La Malinche - Eva en El Nuevo Mundo
La Malinche - Eva en El Nuevo Mundo
La Malinche - Eva en El Nuevo Mundo
Decía Octavio Paz que el rencor hacia la Malinche persiste porque aún
persisten, en la memoria colectiva, la violencia de la Conquista, que ella simboliza
en carne propia. Ella que fue excluida de su hogar, esclavizada y luego ofrendada
al europeo. Signada, alternativamente, como traidora a su pueblo o como una
heroína perspicaz que evitó a su manera el exterminio, supo trepar hasta lo más
alto de la jerarquía social de su época y hoy sobrevive a su propia leyenda negra.
Fue la amante y traductora oficial de Cortés, secretamente venerada por muchos
de su séquito, hasta su temprana muerte a los veinticuatro años, de una viruela
que arrasó con su comentada belleza y sus propios sueños de grandeza.
Las guías turísticas mencionan casi con vergüenza el ítem: “Casa de La
Malinche”, “Malinche’s House”, ubicada en el distrito colonial de Coyoacán en
ciudad de México, en la Calle Higuera y el número 57, es una casa de piedra y
una de las más agraciadas de la vecindad, pero intenta pasar, de algún modo,
inadvertida, para no provocar entre los vecinos más iras de las que aún suscita su
antigua moradora. Allí vivió Doña Marina Cortés, La Malinche, hace quinientos
años; allí le escribió Cortés infinidad de cartas a su emperador, hablándole de las
maravillas que había a su alrededor, y luego estranguló –según se cree- a su
esposa ibérica, cuando ésta vino desde Cuba a polemizar largamente con él
durante tres meses, hasta que él la cogió por el cuello y ya no la soltó más. Doña
Marina, su amante azteca, daba a luz por esos días al pequeño Martín Cortés, el
hijo que procreó con el conquistador, el primer mestizo conocido de América.
La casa de la calle Higuera es, en pequeño formato, una muestra de la
atribulada historia mexicana y sus tragedias consecutivas. En el 1700 fue
abandonada –quizás por un designio implícito de sus compatriotas- y se volvió
ruinosa, hasta que, a mediados del diecinueve, un grupo de monjes fundó allí un
convento clandestino, empeñados en contrarrestar el anticlericalismo de Benito
Juárez. Unos campesinos los delataron a poco andar y terminaron todos en la
cárcel, y la casa de piedra confiscada. Una muestra de la historia mexicana en sí,
como es evidente, pero no hay un museo en su interior y nada que recuerde la
vida que allí llevaba su antigua dueña, junto al hombre que desangró, él solo, al
imperio azteca. Tampoco es previsible ningún museo a futuro. De hecho, hace un
decenio o poco más, el municipio de Coyoacán levantó en el distrito una fuente y
una estatua que representaba a La Malinche, a Cortés y al hijo mestizo de ambos,
pero la iniciativa provocó tales desmanes, que el monumento hubo de ser reducido
a escombros, antes de que lo redujera la gente.
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La historia de México ha sido, desde sus orígenes, un compendio
impactante, nunca bien explicado, de esas mismas arbitrariedades y convulsiones
azarosas. En rigor, fue el azar lo que trajo a Cortés, un hijo de hidalgos
extremeños de escasa fortuna, a las Américas. Nacido en 1485, a los diecisiete
años se incluyó en una expedición con destino a las Indias Occidentales, pero la
noche antes de zarpar andaba por los tejados escabulléndose de un marido
celoso y, al desplomarse el muro que intentaba sortear, se quebró una pierna.
Tuvo que esperar otros dos años para cumplir, en 1504, su propósito, a la edad de
19 años, cuando se embarcó al fin rumbo a lo que es hoy la República
Dominicana, por entonces denominada La Española. La demora inesperada en el
propósito refleja, en alguna medida, su temperamento: era pendenciero, farrero y
un seductor empedernido, un espíritu aventurero y en extremo ambicioso. Había
estudiado latín y gramática durante algún tiempo, en Salamanca, pero desertó de
sus estudios a los dieciséis años. La vida académica no era lo suyo, aun cuando la
aptitud retórica y la facilidad de palabra derivadas de ella le rindieron luego sus
frutos en América. No era un individuo particularmente atractivo, pero se defendía.
