaje aullido lo
había proferido la cosa a la
que daba caza. Un monstruo que
había matado no solo a los numerosos
orcos jóvenes que habían fracasado en su
intento de derrotarlo, sino también a
muchos orcos veteranos y aventureros
errantes. El monstruo había dejado el
suelo del oasis sembrado de sus
huesos y hojas rotas.
—¡Voy a por ti! —El joven orco intentó hacer acopio de valor y erguirse alto y
orgulloso, como correspondía a un hijo de su raza. Pero el corazón le palpitaba con
fuerza en el pecho, y las manos que esgrimían el hacha y la daga estaban empapadas
en sudor.
Aun así, bajó por la pendiente tratando de ignorar las marcas de garras que
cubrían como los surcos de un ladrillo la entrada de las cavernas. El movimiento
logró devolver algo de fuerza a su desfallecido valor. El hecho de moverse era un
acto de valentía en sí mismo. De determinación. Esbozó una sonrisa al sentir que
unas primeras chispas de entusiasmo prendían en su pecho.
—Voy a por ti —dijo de nuevo, esta vez en voz baja. Apretando el paso, abandonó
la llanura bañada por el sol y se dejó envolver por la oscuridad de las cuevas.
Antes de que lograse orientarse, un nuevo rugido escalofriante escapó de la
garganta del monstruo.
El brillo de unos ojos entornados apareció por encima de él, muy lejos.
La hidra atacó con garras afiladas como cuchillas.
El orco esquivó el ataque y golpeó con el hacha.
—La muerte de ese joven supone otra pérdida para la Horda —dijo Thrall mientras
abandonaba la sala del consejo en el Fuerte Grommash. Había sido una reunión
sombría, ya que el tema principal era la muerte de un joven orco que había intentado
llevar a cabo su Om’gora sin estar preparado para ello. Aquella mañana, un grupo
de guerreros había llevado su cuerpo destrozado y frío hasta la ciudad.
Thrall y Aggra tomaron uno de los muchos caminos de tierra de Orgrimmar en
dirección a su casa, aunque sin la menor prisa por llegar. Ni allí ni a cualquier otro
lugar. Hacía una tarde agradable. Brillaba el sol, y una brisa suave mecía las hojas
de los árboles y los estandartes de las murallas exteriores. En el interior de estas
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defensas se extendían las sombras entre las casas y los edificios, y los sabrosos olores
de decenas de fogones salían flotando por las ventanas abiertas. A pesar de lo cual
los dos sentían pesadumbre en los corazones.
—Tritesta ha segado otra vida —caviló Thrall con tono ominoso—. Sigo sin
entender por qué tantos jóvenes orcos han decidido rastrear y dar caza a esa bestia
concreta Pero me alienta saber que la Horda seguirá apoyando unida los próximos
intentos de nuestros jóvenes.
Aggra sonrió con tristeza.
—Solo un orco excepcional podrá derrotar a esa bestia. —Hizo una pausa—.
Durak se está convirtiendo en un joven guerrero muy prometedor. Lo rechazaste la
pasada estación, pero pronto estará preparado.
Thrall no la miró a los ojos.
—Nunca permitiré que nuestro hijo salga a cazar a ese monstruo.
—¿Crees que es débil? —preguntó ella con brusquedad.
Thrall apretó la mandíbula con fuerza.
—¿Débil? No. Jamás. Pero el Om’gora no debe tomarse a la ligera, tal y como
hemos comprobado.
—Durak es tan fuerte como cualquiera de su edad. Y más que la mayoría —
insistió Aggra.
—No lo niego —repuso él. Lo cierto es que la visión del cadáver del joven lo
había afectado. Miró a su alrededor—. Hablando de Durak, ¿dónde está el chico?
—Rehze dice que se ha ido a pescar de nuevo —respondió Aggra—. Tiene una
habilidad especial para atraer caballas a su anzuelo.
—Esta noche cenaremos bien. —Thrall hizo una pausa y volvió a sacar el tema
—. Me duele escuchar que los nuestros mueren por culpa de un rito que debería
servir para inspirar a los jóvenes.
Aggra se echó a reír.
—Lo dice el sabio y poderoso orco que contribuyó a convertir esta práctica en
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—Como líder, como
chamán y como padre, veo
que el mundo ha mejorado. Sin
embargo..., por mucho que haya buscado
la paz, a veces temo un mundo libre de la
guerra. Si Durak y Rehze alcanzan la mayoría de
edad en un mundo en paz..., ¿sabrán por qué
luchamos? ¿Tendrán la suficiente sabiduría
como para reconocer la injusticia, el mal y la
crueldad cuando aparezcan? ¿Poseerán
el valor y la fuerza para enfren-
tarse a ello?
una costumbre de la Horda.
Thrall asintió.
—Aunque eso sea cierto, no significa que tengan que gustarme todos los resultados.
—Tras caminar unos pasos en silencio, suspiró y añadió—: Hay momentos en los
que echo de menos mis primeros días como jefe de guerra. No, no me mires así. Me
encanta lo que hemos construido aquí y nunca volvería atrás. Pero la sensación era
distinta entonces.
—O puede que —respondió Aggra—, a pesar de toda tu sabiduría, no seas capaz
de empatizar con lo que deben hacer esos jóvenes para comprender su fuerza y
reclamar su poder. Al fin y al cabo, te criaste con los humanos. No completaste estos
ritos en tu juventud. Libraste grandes batallas para superar un mar de injusticias.
Tu auténtico rito fue la forja de un mundo mejor y, al seguirlo, te convertiste en la
persona que eres ahora.
Thrall volvió a asentir.
—¿Crees que envidio las oportunidades que han tenido estos jóvenes desde que
nacieron? Pues claro. ¿Estoy satisfecho con todo lo que ha logrado nuestro pueblo?
Sí. Sobre todo, después de lo de Garrosh y lo de Sylvanas...
—Entonces, ¿qué te aflige ahora, am’osh?
Thrall arrugó el gesto con fiereza, pero, al cabo de un instante, esbozó una
sonrisa triste.
—Como líder, como chamán y como padre, veo que el mundo ha mejorado. Sin
embargo..., por mucho que haya buscado la paz, a veces temo un mundo libre de
la guerra. Si Durak y Rehze alcanzan la mayoría de edad en un mundo en paz...,
¿sabrán por qué luchamos? ¿Tendrán la suficiente sabiduría como para reconocer la
injusticia, el mal y la crueldad cuando aparezcan? ¿Poseerán el valor y la fuerza para
enfrentarse a ello? Incluso ahora, dedico casi todo mi tiempo a rugir y a gritar en las
reuniones del consejo. Casi no recuerdo la última vez que empuñé un arma.
Gruñó al pasar junto a un grupo de jóvenes vestidos como héroes. Iban envueltos
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en capas de guerra hechas con retales de estandartes y llevaban ollas de cocina
abolladas a modo de yelmos. Se perseguían unos a otros con espadas y hachas
hechas con hojas secas de palmeras. Aunque Durak se estaba haciendo mayor para
ese tipo de juegos, entre ellos estaba su hija pequeña, Rehze. La muchacha chillaba,
perseguida por otro joven orco, pero en ese momento, en un movimiento rápido,
giró sobre sí misma y lanzó un hábil corte hacia atrás que alcanzó a su perseguidor
en el estómago.
