Teoría 2 Alberti

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Alberti, De Re Aedificatoria

Eduardo Prieto

Introducción
Con De Re Aedificatoria comenzó la teoría de la arquitectura moderna, al menos
en su vertiente tratadística y normativa. Su autor, Leon Battista Alberti (1404-
1472), fue quizá lo más parecido a ese uomo universale del Renacimiento que
describiría más tarde Baltasar de Castiglione en El cortesano y que solemos
asociar —acaso con menos motivos— con otras figuras más célebres, como Leo-
nardo da Vinci. Además de arquitecto y pensador de la arquitectura, Alberti fue
clérigo, latinista, jurista, secretario papal, literato, filósofo, gramático, retórico,
inventor, matemático, geómetra, especialista en perspectiva, pintor y escultor, y
dizque —Vasari lo confirma— un formidable atleta capaz de saltar la altura de
un hombre sin apenas coger carrerilla.

Alberti encarna y aun supera el ideal de arquitecto soñado por Vitruvio: ese
pozo de saberes que sabe tanto de mecánica como de gnomómica, hidráulica y
construcción, y que sabe incardinar la práctica en la teoría. En el afán de Alberti
por dominar todos los saberes latía la reverencia por la Antigüedad clásica que
compartieron todos los humanistas y que, en lo que tocaba a la arquitectura, se
traducía en el estudio concienzudo de las lecciones del Vitruvio, cuyas copias, aún
manuscritas, circularon profusamente de biblioteca en biblioteca, de cancillería
en cancillería, durante los años de formación de Alberti.

Con todo, De Re Aedificatoria, escrito en un elegante latín inspirado por la retórica


de Quintiliano, es más que una simple imitación del Vitruvio. En rigor, se trata de
un pendant de De Architectura, y conforma con él una especie de pareja simétrica
que si, en un primer vistazo, tienen en común su condición de tratados normativos
y enciclopédicos, se acaban distinguiendo en cuestiones fundamentales. Alberti, de
hecho, dejó constancia de las incoherencias de Vitruvio, para proclamar la necesidad
del estudio directo de la arquitectura antigua, sin dejarse llevar por argumentos de
autoridad no siempre convalidados por la práctica. En este sentido, De Re Aedifi-
catoria fue el primer intento de construir una teoría de la arquitectura que, bajo el
indudable ensalmo de lo antiguo, y sin renunciar a sostenerse en leyes universales,
pudiera dar respuestas concretas a las necesidades de su tiempo. Sostenido en el

Vitruvio, De Architectura 01
pasado, Alberti pretende superar la tradición recurriendo a la razón y a la ética, y
haciendo de la arquitectura un instrumento privilegiado para la renovación moral y
política: para lo que entonces los humanistas denominaban Renovatio Urbis. En esto
al menos, las aspiraciones de Alberti dieron cuenta de las de todo el Renacimiento.

El arquitecto como intelectual


Presentado en 1452 al papa Nicolás V, mecenas de Alberti, e impreso por pri-
mera vez en 1485, De Re Aedificatoria se abre con un prólogo que homenajea
y al mismo tiempo enmienda las tesis de Vitruvio. Las homenajea en la medida
en que tal prólogo constituye una loa de la arquitectura y de su supremacía entre
las artes, además de abundar en la tesis vitruviana de que el arquitecto no es un
simple artesano, sino el más preparado de todos los artistas: un verdadero creador
de formas. Según Alberti, la diferencia entre un arquitecto y un artesano no sería
de grado, sino de esencia, y estribaría en el modo tan diferente con que uno y
otro se relaciona con la teoría. Por muy excelso que pueda llegar a ser su trabajo
arquitectónico, el artesano no es, para Alberti, más que el simple ejecutor de las
directrices dadas por el arquitecto, y esto es así porque el arquitecto no solo “sabe
llevar a la práctica cualquier obra”, sino que está capacitado para “proyectar en
teoría”, es decir, para “diseñar con la mente” y, de este modo, crear edificios capa-
ces de reconciliar lo material con lo intelectual y de darle al ser humano un lugar
ordenado en el cosmos. De manera que el arquitecto acaba siendo un intelectual,
cuando no una especie de demiurgo: su pericia se sostiene en conocimientos ele-
vados y no tiene por qué mancharse en el trato directo con la materia, pues opera
con los poderes de la razón. El arquitecto dirige en la medida en que ‘piensa’,
mientras que el artesano simplemente ejecuta.

