Un CEO muy exigente - Aitor Ferrer

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Primera edición.

Un CEO muy exigente


©Aitor Ferrer
©diciembre, 2024.
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del autor.
ÍNDICE
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Epílogo
Capítulo 1

Si había algo que me gustaba hacer los sábados por la


mañana, era tomarme el primer café disfrutando de las vistas
que tenía desde mi piso, que fueron las responsables de que
llevara ya seis años viviendo en él.
Mis padres son dueños de una inmobiliaria y, desde que vi
las fotos antes de que decidieran publicar el anuncio para su
venta, les dije que me lo quedaba.
Permitidme contaros qué es eso que tan enamorada me tiene.
El piso se encuentra en la última planta de un edificio en
Madrid, tiene un amplio salón con suelos de madera clara y las
paredes en tonos suaves que le aportan aún más calidez a la
estancia. Desde allí accedo a una pequeña terraza que, como
os digo, es mi rincón favorito por esas vistas al parque de El
Retiro.
Estas son sencillamente hermosas, mostrando un mar verde
compuesto por los árboles centenarios que engalanan el parque
con sus hojas brillando al sol. Las vistas en primavera son una
armoniosa mezcla de colores, mientras que en otoño son
sustituidos por el manto rojizo y dorado de las hojas cubriendo
el suelo.
A lo lejos, como si de un pequeño diamante se tratase al
recibir el reflejo de los rayos del sol se puede ver el Palacio de
Cristal dando una belleza especial a la imagen ante mí.
No dudé ni tan solo un segundo en pedirles que me lo
reservaran, pero en vez de hacerlo, me lo compraron como
regalo de cumpleaños.
El interior era también precioso, con una cocina abierta muy
espaciosa, equipada con muebles claros y dotada con los
mejores electrodomésticos. Entre la cocina y el salón se
encontraba una pequeña y acogedora zona de comedor,
mientras que las dos habitaciones, amplias y luminosas,
contaban con armarios empotrados, cada una de ellas con su
propio cuarto de baño.
Y ahí estaba como cada mañana, sentada con el primer café
viendo desde las alturas a la gente comenzando el día, y como
en alguna otra ocasión, me hice una foto con esas vistas de
fondo y mi taza en la mano, pero sin que se me viera el rostro
completo.
En cuanto la subí a mis redes, mis niñas no tardaron en
aparecer para dejarme sus «me gusta» y ponerme un
comentario de buenos días.
Con mis niñas me refería a Camila y Anabel; la primera, mi
mejor amiga desde que íbamos a la guardería, y la segunda esa
chiquilla que entró como becaria en la empresa en la que
Camila y yo trabajábamos y a quien acogimos como dos
mamás osas.
Camila y yo llevábamos trabajando en una de las agencias de
publicidad más importantes y prestigiosas de la ciudad desde
que teníamos veinticuatro años, un total de cinco maravillosos
años, mientras que Anabel, a sus veinticinco años, llevaba en
la empresa solo dos.
Cada una desempeñaba su rol específico dentro del equipo;
yo ocupaba el cargo como asistente del dueño, mientras que
Camila se encargaba del diseño gráfico. Por su parte, Anabel
ya era una de las encargadas de crear textos, eslóganes y
contenido atractivo para diversos medios de comunicación,
con el objetivo de captar la atención de los clientes
potenciales.
Acababa de dejar el móvil en la mesa cuando me llamó mi
padre.
—Buenos días, papá —saludé.
—Buenos días, mi vida. ¿Tienes planes para hoy?
—Por la noche sí, sabes que salgo con las niñas.
—Me refería al mediodía; tu madre y yo queremos comer
contigo.
—Sabes que para vosotros siempre tengo tiempo —sonreí—.
¿Dónde vamos a ir? Para vestirme acorde a la ocasión.
—Al asador de Luisa.
—Vale, entonces ropa cómoda.
—¿A la una allí?
—Perfecto, para un vinito antes de pasar a mesa.
—Te quiero, hija.
—Y yo, papá.
Colgamos, me seguí tomando ese café que siempre me sabía
mejor que los demás, y cuando lo acabé fui a prepararme unas
tostadas de aguacate y otro café para desayunar en la cocina
mientras veía un poco la televisión solo a modo de distraerme.
Llegó un mensaje de Camila al chat que teníamos las tres y
leía mientras daba un bocado a mi tostada.
Camila: Buenos días, almas descarriadas. Esta noche no me
podéis fallar ninguna; cena, copa y baile, que tenemos algo
que celebrar.
Eso había dicho el miércoles cuando nos propuso a las dos
salir esta noche, pero no había manera que nos dijera qué era
eso que teníamos que celebrar. Pero así era ella, una amante
del misterio para todo.
Anabel: Si no nos dices qué celebramos, no voy.
Camila: Y te juro por lo que más quieras que voy a tu casa y
te saco de allí de los pelos si hace falta. Tú vienes como que
me llamo yo Camila María Hidalgo de Hinojosa.
Míriam: Cuando Camila saca a relucir a los grandes de su
pasado, malo, malo. Anabel, yo de ti saldría, que esta mujer es
capaz de desatar toda su ira sobre ti.
Anabel: Os lo he dicho estos días, no tengo ganas de salir.
Me quedo en casa con mi bajón y mi tarrina de helado.
Camila: De los pelos, te saco yo de allí de los pelos.
Advertida quedas como no estés en tu calle a las ocho. Míriam
está de testigo.
Entendía a Anabel, acaba de romper hacía un par de semanas
con el chico con el que llevaba saliendo un año, y todos
sabíamos lo dolorosas que podían ser las cuestiones del
corazón.
Míriam: Venga, nos vemos a las ocho.
Terminé el desayuno y, tras recoger todo, me puse manos en
faena, como solía decía Camila. Recogí mi larga y sedosa
melena rubia en un moño y empecé a limpiar la casa a ritmo
de una bachata.
Cuando dejé el piso limpito me di una ducha y me alisé el
pelo antes de vestirme. Estábamos en esos días en los que una
chaqueta vaquera no molestaba llevarla y, además, se
agradecía si hacía algo de fresquito, y es que en abril nunca
sabías si te ibas a encontrar con un calor digno de agosto o un
frío con lluvia que te calaba hasta los huesos.
Como me conocía, porque me conocía mucho, salí ya
vestida para irme después de comer del tirón a ver a las niñas,
que las sobremesas con mis padres se podían alargar hasta las
siete de la tarde tranquilamente, así que me había puesto unos
jeans pitillo con los zapatos de tacón negro y un jersey, no
muy grueso, en color rojo.
Paré un taxi cuando bajé y le di la dirección del asador de
Luisa, una buena amiga de mis padres desde que iban al
instituto, y donde llegué poco después.
Al entrar, no tardé en ver a mis padres en la barra charlando
con ella y tomando un vino. A sus cincuenta años, Alejandro y
Sofía, que así se llamaban, seguían luciendo igual de bien que
siempre, incluso parecían más jóvenes.
—Ahí tenéis a la niña —dijo Luisa con una sonrisa.
—Hola, Luisa. —Le devolví el gesto.
—Mira que saliste guapa.
—Me ves así porque soy tu niña favorita. —Reí.
—Es verdad, que yo no tengo más que chicos en casa —
suspiró volteando los ojos.
Tenía la edad de mis padres, pero para ella los hijos vinieron
más tarde, yo es que llegué por sorpresa después de la boda de
uno de sus amigos. Los hijos de Luisa tenían quince, dieciocho
y veinte, y eran todos chicos.
—¿Cómo estás, cariño? —Mi madre me dio un abrazo y un
beso, y después fue mi padre quien me saludó.
—Estupendamente, que es fin de semana.
—Y ha quedado con las niñas —le informó mi padre con un
leve movimiento de cejas.
—Oye, ¿y ese gestito? —Fruncí el ceño.
—¿Qué gestito?
—Eso, hazte el que no sabe —resoplé.
—Tu padre lo dice porque salir las tres juntas, es un peligro
—contestó mi madre con una sonrisilla.
—¿Un peligro nosotras? Pero si somos tres angelitos.
—Sí, pero los de Charlie.
—¡Papá! —Reí.
Desde que conocieron a Anabel, no pasaba un solo día sin
que lo mencionara, puesto que ella tenía el cabello de un
hermoso tono cobrizo. Junto a Camila, que era morena, y yo,
realmente sí que podríamos parecer esos míticos personajes de
la televisión.
Eso, y que una noche en la que un grupo de hombres
pasados de copas intentaron propasarse un poquito, Camila,
que era la más bruta de las tres, le clavó un tacón en el pie a
uno.
—Es que Camila dice que tiene algo que celebrar, pero no
suelta prenda de lo que es —les conté.
—Un ascenso no será. —Curioseó mi padre.
—Nos habría llegado esa noticia a todos los de la empresa,
así que no…
—Pues ya nos dirás qué habéis celebrado.
—Aquí tienes, cariño, un vinito con una tapa de jamón para
ir abriendo boca —dijo Luisa dejando ambas cosas delante de
mí en la barra.
—Entre esto y tu asado, me van a apretar los jeans que no te
digo nada, Luisa. —Reí.
—Qué exagerada eres, niña, si estás estupenda.
Nos quedamos allí en la barra tomando ese aperitivo
charlando de cómo me iba en el trabajo y, cuando pasamos a la
mesa, no tardó en aparecer Luisa con la carne asada en una
fuente de barro lista para que nos fuéramos sirviendo.
No solo estaba buenísima, sino que era tan jugosa que se
deshacía en la boca.
Mientras disfrutábamos de la comida, me contaron el motivo
por el que habían querido verme hoy.
—Nos vamos a ir de viaje por nuestro aniversario —dijo mi
madre.
—Pues eso está muy bien —sonreí—. ¿Hace cuánto que no
lo celebrabais así?
—Desde hace unos añitos, ya. —Rio mi padre—.
Aprovechando los veintiocho años de casados, quiero llevarla
a un viaje que no olvide nunca.
Como yo llegué por sorpresa a sus vidas cuando tenían
veinte años, decidieron esperar a que yo naciera y luego pasó
un año más antes de casarse, así que yo estaba en casi todas las
fotos de aquella boda.
—¿Y dónde vais?
—No me lo quiere decir —contestó mi madre—, ¿te lo
puedes creer?
—De papá me lo creo. —Reí—. Pero seguro que donde sea
que te va a llevar, te encantará.
—Más le vale, porque le veo durmiendo en el sofá de donde
estemos, todo el viaje.
—Mientras me des una mantita y una almohada. —Se
encogió él de hombros.
Sabía que a mi madre no le diría nada hasta que no llegara el
momento de empezar ese viaje, pero a mí tal vez sí me lo
contara.
Estábamos terminando de tomarnos el café cuando me sonó
el móvil con una notificación de mensaje. Lo saqué del
bolsillo para echar un vistazo por si era alguna de las niñas,
pero resultó ser mi ex, a quien no respondí.
Continué charlando con ellos, y como bien sabía yo, entre
cafés y alguna que otra copa de licor se nos fueron las horas
como solía pasarnos.
Me despedí de ellos a las siete y media para coger un taxi e
ir hacia el restaurante donde solíamos cenar las tres. Y mi ex
aún seguía llamando.
No fue hasta que llegué al restaurante y estuve sola en la
calle cuando descolgué.
—¿Qué quieres ahora, Raúl?
—Que no me respondas así, por ejemplo.
—¿Y qué quieres que haga? ¿Te rindo pleitesía como si
fueras un marqués? Vete a la mierda.
—No me cuelgues, espera.
—He quedado, Raúl, y no me vas a joder la noche. —Colgué
y le mandé un mensaje a mi madre para avistarles de que iba a
apagar el móvil, que no se preocuparan.
Pero como le había dicho a él, no quería que me jodiera la
noche con sus llamadas o mensajes.
No quería aceptar que lo nuestro se había acabado, que
estaba muerto desde hacía ya cuatro meses y que no iba a
volver a darle una sola oportunidad más en mi vida.
Había gente que por muchas oportunidades que les dieran no
cambiaban y seguían haciendo eso que juraron no volver a
hacer más en la vida.
Yo tenía un feo recuerdo de esa última vez que le vi y le pedí
que me dejara en paz, pero seguía insistiendo y nada parecía
detenerle, desgraciadamente para mí.
Capítulo 2

No tardé en ver bajar de un taxi a Camila, tan guapa y sexi


como de costumbre.
Llevaba un elegante conjunto de pantalón y chaqueta de
cuero negro, complementado con un jersey fino y unos zapatos
de tacón blancos que le sentaban genial. Y es que su figura era
tan esbelta y estilizada que podría haber sido la envidia de
cualquier modelo en una pasarela.
—Hola, cariño —sonrió acercándose para darme un par de
besos.
—Hola.
—¿Llevas mucho esperando?
—No, solo un par de minutos.
—¿Y la niña dónde está? ¿Ha dicho si venía de camino? —
Sacó el móvil de su bolso.
—No lo sé, acabo de apagar mi teléfono, pero no había
llegado nada.
—¿Por qué lo has apagado? —Frunció el ceño.
—¿Por qué crees?
—¿Otra vez? ¿Qué no entiende de las palabras «hemos
terminado»? Que no son tan difíciles de entender, vamos.
—Pues ya ves, él no las entiende. —Me encogí de hombros.
Justo en ese momento llegaba otro taxi y de él sí que bajó
nuestra preciosa Anabel.
—Pero qué carita traes —dije cuando se acercó y le di un
abrazo.
—Si te pones un chándal gris, eres igualita a Chenoa cuando
rompió con Bisbal —comentó Camila.
—No tenía ganas de venir, ya os lo he dicho —suspiró.
—No, si se te nota. No te has maquillado, la coleta te la has
hecho pues, yo qué sé por qué, y lo de la ropa ya es de juzgado
de guardia, vamos. Tú qué has hecho, ¿abrir el armario y decir
«esto mismo»?
—Camila —protesté regañándola.
—A ver, que estás guapa con los vaqueros anchos y el
jersey; que pareces mi abuela, sí, pero debo admitir que estás
guapa.
—No debería haber venido. —Volteó los ojos.
—Si te vas a casa, te saco de los pelos. Anda, ven aquí. —
Camila tiró de ella hacia un lado y comenzó a arreglarla un
poco.
Con el rojo de labios y un poco de rubor en las mejillas
estaba perfecta, y en cuanto al jersey, pues Camila le cogió el
bajo por un lado y acabó anudándolo de manera que se veía un
poco mejor. Que no, que Anabel no parecía una abuela ni
mucho menos, pero estaba claro que no pasaba por su mejor
momento.
—Listo, ahora, a cenar señoritas.
Entramos en el restaurante y Camila dio su nombre. Después
de verificar la reserva, nos llevaron hasta una mesa en el
fondo, justo cerca de donde estaban cantando los mariachis.
Una vez nos sentamos, Camila pidió unos margaritas.
—Eso, vamos a empezar con lo más fuerte —dijo Anabel.
—En un restaurante mexicano se cena con margaritas, no
con agua.
—Mujer, pero unos refrescos… —comenté.
—Es sábado, somos adultas y estamos de celebración, qué
queríais, ¿que os llevara a mi casa con unos sándwiches,
ganchitos y refrescos como cuando teníamos cinco años? Pues
no.
Mientras esperábamos los margaritas estuvimos eligiendo
qué pedir para cenar, este era uno de nuestros restaurantes
favoritos y ya habíamos probado toda la carta, así que
solíamos ir alternando.
Cuando el camarero dejó las bebidas nos tomó nota del
pedido, y Anabel se anticipó diciendo que era todo para
compartir.
Como entrantes pedimos guacamole con totopos, que eran
unas tortillas chips crujientes que combinaban a la perfección
con la cremosidad del guacamole, y una fuente de queso
fundido con tortillas de maíz.
Y de plato principal optamos por dos: los tacos al pastor y
las fajitas de pollo.
—Enseguida les traigo los entrantes —dijo el camarero.
—Perfecto —sonrió Camila—. Y, por cierto, cuando veas las
copas vacías, traes otros tres margaritas, y así toda la noche.
—Así será —contestó al tiempo que asentía.
—De aquí nos tienen que sacar en camilla, es que lo estoy
viendo —resopló Anabel.
—No, no, de aquí no, pero del local de copas, no lo descarto.
—Pero vamos a ver, Camila. —Me acomodé en la silla con
las manos cruzadas sobre la mesa—. ¿Se puede saber qué es
eso que estamos celebrando? Chiquilla que tienes tú más
misterio que Iker Jiménez.
—Beber y os lo digo —sonrió.
—Acabamos con un trago por respuesta, ya verás —dijo
Anabel cogiendo la copa al mismo tiempo que la cogía yo.
Después de dar el trago, Camila sonrió y nosotras nos
quedamos mirándola, esperando con esa intriga que nos
acompañaba desde el miércoles, hasta que por fin se decidió a
hablar.
—Me caso —dijo con una sonrisa aún más amplia.
—¡¿Qué?! —gritamos al unísono.
—¡Que me caso! —chilló.
Anabel y yo nos levantamos para darle un abrazo, y claro
que era un motivo de celebración, porque llevaba saliendo con
Lucas, que también era diseñador gráfico en la empresa, desde
hacía ya cuatro años, y de esos, dos viviendo juntos.
Él tenía treinta y cuatro años y estaba enamorado de nuestra
amiga hasta las trancas, como decían todos los compañeros.
—Quién iba a decir que sería la primera de las dos en
casarme —me dijo cuando la abracé.
—Pues sí, pero ahí estás, con un pie en el altar. —Reí.
Sí, que ella fuera la primera era una sorpresa para las dos
puesto que, con Raúl, mi ex, todos me veían contrayendo
nupcias, incluso él me dijo que nos veía felizmente casados y
formando una familia.
—¿Y cuándo os casáis? —preguntó Anabel cuando
volvimos a sentarnos.
—En junio, para mediados. No quería una boda ni con
mucho frío ni con un calor de esos que te derrites.
—O sea, en dos meses. —Di un trago a mi copa—. Pues ya
puedes empezar a mirar cosas.
—Tranquila que ya le tengo echado el ojo al vestido —
sonrió—. La prima de Lucas se encarga de maquillarme y
peinarme, y vosotras de ayudarme a vestirme.
—Hala, ya nos ha puesto tarea —resopló Anabel.
—Oye, que sois mis mejores amigas, jodida. —Frunció el
ceño.
—Me encanta buscarle la lengua —me dijo sonriendo.
—Serás. —Camila le tiró la servilleta a la cara y acabamos
las tres riendo.
Nos sirvieron los entrantes y, desde ese momento, comenzó
la noche de manera oficial. Cenamos mientras Camila nos
contaba cómo Lucas le había pedido que se casara con él la
noche del martes, durante una cena romántica en la que le
entregó el anillo, que, ahora sí, llevaba puesto, ya que como
quería sorprendernos no lo había llevado al trabajo.
El anillo era precioso, de oro blanco y con un diamante
engarzado en el centro, entre dos rubíes. Camila nos explicó
que ese había sido el anillo de su abuela paterna y que, dado
que tanto Lucas como su padre eran hijos únicos, su abuela
decidió dárselo a su nieto antes de fallecer.
La madre de Lucas sí que tenía una hermana, dueña de una
de las boutiques de ropa más exclusiva de Madrid, y su prima
era la dueña de un salón de belleza.
Nos estuvo enseñando fotos del vestido que había escogido y
nos comentó que tenía una cita para probarse ese y otros
modelos el miércoles siguiente por la tarde. Nos pidió que la
acompañáramos, a lo cual ambas accedimos sin dudar, ya que
nuestro horario de trabajo era de ocho y media a dos y media.
Quedamos en que comeríamos juntas y después iríamos a la
tienda de novias.
Anabel y yo nos ofrecimos para ayudarla en lo que hiciera
falta, y ella nos lo agradeció. Además, nos pidió que nos
encargáramos de encontrar el mejor cáterin para el combite,
que se celebraría en la casa de los padres de Lucas, quienes
vivían en una unifamiliar con unos jardines amplios, perfectos
para ese día.
—No tenemos mucho que buscar —sonreí—. El lunes
cuando llegue a la oficina llamo al que contratamos para las
celebraciones de la empresa, ya sabes que el señor Martín
siempre ha confiado en ellos —dije refiriéndome a nuestro
jefe, ese del que yo era su asistente personal.
—Igual hasta os hacen un buen precio —comentó Anabel.
Los mariachis fueron pasando por todas las mesas cantando,
entre ellas esa tan conocida como era El Rey, y cuando se
acercaron a nuestra mesa nos pusimos a cantar con ellos, algo
que se animaron a hacer el resto de los clientes que había
repartidos por todo el salón.
La noche fue pasando entre margaritas y risas hasta que
decidimos ir a tomar la última copa al local donde íbamos
cuando salíamos las tres juntas.
Allí preparaban los mejores cócteles y mojitos, y ponían
música de esa que hacía que las piernas se movieran solas y te
llevaran de un lado a otro bailando.
Cuando llegamos, estaba el local tan lleno que casi no se
podía dar un paso, prueba de ello fueron los pisotones que, sin
querer, por supuesto, fui dejando hasta que alcanzamos al fin
la barra.
—Madre mía, esto hoy es una lata de sardinas —dijo
Anabel.
—Toñín, ven aquí, guapo —gritó Camila para llamar al
camarero, que nos conocía ya más que de sobra.
—Pero si están aquí Las Grecas —comentó al acercarse con
una sonrisa.
—Esas eran dos, y nosotras somos tres —le corregí.
—Tú ya sabes por qué os llamo así, preciosa, así que no me
tires de la lengua. —Me señaló con el dedo.
—Eso quisieras, que esta te tirara de la lengua y, de otra
parte. —Rio Camila.
—No me importaría, no, que ahora ya está soltera y no tiene
excusa —dijo mientras nos ponía unos chupitos de vodka
caramelo como siempre que veníamos.
—Claro que la tengo —contesté—. Me he consagrado a
Dios.
Anabel que estaba a mi lado y acababa de tomarse el
chupito, lo escupió en la barra y comenzó a toser, Camila me
miraba controlándose con los labios apretados para no reírse, y
la cara de Toñín era indescriptible.
—Por Dios, Míriam, que casi me ahogo —protestó Anabel,
y ahí sí que Camila no pudo más y se echó a reír como una
loca.
Doblada estaba junto a la barra sin poder ni hablar, hasta
Toñín se rio con nosotras y se tomó un chupito.
—Esto por el susto que me has dados —dijo tras bebérselo.
Fue a prepararnos los mojitos y Camila me dijo que por la
cara que tenía el pobre Toñín, se lo había creído a pies
juntillas.
Nos sirvió las bebidas y allí nos quedamos las tres; primero
porque apenas había espacio para movernos y, segundo,
porque alejarse de la barra sería quedarnos sin sitio.
La música iba sonando y nosotras bailando, dejando que la
noche fluyera y divirtiéndonos como siempre hacíamos.
Estábamos allí a nuestro rollo cuando vimos a Anabel
moverse hacia adelante con los ojos muy abiertos porque ella,
al igual que nosotras, se vio cayendo al suelo de bruces y
dejándose allí algún diente.
—Cuidado, hombre —gritó Camila al ver al chico que
acababa de darle tremendo empujón a la pobre Anabel.
—¿Qué os pasa a vosotras, putas? —soltó el otro que, ni
educación ni leches, por no hablar de la borrachera que llevaba
encima.
—Esa boca, niño, que te la lavo con lejía para blanqueártela
—dijo Camila.
—A ver, puta, que si queréis follar lo decís y listo, que tengo
ahí a mis amigos. —Señaló hacia atrás.
—Camila —la llamé cogiéndola del brazo porque la
conocía, y entre las perlitas que estaba soltando él por la boca,
y la cara de cabreo que tenía ella, la veía con el zapato en la
mano y tirándoselo a la cabeza.
—Entonces qué, ¿hacemos un trato? Doscientos euros para
repartiros si venís al baño y nos chu…
Ni tiempo le dio a terminar de decir la brutalidad que iba a
solarnos, porque Camila le dio un bofetón con la mano en toda
la cara que, de la borrachera, aquel idiota acabó perdiendo el
equilibro hasta apoyarse en la barra.
—¿Qué te crees que haces, perra? —gritó con la mano en la
mejilla, porque seguro que un poquito debía escocerle, que
Camila era pequeñita, pero tenía un gancho de derechas, que
madre mía.
—Vas a llamar putas a quien yo te diga, gilipollas —contestó
Camila muy enfadada—. Qué vergüenza tiene que estar
pasando tu madre de saber la clase de hijo que tiene.
—¿Qué pasa, chicas? —preguntó Toñín acercándose.
—Este, que nos daba doscientos euros por ir con él y con sus
amigos al baño porque se cree que somos putas.
Toñín no tardó en levantar una mano, y en cuestión de
segundos, apareció Edu, uno de los encargados de seguridad
del local, listo para llevarse al tipo. Con su estilo
característico, invitó al tipo y a sus amigos a salir del local
amablemente.
Y cuando digo amablemente, es porque si algo tenía Edu era
que te daba dos opciones: irte por tu propio pie y sin
problemas, o hacerlo por las malas, ya que no dudaba en sacar
a empujones del local a los que no querían irse.
—¿Estás bien, Anabel? —le pregunté porque se tocaba
mucho el tobillo.
—Sí, solo ha sido un pequeño tropiezo.
—Yo ahí pondría un poco de hielo —dijo una voz masculina
a nuestro lado y, al mirar, vimos a un hombre alto, moreno y
con los ojos azules dando el último sorbo a su copa de whisky.
—¿Eres médico? —Curioseó Anabel mirando al moreno
trajeado como hacíamos Camila y yo.
—No, no soy médico, pero si quieres evitar que se inflame,
ponte hielo —respondió mientras dejaba el vaso en la barra y,
tras hacerle un guiño, se marchó.
Camila le pidió hielo a Toñín que no tardó en traerlo
envuelto en un trapo. Ayudé a Anabel a ponerlo sobre su
tobillo y ella suspiró con un ligero alivio.
—Pues tenía razón —dijo ella cinco minutos después—. No
voy a notar si se inflama, más que nada porque se me ha
dormido el tobillo —resopló.
—Hija, ¿te quedas con eso que ha dicho en vez de con el
guiño que te ha mandado? —resopló Camila— Me da a mí
que ese te quería poner el hielo él.
—¿Qué dices? No inventes anda.
—No, si no invento, solo digo lo que veo. —Se encogió de
hombros.
Y con el tobillo de Anabel más dormido que despierto,
dimos la noche por terminada. Nos tomamos un último
chupito para despedirnos de Toñín y salimos del local para
coger un taxi que nos fuera dejando a todas en casa.
Cuando llegué a la mía ni lo dudé, me quité los zapatos y
caminé descalza hacia la habitación para meterme en la cama
sin ropa, iba a dormir hasta que el cuerpo quisiera, y el
domingo lo tomaría para seguir descansando para la semana.
Capítulo 3

Llegué ese lunes a las oficinas a tiempo y por los pelos.


