La voz de la adolescencia (marzo2016)

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LA VOZ DE LA ADOLESCENCIA

LA VOZ DE LA ADOLESCENCIA

Ocho cuentos literarios


y un oráculo de autoconocimiento
para conectarte con tu adolescente interior

Juliana (Colibrí de Oro)


ISBN: 978-958-46-8379-3

©Juliana González Molina


©Centro Colibrí de Oro
Carrera 4 A Nº 30-38. Bogotá D.C.
colibrideoro@gmail.com

Primera edición: abril de 2016

Diseño de carátula: Kilka Diseño Gráfico


Fotografía de carátula: Lisa Runnels
Corrección de textos: Amparo Molina Prieto
Impresión y encuadernación: Panamericana Formas e Impresos
Tiraje: 500 ejemplares

Impreso en Colombia
Printed in Colombia

Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas por


las leyes, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de
los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra
por cualquier medio o procedimiento.
Por siete generaciones hacia atrás
y por siete generaciones hacia adelante,
en nuestra Gran Familia.
INTRODUCCIÓN
Mi propio cuento oracular

La voz de la adolescencia me estaba acechando a


toda hora, en todas partes, como si yo fuese su presa y al
mismo tiempo su guía en la oscuridad. Al principio yo
no le presté mucha atención, pues pensé que su insisten-
cia en asomarse a mis escritos y a mi vida sería algo pasa-
jero; pero ya cuando se quitó todas sus ropas y se dedicó
a bailar desnuda en medio de mis últimas relaciones de
pareja, como gritándome que si yo no la escuchaba, que
si yo no la veía, ella no iba a permitir que esas relaciones
maduraran ni llegaran a ninguna parte, ya cuando eso
ocurrió fue inevitable ignorarla.
—¿Por qué me persigues? —le pregunté una noche
después de haberla invitado a pasar todo un domingo a
solas conmigo.
—¿Para esto me hiciste madrugar hoy?, ¿para esto
fuimos a caminar a la montaña?, ¿para esto cocinaste mi
plato favorito?, ¿para esto nos reímos a carcajadas toda la
tarde? ¡Eres una manipuladora! —respondió ella indig-
nada, y enseguida se marchó de mi casa tirando la puerta
al salir.

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La voz de la adolescencia

Después de aquel episodio la voz de la adolescen-


cia no volvió a molestarme. Yo me sentí muy tranquila
sin ella, muy en paz. Por fin me había librado de toda su
altanería, de todos sus caprichos, de todas sus extrava-
gancias. Sin embargo, mi tranquilidad no duró mucho.
Fue extraño, pero al cabo de un año de no saber nada de
aquella voz, de no recibir ninguna noticia suya, tuve que
reconocer que me hacían falta sus ojos de obsidiana ne-
gra y su cabellera de fuego arco iris. Tuve que aceptar que
en su ausencia mi mundo se estaba volviendo demasiado
serio, rígido y predecible. Como pasa siempre en el amor,
solo al sentirla lejos, solo al sentir que tal vez ella nunca
regresaría, pude darme cuenta de cuánto la necesitaba.
Una noche no aguanté más. Me senté con mi tambor
ceremonial y canté hacia dentro, tal como me enseñaron
a cantar mis abuelas y mis abuelos milenarios —en co-
munión con el corazón de la tierra, el corazón del cielo
y el corazón humano—; y desde ese latido primordial,
desde ese canto chamánico profundo, la llamé, la invo-
qué, le pedí perdón por no haber podido ver su luz antes,
le rogué que volviera, que me llevara a su mundo, que
me ayudara a entenderla. Ella no tardó en llegar. Vino
vestida de fiesta, me tomó de la mano y me llevó a sen-
tir el alma de diferentes animales, vegetales, minerales,
humanos, deidades, fuerzas cósmicas y seres mitológi-
cos, recordándome cómo cada uno de ellos había pasado
en algún momento por la edad de la adolescencia. De
pronto, nos convertimos en una semilla que rompía el
cascarón para convertirse en planta; luego en un pichón
de colibrí al cual le había llegado la hora de volar por
primera vez en soledad, lejos del nido; más tarde en una
niña sobresaltada al saber que ya no era una niña —pues
su primera menstruación así lo atestiguaba—; y al final

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Introducción

en un muchacho avergonzado por sus repentinos cam-


bios de voz. Yo seguía cantando, pero ahora mi canto no
era solo mío, era también el canto de la voz de la adoles-
cencia. Y al cantar así, junto a ella, las sensaciones se iban
haciendo cada vez más íntimas y más profundas, hasta
el punto de llevarme de vuelta a mis primeros besos, a
mis primeras fiestas, a mis primeras iniciaciones; hasta
recordarme incluso a mi primer novio iniciándome en
los misterios del sexo, la poesía y el amor. Los recuerdos
de mi piel, recién naciendo al erotismo, transformaron
aquel canto en un inmenso fuego. Al interior de ese fue-
go la voz de la adolescencia y yo, cantando juntas, éra-
mos una serpiente mudando de piel, una hoja de árbol
cambiando de color, una luz explotando para convertirse
en galaxia. Y nuestro canto era la fuerza del volcán, era
la audacia de la espada, y era a la vez un grito donde vol-
víamos a mostrar por primera vez nuestros colmillos y
nuestras garras. Era un canto de tímidas miradas y de
flores seductoras, de caricias deliciosas y a la vez repul-
sivas, de hambre insaciable y de miel pura. Un canto de
sangre bullente, de revolución indómita y de montaña
rusa, donde le decíamos “no” por primera vez a todas
nuestras madres y a todos nuestros padres, “no” a las
cadenas y grilletes de nuestra propia familia, “no” a las
mentiras de nuestra propia cultura, “no” a los resabios de
nuestro propio origen ancestral.
De un momento a otro tuve que soltar mi tambor
y dejar de cantar, porque las olas del llanto se habían
apoderado de mí con la pretensión de ahogarme. Yo tra-
taba de volver a la playa, pero entre más me esforzaba
por salir de aquel mar de dolor, más me hundía en sus
aguas gigantescas. Hasta que ya no pude respirar más;
y rendida, ante el abrazo de la muerte, me dejé sumer-

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La voz de la adolescencia

gir en el mundo submarino, donde yacía un barco que


se había hundido hace mucho tiempo, un barco lleno de
fantasmas. En los recintos descascarados de aquel bar-
co vi todos los novios, esposas, hijos, padres y hermanos
que murieron prematuramente en las historias de mis
ancestros; vi morir de nuevo a mi hermanito de cinco
años a causa de la leucemia; vi a mi abuela quien también
murió de leucemia cuando mi madre y mis tíos era aún
unos niños; vi los abortos naturales y espontáneos de to-
das mis antepasadas; vi los sueños rotos de los hombres
de mi estirpe. Muchos de ellos vagaban como almas en
pena, sin poder descansar. Supe entonces que siete ge-
neraciones hacia atrás, en mi linaje familiar, se estaban
desahogando a través de mí en ese momento, y que yo
lloraba por todos ellos. Viajes y ventanas, un libro inédito
que escribí hace diez años, se apareció de pronto en for-
ma de caballito de mar, y me dijo: “si me sigues podrás
subir de nuevo a la superficie, para volver a respirar, para
volver a cantar”. Exhausta y temblorosa, me arrastré con
mis últimas fuerzas hacia este lado de la realidad, y ya de
este lado corrí hacia mi computadora con el propósito de
hallar el libro inédito entre mis archivos viejos.
Apenas lo encontré, apenas sostuve a mi caballito
de mar entre mis brazos, comprendí que él era una en-
carnación de la voz de la adolescencia. De trece cuentos
literarios que lo componían cuatro de ellos eran prota-
gonizados por personajes adolescentes, y cuatro más
por personajes adultos que sufrían del síndrome de Pe-
ter Pan. Justo en aquellos días yo había leído algo sobre
este síndrome por Internet, y me había llamado mucho la
atención saber que era toda una tendencia actual en mu-
chos hombres y mujeres de veinticinco, treinta, cuarenta
años, o hasta más, a quienes se les ha apodado como la

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Introducción

generación “kidult” —del inglés kid (niño) y adult (adul-


to)—, o simplemente como adultescentes.
Sin duda alguna había un mensaje del Gran Padre y
de la Gran Madre en todo lo que estaba ocurriendo. No
podían ser casuales tantas sincronías. ¡Pero cuál era el
mensaje! ¿Acaso Viajes y ventanas había sido un abor-
to, y ahora venía a mí como reclamándome la sepultura
digna que nunca fui capaz de darle?, ¿o más bien, por el
contrario, aquel libro nunca había muerto, y a pesar de
mi abandono aún vivía tan solo para ser publicado? No
estaba en mis manos responder aquellas preguntas tan
trascendentales. Quizá por eso sentí el impulso de acudir
a mi altar para tomar de allí el dado mágico con el cual
consulto mi oráculo de los arquetipos sagrados.
Decidida a escuchar el mensaje de las fuerzas arque-
típicas de la humanidad, de la naturaleza y del cosmos,
dispuse los cinco elementos en mi altar, tomé mi tambor
indígena, saludé junto a él a las siete direcciones del uni-
verso, y lancé el dado al azar. Salió el número tres. En el
índice de mi libro inédito aquel número correspondía al
cuento: “Un viaje sorpresa”. Sin pensarlo mucho, simple-
mente dejándome llevar por el corazón del Gran Padre y
la Gran Madre, leí el cuento en mención con la seguridad
de que en sus páginas encontraría la respuesta a mis in-
terrogantes.
Y así fue. “Un viaje sorpresa” me habló. Me dijo en-
tre líneas: “todas las pérdidas traen consigo mismas una
ganancia; pero a veces el miedo al cambio y los apegos
emocionales no nos dejan ver, y mucho menos tomar,
esa ganancia en nuestra vida”. Si esto es real, me dije a
mí misma, quisiera saber cuál ha sido la ganancia en mi
árbol genealógico con relación a tantas muertes prema-
turas. Siguiendo este anhelo de conocimiento me puse

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La voz de la adolescencia

a recapitular la historia familiar, y descubrí así que si no


hubiese sido por tantos divorcios, accidentes, rupturas,
despedidas, duelos y funerales, las mujeres de las últi-
mas siete generaciones en mi familia nunca hubiésemos
sacado a la luz nuestros poderes ocultos como magas,
curanderas, sacerdotisas, artistas, poetas, empresarias,
maestras y profesionales independientes. Por otra parte,
tomé conciencia de que en los últimos tres siglos, mu-
chos hombres de mi familia, al perder sus empresas o al
ver frustrados sus sueños externos, volcaron su mirada
hacia su propio mundo interior, y allí encontraron el
amor de la Madre Tierra, la sabiduría de la Abuela Luna
y el abrazo de la Gran Diosa del Universo. Asimismo al-
gunos de ellos, tras sufrir el abandono o la muerte pre-
matura de sus esposas, tuvieron que aprender a cuidar
de sí mismos, de sus hijos y del hogar, asumiendo res-
ponsabilidades y labores que durante milenios les habían
correspondido exclusivamente a las mujeres. Concluí
entonces que nuestra mayor ganancia, después de tantas
pérdidas, había sido el aprender a valorar y a respetar la
energía femenina de la existencia, recuperando con ello
un equilibrio que se perdió hace mucho tiempo en toda
la humanidad. Me refiero al equilibrio entre la energía
masculina y la energía femenina al interior de cada uno
de nosotros; y por lo tanto a una relación equilibrada en-
tre el hombre y la mujer.
La respuesta a mi pregunta es clara —me dije a mí
misma—, Viajes y ventanas no fue ningún aborto, Viajes
y ventanas murió y renació de sus propias cenizas, y lo
hizo para recuperar dentro de él las potencias femeninas
ocultas de la literatura, y así volver a nacer convertido
en un libro-oráculo. Ahora lo entiendo todo —concluí
emocionada—, los ocho cuentos sobre adolescentes y

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Introducción

adultescentes de Viajes y ventanas son la naturaleza yang


del libro, y esa naturaleza yang estaba a la espera de su
naturaleza yin —es decir de la magia oracular— para
poder encontrar el equilibrio y así ser publicado con un
nuevo nombre: La voz de la adolescencia.
¿Si éste es el camino (le pregunté días más tarde al co-
razón del Gran Padre y la Gran Madre mientras lanzaba
mi dado de arquetipos al azar) qué capítulos o fragmen-
tos nuevos tengo que escribir para convertir mi antiguo
libro inédito en un oráculo? El número que salió fue el
ocho. Y en mi libro inédito el número ocho correspondía
al cuento titulado: “Trance”. Después de leer aquel cuen-
to, dos veces seguidas, la imagen que más me conmo-
vió de sus páginas fue la de un gigantesco y misterioso
caballo blanco cuya aparición había transformado a una
escritora bloqueada en una maga del amor. “Esa soy yo”,
exclamé para mis adentros, mientras me veía cabalgando
en mi caballo mágico, en compañía de otros seis jinetes y
sus respectivos caballos milagrosos. Todos galopábamos
juntos por las inmensas praderas de la literatura, del cha-
manismo y de la sabiduría oracular. A todos nos unía una
causa mayor, bendecida y auspiciada por nuestros ances-
tros milenarios. Llena de alegría corrí hacia mi estudio y
saqué de la biblioteca cinco de los seis libros oraculares
que han iluminado mi camino en diferentes momentos
de mi historia. Los puse a todos sobre el escritorio y me
dediqué a revisarlos y a estudiarlos durante un buen rato,
reconociendo en ellos a mis grandes maestros.
La voz de la adolescencia había llegado antes que yo
al estudio. Estaba concentrada dibujando cuando yo apa-
recí, y así permaneció un buen rato, hasta que de pronto
alzó la vista con curiosidad y me preguntó:
—¿Qué haces?

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La voz de la adolescencia

—Aquí leyendo —respondí, como para evitar que


ella me distrajera con sus impertinencias.
—¿Y por qué estás leyendo cinco libros al tiempo?
—Es una historia muy larga.
—¡Cuéntame esa historia! Ya me cansé de dibujar.
—Está bien —exclamé con cierto entusiasmo repen-
tino—. Todo inició porque en la edad de mi adolescencia
me hacía mucha falta escuchar los consejos sabios de mis
abuelos y de mis abuelas. Tanto mi abuela como mi abue-
lo maternos habían fallecido antes de que yo naciera. Mi
abuela paterna murió cuando yo era una niña; y la rela-
ción con mi único abuelo vivo era casi inexistente. Hoy
en día, como lo veo, es que si no hubiese sido por esta
carencia de abuelos biológicos yo nunca habría iniciado
mi gran búsqueda por la sabiduría de mis ancestros mi-
lenarios. Lo más bello es que con el paso del tiempo mi
gran búsqueda me trajo de vuelta no solo el consejo sabio
de mis dos abuelas y mis dos abuelos biológicos —a quie-
nes he aprendido a conocer gracias a las historias que de
ellos me han contado—, sino que además me ha traído
a cientos de abuelas y abuelos espirituales quienes hoy
comparten conmigo su sabiduría, su amor y su bendi-
ción, a donde quiera que yo vaya.
—¿Y estos libros sobre la mesa…?
—Estos libros sobre la mesa son nada más ni nada
menos que algunos de los abuelos y abuelas milenarios
que me han acompañado en el camino.
La voz de la adolescencia frunció el ceño, un tanto
extrañada ante mi respuesta. Yo continué con mi relato:
—Primero llegó el I Ching. Yo tenía trece años, y ha-
bía ido a la casa de mi tío materno a recibir mi primer
pago como correctora de estilo de un libro que él iba a
publicar en su Editorial. De pronto, vi un enorme libro

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Introducción

rojo y tres moneditas de color cobre sobre una pequeña


mesa. Ante mi curiosidad, mi tío me explicó que aquel
libro había sido escrito hace más de tres mil años, y que
además de ser uno de los libros más antiguos de la huma-
nidad era un libro-oráculo. “Haz una pregunta”, dijo mi
tío, “luego lanza las tres moneditas y verás como en las
páginas del Libro de las mutaciones, más conocido como
el I Ching, encontrarás la respuesta”. A pesar de mi corta
edad yo había leído ya muchos libros de poesía, literatura
y mitología. Sin embargo, lo que sentí aquel día hacia el
I Ching superaba todo lo que hubiese sentido antes ha-
cia cualquier otro libro. Mi corazón latía tan fuerte que
apenas salí de la casa de mi tío fui a una librería y compré
mi propio Libro de las mutaciones. Fue el primer libro
que compré en toda mi vida. Muy pronto, el I Ching se
convirtió en el abuelo sabio que tanto me hacía falta. Él
me sabía escuchar, me daba buenos consejos, me adver-
tía sobre los peligros que podían aparecer en mi camino,
y ante todo me recordaba la importancia de caminar con
rectitud, integridad, y respeto a las leyes del universo y
de la naturaleza. Unos años más tarde, después de pasár-
sela conmigo para arriba y para abajo, el I Ching me dijo
que contaba con su permiso para compartir su sabiduría
con otros adolescentes que al igual que yo estuviesen en
búsqueda de autoconocimiento, guía y discernimiento
espiritual. A partir de entonces, muchos de mis amigos y
de mis compañeros de estudios me buscaban a cada rato,
para que el Libro de las mutaciones los aconsejara y los
ayudara a resolver sus problemas y dificultades. Yo siem-
pre les explicaba a todos —aunque a mis amigos poco
les interesaba esta información— que el I Ching era un
libro muy antiguo, que había pasado por las manos de
Confucio, de Lao- Tse, y de muchos otros poetas, sabios

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La voz de la adolescencia

y gobernantes de la antigua China; y que a su vez, a me-


diados del siglo XX, había sido traducido por Richard
Wilhelm y prologado por Carl Jung, quienes lo habían
dado a conocer en Occidente.
—¿Cuál libro abuelo vino después? —preguntó la
voz de la adolescencia, ya más familiarizada con mi his-
toria.
—Después, a mis diecisiete años, mi padre me regaló
a Rayuela, de Julio Cortázar.
—¿Este libro es también un oráculo?, ¿así como el I
Ching?
—No fue concebido como un oráculo por su autor
—contesté—, pero sí invita a una lectura caleidoscópica,
laberíntica y múltiple; lo cual despertó en mí, y en mu-
chos otros lectores, el impulso de consultarlo en forma
oracular. “A su manera este libro es muchos libros, pero
sobre todo es dos libros —dice Rayuela en su Tablero
de Dirección—. El lector queda invitado a elegir una de
las dos posibilidades.” Cuando leí por primera vez estas
líneas sentí una fascinación muy similar a la que había
sentido con el I Ching. Solo que esta vez me hallaba fren-
te a un abuelo latinoamericano, caótico y juguetón, cuya
sabiduría era muy distinta, aunque no por eso ni mejor
ni peor, a la de mi amado Libro de las mutaciones. Algo
que me encantó de mi nuevo consejero es que me ofre-
ciera una maravillosa novela de esas que lo atrapan a uno
de principio a fin, y que a la vez compartiera conmigo
un sinnúmero de papelitos, recortes de periódico, citas
de otros autores y apuntes personales que Julio Cortázar
había coleccionado mientas escribía lo que inicialmente
sería Rayuela. Tanta apertura al misterio, a la magia, a la
ruptura de las convenciones, y al azar, en una de las no-
velas más emblemáticas de la literatura latinoamericana,

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Introducción

fue como una revelación para mí en aquella época donde


mi corazón latía fuerte, muy fuerte, con el sueño de con-
vertirme en una gran escritora.
—¿Y si al I Ching lo consultabas con tres moneditas,
cómo consultabas a Rayuela?
—Lo ponía junto a mi corazón, y luego lo abría en
cualquier página, con la firme creencia de que esa pági-
na, o ese capítulo elegido al azar, me daría algún mensaje
importante que yo necesitaba recibir.
—¿Y qué mensajes te traía?
—Me aconsejaba que estudiara las grandes obras de
la literatura universal, que asumiera la escritura como un
juego sagrado, que amara el mundo donde nací, y que
viajara, porque, según él, solo viajando despertaría real-
mente a la vida. Sin duda alguna, Rayuela tuvo mucho
que ver con los seis meses que me dediqué a viajar por
Argentina, Brasil, Chile y Uruguay. De igual manera, me
apoyó muchísimo en mi decisión de irme a Cuba, a es-
tudiar cine en la Escuela Internacional de San Antonio
de los Baños. En aquel tiempo, cuando yo ya estaba vi-
viendo en la “Escuela de Gabo” llegó mi tercer abuelo
oracular: el Ifá.
—¿Cuál es el Ifá? —preguntó la voz de la adolescen-
cia mientras revisaba los libros sobre la mesa.
—El Ifá no está aquí. Porque el Ifá es ante todo un
sistema de tradición oral. Algunos de sus “Patakies” (his-
torias mitológicas narradas en forma de parábola) han
sido escritos y publicados en lengua yoruba, pero el uso
de dichos documentos se reserva exclusivamente para
los Babalawos, quienes son las únicas personas que pue-
den leer e interpretar el oráculo del Ifá.
—¿El Ifá es tan antiguo como el I Ching?
—Mucho más antiguo. El Ifá se originó hace más de

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La voz de la adolescencia

5000 años en África, y lo más asombroso es que aún se


mantiene vigente. No en vano la Unesco lo declaró hace
unos años Patrimono Cultural de la Humanidad.
—¿Y cómo llegó este oráculo tan antiguo y tan im-
portante a tu vida?
—Una amiga estaba haciendo un documental sobre
la Santería cubana, y alguna vez me pidió que la acom-
pañara a visitar a un Babalawo. En aquella visita el Ba-
balawo me dijo que la noche anterior Orunmila (Orisha,
o deidad yoruba, de la sabiduría) le había hablado de mí
en un sueño y le había dicho que yo portaba un don es-
piritual muy poderoso y poco común: el don de crear
oráculos artísticos. Luego, el Babalawo trajo un tablero
redondo, hecho de madera, puso sobre éste un polvo fino
y dieciséis semillas sagradas, marcó unos signos sobre el
tablero, y al final sacó un libro gigante y me narró un “Pa-
taki”. Yo quedé conmovida, pues aquel “Pataki” era una
metáfora perfecta de lo que estaba ocurriendo conmigo
en ese momento; y aunque no traía para mí un reflejo
complaciente, sino más bien confrontador, me ayudó a
conectarme con mi esencia y a reconocer mi propia ver-
dad.
Un año más tarde busqué al mismo Babalawo y le
pedí que si me podía leer por segunda vez el oráculo del
Ifá. Él se alegró de verme, accedió a mi petición sin re-
paro, y esta vez sacó un nuevo instrumento de consulta.
¿Qué es lo que quieres saber?, me preguntó con voz fir-
me. Lo que quiero saber, respondí yo, es cuál es mi verda-
dero destino, y qué necesito hacer para poder cumplirlo
con impecabilidad. El Babalawo sonrío, se concentró en
su labor, y después de lanzar en una estera una cadena de
adivinación (llamada Opele) me dijo: “Es Oshun, nues-
ta venerable Diosa del amor, quien llega a aconsejarte.

20
Introducción

Oshun dice que tu verdadero destino es la realización


de tu ser total; y que lo que más necesitas para poder
cumplirlo es conocer tus fortalezas y tus debilidades. Tu
mayor fortaleza, dice Oshun, es cantar desde tu corazón
de oro, y tu mayor debilidad es ir por el mundo sin saber
protegerte ni defenderte del mal que hay en los otros, ni
del mal que hay en ti”. El mensaje de Oshun resonó bas-
tante en mi alma. Lo vinculé con el pensamiento de Jung,
quien nos recuerda que “nadie se ilumina fantaseando
figuras de luz, sino haciendo consciente su propia oscu-
ridad”.
Por aquel tiempo, siguiendo el llamado de conocer-
me y de encontrarme a mí misma, me di cuenta de que
en la edad de mi adolescencia más que comportarme
como una adolescente me había comportado como una
adulta. Nunca me rebelé contra ninguna autoridad, nun-
ca di problemas en mi casa, apoyaba a mi madre en todo
lo que ella necesitara, fui extremadamente comprensiva
con mi padre, mantuve noviazgos largos y estables, estu-
dié becada la mitad de mi carrera gracias a que obtenía
las mejores notas en mi Universidad, ayudé a mi herma-
nito de cinco años en su tránsito a la muerte, a los veinte
años ya había publicado mi primer libro y ya me había
graduado como Comunicadora Social-Periodista…, en
fin. Lo cierto es que esta madurez prematura, que antes
me pareció tan correcta, ya no me parecía nada buena. Ya
no me interesaba ser la obediente seguidora de un statu
quo en el cual yo realmente no creía, ni mucho menos ser
la que siempre ponía las necesidades de los demás por
encima de las mías. Ahora (a mis veinticuatro años) na-
cía una nueva Juliana. Y esta nueva Juliana, que en gran
parte fue la antítesis de la anterior, es a quien yo llamo
la Juliana adultescente. La Juliana rebelde, salvaje, libre,

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La voz de la adolescencia

caprichosa y cuestionadora. La Juliana que reclamó su


derecho a ser ella misma, le gustara o no les gustara a los
demás. La Juliana que entró en crisis y se permitió esa
crisis, porque no estaba de acuerdo con las apariencias
engañosas del mundo, y porque quería crear un nuevo
mundo más limpio, más amoroso, más sano y más feliz.
Y esa Juliana que entró en crisis, esa Juliana adultescente,
vio de repente todo negro, y se confundió mucho, por-
que ya no sabía diferenciar dónde estaba la luz y dón-
de estaba la sombra. Fue allí cuando busqué por tercera
vez el consejo del Oráculo del Ifá, quien me recibió en
manos de un nuevo Babalawo (pues el anterior se había
ido a vivir a su tierra natal, al otro extremo de Cuba).
En esta tercera consulta había algo que no encajaba. El
nuevo Babalawo me resultó poco confiable, y ya no me
identifiqué con los mensajes que me llegaron a través de
la lectura oracular. A pesar de ello, unos meses más tar-
de, volví a pedir una nueva consulta con él, y fue peor.
Ahora vi al Ifá tergiversado por una sombra siniestra, y
me dio mucho miedo, porque en medio de la consulta
llegaron otros Babalawos y entre todos me estaban pre-
sionando para que yo entrara en el camino de la Santería.
Yo no quería eso. Yo solo quería hacerle una pregunta al
Ifá; pero ellos se empeñaban en no dejarme salir de allí
hasta que yo les hiciera caso. Por fortuna, apareció un
ángel, vestido de la esposa de alguno de ellos, y me libe-
ró de aquella horrible encerrona. Esa misma noche tuve
un sueño con Obbatalá (Orisha, o deidad Yoruba, de la
paz, la pureza y la justicia), quien me dijo: “Los oráculos
pueden aclarar tu camino, pero también pueden confun-
dirlo. Todo depende de cómo te acerques tú a ellos. Si te
acercas con respeto ellos te respetaran, si te acercas con
hambre insaciable ellos te devorarán, si te acercas con

22
Introducción

miedo ellos te asustarán, si te acercas con fe ellos te ilu-


minarán.” Después de aquel sueño pasé varios años sin
consultar ningún oráculo. Y al sagrado y venerable Ifá no
volví a consultarlo nunca más.
—Tengo un regalo para ti —musitó la voz de la ado-
lescencia tras de un largo silencio entre las dos—. Es un
mandala. —Y entregándome uno de sus dibujos agre-
gó—: Espero que te guste.
Gratamente sorprendida clavé mis ojos en el dibu-
jo. Había en él siete caballos que poco a poco se iban
transformando en un brillante aro de siete colores. En el
centro de aquel aro había una cueva, y en la entrada de
aquella cueva un hueso tallado con trece marcas. Inevi-
tablemente, recordé un libro de Analía Bernardo donde
alguna vez leí que según la arqueología el documento
escrito más antiguo de la humanidad es un calendario
lunar, confeccionado hace 34.000 años en el hueso de un
animal. Dicho calendario se considera a su vez como el
calendario lunar más antiguo y fue encontrado en la cue-
va de Les Eyzies, en Francia. Una inmensa sonrisa brilló
en mi alma. Por primera vez yo tomaba conciencia de
que las mujeres paleolíticas —al reconocer el vínculo en-
tre sus ciclos menstruales y los ciclos lunares—, no so-
lamente habían creado el primer calendario y el primer
documento escrito de la humanidad, sino también uno
de nuestros primeros oráculos; teniendo en cuenta que
aquel hueso representaba un instrumento de conexión
y comunicación con una fuerza divina, en este caso: la
abuela luna.
—Pero sígueme contando la historia… —exclamó
impaciente la voz de la adolescencia.
Yo respiré profundo y proseguí con mi relato:
—A mi regreso de Cuba enfoqué gran parte de mi

23
La voz de la adolescencia

trabajo en conocer a profundidad el mundo indígena.


Realicé varios documentales sobre culturas indígenas de
Colombia. Fundé la Línea de Investigación en Comuni-
cación Intercultural de la Universidad Externado. Escri-
bí mi libro Entre mundos hermanos. Y entré a ser parte
de M.A.I.S. (un Movimiento continental que se dedica a
compartir la sabiduría ancestral indígena a través de di-
ferentes ceremonias y encuentros con abuelas y abuelos
de distintas tradiciones nativo americanas). Por aquel
tiempo, un amigo de M.A.I.S. siempre llevaba en su mo-
chila un libro muy hermoso que nos solía leer cuando su-
bíamos a la montaña, cuando estábamos en algún círculo
de la palabra, o cuando asistíamos a alguna ceremonia
en medio de la naturaleza. Aquel libro, escrito por Jamie
Sams, una reconocida sabedora indígena descendiente
de cheroquis e iroqueses, es nada más ni nada menos
que La medicina de la Tierra, mi cuarta abuela oracular.
Recuerdo que los pasajes compartidos por mi amigo me
llegaron tanto al alma que algo comenté del libro a mi
madre y a mi hermana Katalina, con quienes yo vivía en
ese momento. Seguramente mi emoción al hablar del li-
bro fue tan grande que ambas decidieron comprármelo
de regalo, en mi cumpleaños número 27.
La voz de la adolescencia tomó a La medicina de la
Tierra entre sus manos, la puso en su corazón, cerró sus
ojos, abrió las páginas al azar y leyó en voz alta:
—“Los hombres no tienen un ciclo diferente. Todos
los seres humanos poseen un lado femenino y otro mas-
culino en su interior, relacionados por los mismos flujos
y reflujos de la Tierra y de las energías Lunares”.
—Si no estoy mal estás leyendo la Introducción —
exclamé—. Déjame ver…, sí. ¿Por qué no la lees comple-
ta? Es cortita.