—Eso —dijo Thrall mientras los señalaba—. Eso es lo que realmente quiero
hacer.
—¿El qué? ¿Volver a la guerra?
Los ojos del orco relampaguearon.
—Algo así.
Dicho esto, echó la cabeza hacia atrás para proferir un grito de guerra, arrancó
una rama de un arbusto y corrió hacia los niños blandiéndola como si fuera un arma
legendaria. Los jóvenes chillaron, y Rehze, al ver a su padre, se giró hacia los demás
y los encaró mientras alzaba su arma de pega.
—¡Nos ataca un ogro! —gritó para enardecerlos a todos, incluidos aquellos a los
que se estaba enfrentando hacía un solo instante.
—¿Dónde está Durak? —gruñó Thrall—. ¿Qué habéis hecho con mi primogénito,
monstruitos?
Rehze se mantuvo firme.
—Está amordazado y atado. Es nuestro prisionero. No darás con él para liberarlo.
Lo sacrificaremos esta noche. Es nuestro por derecho de conquista.
Thrall alzó sobre ellos, amenazante.
—Liberad a mi hijo o sufriréis mi cólera.
—¡Sufre tú la mía! —bramó Rehze—. Orcos de la Horda, ¡a mí!
Con un gran grito de guerra, la muchacha se lanzó a la carga hasta encontrarse
con Thrall en medio de la calle.
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—¿Aceptas tu derrota? ¿Te rindes? —exigió.
Antes de que Thrall tuviera tiempo de responder, se abalanzó sobre él y lo
empujó hacia atrás. Al instante, todos los jóvenes se encaramaron al gran campeón,
lo derribaron y empezaron a golpearlo ferozmente con sus armas.
Aggra se quedó allí, riendo a carcajadas. Y entonces comenzó a repartir consejos
tácticos, pero no a su compañero, sino a Rehze y a su pequeña Horda.
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Pero aquí estás, rugiendo en las
reuniones del consejo y formando a
una nueva generación para que luche con
palabras e ideas tanto como con hachas y
flechas. La Horda se hará más fuerte gra-
cias a tu sabiduría y a la de aquellos que
dejaron su huella en ti.
joven, y fue Aggra quien participó en esas conversaciones, analizando la situación
y valorando si debían organizarse un grupo para dar caza a Tritesta o sería mejor
reservar la gloria para un contendiente digno.
Thrall se conformó con escuchar. Aquel día, no estaba de humor para estas
conversaciones.
Una vez que se marcharon sus amigos, Aggra reanudó la conversación.
—Una vez me contaste lo mucho que Varok valoraba el honor. ¿Qué fue lo que
dijo? «El honor, héroes... Nunca renunciéis a él».
—Sí —dijo Thrall sorprendido por aquel comentario sin aparente contexto—.
Tenía razón, desde luego.
Ella escudriñó su rostro.
—Tal vez sea eso lo que deseas para nuestros jóvenes. Honor. Algo fácil de
reclamar en una batalla justa.
—Puede ser. —Sacudió la cabeza—. Pero con un coste igualmente alto.
Aggra lo cogió de la mano y lo condujo fuera del callejón hasta un tranquilo
camino que discurría entre una hilera de establos.
—He pagado un alto precio por la guerra —dijo Thrall—. Orgrim y Grommash.
Cairne, Varok, Vol’jin... Muchas veces echo de menos sus consejos, su amistad y
su comprensión, pero los he perdido. Ahora me toca liderar junto a sus hijos y
sucesores mientras intento decidir cómo preparar a los míos.
—Todo lo que dieron vive ahora en tu interior.
—El recuerdo de ello, sí. Pero muchas veces desearía que los espíritus que tanto
echo de menos respondieran cuando les pido consejo. El tiempo ha sido generoso
conmigo. Me ha dado a Durak, a Rehze, a la Horda y a ti, pero también se ha
llevado a muchas personas que merecían vivir, merecían descubrir quiénes eran más
allá del campo de batalla. A veces me siento estafado. ¿Te parece absurdo?
—En absoluto. —Aggra solía ser feroz, incluso cuando bromeaba, pero no en
aquel momento—. Pero aquí estás, rugiendo en las reuniones del consejo y formando
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a una nueva generación para que luche con palabras e ideas tanto como con hachas
y flechas. La Horda se hará más fuerte gracias a tu sabiduría y a la de aquellos que
dejaron su huella en ti. Sé que, bajo tu dirección, nuestro pueblo alcanzará nuevas
cotas porque veo cómo estás formando a nuestros jóvenes. Y, por eso, también sé
que Durak está preparado para su Om’gora.
Thrall se inclinó hacia delante hasta que sus frentes se tocaron. Un gesto delicado.
Sorprendida, Aggra se resistió durante un breve instante, pero luego se apoyó en él.
Compartió el momento.
Thrall tenía la frente hinchada por un golpe del pequeño y puntiagudo codo de
Rehze, así que hizo una mueca de dolor y se echó a reír.
—El amor duele —dijo Aggra, y después lo abrazó—. Pero sus ecos están a
nuestro alrededor. Nuestros ancestros y amigos perdidos resuenan en nosotros, igual
que nuestros actos resonarán en otros cuando ya no estemos. Pero, de momento,
sigues aquí. Y, por eso, todos nos alegramos.
Compartieron una sonrisa antes de reanudar su paseo por Orgrimmar.
—El honor no es contrario a la precaución —dijo Aggra—. Entiendo los motivos
por los que no has presionado a Durak para que comience los preparativos de su
Om’gora, pero no puedes protegerlo para siempre.
—Lo sé —dijo Thrall hinchando las fosas nasales—. Pero sigue siendo joven.
—En esta ciudad hay otros más jóvenes que él que ya han comenzado los ritos.
—Y muchos de ellos han muerto —dijo Thrall—. No hay que tomarse el Om’gora
como un medio para conseguir la gloria o para demostrar lo que uno vale. Es un
voto de servir, honrar y proteger a nuestro pueblo, y sirve para aprender todo lo que
ello implica. Sé que Durak ya es mayor, pero no está preparado. Lo estará, pero,
por ahora, él cree que solo se trata de ser duro y valiente, y eso es una parte muy
pequeña de lo que necesitará para tener éxito.
Aggra señaló con un ademán a algunos de los niños mayores del patio.
—Algunos de sus amigos ya han superado sus ritos. Eso le afecta.
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—Lo sé.
—Y se dice que algunos lo han hecho sin la bendición de sus padres.
Thrall resopló.
—Eso también lo sé. Por eso me alegro de que Durak sea lo bastante sabio como
para hacernos caso.
—Por ahora —dijo Aggra—. Puede que llegue el día en el que ya no pueda
esperar más. Eso me recuerda algo —añadió—: Rehze quiere que le expliques qué
es el Om’gora. Está celosa de Durak desde que se lo contaste el invierno pasado.
Thrall asintió.