Bernal del Castillo, el gran cronista de la conquista de México (que fue allí como
soldado, acompañando a Cortés), lo describe como un individuo de tez clara y
cabellos tirando a rubios, de barba escasa –aunque los grabados lo representan
cual Toribio el náufrago- y ojos “amorosos”, en los términos del propio Bernal del
Castillo. Esa mirada tenue era, al parecer, buena parte de su imán, unido a una
aptitud manipuladora que debía serle indispensable. Para no hablar de su
resolución y perseverancia, que lo hacía arremeter y fugarse hacia adelante cada
vez que se sentía, o estaba, perdido. Una práctica que siempre (o casi) le dio
resultados y que desbarató al muy indeciso Moctezuma II, el rey de los aztecas y
dueño del universo en esta región del globo. Un último dato es que era, el
avasallador Cortés, un beato y un adicto incondicional a su propio credo, hecho
que vino a hermanarlo, curiosamente, con el propio Moctezuma. En algún sentido,
la conquista de México fue una pugna soterrada entre dos temperamentos
creyentes, rayanos en la superstición. El uno, deseoso de coronar las pirámides
aztecas con la cruz; el otro, de descifrar lo que los presuntos enviados divinos “de
allende los mares” venían a comunicarle (y en eso se le fue el imperio).
LA “LENGUA” DE CORTÉS
Si una musa es aquella encarnación femenina que inspira a un varón
determinado para que realice grandes hazañas y cumpla con su destino fatal,
posibilitándole, con su inspiración y sus dones, con su propia fuerza oculta, la
consecución de proyectos que parecían imposibles, entonces no hay duda de que
Doña Marina Cortés, la Malinche, es la única musa relevante y la más significativa
de cuantas operaron en la fundación sangrienta del Nuevo Mundo. Quizás porque
lo que ella vivió y presenció, y de algún modo provocó, fue no sólo una guerra de
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conquista, sino un choque civilizatorio, el encuentro inesperado de dos mundos
disímiles, que no tenían noticias hasta allí el uno del otro, que adoraban a dioses
muy diversos y tenían una concepción muy distinta del trabajo y la riqueza,
aunque no del amor. Porque, al centro del proceso de conquista, hubo –es lo que
le confiere su cualidad tan dramática, el elemento de opereta- una historia
pasional: la historia del amor presunto, desgarrado, tan breve, entre Cortés y la
propia Malinche.
La conquista de aquellas civilizaciones florecidas en Mesoamérica, en
Yucatán y la meseta donde hoy se propaga la populosa capital de México, fue –de
algún modo- el derivado de su gestión como traductora, como intérprete
improvisada del conquistador europeo, que llegó a estas tierras sin diccionarios, a
enfrentarse con lenguas y dialectos que no eran de su conocimiento,
comprensiblemente desconocidos en Europa. Traduttore, traditore, dice el adagio.
El traductor es siempre un traidor menor, inofensivo, de la lengua original que
debe traducir, del texto que le es encomendado. En el caso de la Malinche o de
Jerónimo de Aguilar, los dos intérpretes con que se hizo Cortés al iniciar la
exploración de la región centroamericana, esa traición fue un acto consciente,
deliberado, para ganar su propia guerra íntima o prevalecer en las preferencias del
conquistador, para salvarguardar a su pueblo de origen o quizás para hundirlo. Y
dar nacimiento así, en curiosa paradoja, a un mundo nuevo.
Sabemos quién era más o menos Cortés, pero ¿y ella? ¿Cómo era en
realidad, de dónde provino? Díaz del Castillo refiere su más que probable origen
aristocrático. Al decir del cronista, era una princesa azteca, hija de un cacique de
Paynala, en la provincia de Coatzacoalcos, nacida en torno al 1505, cuyo padre
murió cuando era todavía una niña. Su progenitora, de nombre Cimatl, volvió a
casarse y tuvo un hijo con su padrastro, pero, deseosa de evitar conflictos por la
herencia familiar, resolvió obsequiarla mejor como esclava a una tribu de
Xicalango, y ésta a su vez la transfirió a una tribu maya de Tabasco. Fue en
aquella época, durante su adolescencia de esclava, que la joven aprendió el maya
chontal y varios otros dialectos de la región, sumándolos a su dominio nativo del
náhuatl, la lengua madre: la de los aztecas y los dominadores. En cuanto a su
nombre original, la polémica subsiste hasta hoy: sus compatriotas la llamaban
Malintzin, que significaba “Penitencia” en náhuatl. Un cura mercedario de apellido
Olmedo, que venía con Cortés, la bautizó como Marina. Luego, los propios
españoles tergiversaron la voz náhuatl –Malintzin- y comenzaron a llamarla
Malinche. Su pueblo hablaba más adelante del Malinche en alusión al propio
Cortes, y de La Malinche para designarla a ella. Con el tiempo, ello se hizo
equivalente a “la traidora”.