Si la reivindicación del papel del arquitecto como intelectual es un homenaje a


Vitruvio, la hipótesis de Alberti sobre el origen de la arquitectura es el primer
aspecto en el que el italiano enmienda al romano. Alberti no asocia el origen
de la arquitectura con el de la sociedad a través del descubrimiento del fuego
o el manejo del agua —como había querido la tradición vitruviana—, sino que
vincula dicho origen a dos hechos, a su juicio, más universales: la necesidad de
cobijo y el impulso del ser humano de dominar la naturaleza para su beneficio
y comodidad. Así pues, la genealogía de la arquitectura no se basaría tanto en
elementos naturales cuanto en unos elementos esencialmente arquitectónicos
—el ‘techado’, la ‘pared’, el ‘hueco’ y la ‘distribución’— que funcionarían
como la base material y proyectual mínima con la que el ser humano modifica
su entorno para hacer posible la ‘vida’. Esta confianza sin concesiones en los
poderes de la arquitectura —que es, a fin de cuentas, la confianza humanista
en que el conocimiento sirve para beneficiar al ser humano, para determinar su
conducta y construir su conciencia— da el tono moral de De Re Aedificatoria
y lo distingue desde el principio de Vitruvio.

Un tratado fundacional
A diferencia del Vitruvio —un manual con un discurso más o menos lineal que
mezcla el conocimiento teórico con los saberes prácticos y tiene un alcance muy
amplio—, De Re Aedificatoria es un texto de esencia especulativa, que se sostiene

Alberti, De Re Aedificatoria 02
en conceptos recurrentes pero dispersos a lo largo del discurso, y cuyo propó-
sito es fundacional: definir el proceso racional que puede conducir a la ‘nueva’
arquitectura. No a la periclitada arquitectura helenística de Vitruvio, por mucha
admiración que esta pudiera causar, sino a la que exigían los mecenas, requerían
los emplazamientos reales y eran capaces de construir los operarios en los dife-
rentes contextos socioeconómicos del Renacimiento.

De Re Aedificatoria se divide en diez libros, como De Architectura, pero esta es


la única coincidencia en la estructura de ambos tratados. El Libro i presenta los
principios de la disciplina, y enseguida define las características de la ‘traza’,
uno de los conceptos fundamentales de Alberti; el ii trata de los materiales; el iii
parte de los dos anteriores para abordar el problema de las técnicas constructivas.
Con el Libro iv el tono cambia, en la medida en que en él Alberti pasa de tratar
las cuestiones relacionadas con las necesidades básicas —que denomina neces-
sitas— con las cuestiones, más complejas, de la adecuación de las formas a las
funciones —al que el autor da el nombre de commoditas— y con la relación entre
la arquitectura y el poder. El abordaje a estos problemas comienza con el estudio
de lo que Alberti llama universorum opus, es decir, las ‘obras generales’ o, como
diríamos nosotros, la ciudad y sus infraestructuras; y el v trata, por su parte, de
las singulorum opus, las ‘obras singulares’, desde la casa al palacio, pasando por
el monasterio, la escuela, el granero o la cárcel. A partir del libro vi, el tema pasa
a ser e el placer estético o belleza —voluptas—, que Alberti aborda estudiando
los diferentes tipos de ornamentos e introduciendo otro de los conceptos clave de
la teoría de la arquitectura albertiana: la concinnitas o ideal de armonía orgánica.
Resonando con la anterior oposición entre lo general y lo universal, los libros vii,
viii y ix estudian, respectivamente, la ornamentación de los edificios públicos
sagrados, los edificios públicos profanos y los edificios privados. Finalmente, el
Libro x mueve el foco del discurso desde la construcción de la obra nueva hasta
el mantenimiento y restauración de la antigua.

Pese a la disparidad de los temas tratados por el autor, y la complejidad por mo-
mentos laberíntica de los conceptos acuñados para abordarlos, es posible hallar
en De Re Aedificatoria líneas argumentales claras y categorías prevalentes. Como
se acaba de ver, de los diez libros del tratado, los nueve primeros son susceptibles
de agruparse por tríos asignados a sendos conceptos —la necessitas, la commo-
ditas y la voluptas— que evocan —aunque también enmiendan y matizan— sus
homólogos vitruvianos: firmitas, utilitas y venustas.

‘Necessitas’, ‘commoditas, ‘voluptas’


La necessitas —‘necesidad’ en el sentido de ‘inevitabilidad’— da cuenta del instin-
to de supervivencia que los seres humanos comparten con los animales, y constituye
la razón primaria de la construcción. Alberti no identifica esta tendencia ‘innata’ a
la construcción con ningún tipo primigenio en concreto —la cabaña o la cueva—,
sino con una satisfacción de necesidades básicas como la protección frente al sol
y la lluvia; necesidades que, por otro lado, pueden alcanzarse mediante soluciones
diferentes, sin que el emplazamiento suponga un obstáculo imposible de salvar.
La necessitas expresa, de hecho, el instinto del ser humano para sobrevivir, para
imponerse a las constricciones de la naturaleza. Así las cosas, Alberti no puede

Alberti, De Re Aedificatoria 03
compartir con Vitruvio la tesis de que la arquitectura sea una consecuencia del do-
minio del fuego o de otras técnicas primordiales; para él, el hecho de construir —y
de hacerlo fundamentalmente a través de la razón— es una consecuencia natural
de la predisposición técnica y social del ser humano.