—Me la llevaré de paseo cuando lleguemos a casa. Es más fácil explicar las
cosas lejos de todo el mundo. —Exhaló un suspiro prolongado—. Nuestros jóvenes
descubrirán las realidades de la vida muy pronto. Las batallas y la gloria nos hacen
fuertes, pero sobre todo si sabemos el motivo por el que luchamos. Y también lo que
hemos perdido y por quiénes luchamos. —Guardó silencio un momento, antes de
añadir—: A mí me llevó mucho tiempo entender esta verdad, como muchas otras
cosas que decía Varok.
—El germen lo llevabas dentro. No lo aprendiste todo de Varok. —Aggra le dio
un golpecito con el puño—. No te menosprecies, am’osh mío.
—Tu am’osh también tuvo su época de ser solo un idiota con agallas.
—Bueno... Un idiota... En eso no te equivocas... —reconoció ella mientras ambos
sonreían.
Sobre sus cabezas, el sol era como una esfera dorada que rodaba lentamente por
la cúpula azul intenso del cielo. Unas nubes algodonosas navegaban como una flota
de barcos en el lejano horizonte. Las corrientes de aire arrastraban una bandada de
gaviotas que, por su posición respecto a ellos, parecían flotar en el cielo, inmóviles.
Las risillas de los jóvenes llenaban sus oídos.
—Al menos nuestros niños son espabilados y valientes —dijo Thrall—. Ambos
tienen corazón y cabeza.
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—Han salido a su madre en todas las cosas importantes —dijo Aggra sin darle
importancia.
—Eso no te lo voy a negar —respondió Thrall, pero no pudo continuar porque,
en ese momento, algo pequeño y muy poderoso salió de la nada y lo apuntó con un
arma improvisada.
—¡Muéstrame tu fuerza o muere entre gritos, popó de raptor!
Thrall bajó la mirada hacia los feroces y deslumbrantes ojos de su hija pequeña.
—¡Me rindo!
—¡Haces bien! —gritó Rehze—. ¡Porque soy una fiera guerrera de la Horda!
Dicho esto, le dedicó una sonrisa torcida a su padre y puso brazos en jarras,
imitando inconscientemente a su madre.
Thrall, sonriente, se quedó mirando a su mujer y a su hija. No solo se parecían
mucho, sino que compartían un mismo aspecto fiero e imponente. Una misma
mirada luminosa.
—Padre, ¿me puedes hablar sobre el Om’gora? Quiero aprenderlo todo sobre la
guerra. Quiero matar enemigos, cazar bestias y todo lo demás.
Thrall sacudió la cabeza. Pero luego, al ver cómo inclinaba Aggra la cabeza, se
rindió.
—Vale. Vamos a dar un paseo.
—¿Un paseo adónde?
—A cualquier lado. Así podremos hablar a solas.
Rehze asintió con entusiasmo.
—Antes voy a decirte algo, bichito —dijo Thrall—. Lo importante del Om’gora
no es la guerra o el matar. Sirve para aprender lo que significa ser un orco. Sí, hay
que aprender a ser fuerte, pero también a honrar a tus ancestros y a vivir en armonía
con los elementos.
Rehze se quedó mirándolo con una media sonrisa, como si su padre le hubiera
gastado una broma y estuviera esperando que la rematase con un comentario
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gracioso. Thrall se percató de que Aggra lo miraba con expresión divertida.
—Yo iré a preparar la cena. Seguro que Durak volverá a casa pronto —dijo
Aggra—. Vosotros dos disfrutad del paseo. Estoy segura de que tu padre tiene mucho
que contarte.
Las garras de la criatura eran poco más que una sombra en movimiento entre la
negrura más profunda de las cuevas. Aparecieron con tanta rapidez que el joven
orco estuvo a punto de no esquivarlas. Se lanzó al suelo, rodó hacia un lado y volvió
a ponerse de pie tratando de sacar ventaja, pero la oscuridad era tan intensa que no
vio nada.
Empezó a moverse en círculos tratando de encontrar a la bestia. Algo se movió.
De nuevo, una sombra más negra sobre otras sombras. El joven no sabía si estaba
delante o detrás del monstruo.
En ese momento, este volvió a atacar.
Una llamarada de dolor se encendió en el costado derecho del orco, que se
tambaleó. Pero, mientras perdía el equilibrio, alcanzó a atisbar un hombro musculoso,
la curva de una boca perversa y el brillo de un ojo implacable.
Aterrado, pugnó por mantener el equilibrio y, con un movimiento brusco, se
desplazó de lado y levantó las armas mientras retrocedía hacia la luz del sol que
cubría la entrada de la caverna. Lanzó un golpe de revés con el hacha y notó que
la hoja golpeaba algo que cedía, pero no oyó un grito de agonía. El orco retrocedió
trastabillando, y la criatura lo siguió.
Era un ser pesado y se movía sin prisa, ya fuese porque no tenía miedo a su presa
o por cautela ante el golpe que acababa de recibir. Su aliento era un siseo irregular,
y el suelo parecía temblar a cada uno de sus pasos. El joven orco captó el olor de la
sangre en la atmósfera densa de la cueva. Sabía que, en parte, era la suya, pero lo
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El Om'gora exigía que los
orcos demostraran su valentía,
pero el joven orco notaba que la suya
empezaba a flanquear. Pero sabía que debía
demostrar lo que valía. Después de haberse
marchado para cumplir esta misión, sería
humillante volver con las manos vacías. El
fracaso proyectaría su sombra sobre él
durante el resto de su vida. Para
eso, mejor no volver.
que más notaba era el abrumador hedor de una sangre mezclada con algo parecido
al azufre. Algo crujió bajo sus pies. Huesos, sin duda.
—¡Ven a por mí! —dijo con un bramido sordo.
Instantes después, salió a la luz del sol y adoptó una postura de combate, con las
rodillas dobladas para mantener el equilibrio, las armas cruzadas por delante y el
cuerpo agachado para no mostrarle puntos débiles a la bestia.
—Ven aquí —gruñó.
Y vino.
Con un movimiento que recordaba a los de los grandes depredadores felinos,
aunque mucho más grande, una zarpa salió lenta y cautelosamente de la oscuridad.
La criatura avanzaba sobre dos patas tan grandes como troncos de árboles, revestidas
de unas escamas que se superponían como las placas de una armadura de batalla.
Tenían incontables cicatrices, obra de otros orcos jóvenes que no habían podido
matarla durante sus ritos.
El orco tragó saliva con fuerza, pero no retrocedió.
—Vamos —dijo tratando de provocarla—. Déjate ver...
Dio un nuevo paso, con la misma lentitud de antes; la hidra pasó de la oscuridad
absoluta al resplandor de un sol implacable. Sus garras abrieron unos surcos sobre el
duro suelo. Entonces echó sus cabezas hacia atrás.
Las tres.
El orco sintió que se le helaba la sangre en las venas.
Las tres cabezas lo miraron desde lo alto de unos cuellos largos y musculosos.
Cada una de ellas era igual de horripilante que las demás, con una cresta erizada
de púas en lo alto de un cráneo de reptil. Los labios escamosos se abrieron para
mostrar varias hileras de dientes serrados, el más pequeño de los cuales era tan largo
y afilado como la daga del orco.