Estaban con el mantenimiento del ascensor, no me había
enterado y me pasé cinco minutos delante de la puerta
esperando que llegara a mi planta, hasta que vi salir a mi
vecina de al lado y me puso al tanto.
Consejo del día que os doy, no intentéis bajar las escaleras
de dos en dos con tacones. El tobillo levemente inflamado de
Anabel la otra noche, se podía haber quedado en un simple
bultito para cómo podría haber acabado yo, si me hubiera
caído. Y sí, es lo que pensáis, a punto estuve de hacerlo.
Saludé a las chicas de recepción, entré en el ascensor y fui
hacia la última planta donde estaba el despacho de mi jefe.
El señor Martín era un hombre de lo más amable y
encantador, por no decir que nos trataba a todos con un cariño
inmenso, como si de familia para él nos tratásemos.
Era viudo, no tenía hijos y a mí me había acogido bajo el ala,
como solía decirse, desde el momento en el que entré para
ocupar el puesto de asistente que dejaba libre mi antecesora,
Margarita, que se mudó a Barcelona donde vivía su hija para
poder estar con su nieto recién nacido y ayudarla a ella.
A pesar de que mi jefe ya pasaba de los sesenta, seguía
conservando gran cantidad de su cabello negro a pesar de las
canas, y tenía unos ojos marrones de lo más cálidos y tiernos.
Alguna vez le había dado por decir que iba a adoptarme
como hija o como nieta porque el día que le llegara la
jubilación me iba a echar de menos.
Salí del ascensor, encendí el ordenador y dejé mis cosas en
el escritorio antes de ir a preparar nuestros cafés, esos que nos
tomábamos siempre en su despacho hablando de las tareas de
ese día.
Siempre llegaba antes que el resto así que su puerta estaba
cerrada, llamé un par de veces y cuando me dio paso, entré.
—Buenos días —saludé con una sonrisa.
—Buenos días, Míriam. ¿Qué tal ha estado tu fin de semana?
—preguntó como cada lunes cuando dejé su café en el
escritorio y me senté.
—Con sorpresa el sábado por la noche, pero muy feliz. Y
ayer no salí, me quedé tranquila en el sofá todo el día.
—Ya imagino, descansando de la resaca. —Rio.
—Es que mezclar margaritas con chupitos y mojitos, es un
cóctel peligroso.
—¿Y qué sorpresa te dieron? —Curioseó tras beber de su
café.
—Camila, mi amiga.
—Nuestra mejor diseñadora gráfica, ¿esa Camila?
—Esa —sonreí—. Nos ha dicho que se casa en dos meses.
—Ella estaba saliendo con Lucas, otro de los diseñadores,
¿verdad?
—Así es.
—Vaya, me gusta ver que el personal no solo se lleva bien,
sino que confraterniza de manera exitosa.
—Sí, porque tengo entendido que no es la primera pareja
que sale de esta empresa.
—No, no lo es. La primera que se formó, de hecho, fue la de
mi hermana Isabel y su marido, Miguel, que en paz descanse
—suspiró.
La agencia de publicidad era una empresa familiar, fundada
por el padre de mi jefe hacía ya varias décadas, y que dejó en
manos de sus dos hijos cuando eran jóvenes, tanto, que el
señor Martín ocupó el cargo a la edad de veintitrés años.
—Tendrás que pensar en buen regalo que yo pueda hacerles.
—No es necesario —sonreí.
—Pero quiero hacerles un regalo, son mis mejores
diseñadores, no lo olvides —me advirtió señalándome.
—Está bien, veré qué puedo hacer. Por cierto, Camila me ha
pedido que busque el cáterin y dado que usted confía en el que
contratamos para las celebraciones de la empresa, he pensado
en llamarles.
—Mira, pues ya tengo regalo que hacerles. Dile a Camila
que del cáterin me ocupo yo, y a ellos les adviertes que no
escatimen en nada, que se apliquen tanto como si fuera una
fiesta para la empresa.
—Es usted un hombre de un gran corazón.
—Ya que desgraciadamente mi difunta esposa y yo no
pudimos tener hijos, me gusta ayudar a mis empleados en todo
lo que pueda.
—Pues Camila y Lucas se lo van a agradecer, ya se lo digo
yo.
—Aprovecha cuando llames al cáterin para decir que
necesitamos que organicen algo para el viernes por la noche —
me pidió.
—¿El viernes? —Fruncí el ceño.
—Sí, el viernes.
—Pero no tengo ninguna celebración programada.
—Es mi despedida, Míriam —contestó con una leve sonrisa
apenas perceptible para quien no le conociera como lo hacía
yo, que había pasado varios años siendo su mano derecha,
como él decía.
—¿Despedida? Pero, no entiendo.
—Me jubilo —dijo mientras se ponía de pie y caminó hacia
el ventanal para contemplar las vistas de Madrid desde allí—.
Ya tengo sesenta y cinco años y, aunque podría seguir alguno
más, creo que es mejor que me tome el tiempo de descanso ya.
Además, mi hermana finalmente ha aceptado mudarse a mi
casa y así hacernos compañía el uno al otro —suspiró.
Por lo que sabía de su hermana era cinco años mayor que él,
tenía un hijo y hacía solo dos años que se había quedado
viuda. Vivían en Galicia, de donde era su difunto esposo y
donde decidieron afincarse cuando el hijo tenía diez años,
dejando la agencia de publicad en manos de su hermano.
—¿Y qué pasará con la agencia? —pregunté algo nerviosa
porque si la vendía, a saber, cómo sería el nuevo jefe.
—La dejo en manos de mi sobrino —contestó—. Ha tenido
una empresa que fundó hace varios años y le iba muy bien,
ahora la ha vendido para trasladarse.
—¿Y sabe algo de publicidad? Perdón por la pregunta, pero
es que como nunca le hemos visto por aquí…
—Sí, sí sabe —sonrió—. Siempre hemos estado en contacto
y le contaba cosas sobre la agencia, así que fue aprendiendo
poco a poco para cuando llegara este momento.
—¿Conservaremos los puestos de trabajo?
—Por supuesto que sí, Míriam —se giró para mirarme—,
eso no va a cambiar. Es la condición que le puse. Puede traerse
a personal de su empresa que pueda encajar en algunos
departamentos de la agencia, pero todos, absolutamente todos
mis empleados, conservarán su puesto.
—Así que ahora voy a ser la asistente de su sobrino.
—No temas, que es un buen hombre —sonrió.
—¿Qué va a decir usted, si es su tío? —Volteé los ojos.
—Te lo digo en serio, es un buen hombre.
—Me va a dar pena no verle más ni tomarme el café con
usted.
—¿Y quién ha dicho que no vayamos a vernos? Pienso venir
a ver cómo estás al menos una vez a la semana.
—Ha sido un placer ser su asistente, señor Martín —dije
poniéndome en pie al tiempo que le tendía la mano.
—A mí dame un abrazo, que eres mi nieta favorita. —Hizo
un guiño.
—Ah, hoy he bajado de categoría, soy su nieta en vez de su
hija. —Volteé los ojos y nos echamos a reír antes de que me
abrazara.
—Yo sí que voy a echar de menos estos ratos, Míriam, tu
alegría y tu sentido del humor han hecho de muchos días
malos, los mejores.
—Verá que todavía me hace hasta llorar —resoplé.
—No, no, eso mejor lo dejamos para la fiesta del viernes.
Venga, a trabajar que ya vas tarde.
Sonreí y le abracé de nuevo, porque aquel hombre había sido
mucho más que un jefe para mí. Tenía confianza con mis
padres, pero solo mi jefe sabía ese secreto que yo mantenía
escondido bajo llave. Y lo supo porque me encontró llorando
una mañana y se lo tuve que contar, que, si no, ese seguiría
siendo solo mi secreto.
Fui a mi puesto y comencé la mañana, revisé la agenda
comprobando las reuniones que tenía el jefe, se las mandé a
modo recordatorio a su correo y poco después llegó la primera
cita de esa mañana.
Llamé a la empresa de cáterin para coordinar con ellos la
hora a la que debían llegar el viernes, así como los camareros
que tenían que contratar. Además, aproveché la oportunidad
para pedirles información sobre los menús y los precios
correspondientes para la celebración de bodas.
Quedaron en enviarme todo a mi correo tras decirles lo que
me había pedido mi jefe, y seguí trabajando en mi puesto,
recibiendo a las personas que iban a verse con él, hasta la hora
de mi pequeño descanso para tomar un café con las niñas en la
cafetería de la agencia.
Cuando entré en ella, vi a las dos en una de las mesas, me
acerqué a pedir un desayuno para mí y fui a sentarme con
ellas.
—Sigo con dolor de cabeza por su culpa —se quejó Anabel
señalando a Camila.
—¿Por mi culpa? Qué fuerte eso que has dicho.
—No fui yo la que pidió que nos llevaran margaritas para la
cena como si fuera agua, te lo recuerdo.
—Y lo bien que lo pasaste, ¿qué? Eso no está pagado. —
Rio.
—Sí, si no fuera porque estuve a punto de torcerme un
tobillo y venir aquí con muletas.
—No, si no habrías venido en un tiempecito —sonreí.
—Hoy no doy una, en serio —suspiró tras dar un bocado a
su tostada de jamón y tomate—. Verás que al final me quedan
unos eslóganes horrorosos para las publicidades de la empresa
que tengo que hacer.
—Nada, seguro que con el cafelito y la tostada te reactivas.
—Le hice un guiño.
—A ver si es verdad, que lo que peor llevo de beber, es el
dolor de cabeza.
Le comenté a Camila lo que había hablado con el jefe y se
quedó boquiabierta, normal, porque sabía que a todos los
empleados que se habían hecho pareja y acababan casándose a
lo largo de los años, les hacía un regalito como detalle que yo
compraba, pero a ella le iba a pagar el cáterin y eso no era un
detalle, no, era un súper regalo.
—Y otra cosa, este viernes tenemos fiesta de empresa —
comenté tras dar el último bocado a mi tostada.
—¿Fiesta? ¿Qué se celebra? —Curioseó Anabel.
—El señor Martín se jubila —contesté, y ambas me miraron
con asombro, con los ojos y la boca bien abiertos.
—¿Se jubila? ¿Y qué pasa con la agencia? —preguntó
Camila.
—Su sobrino se va a poner al frente.
—¿Pero no vivía en Galicia, como su madre?
—Sí, pero ella ha decidido volver a Madrid.
—O sea, que vamos a tener nuevo jefe —dijo Anabel y
asentí—. Pues esperemos que sea tan agradable y simpático
como su tío.
Todos conocíamos la existencia del sobrino del señor
Martín, pero nadie le conocía en persona. Tenía cuarenta años
y había pasado los últimos treinta viviendo en Galicia, lugar de
origen de su padre, así que desconocíamos por completo su
manera de ser.
—¿Vamos a mantener los puestos?
—Sí, Camila, fue una condición que le puso a su sobrino,
que todos mantuviéramos nuestro puesto. Aunque puede traer
a empleados de la empresa que él tenía.
—¿Y cuándo se incorpora?
—No lo sé, Anabel, pero imagino que la semana que viene,
si da la fiesta el viernes.
—Pues a esperar al nuevo jefe.
—No comentéis nada, que hasta que el señor Martín no
decida mandar el correo para lo de la fiesta, no lo sabe nadie.
—Esto de tener a la asistente del jefe como mejor amiga, son
todo ventajas, oye —dijo Camila y sonreí.
Al terminar nuestro desayuno, cada cual regresó a su
respectivo puesto para seguir trabajando. Cuando llegué al
mío, vi que la puerta del despacho de mi jefe estaba abierta, y
escuchaba su voz, intercalada de algunos breves silencios.
Me asomé para que supiera que había regresado y sonrió al
verme, pidiéndome que cerrara la puerta con un gesto de la
mano.
Le iba a echar de menos, de verdad que sí, porque ese
hombre además de mi respeto como jefe se había ganado mi
cariño. Ojalá que el sobrino fuera igual que su tío.
Capítulo 4

Esa mañana de miércoles había enviado el señor Martín el


correo a todos los empleados para notificar la fiesta que se
celebraría en dos días, solo que no había contado aún que se
jubilaba.
Según me dijo quería dar la noticia esa misma noche y no
antes, no quería que empezaran a preguntar por el futuro de la
agencia o de sus puestos de trabajo, solo yo lo sabía, pero le
dije que se lo había contado a Camila y a Anabel, no le
molestó porque sabían que eran igual de discretas que yo.
Estaba deseando que llegara la hora de marcharme porque
comería con las chicas y después iríamos a la tienda de novias
para ver el vestido de Camila. Me encontraba en la planta de
contabilidad para hablar con Tamara, la jefa del departamento,
sobre un correo que el señor Martín estaba esperando.
Decir que cuando entré aquello era un pequeño caos, no era
para nada exagerado.
Uno de los chicos me dijo que se había caído el servidor en
esa planta y estaban los técnicos mirándolo, entré en el
despacho de Tamara y vi a la pobre mujer al lado de la
fotocopiadora con varios papeles en la mano.
—Míriam, te manda el jefe, ¿verdad?
—Sí, te he llamado un par de veces, pero no me lo cogías.
—Ya ves cómo estamos, y lo peor es que hasta nuestras
líneas de teléfono se han caído. Yo no sé qué pasa hoy, pero
parece que hemos invocado al Bitelchús ese —suspiró—. Eso,
o las máquinas han decidido revelarse.
—¿Estás imprimiendo el informe? —pregunté al ver que
tenía una tarjeta de memoria conectada a la impresora.
—Sí, porque no hay manera de meterme en el correo ni
siquiera desde mi móvil.
—Deja que te ayudo, anda. —Me puse a su lado—. Tú ve a
ver si alguno de los chicos necesita algo.
—¿Segura?
—Que sí, tranquila. Tienes todo metido en la misma carpeta
y en un solo archivo, ¿verdad?
—Sí, el PDF es solo un archivo.
—Pues yo me encargo, y cuando acabe, subo a dárselo al
jefe.
—Gracias, Míriam, porque esto de no saber qué hacen los
técnicos me tiene mala.
Sonreí al verla salir y me quedé allí terminando de imprimir
todo, una vez tenía las doscientas páginas encuadernadas, dejé
la tarjeta de memoria en el escritorio de Tamara y regresé a la
última planta para dárselo al señor Martín.
Al salir, me encontré con un hombre en la sala de espera que
estaba ojeando una revista. Era alto, con el cabello castaño
perfectamente peinado, y desde donde estaba, podía apreciar el
marrón de sus ojos. Vestía un traje de color azul marino, una
camisa blanca y una corbata de un tono azul más claro. Su
expresión parecía un tanto seria, aunque tal vez solo era mi
percepción.
—Buenas tardes —dije haciéndome notar y dado que eran
casi las dos del mediodía—. ¿Puedo ayudarle? —pregunté
cuando al fin me miró con los ojos más fríos que había visto
en mi vida.
—Quería ver al jefe —contestó con la voz ligeramente
ronca.
Eché un vistazo a la puerta del despacho y vi que estaba
abierta, caminé hacia ella y noté la mirada de ese hombre
sobre mí, algo que, por un motivo que hasta el momento
desconocía, hizo que me estremeciera ligeramente.
El señor Martín no estaba en el despacho, por lo que fui
hacia mi escritorio donde dejé el informe y cogí el teléfono
para llamarle al móvil.
—Dime, Míriam.
—Tiene una visita aquí esperando, señor Martín —contesté.
—Ah, sí, cierto. Olvidé que venía, pero no se lo digas —
sonreí—. Dile que baje a la cafetería, por favor.
—Sí, señor. —Colgué y al girarme, tenía a ese hombre a mi
espalda—. Por Dios —me lleve la mano al pecho—, ¿qué hace
aquí?
Pero se quedó callado, tan solo me observaba con esos ojos
fríos que había visto antes.
—El señor Martín me ha pedido que le diga que le está
esperando en la cafetería —dije al fin, y él asintió antes de
apartarse un poco.
—¿Es usted su asistente?
—Sí.
—Pues no debería abandonar su puesto —contestó mientras
metía ambas manos en los bolsillos y caminaba hacia el
ascensor.
¿Quién demonios se creía que era para hablarme así? Yo no
abandonaba mi puesto salvo en mi tiempo de descanso, y en
esos momentos mi jefe estaba siempre aquí con la puerta
abierta para recibir a las visitas.
Cuando las puertas del ascensor se abrieron y me dedicó una
última mirada con el semblante serio, entró y allí me quedé yo,
con ganas de mandarle a la mierda por idiota.
El teléfono de mi escritorio sonó y era mi jefe.
—¿Has podido hablar con Tamara? —preguntó, y le puse al
corriente de lo que pasaba en el departamento de contabilidad.
Le dije que dejaba el informe en el primer cajón de su
escritorio para que lo cogiera cuando subiera a por sus cosas
antes de marcharse, y me despedí de él hasta el día siguiente.
Llevé el informe a su despacho y recogí todo para irme a mi
hora. Cuando bajé a la sala de recepción ya estaban Anabel y
Camila esperándome para irnos.
Cada una llevaría su coche, puesto que después de ver los
vestidos nos iríamos a casa, así que fuimos hacia la puerta de
salida y, como si algo me incitara a hacerlo, miré hacia la
cafetería.
Allí estaba mi jefe hablando con ese hombre que, aunque
seguro que le escuchaba a él, no dejaba de mirarme a mí.
De nuevo me estremecí y no sabía el motivo, solo que era él,
ese hombre al que no conocía de nada, quien lo provocaba.
—¿Míriam? —me llamó Camila y la miré— ¿Qué pasa?
—Nada, es que el hombre con el que está hablando el señor
Martín, es un idiota de manual.
—¿Le conoces? —preguntó Anabel frunciendo el ceño.
—Pues no tenía el disgusto de hacerlo hasta hace menos de
media hora.
Les conté lo ocurrido antes de bajar a reunirme con ellas y
me dijeron que no le hiciera caso, que, seguramente, estuviera
acostumbrado a que le recibieran a su llegada a los sitios y lo
de hoy no fuera lo habitual para él.
Me daba igual, fuera como fuese, no era nadie para hablarme
así.
Cogimos los coches y fuimos hasta la zona donde estaba la
tienda de novias, ya que justo al principio de la calle había un
restaurante donde comeríamos tranquilas.
Pedimos agua para beber y una ensalada cada una para
comer, y pasamos ese rato hablando de los preparativos de la
boda.
El día anterior le dimos Anabel y yo la enhorabuena a Lucas,
que sonrió al tiempo que nos abrazaba. Habíamos salido las
tres a cenar con él y a tomar una copa en alguna ocasión, era
un buen hombre y a Camila siempre la trataba con mucho
cariño y amor.
Después de almorzar, disfrutamos de un café y Camila nos
habló de cómo le gustaría decorar el jardín. También nos
comentó que estaba considerando la posibilidad de contratar
una wedding planner para que la ayudara con todo, ya que
temía que, de no hacerlo, quizás acabara volviéndose loca.
—Es que seguro que ella lo deja todo perfecto —comentó.
—Pues contrátala, pero eso sí, del cáterin ya me he
encargado yo —contesté.
—¿Te han pasado los menús y los precios?
—Sí, me han llegado hoy. Mañana te los mando para que les
eches un vistazo.
—Bueno, pues una cosa menos —suspiró.
Tras el café, fuimos caminando hacia la tienda de novias,
Camila decía que, aunque no fuera mucho camino, el paseíto
nos vendría bien para bajar la comida.
Cuando entramos y la dueña la vio, sonrió al tiempo que se
acercaba para saludarnos.
—Vienes para la prueba de vestidos, ¿verdad? —le preguntó
a Camila.
—Sí, pero ya tengo claro cuál quiero.
—¿Te llevo ese primero, o lo dejamos para el final?
—Para el final, sí, mejor para el final —sonrió mi amiga y
seguimos a la dueña a una de las salas que tenía libre, puesto
que había varias futuras novias probándose vestidos.
Anabel y yo nos acomodamos en el sofá, y Camila entró en
el cuarto para quitarse la ropa y esperar que llegara la mujer y
una ayudante, quienes traían un perchero repleto de vestidos
de novia.
—¿Es normal que me estén dando ganas de probarme uno?
—preguntó Anabel.
—No —reí—, pero yo también le echado el ojo a uno.
Camila salió con el primer vestido y, aunque era de esos de
corte muy clásico y sencillo, se veía preciosa.
Acabó probándose once; los había blancos, en color marfil e
incluso en un tono rosa pastel muy suave que la mujer dijo que
se llevaba mucho en verano.
Pero ella no se terminaba de ver bien con ninguno, ya que se
había hecho a la idea de verse con el que le había llamado la
atención en la página web.
Y en cuanto las dos la vimos salir con él puesto, sonreímos
al igual que ella.
—Este sí, Camila —dije—, este es el tuyo.
Se echó un vistazo en el espejo y la ayudante que había
venido le hizo un recogido rápido para que se hiciera una idea
de cómo estaría en su gran día.
El vestido era perfecto para Camila, como si lo hubieran
diseñado y confeccionado exclusivamente para ella.
Era en corte «A», de una suave gasa en color blanco con un
elegante escote en «V», y toda la parte del corpiño estaba
adornada con delicados encajes que le daban un toque
romántico, ideal para ese día.
Tenía tirantes finos, lo que permitía que Camila pudiera estar
cómoda, y toda la parte de la espalda quedaba al descubierto.
La falda tenía un movimiento increíble, se notaba por cómo
se movían las diferentes capas con cada leve movimiento que
hacía ella. Le trajeron varios pares de zapatos para que se los
probara, así como algunos complementos para el pelo.
Finalmente, se decantó por unos zapatos blancos forrados en
gasa y una preciosa tiara para ese recogido que le haría la
prima de Lucas.
Era la novia más guapa y radiante que había visto, y se me
acabaron saltando un poco las lágrimas al ver a mi mejor
amiga así vestida.
—No llores, que como empiece yo, la liamos —me dijo
Camila.
—Lo siento, pero es que estoy tan feliz de verte así a ti. —
Me limpié las mejillas con un pañuelo que me dio Anabel.
—Tú habrías estado aquí antes que yo si no fuera porque
rompiste con Raúl.
—No rompió con él, le mando a la mierda —dijo Anabel—.
Esas fueron sus palabras cuando nos lo contó. —Se encogió de
hombros.
—Esto va a ser una locura y seguro que Julia nos manda a la
mierda a nosotras, pero… ¿Y si os probáis uno vosotras? —
sugirió Camila.
—¡Me apunto! —gritó Anabel y corrió hacia el perchero.
Y sí, acabamos las tres allí vestidas de novia como si
fuéramos modelos posando para las fotos de alguna colección.
Desde luego que a locas no nos ganaba nadie, pero nos lo
pasábamos en grande juntas.
Julia, la dueña, no solo no se opuso a eso, sino que nos tomó
algunas fotos para que tuviéramos como recuerdo de una de
nuestras locuras, y, cuando volvimos a ponernos nuestra ropa,
Camila dejó la señal para el vestido.
—A partir de hoy no puedo pasarme con la comida porque
no quiero que le tengan que hacer muchos arreglos al vestido
—nos dijo al salir de la tienda.
—Nos lo dices a modo de advertencia como si fuéramos
nosotras las que te obligamos a comer —protestó Anabel.
—Reconoce que parte de culpa tenéis, que cuando os da por
engullir…
—Hija de la gran china —me quejé—. Pero si eres tú la que
cuando pide comida lo hace como si fuera a acabarse el
mundo.
—Eso lo hago porque me paso el día sin apenas comer para
disfrutar con vosotras.
—Toma ya lo que ha dicho. —Rio Anabel.
—Entonces, ¿de verdad que el vestido me sienta bien? —
preguntó Camila un tanto nerviosa.
—Cuando te vea Lucas con él, se echará a llorar —contesté.
—Pero de alegría o de pena, porque me queda fatal.
—De alegría, boba —sonrió Anabel—. Estás preciosa con
él, y tu Lucas se va a quedar mudo cuando te vea.
—Bueno, bueno, mudo se puede quedar cuando me dé el «sí,
quiero», pero antes de eso no, que entonces sería como si me
dejara plantada.
Y solo a ella se le podía ocurrir decir aquello, pero la
adoraba y era más que una amiga, era parte de mi familia y la
quería con locura.
Decidimos ir a tomar un café y en ello estábamos cuando me
volvió a llamar mi ex, al que ignoré por completo, como era
habitual.
Nos despedimos una hora más tarde, quedando en que había
que organizar la despedida de soltera; pero antes de eso,
tendríamos una cena para celebrar la gran noticia con Lucas.
Cuando me subí al coche, el móvil sonó de nuevo y, como la
vez anterior, también era Raúl.
Opté por bloquear ese número definitivamente porque no, no
me hacía bien tenerlo y no quería saber nada de él, no quería
que volviera a romper mi paz lejos de él de nuevo.
Capítulo 5

Viernes, y ahí estaba yo, llegando a la agencia de nuevo para


esa última fiesta que organizaba mi jefe.
Durante la semana, nos dedicamos a poner todo al día para
que cuando su sobrino se incorporara, todo estuviera en orden.
Según me dijo, no tardaría mucho, puesto que quería ponerse
al frente lo más pronto posible.
Para esa noche había escogido un vestido entallado en
blanco con un cinturón ancho negro, a juego con los zapatos
de tacón y el bolso. Aunque el vestido era de manga larga, su
tejido era ligero, así que decidí ponerme un abrigo para
protegerme del frío nocturno.
Bajé del taxi y caminé hacia la puerta donde me recibieron
los chicos de seguridad.
Cogí el ascensor y subí a la primera planta, lugar en el que se
celebraban siempre estas fiestas de empresa.
Al salir, me recibió la música jazz, esa que tanto le gustaba al
señor Martín, y las voces de unos y otros en murmullos
hablando.
No tardé en encontrar a Camila, Anabel y Lucas.
—Por fin llegas, un poco más y te quedas sin vino —dijo
Camila.
—Sí, porque te lo estás bebiendo tú todo, cariño —le
contestó Lucas.
—Uy, qué mentira más grande —negó mi amiga.
Cogí una de las copas de vino blanco que el camarero
llevaba en su bandeja mientras pasaba junto a nosotros y le di
un trago.
—¿Tú vas a decirme por qué el jefe ha organizado esto? —
me preguntó Lucas— Porque ellas no han abierto la boca, y sé
que lo saben.
—Lo saben, pero son tan discretas como yo —sonreí—.
Cuando llegue el momento lo sabrás, tranquilo.
Eché un vistazo alrededor y vi a mi jefe hablando con
Tamara, la jefa del departamento de contabilidad, y con Mario,
el jefe de márquetin.
Volví a centrarme en mis amigas y estuvimos hablando de la
boda, Lucas decía que ya tenía encargado el traje y que
algunos de los compañeros estaban hablando de prepararle la
despedida de soltero.
—Lo comentamos el otro día con ella —señalé a Camila—,
tenemos que organizar una noche para salir los cuatro y
celebrarlo.
—Eso está hecho, cuando queráis —sonrió.
—Veo que ese tobillo está mucho mejor. —Anabel y yo nos
giramos al escuchar esa voz, y al hacerlo, nos encontramos
con el moreno de ojos azules que estaba en el local la noche
del sábado.
Llevaba un traje oscuro, corbata a juego y camisa azul cielo.
Con esta luz sus ojos destacaban aún más, y sonreía levemente
mirando a una más que avergonzada Anabel.
—Sí, no fue nada —dijo ella al fin.
—¿El hielo te fue bien, como dije?
—Sí —sonrió.
—Me alegro.
—Disculpe, pero, usted no trabaja en la agencia —comenté
y me miró.
—Ahora sí, empiezo el lunes.
—¿En qué departamento? —Curioseó Lucas.
—Última planta, despacho del subdirector.
—No sabía que el jefe iba a contratar a alguien para ese
puesto —comentó el pobre Lucas que seguía sin saber nada de
lo que iba a pasar esta noche.
—Buenas noches a todos. —Miramos hacia el centro donde
ya estaba el señor Martín.
—Un placer haber comprobado que ese tobillo está bien. —
Le tendió la mano a Anabel, que se quedó paralizada hasta que
Camila le cogió el brazo para que se la estrechara.
—Anabel, se llama Anabel y a veces se queda muda, pero se
le pasa —dijo Camila, lo que hizo que tanto Lucas como yo
tuviéramos que aguantarnos la risa.
—Encantado de conocerte, Anabel. Soy Mateo.
Y se fue, momento en el que prestamos de nuevo atención al
discurso de nuestro jefe.
—Sé que muchos os preguntáis a qué se debe esta fiesta,
dado que no es ninguna fecha especial y tampoco hay que
celebrar nada. Bueno, eso no es del todo cierto porque me
consta que dos de nuestros mejores diseñadores gráficos se
casan en breve. —Miró hacia donde estábamos nosotros, al
igual que el resto de los empleados, y todos sonreímos.
»Me alegra saber que de verdad la agencia ha sido como
una gran familia para todos. Una familia a la que voy a echar
de menos. —No tardaron en empezar los leves murmullos de
todos, preguntándose a qué se refería—. Si os soy sincero, ha
sido la decisión más difícil de tomar de toda mi vida, pero
había que hacerlo. Ha llegado la hora de que me jubile, de
modo que la agencia pasa a unas nuevas manos.
—¿Vende la agencia, jefe? —preguntó uno de los chicos del
departamento de publicidad.
—No, no, la agencia seguirá siendo de mi familia, al menos
una generación más. Mi sobrino Gabriel tomará las riendas y
será el nuevo CEO de la empresa que fundó mi padre y que,
con orgullo e ilusión, mi hermana Isabela y yo dirigimos
juntos durante años hasta que me dejó solo.
—¿Su sobrino, ha dicho? —preguntó Lucas— Entonces ¿el
tal Mateo este quién es?
No tardamos en averiguarlo puesto que, con una simple
mirada y un gesto de la mano, mi jefe les pidió a dos hombres
que se acercaran. Uno de ellos era Mateo, el moreno de ojos
azules que habíamos visto ya dos veces, y el otro, aquel
hombre de cabello castaño y ojos marrones y fríos que
buscaba el otro día al señor Martín.
—Mi sobrino Gabriel estará al mando, como he dicho —
puso la mano sobre el hombro del hombre que yo había visto
—, y su amigo y socio Mateo le ayudará a dirigir la agencia. Y
como sé que os estaréis preguntando qué pasará con vuestros
puestos, tranquilos, porque todos seguiréis en el mismo.
»Quiero deciros que ha sido un honor para mí contar con
este equipo en la agencia. A los más veteranos, qué puedo
deciros además de daros las gracias, que estuvisteis ahí en todo
momento y que sacasteis grandes campañas adelante. A los
que menos tiempo lleváis, os deseo lo mejor en la agencia y
que no os vengáis abajo en ningún momento.
»Y me vais a permitir que pida que venga alguien que ha
hecho de estos últimos años mi trabajo mucho más fácil.
Míriam, acércate por favor —dijo mirándome, y noté que me
estremecía de pies a cabeza.
Tragué con fuerza al ver el modo en el que me miraba el
sobrino de mi jefe, o sea, mi nuevo jefe en realidad, y comencé
a caminar hacia el señor Martín que me recibió con una
sonrisa y un abrazo de lo más afectuoso.
—No me haga llorar, que le conozco —le advertí.
—Voy a echar de menos tu sentido del humor, en serio. —
Me dio un apretón en la mano antes de hacer que me pusiera a
su derecha, de modo que quedé entre él y su sobrino—. Todo
el mundo debería tener una asistente como ella, que no solo se
ha preocupado por mí como jefe, sino como persona. No voy a
negar a estas alturas que Míriam es mi favorita —dijo, y todos
se rieron—, porque lo es.
»Hemos tenido largas reuniones en el despacho antes de
empezar a trabajar, y conversaciones que me han hecho ver la
vida de otro modo en más de una ocasión. Si pudiera, la habría
adoptado y ella lo sabe —negué mientras sonreía con las
mejillas ardiendo por la vergüenza que estaba pasando yo allí.
»Sabes que te aprecio y que te agradezco todos estos años a
mi lado, y espero de corazón que la vida te sonría como
mereces. —Me miró al decir esas palabras y noté que se me
humedecían los ojos—. Gabriel, espero que llegues a
apreciarla como yo lo he hecho.
—Mientras sea eficiente y no abandone su puesto sin avisar,
todo bien —contestó él mirándome con esos ojos fríos como
un témpano de hielo, dejando claro que me recordaba del otro
día.
—Gracias a todos por esos años, y por la dedicación que sé
que seguiréis poniendo en vuestro trabajo, aunque yo no esté.
—Terminó mi jefe con la copa de vino levantada a modo de
brindis, eso que hicimos todos—. Ven, Míriam, quiero que
conozcas a mi hermana —me pidió y asentí.
Antes de dar un solo paso miré levemente y por encima del
hombro al sobrino, o sea, a mi nuevo jefe, y él seguía con el
rostro imperturbable y mirándome con lo que parecía
curiosidad.
Acompañé al señor Martín hasta donde estaba su hermana,
que estaba sola disfrutando de una copa de vino, y al verme,
sonrió.
—Isabela, ella es Míriam, mi asistente.
—Encantada de conocerla, señora Isabela —dije
acercándome para estrecharle la mano, pero ella me dio un
abrazo y un par de besos.
Era una mujer con un estilo impresionante y realmente
atractiva, y al igual que su hermano, no aparentaba los años
que tenía. El color de sus ojos era el mismo que el de él, ese
mismo que había heredado su hijo Gabriel, solo que los de ella
y mi jefe eran mucho más cálidos que los de él.
Tenía el cabello castaño y, al menos a simple vista, no
parecía tener canas.
—No, querida, la que está encantada soy yo. No sabes la de
veces que mi hermano me ha hablado de ti. Ya tenía ganas de
conocerte al fin. Siempre diciendo lo buena chica que eres, las
risas que les has sacado, y que eres quien mejor ha sabido
llevar su mal humor.
—No tiene tan mal humor, solo cuando no toma café a
primera hora —contesté.
—Exacto. —Rio ella.
Me quedé charlando con ellos unos minutos y pude
comprobar de primera mano que la señora Isabela era igual de
simpática y buena persona que su hermano.
Iba hacia donde estaban las chicas y Lucas cuando noté una
mano alrededor de mi brazo.
—No sé si se acuesta con mi tío o qué, pero yo no voy a
tolerar que haya desobediencia en mi empresa —me dijo
Gabriel, el nuevo jefe.
—¿Perdón? —Abrí los ojos ante el estupor que me causaban
esas palabras, ¿de verdad pensaba que me acostaba con un
hombre que podría ser mi padre?
—Ya me ha escuchado. —Se quedó mirándome con los ojos
fríos fijos en los míos—. Mantengo a los empleados porque sé
que son un buen equipo para la agencia y porque me lo ha
pedido mi tío. Pero se lo advierto, a la mínima que haga y no
me guste, la despido.
—Eso no le gustaría a su tío. —Me atreví a decir, porque era
cierto. Sabía que el señor Martín me apreciaba de verdad y que
me despidiera su sobrino no le iba a hacer ninguna gracia—.
Nadie conoce el puesto de asistente del dueño de la agencia
como yo, y eso se lo puede decir él. Por no hablar que instruir
a alguien…
—Como bien sabe, porque estoy al tanto de que mi tío le
informó de todo, podía traerme personal de mi empresa y lo he
hecho. Usted de momento está a prueba, si rebasa los límites,
mi antigua asistente ocupará su puesto.
—Déjeme adivinar. —Entrecerré los ojos—. Cree que me
acuesto con su tío porque usted sí se acostaba con su asistente,
¿verdad? Pues espero que siga siendo así, porque yo no
necesito acostarme con mi jefe para tener el puesto asegurado.
Ese me lo he ganado con trabajo y esfuerzo.
—Se lo advierto, no toleraré que rebase los límites —dijo
mientras sentía su mano apretando un poco más en mi brazo.
—Perfecto, porque yo tampoco voy a tolerar otros. —Miré
hacia mi brazo y él hizo lo mismo, retirando la mano, y al ver
que me frotaba levemente la zona frunció el ceño, pero no dijo
nada.
Me fui hacia las chicas con un leve palpitar en el brazo por
el fuerte agarre de su mano, pero no me había hecho daño, era
más el hecho de no haber podido cantarle las cuarenta al nuevo
jefe delante de todos.
No podía creer que de verdad se le hubiera pasado por la
cabeza que tuviera un lío con su tío, al final eso que decían de
que «se cree el ladrón que todos son de su condición» iba a ser
verdad. Nunca se me habría pasado por la cabeza acostarme
con un jefe, pero estaba claro que este no sabía con quién se
las podía ver a partir de que se incorporara a la agencia.
Que yo por las buenas era la más buena del mundo, pero por
las malas, como decía Camila, que temblara Madrid porque lo
ponía patas arriba en un momentito.
—¿Qué os ha parecido el nuevo jefe? —nos preguntó Lucas
a todas.
—A mí un gilipollas —contesté.
—Joder, pues tú estarás con él todos los días —dijo Anabel.
—Sí, y ya veo que nos vamos a llevar muy bien —sonreí
mirando hacia él, que no me quitaba el ojo de encima—.
Nótese la ironía, obviamente.
—Pero ¿qué te ha pasado con él?
—Pues, aparte de que es el idiota de manual que os dije el
otro día —las dos abrieron los ojos al escucharme—, ahora me
suelta no solo que no me va a pasar ni una, sino que se cree
que me acuesto con su tío.
Lucas casi se atraganta con el sorbo de vino que acababa de
dar, y tanto Camila como Anabel soltaron un gritito por la
sorpresa.
—Mira, para empezar, si te acostaras con señor Martín le
habría dado un infarto en la cama mientras hacías de amazona
con él, y para seguir, ese tío no sabe lo que ha hecho —dijo
Camila.
—Ha despertado a la versión mala de mi persona, ya te lo
digo. —La miré.
—No lo jures, porque esa mirada da miedo.
—Es que es para que la teman, Lucas, es para que la teman.
Lo decía Camila que me conocía de toda la vida, pero
Anabel asentía dado que algo había visto de mi peor versión.
Y no, yo no era mala persona, pero cuando alguien entraba
así en mi vida para quitarme esa paz que yo tenía, me podía
volver de lo más brava.
Tanto Gabriel como Mateo, su amigo y socio, según había
dicho nuestro futuro exjefe, no dejaban de mirar hacia
nosotros. A mí me estaba estudiando, de eso no tenía duda,
pero le iba a costar llegar a mí, porque sí, yo sería una
profesional y me comportaría como la mejor de las empleadas,
pero no iba a obtener ni un solo trato de bondad como había
tenido su tío.
Capítulo 6