24
Introducción

La voz de la adolescencia accedió con gusto a mi pe-


tición. Yo recordé así cómo a través de La medicina de
la Tierra era posible sintonizarse con el ciclo natural del
calendario de las trece lunas, tanto en la forma de con-
sultar el libro, como en cada una de las 365 enseñanzas
transmitidas en sus páginas. “Las culturas indígenas de
América se han guiado siempre y aún se siguen guiando
por el calendario lunar”, leía la voz de la adolescencia,
mientras yo contemplaba de nuevo el dibujo de los siete
caballos, maravillada ante tantas sincronías juntas.
—Ahora sí dime —exclamé apenas terminó la lectu-
ra— ¿de dónde nació tu dibujo?
—Acá la que hace las preguntas soy yo —respondió
ella sonriendo—. No mentira. No sé, simplemente nació.
Más bien continuemos con tu historia.
—Siguiendo el principal consejo de La medicina de
la Tierra, y de muchos otros abuelos indígenas, me dedi-
qué a conocer a profundidad mis propias raíces familia-
res. En aquel entonces, le pedí a varios parientes que me
contaran sus historias de vida, y a partir de allí encontré
el hilo de oro que nos unía a todos en mi árbol genea-
lógico. Muchos de mis antepasados ya habían fallecido,
pero aún así susurraron en mi corazón su legado esen-
cial. Otros estaban vivos, cada vez más vivos a mi alrede-
dor, y no solo querían contarme su historia sino que que-
rían cantar conmigo. Yo también quería cantar con ellos,
tanto con los vivos como con los difuntos, así que tomé
el hilo de oro que me fue entregado, y tejí cantos, poe-
mas y libros enteros en nombre de todos nosotros. Desde
entonces porto con honor una corona de fuego esencial
en mi cabeza, una pareja sagrada en mi corazón, y una
serpiente alada en mi energía sexual-creativa. La corona
simboliza el don del autogobierno, la serpiente alada el

25
La voz de la adolescencia

don de la creatividad, y la pareja en mi corazón el don


del amor sano. Estos son los tres dones que reconocí en
aquel tiempo como el principal símbolo de unidad con
los de mi sangre. Todos en mi familia, tanto en mi linaje
materno como en mi linaje paterno, hemos buscado de
una u otra forma el desarrollo y expansión de estos tres
dones en nuestras vidas. Hoy es para mí un gran honor
poder mantener en alto, bien en alto, este bello triunfo de
nuestras batallas.
—Clarissa Pinkola Estés —murmuró la voz de la
adolescencia mientras leía la carátula del libro Mujeres
que corren con los lobos—. ¿Y ella de dónde es?
—Su familia es de origen europeo —respondí un
tanto molesta por la interrupción repentina.
—Por lo tanto, en esta mesa tenemos: a un abuelo
asiático que es el I Ching, a un abuelo latinoamericano
que es Rayuela, a un abuelo africano que es el Ifá (ha-
ciendo de cuenta que él está aquí con nosotros), a una
abuela indígena norteamericana que es La medicina de
la tierra, a una abuela europea que es Mujeres que corren
con los lobos…
—Y a una abuela australiana —exclamé entusiasma-
da—, que es La Era del sueño, de Donni Hakanson. No
había caído en cuenta… Qué maravilla. ¡La sabiduría mi-
lenaria de los cinco continentes está aquí con nosotros!
—A ver, déjame adivinar, tu quinta abuela oracular
es… ¿Mujeres que corren con los lobos?
—Efectivamente —dije mientras tomaba el grueso
libro entre mis manos—. Recuerdo que hace unos seis o
siete años, cuando compré este libro, yo le estaba pregun-
tando a la vida cuál sería mi descendencia. Gracias al es-
tudio e investigación de mi propio árbol genealógico ya
había aclarado quiénes eran mis siete generaciones hacia

26
Introducción

atrás. Sin embargo, no sabía aún a quién me refería exac-


tamente cuando cantaba o rezaba por siete generaciones
hacia adelante, teniendo en cuenta que yo no tenía hijos
biológicos, y que tampoco quería tenerlos. Muchas per-
sonas a mi alrededor me decían: “esa pregunta no tiene
caso, tú acabas de cumplir hasta ahora los treinta años,
seguramente vas a cambiar de parecer más adelante”. Yo
sabía que no iba a cambiar de parecer; e insistía afirman-
do que sí me interesaba vivir la maternidad, e incluso el
matrimonio, pero no desde el modelo convencional y es-
tereotipado que me ofrecía la cultura donde nací, sino
desde un nuevo lugar, más acorde con el propósito de mi
alma, más afín a mi misión de vida en esta encarnación.
Los demás seguían sin entenderme. Hasta que llegó mi
quinta abuela oracular Mujeres que corren con los lobos
y me dijo: tu pregunta es muy sensata. Ve y busca en tu
interior al arquetipo de la Mujer Salvaje. Ella te ayudará a
encontrar la respuesta.
Cuando Clarissa Pinkola me hablaba del arquetipo
de la Mujer Salvaje, en sus cuentos de medicina o en sus
certeras reflexiones, yo me veía a mí misma, junto a mi
tambor ceremonial, despertando a través de mi propio
canto al Héroe y a la Diosa que viven dentro de mí. Veía
a mi Héroe interior, con rostro de padre, con rostro de
visionario, con rostro de chamán, con rostro de abuelo
sabio. Veía a la Diosa que me habita, a veces como don-
cella, a veces como madre, a veces como abuela, a veces
como fuerza del origen. Veía cómo ese Héroe y esa Diosa
hacían el amor dentro de mí; y cómo su orgasmo com-
partido los convertía a ambos en un precioso colibrí de
oro.
Cuando Clarissa Pinkola me hablaba del arquetipo
de la Mujer Salvaje, yo me sentía feliz con mi nombre

27
La voz de la adolescencia

espiritual Colibrí de Oro, y sentía que ese nombre era a la


vez mi Centro de Creación, mi guardián mitológico y mi
aliento de poder. Sentía cómo la Mujer Salvaje abría sus
ojos en mis ojos para compartir con el mundo la belleza
de nuestro canto natural, el vuelo exótico de nuestro via-
je chamánico, y la dulzura inmaculada de nuestro amor
más puro. Sentía que ella era una mujer jardín, y que yo
era una mujer colibrí; y que juntas, jardín y colibrí, éra-
mos una sola, como en el Principio.
Cuando el arquetipo de la Mujer Salvaje y yo nos
convertimos en una sola fuerza comprendí que al darme
a luz a mí misma me estaba uniendo a la gran causa de
dar a luz a un nuevo amanecer planetario. Comprendí
que mi legado para ese nuevo amanecer lo conforman las
creaciones que comparto desde el Centro Colibrí de Oro,
es decir: mis conciertos, mis ceremonias, mis retiros, mis
talleres, mis terapias, mis libros, mis oráculos y mis rue-
das de cantos arquetípicos. Supe entonces que mis hijos
son mis creaciones; y que las mujeres y los hombres que
reciben mi canto medicinal a través de esas creaciones
son mis nietos. De modo que así como yo he sido ben-
decida por cientos de abuelos y abuelas milenarios, así
yo también vengo a este mundo a bendecir a cientos de
nietos y nietas.
Una de esas nietecitas, precisamente, fue la que me
regaló La Era del sueño. Mira: este libro viene con una
baraja de cartas pintadas por artistas aborígenes.
—Déjame ver…
—Son cartas que retratan diferentes animales, plan-
tas y otros tótems de la cultura aborigen australiana. En
algunas de estas cartas La Era del sueño nos recuerda que
Australia fue colonizada en 1788 por los ingleses, y que
este hecho dejó unas heridas emocionales muy grandes

28
Introducción

en los pueblos aborígenes. Aunque no nos lo recuerda


con resentimiento, sino con la voluntad de curar esas he-
ridas, para así poder avanzar hacia una verdadera recon-
ciliación con el pasado.
—Qué belleza de cartas. ¿Y cómo se consulta el orá-
culo?
—Cada carta está relacionada con un relato del tó-
tem elegido. Uno hace una pregunta, elige una serie de
cartas, y luego lee los relatos e interpretaciones corres-
pondientes a esas cartas. Así le llega la respuesta.
—Ay, yo quiero hacer una pregunta. ¿Puedo?
—Pero la interpretación oracular es larga. Y ya es
tarde... —dije mientras miraba mi reloj—. ¡No puedo
creerlo!, ¡son las cinco de la mañana! Más bien ya vámo-
nos a dormir.
—No…, antes termina de contarme la historia de tu
sexta abuelita oracular; y de paso vemos la salida del sol
desde la ventana.
—Está bien, pero pasémonos para el sofá. Ya me
duele la espalda de estar aquí… Además, en el sofá que-
damos más cerquita de la ventana.
—La Era del sueño —exclamé cuando ya estábamos
sentadas en el sofá— me ha conectado mucho con mi
descendencia. Hace un par de semanas, justamente, me
insinuó, a través del tótem de la serpiente arco iris, que
había algo por reconciliar entre mis hijos creativos y yo.
Algo vinculado a nuestro pasado. Incrédula y resistente,
me puse a meditar, sintiendo que esta vez La Era del Sue-
ño estaba equivocada. De pronto, caí en cuenta de que
había una hija a quien yo no había reconocido como tal.
Películas.
—¿Películas?
—Sí, Películas. Pues durante ocho años yo me dedi-

29
La voz de la adolescencia

qué a la realización audiovisual. Realicé varios documen-


tales y poemas audiovisuales; y esas fueron creaciones
que surgieron de mi alma. De alguna manera, cuando
Películas murió, cuando yo dejé de hacer cine, quedó una
herida en ella, y en mí; porque de todas formas yo la amé
mucho, y porque no me había dado cuenta de que ella
era una de mis hijas. Todo el trabajo que yo he hecho
para sanar el árbol genealógico tiene que ver con incluir
a quienes han sido excluidos, con reconocer el lugar de
cada uno, y con encontrar los órdenes correctos del amor.
Lo que sentí al interpretar el oráculo de La Era del sueño
es que Películas me estaba pidiendo a gritos el recono-
cimiento de su verdadero lugar, junto a mis otros hijos.
De hecho, hace unos días fui a mirar un dibujo que ten-
go pegado en la pared, en frente de mi escritorio, donde
está el nombre de cada uno de mis hijos creativos con sus
respectivas fechas de nacimiento; y me di cuenta de que
el hijo que aparece como el primogénito en realidad no
es el primero, en realidad es el tercero; porque me puse a
pensar y claro Películas es mi segunda hija, porque antes
de Películas vino Libros, y Libros tampoco estaba inclui-
do en ese dibujo. Ahora no hay duda en mí. Libros es
mi primogénito y nació con mi primer libro, cuando yo
tenía veinte años.
—¡O sea que Libros es un adolescente!
—Pues yo tengo treinta y siete y él nació a mis veinte
años, eso quiere decir que él tiene… diecisiete años. Y si
Películas estuviese viva tendría quince, porque ella nació
a mis veintidós años. ¡Soy madre de dos adolescentes!
Quién iba a imaginarlo.
La voz de la adolescencia recostó su cabeza sobre mis
piernas, como si fuese un gato en busca de caricias. De
pronto comprendí el motivo por el cual me había esta-

30
Introducción

do acechando desde hace tanto tiempo. ¡Todo lo que ella


buscaba era sentirse amada! Conmovida por su inmensa
ternura me dediqué a arrullarla con un canto dulce y ma-
ternal. La voz de la adolescencia cerró los ojos y sonrió.
Parecía estar ronroneando.
De un momento a otro, a quien vi recostada sobre
mis piernas fue a Películas. La vi de quince años; aun-
que llevaba puesta la misma ropa del día en que murió.
Su rostro estaba pálido, demasiado pálido. Tenía los ojos
cerrados; y desde su aterradora inexpresividad parecía
decirme: “aquí estoy, reconóceme, estoy muerta desde
hace siete años, pero aún no me he podido ir, aún tú no
has cantado para que me vaya”. Sentí un punzón en lo
más hondo de mi alma. Era la herida de Películas. Era la
herida de quien no se siente elegido ni reconocido por
sus progenitores. Supe entonces que aquella herida había
sido heredada generación tras generación, durante cien-
tos de años, no solo en mi familia sino en toda la huma-
nidad. Supe también que su origen era un patrón kármi-
co, heredado también generación tras generación, el cual
consistía en elegir, consciente o inconscientemente, a un
hijo preferido, o a una hija preferida, desentendiéndose
del lugar que les correspondía a los demás hijos. En las
familias el hijo preferido es al que más se premia, más
se cuida, más se idealiza, o más se ve; y en las culturas el
hijo preferido es el que se suele colocar en un pedestal
para que los demás lo aplaudan, lo envidien, lo idolatren,
lo deseen o lo sigan. El caso es que este patrón kármico
ha fomentado durante siglos la prepotencia, la soberbia
y la competitividad en “los hijos preferidos”; el senti-
miento de abandono, la baja autoestima y la tendencia a
compararse con los demás en “los hijos no elegidos”; y el
sentimiento de culpa en los progenitores. Desde el fondo

31
La voz de la adolescencia

de mi alma le pedí perdón a Películas, sin dejar de cantar


para ella ni un instante. Fue conmovedor, pues cuando
yo dije perdón sentí que todas mis madres y todos mis
padres (biológicos, espirituales y culturales) me pedían
perdón a mí, y le pedían perdón a mis hermanas y a mis
hermanos; y que a la vez mis abuelos y mis abuelas le
pedían perdón a mis madres y a mis padres, a mis tíos y
a mis tías. Y así, siete generaciones hacia atrás. Fue allí,
en aquel instante de amor unificado, cuando tomamos
conciencia en mi familia de que ya era hora de cerrar y
cicatrizar nuestra herida, para así liberar a las próximas
siete generaciones de tener que seguir repitiendo el mis-
mo patrón kármico, y por lo tanto la misma herida.
Poco a poco mi arrullo se fue tornando en un rezo.
Desde ese rezo le dije a Películas que quería regalarle un
novenario cantado, para que ella pudiese por fin regresar
a casa matriz. Películas me dijo, desde su silencio, que
agradecía mucho el regalo, pero que le parecía mejor si
ese novenario se ofrecía también por todos los que aún
vagaban en el barco fantasmal de nuestro árbol genea-
lógico. Por todos lo que habían muerto y nadie nunca
había despedido. De pronto yo ya no estaba en la sala de
mi casa arrullando a Películas, sino que ahora estaba en
el barco hundido junto a ella, y junto a todos los demás.
“Mi destino”, me dijo Películas, “era permanecer en este
barco, durante años, sin saber si estaba viva o muerta,
porque mi elección fue aprender a estar en el medio, has-
ta convertirme en una mensajera entre el mundo visible
y el mundo invisible. No te sientas culpable, yo elegí mi
destino. Tu descuido como madre en el fondo fue un im-
pulso para que yo despertara mis dones ocultos. Solo te
pido algo ahora. Por favor, en las nueve noches y nueve
días que nos ofreces, no vengas a cantar sola. Invita a tu

32
Introducción

padre, a tu madre, a tu hermana Katalina, y a tu herma-


no Camilito. Canten los cinco, por todos nosotros. Ya es
hora de emprender el viaje definitivo. Ya es hora de que
este barco se convierta en una espiral de luz, de retorno al
corazón de la tierra, al corazón del cielo, y al Gran Vacío
Primordial. Ya es hora de que todos nosotros nos con-
virtamos en una constelación de estrellas. Gracias por
ayudarnos con tu canto de amor para que este viaje de
despedida sea de celebración, agradecimiento, alegría y
belleza. Nos vestiremos de fiesta en tu novenario. Ya está
escrito”.
Abrí los ojos. De nuevo me vi en la sala de mi casa,
sentada en el sofá. Ahora quien recostaba su cabeza so-
bre mis piernas era Libros. Poco a poco, la luz del ama-
necer se fue adentrando por la ventana, mientras mi hijo
y yo nos contemplábamos fijamente a los ojos, como re-
cordándonos el uno al otro lo felices que éramos juntos.
Agradecida, vi a través de los ojos de Libros a mis siete
generaciones hacia adelante. Vi cómo estas siete gene-
raciones trascendían mi familia de sangre, y se volvían
cientos y cientos de corazones en la humanidad entera.
Mi nueva familia estaba compuesta por gente de todas
las razas, todas las culturas y todas las épocas. Y en esa
nueva gran familia no había solo gente; también había
animales, minerales, vegetales, ángeles, maestros ascen-
didos, ondinas, salamandras, y otras fuerzas arquetípicas
del cosmos, de la naturaleza y del corazón humano. To-
dos cantábamos por la vida en los ojos de mi bello hijo.
La voz de la adolescencia también cantaba con nosotros,
feliz de haber recobrado su verdadero lugar en nuestros
corazones.
Alguien timbró allá abajo. Cuando me asomé a la
ventana vi al hombre que se ha aparecido en mis ensue-

33
La voz de la adolescencia

ños desde hace varios años. Supe entonces que ya todo


estaba en su lugar para poder manifestar junto a él la
pareja sagrada de nuestro nuevo amanecer. No dudé en
correr escaleras abajo, para abrirle la puerta.

34
CAPÍTULO 1

Cómo consultar este libro-oráculo


CÓMO CONSULTAR
ESTE LIBRO-ORÁCULO

La voz de la adolescencia es un libro que se deja leer


de principio a fin, siguiendo la lectura convencional de
cualquier libro. Es, a la vez, un oráculo con el cual te
puedes comunicar a través de tu propio instrumento de
consulta.
Para consultar La voz de la adolescencia en forma de
oráculo puedes crear tu propio instrumento de consulta,
o también es posible emplear un dado de ocho caras. Este
tipo de dado se consigue fácilmente en tiendas online o
en tiendas físicas de juegos de rol.
Si quieres crear tu propio instrumento de consulta es
necesario que recortes ocho papeles en blanco de igual
forma y tamaño. En cada uno de estos papeles escribe un
número, del 1 al 8; después consigue una bolsa peque-
ña (de tela, cuero, lana, hilo, etc.) y guarda allí todos los
papeles debidamente numerados. En tu bolsa oracular
puedes guardar también diferentes elementos naturales
que te ayuden en la meditación; como por ejemplo: cris-
tales, gemas de sanación, hojas de plantas medicinales y
pétalos de flores.

37
La voz de la adolescencia

Antes de leer el libro como oráculo es necesario que


definas un tema, un propósito y una pregunta a consul-
tar. Te recomiendo que escribas tu tema, propósito y pre-
gunta en un mismo papelito y que guardes este papelito
en tu bolsa de medicina oracular.
Por otro lado es importante que decidas si quieres
hacer una consulta de una sola lectura o si quieres reali-
zar una serie de preguntas en un ciclo de ocho días.
Cuando ya estés en disposición para la consulta en-
cuentra un lugar tranquilo, sujeta el libro cerca de tu
corazón, invoca a tu Divinidad Interior, repite mental-
mente el tema, el propósito y la pregunta que quieres
hacerle a La voz de la adolescencia —siempre con mucho
respeto—, y luego lanza el dado o saca un papelito de tu
bolsa oracular. De acuerdo al número elegido busca en el
índice del libro-oráculo a qué cuento corresponde dicho
número; y, finalmente, lee el cuento y la interpretación
oracular del mismo. O al revés —es decir: primero lee la
interpretación oracular y después el cuento—, como tu
intuición te lo dicte.
Puedes consultar La voz de la adolescencia para ti,
y también puedes leérselo en forma de oráculo a otras
personas.

NÚMEROS ASOCIADOS A CADA CUENTO

Cada cuento corresponde a un número, del 1 al 8. Tu


guía es el índice del libro.
En todo caso te comparto aquí la lista:

1. La ventana
2. Paredes en blanco, mariposas

38
Cómo consultar este libro-oráculo

3. Un viaje sorpresa
4. Libre como el viento
5. El diamante escondido
6. Navega barquito
7. Desafío
8. Trance

TIPOS DE CONSULTA

1. EL CUENTO PARA ESTE MOMENTO

En esta consulta se hace una sola pregunta y se recibe


una sola respuesta.
Lanza una vez el dado, o saca un papelito de tu bolsa
oracular. De acuerdo al número que te salga lee el cuento
elegido y la interpretación oracular del mismo.

Ejemplos de temas, propósitos y preguntas:

Ejemplo 1 (si eres una mujer adulta o un hombre


adulto, y quieres comunicarte con tu adolescente inte-
rior).
Tema: Mi viaje a Italia.
Propósito: Decidir si me voy a vivir a Italia o si me
quedo viviendo en Colombia.
Pregunta: ¿Aceptar la oferta de trabajo que me hi-
cieron en Italia es una decisión correcta para mí?, ¿por
qué sí o por qué no?, ¿qué dice mi adolescente interior
al respecto?

Ejemplo 2 (si eres madre, padre, familiar o guía de


adolescentes):

39
La voz de la adolescencia

Tema: Mi labor como profesor de estudiantes de ba-


chillerato.
Propósito: Comprender por qué elegí esta labor.
Pregunta: ¿Por qué elegí trabajar todos los días de
mi vida con jóvenes adolescentes?

Ejemplo 3 (si eres adolescente o adultescente):


Tema: Mis estudios universitarios.
Propósito: Definir qué voy a estudiar cuando me
gradúe del colegio.
Pregunta: ¿Qué necesito tener en cuenta para elegir
la carrera profesional adecuada para mí?

2. RELACIONES

En esta consulta se hace una sola pregunta, y se lanza


el dado dos veces, o se sacan dos papelitos de la bolsa
oracular. Como resultado se reciben dos respuestas, o
dos cuentos a leer —con sus respectivas interpretaciones
oraculares—. El primer cuento elegido expresa el punto
de vista de quien hace la consulta, es decir tu punto de
vista, y el segundo cuento elegido expresa el punto de
vista de la persona, el suceso o el lugar relacionados con
tu consulta; es decir: tu hija, tu hijo, tu pareja, el mundo,
tu pasado, tu madre, tu padre, etc.

Ejemplos de temas, propósitos y preguntas:

Ejemplo 1 (si eres padre, madre, familiar o guía de


adolescentes):
Tema: La relación con mi hijo mayor.
Propósito: Darle el lugar que él se merece en mi vida.

40
Cómo consultar este libro-oráculo

Pregunta: ¿Cuál es el lugar que mi hijo mayor se me-


rece en mi vida?
Ejemplo 2 (si eres adolescente o adultescente):
Tema: La relación con mi padre.
Propósito: Dejar de pelear a toda hora.
Pregunta: ¿Qué necesitamos entender el uno del
otro para dejar de pelear a toda hora?

Ejemplo 3 (si eres un hombre adulto o una mujer


adulta, y quieres comunicarte con tu adolescente inte-
rior).
Tema: Mi adolescente interior y yo como adulta.
Propósito: Escucharnos profundamente la una a la
otra.
Pregunta: ¿Qué me está diciendo mi adolescente in-
terior que aún no he querido oír, y que le estoy diciendo
yo a ella, que ella no ha querido oír?

3. SANACIÓN INTERIOR

En esta lectura se revisa un tema donde quieras pro-


fundizar a lo largo de ocho días consecutivos. Haz una
consulta cada día, leyendo el cuento y la interpretación
oracular correspondiente. Mantén el mismo tema y el
mismo propósito a lo largo de tus ocho lecturas diarias,
pero cambia cada día de pregunta. Tu nueva pregunta en
cada lectura debe surgir teniendo en cuenta la respuesta
que te llegó en la lectura anterior. Por ejemplo, si tu tema
es: “los dones de tu linaje familiar”, y tu propósito es: “en-
señarle a tu nieto adolescente la importancia de cono-
cer y honrar esos dones en su vida”, tu primera pregun-
ta podría ser: “¿cómo ayudo a que mi nieto adolescente

41
La voz de la adolescencia

aprenda a reconocer y a honrar los dones de nuestro


linaje familiar?” Digamos que a partir de la lectura del
primer cuento elegido y de su interpretación oracular co-
rrespondiente comprendiste que la forma en que puedes
ayudarlo es siendo un buen ejemplo para él en ese senti-
do, entonces tu siguiente pregunta podría ser: “¿cuál es el
don que yo más conozco y honro de mi linaje familiar?”
De acuerdo a la respuesta que te llegue en la lectura del
segundo día formula una nueva pregunta para tu con-
sulta del tercer día, y así sucesivamente hasta que llegues
al octavo día de consulta; siempre manteniendo tu tema
inicial: “los dones en tu linaje familiar”, y tu propósito
inicial: “enseñarle a tu nieto adolescente la importancia
de conocer y honrar esos dones en su vida”.

Ejemplos de temas, propósitos y preguntas:

Ejemplo 1 (si eres una mujer adulta o un hombre


adulto, y quieres comunicarte con tu adolescente inte-
rior).
Tema: El amor de pareja en mi vida.
Propósito: Dejar de vivir amores adolescentes, in-
maduros y transitorios en mis relaciones de pareja, y es-
tar lista para vivir un amor adulto, comprometido y du-
radero, sin que ello signifique erradicar el espíritu de la
adolescencia de la relación, sino más bien otorgándole
a este espíritu el lugar que le corresponde dentro de la
misma.
Pregunta: ¿Qué me hace falta sanar dentro de mí
para estar lista en este sentido?

Ejemplo 2 (si eres adolescente o adultescente).


Tema: Mi lugar en la familia.

42
Cómo consultar este libro-oráculo

Propósito: Recuperar mi lugar como hija de mi


mamá.
Pregunta: ¿Por qué me estoy comportando como si
yo fuese la mamá de mi mamá, por qué estoy permitien-
do que ella se comporte conmigo como si fuese mi hija, y
qué puedo hacer para que cada una ocupe el lugar que le
corresponde en la familia?

Ejemplo 3 (si eres madre, padre, familiar o guía de


adolescentes).
Tema: Los dones de nuestro linaje familiar.
Propósito: Enseñarle a mi nieto adolescente a cono-
cer y a honrar los dones de nuestro linaje familiar.
Pregunta: ¿Cómo puedo ayudar a que mi nieto ado-
lescente aprenda a reconocer y a honrar los dones de
nuestro linaje familiar?

CLAVES PARA LA INTERPRETACIÓN

La voz de la adolescencia no es un instrumento para


predecir el futuro, ni para saber si te va a ir bien o mal en
un determinado asunto. Es, más bien, un libro literario
donde podrás encontrar una guía certera en tus procesos
de autoconocimiento, iluminación espiritual y sanación
interior. En este sentido es vital que coloques el foco de
cada pregunta dentro, y no fuera de ti. En vez de pregun-
tar: ¿me voy a curar de esta enfermedad?, podrías pre-
guntar: ¿qué necesito pensar, sentir y hacer para curarme
de esta enfermedad? En vez de preguntar: ¿mi pareja y yo
vamos a vivir juntos toda la vida?, pregunta mejor: ¿qué
es lo que más necesito trabajar dentro de mí para que mi

43
La voz de la adolescencia

pareja y yo podamos vivir juntos toda la vida?


Aunque éste es un libro destinado a despertar en ti la
voz arquetípica de la adolescencia no quiere decir que to-
das tus preguntas deban estar relacionadas directamente
contigo como adolescente, adultescente, o persona adulta
en búsqueda de conexión con su propio adolescente inte-
rior. También puedes enfocar tus preguntas con el fin de
comprender mejor la realidad que te rodea, de conocerte
más, de sanar tu pasado, o de despertar tu propia sabi-
duría ancestral con relación a los asuntos cotidianos de
tu vida. Entre más específicas, claras y asertivas sean tus
preguntas obtendrás respuestas más contundentes por
parte del libro-oráculo.
Al interpretar cada cuento es importante tener en
cuenta que el libro se divide en tres capítulos. El segundo
capítulo está conformado por cuatro cuentos protagoni-
zados por adolescentes entre los doce y los diecinueve
años. El tercer capítulo reúne cuatro cuentos de adul-
tescentes cuyas edades oscilan entre los veinticinco y los
cuarenta años. Tanto el segundo como el tercer capítulo
te ofrecen una interpretación oracular por cada uno de
los ocho cuentos. Si en tu consulta te sale el cuento de
algún adultescente muy posiblemente la respuesta estará
relacionada con cierto tema de tu pasado que vale la pena
sanar, revisar, o comprender. Si la respuesta a tu pregunta
te la ofrece en cambio el cuento de un adolescente, el li-
bro-oráculo te invita más bien a enfocarte en el presente,
y a no prestarle tanta atención ni al pasado ni al futuro.
Por otra parte, la interpretación oracular te invita a
reconocer cómo el tema principal de cada uno de los ocho
cuentos está relacionado, de una u otra forma, contigo y
con tu respectiva pregunta. Verás que cada tema se refie-
re a una búsqueda determinada, teniendo en cuenta que

44
Cómo consultar este libro-oráculo

la edad de la adolescencia es ante todo un tiempo de bús-


queda. De igual manera, la interpretación oracular pone
en evidencia una herida emocional asociada al personaje
principal de cada cuento, así como una posible cura de
tal herida. La invitación es a que tú también identifiques
cuál es tu herida y cuál es tu cura, o cual es la herida y la
cura de tu hijo, alumno, nieto, o de tu propio adolescente
interior. Finalmente, la interpretación oracular destaca
una virtud propia de la edad de la adolescencia, inspirán-
dote de este modo a que valores y potencies las virtudes
del eterno adolescente que habita dentro de ti.
Cabe anotar que la interpretación propuesta en La
voz de la adolescencia es solo una guía para que puedas
hacer tu propia interpretación. Si te identificas con el
personaje principal del cuento elegido es muy posible
que encuentres afinidad con la interpretación oracular
ofrecida por el libro, ya que ésta se basa en el punto de
vista del personaje principal. Si te identificas más con un
personaje secundario, nuestra interpretación te servirá
de inspiración, o de parámetro, en el hallazgo de tu pro-
pia interpretación.
En síntesis, La voz de la adolescencia es un regalo del
Gran Misterio para que sigas cultivando tus dones espi-
rituales como maga o mago del amor, como chamán o
sacerdotisa, como hombre o mujer medicina.

45
CAPÍTULO 2

Cuentos de adolescentes
LA VENTANA

Cuando llegué del colegio me dejé caer en la cama


como si fuese una hoja suelta. Era viernes, apenas las
cuatro de la tarde. Lo de siempre. Abrir la cortina como
un gato al acecho, asomarme a la ventana que está junto
a la cama y esperar, no sé qué, pero esperar, y mientras
tanto recordar. Sentía un gran alivio por la llegada de las
vacaciones; era como cerrar la puerta a tantos deseos re-
primidos de estar del otro lado de la niebla, en donde los
otros reían, jugaban, hablaban y pasaban en frente de mí
como ráfagas de tiempo detenido mientras yo los mira-
ba desde la banca que está bajo la sombra del Urapán.
Allí me disfrazaba de ojo, a diario, y aborrecía al tiempo
por convertir esa media hora de recreo en un suplicio
en el que cada segundo era como un cuchillo afilado de
silencio y soledad. Prefería ese lugar a estar caminando
sola y sin sentido por aquel patio central en donde no
era posible estar sin ser vista. De cualquier forma ellos
siempre estaban lejos, y me ignoraban, como si yo fuese
un fantasma. Yo también terminaba por convertirlos a
ellos en fantasmas, aunque a veces no lo lograra del todo
pues casi siempre sus lenguas se aferraban a mis sentidos

49
La voz de la adolescencia

y no los soltaban, entonces no me quedaba más remedio


que hundirme en ese murmullo insoportable. No había
escapatoria. Cuando se acercaban a mí era para fastidiar-
me y seguir de largo. “¿Qué haces ahí?”, “¿por qué estás
tan solita?” Yo trataba de actuar serenamente, como si
nada. “Estoy esperando a que se desocupe el teléfono”,
mi respuesta más común. A veces para matar el tiempo
hacía la fila en frente del teléfono público que está al lado
del Urapán; cuando llegaba mi turno levantaba la boci-
na y marcaba cualquier número, esperaba unos segun-
dos y hablaba y reía, como ellos. “Hola”..., con Alina”...,
¿de verdad?..., “yo también”..., no aquí, en el recreo..., sí,
claro”. Mientras del otro lado solo me llegaba un tono in-
termitente. Era la única forma de mimetizarme, de pasar
inadvertida, mientras esperaba con ansias el sonido de la
campana salvadora que anunciara el retorno al aula de
clases.
Suspiré. Por suerte habían llegado las vacaciones.
Miré mi reloj, faltaban diez para las cinco. Daniel no tar-
daría en aparecer. Ahora sí debía enfocar mi mirada en
las imágenes del otro lado. Ya comenzaba a impacientar-
me cuando lo vi salir del portal de su edificio que está
ubicado a una cuadra y media hacia el oeste de mi ven-
tana. Lo vi acercarse mientras el vértigo brotaba de mi
estómago para luego apoderarse de mi cuerpo. Sus rizos
dorados, sueltos y despreocupados, parecían amigos del
viento. Sus pasos seguían el ritmo dictado por la músi-
ca de su walkman; Jamiroquai, seguro. Iba tarde, como
siempre; eran las cinco y el partido de fútbol empezaba
a las cinco y cuarto. No le importaba en absoluto, inclu-
so se detuvo a charlar un rato con Mariela y sus amigas,
quienes estaban sentadas en el muro que delimita el ante-
jardín de la casa de Mariela; una casa grande, esquinera,

50
La ventana

ubicada justo enfrente de mi edificio. De pronto, Daniel


miró su reloj y consciente de su retraso cruzó la calle ha-
cia el parque. Desde mi ventana alcanzo a ver la cancha
completa y aunque es difícil distinguir a los jugadores la
figura de Daniel nunca se me escapa. Él siempre juega
de arquero. Me gusta verlo saltar y esquivar goles. Ese
día le metieron tres goles durante el primer tiempo. Yo
sufrí con él. ¿Cómo se estaría sintiendo? Cuando llegó el
receso lo perdí de vista; seguramente había ido a la tien-
da de Rosita a comprar agua, un pretexto para evadir su
sentimiento de derrota. Algo atrajo mi atención hacia la
calle, casi nada, Mariela mirando hacia mi ventana. Ce-
rré la cortina inmediatamente, no quería ser descubierta
y menos por ella, ¿me habría visto? No pasaron más de
cinco minutos cuando volví a descorrer la cortina, des-
pacito, asomando apenas los ojos, la curiosidad me ma-
taba. Ahora Mariela estaba en frente del edificio de Kike,
me di cuenta de que tenía unos papeles en la mano. Alzó
la cabeza y permaneció un rato mirando el edificio; pa-
recía estar contando las ventanas, los posibles clientes.
Me sentí tranquila, tal vez no me había visto. Imaginé un
volante bajo la puerta de mi edificio, bajé inmediatamen-
te, no puedo con mi curiosidad. Había cuatro volantes.
Tomé uno, lo leí mientras subía las escaleras. Era el curso
de fotografía, como había sospechado. Don Pepe, el pa-
dre de Mariela, dictaba ese curso cada año, durante las
vacaciones. Ni pensar en eso. Necesitaba una cámara y
doscientos mil pesos, y solo tenía diez días para conse-
guirlos. Imposible. Igual no fui capaz de botar el volante.
Todo lo contrario. Apenas entré a mi cuarto me recosté
en la cama y lo leí una y otra vez hasta aprendérmelo de
memoria. Cuando sonó el silbato allá afuera me asomé
a la ventana, por inercia, impregnada de un sentimien-

51
La voz de la adolescencia

to espeso y sombrío, parecido a la tristeza pero también


al miedo. Me olvidé por completo de Daniel y del parti-
do. Mis ojos continuaban en la cancha pero mi mente se
había fugado a otra parte, a un lugar inexistente habita-
do solo por niebla y vacío; y mi corazón, mi corazón se
quejaba dentro de esa niebla. Yo no comprendía por qué
todo lo que deseaba estaba tan lejos de mí; Daniel, por
ejemplo, o el curso de fotografía, o simplemente el hecho
de estar allá afuera como cualquier persona de mi edad,
¿por qué para ellos eso era algo tan natural?, ¿por qué
yo debía conformarme con esa ventana? Recordé que el
año pasado había querido inscribirme en el curso pero
no se lo había dicho a nadie, ¡para qué!, mi mamá iba
a decir que no, para qué molestarla, así que acabé con-
formándome con la ventana, como siempre. El día que
todos salieron con sus cámaras al parque yo deseé estar
con ellos más que nada en el mundo; se veían tan felices
y tan vivos.
—¿Otra vez mirando por la ventana? ¡Alina! —dijo
mi madre que salió de la nada.
—¿No puedes hacer nada más? —agregó, mientras
me miraba desde el quicio de la puerta con cara de insa-
tisfacción—. Se te está convirtiendo en una manía por si
no te das cuenta.
—Ay mami..., no discutamos, ¿sí? —dije.
—Es por ti no por mí —replicó ella.
Me levanté de la cama y la abracé, no quería discu-
tir, era verdad, y menos en ese momento. Ella se alegró
y se sentó en mi cama, quería conversar. Me preguntó
por el colegio, no sé ni qué le dije, no podía concentrar-
me, la mano de mi madre casi rozaba el volante y yo lu-
chaba por dentro, se lo muestro, no se lo muestro, se lo
muestro, no se lo muestro, se lo muestro, “mira mami”.

52
La ventana

Inmediatamente se inauguró la discordia, “¿de dónde va-


mos a sacar una cámara?”, “¿y doscientos mil pesos?”, “tú
te crees hija de millonaria, ¿no?”, y luego lo de siempre,
“mira este cuarto”, “¿cuándo vas a volverte una persona
ordenada?”, “hoy no lavaste la loza”, “ves que solamente
piensas en ti, eres una egoísta”, “¡estoy cansada!”, bla, bla,
bla, yo también estaba cansada de ella, hasta la coronilla
me tenía con su cantaleta, su quejadera y su falta de plata.
Después de la discusión surgió en mí un impulso por
cambiar las reglas del juego, por luchar por primera vez
por algo en mi vida. Yo quería ese curso de fotografía,
quería una cámara y quería tomar fotos. Esa noche no
dormí, pensando, pero no apareció ninguna luz; solo
había sombras, rabia y llanto. Al amanecer el sueño me
derrumbó. Me desperté como a las tres de la tarde pero
no me levanté de la cama, ni siquiera salí de las cobijas,
para fastidiar a mi madre. Estuve mirando por la venta-
na el resto del día. En medio de la niebla y los flashazos
de vida del otro lado me llegaba el eco de un sueño que
había tenido en la mañana; eran solo imágenes borro-
sas que iban y venían, como el humo: el rostro bonachón
de don Pepe, su vieja bata de tela roja abrazada con un
solo botón a su prominente barriga, sus abultadas manos
agitando un tanque de revelado, colocando un papel en
fijador, colgando una fotografía en un cordel. De pronto,
aquellas imágenes que adquirían cada vez más nitidez se
tornaron en presentimiento, ¿y si hablaba con don Pepe?,
¿pero qué podría decirle? Fue peor, vino la incertidum-
bre y el miedo, más la cantaleta de mi madre, y otra vez el
insomnio. Al otro día sentí de nuevo ese aliento inconte-
nible de luchar por un cambio. Me dejé arrastrar por ese
impulso. Fui corriendo hasta la puerta de don Pepe, el
miedo ahora iba detrás de mí y no adelante, y me obligó

53
La voz de la adolescencia

a golpear la puerta y a hablar.