El joven orco notó la presión de sus seis ojos sobre sí. Una presión palpable,
penetrante y letal. A la luz del día, el orco pudo ver con mayor claridad que el
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cuerpo escamoso de la criatura estaba lleno de cicatrices de espada y hacha. Tritesta
el Azotador había librado un sinfín de batallas y las había ganado todas.
Todas.
La hidra avanzó otro paso, y la cola apareció bajo la luz: gruesa, larga y acabada
en una maraña de púas, igual que las cabezas. Se levantó sobre dos enormes patas y
llenó el aire con tres chillidos espantosos.
El joven orco trató de hacer acopio de todo su valor. Se encontraba ante el motivo
por el que había viajado hasta allí. Aquella batalla. Aquel combate. El Om’gora
exigía que los orcos demostraran su valentía, pero el joven orco notaba que la suya
empezaba a flanquear. Pero sabía que debía demostrar lo que valía. Después de
haberse marchado para cumplir esta misión, sería humillante volver con las manos
vacías. El fracaso proyectaría su sombra sobre él durante el resto de su vida. Para
eso, mejor no volver.
No obstante, las realidades del momento también proyectaban su propia sombra.
Él debía luchar contra sus dudas y miedos, mientras que la criatura tenía una
seguridad absoluta en su propio poder y podía estar tranquila sabiendo que había
sobrevivido a todos los que habían tratado de darle caza alguna vez.
A todos y cada uno de ellos.
Todos estos pensamientos rugían como una tormenta embravecida en la mente
del joven orco. Con un grito de miedo y rabia, saltó hacia el monstruo con la daga
levantada como distracción al tiempo que asestaba un golpe lateral con el hacha
utilizando toda la fuerza de sus músculos, cada ápice de su entrenamiento y todo el
peso de su valor. La hoja mordió profundamente, y la herida comenzó a sangrar a
borbotones.
Sin que ello sirviese para nada.
El siguiente alarido que inundó las llanuras fue el suyo.
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Thrall y Rehze atravesaron las puertas de Orgrimmar y dejaron la ciudad atrás.
Hacía fresco a la sombra de los árboles. Una víbora les salió al paso, pero se
detuvo para observarlos mientras pasaban. Rehze la vio y sonrió con una inocencia
que enterneció a su padre.
—Es agradable pasar tiempo a solas, bichito —dijo este—. No siempre tenemos la
ocasión de hablar. Siempre estás incordiando a Durak, escaqueándote de las tareas
que te encarga tu madre o tendiendo alguna emboscada a tu pobre y viejo padre.
—¡Hoy te he vencido! —gritó ella.
—Así es —reconoció Thrall mientras le revolvía el pelo. La niña le apartó la
mano de un manotazo mientras soltaba una risita.
Al poco tiempo, la tierra árida dio paso a dos cañones de roca roja que parecían
haber prendido con la puesta de sol. Tras la neblina que se levantaba frente a ellos, los
acantilados de color carmesí parecían rielar en el aire. El ambiente era más seco allí
que en la ciudad, pero el calor resultaba menos agobiante. Había lagartos espinosos
y escarabajos peloteros correteando entre las rocas, y una gaviota revoloteaba con
parsimonia en las alturas.
Caminaron durante casi media hora sin decir gran cosa, dedicados a ver y a
escuchar todo lo les mostraba el mundo natural. Thrall notaba que su hija estaba
cada vez más relajada e iba perdiendo esa ansia juvenil que hacía que pareciese que
se multiplicaba por diez. Ahora caminaba a su lado con una actitud parecida a la
paciencia.
—¿Padre?... —dijo al cabo de un rato.
—¿Sí?
—¿Me vas a hablar sobre el Om’gora?
—Sí. Pero ¿por qué te preocupa tanto?
Ella apartó la mirada un instante.
—No es que me preocupe. Lo que pasa es que quiero saber más sobre ello. El
hermano mayor de Harthog tiene pensado salir pronto, a pesar de que acaban de
22
Todos los orcos debe-
mos entender que vivimos en
armonía con la naturaleza y con la
infinidad de espíritus elementales que
comparten el mundo con nosotros. Es algo
que debe alegrarnos, pero que también nos
obliga a permanecer alertas y a ser fuertes
si queremos que siga así. Y es la razón
por la que honramos la tierra con
el Om'gora.
matar a ese otro. Y Durak no habla de otra cosa. Sé lo que dice la gente..., pero no
es lo mismo que saber lo que significa. No es lo mismo que saber el motivo por el
que lo hacemos.
Thrall le dirigió una mirada de reojo. Su petición, aun en palabras de una niña,
tenía profundidad. Demostraba perspicacia y carácter.
—Cuéntame lo que ya sabes —le sugirió.
Ella se lo pensó largo rato mientras bajaban por una colina.
—Sé que tiene tres partes —dijo al fin.
—Tres bendiciones, sí.
—Una trata sobre aprender a respetar a los espíritus de la naturaleza y de los
elementos, y otra sobre honrar a los ancestros.
—¿Y la tercera?
—Sobre demostrar tu fuerza con una cacería, creo.
Thrall asintió.
—Sí a las tres —dijo. —Y no.
—¿Cómo?
—Vamos una por una. Primero, la bendición de la tierra.
—La verdad es que no sé qué significa —reconoció Rehze mientras pasaban bajo
la sombra escasa de unas palmeras desperdigadas—. Nadie habla mucho de ella. Ni
de bendición de los ancestros. Los jóvenes solo hablan del rito de matar bestias.
—No me sorprende. Cazar puede ser muy divertido; forja el carácter y afina
las habilidades. Y la bendición del clan genera historias más emocionantes, que se
cuentan más a menudo. Sin embargo, entre tú y yo, creo que se pueden aprender
más cosas de las otras bendiciones.
—¿A qué te refieres?
Thrall asintió con aprobación y se sentó a su lado.
—El mundo en el que vivimos es más que esto —dijo señalando el mar, los
peces y la árida tierra—. Hay estratos de realidad en todas partes, magia de muchas
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clases. A los que tenemos vocación de chamán, nuestra naturaleza nos lleva a mirar
el mundo con más profundidad.
Rehze abrió más los ojos con interés, como instándolo a continuar.
Él le puso la mano en el hombro.
—Cierra los ojos. Escucha. Siente. ¿Qué notas?
Permanecieron un tiempo sentados en silencio. Thrall le cogió la mano, la llevó
hasta al suelo y le enterró los dedos. Una brisa constante arrastraba hasta ellos el
sonido de la fauna y el aroma de la tierra. Las capas más profundas del suelo estaban
húmedas. El sol irradiaba calor sobre ellos.
Rehze sonrió. Siempre encontraba la belleza en lo más simple: desde un cerdito
que gruñía hasta un árbol caído que alojaba millones de insectos que medraban en
la madera podrida. Thrall se preguntó, y no por primera vez, si estaría destinada al
camino del chamán. Miró a su alrededor: al río y al mar, a las colinas y al paisaje
desértico.
—El mundo natural florece en el encuentro de los elementos. Estos hallan su
propio ritmo y su propia armonía juntos. No siempre es un proceso tranquilo, pero
hasta en el caos aparece el equilibrio. —Hizo una pausa, pidió a Rehze que abriera
los ojos y luego continuó—: Pero, entonces, llegamos nosotros. —Señaló la ciudad en
la distancia—. Tenemos que cazar para comer, talar árboles para construir nuestros
hogares y cultivar los campos para cosecharlos. Nos imponemos a la tierra para
poder vivir, pero, si tomamos demasiado, podemos desequilibrar el mundo natural.