Me había pasado el fin de semana en casa, pensé en ir a


comer con mis padres, pero se fueron el sábado a primera hora
a visitar a un amigo suyo en Córdoba que tenía unos terrenos
que quería vender y que se encargaran ellos. Al parecer eran
una herencia del padre fallecido un año antes y los hermanos
no querían hacerse cargo de cultivar como hacía él, así que
decidieron vender finalmente.
Anabel no se encontraba bien después de la fiesta, la pobre
bebió un poco más de la cuenta porque estaba nerviosa al tener
a nuestro nuevo subdirector cerca, y es que el moreno no le
quitaba los ojos de encima a la niña, claro que mi jefe directo a
mí, tampoco.
Qué mal me había caído, con lo buen hombre que era su tío,
de verdad. Es que las diferencias entre uno y otro eran
enormes, pero sobre todo el modo de ser, su personalidad.
Mientras que el señor Martín eran simpático y amable, el señor
Gabriel era frío y borde, por no hablar de su prepotencia, vaya.
Realicé una búsqueda en Internet con el objetivo de obtener
toda la información posible sobre ese desconocido que, según
me comentó su tío, se unía hoy a la agencia. Por lo tanto, al
llegar a primera hora de la mañana, tenía la intención de ir a
verle para saber cómo le gustaba el café; solo, con leche, muy
dulce, o quizás con unas gotas de laxante…
Vale, nada de laxante por el momento que ese capaz era de
despedirme, que lo había dejado claro en la fiesta.
Lo que descubrí en los diferentes artículos que vi sobre él
era que había fundado su propia empresa con poco más de
veinticinco años y la había dejado en lo más alto del sector, se
dedicaba a la tecnología y fabricaban todo tipo de dispositivos
y programas, ya fueran para uso particular o de empresas. La
había vendido por una fortuna, según decían los medios, y en
cuanto a relaciones amorosas solo se le había conocido una en
aquellos años, pero no encontré nada sobre esa mujer.
Todo lo demás que había tenido eran aventuras, romances de
poco más de un mes, o como diría Camila, follamigas de hoy
sí y el mes que viene ya no.
No eran chicas como yo, sencillas me quería referir, sino que
se le había visto con modelos y alguna que otra actriz. Claro
está que la aventura con su asistente pues no salía en la prensa,
pero vamos que a esa también la contaba por lo que él mismo
me confesó.
Seguía tomándome el primer café de la mañana en la terraza,
con esas vistas que tanto me gustaban, y levanté la taza para
hacerle una foto que subí a mis redes. No era algo habitual
pero cuando tenía ante mí una estampa como aquella, pues me
gustaba compartirla para que la viera todo el mundo. Que
contaba con una millonada de seguidores, pero al tener las
redes públicas, cualquiera podía ver lo más bonito, al menos
para mí, de Madrid.
Después de un desayuno rápido pero saludable, como diría
mi madre que no quería que cayera enferma, salí de casa para
ir a la oficina, y durante el camino en coche, escuchando la
radio y canturreando algún que otro estribillo de las canciones
que iban sonando, me fui mentalizando de que tenía que ver al
nuevo jefe nada más llegar.
Aparqué el coche y caminé hacia la entrada mientras echaba
un vistazo al móvil, y es que me había llegado un mensaje de
mi madre diciendo que estaban ya de vuelta de pasar el fin de
semana en Córdoba y me invitaban a comer, así que quedamos
en el asador de Luisa.
Pues lo agradecía, la verdad, porque así me olvidaría por
unas horas del nuevo jefe.
En cuanto puse un pie fuera del ascensor suspiré a sabiendas
de que no sería la simpática sonrisa del señor Martín la que me
recibiría, sino la seriedad de su sobrino.
Suspiré dejando todo en mi puesto, encendí el ordenador y vi
que la puerta del despacho estaba abierta. Caminé hacia allí y
me asomé un poco, comprobando que ya estaba sentado en el
escritorio.
Su traje era de color gris marengo, el mismo tono que la
corbata, y la camisa en color blanco. Estaba concentrando en
la pantalla del ordenador tecleando rápido, así que llamé a la
puerta con dos golpecitos y miró hacia mí.
—Buenos días, señor Gabriel —saludé con esa seriedad que
él tenía.
—Buenos días —contestó volviendo a centrar su atención en
el ordenador.
—Venía para saber cómo toma el café, así puedo traerle uno
cuando llegue, como hacía con su tío.
—Solo y muy cargado —seguía sin mirarme.
—Enseguida se lo traigo. —Giré y fui hacia la sala donde
teníamos la cafetera para preparar los dos.
La puerta de la sala que habían habilitado como despacho
para el subdirector estaba cerrada, por lo que no sabía si el
señor Mateo se encontraba dentro o no, y tampoco es que a mí
debiera importarme porque yo no era su asistente, solo la del
nuevo CEO de la empresa.
Fui con los dos cafés hacia mi puesto, cogí la agenda y un
boli como cuando empezaba las mañanas de trabajo con el
señor Martín, y entré de nuevo en el despacho esta vez sin
llamar, primero porque no podía y segundo porque la puerta
estaba abierta.
—Aquí tiene. —Dejé el suyo sobre la mesa y noté una leve
mirada, rápida eso sí, hacia mi escote.
Para esa mañana me había puesto una blusa de seda en color
blanco, destacando el sutil bronceado de mi piel, llevaba
botones, pero me había dejado uno más de la cuenta
desabrochado a conciencia. La falda era gris marengo, que ni
hecho a propósito para ir iguales me habría salido tan bien.
Además de ceñirse a mi figura, resaltando una silueta delicada
y femenina, tal como solía decir mi madre, tenía una apertura
en la parte de atrás que llegaba hasta la altura de las rodillas.
Tomé asiento frente a él, di un sorbo a mi café y lo dejé en el
escritorio.
—Si le parece bien, repasamos la agenda de hoy —dije
mientras abría la mía en la fecha del día.
—¿Esto es lo que hacía con mi tío?
—Cada mañana —respondí, y él suspiró dejando de teclear.
—Vale, acabemos con la agenda de hoy.
Se reclinó sobre su sillón con las manos cruzadas en el
regazo, me miró fijamente con el semblante igual de serio, y
comencé a hablar de lo que había previsto para esta mañana.
Después de media hora allí en la que me preguntó algunas
cosas sobre las reuniones a las que tenía que asistir, me levanté
para dejarle seguir trabajando, y en el momento en el que lo
hice noté su mirada recorriendo mi figura de arriba abajo.
Sonreí levemente y giré, caminando hacia la puerta con un
sutil contoneo de caderas.
Si ese hombre quería jugar, había encontrado un digno
oponente, porque no iba a dejarme amedrentar por nada, esa
amenaza de despedirme se la podía meter donde le cupiera.
—¿Cierro la puerta, señor Gabriel? —pregunté al llegar a
ella mirándole por encima del hombro, y ahí estaba su mirada
disfrutando de la vista de mis piernas.
—Sí —contestó tras un carraspeo.
Míriam, uno; CEO amenazante, cero.
Cerré la puerta y regresé a mi puesto donde me puse a
trabajar como cada mañana hasta la hora de mi descanso, ese
para el que fui al despacho a avisarle y tan solo asintió con la
mirada fija en mí.
Las chicas ya estaban en la cafetería cuando llegué, pedí mi
desayuno y me uní a ellas en la mesa.
—¿Qué tal con el nuevo jefe? —Curioseó Camila.
—No nos hemos matado, y eso ya es un logro.
—Pues con esa falda y ese escote, no sé cómo no le has
dejado bizco.
—Mirarme me ha mirado, desde luego, pero vamos que no
voy a ser la siguiente asistente que se acuesta con él.
—Es que, mira que pensar que te acostabas con su tío —
comentó Anabel.
—Eso se lo tengo que decir yo al señor Martín cuando le
vuelva a ver, lo que nos vamos a reír —resoplé.
—Bueno, paciencia, que no te queda otra.
—Y guerra, porque me da que este ha llegado con ganas de
guerra a la agencia, y yo no tengo miedo de darle un poco de
su medicina.
—Vamos, que vas a venir en plan mujer fatal para
provocarle taquicardias —dijo Anabel riendo.
—Solo un poquito. —Me encogí de hombros.
—Cualquier día la vemos llegar con un mono de cuero, las
tetas medio fuera y las botas de tacón de aguja en plan
Catwoman.
—Tanto no, Camila, que eso no es un atuendo adecuado para
la empresa. —Reí.
—Pues no solo te sentaría bien, sino que ese hombre fijo que
acababa en urgencias, o en el cuarto de baño mojándose la cara
con agua fría —dijo Camila.
Mientras desayunábamos vimos entrar al subdirector, ese
que, al pasar por nuestro lado, nos saludó y a Anabel le dedicó
un guiño de ojo.
—Me da que le haces tilín al jefecito —comenté.
—Sí, y tolón también, no te fastidia. —Volteó los ojos.
Fui al ascensor para regresar a mi planta en cuanto acabamos
para no retrasarme más de la cuenta, pero antes de llegar me
llamó Tamara que venía por detrás y me dijo que la
acompañara al despacho para recoger un informe contable que
le había pedido el nuevo jefe esa mañana, al parecer quería ver
los números contables del año pasado, y lo que iba de este.
Cuando me lo entregó, subí hasta mi planta y vi que la
puerta del despacho estaba cerrada, llamé un par de veces y
abrí directamente, costumbre que tenía de hacerlo con su tío, y
al mirar hacia el frente me quedé parada y con los ojos
abiertos ante la imagen que había.
El jefe sentado en su sillón con una mujer sobre él,
cabalgando como una amazona, sin camisa y los pechos al
aire.
Ni ellos pararon, ni yo me corté lo más mínimo en ir hacia el
escritorio para dejarle la carpeta.
—Lo que solicitó al departamento de contabilidad esta
mañana —dije mientras lo dejaba al lado de la blusa de la
morena que tenía encima, y me di la vuelta para marcharme,
no sin antes añadir unas últimas palabras—. A propósito, señor
Gabriel, tiene marcas de pintalabios en su camisa —lo miré
por encima del hombro y noté que sus ojos estaban fijos en los
míos.
Cerré la puerta y resoplé, menuda me esperaba con este
nuevo jefe y el desfile de amigas que estaba segura de que
tenía.
Cogí el móvil cuando me senté y les puse un mensaje a las
niñas.
Míriam: Voy a odiar a mi jefe.
Suspiré mientras guardaba el móvil de nuevo en el bolso y
me concentré en el trabajo que tenía que hacer. Comencé a
revisar algunos correos y a reorganizar las citas programadas
para el resto de la semana, con el objetivo de enviárselas al
jefe a través de la agenda que estaba sincronizada con la mía.
Poco después se abrió la puerta del despacho y vi salir a la
morena, sonriendo con una cara de satisfacción que no podía
con ella, y arreglándose el cabello. No pude evitar voltear los
ojos, eso fue superior a mis fuerzas, en serio.
Ni dos minutos habían pasado desde que ella entrara en el
ascensor, cuando me llamó el jefe por teléfono pidiéndome
que fuera a su despacho.
En cuanto entré le vi con esa pose de superioridad que había
tenido por la mañana cuando empezamos a hablar de su
agenda.
—¿Qué necesita, señor Gabriel?
—¿Ha disfrutado del espectáculo? —Curioseó con la ceja
ligeramente arqueada.
—No he visto gran cosa. —Fruncí los labios quitándole
importancia y le vi ponerse en pie y acercarse a mí, pero no
me moví ni tan siquiera un milímetro de donde estaba, que
tuviera claro que, a mí, miedo no me daba.
—¿Quiere verlo? —preguntó con la voz más grave que de
costumbre y me estremecí, pero procuré no dar indicios de ese
hecho ante sus ojos.
—Lo que sucede es que, a decir verdad —le miré fijamente a
los ojos, como hacía él—, me gustan más mayores. —Me
encogí de hombros y me di la vuelta para irme.
Cerré la puerta del despacho y regresé al trabajo, rezando
para que no saliera de allí antes de que yo me fuera a comer, y
que tampoco me llamara.
No podía dar una explicación al hecho de que me
estremeciera con ese tono de voz que había empleado, o con
su sola presencia ya puestos, pero así había sido y esperaba
que no volviera a ocurrir.
Capítulo 7

Y no, por suerte no volví a verle en lo que quedaba de


mañana.
Acababa de llegar al asador de Luisa y mis padres me
esperaban tomando un vinito en la barra.
—Hola, cariño —sonrió mi madre dándome un abrazo.
—Hola. ¿Qué tal el viaje?
—Bien, tranquilo y sin mucho tráfico —contestó mi padre,
pues se habían ido hasta allí con el coche.
—¿Y los terrenos?
—Perfectos, vamos a hacer un estudio porque igual se puede
construir en ellos, así que la venta de ese modo sería mucho
más fácil.
—Desde luego, cualquier inversor en Córdoba puede estar
interesado en ellos.
—¿Qué hiciste al final el fin de semana?
—Poca cosa, mamá. Limpiar y descansar —sonreí.
—¿No saliste con las niñas?
—No, papá, suficiente fiesta tuvimos el viernes al despedir
al señor Martín.
—¿Ya se ha jubilado?
—Sí, y hoy ha empezado su sobrino en el cargo.
—¿Qué tal con él?
—No es como el tío, eso seguro. —Volteé los ojos.
—Míriam, que te conocemos —dijo mi madre—. Paciencia
hija, a ver si este decide despedirte.
—Amenazada me tiene, pero vamos, que su tío me quiere
como a una hija y no le sentaría nada bien —sonreí.
—Miedo me da a mí esa sonrisa, de verdad te lo digo —
comentó mi padre.
—Tranquilos, que no le voy a poner laxante en el café.
—Pero lo has pensado, que te conozco.
Me encogí de hombros y mi padre negó sonriendo.
Nos tomamos el vino en la barra charlando con Luisa y
pasamos a la mesa a disfrutar de su famoso asado.
Mis padres me insistieron que no me tomara las cosas muy a
pecho con el nuevo jefe, ya que no sería bueno que me
despidiera y me viera de patitas en la calle, como solía decía
ella.
No era mi intención perder el empleo, ni mucho menos,
porque era un puesto fijo y con un buen sueldo. Sin embargo,
tenía claro que no iba a congeniar con él, ya que era tan
distinto a su tío que ni siquiera le importaba llevar a sus
amigas al despacho para un desahogo.
Si es que eso debería hacerlo en su casa, no en el trabajo,
pero tampoco era yo nadie para decirle nada.
Mientras comíamos mi padre, me dijo que ya tenía casi
completo ese viaje al que iba a llevar a mi madre, pero no
decía el destino elegido y ella volteaba los ojos porque quería
saberlo.
Nos tomamos el café y mi móvil sonó en ese momento, me
sorprendió ver que era el señor Martín y cuando respondí me
pidió vernos para tomar café una hora más tarde cerca de la
agencia, así que acepté.
Cuando acabamos, me despedí de mis padres y cogí el coche
para volver a la agencia, pero como iba con tiempo más que de
sobra hasta que viera a mi antiguo jefe, di un paseo por allí
echando un vistazo a los escaparates.
Solo que no solo miré, sino que acabé entrando a comprar
una falda un poco más corta de las que usaba normalmente y
unos zapatos de tacón negros que combinaban a la perfección.
Entré en la cafetería y en cuanto me vio, al señor Martín se
le dibujó la sonrisa.
—¿Ya me echa de menos? —pregunté al llegar a la mesa y
se puso en pie para darme un abrazo y un beso.
—Sí, y creo que me va a costar acostumbrarme a no
tomarme el café contigo —suspiró.
—Siempre puede pasar por la agencia y nos tomamos uno en
la cafetería —sonreí.
—No es mala idea —dijo mientras llamaba a la camarera
para pedirle mi café—. ¿Qué tal con mi sobrino en su primer
día?
—Es demasiado serio, la reunión de primera hora se me ha
hecho eterna, y eso que hemos estado poco más de media hora.
—Tenle paciencia que viene de una empresa diferente, le
toca amoldarse a todo, acostumbrarse al cambio. ¿Y Mateo?
—No trato con él, pero al menos es un poco más simpático,
nos saludó al entrar en la cafetería cuando estaba desayunando
con Camila y Anabel.
—Son buenos directores de empresa, de eso no te quepa
duda. ¿Mateo no ha pedido asistente o secretaria? —preguntó
y no respondí pues me trajeron el café en ese momento.
—A mí no, a Recursos Humanos, no lo sé —dije cuando nos
quedamos solos de nuevo.
—Seguramente lo haya hecho, más que nada porque va a
necesitar ayuda. Si puedes, pregunta mañana, y ayuda a buscar
a alguien que encaje en el puesto y que a ti te sirva de ayuda
también.
—No puede evitar mandar en la agencia, ¿eh?
—Si es que no me acostumbro al cambio —suspiró—. Ya te
digo yo que no sirvo para ser un jubilado más que va al parque
de paseo para dar de comer a las palomas.
—¿Y por qué no adopta un perro que le haga compañía? Así
irá a pasear al parque con él, y no tendrá que dar de comer a
las palomas, solo evitar que el perro intente cogerlas.
—Lo que me faltaba, correr tras el perro y que me haga caer
al suelo. Rotura de cadera recién jubilado y en diez años me
enterráis, vamos. —Volteó los ojos.
—¿En diez años? Por Dios, no llame al mal fario. —Puse
cara de terror y se echó a reír.
—De verdad que te voy a echar de menos, Míriam, no lo dije
solo por decir. Y como te comentó mi hermana, me hiciste ver
la vida de otra manera y me diste alegría.
—Es usted como un segundo padre —sonreí mientras le
cogía la mano por encima de la mesa y él me dio un leve
apretón en ella—. Las gracias se las doy yo por haberme dado
el puesto y la oportunidad de crecer como persona. Sabe que le
conté eso que nadie sabe, y que le agradeceré siempre el apoyo
que me dio entonces.
—Lo habría hecho por cualquiera de mis hijas, de haberlas
tenido, pero sabes que deberías hablarlo con tus padres.
—No quiero remover ese momento, pero mi ex se empeña
en llamar y me lo trae a la cabeza cada vez que lo hace.
—¿Sigue con las llamadas? —Frunció el ceño.
—Ya no, porque le bloqueé el número.
—Ten cuidado, Míriam, sabiendo dónde puede
encontrarte…
—Lo tengo, pero no se preocupe porque no dejaré que me
haga nada.
—Más le vale, o te aseguro que me encargaré de hundirle la
vida —dijo mientras me acariciaba la mejilla y sonreí—. Y en
cuanto a mi sobrino, como te he dicho, ten paciencia.
Suspiré, me miró con curiosidad y como me conocía bien,
acabó preguntándome qué era lo que no le contaba. Y le dije lo
que había insinuado su sobrino la noche de la fiesta.
Soltó tal carcajada que hasta yo me eché a reír, porque como
bien decía él, era absurdo.
Que sí, que a sus sesenta y cinco años mi antiguo jefe era un
hombre atractivo no iba a negarlo, pero me despertaba más
ternura que lujuria.
Me pidió que no hiciera caso de esas cosas, y me pidió que,
si a su sobrino se le ocurría despedirme en algún momento, se
lo hiciera saber.
—No quiero que tenga un enfrentamiento con él, señor
Martín.
—Tranquila que enfrentamiento ninguno, pero sí que le diré
algunas cosas. Tú sigue siendo como eres, que otra asistente
mejor que tú no va a encontrar.
—La de su empresa, que seguro que con una llamada la tiene
aquí en dos días.
—¿Esa con la que se acostaba? No lo creo, según me ha
dicho mi hermana no acabaron muy bien. Sea como fuere, tú
tranquila, que tu puesto al igual que el del todos los demás,
está asegurado. A mi sobrino no se le ocurriría romper un
acuerdo de tal calibre.
—No lo veo yo tan claro, que me da que no le gusto —
sonreí.
—Al final sí que tendría que haberte adoptado y estarías tú
al mando de la agencia.
—Uy, no, quite, mejor me quedo como estoy, que dirigir una
empresa hace que salgan canas por el estrés.
—La madre que te parió, si no tengo tantas canas.
—Eso es porque yo le hacía los días de trabajo más fáciles.
—Me encogí de hombros.
—Y no te falta razón. —Rio.
Después de tomarnos el café y quedar en que volvería a
visitarme pronto, nos despedimos en la calle con otro abrazo
de esos calurosos que él solía darme y fui hacia el coche para
marcharme a casa.
No tardé en llegar porque el tráfico estaba de lo más fluido
esos días y en cuanto entré en mi apartamento fui directa al
cuarto de baño donde me desnudé para meterme en la ducha.
Eso era lo mejor de acabar el día, la sensación de
tranquilidad que me quedaba tras una ducha de agua caliente y
la suavidad de mi pijama.
Me preparé una ensalada de quinoa para cenar con un poco
de pavo que tomé mientras veía un rato la televisión y me fui a
la cama pensando en lo que me había dicho el señor Martín.
Paciencia, debía tener paciencia con mi nuevo jefe, así que
cuando estuviera con él, debía pensar en cosas felices y
bonitas, y alejar esas ganas de mandarle a la mierda que a
veces me provocaba el muy cabrito.
Capítulo 8

Segundo día de trabajo con el nuevo jefe, y me hacía a la


idea mientras disfrutaba del café en mi terraza.
Hasta que me llegó un mensaje suyo que hizo que resoplara.
Sr. G.: Esté a las ocho en la agencia, tiene que
acompañarme a una reunión.
Lo de guardarle así tenía su doble sentido. Para empezar si
alguna vez él lo veía, podría decirle que era mi manera de
abreviar lo de señor Gabriel. Pero realmente era porque para
mí había pasado a ser el señor Gilipollas.
Pues se acabó lo de tomarme el café tranquila y desayunar
después. Suspiré mientras entraba en el salón, di el último
sorbo al café y cogí el bolso y las llaves del coche para salir de
casa.
Conduje hasta la agencia con algo más de tráfico, cosa
normal dadas las horas, y cuando llegué vi al jefe apoyado en
un coche antes de aparcar.
Bajé y fui hacia él caminando despacio, sin prisa, lo que
ocasionó que me mirara con la ceja arqueada.
—Buenos días.
—Llega dos minutos tarde —protestó.
—Hombre, es que todavía no he conseguido chasquear los
dedos y que todos los semáforos se pongan en verde o que
desaparezca el tráfico. —Volteé los ojos mientras abría la
puerta del copilo y me senté.
Cuando él ocupó su asiento, no me pasó desapercibida esa
mirada que le dedicó a mis piernas. Sí, esta mañana me había
puesto la falda nueva que compré la tarde anterior, y al
sentarme dejaba a la vista las rodillas.
Me abroché el cinturón al igual que él y no tardó en
incorporarse al tráfico. En la radio llevaba una emisora con
noticias de economía, nada sorprendente porque estaba claro
que este hombre no desconectaba del trabajo fuera de él, pero
sí que lo hacía en horas laborales con la visita de sus
amiguitas.
Me pasé el camino sin hablar con él lo más mínimo, mirando
por la ventanilla, pero sabiendo que sus ojos se desviaban de
vez en cuando hacia mí.
Llegamos a un conocido hotel de la ciudad y uno de los
empleados me abrió la puerta para que bajara, mientras otro
hacía lo mismo con la suya y se subía al coche para aparcarlo.
Entramos y fuimos directos a la cafetería donde pidió un
café para él y preguntó qué quería tomar yo.
—Un café con una tostada de aguacate, por favor —le pedí
al camarero, sin importarme si iba bien de tiempo o no, porque
no había desayunado en mi casa.
El camarero no tardó mucho en ponernos todo, y a él le vi
sacar el móvil del bolsillo de un par de ocasiones
comprobando la hora.
—Tranquilo jefe, que seguro que vamos bien de tiempo —
dije tras dar un bocado a la tostada y me crucé de piernas,
puesto que estábamos en la barra de la cafetería.
No respondió, pero una vez más, sus ojos se posaron en mis
piernas y yo sonreí de manera sutil.
Cuando terminé mi desayuno volvió a mirar el móvil y al
guardarlo se dirigió a mí.
—Espéreme aquí.
—¿Dónde va?
—A la reunión.
—Pero ¿no había dicho que tenía que acompañarle?
—Así es, pero va a quedarse aquí a esperarme.
—Esto no funciona así, señor Gabriel —negué.
—Esto funciona como yo diga que tiene que funcionar.
Espéreme aquí. —Miró al camarero y le llamó—. Cargue a
esta habitación todo lo que ella pida —le dijo apuntando el
número en una servilleta.
—Claro señor.
Y así sin más, sin decirme una sola palabra, salió de la
cafetería dejándome allí.
Pues no iba a esperarle, eso lo sabían hasta en China, vamos,
pero que iba a tomarme otro desayuno, eso estaba más claro
que el agua.
—Perdona —llamé al camarero y se acercó—. Ponme un
buen desayuno completo, con zumo, huevos y beicon, y me lo
sirves en esa mesa. —Señalé y asintió.
Me senté allí mirando hacia la puerta, aun sabiendo que el
señor Gilipollas no aparecería pronto. Y algo en lo que no
había caído hasta el momento era en ¿con quién se reunía en
ese hotel? Porque habíamos dejado la agenda organizada el día
anterior y no había ninguna reunión apuntada para esta hora.
Aun así, cuando me dejaron el desayuno en la mesa, eché un
vistazo a la agenda que tenía conectada con mi Tablet y no, no
tenía nada apuntado para esa hora en ese lugar en concreto.
Lo único que me cuadraba es que allí se alojase la mujer del
otro día y hubieran quedado para otro rapidito. Eso sí que no
iba a tolerarlo porque acompañarle a sus encuentros
clandestinos no formaba parte de mis tareas.
En cuanto me acabé el desayuno salí de la cafetería y al
llegar a la calle le pregunté al chico que me había abierto si
podía pedirme un taxi y cargar la carrera a una habitación del
hotel, en cuanto me dijo que sí, sonreí dándole el número que
había visto apuntado en el papel que el jefe le dio al camarero
de la cafetería.
Cuando llegó el taxi le pregunté la tarifa por llevarme de allí
a la dirección de la agencia, y como el paseíto de vuelta corría
a cargo del que estaba en la habitación dándole al tema, le dije
que le iba a dejar una generosa propina.
—Que carguen a la habitación ciento cincuenta euros para
pagarle al taxista —le dije al chico antes de que me cerrara la
puerta.
—Sí, señorita —respondió con una leve inclinación y cerró.
—Eso no es una generosa propina, señorita, son varias
carreras de hoy —me dijo el taxista cuando emprendió la
marcha.
—Descuide, es que mi jefe es un hombre muy generoso —
sonreí y él me devolvió el gesto sin saber la que le acababa de
liar al señor Gilipollas.
En cuanto llegué a la agencia, me dirigí a ocupar mi puesto y
llamé a Recursos Humanos para informarme si el nuevo
subdirector había pedido una asistente o secretaria. Noelia, la
jefa del departamento, me confirmó que efectivamente lo
había hecho y que ya había contactado a la empresa de trabajo
con la que habíamos colaborado en otras ocasiones para que
enviaran algunas candidatas.
Nada más colgar, me centré en el trabajo durante casi tres
horas, momento en el que me levanté dispuesta a ir a la
cafetería a tomarme mi descanso con las niñas, pero la puerta
del ascensor se abrió y vi al jefe entrar con esa mirada fría
puesta sobre mí.
—A mi despacho —dijo pasando por mi lado.
—Cuando vuelva, que es mi hora del descanso —contesté
cogiendo el bolso.
—He dicho que, a mi despacho, ahora. —Y no, esa voz no
era de las que aceptarían un no.
Así que le seguí sin soltar mi bolso y entré en el despacho
cerrando la puerta.
—¿Se puede saber por qué ha dejado el hotel? —preguntó
con el ceño fruncido— Y no solo carga el desayuno completo,
sino una carrera de ciento cincuenta euros del taxi.
—Pues porque aquí tenía trabajo que hacer, y allí no. El
taxista me dio penita, que tenía una cara de cansancio…
—Le dije expresamente que me esperara en la cafetería. —
Obvió mi respuesta sobre el taxi y dio un paso hacia mí.
—Ya, sorda no estoy y sé lo que dijo. Pero es que en mi
contrato no pone en ningún sitio que, como asistente del CEO,
tenga que esperar en un hotel mientras él tiene un encuentro
sexual con una amiga. —Me encogí de hombros y él abrió los
ojos ante mis palabras.
»No nací ayer, ¿sabe? Y mi sito en la agencia está ahí fuera,
en ese escritorio que ve desde aquí, no esperándole en la
cafetería de un hotel a que usted termine de follar con, a saber
quién. Y ahora si me disculpa, me voy al descanso. —Fui
hacia la puerta y cuando tenía el pomo en la mano, le oí hablar.
—Está jugándose el despido por desobediencia de una
orden.
—Es que como le digo, ese punto no aparece en mi contrato.
Y si me despide, su tío vendrá a hacerle una visita.
—Que se acueste con mi tío no le asegura el puesto aquí.
—Ah, pero si me acostara con usted, sí, ¿no es así? Lástima
que a mí me gusten más mayores. —Chasqueé la lengua y salí
del despacho para ir al ascensor.
Cuando entré en la cafetería las niñas me miraron como
diciendo que llegaba tarde, solo cinco minutos, sí, pero esos
mismos que pensaba cogerme de más.
Pedí un café y una tostada de queso con mermelada, no
quería tampoco comer mucho que bastante había desayunado
en el hotel.
Las niñas preguntaron qué me pasaba y se lo conté, ambas se
quedaron igual que yo al saber para qué había ido el jefe allí, y
al igual que el señor Martín ambas me aconsejaron tener
paciencia con él.
—Si yo paciencia tengo toda la del mundo, y lo sabéis, hasta
que se me acaba —contesté.
—Pues por eso te lo decimos, Míriam, que te conocemos sin
paciencia y al final sí que te veo con un mono de cuero —dijo
Camila.
—Las ganas del CEO de verme con uno.
—O de arrancártelo. —Rio la muy cabrita.
—Buenos días. —Nos giramos al escuchar la voz del
subdirector que sonreía con esa simpatía que yo podía ver en
él y que su amigo no tenía—. Míriam, ¿puedo preguntarte
algo?
—Claro.
—Ayer hablé con Recursos Humanos para que me busquen
una secretaria, ¿sabes si tardarán mucho?
—No, no creo. La agencia siempre trabaja con la misma
empresa para encontrar perfiles adecuados para cada
departamento, imagino que a lo largo de la semana irán
haciendo algunas entrevistas.
—Perfecto, muchas gracias.
—No hay de qué —sonreí, y le vimos ir hacia la barra para
pedir su desayuno—. Ya podía ser él mi jefe directo, y no el
señor Gilipollas.
—Paciencia, Míriam, relax y paciencia —me dijo Anabel.
—Me veo a base de tilas todos los días para soportar al jefe
—suspiré.
Terminamos de desayunar y nos salimos a la calle a tomar
un poco de aire, que a ellas les quedaban cinco minutos para
acabar el descanso, y a mí diez.
Y mientras estábamos allí hablando de salir el viernes las
tres con Lucas para celebrar la gran boda del año, me pareció
ver un coche que me resultaba familiar, solo que no podía ser
Raúl, seguramente era un coche parecido.
Al menos eso esperaba porque no quería tener que darle al
señor Martín la razón en sus sospechas sobre mi ex.
Acompañé a las chicas a sus respectivos departamentos y,
por último, y con calma, regresé a mi puesto.
Capítulo 9

