85 De nuevo a orillas del mar
85 De nuevo a orillas del mar
85 De nuevo a orillas del mar
Jesús había citado a sus discípulos a una reunión con él en Galilea donde gran parte de
su ministerio había transcurrido. Allí, los discípulos se encontraron rodeados por los
recuerdos de Jesús y de sus obras poderosas. Sobre este mar, donde su corazón se había
llenado una vez de terror y la fiera tempestad parecía a punto de lanzarlos a la muerte,
Jesús había caminado sobre las ondas para ir a rescatarlos. Allí la tempestad había sido
calmada por su palabra. A su vista estaba la playa donde más de diez mil personas
habían sido alimentadas con algunos pocos panes y pececillos. No lejos de allí estaba
Capernaúm, escenario de tantos milagros. Mientras los discípulos miraban la escena,
embargaban su espíritu los recuerdos de las palabras y acciones de su Salvador.
La noche era agradable, y Pedro, que todavía amaba mucho sus botes y la pesca,
propuso salir al mar y echar sus redes. El plan tuvo apoyo por parte de los compañeros,
pero, a pesar de trabajar toda la noche, no tuvieron éxito. Pasaron la noche
preguntándose qué sería de ellos mientras que, desde la orilla, un observador solitario
los seguía con la mirada.
“¿Tenéis algo de comer?” les preguntó cuando se acercaron a la orilla. Cuando ellos
contestaron: “No”, él les dijo: “Echad la red a la mano derecha del barco, y hallaréis.
Entonces la echaron, y no la podían en ninguna manera sacar, por la multitud de
peces.” Jesús tenía un propósito al invitarlos a echar la red hacia la derecha del barco.
De ese lado estaba él, en la orilla. Era el lado de la fe. Si ellos trabajaban en relación con
él y se combinaba su poder divino con el esfuerzo humano, no podrían fracasar
Juan fue el primero en reconocerlo y cuando le dijo a Pedro: “Es el Señor”, éste se lanzó
al agua para estar cerca de su Maestro. Los otros discípulos vinieron en el barco
arrastrando la red llena de peces. “Y cuando descendieron a tierra, vieron brasas
puestas, y un pez encima de ellas, y pan.” No se lo podían creer… y en reverencia
miraban en silencio al Salvador resucitado mientras comían.
Recordaban perfectamente el llamado que Jesús les hizo a dejar las redes para ser
pescadores de hombres. El acto que estaban viviendo en ese momento era una
renovación del encargo hecho a los discípulos demostrándoles que la muerte de su
Maestro no había disminuido su obligación de hacer la obra que les había asignado.
En esto es dada una lección para todos los que siguen a Cristo. El Evangelio no
transige con el mal. No puede disculpar el pecado. Los pecados secretos han de ser
confesados en secreto a Dios. Pero el pecado abierto requiere una confesión abierta.
El oprobio que ocasiona el pecado del discípulo recae sobre Cristo. Hace triunfar a
Satanás, y tropezar a las almas vacilantes. El discípulo debe, hasta donde esté a su
alcance, eliminar ese oprobio dando prueba de su arrepentimiento.
Mientras comían juntos a orillas del mar, el Salvador le preguntó a Pedro: “Simón, hijo
de Jonás, ¿me amas más que éstos?”
Pedro sabía que Jesús conocía la respuesta y contestó con sinceridad: “Sí, Señor, tú
sabes que te amo.”
Jesús le ordenó: “Apacienta mis corderos.”
Una vez más el Salvador le dirige la pregunta escrutadora: “Simón, hijo de Jonás, ¿me
amas?” Pedro se entristeció; pensó que Jesús dudaba de su amor. Sabía que su
Maestro tenía motivos para desconfiar de él, y con corazón dolorido contestó: “Señor,
tú sabes todas las cosas; tú sabes que te amo.” Y Jesús volvió a decirle: “Apacienta
mis ovejas.”
Tres veces había negado Pedro abiertamente a su Señor, y tres veces Jesús obtuvo de él
la seguridad de su amor y lealtad, haciendo penetrar en su corazón esta aguda
pregunta, como una saeta armada de púas que penetrase en su herido corazón. Delante
de los discípulos congregados, Jesús reveló la profundidad del arrepentimiento de
Pedro, y demostró cuán cabalmente humillado se hallaba el discípulo una vez
jactancioso.