Don Pepe tenía puesta su vieja bata roja, como en el
sueño.
—¡Alina! ¡Qué milagro verte por aquí! Marielita no
está, ¿quieres esperarla?
—No..., yo... vine a verlo a usted.
—¿A mí? —dijo extrañado.
Me invitó a pasar, me senté en el sofá de cuero.
—¿Así que vienes a verme a mí? —dijo sonriendo.
No supe qué decir, sentí vergüenza, me puse roja,
creo.
—¿Me esperas un momento? Dejé en el cuarto oscu-
ro unas ampliaciones en fijador, ya vengo.
Sentí como si el tiempo hubiese retrocedido. Recor-
dé lo cariñoso que era don Pepe conmigo y lo bien que
yo me sentía en esa casa. Todo me resultaba familiar allí;
sobre todo el patio, en donde Mariela y yo nos olvidába-
mos del tiempo saltando lazo o jugando con globos re-
pletos de agua. Casi todas las tardes la pasábamos juntas
y los fines de semana también; éramos como hermanas,
pero cuando ella cumplió los catorce cambió por com-
pleto, empezó a ir a fiestas y a salir con pelados; eso no
tiene nada de malo, ella me lleva dos años, es obvio que
comenzara a interesarse por ese tipo de cosas antes que
yo, en algún momento iba a suceder, pero eso no justifica
que se haya vuelto tan creída y antipática, ahora apenas
me saluda, claro, ya no me necesita, y como yo no soy
una de sus amiguitas tontas que la siguen como esclavas
y hacen todo lo que ella diga; le encanta ser el centro de
atención, y para peor de males todos los chicos están bo-
bos por ella. Bueno…, casi todos.
—¡Alina! ¡Sube! —gritó al fondo don Pepe.
Yo había olvidado para qué estaba allí.

54
La ventana

Cuando entré al cuarto oscuro fue como si hubiese


caído presa de un encantamiento, igual que la primera
vez que entré allí, igual que todas las veces que había en-
trado allí.
Mis sentidos se agudizaron. La luz roja, don Pepe en
frente de la ampliadora, un papel nadando en la cubeta
de revelado..., eran imágenes tan nítidas, completamen-
te vírgenes de niebla, casi puedo decir que respiraban
despertando en mi memoria ya olvidadas sensaciones.
Don Pepe puso otro papel fotográfico en la cubeta; yo
me acerqué, pronto comenzó a emerger la imagen. Pri-
mero una manchita, luego un contorno más definido, fi-
nalmente la imagen completa: un ventanal en forma de
arco, entreabierto y atravesado por una intensa luz que
proyectaba aquella gran ventana cuadriculada en el inte-
rior de lo que parecía una amplia habitación deshabitada.
Pensé que me gustaría tomar fotografías de ventanas. Re-
cordé el curso de fotografía, los chicos en el parque con
sus cámaras. Vino aquel sentimiento brumoso, aquella
niebla que me alejaba de mundo. Don Pepe se dio cuenta
de mi ensimismamiento.
—No has cambiado nada, algo te pasa, yo te conoz-
co. ¿Por qué viniste?
Tuve que tragar saliva para contener el llanto, pero
no pude, pronto las lágrimas comenzaron a caer. Lo de-
más vino solo, como una cascada.
Mi madre no podía creer cuando le conté que don
Pepe me había ofrecido hacer el curso gratis, además de
prestarme una de sus cámaras para las prácticas. Yo tam-
poco podía creerlo. Por fin iba a tener algo cercano, algo
mío.
El primer día del curso estuvo lleno de sorpresas.
Bueno, Mariela y sus amigas no fueron una sorpresa, yo

55
La voz de la adolescencia

esperaba encontrarlas allí; Kike, el ex novio de Mariela


tampoco, él estaba en todas partes; pero todos los de-
más sí, empezando por doña Margarita y su inseparable
Lulú; tal vez la compañía de su pequeña pequinés ya no
alcanzaba a llenar sus días de mujer solterona y jubilada.
Daba gracia verla rodeada de adolescentes y bajo la tutela
de un viejo loco según tildaban las malas lenguas a don
Pepe. ¿Y Marlon?, esa sí que fue una sorpresa, llegó ves-
tido de negro y con gafas oscuras, como de costumbre;
me saludó sacándome la lengua, ¿cómo podía tener esa
bola de aluminio, piercing o como se llame?, me dio im-
presión, sentí dolor en mi lengua, él se dio cuenta porque
enseguida me hizo una mueca de horror para asustarme.
Marlon vive en mi edificio, en el cuarto piso, mi madre
no lo soporta, dice que es un drogadicto y un vago. Nun-
ca imaginé que le gustara la fotografía, debía ser idea de
sus padres, los demás también pensaron lo mismo según
comentarios de los días siguientes. Me alegró ver a Este-
ban y a su hermanito Pipe aunque al saludarlos reaccioné
parcamente, creo que apenas alcé la cabeza y esbocé una
sonrisa, no sé por qué, tal vez porque siempre los saludo
así en el paradero, son de mi colegio, de mi ruta. En el
bus Pipe a veces se sienta a mi lado y nos reímos, con él
me siento en confianza, cuando estamos solos, pero ese
día lo saludé como si no me importara.
Don Pepe nos llevó al parque. Nos sentamos bajo la
sombra de las Acacias a escuchar maravillas sobre la luz.
Como a la una todos se marcharon. Yo me quedé allí, sola,
recostada en el tronco de una gruesa Acacia. Contemplé
el parque, el cielo, la figura de don Pepe que se perdía al
doblar la cancha de fútbol, la gente a mi alrededor; todo
se me hizo nuevo, como si nunca antes lo hubiese visto.
Luego me sumí en el resplandor que atravesaba la copa

56
La ventana

de la Acacia, y en el reflejo del follaje sobre la tierra. De


pronto, un zapato llegó de la nada, plantándose justo en
el borde de la silueta sombreada de la copa del árbol; tras
él temblaba una sombra, la recorrí con mis ojos como si
fuese la última página de un libro querido, presintiendo
y temiendo el final. Era la coronación de las sorpresas del
día. Ardor dentro de mí y afuera también; desde luego
mi rostro debía expulsar fuego. Alcé la vista, no tenía op-
ción, ahí estaba Daniel, en frente de mí, luminoso como
un ángel. Innumerables veces había soñado con tenerlo
así de cerca, pero en ese momento solo quería escapar de
allí, hundirme en la tierra, cualquier cosa, pero desapa-
recer. “Hola, tú estás en el curso de fotografía, ¿no?” Ape-
nas moví mi cabeza de arriba abajo como una boba, en
vez de decir sí y sonreír, no, eso también habría sido ton-
to. Un golpe de viento. Sus rizos felices. “¿Qué tal estuvo
el día?” Un hombro mío que se alza, tonto hombro. “Yo
no pude venir porque estaba con mi papá comprando mi
cámara, una Nikon, la última, ¿quieres verla?” “Bueno”,
mi primera palabra. Y luego lo peor. Él tomándome una
fotografía. “Quédate quieta, pero mira a la cámara, mí-
rame Alina”. Se sabía mi nombre, ¿cómo?, no sé, pero se
sabía mi nombre. “Ahora tú tómame una foto”, “está en
automático”, “solo obtura y ya”, “puedes usar el zoom, si
quieres”. Me escondo detrás de la cámara, te puedo mirar
de frente, mirar tus ojos que me miran y tu sonrisa, tienes
un lunar sobre la ceja izquierda, me haces una mueca,
otra, eres tan libre. “Usa el zoom”. Me acerco a tu ojo, casi
puedo tocarte, y de pronto un grito a lo lejos: “¡Daniel!”
Obturo, sin proponérmelo. Inmortalizo tu asombro, tu
rostro que voltea y cambia ante la voz imponente de Ma-
riela que te llama. Tu cuerpo se tensa, te vuelves serio y
distante. Me pides la cámara y te marchas dominado por

57
La voz de la adolescencia

Mariela, quien nos mira desde las barras.


Esa noche no dormí bien, tantas emociones habían
dejado su rastro en mi cuerpo; estremecimiento, temblor,
por fin vida. Y también rabia, al recordar mis reacciones.
Durante las tres semanas que duró el curso el insomnio
no se separó de mí; era como vivir todo dos veces, o tres,
o más, innumerables veces, repetir hasta el cansancio
lo vivido. Y el estremecimiento ya no me acompañaba
solo en las noches, a cada instante mi cuerpo se tensa-
ba, se arrugaba y se expandía sin que mi mente pudiese
controlarlo. El día que tomamos fotos en el parque fue
el más inolvidable; ese día no hubo mente, solo cuerpo
y ojos. Cada uno debía tomar un rollo de treinta y seis
fotografías sobre un tema específico y luego revelarlo y
ampliarlo en el laboratorio de don Pepe. La única condi-
ción era que debíamos escoger temas que pudiésemos re-
tratar en el parque. Primero pensé en las ventanas, pero
no, ya tenía suficiente de ventanas, luego en las nubes,
siempre quise ser una nube, aunque fotografiar nubes no
debía ser nada fácil. Finalmente opté por los pájaros, más
que una nube siempre quise ser un pájaro, me sentía más
identificada con ellos que con las personas. Cuando algu-
na torcaza venía a la alfarjía de mi ventana a comer arroz
la sentía tan cerca de mí que casi podía convertirme en
su cabeza inquieta y en su vuelo repentino. Me gustaba
jugar a ser ese vuelo natural, liviano, verdadero, tan lejos
de aquellas voces fofas y aquellos ojos justicieros que me
acechaban en el colegio, tan distinto a aquellos actos mo-
nótonos que la ventana me ofrecía, a mi espera marchita
y abandonada. ¡Los pájaros!, nunca niebla, nunca golpe
de rechazo en el estómago.
Cada uno escribió su tema en un papelito amarillo
que nos dio don Pepe. Las amigas de Mariela cuchichea-

58
La ventana

ban entre ellas y lanzaban miradas furtivas a sus posi-


bles Romeos. Kike, Esteban y Pipe estaban sentados en
círculo, cerca de ellas. Kike y Esteban, inflados y orgu-
llosos como gallos, se hacían los indiferentes. Pipe los
imitaba, un polluelo jugando a ser gallo. Mariela se había
independizado de su séquito, ella ya tenía a su Romeo,
a mi Romeo. Marlon bostezaba y hacía mala cara, ha-
bía mantenido esa actitud durante las dos semanas que
llevaba el curso. Ya nadie lo determinaba. Doña Marga-
rita se acercó al grupo arrastrando a su Lulú del cuello,
le colocó la correa y la amarró a un árbol, “no te vuelvo
a dejar sola, coqueteando con todos los perros..., mira
como tienes el moño, sinvergüenza”. Después de termi-
nar la cantaleta se sentó indignada. Don Pepe le pidió
que escribiera su tema. “¿Listo?”, dijo don Pepe mientras
se frotaba las manos, “entonces vamos a jugar, entreguen
el papel a alguien, a la persona que ustedes quieran”. Las
amigas de Mariela sufrieron un ataque de risa nerviosa,
un tiempo interminable de jadeos y convulsiones inter-
calados por rastreos impacientes de los ojos cómplices de
su ama; pero su ama las ignoraba, ella solo tenía ojos y
sonrisa para Daniel. Comenzó el intercambio de papeles.
Mariela lo inauguró. Se dirigió hacia mí, sí, hacia mí, me
sonrió como cuando éramos amigas y me entregó su pa-
pelito: MIS COMPAÑEROS DE CURSO. “¿Mis compañeros
de curso?”, pensé, “qué aburrido, yo quería los pájaros”.
Todos me miraron. Al parecer era mi turno. Quería en-
tregarle LOS PÁJAROS a Daniel, solamente él era digno de
ellos, pero se iba a dar cuenta de que me gustaba. Mariela
regresó al lado de nuestro Romeo y le dijo un secreto.
Todos siguieron mirándome, no iba a hacer el ridículo.
Estiré la mano hacia Marlon, era el que estaba más cerca,
no tuve que levantarme ni nada. Él miró mis pájaros, se

59
La voz de la adolescencia

rascó la cabeza y los guardó en el bolsillo de su pantalón,


luego arrugó su papel y se lo lanzó a Mariela. Ella frunció
el ceño y exclamó con voz irónica: “LA FE”. Nadie pare-
cía conforme con su tema. Don Pepe era el único que se
estaba divirtiendo; soltaba una risita pueril cada vez que
alguno leía el tema que le había tocado en suerte. A Da-
niel, a Kike y a Esteban: MI AMOR PLATÓNICO, de parte
de las tres amigas de Mariela. No les quedó más opción
que poner en evidencia a su respectivo Romeo. Ya no se
reían, después que Mariela me entregó MIS COMPAÑEROS
DE CURSO se pusieron frías, como petrificadas. Seguro
Mariela se había comprometido a escribir el mismo tema
de ellas y al final rompió el pacto. A ellas les tocó CA-
POEIRA, MOTOCICLETAS y CARROS VIEJOS EN MOVIMIEN-
TO de parte de Daniel, Kike y Esteban. Y, por último, el
intercambio más sorprendente: Doña Margarita le entre-
gó a Pipe LOS NIÑOS y él le entregó a ella a LULÚ. Doña
Margarita no se puso muy contenta con la coincidencia,
apenas exhibió una sonrisa forzada. Mariela se reveló
contra su padre. “Es mejor que cada uno retrate el tema
que escogió, como hemos hecho los otros años, yo no
quiero tomar fotos sobre la fe, eso no tiene nada que ver
con este parque ni con nosotros ni con nada, además es
un tema muy abstracto”. “Sí tiene que ver con nosotros y
con este parque”, dijo Marlon, “la fe está en todas partes,
puedes fotografiar lo que tú quieras, a mí sí me gusta este
juego, estimula la imaginación”. Por primera vez algo le
gustaba a Marlon. “Ya, vamos a empezar”, dijo don Pepe.
“¡Pero Papá!”. “No Marielita, sin caprichos. Yo me voy…,
los espero mañana en el laboratorio, a ti también Marie-
la, sin falta”.

60
La ventana

Por fin detrás de la cámara. Ahora sí puedo mirar


de frente, ¡guau!, ¡qué buen zoom!, velocidad en sesenta,
una sola lucecita, una sola dije, muy bien, todo en orden.
¿Por quién empiezo?
Pobre Marielita. Esta vez no te hicieron caso. Me
acerco. Primer plano de tu cara. Tienes los dientes apre-
tados y miras a tu alrededor con recelo, como si estuvie-
ras buscando un culpable. Tienes tanta rabia. Me alejo,
estás sola, sentada en la hierba. Todos se fueron. Todos
aceptaron el juego. Tú los miras. Al fondo, muy lejos,
casi rozando el borde del parque, un niño vestido de rojo
atraviesa la imagen corriendo, empina un brazo hacia
atrás como si halara algo; intento enfocarlo, inútil, ya no
lo veo, no lo sigo, me quedo con Mariela. Otra mancha
roja, al fondo, es un cometa gigante arrastrándose por
la hierba, lo enfoco, la mitad de su cuerpo está fuera de
cuadro, quédense quietas lucecitas, solo veo la cola del
cometa, obturo. Quedaste borrosa Mariela.
Marlon. Estás de pie, de espaldas, con las manos en la
cintura. La cámara te cuelga de un hombro. Miras hacia
arriba. Observas a las torcazas desplazándose entre las
copas de los árboles. Me agacho. Un contrapicado. Obtu-
ro. Paseas. Miras a un grupo de torcazas picoteando en la
hierba. Algo llama tu atención. Una paloma blanca. Co-
ges la cámara. Vas a tomarle una foto. La paloma camina
solitaria buscando alimento. Quiero verte de frente. No
me importa que me veas, eres parte de mi tema. Plano
general. Tú le tomas una fotografía a la paloma que pasa
oronda frente al grupo de torcazas. Obturo. Me descu-
bres. Te timbras. Me sacas la lengua. Miras a tu alrededor.
Ves a Mariela que está como a tres metros apuntando con
su cámara hacia el cielo. Sueltas una carcajada y me lan-
zas una mirada cómplice. Te acercas a ella. Yo también.

61
La voz de la adolescencia

Es mi tema. Miras al cielo. Haces un cuadrado con tus


manos, para mí. ¿Quieres que les tome una foto? No, po-
bre Mariela. La chuzas con tu dedo en su hombro. Ella se
sobresalta y te mira malhumorada. “¡Qué!”, te pregunta
en tono agresivo. Miras al cielo nuevamente. Te ríes en su
cara y te marchas con paso ligero.
Mariela. Me llamas con la cabeza. Me invitas a sen-
tarme a tu lado. “¿Te gustó mi tema?”, me preguntas. “Sí,
ya te tomé una foto”. “¿A mí?, ¿cuándo?”. “Luego la verás”.
“¿Cómo te va con la cámara?”. “Bien, tiene buen zoom”.
“Es igual a la mía, ¿te habías dado cuenta?” Te digo que
no, aunque sí, si me había dado cuenta. Un silencio incó-
modo se abre entre las dos. Tú lo atraviesas: “Tengo tanta
rabia con mi papá”. “Te tocó un tema difícil, ¿no?”, te digo
por decir algo. “¿Difícil? Solo a ese estúpido se le ocurre
un tema así. ¡LA FE!, quién sabe en qué estaba pensando”.
“¿Le tomaste fotos a las nubes?”, te pregunto. “Y aparte se
burla de mí, imbécil”, dices con resentimiento, luego te
quedas pensando y agregas, ya más humilde: “es que no
sé, no se me ocurre nada, ¿a ti qué se te ocurriría?” Trato
de pensar en algo. De repente tu rostro se ilumina, miras
a alguien por encima de mi hombro. Volteo la cabeza. Es
Daniel, muy cerca de nosotras. Sus rizos detrás de la cá-
mara. Mi cabeza rebota a su posición original. No puedo
mirarlo así, no tengo la cámara para esconderme. Marie-
la se ha transformado por completo. Ha vuelto a ser la
de siempre, creída y antipática. Tanta cordialidad conmi-
go ya era sospechosa después de que me había ignorado
durante todo el curso. Posa como si fuera una reina de
belleza para su Romeo, claro, ella es su amor platónico.
Obvio. ¿Qué hago ahí?, sobro. Me despido. Ella ni se da
cuenta. Me voy. ¿Dónde estará doña Margarita?
Lulú tiene puesto un saco de lana verde y un moño

62
La ventana

rosado ¿A qué horas la cambiaron de atuendo? El niño


del cometa está de pie junto a Lulú. Es más grande de lo
que pensaba. Debe tener diez años. Tiene el cabello ru-
bio, sus rizos se parecen a los de Daniel. Doña Margarita
se prepara para tomarles una foto. “Listo, Lulú, dale la
patica”. Lulú no hace caso. “Lulú, que le des la patica al
niño”. Nada. Doña Margarita deja su cámara en el suelo
y se acerca a la perra. “¿Por qué te haces la boba?, tú no
eres boba, sigue así y verás que te vas a volver boba de
verdad..., a ver la patica, mira al niño, es lindo, dale la
patica..., perra tonta, no me hagas quedar mal, mira que
Alina nos está mirando”. Doña Margarita lo intenta va-
rias veces, sin éxito. El niño no dice una palabra. Parece
tímido. Doña Margarita se enfurece, coge bruscamente la
pata de Lulú y se la coloca en la mano al niño. “Ahora sí,
no me vas a joder, perra tonta”. Toma varias fotos desde
distintos ángulos. El niño se aleja arrastrando su cometa.
Yo lo sigo con mi cámara. Él corre. Su cometa no se eleva.
Hace mucho calor. Me recuesto un rato bajo la
sombra de un árbol. Recojo las hojas secas, las parto en
trocitos. No puede ser. ¡Daniel! Me está mirando, con
su cámara me está mirando. Bajo los ojos. Intento con-
centrarme en el rasgueo de hojas. ¿Y si Mariela nos ve?
¿Cómo puedes? ¿No que ella era tu amor platónico? Ras-
go y rasgo y nada que te vas. Ya, por favor. Alzo los ojos.
Estás sentado en el mismo lugar, pero ahora te has puesto
tu walkman. Te tiendes en la hierba. Ya no me miras.
Ojalá Mariela no nos haya visto. ¿Esa no es Mariela?
A ver camarita. Qué maravilla el zoom. Kike está hinca-
do ante ti, ante tú cámara, con las palmas de las manos
unidas como si estuviera rezando. Increíble. ¿Y ese del
fondo que está tomándote una foto no es Esteban?, sí,
claro. Obturo. Por supuesto.

63
La voz de la adolescencia

Ahora se pelean por ti. Tú eres el centro, nuevamen-


te. Kike te columpia. Esteban te sienta en una banca y
te pone a leer un libro. Kike te da vueltas en la rueda de
madera. Esteban te esconde detrás de un árbol, te pide
que apoyes tus manos sobre el delgado tronco y que lo
mires. Tú les concedes galanteos a ambos. A ellos ya no
les importa ponerse en evidencia. La suerte los obligó a
competir y ninguno está dispuesto a perder.
Tirito de frío, como si me hubiesen echado un balde
de agua helada encima. “¿Daniel?, ¿por qué te estás com-
portando así?” Le tomas fotografías a una de las amigas
de Mariela que sin percatarse de tu osadía está de pie en
la esquina del parque intentando capturar con su cáma-
ra alguna repentina motocicleta. Sentimiento brumoso.
Otra vez niebla. Me desintegro. Pero no soy la única. Ma-
riela sentada en la cúspide del rodadero mientras Kike
intenta retratarla en un contrapicado también te mira.
Me acerco con el zoom, para estar segura. Sí, también ella
te mira, nunca le había visto esa expresión. Parece que
también se desintegra, y que la niebla se la está tragando.
Obturo, involuntariamente.
Mariela. Otra vez estás sola. ¿A dónde se fueron tus
enamorados? Me llamas y comienzas un monólogo in-
terminable: “¿Cuántas fotos llevas?, yo llevo solo ocho y
ninguna me gusta; no quiero ni pensar en la exposición
de fin de curso, ¡qué pena!, voy a salir con un chorro de
babas..., si se me ocurriera una buena idea..., todavía es-
toy a tiempo, hasta ahora son las tres de la tarde, ¿me
ayudas a pensar en algo?”, me dices finalmente sin ocul-
tar tu angustia. Pensamos en varias opciones, nada que
valga la pena. Diviso dos manchas rojas que atraviesan la
cancha de fútbol. “¡El niño del cometa! Mariela, ¡el niño
del cometa!”. “¿Eso qué tiene que ver con la fe?”, me res-

64
La ventana

pondes fastidiada. “Él tiene fe en que su cometa vuele”.


“Nunca va a volar, lleva todo el día arrastrándola y casi
no hay viento”. “Por eso”. “¿Por eso qué?”. “Por eso te digo
que tiene fe”. “Sería una buena idea si al final logra que su
cometa vuele y yo le puedo tomar una foto, ¿tú crees que
puede hacerla volar?”. “Yo creo que sí”. “¿Y si no vuela?”.
Comienzas a aburrirme, nunca te había visto tan inse-
gura y alterada. Me marcho. Todavía me falta tomar diez
fotos.
Pipe. Estás sentado en una banca de madera a la vera
de un sendero de asfalto. En la otra orilla hay otra banca
ocupada por un niño flaco y andrajoso, de doce o trece
años, quien abstraído del mundo observa una cajetilla de
Piel Roja girando entre sus manos. Tú lo miras. Él saca
un cigarrillo. Lo huele y se queda contemplándolo un lar-
go rato, luego desocupa completamente la cajetilla sobre
sus piernas, mira a su alrededor y se muda al prado justo
detrás de la banca. Tú sigues mirándolo o adivinándolo
tras su escondite. El niño recuesta los cigarrillos sobre la
hierba y fabrica figuras geométricas con ellos. Al rato, les
da pies y voz a dos cigarrillos, estos juegan, saltan y con-
versan pero pronto comienzan a forcejear hasta que uno
termina por acribillar al otro. Guerra de cigarrillos. Lle-
gan tres chicos de quince o dieciséis años, también flacos
y andrajosos. Insultan al niño. Uno de ellos rebusca en-
tre los cadáveres. Los tres chicos se sientan en la banca,
prenden los cigarrillos sobrevivientes y entre bocanada y
bocanada se burlan del pequeño que continúa resguar-
dado en su escondite. Después de un rato lo invitan a
sentarse con ellos, el niño acepta y reclama un cigarrillo.
Sacas tú cámara. Te inmortalizo mientras tú inmortalizas
al niño que fuma.
Finalmente me hiciste caso Mariela. Te has conver-

65
La voz de la adolescencia

tido en la sombra del niño del cometa. Aunque eres una


sombra pasajera, porque a cada rato te distraes y lo pier-
des de vista. Daniel te desconcentra. Daniel tomándole
fotos a todas tus amigas, y a mí, y a ti, de vez en cuan-
do, pero tú te haces la indiferente. Además el cometa no
quiere volar. Pobre Mariela.
El cielo se ha vestido de violeta y rosa. Los pájaros
vuelan en bandadas atravesando la suave brisa de fin de
tarde. Es la hora mágica, como diría don Pepe. La luz
asume una tonalidad añeja que impregna el parque de
una atmósfera acogedora. Ya casi todos se fueron, solo
quedamos una de las amigas de Mariela que retrata al
grupo de capoeiristas, Daniel, que está tendido en la
hierba en una esquina de la cancha de fútbol cerca de
los practicantes, y yo. He tomado treinta y cinco fotos y
en ninguna de ellas aparece Daniel. Llevo postergando
toda la tarde la obligación de retratarlo, no puedo seguir
eludiéndolo, queda poca luz y en cualquier momento él
se puede ir. No sé por qué se ha quedado tanto tiempo.
Desde que llegó el grupo de capoeiristas se tendió allí
donde está a mirarlos. Él también practica capoeira con
ese mismo grupo, tal vez sea por eso.
No quiero que me veas. Voy a intentar un plano ge-
neral. Estás en la esquina del cuadro. Compartes la ima-
gen con dos parejitas de enamorados. El niño de rojo
pasa arrastrando su cometa. No se cansa, qué energía...,
lástima pero creo que Mariela tenía razón. El cometa
nunca va a volar. Pobre Mariela, debe estar odiándome
por haberme hecho caso. Debe estar desfogando su ira
contra don Pepe.
Estoy demasiado lejos. Mejor quiero un primer pla-
no ya que va a ser la única foto dedicada a ti. Me acerco
un poco, ojalá no mires hacia acá. Me acerco aún más

66
La ventana

con el zoom. Estás tendido de medio lado, tu brazo de-


recho doblado hacia atrás sirve de almohada a tu cabe-
za, te comes la uña del pulgar de tu mano izquierda. No
tienes puesto el walkman, ¡qué raro! Pareces pensativo o
triste. Observas con atención algo que se mueve, porque
tu mirada cambia de dirección constantemente como si
siguiera a alguien. ¿A quién miras con tanto interés? Sí,
ya sé que te apasiona la capoeira, pero esa mirada tuya...,
no logro interpretarla. La rueda de practicantes se disuel-
ve. La amiga de Mariela se va. Los capoeiristas se colocan
los abrigos y morrales y también se marchan. Solamente
queda la profesora de capoeira. Es brasileña según dice
mi mamá. Bonita, y muy alta. ¿Cuántos años tendrá?
¿veinticinco?, ¿veintiocho? ¡Qué flexible! Ahora se para
de manos, dobla las piernas, cae en arco hacia atrás y
se desplaza en esa posición, parece una araña. Vuelvo a
ti. La misma mirada penetrante, dirigida hacia ella. Ya
entiendo todo. Obturo. Oigo el susurro del viento que
se hace cada vez más fuerte. La profesora se marcha. Tú
también. Solo quedo yo. Me cuelgo la correa de la cámara
en el cuello y emprendo el regreso a casa; siento como si
hubiese estado meses fuera. De repente, el punto final de
aquel largo día: el niño de rojo pasa corriendo frente a
mí, veo de cerca su rostro, va plácido como la tarde que
comienza a apagarse. Su cometa navega por los aires.
Ahora estoy de nuevo de este lado de la ventana. Es
viernes, faltan diez para las cinco. Aparece Daniel, se de-
tiene un rato a hablar con Mariela y sus amigas y luego se
marcha a jugar fútbol. El lunes retorno al colegio. Espero
que este año todo sea diferente.

67
La voz de la adolescencia

1. LA VENTANA (INTERPRETACIÓN ORACULAR)

Este cuento te está invitando a curar las heridas emo-


cionales que te han sumergido en el aislamiento. Y así
como los miedos solo se vencen enfrentándolos, las he-
ridas solo se curan a través de la aceptación. Acepta que
te duele no poder pertenecer aún a ese otro, a eso otro,
o a esos otros que tanto deseas. Acéptalo ante alguien en
quien confíes. De esta manera estarás demostrándole a la
vida tu compromiso real de curarte.
Alina aceptó su dolor, su rabia, su impotencia, y lo
hizo frente a don Pepe, la única persona que podía ayu-
darla en ese momento a cumplir su amado sueño de ha-
cer parte del curso de fotografía. Y aunque las palabras
casi no le salían, aunque el llanto no la dejaba hablar,
aunque el orgullo la quería someter de nuevo a la cár-
cel del ensimismamiento, Alina se venció a sí misma, fue
más allá de sus límites y se obligó a salir al otro lado de
la ventana, para dejar de ser una espectadora de la vida y
convertirse al fin en protagonista de su propia realidad.
Es tiempo de encontrar a tu propia manada. Tiempo
de salir de la cueva donde te has escondido durante tan-
to tiempo. Tiempo de aullar fuerte para que quienes son
como tú puedan oírte y reconocerte.
Todos los adolescentes necesitan pertenecer a un
clan con el cual se sientan identificados en su forma de
ser, de pensar y de expresarse. Ya sabemos que la adoles-
cencia no es la mejor edad para entendernos con nuestra
familia biológica, por lo tanto es natural que quieras ale-
jarte un poco de casa, que sientas la necesidad de des-
prenderte un rato de papá y mamá, o que hayas decidido
perderte en las calles sin miedo a lo desconocido. Es el
llamado de tu clan espiritual. Ese clan que puede apare-

68
La ventana

cer a la vuelta de la esquina, en la fiesta de algún amigo,


o en lo columpios del parque bajo la luna llena. Ese clan
que está dispuesto a jugar contigo a tu juego preferido,
aquel juego que tu familia considera peligroso, tonto o
imposible.
Sigue tu instinto y acude al llamado. Ten pon seguro
que no vas a encontrar a tu manada debajo de las cobijas
calientes ni junto a la mesa servida. Tienes que abrazar
algo de frío, algo de hambre, algo de barro y mucho de
lluvia para poder dar con esos otros que también te es-
peran y te buscan. Aunque no tienes por qué sufrir en el
intento. Es tu propia aventura, la aventura de tu propio
heroísmo. No la padezcas, más bien disfrútala.

Tema: La búsqueda de la pertenencia.


Virtud: Capacidad de vencer los propios límites.
Herida emocional: Aislamiento / Cura: Comunica-
ción.

