Lecturas Animalística Desde La Mirada Femenina
Lecturas Animalística Desde La Mirada Femenina
Lecturas Animalística Desde La Mirada Femenina
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Lecturas
Índice
Bibliografía ……………………………………………………………………………………………..………… 63
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Me llamo Juan Domingo Benjamín. Juan Domingo, por ser ahijado de Juan Domingo Perón, que fue
tres veces presidente de la Argentina. Y Benjamín, por ser el menor de mis hermanos
Benjamín es nombre de hijo menor. Yo digo: si mis padres me pusieron así es porque ya
habían decidido que no iban a tener más hijos. Entonces, ¿no podían haberlo decidido antes de
tenerme a mí? Como séptimo hijo varón, mi vida no fue fácil.
Por ejemplo, fue un problema tener de padrino a Perón, un presidente argentino al que
muchos querían y muchos odiaban. Una ley nacional decía que el séptimo hijo varón tenía que ser
ahijado del presidente, para que no lo trataran mal por lobisón. Pero mi familia era antiperonista. En
el fondo, todos hubieran preferido que me convirtiera en lobo las noches de luna llena y no que me
llamara Juan Domingo.
Lo más triste es que yo me convertía en lobo de todas maneras. No exactamente en lobo, sino
en un perro negro y enorme, siempre muerto de hambre. En realidad, tampoco era en las noches de
luna llena, sino todos los viernes a la noche y algunos martes.
Dice mamá que cuando era bebé me convertía en un cachorro peludito, suave y muy cariñoso,
y con un poco de carne picada me calmaba, aunque no fuera carne humana. Todos tenían la
esperanza de que criándome así, domesticado, de grande me iba a conformar con cualquier cosita que
encontrara en la heladera.
Pero a partir de los diez años las noches de los viernes ya empezaron a ser un desastre. Ustedes
tienen que entender que un lobisón es un bicho de campo. Vivir en la ciudad era para mí un motivo de
tortura constante. Mamá había dispuesto que mis tres hermanos mayores tenían que turnarse para
cuidarme y asegurarse de que no me pasara nada cuando andaba por ahí.
Ahora, imagínense lo que debe haber sido para un muchacho de dieciocho o veinte años, que
hubiera querido ir al cine con la novia o salir a bailar, tener que pasarse la noche del viernes corriendo
detrás de su hermanito lobisón. Lo más natural hubiera sido que me odiaran y así pasó con Ariel y
Marcos. En cambio siempre me llevé muy bien con Jonathan, que le encontró la vuelta al asunto de
mis transformaciones y llegó a divertirse mucho conmigo en las correrías de los viernes.
Vivir conmigo en la ciudad era un problema constante para todos, pero papá no quería
mudarse porque trabajaba en la construcción. «Si nos vamos a las afueras, me voy a tener que pasar
la mitad del día arriba del auto», decía cuando mamá insinuaba que la familia podía vivir en el campo
mientras él trabajaba en la ciudad.
Mientras tanto para mí era un problema tremendo el asunto de los cementerios. Los lobisones
somos mansitos y nunca atacamos a la gente. Pero no nos queda más remedio, cuando somos perro,
que alimentarnos de dos cosas: carne humana y caca de gallina. Yo sé que para la gente común suena
repugnante, pero después de todo es una costumbre bastante inofensiva. Por eso en el campo se
escuchan tantas historias de lobisones rondando los gallineros o el cementerio.
Como nuestra familia es judía, mamá, que no quería verse en problemas, les había aclarado
muy bien a mis hermanos que no me dejaran meterme en cementerios católicos. Yo creo que un poco
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por protegerme, un poco porque consideraba que lo correcto era que cada uno se dedicara a lo suyo, y
otro poco, porque pensaba que la carne de cristiano me podía caer pesada. En fin, todo el mundo
tiene sus prejuicios.
—Si encuentran a un lobisón en el cementerio —decía mamá— lo van a correr con palos
gritándole «maldito lobisón». Pero a vos te van a gritar «maldito lobisón judío».
—Es lo mismo —decía yo.
—No es lo mismo —decía mamá.
—Si encuentran un lobisón en el cementerio el pobre bicho lo pasa mal de todos modos, mamá
—decía yo.
Mamá era un poco ingenua y creía que ella podía comprender mi sensación de ser diferente.
Ahora digo un poco ingenua, pero entonces me daba rabia. Hay que haber sido lobisón para saber lo
que es ser diferente de verdad.
Ahora me doy cuenta de que tener un hijo lobisón debe ser casi tan terrible como ser lobisón
uno mismo. Pero solamente casi.
Lo cierto es que desde casa hasta el cementerio judío había un tirón largo y cuando estaba
transformado yo no podía usar ningún medio de transporte. Tenía un aspecto amenazador que
asustaba a los guardas de tren y a los taxistas. Corría a mucha velocidad y a mis hermanos les costaba
un montón mantenerse a la par mía, por más que me tuvieran atado con la correa. Pero igual no
llegaba y finalmente terminaba comiendo de cualquier cadáver que encontrara por ahí, sin ninguna
garantía de limpieza y buena calidad.
Siempre tuve un olfato fantástico para encontrar cadáveres: la gente común no se da cuenta,
pero todas las noches hay crímenes, linyeras muertos, accidentes de auto en la gran ciudad. Mis
hermanos cuidaban de que me conformara comiendo un poco de cada uno para que no se notara
demasiado mi presencia. Hubiera sido muy desagradable encontrarse con comentarios sobre un
cadáver extrañamente devorado en el noticiero de la tele o en el diario de la mañana.
Fue Jonathan el que tuvo la idea que finalmente solucionó una parte del problema: vivíamos a
tres cuadras de la Facultad de Medicina. A principio el gusto a formol de los cadáveres que había en la
morgue de la facultad me molestaba un poco y hasta me daba alergia. A la mañana siguiente me
levantaba con los párpados hinchados y con mareos. Con el tiempo me acostumbré y el formol ya me
parecía tan necesario para darle sabor a los cadáveres como la mostaza para la carne de puchero.
Jonathan, que estudiaba medicina, se había hecho juegos de llave de todas las puertas de la
facultad. Los cadáveres de la morgue tenían la ventaja de que a nadie le llamaba la atención si les
faltaba una parte, porque los estudiantes de medicina siempre se andan llevando manos, orejas o
piecitos para hacer bromas espantosas.
Creo que esa necesidad mía influyó en mi vocación. Cuando llegó el momento yo también
decidí ser médico, un poco por seguirlo a Jonathan y otro poco porque me resultaba tan cómodo para
resolver el hambre de los viernes a la noche.
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No crean que conseguir caca de gallina era mucho más fácil que conseguir cadáveres. Al
principio, cuando era muy chico, todavía había algunos gallineros por el barrio y al Mercado Grande
traían gallinas vivas, que venían todas apretadas en unos enormes jaulones. Mientras mis otros dos
hermanos perdían como tontos toda la noche y todas sus energías persiguiéndome por los suburbios,
de gallinero en gallinero, una tarea agotadora y peligrosa, Jonathan, como siempre, encontró la mejor
solución.
Por unos pocos centavos, los tipos que limpiaban el Mercado a la noche le juntaban los viernes
todo el excremento de gallina en una bolsa. Jonathan se lo llevaba diciendo que lo necesitaba como
abono para una quinta de fin de semana. Y yo podía comer tranquilamente en mi casa, debajo de la
mesa en mi lindo plato verde.
Uno se acostumbra a cualquier cosa y mi familia inmediata me soportaba muy bien, menos la
abuela Sara, que era muy religiosa. A ella la ponía furiosa que yo me transformara precisamente la
noche de los viernes, cuando empieza el Sábado que es día sagrado y de fiesta. Tenía la esperanza de
que mi mala costumbre cambiara cuando cumpliera los trece años, una edad en la que se supone que
uno se hace cargo de sus responsabilidades.
La abuela no quería aceptar por nada que yo no elegía el momento de la transformación, pero
por suerte no estaba enojada conmigo. Me llamaba su nietito preferido y me preparaba deliciosas
galletitas con semillita de amapola: le echaba toda la culpa a mis padres por no saber controlarme y
educarme mal.
Ya era casi adolescente cuando mamá y papá empezaron a asistir a un grupo de autoayuda
para padres de chicos especiales. Los domingos se organizaban asados en la quinta de la familia de
Gustavo, que se transformaba en chancho o en perro con cabeza de chancho y con el tiempo llegó a
ser gran amigo mío. Su apetito por las gallinas podridas y los choclos crudos era más fácil de
satisfacer que el mío, pero también le causaba dificultades.
Los chicos odiábamos esos asados, donde nuestros padres intentaban que nos hiciéramos
amigos y jugáramos todos juntos. Era absurdo. En primer lugar, no hay tantos lobisones, de manera
que nos juntaban con brujas, chicos-tigre, videntes, poseídos y toda clase de personajes cuyos
problemas no tenían nada que ver con los míos.
Para los padres estaba muy bien, porque tener un hijo diferente puede ser un problema
parecido para los padres de un lobisón o de una bruja. Pero nosotros nos mirábamos con
desconfianza y no encontrábamos nada en común. Una bruja es bruja todo el tiempo y cuando yo no
estaba convertido en lobisón era un chico como cualquiera, salvo los sábados, que me pasaba todo el
día en la cama para descansar de las correrías del viernes, tomando Paratropina para el dolor de
panza por haber comido tantas porquerías.
Mi mamá insistía en que tenía que participar en esas reuniones porque me convenía el
ambiente. Tenía la ilusión de que encontrara allí alguna chica lo bastante rara como para que su
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familia me aceptara con alegría. Me insistía mucho que fuera a los bailes del sábado a la noche y
siempre me hablaba de los encantos de Juliana.
Juliana, pobrecita, era de esos lobisones que no se convierten en lobo sino en el primer animal
que ven cuando se despiertan el viernes a la mañana. Gustavo, con ser chancho (a veces, perro con
cabeza de chancho, que es bastante común) y yo con ser perro, estábamos mejor que ella, que había
pasado por todas.
Durante mucho tiempo tuvieron en la casa un canario, para que lo viera en cuanto abriese los
ojos. Pero los pájaros son demasiado frágiles, y los padres tenían terror de que se lastimara o la
atacara un gato. Enjaulada sufría mucho. En verano tenían terror con los bichitos, en invierno se
volvían locos con las cucarachas: desde que nació y se empezó a notar el problema, la madre dormía
con un ojo solo, para asegurarse de que iba a estar despierta antes que ella, controlando lo primero
que viera.
Después del canario tuvieron un perro grandote, un viejo pastor inglés, así Juliana se convertía
en un animal robusto y seguro. Pero vivían en un departamento demasiado chico y con los dos perros
se les hacía terriblemente incómodo. Cuando estuvo en edad de elegir, Juliana se decidió por un gato.
Una vez las hermanas, por hacerle una broma, la despertaron con una lombriz delante de los ojos y
fue horrible.
Era una chica malhumorada, con una cara completamente inexpresiva, como si sus músculos
estuvieran tan agotados de modificarse en las transformaciones que ya no le quedaran fuerzas para
sonreír o llorar. Lo único que le interesaba era estudiar. Una vez, por hacer un experimento, había
dejado un microscopio al lado de la cama y se había convertido en bacteria. Le gustaban mucho las
matemáticas y pensaba estudiar física nuclear. Ella suponía que su problema tenía alguna relación
con los átomos y las moléculas.
Cuando pensábamos en nuestro futuro, de algún modo todos nos inclinábamos por
profesiones que pudieran ayudarnos a resolver nuestro problema, como biología, química, medicina,
pero también sociología, filosofía y hasta ciencias ocultas.
A mí, las chicas del Grupo de Padres Especiales no me interesaban nada. Me irritaban las
poseídas, tan imprevisibles y más todavía las brujas (séptimas hijas mujeres), que serían un problema
para sus padres, pero estaban encantadas de jugar con sus poderes y se divertían ensayándolos.
Tenía diecisiete años cuando conocí a Débora. ¿Por qué las mujeres siempre creen que nos van
a cambiar, a curar, a convertir en algo diferente a lo que somos? ¿Por qué en lugar de enamorarse de
nosotros mismos, se enamoran de ciertas posibilidades que nos atribuyen? Débora decidió emplear
todo su amor en convertirme en una persona normal.
Para entonces yo había leído todo el material literario y científico que existía sobre los
lobisones. Incluso había aprendido inglés para poder leer textos que no estaban traducidos. Sabía que
había muchos casos de hombres-lobo que llegan a casarse y convivir normalmente con sus mujeres
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sin que ellas se enteren de su condición. Todo está en encontrar una excusa adecuada para los viernes
a la noche… y estar preparado para cuando la transformación sucede en un martes.
Pero yo había sido criado en una casa donde la gente hablaba libremente de sus problemas.
¿Cuánto tiempo podría haber guardado el secreto con la mujer de la que estaba enamorado?
Necesitaba, sobre todo, besarla. Y no hay nada tan desagradable como el beso de un lobisón: cuando
lame la boca de una persona, el otro queda con un gusto muy feo, con náuseas y arcadas y sin poder
comer durante varios días.
Débora estaba convencida de que el mío era un problema psicológico. Insistía en que estaba
«somatizando», es decir, expresando con el cuerpo problemas que en realidad habían empezado en
mi cabeza. Como quien se engripa para no tener que dar examen.
Yo mismo empecé a pensar que tal vez fuera cierto y traté de darme cuenta qué había en la
conducta de mis padres que me llevara a esta situación. ¿Quizás era porque me habían dejado dormir
demasiado tiempo en su pieza cuando era bebé? ¿Trataba de espantar a mi padre con mis dientes de
lobo para quedarme con mi madre, como un Edipo cualquiera? ¿Me convertía en lobisón como efecto
del embarazo no deseado de mi madre? ¿Era una reacción a la excesiva exigencia que tenían con
respecto a mis estudios? ¿O solo era la manera de acaparar el cuidado de mis padres y ser alguien
especial, distinto de mis hermanos, en una familia tan numerosa?
Débora me convenció de que tenía que tratarme. Así conocí al doctor Garber, que sabía mucho
de pacientes neuróticos pero les aseguro que de lobisones no sabía ni jota. Cuatro veces por semana
me acostaba en su diván y le hablaba de mis problemas, que eran bastante parecidos a los de todo el
mundo. Mis relaciones con mis padres, con mis hermanos, con mi novia, y sobre todo, las dificultades
que tenía para ganar suficiente dinero como para pagar el tratamiento. Este último tema nos llevaba
buena parte de las sesiones.
Cuando llegaba a mis problemas específicos de lobisón, el doctor Garber se quedaba callado y
no trataba de interpretar mis palabras. Yo le hablaba mucho de las molestias intestinales. Mi aparato
digestivo de persona humana sufría muchísimo por tener que digerir las basuras que comía como
lobisón. Como hay tanta relación entre los nervios y los dolores de panza, yo pensaba que el
psicoanálisis iba a poder ayudarme mejor que un médico de los que dan pastillas. Sin embargo,
después de varios meses de tratamiento, me di cuenta de que algo fallaba: el doctor Garber
simplemente no me creía. Él entendía lo de «convertirme en perro» como una forma de expresar
ciertos sentimientos o sensaciones, como una manera de decir. Y por más que yo le explicaba los
detalles, cómo me crecía el pelo y los dientes, cómo me iba encorvando hasta caminar en cuatro patas,
cómo me olvidaba de mi humanidad y solo sentía ese hambre horrible de cadáveres y gallineros, él
seguía pensando que todo sucedía en mi imaginación. No me consideraba loco, porque fuera de esa
manía persistente en todo lo demás yo razonaba como cualquier persona, pero sí un caso grave, casi
al borde de la locura.
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Empecé a tenerle un poco de bronca. Yo ya había empezado a estudiar primer año de
medicina, pero no dejaba de investigar en los libros de leyendas o de ciencias ocultas. Ningún
científico serio se había ocupado de nosotros, los pobres lobisones del sur, bastante distintos de los
licántropos, los hombres lobos de la antigüedad, y distintos también de los temibles hombres lobo
europeos, que atacaban ferozmente a las personas. Algunas de las cosas que decían en esos libros
eran ciertas y otras eran puros inventos. Por fin descubrí algo que parecía interesante pero necesitaba
alguien cuyo destino me importara muy poco para atreverme a experimentar. El doctor Garber me
tenía harto. Averigüé algo sobre su vida: estaba separado y no tenía hijos. No quise contarle nada a
Débora para no preocuparla.
En nuestro próximo encuentro desafié al doctor Garber a que me atendiera un viernes a
medianoche. Naturalmente, se negó.
—Yo tengo que mantenerme afuera de su manía —me dijo—. Si paso a formar parte de sus
delirios, ya no voy a tener la posibilidad de curarlo.
Pero finalmente lo convencí.
Eran las doce menos cuarto cuando llegué al consultorio. Como siempre, me abrió la puerta del
departamento con portero eléctrico y me dejó sentado unos minutos en la sala de espera, como si
estuviera atendiendo a otros pacientes. Como siempre, me quedé mirando el retrato de una mujer con
la boca muy abierta, como en un grito mudo. ¿Qué le pasaría? ¿A quién estaría pidiendo ayuda?
Por fin me hizo pasar al consultorio. Me acosté en el diván como siempre y empecé a habar de
tonterías. A las doce menos un minuto le mostré el dorso de la mano, que empezaba a cubrirse de
pelos.
—A mí me pasó lo mismo —me dijo el doctor Garber— cuando estaba tomando Minoxile por
boca para que me creciera el pelo en la cabeza: me salieron pelos hasta de las orejas.
—Pero no tan rápido, supongo —le contesté, y mi voz ya estaba empezando a cambiar.
Todo sucedía normalmente. La cara se me cubrió de pelo, me crecieron las orejas, la boca y la
nariz se estiraron hacia adelante transformándose en un horrible hocico de perro mientras mi
columna vertebral se prolongaba para formar una cola. Lancé un enorme aullido. Esta vez había una
diferencia en mi transformación. A través de muchos meses de ejercicios y entrenamiento, yo podía
conseguir que una parte de mi mente humana permaneciera conmigo en ese cuerpo perruno. Tenía
un cierto control de mis actos, el suficiente como para poner en práctica mi experimento.
El doctor Garber, que al principio había intentado alguna interpretación psicológica de lo que
estaba pasando, había abandonado toda razón y era solo una pobre cosa asustada, un cuerpo
sacudido por el terror.
En su desesperación por escapar de mí tiró al suelo su hermoso y cómodo sillón de analista. Lo
perseguí por el consultorio, poniéndome delante de la puerta para impedirle escapar. El lugar era
chico. Corriendo, volteamos las macetas del potus y el helecho y también la lámpara de pie.
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Desesperado, el pobre doctor Garber abandonó todo intento de escapar y se acurrucó en un
rincón, tapándose la cabeza con los brazos. Así no me servía. Con un poderoso aullido lo hice poner
de pie otra vez y fingí apartarme de la puerta para que otra vez tratara de salir.
Entonces, me abalancé sobre él.
O, mejor dicho, debajo de él.
Pasé por entre sus piernas.
Había leído que cuando un lobisón pasa por entre las piernas de una persona, le traspasa su
maldición y se libra de su mal: el otro queda transformado en lobisón para siempre. ¡Y estaba dando
resultado!
Un par de semanas después, cuando recibí un llamado desesperado del doctor Garber, le
recomendé consultar a un psicoanalista.