La peripecia de Cortés en México estuvo marcada por varios avatares
fortuitos y vueltas de tuerca que él mismo propició, torciéndole la mano al destino.
Tras desembarcar al sur del imperio azteca, dio entre los mayas de la región con
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un tal Jerónimo de Aguilar, un sacerdote ibérico que había naufragado allí y vivido
entre los mayas durante ocho años. Sabía, pues, la lengua maya y Cortés se sirvió
de él como intérprete en primera instancia, en su avance hacia el norte. La figura
de Aguilar es ambigua y del mayor interés. Un relato excepcional del escritor
Carlos Fuentes, “Las dos orillas”, en el cual éste asume la voz de Aguilar y narra la
caída de Moctezuma, nos lo revela como un enamorado de la cultura indígena,
como una suerte de ecologista temprano que, muy a su pesar, ha de hacerle de
intérprete a Cortés y acompañarlo en su aventura depredadora hacia el norte.
Luego se muestra, incluso, enamorado secretamente de una india adolescencte,
arrogante y bella, deslumbrante, que le es obsequiada al conquistador por los
indios de Tabasco. Esa india era La Malinche.
Quien le fue obsequiada por sus amos de Tabasco, a los catorce años,
entre otras diecinueve adolescentes, al impetuoso Cortés. Díaz del Castillo, el
cronista, la describe como muy hermosa, inteligente y segura de sí misma. Otras
referencias hablan luego de su aspecto regio -indicativo de que era hija de
caciques-, de una chica con el pelo suelto y los pies descalzos, ataviada con las
ropas indígenas tradicionales. Era el año de 1519. Cortés andaba, en principio,
más ocupado de su proyecto que de los obsequios indígenas y, sin pensarlo
mucho, la asignó a uno de sus capitanes, Alonzo Puertocarrero, porque la
consideró “inteligente y de buen hablar”, al decir de Díaz del Castillo. Pero
Puertocarrero se marchó luego a España como mensajero, y Cortés tuvo la
afortunada oportunidad de rectificar, quedándose ahora sí con la bella adolescente
de la lengua prodigiosa (y no es un doble sentido).
Conocedora de los dialectos regionales y de la lengua azteca, la recién
bautizada Marina, que ahora dormía con el líder, cobró un inmediato protagonismo
y se convirtió en la mano derecha de Cortés a la hora de negociar con las varias
tribus que encontraron a su paso, todas ellas sometidas al dominio tiránico y
sangriento de los aztecas. Ella le hizo ver la división reinante, el rencor acumulado
por los pueblos aledaños a Tenochtitlán (la capital del imperio). Ella negoció por su
cuenta con los caciques y atenuó las bravatas de Cortés cuando fue preciso. Eso
la volvió un personaje muy respetado, incluso temido, de lo cual deja constancia
Días del Castillo: “La doña Marina tenía mucho ser y mandaba absolutamente
entre los indios...”. A contar de aquí, los cronistas aluden a ella como “la lengua”
del conquistador.
En principio, era Aguilar quien transmitía la versión final en castellano a su
jefe. La Malinche iniciaba la cadena en náhuatl (azteca) y lo traducía al maya;
Aguilar tomaba la versión maya y la traducía al castellano. Hasta que un día
inesperado, decisivo, cuando ya estaban en presencia de Moctezuma y el
emperador azteca estaba ya envuelto en la retórica de Cortés, La Malinche habló
al fin en español. La ficción literaria, en la pluma sin par de Carlos Fuentes, da
cuenta del momento y el estupor de Aguilar: “... Todo esto lo tradujo del mexicano
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al español La Malinche, y yo, Jerónimo de Aguilar, el primero entre todos los
intérpretes, me quedé en una suerte de limbo, esperando mi turno para traducir al
castellano hasta que, aturdido acaso por los insoportables hedores de sangre
embarrada y copal sahumante, mierda de caballo andaluz, sudores excedentes de
Cáceres, cocinas disímiles de ají y tocino, de ajo y guajalote, indistinguibles de la
cocina sacrificial que despedía sus humos y salmodias desde la pirámide, aturdido
por todo ello, digo, me di cuenta de que Jerónimo de Aguilar ya no hacía falta, la
hembra diabólica lo estaba traduciendo todo, la tal Marina hideputa y puta ella
misma había aprendido a hablar el español...”.