69
PAREDES EN BLANCO, MARIPOSAS

Una hoja blanca y un lápiz esperan por mí; yo los


miro desde la bruma de mi desaliento. Ojalá pudiese
sumergirme en una imagen que me llevara lejos de este
tiempo muerto, de esta nada que me asalta nuevamente,
pero dibujar es desear y lo único que yo deseo ahora es
no desear. Ojalá existiera una vacuna contra todos los
deseos. ¿Qué sentido tiene inventar una imagen y cabal-
gar el tiempo a través de ella? ¿Terminar con el corazón
exprimido y las manos vacías? Ya no tengo nada para di-
bujar, ni tengo a dónde ir, ni tengo nada qué hacer. Me
rindo, me doblego ante este tiempo muerto. No me que-
da otra opción.
De pronto, un grupo de voces y gritos infantiles
atraviesan mi languidez, la vida de la calle se cuela por
mi ventana, me estremezco; los recuerdos no tardan en
aparecer. Me veo descargando mi patineta azul en esta
habitación vacía, tengo doce años y estoy de mal humor.
Al fondo escucho la voz de mi padre y la risa de Alicia,
su nueva esposa. Siento un frío que me recorre, un frío
de soledad. Voy a comenzar una nueva vida, en una nue-
va ciudad..., sin mi madre. Tendré que acostumbrarme a

71
La voz de la adolescencia

vivir con una vieja loca, y con mi padre, que es como si


no existiera. Él siempre está ocupado o viajando. Mejor
dicho estoy solo y todo a mi alrededor me resulta extra-
ño; hasta que me asomo a la ventana, entonces la calle
se me presenta como un mundo brillante y colorido que
me llena de esperanza. Varios pelados montan en pati-
neta en la acera de enfrente, hacen piruetas que yo des-
conozco. Yo quiero estar con ellos, me siento más cerca
de ellos y de esa calle que de mi papá, de su esposa y
de estas gélidas paredes que me rodean. Más tarde, en la
noche, mientras estoy desempacando mis cosas, siento
nostalgia de mi madre, de mi colegio, de mi barrio y de
mis amigos. No quiero despedirme de ellos, no quiero
una nueva vida. Me hundo en el pozo de la tristeza, len-
tamente. De pronto, en medio de la caída, una imagen
brilla como una estrella fugaz: el recuerdo de la calle de
enfrente adornado con mi presencia. Deseo intensamen-
te eternizar esa imagen. Busco un lápiz y dibujo mi deseo
en la última hoja de mi viejo cuaderno de matemáticas.
Respiro aliviado. He firmado un pacto secreto entre esa
calle y yo. Siento que a partir de ese momento esa calle va
a pertenecerme de alguna forma. De hecho, muy pronto
logro materializar aquel dibujo; no sé bien cómo, pero
en menos de una semana ya estoy en la calle haciendo
piruetas con mis nuevos vecinos.
En esa época yo no tenía tantas ambiciones como
ahora, mis deseos eran más simples y primordiales. Hele-
na, por ejemplo. ¡Cómo deseé amar y ser amado a través
de Helena! Yo estaba enfermo de deseo por ella. Su cuer-
po me atormentaba, sus senos se me ofrecían voluptuosos
en medio de mis pensamientos, sus piernas ruborizaban
mi imaginación, sus ojos inmensos y su tierna sonrisa
me perseguían a todas partes; pero Helena me ignoraba

72
Paredes en blanco, mariposas

por completo, claro, yo no era más que el mejor amiguito


de su hermanito, ¿qué chance podía tener un simple e
inexperto retoño ante aquella misteriosa flor en el cenit
de su juventud? Fue un alivio dibujarla, así logré calmar
un poco mis ansias. Aquel dibujo permaneció durante
mucho tiempo en el cajón de mi mesa de noche. Llegó a
convertirse, por encima de mi razón, en una especie de
imagen sagrada para mí, en un objeto de adoración al
que yo le confesaba mis más secretas esperanzas. Pasaron
los meses, los años, y el dibujo de Helena continuaba re-
clamando mi atención, aunque yo cedía cada vez menos
a sus reclamos; hasta que finalmente terminé por olvi-
darlo. Fue entonces cuando se me presentó, como por
encanto, la Helena de carne y hueso. Un día cualquie-
ra contesté el teléfono y me encontré con su dulce voz
preguntando por mí. Me invitó a visitarla, diciéndome
que estaba sola y que sus padres y Michael, su hermano,
regresarían hasta el otro día. Aturdido y sin comprender
nada salí corriendo para su casa, loco de felicidad. Iba a
hacer el amor por primera vez en mi vida, y con la mujer
más hermosa del mundo. Finalmente, la inconmensura-
ble Helena iba a ser mía; y lo fue, pero tan solo por una
noche. Después de eso se negó a recibir mis llamadas y
me mandó a decir, a través de Michael, que no fuera tan
cansón, que ella no quería salir conmigo. Al poco tiempo
me enteré que era amante de un hombre casado. En fin,
la misteriosa flor resultó ser... una florecita cualquiera,
una florecita del montón. Recuerdo cómo descargué mi
furia desenterrando su dibujo y descuartizándolo hasta
hacerlo desaparecer; al fin y al cabo éste había sido el cul-
pable de todo. Tuve lástima de mí mismo al ver reflejada
en el espejo mi patética figura llorando la muerte de algo
que solamente había tenido vida en mi cabeza. Y me pro-

73
La voz de la adolescencia

metí que nunca más volvería a depositar mi fe en nada


ni en nadie.
Yo no quería ser un perdedor, ni un fracasado, yo
quería triunfar en la vida, así que comencé a pensar se-
riamente en mi futuro. Decidí seguir los pasos de mi
papá: estudiar medicina y especializarme en psiquiatría.
Mi idea era terminar la Universidad y luego hacer un
posgrado en Francia. ¡Recuerdo tanto cuando le conté
mis planes a mi padre! Estoy viendo sus ojos brillantes y
sus labios apretados transformándose en alada sonrisa de
satisfacción. Pocas veces lo he visto sonreír así, de hecho
pocas veces lo he visto sonreír; su rostro está habituado
al rigor del intelecto y a las reverencias de la circunspec-
ción. Es un científico, reconocido internacionalmente;
un hombre prestigioso, lleno de responsabilidades y exi-
gencias; un esclavo de su profesión, que nunca pierde el
tiempo en nimiedades. Para él yo debo ser una nimiedad
más.
¡Me divertía tanto cuando Alicia se burlaba de mi
padre! Una vez estábamos cenando los tres en silencio,
siempre cenábamos en silencio, cuando de pronto la vi
remedándolo descaradamente. Con el ceño fruncido, los
labios apretados y el pecho erguido como un pájaro, alza-
ba un tenedor invisible en dirección a su boca, una y otra
vez, como si obedeciese a un impulso mecánico. Los ojos
de mi papá ardían de furia. Después de un largo duelo de
miradas entre ellos, Alicia recobró su compostura y ex-
clamó tranquilamente: ¿Por qué vives tan tenso? Mi pa-
dre se levantó indignado de la mesa, sin pronunciar pa-
labra. Su figura solemne se perdió al doblar las escaleras.
Alicia me miró con sus ojos pícaros, yo estaba a punto
de estallar de la risa. Al verla representar nuevamente la
caricatura de mi padre ante mí no aguanté más, reí tanto

74
Paredes en blanco, mariposas

que me terminó doliendo el estómago. Parecíamos dos


chiquillos celebrando una atrevida pilatuna. Me gusta-
ban esos fogonazos de complicidad con aquella tierna y
perversa mujer. Aunque también me asustaban.
Creo que Alicia es la única persona que mi padre
ha amado realmente. Nunca podré entender eso. Él,
un hombre tan racional, tan sensato, se convierte en el
salvador de una mujer que lleva dos años internada en
un hospital psiquiátrico. ¡Se enamora de su paciente!, ¡y
se casa con ella!, arriesgando su carrera, su legitimidad
profesional, su prestigio, todo. Por fortuna sus colegas
le perdonaron aquel escándalo, tal vez porque mi madre
acababa de morir y era comprensible que estuviese débil
emocionalmente, que se sintiera solo. Lo inexplicable es
que haya vivido tanto tiempo junto a ella. No sé si eso es
amor, sacrificio, culpa o remordimiento, nunca lo voy a
entender.
Mi padre era obsesivo con el trabajo. Generalmente
salía a las seis de la mañana de la casa y regresaba hasta
las nueve o diez de la noche, para luego encerrarse en
su estudio hasta quien sabe qué horas de la madrugada;
sin embargo todo su tiempo libre, aunque fuera poco,
se lo regalaba a Alicia. De vez en cuando iban a cine
o salían a comer fuera de casa; casi todos los domingos
iban al club, a jugar tenis o a nadar, y casi nunca discu-
tían, por lo menos delante de mí. Todo parecía indicar
que se amaban, dentro de sus posibilidades. Hasta que
Alicia dejó de tomar los medicamentos que mi padre le
recetaba desde hacía diez años, entonces empezaron los
problemas entre ellos. Nunca vi a mi papá tan descom-
puesto como en aquella época, ni siquiera cuando murió
mi madre. Durante semanas estuvo día y noche detrás
de Alicia, tratando de persuadirla para que retornara al

75
La voz de la adolescencia

tratamiento psiquiátrico; pero la decisión de ella pare-


cía inquebrantable; ni los llantos, ni las súplicas, ni los
discursos interminables de su venerable protector logra-
ron convencerla. En una ocasión los vi forcejeando en la
cocina. En su desespero mi padre pretendía obligarla a
tomarse un medicamento. ¡Loca de mierda!, gritó él de
improviso. Alicia le estaba triturando la mano con sus
dientes. Con toda la razón, mi padre la tenía inmovili-
zada contra la pared y pretendía abrirle la boca a la fuer-
za. Dominado por la furia, él tomó a Alicia por el pelo
y la sacudió con violencia. ¡Ya no más, papá!, exclamé
indignado. No pude contenerme. ¡Cómo era posible que
el hombre honorable, el modelo a seguir, se estuviese
comportando de esa forma! Mi padre soltó a Alicia de
inmediato, ella salió corriendo. Él se quedó allí, parali-
zado por la vergüenza, hundiendo los ojos en el moretón
de su mano y rogándome en silencio que no lo latigara
más con mi presencia. La imagen del hombre respetable
se desmoronaba ante mí, dejando al descubierto a un ser
humano miserable y enajenado. A partir de entonces mi
papá comenzó a dormir en el estudio, dejó de hablarle
a Alicia y retornó a sus compromisos laborales, creyen-
do tal vez que así ella recapacitaría. “Tú no eres Dios”, le
decía ella cada vez que se topaba con él en las escaleras
o en el pasillo. “¡Tú no eres Dios!”, le gritaba todas las
mañanas por la ventana cuando él salía de la casa. “¡Tú
no eres Dios!, golpes en la puerta del estudio, mi padre
encerrado allí dentro. ¡Tú no eres Dios!, ¡Tú no eres Dios!
¡Tú no eres Dios!, un ataque de nervios de ella, mi papá
consolándola y pidiéndole perdón. No sé cuál de los dos
estaba más loco. Un día Alicia consiguió pintura quién
sabe de dónde y llenó las paredes de la sala de diminutas
mariposas. No pintaba mal, aquellas coloridas figuritas

76
Paredes en blanco, mariposas

expresaban un mundo propio, pleno de vigor. Al otro


día mi padre se puso en la tarea de pintar las paredes de
blanco. Unos días más tarde ella engendró más maripo-
sas. Al día siguiente él las borró nuevamente. Al otro día
ella pintó nuevas mariposas. Me estaban volviendo loco,
así que decidí marcharme un tiempo a la casa de María,
una compañera de la Universidad que estaba enamora-
da de mí y que vivía sola en un pequeño apartamento al
cual yo podía llegar a la hora que se me antojara. Cuando
regresé a mi casa, dos semanas más tarde, las mariposas
estaban por todas partes: en la cocina, en los baños, en
los pasillos, ya se habían apoderado incluso de algunas
puertas. Y Alicia seguía pintando. Me quedé contem-
plándola un buen rato. El pincel empuñado por su mano
se deslizaba al unísono de una apacible murmuración
melódica que brotaba de su garganta, dando nacimien-
to a una mariposa gigante que extendía sus alas sobre la
puerta de la cocina. Qué bella se veía Alicia, absorta en
su quehacer, y más bella aún cuando reparó en mí; sentí
que me abrazaba con sus ojos inmensos. Recordé a He-
lena, la misma desprevención en el mirar, como si a cada
instante estuvieran contemplando el mundo por primera
vez. Gatos al acecho, gatos que te miran un día fijamente
y al día siguiente se marchan tras un nuevo hallazgo. No
me mires más, por favor, regresa a tus mariposas. ¿Por
qué me haces acordarme de Helena?, ¿por qué me obli-
gas a mirarte? ¿Qué es esto que estoy sintiendo?, tú eres
la esposa de mi papá, déjame en paz.
Por alguna extraña razón las mariposas no habían
entrado a mi habitación. Lo cual me dio cierta tranquili-
dad. Al menos mi espacio continuaba siendo mi espacio.
Dieron las doce de la noche y mi padre no llegaba. Tenía
tantos deseos de hablar con él. La distancia me había he-

77
La voz de la adolescencia

cho comprenderlo un poco. Pobre, debía estar sufriendo


tanto. Lo esperé hasta las dos de la madrugada. Pero él no
llegó. Desilusionado y preso de un miedo incomprensi-
ble, de una extrañeza súbita, decidí irme a la cama. Casi
me quedo sin aliento cuando encontré una carta bajo la
almohada. Desde luego, pensé lo peor. Con el terror a
cuestas rompí el sobre y empecé a leerla:

“Hijo,
Tu ausencia estos días me ha hecho reflexionar en
muchos sentidos. Estoy atravesando por un momento
muy difícil, y aunque eso no es excusa para actuar de for-
ma tan inconsciente como lo he hecho, quisiera expre-
sarte lo que siento para que logres comprender un poco
mi decisión”.
Un escalofrío recorrió mi cuerpo.
“El comportamiento de Alicia me ha herido en lo
más profundo, porque durante diez años de mi vida he
puesto mi fe en ella, brindándole lo mejor de mí, creyen-
do en que mi amor y mi conocimiento podrían salvarla
de su enfermedad. Y ahora ella me responde con ingra-
titud. Al parecer mis esfuerzos y mi entrega han sido en
vano, lo único que he hecho es perder mi tiempo. Y no
la culpo, me culpo a mí por haber creído a ciegas en el
amor, el amor es un engaño.”
Taquicardia, temblor en mis manos, un nudo asfi-
xiando mi garganta.
“En medio de estos días de zozobra e incertidumbre,
me llamaron de la Universidad de Chicago para invitar-
me a trabajar allá como profesor. Después de una agu-
da reflexión he decidido aceptar esta propuesta. En otro
momento de mi vida ni siquiera la habría considerado, tú
sabes que a mí no me interesa la docencia, pero ahora lo

78
Paredes en blanco, mariposas

más importante es recuperar mi salud mental, y creo que


estar un tiempo lejos puede ayudarme en ese sentido, y
no solo a mí, sino a todos. La situación que hemos vivido
las últimas semanas en esta casa es inaguantable. Los tres
hemos salido damnificados. Por eso he decidido irme...”
El alma me volvió al cuerpo. Mi papá estaba vivo, no
se había suicidado. Y yo me había quedado... ¿a cargo de
Alicia?

¿Cómo fue que terminé inmerso en este cajón de los


recuerdos, desempolvando viejos dolores? Mejor guardo
esta carta y más bien regreso a mi escritorio. Tal vez pue-
do dibujar algo. No quiero dibujar. Sí quiero dibujar. No
quiero dibujar. Ya comenzó a llover, otra vez. Qué hastío.
Ojalá llegue rápido la hora de ir a la cama. Dormir y olvi-
darme de todo, eso es lo único que quiero. Cómo me gus-
taría tener los ojos de Alicia. Ellos pueden navegar en un
punto y convertir ese punto en mariposa. Ellos nunca se
aburren y les encanta ver las gotas de lluvia repiquetean-
do en la ventana. Recuerdo un domingo, largo y tedioso;
yo parecía un animal enjaulado dentro de esta casa, no
encontraba nada qué hacer y no podía salir porque afue-
ra llovía a cántaros. Desganado, me fumé un bareto y me
tendí en el sofá de la sala a escuchar música, Radiohead
creo, fue la única forma en que logré tranquilizarme un
poco, aunque no por mucho tiempo, pronto llegó Alicia
a invadir el recién demarcado territorio de mi intimidad.
No sé en qué momento entró a la sala; cuando la descu-
brí ya estaba pegada al cristal de la ventana. “Mira las go-
tas de lluvia”, me dijo de pronto, “mira cómo se estrellan
contra el cristal, y cómo se escurren y luego se desvane-
cen; aunque aquí hay una gorda que se aferra a la vida,
parece que me pide auxilio, ven, mírala.” Sentí pavor de

79
La voz de la adolescencia

Alicia, de sus ojos hechiceros, de su locura; si me des-


cuidaba iba a terminar junto a ella contemplando aque-
lla gota. Al pensar esto me incorporé de un salto y salí
corriendo a la calle, acosado por un deseo frenético de
sentir la lluvia sobre mi cara y de llegar cuanto antes a la
casa de María, de escuchar su voz, “¡ay cómo te mojaste!,
¿todo por venir a verme?, quién es mi muñequito de pa-
pel.” Un abrazo de María, lluvia, buses en la calle, quién
es mi muñequito de papel, eso necesitaba yo, simple rea-
lidad, incompleta, insatisfactoria, tediosa, sí, eso prefería
yo en ese momento, con tal de sacarme de la cabeza los
ojos inmensos de Alicia pretendiendo apoderarse de mí.
Una semana más tarde regresé a casa. Alicia continua-
ba pegada al cristal de la ventana de la sala. “Menos mal
que regresas, dijo sonriente al verme, “¿te acuerdas de la
gota de lluvia?, ¿la gordita que me pedía auxilio la otra
vez?, pues se ha escondido en algún lugar de este cris-
tal y no se quiere dejar ver, pero yo sé que está ahí, ¿me
puedes ayudar a buscarla?”. Odié a mi papá aquel día;
qué cómodo había sido, se había quitado el problema de
encima y me lo había dejado a mí. “No te preocupes por
Alicia. Yo tengo fe en que ella, al saber que yo estoy lejos,
volverá a tomarse sus medicamentos, o en el peor de los
casos decidirá irse de la casa (algo así había escrito en la
carta). De todas maneras pienso divorciarme de ella en
cuanto regrese, pero hay que esperar a que se calmen un
poco los ánimos. Yo voy a estar pendiente de Alicia, y de
ti, no te preocupes”. ¡Cómo no!, habían pasado dos me-
ses desde su partida y la única señal que había enviado
durante ese tiempo era una postal insignificante de no
más de tres líneas, “hola hijo, ¿cómo van los estudios?,
yo llegué bien, ya estoy trabajando en la Universidad, el
verano está insoportable, pero hago lo posible por des-

80
Paredes en blanco, mariposas

cansar y recuperarme”, y otras ridiculeces por el estilo.


No me había llamado ni una sola vez por teléfono. Yo no
le importaba en absoluto; le tenía sin cuidado que esta
casa estuviera enloqueciéndome, que Alicia estuviera
enloqueciéndome, que María también estuviera enlo-
queciéndome..., aunque eso era pedirle demasiado, él ni
siquiera sabía quién era María.
Había días en que María me desesperaba. Era tan
cursi a veces y tan predecible, y su voz era tan chillona.
Yo no estaba enamorado, para nada, pero tenía que acos-
tarme con ella casi todos los días porque no tenía otro
lugar a donde ir, y me daba terror venir aquí y encontrar-
me con Alicia y sus delirios. ¡Todo por culpa de mi papá!
¡Por qué no se había divorciado de Alicia antes de irse!,
¡por qué no la había llevado a vivir a otra parte!, a un
hospital psiquiátrico, por ejemplo. Yo estaba haciendo
un gran esfuerzo por ser un buen estudiante, por pensar
en mi futuro, por no defraudarlo a él, sobre todo por eso,
por no defraudarlo a él. Por fin empecé a darme cuenta
de que estaba viviendo una vida que no me llenaba en lo
más mínimo, todo por responderle a una persona que ni
siquiera se había tomado la molestia de alzar la bocina
del teléfono y marcar un número para decirme: hola hijo,
¿cómo va todo? ¿Ése era el modelo de ser humano que yo
estaba siguiendo?, ¿un ser egoísta, insensible y cobarde?
¿De qué me había servido ir tras las huellas de sus pasos?
Hasta ahora de nada, pero tal vez en unos años llegaría a
tener un nombre, una reputación, llegaría a ser alguien.
Sí, muy posiblemente, pero a cambio me convertiría en
una persona fría, calculadora y amargada, nunca más
volvería a reírme, y muy seguramente adoptaría una po-
sición tensa y un permanente ceño fruncido ante todas
las circunstancias de la vida, qué aburrido. Definitiva-

81
La voz de la adolescencia

mente no estaba dispuesto a sacrificar tanto; preferible


no ser nadie, pero ser feliz. Además a mí no me interesa-
ba analizar la vida ni la psicología de las personas, ¿para
qué seguía engañándome?, si mi papá no fuera psiquiatra
yo jamás habría pensado en estudiar esa carrera.
No sé qué tanto influyó Alicia en aquel turbulento
despertar de dudas e inquietudes; lo cierto es que entre
más crecía en mí la ausencia de mi padre los ojos de Ali-
cia me parecían cada vez más cercanos, sobre todo cuan-
do me comunicaban los sentimientos que él, o su olvido,
había sembrado en ellos; sentimientos que al fin de cuen-
tas eran los mismos míos: rabia, indignación, desengaño,
vacío, temor..., bueno, todos menos este último, yo era
el único esclavo del temor, ése era el abismo que nos se-
paraba. ¿Temor de qué?, no lo tengo muy claro, creo que
de quedarme sin un modelo al cual seguir. No era fácil
guiarse en medio de la niebla, sin camino ni horizonte,
sin saber discernir la verdad de la ilusión, sin saber si en-
tregarme o escapar de aquellos ojos brujos titilando en la
espesura de mi desconcierto. No resultaba muy esperan-
zador la idea de terminar en un hospital psiquiátrico, así
que había que evadir la locura a toda costa, y qué mejor
lugar que el cuerpo y la vida banal de María; y cuando
ella no alcanzaba a apagar el recuerdo de aquellos ojos
hechiceros siempre aparecían otras mujeres sedientas de
una noche de éxtasis y desenfreno; siempre había fiestas,
música y drogas hechas para el olvido.
Sin embargo, todo intento de fuga resultó inútil. La
gata, inevitablemente, cazó al ratón. Dejó un delicioso
queso ante su puerta, y el roedor cayó en la trampa, salió
a comerlo. El queso era una mesa de dibujo, incontables
resmas de papel blanco y una caja de lápices. Algo se en-
cendió dentro de mí al ver aquel regalo a la entrada de mi

82
Paredes en blanco, mariposas

habitación; una chispa que pronto se transformó en una


poderosa llama cuyo ardor irradió todo mi ser. Sin pen-
sarlo, me entregué al fragor de mis más secretos deseos.
El fuego abrió sus esplendorosas alas dentro de mi mente
y comenzó a danzar, dando nacimiento a una constela-
ción de imágenes asombrosamente nítidas; mis manos se
unieron al baile vestidas de lápiz y papel. Ya no soy más el
ratón, ahora soy el gato, mis ojos han despertado, por fin
logro comprender a Alicia y su forma de mirar. Lluvia,
gotas de lluvia repiqueteando en la ventana. Alicia tenía
razón, de cerca parecen tener vida, ¿acaso están respiran-
do?, me sumerjo en una de ellas, estoy inmerso en una
gota y allí me siento protegido, como si estuviera dentro
del útero de mi madre. Tengo seis años. Mamá pinta, con
acuarelas de distintos colores, una mancha oscura de for-
ma circular en el centro de una hoja de papel, luego dobla
la hoja en dos y me dice: “¿qué hay aquí?”, veo su sonrisa
y sus manos desplegando lentamente aquella hoja. “¡Ma-
gia! La mancha se ha convertido en mariposa”. “¡Otra
vez, mami, hazlo otra vez!” El recuerdo de mi madre des-
aparece. La gota se escurre y muere, ya no estoy protegi-
do por ella, ahora estoy de nuevo solo en mi habitación.
Afuera, la luz añeja de los faroles atraviesa una cortina
de lluvia menuda que rebota en el asfalto. La calle se ha
convertido en un jardín de hierba, y sus orillas en peque-
ños espejos de agua que reflejan fragmentos de la noche.
Un trozo de cielo estrellado se asoma al más grande de
estos espejos, exhibiendo una gigantesca luna llena. De
un momento a otro esta imagen comienza a temblar, y
en su reemplazo se proyecta una esbelta figura femenina
que avanza en medio de la calle bañada por la luz ebria
de los faroles. La enigmática mujer, quien se protege de
la lluvia por medio de un gigantesco paraguas de colo-

83
La voz de la adolescencia

res, se detiene de pronto enfrente de mi edificio y alza la


vista hacia mi ventana. ¿Cómo no la había descubierto?,
es mamá. Al verme, saca de su bolso un papel arrugado
y extiende ante mí una enorme mariposa. Me hace señas
para que la deje entrar. Bajo inmediatamente al primer
piso e intento abrir la puerta principal, no abre, las llaves
no están en su lugar, parece que estoy encerrado, ¿dónde
está Alicia?, ¡Alicia!, ¡Alicia!, ¡esa loca de mierda me dejó
encerrado!, mi papá tenía razón, ¡no es más que una loca
de mierda! Me asomo a la ventana de la sala, afuera se ha
desatado una tormenta, el viento le arranca el paraguas a
mi mamá, el dibujo de la mariposa se deshace entre sus
manos mientras su grácil figura se desvanece en las en-
trañas del diluvio. Regreso a mi habitación y me confieso
ante una abismal hoja blanca. Una gota de lluvia aferra-
da al cristal de una ventana, los ojos de Alicia dentro de
aquella gota, la mano de mi padre intentando atraparla.
La mariposa de acuarela revoloteando tras el cristal. He
parido un dibujo de mis entrañas. Quién lo iba a pensar.
Imagino la cara de papá y de Alicia cuando lo vean, la
cara de mis amigos, la cara del Maestro Franco; no me
lo van a creer. El día se anuncia por la ventana. Contem-
plo por última vez mi dibujo, maravillado de mi talen-
to, y me acuesto a dormir, convencido de ser un artista.
Al despertarme la primera imagen que se me viene a la
mente es el rostro de Franco contemplando mi dibujo.
Antonio Franco es un pintor famoso que vive cerca
de aquí, es amigo de papá. Es un viejo engreído y so-
berbio que camina como si fuera un pavo real en medio
de un insignificante gallinero; se cree superior a todos,
aunque es un excelente pintor, eso no se lo puede negar
nadie, por eso tengo que mostrarle mi dibujo, tal vez
pueda darme algún consejo, alguna guía, quién quita que

84
Paredes en blanco, mariposas

mi destino sea ser dibujante, por lo menos tengo talento


para ello, eso es indiscutible. ¿Y si a Franco le gusta cómo
dibujo y manifiesta interés en conocer el resto de mi
obra?, ¿qué voy a decirle?, ¿que no tengo más dibujos?,
va a pensar que soy un mediocre, y no me va a tomar en
serio. Si quiero que me preste atención debo tener por lo
menos diez o quince dibujos para mostrarle. De manera
que el encierro no es tan grave, incluso puede ser propi-
cio para entregarme de lleno a dibujar, sin interferencias
del mundo externo. Ésta puede ser la oportunidad de vi-
vir la vida que yo quiero vivir, no puedo desaprovecharla.
Incontables días y noches batallando conmigo mis-
mo, muriendo y resucitando, una y otra vez. Cada dibujo
un exorcismo y una confesión, cada nuevo comienzo una
visita a mis más profundos recovecos. El tiempo corre y
yo corro con él. Ya no hay nada que me detenga. El temor
ha quedado atrás, tendido como ropa vieja en medio del
camino. Mi alma desnuda se aventura en las fauces de lo
desconocido, en busca del paisaje que le revele su verda-
dero nombre. Por fin he encontrado algo en el mundo
merecedor de mi fe y de mi entrega; algo que se acerca a
lo que siempre, consciente o inconscientemente, he esta-
do buscando: una brújula y un navío para viajar lejos de
esta realidad de piedra; algo que no va a abandonarme
ni a desaparecer de un momento a otro, como lo hizo mi
madre, mi padre, y Alicia. Todos se han ido, me han deja-
do solo, pero ya no me importa, ya no los necesito. Ahora
tengo la llave para crear mi propio mundo, un mundo
que me pertenece y al cual yo pertenezco. Ahora existe
un fondo, un sentido, un por qué.
Apenas logro terminar quince dibujos me siento en
frente de la ventana, no sé cuánto tiempo permanezco
allí sentado, esperando; el suficiente para perder la cuen-

85
La voz de la adolescencia

ta de los días. Justo cuando empiezo a perder la fe apare-


ce Antonio Franco. Ésta es mi oportunidad. “¡Maestro!”,
“¡Maestro Franco!”. El pavo real se detiene y alza la vista
hacia mi ventana.
—Buenos días don Antonio, ¿no se acuerda de mí?,
yo soy el hijo del Doctor Mendoza.
—¿Qué se le ofrece, joven?
—Bueno..., es que..., quisiera…, yo dibujo, desde
hace tiempo, y quiero saber si mis dibujos, mejor dicho,
¿cómo le explico?
—Por favor joven, no puedo quedarme toda la ma-
ñana escuchando sus balbuceos, ¿en qué le puedo servir?
—Lo que pasa es que yo soy un fiel admirador de
su obra, y me interesaría conocer su opinión sobre mis
dibujos, yo quiero ser dibujante.
—A ver déjeme ver alguno, pero rápido; no tengo
mucho tiempo.
—Se lo voy a tirar por la ventana porque no puedo
abrir la puerta de abajo.
—Tampoco tenía pensado seguir, así que no se pre-
ocupe.
Le lanzo el dibujo de la gota y la ventana, mi preferi-
do. El pavo real se queda mirándolo detenidamente. Mi
respiración se acelera, el temor se apodera de mi corazón.
—¿Cómo se llama usted? —me pregunta él de repen-
te.
—Felipe—respondo un poco aturdido.
—Felipe, ¿usted qué piensa de este dibujo? —dice él
con voz augusta.
—Que es un espejo de mi alma, y por eso lo conside-
ro una obra de arte —respondo emocionado.
El pavo masacra mi dibujo y lo tira a la calle, sin nin-
guna misericordia.

86
Paredes en blanco, mariposas

—Es lo mejor que puedo hacer por usted —dice con


expresión solemne—, si pretende llegar a ser un artista
tendrá que hacer esto infinidad de veces. Muy pocos lo-
gran hacer una obra de arte, usted no es uno de ellos, de-
finitivamente, aunque eso no quiere decir que no pueda
hacer el intento. Si se entrega y se sacrifica, tal vez algún
día pueda crear algo que valga la pena, aunque el esfuer-
zo no es una garantía, de una vez le digo, lo más seguro es
que llegue a viejo con el corazón, el bolsillo y las manos
vacías, es el fin de la mayoría, se lo advierto. Me da pena,
pero tengo que dejarlo, tengo un compromiso y ya voy
tarde, buen día, joven, y saludes a su padre.
Viejo desgraciado, ¿quién se cree?, ni que fuera la
única persona en el mundo capaz de dar un juicio de
valor sobre mis dibujos, ¿acaso él tiene la verdad en sus
manos?, ¿acaso él es Dios? Ya entiendo por qué es ami-
go de mi papá. ¿Y si pido otras opiniones?, ¿si muestro
mis dibujos a los transeúntes? ¡Oye tú!, ¡sí, tú!, ¿puedes
atenderme dos minutos?, gracias, eres muy amable, yo
soy dibujante, y por motivos que no vale la pena mencio-
nar ahora me he quedado encerrado en esta casa, como
supondrás me la he pasado dibujando, pero ya estoy as-
fixiándome aquí dentro y quiero compartir mis dibujos
con alguien, estoy perdiendo el vínculo con el mundo,
no, no los estoy vendiendo, no quiero plata, solo quiero
que veas un dibujo mío y me digas qué te parece, tienes
afán claro, entiendo, bueno adiós. Vieja pendeja, mejor
voy a lanzar todos mis dibujos a la calle, así se verán obli-
gados a recogerlos, por pura curiosidad. Uno a uno voy
desprendiéndome de mis dibujos con la esperanza secre-
ta de que algún transeúnte se quede atónito al contem-
plarlos, y entonces yo aproveche para preguntarle qué le
parecen y él no logre salir de su asombro al ver semejan-

87
La voz de la adolescencia

tes obras de arte tiradas en la calle, “usted tiene mucho


talento, joven, yo soy dibujante también, mire qué casua-
lidad, y le digo que tiene talento”; tarde o temprano al-
guien tiene que reconocer mis esfuerzos, tanta sangre no
puede correr en vano. Ya verás pavo real lo equivocado
que estabas. Ya verás. Estoy viendo tu cara cuando con-
temples mis dibujos expuestos en una importante galería
de arte. Los días pasan y nadie me dice que tengo talento,
nadie me dice que mi destino es ser dibujante, nadie me
dice nada. La mayoría de los transeúntes siguen de largo,
y los pocos que recogen alguno de mis dibujos lo arrojan
de inmediato a la calle, con total indiferencia, como si se
hubieran topado con una propaganda de un restaurante
nuevo, o de un pequinés extraviado. Algunos incluso pi-
sotean mis obras sin clemencia. ¡Qué le pasa señora! ¡No
pise mi dibujo! ¡Oiga señor, un poco de respeto!, ¿no se
da cuenta que está destruyendo una obra de arte?, ¡viejo
imbécil! Aunque yo soy mucho más imbécil que él, es-
toy a millas de lo que llaman creación, y ya me atrevo a
pensar que mis dibujos son obras de arte, ¡qué iluso! Está
bien no son obras de arte, pero no merecen la muerte y
el olvido, son espejos de mi alma, arriesgué mi vida para
engendrarlos, ¿es que nadie puede darse cuenta de ello?
Entonces qué sentido tiene mi sufrimiento por expresar
algo de adentro, algo verdadero, para qué creer en un
ideal, para qué tener fe, para qué amar. Mi papá tenía ra-
zón, el amor es un engaño, y lo peor es que yo ya lo sabía,
soy un verdadero imbécil.

Alguien golpea adentro, alguien quiere salir, de nada


sirve cerrar sus puños o tapar su boca, ese alguien quiere
salir y su voz se multiplica y me persigue, sus mil caras
sin rostro me suplican que doble mis ojos hacia ellas,

88
Paredes en blanco, mariposas

pero ya no quiero mirarlas, ¿por qué no puedo ser un


hombre normal? Normal sí, existen hombres normales,
yo los conozco, hombres que llevan el mapa social bajo
el brazo, y a cada encrucijada lo abren para encontrar allí
el camino a seguir, y desde luego lo encuentran, las seña-
les están trazadas con precisión en el papel, nadie puede
perderse, todos los senderos conducen a un mismo des-
tino definido, ellos nunca están solos, porque no hay una
voz que los taladre por dentro obligándoles a buscar su
propio nombre; yo quiero ser como ellos, quiero una voz
exterior que me indique por dónde ir. No quiero dibujar,
quiero ser dibujado por alguien y así no tener que arries-
garme, ni perderme, ni confundirme, ni equivocarme, y
así poder sentirme seguro y a salvo, como ellos.
Ojos brujos no regresa, mi padre no me llama, a na-
die parece importarle esta prisión que estoy padeciendo,
no sé ni por qué, ¿pensarán dejarme encerrado aquí toda
la vida? Intento llamar a María, el teléfono no funciona,
¿qué es esto? Quiero salir de aquí. ¡Auxilio! ¡Sáquenme de
aquí! Nadie me escucha allá afuera, nadie me responde.
Ya no hay rastros de mis dibujos en la calle, ni adentro,
ya no hay mesa de dibujo, ni papeles, ni lápices, ya no hay
cama, ya no hay habitación, ya no hay mariposas en las
paredes, ya no hay casa, ¿dónde estoy? Todo está oscuro
a mi alrededor, no veo nada, no siento mi cuerpo, apenas
percibo mis pensamientos, me aferro a ellos, es lo único
que me queda, ¿acaso habré muerto? Te olvidaste de mí,
ojos brujos, por qué no regresas, loca de mierda, mi pa-
dre tenía razón, es un espejo de mi alma, muy pocos lo-
gran hacer una obra de arte, viejo desgraciado, usted no
es uno de ellos, ¿por qué?, ¿por qué no soy uno de ellos?
Sí soy uno de ellos, puedo intentarlo, soy un imbécil, em-
pecé muy tarde, todo por culpa de mi papá, yo no quiero

89
La voz de la adolescencia

ser como él, al menos él no tiene los bolsillos, las manos


y el corazón vacío, voy a volver a la Universidad, ni loco,
por qué me dejaste solo ojos brujos, sácame de aquí y
vete al manicomio, todo es culpa tuya, estás loca, loca de
mierda, tú no eres Dios, tú no eres Dios, Dios no existe,
¿por qué vives tan tenso?, no te rías así, no me mires así,
ojos inmensos, estás loca, tú no eres Dios, Dios no existe,
el amor no existe, es culpa mía por creer en el amor, el
amor es un engaño. ¡Magia!, mami, hazlo otra vez.
De pronto, los pensamientos se evaporan en el va-
cío, y del silencio brota el alma de mi madre convertida
en música. Melodía inefable que destierra la angustia y
el tormento, transformando el miedo en calma, y el do-
lor en canto. Llévame contigo, no me dejes. La música se
apaga. Estoy de nuevo en mi habitación. Una hoja blanca
y un lápiz esperan por mí; yo los miro desde la bruma de
mi desaliento. Ojalá pudiese sumergirme en una imagen
que me llevara lejos de este tiempo muerto, de esta nada
que me asalta nuevamente; pero dibujar es desear y lo
único que yo deseo ahora es no desear. Ojalá existiera
una vacuna contra todos los deseos. ¿Qué sentido tiene
inventar una imagen y cabalgar el tiempo a través de ella?
¿Terminar con el corazón exprimido y las manos vacías?
Ya no tengo nada para dibujar. Ni tengo a dónde ir, ni
tengo nada qué hacer. Me rindo, me doblego ante este
tiempo muerto. No me queda otra opción.
Si mi mamá estuviera aquí..., ¡cuánto daría por ha-
blar con ella!, por decirle cómo me siento; nadie sabe
cómo me siento: completamente solo en este mundo,
solo y perdido, no tengo nada, no tengo a nadie, nada
me pertenece. Si me escucharas, madre, ¿será que pue-
des oírme?, te sentí tan cerca cuando viajé a través de esa
misteriosa melodía, ¿estabas tú allí, realmente? Si existes,

90
Paredes en blanco, mariposas

en alguna parte, si puedes oírme, te pido desde el fondo


de mi corazón que me guíes, que me digas hacia dónde
debo ir.
La música resuena en mi interior. Cierro los ojos y
me concentro en ella. Claro que eres tú, mamá, cómo
pude dudarlo. Aquí estás, conmigo, ya no estoy solo,
nunca he estado solo. Deseo ver una imagen tuya, una
imagen sagrada que me abra las puertas hacia el infini-
to, hacia la eternidad. Todo está oscuro a mi alrededor.
No quiero abrir los ojos, no quiero despertar, llévame a
conocer mundos más puros. Viajo en el lomo de tu melo-
día más allá de los límites del tiempo y el espacio. Siento
que mi ser se ensancha. De pronto, un brillo, otro, un
haz de luz, una estela fugaz, un destello de color; dimi-
nutas partículas luminosas aparecen y desaparecen en la
oscuridad. Deseo viajar a través de alguna de ellas, me
concentro en un brillo, mi deseo es tan fuerte que logro
impedir su desvanecimiento; el brillo se expande lenta-
mente desplazando poco a poco la oscuridad.
Comienzo a visualizar algo, me concentro, es una
hoja de papel, luego aparece mi caja de lápices, mi mesa
de dibujo, mi biblioteca, mi cama, mi habitación entera;
pero tengo los ojos cerrados, ¿cómo es posible? Abro los
ojos, estoy en mi habitación, cierro los ojos, estoy en mi
habitación. No entiendo nada. La melodía de mi madre
retumba con fuerza en mi garganta; hipnotizado por ella
me levanto hacia el armario y reviso los bolsillos de mi
chaqueta de cuero. ¡Mis llaves! Pero si yo las dejé allá
abajo, en el lugar de siempre, ¿o las habré dejado aquí?
¡Qué estúpido! Y todo lo que maldije a la pobre Alicia.
Bajo corriendo las escaleras e introduzco las llaves en la
cerradura de la puerta principal. La puerta abre sin nin-
gún problema. Salgo de la casa. El aire fresco de la ma-

91
La voz de la adolescencia

ñana impregna mis poros. Respiro profundo, el mundo


se cuela por mis huesos; qué estado de bienaventuranza
sentirse así, tan cerca de todo. Siento que hago parte de
este paisaje, soy el viento que se pasea por la hojas de los
árboles, soy el rostro de aquella anciana que camina con
dificultad, soy su cansancio, soy sus arrugas, soy su sole-
dad, soy esos dos niños que construyen un mundo ima-
ginario en la acera de enfrente, soy la magia que corona
su inocente juego, soy ese joven que pasa en su bicicleta
con rostro ilusionado, soy el anhelo que él persigue, soy
esta maravillosa y trágica certeza de estar vivo. Por un
instante, profundo e inmenso, me siento completo, en
esta calle, del todo y para todos; ya no hay vacío, no hay
muerte, no hay soledad. El viento trae a mis pies uno de
mis dibujos, punzón en el alma, me siento inmensamen-
te feliz y profundamente triste. Guardo aquel dibujo en
el bolsillo de mi chaqueta y me apresuro a rescatar a sus
hermanos que sobreviven enredados en los arbustos de
la acera de enfrente. Después me alejo de casa, sin des-
tino fijo, dispuesto a perderme en las calles de la ciudad.
Quiero ver gente, movimiento, vida. La música de mi
madre acompaña mi deambular, mi garganta no se cansa
de llamarla, una y otra vez, seducida por la alborada de
sus notas. Al final de la tarde me siento en una banca de
un parque, a ver la puesta de sol. La melodía se adueña
de mi cuerpo y se despliega en una canción que escribo
al lado de uno de mis dibujos.