Cuando llegué a mi planta y vi que la puerta del despacho


estaba abierta, me asomé y no había señales de mi jefe por
ningún lado.
Al acercarme al escritorio vi una nota y unas llaves al lado.
«Recoja mi traje y la camisa en la tintorería, y llévelo a mi
casa»
El tique de la tintorería estaba allí también, y en la nota
había apuntado la dirección.
Debía pensar que era su asistente personal para todo, no solo
dentro de la agencia.
Cogí el móvil y marqué su número, ni tiempo a que me
respondiera le di cuando descolgó.
—Ir a la tintorería a por su ropa y llevarla a su casa, no está
entre los cometidos de mi trabajo como asistente tampoco —
dije.
—Veo que quiere ir añadiendo cosas a la lista de
desobediencias para que la despida.
—Ya le dije que a su tío no le gustaría la idea de que echara
a la mejor asistente que él tuvo y que usted tiene. —Y colgué.
No esperé que respondiera nada más y seguí con mi trabajo,
dejando a un lado la nota y las llaves. Esas llaves que cada
poco miraba por el rabillo del ojo como si estuvieran
susurrándome que las cogiera para ir a la casa de mi jefe y ver
dónde vivía.
Acabé el trabajo que tenía, busqué el horario de la dichosa
tintorería en Internet y vi que aún me quedaba tiempo para
llegar a recogerlo.
Apagué todo, cogí mis cosas y las llaves junto con la nota y
el tique, y entré en el ascensor para ir hasta la planta de
recepción.
En el coche me puse la radio como compañía y pasé el
camino tarareando cada una de las canciones hasta que llegué
a mi primer destino.
Cuando entregué el tique a la chica, sonrió antes de ir a por
la ropa del jefe, esa que al ver supe que era la misma que
llevaba el día anterior. Ni rastro quedaba ya del pintalabios
granate que había dejado impreso la morena amazona.
Cogí todo, que la chica me dijo que estaba pagado, y volví al
coche para ir a la dirección que había anotado él.
Estaba a las afueras, en una de las mejores zonas de la
ciudad, de esas con vigilancia privada, y hasta tuve que
identificarme en la caseta antes de entrar a la urbanización.
A punto estuve de decirle que era su novia y que iba a darle
una sorpresa, pero preferí decir la verdad no fuera a ser que al
jefe le diera por preguntar si había venido alguien a su casa y
este hombre le dijera que sí, que estaba ahí su novia
esperándole.
La casa a la que llegué era impresionante, con un diseño
moderno y amplio. Las paredes exteriores eran lisas y pulidas,
y contaba con amplios ventanales en algunas de ellas que
dejaban entrar mucha luz natural.
Tenía dos pisos, y en la planta superior había una terraza
cubierta que prometía ser un lugar perfecto para relajarse.
Contaba con jardín, y en la parte trasera había una piscina,
ideal para los días calurosos. Además, había un porche cerrado
donde se podía disfrutar de comidas al aire libre, equipado con
una mesa y varias sillas cómodas, perfectas para relajarse.
También había un balancín que invitaba a pasar horas
meciéndose y disfrutando del entorno.
Al entrar, lo primero que me llamó la atención fue el estilo
moderno y minimalista del lugar. Las paredes eran blancas, los
suelos tenían un tono gris que aportaba elegancia, y el
mobiliario, en su mayoría negro, le daba un toque sofisticado.
La cocina era impresionante, con una isla que parecían dos
encimeras juntas, perfecta para cocinar.
Abrí la nevera y cogí una botellita de zumo de naranja antes
de seguir recorriendo la casa.
Tenía una buena colección de obras de arte de ese moderno
que, para los que no estábamos muy familiarizados con el
tema, parecía como si el artista hubiera cogido un pincel y
empezado a lanzar colores de un lado a otro sin ningún tipo de
orden.
El salón era amplio y contaba con una chimenea para el
invierno, no pude evitar acercarme a la estantería y echar un
vistazo a las fotos. Había algunas en las que estaba con su tío,
pero pocas, de los veranos que él había ido a visitar a su
hermana a Galicia.
Subí a la planta de arriba y vi que había cuatro puertas, dos
de ellas eran habitaciones para invitados, otra la de un
gimnasio y, por último, su habitación.
Se notaba que era la suya por el olor al perfume que se había
quedado impregnado en el ambiente. Abrí el vestidor y dejé
allí el traje y la camisa colgados. Tenía toda la ropa ordenada
por colores, se notaba que era un hombre organizado y
meticuloso.
Cerré y antes de irme, vi que había una puerta al lado de la
del cuarto de baño. Fui a abrirla por curiosidad, esa que mi
madre siempre decía que mató al gato y que a mí me
provocaría un infarto cualquier día, pero estaba cerrada con
llave.
Tenía las llaves de la casa en la mano, miré todas, pero no
parecía que alguna de ellas fuera a ser la que abriera esa
puerta. Aun así, lo intenté, ya sabéis, la curiosidad me podía.
Pero no, ciertamente ninguna de ellas era la que abría
aquella puerta. ¿Qué tendría ahí guardado? Porque no podía
imaginar nada que fuera tan valioso como para estar bajo
llave.
A no ser que… ¿Y si era un cuarto de juegos de esos como
el de Christian Grey? Lo que me faltaba, que el jefe además de
serio y gilipollas, fuera un dominante y le gustaran los
juguetitos.
Pero ¿quién podría saberlo? No parecía esa clase de hombre,
pero claro, muchas personas se mostraban con un rostro tierno
y angelical, y después eran un poquito perversos y juguetones.
Solo de imaginar que tras esa puerta pudiera haber un cuarto
insonorizado de paredes acolchadas y oscuras, llenas de
vitrinas, cajoneras y barras colgadas con todo un arsenal de
juguetes para el sexo, me hizo soltar una carcajada.
Me giré aun riéndome y ahí estaba él, con los brazos
cruzados y apoyado en el marco de la puerta.
—¿Qué le hace tanta gracia? —preguntó.
—Nada que a usted le incumba —respondí pasando por su
lado, y antes de que pudiera salir al pasillo, noté que me
agarraba del brazo del mismo modo que lo hizo la noche de la
fiesta.
—Si nos llevamos bien, las cosas serán más fáciles para los
dos —dijo mirándome fijamente.
Me quedé enganchada por un momento a sus ojos, esos que
se mostraban fríos y me atrevería a decir que también
despiadados, notando cómo me estremecía ante la mirada que
me estaba dedicando, pero tenía que reaccionar, responder y
alejarme de él.
—Quizás en sus sueños. —Me solté, yendo hacia las
escaleras para bajar y salir de su casa.
No le había escuchado entrar y aunque disimilé el susto que
me había llevado al verle, lo había hecho. Qué sigiloso era mi
jefe, por Dios, que sí que tenía que darle la razón a mi madre
al decir que cualquier día mi curiosidad me provocaba un
infarto.
Salí de la casa y me subí en el coche para irme a la mía, pero
antes de llegar, decidí parar en el restaurante asiático que tenía
a la vuelta de la esquina para llevarme algo de comer, ya que
no tenía ganas de ponerme a cocinar.
Una vez entré en mi piso y dejé la comida en la cocina, fui a
darme una ducha rápida y ponerme cómoda para disfrutar de
la comida tranquilamente mientras veía una película.
Y en ello estaba cuando me llegó un mensaje del jefe.
Sr. G.: Debería pensar en lo que le he dicho.
Míriam: Estoy fuera de mi horario laboral. Buenas tardes,
señor Gabriel.
Dejé el móvil a un lado y me olvidé de él mientras terminaba
de comer disfrutando de cada bocado y de la película. Cuando
acabé me hice un café y salí a la terraza a tomármelo con
calma.
Aproveché la luz y las vistas para hacer una foto a la taza en
mi mano, y la subí a las redes con un texto.
«Disfrutando del relax de estar en casa lejos del trabajo»
Cerré los ojos notando el sol que me daba ligeramente en la
cara en ese momento y suspiré. De nuevo pensé en qué sería lo
que tenía bajo llave mi jefe en esa puerta de su habitación, y
aunque podría tratarse de una habitación del pánico como
podían tener muchos millonarios en sus casas, a mí lo de que
fuera un cuarto de juegos como el de Grey, me convencía más.
Es que me sorprendería que fuera eso, sí, desde luego, pero
en el fondo le podría pegar el tener uno. Que se notaba a
leguas que era de esos tipos dominantes y acostumbrados a
que todo el mundo hiciera lo que él dijera, hasta que llegué yo.
Me llamó Anabel para preguntarme si cogíamos algo para
regalarles a Camila y Lucas en la cena del viernes y dije que
sí, por lo que acordamos ir a comer el jueves al centro
comercial y darnos una vuelta para ver qué les comprábamos.
Después de pasarme la tarde en el sofá, decidí entrar en la
cocina y prepararme una tortilla francesa para la cena con una
ensalada, algo ligero que compensara el atracón de los postres
dulces que me había cogido en el asiático para comer, cené
viendo un nuevo capítulo de la serie que seguíamos las tres y
me fui a la cama temprano.
Tenía aún tres días de trabajo por delante y si los dos
primeros con el nuevo jefe habían sido así de intensos, no
quería imaginar cómo serían los demás desde ahora.
Capítulo 10

¿Cómo era posible que pudiéramos apreciar tanto a una


persona, y odiar aún más a otra?
Por mucho que me dijeran que tuviera paciencia con mi
nuevo jefe, se me acababa.
Lo de la reunión y la tintorería no eran más que minucias al
lado de lo que me había pedido el miércoles, ya que me hizo
salir de la agencia para ir a un Starbucks a por un café porque
decía que el de la oficina no le gustaba.
Mi respuesta antes de tener que salir en busca del puñetero
café, fue que uno normalmente salía desayunado de casa, pero
hizo como el que no escuchaba y me insistió en que buscara su
café.
Cómo echaba de menos a su tío.
El jueves me pidió unas diez veces que bajara a contabilidad
porque había un informe que necesitaba y no le llegaba, lo de
que había una cosa llamada teléfono que nos permitía
mantenernos comunicados con las demás personas se ve que
no le sentó muy bien, porque su respuesta fue que los viajes
los hacía en ascensor, no era como si tuviera que bajar y subir
las escaleras.
Es que a veces era para tirarle algo a la cabeza.
Y habíamos llegado por fin al viernes, se acababa la primera
semana de tormento para mí por tener a ese hombre dando
órdenes como si fuera un General del Ejército, y me libraría de
verle y soportar sus exigencias hasta el lunes.
Y para exigencias las de esa mañana, cuando me dijo que su
ordenador estaba fallando y que llamara al técnico para que lo
arreglara cuanto antes, el chico llegó tras mi llamada en solo
media hora y se metió en el despacho para trabajar, momento
en el que el señor Gilipollas me pidió que cogiera la Tablet y
nos fuéramos a la sala de juntas de la planta justo bajo la
nuestra para trabajar.
Y lo que él llamaba trabajar, yo lo definía como volverme
loca de remate, porque empezó a redactarme el texto para un
informe que él estaba haciendo antes de que su ordenador
comenzara a fallar, y de cada frase de diez palabras, me hacía
borrar la mitad para volver a empezar.
Con decir que estuvimos allí dos horas y acabé con ganas de
clavarle un tacón en el pie, creo que os haréis una idea de mi
desesperación.
Ese hombre podía con mi paciencia y me desesperaba a
partes iguales.
Pero el trabajo había acabado y ahora me tocaba disfrutar de
una noche de viernes con mis niñas y Lucas, y estaba a punto
de entrar en el bar donde habíamos quedado para vernos.
Estaban los tres en la barra tomando una cerveza, y cuando
Anabel me vio aparecer, sonrió.
—¿Tú has salido para ligar esta noche? —preguntó cuando
me acerqué.
—No, Anabel, no he salido para ligar. —Reí.
—Pues ya te digo yo que esta noche levantas pasiones —
comentó Lucas tras darme dos besos.
—Y lo que no son pasiones también —dijo Camila—. Estás
preciosa, que lo sepas.
—Gracias.
No es que llevara nada del otro mundo o fuera de lo común,
solo que todos estaban acostumbrados a verme con las faldas
lápiz y blusas de oficina, por eso cuando me ponía un vestido,
como ahora, entallado y que se amoldaba a mi figura, con un
poco de escote y con la falda por encima de las rodillas, me
decían esas cosas.
Nos tomamos allí la cerveza tranquilamente y en cuanto
Lucas sacó el tema del nuevo jefe, le paré.
—Ah, no —negué moviendo el dedo delante de sus ojos y se
echó a reír—. Nada de trabajo por favor, que estoy del señor
Gilipollas hasta aquí. —Me llevé la mano un poquito por
encima de la cabeza.
—No puede ser tan malo —dijo.
—Mira qué majo —resoplé—. Como tú no le aguantas todos
los días…
—¿Eso quiere decir que vas mal de paciencia?
—Sí, Camila, está en niveles mínimos.
—Y solo lleva en el cargo una semana. —Rio Anabel.
—Dentro de un mes igual me tiro por el ventanal, y salgo en
las noticias. Anabel, tú dales el titular que eres buena con los
eslóganes.
—Eslóganes, Míriam, tú lo has dicho, no titulares de noticias
de esa índole.
—Y yo que creo que os acabaréis llevando bien —comentó
Lucas.
—Sí, sí, en sus sueños. —Volteé los ojos.
—¿Quieres apostar? —Arqueó la ceja.
—Camila, me da que no te casas porque te dejo viuda antes
de tiempo. —Miré a mi amiga.
—No, no, espera a que me case y me ponga en el
testamento, por lo menos.
—Ya estás en mi testamento desde hace años, amor.
—Dale, Míriam, dale, que me deja los millones a mí. —Se
frotó las manos con una sonrisilla.
—¿Qué millones? —preguntaron Lucas y Anabel al unísono.
—¿No tienes millones? —Camila se llevó la mano al pecho
haciéndose la ofendida—. Ay, Dios mío, que me voy a casar
para nada.
—Qué cabrita eres. —Rio Lucas rodeando a la mujer de su
vida con el brazo por la cintura, dedicándole esa mirada de
enamorado que a ella la hacía derretirse, y la besó.
—Oh, qué bonito —dijimos Anabel y yo al mismo tiempo.
Tras la cerveza, pasamos a la mesa y pedimos una botella de
vino blanco con la que acompañar la velada, solo que los
cuatro sabíamos que caería más de una durante la cena.
Lucas se había ocupado de encargar el menú para esa noche
y nos sirvieron unas bruschettas de tomate y mozzarella con
un toque de albahaca y aceite que estaban buenísimas, un
entrante de lo más ligero y saludable.
Como plato principal nos pusieron espaguetis con salsa al
pesto casera acompañados de un delicioso pollo a la parrilla, y
de postre, una porción de tarta de chocolate con una capa de
frambuesas frescas y crema batida que hizo las delicias de
nuestros golosos paladares, como dijo Anabel.
Durante el café les entregamos los regalos, esos que Anabel
había mantenido en la bolsa durante toda la noche y que ellos
no esperaban.
—Pero ¿por qué habéis comprado nada? No hacía falta,
chicas —dijo Camila con una sonrisa.
—Porque nos ha dado la gana, que os vais a casar y hay que
hacerles regalitos a los novios —contesté.
—La madre que os parió. —Rio.
Había tres cajas, una para cada uno de ellos y otra para
ambos. Lucas dejó que ella abriera la suya primero y cuando la
desenvolvió, se echó a llorar.
—Es preciosa —dijo emocionada y nos abrazó.
Se trataba de una pulsera fina y elegante de oro con tres
circonitas con forma de estrella entrelazadas.
—Toda novia tiene que llevar algo nuevo, algo viejo, algo
prestado y algo azul, ¿no? —dijo Anabel.
—Pues eso es lo nuevo —sonreí.
—Pero si nuevo es el vestido. —Rio Camila.
—Ese no cuenta —contesté.
—Muchas gracias, de verdad. Me encanta. Esta no me la
quito yo en la vida —sonrió mientras se la ponía Lucas—.
Venga, abre el tuyo.
—Voy, voy. Qué nervios. —Nos echamos a reír las tres al
ver cómo se frotaba las manos, quitó el papel y abrió su cajita
—. Vaya, esto es…
—Son unos gemelos, pero no unos cualquiera. Mira bien —
sonreímos las dos.
—Nuestras iniciales y la fecha de la boda —contestó y
Camila los cogió para mirarlos.
—Chicas, pero esto ha debido costar mucho.
—¿Y? Nuestros amigos no se casan todos los días, ¿no? —
Me encogí de hombros.
—Más les vale porque no pueden cambiarnos la fecha en los
gemelos, que están grabados —dijo Anabel y reímos todos.
—Venga, abrir la que falta —los animé.
Quitaron el papel, abrieron la caja y al mirar la taparon de
inmediato por si alguien los veía, pero como no había ni un
solo cliente mirando hacia aquí, ella lo sacó de la caja.
—Para la noche de bodas. —Les hice un guiño.
—No sé si va a llegar virgen hasta esa noche —comentó
Lucas.
—Ni yo. —Rio ella, y, por ende, Anabel y yo.
Era uno de esos camisones de seda blanco, con tirante fino y
una apertura en la parte delantera que dejaba ver la pierna
derecha, con una bata fina, un liguero y las medias a juego.
—Esto, y los tacones de la boda, y no me dejas salir de la
cama en toda la noche —le dijo a Lucas.
—Te lo tienes que llevar a la luna de miel —le contestó.
—Espero que no tengas pensado hacer mucho turismo,
Camila. —Rio Anabel.
—Desde la cama ves los monumentos, ya verás. —Reí yo.
—A mí, a mí, me va a ver a mí —dijo Lucas, que sí, que
bueno estaba un rato el jodido.
—Madre mía, que voy a venir del viaje sin fuerzas —
resopló.
Cuando acabamos con el café, el camarero nos trajo una
botella de champán y brindamos por ellos, por su futura boda
y esa felicidad que deseábamos que tuvieran siempre y que el
suyo fuera uno de esos amores que duraban toda la vida.
Salimos del bar y subimos al coche de Lucas que, a pesar de
haber bebido como nosotras, no tomó tantas copas y estaba
bien para conducir. Llegamos al local donde acabábamos
siempre las tres nuestra noche de chicas, ese en el que él había
estado alguna vez con nosotras, y fuimos a la barra directos al
hueco que encontramos.
—Toñín, una ronda de chupitos —le pidió Camila—. De
tequila.
—Vaya, hoy mis ángeles llegan con fuerza —sonrió al
acercarse a nosotras.
—Es que hoy traemos chófer —contestó.
—Para lo que he quedado —resopló Lucas—. De prometido,
a chófer.
—¿Y quién mejor que tú para asegurarse de que todas
llegamos sanas y salvas a casa? —Arqueé la ceja.
—Eso también es verdad.
Toñín nos puso los chupitos, los cuatro brindamos y cuando
nos los tomamos de un trago, vi que ya estaba nuestro
camarero favorito poniéndonos unos mojitos.
Lucas pidió una ginebra con tónica, pero sin alcohol, quería
poder llevarnos a todas a casa y sin incidentes.
Ahí comenzaba nuestra noche, esa en la que a ritmo de la
música nos movíamos las tres alternándonos para bailar con
Lucas.
—¿Y si te casas con todas? —pregunté— Mira que eres el
hombre ideal, que como tú ya no quedan.
—No es muy legal que digamos. —Rio.
—Pues nos vamos a vivir a otro sitio, cariño, y nos tienes a
las tres de esposas.
—Eso, donde te conviertas en jeque árabe con tres mujeres
entregadas y que te quieran —dijo Anabel.
—A ver, a ver, pero… ¿lo del sexo también entraría en esos
matrimonios? —preguntó Lucas con la ceja arqueada— Que
yo soy fiel a Camila.
—Cariño tú tranquilo, que una noche al mes te dejo con
ellas.
—¿Una noche con cada una, o la misma noche? Especifica,
Camila —dije.
—Con cada una, con cada una, que solo faltaba que mi chico
se montara un trío con vosotras y yo me quedara fuera.
—Y digo yo, ¿y si me dejas una noche a cada una y luego
tenemos una noche los cuatro?
—Míralo, y parecía un santo cuando lo conocimos —
resoplé.
—Digo yo que, si voy a tener tres esposas, podrían darme
una noche de placer todas a la vez, ¿no? —Rio.
—Uy, uy, que este te hace el lío, Camila, y te mete a una
amiga en la cama cualquier día —dijo Anabel.
—No se me ocurriría —sonrió Lucas, que rodeó de nuevo a
su chica y la miró con esos ojos llenos de amor—. Ni la
comparto, ni dejo que me comparta. —Y la besó.
Anabel y yo nos miramos y sonreímos al ver ese amor que se
tenían el uno al otro; uno que yo creí que había vivido, pero
que no fue más que una ilusión, la efímera idea de un amor
que quería tener y no tuve.
Capítulo 11

Estaba dando un sorbo a mi mojito cuando me fijé que en la


barra estaban nuestros nuevos jefes.
—No me lo puedo creer —murmuré y los tres miraron hacia
donde estaban ellos—. Toñín, una ronda de chupitos —le pedí,
y en cuanto nos la sirvió me tomé el mío de un trago mientras
el jefe me miraba.
Dejé allí a todos y me fui hacia la zona de baile, y mientras
sonaba una bachata me moví al ritmo de esa música mirando a
mis amigas al tiempo que les cantaba la letra y las señalaba, a
lo que ellas sonreían y aplaudían eufóricas.
Noté que se acercaba alguien a mi espalda y al girarme vi un
chico sonriendo que no dudó en coger mi mano y hacerme
girar ante él.
No me lo pensé y me puse en sus manos, bailando incluso
pegados, y no dejaba de reír porque resultó ser un chico
bastante simpático.
En el momento en el que hizo que girara de nuevo para
quedar con su pecho pegado a mi espalda, vi a mi jefe ahí
delante, con esos ojos fríos y severos fijos en el chico que me
acompañaba.
—¿Qué quiere, señor Gabriel? —pregunté dando un paso
hacia él para encararme con mi jefe.
—Un baile —contestó con esa seriedad que le caracterizaba,
rodeándome con un brazo por la cintura, pegándome a su torso
de tal modo que se me escapó hasta el aire.
La voz de Mike Towers acompañada de una melodía
comenzó a sonar, mi jefe colocó una pierna entre las mías y
noté que me estremecía. No dejaba de mirarme mientras hacía
que ambos nos meciéramos poco a poco. Y entonces empezó a
bailar más sensual cuando sonó la voz de Luis Fonsi.
—No le he dicho que sí —protesté.
—No tienes escapatoria.
Siguió con esos contoneos y pasos de lo más sensuales, y yo
no sabía ni dónde meterme.
¿Dónde había aprendido este hombre a moverse así, incluso
con el pantalón del traje y la camisa? Porque llevaba la ropa de
esa mañana, señal de que como me había dicho, estaría
trabajando en la agencia hasta tarde.
«Tan rico que sabe tu boca y la mía, bailando bachata de
noche y de día…»
En el momento en el que sus ojos se fijaron en mis labios no
pude evitar mordisquearme el labio inferior. Mi jefe hizo que
me recostara hacia atrás mientas me giraba antes de volver a
incorporarme y pegar nuestros cuerpos de nuevo, dejando que
el calor que desprendía su torso se mezclara con el mío.
No dejaba de mirarme, sus ojos me recorrían el cuerpo y
notaba una de sus manos hacer lo mismo, de modo que hacía
que me estremeciera sin poder evitarlo.
«Y si tú quiere’, bái-bái-báilame
Y si no quiere’ irte, quédate
Quiero una noche má’, ya, ya, yo sé
Yo sé que quiere’ un beso, bésa-bésa-bésame…»
Me hacía girar entre sus brazos, se pegaba a mi espalda y
nos mecía con una mano en mi cadera y la otra entrelazada a la
mía. Quien nos veía, sin duda pensaría que esto lo habríamos
hecho miles de veces, pero no, nada más lejos de la realidad.
—Te ofrezco una tregua —dijo tuteándome, dejando los
formalismos de jefe y empleada para el trabajo—. Intentemos
llevarnos bien, porque mi tío no deja de preguntarme cómo me
va en la agencia contigo, y tengo que mentirle. —Seguíamos
allí parados tras la canción, aún pegados el uno al otro, y debía
admitir que no me incomodaba demasiado.
—Lo pensaré —respondí tras unos minutos en silencio y me
fui hacia la barra.
Allí estaban la parejita de enamorados bailando y
sonriéndose, mientras que a Anabel la vi hablando con Mateo,
el nuevo subdirector de la agencia, y no parecía que la
estuviera molestando, sino que ella sonreía con esa timidez
que la caracterizaba.
Le pedí otro mojito a Toñín y al girarme vi que mi jefe se
acercaba hacia la barra, por lo que volví a mirar al camarero
esperando mi bebida. Noté un calor envolverme ante la
presencia de Gabriel, estaba a mi espalda, muy cerca, y vi sus
manos apoyarse en la barra, una a cada lado de mí, de modo
que quedé atrapada entre sus brazos.
—La tregua es una buena manera de empezar la próxima
semana, ¿no crees? —preguntó en mi oído, y de nuevo me
estremecí de pies a cabeza al escuchar ese tono ronco que
empleaba a veces.
—He dicho que lo pensaré, pero no prometo nada.
—¿Has visto cómo conectamos?
—Ha sido solo un baile, y, por cierto, no le dije que aceptara.
—Pero te has dejado llevar —seguía hablándome al oído, y
en ese momento noté su mano en mi muslo, subiendo despacio
hacia la cadera para después llevarla a mi vientre, donde
permaneció mientras él estaba pegado a mi espalda—. Admite
que somos como las dos piezas de un puzle.
—¿Puede dejar de susurrarme de ese modo? —le pedí
mirándole por encima del hombro y me encontré con sus ojos,
esos que no parecían tan fríos, sino exigentes, incluso
atrevidos— Y de tocarme, ya que estamos.
—No quieres que lo haga.
—Sí, sí quiero —contesté tragando saliva.
—No es verdad —dijo con una sonrisa de lo más pícara, casi
perversa.
La música seguía sonando y en ese momento se escuchaba a
Raw Alejandro, y vi cómo Gabriel bajaba la mirada hacia mis
labios justo en ese momento de la canción.
«Me gusta tu boquita, ese labio rosita…»
—Señor Gabriel, está demasiado cerca.
—¿Vuelvo a ser señor? —Arqueó la ceja.
—Siempre lo ha sido, de los dos, solo usted me ha tuteado
esta noche.
«Aceleraste mis latidos. Es que me gusta todo de ti…»
Dios, ¿por qué me quedaba con esa parte de la canción en mi
mente? No, a mí ese hombre no me gustaba, no podía
gustarme. Era un idiota, un idiota de manual.
—Tutéame, quiero que lo hagas y que tengamos una tregua
—dijo mirándome los labios mientras me acariciaba la
barbilla.
Eso era superior a mí, porque estaba notando algo diferente
al tener a este hombre delante. Tenía que ser culpa de los
mojitos y los chupitos, no había otra explicación.
—Jefe, que corra un poquito el aire —dije mientras me
giraba para darle un leve empujón en el pecho y me apartaba
para alejarme de allí.
Fui hacia el cuarto de baño y cuando entré, abrí el grifo del
agua fría para refrescarme la cara un poco. Necesitaba
despejarme porque ese hombre me había estado tentando
demasiado.
Sí, eso era lo que había hecho, tentarme e incitarme,
provocarme con sus miradas y sus manos, con esa voz ronca y
sensual.
—Joder, que no —me dije mirándome en el espejo con
ambas manos apoyadas en el lavabo—, que mi jefe es un
gilipollas; no es sensual, no está bueno, no es sexi…
Pero ¿a quién quería engañar? Es que eso era precisamente
lo que pensaba de mi jefe, y no, por desgracia para mí no era
cosa solo de ese maldito baile que acabábamos de compartir,
no, lo pensaba desde hacía unos días.
Suspiré, salí del cuarto de baño y no había dado ni tan
siquiera un paso cuando noté una mano alrededor de mi
muñeca, una mano grande que conocía muy bien, y cuando me
hizo girar hasta quedar contra su torso, nuestras miradas se
cruzaron y vi la determinación en esos ojos marrones brillantes
y cargados de deseo.
Tiró de mí hasta meterme en el cuarto de baño de nuevo, ese
que por suerte estaba vacío, abrió la puerta de uno de los
cubículos y me pegó a la pared atrapándome con su cuerpo.
Sentía mi respiración agitada al mismo tiempo que notaba
mi cuerpo temblar, por no hablar del modo en el que se
encontraba mi zona más íntima.
Gabriel se inclinó y comenzó a besarme con fiereza, con
desesperación a mi modo de ver, y me dejé llevar porque en
mi vida me habían besado de ese modo.
Cogió mis manos y me levantó los brazos dejándolos por
encima de mi cabeza, sujetándome las muñecas con una mano
mientras seguía besándome con esa urgencia, mientras mi
lengua se dejaba tentar por la suya, compartiendo algún que
otro mordisquito en los labios que me hizo gemir.
Pero recobré la cordura y aparté la cara a un lado para poder
mirarle mejor.
—¿Esto es lo que llama usted una tregua? —pregunté con la
respiración completamente agitada.
—No, esto es sencillamente lo que has deseado toda la
noche. —Asaltó mis labios de nuevo y la mano que tenía libre
hizo que se me erizara todo el cuerpo al notar su caricia en el
interior de mi muslo.
Subió la yema de sus dedos hasta encontrar mi entrepierna y
me estremecía al tiempo que jadeé en su boca con el leve roce
de la mano en esa zona tan sensible de mi cuerpo.
Llevó una rodilla entre mis piernas para separarlas más y con
dos dedos retiró la tela de mi tanga a un lado. Comenzó a
tocarme con uno de ellos despacio y por toda mi zona,
excitándome de tal modo que no podía evitar gemir.
Cuando aumentó el ritmo de esas caricias en mi clítoris y
alternó con penetraciones con dos dedos que me volvieron
loca por completo, perdí la cordura de tal manera que empecé
a moverme al tiempo que me penetraba.
No paró, no se detuvo ni un solo instante hasta que me hizo
correr de tal modo que terminé arqueando la espalda, con la
cabeza apoyada en la pared, mientras él me mordisqueaba el
labio y yo gritaba.
Cerré los ojos mientras el intenso clímax que había liberado
me abandonaba, y cuando los abrí, al mismo tiempo que
Gabriel retiraba los dedos de mi sexo, nos miramos fijamente
y vi el deseo que aún había en sus ojos.
Pensé que me iba a tomar allí mismo, que me penetraría con
esa erección que podía notar en mi muslo. Le vi llevarse los
dedos a la boca y saborearlos haciendo que eso me provocara
un nuevo escalofrío. Todo en él me parecía lascivo y lujurioso,
y por el modo en el que me seguía mirando, me hacía sentir
que estaba disfrutando cada instante de esta conexión intensa.
—A partir de ahora, en la oficina quiero obediencia absoluta
—dijo con seguridad y ese tono ronco en su voz que me hizo
tragar saliva porque esa orden no admitía un no por respuesta.
Quise contestarle, protestar y decir alto y claro que, por mí,
podía irse a la mierda, pero salió de allí dejándome sola y con
las palabras sin salir de mi boca.
Era un idiota, pero yo una tonta por haber caído en eso a lo
que me había ido llevando durante todo el tiempo desde que
exigió bailar conmigo.
Me arreglé la ropa, recompuse mi pelo y recordé el modo en
el que lo hizo aquella morena cuando salió de su despacho.
Si es que era tonta.
Salí hacia la barra donde estaban todos, incluido mi maldito
jefe, y me pedí un par de chupitos que me tomé de un trago.
Volví a la pista y bailé, bailé todas y cada una de las
canciones que iban sonando y con quien me dio la gana,
mientras de vez en cuando miraba a mi jefe. Sus ojos me
observaban fríos y desafiantes, pero no me importaba, yo era
libre de hacer lo que quisiera hacer.
El mismo chico con el que bailaba cuando mi jefe nos
detuvo, se acercó para compartir un nuevo baile, y lo disfruté
porque me lo merecía, porque ese hombre de ojos marrones
fríos como el hielo y dominante a la par que exigente no podía
darme ordenes fuera del trabajo, y dentro tampoco.
Que lo haría, estaba claro porque en la agencia él era el jefe
y yo la asistente, pero se lo iba a poner difícil, y si quería
despedirme, que lo hiciera.
Le vi beberse un whisky de un trago, dejar el vaso en la barra
y caminar hacia mí, estaba claro que no le gustaba ver cómo le
provocaba con mis bailes, porque es lo que hacía.
—¿Es tu novio? —me preguntó el chico con el que bailaba
al ver que se acercaba.
—Más quisiera él, seguro.
Le miré con rabia y se detuvo, no siguió avanzando, estaba
solo a unos pasos y se quedó allí parado con las manos en los
bolsillos. Sonreí con un poco de malicia y sabiendo que había
ganado esa batalla, pero me equivoqué.
Gabriel dio un par de pasos, me rodeó por la cintura y se
inclinó quedando a solo unos centímetros de mis labios,
mirándome fijamente.
—De un modo u otro, obedecerás, incluso tú misma me
pedirás que te haga mía —sentenció con los ojos cargados de
determinación al igual que su voz, y se fue de nuevo hacia la
barra mientras que yo me quedaba allí preguntándome qué le
pasaba a ese hombre conmigo.
Se tomó otro whisky y no tardó en irse con Mateo.
Regresé junto a las niñas y Lucas, que preguntaron qué
pasaba con el jefe y les dije que era un idiota que se creía que
podría controlarme, pero que no le iba a dejar.
—Por cómo te miraba, me parece que le ha gustado el
vestido —dijo Anabel.
—¿Gustarle? Yo diría que, si vas con algo así al trabajo, no
sales del despacho sin que te dé un buen meneo.
—Camila, por Dios, que es el jefe.
—Y hombre, cariño —le contestó a Lucas—. Se le salían los
ojos de las órbitas al verla. Hazme caso, que ese te quiere
comer como los lobos a los tres cerditos.
—¿Me estás llamando cerdita? —Arqueé la ceja.
—No, pero tú me has entendido. —Rio.
Negué, pero sin saberlo, mi mejor amiga me había dado una
buenísima idea para pensar y llevar a cabo en el momento
menos esperado para mi odiado jefe.
Capítulo 12