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Ayer por la tarde murió Oblomov, nuestro último pez rojo. Lo intuí hace varios días en los que apenas
lo vi moverse dentro de su pecera redonda. Tampoco saltaba como antes para recibir la comida o para
perseguir los rayos del sol que alegraban su hábitat. Parecía víctima de una depresión o el equivalente
en su vida de pez en cautiverio. Llegué a saber muy pocas cosas acerca de este animal. Muy pocas
veces me asomé al cristal de su pecera y lo miré a los ojos y, cuando eso sucedió, no me quedé mucho
tiempo. Me daba pena verlo ahí, solo, en su recipiente de vidrio. Dudo mucho que haya sido feliz. Eso
fue lo que más tristeza me dio al verlo ayer por la tarde, flotando como un pétalo de amapola en la
superficie de un estanque. Él, en cambio, tuvo más tiempo, más serenidad para observamos a Vincent
y a mí. Y estoy segura de que, a su manera, también sintió pena por nosotros. En general, se aprende
mucho de los animales con los que convivimos, incluidos los peces. Son como un espejo que refleja
emociones o comportamientos subterráneos que no nos atrevemos a ver.
Oblomov no fue el primer pez que tuvimos en casa, sino el tercero. Antes de él, hubo otros dos
del mismo color a los que sí observé y sobre los cuales llegué a informarme con gran interés.
Aparecieron un sábado por la mañana, dos meses antes de que naciera Lila. Nos los trajo Pauline, una
amiga común, en el mismo recipiente donde murió su sucesor. Vincent y yo recibimos el obsequio con
mucha alegría. Un gato o un perrito habría sido un tercero en discordia y un estorbo en nuestro
apartamento. En cambio, nos gustaba la idea de compartir la casa con otra pareja. Además, habíamos
oído decir que los peces rojos dan buena suerte y en esa época buscábamos todo tipo de amuletos, ya
fueran cosas o animales, para paliar la incertidumbre que nos causaba el embarazo.
Al principio, colocamos los peces en una mesita esquinera del salón en donde pegaba el sol de
la tarde. Nos parecía que alegraban esa pieza, orientada hacia el patio trasero de nuestro edificio, con
los movimientos veloces de sus colas y sus aletas. No sé cuántas horas habré pasado observándolos.
Un mes antes había pedido la licencia de maternidad en el despacho de abogados donde trabajaba,
para preparar el nacimiento de mi hija. Nada definitivo ni fuera de lo habitual pero que, para mí,
resultaba desconcertante. No sabía qué hacer en casa. El exceso de tiempo libre me llenaba de
preguntas sobre mi futuro. Estábamos en la peor parte del invierno y sólo pensar en vestirme para
salir a enfrentar el viento gélido, me disuadía de cualquier paseo. Prefería quedarme en casa, leyendo
el periódico o acomodando las cosas para recibir a Lila, en esa habitación diminuta que antes había
sido el estudio y ahora sería su cuarto. Vincent en cambio pasaba muchas más horas que antes en la
oficina. Quería aprovechar estos últimos meses para avanzar en los proyectos que el nacimiento de la
niña iba a retrasar. Me parecía razonable pero lo echaba de menos, incluso cuando estábamos juntos.
Lo sentía distante, perdido en su agenda y en sus preocupaciones laborales en las que yo no tenía
cabida. Muchas tardes, mientras esperaba a que volviera del trabajo, me senté a observar el ir y venir,
a veces lento y acompasado, a veces frenético o persecutorio, de los peces. Aprendí a distinguirlos
claramente, no sólo por los colores tan parecidos de sus escamas, sino por sus actitudes y su forma de
moverse, de buscar el alimento. No había nada más en la pecera. Ninguna piedra, ninguna cavidad
donde esconderse. Los peces se veían todo el tiempo y cada uno de sus actos, como subir a la
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superficie del agua o girar alrededor del vidrio, afectaba inevitablemente al otro. De ahí la impresión
de diálogo que me producían al verlos.
A diferencia de Oblomov, estos peces nunca tuvieron un nombre. Nos referíamos a ellos como
el macho y la hembra. A pesar de su gran parecido, era posible reconocerlos por la complexión
robusta del primero y porque sus escamas brillaban más que las de su compañera. Vincent los
observaba mucho menos pero también le inspiraban curiosidad. Yo le contaba las cosas que creía
haber descubierto acerca de ellos y él las escuchaba complacido, como los aconteceres de la familia
extendida que ahora teníamos en casa. Recuerdo que una mañana, mientras preparaba café en la
barra de la cocina, me hizo notar que uno de ellos, posiblemente el macho, había abierto sus aletas,
que ahora lucían más grandes, como duplicadas, y llenas de colores.
—¿Y la hembra? —pregunté yo, con la cafetera en la mano—. ¿También está más bonita?
—No. Ella sigue igual pero casi no se mueve —dijo Vincent, con la cara pegada al vidrio de la
pecera—. Quizás la esté cortejando.
Ese día salimos al mercado callejero que se pone en el bulevar Richard-Lenoir. Una actividad
de fin de semana que disfrutábamos mucho. La nieve había desaparecido y, en vez de la lluvia
sempiterna, el cielo dejaba intuir la presencia del sol. Lo pasamos bien haciendo la compra pero la
mañana no terminó de la misma manera. Cuando ya volvíamos a casa, cargados con bolsas de
comida, se me ocurrió pedir que compráramos naranjas y Vincent se negó tan rotundamente que me
sentí ofendida.
—Son carísimas en esta época del año —argumentó falazmente—. No podemos permitírnoslo.
Parece que no supieras la cantidad de gastos que tendremos cuando nazca la niña. Ya no puedes
despilfarrar el dinero como has hecho siempre.
No sé si fueron las hormonas. Las mujeres embarazadas suelen ponerse mal por nimiedades.
Lo cierto es que, en menos de cinco minutos, sentí cómo mi vida se cubría de nubes oscuras y
amenazadoras. Todos los hombres cumplen los antojos de sus esposas cuando están encintas, me dije
a mí misma. Hay quienes piensan que estos caprichos inexplicables reflejan en realidad las
necesidades alimenticias del bebé. ¿Qué le pasaba a Vincent?
¿Cómo era posible que se negara así a comprar unas simples naranjas? Intenté volver a casa
sin enredarme en una discusión. Sin embargo, después de irnos cuantos pasos, tuve que sentarme a
descansar en un banco. El abrigo no me cerraba ya y, por sus orillas negras, asomaba un suéter que
me pareció viejo, espantoso. Sentí que mis ojos se cubrían de lágrimas. Vincent también lo notó pero
no estaba dispuesto a claudicar.
—Nunca es posible darte gusto —dijo—. Hemos venido al mercado para que estuvieras
contenta y te pones así por una tontería. Me cuesta creerlo.
Tuve que hacer un gran esfuerzo para no levantarme y comprar las naranjas con mi propio
dinero y lo conseguí, pero la alegría ya no volvió en todo el fin de semana. Al regresar a casa, el macho
de la pecera seguía con los opérculos erguidos. Su actitud de seducción me pareció arrogante. La
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hembra en cambio nadaba con las aletas gachas y sus movimientos pausados, en comparación con los
de él, me causaron cierta pena.
El lunes salí de casa temprano. Me metí al bar de la esquina y ordené un jugo doble de naranja.
También pedí un café créme y un croissant. Pagué todo con la tarjeta común. Después entré en la
librería y compré una novela. Estuve una hora probándome ropa en la tienda de tallas grandes que
hay en la Rué des Pyrenées, donde encontré un suéter adecuado para remplazar el mío. Volví a casa a
mediodía, justo a la hora del almuerzo. Al entrar, fui directa al salón y me asomé a la pecera como
quien consulta un oráculo: el macho seguía con las aletas desplegadas pero ahora su compañera
acusaba también un cambio físico: a lo largo del cuerpo le habían salido dos rayas horizontales de
color pardo. Me preparé una pasta con berenjenas y la comí de pie, mirando por la ventana de la
cocina a dos obreros que reparaban el edificio de enfrente. Al terminar, lavé aplicadamente la olla y
los trastes que había ensuciado. Después, salí a dar un paseo por el barrio y llegué hasta la biblioteca.
Sentí deseos de entrar pero cerraban los lunes por la tarde, así que volví a casa y esperé a Vincent
leyendo mi nueva novela. Cuando llegó, le mostré, algo asustada, las líneas en el cuerpo de la hembra
pero a él le parecieron intrascendentes.
—Esas rayas son apenas perceptibles y no creo que signifiquen nada. Ni siquiera estoy seguro
de que no las tuviera antes —dijo.
Cenamos en silencio, un arroz recalentado que llevaba meses en el congelador. Vincent lavó los
platos y al terminar se instaló en el salón donde estuvo trabajando hasta la madrugada. Sin decirle
nada, me dediqué a colocar las cenefas con ositos en las paredes del cuarto de la niña, una tarea que
teníamos pendiente desde hacía varias semanas y que ninguno de los dos había llevado a cabo. Sólo
quería anular uno de nuestros innumerables pendientes. Es verdad que el resultado no fue tan prolijo
como hubiera deseado pero tampoco era un desastre. Sin embargo, Vincent se lo tomó como una
provocación. Según él, las había colocado disparejas con el único objetivo de hacerlo sentir culpable.
—Me lo podías haber pedido. No sé por qué te ha dado últimamente por hacerte la víctima.
La mañana del martes desayunamos en casa un té y una tostada como dos desconocidos que se
tratan cordialmente pero, en cuanto él se fue al trabajo, bajé al bar llena de resentimiento y tomé otro
jugo de naranja. Después caminé bajo la llovizna hasta la biblioteca. En mis años de estudiante la
había frecuentado muchas veces, pero hacía tiempo que no me asomaba por ahí. El despacho estaba
situado en la rivera izquierda y, cuando surgía alguna consulta que no pudiera resolver en Internet,
iba a la Biblioteca Nacional. A diferencia de esta, en la que casi nunca veía a nadie, la de mi barrio
estaba llena de adolescentes, como lo había sido yo misma cuando cursaba el liceo; chicos un poco
mayores que se interpelaban a gritos y reían a carcajadas, comían en restaurantes universitarios;
gente cuya principal preocupación era pasar los exámenes y estirar el subsidio de sus padres, o del
gobierno, hasta el final del mes. Por lo general, las personas de esa edad me despertaban, al menos
desde hacía un par de años, cierta condescendencia y por eso me sorprendió sentir envidia aquella
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mañana. Estaba por empujar la puerta de la entrada cuando uno de ellos, que llevaba un pañuelo rojo
y blanco alrededor del cuello, tropezó con mi barriga.
—Disculpe, señora —dijo disminuyendo apenas el paso.
Más que mi estado de preñez, su tono falsamente compungido subrayó —o eso me pareció— la
diferencia de edad entre nosotros.
Una vez dentro, me dirigí a la sección de ciencias naturales hasta dar con el Diccionario
enciclopédico de animales marinos, y busqué nuestros peces. Descubrí que pertenecían a la especie de
los Betta splendens, conocidos también como «luchadores de Siam», y que eran originarios del
continente asiático, donde suelen poblar las aguas estancadas. Los especialistas los clasifican entre los
laberínticos por un bronquio en forma de rizoma, situado en su cabeza, que les permite respirar un
poco de aire sobre la superficie del agua. Según el artículo, una de sus características más notorias era
su dificultad para la convivencia. El diccionario no abundaba en detalles sobre ello ni tampoco sobre
el mantenimiento de los peces. Si quería consejos para su cuidado debía buscar otra fuente. Tampoco
hablaba de las rayas que habían aparecido en el lomo de la hembra.
Estuve mirando otros libros sobre peces y seleccioné un par para llevármelos. Llené las hojas
para la inscripción y para el préstamo. Por ingenuo que parezca, me ilusionó volver a ser usuaria de
esa biblioteca. Estaba lloviendo mucho cuando intenté salir para volver a casa. Así que me entretuve
un momento en la estantería de la entrada, donde se ponen a disposición del público los suplementos
y revistas del mes. Las revisé por encima, sin decidirme a leer ninguna. Estaban todas, desde
Magazine Littéraire hasta Marie-Claire. Esta última anunciaba en la portada un artículo que parecía
dirigido a mí: Embarazo. ¿Por qué nos abandonan justo en este momento? Pensé que la lluvia podía
durar horas y que quizás debía regresar a casa a pesar de ella. En esas estaba, cuando sonó mi móvil.
Era Vincent pidiendo disculpas por su actitud egoísta. Había ido al apartamento con la intención de
que comiéramos juntos. «Pasé por el italiano que te gusta y compré lasaña. También te traje
naranjas». Cuando supo dónde estaba, propuso ir a buscarme a la biblioteca. Volvimos abrazados a
casa, debajo de su gran paraguas azul con nubes blancas. Los restos del desayuno seguían sobre la
barra de la cocina. Vincent sacó los manjares de su bolsa y los calentó en el microondas. Mientras
comíamos y se servía dos copas de vino, le conté mis descubrimientos sobre nuestras mascotas. Nos
reímos de la pareja que nos había traído Pauline, tan estrafalaria y compleja como ella. Al terminar de
comer, hicimos el amor. Una de las pocas veces que nos sucedió durante el embarazo. Fue un polvo
breve y tierno pero no exento de deseo. Vincent se despidió de mí en la cama con un beso y regresó a
la oficina. Minutos más tarde, mientras me vestía frente al espejo de mi cuarto, noté una línea marrón
situada exactamente en la mitad de mi vientre.
Pasé la tarde leyendo en el sofá y observando la pecera. Aunque no eran tratados científicos,
los libros que había sacado de la biblioteca proporcionaban una información más práctica que el
Diccionario enciclopédico. Ambos se dirigían a un público joven o por lo menos no muy versado en el
tema. En uno de ellos, encontré información sobre los Betta splendens. El autor del libro explicaba
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detalles de su cuidado y reproducción. Decía, por ejemplo, que el despliegue del opérculo implica en
los machos la voluntad de aparearse, y lo violentos que pueden ponerse de no ser correspondidos.
Pero eso no era lo peor. Los describían como peces sumamente combativos. De ahí que se les
denominara comúnmente como «luchadores». En algunos países, se usan incluso como animales de
pelea y se les sube al ring, de la misma forma en que, en occidente, se utiliza a los gallos para ganar
apuestas. Mientras leía aquello, sentí algo semejante al rubor. La sensación que produce enterarse de
las facetas oscuras de nuestros conocidos sin su consentimiento. ¿De verdad deseaba saber todo eso
acerca de nuestros peces? Concluí que sí. Más valía estar advertido y, en lo posible, evitar cualquier
accidente. El libro desaconsejaba tener a dos machos en una misma pecera por grande que fuese. Un
macho y una hembra tenían, en cambio, más posibilidades de sobrevivir juntos, a condición de contar
con suficiente espacio, por lo menos cinco litros. Miré nuestra pecera, la cantidad de agua era
ridícula. «En situaciones de estrés o de peligro», seguía diciendo el autor, los betta desarrollan rayas
horizontales contrastantes con el color de su cuerpo.
Cuando llegó mi marido, hacía más de una hora que dormía en el sofá. Vincent cerró los libros,
cuidando de señalar las páginas que yo había dejado abiertas, y me despertó con mimos para que me
fuera a la cama. Sin embargo, antes de acostarme, quise enseñarle lo que había leído acerca de
nuestros peces.
—Es muy peligroso dejarlos en ese recipiente —le dije—. Pueden hacerse mucho daño. ¿Te
imaginas que llegaran a matarse?
Le hice prometer que los cambiaríamos a un acuario, con oxígeno y algunas piedras donde
ocultarse cuando no tuvieran ganas de verse las caras. Él accedió divertido.
—Ahora te has obsesionado con esto —dijo—. Cuando te reincorpores al despacho, debes
especializarte en derechos de los animales.
Pasaron varios días antes de que sacáramos a los peces de su recipiente. Días tensos para ellos
pero también para nosotros, pues a Vincent no acababa de agradarle la idea de reducir el salón con un
acuario.
—¡Esto va a parecer un restaurante chino! —soltó una vez, resignado, a sabiendas de que no
había negociación posible en ese terreno.
Mientras estaba en casa, yo no podía dejar de vigilarlos, como si con aquella mirada, severa y
quisquillosa, hubiera podido evitar una inminente confrontación. Toda mi solidaridad, por supuesto,
la tenía ella. Podía sentir su miedo y su angustia de verse acorralada, su necesidad de esconderse. Los
peces son quizás los únicos animales domésticos que no hacen ruido. Pero estos me enseñaron que
los gritos también pueden ser silenciosos. Vincent adoptaba una posición más neutra en apariencia,
traicionada sin embargo por comentarios humorísticos que soltaba de cuando en cuando: «¿Qué le
pasa a esa hembra? ¿Está en contra de la reproducción?» o «Mantón la calma, hermano, aunque te
impaciente. Recuerda que las leyes de ahora están hechas por y para las mujeres».
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Mientras, la bebé flotaba en el líquido amniótico dentro de mi vientre. En la última visita al
ginecólogo nos habían dicho que estaba «encajada» y era exactamente eso lo que yo sentía en las
caderas. En ocasiones, en medio del silencio de la tarde, escuchaba crujir mis huesos del sacro. Había
pasado la semana treinta y cinco. Era cuestión de días. Cuanto más lo pensaba, mayor era también mi
necesidad de que las cosas estuvieran en orden dentro del apartamento y la verdad es que todo estaba
listo, excepto la relación entre nuestras mascotas. Por eso me empeñé en comprar la pecera ese fin de
semana. El hogar que conseguimos para nuestros betta fue un acuario verdadero, con capacidad para
diez litros de agua, como recomendaba el libro, estrecho en la base pero alto para que cupiera en la
biblioteca. Fue idea de Vincent que lo colocáramos ahí, donde ocupaba un estante entero pero sin
reducir ni un centímetro la superficie del salón. Tuve que desplazar al sótano varias versiones del
Código Civil a favor de los luchadores de Siam que hasta entonces, quizás informados de nuestras
gestiones pacifistas, se habían mantenido tranquilos. Lo cierto es que descansé cuando, después de
varios intentos fallidos y la visita de un técnico, los peces quedaron instalados y la hembra tuvo, por
fin, una cueva donde esconderse.
Lila nació esa misma semana, en la Clinique des Bleuets, situada a unas cuadras de la casa, una
de las pocas maternidades públicas donde se practican partos en agua. Recuerdo la cara de horror que
puso Vincent cuando nos lo propusieron. «Sólo faltaba eso», dijo haciendo alusión a nuestras
mascotas. A mí, en cambio, no me pareció un despropósito. Muchas veces, había oído decir que para
los niños nacer bajo el agua es menos traumático que venir al mundo en una cama de hospital. Me
habría gustado probar. Sin embargo, lo último que quería en ese momento era contrariar a Vincent.
Lila vino al mundo a las nueve de la noche, después de ocho horas de trabajo de parto, siete de las
cuales ocurrieron dentro del hospital, en una habitación impersonal con olor a desinfectante.
Mientras padecía el dolor de las contracciones, trataba de imaginar que, en vez de estar ahí, me
encontraba en el mar de Bretaña, sacudida por unas olas inmensas. Más tarde, cuando se llevaron a la
niña para hacerle los análisis y me dejaron descansar en la sala de recuperación, escuché los
comentarios entre los enfermeros que nos habían atendido. Uno de ellos dijo:
—El parto de la pequeña Chaix estuvo bien pero hay que ver lo tensos que estaban sus padres.
Sólo de estar con ellos, todos acabamos exhaustos.
Me molestó que se expresaran de esa forma acerca de nosotros mientras yacía en la camilla,
desnuda bajo la sábana, separada apenas por una cortina blanca. Sin embargo, más allá de su falta de
tacto, me interesó la lectura distanciada que hacían del evento. Me dije que, después de todo, quizás
no les faltaba razón.
Durante el embarazo, y creo que a lo largo de toda mi vida, había imaginado los primeros días
en casa, después del nacimiento de un hijo, como los más románticos y maravillosos que podía vivir
una pareja. No sé exactamente cómo son en general esos días para el resto de la gente, sólo puedo
decir que en mi caso no lo fueron en absoluto. Adaptamos a la falta de sueño y a la delicada tarea de
ocuparse de un bebé implicó un esfuerzo casi sobrehumano. Nunca antes había comprendido con
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tanta claridad la importancia del descanso ni por qué a los prisioneros que van a ser interrogados a
menudo se les tortura impidiéndoles dormir. Me costaba imaginar que, generación tras generación,
las personas pasaran por eso, como si ser padre de alguien fuera la cosa más elemental y lógica del
mundo. Tanto mi marido como yo teníamos miedo de dañar a la niña. Bañarla, vestirla, limpiarle la
herida del cordón umbilical eran proezas que nos llenaban de inseguridad. A mí me parecía cruel que,
después de haber pasado nueve meses pegada a mi cuerpo, durmiera fuera de nuestra cama desde el
primer momento. En cambio para Vincent se trataba de una regla elemental de supervivencia.