Paredes en blanco, mariposas,


¿cómo vislumbrar el fin?
No hay respuestas, no hay destinos,
no hay ningún lugar a dónde ir.

92
Paredes en blanco, mariposas

Paredes en blanco, mariposas,


todo depende de ti,
pero el rumbo está en el rumbo
y el horizonte ahora y aquí.

Al otro lado de la hoja dibujo un parque, una


puesta de sol, una banca. Me dibujo a mí mismo sentado
en esa banca, dibujándome a mí mismo. La música se
fuga en cada eco de mi imagen; va apagándose poco a
poco hasta que mi último autorretrato se pierde en un
punto, entonces la melodía se escapa por ese punto, inau-
gurando el vacío de su presencia. Los sonidos de la calle
se intensifican, mi madre se ha ido a su mundo y yo me
he quedado en el mío. Podría llamarla..., pero no. Na-
die, ni siquiera ella, va a decirme hacia dónde debo ir.
Nadie va a decidir por mí. Nadie va a indicarme si debo
regresar a casa, llamar a mi padre, buscar a Alicia o ir al
apartamento de María. Si regreso a casa nadie va a decir-
me qué debo hacer mañana; puedo ir a la Universidad
y seguir con mis estudios de medicina, puedo cancelar
la matrícula y dedicarme al dibujo, nadie va a decirme
qué es lo mejor. Si decido dedicarme al dibujo nadie va a
decirme si lo mejor es entrar a una academia, o estudiar
con un profesor particular, o ser autodidacta. Si elijo ser
autodidacta nadie va a decirme si voy a tener éxito o si
voy a ser un frustrado. Si tengo éxito nadie va a decirme
si voy a ser feliz, o si voy a sufrir, etcétera, etcétera, etcéte-
ra, y mientras tanto la tarde se apaga, el cielo se cubre de
estrellas y yo estoy aquí, sentado en esta banca, sintiendo
el viento sobre mi cara, sintiendo que este instante es lo
único que realmente existe.

93
La voz de la adolescencia

2. PAREDES EN BLANCO, MARIPOSAS


(INTERPRETACIÓN ORACULAR)

No permitas que la frustración apague tus deseos.


Hay muchas personas adultas que perdieron el hábito de
desear, simplemente porque a lo largo de sus vidas al-
gunos de sus deseos no se cumplieron, o porque varios
de los que sí se cumplieron trajeron consigo demasiado
sufrimiento, o demasiadas insatisfacciones. No permitas
que eso ocurra contigo. Lo hermoso de los adolescentes
es que se entregan a sus deseos. Los viven y los sienten
con total intensidad, sin juzgarlos. Sin embargo, has de
saber que es todo un arte canalizar de forma positiva la
manera en que tú deseas algo. Y este arte hay que apren-
derlo, hay que estudiarlo; hay que pasar por muchas
pruebas, por muchos exámenes, para poder alcanzar al-
gún día su maestría.
Tú estás en una búsqueda de saber lo que realmente
quieres. Entrégate a ella. Si al entregarte llega la frustra-
ción, escúchala. Algo viene a decirte. Tal vez es tiempo
de revisar cómo y desde dónde estás deseando. Tal vez
deseaste a medias, es decir solo con una parte de tu ser y
no con la totalidad, y por eso las experiencias que llegan
a ti son el reflejo de que algo falta. Si deseaste únicamente
con el cuerpo, falta el alma, falta el espíritu, falta la ra-
zón. Si deseaste únicamente con la razón, falta el cuerpo,
falta el alma, falta el espíritu. Por otro lado, ¿eso que tan-
to deseas lo deseas solo para ti o también lo deseas para
el bien de los demás?, y una pregunta final: ¿son tuyos
tus deseos?, porque a veces lo que deseamos no nace de
adentro sino que viene de afuera, de las proyecciones de
nuestra familia, de nuestros amigos o de la sociedad que
nos rodea.

94
Paredes en blanco, mariposas

El consejo para ti es: si quieres saber de dónde vienes


y para dónde vas en el camino de tus deseos reconoce
cuál es tu lámpara de Aladino. Todos tenemos una. Cada
vez que Felipe tenía un deseo y no sabía cómo cumplirlo,
lo primero que hacía era invocar al mago de lápiz y pa-
pel que vivía dentro de su lámpara, y luego se confesaba
ante él, sin reservas. “Tus deseos son órdenes”, contestaba
aquel mago, después de escuchar la confesión de Felipe.
En el caso del protagonista de este cuento su lámpara
de Aladino era dibujar. En el caso tuyo: ¿cuál es tu lám-
para? Reconócela, frótala, invoca al mago que la habita,
y pídele ayuda para poder identificar cuál es tu deseo in-
tegral. Ese que deseas con toda el alma, con todo el cuer-
po, con todo el espíritu y con todo el pensamiento. Ese
que además de traer bendiciones para ti bendecirá a toda
la humanidad. Ese que nace desde lo más profundo de
tu verdadero ser. Cuando ese deseo te sea revelado solo
confía y entrégate. La entrega te salva, siempre.

Tema: La búsqueda de la realización.


Virtud: Desear con la totalidad del ser.
Herida emocional: Frustración / Cura: Entrega.

95
UN VIAJE SORPRESA

La sombra, la sombra, juguemos a la sombra, jugue-


mos con las manos, juguemos con los dedos, volvámonos
gigantes, volvámonos enanos…, treinta y siete, treinta y
ocho, treinta y nueve, cuarenta, cuarenta y uno…, ahora
sí hay hartas, cuarenta y dos, cuarenta y tres, cuarenta y
cuatro, cuarenta y cinco…
—Nico, mete la cabeza.
—Ya voy, papá.
Cuarenta y seis, cuarenta y siete, cuarenta y ocho…
—Nicolás, ya cierra la ventana.
—¡Que ya voy!
—Hijo, no seas necio.
—Pero mamá, ¿no ves que estoy contando vacas?
—Puedes contar todas las vacas que quieras, pero
con la ventana cerrada.
¡Cómo molestan! Y mi papá siempre es el que em-
pieza. ¡Uy!, ¡esa vaca tan gorda!, ¿será que está embara-
zada?, ¿cuarenta y qué?, ¿cuarenta y siete?, no, ¿cuarenta
y ocho?, si ves papá, por tu culpa perdí la cuenta, y ahora
otra vez tengo que comenzar de cero.

97
La voz de la adolescencia

—¿Ahora sí me van a decir a dónde vamos?, ya me


estoy comenzando a aburrir de tanto misterio.
—Es una sorpresa, lo único que te puedo decir es que
es un lugar que ya conoces, habitado por rostros familia-
res. Y lo más importante de todo: donde vas a entender
muchas cosas.
—¡Yo no quiero entender nada!
—No seas grosero con tu padre, él solo quiere tu
bienestar y tu felicidad. Además no entiendo por qué es-
tás tan molesto si siempre te ha encantado viajar.
—Sí, siempre me ha encantado viajar, pero esta vez
es diferente, porque siempre me habían dicho el lugar a
donde iríamos. Es lo lógico, ¿no?
Mi papá y mi mamá están muy extraños últimamen-
te, me tratan como si yo fuese un bebé, siendo que ya soy
grande, prácticamente soy un adolescente.
—¿A qué estamos hoy papá?
—12 de marzo.
Falta exactamente un mes para mi cumpleaños. ¿Qué
me irán a regalar mis primos?, ¿y mis tíos?, ¿y Martín?
Quiero que este mes pase rápido, pero seguro pasa lento.
A veces cuando me pongo triste o cuando estoy peleando
con Martín y no tengo nada qué hacer las horas pasan
lentas, terriblemente lentas. Y justo estoy peleando con
Martín. Ah, otra vez me acuerdo de eso, había prometido
no pensar en ello. Pero es que no puedo creerlo, desde
que su tal primo Paul llegó de Estados Unidos Martín no
se cambia por nadie. Es increíble, ya ni siquiera me invita
a su casa, ni a nada. Y yo como un bobo llamándolo to-
dos los días para que vayamos al parque, o para que vaya
a mi casa, y él siempre negándose, después de haberme
dicho que era mi mejor amigo. Y lo peor es que aunque
es el único que lo sabe todo no va hacer nada para im-

98
Un viaje sorpresa

pedir que su primo Paul se le acerque a Alejandra. Estoy


seguro. ¡No va hacer nada!, sabiendo que llevo un año
mirándola desde mi ventana, que me sé de memoria sus
cabellos rojos y sus pequeños ojos brillantes, y que en
síntesis estoy perdidamente enamorado de ella. Y justo
ahora la dejo sola, preciso cuando estaba a punto de de-
clararle mi amor y cuando ella por fin había demostrado
algún interés por mí. ¿Por qué?, ¿por qué mis padres te-
nían que decidir que viajáramos ahora?, cuando además
está Paul cerca de Alejandra, alardeando de sus viajes y
de su tonta vida. Si pudiera decidir me habría quedado,
así me hubieran invitado al país de las maravillas me ha-
bría quedado, junto a ella. Hace poco pude hablarle, y
me regaló una sonrisa, pero al día siguiente preciso llegó
el pesado de Paul, y desde ahí todo cambió para mí; peleé
con Martín, Alejandra no volvió a sonreírme, y lo peor,
lo que menos esperaba: este viaje sorpresa.
—¿Cuánto tiempo nos vamos a quedar en ese lugar
fantasma?
—No sé Nico, tal vez todas tus vacaciones.
—¿Estás loco papá? Yo no quiero estar todas mis va-
caciones afuera, lo único que quiero es estar en mi casa.
¿Es que no les importa mi opinión?
—Todo esto lo hacemos pensando en ti, luego te da-
rás cuenta de ello.
—Mamá, quiero ir al baño.
—Ya casi vamos a llegar, aguanta un poco...
—Estoy hablando con mi mamá, no contigo.
—¿No se te hace conocido este lugar, este paisaje?
—¡No!
—Dentro de poco se va a acabar tu angustia, y vas a
estar muy contento, estoy seguro. ¿En verdad no recuer-
das nada?

99
La voz de la adolescencia

—¡Que no!
—Sí, es que cuando viniste estabas muy pequeño, te-
nías solo cinco años.
—Ya no soporto más esto, dime a dónde vamos o me
tiro del carro.
—No seas dramático Nicolás, ya falta poco.
—Me voy a tirar del carro, mira, estoy abriendo la
puerta...
—¡A la finca de tus abuelos! ¡Allá es donde vamos!
—No, papá, no me lleves allá, por favor...
—Lo sabía, por eso no te lo había dicho.
—Y me vas a dejar allá solo, ¿no? ¿Por qué me ha-
ces esto? Tú no me quieres, nunca me tienes en cuenta.
Mamá, ayúdame, dile que regresemos, por favor.
—Nicolás, no seas injusto. Yo también he sufri-
do mucho, y me siento muy solo y desamparado, no sé
cómo actuar contigo, nada me funciona, tal vez tus abue-
los puedan...
—¡Cállate!, ¿por qué siempre contestas cuando
le estoy hablando a mi mamá? ¿Por qué no dices nada
mamá?, ¿por qué ya no me hablas? Yo solo quiero volver
a mi casa, reconciliarme con Martín, ver nuevamente la
sonrisa de Alejandra y tratar de ser feliz.
—Mi Nico, tu mamá no puede oírte, no puede decir-
te nada. Tienes que aceptar que ella... ¿Y tú por qué estás
tan mojado?, ¿te orinaste?, ay Nicolás, bueno, no impor-
ta, no te preocupes, ya vamos a llegar, más bien pásate
para el asiento de adelante y me acompañas que parezco
un chofer aquí solo. No llores así Nico, por favor, ven,
eso, ven aquí, ¿quieres que cantemos la sombra?, esa can-
ción le gustaba mucho a tu mamá…, la sombra, la som-
bra, juguemos a la sombra…, ¿me vas a dejar cantando
solo?, la sombra, la sombra…, ¿quieres que contemos va-

100
Un viaje sorpresa

cas, entonces?, el que las vea primero gana, yo empiezo,


una dos, tres, cuatro, ¿no?, ¿tampoco? Mira, Nico, mira
quién está en el jardín, ¡saluda a la abuelita! Ya llegamos.

3. UN VIAJE SORPRESA
(INTERPRETACIÓN ORACULAR)

Al parecer no hay quien te ampare en este mundo, y


las pocas personas que se acercan a ti no logran darte lo
que tú necesitas. Tú quieres el abrazo de papá y el abrazo
de mamá. Y ese abrazo nada ni nadie lo puede reempla-
zar.
Tienes todo el derecho a hacer pataletas, a hacer re-
clamos y a pedir explicaciones. ¿Por qué te abandona-
ron?, ¿por qué se fue tu padre, o se fue tu madre, o se
fueron ambos?, ¿o por qué, si aún están —los dos, o uno
de ellos—, es como si no estuvieran, como si tú no les
importaras, como si no te quisieran de verdad? Tal vez
las respuestas a estas preguntas no lleguen en la voz de
tus padres, pero es posible que lleguen en la voz de tus
abuelos, bisabuelos o tatarabuelos. Tal vez la misma his-
toria se ha venido repitiendo, desde hace muchas genera-
ciones, y quizá seas tú quien deba poner fin a ese círculo
kármico de sufrimiento, ausencia y desamor.
Si al padre de Nicolás le cuesta asumir ciertos com-
promisos hacia su hijo, esto se debe en gran parte a que
su padre asumió pocos compromisos hacia él. Esta falta
de compromiso de los padres hacia los hijos es algo que
puede venir de mucho más atrás, de alguna historia no
sanada de los bisabuelos o los tatarabuelos de Nicolás.
Sin embargo, si Nicolás se resiste a pasar tiempo junto

101
La voz de la adolescencia

a sus abuelos paternos, si se niega a escuchar a su padre


por su insistencia de oír solo a su madre, va a ser difícil
que la curación llegue a su corazón, va a ser casi imposi-
ble que cuando él sea grande y tenga hijos no repita con
ellos los mismos errores que cometieron sus ancestros.
Cualquiera que haya sido nuestra historia, el impe-
rativo cósmico es el mismo para todos en este momento:
la madre y el padre biológicos necesitan tener un lugar
de honor en nuestro corazón. Ambos deben ser honra-
dos en igual medida y en igual proporción, con el fin de
que podamos lograr el equilibrio en todos los aspectos
de nuestra vida.
El padre biológico refleja en gran medida de dónde
viene nuestro masculino interior, así como la madre bio-
lógica nos recuerda de dónde viene nuestro femenino. Si
no sabemos de dónde venimos, tanto en nuestra natura-
leza yin como en nuestra naturaleza yang, nos va a costar
mucho trabajo saber para dónde vamos, o quiénes somos
en realidad.
¿Quizá la voz de tu madre tiene que morir un poco
dentro de ti para que puedas oír la voz de tu padre?, ¿o
al revés?
¿Quizá tus abuelas y tus abuelos tienen algo para
contarte y es tiempo ya de amparar sus historias en tu
corazón?

Tema: La búsqueda del amor.


Virtud: La capacidad de amar más allá de la muerte.
Herida emocional: Abandono / Cura: Autoconoci-
miento.

102
LIBRE COMO EL VIENTO

Ahí estaba de nuevo el ruido. ¡Ese ruido infernal!


¡Eso que él llamaba música! Él no sabía nada de música,
no sabía nada de nada. Seguro estaba bebiendo solo, en-
frente de la barra, inmerso en su fétido olor de borracho;
el mismo olor repugnante que la noche anterior se había
abalanzado sobre mí como un gallinazo. ¿Acaso necesita-
ba más para decidirme? Si no me iba en ese momento no
me iría nunca. Mi vieja seguía en su pieza; seguía furiosa
conmigo, “por haberme metido en lo que no me impor-
ta”. Tenía razón, era mejor no haberme metido, siempre
que lo hacía era la misma historia. Ella tan solo gritaba,
con sus gemidos de gata en celo, como si así lograra de-
tener los golpes que se grababan en mi piel, como si de
esa forma remediara el dolor que me acompañaba desde
que él había llegado a nuestras vidas. No puedo decir que
antes mi vida fuera color de rosa, pero al menos nadie,
ni mi mamá, me decía lo que tenía que hacer o dejar de
hacer. Yo era libre, libre como el viento, ¿y quién puede
encerrar al viento? Si mi vieja que también era viento se
había convertido en aire pesado y fofo, sin gracia ni per-
sonalidad, yo no tenía por qué seguir sus mismos pasos;

103
La voz de la adolescencia

además, ella se tendría que dar cuenta en algún momen-


to de su error, pero yo no estaba dispuesto a esperar eter-
namente a que eso sucediera. Por otro lado, yo tenía que
aceptar de una buena vez que ella lo prefería a él.
Me juré que nunca más permitiría que nadie, y me-
nos él, me humillara, así me costara la vida. Vino a mi
mente la imagen del enano, con sus brazos cruzados y su
pie derecho recostado en la pared. Recordé su voz afemi-
nada, “allá va Jhon, ¡ay qué linda!, con su pelo largo pare-
ce toda una señorita”, y su risa payasesca repetida en coro
por sus amigos. Todos no eran más que unos payasos re-
pugnantes. Pasar por la esquina descascarada en donde
se solían reunir era una tortura, lenta y puntillosa. Y lo
peor es que era un paso obligado pues en esa misma ca-
lle quedaba la panadería y mi mamá siempre estaba con
la joda del pan. Lo menos vergonzoso era resignarme y
hacerme el desentendido, decirme a mí mismo: “esto no
está sucediendo, no está sucediendo”. No me iba a cortar
el pelo, me gustaban mis rizos dorados, además no les
daría gusto.
Escuché la puerta, el miedo se abrazó a mí. Me acu-
rruqué en un rincón, las baldosas grises estaban frías y
sucias, cerré los ojos y los tapé con mis manos. Estuve
varios segundos así hasta que concienticé mi cobardía,
me estaba comportando como una verdadera gallina. Me
incorporé. La música había dejado de sonar y un silencio
sospechoso se apoderó de ese instante que me pareció
interminable, tan interminable como la esquina del hu-
milladero. Abrí la puerta de mi pieza, la pieza que com-
partía con mis hermanos Primavera y Bob, el pequeño
Bob. Salí a la sala. El sol no se atrevía a entrar, aunque
fuera pleno medio día. La mortecina luz proveniente del
bombillo de la cocina se sintió intrusa en aquella morada

104
Un viaje sorpresa

tenebrosa; titiló de pronto como una estrella y ¡zas! des-


apareció. Mi vieja había salido, seguramente no tardaba
en regresar, junto a él.
Guiado por unas palabras que me repetía en voz
alta, casi gritando, “libre, libre como el viento”, saqué
de la pieza de mi mamá una mochila, la de las llamas
peruanas, y metí allí todo lo que consideré mío. Guardé
mi juego de navajas, el que me regaló Mario, el papá de
Primavera; alguna ropa, poca; mis calzoncillos de Dra-
gon Ball; una cauchera con municiones; bolas de piquis;
y algunas artesanías hechas por mí, para vender en caso
de necesidad. La música sonó de nuevo allá abajo, a un
volumen inadmisible, ya no era pornomerengue sino un
bolero gastado. Imaginé a mi mamá bailando con él, muy
pegaditos, indiferentes a mi desdicha. ¿Acaso yo era invi-
sible? Pues ahora sí me iba a volver invisible, ya no verían
mis rizos de sol, ni se doblarían de risa al escuchar mis
historias. Ya no me tendrían para cuidar al pequeño Bob;
solo quedaría mi ausencia y la culpa, la insidiosa culpa.
Abrí el cofrecito que estaba guardado en el armario de
la pieza de mi vieja. No sentí remordimiento, después
de todos los agravios recibidos era lo mínimo que me-
recía. La bailarina se deslizó sobre su pequeña pista, su
pierna doblada como una garza me recordó al enano. A
pesar de su rostro mal pintado y de ese encaje barato que
pretendía adornarla, algo en ella me cautivó. Su danza
dejó de parecerme cursi y mecánica, cobró vida de pron-
to. Hasta creí escuchar que ella decía: “libre, libre como
el viento”, y eso que no había fumado nada. Saqué toda
la plata, ochocientos mil pesos. Entré por última vez a
mi pieza, el afiche de Snoopy que tanto me molestaba me
hizo lamentar no poder despedirme de Primavera. Tenía
que dejarle al menos una nota, no podía ser así de cana-

105
La voz de la adolescencia

lla; pero no había tiempo, en cualquier momento entra-


rían ellos. Después de todo Primavera lo entendería, ella
siempre tan comprensiva, tan buena; en un principio se
molestaría, más bien se entristecería, y luego recordaría
las veces, pocas, que le expresé mi deseo de irme lejos, a
un lugar en donde nadie me conociera, en donde todo
fuera nuevo. ¿Y el pequeño Bob? Iba a extrañar hacerle
cosquillas, él siempre pedía más, más, más... No se cansa-
ba. ¿Por qué había regresado al cuarto? ¡Ah!, las revistas,
para el camino que sería largo. Escogí dos de Calvin que
me sabía de memoria y las metí en la mochila. Encontré
la camiseta de Millonarios tirada debajo de mi cama. Y
yo que pensaba que la había perdido. Me la había regala-
do mi tío Enrique un domingo que me llevó al Campín
a ver un partido entre Millonarios y América, un clásico,
ganó Millonarios. La recogí y me la puse, quería sentir-
me todo un ganador. Recordé que ese domingo mi primo
Roberto y yo nos trabamos a escondidas de mi tío. No
parábamos de reír, no sé cómo mi tío no se dio cuenta.
Cerca de nosotros un señor que parecía un pez pegaba su
oreja a una pequeña radio y apretaba los labios cada vez
que los delanteros de América se acercaban al arco. Ro-
berto hallaba semejanzas zoológicas en todos los que nos
rodeaban. Vimos jirafas, hipopótamos, cerdos, pájaros,
comadrejas y hasta arañas. No puedo decir ahora cómo
es la cara de las arañas pero había un señor que era igua-
lito a una araña. Pensé en lo agradable que sería fumar
en ese momento, aunque no mucho porque después me
daba la paranoia, tres o cuatro plones era la medida per-
fecta, sí, la experiencia me lo decía. Saqué de mi billetera
una patica y chupé como me enseñó mi mamá las prime-
ras veces, como si fuera un pitillo. Quería impregnar el
aire de toda la casa de ese olor, para fastidiarlo a él, ya lo

106
Un viaje sorpresa

imaginaba decir al entrar: “¿Otra vez fumando?, ¡moco-


so drogadicto!”, y mi mamá detrás: “No le vayas a pegar,
por favor; ¡Jhon!, no está en su pieza, ¡Jhonsito!, ¡hijo!,
¿dónde estás?, ¡mira, se llevó todo!, se fue, por tu culpa,
¡Jhon!”..., y al rato el llanto. Él se creía inteligente y en
realidad era un ciego, nunca se dio cuenta de que mi vie-
ja también fumaba a escondidas conmigo; a escondidas,
como si fuéramos delincuentes, como si estuviésemos
cometiendo un delito; delitos los que comete el enano, y
sin esconderse, a la vista de todos. Yo no quería la culpa,
ni la sumisión. Me volví a repetir las palabras mágicas:
“libre, libre como el viento”. “Si pudiera liberar también
a mi madre y a Primavera”, pensé. Aunque Primavera no
me preocupaba demasiado, ella podía ser feliz en medio
de cuatro paredes, ella necesitaba tan poco, tan solo sen-
tirse viva y útil para los demás. Mi madre, por el contra-
rio, era como yo, lo reclamaba todo convencida de que lo
merecía todo, para ella no había nada imposible. Yo sabía
que a pesar de su cambio aparente, de su cambio radical,
en el fondo se sentía insatisfecha, sin libertad, ¿pero en-
tonces por qué seguía con él?, ¿por qué se conformaba?
Me sentía tan lejos de ella, ¿en realidad la iba a abando-
nar? “Suficiente —me dije—. Fuera pensamientos. Solo
acción”. Tomé la mochila, la colgué sobre mi espalda,
como había visto que algunas mujeres peruanas cuelgan
a sus hijos. Pesaba más de lo previsto. Salí del cuarto sin
mirar atrás, para no darle espacio al arrepentimiento.
Cerré la puerta de la casa como si fuera la última página
de un libro maldito que se quiere olvidar, con el miedo de
que se cuele en el sueño o en los momentos de confusión.
Al salir a la calle mis ojos se lastimaron al ver el sol,
esa casa parecía una cueva. Afuera en cambio había luz,
había vida. El vecino de enfrente lavaba su carro, las cua-

107
La voz de la adolescencia

tro puertas abiertas, la música, punchis punchis, a todo


volumen; era su manera de sentirse más, de restregarles
a sus vecinos que a pesar de estar como ellos en esa po-
bre y sucia calle, en ese pobre y sucio barrio, tenía algo
que ellos jamás tendrían, un carro, en el que algún día se
iría, cuando su mala racha, pasajera, se resolviera. Mag-
dalena y Sandra hablaban sentadas en la acera mientras
su abuela fisgoneaba desde la ventana del segundo piso,
a ver si alguna de sus recatadas y castas nietas se iba con
algún muchacho que no estuviera a su altura. Giré hacia
la izquierda, para no pasar en frente de la tienducha, ¡dis-
coteca según él!, apenas un lugarsucho de mala muerte,
visitado por borrachos y vagabundas. En la otra cuadra
algunos pelados jugaban fútbol en medio de la calle. Me
quedé observando las festivas banderitas que se mecían
entre los postes de luz; me gustaron, se movían al ritmo
del viento, eran los fieles espectadores del partido de fút-
bol. Enredados en los cables de la luz yacían restos de
cometas, cadáveres insalvables, desechos de un día feliz.
Deseo de salvarlas, de regresarles la posibilidad de ca-
balgar el viento. Algunos papeles y bolsas de plástico se
paseaban orondos por la calle sin asfalto. Desechos, todo
ese barrio no era más que un enorme desecho, olvidado y
sin rumbo; como un borracho que da tumbos alrededor
de un poste.
Finalmente llegué al paradero de buses. Ahí mismo
pasó el colectivo para el terminal, no había puestos, por
suerte un señor me recibió la mochila. Observé deteni-
damente a cada uno de los pasajeros. Todos tan aburri-
dos, tan ausentes, sumidos en un limbo que yo no lo-
graba comprender; yo no quería ser como ellos cuando
fuera grande. Comencé a cantar, a ver si lograba sacarlos
de ese aturdimiento. “Ojos azules no llores, no llores ni

108
Un viaje sorpresa

te enamores”. Una señora que estaba a mi lado se sobre-


saltó. Dos o tres pasajeros repararon en mí pero pronto
regresaron a su limbo, la señora también, los demás ni se
inmutaron. Canté más fuerte “llorarás cuando me vaya
cuando remedio no haya...”. Un chico me miró con ra-
bia y se puso su walkman. Algunos me lanzaban miradas
intermitentes pero sus rostros permanecían impávidos,
inertes. Al final recibí como tres mil pesos en monedas,
no entendieron nada, bueno, al menos gané algo de plata.
Cuando llegué al terminal sentí las pulsaciones de
mi corazón en todo el cuerpo. Hasta ese momento me
di cuenta realmente de lo que estaba a punto de hacer.
Pensé en mi vieja. La recordé cantándome “ojos azules”
dentro de una carpa en un pueblito de Bolivia, cuando
viajamos durante meses por Sudamérica, cuando ella
todavía era viento. Mi idea era ir a San Agustín, llegar
a casa de Marco y Clemencia, dos amigos que conoci-
mos al regreso de nuestro viaje. Me acuerdo que ya no
teníamos ni un peso. Ellos fueron súper generosos con
nosotros, nos dieron comida y hospedaje durante varias
semanas a mi mamá, a Primavera y a mí. Bob todavía no
había nacido. “¿Y si no se acuerdan de mí? —pensé—,
eso fue hace cuatro años, o de pronto se acuerdan pero
no quieren recibirme o ya no viven en la misma casa”. El
miedo comenzó a colarse dentro de mis huesos, ya era
tarde para arrepentirme, en ese momento mi mamá y su
maridito ya se habrían dado cuenta de mi fuga, no podía
volver. Si me quedaba sin dinero podía cantar en cual-
quier parte, “en el colectivo me funcionó sin ni siquiera
proponérmelo —me dije a mí mismo—, además en San
Agustín hay muchos artesanos, puedo buscarlos y traba-
jar con ellos. Yo me voy a saber defender allá, y luego voy
a viajar a otros lugares desconocidos.” Compré el boleto,

109
La voz de la adolescencia

el bus salía en media hora, la suerte me estaba acompa-


ñando. Cuando subí al bus y me senté al lado de la ven-
tanilla me dieron ganas de llorar, no sé si de tristeza o de
felicidad. Hice un esfuerzo sobrehumano por contener
las lágrimas que obstinadas se agolpaban en mi garganta
furiosas por salir, aparte de eso mi corazón latía con una
fuerza tal que casi podía oírlo. Libre, libre como el viento,
me dije para tratar de calmarme. Fue inútil, en ese mo-
mento no funcionaron las palabras mágicas; ni siquiera
ellas lograron sosegar aquel llanto desenfrenado.

4. LIBRE COMO EL VIENTO


(INTERPRETACIÓN ORACULAR)

Cuando uno dice “no” es que evoluciona. Todas las


revoluciones, es decir las re-evoluciones, inician con un
“no”. “No” a la violencia, “no” al sufrimiento, “no” a la
injusticia, o cualquier otro “no”. Y es verdad que al decir
“no” aquello que negamos se hace aún más fuerte. Pero a
veces, casi siempre, la única forma de vencer al mal es re-
conociendo su fuerza, su poder, y aprendiendo a integrar
esa fuerza, ese poder, dentro de nosotros mismos, por el
más alto bien de la humanidad. A veces, casi siempre, la
única manera de alcanzar el cielo es atravesando el in-
fierno, y la única vía para llegar a la paz es por medio de
una larga guerra.
Así que alguien tiene que poner las cartas ocultas so-
bre la mesa, alguien tiene que decir “no” a tanta felicidad
falsa, a tanta hipocresía. Alguien tiene que demostrar
que no todo está tan bien como parece. Y ese alguien por
lo general es un espíritu adolescente; pues no hay espíritu

110
Un viaje sorpresa

más libre, más rebelde y más fiel a sí mismo que el espíri-


tu de la adolescencia.
Tu adolescente interior está diciendo en este mo-
mento “no”, y es muy probable que esté diciendo “no” a
su propia familia o a su propia cultura de origen, a los
karmas de esa familia o de esa cultura, a esos karmas que
quieren esclavizarlo, que pretenden hacer de él una ma-
rioneta, que se empeñan en hacerle creer que él nació
para ser su chivo expiatorio. “No”, el espíritu de tu ado-
lescente dice “no, ya basta”. Y estaría bien que tu abuela
y tu abuelo interior, abrazaran ese “no”, abrazaran a ese
adolescente y le dijeran: “estamos contigo y estaremos
contigo, en tu exilio voluntario, en tu abrir las alas, en tu
dejar atrás el nido, en tu abrazar tu soledad con entereza
y virtud”.
Tal vez sea necesario que tu espíritu adolescente se
pierda un tiempo, lejos de casa. Si tú estás ahí, como
abuelo, como abuela, acompañándolo, aconsejándolo,
tarde o temprano él reconocerá que los males que tanto
veía en los otros también están dentro de él. Solo enton-
ces comprenderá que la revolución más pura es la revo-
lución interior. No es contra su familia, ni contra su cul-
tura, ni contra nada externo que él debe pelear. La pelea
es consigo mismo. Y el sentido profundo de esa pelea es
aprender a trascenderse, a curarse, a liberarse de sus pro-
pios males; abrazándolos, amándolos, aceptándolos; has-
ta el punto en que ellos se dobleguen y caigan rendidos
ante el poder de su amor; hasta que todos los monstruos
aterradores que tanto lo perseguían por fin dejen ver su
lado flaco, su niño herido, y no les quede más remedio
que rogar por su propia redención.
Así, tu espíritu adolescente se convertirá en una luz,
en un faro, para sí mismo, para su familia, para su tribu, y

111
La voz de la adolescencia

para toda la humanidad; y tú estarás allí, como abuela sa-


bia, como abuelo compasivo, siempre abrazándolo, siem-
pre recordándole que su revolución inició con un “no”, y
que gracias a ese “no” ahora todos podemos ser libres.

Tema: La búsqueda de la revolución.


Virtud: Autoestima sana.
Herida emocional: Agresión / Cura: Desapego.