Expresión de la capacidad para resolver las necesidades básicas del cobijo, la


necessitas resulta conceptualmente muy rica; tan amplia de hecho como para
que tengan cabida en ella buena parte de los procesos relacionados con la arqui-
tectura, que Alberti asocia a seis conceptos fundamentales: regio, area, partitio,
parietes, tectum y apertio. Se trata de términos que resuenan con los cuatro
que Vitruvio había utilizado en su tratado —ordinatio, dispositio, proportio y
distributio—, si bien Alberti les dota de un significado mucho más concreto, al
ligarlos a realidades tangibles. Otro aspecto en el que el italiano sigue a Vitruvio
es en su definición operativa, casi algorítmica, de la arquitectura, que en el caso
de Alberti se hace depender de un doble proceso, que por un lado iría de lo más
‘funcional’ —la necessitas— a lo más estético —la venustas—, y por el otro
conduciría de lo más general —el entorno del edificio—a lo más particular —el
diseño de huecos o ventanas—. Todo ello recogido en un instrumento ordenado,
racional e integrador: el proyecto de arquitectura.

El proceso de proyecto comienza con la atención al entorno del edificio, la regio,


que Alberti considera desde dos puntos de vista complementarios: el entorno como
medioambiente, es decir, como conjunto de condiciones climáticas y meteoro-
lógicas que hacen que unos lugares resulten más saludables y propicios para la
arquitectura que otros; y el entorno como paisaje natural o urbano que debe resultar
agradable a los habitantes. Una vez elegida la regio, el arquitecto deberá valorar
el area, esto es, la parcela disponible, cuya geometría deberá ser adecuada al tipo
de edificio que se prevé construir. Contando con la regio y el area, es posible ya
abordar la partitio, concepto fundamental que consiste en una sudivisión o distri-
bución del edificio que acaba dando pie a un especie de organismo completo en el
que las partes están en consonancia con el todo y este con las partes. Después de
definir la partitio, el arquitecto podrá abordar ya problemas más concretos, como
el de diseñar las parietes —muros— y el tectum —tejado—, elementos básicos de
cualquier edificio. Definidos ambos, el proceso se completará con el diseño del
apertio, o sea, las ventanas o puertas que hacen posible la relación adecuada entre
el interior y el exterior, y permiten el movimiento de las personas por los espacios
de la casa. Al final, todo ello se acabará materializando en lo que Alberti denomina
lineamenta, en español ‘traza’, es decir, el proyecto arquitectónico representado
a través del dibujo, instrumento práctico e intelectual que resulta clave en la
teoría de Alberti, por cuanto, mediando entre las ideas del arquitecto (espíritu) y
la ejecución de la obra (materia), consigue abarcar la arquitectura como un todo.

Si la necessitas, traducida en la lineamenta, alude a la inevitabilidad del impulso


de construir y a las necesidades básicas que lo explican —incorporando y a la vez
ampliando la noción vitruviana de utilitas—, la commoditas —conveniencia—
implica un nuevo paso en el proceso gradual que da forma a la arquitectura: el paso
que va desde la satisfacción puramente material de las necesidades básicas hasta
el placer que procura tal satisfacción. La commoditas supone, en este sentido, una
suerte de salto de conciencia que da cuenta de la cesura entre el salvaje y el hombre

Alberti, De Re Aedificatoria 04
civilizado; un salto en el que comienzan a desempeñar un papel fundamental las
cuestiones estéticas. ¿En qué sentido? En el sentido de que, según Alberti, los seres
humanos hallan cierta satisfacción en cuestiones como la asignación de la forma
adecuada a la función, la creación de un catálogo de edificios con usos específicos
o el hecho de que tales edificios adquieran un carácter propio o decoro. Así, la
necessitas, en cuanto satisfacción estética ligada al orden y al decoro, funcionaría
como charnela conceptual entre la pura funcionalidad de la neccesitas y esa belleza
como fin en sí mismo que Alberti describe como voluptas.