Intentamos las dos cosas pero, de todas maneras, los desvelos cada dos horas —esa era la frecuencia
con la que había que darle de comer y cambiarle el pañal— nos resultaron insoportables. Parecíamos
dos zombies irascibles a quienes hubieran encerrado con llave en un apartamento. Casi no hablamos
durante esos días. Nos turnábamos para dormir y siempre sentíamos que era el otro quien lo hacía
más. Yo me esforzaba hasta el máximo de mis posibilidades, pero nada parecía suficiente. Mi marido
me acusaba con indirectas de no ocuparme de la niña como una madre ejemplar y yo le reprochaba
sus recriminaciones. En todo ese tiempo, fue él quien se encargó de cuidar el acuario.
Las cosas mejoraron cuando Vincent regresó a la oficina. Es verdad que debía ocuparme de la
niña a jornada completa pero ya no discutíamos sobre si lloraba por hambre o por frío. No tardé
mucho tiempo en encontrar un ritmo, una rutina que empezaba con darle el pecho por las mañanas,
cambiarle el pañal y con frecuencia la ropa, un breve paseo en cochecito cuando no estaba lloviendo,
más pecho, alguna actividad de desarrollo motriz, baño, etc. Es verdad que a veces Lila dormía bien y
entonces aprovechaba para preparar la comida, lavar la ropa y los trastes, ordenar un mínimo el
apartamento. Sin embargo, la mayoría de las veces no sucedía así. Según el pediatra, sufría cólicos
terribles, aunque normales para su edad, y había que consolarla de alguna manera: mecerla, cantarle,
ayudarle a conciliar el sueño.
Generalmente, mi marido volvía de la oficina a la hora del baño. Se ocupaba de secarla,
ponerle el piyama y prepararla para la noche. Después de la última toma, él intentaba dormirla.
Pasaba horas en eso. Cenábamos tarde, casi siempre agotados. Ninguno tenía ánimo para conversar.
A veces me empeñaba en hacer preguntas acerca de su trabajo o de contarle alguna cosa entretenida
que hubiera visto en la calle mientras paseaba el cochecito de Lila, pero era inútil. Vincent sonreía y
en eso quedaba todo. Del sexo mejor ni hablar. Desde el nacimiento, nos había sucedido apenas un
par de veces y en estado de sonambulismo. Como todo el mundo, Vincent tenía sus inseguridades y
entre ellas estaba el ser un mal padre. Recuerdo que en una ocasión en que arrullaba a la niña sin
éxito, le ofrecí remplazado. Mi propósito era simplemente que cenáramos temprano y que, por una
vez, no se enfriara la comida. Sin embargo, lo recibió como un insulto.
—¿Vas a decir ahora que esto también lo hago mal? Deberías aprender a callarte la boca. Yo no
me paso la vida señalando tu torpeza y tus incontables errores. Traté de explicarle mi punto de vista
pero fue inútil. La discusión fue aumentando velozmente de tono y no se detuvo hasta que mi marido
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salió de la casa con un portazo. Yo me quedé meciendo a Lila, que esa noche tardó un poco más en
quedarse dormida.
Muchas personas vinieron a visitamos durante ese primer mes. Algunas amigas y familiares
míos se ofrecieron para acompañarme unas horas en ausencia de Vincent. La mayoría, sin embargo,
aparecía los fines de semana para encontrarnos a ambos. Fue un periodo extraño durante el cual
volvimos a ver gente que no frecuentábamos. Todos traían regalos para nuestra hija, ropa, juguetes,
utensilios nuevos o de segunda mano que ellos mismos habían comprado y que ya no les servían. Ni
mi marido ni yo nos atrevíamos a rechazarlos, ninguno de los dos sabía tampoco dónde meterlos. El
armario de Lila era muy estrecho. Un domingo por la mañana, Vincent anunció que ese día no íbamos
a recibir a nadie. Aunque la idea me parecía comprensible y la apoyaba en mi fuero interno, me
molestó que decidiera por ambos, y se lo hice saber. Pasamos la mañana entera sin dirigimos la
palabra. Por la tarde, Vincent se entretuvo separando todos los regalos que según él no eran útiles,
con la misma arbitrariedad de antes. Yo permanecí encerrada con la niña en mi habitación,
pretextando dormirla y, en los momentos de calma, me dediqué a mirar los peces. ¿Cómo la estarían
pasando?, ¿qué acontecimientos habían tenido lugar en su vida subacuática mientras nosotros nos
ocupábamos de los nuestros? Se habían mantenido tranquilos todo ese tiempo o, al menos, esa era mi
sensación. Si hubo algún roce entre ellos o alguna pelea, pasaron inadvertidos. Me pregunté si la
hembra había tenido otro periodo de celo. Cuánta sabiduría vi entonces en la naturaleza: ese animal
era consciente, vaya a saber cómo, de que no era buena idea quedar encinta, ni siquiera contando con
un espacio tan amplio y bien acondicionado como el suyo. Me pregunté también si lo que la disuadía
era el espécimen con quien cohabitaba o si bajo ninguna circunstancia, ni siquiera con otro, hubiera
aceptado reproducirse.
Ese mismo domingo, mi madre llamó de Burdeos para anunciar que venía a conocer a su nieta.
Pensaba pasar una semana en París y quería saber si podía quedarse en casa o si, por el contrario,
preferíamos que se hospedara en un hotel. Le dije que iba a consultarlo y que le llamaría por la
mañana para darle una respuesta. Después le pasé el auricular a Vincent para que la saludara. Sin
embargo, él no quiso esperar al lunes antes de dar su opinión: «Lo siento, querida suegra, pero esta
vez tendrá que quedarse en otra parte». El tono de irritación con el que se dirigió a mi madre me hizo
estallar.
—¿Con quién crees que estabas hablando, especie de goujat? —le grité, apenas colgó el
teléfono, mientras le arrojaba a la cara uno de los regalos que había decidido guardar. Los gritos
despertaron a Lila y esta se puso a llorar escandalosamente, enrareciendo la atmósfera aún más.
Cuando por fin conseguí calmarla, me fui a la cama con la certeza de haber violado una frontera
infranqueable. Vincent pasó aquella noche en el sofá y yo dormí en nuestra cama, abrazada a la niña.
Mamá se hospedó en el Hotel de la Paix, situado a pocas cuadras de nuestro edificio. Una vez
que Vincent se marchaba a la oficina, llegaba a nuestro apartamento y se quedaba conmigo todo el
día, ayudándome con la ropa, con la Empieza y con el cuidado de Lila. Pocas veces estuvimos tan
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cercanas. Antes de las siete, dormíamos a la niña y nos tomábamos un té, conversando acerca del
matrimonio y sus dificultades o de los grandes retos que habían tenido los diferentes miembros de mi
familia. Mi madre había tenido tres hijos y sobrevivido a eso. Por una vez me sentía completamente
abierta a recibir sus consejos. Ninguna de esas tardes aceptó quedarse hasta la llegada de Vincent. Es
más, noté que hacía lo imposible por borrar cualquier evidencia de su paso por el apartamento. Él por
su parte aprovechó la visita para volver un poco más tarde y así avanzar en su trabajo. En cuanto
mamá se iba, me ponía a cenar frente al televisor. Ya casi no observaba a los peces. Mirar mucho
tiempo el acuario me ponía mal. La vida de esos dos seres conflictivos me entristecía. A su llegada, mi
marido me encontraba en la cama con algún libro en la mano o recién dormida. Sé que no era la
situación ideal para una pareja, pero al menos así estábamos tranquilos y habría dado lo que fuera
para que ese periodo se prolongara indefinidamente. El sábado como a las diez, mi madre y yo fuimos
a buscar a papá a la estación. Venía a pasar unos días con nosotras y, por supuesto, a conocer a su
nieta. Ese fin de semana hizo en París un clima inusitado para el mes de marzo. Estuvimos mucho
tiempo en la calle, caminando por el Marais y por la Place des Vosges. El domingo llevamos a Lila a
conocer el jardín de Luxemburgo. A ninguno de esos paseos nos acompañó Vincent. Ni siquiera se
dignó a despedir a mis padres. Luego de su partida, nuestra relación no mejoró. Siguió llegando
después de la cena y aquel horario, al principio excepcional, terminó por convertirse en el de siempre.
Justo por esos días, mi licencia en el despacho llegó a su término. Llamé para negociar mi
reincorporación y, después de varias evasivas, me explicaron que las cosas se habían complicado tras
la llegada de mi sustituía temporal, al parecer una joven eficaz y muy capacitada. No lo expresaron
claramente, pero entendí que no querían una abogada que tuviera otra clase de prioridades. Pedí una
cita con el director pero se encontraba de viaje. A partir de entonces, la vida doméstica comenzó a
parecerme insoportable. Ya no veía mi estancia en casa como un periodo transitorio hacia la
condición de madre trabajadora, sino como una suerte de cárcel domiciliaria que podía prolongarse
indefinidamente. Me sentía infeliz y sobre todo sola. Las vacaciones de pascua se acercaban y en las
paradas de autobús, así como en los anuncios de la calle y de la televisión, las agencias de viaje
bombardeaban a los espectadores con imágenes de familias felices, vacacionando en playas del caribe
o del océano índico. Vincent tenía Ubre una semana y le propuse salir de París. Cuando terminé de
hablar, me miró como si hubiera dicho una insensatez.
—Las arcas están vacías —dijo—. Ni siquiera sabemos si volverás a trabajar. Le sugerí entonces
viajar al suroeste y hospedamos en la casa de mis padres.
—Ve tú sola con la niña. Les vendrá muy bien tomar un poco de sol y a mí quedarme a dormir
en casa.
No escuché ni una pizca de ironía en ese comentario y por eso acepté su propuesta.
La semana que Lila y yo pasamos en Burdeos fue un verdadero oasis. Desde la mañana hasta la
hora de la cena, mis padres se ocupaban de absolutamente todo. Dormí como no había hecho en
meses y me recuperé en gran medida del cansancio acumulado. También mis hermanos viajaron a la
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casa familiar con sus numerosos hijos. Nadamos en la piscina y el domingo de pascua buscamos los
huevos de chocolate según la tradición inglesa. Casi todas las tardes, Vincent llamaba preguntando
por su hija. En el teléfono, su voz era cariñosa y atenta como en los años anteriores a su nacimiento.
Me dije que habíamos hecho bien en descansar el uno del otro. En ese ambiente idílico, conseguí
olvidarme del despacho y me sentí verdaderamente alegre. Muy pronto, sin embargo, llegó el
momento de volver. No tenía ninguna obligación de hacerlo, ni siquiera deseos de recuperar mi
trabajo o mi vida cotidiana. Mis padres estaban encantados con nuestra presencia. Si regresé a casa
fue para estar con Vincent. Él tenía muchas ganas de abrazar a su mujer ya su hija —al menos eso me
dijo— y yo de estar bien con él. Cuando el tren emprendió su marcha y vi a mis padres despedirse por
la ventanilla, me costó no echarme a llorar.
Vincent fue a buscamos en el coche. A pesar de sus continuas sonrisas, lo noté nervioso.
Debían de ser alrededor de las nueve. Estaba lloviendo, por supuesto. Recuerdo las luces de los faros
reflejadas en el pavimento. Lila iba dormida en su sillita. Después de hacer las preguntas de rigor:
«¿Cómo han estado?, ¿qué tal el trayecto?», anunció que tenía algo que contarme antes de llegar a
casa.
—Se trata de los peces —dijo—. Hace dos días tuvieron una pelea y ambos están bastante
lastimados.
Después me explicó los detalles: la mañana del viernes los había encontrado flotando en el
acuario.
—No sé bien qué hacer con ellos. Lo único que se me ocurrió fue separarlos. Saqué al macho
con la redecilla y lo puse en la pecera de vidrio que nos regaló Pauline. Mañana vendrá el experto.
—¿Sabes si ella estaba en celo? —pregunté yo, tratando de adivinar los motivos —. ¿Viste
alguna raya oscura en su cuerpo?
Pero Vincent negó cualquier despliegue de aletas coloridas como el de la vez pasada.
Nunca en todos los años que llevaba viviendo en aquel piso, lo había encontrado tan desolado.
Me pareció que el acuario despedía un olor a podredumbre. Es verdad que los peces se veían heridos
pero mucho menos de lo que había imaginado en el camino, mientras escuchaba el relato de Vincent.
Lo que más me entristeció esa noche y los días siguientes fue ver a nuestros peces separados.
Tenía la sensación de que también a ellos les afectaba la distancia y que se echaban de menos.
—¿Cómo es posible que teniendo un acuario tan grande y tan bonito no logren mantenerse en
paz? —le pregunté a mi marido una tarde, mientras mirábamos al pez dando vueltas como un loco en
el viejo recipiente, situado ahora sobre la barra de la cocina.
—Tal vez no sea cuestión de espacio —contestó él—, sino de su propia naturaleza. Recuerda
que son peces betta.
Me di cuenta de que había estado reflexionando bastante acerca del asunto.
—Otros peces —siguió diciendo— se sienten libres en peceras muy estrechas. Las ven como
universos claros y llenos de color. Cada rayo de sol representa para ellos un mundo de posibilidades.
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Los peces betta, en cambio, pueden ver estrecha la pecera más amplia. Siempre les falta espacio y se
sienten amenazados incluso por su pareja. Con toda esa presión encima interpretan la existencia del
otro. No me lo estoy inventando, lo leí en uno de los libros que sacaste de la biblioteca y que por cierto
aún no has devuelto. ¿Sabes a cuánto asciende la multa por cada día de retraso?
—Es un drama —dije yo, totalmente en serio—. Estoy convencida de que nuestros peces se
aman, aunque no puedan vivir juntos.
¿De dónde sacaba esa conclusión? Yo misma no tenía ninguna idea. Pensé un poco en nuestra
pareja de peces. Me pregunté con qué criterio los habían elegido en la tienda de mascotas para
compartir el recipiente que le habían dado a Pauline. Probablemente ninguno más que el azar o la
diferencia de sexos. Quizás habían nacido en el mismo acuario y entonces se conocían desde antes. O,
por el contrario, tal vez no se habían visto jamás, antes de entrar en aquella pecera redonda que
habían compartido tan estrechamente. ¿Podía hablarse de destino en el mundo de los peces?
Ya sé que dicho así suena como un disparate pero mis peces sufrían al estar separados y de eso
estoy completamente segura. Podía sentirlo con la misma claridad con que en otras ocasiones había
sentido el miedo de ella y la arrogancia de su compañero. Me dije que lo más probable era que,
viviendo juntos, y a pesar de la negativa de la hembra a reproducirse, hubiesen desarrollado algún
tipo de cariño o dependencia afectiva. De ahí el decaimiento que manifestaban desde el día de la
pelea.
Nuestro macho permaneció castigado varios días en menos de cinco litros de agua y sin una
sola piedra detrás de la cual esconderse. Habíamos acordado mantenerlo ahí mientras decidiéramos
qué hacer con ellos. Sin embargo, mi marido siguió llegando tarde de la oficina y, en toda la semana,
no encontramos ningún momento para discutir el destino de los peces. El jueves planteé el asunto a la
hora de la cena. Vincent me dejó desconcertada con su respuesta:
—A mí, en realidad, me parece una aberración que seamos nosotros quienes decidamos por
ellos. Es como instituirse en juzgado de lo familiar.
Más que una broma, consideré su comentario una evasiva. En el fondo no era extraño. Llevaba
meses escabulléndose.
El viernes no pude más y actué arbitrariamente.
Con ambas manos cogí el cuenco de Pauline y, de un chapuzón, devolví el pez al acuario
matrimonial. Después, acerqué mi cara al vidrio para ver lo que sucedía: pasado el torbellino, el
macho nadó hacia abajo, a unos pocos centímetros del librero y, al llegar ahí, dejó de moverse. Ella,
en cambio, siguió actuando de la misma manera que antes. Ni se acercó a él ni cambió sus
movimientos. Poco a poco, este fue recobrando la movilidad y también sus hábitos de antes. Pasaba
mucho tiempo entre las algas del fondo hasta que, en la superficie, aparecía la comida. Entonces subía
como un torpedo, mucho más rápido que su compañera y devoraba todo cuanto su estómago le
permitía.
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La solución que el director del despacho encontró para mi caso fue prolongar la licencia de
maternidad gracias a un nuevo permiso, con goce de sueldo. Para eso yo debía firmar una carta en la
que declaraba sufrir depresión postparto. El diagnóstico médico lo consiguieron ellos. No puedo
describir la inseguridad que el asunto me produjo. El arreglo mostraba buena voluntad por parte del
director pero ningún aprecio por mi desempeño profesional. Si lo pensaba un poco, era obvio que no
habría trabajado ahí durante cuatro años de ser una mala abogada. Sin embargo, saber esto no era
suficiente. No me libraba de la sensación de haber sido tratada con injusticia. En algún momento
pensé en la posibilidad de demandarlos por sexismo pero no me sentía con ánimos de entrar en un
combate tan largo e incierto como ese. A Vincent el acuerdo no le pareció tan malo: la cantidad que
ofrecían era apenas inferior a mi sueldo.
—Tómalo como unas vacaciones de seis meses —dijo, tratando de convencerme —. Mientras
tanto, puedes buscar otra cosa. Ya verás que encontrarás un trabajo mejor.
El diagnóstico del médico terminó convirtiéndose en una realidad o casi. Yo no sufría, por
supuesto, de depresión postparto pero sí de un abatimiento profundo y de un mal humor
permanente. Lo extraño es que Vincent mostrara los mismos síntomas, aunque no hubiese parido ni
tampoco perdido el empleo. Quizás si hubiera ocurrido una desgracia mayor —la muerte de algún
padre, una enfermedad grave, nuestra o de la niña, la pérdida verdadera de nuestros recursos
financieros— la sacudida habría sido suficiente como para unimos estrechamente o, al menos, para
mirar las cosas desde otra perspectiva. Sin embargo, en esas aguas estancadas en las que Vincent y yo
nos movíamos, nuestra relación siguió su curso paulatino hacia la putrefacción. Ya nunca reíamos
juntos, tampoco nos la pasábamos bien de ninguna manera. El sentimiento más positivo que llegué a
tener hacia él en varias semanas fue de agradecimiento cada vez que preparaba la cena o que se
quedaba en casa cuidando a Lila para que yo pudiera ir al cine con alguna amiga. Era una bendición
contar con su relevo. Adoraba a mi hija y, en general, disfrutaba muchísimo su compañía. Sin
embargo, también necesitaba pasar momentos sola y en silencio, momentos de libertad y recreo en
los que recuperaba, así fuera durante un par de horas, mi individualidad. El mundo se había
acomodado de otra manera desde que éramos tres y, en esta nueva configuración, resultaba
impresionante cómo la paternidad se había comido lo que quedaba de nuestra pareja. Comparado con
un río, incluso con un estanque pequeño, un acuario, por grande que sea, es un lugar muy reducido
para seres insatisfechos y proclives a la infelicidad como los betta. Las mentes de algunas personas
son semejantes. No hay espacio en ellas para los pensamientos alegres ni para las versiones hermosas
de la realidad. Así estuvimos nosotros durante los meses que siguieron, viendo siempre el lado más
sombrío de la vida, sin apreciar o regocijamos lo suficiente con nuestro bebé y la maravilla de su
existencia, por no hablar de una infinidad de acontecimientos nimios como la salida del sol, nuestra
salud, la suerte de tenemos el uno al otro.