112
CAPÍTULO 3

Cuentos de adultescentes
EL DIAMANTE ESCONDIDO

Vera estaba feliz; finalmente, a sus treinta y dos años,


iba a cumplir el anhelado sueño de conocer el mar. Tenía
que compartir con alguien aquel destello de alegría que
se iba desplegando dentro de ella como rosa en primave-
ra, así que se quitó el cinturón de seguridad y recorrió el
pasillo del avión en busca de alguno de sus compañeros
de trabajo. Todos estaban sumergidos en sus televisores
particulares. El único que ofrecía una pequeña variante
era el joven triste, cuyos ojos parecían estar en otra parte,
como clavados en la nada. Vera prefirió no interrumpir-
lo, ni a él ni a los otros. Una ola voluptuosa de amor hacia
ellos así se lo dictó. Era una ola repentina que la despojó
de un momento a otro de tantas distancias, sombras e
incomprensiones que la separaban de sus compañeros de
oficina, con quienes compartía casi el setenta por ciento
de su vida diaria en el séptimo piso del Instituto Global
de Medios y Comunicaciones.
Llevaba solamente tres meses trabajando en el Ins-
tituto y ya estaba aburrida. Las jornadas laborales se le
hacían cada vez más lentas, pesadas y monótonas. Le re-
cordaban mucho las planas que debía llenar en el colegio

115
La voz de la adolescencia

cuando se portaba mal:


No vuelvo a desobedecer a los mayores
No vuelvo a desobedecer a los mayores
No vuelvo a desobedecer a los mayores
No vuelvo a desobedecer a los mayores
...y así, hojas enteras.
Lo peor, es que si desobedecía esta vez iba a acarrear-
se graves problemas, pues ya le habían pedido la renun-
cia en cuatro trabajos anteriores y el quinto despido en su
hoja de vida le significaría la muerte laboral.
El Instituto, a diferencia de sus trabajos precedentes,
ofrecía cada fin de año a sus empleados un plan vaca-
cional en una finca ubicada a cuatro kilómetros del mar.
A Vera ni siquiera le molestó el carácter semiobligatorio
del plan ni el hecho de convivir con sus compañeros día
y noche durante tres semanas. Iba a conocer el mar y eso
era lo único importante.
El capitán del avión anunció por el altavoz la em-
prendida del descenso. La finca contaba con una pista
particular de aterrizaje. Vera suspiró de emoción al ver, a
través de la ventanilla el anuncio de la selva tropical, uno
de los patrimonios ecológicos más ricos en diversidad de
flora y fauna de todo el mundo, según lo había leído en
varias revistas especializadas.
La finca era gigantesca: una especie de ciudadela in-
crustada en medio de aquella naturaleza indómita y sal-
vaje. Desde afuera se alcanzaba a presenciar el orgullo de
sus construcciones y el refinamiento de sus zonas ver-
des. Las compuertas de aquel portento arquitectónico se
abrieron. Un hombre vestido de marrón que salió de la
garita les dio la bienvenida a los treinta y siete empleados
del Instituto y a sus correspondientes familias. Tres buses
amarillos los trasladaron al Edificio Principal en donde

116
El diamante escondido

fueron recibidos por cinco personas, de mirada altiva y


porte solemne, encargados de su comodidad y seguridad
durante su estadía en “El Diamante Escondido”, como se
llamaba la finca.
El guía turístico fue el primero en presentarse. De
pelo amarillo, tez rojiza y ojos saltones daba la impresión
de un pollo recién desplumado. Era Magister en guía de
Turismo Vacacional para Empleados Públicos y había
sido condecorado en varias ocasiones por su desempe-
ño laboral. Estaba encargado de presentar cada mañana
un diverso y emocionante programa de actividades y de
conducir las visitas a las diferentes atracciones turísticas
que ofrecía la finca. A continuación, se presentó Doña
Vacacionista: una señora gorda, de pelo corto y sonrisa
permanente, cuya labor consistía en conferir un puntaje
diario a cada uno de los empleados de acuerdo a su com-
portamiento e iniciativas con respecto al plan vacacional.
Al final de las tres semanas, ella misma era quien le otor-
gaba el Premio al Mejor Vacacionista del Año, constitui-
do por un ascenso del 20% del salario más un aumento
significativo del prestigio del ganador ante los directivos
del Instituto. Enseguida, habló Dinámico de Grupo, un
hombre pequeño que cerraba intempestivamente su ojo
derecho; un tic nervioso, al parecer. Dijo ser especialis-
ta en cincuenta actividades recreativas para grupos nu-
merosos y en chistes de treinta y cuatro nacionalidades
distintas. Por último, se presentaron el médico y el ma-
yordomo, ambos jóvenes y con el mismo aire de impor-
tancia personal. El mayordomo llamó a su comitiva de
ayudantes y les pidió que se encargaran de ubicar a los
huéspedes en sus respectivas habitaciones. El edificio de
alojamiento constaba de tres plantas. La primera para los
niños, la segunda para los matrimonios y la tercera para

117
La voz de la adolescencia

los solteros. La última planta fue ocupada únicamente


por dos personas: Vera y el joven triste.
Cuando Vera se quedó sola en su habitación en me-
dio de cuatro paredes blancas y desnudas, de una cama
sencilla cubierta por un cubrelecho brillante, y de un
ventilador ruidoso pegado al techo, sintió un vacío des-
agradable en su interior; como una sensación de des-
amparo y profunda soledad. Ansió abrazar algo que le
resultara cercano y familiar. Tuvo deseos de estar en su
casa. Vivía sola, pero al menos allí no se sentía tan ex-
traña como en aquella finca. Aunque pensándolo bien,
en su casa a veces también se sentía algo extraña; a decir
verdad en todas partes se sentía extraña, como desarrai-
gada. Se dejó desplomar en la cama. Una lágrima gruesa
y fría se resbaló sobre su piel adentrándose pronto en la
oscuridad de sus finos cabellos. Al rato se quedó dor-
mida. Cuando despertó ya era de noche. Miró su reloj,
faltaban quince minutos para las ocho. El mayordomo
había dicho que la cena se servía entre siete y ocho. Vera
tenía hambre pero no tenía ganas de bajar al comedor. Ni
siquiera se había bañado. Además, lo menos que deseaba
en ese instante era encontrarse a aquellas personas tan
ajenas a su existencia, con quienes era imposible sostener
una conversación íntima. Prefirió quedarse en su habi-
tación. Más tarde escuchó música y voces en el jardín.
“Lo que faltaba”, pensó, “¡la fiesta de bienvenida! Ahora
ni siquiera voy a poder dormir”.
Al otro día se levantó con mejor ánimo y con un
propósito alentador: informarse sobre las vías existentes
para ir al mar. Bajó al comedor a las siete en punto. Fue la
primera en desayunar. Cuando el mayordomo se acercó
a ella para preguntarle si se sentía bien, extrañado de su
ausencia en la fiesta de la noche anterior, Vera aprovechó

118
El diamante escondido

para averiguar muy casualmente cómo se podía ir al mar.


“Hay que esperar unos días”, dijo él, “en este momento
está en reparación”. Vera quiso extender la conversación,
pero el mayordomo se marchó rápidamente argumen-
tando la necesidad de regresar a sus labores.
Poco a poco las familias y sus murmullos fueron po-
blando las mesas. Nadie se sentó junto a Vera. A ella no
le importó, era la costumbre. En el restaurante del Insti-
tuto siempre almorzaba sola, se ubicaba en el salón más
pequeño y vacío para escabullirse de la compañía estri-
dente de sus colegas y refugiarse en su tranquila soledad;
pero aquí no podía hacer lo mismo porque solo había
un amplio y único salón. Aunque según se dijo Vera esto
no le afectaba en absoluto. Claro que cuando apareció el
joven triste le pidió en silencio que se sentara con ella. Él
no le hizo caso, prefirió sentarse solo.
A las ocho en punto Don Turístico leyó el programa
de actividades. A las ocho y media tres buses amarillos
se estacionaron frente al Edificio Principal. Uno de ellos,
cargado de niños, se dirigió al parque de diversiones, los
otros dos rumbo al Museo Regional. El primero iba co-
mandado por Dinámico de grupo, el segundo y el tercero
por Doña Vacacionista y Don Turístico. A las ocho y cua-
renta y cinco arribaron todos los adultos a las puertas de
un gigantesco castillo empedrado. Don Turístico hizo un
recuento histórico y una rápida descripción de esta reli-
quia arqueológica, la más antigua de la finca, y seguido
por el grupo a su cargo se internó en las fauces de aquel
castillo.
El Museo contaba con diez salones virtuales que
ofrecían a los invitados la posibilidad de conocer y sentir
la naturaleza de la región sin el riesgo de correr ningún
peligro. El primero de los salones parecía una exposi-

119
La voz de la adolescencia

ción de antiguas embarcaciones de madera, organizadas


simétricamente en dirección a un mismo horizonte.
Cuando todos terminaron de acomodarse en aquellas
reliquias pesqueras un sonido estridente de pájaros y
chicharras se apoderó del ambiente; como respuesta a
ello las embarcaciones comenzaron a navegar sobre su
eje mecánico. La pantalla frontal de video internó a los
viajeros en un río ancho y caudaloso coloreado por el
amanecer mientras las pantallas laterales mostraban un
paisaje denso y selvático filmado desde una embarcación
en movimiento. Durante la travesía se cruzaron con va-
rios pescadores aborígenes y con un grupo de niños que
chapuceaban dentro del agua. Finalmente atracaron en
frente de una imponente cascada; algunos cerraron los
ojos para deleitarse con su sonido hipnótico. Los demás
salones seguían el mismo patrón: pantallas de video,
banda sonora alusiva al paisaje recreado y accesorios
virtuales de acuerdo a la ocasión; algunos incluso esta-
ban dotados de aromas y acondicionados según diversos
climas atmosféricos. A Vera le gustaron particularmente
los salones de árboles, aves y escarabajos. Se inquietaba
cada vez que uno de estos viajes virtuales estaba pronto
a finalizar. Apenas se encendían las luces para recordarle
la diferencia entre ficción y realidad le entraba un aire de
frustración que le llegaba hasta los huesos. El último sa-
lón, el número diez, ofrecía un recorrido por el mar y las
playas cercanas, aunque no fue posible entrar allí porque
estaba en reparación. Esto no tomó por sorpresa a Vera;
ella algo había presentido con relación a la combinación
mar, reparación y último salón.
A las doce arribaron los buses para trasladar a los
huéspedes hacia el Edificio Principal. En medio de la fila
para subir al bus Vera sintió de pronto una impacien-

120
El diamante escondido

cia que comenzó a sofocarla. Delante de ella, don Pedro,


un señor gordo, de bigote grueso y cabeza cuadrada, jefe
del área administrativa del Instituto, intercambiaba im-
presiones con su esposa sobre los diferentes salones del
museo.
—Disculpe don Pedro —dijo Vera dominada por sus
impulsos—, ¿usted sabe si dentro del plan de vacaciones
está incluida una visita al mar?
El pequeño hombre la miró fríamente y le dijo:
—¿No escuchó que está en reparación?
—Sí, pero yo digo una visita verdadera no virtual —
agregó Vera con su natural espontaneidad.
Él sonrío irónicamente y le dio la espalda, entregán-
dose al reclamo amoroso de su esposa. El joven triste,
quien estaba de pie en frente de la pareja, fue testigo de la
indignación que sufrió Vera a causa de aquel desplante.
De pronto, la mirada inquieta de Vera se topó con los
ojos fijos del joven. Vera se paralizó ante aquel destello
de aterradora proximidad. No podía creer que el joven
triste la estuviese mirando de esa forma. Sabía muy poco
de él, apenas lo conocía de saludo, como a todos los de-
más; sin embargo desde la primera vez que lo había visto,
y a partir de entonces cada vez que se encontraba con
él, sentía el mismo vértigo incontrolable en la boca del
estómago, la misma lucha entre atracción y rechazo, el
mismo nerviosismo infantil; ¿por qué?, no lograba expli-
cárselo, como tampoco supo explicarse aquella mirada
tentadora.
Al finalizar el almuerzo, siguiendo el cronograma de
Don Turístico, niños y adultos se trasladaron a la pisci-
na con olas; allí pasaron toda la tarde. A las cinco lle-
gó la hora de regresar al Edificio Principal. Vera quería
caminar. Cuando se estaba alejando de la fila para subir

121
La voz de la adolescencia

al bus varias miradas intrusas recayeron sobre ella, e in-


cluso algunas voces de mofa: “¿por qué te vas?”, “¿ahora
qué te molestó?”, “seguro va al mar”, “claro”, “¡oye, Vera...,
mándale saludos al mar!”. Risas. Vera, al voltear su rostro,
identificó a un grupito de cuatro o cinco funcionarios
cuyo pasatiempo favorito era reunirse a las afueras del
Instituto para jugar a ser un clan de malvados. “Tenían
que ser ellos”, pensó, y desafiante les dijo: “¿me llama-
ban?”. Ellos continuaron con sus risitas solapadas. Vera
agregó en tono agresivo: “¿por qué no hablan de frente?”.
“¡Uy!, ¡qué genio!”, dijo uno de ellos, “no se aguanta una
broma, qué agresividad”. Vera estaba a punto de llorar de
la rabia, así que prefirió ignorarlos y marcharse con paso
orgulloso y seguro mientras insultaba en silencio a don
Pedro, por chismoso. Recordó que entre cinco y media
y seis y media estaba programada una sesión de chistes
verdes hawaianos a cargo de Dinámico de Grupo. Imagi-
nó el tic nervioso de aquel hombrecillo y cientos de risas
a su alrededor. No tenía ánimo para eso, así que cambió
de rumbo y deambuló hasta el anochecer por los jardines
y bosques de la finca.
Cuando llegó al Edificio Principal ya habían cerrado
el comedor. Un grupo numeroso de personas trataban de
leer una lista que estaba adherida al gran portal de vidrio.
Rostros de satisfacción, puños en alto en expresión de
logro, miradas de resentimiento, cabezas bajas domina-
das por la frustración, voces lanzando números al aire
para que los demás escucharan su triunfo; y cerca de esta
algarabía Doña Vacacionista, cruzada de brazos, con su
sonrisa permanente, contemplando la consecuencia de
su obra.
Vera se acercó cuando todos ya se habían marcha-
do, “solo por curiosidad”, se dijo. 25 puntos al lado de

122
El diamante escondido

su nombre, el puntaje más bajo de los treinta y siete em-


pleados. Quedó sorprendida ante la especificidad del
examen. Aportes: ninguno. Primera falta: ausencia a la
fiesta de bienvenida. Segunda falta: ausencia a la primera
sesión de chistes. Tercera falta: irrespeto y altanería con
sus compañeros. Vera no podía creer lo que estaba leyen-
do. Inmediatamente sintió la presencia del joven triste
a su lado se desahogó con él, no pudo evitarlo. “Esto es
ridículo”, dijo ella. “¿Qué cosa?”, preguntó el joven. “Esta
lista parece un chiste, ¡todo en este lugar parece un chis-
te!”, concluyó Vera y luego se marchó encolerizada.
Cuando estaba a punto de abrir la puerta de su habi-
tación escuchó su nombre al fondo del pasillo. Era el jo-
ven triste, nuevamente. Esta vez la llamaba para invitarla
a su cuarto, quería mostrarle dos fotografías. La primera:
mitad mar mitad cielo; un mar calmo, azul profundo, un
horizonte difuso, un cielo brillante y despejado. La se-
gunda: el rostro del joven triste en primer plano, el mar y
el cielo de fondo. Al contemplarlas Vera se iluminó. Las
sombras que se aferraban a ella unos minutos antes des-
aparecieron como por encanto.
—Yo sabía que era posible ir al mar —dijo Vera ra-
diante.
—No, Vera, de eso quería hablarte, ¿tú no leíste el
reglamento del plan vacacional?
—No.
—Pues ahí dice que el plan no incluye ninguna visita
al exterior de la finca, mejor dicho que está prohibido
salir de aquí.
—¿Por qué?
—No sé, a nadie le interesa, todos se sienten felices y
a salvo aquí adentro.
—Pero tú fuiste al mar.

123
La voz de la adolescencia

—Por mi cuenta.
—Ah, bueno, entonces yo también voy a ir por mi
cuenta.
—No es buena idea, si ellos se enteran te pueden
causar muchos problemas, te lo digo por experiencia,
a mí me acusaron de violación del reglamento del plan
vacacional, como castigo me descontaron el treinta por
ciento del salario durante tres años y me colocaron una
sanción en la hoja de vida, por eso quería hablar contigo
porque tú no sabes cómo funcionan las cosas aquí, yo
también era como tú..., al principio.
—¿Es muy difícil llegar al mar? —preguntó Vera des-
viando la conversación.
—No hay senderos muy marcados, pero no es tan
difícil llegar, lo difícil es regresar, yo casi me pierdo en
medio de la selva, por eso te digo que te olvides de esa
idea. No es posible, entiéndelo.
Vera dejó caer su mirada sobre uno de los recuer-
dos inmortalizados del joven triste. Fue la única forma
que encontró de evadir aquella retahíla de fastidiosas
advertencias que ya comenzaban a sembrar en ella el
desaliento. Pronto descubrió que en la fotografía los ojos
del joven triste no estaban tristes, por el contrario son-
reían plácidamente como Vera nunca los había visto. Esa
mirada, increíblemente provocadora, cautivó a Vera por
completo, a tal punto que se olvidó de todas las pregun-
tas, deseos y preocupaciones que unos segundos antes la
avasallaban sin misericordia. En ese instante su mundo
se redujo a esos ojos y a nada más. Tuvo miedo de alzar
la vista y encontrarse con ellos, en persona, y verlos cu-
biertos de tristeza. Tuvo miedo de sentir el mismo vér-
tigo del mediodía pero ahora sin posibilidad de escape.
Tuvo miedo de amar esos ojos y de perderse dentro de

124
El diamante escondido

ellos. Sin embargo, como no podía quedarse eternamen-


te contemplando la fotografía, no le quedó más remedio
que alzar la vista y encontrarse con los ojos del joven.
Efectivamente estaban tristes. Vera terminó por some-
terse a un incontenible sentimiento parecido al amor que
la obligó a besar aquellos ojos sin preámbulos ni razo-
nes, impulsada por el ardiente deseo de hacerlos sonreír;
como en la fotografía, solo eso, verlos sonreír, al menos
un instante.
Los días siguientes Vera y el joven triste (que por es-
tos días dejó de ser el joven triste, parecía por el contrario
el joven alegre) anduvieron juntos día y noche, como si
fuesen marido y mujer. Una nueva esperanza se anidó en
el corazón de Vera: idearse la forma de escapar del Dia-
mante Escondido sin que nadie se diera cuenta y conven-
cer al joven de acompañarla a conocer el mar. Silencio-
samente depositó su confianza en el tiempo y en el amor.
Tenía tres semanas, apenas comenzaban las vacaciones.
Durante casi una semana asistieron juntos a todas
las actividades que ofrecía el plan vacacional diario. En
las mañanas recorrían museos y galerías virtuales. En
las tardes visitaban centros comerciales y zonas de re-
creación y deporte. Al atardecer asistían a las sesiones
de chistes internacionales, y por la noche acudían a las
veladas de cuentos terroríficos.
Vera se sintió más tolerante con sus compañeros y
con la dinámica del plan vacacional. Ya no estaba sola.
Ahora existía alguien a quien podía comunicarle los
sentimientos y pensamientos que le despertaban aque-
llas extrañas rutinas en las cuales ella participaba como
espectadora de una película de cine. Ahora podía susu-
rrarle al joven sus preguntas y comentarios cada vez que
alguna escena le resultaba incomprensible. Las veladas

125
La voz de la adolescencia

de cuentos terroríficos se convirtieron en el mayor deto-


nante de susurros; estos comenzaban al bajar los roídos
escalones que conducían al sótano en donde una voz de
ultratumba narraba historias de brujas, demonios y espí-
ritus del mal que supuestamente vagabundeaban alrede-
dor del Diamante Escondido. En medio del frío y la hu-
medad los invitados temblaban abrazados unos a otros, y
en ocasiones lanzaban gritos de espanto, los cuales rebo-
taban sobre las columnas para luego languidecer en eco
dentro de la desconocida anatomía de aquella morada en
tinieblas.
Pronto, Vera volvió a sentir aquella incómoda sen-
sación de escribir en un papel infinitas veces la misma
frase. Cesaron los susurros, ya no había nada que la
asombrara, todo se tornó repetitivo, predecible, absur-
do. Vera comenzó a indisponerse contra casi todas las
actividades. Concientizó que había asistido a muchas de
ellas influenciada por la insistencia del joven, quien se
resistía a faltar al plan vacacional diario argumentando
los inconvenientes que esto les traería.
—No voy a ir a la sesión de chistes hoy —le dijo Vera
un día al joven—, voy a caminar, ¿quieres acompañarme?
—No es bueno que faltemos.
—Y dale con lo mismo, tú quieres ganarte el Premio
al Mejor Vacacionista del Año ¿no? —le dijo ella iróni-
camente.
—No, no me interesa para nada ser el mejor vacacio-
nista, pero tampoco quiero ser el peor.
—¿Y qué tiene de malo ser el peor?, eso a ti no te
quita ni te pone nada, no te van a echar por eso ¿o sí?
—No, pero me van a tener en la mira y eso no es con-
veniente para mí, para ti tampoco, es mejor que pasemos
inadvertidos.

126
El diamante escondido

—¿Por qué les tienes tanto miedo? Esto no es una


cárcel, ¿o sí?, yo no voy a actuar por miedo, me tiene sin
cuidado ese cuento de la lista y de los puntajes. Estas son
mis vacaciones y yo no vine aquí para aburrirme ni para
perder mi tiempo mientras la belleza y el misterio me
están llamando allá afuera, mientras el mar...
—¿Sigues con esa idea?
Vera no dijo nada.
—Ya te dije que eso es imposible.
—No es imposible porque tú ya fuiste.
Esta discusión se convirtió, a partir de entonces, en
una rutina diaria, entrometida y puntillosa, como si fue-
se un taladro en medio de la estrecha relación que se ha-
bía creado entre ellos. Con el fin de escapar de aquella
intrusa, a veces Vera aceptaba las casi súplicas del joven
para que asistieran a las actividades del plan vacacional,
pero por lo general el joven cedía la mayoría de las veces.
Era común y objeto de rumores verlos escabullirse, como
gatos, de las rutinas gregarias. Casi siempre terminaban
vagabundeando por entre los bosques y jardines en don-
de les gustaba hacer el amor bajo el cielo descubierto,
cobijados por el abrazo del sol; como si quisieran grabar
en la memoria de la naturaleza la catarsis de sus cuerpos
enlazados.
Fácilmente el joven cedía ante los caprichos y ocu-
rrencias de Vera, creyendo que de esta forma ella olvida-
ría la idea de visitar el mar. Una noche, a las dos de la ma-
ñana, Vera llegó a su habitación exhibiendo un manojo
de llaves y una sonrisa de niña traviesa. Quién sabe cómo
se había apoderado de las llaves del Mayordomo; el joven
nunca lo supo, el caso es que a partir de entonces Vera
golpeaba su puerta todas las noches a esa misma hora
para que juntos salieran a cazar el misterio de lo prohibi-

127
La voz de la adolescencia

do. El salón número diez del Museo Regional se convir-


tió en destino diario y exclusivo de la pareja clandestina.
Este salón se mantenía exactamente igual a como estaba
dos años atrás, cuando lo habían cerrado por demanda
de restauración. El mismo suelo alfombrado en arena
blanca, el mismo sonido de gaviotas al encender el in-
terruptor de funcionamiento, la misma pantalla frontal
que continuaba proyectando las mismas imágenes. Nin-
gún rasgo de novedad.
La proyección número uno se parecía a una de las
fotografías del joven: un mar en reposo bajo un cielo des-
pejado. El joven, al contemplarlo, no pudo contener la
nostalgia, la encantadora niebla que fue borrando su pre-
sente para abandonarlo en el borde de su pasado. Volvió
a sentir el anhelo de creer en lo imposible, y él que creía
aquella inútil ilusión completamente superada, pero no,
ahí estaba de nuevo, aunque no tardó en recordar sus tro-
piezos y dolores a causa de su ardorosa fe y sus inocentes
batallas perdidas. Mientras tanto Vera, sin comprender
nada, lo avasallaba a preguntas.
—¿Con quién fuiste al mar?
—Solo.
—La foto en que tus ojos sonríen... ¿la tomaste tú?
—¿En que mis ojos sonríen? Sí, la tomé yo, estiré el
brazo y puse la cámara enfrente de mi cara.
—¿Y te metiste al mar?
—No.
—¿No? ¿Por qué?
—Me bastó con mirarlo, eso fue suficiente para mí.
—Cuando vayamos los dos nos vamos a meter al
agua, imagínate lo que se debe sentir estar en medio de
esa inmensidad. Imagínate los dos en medio de esa in-
mensidad.

128
El diamante escondido

—No comiences.
Ahí estaba de nuevo la intrusa.
A pesar de los esfuerzos de ambos aquella intrusa se
negaba a irse. Tal vez por eso, el joven terminó por ac-
ceder al capricho mayor de Vera: ir al mar. Sucedió una
madrugada mientras miraban la proyección número 5
del salón diez, dedicada a las medusas.
“Yo quisiera ser una medusa”, dijo Vera al contem-
plar una de estas elegantes y traslúcidas criaturas ondu-
lando entre las aguas. El joven recordó, aunque no le dijo
nada a Vera, la vez en que recogió un cadáver de medusa
en medio de la playa; ¿cómo olvidarlo?, era un pequeño
cuerpo gelatinoso y transparente arrojado a la orilla del
mar; cuando lo acarició ¡zas! el cuerpo compacto, chato
y fibroso se convirtió en agua diluyéndose por completo
entre sus dedos.
“Tengo una idea”, dijo ella de pronto, “ya sé cómo
podemos ir al mar sin que nadie se entere”. El joven ter-
minó cediendo después de una hora de argumentos e
insistencias. “Está bien, está bien, me convenciste”, dijo
casi sin darse cuenta. Ahí mismo se arrepintió, pero ya
fue demasiado tarde. Vera saltaba de felicidad, como una
niña. Daba vueltas diciendo que era una medusa y que
pronto estaría danzando entre las aguas. No paraba de
hablar y de hacer planes. Todo lo tenía calculado. A la
mañana siguiente, a primera hora, el joven buscaría al
médico y le diría que Vera acababa de sufrir un ataque de
asma. Ella era asmática y sabía muy bien cómo fingir un
ataque. “Ya me siento mejor”, diría ella después del exa-
men, “creo que solo necesito descansar”. El joven le diría
al médico que no se preocupara, que él cuidaría de ella
y que si se presentaba alguna complicación lo buscaría
enseguida. Era ya bastante obvia la relación entre Vera y

129
La voz de la adolescencia

el joven así que nadie se sorprendería porque él se ausen-


tara un día del plan vacacional para cuidar de su novia.
Cuando todos se marcharan lejos del Edificio Principal a
cumplir con las actividades del día, Vera y el joven apro-
vecharían para escaparse de la finca a través de la salida
secreta descubierta por él años atrás, luego se dirigirían
al mar, pasarían la noche en la playa, y al amanecer es-
tarían de vuelta en el Diamante Escondido. “Fácil”, dijo
Vera y prometió que cuando regresaran asistiría a todas
las actividades del plan diario hasta que finalizaran las
vacaciones.
Quedaron de verse a las seis y treinta de la mañana
en la habitación de Vera. El joven no durmió nada, ape-
nas llegó a su cuarto cayó preso de un remolino de caóti-
cos pensamientos. Recordó los comentarios de sus com-
pañeros y el puntaje de los últimos días, el peor puntaje,
junto con el de Vera. “¡Qué vergüenza!”, pensó. “¿Qué le
pasa al flaco?, nunca había sido tan irresponsable”, “ayer
no fue a la sesión de chistes”, “ni hoy tampoco”, “la mu-
jercita ésa que lo tiene loco”, “el lunes los vieron detrás de
unos árboles, ¡qué vergüenza!”. “¡Chismosos!, ¿por qué
no se ocupan de sus propias vidas?, aunque tienen razón,
soy un inconsciente, ¿cómo que tienen razón?, qué van
a tener razón, hablen, hablen todo lo que se les antoje,
por qué me dejo afectar tanto por eso, ¿ah?, Vera, ¿por
qué?, no me importa lo que ellos digan y no me importa
lo que ellos piensen…, ¿no me importa?, ¿de verdad no
me importa?, sí me importa, es mi reputación..., de eso
depende mi futuro, mi estabilidad, todo..., aunque tú me
importas más, tú bailando como una medusa eres más
verdadera que todo lo demás. Vera verdadera, Vera ver-
dad, ¿verdad Vera? Vera... El mar.”

130
El diamante escondido

Después de luchar por horas contra el insomnio, de-


cidió levantarse de la cama, encendió la luz y arrancó un
papel de su agenda. Dibujó allí los ojos, la nariz, y los la-
bios de Vera, luego sus cabellos largos y ondulados como
cilios de medusa, después agua a su alrededor. Vera me-
dusa en medio de las aguas. Olas, playa, selva, y en medio
de la selva: “El Diamante Escondido”.
El reloj dio las seis y quince, el joven dobló la hoja,
se puso el pantalón que estaba tirado en el suelo y así, sin
camisa ni nada se presentó ante Vera. Ella lo recibió con
una meritoria interpretación de la escena que estaba a
punto de representar.
—Soy una verdadera actriz, ¿no?, solo falta el públi-
co, ¿traes al médico?; ya estoy lista.
—Vera, pensémoslo mejor, es una locura, nos van a
descubrir.
—¿Qué? ¡No lo puedo creer!
Un silencio que pareció eterno. Las miradas de am-
bos esforzándose por interpretarse. Los ojos del joven
triste más tristes que nunca.
—No vas a ir, ¿no?
Él no dijo nada.
Ella se colgó su morral y se dirigió hacia la puerta. Él
se fue tras ella y le entregó el papel que había arrancado
de su agenda.
—Es un mapa..., para llegar al mar.
Ella le rapó el papel de las manos y salió inmediata-
mente de la habitación, tirando la puerta en la cara del
joven.
Él joven triste jamás volvió a verla, ella nunca regre-
só.

131
La voz de la adolescencia

5. EL DIAMANTE ESCONDIDO
(INTERPRETACIÓN ORACULAR)

La voz de la Madre Naturaleza te ha estado llamando,


y tú has iniciado una profunda búsqueda para encontrar-
te con ella, tal como lo hizo Vera en este cuento. Vera se
puso como meta conocer el mar. ¿Cuál ha sido tu meta?
De alguna forma estás hasta la coronilla de ver a tu
alrededor tanta desconexión con la esencia natural de la
vida. No te gusta vivir en un mundo lleno de ficciones
y artificios. Quisieras hablar con el río, correr junto al
viento, jugar con las olas del mar; pero donde vives no
hay nada de eso. Donde vives solo parece haber muros,
cemento y smog.
Tal vez si cumples tu meta, como lo hizo la protago-
nista del Diamante Escondido, podrás alcanzar esa liber-
tad que tu alma anhela, y muy posiblemente esa libertad
sea la llave hacia tu auténtica conexión con todo lo que
te rodea.
Quizá sea necesario para ello entrar en conflicto, o
incluso en confrontación directa, con tu grupo social, fa-
miliar o cultural. Ten en cuenta que si tu meta es limpia,
noble y sincera ese conflicto será transitorio y en algún
momento lograrás trascenderlo.
No le tengas miedo a la soledad. Entre más aprendas
a estar a solas con tu ser interior más cerca te encontrarás
de tu propio mar, y cuando llegues allí, te darás cuenta
de que la Madre Tierra y el Gran Espíritu siempre han
estado contigo, siempre estarán contigo.
Si ya llegaste a tu propio mar, y navegas como pez
en el agua dentro de él, sintiéndote en contacto perma-
nente con la naturaleza, el mensaje es que mires hacia
atrás y revises tus sentimientos con relación a ese grupo,

132
El diamante escondido

o círculo social, que en algún momento te lastimó, exclu-


yéndote. Puede existir todavía una herida no cicatrizada
en tu alma, una herida de rechazo. Acepta que fuiste re-
chazada, o que fuiste rechazado, y si es preciso expresa
de alguna forma tu dolor al respecto. Al mismo tiempo
reconoce que tú también rechazaste de algún modo a
ese grupo, así hubiese sido como mecanismo de defensa.
Solo se odia lo que en el fondo se ama. Acepta que si
en algún momento sentiste odio hacia ellos en el fondo
los amabas, por eso te dolió tanto su rechazo. Dales un
lugar en tu corazón, hónralos. Es tiempo de que hagas las
paces con ese episodio de tu historia. Cuando lo logres,
suelta el pasado, déjalo ir. Solo así podrás atraer a tu vida
nuevos amigos y nuevas amigas que estén locos por jugar
contigo, en tu amado mar.

Tema: La búsqueda de la libertad.


Virtud: La libertad de ser uno mismo.
Herida emocional: Rechazo /Cura: Autoaceptación.

133
NAVEGA BARQUITO

Rigoberto no separó los ojos del avión hasta ver-


lo perderse entre las nubes. Tenía la frente y las manos
apoyadas contra el cristal. Su rostro estaba pálido y su
mirada resplandecía como anunciando la pronta llegada
de las lágrimas. Un nudo en la garganta parecía estar a
punto de estrangularlo. No era la partida de sus suegros
lo que lo tenía así; en ese momento no pensaba en ellos,
ni tampoco en Fefita, su esposa, a quien tanto amaba; en
ese momento solo pensaba en el día en que por fin viese
realizado su sueño de abordar un avión como ese, rum-
bo al Yuma, o rumbo a cualquier lugar desconocido y
lejano. Acudieron a su recuerdo todos sus intentos frus-
trados por irse del país; recordó especialmente la vez que
estuvo más cerca de hacerlo, las noches en vela junto a su
amigo Alberto diseñando la estrategia de fuga, Alberto
hablándole de la lancha, que era grande y segura, que la
inversión valía la pena, que en menos de tres días esta-
rían del otro lado; el sacrificio para reunir los doscientos
dólares, las conversaciones interminables con Fefita, sus
promesas de llevarla junto a él apenas estuviese instalado

135
La voz de la adolescencia

en Miami, el frío de aquella inolvidable madrugada bajo


la lluvia, el temblor en las manos, la esperada lancha que
resultó ser una embarcación hechiza con viejas puertas
de armario y neumáticos de camión, dos negrones mi-
rándolo con ojos fríos, que Alberto se tuvo que ir pri-
mero en otra lancha, que los planes cambiaron a última
hora, que se subiera rápido porque los guardafronteras
podían divisarlos, y entonces la duda, la decepción de
Alberto, los doscientos dólares, Fefita, los ojos fríos de
los negrones en medio de una tormenta imaginaria, la
posibilidad de que lo echasen al mar al menor descuido,
los tiburones, el miedo; todo a su alrededor desdibujado,
y él hundido en sus pensamientos.
La mano de Fefita se posó suavemente sobre su hom-
bro.
—¡Rigo!, ¡Rigo! —dijo ella con voz exaltada.

II

A los pocos días se mudaron a su nuevo hogar: la


casa de los padres de Fefita. Estaban complacidos con el
cambio pues hasta el momento habían vivido los siete
años que llevaban de matrimonio junto a los padres de
Rigoberto, en un modesto apartamento ubicado a las
afueras de la ciudad. Ahora, por primera vez, vivirían
solos, o casi solos, en una casa grande, de dos plantas,
en pleno centro de Cienfuegos. La única condición que
pusieron los padres de Fefita fue no vender ni permutar
la casa, pues nadie sabía si el destino los obligaría algún
día a regresar.
Además de la casa les dejaron algo más: la abuela.
Según el médico, un viaje en avión podría ser muy

136
Navega barquito

peligroso para la salud de la abuela, teniendo en cuenta


su epilepsia y su avanzada edad: 98 años. Llevarla a Esta-
dos Unidos era algo imposible, así que alguien debía asu-
mir la responsabilidad de cuidarla; y Fefita, que siempre
pensaba más en los demás que en ella misma, se sintió
en la obligación de hacerlo; su hermano Albilio se hizo
el desentendido y ella no podía permitir que la abuela
terminara abandonada en un hospital psiquiátrico.
Fefita intuía que los tiempos por venir serían duros;
pero nunca imaginó que cambiarían su vida y la de Rigo
por completo.