»Todos los orcos debemos entender que vivimos en armonía con la naturaleza y
con la infinidad de espíritus elementales que comparten el mundo con nosotros. Es
algo que debe alegrarnos, pero que también nos obliga a permanecer alertas y a ser
fuertes si queremos que siga así. Y es la razón por la que honramos la tierra con el
Om’gora.
Rehze lo pensó con detenimiento. Una familia de gaviotas que había puesto su
nido entre la hierba alta alzó el vuelo en ese momento, alarmadas por ellos, y padre
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e hija observaron cómo escapaban volando y graznando.
—Soy muy joven para el Om’gora —dijo—. ¿Hay algo que pueda hacer ahora?
—Cosas pequeñas —contestó Thrall—. Pero hasta las cosas pequeñas se vuelven
grandes con el tiempo. Recoger los residuos que abandonan otros que van sin cuidado
marcará una diferencia. Puedes plantar dos árboles por cada uno que tale nuestro
pueblo. Puedes tomar solo lo que necesites en lugar de pensar en los recursos como
algo regalado e infinito. ¿Lo entiendes?
Rehze asintió con los ojos bien abiertos y sumida de nuevo en sus pensamientos.
—Con estos actos, y otros parecidos, demostramos nuestro respeto y nuestra
gratitud a la tierra. Así llamamos a los espíritus de la naturaleza y los acogemos
en nuestras vidas como invitados a los que damos la bienvenida. En esta parte del
Om’gora, el joven se dirige al chamán y pide que estos espíritus se manifiesten para
que lo guíen a la hora de ayudar a la tierra.
»El auténtico chamán trabaja en armonía con los espíritus y los elementos: puede
restaurar la presencia de la naturaleza en un lugar arrasado por la batalla o abonar
la tierra cuyos frutos se han cosechado. Son tareas mundanas que quizá no parezcan
muy gloriosas, pero hacen mucho bien. Nutren el mundo y a nuestro pueblo. Y, si se
hacen con el corazón, cultivan la humildad. ¿Sabes lo qué es eso?
—Claro —contestó Rehze—. Pensar que tú no eres el centro de todo.
Thrall le acarició la cabeza.
—Qué bichito tan listo.
—¿Y en qué consiste la bendición de los ancestros? —preguntó ella.
Thrall lo pensó un momento.
—Los orcos debemos mucho a los que vinieron antes que nosotros. De no ser por
su valentía, su visión y sus muchos sacrificios, no seríamos el pueblo que somos hoy.
No tendríamos hogares seguros. Nos consumirían la ira y la sed de dolor y sangre.
—Sacudió la cabeza—. Si no entendiéramos y honrásemos a nuestros ancestros, no
podríamos valorar de verdad lo que tenemos.
26
—En la distancia, puede parecer
que la Horda se compone de guerre-
ros, luchadores y asesinos. Valoramos la
fuerza de las armas y nos apasiona el com-
bate, pero solo alguien que nos mirara sin
vernos pensaría que es porque amamos
la guerra.
—Vale, pero mi amigo Brotelanza me ha dicho no sé qué de que hay que cocinar.
¿Qué tiene que ver eso con honrar a los ancestros?
Thrall sonrió.
—Algunos orcos preparan un festín en honor a los ancestros, pero hay otras
formas de honrar su memoria y su legado. Podemos contar sus historias y difundir
por todas partes las lecciones que aprendieron para mejorarnos a todos. Podemos
reparar los males que no tuvieron la oportunidad de corregir en vida y continuar su
labor. Podemos cuidar los unos de los otros como cuidaron de nosotros en su día los
que ya no están.
»La humildad, la amabilidad, la benevolencia, la compasión... —añadió—. Son
artes más difíciles de aprender que el uso del hacha y, aun así, son más importantes
para la longevidad de nuestro pueblo. Hasta las comidas sagradas de las que habla tu
amigo Brotelanza exigen mucho: hay que conocer las hierbas, saber cuándo se debe
comer algo según el calendario de su cultivo... Para los orcos que están obsesionados
con el combate, puede parecer una tontería, pero es el corazón de nuestra raza. Es lo
que hace que la Horda sea una comunidad por la que merece la pena vivir y luchar.
Rehze se inclinó para coger una flor, pero se detuvo antes de arrancarla. En
lugar, se agachó y la observó.
—¿En qué piensas? —preguntó Thrall.
—Es hierba cardenal —contestó lentamente la niña. Thrall aguardó—. Si la cojo
solo porque es bonita, se muere y ya está, ¿no?
—Así es.
—Pero madre dice que la hierba cardenal es lo que toman los mayores cuando les
duelen las articulaciones. Hace un ungüento con ella y lo pone en cortes y arañazos.
A veces me lo frota a mí o a Durak si nos sale un sarpullido.
—Todo eso es cierto.
—Puedo... mirarla y ver lo bonita que es —añadió Rehze—, pero no tengo que
arrancarla. Alguien podría necesitarla para una medicina.
28
Thrall volvió a sentir que se le henchía el corazón.
«Lo ha entendido», pensó con amor y orgullo.
Rehze se levantó despacio y se volvió hacia él. Thrall esperaba una sonrisa, pero
no la vio. En su lugar había una leve inquietud en los ojos de la niña que no alcanzaba
a definir. ¿Sería por la importancia de su larga lección y las responsabilidades que
acarreaba?
—Háblame del otro rito. El de la caza.
—La bendición del clan —contestó Thrall—. Ven, vamos a sentarnos bajo las
palmeras y a mirar el agua. Hay pececillos que se duermen en el barro seco durante
meses y se despiertan cuando llueve. A ver si encontramos alguno.
Se sentaron y observaron las aguas de un riachuelo que descendía lentamente
hacia la desembocadura, cubierto por pequeñas ondas que resplandecían a la luz
del sol.
—Los orcos tenemos que ser fuertes y firmes. Tenemos que poder luchar, cazar
y proteger a nuestras familias. Pero esa no es la razón por la que celebramos el
Om’gora. Solo lo parece en la distancia. —Señaló el riachuelo—. Dime qué ves.
Rehze se inclinó hacia adelante con los codos en las rodillas y miró con atención.
—Veo... piedras. Hay una azul y otras verdes.
—¿Qué más?
—Veo un broche viejo que se le debió de perder a alguien.
—¿Y?...
—¡Oh! —gritó la pequeña con repentina alegría—. ¡Hay un pez! ¡Es morado y
con la tripa rosa!
—Perfecto. Si hubieras seguido andando y hubieras mirado el arroyo de pasada,
solo habrías visto agua. Pero, si observas con paciencia, puedes ver mucho más. —
La miró—. ¿Entiendes la lección que esconde eso?
Rehze lo meditó, con la mirada clavada aún en el agua, y asintió.
—Creo que sí.
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—¿Y cómo se aplica a la bendición del clan?