A finales de mayo, cuando el calor empezaba a sentirse incluso por las noches, Lila sufrió una
infección intestinal que le subió la fiebre a casi cuarenta. Vincent había llamado varias veces desde la
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oficina preguntando por su hija. Estaba enfrascado con una auditoría que le imposibilitaba regresar a
casa.
—Tendré que quedarme hasta tarde esta noche —había dicho— pero no te preocupes, en
cuanto llegue me ocuparé de ella y podrás dormir.
Yo tenía el auricular en una mano, mientras con la otra sumergía a la niña en la bañera de
plástico intentando evitar el uso de los antipiréticos. No tenía cabeza para analizar su tono de voz ni
tampoco el entorno sonoro desde el cual me estaba hablando. Lo cierto es que, a pesar de mis
numerosos intentos por comunicarme con él, mi marido no volvió a hacer ninguna otra llamada. Ni
siquiera mandó un mensaje para decir que estaba vivo. Su silencio se prolongó hasta las seis de la
mañana. Mientras tanto, conseguí bajar la fiebre de Lila y esta se durmió definitivamente a partir de
las doce. Yo esperé desconcertada, dando vueltas en el apartamento hasta que en la cerradura de la
puerta escuché por fin la presencia de la llave.
—Estaba muy preocupada por ti —le dije sinceramente—. ¿Dónde te habías metido?
Vincent explicó que después de la auditoría, los compañeros de su oficina habían ido a celebrar
a un after el final de aquella semana espantosa. Según él, había pensado quedarse sólo media hora y
volver a casa a la una pero las copas habían conseguido mermar su fuerza de voluntad.
—No escuché ninguna de tus llamadas. No hay señal ahí dentro.
Una vez pasada la angustia de que algo malo le hubiera sucedido, se despertó en mí una ira
incontenible, cargada de toda la frustración que había estado acumulando en esos meses. Sin decir
más, empecé a destruir uno por uno los platos y el florero que había sobre la mesa.
—¡Estás enferma! —gritaba él, intentando inútilmente que recapacitara—. ¡Deja de hacer eso!
Sus insultos y reprimendas no consiguieron sino encolerizarme más.
Al día siguiente, Vincent se instaló en el cuarto de Lila y la niña empezó a dormir conmigo
todas las noches. Diría incluso que a partir de ese momento dejamos de ser marido y mujer y nos
convertimos en compañeros de casa. Vincent volvió a llegar de madrugada varias veces en la misma
quincena. Una mañana ni siquiera regresó para cambiarse de ropa. No seguí rompiendo platos pero
adquirí la costumbre de insultarlo. Mi estado de ánimo oscilaba entre el resentimiento y una tristeza
insondable. No dejaba de preguntarme si íbamos a salir de eso y, en caso de no conseguirlo, qué
alternativas teníamos. Al menos para mí, no imaginaba ninguna.
A diferencia de nosotros, los peces se mantuvieron tranquilos en todo ese tiempo, sin un
conato de pleito. Aquellos días era yo quien me ocupaba del acuario. Tanto el calor como las
preocupaciones me sacaban muy temprano de la cama, antes de que Lila o Vincent se despertaran, y
empezaba a dar vueltas en mi propio recipiente. Un día, sin ningún aviso previo, ni siquiera una
señal, la hembra apareció flotando en el acuario. Tenía las aletas rotas y un ojo desorbitado. Su
aspecto no dejaba la menor duda: estaba muerta. El macho también estaba herido pero aún conseguía
moverse entre las algas del fondo. Sin decir nada, me acerqué a la ventana abierta y levanté las
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persianas de metal para recibir el aire fresco de la calle. El patio interior de nuestro edificio me
pareció una ratonera.
Abajo, una pareja de estudiantes trasladaba su mudanza en una camioneta. No sé cuánto
tiempo estuve ahí, mirando sus movimientos y sus caras ilusionadas. No oí la ducha ni la cafetera que
había puesto Vincent. Supe que estaba despierto porque pasó frente a mí, camino a la puerta. Cuando
vio que estaba llorando se acercó a la ventana y me dio un beso en la mejilla.
—Me voy —dijo—, se me hace tarde. Ya hablaremos después de todo esto.
Cuando Lila cumplió tres meses, la aceptaron en la guardería de la Rué Saint Ambroise. El
horario era de ocho a cuatro y media. Una verdadera liberación. Fuimos los dos a dejarla en su
primera mañana. De regreso pasamos frente a la tienda de mascotas que hay en République. Le pedí a
Vincent que nos detuviéramos y compráramos otro betta.
—Tendrá que ser un macho —dijo él—, no me gusta nada la idea de reemplazar tan pronto a la
hembra. Además, no estaría nada mal que alguien le diera un escarmiento a esa bestia.
—Mejor que sea uno flemático y no uno combativo —dije yo—. Un pez sin iniciativa al que todo
le sea indiferente.
Buscamos entre los ejemplares de la tienda y elegimos uno rojo con las aletas azules. Lo
llamamos Oblomov esperando que su nombre tuviera alguna influencia positiva en su
comportamiento. Me pregunto por qué ese empeño, mío y de Vincent, en seguir comprando bettas.
¿Por qué después de aquella mala experiencia no buscamos otra especie más amigable? Lo que en
realidad queríamos, supongo, era un compañero para nuestro pez viudo, no a otro animal que le
estuviera señalando sus errores, todo lo que él no era ni podría ser jamás de acuerdo con su
naturaleza. Decidimos dejar al nuevo en otra pecera. Habíamos oído decir que dos machos betta que
viven en entornos separados, desde los cuales alcanzan a verse, compiten desplegando toda la
variedad de colores que sus genes les permiten desarrollar. Oblomov parecía florecer en su pequeño
recipiente pero no era el caso del pez viudo. Este declinaba cada día y, después de dos semanas, acabó
flotando en la superficie del acuario como su antigua compañera. Después de su muerte,
desmontamos el acuario y lo llevamos al sótano. Para llenar el vacío, reacomodamos el librero como
había estado al principio, con mis diversas ediciones del Código Civil.
Oblomov siguió habitando su cuenco de vidrio, colocado, como antes, sobre la mesita
esquinera del salón. Prácticamente nos olvidamos de él. Ni a Vincent ni a mí nos interesaba ya
observar su desarrollo o su comportamiento. Le dábamos de comer de cuando en cuando y sin ningún
sistema. Fue alrededor de esos días cuando tomé la decisión de marcharme a Burdeos. Buscaría
trabajo ahí y cuando lo consiguiera me mudaría a vivir con Lila a un apartamento que imaginaba
amplio y no muy lejos del centro. Mientras tanto viviría con mis padres.
Hablé con Vincent al respecto. Podría ir a ver a la niña cada vez que quisiera. Tal vez, con la
distancia, las cosas terminarían componiéndose entre nosotros y también él decidiera mudarse. Eso
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dijimos entre otras falsedades que ya no recuerdo. Mientras hablábamos, miré varias veces al pez rojo
que daba vueltas dentro de su recipiente en el sentido contrario al del reloj.
Ayer por la mañana terminé de empacar mis libros en las cajas. Atolondrada como estaba,
incluí los de la biblioteca. Metí mi ropa de invierno en el baúl metálico que, durante muchos años,
sirvió de mesa en un apartamento aún más pequeño. Por la tarde, antes de ir por Lila a la guardería,
revisé los libros que iba a dejar aquí ya que nunca ha sido clara su pertenencia. Estuve dando una
infinidad de vueltas de la biblioteca a mi cuarto. Antes de que terminara, Oblomov había muerto. A
nadie sorprende que Vincent y yo nos estemos separando. Me doy cuenta de que es una catástrofe que
la gente esperaba, como el derrumbe económico de algún pequeño país o la muerte de un enfermo
terminal. Sólo nosotros habíamos seguido aferrados durante meses a la posibilidad de un cambio que
ni sabíamos propiciar ni estaba en nuestra naturaleza llevar a cabo. Nadie nos obligó a casarnos.
Ninguna mano desconocida nos sacó de nuestro acuario familiar y nos metió en esta casa sin nuestro
consentimiento. Nosotros nos elegimos y por razones que, al menos en aquel tiempo, nos parecieron
de peso. Los motivos por los cuales nos dejamos son mucho más difusos pero igual de irrevocables.
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El aplauso enloquecido de los espectadores resonó en mis oídos como un disparo. A través del eco
pude percibir la sangre latiendo contra mis tímpanos. La cámara enfocaba el cráneo abierto de… de
ella. Un bulto de carne molida le suplantaba la cara. Un pedazo desprendido de su cuero cabelludo
flotaba en un charco de sangre. La toma se abrió. Úrsula Golosa celebraba su victoria, todavía con un
trozo del rostro de Diana Ricura entre los dientes. Me sorprendieron las lágrimas y un comercial de
proteína animal que cortó súbitamente la transmisión.
Desde entonces, empecé a tener problemas para trabajar en las jaulas. Diana era mi mejor
amiga: nos conocimos en una jaula privada cuando todavía éramos teens. A sus patrocinadores les
gustó verme dominarla, así que hicimos juntas varias peleas amateur en espacios públicos. Tardó más
tiempo que yo en pagarse los implantes de masa muscular, pero cuando arregló su cuerpo, los
productores la convirtieron en una estrella, como a mí.
Diana y yo no empezamos al mismo tiempo. Yo me fui colocando gracias a los patrocinadores
que tuve desde niña, los que me descubrieron en jaulas infantiles. Ella empezó más grande, porque su
novio necesitaba dinero. Supongo que le pasó como a otras: pensó que era algo temporal, dos o tres
carnicerías y después retirarse con muchas ganancias. Pero casi nunca es así, rápidamente empiezan
las inyecciones de hormonas que hacen que salgan bultos en la espalda, las dosis concentradas de
esteroides que endurecen la piel hasta partirla, las limaduras en los dientes para que parezcan
colmillos y podamos arrancarnos la carne entre nosotras.
Algunas han intentado salirse, pero casi siempre nos reconocen en la calle, ya sea por las fotos
y los videos promocionales o por las deformaciones que se producen con el tiempo en nuestros
cuerpos. Se burlan de nosotras, nos avientan botellas, nos ofrecen dinero para atacar a las que van
pasando o hasta para pelear en tríos con parejas. Y, si perdemos la paciencia y atacamos, nos
despedazan en los noticieros. Muchas esperan hasta tener dinero y poder pagar transporte privado y
un buen alojamiento. Ese es el plan de la mayoría de las estrellas.
Diana me platicó que, cuando empezó, creía que las carnicerías eran falsas. Y al principio más
o menos lo son. Solo tienes que insultar a la otra, jalarle el cabello, rasguñarla. Eso es suficiente para
los más precoces. Por eso las peleas amateur y soft tienen mucha demanda. La prueba de fuego es
pelear tú sola contra todo un grupo. No hay una manera falsa de sacarle un ojo a alguien o de
fracturarle brazos y piernas. Desde luego, no nos pagan lo que nos pagan para nada más fingir que
matamos.
La verdad es que, por lo menos al principio, se siente un poco de placer: el placer del poder. Y
es normal, quién no se ha peleado con alguien. Pero después hay que tomar pastillas y tratamientos
cada vez más fuertes para resistir. Eso sí, ganamos más dinero que en cualquier otro trabajo, nada
más por un ratito en las jaulas. Nos regalan departamentos, muebles, carros, viajes… Ni siquiera
tenemos que cobrar, los patrocinadores nos mandan propinas muy generosas. Simplemente hay que
aguantar un poco más. Hay que intentar disfrutarlo.
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Claro que vi morir a varias. Me acostumbré a pensar que eran gajes del oficio, lo normal…
Pero, después de la muerte de Diana, dejé de intentar disfrutar. Hasta empecé a pensar que tal vez las
extremistas tenían razón. Procuré que no se me saliera, por supuesto. Cada quien tiene que ver por sí
misma, como me enseñaban los productores cuando estaba más chica: a la que le va mal es porque
quiere. Pero, por más que intenté animarme con sesiones de entrenamiento y shots de adrenalina, no
logré reponerme. Me dejaba ganar por las otras estrellas y me empezó a costar trabajo desgarrar a las
teens. A los patrocinadores no les gustó y cada vez llegaba menos dinero a mi cuenta.
Dos o tres semanas después, el entrenador me llamó a su oficina. El olor de la sangre de los
castings me llegaba a la garganta. Me advirtió que no me volviera blanda, que no me engañara,
ahorita las extremistas estaban de moda, pero todo era por la envidia. Todo el dinero que los
patrocinadores invierten en nuestros cuerpos… “obras de arte”, dijo. Las demás mujeres, por más que
hacen pesas y corren y comen proteína, nunca alcanzan a estar a nuestro nivel. No se puede confiar en
ninguna. “Todas son unas envidiosas”, aseguró. Y supuse que tenía razón, siempre están protestando
contra el trabajo en la jaula. Aunque… solo nosotras lo llamamos así, nosotras y los clientes. Y, si la
carnicería no era mala, por qué no llamarla por su nombre… El entrenador no me veía convencida.
Me comentó que pronto empezaría una nueva categoría, todavía mejor que las jaulas de mamás e
hijas, y que me consideraría para ser de las primeras en participar. Prometió que iba a darnos mucho
dinero.
Pero en las siguientes jaulas me empezaron a poner contra grupos o contra las teens más
petits. En la mayoría tenía que dominar por ratos y después dejarme ganar. Eso no era buena señal.
Las demás empezaron a burlarse de mí, y el entrenador estaba perdiendo la paciencia. Yo seguía
pensando en Diana, en todas las entrevistas falsas que tuvimos que dar antes de pelear, en los
masajes que tomábamos juntas para relajarnos después de las carnicerías más fuertes, las pláticas, las
compras, las veces que nos hacían reír los patrocinadores cuando intentaban pelear con nosotras, y
cuando criticábamos a las extremistas, tan flacas y sin sentido del humor…
Cada vez me costaba más reponerme de las torceduras. Dejé de maquillarme los moretones y
de aplicarme los injertos en el cuero cabelludo. No me preocupaba el dinero, mi entrenador debía
tener guardado todo lo que yo había ganado. Fui a verlo para preguntarle si le había dado lo de Diana
a su hija. Y ahí aprovechó para darme en el cuello con el bastón eléctrico. Me jaló del cabello y me
advirtió que si seguía haciéndole perder dinero se iba a deshacer de mí como lo había hecho con
Diana. Intenté atacarlo y amenacé con denunciarlo. Pero ya otras habían cometido ese error. Nadie
iba a creernos, todos nos despreciaban. Finalmente, amenazó que si seguía llorando por Diana iba a
terminar con mi carrera. Después me llegaron sus flores al hospital, con una nota que me recordaba
que tenía que cumplir con mi contrato.
La calidad de las producciones que me daban caía en picada: promocionales para enganchar a
los mirones y que se suscribieran a los planes más caros. Así, hasta el día que el entrenador me llamó
de nuevo y me anunció muy contento que por fin estaban listos para la nueva modalidad. Dijo que era
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mi oportunidad para levantarme. No me imaginé qué sería, ya hacíamos prácticamente todo lo que
podía considerarse legal. Aseguró que tenían permisos especiales para cosas nuevas, que había
empresas muy importantes patrocinando. Dijo que el procedimiento podía ser doloroso, pero que me
iban a dar mucho dinero. Yo me imaginé que me iban a colocar alguna prótesis extra, pero no tenía
idea…
Por esos días hubo muchas protestas, pero no sabíamos muy bien por qué. Hasta donde nos
informaban, simplemente querían quitarnos los trabajos y ya. Me metieron al quirófano mientras,
afuera, las exageradas llevaban carteles con fotos del cuerpo de Diana, el cual habían encontrado
detrás de un laboratorio que, por cierto, nos surtía los shots de adrenalina.
Me desperté vendada de la cabeza y los brazos. Me sofocaba un calor terrible y sentía mucho
peso en el cuello y en los hombros. Cuando intenté moverme, me di cuenta de que estaba sujeta
contra la camilla. Me asustó la pesadez que notaba en la nariz. Conforme se pasaba el efecto de los
sedantes me ponía cada vez más inquieta. Finalmente, escuché la voz de un patrocinador. Decía que
la otra también había salido bien, que el enfrentamiento iba a ser un gran espectáculo. El entrenador
le respondía que no se preocupara por las protestas, varios empresarios ya estaban haciendo pedidos
de diseños para sus propias esposas y amantes. Entonces me retiraron las vendas. Aunque me las
retiraron todas, yo creía que seguía con la cabeza cubierta. Cuando moví el cuello sentí un dolor
terrible. Me ordenaron que me quedara quieta para no abrir los puntos. Tenía los ojos empañados,
como si viera a través de un túnel.
Me llevaron medio sedada al gimnasio. En el camino me explicaron que me iban a tener que
dar terapia para poder rendir al máximo con los nuevos implantes. Cuando por fin me pusieron de
pie, desnuda y descalza en el centro de la jaula, me vi reflejada en el piso de metal: en lugar de mi
rostro encontré el enorme hocico de un jabalí. Lo que pesaba sobre mis hombros era la cabeza del
animal y, en lugar de manos, tenía unas afiladas pezuñas. Me tiré llorando, presa de la desesperación.
Tuvieron que volverme a sedar para que no arrancara el implante empujándolo con pies y manos por
los colmillos.
No se me permitió volver a moverme. El dolor me noqueaba cuando recuperaba, brevemente,
la sensación en el cuerpo. Tuvieron que inyectarme fuertes dosis de adrenalina para que pudiera
ensayar mis movimientos, y, si no respondía, me electrocutaban con el bastón. Adelantaron el día de
la pelea, porque supusieron que no iba a aguantar mucho tiempo así.
Organizaron el evento en un zoológico y, para evitar que las manifestaciones distrajeran a los
espectadores, exclusivamente invitaron a un grupo élite. Para brindarles una mejor experiencia, no
colocaron vidrios de seguridad alrededor de la jaula, los entrenadores nos seguirían de cerca para
controlarnos. Escuchaba las risas mientras me encadenaban a uno de los barrotes. De frente a las
tribunas, habían colocado corrales con crías de diferentes especies: cachorros de perros, de tigres,
becerros… Mi primer impulso fue preguntarme, triste y estúpidamente, dónde estarían sus madres.
Entonces me di cuenta de que las crías tenían moñitos entre el pelaje, detrás de las orejas. Los
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invitados les arrojaban pedazos de carne y las acariciaban, divertidos cuando intentaban morderlos o
arañarlos. Entendí con horror que sus destinos serían los mismos que el del jabalí cuya carne
abrazaba la mía.
La jaula se abrió y empujaron a Úrsula Golosa, la estrella que mató a Diana. Únicamente
reconocí su cuerpo musculoso y sus piernas ágiles, a ella le habían puesto la cabeza de un oso, garras
y un grueso pelaje sobre los brazos y los hombros. La sujetaban con cadenas, como a mí, aunque
apenas podíamos movernos. Le habían puesto un bozal y un collar de picos, y su entrenador la jalaba
para que saludara a los patrocinadores.
La campana sonó y nos soltaron las cadenas. Los primeros minutos fueron casi estáticos:
restregábamos nuestras cabezas y nos arañábamos los brazos como podíamos. En otros tiempos, ya
habríamos estado jalándonos el cabello, tiradas en el piso de metal. Los espectadores abucheaban.
Sentí el pinchazo eléctrico de la macana de mi entrenador. Empecé a empujarla contra los barrotes.
Ella no respondía. Su entrenador le aventó una cubeta con agua. La escuché llorando debajo de la
cabeza de oso. Su llanto se confundió con los lamentos de los animales en los corrales y con los
aplausos del público. Entonces la sentí levantarse. Me empujó hasta el otro lado de la jaula, su fuerza
era muy superior a la que yo tenía. Tardé un momento en levantarme y, cuando la vi, estaba tomando
impulso. Al principio pensé que se abalanzaría contra mí y me preparé para el impacto.