III

Fefita dejó su trabajo como maestra de primaria y se


dedicó exclusivamente al cuidado de la abuela. El dinero
que enviaban sus padres no alcanzaba a cubrir los gastos
de una enfermera permanente y ella tampoco confiaba
en nadie para aquella labor tan delicada. La cotidianidad
de Rigo y Fefita se modificó por completo, pues ya casi
nunca podían salir juntos a la calle porque la abuela no
podía quedarse sola. Ambos extrañaban los viejos tiem-
pos en que solían pasear casi a diario por el malecón,
o sentarse en el parque a charlar sobre los aconteceres
del día, o perderse entre las calles de la ciudad; ocasión
perfecta para que Rigo comenzara a hablar desenfrena-
damente sobre sus sueños de irse en busca de una mejor
vida para ambos, mientras Fefita se dedicaba a escuchar-
lo como una madre que no quiere romper las ilusiones de
su hijo aún sabiendo que éstas jamás se cumplirán.
Un sábado, Albilio se ofreció a cuidar a la abuela, por
primera vez desde la partida de sus padres. Fefita y Rigo,

137
La voz de la adolescencia

sumergidos en una atmósfera un poco irreal que se adue-


ñaba de la casa, preparaban todo y hacían planes para la
noche. Fefita calentaba agua para el baño de la abuela.
La luz de la mañana se colaba por las figuras octagonales
que ahuecaban la pared de la cocina. Un rayo caía so-
bre el agua y rebotaba hasta alcanzar el rostro de Fefita,
quien cantaba una balada de “Los guardianes del amor”.
Rigo, de pie en el umbral de la puerta, tomaba café
mientras contemplaba a su esposa.
—¡Rigo! —dijo Fefita de improviso—, levanta a la
abuela.
Rigoberto se dirigió a la habitación de la abuela con
cierto asomo de desidia.
La anciana permanecía aún dentro de las cobijas,
pero ya estaba despierta. Se había orinado nuevamente
en la cama según comprobó Rigo cuando la ayudó a in-
corporarse para sentarla en la silla de ruedas. Rigoberto
hacía todo mecánica y rápidamente. No le gustaba dete-
nerse a contemplar a la abuela porque entonces lo inva-
día un sentimiento extraño que lo turbaba. Pero esta vez
no pudo evitarlo. El miedo comenzó a subirle desde los
tobillos, apoderándose de sus músculos. La abuela tenía
la mirada perdida y los brazos desgonzados. Estaba muy
quieta, como petrificada. Rigo cruzó la mano enfrente de
ella, pero la abuela no se inmutó.
—¡Rigo! ¡Trae a la abuela! —gritó Fefita.
Más tarde, mientras Fefita limpiaba un poco la casa
Rigo tuvo que vestir y arreglar a la abuela. Cuando se dis-
ponía a peinarla sonó el timbre. Respiró hondo. La vi-
sita de su cuñado no le agradaba en absoluto. Albilio le
parecía un hombre entrometido e hipócrita que siempre
trataba de menospreciarlo, como para demostrarle que él
jamás pertenecería a su “distinguida familia”.

138
Navega barquito

Albilio llegó en compañía de su esposa Mirtha.


—¡Qué flaca estás! —dijo Mirtha al saludar a Fefita.
Fefita esbozó una mueca que intentaba ser una son-
risa y les ofreció agua.
—Ayer hablé con mis padres —dijo Albilio mientras
se acomodaba en la mecedora.
Rigoberto continuaba en la habitación de la abue-
la. Con el cuerpo doblado y estirando los brazos hacia
el suelo la anciana intentaba recoger el peine que había
dejado caer por décima vez. Rigo ya no le prestaba aten-
ción. Permanecía inmóvil, sin saber qué hacer. De lo úni-
co que estaba seguro era que no deseaba salir a la sala.
—¿Quitaron la fotografía de mis padres? —dijo Al-
bilio, y agregó en tono irónico—: ¿Ya los olvidaron?, ¿tan
rápido?
Fefita salió de la cocina, sirvió el café y dijo serena-
mente:
—Solo la cambié de lugar —y señaló una cómoda en
donde descansaba la mencionada fotografía.
“¿Y a ti qué te importa?”, pensó Rigo, que alcanzaba a
escuchar perfectamente la conversación desde la habita-
ción de la abuela. “Ésta es mi casa y yo hago aquí lo que
me da la gana”.
—Consiguieron trabajo en un restaurante —conti-
nuó Albilio—, dicen que el salario es bueno, pero que les
hace falta un auto porque las distancias son enormes, pa-
rece que allá es imposible vivir sin automóvil. Yo les dije
—y subió el tono de la voz— que ya era hora de pensar
en ellos, que ahorraran y se compraran uno. Si no estoy
mal el salario de Rigo les alcanza a ustedes para los gastos
de la casa y para las medicinas de la abuela, que no deben
costar mucho tampoco, además imagino que la mayoría
se las regalarán en el hospital, ¿no?

139
La voz de la adolescencia

Rigo estaba a punto de estallar de la ira. Quería ir a la


sala, tomar a Albilio por la camisa y sacarlo a patadas de
su casa, pero no podía hacerlo, porque realmente esa no
era su casa; así que no encontró más remedio que tratar
de calmarse. Al rato entró a la sala y sin determinar a los
invitados le dijo a Fefita:
—Te espero afuera.
Ya en la calle trató de olvidar aquel incidente, pero
no podía dejar de pensar en las palabras de Albilio y se
arrepentía de no haberlo enfrentado. Llegó a plantear-
se la posibilidad de regresar a casa de sus padres, “allí sí
puedo determinar quién entra y quién sale”, pensó, pero
desechó rápidamente esa idea, pues “sería como desan-
dar lo andado, ir para atrás como el cangrejo, además allí
no hay espacio para la abuela”.
“Aquí no se puede progresar”, pensó, “estoy destina-
do a ser un infeliz si me quedo en Cienfuegos. ¿Mi vida
no puede ser algo más que una lucha por la sobreviven-
cia?, ¿y si en verdad mis suegros nos dejan de enviar di-
visas?, ‘y los medicamentos no valen mucho’, claro, como
no eres tú el que los paga, además tú eres el nieto, tú de-
berías asumir esa responsabilidad, no yo. Toda mi vida
tratando de mantener mi sueño de irme de aquí, espe-
rando el llamado para hacerlo, pero en vez de acercarme
a la meta cada vez me alejo más y más”.
—¿Vamos a caminar? —exclamó Fefita, aburrida de
tan prolongado silencio.
Estaban sentados en la banca de un parque. Hacía
calor y el aire estaba como estancado. Rigo se sentía in-
cómodo, todo le causaba insatisfacción, hasta Fefita le
parecía una ropa gastada, a punto de romperse.
—Sí, vamos —dijo Rigo después de un rato.
Cuando caminaban hacia el malecón vieron pasar

140
Navega barquito

enfrente de ellos un pequeño tren de turismo que bor-


deaba el centro de la ciudad. No llevaba más de cinco
pasajeros.
—¡Tres dólares! —dijo Rigo de mal humor—, tres
dólares cuesta montar en ese tren, ¿sabes qué niño de Ci-
enfuegos puede subirse ahí?, ¡ninguno!
—No lo había visto en funcionamiento —señaló ella.
—En La Habana este tren iría repleto de turistas, y
con ellos las divisas —agregó él.
Al llegar al malecón Rigo habló durante horas, sin
parar. Dejó salir todos sus sentimientos represados, su
insatisfacción, su tedio, su hastío de todo. Fefita, dolida
porque sentía que ella hacía parte de aquella inconformi-
dad, se limitó a escuchar sus palabras, que le parecieron
pesadas como rocas; como las rocas que se alzaban a la
orilla del malecón, orgullosas e inflexibles ante la fuerza
del mar.

IV

Un día, Rigo recibió la llamada de Héctor, un primo


que se había marchado años atrás a La Habana y que aca-
baba de permutar su antigua casa de Cienfuegos por un
apartamento en Habana Vieja. Al recordar los antiguos
deseos de Rigo por vivir en la capital, le ofreció traba-
jo en la reparación de su nuevo apartamento cuyo techo
estaba a punto de desplomarse, y le brindó albergue allí
mismo hasta que terminara la restauración.
—Vente pa´ La Habana —le dijo Héctor—, y verás
como aquí se solucionan todos tus problemas.
—Estando allá —le dijo Rigo a Fefita—, te voy a po-
der ayudar más con los gastos de la abuela y de la casa.

141
La voz de la adolescencia

Es un sacrificio que debemos hacer: estar separados al


comienzo, pero es por nuestro futuro.
Le prometió visitarla al menos cada quince días y en
cuanto consiguiese el cambio de dirección llevarlas a ella
y a la abuela a La Habana. Fefita no se sintió a gusto con
la decisión de su esposo, pero no puso resistencia y depo-
sitó toda su confianza en sus promesas. Rigo se fue un 5
de junio; Fefita lo anotó en su calendario personal.

La Habana parecía ser una ciudad a la medida de


Rigo, o al menos él lo percibió así. Se sentía libre, sin lí-
mites fijos. Todo le resultaba nuevo, lleno de color y mo-
vimiento. Al otro día de su llegada, salió a caminar desde
temprano. Era sábado y temporada de verano. Las calles
estaban atestadas de turistas. Con su paso lento y las ma-
nos cruzadas en la espalda, tomó por la calle Obispo y
se perdió entre la gente. Los rostros, sonrisas y miradas
de los transeúntes que cruzaban como ráfagas ante él, le
resultaban tan palpables, tan diversos..., y él se sentía tan
vivo.
De vez en cuando se detenía a mirar las vitrinas de los
almacenes y cuando algún objeto capturaba su atención
pensaba: “algún día tendré uno así”. Sin embargo, nada lo
cautivó tanto como el pequeño barco de caoba que colga-
ba del techo de la tienda de “Souvenir’s”. Cuando era niño
siempre quiso tener un barquito de juguete. “Nosotros no
tenemos pa’ eso”, decían sus padres sin prestarle mucha
atención. De muchacho continuó con el mismo deseo y
cuando comenzó a trabajar en construcción y a ganar
algo de dinero visitó todos los almacenes de Cienfuegos

142
Navega barquito

con el ánimo de comprar su juguete. Pronto comprobó


que en ninguna tienda de su ciudad vendían barquitos,
entonces acudió a varios artesanos para que le fabricaran
uno. Ellos no le hicieron mucho caso, se inventaban cual-
quier excusa para evadirlo: “tú ya estás muy grande para
jugar con barquitos”, “en este tiempo hay mucho trabajo
por aquí”, “ven otro día”. Finalmente, después de haber
renunciado a su sueño de infancia, un pequeño barco,
y el más bello de todos, daba vueltas frente a sus ojos.
Cuando le dijeron el precio casi se desmaya: ¡50 dólares!,
todo el dinero que tenía. Salió desilusionado de la tienda.
Con la cabeza gacha y arrastrando los pies se alejó de allí
sin dejar de pensar en el barquito. Algunas cuadras des-
pués se dijo: “¿pero cuál es el problema?, en unos días voy
a encontrar trabajo, la comida y la vivienda ya las tengo
aseguradas, al menos por ahora, 50 dólares se consiguen
aquí en menos de que canta un gallo, ¿entonces?”.
Dominado por sus impulsos, regresó a la tienda y al
rato salió de allí con su barquito en la mano y con una
sonrisa de satisfacción. Estaba feliz como un niño con
juguete nuevo.

VI

Al poco tiempo de terminar la reparación del aparta-


mento consiguió trabajo dentro del plan de Restauración
del Casco Histórico de la Habana, así que para no inco-
modar más a Héctor se fue a vivir independiente, en una
habitación alquilada.
Los primeros meses iba a Cienfuegos cada quince
días, cumpliéndole la promesa a Fefita, pero después de
un tiempo los viajes se hicieron más esporádicos porque

143
La voz de la adolescencia

comenzaron a aparecerle trabajos con clientes particula-


res casi todos los fines de semana.
Sin embargo, Rigo se sentía bien, casi no extrañaba
nada de su vida anterior. Pero cuando el brillo de la no-
vedad se fue apagando, la ausencia de Fefita comenzó a
agobiarlo y la soledad a hacerse cada vez más palpable.
No conocía a mucha gente en La Habana. Su úni-
co amigo era Héctor. Además Rigo no era una persona
muy sociable. Aparentaba ser frío, indiferente y hasta
huraño, aunque en realidad necesitaba mucho del cariño
y de la atención de los demás. En las noches trataba de
colmar su aburrimiento leyendo el libro de inglés que se
encontró un día abandonado en la banca de un parque
o simplemente observando la calle desde la ventana de
su habitación. A veces convertía la alfarjía de la ventana
en piano o en bongó de acuerdo con la música del bar
de la esquina. Muy a menudo le entraban unas ganas in-
contenibles de ir allá, con el propósito de conocer alguna
mujer que le aliviara un poco tanta soledad, y de bailar
con ella hasta el amanecer.
De un momento a otro se vio involucrado en una
relación amorosa con una vecina. No estaba enamorado,
pero le halagaba el amor que ella le profesaba y ya no se
sentía tan solo. Sin embargo, pronto terminó defraudado
de esa relación, al darse cuenta que las palabras de ella no
eran sinceras. “No había quién cesara sus necesidades”, le
confesó a Héctor un día. “Siempre le hacía falta dinero y
todo lo que yo tuviera en el bolsillo, entonces no había
vida con eso, porque imagínate tú, te das cuenta de que te
están utilizando. Por lo visto aquí es mejor estar solo. Es
más económico, más seguro y hasta más sano”. “Antes La
Habana no era así, según lo que yo recuerdo, las personas
eran más desinteresadas y sinceras, pero ahora, al pare-

144
Navega barquito

cer, la ley que impera es el dinero, sin dinero ni posición


social no eres nadie, ni le importas a nadie”, concluyó
Rigo desilusionado.
Su condición de inmigrante, prácticamente ilegal en
La Habana, comenzaba a golpearlo hasta el punto en que
empezó a dudar si debería regresar a Cienfuegos.

VII

Llegó la temporada de fin de año. Rigo se fue a Ci-


enfuegos. Habían pasado ocho meses desde su partida.
Fefita estaba más cariñosa con él que de costumbre. Rigo
recordó con alivio el significado de sentirse querido y
comprendido. Continuaba amando a su esposa, con la
misma intensidad de siempre, y se sintió impotente al no
contar todavía con las condiciones para llevarlas a ella y
a la abuela a La Habana.
Fefita trató de convencerlo para que se quedara. Le
argumentaba que la unión familiar, el amor y la com-
prensión eran lo más importante en la vida. Rigo le decía
que necesitaban mejoría económica. Fefita le contestaba
que prefería ser pobre pero estar junto a él. Rigo le pe-
día paciencia. Fefita lloraba. Pasaron dos semanas, más
rápido de lo que ambos deseaban. Rigo debía reincorpo-
rarse a su trabajo. Fue a la estación de trenes a anotarse
en la lista de espera, el tren a La Habana salía a las 4 de
la madrugada del domingo. Cuando sonó el despertador,
Rigo estiró el brazo desde la cama, lo apagó y siguió dur-
miendo.
—¡Rigo! —susurró Fefita—, te va a dejar el tren.
—No voy a ir —contestó él—. Voy mañana, quiero
estar un día más junto a ti.

145
La voz de la adolescencia

Y se deslizó hacia ella como un gato.


Al otro día fue nuevamente a la estación a anotarse
en la lista de espera, pero cuando llegó la hora de mar-
charse recordó que en la tarde pasaban en la T.V. un par-
tido de pelota que no podía perderse, y dijo: “un día más,
un día menos, da igual”, y se quedó. Pasó toda la semana
yendo a la terminal todos los días y arrepintiéndose a úl-
tima hora de viajar, hasta que un día dijo: “Me quedo en
Cienfuegos, qué va”.
Los dos primeros meses estuvo tranquilo. Sin em-
bargo, no tardaron en acosarlo las dudas y pronto vol-
vió a sentir el viejo estancamiento y agobio de antes, sin
contar con las visitas de Albilio que cada vez eran más
frecuentes. Recordó su objetivo de progresar, de triunfar,
y un día decidió marcharse nuevamente para La Habana.
Un 7 de julio, según quedó registrado en el calendario de
Fefita.

VIII

Tuvo que comenzar de cero, porque había perdido el


trabajo, los contactos, la habitación, todo. Acudió a Héc-
tor, pidiéndole albergue los primeros días. Su primo ac-
cedió. Al poco tiempo Rigo consiguió un trabajo en una
constructora ubicada a las afueras de la ciudad. Como no
conocía bien las combinaciones de las guaguas y debido
a que las filas, la espera, los empujones y las quejas de
los pasajeros lo exasperaban, optó por viajar todos los
días en bicicleta hasta su trabajo. El trayecto era largo,
pero Rigo se sentía libre y durante el viaje nada lograba
perturbar el correr de sus pensamientos. No obstante, la
dicha no le duró mucho porque una tarde, cuando re-

146
Navega barquito

gresaba a la casa, le robaron la bicicleta. Así que no tuvo


más remedio que adaptarse a las filas, la espera, los em-
pujones y las quejas de los pasajeros, además de haber
contraído su primera deuda, pues la bicicleta era de su
primo.
Rigo comenzó a viajar nuevamente cada quince días
a Cienfuegos. Había renunciado a los trabajos con parti-
culares, decepcionado de un cliente que no quiso pagar-
le la reparación de un baño.

IX

Con ocasión del cumpleaños de Fefita, Rigo pidió


permiso en la constructora para pasar unos días junto
a su esposa. En Cienfuegos, Rigo y Fefita no tardaron
en tener una larga conversación, sentados en el male-
cón, bajo la luz de la luna, como ya era costumbre entre
ellos. Ella enumeraba sus argumentos para convencerlo
de quedarse y él le exponía los suyos para continuar en
La Habana. Fefita nunca le expresaba sus sentimientos
más hondos, por miedo a alejarlo aún más. Sin embargo,
cuando hablaba con su vecina o con su suegra se des-
ahogaba en largos llantos y en meticulosos análisis sobre
la conducta de su esposo. Fefita creía que Rigoberto era
egoísta, inmaduro e irresponsable. Le parecía que él no
sabía lo que quería y hallaba absurda su obsesión por vi-
vir en La Habana, pues ya llevaban año y medio de dis-
tancia y promesas y ella no veía ninguna mejoría econó-
mica, lo único que veía era separación. Claro que no le
decía esto a Rigo personalmente; cuando hablaba con él
medía cada palabra, envolviéndola en vuelos de ternura
y comprensión.

147
La voz de la adolescencia

Al final de la conversación en el malecón, Fefita lo-


gró convencer a Rigo. Él aceptó quedarse, sin estar muy
seguro de su decisión. En realidad le daba igual irse o
quedarse. En los dos lugares lo avasallaba a diario la in-
conformidad. Si estaba en La Habana se sentía impotente
por estar lejos de Fefita y si estaba en Cienfuegos se sen-
tía frustrado y al borde de la asfixia. Tanto en La Habana
como en Cienfuegos caía preso de una inestabilidad que
no le daba tregua. Estuvo dos meses en Cienfuegos y un
día se despertó con una idea fija: regresar a La Habana.

Tuvo que comenzar de cero, nuevamente. El dinero


ahorrado de su último trabajo en Cienfuegos le alcanzó
para pagar los primeros días el alquiler de una habita-
ción, pero no le iba a durar mucho. Esta vez, se le dificul-
tó conseguir trabajo, pues no había vacantes en ninguna
de las constructoras que visitó y los trabajos particulares
estaban escasos. Además la gente que antes lo había reco-
mendado ya no confiaba en él.
En medio de este panorama desolador, Héctor se
casó y se fue a vivir a casa de sus suegros. Le ofreció su
apartamento a Rigo, diciéndole que se podía quedar allí
varios meses, sin pagar nada, pues él pensaba permutar-
lo, pero más adelante.
Rigo quedó impactado con aquel gesto de genero-
sidad de su primo, a pesar de las molestias que le había
causado y de la bicicleta que todavía le debía. Se sintió
agradecido con la vida e interpretó este golpe de suerte
como una señal que le indicaba su destino: quedarse en
La Habana.

148
Navega barquito

El apartamento, ubicado en el último piso de un an-


tiguo edificio de La Habana Vieja, era pequeño pero lu-
minoso y con una vista que fascinaba a Rigo.
Lo primero que hizo al llegar fue colgar su barquito
en el techo, junto a una de las ventanas, y empujándolo
suavemente dijo: “Navega barquito, navega”
Luego se asomó a la ventana que daba vista al mar y
se fumó un cigarrillo mientras observaba la ciudad. Llo-
viznaba y la luz del Faro del Castillo del Morro se proyec-
taba en el cielo, lenta y continuamente, adueñándose de
la noche. Miró hacia el mar y se vio en su pequeño barco
que en su imaginación tenía el tamaño de un yate. Iba en
compañía de Fefita, iluminado por la luna y custodiado
por las estrellas. Iban raudos sobre las aguas, libres hacia
la tierra prometida.
Rigo apagó el cigarrillo a la mitad y cerró rápida-
mente la cortina. Extrañó no tener ni un radio ni un te-
levisor. Cogió el libro de inglés que estaba sobre la mesa
y comenzó a leerlo; pronto lo tiró al suelo con desgano,
no estaba para eso en ese momento. Abrió otra ventana,
luego buscó el cigarrillo que había apagado y lo volvió a
encender en frente del nuevo paisaje: techos y restos de
lluvia.

XI

Unos días después Fefita llamó a Rigoberto deses-


perada. En medio del llanto le dijo que la abuela había
tenido un ataque de epilepsia y que estaba en el hospital.
Rigoberto viajó a Cienfuegos de inmediato.
Se quedó inmóvil al encontrar la figura solitaria de
su esposa en medio de la sala de espera del hospital. Algo

149
La voz de la adolescencia

le impedía acercarse a ella. Fefita tenía los brazos des-


gonzados, el cuello tenso, la mirada lejana, ausente, casi
perdida. Rigo tenía ganas de abrazarla, pero sentía que
el sufrimiento de ella había llegado a una zona inalcan-
zable para él; una zona misteriosa y profunda, cercana a
la locura. Sintió el mismo miedo que lo invadía cuando
estaba próximo a la abuela.
El médico entró a la sala, devolviendo a Fefita a la
realidad. Ella vio enseguida a Rigo y dejó caer su cuerpo
delgado y tibio entre sus brazos. Él se sentía extraño y le-
jano. De pronto, ella le resultó un ser desconocido, como
un fantasma. No obstante, poco a poco, en el calor del
abrazo, fue reconociéndola con alivio, y dejó de sentirse
actor de una película para volver a ser Rigo abrazando a
su esposa.
Entonces, sintió el dolor de ella como nunca antes.
Fue un sentimiento fugaz, como un escalofrío, pero que
le bastó para comprender ese espacio que ella habitaba
a diario, y que él hasta ese momento jamás había cono-
cido. Era una bofetada, un sentirse pequeño y frágil, en
medio de un túnel obscuro, poblado de lamentos, gritos
secos, respiraciones entrecortadas; como una vida que se
está yendo, que toca a la muerte y vuelve. Era un estar
cerca de la muerte y sentirse acosado por las imágenes de
la propia vida, plena de actos insignificantes, vanos. Era
ver nuestra ceguera y no poder cerrar los ojos ante ella,
tener que ser espectadores y sentir que no somos nada.
Era saber que es necesario estar en ese túnel y ver al final
una pequeña luz, agachar la cabeza con humildad y rezar
por alcanzarla.
Pronto Rigo volvió a su normalidad, y desde allí
constató que Fefita aún continuaba en el túnel. Por pri-
mera vez se dio cuenta de que su esposa vivía dentro de

150
Navega barquito

ese túnel desde hacía mucho tiempo; y lo peor de todo


no era ver eso, lo peor de todo era ver que ella parecía
sentirse a gusto y a salvo allí dentro, parecía no querer
salir de ahí.
Se sintió culpable, no supo bien por qué, pero se sin-
tió culpable.
Algunos días más tarde, cuando la abuela regresó a
la casa, Rigo le dijo a Fefita: “ahora sí me voy a quedar en
Cienfuegos definitivamente”. Le explicó que debía viajar a
La Habana por última vez a recoger su ropa y herramien-
tas de trabajo. Esa misma noche se anotó en la lista de
espera y a la madrugada siguiente tomó el tren hacia La
Habana. Se sentó al lado de la ventanilla para ver el ama-
necer, aunque a esa hora solo veía niebla; el vidrio estaba
completamente empañado. Durante el trayecto repasó su
vida en los últimos dos años, esforzándose por no men-
tirse. Amaba a Fefita, eso era verdad, pero Cienfuegos,
“Cienfuegos tiene la cara fea”, se dijo mientras sonreía
con su usual picardía. Luego continuó interpelándose,
quería estar junto a Fefita, eso también era verdad, pero
“una cosa es lo que uno siente y otra lo que uno piensa”,
se explicó, “porque entonces todo mi sacrificio, mi sufri-
miento, todo lo que he vivido en La Habana, ¿ha sido en
vano?, ¿voy a regresar para atrás como el cangrejo?, ¿voy
a volver a Cienfuegos derrotado? Además de tener que
soportar al Albilio ese. Voy a terminar golpeándolo un
día, y si le rompo un hueso, Fefita no me lo va a perdonar
y cuando llegue el juicio ella va a defenderlo a él, porque
es su hermano, tenga o no tenga la razón, ¿y entonces?,
¿a quién le van a meter 20 años?, ¡a mí!, y cuando yo esté
en la cárcel por ley de la vida Fefita se va a conseguir otro
marido”.
Esta última idea no le hizo mucha gracia, así que

151
La voz de la adolescencia

miró por la ventanilla y trató de pensar en otra cosa. La


niebla estaba desapareciendo, ahora se colaba como un
fantasma gigante entre los maizales.
“Yo tengo que estar en La Habana”, pensó, “por un
golpe de suerte, algo que pueda pasar, allá estoy más
cerca, estoy a 90 millas, y me sirve como escuela prepa-
ratoria, porque cuando yo llegue al Yuma, si algún día
llego, va a ser peor que en La Habana, y tengo que estar
preparado para soportar los efectos de la inmigración.
La Habana me ayuda a estar despierto, a poner los pies
sobre la tierra”.
La niebla había desaparecido por completo.
La tierra bermeja se estiraba hacia el horizonte.
Rigo recordó las últimas palabras que escuchó de Fe-
fita.
—Júrame que vienes mañana.
Recordó también su sentimiento de culpa al respon-
derle:
—¿Es que no confías en mí?
“No podía decirle la verdad, no podía hacerle tanto
daño justo en ese momento”, pensó. “Además si le decía
la verdad ella no me dejaría venir, me convencería de
quedarme, y yo no puedo continuar así, tengo que deci-
dirme, y mantenerme en mi decisión. La Habana o Cien-
fuegos. La vida ya me dio una señal, por algo apareció el
apartamento en La Habana, eso no es gratis, eso significa
que mi destino me obliga a estar allá, y el destino es el
destino. Yo tengo que estar en La Habana y si no rom-
po definitivamente con Fefita no voy a poder hacerlo,
tengo que olvidarme de ella, olvidarme de Cienfuegos,
olvidarme de mi pasado, es la única forma. Fefita se irá
acostumbrando a mi silencio y con el tiempo llegará a
olvidarme”.

152
Navega barquito

Levantó su mirada hacia la ventana.


Había llegado a La Habana, nuevamente.

6. NAVEGA BARQUITO
(INTERPRETACIÓN ORACULAR)

Hay dos mundos a los cuales perteneces, o quieres


pertenecer, y es como si de alguna manera estos dos
mundos estuviesen peleándose por ti. Tú los quieres a
ambos, pues cada uno posee una parte de tu ser que el
otro ignora, y por lo tanto si alguno de ellos falta te sien-
tes incompleto. Sin embargo, la realidad parece estarte
diciendo que debes elegir entre uno de estos dos mun-
dos, por lo menos por un tiempo. Tú te resistes a hacer
algo así; entonces no te queda más alternativa que entrar
a un largo proceso de indecisión, ambigüedad, dudas y
confusiones, donde puedes pasar meses, años o incluso
décadas de tu vida sin encontrar una solución.
En el caso de Rigoberto, sus dos mundos están re-
presentados en el amor que él siente hacia su esposa y en
su sueño de irse a los Estados Unidos. La Habana parece
ser más bien un territorio intermedio, un tercer mundo,
donde a mediano o largo plazo es posible que Rigoberto
logre integrar lo mejor de la vida conyugal y lo mejor
de sus sueños de progreso. ¿Por qué Rigo no resolvió su
problema llevándose a su esposa a la Habana desde un
principio? Aunque esto, al parecer, sería lo correcto, en
el fondo no lo es. Rigo toda su vida ha sido una persona
dependiente de los demás, y a pesar de ser un hombre
de casi cuarenta años, no sabe mantenerse a sí mismo,
ni sabe responder por su propia sobrevivencia sin tener

153
La voz de la adolescencia

que acudir a los favores o a las casas de sus allegados y


familiares. Él aún no puede garantizarle a Fefita una vida
estable en la Habana, y mucho menos hacerse cargo de
la manutención de la abuela. De hecho la presencia de
la abuela fue el detonante que puso en la cuerda floja su
relación de pareja, pues ya era una carga extra con la cual
él no contaba. Al final del cuento Rigo toma una decisión
firme, y es la de dejar a su esposa para poder radicarse
definitivamente en la Habana. Tal vez solo de este modo
logrará su independencia en todos los niveles, y tal vez
solo cuando logre su independencia será capaz de vivir
el amor desde un lugar más adulto, más satisfactorio y
más sano.
¿Ya sabes cuáles son tus dos mundos? ¿Has vislum-
brado un tercer mundo que integre lo mejor de ambos?
Si en tu búsqueda estás logrando la independencia, sea
ésta emocional, financiera, psicológica o espiritual, vas
por buen camino. Y si es necesario renunciar durante un
tiempo a alguno de tus dos mundos, para poder salir de
la confusión y la ambigüedad, no habrá más remedio que
hacerlo. Cuando menos lo imagines el mundo al que re-
nunciaste regresará a ti, renovado.

Tema: La búsqueda de la independencia.


Virtud: El espíritu de aventura.
Herida emocional: Impotencia / Cura: Decisión.

154
DESAFÍO

El Sol acarició suavemente a la Montaña Encantada,


se asomó por encima de la cúspide y allí bostezó estiran-
do con fuerza sus rayos. “Un nuevo día”, pensó la Monta-
ña al contemplar la ciudad de los pequeños seres trans-
parentes coloreada por el saludo del Sol. Un ciudadano
que llevaba un morral gigante colgado a la espalda alzaba
la vista hacia ella. La Montaña lo recordaba bien. Tres
años atrás aquel pequeño ser, acodado en la ventana de
su casa, la había mirado con detenimiento a través de un
diminuto telescopio. A partir de entonces se dedicaba a
contemplarla, cada amanecer. La Montaña le había dicho
en varias ocasiones, por medio del Viento, que subiera
a conocerla; no obstante cada vez que el pequeño ser la
escuchaba cerraba de inmediato las cortinas, escondía el
telescopio debajo de la almohada, se mimetizaba con el
color de las paredes de su habitación, y al rato salía de su
casa, marchito y temeroso, dispuesto a cumplir con las
responsabilidades diarias de un ciudadano respetable.
Después de suspirar profundamente, la Monta-
ña desplegó ante su futuro huésped un trecho sinuoso

155
La voz de la adolescencia

y demarcado. Los pies del pequeño ser transparente se


aventuraron por aquel sendero. Sus huellas pisaban otras
huellas, vestigios de otros caminantes. No era el único
que se había arriesgado a llegar hasta allí, eso le dio con-
fianza y seguridad. Las plantas y arbustos que bordeaban
el sendero y los ramajes entrelazados que de vez en cuan-
do cercaban su paso le parecieron amigables. Las libé-
lulas y mariposas lo acompañaron en su alegre travesía.
El Viento entonaba un prolongado susurro, a lo lejos. El
pequeño ser transparente sentía que respiraba misterio y
poder. Cada inhalación de aire era como una inyección
de vida plena, sin preocupaciones, sin afanes, sólo paz;
cada exhalación un parto de sombras, un exorcismo, una
liberación. El pequeño ser transparente sintió que la na-
turaleza a su alrededor le hablaba y que él era como ella,
simple y mágico.
Después de cinco horas de caminar bajo un intenso
sol el placer se tornó en martirio, la carga sobre su espal-
da le pesaba cada vez más, su respiración ya era jadeo, su
rostro hervía, las pulsaciones de su corazón retumbaban
en su cabeza, todo su cuerpo exigía un descanso. Sin em-
bargo no tenía caso detenerse en medio del camino, ade-
más su plan era llegar a la cima antes del anochecer. No
iba a defraudarse, esta vez no. Reprimió cualquier brote
de queja, se armó de valor y caminó sin parar una hora,
dos horas, tres horas; entonces comenzó a impacientarse.
“¿Habré tomado el camino equivocado?”, se preguntó. Lo
acosaron las dudas y el miedo. Se desplomó a la vera del
sendero, no podía dar un paso más. La tierra pedregosa
y el árido herbazal le ofrecieron, en lugar de descanso,
anhelo de salir corriendo. Deseó estar en su cama, dur-
miendo sobre su colchón suave y blando. ¿Devolverse?
¡No!, eso sería asumir ser un cobarde sin remedio. Le ha-

156
Desafío

bía costado demasiado, años, decidirse, no podía ir ahora


para atrás. Las hormigas lo obligaron a levantarse. Bebió
agua, respiró hondo y continuó. De pronto, la densa ve-
getación se fue despejando. Fin del sendero.
No era la cumbre, sino una extensa pradera inter-
media habitada por rocas gigantes y por un bosque de
pinos. El pequeño ser transparente se tendió decepciona-
do sobre la hierba a mirar todo lo que aún le faltaba por
subir, o mejor por escalar; pues la verdadera cúspide era
en extremo empinada y rocosa. “Se veía tan distinta la
Montaña desde la ciudad”, pensó, y se rio de sí mismo al
recordar sus cálculos de llegar a la cima en un par de ho-
ras. Escuchó de nuevo el susurro del Viento, ahora muy
cerca de él. Sus sentidos lo interpretaron como un llama-
do, porque al instante despertaron, atentos a percibir el
mínimo brote de vida. Descubrió música en el trinar de
los pájaros y navegó dentro de ella con total abandono de
sí mismo. Cuando abrió los ojos encontró pequeñas ma-
riposas azules revoloteando a su alrededor y una libélula
neón planeando sobre su cabeza. Habían regresado sus
amigas. Sintió la hierba bajo su cuerpo, mullida y suave,
y la tibieza del Sol, cobijándolo. “Después de todo valió
la pena tanto esfuerzo”, pensó, “este lugar es maravilloso,
¿cómo será la cumbre?, ¡debe ser mil veces más bella!”.
Lleno de gozo y entusiasmo se levantó en dirección
a las rocas gigantes. Escaló una de ellas. Desde la cima
divisó la ciudad en medio de un vasto paisaje llano que
se extendía hasta el horizonte. “¡Qué diminuta!”, pensó,
“parece una maqueta”. Los buses y automóviles en mo-
vimiento le recordaron los juguetes de su infancia. Se
asombró al detallar la simetría de las calles y la plani-
ficación esquemática de las cuadras y edificaciones. Le
pareció que aquella estructura no era más que un orga-

157
La voz de la adolescencia

nismo abigarrado, soberbio e insensible ante la gracia y


flexibilidad de la naturaleza circundante. A través de su
diminuto telescopio logró identificar su oficina, el bar, la
iglesia y su casa. Se veían tan insignificantes desde la al-
tura, tan pequeños, tan efímeros, apenas un punto en el
universo, cuando allá abajo representaban el mundo para
él. Sintió orgullo de estar sentado sobre esa roca, lejos de
su ciudad; ya no estaba sometido a ella ni atrapado por
sus límites, ahora podía verla desde una posición privile-
giada, desde afuera, y podía analizarla, como si ella fuese
un microorganismo, una simple ameba, carente de po-
der. Se angustió al no poder identificar a ningún peque-
ño ser transparente. Todos estaban mimetizados con las
calles, las construcciones y los automóviles; parecía una
ciudad deshabitada. Colocó sus manos traslúcidas bajo
su rostro y al contemplar tras ellas un trozo de la ciudad
pensó aterrorizado: “He vivido toda mi vida como un
fantasma, o peor que un fantasma, los fantasmas deben
tener más conciencia de sí mismos que nosotros, tristes
seres sin color ni personalidad, simples reflejos de un
mundo ficticio; parecemos espejismos bajo el dominio
de una fuerza oculta que nos obliga a actuar a todos de
la misma forma”.
—¡Olvídate de esa tonta ciudad! —gritó alguien de
pronto.
Del susto, el pequeño ser soltó el telescopio. Por
suerte, al pie de la roca apareció de la nada otro pequeño
ser transparente que haciendo gala de sus buenos reflejos
salvó el diminuto objeto.
—Bienvenido a la comunidad de la pradera —excla-
mó el recién llegado mientras blandía el telescopio en las
manos—. ¿Cómo te llamas? —agregó en tono amistoso.
El pequeño ser bajó de la roca y extendió su mano al

158
Desafío

desconocido.
—Mucho gusto, yo soy Fernando—dijo sonriendo.
—Aquí, en la comunidad de la pradera, debes olvi-
darte de tu nombre. Piensa en un apodo con el que te
sientas identificado, así te llamaremos. A mí por ejemplo
me llaman Anhelo.
Mientras Fernando pensaba en algún apodo vio de
pronto visos rojos en los brazos de Anhelo. No entendía
por qué, si el paisaje tras aquel pequeño ser era verde.
“¿Cómo es posible?”, se preguntó confundido.
—¿Ya pensaste en algo? —preguntó Anhelo.
—Desafío —dijo Fernando, sin darle mucha impor-
tancia.
El Sol recogió lentamente los rayos que descansaban
sobre la Montaña y le susurró a su anciana amiga a través
del Viento: “si el nuevo visitante logra llegar algún día
hasta tu cumbre lo celebraré con un eclipse”.
La Montaña suspiró esperanzada y luego contempló
con reverencia al Sol, quien se despidió del día mientras
se hundía en el horizonte.
Esa noche la Montaña Encantada se desveló. Los
veinticinco pequeños seres transparentes que habitaban
la pradera celebraron una fiesta en homenaje a Desafío.
Hubo fogata, fiesta y tambores hasta el amanecer. En-
vuelto en un ambiente cargado de humores licenciosos y
emociones desenfrenadas, Desafío contemplaba aquella
atmósfera libertina con simpatía y extrañamiento. Podía
identificarse con esos seres excéntricos, con su ansia de
vida y libertad, pero no quería participar del baile, así
que prefirió asumir el papel de observador. Se sentía
bajo el efecto de una droga alucinógena al ver que todos
aquellos seres lucían visos particulares de color. No po-
día creer que eso fuese cierto.