La voluptas es el tercer nivel de placer procurado por la arquitectura, y con-


siste en la delectación puramente estética que se deriva de la percepción de las
cualidades formales de los edificios, especialmente de sus ornamentos. Nótese
que el proceso planteado por Alberti —y, con él, la definición algorítmica de
la arquitectura— tiene un sentido marcadamente filosófico que alude a un tema
frecuentado por la tradición grecolatina: el paso desde la materia hasta la forma
a lo largo de un camino de mediaciones. En sus afanes filosóficos, Alberti es
más aristotélico que platónico, y esto se nota bien en su idea de voluptas, un
tipo de placer superior con el que no solo se pretender superar sino también
incorporar los placeres ‘inferiores’ —necessitas y commoditas—, de suerte
que, a la postre, los tres se reconcilien en un todo arquitectónico estrechamente
cohesionado donde la materia sostiene al espíritu, y este a aquella.

La ‘concinnitas’: un ideal organicista


Alberti cree que la arquitectura es una fuente de placer para los seres humanos:
satisface las necesidades básicas y delecta a través de las formas. Partiendo de esta
base, sería previsible que el ideal de belleza arquitectónica propuesto en De Re
Aedificatoria fuera sustancialmente distinto al geométrico planteado por Vitruvio.
No lo es del todo, sin embargo, pues en ambos se da una concordancia de fondo:
si para el romano la naturaleza y la arquitectura se ligan por la geometría a través
de las proporciones del cuerpo humano, para el italiano el vínculo no es tan lite-
ral, pero se sigue dando a través de un sistema de proporciones de raíz orgánica.

Los paralelismos, sin embargo, terminan aquí, pues el ideal de belleza orgánica de
Alberti posee una identidad propia que trasciende la simple analogía geométrica
entre edificios y cuerpos. Para el italiano, la belleza consiste en lo que denomina
concinnitas, un término latino tomado directamente de la retórica de Cicerón y
que aludía en origen al equilibrio y la elgancia en el discurso, pero que Alberti
prefirió entender unas veces como ‘equilibrio’, otras como ‘moderación’ (medio-
critas) o austeridad (frugalitas) y siempre como ‘armonía’ en general. ¿Qué tipo
de armonía? La armonía en un sentido muy concreto: la que se da en un organismo
merced a la concordancia perfecta entre sus partes, de manera que en él ni sobra
ni falta nada. Esta idea de concordancia o equilibrio orgánico —que Alberti toma
de Aristóteles— sostiene el ideal de belleza de la concinnitas, que el autor define
de una manera desalentadora, por genérica: “Cierto acuerdo y cierta unión de las
partes dentro del organismo del que forman parte”.

La concinnitas tiene una doble lectura. La primera alude a la condición armoniosa


del edificio en cuanto organismo: al hecho de que sus partes se relacionen armónica

Alberti, De Re Aedificatoria 05
y equilibradamente entre sí y con el todo al que pertenecen, o dicho de otro manera:
que el organismo arquitectónico sea un fin en sí mismo. La segunda lectura toca a la
condición compleja y dinámica del edificio en cuanto organismo, y en este sentido
supera ampliamente el alcance de los cánones de belleza convencionales, como el
de Vitruvio. Para Alberti —como para Aristóteles—, el arte imita a la naturaleza no
tanto a través de las formas cuanto mediante los procesos que definen esas formas, y
así, el edificio, un organismo artificial que es —como afirma Alberti— una ‘especie
de animal’, tiene en común con los organismos naturales el hecho de moverse por
ciertos fines y de adaptar estos a los medios a su alcance.

De manera que la belleza no es algo impuesto de arriba abajo —algo impuesto


por la estructura general del cosmos, como pensaba Vitruvio—, sino el resultado
de que el ser humano, atendiendo a sus necesidades, resulte capaz de imitar y
superar a la naturaleza mediante edificios que, como los cuerpos, resultan úti-
les y armoniosos. De ahí que la arquitectura no pueda consistir —como había
querido Viruvio— en la simple trasposición de ciertas proporciones desde el
homo quadratus hasta los edificios —desde la naturaleza hasta la arquitectura—,
sino en un proceso mucho más complejo y que requiere análisis. En cuanto
organismo, el edificio no es bello solo lo en razón de su apariencia; es bello
por el efecto conjunto de varios factores interrelacionados, como la armoniosa
configuración interna de sus partes, la satisfacción de las necesidades básicas
que dicho edificio atiende y la concordancia y equilibrio que en cualquier buen
edificio se da entre el diseño y la construcción, entre la forma y la materia.
De hecho, añade Alberti, para que un edificio sea bello podría bastar con que
su configuración fuera útil y armoniosa en sí misma y con que sus medios se
adaptaran con la mayor perfección posible a sus fines, de suerte que, a priori, no
habría necesidad en la arquitectura de esos ornamentos que casi nunca necesitan
los animales en la naturaleza.