Pero Úrsula pasó de largo. De un salto tiró a su entrenador y usó su cuerpo como escalón para
brincar fuera de la jaula. Empujó a los guardias que rodeaban la entrada y los estampó contra la
barrera metálica. Se arrastró como pudo hasta una jaula llena de oseznos. Una multitud se le iba
encima: guardias, entrenadores, guaruras… Los mismos empresarios se habían levantado y no sabían
si correr hacia ella o salir del zoológico. Con fuerzas que no supe de dónde saqué, logré saltar también
fuera de la jaula. Usando los colmillos de jabalí, arremetí contra todos los que se acercaron hasta que
pude llegar junto a Úrsula. Ella apenas había alcanzado a sacar a dos de los tres oseznos que estaban
en el corral. Embestida tras embestida, perforé costillas y pulmones: a mi alrededor se desangraban
mi entrenador y varios patrocinadores. Sentía los disparos estamparse contra la cabeza del jabalí. Me
puse en manos y rodillas para proteger mejor a Úrsula. La sentí salir corriendo, detrás de los oseznos.
Por fin, uno de los disparos me dio en el ojo y me estampé de espaldas contra los corrales. A lo lejos se
escuchaban los gritos de las exageradas. La manifestación se acercaba. Los disparos resonaron en mis
oídos, como en otro tiempo resonaron los aplausos. A unos metros, la piel de oso de Úrsula se iba
empapando de sangre. Lo último que vi fue a los oseznos corriendo entre los árboles.
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En las tardes de calor me convierto en cocodrilo.
Voy al arroyo, me quito la ropa, me tiro boca abajo, cierro los ojos, extiendo los brazos, abro las
piernas.
Siento el viento de los desiertos soplar sus aires calientes sobre mí. Me derriten. Me penetran
ahí abajo. Y algo cambia, algo que ya no soy yo. Y que es esto: un cocodrilo.
Así comienza mi fuerza, arrastrándome seductoramente, como cintura de mujer que se menea
cuando camina. Tengo escamas en mis manos y una nueva y larga nariz que se extiende y se pega a mi
boca, llena de dientes filosos y puntiagudos. Los animalitos huyen de mí, se esconden. Tienen miedo.
Tienen miedo de que abra mis fauces. Tienen miedo de mis ojos.
Al principio no sabía qué pasaba. Y entonces recordé lo que decían en la aldea. La niña que no
se somete al ritual se convierte en cocodrilo. No podía imaginar cómo una niña se convertiría en
cocodrilo. Pero no debía preguntar. Entendería después.
La primera tarde que me convertí en cocodrilo fue extraña. Me acosté boca abajo en el arroyo
porque tenía calor, y el calor me da sueño. Quería dormir. Y lo hice. Y al despertar me descubrí
animal. Conocí mis fauces, mis nuevas manos. Si me contorsionaba lo suficiente, hasta podía ver mi
cola. ¡Mi propia cola!
Me pareció curioso. Ser animal y ser persona. No me preocupaba, me parecía divertido. Pasaba
las tardes en los matorrales del arroyo con los demás amigos cocodrilos. Hablábamos de los animales
cazados, de los críos, del calor y del agua. Y de los humanos que vivían en la aldea.
Los demás cocodrilos no creían que yo era humana. Hasta que me vieron convertirme en yo.
Los cocodrilos más ancianos dijeron que el humano que podía transformarse en animal, era un
hechicero. Y así, los demás cocodrilos me respetaron y prometieron ayudarme en toda circunstancia,
porque sabían que yo sería buena con ellos.
Yo me la pasaba muy bien entre mis amigos. Nadábamos, comíamos, jugábamos. Me
enseñaron la cacería. Acechábamos a todos los animales que se acercaban a la orilla a beber agua:
impalas, búfalos, leones, elefantes. Y también a los humanos.
No me gustaba ser humana. Prefería mis horas de cocodrilo. Madre había sido clara. Me dijo,
«tienes que someterte al ritual». Y yo le decía «no, prefiero ser cocodrilo». Madre me tiraba al piso,
me gritaba. Todas las mujeres hablaban conmigo. Me decían que tenía que hacerlo, que no temiera,
que todas lo hacían.
Yo lloraba. No quería oírlas. Ponía mis manos sobre mis oídos y lloraba. Sabía de los gritos de
las niñas cuando iban al ritual. Sabía de las que morían después.
«No te casarás nunca», me decían. Y madre también decía «nadie dará dote por ti, seremos
miserables siempre». Será infiel, será lujuriosa, se enfermará de la carne y se le pudrirá todo. Sus
partes le crecerán y crecerán y serán tan grandes como los cuernos de una cabra, decían a mis
espaldas.
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Yo tenía sueños. En el sueño estaba acostada boca arriba, sin ropas. Y en el sueño, veía que de
mi entrepierna crecía una larga serpiente con un solo ojo en el centro, gruesa y rígida, del color de mi
carne, y yo tomaba la cabeza de la serpiente entre mis manos y la metía en mi boca, y sentía cosas
extrañas en mi cuerpo. Y despertaba apretando las piernas y sintiendo cómo algo se movía en esa
parte donde salen las aguas del cuerpo. Algo que se movía y que palpitaba tan fuerte como los latidos
de mi corazón.
Me dejaron a mi suerte. Madre no quería saber nada de mí. Dormía y comía allí, pero no les
importaba si me iba o me quedaba. Era indigna de todos y temí que cualquier día me llevaran a la
fuerza para hacerme eso que le hacían a las demás.
Ya no quería estar con ellos. Odiaba a madre. La vi llevar a mi hermanita, la vi llevar a otras
más. Mi hermanita lloró días y días, y lo único que salía de su cuerpo era sangre, mucha sangre.
Madre se pasaba los días cambiando los paños de sangre por otros con el oxidado color de la sangre
mal lavada.
Yo lo vi todo una vez. Sabía que las llevaban a la choza de la curandera. Ella les quitaba la ropa,
y las mujeres le abrían las piernas a las niñas y las niñas lloraban y chillaban como animal que va a
ser matado y la curandera cortaba con un cuchillo un pedazo de carne, del tamaño de una oreja, allí
de donde salen las aguas del cuerpo. Y la sangre brotaba roja, en abundancia. Y no había manera de
pararlo, ni con emplastos de barro ni con mezclas de yerbas. Y las niñas no tomaban brebajes ni
polvos para aliviar sus dolores, nada más eran sujetadas por su propia madre, por su hermana mayor,
mientras otra les cortaba las partes y la cosían con cáñamos y agujas de la planta de las espinas.
Prefería ser cocodrilo, indigna, impura.
Una mañana, madre me dijo que tenía que ir con ella. Yo sabía lo que significaba. Me llevaría
con engaños a la curandera, me dominarían, me amarrarían como animal.
Corrí, corrí desesperada, gritando. Fui hacia el único lugar donde tenía amigos, el arroyo. Corrí
y me metí al agua y recuerdo un grito extraño dado por madre. Sabía que allí vivían los cocodrilos.
Madre pensó que yo estaba muerta.
Entré al agua y por primera vez me convertí en cocodrilo en las oscuridades del arroyo. Salí
cocodrilo a la orilla y los demás me siguieron.
Fuimos a la aldea. Destruimos todo. A los únicos seres que despedazamos fue a las mujeres de
la aldea. Algunos compañeros murieron en la hazaña. Los hombres se defendían. Pero los hombres no
nos interesaban. Eran ellas las que hacían todo. Las que cortaban, obligaban, mantenían las
piernas abiertas.
Madre murió y yo la vi morir, pero no sabía que su hija era yo, cocodrilo. Participé
personalmente en la comida de la curandera. Y nos encargamos también de todas las demás, porque
las niñas no eran felices nunca, después del ritual. Fue un acto de piedad terminar con ellas.
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Cuando concluimos fue porque los hombres se habían ido. No pudieron defender a sus
mujeres. Huyeron asustados de nosotros. Jubilosos, batimos nuestras fauces en señal de victoria.
Ahora soy el líder de este pueblo. Mis amigos cocodrilos se la pasan muy bien. Ya no trato de
convertirme en humana. Prefiero ser así, un cocodrilo con una larga serpiente que le crece entre las
piernas.
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Tan pronto como surgieron a lo lejos los techos de pizarra de la mansión de veraneo, dispuestos en
distintos planos inclinados, los camioneros lograron comprender lo que se estaban preguntando
desde el momento de iniciar la carga de la leña. ¿A qué tanto combustible bajo un sol que ablanda los
sesos?
—Los ricos son así, no te calientes por tan poco, que ya tenemos de sobra con los cuarenta y
nueve del termómetro —dijo el más receptivo al verano de los dos individuos, mirando de reojo el
cuello color uva del otro, peligrosamente hipertenso.
Y ya no hablaron más, al menos utilizando el lenguaje organizado de las circunstancias
normales. Tanto viaje compartido había acabado por quitarles el tema, aunque no las sensaciones
comunes que lo hacían de cuando en cuando vomitar alguna palabrota en código de tipo al volante, y
recibir la que se venía de la otra dirección como un lenguaje de banderas. Y cuidarse mutuamente con
respecto al sueño que produce entre los ojos la raya blanca. Y sacar por turno la botella, mirando sin
importársele nada la cortina de vidrio movedizo que se va hendiendo contra el sol para meterse en
otra nueva. Y desviar un poco las ruedas hasta aplastar la víbora atravesada en el camino, alegrándose
luego de ese mismo modo con cualquier contravención a los ingenuos carteles ruteros, como si
hubiese que dictar al revés todas aquellas advertencias a fin de que, por el placer de contradecirlas,
ellos se condujeran alguna vez rectamente. Hasta que las chimeneas que emergían como tiesos
soldados de guardia en las alturas de un fuerte, les vinieron a dar las explicaciones del caso.
—Ya te lo decía, son ricos, no se les escapa nada. Vendrán también en el invierno, y desde ya se
están atiborrando de leña seca para las estufas, no sea cosa de dejarse adelantar por nadie, ni siquiera
por las primeras lluvias.
Pero tenían la boca demasiado pastosa a causa de la sed para andar malgastando la escasa
saliva que les quedaba en patentar el descubrimiento. Más bien sería cuestión de hacer alguna
referencia a lo otro que venía a sus espaldas, algo de la dimensión de un dedo pulgar, pero tan
poderoso como una carga de dinamita o la bomba atómica.
—No ha dejado de punzarme el hijo de perra durante todo el viaje. Con cada sacudida en los
malditos baches, me ha dado la mala espina de que el alacrán me elegía como candidato —dijo el
apoplético no pudiendo aguantar más su angustia contenida, y arrojando por sustitución el sudor del
cuello que se sacaba entre los dedos.
—¿Acabarás con el asunto? —gritó el que iba en el volante—. Para tanto como eso hubiera sido
mejor renunciar al viaje cuando lo vimos esconderse entre la leña... como un trencito de juguete
—agregó con sadismo señalando en el aire la marcha sinuosa de un convoy— y capaz de meterse en el
túnel del espinazo. (El otro se restregó con terror contra el respaldo.) Pero agarramos el trabajo ¿no
es cierto? Entonces, con alacrán y todo, tendremos que descargar. Y si el bicho nos encaja su podrido
veneno, paciencia. Se revienta de eso y no de otra peste cualquiera. Costumbre zonza la de andar
eligiendo la forma de estirar la pata.
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Aminoró la marcha al llegar al cartel indicador: Villa Therese Bastardilla. Entrada. Puso el
motor en segunda y empezó a subir la rampa de acceso al chalet, metiéndose como una oruga entre
dos extensiones de césped tan rapado, tan sin sexo que parecía más bien el fondo de un afiche de
turismo. Dos enormes perros daneses que salieron rompiendo el aire les adelantaron a ladridos la
nueva flecha indicadora: Servicios. Más césped sofisticado de tapicería, más ladridos. Hasta que
surgió el sirviente, seco, elegante y duro, con expresión hermética de candado, pero de los hechos a
cincel para un arcón de estilo.
—Por aquí —dijo señalando como lo haría un director de orquesta hasta hacia los violines.
Los camioneros se miraron con toda la inteligencia de sus kilómetros de vida. Uno de los
daneses descubrió la rueda trasera del camión recién estacionado, la olió minuciosamente, orinó
como correspondía. Justo cuando el segundo perro dejaba también su pequeño arroyo paralelo, que
el sol y la tierra se disputaron como estados limítrofes, los hombres saltaron cada cual por su puerta,
encaminándose a la parte posterior del vehículo. Volvieron a entenderse con una nueva mirada.
Aquello podía ser también una despedida de tipo emocional por lo que pudiera ocurrirles
separadamente, al igual que dos soldados con misión peligrosa. Pero esos derroches de ternura
humana duran poco, por suerte. Cuando volvió el mucamo con dos grandes cestos, los hombres que
se habían llorado el uno al otro ya no estaban a la vista. El par de camioneros vulgares le arrebató los
canastos de las manos, siempre mandándole aquellas miradas irónicas que iban desde sus zapatos
lustrados a su pechera blanca. Luego uno de ellos maniobró con la volcadora y el río de troncos
empezó a deslizarse. Fue el comienzo de la descarga del terror. Del clima solar del jardín al ambiente
de cofre de ébano de adentro y viceversa. Y siempre con el posible alacrán en las espaldas. Varias idas
y venidas a la leñera de la cocina, donde una mujer gorda y mansa como una vaca les dio a beber agua
helada con limón y les permitió lavarse la cara. Luego, a cada uno de los depósitos pertenecientes a
los hogares de las habitaciones. No había nadie a la vista. (Nunca parece haber nadie en estas
mansiones ¿te has dado cuenta?).
Hasta que después de alojar la última astilla, salieron definitivamente de aquel palacio de las
Mil y una noches sin haberlo gozado como era debido, pero festejando algo más grande, una especie
de resurrección que siempre provocará ese nuevo, insensato amor a la vida.
Era linda, a pesar de todo. Qué muebles bárbaros, qué alfombras. Si hasta me parecía estar
soñando entre todo aquello. Cómo viven éstos, cómo se lo disfrutan todo a puerta cerrada los hijos de
puta.
El mucamo volvió sin los canastos, pero con una billetera en la mano. Le manotearon el dinero
que les alargaba y treparon como delincuentes a la cabina. Ya se alejaban maniobrando a todo ruido,
siempre asaltados por los perros en pleito por sus meaderos, cuando uno de los tipos, envanecido por
la victoria íntima que sólo su compañero hubiera podido compartir, empezó a hacer sonar la bocina al
tiempo que gritaba:
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—¡Eh, don, convendría decirle a los señores cuando vuelvan que pongan con cuidado el traste
en los sillones! Hay algo de contrabando en la casa, un alacrán así de grande que se vino entre las
astillas.
—Eso es un cocodrilo, viejo —agregó el del volante largándose a reír y echando mano a la
botella.
Fue cuando el camión terminó de circunvalar la finca, que el hombre que había quedado en
tierra pudo captar el contenido del mensaje. Aquello, que desde que se pronuncia el nombre es un
conjunto de pinzas, patas, cola, estilete ponzoñoso, era lo que le habían arrojado cobardemente las
malas bestias como el vaticinio distraído de una bruja, sin contar con los temblores del pobre diablo
que lo está recibiendo en pleno estómago. Entró a la mansión por la misma puerta posterior que
había franqueado para la descarga, miró en redondo. Siempre aquel interior había sido para él la
jungla de los objetos, un mundo completamente estático pero que, aun sin moverse, está de continuo
exigiendo, devorándose al que no lo asiste. Es un monstruo lleno de bocas, erizado de patas, hinchado
de aserrín y crines, con esqueleto elástico y ondulado por gibas de molduras. Así, ni más ni menos, lo
vio el mismo día del nacimiento de la pequeña Therese, también el de su llegada a la casa y su toma
de posesión con un poco de asco a causa de ciertos insoportables berridos. De pronto, y luego de
catorce años de relativa confianza entre él y las cosas, viene a agregarse una pequeña unidad, mucho
más reducida en tamaño que las miniaturas que se guardan en la vitrina de marfiles, pero con
movimiento propio, con designios tan elementales como maléficos. Y ahí, sin saber él expresarlo, y
como quien come la fruta existencial y mete diente al hueso, toda una filosofía, peor cuando no se la
puede digerir ni expulsor por más que se forcejee. El alacrán que habían traído con los leños estaba
allí de visita, en una palabra. Un embajador de alta potencia sin haber presentado sus credenciales.
Sólo el nombre y la hora. Y el desafío de todos lados, y de ninguno.
El hombre corrió primeramente hacia el subsuelo en uno de cuyos extremos estaba ubicada la
leñera recién embutida. La mujer subterránea, a pesar de constituir el único elemento humano de
aquella soledad, tenía una cara apacible, tan sin alcance comunicativo, que con sólo mirársela bastaba
para renunciar a pedirle auxilio por nada.
—¿Qué ha ocurrido, Felipe, por qué baja a esta hora? ¿Los señores ya de vuelta? — dijo con un
acento provinciano refregándose en el delantal las manos enharinadas.
—No, Marta, regresarán a las cinco, para el té. Sólo quería un poco de jugo de frutas —contestó
él desvaídamente, echando una mirada al suelo donde habían quedado desparramadas algunas
cortezas.
La mujer de la cara vacuna, que interpretó el gesto como una inspección ocular, fue en busca
de una escoba, amontonó los restos con humildad de inferior jerárquico. Mientras se agachaba para
recogerlos, él la miró a través del líquido del vaso. Buena, pensó, parecida a ese tipo de pan caliente
con que uno quisiera mejorar la dieta en el invierno. Aunque le falte un poco de sal y al que lo hizo se
le haya ido la mano en la levadura... Ya iba a imaginar todo lo demás, algo que vislumbrado a través
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de un vaso de jugo de frutas toma una colocación especial, cuando el pensamiento que lo había
arrojado escaleras abajo empezó a pincharle todo el cuerpo, igual que si pelo a pelo se le transformase
en alfileres. Largó de pronto el vaso, tomó una zarpa de rastrear el jardín que había colgada junto a la
puerta de la leñera y empezó a sacar las astillas hacia el centro de la cocina como un perro que hace
un pozo en busca del hueso enterrado. A cada montón que se le venía de golpe, evidentemente mal
estibado por la impaciencia de los camioneros, daba un salto hacia atrás separando las piernas,
escrudiñaba el suelo. Así fue cómo empezó a perder su dignidad de tipo vestido de negro. El polvo de
la madera mezclado con el sudor que iba ensuciando el pañuelo, lo transformaron de pronto en algo
sin importancia, un maniquí de esos que se olvidaron de subastar en la tienda venida a menos. Pero
qué otro remedio, debía llegar hasta el fin. Pasó por último la zarpa en el piso del depósito. Luego
miró la cara de asombro de la cocinera. A. través del aire lleno de partículas, ya no era la misma que
en la transparencia del jugo de frutas. Pero eso, la suciedad de la propia visión, es algo con lo que
nunca se cuenta, pensó, en el momento en que las cosas dejan de gustarnos. Escupió con asco a causa
de todo y de nada. Se sacudió con las manos el polvo del traje y empezó a ascender la escalera de
caracol que iba al hall de distribución de la planta principal. Volvió a mirar con desesperanza el
mundo de los objetos. Desde los zócalos de madera a las vigas del techo, casualmente lustradas color
alacrán, desde las molduras de los cofres a las bandejas entreabiertas de algunos muebles, el campo
de maniobras de un huésped como aquel era inmenso. Quedaba aún la posibilidad de mimetismo en
los dibujos de los tapices, en los flecos de las cortinas, en los relieves de las lámparas. Cierto que
podía dilatarse la búsqueda hasta el regreso de la gente. ¿Pero a título de qué? Si ha estallado una
epidemia no se espera al Ministro de Salud que anda de viaje para pelear contra el virus, aunque sea a
garrotazos, y sin que se sepa dónde está escondida la famosa hucha pública. Así, pues, para no morir
con tal lentitud, decidió empezar a poner del revés toda la casa. Había oído decir que el veneno del
escorpión, con efectos parecidos al del curare, actuaba con mayor eficacia según el menor volumen de
la víctima. Animales inferiores, niños, adultos débiles. Vio mentalmente a la joven Therese
debatiéndose en la noche luego de la punzada en el tobillo, en el hombro. Primeramente, al igual que
bajo el veneno indígena, una breve excitación, un delirio semejante al que producen las bebidas
fermentadas. Luego la postración, acto seguido la parálisis. Fue precisamente la imagen de aquel
contraste brutal, la exasperante movilidad de la criatura en su espantosa sumisión a la etapa final del
veneno, lo que rompió sus últimas reservas lanzándolo escaleras arriba hacia el pasillo en que se
alienaban las puertas abiertas de los dormitorios.