La niña lo sopesó murmurando, un gesto que complació enormemente a Thrall
porque demostraba que lo estaba pensando de verdad.
—Dices que solo conozco el Om’gora en la distancia. Que oigo hablar sobre él y
lo miro..., pero ¿no lo veo?
Thrall sonrió y señaló en dirección norte.
—En la distancia, puede parecer que la Horda se compone de guerreros,
luchadores y asesinos. Valoramos la fuerza de las armas y nos apasiona el combate,
pero solo alguien que nos mirara sin vernos pensaría que es porque amamos la
guerra.
—Pero sí que amamos la guerra. Así es como la Horda ha ganado todas sus
batallas, ¿no?
Thrall esbozó una sonrisa triste.
—La Horda ha ganado muchas batallas, pero también las ha perdido. No todas
en el campo de batalla —añadió con paciencia—. La fuerza que desarrollamos los
orcos entrenando duro, con peligrosos ritos como la bendición del clan y al guerrear
con los enemigos a los que debemos combatir no es lo que nos define. Ya no es el
derramamiento de sangre lo que buscamos.
—Pues no lo entiendo.
Thrall asintió.
—¿Cuántos cerdos tenemos en la piara?
—¿Cerdos? Eh... Pues... diecisiete. Y la vieja Vhreega está a punto de parir.
—Así es. Y los cerdos los criamos para comer, ¿verdad?
—Sí... —contestó con cautela. A Rehze no le hacía ninguna gracia sacrificar el
ganado de la familia y a veces lloraba amargamente cuando mataban un cerdo.
—Sabes que, si no lo hacemos, pasaremos hambre. Sí, podemos comer verduras
y cereales, pero también comemos carne. Eso implica que tenemos que matar a los
animales que criamos.
30
—Pues no me gusta nada.
—Ya —respondió Thrall con amabilidad—, pero la carne te la comes igual.
Rehze no dijo nada.
—Cuando tu madre, Durak o yo matamos un animal, ¿crees que lo hacemos por
odio?
—No...
—¿Crees que no nos importan esos animales?
—No, pero... Supongo... que hay que hacerlo.
—¿Por qué?
—Porque tenemos que comer, como has dicho.
—Exacto —contestó Thrall—. A veces, la violencia es necesaria. Matamos
ganado para comer. Pescamos en el agua para comer. Cazamos en la tierra para
comer. ¿Alguna vez has a oído a un orco maldecir a un animal al que mataba por
estas razones?
Rehze negó con la cabeza.
—Claro que no. Pero todos los luchadores de la ciudad hablan de matar enemigos.
Hasta cantan canciones sobre ello.
Rehze hablaba con razón de una larga tradición orca: los lok’tra, canciones sobre
las glorias de la batalla y grandes guerras que se perdían en el tiempo. Se sabía la
letra de muchas de ellas y, a veces, entonaba estos cantos de guerra cuando jugaba.
A Durak, por otro lado, le gustaban más los lok’vadnod: las canciones de los héroes
orcos. Para Thrall, la diferencia era importante. Su hijo estaba en el umbral de la
edad adulta, así que aquello era algo personal: el heroísmo es personal. Sin embargo,
para Rehze, era solo una abstracción, ya que a su edad era más fácil jugar a la guerra
que aspirar a ser un héroe.
—Sí —dijo Thrall—, pero no cantamos para idealizar la violencia. Cantamos
para perpetuar el recuerdo de la injusticia, para honrar a los que tuvieron el valor de
enfrentarse a ella con su acero. Rezo para que no tengas que ver tal maldad, pero las
31
—Durak... Has matado a una cria-
tura que muchos orcos adultos y otros
guerreros no pudieron destruir, has ven-
gado a tu amigo y protegido a otros jóvenes
de un destino terrible. Nunca te creído débil
ni indigno. ¡No! Solo quería que estu-
vieras a salvo.
canciones de nuestro pueblo pueden enseñarte lo que debes hacer si te llega la hora
de afrontarla.
Al oírlo, a la niña se le iluminó la cara.
—¡Acabar con ella!
—Exacto —respondió Thral—. Ahora, escúchame: es importante que los jóvenes
cumplan una misión para la bendición del clan, y más importante aún es que lo hagan
sin que sus amigos y familiares los vean. Sin que nadie los anime. Sin que nadie vaya
a salvarlos. Deben descubrir lo fuertes que son. Es una verdad importantísima que
la Horda es tan fuerte como aquellos que la sirven, no más. En una guerra, un mal
soldado puede desestabilizar una línea de batalla entera. Un eslabón débil puede
romper la cadena más fuerte.
Rehze asintió, absorta en su relato. Thrall sintió el deseo de abrazarla con
fuerza, de pedirle que dejara de crecer para poder protegerla siempre. Pero conocía
demasiado bien la importancia de la lección; una lección que sus propios padres no
llegaron a vivir para enseñarle.
—La bendición del clan no es fácil para los jóvenes. Da miedo estar solo y saber
que tu supervivencia depende solo de lo que hagas. Te ves atravesando un terreno
desconocido, buscando recursos como comida, agua y refugio, mientras te pasas los
días rastreando a la bestia. Tienes que observar cuanto te rodea y tomar decisiones
con inteligencia. Y, cuando te enfrentas a la bestia, debes luchar y matarla. Así
demuestras que puedes hacerlo: que puedes vencer a algo más grande, más fuerte,
quizá más sabio, ciertamente más experimentado y mucho más peligroso. Se aprende
mucho de ello.
Rehze se estremeció y apartó la mirada.
—Algunos mueren. Orcos, digo. Como...
Dejó la frase en el aire en lugar de pronunciar el nombre del muchacho que yacía
muerto en la ciudad. Thrall comprendía la reticencia de algunos (especialmente los
más jóvenes) a nombrar a los caídos en voz alta.
33
Pensó en la reunión del consejo de aquella mañana.
—Sí —dijo—, algunos mueren, y es terrible y lamentable. Es una pérdida para
sus familias y para toda la Horda. Todos lloramos por ellos. Pero, al mismo tiempo,
aprendemos de lo que ha pasado. ¿Lo intentó demasiado pronto? ¿Estaba bien
entrenado? ¿Había seguido los consejos de sus mayores, además de escucharlos?
¿Los había entendido? Y los que conocían al que muere aprenden, aunque sea a
través del dolor, que la pérdida de un solo miembro de la familia puede debilitar a
nuestro pueblo.
—Entonces, ¿por qué arriesgarse?
—Dímelo tú.
Rehze lo meditó un buen rato. Thrall, de nuevo, no la interrumpió. En cierto
modo, estaba practicando para su propio Om’gora porque le estaba permitiendo
descubrir sus propias percepciones. En silencio, pensó que la paternidad era tan
dura y exigente como la guerra. Quizá más.
Por fin, la niña encontró las palabras que buscaba:
—Porque... quizá el siguiente que salga espere a ser más mayor —respondió con
cautela. Thrall asintió con aprobación y la invitó con un grueso dedo a continuar—.
Y... porque saben que poner en riesgo su vida también pone en riesgo a la Horda.
—Desde luego. Porque pierde al orco y todo lo que ese orco podría haber sido
—coincidió Thrall—. Todo lo que podría haber llegado a ser.