Pedro era por naturaleza audaz e impulsivo y eso lo había hecho caer. En la playa, Pedro
no respondió de forma impetuosa o vanidosa porque había humillación y
arrepentimiento en su alma. Ahora estaba preparado para actuar como pastor del rebaño
ya que dicha labor iba a requerir gran cuidado y ternura, mucha paciencia.
La manera en que el Salvador trató a Pedro encerraba una lección para él y sus
hermanos. Les enseñó a tratar al transgresor con paciencia, simpatía y amor
perdonador. Aunque Pedro había negado a su Señor, el amor de Jesús hacia él no
vaciló nunca. Recordando su propia debilidad y fracaso, Pedro debía tratar con su
rebaño tan tiernamente como Cristo le había tratado a él.
La cualidad esencial para ser discípulo y servir es la de amar. Sin el amor de Cristo no
podía ser pastor fiel sobre el rebaño del Señor. El conocimiento, la benevolencia, la
elocuencia, la gratitud y el celo son todos valiosos auxiliares en la buena obra; pero sin
el amor de Jesús en el corazón, la obra del ministro cristiano fracasará seguramente.
Para Pedro la orden “Sígueme” estaba llena de instrucción. Hasta entonces Pedro había
estado inclinado a obrar independientemente. Había procurado hacer planes para la obra
de Dios en vez de esperar y seguir el plan de Dios, pero su amarga experiencia de
negación hizo que dejar de confiar en sí mismo y fijara su mirada en el Salvador. La
historia nos revela que cuando llegó el momento de morir, Pedro pidió ser crucificado
con la cabeza hacia abajo. Pensó que era un honor demasiado grande sufrir de la misma
manera en que su Maestro había sufrido.
Mientras Pedro andaba al lado de Jesús, al ver a Juan, le dominó el deseo de conocer el
futuro de su compañero. Le preguntó a Jesús: “Señor, ¿y éste, qué?”. Jesús le tuvo que
enseñar que es deber de cada uno seguir a Cristo sin preocuparse por la tarea asignada a
otros: “Si quiero que él quede hasta que yo venga, ¿a ti qué? Tú sígueme” Jesús no dijo
que Juan quedaría vivo hasta que el volviera, sino que mostró que tanto el futuro de
Juan, como el de Pedro, estaba en las manos de su Señor. El deber requerido de cada
uno de ellos era que le obedeciesen siguiéndole.
Hoy necesitamos aprender la misma lección: Nos incumbe mirar a Cristo y seguirle.
Veremos errores en la vida de los demás y defectos en su carácter. La humanidad está
llena de flaquezas. Pero en Cristo hallaremos perfección. Contemplándole, seremos
transformados.
Pedro había sido restaurado a su apostolado, pero la honra y la autoridad que recibió
de Cristo no le dieron supremacía sobre sus hermanos. Cristo dejó bien sentado esto
cuando en contestación a la pregunta de Pedro. Este discípulo no había de ser honrado
como cabeza de la iglesia. El favor que Cristo le había manifestado al perdonarle su
apostasía y al confiarle la obra de apacentar el rebaño, y la propia fidelidad de Pedro
al seguir a Cristo, le granjearon la confianza de sus hermanos. Tuvo mucha influencia
en la iglesia. Pero la lección que Cristo le había enseñado a orillas del mar de Galilea,
la conservó Pedro toda su vida. Escribiendo por el Espíritu Santo a las iglesias, dijo:
“Ruego a los ancianos que están entre vosotros, yo anciano también con ellos, y testigo
de las aflicciones de Cristo, que soy también participante de la gloria que ha de ser
revelada: Apacentad la grey de Dios que está entre vosotros, teniendo cuidado de ella,
no por fuerza, sino voluntariamente; no por ganancia deshonesta, sino de un ánimo
pronto; y no como teniendo señorío sobre las heredades del Señor, sino siendo
dechados de la grey. Y cuando apareciere el Príncipe de los pastores, vosotros
recibiréis la corona incorruptible de gloria.”