Aun sabiéndolo vacío, entró en el de la niña con timidez. Siempre había pisado allí con cierto
estado de desasosiego, primeramente a causa de que las pequeñas recién nacidas suelen estar muchas
veces desnudas. Después, a medida que las pantorrillas de la rubia criatura fuesen cambiando de piel,
de calibre, de temperamento, en razón de que no estuviera ya tan a menudo desvestida. Así, mientras
se trazaba y ejecutaba el plan de la búsqueda (en primer término alfombra vuelta y revisada
prolijamente), empezó a recrear la misteriosa línea de aquel cambio. Desde muy tierna edad
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acostumbraba ella a echársele al cuello con cada comienzo de la temporada (luego cortinas vistas del
revés, por si acaso), pero alterándose cada año desde el color y la consistencia del pelo (colcha vuelta,
almohadas), a la chifladura de los peinados. Finalmente, este último verano y apenas unos días antes,
había percibido junto con el frenético abrazo de siempre al mucamo soltero las redondas perillas de
unos senos de pequeña hembra sobre su pechera almidonada. Desde luego, pues, que le estaría ya
permitido a él estremecerse secretamente (sábanas arrancadas de dos tirones violentos). Aquella
oportunidad de conmoverse sin que nadie lo supiera era una licencia que la misma naturaleza le
había estado reservando por pura vocación de alcahueta centenaria que prepara chiquillas inocentes y
nos las arroja en los brazos. Bueno, tampoco en la cama revisada hasta debajo del colchón que ha
volado por los aires, ni entre los resortes del elástico. De pronto, desde la gaveta entre abierta de la
cómoda, una prenda rosada más parecida a una nube que a lo que sugiere su uso. Era la punta del
hilo de su nuevo campo. Y fue allí, debajo de otras nubes, de otras medusas, de otras tantas especies
infernales de lo femenino, que el color infamante del animal se le apareció concretamente. Con el asco
que produce la profanación, se abalanzó sobre el intruso. Pero la cosa no era del estilo vital de un
alacrán que mueve la cola, sino el ángulo de una pequeña agenda de tapas de cuero de cocodrilo, que
ostentaba el sello dorado de la casa del progenitor (Günter, Negocios Bursátiles), de las que se
obsequian cortésmente a fin de año. Retuvo un momento con emoción aquella especie de amuleto
infantil, al igual que si hubiera encontrado allí una pata de conejo, cualquier cosa de esas que se
guardan en la edad de los fetiches. Tonterías de chiquilla, una agenda entre las trusas y los pequeños
sostenes. De pronto, los efluvios de tanta prenda que va pegada al cuerpo, un cuerpo que ya tiene
tetillas que le perforan a uno sus pecheras, lo inducen a entreabrir en cualquier página, justamente
donde había algo más garrapateado a lápiz y con la fecha del día de llegada. “Hoy, maldito sea, de
nuevo en la finca, qué aburrimiento. Dejar a los muchachos, interrumpir las sesiones de baile, el
copetín de los nueve ingredientes inventado por “Los 9”. Pero no niegues, Therese, que te anduvo una
cosa brutal por todo el cuerpo al abrazar este año a Felipe. Y pensar que durante tanto tiempo lo
apretaste como a una tabla. Recordar el asunto esta noche en la cama. En todo caso, las píldoras
sedantes recetadas por el Doctor O. mejor no tomarlas y ver hasta dónde crece la marea. Y no
olvidarse de poner el disco mientras dure...”
Un concierto de varios relojes empezó a hacer sonar las cuatro de la tarde. El hombre dejó caer
la pequeña agenda color alacrán sobre el suelo. Justamente volvió a quedar abierta en la página de la
letra menuda. La miró desde arriba como a un sexo, con esa perspectiva, pensó, con que habrían de
tenerlos ante sí los médicos tocólogos, tan distinta a la de los demás mortales. No había astillas en la
habitación. La niña, que odiaba las estufas de leña porque eran cosas de viejo, según sus expresiones,
guardaba un pequeño radiador eléctrico en el ropero. Cuando, rígido y desprendido de las cosas como
sonámbulo, llegó al sitio del pasillo donde el señor Günter tenía ubicado su dormitorio, aún seguían
las vibraciones de las horas en el aire. Se apoyó contra el marco de la puerta antes de entrar de lleno a
la nueva atmósfera. ¿Cómo sería, cómo será en una niña? — masculló sordamente— Agendas
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abiertas, una marea de pelo rubio sobre la almohada, el disco insoportable que había oído sonar a
media noche en la habitación cerrada. Empezó, por fin, a repetir el proceso de la búsqueda. Un millar
de escorpiones con formas de diarios íntimos iban saltando de cada leño de la chimenea, ésta sí
repleta, como con miedo de un frío mortal de huesos precarios. Hasta tener la sensación de que
alguno le ha punzado realmente, no sabría decir ni dónde ni en qué momento, pero como una
efectividad de aguja maligna. Deshizo rabiosamente la cama, levantó las alfombras, arrojó lejos el
frasco de píldoras somníferas que había sobre la mesa de noche, cuando el cofre secreto embutido
tras un cuadro y cuya combinación le había sido enseñada por el amo en un gesto de alta confianza, le
sugirió desviar la búsqueda. Nunca hasta entonces los atados de papeles alineados allí dentro le
hubieran producido ningún efecto. Pero ya no era el mismo hombre de siempre, sino un moribundo
arrojado a aquel delirio infernal por dos tipos huyendo en un camión después de echarle la mala
peste. Quitó el cuadro, puso en funcionamiento la puerta de la caja de seguridad, introdujo la mano
hasta alcanzar los documentos cuidadosamente etiquetados. Quizás, masculló, si es que el maldito
alacrán me ha elegido ya para inocularme su porquería, encuentre aquí el contraveneno de un legado
a plazo fijo, no sea cosa de largarse antes sin saberlo.
Y del agujero de la pared comenzó a fluir la historia negra de los millones de Günter Negocios
de Bolsa, novelescamente ordenada por capítulos. El capítulo del robo disfrazado de valores ficticios,
la mentira de los pizarrones hinchados de posibilidades, el globo que estalla por la inflación
provocada artificiosamente, los balances apócrifos, la ocultación de bienes, la utilización en beneficio
propio de fondos que le fueran confiados con determinado destino, los supuestos gastos o pérdidas en
perjuicio de sus clientes, las maniobras dolosas para crear subas o bajas en los valores, el agio en sus
más canallescas formas. Y todo ello reconocido y aceptado cínicamente en acotaciones al margen,
como si el verdadero placer final fuera el delito, una especie de apuesta sucia jugada ante sí mismo.
El hombre leyó nítidamente en uno de los últimos rótulos: “Proceso, bancarrota y suicidio de
M. H.” Antes de internarse en la revelación, rememoró al personaje escondido tras las iniciales. Fue
en el momento en que le veía durante una de las famosas cenas de la finca tratando de pinchar la
cebollita que escapara por varias veces a su tenedor, lo que todo el mundo festejó con explosiones de
risa, cuando la historia del desgraciado M. H. contada por Günter Negocios empezó a surgir de
aquellos pagarés, de aquellos vales renovados, de aquellos conformes vencidos, de aquellas cartas
pidiendo clemencia, hasta— llegar al vértice de la usura, para terminar en la ejecución sin lástima.
Luego, modelo de contabilidad, el anfitrión de Villa Therese registrando el valor de las flores finales,
esas que un hombre muerto ya no mira ni huele. Pero quedaría siempre sin relatar lo de la cebollita
en vinagre, pensó como un testigo que ha vivido una historia que otro cuenta de oído. Entonces se
evocó a sí mismo dejando la botella añeja que traía envuelta en una servilleta y, como buen
conservador de alfombras, agachándose a buscar bajo la mesa lo que había caído. Allí, entre una
maraña de bajos de pantalones, pies de todos los tipos, encontró la pierna de la esplendente señora de
Günter Negocios enlazada con la del amigo M. H., o mejor la pierna del hombre entre las de ella, que
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se movía en una frotación lenta y persistente como de rodillos pulidores. Cuando él volvió a la
superficie con la inocua esferita embebida en ácido, le pareció ver salir del cráneo pelado del señor de
las grandes operaciones bursátiles algo parecido al adorno de un tapiz de la sala, el de la cacería de los
ciervos. Aunque ahora, atando todos los cabos sueltos, el hombre de la cabeza con pelo negro ya
insinuándose al gris que gusta a las mujeres, estuviera también en aquellos bosques de la ruina
perseguida por los perros Günter, arrinconado, con su propia pistola apuntándose a las bellas sienes
encanecidas. Formas de muerte, dijo, mientras seguía buscando el alacrán entre los historiales y
sintiendo multiplicar sus agujas por todo el cuerpo. Dejó ya con cierta dificultad la habitación
alfombrada de papeles. La cosa, si es que lo era verdaderamente, parecía andarle por las
extremidades inferiores, pues cada paso era como poner el pie en un cepo que se reproduce. Pero con
la ventaja de estar libre aún de la mitad del cuerpo hacia arriba, contando con los brazos para
manejarse y el cerebro para dirigirlos.
Finalmente, el cuarto de la mujer, la gran Teresa, como él la había llamado mentalmente para
diferenciarla de la otra. Al penetrar en su ambiente enrarecido de sensualidad, se le dibujó tal cual
era, pelirroja, exuberante y con aquel despliegue de perfumes infernales que le salían del escote, de
los pañuelos perdidos. Casi sin más fuerza que para sostenerse en pie, empezó a cumplir su
exploración para la que había adquirido ya cierto ejercicio. En realidad, eso de deshacer y no volver
nada a su antiguo orden era mantener las cosas en su verdadero estado, murmuró olfateando como
un perro de caza el dulce ambiente de cama revuelta que había siempre diluido en aquella habitación,
aunque todo estuviera en su sitio. La mujer lo llevaba encima, era una portadora de alcoba deshecha
como otros son de la tifoidea. Pero había que intervenir también allí, a pesar de todo. Con sus últimas
reservas de voluntad, abrió cajón por cajón, maleta por maleta, y especialmente un bolso dejado sobre
la silla. La agenda de cocodrilo de Günter Negocios, pero sin nada especial, a no ser ciertas fechas en
un anotador, calendario erótico con el que alguien más entendido que él trazaría una gráfica del celo
femenino. Luego, otro capítulo, pero simplemente de horas. Nada para el remate final de M. H.
Aquellas horas habrían sido detenidas por la barrera negra. Después, a pesar de utilizarse los mismos
símbolos, tomarían éstos otra dirección, como aves migratorias hacia un nuevo verano. Y paz sobre el
destino de los seres mortales. Apeló nuevamente a sus restos de energía para volver con el historial
del hombre de la caepulla, desparramar los documentos sobre la cama de la mujer como un puñado
de alfileres o la carga microbiana de un estornudo. Y todo listo, al menos antes de su inminente
muerte propia. No estaba en realidad seguro de nada. Si picadura de alacrán, si las uñas de la
pequeña Therese en sus escalas solitarias, si apéndices córneos del gran burgués que repartía agendas
finas a su clientela, o si sencillamente el efluvio como último extremo reptar hasta el subsuelo donde
vivía la mujer vacuna, el único baluarte de humanidad que quedaba en la casa. No, no es imposible,
debe llegar de pie. Un inmundo alacrán, o todos los alacranes de la mansión señorial, constituyen
algo demasiado ínfimo en su materialidad para voltear a un hombre como él, que ha domado las
fieras de los objetos de la sala, o que ha descubierto el universo autónomo y al revés de las piernas
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bajo las mesas con la misma veracidad de un espejo en el suelo. Justamente cuando empezó a
desnudarse en medio de la cocina para que ella lo revisase desde el pelo a las uñas de los pies (Marta,
han traído un alacrán entre la leña, no me preguntes nada más), fue que ocurrió en el mundo la serie
de cosas matemáticas, esta vez con cargo al espejo del cielo, el único que podría inventariarlas en
forma simultánea, dada su postura estratégica. Uno: el ladrido doble de los daneses anunciando la
llegada del coche. Dos: las cinco de la tarde en todos los relojes. Tres: el chofer uniformado, gorra en
mano, que abrió la portezuela para que ellos bajasen. En esa misma instancia se oían los gritos de la
niña Therese anulando los ladridos, trenzándose con la vibración que las horas habían dejado por el
aire tenso: “Felipe, amor mío, aquí estamos de nuevo.
¿Qué hiciste preparar para el té? Traigo un hambre atroz de la playa.” Cuatro: El entrevió unos
senos en forma de perilla girando en los remolinos de la próxima marea, entre la epilepsia musical del
disco a prueba de gritito de derrumbes íntimos, y cayó desvanecido de terror en los brazos de la
fogonera. En ese preciso minuto, formando parte de la próxima imagen número cinco, la que el
propio hacedor de los alacranes se había reservado allá arriba para el goce personal, un bicho de cola
puntiaguda iba trepando lentamente por el respaldo del asiento de un camión fletero, a varios
kilómetros de Villa Therese y sus habitantes. Cierto que el viaje de ida y vuelta por el interior del
vehículo había sido bastante incómodo. Luego, al llegar al tapiz de cuero, la misma historia. Dos o
tres tajos bien ubicados lo habían tenido a salvo entre los resortes. Pero después estaba lo otro, su
último designio alucinante. Quizás a causa del maldito hilo como de marioneta que lo maneja no sabe
desde dónde, empezara a titubear a la vista de los dos cuellos de distinto temperamento que emergían
por encima del respaldo. Nunca se sabe qué puede pensar un pequeño monstruo de esos antes de
virar en redondo y poner en función su batería de popa. Seis: Sin duda fue en lo que duró esta fatídica
opción, que la voz de dos hombres resonó en el aire quieto y abrasado de la tarde:
—Lo largamos en escombros al tipo de la pechera almidonada, ¿qué te parece, compañero?
—Puercos, la casa que se tenían para de vez en cuando. Merecen que un alacrán les meta la
púa, que revienten de una buena vez, hijos de perra…
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Mi hermana, dicen, se parecía a padre. Yo —dicen— era el vivo retrato de madre, genio y figura.
«Como todo el mundo quiere generalmente a quien se le asemeja, esta madre adoraba a su hija mayor
y sentía al mismo tiempo una espantosa aversión por la menor. La hacía comer en la cocina y trabajar
constantemente». Así al menos reza el cuento, parábola o fábula, como quieran llamarlo, que se ha
escrito sobre nosotras. Se lo puede tomar al pie de la letra o no, igual la moraleja final es de una
perversidad intensa y mal disimulada.
Padre, en el momento de narrarse la historia, ya no estaba más acá para confirmar los hechos.
El hada tampoco.
Porque hada hubo, según parece. Un hada que se desdobló en dos y acabó mandándonos a
cada una de las hermanas a cumplir con ferocidad nuestros destinos dispares. Destinos demasiados
esquemáticos. Intolerables ambos.
¿Qué clase de hermanas fuimos? Qué clase de hermanas, me pregunto. Y otras preguntas más:
¿quién quiere parecerse a quién? ¿Quién elige y por qué?
Bella y dulce como era, se cuenta —parecida a nuestro padre muerto, se cuenta—, mi hermana
en su adolescencia hubo de pagar los platos rotos o más bien lavarlos, y fregar e ir dos veces por día a
la lejana fuente en procura de agua. Parecida a madre, la muy presente, tocome como ella ser la
mimada, la orgullosa, la halagada, la insoportable y caprichosa, según lo cuenta el tal cuento.
Ahora las cosas han cambiado en forma decisiva y de mi boca salen sapos y culebras.
De mi boca salen sapos y culebras. No es algo tan terrible como suena, estos animalejos tienen
la piel viscosa, se deslizan con toda facilidad por mi garganta.
El problema reside en que ahora nadie me quiere, ni siquiera madre que antes parecía
quererme tanto. Alega que ya no me parezco más a ella. No es cierto: ahora me parezco más que
nunca.
De todos modos es así y no tengo la culpa. Abro la boca y con naturalidad brotan los sapos y
brotan las culebras. Hablo y las palabras se materializan. Una palabra corta, un sapo. Las culebras
aparecen con las palabras largas, como la misma palabra culebra, y eso que nunca digo víbora. Para
no ofender a madre.
Aunque fue ella quien me exilió al bosque, a vivir entre zarzas después de haberme criado entre
algodones. Todo lo contrario a mi hermana que a partir de su hazaña vive como princesa por haber
desposado al príncipe.
«Tú en cambio nunca te casarás, hablando como hablas actualmente, bocasucia», me increpó
madre al poco de mi retorno de la fuente, y pegó media vuelta para evitar que le contestara y le
llenara la casa de reptiles. Limpitos, todos ellos, aclaro con conocimiento de causa.
Ya no recuerdo en cuál de mis avatares ni en qué época cometí el pecado de soberbia.
Tengo una vaga imagen de la escena, como en sueños. Me temo que no se lo debo tanto a mi
memoria ancestral como al hecho de haberla leído y releído tantas veces y en versiones varias.
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Todo empieza —empezó— cierta mañana cuando mi hermana de regreso de la fuente nos dijo
buenos días y de su boca saltaron dos perlas enormes que se echaron a rodar. Mi madre les dio caza
antes de que desaparecieran bajo la alacena. Bien, rio mi hermana y de su boca cayó una esmeralda, y
por fin puesta a narrar su historia regó por todo el piso fragantes flores y fulgurantes joyas.
Mi madre entonces ni corta ni perezosa me ordenó ir a la misma fuente de la que acababa de
retornar mi hermana para que la misma hada me concediera un idéntico don. Por una sola vez,
insistió mi madre, ni siquiera debes volver con el cántaro lleno, solo convidarle unos sorbos a la
horrible vieja desdentada que te los pida, como hizo tu hermana y mira qué bien le fue. No es
horrible, protestó mi hermana la muy magnánima y de su boca chorrearon unas rosas y me pregunté
por qué no se pincharía de una vez con las espinas. Para nada horrible, claro está, se retractó mi
madre rápidamente, para nada: se trata de un hada generosa aunque muy entrada en años que le
concedió a tu hermana este resplandeciente don y contigo hará lo propio. Tu bella hermana, dice
ahora al verla por vez primera.
Fue así como me encaminé a la fuente, protestando.
Llevaba un leve botellón de plata y me instalé a esperar la aparición de la desdentada
pedigüeña. Dispuesta estaba a darle su sorbo de agua al hada vieja, sí, pero no a la dama de alcurnia,
emperifollada ella, que apareció de golpe y me reclamó un trago como quien da una orden. No señora,
le dije categórica, si tenéis sed procuraos vos misma un recipiente, que yo estoy acá para otros
menesteres.
Y fue así como ahora estoy sola en el bosque y de mi boca salen sapos y culebras.
No me arrepiento del todo: ahora soy escritora.
Las palabras son mías, soy su dueña, las digo sin tapujos, emito todas las que me estaban
vedadas; las grito, las esparzo por el bosque porque se alejan de mí saltando o reptando como deben,
todas con vida propia.
Me gustan, me gusta poder decirlas aunque a veces algunas me causen una cierta repugnancia.