De este modo, la belleza del ornamento es adherente, no esencial. Sin embargo,


esto no quita para que —como acaba reconociendo Alberti—los ornamentos resul-
ten necesarios. En primer lugar, porque enaltecen la arquitectura al hacerla fuente
de placer estético, de venustas. Y en segundo lugar —y sobre todo— porque los
ornamento transmiten ciertos significados y hacen posible la comunicación ar-
quitectónica: los ornamentos son códigos de decoro mediante los cuales cualquier
ciudadano puede identificar los símbolos y usos propios de cada edificio. De ahí
que el ornamento —y, con ellos, la belleza— tenga también una carga ética, un
sentido moral. En definitiva: orgánico y funcional, el ideal de belleza de Alberti
resulta muy distinto al canon modular y normativo de Vitruvio; en su idea de la
belleza, Vitruvio es esencialista mientras que Alberti prefiere ser pragmático: liga
la belleza a los usos y costumbres de la civilización.

La arquitectura de la ciudad
Vista la preocupación ética de Alberti, no extraña la atención que el italiano con-
cede al problema de construir el hábitat propio del bien común y la moralidad:
la ciudad. Para Alberti, no solo los edificios sino, sobre todo, las ciudades son
competencia del arquitecto en su relación con los príncipes y mecenas. Lo son en
la medida en que la “ciudad es una especie de casa enorme” y la casa “una especie

Alberti, De Re Aedificatoria 06
de ciudad en pequeño”. De ahí que, a la hora de proyectar la ciudad, el arquitecto
pueda recurrir a los mismos principios que rigen en la arquitectura: el equilibrio
entre necessitas, commoditas y voluptas, y en particular los conceptos de la regio,
el area y la partitio, que, igual que permiten distribuir las partes de la casa en un
entorno dado, permitirían distribuir las partes de la ciudad.

Así pues, todo parece ser posible para el arquitecto: incluso crear nuevas ciuda-
des racionales y bellas que contribuyan al bienestar de los ciudadanos. Con este
propósito, Alberti articula una serie de parejas contrapuestas —lo universal y lo
particular; la comunidad y el individuo— cuyo correlato arquitectónico serían las
contraposiciones entre la ciudad y la casa, el urbanismo y el edificio o el palacio
urbano y la villa. Por encima de todo, la preocupación de Alberti está en cómo
conseguir que tanto los edificios públicos como los particulares, a través del decoro
expresado por sus fachadas, puedan cualificar el espacio de la ciudad. Alberti es,
en este sentido, el primero que piensa en la composición de los alzados urbanos
en términos de continuidad y de carácter.

Por la ambición con que expone sus principios, Alberti ha sido considerado el padre
del urbanismo moderno. Se trata, probablemente, de una exageración, pero desde
luego debe reconocerse que el ímpetu racional y moral con que Alberti intenta
transformar las ciudades a través de la arquitectura —su ímpetu utópico— tiene
mucho de heroico. En este contexto, la propuesta de construir un microcosmos
armónico y racional no podría entenderse sin la denuncia de los aspectos injustos
o absurdos de la realidad. Para Alberti, la arquitectura es siempre una herramienta
transformadora tanto de la realidad física como de las conductas, de ahí que cuan-
do piensa en el espacio físico de la ciudad, Alberti piense también en el espacio
cívico que vendrá por añadidura. Esto, sin embargo, no convierte al italiano en
un reformador social. La arquitectura, para Alberti, es un “modo de hacer feliz
la existencia”, pero no un instrumento revolucionario en un sentido literalmente
político. Así queda patente, al menos, en su análisis de la ciudad, donde las partes
urbanas y los tipos de edificios se distribuyen de acuerdo al uso y a las clases
sociales a las que sirven; un modo de enfrentarse a la realidad que, lejos de poner
en cuestión la estructura socioeconómica de fondo, la convalida o, como mucho,
la ordena a través de la arquitectura.

Al pragmatismo de Alberti contribuye, por otro lado, la norma aristotélica a la que


siempre se ciñe Alberti: seguir el principio de realidad. Lo que se traduce en una
búsqueda de la armonía o el equilibro en un doble sentido: la armonía formal que
sería expresión de la armonía social; y la moderación (mediocritas) que obligaría
a tener en cuenta los medios reales de que se dispone para lograr un fin. Alberti es
consciente de que la transformación de la ciudad —al menos de la ciudad italiana
renacentista— solo es posible si está inspirada por un príncipe. En este contexto,
el arquitecto, por muchos que sean sus talentos o su influencia, no puede aspirar
a otro papel que el de mediador: el papel de una especie de engranaje que trans-
mite a la realidad el movimiento reformador impulsado por el poder político. La
arquitectura influye en las conductas, tiene un sentido ético o cívico, pero no tanto
como para cambiarlo todo. De manera que, más que crear o recrear la ciudad, los