159
La voz de la adolescencia

Un anciano, cuyo cuerpo lucía un color mucho más


intenso y definido que el de sus condiscípulos, centellea-
ba trémulos rayos color naranja mientras agitaba los bra-
zos convulsos sobre los tambores; parecía el reflejo de un
atardecer. Desafío se sintió poderosamente atraído hacia
este pequeño ser. Dominado por una extraña curiosidad
se acercó a él y lo asedió a preguntas. El anciano se lla-
maba Apacible y resultó ser un magnífico conversador.
Le relató la historia de la comunidad de la pradera y los
misterios de la Montaña Encantada.
—Yo fui el primer pequeño ser transparente que des-
cubrió la pradera —arguyó el anciano—. Llegué como
todos, escapando de la ciudad, dispuesto a acampar un
tiempo en la Montaña. Después de vivir unos meses en
una carpa me di cuenta de que mi deseo más profundo
era quedarme a vivir aquí, entonces construí poco a poco
una pequeña casa en el bosque. La única casa de la pra-
dera.
—¿Y los otros veinticuatro pequeños seres transpa-
rentes? —preguntó Desafío.
—Ellos están de paso —explicó Apacible—, como
todos. ¿No ves las carpas? Desde que vivo aquí he conoci-
do a muchos visitantes. Todos llegan con intenciones de
asentarse en la pradera diciendo que no quieren volver a
la ciudad, aunque después de unos días, o de unos meses,
la mayoría termina regresando por donde vino, bueno…,
hay algunos osados que continúan hacia la cima, la ma-
yoría con el deseo de encontrar su verdadero color.
El anciano guardó silencio de pronto, como si hubie-
se recordado algo, y olvidándose de su interlocutor se su-
mió en sus propios pensamientos. Desafío clavó su mira-
da en el vacío hasta que un repentino viso azul atrajo su
atención. Había fibras azules diminutas recorriendo las

160
Desafío

palmas de sus manos. Emocionado, saltó de la felicidad


y se unió al baile durante un buen rato. Luego regresó a
donde el anciano y tendió sus manos hacia él.
Apacible las colocó entre las suyas.
—Azul —dijo mientras las contemplaba—, yo diría
que ése no es tu color definitivo. Mira mi color —agre-
gó soltando las manos de Desafío—, hoy lo ves naranja,
pero mañana lo puedes ver magenta, nadie aquí sabe aún
cuál es su verdadero color.
—¿Y los que llegan a la cumbre?
—Esos sí, pero muy pocos han llegado a la cumbre,
en realidad no he conocido ningún caso. Yo, por lo me-
nos, me conformo con mis colores; son tenues y cambian
cuando quieren, pero así estoy bien, me doy por satisfe-
cho. Esta Montaña me ha dado mucho, para qué le voy a
pedir más. ¿Tú sabías, por ejemplo, que la ciudad de los
pequeños seres transparentes no es tan antigua como nos
lo han hecho creer?, no, ¿cierto?, pues eso me lo enseñó
la Montaña, ¿sabías que somos descendientes de una raza
de pequeños seres unicolor? ¿Te imaginas?, seres que po-
seían un color particular que les era propio, único e irre-
petible para cada uno. Según la Montaña los pequeños
seres transparentes también teníamos un color, cada uno
de nosotros tenía un color, pero lo fuimos perdiendo, o
más bien lo fuimos olvidando.
—Mañana voy a escalar la cumbre —dijo Desafío
mientras inspeccionaba los visos de sus manos—, ¿quie-
res venir conmigo?
—¿Estás loco?, acabas de llegar, aún no conoces nada
de esta Montaña, es una Montaña Encantada, ¿no has en-
tendido?
—¿Cuál será mi verdadero color? —se preguntó De-
safío pellizcando su piel con la intención de atrapar algu-

161
La voz de la adolescencia

na fibrilla azul.
Al día siguiente, lo primero que vio el Sol al desper-
tar fue a Desafío lanzando una mirada retadora hacia la
cumbre de la Montaña. De pie, con el pecho orondo y
la frente altiva, aquel pequeño ser transparente se vio de
pronto asediado por un coro de seguidores prestos a es-
cuchar sus directivas. Ellos también querían llegar a la
cumbre.
De un momento a otro Desafío descubrió que era un
líder nato, además de creerse el único en ese lugar dotado
de facultades superiores. Aquellas criaturas le parecieron
débiles e incapaces de ser sus propios dueños.
“No hay que perder el tiempo”, fue su lema. Los con-
venció a todos, exceptuando al anciano, por supuesto.
Los veinticuatro persuadidos siguieron sus indicaciones
al pie de la letra: recogieron sus carpas, se aprovisionaron
de agua y comida y a las nueve en punto se marcharon.
Apacible los vio alejarse con sus pesadas cargas sobre sus
cuerpos. “Están completamente locos”, pensó, y ensegui-
da se encerró en su casa. Necesitaba hablar con su sole-
dad.
Ningún sendero, ninguna trocha, comprobaron rá-
pidamente los montañistas; solo un enorme herbazal,
tupido y seco, cubriendo la falda de la empinada coli-
na. Desafío se enfrentó a la arisca vegetación invadién-
dola de frente. Las plantas no eran muy altas, apenas le
llegaban a la cintura; solo había que agarrarse de ellas y
escalar, abrirse paso a la fuerza. Los demás siguieron su
ejemplo. Al poco tiempo los veinticinco pequeños seres
se convirtieron en una línea horizontal de arañas trepa-
doras. Todos estaban al mismo nivel, incluso Desafío.
Resultaba reconfortante mirar a lado y lado y confirmar
que no se estaba tan solo en esa lucha por alcanzar lo

162
Desafío

imposible, que había otros seres dispuestos a dar la vida


por la misma causa. Se animaban unos a otros, conven-
cidos de ser los pequeños seres más valientes y podero-
sos sobre la tierra. Iban a demostrarle al mundo quiénes
eran ellos, ya no tenían miedo. Entre más subían el color
de cada uno se volvía más intenso y definido. Cada vez
estaban más cerca de la meta, cada vez se esforzaban más
y más y más; más fuerza física, más velocidad, más resis-
tencia, más color. De un momento a otro se olvidaron de
sus vecinos, ya no podían perder energía ni tiempo, cada
uno concentró todas sus fuerzas en su lucha personal por
no rendirse. La línea horizontal se desintegró. Inevitable-
mente algunos tomaron la delantera. Mirar a los lados
se transformó en una desgracia. La complicidad había
muerto, ya nadie sabía en quién confiar. Las fuerzas se
desvanecían con cada paso, la fe tambaleaba, el miedo
de nuevo acechando, y de pronto el que antes estaba al
lado ahora iba más adelante, ¿cómo era posible?, había
que alcanzarlo. La lucha se tornó en competencia. Ya no
importaba solamente alcanzar la cumbre sino ser el pri-
mero en lograrlo. Súbitamente los veinticuatro feligreses
se fueron en contra de su pastor, en un principio con
sus lenguas venenosas y luego con lo primero que en-
contraron a la mano. Desafío empleó todas sus fuerzas,
las pocas que le quedaban, para escapar de ese nido de
culebras. Esfuerzo vano. Las piedras lanzadas por ellos
solo amainaron con la lluvia. Sí, comenzó a llover. El Sol,
deprimido, se escondió dentro de las nubes; no quería
seguir alumbrando aquel panorama.
El cielo tronó con furia, los rayos latiguearon la tie-
rra, sin clemencia, no había dónde guarecerse. Cercado
por la tormenta Desafío no encontró más remedio que
acurrucarse allí mismo, en plena cuesta, y aguardar hasta

163
La voz de la adolescencia

que el cielo se apiadara de él. Por poco se congela. La


lluvia tardó horas en disminuir su furor. Los calambres
lo obligaron a ponerse de pie. Tanteando entre la espesa
niebla llegó, sin saber cómo, al final del herbazal. Gritó el
nombre de varios de sus ex feligreses. ¡Dónde estaban to-
dos!, ¡por qué esa horrible soledad!, ¡por qué!, ¡por qué!,
¡POR QUÉ! Se sentó sobre una pequeña roca y lloró deses-
peradamente, no sabía qué hacer, tenía miedo, físico pa-
vor. La noche no tardaba en aparecer. Rememoró todos
sus esfuerzos por llegar a donde estaba, ¿tanta lucha y su-
frimiento para no llegar a la cumbre? ¡NO!, no podía ren-
dirse, le faltaba muy poco; si se apresuraba..., ¡iba llegar
a esa cumbre así le costara la vida!, no tenía otra opción.
Sin pensarlo dos veces se abalanzó sobre aquellas rocas
resbaladizas y arrastrando sus últimas fuerzas comenzó a
escalarlas. Cuando lo sorprendió la noche se sintió el ser
más desgraciado sobre la tierra. Sufrió una parálisis total.
No podía avanzar ni retroceder. Lo asediaba el abismo.
—Espíritu de esta montaña —clamó Desafío, desde
lo más hondo de su alma—. Perdóneme, por favor. Solo
quería honrar su grandeza, pero al final lo único que he-
cho es irrespetar sus leyes sagradas. He entendido todo
al revés.
La Montaña Mágica recordó de pronto la antigua
profecía: “en el momento en que el intruso número cien
llegue a tu peñasco más amado —le había dicho la Dio-
sa Luna en sueños—, deberás perdonarle la vida, pues
su arrepentimiento, a diferencia del de los demás, será
sincero”. La Montaña Encantada repasó en su memoria,
una y otra vez, el número de intrusos. No había duda,
ante ella se hincaba el número cien. Había que obede-
cer el mandato de la Diosa Luna, así que dejó al hombre
tranquilo por esa noche, durmió un poco para calmar

164
Desafío

sus ánimos y a la mañana siguiente volvió a contemplar-


lo. Pudo comprobar, desde su corazón compasivo, que
este pequeño hombre, a diferencia de los anteriores in-
trusos, estaba realmente dispuesto a cambiar y a ser un
hombre nuevo, sin importarle el precio que tuviese que
pagar para lograrlo.
—Has llegado demasiado lejos —le dijo la Montaña
a Desafío—. Es hora de regresar a casa. Tu esposa y tus
hijos están muy preocupados por ti.
—De qué sirve entonces mi lucha, ¿ha sido en vano?
—contestó Desafío en tono de queja.
—Si regresas ahora a tu casa el corazón de la mon-
taña te dará una segunda oportunidad. Podrás volver a
intentarlo, pero solo una vez más.
—Está bien. Gracias por perdonarme la vida. Con
todo respeto, quisiera hacer una última pregunta, antes
de irme: ¿qué hay en la cumbre?
—Lo único que te puedo decir por ahora es que sin
tu familia de tu lado jamás podrás alcanzar ninguna
cumbre que valga realmente la pena. Ya estás advertido.
La próxima vez no vengas solo. Ven con tu esposa, con
tus hijos, con tus padres y con tus hermanos. Emprende
el viaje desde el principio en compañía de la gente de tu
sangre.

7. DESAFÍO (INTERPRETACIÓN ORACULAR)

Desafío es un hombre adulto que se sigue compor-


tando como un adolescente porque todavía no ha apren-
dido bien las lecciones de su pasado. En la adolescencia
es muy habitual culpar a los demás de nuestros propios

165
La voz de la adolescencia

problemas, fracasos e insatisfacciones. Esto es lo que


hace Desafío. Él culpa a su ciudad, culpa a su esposa,
culpa a sus hijos, culpa a la comunidad de la pradera,
culpa al universo entero, por no haber encontrado aún
su verdadera identidad. La lección para él, lección que
finalmente aprende gracias a la Montaña Encantada, es
que todo aquello por lo cual culpamos a los demás no es
sino un reflejo de un aspecto de nosotros mismos que
no nos gusta en lo absoluto, pero que al mismo tiempo
no queremos cambiar. La Montaña Encantada le enseña
a Desafío que si quiere saber quién es él en realidad, si
quiere identificar cuál es su verdadero color, necesita de
los otros, pues los otros son su más sincero espejo; de
manera que si él se empeña en huir de ellos y en llegar
solo a la cumbre, tarde o temprano se dará cuenta de que
esa cumbre en la que tanto cree, y por la que tanto lucha,
no es sino una vana ilusión.
El mensaje para ti en este cuento puede ser que re-
vises cuál es la cumbre que quieres alcanzar y cómo te
estás esforzando por llegar a ella. ¿Vas sola?, ¿vas solo?,
¿crees que nadie te comprende y por lo tanto has decidi-
do conformarte con la idea de que no hay nadie que pue-
da acompañarte en el camino? Porque si es así, si crees
eso, es muy posible que tú sientas el llamado a ser un
ejemplo de vida para otros, o a impulsar un gran cambio
en el mundo, tal como lo hizo Desafío. Sin embargo, para
asumir ese llamado es necesario que reconozcas tus erro-
res y que te concentres en cambiarte a ti, en vez de per-
der tanta energía tratando de cambiar a los demás. Date
cuenta quién está siendo tu espejo en este momento, y en
vez de huir de ese espejo estúdialo a fondo, sin miedo a
ver en él lo que no quieres ver de ti. Y aunque las perso-
nas a tu alrededor no estén en la capacidad de honrar tu

166
Desafío

búsqueda, recuerda que la Gran Madre y el Gran Padre sí


lo hacen. Ellos están contigo, apreciando y reconociendo
tus esfuerzos. Son ellos quienes te han puesto en el lu-
gar donde te encuentras, y lo han hecho porque confían
en ti, porque han visto que tú estás arriesgando tu vida
en nombre de toda la humanidad, porque saben que tú
puedes liberarte y liberar a los otros de las prisiones ima-
ginarias que ninguno de tus hermanos se ha atrevido ni
siquiera a cuestionar.
Es una prueba muy difícil la que estás atravesando,
es cierto, pero sí estás ahí es porque cuentas con las he-
rramientas necesarias para superarla. No pierdas la fe.

Tema: La búsqueda de la propia identidad.


Virtud: Fe en uno mismo.
Herida emocional: Culpa / Cura: Aprender bien la
lección.

167
TRANCE

Ese domingo me levanté tarde y sin ganas de vivir.


No había mucho por hacer, así que pensé en dedicar la
mañana —lo que quedaba de ella— a adelantar algunos
escritos pendientes. Por inercia me senté en el escritorio.
Fue inevitable pensar en “Trance”. Sentí una premura fí-
sica de terminar aquel cuento lo más rápido posible, ne-
cesitaba salir de él.
Con un dejo de resistencia encendí el computador,
como si una parte de mí se estuviera quejando de esa pe-
sada tarea que yo misma me había impuesto quien sabe
por qué. Nadie te obliga, ¿por qué te complicas tanto la
vida?, tengo ganas de masturbarme, no comiences, ¿por
qué no? si estoy sola en la casa, concéntrate más bien y
ponte a escribir, sí claro todos se entregan a los placeres
de los sentidos mientras tú luchas por nada, ¡a quién le
importan tus escritos!, no eres nadie. TRANCE, apareció
de golpe en la pantalla. Fuera cavilaciones, fuera pereza
mental. La cuestión era más simple: había que querer y
sentir, yo era capaz de eso.
Leí varias veces las tres cuartillas que había escrito
hasta el momento. De nuevo estaba aplazando el hecho

169
La voz de la adolescencia

de enfrentarme al presente. A mí no me engañas, no eres


más que una cobarde y una maniática, mira cómo te pesa
tu altísimo sueño de escribir, ¡quién te has creído que
eres! Hundí mi rostro entre mis manos y traté de seguir,
sin mucho esfuerzo, una imagen vaga. Me resultó difícil
concentrarme, tenía la cabeza en otra parte.
Miré el reloj. ¡Era la una de la tarde! ¡Llevaba tres
horas sentada frente a ese computador y hasta ahora ha-
bía escrito tan solo dos líneas que me satisfacían! Todo
ese tiempo me la había pasado escribiendo y borrando,
escribiendo y borrando. ¡Hasta cuándo! Lloré forzada-
mente, vencida por las paranoias de la autocompasión.
De pronto, un sonido extraño proveniente de la calle
espantó el sopor que se había apoderado de mi mente.
Cuando me asomé a la ventana mis ojos despertaron de
su letargo. En el parque, que está a dos cuadras de mi
edificio, había una enorme mancha de luz que corría de
un lado a otro asustando a su paso a todas las personas
que se cruzaban por el camino. El cristal empañado y la
lluvia no me permitían ver con claridad, pero parecía...
acaso era... ¿un caballo encabritado?
Mi espíritu se estremeció.
Busqué mi paraguas y salí a la calle. Afuera me en-
contré con otros vecinos que como yo querían ver de
cerca al misterioso animal. Casi todos iban resguarda-
dos bajo sombrillas y paraguas de colores oscuros. Llovía
ligeramente, quizá tan solo lloviznaba. Pronto, la acera
de enfrente del parque se convirtió en la primera fila de
espectadores; mientras que las ventanas de algunas casas
servían de palco a ciertos curiosos que no se habían atre-
vido a salir.
Nadie supo decirme de dónde había salido el extraño
equino. Varias personas coincidían en que lo habían visto

170
Trance

por primera vez comiendo hierba cerca a los columpios,


y que de un momento a otro él había empezado a correr
desesperadamente de aquí para allá; sin embargo nadie
sabía cómo ni cuándo había llegado al parque. Era un
caballo, sin duda, aunque no era un caballo normal. Era
gigantesco, dos o tres veces más grande que un caballo
común y corriente. Además, no exhibía ninguna huella
de domesticación; parecía un animal salvaje, sin silla de
montar, sin riendas. “Es un pura sangre”, dijo un señor
que iba acompañado por tres doberman. “Es un equino
de monta”, exclamó doña Rosa, la señora de la droguería.
“No, es de tiro”, corrigió un anciano. “Virgen santísima,
¡ese animal va a matar a alguien!, ¡atájenlo!”, gritó la vie-
jita cascarrabias que vive en el quinto piso de mi edificio.
El caballo disminuyó la velocidad de su trote, poco a
poco, hasta que finalmente se detuvo junto a los colum-
pios. Allí se dispuso a comer hierba, el muy tranquilo.
Algunos osados cruzaron la calle e hicieron una ronda
en torno a él.
—¡Cómo se acercan así a esa bestia! ¡Alguien va a
salir herido! —vociferó la viejita cascarrabias.
Sin pensarlo, corrí hacia el parque y me uní al círculo
humano.
A unos tres metros de distancia, aquel enorme caba-
llo parecía una criatura sobrenatural. Las delgadas gotas
de lluvia que resbalaban sobre su piel le otorgaban un
lustre magnífico, hipnótico para los ojos de cualquier
mortal. Su pelo blanco, blanco brillante, lucía arreglado
en finas trenzas, tanto en su crin como en su cola. Todo
en él era nobleza, dignidad y elegancia. “¡Cuidado!, ¡es
peligroso!”, gritó alguien al presenciar un repentino en-
cabritamiento. “¡Cójanlo!”, exclamó el señor de los do-
berman, sus perros ladraban amenazantes. “¡Llamen a la

171
La voz de la adolescencia

policía!”, dijo una voz chillona.


En medio de un relincho bravío, vi que los ojos del
caballo pasaron sobre mí como un relámpago rápido
y electrizante. No podía ser cierto, ¡me había mirado!,
qué va, pensé, eso deben ser imaginaciones mías. En ese
momento alguien haló la manga de mi saco, era una pe-
queña niña que estaba a mi lado. Me llamó la atención
su hermosa cabellera trenzada y la muñeca de tela que
llevaba abrazada contra el pecho. “¿Quieres que te diga
un secreto?”, dijo ella con voz amable. Cuando me agaché
a la altura de su tamaño susurró en mi oído: “tú le simpa-
tizas, acércate a él”. Sentí una extraña turbación en todo
el cuerpo, una especie de pánico emocionante. Me incor-
poré de inmediato y miré a la chiquilla con desconfianza.
Ella ya se había olvidado de mí, ¡en un segundo! Ahora
hablaba con su muñeca en un lenguaje extraño, ajena por
completo a mi presencia.
Una fuerza extraña, nacida de mi ombligo, me obligó
a dar un paso al frente. Mis piernas temblaban. El gigante
cesó de relinchar. Parado en sus cuatro patas resopló un
par de veces. Los ojos de los curiosos estaban clavados
en mí. Yo sentía mi corazón latiendo en todo el cuerpo.
Avancé otro paso, el caballo volvió a resoplar, movió su
cabeza amigablemente y me miró. Me sumí en sus ojos
naturaleza, ojos selva, ojos monte, ojos mar, mirada am-
bivalente, viaje sin retorno y puerto seguro, locura y sere-
nidad, camino y casa, sueño y realidad. “¡Quítese de ahí!,
¡la va a matar!”, gritó una voz ronca. El gigante caminó
en dirección a mí, yo di un salto hacia atrás. Pensé en
refugiarme en el círculo humano pero cuando giré mi
cabeza hacia el gentío escuché una sirena de policía a lo
lejos y supe que todo ese extraño asunto podía terminar
muy mal. El caballo se acercó a mí y rozó mi cuerpo con

172
Trance

su cola trenzada. Sentí un amor repentino hacia él. Alcé


mi mano suavemente y toqué su piel tersa. El resopló y
meneó su cabeza.
De pronto, divisé a un agente de policía acercándose
a la muchedumbre. Sentí un dolor fulminante en el vien-
tre, como un vacío. De un brinco irracional fui a dar al
lomo del gigante, ¿cómo?, no tengo ni idea, lo único que
recuerdo es que de un momento a otro estaba montada
sobre él y que desde allí todo se veía diferente. El caballo
marchó despacio a paso fino, haciendo una especie de
reverencia al público. Algunos aplaudieron. Otros grita-
ban: “¡está loca!, ¡bájese de ahí!” El agente de policía se
unió al círculo de curiosos, hablaba por su boquitoqui,
sí aquí, central, en el parque principal del bario La Es-
meralda, cambio, hay un caballo gigantesco, cambio, una
señorita está montada sobre él, cambio, comprendido mi
teniente, cambio y fuera.
El caballo seguía haciendo figuras graciosas al públi-
co. La gente chiflaba y reía como si estuviese en un circo.
El policía, que se veía diminuto e insignificante desde mi
posición, me gritó de lejos:
—¡Señorita!, ¿es usted dueña de ese caballo?
Un escalofrío recorrió mi sangre.
—¡Sí, señor! —dije con convicción.
—¡Hágame el favor y me muestra los papeles de pro-
piedad!
El caballo relinchó, colocando sus extremidades de-
lanteras a unos centímetros de la cara del agente, quien
se echó para atrás de un salto, empujando a la viejita cas-
carrabias que después de tanto bla bla bla no se había
aguantado las ganas de integrarse al círculo humano.
Varios niños soltaron unas risitas burlonas.

173
La voz de la adolescencia

La sangre hervía dentro de mí; pero no a causa del


miedo sino de la adrenalina. Allá arriba me sentía pode-
rosa, invencible.
—¿Cuáles papeles de propiedad? —dije segura de mí
misma—, si no es un automóvil.
El público estalló en carcajadas.
Furioso, el agente de policía empuñó el arma que
traía enguantada en su pantalón.
—¡Bájese inmediatamente de esa bestia!
El caballo resopló con fuerza. El agente sacó su revól-
ver y apuntó hacia nosotros. La gente se dispersó, algu-
nas mujeres gritaban. La niña de la muñeca se mantenía
firme en su puesto. A lo lejos vi varias patrullas acercán-
dose por la vía. Sentí pavor. Me abracé al grueso cuello
del caballo, apreté mis ojos con fuerza y me dejé llevar.
El mundo se partió en un instante. Ya no había tiem-
po. La lluvia se desató en tormenta. Recuerdo perfecta-
mente la sensación de una furia divina cayendo sobre mi
espalda, como una cascada mágica, fría y vertiginosa.
No sé en qué momento el caballo se desbocó. Solo sé que
de repente dejé de tener miedo. Fue como si un fuego
protector se hubiese encendido dentro de mí. Entonces
toqué la médula de la vida, de mi vida. Y de pronto tronó
un disparo, raudo y definitivo como la muerte.

Trépida y convulsa, me sorprendo tendida sobre


la hierba, bañada por mis propias lágrimas. Estoy en el
parque de mi barrio, hay un círculo de personas a mi
alrededor. Tiemblo, no puedo contener el llanto. El sol
calienta mi piel. Hace un día esplendoroso, no ha caí-
do ni una gota de lluvia. Poco a poco mi espíritu se va
sosegando para dar paso a una calma absoluta, a una fe-
licidad expansiva que se apodera de mi cuerpo, del par-

174
Trance

que, del cielo, de la gente que me observa extrañada, de


todo ese momento maravilloso que penetra mis sentidos
mientras mi mente calla; por una vez en la vida, la sin-
vergüenza calla y escucha. Las imágenes no tardan en
aparecer, claras, límpidas y serenas como las aguas de un
lago cristalino. Me sumerjo en ellas, hasta lo hondo. Bu-
ceo en aquel mundo misterioso y mágico. Veo algunos
paisajes y lugares que nunca he conocido pero que me
resultan extrañamente familiares. Veo personajes que
nacen de mis huesos y de mi respiración. Todos brotan
como flores o como hojas, sin el mínimo esfuerzo de mi
parte. Percibo que crezco suavemente, mis poros se ex-
panden, la vida me penetra, soy como la tierra húme-
da: fértil. Siento mi pelo navegando sobre el apasionado
oleaje del viento. Oigo mi respiración agitada, los latidos
de mi corazón al unísono del golpe rítmico de los cascos
del caballo. Me veo a mí misma cabalgando en una lla-
nura inmensa en dirección al horizonte. Me empeño en
retener las imágenes, las sensaciones, los sentimientos.
¡Está loca!, grita una viejita, ¡llamen a la policía!, dice un
joven. Los miro de frente, parecen tener miedo de mí,
todos me contemplan atónitos, y cuchichean entre ellos:
sí, hablaba de un caballo, cabalgaba sobre el aire, luego se
tiró al suelo, quedó inconsciente, pobrecita.
Es un alivio descubrir a la niña de las trenzas en me-
dio de la gente. Hasta ahora me doy cuenta de lo mucho
que se parece a mi hijo; tiene sus mismos ojos y su misma
manera de sonreír. La veo dar un paso hacia adelante y
caminar hacia mí, con su muñeca de trapo en una mano
y un cuaderno amarillo en la otra. Llega como el vien-
to que sopla en otoño a la orilla del mar, despejando mi
mente en un segundo; deja el cuaderno sobre la yerba,
saca un lápiz del bolsillo de su overol, me lo entrega y

175
La voz de la adolescencia

se marcha corriendo. Los ojos justicieros de nuevo. No,


ustedes no existen, no voy a mirarlos. Siento una corazo-
nada estremecedora. Mis manos tiemblan. Pienso en mi
madre y me siento mal de estar viviendo de nuevo en su
casa, ya estoy muy grande como para estar dependiendo
de ella. Pienso en mi hijo, ¡cómo lo extraño!, aunque por
ahora lo mejor es que esté con el papá y con mi suegra.
Allá pueden responder por él mucho mejor de lo que lo
haría yo. Pienso en mi padre y tomo conciencia de que
yo nací cuando él tenía diecinueve años, la misma edad
que yo tenía cuando nació mi hijo. Por primera vez com-
prendo por qué le costó tanto asumir la paternidad. Co-
mienzo a escribir; escribo por todos ellos. Vuelvo a sentir
en mi piel la hirviente sangre del caballo.

8. TRANCE (INTERPRETACIÓN ORACULAR)

Tú no eres una persona que esté hecha para seguir


un camino convencional, en ninguno de los aspectos
de tu vida. Todo lo contrario. Tú viniste a este mundo a
mostrar nuevos caminos; caminos enraizados en nues-
tra Divinidad Interior; caminos que nacen de tu cora-
zón en comunión con el corazón del Cielo, el corazón de
la Tierra y el corazón Humano. Si sientes miedo en este
momento —miedo a no ser capaz de cumplir tus sueños,
miedo a defraudar a los demás, miedo a que te juzguen, a
que no te comprendan, a que se burlen de ti— es porque
aún te estás escondiendo de tu propio destino, es porque
aún estás tratando de seguir un camino que no es el tuyo,
un camino que te ha sido impuesto desde afuera y en el

176
Trance

cual tú realmente no crees.


Algo así es lo que le ocurre a la protagonista de este
cuento. Al principio ella siente miedo de no lograr amol-
darse a las exigencias y a las convenciones del medio li-
terario. Paradójicamente, solo cuando vence ese miedo
y se olvida por completo de los parámetros externos es
cuando logra escribir algo realmente valioso. Primero
escribe para ser aceptada dentro de un camino que ya
ha sido trazado por otros, pero luego se llena de coraje y
permite que la magia de la vida escriba un nuevo camino
a través de ella.
Este cuento te está invitando a que encuentres el co-
raje para vencer tus miedos. El mundo invisible te ben-
dice. El reino de la magia te acompaña. Si los adultos a
tu alrededor ya no hablan con la montaña, ni con la luna,
ni con el sol; si ya no le cantan al fuego ni al agua ni a la
tierra; si ya no creen en los espíritus de sus ancestros, ni
en sus propias guías y guardianes espirituales; eso es un
síntoma de cuán desconectados están de la Madre Na-
turaleza y de nuestro Origen Divino. Así que no te dejes
contagiar de su escepticismo, ni de su ceguera, ni de su
falta de fe. En vez de eso, contágialos tú a ellos de tu ma-
gia, de tu fuerza chamánica y de tu capacidad de unirte
al Plan de la Gran Madre y el Gran Padre para obrar el
milagro de hacer posible lo imposible.
Confía en tu intuición. Déjate llevar por ella. No im-
porta si los demás piensan que vives en un mundo de
fantasía o que te enloqueciste. La mayoría de los grandes
genios y de los grandes artistas de la humanidad han sido
tildados de locos. ¿El Maestro Jesús no fue condenado
por defender la Ley Sagrada del Amor, en un tiempo en
que ésta Ley era completamente ignorada y pisoteada?

177
La voz de la adolescencia

Ama tu locura, siempre y cuando ésta sea sana, y no


le haga daño a nada ni a nadie. Tu locura sana y bien en-
cauzada es el puente hacia la magia que perdimos.

Tema: La búsqueda de la magia.


Virtud: Ser puente entre el mundo invisible y el
mundo visible.
Herida emocional: Miedo / Cura: Coraje.

178
ÍNDICE

INTRODUCCIÓN. Mi propio cuento oracular…......................9

CAPÍTULO 1. Cómo consultar este libro-oráculo….................35

CAPÍTULO 2. Cuentos de adolescentes....................................47


1. La ventana………………......................................................49
2. Paredes en blanco, mariposas………………..…................71
3. Un viaje sorpresa………………...………….......................97
4. Libre como el viento……………........................................103

CAPÍTULO 3. Cuentos de adultescentes.................................113


5. El diamante escondido…………………...........................115
6. Navega barquito…………………………...........................135
7. Desafío…………………………….....................................155
8. Trance……………………………......................................169

179

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