Me sobrepongo a la repugnancia y ya puedo evitar totalmente las arcadas cuando la viscosidad me
excede. Nada debe excederme. Los sapos me rondan saltando con cierta gracia, a las culebras me las
enrosco en los brazos como suntuosas pulseras. Los hombres que quieren acercarse a mí —los pocos
que aparecen por el bosque— al verlas huyen despavoridos. Los hombres se me alejan para siempre.
¿Será esta la verdadera maldición del hada?
Porque una maldición hubo. Hasta la cuenta el cuento, fábula o parábola del que tengo una
vaga memoria —creo haberlo leído—. La reconozco en esto del decir mal, del mal decir diciendo
aquello que los otros no quieren escuchar y menos aún ver corporizado. Igual al apropiarme de todas
las palabras mientras merodeo por el bosque me siento privilegiada. Y bastante sola. Los sapos y las
culebras no son compañía lúcida aunque los hay de colores radiantes como joyas. Son los más
ponzoñosos. Hay culebras amigas, sin embargo, ranitas cariñosas. Me consuelan.
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Me consuelan en parte. Pienso a veces en mi hermana, la que fue a la fuente y regresó
escupiendo tesoros. Sus dulces palabras se volvieron jazmines y diamantes, rubíes, rosas, claveles,
amatistas. El recuerdo no me hace demasiado feliz. Mi hermana, me lo recuerda el cuento, era bella,
dulce, bondadosa. Y además se convirtió en fuente de riquezas. El hijo del rey no desaprovechó
tamaña oportunidad y se casó con ella. Yo en cambio, entre sapos y culebras, escribo. Con todas las
letras escribo, con todas las palabras trato de narrar la otra cara de una historia de escisiones que a mí
me difama.
Escribo para pocos porque pocos son los que se animan a mirarme de frente.
Este aislamiento de alguna forma me enaltece. Soy dueña de mi espacio, de mis dudas
—¿cuáles dudas?— y de mis contriciones. Ahora sé que no quiero bellas señoras que vengan a
pedirme agua. Quizá no quiera hadas o maravillamientos. Me niego a ser seducida.
Casi ni hablo.
A veces lo viscoso emerge igual, en un suspiro.
De golpe se me escapa una lagartija iridiscente. Me hace feliz, por un buen rato quedo
contemplándola, intento emitir otra sin lograrlo, a pesar de reiterar la palabra lagartija. Solo sapos y
más sapos que no logran descorazonarme del todo. Beso algunos de los sapos por si acaso, buscando
la forma de emular a mi hermana. No obtengo resultado, no hay príncipe a la vista, los sapos siguen
sapos y salidos como salen de mi boca quizás hasta pueda reconocerlos como hijos. Ellos son mis
palabras.
Entonces callo. Solo la lagartija logra arrancarme una sonrisa. Sé que no puedo atraparla y ni
pienso en besarla. Sé también que de ser hembra y bajo ciertas circunstancias podría reproducirse
solita por simple partenogénesis, como se dice.
Ignoro a qué sexo pertenece. Otro misterio más, y ya van cientos.
Pienso en mi hermana, allá en su cálido castillo, recamándolo todo con las perlas de palabras
redondas, femeninas. Mi lagartija, de ser macho, de encontrar su hembra, le mordería el cuello
enroscándose sobre ella hasta consumar un acto difícilmente o imaginable por la razón pero no por
los sentidos. Mi hermana allá en la protección de su castillo azul —color de príncipe— estará todo el
día armando guirnaldas con sus flores, enhebrando collares de piedras preciosas variopintas y
coronas que caducarán en parte.
En cambio yo en el bosque no conozco ni un minuto de tedio. Yo me tengo que ir abriendo
camino en la maleza, mientras ella andará dando vueltas por un castillo rebosante de sus propias
palabras. Debe proceder con extrema cautela para no rodar por culpa de una perla o para no cortarse
la lengua con el filo de un diamante. Sus besos deben ser por demás silenciosos. Dicen que el príncipe
es bellísimo, dicen que no es demasiado intelectual y la conversación de mi hermanita solo le interesa
por su valor de cambio. No puede ser de otra manera. Ella hablará de bordados, del tejido, de los
quehaceres domésticos que ama ahora que no tiene obligación alguna de ejercerlos. El castillo
desborda riquezas: las palabras de ella.
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Yo a mis palabras las escribo para no tener que salpicarlas con escamas. Igual relucen, a veces,
según como les de la luz, y a mí se me aparecen como joyas. Son esas ranitas color de fuego con rayas
de color verde quetzal, tan pequeñas que una se las pondría de prendedor en la solapa, tan letales que
los indios de las comarcas calientes las usan para envenenar sus flechas. Yo las escupo con cierta
gracia y ni me rozan la boca. Son las palabras que antes me estaba prohibido mascullar. Ahora me
desacralizan, me hacen bien. Recupero una dignidad desconocida.
Las hay peores. Las estoy buscando.
Antes de mandarme al exilio en el bosque debo reconocer que hicieron lo imposible por
domarme. Calla, calla, me imploraban. El mejor adorno de la mujer es el silencio, me decían. En boca
cerrada no entran moscas. ¿No entran? ¿Entonces con qué alimento a mis sapos?, pregunté
alarmada, indignada más bien sin admitir que mis sapos no existen antes de ser pronunciados. Triste
es reconocer que tampoco existiría yo sin pronunciarlos.
A mi hermana la bella nadie le reclama silencio, y menos su marido. Debe sentirse realizada.
Yo en cambio siento lo que jamás había sentido antes de ir a la fuente. No me importa avanzar entre
las zarzas e ir apartando ramas que me obstruyen el paso, menos me importa cuando los pies se me
hunden en la resaca de hojas podridas y los troncos de árboles caídos ceden bajo mi peso. Me gustan
las lágrimas del bosque llorando como líquenes de las ramas más altas: puedo hablar y cantar por
estas zonas y los sapos que emergen en profusión me lo agradecen. Entonces bailo al compás de mis
palabras y las voy escribiendo con los pies en una caligrafía alucinada. Aprovecho las zonas más
húmedas del bosque para proferir blasfemias de una índole nueva para una mujer.
Esta es mi prerrogativa porque de todos modos —como creo haber dicho— de mi linda boquita
salen sapos y culebras escuerzos, renacuajos y demás alimañas que se sienten felices en lo húmedo y
retozan. También yo retozo con todas las palabras y las piernas abiertas.
Pienso en la edulcorada de mi hermana que solo tiene al alcance de la boca palabritas floridas.
La compadezco, a veces.
Pienso que si ella se acordara de mí, cosa poco probable allá en su limbo, también quizá, me
esté compadeciendo.
Equivocadamente. Porque en el bosque en medio de los batracios soy escritora y me siento en
mi casa. A veces. Cuando no llueve y truena y el croar se me hace insoportable como el mugido mil
toros en celo.
Los detesto. Les temo. A los toros en celo que no existen.
Mi hermana en cambio solo ha de conocer dulces corderillos entre cuyos vellones ella enhebra
zafiros y salpica con polvo de topacios y adorna con hibiscos detrás de las orejas. Monumento al mal
gusto.
Yo, el mal gusto, solo en la boca cuando alguna de las siguientes preguntas se me atraganta:
¿Quién me podrá querer? ¿Quién podrá contenerme?
Pero soy escritora. Sapos y culebras resumen mi necesidad de amor, mi necesidad de espanto.
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Conste que no pronuncio la palabra cobra, o yarará, la palabra pitón o boa constrictor. Y en ese
no pronunciar puedo decirlo todo.
Necesario es reconocer que tanto mi hermanita como yo disfrutamos de ciertos privilegios.
Casi ni necesitamos alimento, por ejemplo; las palabras nos nutren. A fuerza de avanzar por el bosque
yo me siento ligera, ella debe de estar digamos rellenita con sus vocablos dulces. Un poquito
diabética, la pobre. No quiero imaginarla y la imagino, instalada en su castillo que empiezo a divisar a
lo lejos. No quiero ni acercarme.
La corte de sapos croa, las víboras me van guiando por una picada en el bosque cada vez más
ralo, voy llegando a la pradera y no quiero acercarme al castillo de mi hermana. Igual me acerco.
La veo a la distancia: ella está en una torre de vigía, me aguarda, la veo haciéndome gestos de
llamada y seguramente me llama por mi nombre porque en el aire vuelan pétalos blancos como en
una brisa de primavera bajo cerezos en flor. Mi hermana me llama —caen pétalos—, yo corro hacia
ella. Hacia el castillo que en ese instante va abriendo su por suerte desdentada boca al bajar el puente
levadizo. Corro más rápido, siempre escoltada por mi corte de reptiles. No puedo emitir palabra. Mi
hermana se me acerca corriendo por el puente y cuando nos abrazamos y estallamos en voces de
reconocimiento, percibo por encima de su hombro que a una víbora mía le brilla una diadema de
diamantes, a mi cobra le aparece un rubí en la frente, cierta gran flor carnívora está deglutiendo uno
de mis pobres sapos, un escuerzo masca una diamela y empieza a ruborizarse, hay otra planta
carnívora como trompeta untuosa digiriendo una culebra, una bromelia muy abierta y roja acoge a un
coquí y le brinda su corazón de nido. Y mientras con mi hermana nos decimos todo lo que no
pudimos decirnos por los años de los años, nacen en la bromelia mil ranas enjoyadas que nos arrullan
con su coro digamos polifónico.
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Antonio nos llamó a Ruperto y a mí al cuarto del fondo de la casa. Con voz imperiosa ordenó que nos
sentáramos. La cama estaba tendida. Salió al patio para abrir la puerta de la pajarera, volvió y se echó
en la cama.
-Voy a mostrarles una prueba -nos dijo.
-¿Van a contratarte en un circo? -le pregunté.
Silbó dos o tres veces y entraron en el cuarto Favorita, la María Callas y Mandarín, que es
coloradito. Mirando el techo fijamente volvió a silbar con un silbido más agudo y trémulo ¿Era ésa la
prueba? ¿Por qué nos llamaba a Ruperto y a mí? ¿Por qué no esperaba que llegara Cleóbula? Pensé
que toda esa representación serviría para demostrar que Ruperto no era ciego, sino más bien loco;
que en algún momento de emoción frente a la destreza de Antonio lo demostraría. El vaivén de los
canarios me daba sueño. Mis recuerdos volaban en mi mente con la misma persistencia. Dicen que en
el momento de morir uno revive su vida: yo la reviví esa tarde con remoto desconsuelo.
Vi, como pintado en la pared, mi casamiento con Antonio a las cinco de la tarde, en el mes de
diciembre. Hacía calor ya, y cuando llegamos a nuestra casa, desde la ventana del dormitorio donde
me quité el vestido y el tul de novia, vi con sorpresa un canario. Ahora me doy cuenta de que era el
mismo Mandarín que picoteaba la única naranja que había quedado en el árbol del patio. Antonio no
interrumpió sus besos al verme tan interesada en ese espectáculo. El ensañamiento del pájaro con la
naranja me fascinaba. Contemplé la escena hasta que Antonio me arrastró temblando a la cama
nupcial, cuya colcha, entre los regalos, había sido para él fuente de felicidad y para mí terror durante
las vísperas de nuestro casamiento. La colcha de terciopelo granate llevaba bordado un viaje en
diligencia. Cerré los ojos y apenas supe lo que sucedió después. El amor es también un viaje; durante
muchos días fui aprendiendo sus lecciones, sin ver ni comprender en qué consistían las dulzuras y
suplicios que prodiga. Al principio, creo que Antonio y yo nos amábamos parejamente, sin dificultad,
salvo la que nos imponía mi inocencia y su timidez.
Esta casa diminuta que tiene un jardín igualmente diminuto está situada en la entrada del
pueblo. El aire saludable de las montañas nos rodea: el campo queda cerca y lo vemos al abrir las
ventanas.
Teníamos ya una radio y una heladera. Numerosos amigos frecuentaban nuestra casa en los
días de fiesta o para festejar alguna fecha de familia. ¿Qué más podíamos pedir? Cleóbula y Ruperto
nos visitaban más a menudo porque eran nuestros amigos de infancia. Antonio se había enamorado
de mí, ellos lo sabían. No me había buscado, no me había elegido; era más bien yo la que lo había
elegido a él. Su única ambición era ser amado por su mujer, conservar su fidelidad. Poca importancia
le daba al dinero.
Ruperto se sentaba en un rincón del patio y sin preámbulos mientras afinaba la guitarra, pedía
un mate, o bien una naranjada cuando hacía calor. Yo lo consideraba como uno de los tantos amigos o
parientes que forman, casi podría decir, parte de los muebles de una casa y que uno advierte sólo
cuándo están estropeados o colocados en distinto lugar del habitual.
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“Son cantores los canarios” decía Cleóbula invariablemente, pero si hubiera podido matarlos
con una escoba lo hubiera hecho porque los detestaba. ¡Qué hubiera dicho al verlos hacer tantas
pruebas ridículas sin que Antonio les ofreciera ni una hojita de lechuga ni una vainilla!
Yo alcanzaba el mate o el vaso de naranjada a Ruperto, mecánicamente, bajo la sombra del
parral, donde siempre se sentaba, en una silla de Viena, como un perro en su rincón. Yo no lo
consideraba como una mujer considera a un hombre, yo no observaba la más elemental coquetería
para recibirlo. Muchas veces, después de haberme lavado la cabeza, con el pelo mojado, recogido por
horquillitas, como un esperpento, o bien con el cepillo de dientes en la boca y con dentífrico en los
labios, o con las manos llenas de espuma de jabón en el momento de lavar la ropa, con el delantal
recogido en la cintura, barrigona como una mujer encinta, lo hacía pasar abriéndole la puerta de calle,
sin mirarlo siquiera. Muchas veces, en mi descuido, creo que me vio salir del cuarto de baño envuelta
en una toalla turca, arrastrando las chancletas como una vieja o como una mujer cualquiera.
Chusco, Albahaca y Serranito volaron al recipiente que contenía pequeñas flechas con espinas.
Llevando las flechas volaban afanosos a otros recipientes que contenían un líquido oscuro donde
humedecían la punta diminuta de las flechas. Parecían pajaritos de juguete, palilleros baratos,
adornos de sombrero de una tatarabuela.
Cleóbula, que no es maliciosa, había advertido, y me lo dijo, que Ruperto me miraba con
demasiada insistencia. “¡Qué ojos!”, repetía sin cesar. “¡Qué ojos!”
-He conseguido conservar los ojos abiertos cuando duermo -musitó Antonio-; es una de las
pruebas más difíciles que he logrado en mi vida.
Me sobresalté al oír su voz. ¿Era ésa la prueba? Después de todo, ¿qué había de extraordinario
en ella?
-Como Ruperto -dije con voz extraña.
-Como Ruperto -repitió Antonio-. Los canarios, más fácilmente que mis párpados, obedecen
mis órdenes.
Los tres estábamos en ese cuarto en penumbra como en penitencia. Pero ¿qué relación podía
haber entre sus ojos abiertos durante el sueño y las órdenes que impartía a los canarios? No era de
extrañar que Antonio me dejara de algún modo perpleja: ¡era tan distinto de los otros hombres!
Cleóbula también me había asegurado que mientras Ruperto afinaba la guitarra sus miradas
me recorrían desde la punta del pelo hasta la punta de los pies, que una noche al quedar dormido en
el patio, medio borracho, sus ojos habían quedado fijos en mí. En consecuencia perdí la naturalidad,
tal vez la falta de coquetería. Para mi ilusión, Ruperto me miraba a través de una suerte de antifaz en
el que se engarzaban sus ojos de animal, esos ojos que no cerraba ni para dormir. Como al vaso de
naranjada o al mate que yo le servía, con una misteriosa fijeza me clavaba sus pupilas cuando tenía
sed, Dios sabe con qué intención. Ojos que miraran tanto no existían en toda la provincia, en todo el
mundo; un brillo azul y profundo como si el cielo se hubiera metido en ellos los diferenciaba de los
otros, cuyas miradas parecían apagadas o muertas. Ruperto no era un hombre: era un par de ojos, sin
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cara, sin voz, sin cuerpo; así me parecía, pero así no lo sentía Antonio. Durante muchos días en que
mi inconsciencia llegó a exasperarlo, por cualquier nimiedad me hablaba de mal modo o me infligía
trabajos penosos, como si en lugar de ser su mujer yo hubiera sido su esclava. La transformación en el
carácter de Antonio me afligió.
¡Qué extraños son los hombres! ¿En qué consistía la prueba que quería mostrarnos? Lo del
circo no había sido una broma.
Al poco tiempo de casarnos muchas veces dejaba de ir a su trabajo, pretextando un dolor de
cabeza o un inexplicable malestar de estómago. ¿Todos los maridos eran iguales?
En el fondo de la casa la enorme pajarera llena de canarios que Antonio había cuidado siempre
con afán estaba abandonada. Por las mañanas cuando yo tenía tiempo limpiaba la pajarera, colocaba
alpiste, agua y lechuga en los recipientes blancos y cuando las hembras estaban por tener cría,
preparaba los niditos. Antonio se había ocupado siempre de estas cosas, pero ya no demostraba
ningún interés en hacerlo ni en que yo lo hiciera.
¡Hacía dos años que nos habíamos casado! ¡Ni un hijo! En cambio ¡cuánta cría habían tenido
los canarios!
Un olor a almizcle y a cedrón llenó el cuarto. Los canarios olían a gallina, Antonio a tabaco y a
sudor, pero Ruperto últimamente no olía sino a alcohol. Me decían que se emborrachaba. ¡Qué sucio
estaba el cuarto! Alpiste, miguitas de pan, hojas de lechuga, colillas y ceniza estaban diseminados en
el piso.
Desde la infancia Antonio se había dedicado, en los momentos libres, a amaestrar animales:
primero usó de su arte pues era un verdadero artista, con un perro, con un caballo, luego con un
zorrino operado, que llevó durante un tiempo en su bolsillo; después, cuando me conoció y porque
me agradaban, se le ocurrió amaestrar canarios. En los meses de noviazgo, para conquistarme, me
había enviado con ellos papelitos con frases de amor o flores atadas con una cintita. De la casa donde
él habitaba a la mía se extendían quince largas cuadras: los alados mensajeros iban de una casa a la
otra sin vacilar. Por increíble que parezca llegaron a colocar flores en mi pelo y un papelito dentro del
bolsillo de mi blusa.
Que los canarios colocaran flores en mi pelo y papelitos en mi bolsillo ¿no era más difícil que
las tonterías que estaban haciendo con las benditas flechas?
En el pueblo, Antonio llegó a gozar de un gran prestigio. “Si hipnotizaras a las mujeres como a
los pájaros, nadie resistiría a tus encantos, le decían sus tías con la esperanza de que el sobrino se
casara con alguna millonaria. Como dije anteriormente, Antonio no se interesaba por el dinero. Desde
los quince años había trabajado de mecánico y tenía lo que deseaba tener, lo que me ofreció con su
casamiento. Nada nos faltaba para ser felices. Yo no podía comprender por qué Antonio no buscaba
un pretexto para alejar a Ruperto. Cualquier motivo hubiera servido para ese fin, aunque más no
fuera una reyerta por cuestiones de trabajo o de política que, sin llegar a una riña a puñetazos o con
armas, hubiera vedado la entrada de ese amigo a nuestra casa. Antonio no dejaba traslucir ninguno
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de sus sentimientos, salvo en ese cambio de carácter que yo supe interpretar. Contrariando mi
modestia, advertí que los celos que yo podía inspirar enajenaban a un hombre que había sido
siempre, a mi juicio, el ejemplo de la normalidad.
Antonio silbó, se quitó la camiseta. Su torso desnudo parecía de bronce. Me estremecí al verlo.
Recuerdo que antes de casarme me ruboricé frente a una estatua muy parecida a él. ¿Acaso no lo
había visto nunca desnudo? ¡Por qué me asombraba tanto!