Alberti, De Re Aedificatoria 07
arquitectos deben contentarse con administrarla bien y embellecerla para mayor
bienestar de sus habitantes y mayor gloria de sus príncipes.
‘Operum instauratio’
El idealismo moderado de Alberti —su obsesión aristotélica por el equilibrio— se
manifiesta de manera ejemplar en el capítulo x de su tratado, dedicado a un tema
de gran interés: la operum instauratio, es decir, el mantenimiento o, siguiendo la
palabra felizmente acuñada por el primer traductor español de Alberti, la ‘restau-
ración’ de la arquitectura. Aristotélico en su manera de asumir la realidad tal y
como es con el fin de mejorarla, Alberti considera que, por muchos que sean los
esfuerzos del arquitecto, los edificios acaban teniendo siempre defectos, ya sea
por la impericia del artífice, por las fallas del brazo ejecutor, por la construcción
atropellada o debido a causas externas como el “paso del tiempo, que lo vence
todo”. Este último es, para Alberti, el agente más peligroso, por insoslayable, y
también porque su acción lenta de desgaste se produce a través de la naturaleza:
a través del sol, de las heladas, de los vientos, de los terremotos, de las inundacio-
nes. “Bajo la acción de estos azotes”, sentencia Alberti, “el edificio más robusto
acaba deshaciéndose, igual que se “resquebraja y se deshace hasta la más dura
de las sílices”.

El tiempo, “pertinaz destructor de las cosas”, acaba siempre triunfando, y Alberti


se rebela en parte contra este hecho inexorable, sobre todo cuando informa de
que la acción devastadora del tiempo multiplica su efecto debido a la dejadez o
incuria o bien directamente a las destrucciones atribuibles a la mano del hombre.
Considerando esto, el italiano propone intervenir en los edificios susceptibles de
reparación, ora enmendando los errores de quienes los construyeron, ora sustitu-
yendo los elementos dañados por el tiempo roedor, ora modificando el entorno
para que la acción de la naturaleza resulte menos agresiva. Sin embargo, Alberti no
se hace demasiadas ilusiones en cuanto a los poderes de la instauratio: el tiempo
acaba siempre triunfando, y lo que resulta de su acción devastadora es el cuerpo
descarnado del edificio, la ruina, una especie de materia sin forma que, a la vez que
recuerda la fragilidad de las sustancias, posee en sí cierta poesía, pues transmite
un mensaje moral sobre la caducidad de las civilizaciones humanas. En Alberti,
la destrucción quiebra el equilibrio en la balanza de la arquitectura, de igual modo
que la materia quiebra el predominio de la forma. Entender la disciplina de este
modo no es el menor de los legados de De Re Aedificatoria.

Alberti, De Re Aedificatoria 08
Antología de textos

Texto 1
El origen de la arquitectura
[IntroducciónI]

“Hubo quienes decían que el agua o el fuego constituyeron el motivo por el que se
producía el agrupamiento en comunidades de los seres humanos. Pero nosotros,
considerando la utilidad del techado y la pared, y su carácter necesario, estamos
fehacientemente convencidos de que estos factores tuvieron un mayor peso a
la hora de reunir y mantener unidos a los seres humanos. Pero debemos estarle
agradecidos al arquitecto no tanto por el hecho de habernos proporcionado cobijo
seguro y confortable contra el calor del sol, el inviernos y los hielos —con no
ser ése de ninguna manera el beneficio más pequeño—, como por haber llevado
a cabo multitud de hallazgos, en el ámbito de lo privado y lo social, de enorme
utilidad y sumamente apropiados para su empleo en la vida cotidiana.”

[Libro IV, capítulo I]


“Es evidente que los hombres son el motivo de que se hayan instituido los edificios.
En efecto, al principio, si es correcta nuestra interpretación, los seres humanos
comenzaron a hacer la obra para guarecerse ellos y proteger sus pertenencias de los
elementos climatológicos adversos. A continuación empezaron asimismo a querer
no sólo lo que les era necesario para su salud, sino que fue también su deseo de
que no se pasara por alto lo que pudiera contribuir a proporcionarles comodidades
de todo tipo. Luego, movidos y seducidos de tal forma por la oportunidad que se
les presentaba, llegaron al punto de idear y poner en práctica también aquello que
fuera encaminado a satisfacer su placer-“

Texto 2
Trazado y materialización: la naturaleza intelectual de la arquitectura
[Libro I, capítulo I]