BORRACHO INGRATO
De aquí en más, el destino del propio Aguilar –la inutilidad- y el del imperio
azteca –la caída- quedaron sellados. Y dice adicionalmente el personaje de
Fuentes: “Cortés escuchaba a Marina no sólo como lengua, sino como amante
(...). Marina, La Malinche, acarreaba el dolor y el rencor profundos, pero también la
esperanza, de su estado; tuvo que jugarse toda entera para salvar la vida y tener
descendencia”. La crónica sugiere, por parte de Cortés, un amor mezquino,
utilitario, que se aprovechó de esa jovencita para sus planes de conquista y luego
la desechó, dejándola a solas con su traición y su imagen execrable ante sus
compatriotas. No es del todo así: Cortés era un católico recalcitrante y, con Doña
Marina en las cercanías, rechazó todo contacto con otras aborígenes, de las que
disponía a raudales. Luego está la muerte tan sospechosa de su esposa llegada
de Cuba, cuando Malintzin paría al hijo de ambos, que inauguró la novedosa
vertiente del mestizaje en toda América Latina.
Salvador de Madariaga dice que lo de Cortés fue siempre un amor
interesado, que simuló ante ella una pasión que le era imprescindible para
sobrevivir con sus huestes, que la utilizó alevosamente. Puede ser. En 1524, el
propio Cortés encabezó una operación de castigo contra un capitán español
enviado en su contra y que había desembarcado en Honduras, y llevó consigo a
doña Marina. En el trayecto, sin embargo, mostró definitivamente la hilacha y, en
mitad de una borrachera (según los cronistas), casó a su brazo derecho, a su
costilla de hacía seis años, a la muy resuelta Marina Cortés, con Juan Jaramillo,
uno de sus capitanes, y ya no volvió a ocuparse de ella. ¿Era que México estaba
ya en sus manos y no la requería más? ¿Era una forma de desembarazarse de
ella sin por ello dejarla al arbitrio de los rencores locales, bajo la protección de
Jaramillo? Difícil saberlo a estas alturas.
Jaramillo vivió, a su manera, cautivado por ella y ella le dio una hija, pero el
asunto duró poco. La viruela, el mal endémico que Europa se trajo consigo en su
aventura al paraíso, incidió al final en la propia Malinche. “Los muros han
contraído una lepra incurable; los rostros han perdido para siempre su belleza
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oscura, su perfil perfecto: Europa le ha arañado para siempre el rostro a este
Nuevo Mundo...”, dice el personaje de Fuentes en “Las dos orillas”.
La bella y desdichada Malinche, la oportunista Doña Marina, son dos
vertientes del mismo caudal, hebras de un mismo ovillo, y la expresión dual del
eterno dilema que aqueja al mexicano y, en un sentido estricto, a cualquier
latinoamericano del presente, doblegado por los malls y los MacDonald’s,
haciéndole asco a su propia imagen mestiza en el espejo, renegando de las dos
fuentes primordiales que conforman su identidad, para quedar al final en cero, en
la nada, en el limbo de su propio linaje contradictorio. “El mexicano no quiere ser
indio, ni español”, escribió Octavio Paz en El laberinto de la soledad. “Tampoco
quiere descender de ellos. Los niega, y no se afirma en tanto que mestizo, sino
como una abstracción: es un hombre a secas. Se vuelve hijo de la nada. Todo
mexicano empieza en sí mismo”. La Malinche, figura central de la conquista de
México, guarda íntima relación con todo esto, como la gran culpable, como su
víctima más renombrada y egregia. Pero sólo fue –quizás- una mujer enamorada,
que intentó, apoyándose en su don natural para los idiomas, sobrevivir en la época
atroz que le tocó vivir. Una mujer enamorada luchando por su vida. No es tan
incomprensible. No es tan reprochable.