Rehze lo miró un instante y luego apartó los ojos.
—Tú fuiste esclavo —dijo en voz muy bajita—. Estabas allí cuando aprisionaron
a los orcos y los encerraron en campos. Pero lo superaste. Luchaste por ti y por todos
los demás. Yo ni siquiera estaría aquí. Ni Durak. Ni... quizá la Horda entera. Nos
has salvado a todos un montón de veces. Pero si hubieras muerto de joven...
Era una perspectiva sorprendentemente sabia para una niña, y Thrall percibió
con claridad el eco de la sabiduría de Aggra en ella. Sintió que se le henchía el
corazón de orgullo y amor.
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—Tú fuiste esclavo —
dijo en voz muy bajita—.
Estabas allí cuando aprisionaron a
los orcos y los encerraron en campos.
Pero lo superaste. Luchaste por ti y por
todos los demás. Yo ni siquiera estaría aquí.
Ni Durak. Ni... quizá la Horda entera. Nos
has salvado a todos un montón de
veces. Pero si hubieras muerto de
joven...
—Ha sido un honor para mí servir a nuestro pueblo, en tiempos de paz y de
guerra —contestó.
Rehze se levantó con un destello travieso en la mirada. De repente, la madurez
abandonó su rostro, reemplazada por una expresión regia y altiva.
—Y ahora me vas a servir a mí. ¡De rodillas!
Thrall hincó una rodilla al momento, bajó la cabeza y abrió ampliamente los
brazos en un gesto de súplica.
—Me inclino ante ti, jefa de guerra Amarehz, líder de los orcos de Azeroth,
benevolente señora de todo lo que ve, dueña de bestias, aves y todo lo que camina,
vuela, serpentea, trepa, repta y nada. Ama de bestias de cálamos, pisadora de sapos,
domadora de zhevras, cosquilleadora de lobos, azote oficial del puchero de cerdo,
desinfladora de peces globo y cazadora nocturna de galletas del alijo secreto de la
todopoderosa clarividente Aggralan. Ante ti me inclino con humildad y deferencia.
Rehze intentó conservar su altivez imperial, pero la tontería era más fuerte
que su determinación y acabó cayendo al suelo, muerta de risa. Thrall la agarró y
rodaron juntos por la hierba.
Dejaron de reír para alzar la mirada mientras Thrall la abrazaba con fuerza. Las
nubes cruzaban el cielo sobre ellos con formas de animales extraños. Durante unos
minutos, cuando la risa se les pasó del todo, empezaron a señalarlas una por una y a
decir lo que parecían. La mayor parte de las que decía Thrall recordaban a animales
raros, mientras que Rehze señaló una muy gorda y dijo que se parecía a su padre
después de un festín.
Thrall lo pensó un momento con los labios fruncidos y Rehze se calló
preguntándose si se habría pasado. Pero Thrall dijo:
—Tienes razón.
Volvieron a echarse a reír, pero no tanto rato, ya que los dedos del crepúsculo
empezaban a tirar del sol hacia el oeste.
—¿Padre? —lo llamó Rehze, seria de nuevo—. Eso de lo que hemos hablado, lo
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de que fuiste esclavo y no tuviste familia de pequeño... Lo de que no fueron buenos
tiempos como los de hoy. Y ahora tener que ser el chamán, representante de nuestro
pueblo y todo eso...
—¿Qué pasa?
Rehze se incorporó y lo miró fijamente con los ojos enormes.
—Es... una responsabilidad muy grande.
Thrall se puso en pie y la levantó a ella también.
—Lo es —reconoció—. Pero todos los orcos de la Horda debemos ser capaces
de afrontar la responsabilidad de proteger a nuestro pueblo y sustentarlo. Por eso
existe el Om’gora: para demostrar que la fuerza de nuestra gente no se puede medir
por haber matado o haber ganado una batalla. La fuerza de nuestra gente se basa
en algo más.
—¿Por eso le dijiste a Durak que no está listo todavía? —preguntó Rehze con una
voz monótona—. ¿Porque él sí cree que lo importante es ser duro y matar monstruos?
—Sí. No le gustó, y no creo que esté preparado para entender algo tan importante.
Por eso, tu madre y yo le sugerimos que esperara. No obstante, es un buen hijo y
tiene algo más grande que el coraje: el corazón. Eso le dará mucha ventaja cuando
llegue el momento de verdad.
—Sí... —contestó Rehze, y apartó la mirada.
Thrall vio que una sombra le cruzaba el semblante, y la niña le dio la espalda. Al
cabo de un rato, al ver que no se daba la vuelta, le preguntó:
—¿Qué ocurre? ¿Qué te roba la alegría?
—La verdad —respondió Rehze con vocecilla frágil.
Lo dijo con una emoción muy intensa que Thrall intentó comprender.
Preocupación, claro, pero también tristeza, remordimiento y... ¿vergüenza?
—Bichito —le dijo—, cuéntame que te pasa. Hace un momento estabas llena de
júbilo, y ahora te veo apenada.
—Prometí no decírselo a nadie —contestó.
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—Si esa promesa no hace daño, mantenla —concluyó Thrall después de meditarlo
un segundo—. Pero, si es algo peligroso, puedes contármelo.
—El orco que murió —dijo Rehze sin darse la vuelta—. Benge. Lo vi cuando lo
trajeron. Estaba lleno de cortes. Su... padre le dio la espalda, pero no sé si fue porque
tenía mal aspecto o porque... no pudo matar a la bestia que le hizo eso.
—Claro que Benge no pudo hacerlo. Fue a por Tritesta el Azotador, y ese
monstruo es demasiado peligroso para un orco tan joven. Ha matado a muchos
orcos y guerreros adultos de la Horda. Y de la Alianza. Nadie lo culpa por haber
fracasado. Ni siquiera su padre. Lo más probable es que estuviera desolado porque
su hijo había salido demasiado pronto. Muchos padres compartimos ese miedo.
A fin de cuentas, ¿cómo sabemos si estos ritos van a ayudar a nuestros jóvenes a
crecer... o van a costarles la vida?
Un sollozo se le escapó a Rehze desde el interior del pecho, y se echó a temblar.
Thrall la agarró de los hombros y la volvió con suavidad hacia él.
—Amarehz —dijo usando su nombre completo—. ¿Qué ocurre? Tienes que
contármelo.
—Es... es por Durak.
—¿Qué le pasa? ¿Te preocupa que se enfrente a Tritesta el año que viene cuando
salga en su Om’gora? No lo voy a permitir, y...
—Padre, Durak ya ha salido.
Thrall sintió que se congelaba hasta la médula.
—¿Cómo? —inquirió.
—Por eso no está aquí hoy. Benge era su amigo, y Durak estaba muy enfadado
porque Tritesta lo había matado. Se fue justo al salir el sol para ir en busca de la
hidra y matarla él mismo. Por Benge... y para demostrar que está listo para los ritos.
—No —susurró Thrall mientras un terror gélido lo atenazaba—. No, no, no.
Todavía hablando, se puso en pie, levantó a Rehze en volandas y echó a correr hacia
la ciudad.