“El arte de la construcción en su totalidad se compone del trazado y su materia-


lización. Toda acción y lógica del trazado tiene como objetivo el lograr el medio
correcto y solvente de ajustar y unir líneas y ángulos, con que podamos delimitar
y precisar el aspecto de un edificio. Por tanto, es labor y función del trazado fijar
a los edificios y a sus partes un lugar adecuado, por un lado, una determinada
proporción y una disposición decorosa, por otro, y una distribución agradable, de
modo que la conformación entera del edificio y su configuración descanse ya en el
trazado mismo. Y el trazado no depende intrínsecamente del material, sino que es
de tal índole que podemos intuir que subyace un trazado en edificios diversos, en
donde es posible observar un aspecto único e idéntico, en donde sus componentes,
el emplazamiento de cada uno de dichos componentes y su ordenación se corres-
ponden en todas y cada uno de sus ángulos y líneas. Y será posible proyectar en
mente y espíritu las formas en su totalidad, dejando a un lado todo el material; tal
objetivo lo conseguiremos mediante el trazado y previa delimitación de ángulos

Alberti, De Re Aedificatoria 09
y líneas en una dirección y con una interrelación determinada. Puesto que ello es
así, en consecuencia el trazado será una puesta por escrito determinada y uniforme,
concebida en abstracto, realizada a base de líneas y ángulos, y llevada a cabo por
una menta y una inteligencia culta.”

Texto 3
La subdivisión o distribución de los edificios. El principio de moderación
[Libro I, capítulo IX]

“Toda la inteligencia, la experiencia y el conocimiento del oficio de construir se


plasma en la subdivisión [distribución]. En efecto, dicha subdivisión confronta a
la vez las partes del edificio entero, la conformación completa de cada una de las
partes, el acuerdo y coherencia —por último— de líneas y ángulos en un orga-
nismo unitario, teniendo en cuenta, la funcionalidad, el decoro y la belleza. Y si,
conforme al parecer de los filósofos, la ciudad es una especie de casa enorme, y
si, por el contrario, la casa es una especie de ciudad en pequeño, ¿por qué no decir
que los componentes de las ciudades son una especie de viviendas en pequeño?
(…) Así pues, hay que aplicar atención y esmero a la hora de considera estos
temas, que repercuten en la obra en su conjunto, y hay que trabajar para hacer
ver que incluso los componentes más pequeños sin fruto de la inteligencia y del
conocimiento del oficio.
Para lograr apropiada y adecuadamente este objetivo, viene muy al caso
todo lo dicho sobre el medio y la superficie; y así como en un ser vivo cada miem-
bro debe estar acorde con los demás, así en el edificio debe haber correspondencia
entre cada una de sus partes (…)
Por lo demás, a la hora de conformar sus miembros, hay que imitar la mo-
deración de la naturaleza. Y en este punto, como en los demás, no elogiamos tanto
la sobriedad, cuanto que criticamos la extendida manía de construir. Conviene
que los miembros sean moderados y necesarios para el asunto de que se trate. En
efecto, la esencia de toda construcción, si lo miras detenidamente, se ha derivado
de la necesidad; la desarrolló la conveniencia; le dio lustre la funcionalidad; en
último término fue que se encaminara a procurar placer, aunque el placer mismo
nunca dejó de estar reñido con todo lo desmesurado. En consecuencia, la cons-
trucción será de tal forma que no se eche en falta en ella ningún miembro más de
los que haya, y de forma que nada de lo que haya en ella pueda ser desaprobado
bajo ningún concepto.”

Texto 4
El control del proyecto y el uso de maquetas
[Libro II, capítulo I]

“Propio de persona bien entendida es concebirlo todo previamente y diseñarlo


mentalmente, para que no haya que decir, mientras se termina la obra o una vez
acabada, “no habría deseado esto”, “¡cómo habría preferido aquello otro!”. Y
resulta sorprendente que los castigos que sufrimos por haber llevado a término
una obra de mala manera sean los más suaves posibles. En efecto, lo que al prin-
cipio no habíamos sopesado, por haber empezado con temeridad t sin prever las

Alberti, De Re Aedificatoria 10
consecuencias, lo reconocemos a la postre con el paso del tiempo; de lo cual se
deriva que o bien se lamenta toda su vida de la desgracia de haberse equivocado,
si no es posible échalo abajo y corregirlo, o bien, si se lo derriba, son criticados
el gasto y la pérdida así como tu ligereza y tu falta de juicio (…)
Por ello, siempre me convencerá la vieja costumbre que tienen los mejores
constructores, que consiste en que meditemos y sean consideradas una y otra vez
la obra en su totalidad y cada una de las medidas de todas las partes del edificio,
teniendo en cuenta el consejo de las personas más experimentadas, por medio no
sólo del diseño y el dibujo sino también con la ayuda de maquetas y reproduccio-
nes de madera o de cualquier otro material, antes de embarcarnos en una empresa
que requiere gasto y esfuerzo. Y gracias a las maquetas se consigue que puedas
ver y considerar a la perfección el emplazamiento del entorno, la delimitación
de la superficie, el número y ordenación de las partes, el aspecto de los muros,
la consistencia de la techumbre y, en definitiva, la concepción y disposición de
todo (…) Y en esa maqueta será posible, sin ninguna repercusión, poner, quitar,
cambiar, avanzar soluciones nuevas y alterar el proyecto entero, hasta que todo
esté en su sitio y reciba nuestra aprobación.”