El fin de semana lo pasé en casa, descansando el sábado


después de la nochecita que habíamos tenido el viernes, donde
bebimos y bailamos todo lo que pudimos y más, y el domingo
hice una limpieza al piso por la mañana para pasarme el resto
de la tarde en el sofá viendo la televisión.
Solo que cierto idiota y lo que había hecho y dicho no se me
iban de la cabeza.
Otro lunes más y comenzaba la segunda semana con él en mi
vida, en mi trabajo y en mi cabeza, porque con todo lo que
estaba pasando con él no dejaba de dar vueltas a lo que tenía
pensado hacer a la que se descuidara, porque lo haría, desde
luego que sí, le daría a probar un poquito de su propia
medicina.
Me tomaba ese primer café de la mañana que tanto me
gustaba disfrutar en la terraza cuando me llegó un mensaje
suyo. Como siempre, una clara orden por su parte que yo no
iba a acatar.
Si quería un jodido café del Starbucks, que se pasara a por él
antes de ir a la agencia.
Cerré los ojos y respiré hondo, volví a abrirlos y miré hacia
el parque donde muchos pajarillos ya comenzaban a revolotear
a esa primera hora de la mañana.
Entré para prepararme el desayuno y lo tomé despacio y sin
prisa, porque por primera vez en los años que llevaba
trabajando como asistente en esa agencia, iba a llegar tarde y
no me importaba lo más mínimo.
¿Qué podía pasar, que me despidiera? Ya tenía claro que era
lo que estaba desando y no permitiría que lo hiciera, no sin un
verdadero motivo.
Me eché un último vistazo en el espejo y salí de casa para
empezar ese nuevo día de trabajo.
Llegué justo cuando quería, un cuarto de hora tarde, y hasta
las chicas de recepción se sorprendieron al verme, pero me
encogí de hombros quitándole importancia.
Ni qué decir que dejé que varios de los compañeros que iban
llegando después que yo cogieran el ascensor para llegar a sus
departamentos, lo que significó que yo llegué a mi puesto
veinticinco minutos más tarde de mi hora.
Y me lo tomé con tiempo para ir a mi escritorio, que pasé
antes por la sala para prepararme un café cuando vi que la
puerta de su despacho estaba abierta.
Caminé haciendo que mis tacones resonaran por la planta
dejando claro que estaba allí, pero que no me iba molestar en
ir a verle.
Di un sorbo al café mientras encendía el ordenador, dejé mis
cosas en el cajón y me senté cruzando las piernas, pues por
debajo del escritorio se me veían.
No tardé en escuchar sus pasos yendo a la puerta, y cuando
supe que estaba parado en ella seguí concentrada en la pantalla
de mi ordenador mientras daba otro sorbo al café, ignorando
su presencia en la medida de lo posible.
—¿No se te ha olvidado algo? —Le escuché preguntarme,
volviendo a dirigirse a mí tuteándome como había hecho el
viernes por la noche.
Me miré el atuendo, comprobando que estaba todo bien, vi
que llevaba el reloj, la pulsera que me habían regalado mis
padres y ese anillo de oro con una pequeña esmeralda que
heredé de mi abuela materna.
—No, lo llevo todo —respondí sin mirarle—. Oh, a ver, un
momento. —Me llevé la mano a la blusa, esa que llevaba con
varios botones de arriba sin abrochar a conciencia y la separé
un poco—. Sí, lo llevo todo —dije mirándole con una leve e
irónica sonrisa tras ver mi sujetador negro bajo la blusa, y sus
ojos se oscurecieron aún más, si es que era posible que lo
hicieran.
—Mi café, Míriam, te pedí un café de…
—Jefe, usted tiene coche, ¿verdad? —Arqueé la ceja—.
Pues no le cuesta nada pasar a por él cuando sale de casa antes
de venir. —Me encogí de hombros—. Y ahora si me disculpa,
tengo trabajo que hacer. —Volví a mirar la pantalla.
—Comprobar conmigo la agenda, por ejemplo —dijo.
—Ajá, sí, ahora, cuando acabe con esto —contesté con la
taza en la mano señalando la pantalla antes de dar un sorbo.
Le escuché resoplar y supe que mi respuesta no le había
gustado, pero me importaba bien poco, la verdad.
Acabó volviendo a su despacho y sonreí a sabiendas de que
tenía la victoria una vez más. O al menos de momento, porque
con mi jefe, el señor Gilipollas, nunca se sabía qué podría
pasar después.
Me bebí el café tranquilamente mientras me tomaba mi
tiempo para hacer ese trabajo que tenía que hacer, que no era
otro que revisar el correo y responder algunos de los más
urgentes.
Y entonces sí, me levanté para ir al despacho de mi jefe y
revisar la agenda, como hacíamos cada mañana.
—¿Ya has terminado? —preguntó cuando me vio entrar.
Estaba sentado en su sillón, mejor dicho, recostado en él
esperándome con las manos cruzadas sobre el regazo.
—Sí, ya soy toda suya —contesté y arqueó la ceja—. No se
emocione, que es una manera de hablar. La costumbre de
decírselo a su tío.
—¿Lo hacíais aquí?
—Eso a usted no le incumbe. —Me senté cruzando las
piernas del modo más sensual que pude, y no me pasó
desapercibido la manera en la que las miró—. Bien, hoy tiene
una videollamada con un cliente de Barcelona que no ha
podido venir personalmente —empecé a decir mientras abría
la agenda en el día de hoy.
Y así nos pasamos la siguiente media hora, organizando el
resto de la semana y anotando algunos cambios que me pidió
que comunicara a los clientes para las reuniones.
Cuando me levanté me dijo que le trajera un café, a lo que
dije que en unos minutos lo tenía en su mesa.
—No lo quiero de la sala, ya sabes dónde tienes que ir —
dijo antes de que me girara.
—No voy a ir hasta el Starbucks a por un café, ya se lo he
dicho.
—Es una petición de tu jefe.
—Es una exigencia absurda, que es distinto —respondí y vi
cómo se levantaba y caminaba hacia mí.
—¿No recuerdas qué te dije el viernes?
—Apenas —mentí.
—Mientes muy mal. —Me miró con una sonrisa de medio
lado—. Te dije que a partir de hoy quería obediencia absoluta
por tu parte. —Acortó la distancia y se quedó a unos
centímetros de mí, mirándome desde su gran altura, porque el
muy jodido era más alto que yo incluso con los zapatos de
tacón.
—Ah, eso, sí, recuerdo que se marchó antes de que pudiera
decirle que no la va a tener, nunca —aclaré.
—Eso ya lo veremos, Míriam. —Me miraba con sus intensos
ojos fijos en los míos y, si pensaba que iba a mostrar algún
indicio de que me sintiera intimidada por su parte, que me
sentía, obviamente, lo llevaba claro.
—Lo veremos, señor Gabriel —asentí girándome y me cogió
de la muñeca tirando de mí hasta que quedamos el uno pegado
al otro.
—Deja lo de señor a un lado, llámame solo Gabriel —
murmuró con ese tono de voz que me hacía estremecer y
tragué saliva con fuerza esperando que no notara el modo en el
que todo lo que él representaba ante mí me hacía sentir.
—Es mi jefe, no voy a tutearle.
—Lo harás, y el día menos pensado —se inclinó hasta que
sus labios rozaron mi oído y cerré los ojos mientras me mordía
el labio para no gemir al notar su mano subiendo por mi muslo
— lo gritarás mientras te follo —susurró con convicción.
Me aparté mirándole molesta y salí del despacho para ir a mi
puesto. El señor Gilipollas quería un café, pero no el de la
agencia, no, él era de lo más exigente y exquisito. Pues se iba
a joder porque el café se lo iba a servir, sí, pero de la sala.
Se lo llevé unos minutos después y volteó los ojos al ver que
no era el que él quería.
—Cuando te dé una orden, la acatas, que te pagamos por ser
la asistente del director de la agencia.
—Una asistente tiene unos cometidos específicos, y no entra
en ellos hacer de recadera cuando se le antoje.
—Veo que sigues con la idea de provocar que te despida.
—No, es usted el que parece estar de lo más interesado en
hacerlo. Pero tengo entendido que su anterior asistente no
acabó muy bien, por lo que ella no me sustituiría, qué lástima
—dije haciendo un leve puchero al tiempo que encogía los
hombros.
—Pero encontraría la sustituta perfecta para ti, Míriam.
—¿No se lo dijo su tío? Soy insustituible, no encontrará una
asistente mejor que yo.
—En tus cometidos, según dices, no entra el hacer de
recadera para mí, pero ¿follar con mi tío sí?
—Es que no se imagina lo fogoso que es ese hombre —solté
lo más descarada que pude. Si me escuchara el señor Martín
estallaría en carcajadas.
—No me provoques, Míriam —dijo con la mano ya en mi
cadera, dando un leve apretón mientras seguía mirándome
fijamente—. No me provoques si no quieres ver mi peor
versión.
—Y esa cuál es, ¿algo así como un dominante en plan Grey?
—Justo así —respondió, y me quedé muda de repente al
recordar que en su habitación tenía una puerta cerrada con
llave que sí que podría resultar ser un cuarto de juegos con
látigos y cosas de esas.
Me aparté para que me soltara y volteé los ojos como si no
me impresionara lo que había dicho, evitando que notara que
estaba en shock, y salí de su despacho para volver a mi puesto
a seguir trabajando.
No había pasado más de media hora cuando me llamó para
que le llevara impresos un par de informes que le había pedido
al departamento de márquetin, los imprimí y tras colocar cada
uno en una carpeta se los llevé al despacho, dejándolos sobre
la mesa sin dirigirme a él.
—Tráeme un café —pidió.
—No voy a salir de esta oficina para un capricho suyo —
contesté.
—No sé cómo mi tío puede decir que eres la mejor asistente
que ha tenido. Cada vez tengo más claro que tu despido será
inminente.
—Espero que esté preparado para una denuncia por despido
improcedente, porque es lo que haré si me echa de esta
agencia, denunciarle.
—Obedecerás, tarde o temprano lo harás —dijo cogiendo
una de las carpetas dejando de mirarme.
—Como ya le dije una vez, quizás eso pase en sus sueños,
jefe.
—Hola. —Me giré al escuchar la voz de una mujer, y en la
puerta había una rubia de lo más explosiva, de esas que se veía
a la legua que hasta las pestañas eran postizas.
—Pasa. —La invitó él—. Cierra al salir —me indicó, y pasé
por al lado de ella suspirando y negando.
Cuando cerré la puerta no tuve la menor duda de que esa era
otra de sus amiguitas con la que iba a tener sexo dentro del
despacho. Si su tío supiera esto, estaba segura de que le
echaría una buena bronca.
Seguí trabajando, esperando que llegara mi hora de tomarme
el descanso, sin prestar atención a lo que ocurriera en el
despacho del que, por cierto, no salía ni el más mínimo sonido.
Hasta que la puerta se abrió y de él salió la rubia igual que
en su día lo hizo la morena, sonriendo y arreglándose el pelo,
de modo que volteé los ojos porque debía pensar que era la
única a la que ese hombre le mostraba sus atenciones.
Opté por irme a la cafetería sin avisarle, total, solo faltaban
cinco minutos para que comenzara mi descanso.
Pedí el desayuno y me senté a esperar a las chicas a quienes
les puse al tanto de lo de la rubia y de lo exquisito que era mi
jefe.
Cuando acabamos, volví a mi puesto y en cuanto salí del
ascensor le vi buscando algo en mi escritorio.
—¿Qué necesita? —pregunté.
—Para empezar, que me avises cuando te vas —respondió
con una carpeta en la mano—. Te he llamado por teléfono,
incluso a tu móvil, y nada. Salgo a buscarte y, ¡sorpresa! No
estabas.
—Era mi hora de descanso, ya debería saberlo. —Me encogí
de hombros.
—No tengo por qué saberme tus horarios, en cambio es tu
trabajo estar aquí cuando yo te necesito.
—Tampoco tengo que aguantar que sus amiguitas se paseen
por aquí como si estuvieran en su casa.
—A mi casa no las llevo —dijo como si nada, mirando en
los papeles de la carpeta.
—Pues debería llevarlas allí y no aquí, esto es una agencia
de publicidad respetable que fundó su abuelo, y usted está
dejando el apellido de la familia por los suelos. Si su tío lo
supiera…
—Lo que haga o deje de hacer en ese despacho, no es asunto
de mi tío. Yo soy el director ahora.
—Claro que sí, y por eso se cree con el derecho de traer a
sus amigas a tener sexo. Por Dios.
—Hasta que lo tenga contigo, vendrán muchas más.
Y tras soltar esa frase a modo de sentencia, se fue hacia el
despacho con la carpeta en la mano, pero no dejé que se
marchara sin dar una respuesta, porque no iba a dejar que él
quedara por encima, no señor.
—Jefe —le llamé y se giró antes de cerrar la puerta para
mirarme con esos ojos fríos por encima del hombro—. Váyase
a la mierda —dije con una sonrisita irónica.
Cerró la pueta y me senté para concentrarme en el trabajo, o
al menos intentarlo, pero antes les mandé un mensaje a las
chicas para soltar un poco de esa rabia que me había dado la
prepotencia con la que acababa de hablarme.
Míriam: NO SOPORTO A MI JEFE.
No, no le soportaba y tenía claro que la nuestra iba a ser una
relación de lo más odiosa.
Ay, si el señor Martín supiera cuánto echaba de menos su
presencia cada día, el buen humor que siempre tenía y nuestras
charlas. Es que no tenían nada que ver el tío y el sobrino, de
verdad que eran como la noche y el día.
Capítulo 13

Dicen que cuando más quieres dejar de pensar en algo, más


piensas en ello, y así era, porque no conseguía quitarme a mi
jefe de la cabeza de ninguna manera.
Era jueves y había pensado en él todas las tardes de esa
semana cuando no estaba con en él en la oficina. Y no, no
creáis que pensé en mil maneras diferentes de cometer un
asesinato y ocultar su cadáver para que no lo encontraran,
porque os equivocáis.
Pensé en él de un modo muy distinto, porque durante las
mañanas en el trabajo no había hecho otra cosa que insinuarse,
susurrarme al oído y tocarme de manera sutil pero que me
hacía desear más, por algún extraño motivo que no lograba
entender.
Así que cuando me levanté, lo hice decidida a ser yo quien
jugara esta vez, decidida por fin a darle a probar de su propia
medicina.
Me puse un vestido blanco de tirantes anchos y con escote
en «V» de una tela suave y de lo más vaporosa. La falda tenía
una caída sensual y me llegaba por encima de las rodillas, de
modo que cuando me sentara vería perfectamente esas piernas
en las que tantas veces se había fijado.
Llegué a la agencia cinco minutos tarde y no porque lo
hubiera planeado, sino porque me encontré con un tráfico de
mil demonios de camino aquí.
Corrí hacia el ascensor, pero se cerraron las puertas poco
antes de que pudiera alcanzarlo, así que me esperé al siguiente
y subí sola, quedándome de espaldas a las puertas, con la mala
suerte de que estas al cerrarse pillaron la tela del vestido y
¡zas!
—¡No, no! Joder, no, mierda, esto no puede estar pasando —
dije en el momento en el que me quedé, literalmente, en ropa
interior y tacones en el ascensor que seguía subiendo hacia la
última planta del edificio.
Saqué el móvil del bolso para llamar a Camila o Anabel y
que alguna de las dos me trajera algo de ropa, lo que fuera,
pero se me había apagado el móvil.
—Esto es una broma, en serio —resoplé viendo que la cosa
ya no podía ir a peor, apoyando la cabeza en la pared con los
ojos cerrados.
Pero sí que fue a peor, sí, a mucho peor, porque cuando
llegué a mi planta y las puertas del ascensor se abrieron, ahí
estaba mi jefe con el móvil en la mano, con un traje azul
marino que le sentaba como un guante, y cuando levantó la
mirada y me encontró en ropa interior, sus ojos se
oscurecieron y vi que su respiración comenzaba a ser un poco
más agitada.
—No me diga nada —le pedí avergonzada y tratando de
taparme con el bolso.
—Espero que no hayas salido así de casa.
—Sí, claro que sí, es que me he dicho, «mira qué buen día
hace Míriam, ¿por qué no vas en tanga a la oficina?» Por
favor. —Volteé los ojos tratando de salir del ascensor para ir a
la sala y poner a cargar el móvil.
—Gabriel, ¿tienes cinco minutos? —Escuché la voz de
Mateo, el subdirector, y en ese momento Gabriel me cortó el
paso con el brazo alrededor de mi cintura haciendo que
volviera a entrar y se metió en el ascensor conmigo.
—Pero… —protesté, pero me quedé casi sin aire cuando
noté que me pegaba contra la pared y me aprisionaba con su
cuerpo.
—Gabriel.
—Mateo, no es buen momento —contestó mirando por
encima del hombro, y yo me asomé un poquito, solo la cabeza,
pero me vio, obviamente.
—Ah, vale —sonrió y me hizo un guiño antes de que las
puertas se cerraran.
—El ascensor está bajando —dije y asintió—. No puede
verme nadie así, por Dios, que me muero de vergüenza.
—No te van a ver, tranquila —dijo con los ojos fijos en mí
—. Nadie ve lo que solo yo puedo ver —sentenció, y tras parar
el ascensor, posó sus labios en los míos.
De nuevo me estaba besando y yo simplemente dejé que lo
hiciera, estremeciéndome en el proceso porque era lo que él
conseguía cuando le tenía cerca, cuando me hablaba o me
tocaba por leve que fuera el roce de sus manos.
Estaba prácticamente desnuda con él en ese reducido
espacio, y al igual que hizo en el cuarto de baño días antes,
llevó mis brazos hasta colocarlos por encima de mi cabeza
sosteniendo mis muñecas con una mano.
La otra la deslizó despacio por mi costado de manera que
todo mi cuerpo se estremeció, colocó la rodilla entre mis
piernas y las separó un poco más, su mano fue hacia mi zona
íntima y comenzó a tocarme por encima de la tela del tanga.
Gemí en su boca, excitada por lo que sentía y por la
situación en la que me encontraba en ese momento.
Debería apartarle porque era mi jefe y yo no llevaba ropa,
salvo ese tanga minúsculo y el sujetador que no dejaba nada a
la imaginación porque mis pezones se podían ver a través del
encaje.
—Estás mojada, ¿lo sabías? —dijo en un susurro en mi oído
y cuando noté la lengua deslizándose por mi cuello, me mordí
el labio para no volver a gemir.
Por supuesto que lo sabía, si ese hombre conseguía
encenderme como si de una cerilla se tratase, haciendo que me
prendiera en llamas puras por lo mucho que le deseaba, sin
habérmelo propuesto, y lo deseada que me hacía sentir cuando
me miraba de ese modo.
Hizo la tela a un lado y deslizó el dedo por mi humedad,
acariciándome el clítoris despacio, llevándolo por toda mi
zona una y otra vez hasta que me penetró con dos dedos y
contuve de nuevo un gemido cerrando las manos con todas
mis fuerzas.
—No te contengas, aquí no puede oírte nadie —susurró y
comenzó a penetrarme más rápido.
—No siga —le pedí, pero con la voz entrecortada por todo el
deseo que me envolvía en ese momento.
—No quieres que pare.
—Sí, sí quiero.
—Mientes muy mal —dijo volviendo a besarme.
Y me llevó al orgasmo al igual que había hecho en el cuarto
de baño la otra noche, solo que no se quedó en un simple
momento como aquel, si no que le vi desabrocharse el
pantalón y, aun con una sola mano, me cargó en brazos tras
liberar su erección para penetrarme. Pero no lo hizo.
Se quedó quieto mirándome a los ojos, con su miembro
palpitante justo bajo mi sexo húmedo y necesitado. ¿Querría
tal vez mi permiso para hacerlo? Porque le había pedido que
parara.
—Dime que esto es lo que quieres —me pidió con los ojos
más oscuros y lujuriosos que había visto nunca.
Me mordí el labio, debería decirle que no pero mi cuerpo
temblaba anhelante por conseguir más placer de ese que él
podría darme, por sentir eso que notaba caliente en mi zona,
mientas mi pecho subía y bajaba por la respiración agitada que
aún tenía después de que me hubiera hecho alcanzar el clímax.
—Dime que esto es lo que deseas ahora.
—Gabriel… —No pude decir nada más porque apenas
encontraba mi voz.
—Vas a ser mía, de hoy en adelante, y obedecerás en
cualquier cosa que te pida —dijo con seguridad, y comenzó a
besarme de nuevo mientras se adentraba en mí con una
facilidad increíble.
Gemí en su boca y noté cómo su miembro entraba y salía de
entre mis músculos vaginales con fuerza y más rápido a cada
segundo que pasaba, llegando a lo más profundo de mi ser sin
detenerse una sola vez.
Besaba, mordía y lamía mis labios mientras me penetraba
llevándome de manera inevitable a un segundo clímax, mi
cuerpo se movía con cada embestida y aquello me parecía lo
más excitante que había sentido en años.
Siguió penetrándome y apartó sus labios de los míos,
rompiendo así el beso, para mirarme fijamente a los ojos.
—Obediencia, Míriam —dijo sin dejar de mirarme y
penetrándome cada vez más fuerte—. Quiero tu absoluta
obediencia en todo. Dilo.
—¿Qué es todo para usted?
—Todo, dentro y fuera de la oficina.
—No seré una más de esas amigas suyas —dije entre jadeos.
—Serás la única —contestó—. Dime que sí, dime que serás
mía. —Me penetró con más fuerza.
Seguimos mirándonos y mientras mi mente me decía que
dijera que no, mi cuerpo me pedía otra cosa bien distinta. Y al
final contesté.
—Seré suya.
Volvió a besarme con fiereza mientras daba sus últimas
estocadas dentro de mí hasta que ambos alcanzamos el clímax,
quedándonos allí jadeantes con el pecho subiendo y bajando
después de un intenso encuentro.
Me dejó en el suelo y cuando me permitió bajar los brazos
tuve que apoyarme en sus hombros para no caerme. Apenas
tenía fuerza en las piernas y él lo sabía, por lo que me mantuvo
rodeada con un brazo y pegada a su cuerpo.
—No puedo trabajar así —dije mirándole a los ojos y de
nuevo me sentí envuelta en la timidez que había sentido
cuando me encontró casi desnuda.
—¿Qué te ha pasado?
—Llegué tarde porque pillé un atasco, perdí el ascensor y
cuando finalmente subí en el siguiente, al cerrarse las puertas
pillaron la tela de mi vestido. Así que, en un abrir y cerrar de
ojos, se rasgó y simplemente desapareció —suspiré.
—En mi beneficio diré que, agradezco que el ascensor te
arrancara ese vestido, pero lamento no haberlo hecho yo. —
Volvió a besarme.
Se apartó y vi cómo se quitaba la americana para que me la
pusiera, y lo hice, al menos como me quedaba grande no se me
vería nada, pero, aun así, no podía estar de esa guisa en mi
puesto de trabajo, y se lo dije a él.
—Tranquila, no te verá nadie —contestó mientras pulsaba de
nuevo el botón para poner en marcha el ascensor y después el
de nuestra planta para volver a ella.
Cuando salió, me pidió que le siguiera y lo hice casi
corriendo, rezando para que el subdirector de la agencia, y
mejor amigo del jefe, no me viera así.
Entramos en su despacho y cerró la puerta, me pidió que me
sentara frente a él y llamó a Mateo para ver qué necesitaba.
Después de hablar con él y enviarle unos documentos que
necesitaba por correo le dijo que estaría ocupado en el
despacho un tiempo y después se ausentaría el resto de la
mañana, y que yo le acompañaría.
Le vi buscar algo en el teléfono y volvió a hablar, esta vez
con una mujer llamada Paula a quien le pidió una falda lápiz
negra entallada con apertura en la parte trasera y una blusa
blanca de seda, y le dio mis tallas sin que yo se las dijera.
—¿De verdad acaba de pedirme ropa? —pregunté cuando
colgó la llamada y cogió el teléfono de la agencia.
—Por mucho que me guste verte en ropa interior, sí, la
necesitas para salir. Buenos días, soy el director —dijo—.
Llegará un paquete para mí en breve, quiero que me avise y
que alguien lo suba y lo deje en el escritorio de mi asistente.
—Escuchó a quien fuera de las chicas que había contestado la
llamada en recepción—. Gracias. —Y colgó.
—Puede descontarlo de mi sueldo de este mes, no hay
problema —dije cuando caminó hacia mí.
—Míriam, ¿qué me has dicho en el ascensor? ¿A qué has
accedido? —preguntó mientras se apoyaba en el escritorio con
los tobillos y los brazos cruzados.
—Si le soy sincera, no sé ni a qué he accedido.
—A ser mía —dijo separando las piernas al tiempo que se
inclinaba hacia adelante, apoyando las manos en los
reposabrazos de la silla en la que yo estaba sentada para
acercarla hasta él, de modo que quedamos a solo unos
centímetros—. Vas a ser mía dentro y fuera de esta agencia. —
Me besó en los labios.
—Al final ha conseguido que tenga que ir a por su café al
Starbucks. —Volteé los ojos.
—No, no estoy hablando de eso —sonrió de medio lado.
—¿Entonces? —Fruncí el ceño.
—Cuando te llame vendrás de manera obediente, te sentarás
sobre mí y me complacerás. Si te pido que un día vengas a
trabajar sin nada debajo de la ropa, obedecerás. Si quiero que
te recuestes en este escritorio con las piernas bien abiertas para
mí, tú…
—Déjeme adivinar, lo haré.
—Exacto. Y tienes que llamarme Gabriel, odio que me
llamen señor.
—Es cuestión de jerarquía, ya sabe. —Me encogí de
hombros.
—Te quiero solo para mí, no habrá otros hombres, no,
mientras estés conmigo.
—Es que no sé si esto es lo que debería hacer. Soy su
asistente.
—Todo es compatible.
—Que quede claro que, ni soy una de sus amiguitas, ni una
vulgar prostituta.
—No pienso que lo seas.
—Mi sueldo sigue siendo el de una asistente, estamos de
acuerdo en eso, ¿cierto?
—Absolutamente —asintió.
—Sigue pareciéndome una locura —dije tras unos segundos
de silencio e intensas miradas por su parte.
—Y tú a mí la mujer más deseable y que más se me ha
resistido en años.
—No debería hacerlo.
—Pero lo deseas —sentenció y no pude negarlo—. Míriam,
mírame —pidió y lo hice—. Ante todo, seguirás siendo mi
asistente, y jamás haremos nada que no desees.
Me lo estaba pensando, era una maldita locura, pero me lo
estaba pensando porque ese hombre me provocaba tantas
cosas que no había sentido nunca, que estaba segura de que
podría seguir mostrándome un mundo desconocido para mí.
—¿Y bien? —preguntó y le miré de nuevo.
—Como le he dicho antes, seré suya.
—Bien, te haré contrato para firmarlo.
—¿Un contrato? ¿Cómo que un contrato? Que no le estoy
alquilando mi cuerpo.
—No, por supuesto que no, me lo entregas voluntariamente.
Es un contrato de confidencialidad. No podrás contarle a nadie
lo que hay entre nosotros.
—Jefe, esa puerta que hay cerrada con llave en su
habitación, ¿es un cuarto de juegos? Porque si me dice que sí,
y que es como el Grey, pero un poco más rubio, me da algo.
—Ya tendrás tiempo de verlo —sonrió de medio lado.
—A ver, dígame si sí, o si no, porque de eso depende que
acepte.
—Ya has aceptado. —Arqueó la ceja.
—Mierda, tenía que haber preguntado antes —resoplé.
—Eres mía —dijo sosteniendo mi barbilla con dos dedos y
esos ojos fijos en los míos—. Solo mía, Míriam.
Me besó y se puso en pie para ir a su sillón, donde se
acomodó para comenzar a teclear algo en el ordenador.
Llamaron a su teléfono desde recepción para decirle que el
paquete había llegado y lo estaban subiendo, esperamos unos
minutos hasta que pude salir y cogerlo de mi escritorio para
entrar en el cuarto de baño a vestirme.
Me miré en el espejo y pensé que estaba completamente loca
por lo que iba a hacer, pero desde luego que no iba a echarme
atrás, aunque siempre podría hacerlo si no me convencía lo
que el señor Gabriel me exigiera.
Regresé al despacho y ya tenía el contrato esperándome en el
escritorio. Lo leí para comprobar que todo lo que me había
dicho era lo que ponía, así como otras cosas relativas a la
exclusividad por parte de ambos, y firmé.
—Bueno, pues… Soy suya hasta que así lo quiera —dije tras
dejar el boli sobre el contrato.
—O hasta que tú decidas que quieres acabar con este
contrato —contestó—. Como te he dicho, no haremos nada
que no desees y, si quieres acabar con esto, solo tendrás que
decirlo.
No sabía realmente dónde me estaba metiendo, pero quería
experimentar lo que el hombre que estaba sentado ante mí
podía mostrarme.
—Y ahora, nos vamos de compras. —Hizo un guiño.
Capítulo 14