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El viaje a las Cuevas de los Lamentos era largo, pero iban a lomos de Zarpaluna, y el
gran lobo apenas se cansaba ni aunque tuviera que hacer grandes esfuerzos. Tres de
los guerreros orcos de mayor confianza de Thrall iban con ellos, y Aggra galopaba
junto a Zarpaluna sobre otro gran lobo prestado.
Pero, mientras tanto, el sol avanzaba lentamente hacia al horizonte y arrojaba
largas sombras tras él.
—¿Estará bien? —sollozó Rehze.
Pero Thrall, por temor a que se le escaparan palabras de pánico y terror, guardó
silencio. Tenía un dolor en el pecho que parecía una flecha clavada en el corazón.
Pasaron por Durotar y penetraron en los Baldíos del Norte. Atravesaron el cruce
y se dirigieron a toda velocidad hacia la gran montaña de color pardo que había más
allá, sin detenerse y tomando todos los atajos que conocían, en una carrera contra el
ocaso. Parecía que el camino no iba a acabarse nunca, pero entonces emergieron de
la oscuridad crepuscular las grises paredes de las Cuevas de los Lamentos.
A lo lejos vieron a alguien sentado en el suelo, con la espalda apoyada en una
roca, las piernas abiertas y los brazos exánimes. La luz del sol moribundo pintaba
su figura, y a Thrall lo embargó el temor a que el color rojo que veía no se debiera al
crepúsculo. Había conocido los suficientes campos de batalla como para reconocer
una tumba desde cualquier distancia.
—¡Durak! —gritó Rehze.
Padre e hija saltaron del lomo de Zarpaluna y bajaron la cuesta como el viento
hacia la entrada de las cavernas, seguidos de cerca por Aggra.
Al aproximarse, sintieron que se les partía el corazón porque la figura,
ciertamente, estaba cubierta de sangre. Los guerreros orcos se dispersaron con las
hojas en ristre y las miradas fieras y ardientes. Thrall, Aggra y Rehze gritaron con
horror al comprobar que el cuerpo era el de Durak. Sin embargo, la imagen de
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muerte y destrucción pronto pareció sufrir una extraña transformación: a cincuenta
metros, lo que veían era el cadáver de Durak, cubierto de su propia sangre, pero, a
quince metros, la verdad era otra.
Durak estaba sentado con la espalda apoyada en la roca. Tenía la ropa rajada
y desgarrada, y sangraba por una serie de cortes, algunos terribles y profundos. Su
rostro estaba pintado de sangre. Pero no era la sangre roja, casi negra, de los orcos.
No, era mucho más clara.
Estaba pintada de verdad. Las marcas eran torpes y estaban torcidas, pero
seguían un orden, un patrón. La sangre roja y brillante de su rostro se correspondía
con la que teñía sus dedos, y, al verlo, sintieron que se inflamaba en ellos una ínfima
chispa de esperanza. Apoyando una mano ensangrentada en el borde de la roca y,
en un enorme ejercicio de voluntad, Durak se puso en pie. Allí estaba: manchado de
sangre y tambaleante, pero ¡vivo!
Thrall lo alcanzó primero, pero Durak no lo abrazó. Como si fuese a hacer un
truco de magia, el joven orco se inclinó y sacó algo de detrás de la roca. Era una
visión horrible y espantosa, pero llenó el corazón de Thrall de alegría.
Una de las cabezas de la hidra, la bestia más temida: Tritesta el Azotador.
—Hijo mío —sollozó Thrall—. ¿Qué has hecho?
Durak miró a sus padres.
—¿Ahora me dejaréis hacer el Om’gora?
Durak señaló débilmente a su espalda con la otra mano. Apenas visibles entre
las sombras de la entrada de la caverna, había otros dos grandes bultos de carne,
cartílago y púas. Unos ojos verdes miraban al cielo, ciegos.
—Que-quería demostrártelo —dijo Durak con un hilo de voz—. Padre, quería...
demostrarte que... estoy preparado...
Thrall lo rodeó suavemente con sus fuertes brazos y apoyó la frente contra la de
su hijo. Aggra se inclinó para unirse a ellos. Rehze le cogió con fuerza una mano a
su hermano y la apretó contra su pecho.
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—Hijo —dijo Thrall por fin, con una voz llena de asombro, orgullo y amor—,
¿sabes lo que has hecho?
—He... matado al monstruo, padre —susurró el muchacho—. Quería... que te
sintieras orgulloso, demostrarte que puedo servir a nuestro pueblo con honor. Me
dijiste que no estaba preparado para el Om’gora..., pero quería... demostrarte... que
sí lo estoy.
—Durak... Has matado a una criatura que muchos orcos adultos y otros guerreros
no pudieron destruir, has vengado a tu amigo y protegido a otros jóvenes de un
destino terrible. Nunca te creído débil ni indigno. ¡No! Solo quería que estuvieras a
salvo. Y... y...
Thrall no pudo terminar la frase. La risa se lo impedía. Y el llanto.
Estaban sentados alrededor de una hoguera que ardía con tanta fuerza que cubría
toda la llanura con una luz dorada. Hasta la entrada de la caverna parecía menos
lóbrega; casi alegre.
Una vez que Thrall y Aggra le hubieron vendado las heridas, Durak necesitaba
descansar. Aggra había mandado a Rehze a los campos a buscar ciertas hierbas
revitalizantes. Entre todos, le cambiaron los vendajes y trajeron agua.
Thrall se sentó cerca de Durak.
—Has matado a Tritesta el Azotador —dijo. Sería la duodécima vez que lo
repetía. Cada vez que lo hacía, se reía y sacudía la cabeza—. Estás loco de atar,
pero nadie cuestionará nunca tu valentía.
—Igual pongo a prueba esa valentía dándote en la cabeza con el mango del
hacha —murmuró Aggra mientras empezaba a vendar otra herida—. A ver si así se
te mete algo de sentido común en la sesera.
Luego, como si hubiera oído la amargura de su propia voz, Aggra resopló, sonrió
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con ganas y apretó los extremos de la venda con fuerza.
Durak ahogó un grito de dolor.
—Un orco valiente quejándose de un arañazo —dijo ella.
Rehze soltó una risilla por lo bajo.
Durak se pasó la lengua por los labios secos y agrietados.
—Entonces..., ¿me dejaréis hacer el resto del Om’gora?
—Bueno —respondió Thrall, fingiendo que dudaba—, después de haber
comprobado cómo cocinas en las partidas de caza, creo que tu participación en el
festín para honrar a los antepasados podría considerarse un acto de guerra.
Rehze intentó no reírse en alto, pero acabó resoplando.
Zarpaluna se acercó despacio, olisqueó la sangre de la hidra que manchaba la
ropa de Durak y dejó escapar un leve gruñido.
Durak miró al lobo con expresión indignada.
—¿Es que todo el mundo en esta familia tiene algo que decir?
Thrall suspiró.
—Tu madre y yo hablaremos del Om’gora, y esta vez nos esperarás antes de
emprender la marcha.
Le dio un empujoncito a su hijo en el hombro.
Durak sonrió tras las vendas mientras las cenizas de la hoguera de su familia se
alzaban hacia el cielo nocturno y cruzaban los Baldíos del Norte a lomos del viento.
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SOBR E EL AUTOR