Texto 5
El ideal de belleza: la ‘concinnitas’
[Libro VI, capítulo II]

“Pero que son en sí la belleza y la ornamentación, o qué diferencias hay entre


ellas, puede que lo comprendamos en nuestro interior con mayor claridad de
lo que yo sea capaz de desplegar con mis palabras. No obstante, nosotros, por
nuestra parte, y por mor de la brevedad, lo definiremos del modo siguiente: la
belleza es la armonía entre todas las partes del conjunto, conforme a una norma
determinada, de forma que no sea posible reducir o cambiar nada sin que todo
se vuelva más imperfecto.”

Texto 6
Las columnas de los órdenes
[Libro VII, capítulo VI]

“Para que las columnas contribuyeran a la belleza del edificio las fijaron del modo
siguiente. Dijeron, en efecto, que en el caso de los capitales dóricos las columnas
debían ser en su base de un grosor igual a la séptima parte de su propia longitud,
desde abajo hasta arriba; en los jónicos fue su deseo que ese grosor fuera la novena
parte de su longitud; y en los capiteles corintios, la octava parte (…)
Coincidieron también en un punto, imitando la naturaleza, cual es el de
considerar que no habían de utilizarse nunca columnas que no fueran más esbeltas
en la parte superior que en la inferior. Hubo quienes llegaron a decir que había que
construirlas una cuarta parte más anchas en la parte de abajo que en la de arriba
(…)
Así pues, en estos principios coincidieron todos los órdenes. Pero noso-
tros, por nuestra parte, hemos constatado, a partir de mediciones realizadas sobre
el terreno, que no siempre fueron respetados entre nuestros antepasado latinos.”

Alberti, De Re Aedificatoria 11
Texto 7
El mantenimiento de los edificios
[Libro X, capítulo I]

“Los defectos de los edificios, tanto de los públicos como de los privados, unos
son propios y consustanciales, ocasionados por el arquitecto, otros tienes su
origen en causas externas; y, a su vez, unos pueden subsanarse con el oficio y la
inteligencia, otros no pueden subsanarse de ninguna manera (…)
Ahora bien, los que tienen su origen en causas externas a duras penas pueden ser
enumerados, en mi opinión. Entre ellos se encuentra el dicho tan conocido: el paso
del tiempo lo vence todo; y traidoras y tremendamente efectivas son las armas de
la vejez; ni pueden los cuerpos sustraerse a las leyes de la naturaleza, como para
no envejecer; hasta el punto de que algunos piensan que hasta el mismísimo cielo
es moral, puesto que es un cuerpo. Nos percatamos de cuán poderoso es el calor
del sol, lo gélido de la sombra, las heladas, los vientos. Constatamos que, bajo la
acción de estos azotes, se resquebraja y se deshace hasta la más dura de las sílices,
y que rocas enormes son arrastradas desde los riscos elevados y se hacen pedazos
por los efectos de la tempestad, hasta el punto de rodar arrastrando consigo parte
de la montaña. Añade a ello los desmanes de los hombres. ¡Válgame Dios! No
puedo dejar de sentir náuseas al ver que por dejadez (por no emplear un término
desagradable: por avaricia) de los demás se vienen abajo los edificios que por su
señalado valor había respetado el bárbaro y la furia del enemigo, o que el tiempo,
ese pertinaz destructor de las cosas, accedía de buen grado a que fueran eternos.
Añade los incendios súbitos y fortuitos, añade los rayos, los temblores de tierra,
la embestida de as aguas y las inundaciones, y los prodigiosos fenómenos, cada
día más numerosos, insólitos, inesperados, inconcebibles, que la fuerza de la
naturaleza puede causar, con cuya acción se ve dañada y perturbada la obra bien
concebida de cualquier arquitecto.”

Bibliografía

Edición española del tratado:


Alberti, Leon Battista, De Re Aedificatoria, Madrid: Akal, 2007.

Bibliografía complementaria:
Arnau, Joaquín, La teoría de la arquitectura en los tratados, Madrid: Tebas Flores,
1987.
Germann, Georg, Vitruve et le vitruvianisme: Introduction à l’histoire de la théorie
architecturale, Ginebra: Presses polytechniques et universitarias romandes, 2016.
González Moreno-Navarro, José Luis, El legado oculto de Vitruvio, Madrid: Alianza
Forma, 1993.
Wiebenson, Dora, Los tratados de arquitectura: De Alberti a Ledoux, Madrid:
Hermann Blume, 1988.

Vitruvio, De Architectura 12

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