Salimos de la agencia y fuimos hacia su coche, para quien


nos viera pensaría que íbamos a alguna reunión, y así debía ser
siempre según me había dicho Gabriel.
Nadie debía saber lo que había entre nosotros dentro de su
despacho o fuera de la agencia, ni siquiera Camila o Anabel,
como insistió en que me quedara claro, aunque ellas y Lucas
nos habían visto bailando el viernes de ese modo y ambas
estaban seguras de que mi jefe quería arrancarme la ropa.
Bueno, eso lo había hecho el ascensor por él, la verdad, pero,
aun así, me había visto prácticamente desnuda.
Condujo hacia una de las calles más conocidas de la ciudad,
esa donde varias firmas de renombre se sucedían una tras otra.
Entramos en una de ellas y resultó que era donde había
pedido la ropa que llevaba puesta.
—Veo que le sienta bien —dijo con una amplia sonrisa una
mujer de cabello castaño y unos ojos azules preciosos y de lo
más amables, al menos esa sensación me dio—. ¿Qué más
puedo hacer por vosotros, querido Gabriel?
—Nos gusta que nos hagan la pelota —dije yo, él me miró
con la ceja arqueada y Paula se echó a reír.
—Me gusta esta chica. —Miró a Gabriel que sonrió de
medio lado—. Desde luego, querida, este hombre se va a
gastar una cantidad indecente de dinero en mi tienda, una
realmente escandalosa, y eso a mí, me encanta. —Me hizo un
guiño y me llevó lejos de Gabriel, que se quedó en uno de los
sofás sentado y vi que una de las dependientas le llevaba un
café.
Nos dirigimos a la sección donde estaban las faldas que
podría usar para el trabajo. Aunque ya tenía bastantes en casa,
además de la que ya me había comprado para que pudiera
vestirme, decidí escoger tres más que me gustaron y me
sentaban genial, junto con algunas blusas que también me
llamaron la atención.
A ver, que yo iba bien de dinero, pero si mi jefe quería
consentirme, que era lo que dijo que iba a hacer cuando nos
subimos al coche y le volví a decir que no necesitaba que me
comprara ropa, pues ¿quién era yo para negarle ese caprichito?
Paula me enseñó algunos vestidos, fuimos con ellos hacia
donde seguía Gabriel sentado para que me ayudara a escoger y
señaló cuatro que quería que me probara, lo hice y fui con
cada uno de ellos a que me los viera puestos, dando una vuelta
sobre mí misma para que me los viera bien.
—Me siento como en Pretty Woman, en serio, solo me
faltaría escuchar la canción —dije riendo antes de irme tras
enseñarle el último vestido, y él sonrió negando.
Pero cuando me iba hacia donde estaba Paula, empecé a
escuchar el inicio de la canción y cuando miré a Gabriel tenía
el móvil en la mano y me hizo un guiño.
Eso sí que no me lo esperaba, desde luego, porque el hombre
serio y frío que había conocido ahora era completamente
distinto.
Acabé quedándome con todos los vestidos. Además de
escoger un par de zapatos que combinaban perfectamente con
cada uno de ellos y otros para el trabajo.
Pantalones de vestir, algunos vaqueros, chaquetas y hasta
lencería acabé comprando, y cada vez que veía el precio me
daba un pequeño vuelco al corazón por la cantidad de dinero
que se iba a gastar Gabriel en esa tienda.
Paula le conocía, estaba claro que aquella llamada no había
sido por casualidad ni la primera que hacía en su vida.
Estaba terminando de vestirme con la ropa que había llevado
y suspiré.
—¿Estás bien, cielo? —me preguntó Paula, que estaba
conmigo en aquella salita.
—¿Puedo ser sincera contigo? —La miré y ella sonrió
sentándose a mi lado en el sofá.
—Creo que sé lo que me vas a preguntar, pero, adelante.
—No soy la primera mujer que trae, ¿verdad?
—No —sonrió.
—¿De qué os conocéis? Si puede saberse, claro. Es decir,
¿vosotros habéis…?
—Oh, no, no. —Se echó a reír—. Verás, mi madre y la suya
eran amigas, tenemos la misma edad e íbamos juntos al
colegio. Mi madre también tenía una tienda de ropa y como
crecí en este ambiente, decidí poner la mía propia.
»Gabriel se fue a Galicia con diez años, pero nuestras
madres no perdieron nunca el contacto, vinieron hace tiempo y
volvimos a vernos, le hablé de mi idea de poner una tienda y
él, me ayudó en todo. Necesitaba dinero para empezar y ahí
estaba Gabriel —sonrió con cariño al recordarlo—. Es un buen
hombre, aunque sé que a veces puede parecer serio y frío.
—¿Puede parecer, dices? No te creo. —Volteé los ojos y rio
de nuevo.
—Vale, veo que has conocido esa versión.
—Es mi nuevo jefe.
—Espera, ¿tú eras la asistente de su tío? —Frunció el ceño.
—Sí, y ahora soy la suya.
—Cielo, te aconsejo mucha, mucha paciencia con él.
—Todos me dicen lo mismo, pero es que a veces acaba con
ella.
—Te entiendo, pero hazme caso, si sabes llevar a Gabriel,
todo entre vosotros irá bien.
—Así que cuando venía a visitar a su tío, traía a alguna
mujer aquí, ¿no?
—Sí. Como te he dicho, no eres la primera mujer que trae,
pero sí la primera a la que ha mirado como lo ha hecho —
sonrió acariciándome la mejilla—. Conozco a Gabriel, y sé
que ha visto algo distinto en ti, pero quizás ni siquiera él lo
sepa.
—Tú sabes lo que hay entre él y yo, ¿verdad?
—Nunca me lo ha dicho de manera oficial, pero lo intuyo.
Como te he dicho, le conozco, y en confianza te diré que, eso
que a él le gusta, y sé que sabes a qué me estoy refiriendo, a
mí también. Y ahora será mejor que salgas antes de que venga
a buscarte. La paciencia de Gabriel también tiene un límite.
—Sí, eso también lo he notado —sonreí.
Me acompañó de nuevo hacia fuera y le vi hablando por
teléfono, cuando se percató de mi presencia sonrió de medio
lado y yo constaté que esa sonrisa iba a ser mi propia
kriptonita, porque podría acabar enamorándome de ella.
Fuimos a la caja y, mientras las dependientas empaquetaban
todas las prendas y zapatos en cajas y bolsas, Gabriel hizo el
pago a la vez que charlaba con Paula. Ella le comentó que iba
a organizar una fiesta el sábado por la noche en su casa y nos
extendió la invitación, por si queríamos asistir.
—Es una buena ocasión para que estrene uno de esos
preciosos vestidos que se lleva —dijo con una sonrisa.
—Allí estaremos —contestó tras coger su tarjeta, sin
preguntarme a mí si me apetecía ir o si tenía otros planes.
Pero claro, ahora no solo era su asistente sino también algo
así como una amiga con derecho, por llamarlo de alguna
manera, y como bien había dicho, si él me pedía que hiciera
algo, yo sencillamente debía hacerlo.
Y era una fiesta, tampoco era como si fueran a llevarme a un
ritual de una secta para sacrificarme o algo así.
Cogimos todas las bolsas y nos despedimos de Paula
quedando en que nos veríamos el sábado, me dio un abrazo y
un par de besos en la mejilla.
—Y recuerda, tenle paciencia —me susurró antes de
apartarse.
Salimos de la tienda y guardamos todo en el maletero de su
coche, nos subimos y volvió a conducir sin decirme a dónde
íbamos.
Acabamos en un restaurante en el centro de la ciudad, donde
nos llevaron a una mesa en el fondo, alejada del bullicio. Allí
podíamos hablar tranquilamente, sin interrupciones ni
distracciones.
Pidió una botella de vino, unas tostas de queso crema y
salmón como entrante y una carne a la brasa que, si era la que
había visto en una de las mesas cuando entramos, tenía una
pinta buenísima.
—Has hablado con Paula, ¿verdad? —preguntó cuando nos
quedamos solos.
—De ropa, sí.
—Míriam. —No había lugar a dudas, ese tono era el de
querer respuestas, y yo tenía que dárselas.
—Solo he constatado que no era la primera mujer que
llevabas a su tienda, por la familiaridad que he visto entre
vosotros. Y sí, me ha dicho que sois amigos desde hace años,
como vuestras madres.
—Es lo más parecido a una prima que podría tener, dado
que, como sabes, mi tío no tiene hijos.
—Sí, una pena porque sé que él y tu tía tenían muchas ganas
de ser padres.
—Sí —sonrió con cierta nostalgia en los ojos.
—Se querían mucho, ¿verdad?
—Tanto como mis padres.
—¿Puedo preguntar por qué no hay una esposa en tu vida?
—Cogí mi copa de vino para dar un sorbo, aquella sin duda
era una pregunta muy atrevida por mi parte.
—No soy un hombre hecho para el amor.
—Todos estamos hechos para ello, solo hay que esperar a
que llegue la persona adecuada.
—En mi caso, sé que no llegará. ¿Y tú por qué estabas con
mi tío?
—Eso lo pensaste tú desde un principio, nunca dije que fuera
así.
—Tampoco lo negaste.
—Porque me parecía un sinsentido hacerlo si no ibas a
creerme.
—Y no tienes pareja, asumo.
—Asumes bien. Tuve y se acabó hace unos meses. Y no, no
preguntes porque no quiero hablar de eso.
—Solo iba a decir que me alegro de que no tengas pareja y
de que no estés con mi tío, porque como dije en el ascensor, te
quiero solo para mí.
—Y ya me tienes, hay un contrato que así lo dice. —Di otro
sorbo.
Nos sirvieron las tostas y con el primer bocado se me escapó
un gemido, estaban buenísimas. Gabriel me miró con esa
sonrisa de medio lado que tanto peligro tenía, pero esta era
más pícara.
—¿Qué? —pregunté.
—Si te pidiera que te acercaras a mi lado, y que separaras las
piernas, ¿qué harías?
—Mandarte a la mierda y decirte que no. Lo siento, pero eso
es algo que no deseo hacer —contesté recordándole que podía
negarme a algunas cosas.
—Está bien, es demasiado pronto para que lo hagas.
—No lo haré nunca, que yo las cositas del sexo las hago en
la intimidad.
—Estando conmigo ya no, preciosa.
—En público, no.
—Tiempo al tiempo, preciosa, tiempo al tiempo…
Capítulo 15

Había quedado con mis padres para comer, era viernes y me


esperaban en el bar restaurante que había junto a su
inmobiliaria.
Al parecer, habían tenido una mañana de lo más ajetreada
porque estuvieron enseñando los pisos de un edificio que
estaba vacío desde hacía un par de años y el banco que lo
había adquirido unos meses atrás quería vender cuanto antes.
Llegué al restaurante y mi madre fue la primera en darse
cuenta al verme que la ropa que llevaba era nueva, es que a
esta mujer no se le escapaba una, en serio.
—Deja a la niña, mujer, que habrá ido de compras con las
chicas —le dijo mi padre.
—A ver, que las tres lo ganan muy bien, pero ya te digo yo
que esta firma no la compran a diario —añadió ella.
—¿Es que eres una entendida de la firma, mamá? —Reí.
—De esta concretamente, sí, porque la dueña nos compró a
nosotros la casa en la que vive. Y me dijo que cuando quisiera
un traje para el trabajo no dudara en ir a verla, y lo hice.
—O sea, que te gastas mi dinero en firmas caras, Sofía, no
me lo puedo creer. —Mi padre la miró haciéndose el ofendido.
—Uy, lo que ha dicho. ¿Tu dinero? Es de los dos, ¿eh? Que
llevo en la inmobiliaria los mismos años que tú, te recuerdo
que se llama AS Inmobiliaria, de Alejandro y Sofía.
Yo los escuchaba y sonreía, porque siempre estaban así,
tirándose alguna que otra pullita, pero con cariño, porque esos
dos quererse se querían con locura y devoción.
Eran mi referente en cuanto al amor, pues quería lo que ellos
tenían desde que eran apenas unos chiquillos, como decía mi
padre. Quería encontrar un hombre que no solo me quisiera
porque me viera bonita por fuera, sino por lo que era. Eso sí,
tenía claro que si no me miraba como mi padre miraba a mi
madre, no sería el hombre de mi vida.
Me preguntaron cómo me había ido esa segunda semana con
el nuevo jefe en la agencia y sonreí, les dije que habíamos
llegado a una tregua y que al menos nos soportábamos, no iba
contarles que la tregua comenzó con un beso de esos que te
hacen temblar las piernas en un cuarto de baño, y rematamos
con un encuentro de lo más explosivo en el ascensor de la
agencia porque me encontró en ropa interior.
Decían que eso estaba bien, llevarnos lo mejor posible
porque pasábamos muchas horas juntos y tenía que ayudarle a
él como había ayudado a su tío.
Nos sentamos a comer y pidieron vino blanco, una bandeja
de marisco como entrante y un delicioso pescado al horno
acompañado de patatas y verduras.
—Bueno, y al final ¿cuándo os vais de viaje? —pregunté
mientras comíamos.
—Para eso te queríamos ver —sonrió mi madre—. Tu padre
ya tiene todo organizado, nos vamos dentro de dos semanas.
—Quería que nos fuéramos la próxima semana, pero con
esto de los pisos en venta, he esperado.
—¿Y crees que los venderéis pronto?
—Es posible, hoy hemos enseñado varios, y tenemos un
cliente que es inversor y nos ha dicho que los que queden, los
compra él para reformar y vender. Ten en cuenta que llevan
dos años vacíos y hay algunos desperfectos, están a la venta a
un precio bajo y el banco no va a hacer arreglos ni nada.
—Ya, tal cual lo ves es como lo compras —contesté, y
ambos asintieron.
—Y ¿dónde están? Sé que Anabel quería comprarse algo, le
acaba el contrato de alquiler en tres meses y aunque puede
renovarlo por otro año sin problema, estaba mirando la
posibilidad de coger un piso, aunque sea pequeño.
—No quedan muy lejos del centro, y ahora que lo pienso —
mi madre miró a mi padre—, están a unos quince minutos en
coche de la agencia donde trabajaban, ¿no?
—Es verdad, sí. Porque ella ahora vive algo más lejos, si no
recuerdo mal.
—Sí, algo más de media hora en coche. Que le he ofrecido
no sé las veces venirse a vivir conmigo, pero nada, no quiere
para no molestar —sonreí.
—¿Tiene algo que hacer ahora? —preguntó mi madre— Te
lo digo porque si quiere podemos enseñarle uno de los pisos de
un dormitorio, es tipo loft y para ella, sería perfecto. Por la
hipoteca no tiene que preocuparse, que ya sabes que nosotros
se lo miramos todo, hasta los arreglos que hay que hacerle.
—Pues la llamo ahora y quedamos, que seguro que dice que
sí. —Cogí el móvil y tal como pensaba, Anabel aceptó
encantada ver el piso, así que quedamos en la dirección que
me dijo mi padre para vernos a las cinco y media.
Terminamos de comer y disfrutamos de unos cafés mientras
charlábamos sobre el viaje misterioso, pues así lo había
bautizado mi madre, y mi padre no dejaba de sonreír cada vez
que ella decía que necesitaba saber dónde pensaba llevarla
para saber qué meter en su maleta.
Y él, sin cortarse lo más mínimo, acabó diciendo que no iba
a darle pistas porque, aunque supiera dónde iba siempre
acababa metiendo en la maleta un montón de «por si acasos»,
o sea, ropa de «por si acaso refresca», «por si acaso hace
calor», «por si acaso llueve», y así, muchos más.
Ella le miró con los ojos entrecerrados, pero es que sabía que
tenía razón. Aún podía recordar unas vacaciones a las que
fuimos cuando yo tenía diez años, mi padre nos llevaba a la
playa dos semanas en pleno agosto, y mi madre metió ropa de
abrigo en las tres maletas por si acaso hacía frío.
En fin, cosas de madres y abuelas que siempre velan por la
salud de los suyos y quieren que se abriguen bien, aunque
haya más de cuarenta grados de calor incluso de noche.
Después del café, cogimos los coches y seguí a mis padres
hasta la dirección donde estaba el edificio con los pisos en
venta, ya estaba Anabel allí esperando en la puerta.
—Hola, cariño —sonrió mi madre acercándose a ella.
—Hola, Sofía. —Se dieron un abrazo—. Alejandro, ¿tú es
que no envejeces? —sonrió.
—A mi marido cuando lo bautizaron, debieron hacerlo con
agua de la eterna juventud, porque hija, no es normal —dijo
mi madre.
—Será que tú estás estropeada, amor —contestó mi padre.
—No, pero cuántos a tu edad quisieran verse como tú.
—Eso digo yo, que pareces Brad Pitt en el papel de
Benjamin Button, los años los cumples, pero el cuerpo va
hacia atrás —dije yo.
—Voy a tener que salir con vosotras tres más a menudo para
que me piropeéis así. —Rio.
—Que te gusta a ti un piropo, papá. —Reí.
Entramos en el edificio y subimos por la escalera hacia la
cuarta planta, tenía ascensor, pero habían quedado con los de
la empresa para que le hicieran el mantenimiento en los
próximos días.
Cuando llegamos, mi padre abrió la puerta de la derecha, nos
dijo que había tres pisos en las cuatro primeras plantas que
eran iguales, y en las cuatro siguientes solo dos pisos y más
grandes.
Al entrar, tenía un pequeño recibidor donde mi madre dijo
que podía poner un mueble con perchero y espejo para dejar
las llaves, a la izquierda encontrábamos el espacio abierto que
unía la cocina y el salón en una estancia bastante amplia donde
se podía poner un mueble a modo de barra para el desayuno y
que dividiera un poco las dos zonas. A la derecha estaba el
dormitorio que quedaba cerrado al igual que el cuarto de baño.
Como dijeron no era muy grande, pero para ella le vendría
genial.
—Ya solo con ganar esos quince minutos que estoy más
cerca del trabajo, me doy por satisfecha —sonrió.
—Tiene un pequeño balcón en el salón al que accedes por
los dos ventanales, como puedes ver —comentó mi padre—, y
una de las ventanas del dormitorio da ahí.
—Está genial, en serio. Y esa ventana en la parte de la
cocina, me encanta.
—La verdad es que esa más los ventanales de la zona de
salón, le dan mucha luz al piso —dijo mi madre—. Y ahora
están bien de precio, es cierto que tienes que amueblar la
cocina…
—Tranquila, que me voy a un Ikea y arreglado —sonrió—.
Algunos muebles que tengo ahora los puedo traer, porque los
compré yo como apoyo a los que ya tenía el piso cuando entré.
—Con la mudanza tampoco tienes problema, que sabes que
entre todos te echaremos una mano —sonreí.
—Lo que me preocupa es la hipoteca, a ver, que tengo un
buen sueldo, pero igual el banco no lo ve factible.
—Tú por eso no te preocupes que, siendo prácticamente de
nuestra familia, Sofía y yo hablamos con el banco con el que
trabajamos y te consiguen una a tu medida.
—Y en cuanto a los pequeños arreglitos y la pintura, ni te
preocupes, cariño, que yo llamo a la empresa de reformas que
contratamos cuando vendemos alguna de las casas que
tenemos nosotros directamente, y te dejan el piso a tu gusto —
sonrió mi madre.
—Al final me echo a llorar —dijo Anabel—. Me ayudáis
mucho, en serio. Gracias a los dos. —Les dio un abrazo a
ambos.
—¿Cómo no íbamos a hacerlo? Eres amiga de nuestra hija.
—Sois dos personas maravillas, de verdad. Muchas gracias.
—¿Entonces? ¿Te lo quedas? —pregunté, y Anabel me miró
con una sonrisilla al tiempo que asentía.
—Me lo quedo, claro que me lo quedo. ¿Qué necesitáis para
la hipoteca? —Miró a mis padres.
Le dijeron lo que iban a necesitar y como tenía todo en el
móvil se lo mandó a mi madre por correo, que no tardó en
llamar a su amiga del banco para decirle que iba a pasarle una
documentación para una hipoteca, al igual que me ayudaron a
mí en su momento.
Fuimos apuntando en una lista lo que veíamos que había que
hacer, le preguntaron si quería pintar de algún color en
especial y ella sonrió mientras les decía todo.
Salimos del piso una hora después, con las medidas de la
cocina y el salón para que fuera viendo muebles, y tras
despedirnos de mis padres nos fuimos a tomar café. La pobre
estaba emocionada y con los ojos vidriosos, no dejaba de
darme las gracias porque siempre habíamos estado ahí para
echarle una mano.
—Pues ya tengo plan para mañana —dijo antes de que
volviéramos a los coches—. Me voy a ir a ver muebles y
algunas cositas nuevas para decorar el piso. Ese balcón me va
a dar mucha vida en verano.
—Lo sé, te vas a tomar el café todas las mañanas —sonreí.
—Desde luego.
—Bueno, nos vemos el lunes en la agencia. —Le di un
abrazo.
—Y comemos las tres para que me ayudéis a escoger los
muebles que vea.
—Eso está hecho. Adiós, cariño.
—Adiós.
Me subí al coche y puse rumbo a casa por fin después de una
semana más de trabajo, deseando que llegara el fin de semana.
Solo que en vez de quedarme en casa descansando, la noche
siguiente tenía una fiesta a la que asistir, y estaba un poco
nerviosa. No conocería a nadie allí salvo a Gabriel y a Paula,
aunque si algo tenía como decía mi madre es que era bastante
sociable, así que esperaba poder mantener una conversación
con cualquiera de los demás invitados a la fiesta sin morirme
de vergüenza.
Aunque claro, era la asistente de Gabriel, y si Paula sabía lo
que él se traía con las mujeres, estaba claro que muchos otros
podían saberlo también.
Cuando llegué a casa encontré un ramo de flores en la puerta
de mi piso, sonreí cogiéndolo y disfrutando del aroma que
desprendían, y leí la nota que me sacó una sonrisa.
«No son tan hermosas como tú, pero pensé en ti al verlas»
Sabiendo cómo era mi jefe, no me habría imaginado ni en un
millón de años que me enviara flores y con una nota como esa,
pero ahí estaban, esperando en mi puerta para sacarme una
sonrisa y decirme que, para Gabriel, no era solo una más con
la que irse a la cama.
Capítulo 16

Gabriel había quedado en recogerme en mi calle, llegaría en


poco más de diez minutos y estaba terminando de ponerme los
zapatos.
Tal como dijo Paula, estrenaba uno de sus vestidos; era
negro, largo hasta los tobillos, entallado y con un único tirante
ancho en el hombro derecho de modo que la espalda quedaba
parcialmente descubierta como el resto del torso.
Además, tenía una apertura en el lado izquierdo de la falda
de modo que al caminar se me veía la pierna hasta la rodilla.
Los zapatos eran en realidad unas sandalias con tiras que se
unían hasta el tobillo, también en color negro al igual que el
bolso de mano que tenía desde hacía un par de años.
Estábamos ya cada vez más cerca del mes de mayo y se
notaba, las noches no eran tan frescas, pero, aun así, había
cogido un chal que me regaló mi madre unas navidades y que
para estos casos me venía genial.
Opté por recogerme el pelo en un moño elegante con
algunos mechones sueltos y me había maquillado en tonos
suaves y muy naturales, con un bonito rojo para los labios.
Tras un último vistazo en el espejo y comprobar que estaba
perfecta, me puse el chal por los hombros, guardé el móvil en
el bolso y cogí las llaves de casa para salir.
No había hecho más que dejar el portal atrás cuando vi
aparecer el coche de Gabriel por mi calle y caminé hacia él,
que no me había visto y estaba saliendo para recibirme.
—Hola —sonreí cuando llegó a mi lado.
Estaba guapísimo, como siempre, luciendo ese elegante traje
negro, la pajarita del mismo color y una camisa blanca que le
quedaba de maravilla.
—Estás preciosa —dijo mirándome fijamente con esos ojos
marrones que me intimidaban, mientras me acariciaba la
mejilla.
—Gracias.
Me abrió la puerta ayudándome a subir al coche, y una vez
me acomodé en el asiento, la cerró de nuevo para volver a
subirse al suyo y lo puso en marcha.
Se conectó la radio y de ella salía una melodía suave que
llenaba el interior, de esas tranquilas y relajantes.
Gabriel conducía concentrado en la carretera, pero le veía un
poco pensativo. Quise preguntarle, pero no lo hice porque no
quería que se sintiera incómodo si era algo del trabajo.
—Me ha preguntado hoy mi tío por ti —dijo de pronto y le
miré sonriendo.
—¿Cómo está?
—Aburrido, esa es la palabra que me dice todos los días. Y
sí, también me ha dicho que te echa de menos, además de
advertirme que tengo que tratarte bien para que no me dejes —
sonrió de medio lado.
—Bueno, jamás me planteé renunciar a mi puesto de trabajo.
Que te habría hecho la guerra, sí, pero renunciar, no. Me
habrías despedido y yo iría a denunciarte hasta conseguir que
me readmitieras. —Me encogí de hombros.
—Sí, me dijo que eras un poquito peleona.
—Tu tío me quiere mucho. Pero es mutuo, la verdad, porque
durante estos años me cuidó como un padre.
—Te aprecia y siempre me habló de lo eficiente que eras.
Nunca dijo tu nombre, eso sí.
—Por cierto, gracias por las flores.
—¿Flores? —Me miró frunciendo el ceño—. ¿Qué flores,
Míriam?
—¿No me enviaste flores ayer? Encontré un precioso ramo
cuando llegué por la tarde a mi casa.
—No, no te envié flores. Creí que no tenías pareja, ni
admiradores, ni nada de eso.
—Y no lo tengo.
—¿Entonces? ¿Quién te envió flores?
—¿Tu tío pudo ser?
—No lo sé, pero, tal vez sí.
Esperaba que hubiera sido el señor Martín, porque si no me
las había enviado Gabriel, y estaba claro que mi padre
tampoco lo había hecho, no tenía ni idea de quién podría
haberlas enviado si no se trataba de mi antiguo jefe.
Cuando llegamos a la casa de Paula, me quedé maravillada.
Se trataba de un chalé precioso en una de las urbanizaciones
más bonitas de la ciudad. Aunque de noche no se podía
apreciar su belleza, durante el día era una maravilla ver las
zonas verdes ajardinadas, donde las flores aportaban un
hermoso toque de color gracias a la variedad de tonos que
adornaban el lugar.
Gabriel se había identificado en la caseta de seguridad que
había en la entrada a la urbanización, y cuando estábamos
frente a la casa, las puertas de hierro forjado se abrieron para
permitirnos el paso con el coche, ese que dejó aparcado en una
zona donde solo había un par de coches, bastante alejado de la
docena que había visto antes, que seguramente debían ser de
los demás invitados.
Abrió mi puerta para ayudarme a salir y cuando lo hice, me
ofreció el brazo como todo un caballero para que me apoyara
en él y así caminar hacia la entrada.
Llamó y no tardó en abrir una chica joven de lo más
sonriente con un uniforme de camarera.
—Bienvenidos —dijo haciéndose a un lado para que
entráramos.
—Gracias —respondimos al unísono.
Gabriel me llevó por el pasillo desde el recibidor hasta la
zona de salón. Todas las paredes de la casa eran blancas con
suelos de mármol negro, la decoración era de lo más moderna
y elegante con obras abstractas de colores vibrantes, y algún
que otro jarrón de cristal en el suelo con cañas de bambú.
Cuando entramos en el salón donde se encontraban todos los
invitados, me quedé impresionada. Era una zona amplia y
luminosa, con ventanales que daban al jardín. Había una
chimenea que prometía calidez en invierno, y varios sofás
junto con sillones individuales en los que muchos ya estaban
cómodamente sentados, conversando y riendo en grupos. En
una de las paredes, destacaba un retrato de Paula junto a su
madre, a quien se parecía mucho.
Los hombres iban con traje al igual que Gabriel, y las
mujeres con vestidos de lo más elegantes, algunos más sobrios
y otros más sensuales.
—Cielo, estás espectacular con este vestido —dijo Paula
acercándose y me dio un abrazo y un par de besos.
—Y tú, el rojo te sienta muy bien.
—Gracias —sonrió—. Gabriel, tan guapo como siempre. —
Le dio un beso en la mejilla—. Tomaros una copa, enseguida
nos avisarán para ir al comedor a cenar.
—Tienes una casa preciosa, lo poco que he visto, claro —
dije.
—En cuanto me la enseñaron los de la inmobiliaria, me
enamoré de ella y la compré.
—Esos fueron mis padres —sonreí levemente.
—Espera, ¿tus padres tienen una inmobiliaria? —preguntó
con los ojos abiertos.
—Sí. AS Inmobiliaria, es de ellos.
—Recuerdo que le dije a tu madre que podía ir a mi tienda
cuando quisiera un nuevo conjunto para el trabajo.
—Y fue, lo sé —sonreí de nuevo—. Al ver mi ropa nueva
para la oficina, la reconoció de tu tienda.
—Tienes unos padres encantadores, Míriam —me dijo
frotándome el brazo—. Y jóvenes, por lo que recuerdo.
—Ahora tienen cincuenta años, y no, ninguno los aparenta.
—Reí.
—Desde luego que no. Bueno, lo dicho, tomaros una copa y
disfrutar antes de la cena.
Asentí antes de que se girara para ir a charlar con otro grupo
y noté la mano de Gabriel en la espalda, le miré y me llevó
hasta uno de los camareros que se acercaba con la bandeja
llena de copas de vino. Me ofreció una y él cogió otra.
—Hum, qué bueno está, es afrutado —dije tras el primer
sorbo.
—Es el favorito de Paula, no bebe otro que no sea este,
expresamente importado de los viñedos de su tío en Francia.
—¿Tiene familia allí?
—Su padre era francés, se vino a España por negocios y se
quedó, sus abuelos murieron hace tiempo, pero sigue teniendo
allí a sus tíos y un par de primos —contestó antes de beber de
su copa.
—Vaya, vaya, qué sorpresa tan agradable —dijo un hombre
tras Gabriel y ambos miramos—. ¿Has venido a pasar un
tiempo? —le preguntó.
Era un hombre tan alto como él, rubio y de ojos de un azul
grisáceo bastante llamativo, pero sus facciones eran aún más
serias que las de Gabriel. Y en cuanto a edad, podría tener la
misma o quizás ser unos años más mayor.
—No, esta vez he venido para quedarme. Ahora estoy al
frente de la agencia de mi tío.
—Así que Martín finalmente ha decidido jubilarse, le debe
estar costando mucho —sonrió y vi que me miraba casi de
manera imperceptible, pero Gabriel también lo notó y me
rodeó con el brazo por la cintura, gesto que al rubio no le pasó
desapercibido al ver la mano en mi cadera.
—Un poco, ya le conoces.
—¿No vas a presentarme a esta bella mujer? —Me miró
ahora con más descaro.
—Ella es Míriam —sonreí al escuchar mi nombre—.
Míriam, él es Sergio.
—Encantada —sonreí tendiéndole la mano para
estrechársela, pero él la cogió y, sin dejar de mirarme a los
ojos, me besó el dorso.
—Un placer tener a una mujer tan bella como tú esta noche
entre nosotros —me dijo aún con los ojos clavados en los
míos, y noté el modo en el que Gabriel me apretaba la cadera
con fuerza.
—Oh, no, no. He visto que hay mujeres más guapas que yo.
Aquella rubia, por ejemplo. —Señalé a una que tenía una cara
preciosa con una sonrisa de lo más dulce—. Se nota que es
modelo.
—Si me permites una apreciación, Gabriel no traería a
cualquier mujer a estas fiestas.
—Vamos al jardín —dijo Gabriel con un tono que no dejaba
lugar a una negativa, y tiró levemente de mí para llevarme
hacia la puerta que daba allí.
Y mientras caminábamos, con su mano en mi cadera, noté
que muchos de los invitados de Paula nos miraban, tanto
hombres como mujeres, y sentí que me ruborizaba al ser en
ese momento el centro de atención.
Una vez fuera del salón nos sentamos un banco que había
fuera del porche, pero lo suficientemente cerca de la puerta
como para escuchar si nos llamaban para ir al comedor a
cenar.
—No te cae bien ese tal Sergio, ¿verdad? —dije mirándole.
—Le tolero por Paula, pero no, no me cae bien.
—Me has dado un buen apretón en la cadera para que lo
viera él cuando me besó en la mano.
—Eres mía, quería que le quedara claro.
—¿Puedo preguntarte algo? Y sí, lo de a confidencialidad lo
tengo claro, no te preocupes.
—Dime. —Me miró fijamente y noté que me intimidaba de
nuevo con esos ojos, ahora oscuros por lo que intuía podría ser
rabia al haber estado con ese hombre.
—¿Todos en esta fiesta son como tú?
—¿A qué te refieres con, como yo? —Arqueó la ceja.
—Ya sabes, si firman contratos como el mío para tener
relaciones.
—Sí. No solo los hombres, las mujeres también.
—Gabriel.
—Qué. —Me acarició la mejilla y eso me pareció muy
tierno por su parte, y además noté que sus ojos empezaban a
volver a ser de su color habitual.
—Esta fiesta, no será una de esas donde todos se acuestan
con todos, ¿verdad? Porque yo no…
—Puedes estar tranquila preciosa —me cortó—, nadie de
esta fiesta va a intentar nada contigo porque eres mía, y si
Paula se ha encargado de algo esta noche, es de decirles a
todos antes de que llegáramos que no voy a compartirte.
—¿Eso lo has hecho antes? —Me estremecí y noté que me
salía la voz en apenas un susurro.
—Alguna vez sí, pero no con todas las mujeres que he
estado. Ya sabes, nunca pasará nada que no desees que pase, y
eso de compartir es una de las cosas.
—O sea, que si yo quisiera…
—Míriam, este es mi mundo, no el tuyo, y no te obligaría a
hacer eso. Si tú quisieras hacerlo, te aseguro que antes de dejar
que otro se una en la cama a nosotros, lo hablaríamos largo y
tendido. Preciosa, no todas las personas están preparadas para
algunas cosas —dijo volviendo a acariciarme la mejilla.
—Al final voy a pensar que eres un romántico y que te
preocupas por mí —dije frunciendo los labios y entrecerrando
los ojos para quitar un poco de hierro al asunto, a lo que él
respondió con una carcajada.
—Que te quede claro una cosa, que tengamos sexo sin
compromiso y con un contrato de consentimiento firmado, no
quita que me preocupe por ti, ¿de acuerdo? Y en cuanto a lo de
romántico, pues no, no lo soy. —Se encogió de hombros.
—Tú más que el príncipe que toda madre querría para su
hija, eres el chico malo con moto y chupa de cuero, pero
camuflado con un traje.
—Nunca me habían dicho algo así. —Rio—. Ahora entiendo
por qué mi tío siempre sonreía al hablar de ti. Le dabas vida.
Nos quedamos allí en silencio unos segundos, mirándonos el
uno al otro hasta que Gabriel acortó la distancia y se inclinó
para besarme. Cerré los ojos y me dejé llevar por ese beso y
todo lo que con él me hacía sentir.
—Ah, estáis aquí. —Nos separamos al escuchar la voz de
Paula—. La cena está servida —dijo sonriendo cuando la
miramos, y volvió a entrar.
—Vamos, quiero escoger el mejor sitio en la mesa. —
Gabriel se puso en pie y me tendió la mano, la miré unos
segundos y acabé cogiéndola, me ayudó a levantarme y no la
soltó en ningún momento.
Así fue como entramos en la casa, caminamos hacia el
comedor siguiendo a los demás y nos adentramos en la
estancia donde una mesa alargada y llena de bandejas de
comida y bebida nos recibió a todos.
Cuando vio a Sergio sentado en el extremo más cercano a la
puerta, me llevó hacia el otro de manera que estuviéramos
lejos de él y sus miradas.
Retiró mi silla, me senté y noté sus labios dejando un beso
suave en mi hombro desnudo antes de sentarse a mi izquierda,
y justo a la suya y presidiendo la mesa, vi que se sentaba
Paula.
—Gracias a todos por venir esta noche —dijo con una
sonrisa—. Espero que disfrutéis de la cena y de lo que vendrá
después.
—Sabes que todos los aquí presentes siempre disfrutamos de
lo que viene después, Paula —contestó una mujer de cabello
rojizo con los ojos verdes que sonreía con amabilidad.
—Lo sé, pero me gusta decíroslo. —Rio Paula y sonreía
cuando ella me miró—. Es tu primera fiesta, pero estoy segura
de que nuestro Gabriel te traerá a muchas más.
—Paula —le advirtió él.
—A ver, que Míriam no es tonta y sabe lo que pasará
después de la cena. —Ella volteó los ojos—. Y tranquilos, que
todos saben que ella es tuya, y solo tuya.
—Creo que no todos lo tienen claro —respondió Gabriel
mirando de reojo hacia Sergio.
Y cuando miré yo, vi que el rubio me observaba y sonreía
con lo que, sin lugar a duda, era lascivia, pura y lujuriosa
lascivia.
Capítulo 17