Pero el carácter de Antonio sufrió otro cambio que en parte me tranquilizó: de inerte se volvió
extremadamente activo, de melancólico se volvió, aparentemente, alegre. Su vida se llenó de
misteriosas ocupaciones, de un ir y venir que denotaba interés extremo por la vida. Después de la
cena ni siquiera encontrábamos un momento de solaz para oír la radio, o para leer los diarios, o para
no hacer nada, o para conversar unos instantes sobre los acontecimientos del día. Los domingos y
días de fiesta tampoco eran un pretexto para permitirnos un descanso; yo que soy como un espejo de
Antonio, contagiada por su inquietud, iba y venía por la casa, ordenando roperos ya ordenados, o
lavando fundas impecables, por una imperiosa necesidad de contemporizar con las enigmáticas
ocupaciones de mi marido. Un redoblamiento de amor y de solicitud por los pájaros ocupó parte de
sus días. Arregló nuevas dependencias de la pajarera; el arbolito seco, que ocupaba el centro, fue
reemplazado por otro, más grande y más gracioso, que la embellecía.
Abandonando las flechas dos canarios empezaron a pelear: las plumitas volaron por el cuarto,
la cara de Antonio se oscureció de cólera. ¿Sería capaz de matarlos? Cleóbula me había dicho que era
cruel. “Tiene cara de llevar un cuchillo en el cinto”, había aclarado.
Antonio ya no permitía que yo limpiara la pajarera. En aquellos días él ocupó un cuarto que
servía de depósito en los fondos de la casa y abandonó nuestra cama matrimonial. En una cama turca
donde mi hermano solía dormir la siesta cuando venía de visita, Antonio pasaba las noches (sin
dormir, lo sospecho, pues hasta el alba yo oía sus pasos incansables sobre las baldosas). A veces se
encerraba horas enteras en ese cuarto maldito.
Uno por uno los canarios dejaron caer de sus picos las pequeñas flechas, se posaron sobre el
respaldo de una silla, modularon un canto suave. Antonio se incorporó y mirando a María Callas, al
que siempre había llamado “La reina de la desobediencia”, dijo una palabra que no tiene sentido para
mí. Los canarios volvieron a revolotear.
A través de los vidrios pintados de la ventana yo trataba de atisbar sus movimientos. Me
lastimé una mano intencionalmente, con un cuchillo: de ese modo me atreví a golpear a su puerta.
Cuando me abrió, salió volando una bandada de canarios que volvió a la pajarera. Antonio curó mi
herida pero, como si hubiera sospechado que era un pretexto para llamar su atención, me trató con
sequedad y desconfianza. En aquellos días hizo un viaje de dos semanas, en un camión, no sé adónde
y volvió con una bolsa llena de plantas.
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Miré de soslayo mi falda manchada. Las pájaros son tan chiquitos y tan sucios. ¿En qué
momento me habían ensuciado? Los observé con odio: me gusta estar limpia aun en la penumbra de
un cuarto.
Ruperto, ignorando la mala impresión que causaban sus visitas, venía con la misma frecuencia
y con los mismos hábitos. A veces, cuando yo me retiraba del patio para evitar sus miradas, mi
marido con algún pretexto me hacía volver. Pensé que de algún modo le agradaba aquello que tanto le
desagradaba. Las miradas de Ruperto me parecían ya obscenas, me desnudaban bajo la sombra del
parral, me ordenaban actos inconfesables cuando a la caída de la tarde una brisa fresca acariciaba mis
mejillas. Antonio, en cambio, nunca me miraba o fingía no mirarme, según me lo aseguraba Cleóbula.
No haberlo conocido, no haberme casado con él, ni conocido sus caricias, para volver a encontrarlo, a
descubrirlo, a entregarme a él, fue durante un tiempo uno de mis deseos más ardientes. ¿Pero quién
recupera lo que ya perdió?
Me incorporé, me dolían las piernas. No me gusta estar quieta tanto tiempo. ¡Qué envidia
tengo a los pájaros que vuelan! Pero los canarios me dan pena. Parece que sufrieran cuando
obedecen.
Antonio no trataba de evitar las visitas de Ruperto: por lo contrario, las fomentaba. Durante
los días de carnaval llegó al extremo de invitarlo a quedarse en nuestra casa, una noche en que se
demoró hasta muy tarde. Tuvimos que alojarlo en el cuarto que Antonio ocupaba provisoriamente.
Aquella noche, como la cosa más natural del mundo, volvimos a dormir juntos, mi marido y yo, en la
cama de matrimonio. Mi vida se encauzó de nuevo desde aquel momento en su antigua normalidad;
así lo creí, al menos.
Vislumbré en un rincón, debajo de la mesa de luz, el famoso muñeco. Pensé que podría
recogerlo. Como si hubiese hecho un ademán, Antonio me dijo:
-No te muevas.
Recordé aquel día en que al acomodar los cuartos, en la semana de carnaval, descubrí, para
mal de mis pecados, arrumbado sobre el armario de Antonio, ese muñeco hecho de estopa, con
grandes ojos azules, de un material blando, como de género, con dos círculos oscuros en el centro,
imitando las pupilas. Vestido de gaucho hubiera servido de adorno en nuestro dormitorio. Riendo se
lo mostré a Antonio, que me lo quitó de las manos con fastidio.
-Es un recuerdo de infancia -me dijo-. No me gusta que toques mis cosas.
-¿Qué mal hay en tocar un muñeco con el cual jugabas en tu infancia? Conozco niños que
juegan con muñecos ¿acaso te da vergüenza? ¿No eres un hombre ya? -le dije.
-No tengo que dar ninguna explicación. Lo mejor será que te calles.
Antonio, malhumorado, colocó el muñeco de nuevo sobre el armario y no me dirigió la palabra
durante varios días. Pero volvimos a abrazarnos como en nuestros mejores tiempos.
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Pasé la mano por mi frente húmeda. ¿Se me habrían deshecho los rulos? No había ningún
espejo en el cuarto, por suerte, pues no hubiera resistido la tentación de mirarme en lugar de mirar
los canarios que me parecían tan tontos.
A menudo Antonio se encerraba en el cuarto del fondo y advertí que dejaba abierta la puerta de
la pajarera para que entrara por la ventana alguno de los pajaritos. Llevada por la curiosidad, una
tarde lo espié, subida sobre una silla, pues la ventana quedaba muy alta (lo que naturalmente no me
permitía mirar hacia adentro del cuarto cuando yo pasaba por el patio).
Miraba el torso desnudo de Antonio. ¿Era mi marido o una estatua? Acusaba a Ruperto de
loco, pero él era más loco tal vez. ¡Cuánto dinero había gastado en la compra de canarios, en vez de
comprarme una máquina de lavar!
Un día pude entrever el muñeco acostado en la cama. Un enjambre de pajaritos lo rodeaba. El
cuarto se había transformado en una especie de laboratorio. En un recipiente de barro había un
montón de hojas, de tallos, de cortezas oscuras; en otro, unas flechitas hechas con espinas; en otro, un
líquido brillante castaño. Me pareció que yo había visto esos objetos en sueños y para salir de mi
perplejidad conté la escena a Cleóbula, que me respondió:
-Así son los indios: usan flechas con curare.
No le pregunté lo que quería decir curare. Ni sabía si me lo decía con desdén o con admiración.
-Se dedican a las brujerías. Tu marido es un indio -y al ver mi asombro, interrogó-: ¿No lo
sabes?
Sacudí la cabeza con fastidio. Mi marido era mi marido. No había pensado que pudiera
pertenecer a otra raza ni a otro mundo que el mío.
-¿Cómo lo sabes? -interrogué con vehemencia.
-¿No has mirado sus ojos, sus pómulos salientes? ¿No adviertes lo ladino que es? Mandarín, la
misma María Callas, son más francos que él. Esa reserva, esa manera de no contestar cuando se le
pregunta algo, ese modo que tiene de tratar a las mujeres, ¿no bastan para demostrarte que es un
indio? Mi madre está enterada de todo. Lo sacaron de un campamento cuando tenía cinco años. Tal
vez eso fue lo que te gustó en él: ese misterio que lo distingue de los otros hombres.
Antonio traspiraba y el sudor hacía brillar su torso. ¡Tan buen mozo y perdiendo el tiempo! Si
me hubiera casado con Juan Leston, el abogado, o con Roberto Cuentas, el tenedor de libros, no
hubiera padecido tanto, seguramente. Pero ¿qué mujer sensible se casa por interés? Dicen que hay
hombres que amaestran pulgas, ¿de qué sirve?
Perdí la confianza en Cleóbula. Sin duda decía que mi marido era indio para afligirme o
hacerme perder la confianza en él; pero al hojear un libro de historia donde había láminas con
campamentos de indios, e indios a caballo, con boleadoras, encontré una similitud entre Antonio y
esos hombres desnudos, con plumas. Advertí simultáneamente que lo que me había atraído en
Antonio era tal vez la diferencia que había entre él y mis hermanos y los amigos de mis hermanos, el
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color bronceado de la piel, los ojos rasgados y ese aire ladino que Cleóbula mencionaba con perverso
deleite.
-¿Y la prueba? -interrogué.
Antonio no me respondió. Fijamente miraba los canarios que volvieron a revolotear. Mandarín
se apartó de sus compañeros y permaneció solo en la penumbra modulando un canto parecido al de
las calandrias.
Mi soledad comenzó a crecer. A nadie comunicaba mis inquietudes.
Para Semana Santa, por segunda vez, Antonio insistió en que Ruperto se quedara de huésped
en nuestra casa. Llovía como suele llover para Semana Santa. Fuimos con Cleóbula a la iglesia para
hacer el Viacrucis.
-¿Cómo está el indio? -me preguntó Cleóbula, con insolencia.
-¿Quién?
-El indio, tu marido -me respondió-. En el pueblo todo el mundo lo llama así.
-Me gustan los indios, aunque mi marido no lo fuera, me seguirían gustando -le respondí,
tratando de seguir mis oraciones.
Antonio estaba en actitud de oración. ¿Había rezado alguna vez? Para el día de nuestro
casamiento mi madre le pidió que comulgara; Antonio no quiso complacerla.
Mientras tanto la amistad de Antonio con Ruperto se estrechaba. Una suerte de camaradería,
de la que yo estaba en cierto modo excluida, los vinculaba de una manera que me pareció veraz. En
aquellos días Antonio hizo gala de sus poderes. Para entretenerse, mandó mensajes a Ruperto, hasta
su casa, con los canarios. Decían que jugaban al truco por medio de ellos, pues una vez
intercambiaron algunos naipes españoles. ¿Se burlaban de mí? Me fastidió el juego de esos dos
hombres grandes y resolví no tomarlos en serio. ¿Tuve que admitir que la amistad es más importante
que el amor? Nada había desunido a Antonio y a Ruperto, en cambio Antonio, injustamente en cierto
modo, se había alejado de mí. Sufrí en mi orgullo de mujer. Ruperto siguió mirándome. Todo aquel
drama ¿sólo había sido una farsa? ¿Añoraba el drama conyugal, ese martirio al que me habían
abocado los celos de un marido enloquecido durante tantos días?
Seguíamos amándonos, a pesar de todo.
En un circo Antonio podía ganar dinero con sus pruebas, ¿por qué no? La María Callas inclinó
la cabecita para un lado, luego para el otro, y se posó en el respaldo de una silla.
Una mañana como si me anunciara el incendio de la casa, Antonio entró en mi cuarto y me
dijo:
-Ruperto está muriendo. Me mandaron llamar. Salgo para verlo.
Esperé a Antonio hasta mediodía, distraída con los quehaceres domésticos. Volvió cuando yo
estaba lavándome el pelo.
-Vamos -me dijo-, Ruperto está en el patio. Lo salvé.
-¿Cómo? ¿Fue una broma?
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-Ninguna. Lo salvé, con la respiración artificial.
Apresuradamente, sin comprender nada, recogí mi pelo, me vestí, salí al patio. Ruperto,
inmóvil, de pie junto a la puerta miraba ya sin ver las baldosas del patio. Antonio le arrimó una silla
para que se sentara.
Antonio no me miraba, miraba al techo como conteniendo la respiración. De improviso
Mandarín voló junto a Antonio y le clavó una de las flechas en un brazo. Aplaudí: pensé que debía
hacerlo para contentar a Antonio. Era sin embargo una prueba absurda. ¡Por qué no utilizaba su
ingenio para sanar a Ruperto!
Aquel día fatal Ruperto al sentarse se cubrió la cara con las manos.
¡Cómo había cambiado! Miré su cara inanimada, fría, sus manos oscuras.
¡Cuándo me dejarían sola! Tenía que hacerme los rulos con el pelo mojado. Interrogué a
Ruperto disimulando mi fastidio:
-¿Qué ha sucedido?
Un largo silencio que hacía resaltar el canto de los pájaros tembló en el sol. Ruperto respondió
por fin:
-Soñé que los canarios picoteaban mis brazos, mi cuello, mi pecho; que no podía cerrar mis
párpados para proteger mi ojos. Soñé que mis brazos y que mis piernas pesaban como sacos de arena.
Mis manos no podían espantar esos picos monstruosos que picoteaban mis pupilas. Dormía sin
dormir, como si hubiera ingerido un narcótico. Cuando desperté de ese sueño, que no era sueño, vi la
oscuridad: sin embargo oí cantar los pájaros y oí los ruidos habituales de la mañana. Haciendo un
gran esfuerzo llamé a mi hermana, que acudió. Con voz que no era mía, le dije: “Tienes que llamar a
Antonio para que me salve”. “¿De qué?” interrogó mi hermana. No pude articular otra palabra. Mi
hermana salió corriendo, y acompañada de Antonio volvió media hora después. ¡Media hora que me
pareció un siglo! Lentamente, a medida que Antonio movía mi brazos recuperé la fuerza pero no la
vista.
-Voy a hacerles una confesión -murmuró Antonio, y agregó, lentamente-, pero sin palabras.
Favorita siguió a Mandarín y clavó una flechita en el cuello de Antonio, María Callas sobrevoló
un momento sobre su pecho donde le clavó otra flechita. Los ojos de Antonio, fijos en el techo
cambiaron, se hubiera dicho, de color. ¿Antonio era un indio? ¿Un indio tiene los ojos azules? De
algún modo sus ojos se parecieron a los de Ruperto.
-¿Qué significa todo esto? -musité.
-¿Qué está haciendo? -dijo Ruperto, que no comprendía nada.
Antonio no respondió. Inmóvil como una estatua recibía las flechas de aspecto inofensivo que
los canarios le clavaban. Me acerqué a la cama y lo zarandeé.
-Contéstame -le dije-. Contéstame. ¿Qué significa todo esto?
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No me respondió. Llorando lo abracé, echándome sobre su cuerpo; olvidando todo pudor lo
besé en la boca como sólo podría hacerlo una estrella de cine. Un enjambre de canarios revoloteó
sobre mi cabeza.
Aquella mañana Antonio miraba a Ruperto con horror. Ahora yo comprendía que Antonio era
doblemente culpable: para que nadie descubriera su crimen, me había dicho y lo había dicho después
a todo el mundo:
-Ruperto se ha vuelto loco. Cree que está ciego, pero ve como cualquiera de nosotros.
Como la luz se había alejado de los ojos de Ruperto el amor se alejó de nuestra casa. Se hubiera
dicho que aquellas miradas eran indispensables para nuestro amor. Las reuniones en el patio carecían
de animación. Antonio cayó en una tenebrosa tristeza. Me explicaba:
-Peor que la muerte es la locura de un amigo. Ruperto ve pero cree que está ciego.
Pensé con despecho, tal vez con celos, que la amistad en la vida de un hombre era más
importante que el amor.
Cuando dejé de besar a Antonio y aparté mi cara de la suya, advertí que los canarios estaban a
punto de picotear sus ojos. Le tapé la cara con mi cara y con mi cabellera que es espesa como un
manto. Ordené a Ruperto que cerrara la puerta y las ventanas para que el cuarto quedara en completa
oscuridad, esperando que los canarios se durmieran. Me dolían las piernas. ¿El tiempo que habré
quedado en esa postura? No lo sé. Lentamente comprendí la confesión de Antonio. Fue una confesión
que me unió a él con frenesí, con el frenesí de la desdicha. Comprendí el dolor que él habría
soportado para sacrificar y estar dispuesto a sacrificar tan ingeniosamente, con esa dosis tan
infinitesimal de curare y con esos monstruos alados que obedecían sus caprichosas órdenes como
enfermeros, los ojos de Ruperto, su amigo, y los de él, para que no pudieran mirarme, pobrecitos,
nunca más.
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Ya vas a ver qué lindo vestido tiene hoy la mía, le dice Calderón a Gorriti, le queda tan bien con esos
ojos almendrados, por el color, viste; y esos piecitos… Están junto al resto de los padres, esperan
ansiosos la salida de sus hijos. Calderón habla pero Gorriti sólo mira las puertas todavía cerradas. Vas
a ver, dice Calderón, quédate acá, hay que quedarse cerca porque ya salen. ¿Y el tuyo cómo va? El otro
hace un gesto de dolor y se señala los dientes. No me digas, dice Calderón. ¿Y le hiciste el cuento de
los ratones…? Ah, no; con la mía no se puede, es demasiado inteligente. Gorriti mira el reloj. En
cualquier momento se abren las puertas y los chicos salen disparados, riendo a gritos en un tumulto
de colores, a veces manchados de témpera, o de chocolate. Pero por alguna razón, el timbre se retrasa.
Los padres esperan. Una mariposa se posa en el brazo de Calderón, que se apura a atraparla. La
mariposa lucha por escapar, pero él une las alas y la sostiene de las puntas. Aprieta fuerte para que no
se le escape. Vas a ver cuando la vea, le dice a Gorriti sacudiéndola, le va a encantar. Pero aprieta
tanto que empieza a sentir que las puntas se empastan. Desliza los dedos hacia abajo y comprueba
que la ha marcado. La mariposa intenta soltarse, se sacude y una de las alas se abre al medio como un
papel. Calderón lo lamenta, intenta inmovilizarla para ver bien los daños, pero termina por quedarse
con parte del ala pegada a uno de los dedos. Gorriti lo mira con asco y niega, le hace un gesto para que
la tire. Calderón la suelta. La mariposa cae al piso. Se mueve con torpeza, intenta volar pero ya no
puede. Al fin se queda quieta, sacude cada tanto una de sus alas, pero ya no intenta nada más. Gorriti
le dice que termine con eso de una vez y él, por el propio bien de la mariposa por supuesto, la pisa con
firmeza. No alcanza a apartar el pie cuando advierte que algo extraño sucede. Mira hacia las puertas y
entonces, como si un viento repentino hubiese violado las cerraduras, las puertas se abren, y cientos
de mariposas de todos los colores y tamaños se abalanzan sobre los padres que esperan. Piensa si irán
a atacarlo, tal vez piensa que va a morir. Los otros padres no parecen asustarse; las mariposas sólo
revolotean entre ellos. Una última cruza rezagada y se une al resto. Calderón se queda mirando las
puertas abiertas, y tras los vidrios del hall central, las salas silenciosas. Algunos padres todavía se
amontonan frente a las puertas y gritan los nombres de sus hijos. Entonces las mariposas, todas ellas
en pocos segundos, se alejan volando en distintas direcciones. Los padres intentan atraparlas.
Calderón, en cambio, permanece inmóvil. No se anima a apartar el pie de la que ha matado, teme,
quizá, reconocer en sus alas muertas, los colores de la suya.
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❖ Escudos, Jacinta (2019) “Yo, cocodrilo” en Insólitas. Páginas de Espuma.
❖ González Cruz, Andrea (2021) “Piel de oso” en Nosotras: Antología de cuentos de ciencia
ficción feminista por Especulativas. Especulativas. Disponible en:
https://especulativas.com/2021/07/31/nosotras-antologia-de-cuentos-de-ciencia-ficcion-femi
nista-por-especulativas/
❖ Nettel, Guadalupe (2013) “El matrimonio de los peces rojos” en El matrimonio de los peces
rojos. Páginas de espuma.
❖ Valenzuela, Luisa (2019) “La densidad de las palabras” en Insólitas. Páginas de Espuma.
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