La cena estaba transcurriendo como una velada tranquila,


con charlas entre unos y otros, risas y algunas anécdotas que
contaban varias de las chicas que, tal como pensé al verlas,
eran modelos y se pasaban gran parte del mes viajando de aquí
para allá.
Pero había alguien que seguía mirándome como si no le
importara el hecho de que Gabriel estuviera allí, como si el
simple hecho de que yo estuviera a su lado no le importara en
lo más mínimo.
Cada vez que miraba hacia alguno de los invitados que
estaba sentado cerca suyo, ahí estaban sus ojos observándome
y esa sonrisa que me dedicaba como si creyera que le miraba
específicamente a él.
Ya habíamos tomado los entrantes, que fueron unos
deliciosos canapés de caviar de salmón y unas bruschettas de
pollo y verduras que estaban buenísimas.
No había prisa por acabar la cena, así que nos tomábamos
con tiempo el degustar cada plato, y ahora teníamos un
pequeño tentempié, como lo llamó Paula, que no era otra cosa
que una copa de champán antes de pasar al plato principal.
—¿Todo bien? —me preguntó Gabriel en el oído, y noté su
mano posarse en mi pierna izquierda, esa que estaba
descubierta por la apertura que tenía la falda del vestido. Le
miré y sonreí.
—Sí, lo estoy pasando bien si es lo que quieres saber. Las
modelos me parecen muy divertidas.
—Son íntimas de Paula, es algo así como su hada madrina
—sonrió de medio lado—. Él sigue mirando. —No hizo falta
que me dijera a quién se refería porque lo sabía más que de
soba.
—Ya, y no quiero cruzar miradas con él, pero es inevitable, y
no mirar cuando habla alguno de los invitados que está cerca
suyo, sería una falta de respeto por mi parte.
—Lo sé, preciosa. —Me acarició la mejilla y noté que me
sonrojaba, aquel era un gesto tan íntimo que me extrañaba que
lo hiciera ante esas personas.
Y entonces la mano que tenía en mi pierna comenzó a
moverse, a subir despacio por el muslo acariciando con la
yema de sus dedos el interior, le miré con los ojos abiertos y
me dedicó una de esas sonrisas de medio lado un tanto pícara.
—¿Qué haces? —pregunté en un susurro, pues así
estábamos hablando a pesar de que nadie podría oírnos con la
charla y las risas que tenían.
—¿Recuerdas lo que hablamos el otro día en el restaurante?
—preguntó a su vez sin dejar de acariciarme el muslo, y noté
que me rozaba la zona de a entrepierna con los nudillos.
—No, Gabriel, aquí no —dije al saber a qué se refería.
—Sí, preciosa, aquí sí —susurró mirándome con esa
intensidad que había en sus ojos mientras sus dedos, hábiles y
muy expertos, hacían la tela del tanga a un lado—. Tienes que
quitarte la vergüenza y los prejuicios que sé que tienes. Si
estás conmigo, lo estás en todos los sentidos. Y a mí, esto, el
tocarte y hacer que te corras estando rodeada de gente, me da
mucho morbo.
—Por favor, no me hagas esto —le pedí notando la palma de
su mano cubriendo mi sexo—. Gabriel, no lo hagas aquí.
—Lo voy a hacer y tú lo vas a disfrutar.
—No puedo, no voy a poder sabiendo que hay más gente.
—Céntrate solo en mí, olvida que hay más gente, piensa que
estamos solos tú y yo. Pero no hagas ni un solo ruido,
¿entendido?
—¿Y si saben lo que estás haciendo?
—¿De verdad crees que soy el único que juega con su
acompañante? —volvió a sonreír de medio lado al tiempo que
arqueaba la ceja— Varios de estos hombres ahora mismo
tienen la mano entre las piernas de sus chicas, y ellas están
moviéndose y disfrutando sin que nadie vea nada. Pero
créeme, aquí todos sabemos lo que puede pasar debajo de una
mesa.
Seguía moviendo la mano sobre mi sexo y notaba que me
excitaba más con cada segundo que pasaba. Me mordí el labio
inferior y él siguió el gesto con la mirada.
—No hagas eso, o además de intuir lo que pueda pasar aquí,
lo sabrán —dijo, y obedecí—. Estás aprendiendo a obedecer,
esa es una buena señal. Disfrútalo, preciosa, pero no hagas
ruido.
Y se giró de nuevo para charlar con el resto como si no
tuviera la mano entre mis piernas, como si dos de sus dedos no
estuvieran en este momento deslizándose por mi clítoris hasta
la entrada de mi vagina para penetrarme apenas un poco y
llevar con ellos esa humedad que me estaba provocando.
Aquello era una locura, no me podía creer que de verdad
Gabriel estuviera haciéndome eso, pero así era, lo estaba
haciendo y yo tenía que hacer como si nada, igual que él, con
lo difícil que me resultaba eso a mí.
Cogí mi copa de champán y di un sorbo, necesitaba sentir
algo fresco que contrarrestara el calor que Gabriel me
provocaba con su mano y sus dedos.
Cuando me penetró con ellos tuve que contener un gemido y
acabé agarrándome con fuerza a su brazo, él me miró y sonrió
con malicia. Esto sí que era otro motivo para odiar a mi jefe,
en serio.
Siguió penetrándome como si nada, muy despacio eso sí, y
algunas veces al mismo tiempo que retiraba el dedo antes de
volver a introducirlo, subía la palma de la mano para hacer
fricción con ella en el clítoris y eso era una maldita tortura, en
serio.
Paula habló un par de veces y la miré, ella frunció el ceño
porque debió ver algo en mi rostro, y entonces sonrió mirando
a Gabriel con la ceja ligeramente arqueada. Mierda, ella sabía
lo que estaba pasando bajo la mesa entre nosotros.
Fue entonces cuando mi querido jefe tuvo la genial idea de
comenzar a mover la mano un poco más rápido, de modo que
me iba llevando de manera irremediable al orgasmo.
Volví a agarrar con fuerza su brazo, me miró y cruzamos
nuestras miradas. Mi respiración era un poco más rápida y
agitada de lo que debería y él sabía por qué, entonces se giró
con su copa en la mano, di un sorbo al champán y la acercó a
mis labios para que bebiera, lo hice y cerré los ojos al sentir el
frío del líquido espumoso atravesando mi cuerpo.
—Y ahora quiero que te corras —me susurró en el oído,
comenzó a ir más rápido y me contuve todo lo que pude para
no gritar mientras me movía despacio y sutilmente liberando el
clímax hasta que no quedó nada de esa tensión en mi cuerpo
—. Buena chica —dijo antes de besarme el hombro desnudo y
retirando los dedos de mi húmedo sexo.
Solo esperaba que no hiciera como en el ascensor y se los
llevara a la boca, porque entonces sí que me moriría de
vergüenza. Por suerte le vi sacar un pañuelo del bolsillo
izquierdo del pantalón y se los limpió con él.
—Necesito ir al cuarto de baño —le dije.
—Saliendo por donde hemos venido, a la izquierda hay un
pasillo, la tercera puerta es el cuarto de baño —indicó y asentí.
Caminé tan decidida y a la vez tranquila como podía dadas
las circunstancias, y por suerte nadie me prestaba atención,
todos seguían inmersos en la charla y las risas, bueno, todos
menos uno que, aunque miré fugazmente, se dio cuenta y
sonrió de ese modo que me daba un poco de grima, la verdad.
Salí del comedor y fui hacia la izquierda por el pasillo
escuchando el eco de mis pisadas con los tacones en el
mármol, abrí la tercera puerta y me adentré en el cuarto de
baño.
Allí el mármol era la estrella, pues tanto las baldosas del
suelo como los azulejos de las paredes eran de ese precioso y
caro material, igual que la encimera del mueble del lavabo.
Tenía un plato de ducha y todo, por lo que se alejaba mucho
de ser el típico aseo para las visitas en una casa.
Después de asearme un poco la zona y hacer que mi ropa
interior se sintiera un poco más decente, aunque no era como
si alguien fuera a verme el tanga, la verdad, me refresqué un
poco la cara sin estropearme el maquillaje, comprobé que mi
cabello no fuera un completo desastre, y abrí para salir.
Solo que no pude porque alguien en concreto estaba allí con
las manos apoyadas en el marco de la puerta impidiéndomelo.
—Sergio —carraspeé—, ¿qué haces aquí?
—Evitar que te pierdas por la casa, Caperucita —sonrió con
malicia.
—No es como si el trayecto de vuelta de aquí al comedor
fuera un laberinto. Si me disculpas. —Hice el intento de que
apartara el brazo, pero no lo hizo.
—Vamos, sé lo que ha hecho Gabriel hace solo unos
minutos, y debes estar deseando que te den una buena follada
ahora mismo.
—Te estás equivocando de persona, créeme.
—¿Acaso piensas que no te compartirá con uno o varios de
nosotros? No serás de su exclusividad eternamente. Ahora eres
la novedad, te follará varias veces y después pasarás por todos
nosotros.
No iba a mentir diciendo que este hombre no me daba un
poco de pavor por lo que pudiera querer hacerme estando ahí
los dos solos, pero, ni se lo dejaría ver, ni me achantaría ante
él.
—Quién sabe, quizás le guste tanto hacerlo conmigo a solas,
y se lo haga tan bien, que no quiera que nadie más disfrute de
lo que tengo para ofrecer en la cama.
—Lo hará, siempre lo hace. A todas y cada una de sus
putitas las has compartido con nosotros en estas fiestas. No
serás la excepción así que, ¿por qué no me dejas ser el primero
que te folle como debe hacerlo un hombre? —dijo con la voz
ronca y en sus ojos vi que había bebido más de la cuenta.
Se lanzó sobre mí en un movimiento tan rápido que no me
dio tiempo a evitar que su mano alcanzara mi pierna y la
elevara con una mano sobre su cadera para poder llevar la otra
sobre mi zona íntima.
—Caliente y húmeda, como imaginaba —dijo con lascivia y
las pupilas dilatadas—. Abre bien, porque te voy a dar lo que
has venido buscando a esta fiesta —murmuró acercando los
labios a los míos, pero no llegó a besarme, gracias a Dios.
—Si vuelves a tocarla, te mato —rugió Gabriel que era
quien había apartado a Sergio de mí cogiéndole por ambos
hombros y haciéndole girar hasta sacarlo al pasillo.
—No me jodas, Gabriel, sabes que la compartirás con todos,
¿por qué esperar?
—¿No te ha quedado claro lo que os dije a todos? —Esa era
la voz de Paula, que debía haber venido con Gabriel.
—¿Y teníamos que creerte? —gritó Sergio.
—Deberías haberlo hecho, ya sabes que lo que dice Paula, es
ley aquí, y en cualquier otra de nuestras fiestas —dijo alguien,
un hombre, del que no podía decir su nombre.
—Sabes el decálogo, Sergio. —Esa era una de las modelos,
estaba segura—. Si uno de vosotros no quiere compartir a su
acompañante, no lo hará.
—Tú calla, que bien que te gusta que te follemos dos o tres a
la vez —respondió Sergio, y yo seguía allí en el cuarto de
baño metida mientras Gabriel se mantenía firme en la puerta
evitando que él me viera.
—Sal de mi casa, Sergio —exigió Paula—. Y no vuelvas
nunca.
—Estás de broma.
—No bromeo. Es más —se hizo el silencio un momento,
carraspeó y volvió a hablar—, ningún acompañante nuestro,
sea mujer u hombre, merece que lo obliguen a nada que él no
quiera consentir.
»Tú has intentado obligar a una acompañante a la que, yo
expresamente, he dejado claro que no se podía tocar ni desear
porque no sería compartida, por lo que quedas fuera de nuestra
sociedad desde hoy mismo. Quienes estén a favor de mi
decisión, que levanten la mano.
—Eres una zorra, Paula —dijo Sergio con rabia—. Y tú, ni
siquiera deberías haber vuelto.
Escuché pasos apresurados alejándose y supe que era Sergio,
pero no me atreví ni siquiera a ir hacia la puerta.
—Gabriel, ¿cómo está Míriam? —preguntó otra de las
modelos, que ahora sabía que eran como yo, chicas que
firmaban esos contratos de consentimiento con los hombres
que estaban sentados a su lado.
Gabriel se giró para mirarme y sonreí, no tardó en acercarse
en solo un par de pasos.
—Dime que no te ha tocado —me pidió con la mano en mi
hombro desnudo mientras me miraba.
—Solo la pierna, intentó ir a más, pero le sacaste a tiempo
—contesté sosteniendo sus mejillas entre mis manos haciendo
que me mirara porque seguía revisándome—. Gabriel, estoy
bien, de verdad.
Me atrajo hacia él y posó sus labios en los míos con una
intensidad que me dejó casi sin respiración.
—Si quieres nos vamos —dijo cuando se apartó.
—No, que quiero terminar de cenar y comerme el postre.
Además, ¿no se supone que después pasa algo divertido?
—Míriam, no vamos a jugar a juegos de mesa ni nada por el
estilo.
—¿No? Qué decepción. —Me hice la ofendida, y acabé
volteando los ojos—. Estoy segura de que no, pero ya siento
hasta curiosidad.
—Te propongo algo.
—Como sea igual que la tregua, que mira cómo hemos
acabado con ese tema —contesté y se rio.
—Cenamos y después vamos a mi casa.
—Para que me enseñes tu cuarto de juegos, ¿no?
—¿Por qué crees que tengo un cuarto de juegos?
—Hombre, tienes una puerta cerrada en la habitación.
—Gabriel, ¿todo bien? —preguntó Paula.
—¿De verdad estás bien, preciosa? —Volvió a mirarme con
algo de preocupación.
—Sí, lo estoy. Y vale, acepto. Cenamos, y dejo que me
lleves a tu casa a tomar una copa.
—Vamos. —Me cogió la mano y cuando salimos al pasillo
Paula sonrió al verme.
—Lo siento mucho, cielo, no pensé de verdad que Sergio se
atreviera a llegar a tanto.
—Tranquila, que no consiguió nada —sonreí, y todos los
demás se mostraron igual de preocupados.
Regresamos al comedor, ocupamos nuestros lugares y Paula
pidió que sirvieran el plato principal, que resultó ser una
jugosa carne asada con una salsa bastante suave y dulce con
puré de patatas.
Y sí, nos quedamos para tomar el postre, una mousse de
limón sobre una base de galletas y cobertura de sirope de lima
limón que estaba buenísima. Tomamos café y nos despedimos
de todos, que dijeron que querían volver a verme en una de
esas cenas con Gabriel.
Incluso uno de los hombres le dijo a él que, si me dejaba
escapar, sería un completo idiota.
Finalmente me dejaría escapar, era obvio, porque lo nuestro
era solo un contrato consentido y temporal.
Capítulo 18

En cuanto entramos en su casa sonreí al recordar el día que


tuve que ir a la tintorería a por el traje y la camisa que llevaba
cuando lo encontré con la morena sobre él en el despacho, y
esa puerta cerrada en su habitación que, estaba segura, era un
cuarto de juegos.
Me dio la mano al bajarme del coche en el garaje y
caminamos hasta la puerta por la que se accedía al interior de
la casa. Una vez dentro me llevó al salón y me soltó para ir al
mueble bar.
—¿Qué te apetece?
—Lo que tomes tú —sonreí.
Regresó poco después con un par de vasos de whisky con
hielo y me dio uno.
—Tienes una casa muy bonita —dije tras dar un sorbo.
—Y tranquila, no escucho a ningún vecino de los que tengo
más cerca.
—Ventajas de vivir en una casa y no en un piso —sonreí.
Nos quedamos allí, junto al ventanal, contemplando el jardín
en silencio unos minutos, hasta que noté sus labios en el
hombro dejándome un beso suave. Le miré y sonrió al
encontrarse con mis ojos, no tardó en sostener mi barbilla y
besarme con esa intensidad de otras veces.
Me quitó el vaso y dejó los dos en la mesa de café que
teníamos detrás, volvió a mi lado y comenzó a desabrocharme
la cremallera que el vestido tenía en el costado izquierdo al
tiempo que iba bajando el tirante y deslizándolo por mi brazo.
—No sé qué le habría hecho a Sergio si se hubiera atrevido a
tocarte sin tu consentimiento —dijo mientras el vestido caía al
suelo y llevaba sus manos a las mías, entrelazándolas unos
segundos antes de comenzar a acariciarme los brazos.
—Te aseguro que yo misma le habría dado un rodillazo en la
entrepierna para que se le quitaran las ganas.
—A mí no me vas a hacer eso, ¿verdad? —Volvió a deslizar
las yemas de sus dedos, esta vez por mi espalda, para
desabrochar el sujetador y que también cayera al suelo.
—Depende. Si te portas bien, no.
—Mírame, preciosa —exigió sosteniendo de nuevo mi
barbilla para que lo hiciera—. Jamás haré nada que tú no
quieras que haga. Todo, absolutamente todo lo que pase entre
nosotros, será con tu consentimiento, ¿de acuerdo?
—De acuerdo —respondí y volvió a besarme, llevando
ambas manos sobre mis pechos.
Los cubrió y comenzó a masajearlos despacio, rozando con
las palmas en mis pezones, de manera que estos se iban
excitando y cada vez se notaban más erectos.
Bajó con los labios besándome el cuello hasta el hombro y
ahí dio un leve mordisquito. Abandonó mis pechos y entrelazó
nuestras manos hasta que noté que me levantaba los brazos y
apoyaba mis manos en el cristal.
—Déjalas ahí —me pidió en un susurro, y asentí.
Comenzó a besarme por el cuello y bajando por la espalda
mientras sus manos acariciaban despacio mis costados de
modo que me estremecía pensando en qué haría después.
No tardé en notar que se deshacía de mi tanga y me dejaba
únicamente con las sandalias de tacón.
—Separa las piernas, Míriam.
Hice lo que me pedía y noté cómo una de sus manos subía
despacio por mi pierna, acariciándome el interior de esta hasta
que llegó a mi entrepierna y una vez ahí, sentí la palma de su
mano cubriendo mi sexo por completo como había hecho
durante la cena.
No pude evitar moverme mientras su mano se deslizaba de
adelante atrás haciendo que me humedeciera por completo.
Después, comenzó a penetrarme y no pude evitar soltar un
gemido.
Apartó mis labios vaginales con dos dedos y sentí la punta
de su lengua deslizándose por mi humedad despacio, por lo
que gemí aún más al tiempo que me movía para encontrar ese
placer que mi cuerpo quería.
—No vas a correrte —dijo y me detuve para mirarle por
encima del hombro.
—¿Cómo dices? —Fruncí el ceño.
—Que yo digo cuándo te corres, preciosa —contestó y vi al
mismo tiempo que sentía cómo lamía con su lengua mi zona.
—No puedes… —Jadeé.
—Puedo, y lo haré. Firmaste el contrato, Míriam, estás con
un hombre dominante y extremadamente exigente en el sexo.
¿Cuál era la regla entre nosotros, preciosa? Si yo te ordeno,
tú…
—Yo obedezco —gemí al notar que me penetraba de nuevo
con dos dedos.
—Exacto, así que, no puedes correrte hasta que yo te lo diga.
Siguió y siguió lamiendo y, al mismo tiempo, me penetraba
con dos dedos. Justo cuando noté que estaba cerca de alcanzar
el clímax, se detuvo.
—No pares, quiero correrme.
—No puedes, y lo sabes —dijo ya pegado a mi espalda y me
besó—. Pero lo harás, y cuando liberes el orgasmo, será más
intenso de lo que jamás hayas sentido. Vamos.
Me cogió de la mano; yo así, desnuda y solo con las
sandalias de tacón, me llevó por el salón hasta las escaleras
que subimos para ir a la habitación.
Al entrar no pude evitar mirar esa puerta cerrada con llave y
él sonrió.
—No vas a ver hoy lo que hay ahí dentro. Ahora recuéstate
en la cama, bocabajo y con las piernas separadas. —Me besó
de nuevo antes de dejarme que hiciera lo que me había pedido,
y él comenzó a desnudarse.
No tardé en verle solo con los bóxeres junto a la mesita, y
sacó un bote de aceite del cajón.
—¿Me vas a dar un masaje? —Curioseé con la cabeza
apoyada en mis brazos.
—Sí, estás un poco tensa.
—Como para no estarlo —resoplé—. Eres un dominante
confeso, y, a saber, qué se te pasar por la cabeza hacer
conmigo.
—Hacerte disfrutar, preciosa, vivir el placer de mil maneras
y que disfrutes de todas ellas.
Se colocó entre mis piernas y dejó caer un poco de aceite en
mi espalda.
Sentí sus manos en ella moviéndose despacio, pero con
firmeza.
Con el aceite, sus manos se deslizaban con más facilidad, me
tocaba de manera firme pero muy suave a la vez y notaba
cómo mi piel se iba erizando con cada nuevo roce. Cerré los
ojos y mi mente empezó a volar, pensando en qué me haría
este hombre, por no hablar de que cuando llegaba a mi cintura
deseaba que bajara un poco más y llevara esas manos expertas
a mi zona. Dios, incluso quería que me penetrara cuanto antes
y me dejara correrme.
Masajeó mis hombros durante unos minutos de lo más
placenteros, porque estaba claro que mi jefe sabía lo que se
hacía y era experto en estos menesteres. Fue bajando poco a
poco por la espalda y acabó recorriéndola por completo.
Bajó por la cintura ya sin más tiempo que perder y me
masajeó los muslos despacio con ambas manos, primero uno y
después el otro, rozando mi entrepierna de manera sutil pero
premeditada, queriendo excitarme a propósito más de lo que
ya lo estaba. Apretó mis muslos con un poco más de fuerza,
después los tocó con más suavidad, y nuevamente me rozó la
entrepierna, pasando ahora a mis nalgas y masajeándolas
también.
Yo no decía nada, me limitaba a dejarme hacer y sentir,
dejando que algún que otro leve gemido saliera de mi garganta
mientras seguía con los ojos cerrados, deleitándome con su
contacto y estremeciéndome mientras seguía pensando en qué
más pasaría esta noche con él.
—Gírate, preciosa —me pidió, y relajada como nunca antes
me había sentido, hice lo que me pedía quedándome bocarriba
con las piernas separadas y él entre ellas.
Podía ver la erección que se ocultaba bajo sus bóxeres y me
mordí el labio, quería sentirla de nuevo dentro de mí, y es que
desde el día del ascensor no había pasado nada entre nosotros.
Gabriel empezó a mover las manos por mis piernas muy
despacio, las llevó hasta mi abdomen y fue subiendo
lentamente hasta alcanzar con ellas mis pechos. Le vi
inclinarse y acercó sus labiose a mi oído.
—Eres toda una tentación para cualquier hombre, Míriam —
susurró mientras me masajeaba los pechos y noté que me daba
un suave apretón, lo que hizo que me mordiera el labio
notando cómo me excitaba aún más.
Me dio un beso lento y profundo, diferente a esos otros a los
que ya me había acostumbrado, y me gustó que fuera así, me
gustaba la suavidad de sus labios y disfrutaba del modo en el
que su lengua buscaba la mía. Continuó masajeando mis
pechos y llevó la mano a mi zona íntima mientras me
mordisqueaba el cuello y besaba el hombro ligeramente.
Cuando llegó a mi sexo me besó en la mejilla y sentí cómo
con los dedos comenzaba a jugar en esa zona, tocando, pero
sin penetrarme mientras mis gemidos resonaban en la
habitación y movía las caderas siguiendo el ritmo de su mano.
Fue bajando los labios desde el cuello hasta los pechos,
rozando con la punta de su lengua un pezón y después el otro,
llevando entonces dos dedos a mi vagina, penetrándome con
ellos hasta que pareció encontrar lo que quería, y con un
movimiento largo y otro corto, me hizo dar un leve saltito al
tiempo que un largo gemido salía de mis labios. Los sacó y
comenzó a acariciarme el clítoris con la clara intención de
hacerme desear más.
Siguió tocándome hasta que noté que iba a correrme, en
cuanto vio que me mordía el labio sonrió retirando sus dedos
de mi zona haciendo que de nuevo soltara el aire por la
frustración que sentía al no poder liberarme.
Se recostó a mi lado y me pidió que me sentara a horcajadas
sobre él, lo hice y comencé a moverme mientras Gabriel se
aferraba a mis caderas con fuerza. El roce de nuestros sexos
era de lo más tentador al tiempo que excitante, cerré los ojos
con las manos apoyadas en su torso y seguí moviéndome
como si estuviéramos haciéndolo, pero con esa tela como
barrera que no me permitía sentirlo por completo.
—Gabriel. —Jadeé.
—No puedes correrte, preciosa.
—Pues fóllame, por Dios, y deja que lo haga.
—Aquí yo doy las órdenes, ¿recuerdas?
—Sí, lo siento.
—Mírame —me pidió con esa voz autoritaria, y lo hice—.
Jamás me digas que sientes algo, ¿de acuerdo? Sé que lo
deseas, y yo también, pero quiero que poco a poco tu cuerpo
se prepare. Quiero que consigas controlar las ganas de
liberarte para poder hacer todo lo que quiero mostrarte sobre el
sexo y el placer. Quiero que aprendas a dominar esas ganas de
liberarte para que podamos explorar juntos todo lo que quiero
enseñarte sobre el sexo y el placer. Deseo que puedas resistir
durante horas sin llegar al clímax, mientras utilizo todo lo que
ya intuyes que hay detrás de esa puerta.
—Así que, sí, eres un tipo Grey.
—Eso ya lo comprobarás. —Se incorporó hasta quedar
sentado frente a mí para besarme—. Ahora, libera eso que
quieres sentir y fóllame, preciosa —dijo con ese tono de voz
ronco que no admitía negativas.
Aparté un poco el bóxer mientras él levantaba las caderas
para que pudiera liberar su miembro erecto y lo envolví con la
mano, vi que Gabriel cerraba los ojos y dejaba salir un leve
jadeo mientras yo lo tocaba despacio por toda su longitud.
Hasta que lo acomodé para poder llevarlo a mi interior como
él me había pedido, nos miramos a los ojos y comencé a dejar
que su miembro se abriera paso en mi cavidad hasta que gemí
al notarle completamente dentro.
Empecé a moverme sobre él, que mantenía sus manos en mi
espalda con firmeza, hasta que me atrajo hacia sí para besarme
antes de que los dos nos descontroláramos por completo.
Me cogió por la cintura e hizo que me colocara sobre la
cama, de rodillas y con los brazos en la almohada, situándose
entre mis piernas y penetrándome así.
Colocó una mano en mi cadera y la otra sobre mi hombro, lo
que le permitió moverse con más fuerza y velocidad, entrando
y saliendo repetidamente, una y otra vez, hasta que escuché las
palabras que me dieron vía libre para liberarme por completo.
—Puedes correrte, preciosa.
Y lo hice, gritando con todas mis fuerzas mientras sentía
cómo mi cuerpo se estremecía liberando la tensión acumulada
desde que me desnudó en el salón y comenzó a devorarme a su
antojo.
Acabé exhausta y tan agotada que cuando noté que se
retiraba y se levantaba de la cama, me acurruqué con los ojos
cerrados para descansar solo unos segundos, pero acabé
quedándome dormida sin darme cuenta.
Capítulo 19

Me desperté y al abrir los ojos, noté que los rayos del sol que
entraban por la ventana iluminaban la habitación y le daba un
poco más de amplitud.
Gabriel no estaba en la cama, pero escuchaba el agua de la
ducha, suspiré volviendo a cerrar los ojos, recordando con una
sonrisa todo lo vivido la noche anterior.
Unos minutos después, el sonido del agua cesó y la puerta se
abrió, dejando a la vista a un Gabriel desnudo y apenas
cubierto por una toalla que se ceñía a sus caderas. Su torso aún
mojado, con esas gotitas de agua que brillaban y resbalaban
por su piel, y su cabello, húmedo y alborotado, le daba un aire
despreocupado y atractivo.
—Buenos días, preciosa. —Se sentó en la cama y se inclinó
para besarme.
—Buenos días —sonreí.
—¿Qué tal has dormido?
—Diría que bien porque no me he enterado de nada. ¿Qué
hora es?
—Las ocho, hora de desayunar. —Me besó de nuevo.
—Estoy acostumbrada a levantarme mucho antes, incluso
los fines de semana. Hoy se me han pegado las sábanas.
—No, solo que te di un masaje muy relajante y has
descansado.
—Un masaje y un buen meneo, que tengo ciertas partes
doloridas. —Volteé los ojos.
—¿En serio? Déjame ver. —Retiró la sábana y el muy
jodido me lamió un pezón y después el otro, al tiempo que
llevaba la mano a mi entrepierna.
—Oye —protesté, pero me reí al ver su pícara sonrisa de
medio lado, y sí, le dejé hacer lo que quisiera.
¿Y qué hizo? Pues degustar mis pechos a conciencia, tocar el
clítoris y penetrarme con dos dedos, además de jugar con la
lengua en esa misma zona hasta que me arrancó un grito de
placer al hacerme alcanzar el clímax.
No lo hicimos, solo me dio placer a mí y eso me llamó la
atención y al mismo tiempo me demostró que Gabriel no
siempre pensaba en su propia satisfacción primero.
Me dijo que fuera a darme una ducha y él se puso unos
pantalones de chándal negros antes de salir de la habitación.
En la ducha, me tomé mi tiempo, disfrutando del calor del
agua cayendo por mi piel y de la sensación de relajación que
notaba en todo mi cuerpo. A pesar de que habíamos tenido una
experiencia sexual increíble y agotadora, ese instante de
tranquilidad me permitía relajar cada músculo y disfrutar de la
paz que me brindaba el agua.
Cuando salí del cuarto de baño, vi que había una bolsa de la
tienda de Paula junto a la cama y sonreí. No me podía creer
que ese hombre hubiera hecho un domingo que su amiga le
enviara ropa para mí.
Al abrirla vi unos jeans ajustados, un jersey de manga corta
fino, ropa interior y unos zapatos de tacón que se veían
bastante cómodos. Me sequé el pelo con la toalla lo suficiente
para poder peinármelo y que se terminara de secar al aire, me
vestí y bajé a la cocina donde sabía que estaba Gabriel
preparando el desayuno.
—Ese café huele de maravilla —dije al entrar y me senté en
uno de los taburetes frente a la isla.
—Es mejor que el que hay en la agencia, sin desmerecerlo,
que conste —respondió girándose con dos tazas y dejando una
delante de mí.
—Pero no es del Starbucks, ¿a qué no? —Arqueé la ceja.
—No —sonrió.
Di un sorbo y sí, admití que estaba bueno y tenía un sabor
suave que me gustó mucho.
Gabriel había tostado pan y en un plato vi que había servido
fruta fresca troceada que no dudé en comer.
—No sabía que fueras un cocinillas —dije al ver que traía
jamón loncheado, tomate y aceite para el pan tostado.
—Me defiendo con los desayunos. —Se sentó a mi lado—.
Pero también se me da bien cocinar pasta, además de un rico y
sabroso plato de huevos rotos con jamón.
—Oh, qué ricos.
—Puedes quedarte a comer, te serviré los mejores huevos
que hayas probado en tu vida.
—Como diría mi amiga Camila, seguimos hablando de los
huevos de comer, ¿verdad? De esos que ponen las gallinas. —
Arqueé la ceja y él se echó a reír.
—Sí, seguimos hablando de esos huevos.
—Tentador, pero quiero descansar, mañana empiezo de
nuevo la rutina en el trabajo y tengo un jefe que es un
caprichoso y muy exigente. Seguramente que me envíe a por
café fuera de la oficina —dije mientras me llevaba un trozo de
kiwi a la boca.
—Dime quién es tu jefe, que le hago una visita. —Me siguió
el juego.
—Tranquilo, que yo solita me basto para mandarle a la
mierda.
—Cierto, ya me mandaste una vez. —Dio un sorbo a su café.
—Admite que llegaste pisando fuerte y con una chulería que
no es normal.
—Pensaba que te acostabas con mi tío y que querías su
dinero.
—Cómo se nota que no me conocías.
—Por cómo hablaba mi tío de ti cuando nos veíamos, te
aseguro que daba la sensación de que fueras algo más que una
asistente para él.
—Te lo dije, siempre he sido como una hija. El señor Martín
me aprecia mucho.
—Lo sé, pero no quería que una chica joven como tú se
pudiera aprovechar de él y quisiera sacarle hasta el último
céntimo. Lo he visto antes en algunos conocidos, y no iba a
permitir que le ocurriera a mi tío.
—Puedes estar tranquilo, no voy a por el dinero de tu tío.
Ahora voy a por el tuyo. —Me encogí de hombros, y él arqueó
la ceja—. Eres el nuevo jefe, tú pagas las nóminas, por ende,
voy a por tu dinero.
—Dios, eres única para hacer que alguien se quede sin
palabras. —Rio—. Desde luego que a mi tío siempre le
gustaste, y veo por qué. Tienes esa manera de ser que da vida a
cuantos te rodean.
—Mañana llamaré a tu tío para ver cómo está, y le diré que
la tregua entre nosotros va muy bien, que ya no eres un toca
ovarios.
—Pregúntale si te envió él las flores, si lo hago yo quedaría
un poco raro, empezaría a hacerme preguntas y no creo que le
gustase saber que me acuesto con su antigua asistente.
—Y que me quieres enseñar tu cuarto de juegos, y no
precisamente de mesa —sonreí.
—Una mesa sí que hay. —Carraspeó mientras se acercaba de
nuevo el café a sus labios para dar un sorbo.
—Entonces, me estás diciendo que tras la puerta cerrada con
llave que hay en tu habitación, ¿tienes un cuarto de juegos
oculto?
—Sí.
—Dios mío, no sé si estoy preparada para…
—Tranquila —me cortó—. No es como si lo que hay allí
fuera la mazmorra de un viejo castillo con cadenas, grilletes y
algunos instrumentos de tortura. Son solo juguetes diseñados
para el placer. Y sé que los disfrutarás.
—¿Qué tipo de juguetes? —pregunté porque la curiosidad
me podía.
—¿Quieres verlos?
Me quedé mirándole con los ojos muy abiertos y pensando
que debía estar loco para hacerme esa pregunta, pero en su
mirada vi que hablaba completamente en serio y que estaba
más que dispuesto a mostrármelo.
—Creo que mejor me espero a estar más preparada para eso.
—¿Segura? No voy a pedirte que te recuestes en la mesa
abierta de piernas y me dejes jugar contigo.
—Calla, que me estás incitando a pecar —le dije dándole un
leve golpecito en el pecho, ese que aún tenía desnudo porque
seguía llevando solo esos pantalones de chándal como única
prenda de ropa.
—Tenemos un contrato, ¿recuerdas? —Bebió café y dejó la
taza en la isla.
—Ajá, sí.
—Yo ordeno, y tú obedeces.
—Dentro y fuera de la agencia, sí.
—En ese caso, preciosa, ven aquí. —Extendió la mano para
que se la cogiera y cuando lo hice, poniéndome en pie, tiró de
mí hasta colócame entre sus piernas.
Comenzó a besarme y poco a poco me fue desnudando,
primero el jersey y el sujetador, llevándose uno de mis pechos
a la boca para lamer el pezón y mordisquearlo a su antojo.
Tras hacer lo mismo con el otro, se puso de pie para
agacharse ante mí, quitarme los zapatos, los jeans y el tanga.
Una vez me tuvo desnuda por completo, me hizo apoyar
ambas manos en la isla separando las piernas y elevando mis
caderas.
Llevó la mano a mi sexo y me excitó en apenas unos
segundos, humedeciéndome de tal manera que cuando me
penetró con una fuerte embestida lo hizo con tanta facilidad
que ambos gemimos ante el contacto.
No se detuvo, Gabriel siguió entrando y saliendo de mí una y
otra vez, rápido y con fuerza, haciendo que gritara mientas me
hacía enloquecer de placer y sentía todo mi cuerpo
estremecerse.
Fue un momento intenso, donde ambos llegamos al clímax
casi al mismo tiempo, solo unos minutos después de que
comenzamos a besarnos con esa misma pasión que él había
demostrado en otras ocasiones.
Se quedó pegado a mi espalda rodeándome con un brazo por
la cintura hasta que ambos recobramos el aliento.
—Quédate a pasar el día conmigo —me pidió mirándome a
los ojos—. Prometo llevarte para que te vayas pronto a la
cama.
—¿Y me vas a meter tú en ella y a arroparme? —pregunté.
—Preciosa, si subo a tu casa, te aseguro que mañana
llegaríamos tarde al trabajo los dos.
—Entonces no, mejor me acuesto yo solita.
—Pero te quedas.
—Me quedo, solo porque quiero probar esos huevos.
—Los que ponen las gallinas —dijo repitiendo mis palabras.
—Y los otros —susurré y negó sonriendo.
No sabía qué tenía Gabriel, pero me hacía ser descarada con
él, más de lo normal, y que al mismo tiempo le deseara como
no creí que fuera a pasar por lo mucho que le empecé a odiar.
Capítulo 20

El lunes y el martes Gabriel había estado fuera de la oficina


toda la mañana con Mateo, reuniéndose con varios de los
clientes para la renovación de los contratos.
El subdirector seguía sin secretaria porque ninguna de las
candidatas que habían estado llegando a la agencia para la
última entrevista con él, le parecía adecuada para el puesto, y
tenía a Tamara, la responsable de Recursos Humanos, a punto
de tirar la toalla en la búsqueda.
Estábamos a miércoles, acababa de comprobar la agenda
Gabriel para el resto de la semana con él y regresaba a mi
puesto, cuando escuché que se abría la puerta del ascensor y
de ella salió mi antiguo jefe.
—¡Señor Martín! —sonreí acercándome a él que extendió
los brazos para acogerme en ellos.
—Hola, Míriam. Estás más guapa de lo que recordaba.
—No, no, estoy igual, solo que como hace mucho que no me
ve…
—¿Qué tal con mi sobrino? Me dijo que está todo bien, pero
no me fío.
—Pues quédese tranquilo porque sí, está todo bien —sonreí
—. Sigue siendo un poquito insoportable, además de exigente,
pero hemos firmado una tregua para llevarnos bien.
—Menos mal, porque me imaginaba las grapadoras y las
tazas de café volando por el despacho.
—No, hombre, no habría llegado a tanto. Un boli igual sí le
habría lanzado —dije y se echó a reír.
—¿Está libre? Quería comentarle algo.
—Sí, hasta dentro de media hora está libre.
—Perfecto.
—Señor Martín —le llamé antes de que fuera hacia el
despacho de su sobrino, ese que había ocupado él durante
varias décadas.
—Míriam, ya puedes llamarme solo Martín —sonrió.
—No me acostumbro. —Me encogí de hombros—. Quería
preguntarle algo, iba a llamarle el lunes, pero al final no pude.
—¿Qué ocurre? —Volvió a acercarse a mí—. Y por Dios,
tutéame, hija, que ya no soy tu jefe.
—Vale —sonreí—. ¿Me enviaste flores a casa el otro día?
—¿Flores? No, yo no las mandé. ¿No sería mi sobrino para
que aceptaras esta tregua?
—No, tampoco fue él.
—Pues, no sé, quizá es que tienes un admirador. ¿No llevaba
nota?
—Sí, sí que la llevaba, pero sin remitente. Solo decía que no
eran tan hermosas como yo, pero que pensó en mí al verlas.
—Entonces tienes un admirador —dijo sonriendo.
—¿Quién tiene un admirador? —La voz de Gabriel hizo que
ambos nos giráramos, y cuando le miré, tenía el rostro serio y
el ceño ligeramente fruncido.
—Míriam —contestó su tío—, Míriam tiene un admirador
que le ha enviado flores.
—¿No se las mandaste tú? —preguntó Gabriel sin perder el
ceño fruncido.
—No.
—Míriam —me llamó con ese tono de voz que tanto me
intimidaba—. Tenemos que hacer un informe, cuando se vaya
mi tío entras al despacho.
—Claro —sonreí.
Ambos entraron y tras cerrarse la puerta me senté en mi
puesto, nerviosa y preguntándome quién podría haberme
enviado esas flores a casa. No había nadie que realmente
pudiera ser un admirador secreto, y el hecho de no saber quién
las mandó dejar en mi puerta, me tuvo pensando en ello hasta
que escuché de nuevo el ascensor y vi salir a Anabel.
—Anabel, ¿qué haces aquí? —pregunté poniéndome de pie.
—Pues no lo sé, Tamara me ha pedido que suba a petición
del jefe.
—¿Del señor Gabriel? —Fruncí el ceño.
—Supongo. —Se encogió de hombros.
—Ahora está con su tío, espera un momento —dije yendo
hacia la puerta, di unos golpecitos y cuando me dio paso, la
abrí—. Señor Gabriel, ha venido Anabel.
—¿Quién?
—Anabel, la chica que hace los eslóganes y los textos de las
publicidades.
—Es una chiquilla muy maja —dijo su tío con una sonrisa.
—¿Qué quiere? —preguntó Gabriel.
—Verle, Tamara ha dicho que el jefe la ha mandado a llamar.
—Yo no he pedido… —Se quedó callado unos segundos—.
Vale, espera. —Cogió el teléfono de su escritorio y marcó un
número—. Mateo, ¿tú has mandado llamar a Anabel, la
encargada de los eslóganes? —El silencio se hizo de nuevo en
él, antes de volver a hablar—. Vale, le digo entonces a Míriam
que la mande a tu despacho. —Y colgó—. Ha sido el
subdirector quien ha pedido que suba, quiere hablar con ella.
—¿De qué? —Curioseé, y me gané una mirada de
reprobación de mi jefe con la ceja arqueada— Ahora le aviso a
él —dije, y él asintió.
Cerré la puerta y regresé a mi puesto, Anabel preguntó para
qué me quería el jefe y cuando le dije que no era él, sino el
subdirector quien quería verla abrió los ojos y se quedó allí
parada.
Llamé al despacho de Mateo, le informé de que Anabel
estaba allí y me pidió que la hiciera entrar.
—¿Y a mí para qué me quiere ver el subdirector? —
preguntó.
—Quizás es para darte alguna campaña nueva, no lo sé. Tú
ve allí, y luego me cuentas —sonreí y ella suspiró.
—Es que no lo entiendo, la verdad.
Fue hacia el despacho del subdirector y ocupé de nuevo mi
puesto para centrarme en el trabajo, respondiendo algunos
correos, entre ellos la invitación a una fiesta que organizaba
una de las empresas para la que hacíamos las campañas
publicitarias desde hacía varios años.
Media hora después, vi que Anabel salía del despacho y lo
hacía con la cara desencajada.
—¿Qué te pasa?
—Necesito un café —dijo.
—Vamos a la sala. —La llevé hasta allí y preparé uno para
cada una, que nos tomamos allí mismo—. ¿Qué te ha dicho?
—Quiere que sea su secretaria —respondió.
—Espera, ¿qué?
—Eso mismo y con esa cara le he dicho yo. —Me señaló.
—A ver, ha entrevistado a varias candidatas para el puesto
que Tamara dio por válidas, y no le parecía adecuada ninguna
de ellas.
—¿Y yo sí? Que no soy secretaria, lo mío son los textos
publicitarios.
—Pues debe haberle gustado tu manera de redactar.
—Míriam, que no soy secretaria, y metería la pata en más de
una ocasión. Además, aquí no hay más despachos ni sitio para
que me pongan una mesa.
—El despacho del subdirector es amplio, seguro que te la
pondrían ahí.
—Peor me lo pones. —Volteó los ojos.
—¿Qué le has respondido?
—Que no soy apta para el puesto y, palabas textuales suyas,
ha dicho que discrepa y que no me valoro lo suficiente.
—En esto último le doy la razón —sonreí—. Anabel, este es
un ascenso y de los grandes, y ahora que tienes una hipoteca,
el dinero te iría genial.
—Lo sé, pero es que…
—¿Qué, cariño? —Me acerqué a ella.
—Que ese hombre me pone nerviosa.
—Tranquila, a mí el jefazo me saca de quicio y aquí
estamos, sin habernos matado todavía —sonreí.
—Me ha dicho que tengo hasta el viernes para darle una
respuesta, y que espera que sea un sí porque necesita una
secretaria con urgencia.
—Dile que sí, Anabel, además, estarás conmigo en esta
planta.
—Es lo único que me alivia, que, si necesito un respiro de
ese hombre, puedo salir a verte —sonrió.
—Pues ya sabes, le dices que sí y nos hacemos compañía
cuando no estén los jefes.
Terminamos de tomarnos el café y cuando salimos de la sala
para ir hacia el ascensor, vimos que se abría la puerta del
despacho de Gabriel y salían él y su tío.
—Anabel, qué alegría verte —le dijo el señor Martín.
—Lo mismo digo, señor. ¿Cómo está? —sonrió tras
abrazarle.
—Aburrido, creo que voy a pedir que mi sobrino me
contrate como becario, o algo.
—Te dije que no deberías jubilarte todavía, tío —comentó
Gabriel.
—Solo quiero disfrutar de tu madre, que bastantes años
hemos pasado lejos. Bueno, me marcho que me espera para ir
a hacer unas compras. Por cierto, Míriam —me miró—, a ver
si un día te animas a venir a casa a comer con nosotros. A mi
hermana le caíste muy bien.
Eché un vistazo rápido a Gabriel pues no sabía si esa idea le
gustaría a él o no, y me limité a decir que lo iría viendo y le
llamaría.
Se despidió de nosotros y fue al ascensor con Anabel,
momento en el que Gabriel me cogió de la mano y tirando de
mí, me metió en el despacho.
No tardó en cerrar la puerta y atraparme entre ella y su
cuerpo para besarme con intensidad.
Jadeé en su boca y noté una de sus manos subiendo despacio
por mi muslo, me estremecí ante el contacto y escuché un leve
gruñido cuando cubrió mi sexo desnudo.
—Buena chica —susurró tras comprobar que había
obedecido a su petición de esa mañana cuando por mensaje me
dijo que no llevara ropa interior a la oficina.
Y es que, como bien se encargó él de dejar claro desde el
principio, cuando hiciera una petición o diera una orden, yo
debía limitarme simplemente a obedecer.
Capítulo 21

—Ábrete a blusa —me pidió con esos ojos oscuros y


lujuriosos que me observaban al mismo tiempo que me retaban
por si quería negarme a su orden, porque así era con Gabriel
cuando hacía una petición.
Me mordí el labio inferior sin apartarle la mirada y comencé
a hacerlo. Me desabroché un botón más de los que ya estaban
así mientras él me acariciaba los muslos bajo la falda sin
perder de vista mis manos y lo que hacían.
Desabroché otro más, y otro, y Gabriel llevó la mano a mi
torso por dentro de la blusa para acariciarme un pecho, sonrió
al comprobar que ahí tampoco había ropa como barrera
Se inclinó tras liberar ese pecho y comenzó a lamer el pezón
despacio con la punta de su lengua, cerré los ojos dejando caer
la cabeza hacia atrás y apoyándola en la puerta mientras me
estremecía. Con la otra mano, Gabriel no dudó en jugar en mi
sexo desnudo y dispuesto a recibir atenciones, acariciando el
clítoris despacio con dos dedos.
Se lanzó a por el otro pecho y le dio las mismas caricias con
la lengua, haciendo que todo mi ser se estremeciera. Moví las
caderas levemente al notar que me penetraba de manera sutil,
y tras un par de mordisquitos en el pezón con tirón incluido
que me hizo gemir de placer, comenzó a subir dejando suaves
besos en el torso hasta centrarse en el cuello y la clavícula sin
dejar de tocarme el clítoris.
Y me penetró haciendo que gritara.
—Levántate la falda —ordenó, y llevé las manos al bajo de
esta para subirla poco a poco hasta que todo mi sexo quedó
expuesto con su mano sobre él—. Tócate, quiero ver cómo lo
hacías antes de que yo llegara a tu vida.
Retiró la mano y se apartó apenas unos centímetros con los
ojos fijos en mi zona, esa en la que mi mano comenzó a
moverse despacio, deslizando los dedos entre mis pliegues y
acariciando el clítoris una y otra vez, de arriba hacia abajo
hasta alcanzar la entrada a mi vagina que encontré húmeda y
caliente.
—Sigue —dijo con la voz ronca y los ojos brillantes de
deseo, y yo obedecí.
Él no apartaba la mirada, disfrutando de las vistas que mi
mano jugando con mi propio sexo le ofrecían, y yo no podía
dejar de mirar esos ojos marrones completamente oscurecidos
por la lujuria del momento que estábamos compartiendo.
Estaba ardiendo, excitada y al límite mientras me penetraba
con el dedo y le veía observándome. El simple hecho de verme
a mí misma así, con ambos pechos fuera de la blusa y la falda
alrededor de la cintura mientras me escuchaba gemir, era algo
tan sensual y erótico que me excitaba aún más.
Se lanzó a mis labios para torturarlos con un beso profundo
y largo mientras volvía a llevar una mano a mi pecho para
pellizcarme el pezón, y la otra entre mis piernas para tocarme
al tiempo que yo misma lo hacía.
Gemí moviendo las caderas, desesperada por liberarme, pero
una simple orden suya me privó de esa idea.
—No vas a correrte sin mi permiso —susurró en mis labios
y le vi arrodillarse hasta quedar con el rostro frente a mi
entrepierna.
Retiró mi mano y comenzó a lamer, morder y succionar mi
clítoris mientras me mantenía sujeta con una mano por la
cadera y con dos dedos de la otra me penetraba.
Yo no podía dejar de moverme en busca de más y más
placer, controlándome todo lo que podía para no liberar el
orgasmo que mi cuerpo necesitaba dejar salir.
Se apartó dejándome allí jadeante, con el pecho subiendo y
bajando sin parar, y le vi liberar su erección con una clara
orden silenciosa. Me arrodillé ante él, le miré y la acogí en mi
boca.
Gabriel se movía despacio mientras nuestras miradas
quedaban conectadas, hasta que volvió a retirarse y me ayudó
a ponerme en pie.
De la mano me llevó hacia el escritorio donde me sentó y
comenzó a lamer de nuevo mis pechos una y otra vez.
Besó mi cuello y el hombro mientas sus manos se deslizaban
despacio, acariciándome los muslos de arriba hacia abajo hasta
que noté que se acercaba más y noté la punta de su miembro
rozando mi humedad de la manera más tortuosa que jamás
había sentido.
—Recuéstate —me pidió cogiendo mis muñecas y al tiempo
que lo hacía, llevó mis brazos por encima de mi cabeza hasta
sostener ambas con una mano.
Me estremecí al notar la punta de su lengua deslizándose por
mi cuello y bajando poco a poco; lamiendo un pezón, el
vientre, de nuevo pasando por mi sexo haciendo que arqueara
la espalda y comenzó a penetrarme con dos dedos mientras
seguía lamiendo sin parar.
—Gabriel, por Dios —gemí—. No puedo más.
—Pues hazlo, preciosa, déjate llevar —dijo, y mientras
lamía y me penetraba, me dejé llevar y liberé el clímax.
Gemí quedando extendida en el escritorio y no tardé en notar
cómo Gabriel volvía a rozarme con la punta de su miembro
por todo mi sexo.
—Dime que lo quieres —dijo y le miré aún con la
respiración agitada—. Dime que lo quieres, Míriam.
Se quitó la chaqueta y la corbata y con esta inmovilizó mis
muñecas sin dejar de mirarme.
—Gabriel, si nos encuentran así…
—No lo harán. Y ahora, dime que lo quieres, dime que lo
deseas. Pídeme que lo haga.
—Lo quiero, lo deseo. —Jadeé al notar de nuevo cómo se
movía y de manera deliberadamente tortuosa rozaba mi clítoris
con su sexo—. Quiero tenerte dentro, ahora.
—Y me tendrás, preciosa —susurró antes de agarrar mis
caderas con ambas manos, acercándome aún más al borde del
escritorio para dejar mis piernas sobre sus hombros y
penetrarme con una fuerte embestida hasta el fondo.
Se movía rápido y con fuerza, entrando y saliendo sin parar,
una y otra vez, observando el vaivén de mis pechos con cada
una de sus penetraciones, apretando con fuerza la carne de mis
caderas mientras mi cuerpo se estremecía por completo y de
mi garganta salían gemidos y gritos de puro placer.
Y mientras me penetraba llevó una mano a mi sexo para
tocarme el clítoris haciendo así que la excitación que sentía
fuera aún más intensa, y que ambos llegáramos al clímax al
unísono.
Grité con todas mis fuerzas mientras él terminaba de
correrse con la cabeza hacia atrás, entrando varias veces más
en mi vagina. Cuando acabó, le vi apoyar las manos en el
escritorio quedando sobre mí, los dos jadeantes y sin apenas
aliento.
Llevé mis manos aún inmovilizadas por su corbata hasta sus
mejillas, las que sostuve sonriendo satisfecha y complacida.
—Bésame, Gabriel —le pedí en un susurro porque en ese
momento necesitaba sentirlo así, no solo habiéndome hecho
gemir y correrme como una buena chica obediente, que era lo
que nos unía por el contrato que había firmado.
Se quedó mirándome y en sus ojos vi algo parecido a la
duda, hasta que se apartó y cogió mis manos para liberarme las
muñecas.
—Aséate en el baño y vuelve al trabajo —me dijo mientras
se retiraba, señalando hacia la puerta que había tras su
escritorio y que era el baño privado del jefe.
Tragué saliva y me limité a asentir, ni siquiera dejé que me
ayudara a bajar del escritorio. Entré en el cuarto de baño y, tras
asearme y arreglarme el pelo todo lo que pude, salí de allí
pasando por su lado sin decir una sola palabra.
Escuché que me llamaba, pero no me giré y tampoco me
detuve, simplemente abrí la puerta del despacho, salí de él
cerrando tras de mí y al llegar a mi puesto cogí el bolso para
bajar a la cafetería pues ya era la hora de mi descanso.
—Míriam, vuelve aquí inmediatamente —me dijo cuando se
abrieron las puertas del ascensor, le miré por encima del
hombro y entré en él sin obedecer esa orden—. Míriam,
¡maldita sea! —gritó y escuché sus pasos, pero las puertas se
cerraron cuando él llegaba.
Sentí un nudo en la garganta y los ojos me picaban, pero no
iba a llorar, no iba hacerlo. Ese había sido solo un momento de
esos en los que una mujer necesita un poco de ternura, pero
estaba claro que con el exigente de mi jefe no iba a tenerla.
Fui hacia la cafetería y las chicas ya estaban allí
esperándome, pedí mi desayuno y me senté con ellas luciendo
la mejor de mis sonrisas.
—¿Te ha contado las novedades? —le pregunté a Camila y
ella asintió.
—Sí, y ya le he dicho que como se le ocurra rechazar ese
ascenso en la agencia, la mato.
—Joder, que no soy secretaria.
—¿Y qué tiene eso que ver? Ninguna secretaria nace
sabiendo esa profesión, ¿lo sabías? —protestó Camila—
Además no es tan difícil, él te pedirá que redactes unos
informes que te irá dictando, o que pases otros a limpio, que le
lleves la agenda como hace Míriam, que le recuerdes las citas
y que le acompañes a alguna reunión para tomar notas. ¿Tan
complicado lo ves?
—Lo complicado es tenerle tanto tiempo cerca —suspiró—.
Me pone nerviosa, en serio. Me mira como si…
—Quisiera comerte —dijimos Camila y yo al unísono
porque ambas nos habíamos dado cuenta de eso desde el
principio.
—Exacto. Y no quiero que piense que por ser su secretaria
puede quererme de otro modo.
—Cariño, deja que te diga una cosa. —Camila le pasó el
brazo por los hombros—. No serías ni la primera ni la última
secretaria que cae ante los encantos de su jefe. Y también te
digo que a veces no es solo el morbo de tener sexo en el
trabajo lo que lleva a dos personas a dejarse llevar, sino que
incluso puede que Cupido lance sus flechas y os dé de lleno,
haciendo que el amor surja entre ambos y se sienta en el aire.
—Dios, desde que te has prometido con Lucas, ves amor en
todas partes. —Anabel volteó los ojos.
—No, eso ya lo veía de antes, te lo aseguro. —Reí.
—Pero sabéis que tengo razón. Y si no, tiempo al tiempo. De
todas maneras, tú solo acepta el puesto, cariño, ese aumento de
sueldo te va a venir genial.
—Eso le he dicho yo, que ahora tiene una hipoteca que pagar
—sonreí.
—Si lo acepto es solo porque no voy a estar completamente
sola en esa planta. Pero es que al pensar que tendré que estar
en el despacho con él… me pueden los nervios.
—A ver, una curiosidad. —Me apoyé con el codo en la mesa
—. ¿Te atrae el subdirector de la agencia?
—La pregunta del millón. —Rio Camila.
—No voy a negar que es muy atractivo…
—No hay más preguntas, señoría —sonreí—. Acepta el
puesto por el aumento de sueldo y aprende a convivir con la
tentación al lado.
—Sois unas cabronas, vaya consejos que me dais —resopló.
Terminamos de desayunar y cada cual regresó a su puesto.
Cuando salí del ascensor y vi la puerta de Gabriel abierta me
asomé un poco solo para comprobar que no estaba.
Y lo agradecí, porque no tenía ganas de una nueva discusión
con mi jefe.
Capítulo 22

El jueves cuando llegamos al trabajo, Anabel subió conmigo


para decirle a Mateo que aceptaba el puesto como su
secretaria, el subdirector no tardó en llamar a Tamara, de
Recursos Humanos, para que preparara el nuevo contrato para
ella con incorporación inmediata, por no hablar de que mandó
que pusieran un escritorio en su despacho para ella.
Estuve enseñándole algunas cosas básicas del programa que
yo usaba con Gabriel para que ella pudiera llevar la agenda de
Mateo. Se habilitó el nuevo correo para comunicarse con él, y
evité que durante esa mañana tuviera que hablar con mi jefe
directo más de lo estrictamente necesario, aunque él me pidió
en un par de ocasiones que fuera al despacho y me marchaba
en cuanto quería algo que no era una de mis tareas como
asistente.
No le sentó bien, pero a mí no me importó.
Salí a comer con Anabel y Camila, y me llegaron algunos
mensajes de Gabriel para pedirme que fuera a su casa esa
tarde. ¿Que si fui? Obvio que no.
Al llegar a mi casa me encontré con un nuevo ramo de flores
y la misma nota que la otra vez, lo que ya me tenía bastante
mosqueada. Acabé por llamar a la floristería cuyo nombre
venía en la cinta con la que estaba hecho el lazo que sujetaba
los tallos de las flores y pregunté, pero me dijeron que no
podían darme ningún dato por la política de privacidad.
Lo único que pudo decirme la chica era que quien las
compraba se las llevaba, no encargaba que me las entregaran
ellos.
Les mandé un mensaje a las chicas para contarles que era la
segunda vez que recibía flores y que no tenía ni idea de quién
era, y que según el señor Martín podría tratarse de un
admirador secreto, y fue Lucas quien me envió un audio desde
el móvil de Camila al chat que teníamos las tres para darme
una solución a mis dudas.
Y aquí estaba yo, en esta soleada mañana de viernes
tomándome un café en la terraza con mis vistas favoritas antes
de ir a trabajar, mientras comprobada que la aplicación de la
pequeña cámara de vigilancia que había comprado para poner
en la puerta de mi casa y que se camuflaba perfectamente en el
marco de esta, mostraba las imágenes con una claridad y
calidad impresionantes.
Sí, Lucas me dijo que si quería saber quién era quien me
llevaba flores, que pusiera esa cámara y con la aplicación me
llegaría un aviso de movimiento cuando alguien se acercara.
Me sentía una especie de espía, pero tenía curiosidad por
saber quién era mi admirador secreto.
Cené con mis padres para despedirme de ellos pues se iban
mañana finalmente a su viaje, dado que muchos de los pisos
que tenían por vender como el de Anabel ya los habían
vendido y el resto se los quedaba el inversor cliente suyo.
No les comenté nada de las flores por no preocuparles, y a la
que iba a la cena con ellos pasé por la tienda de informática
para comprar la cámara.
Recibí un mensaje de Gabriel que no dejaba espacio para la
interpretación, era una orden directa y no tenía intención de
ignorarla. Me decía que su coche estaba fallando y que
necesitaba que le buscara urgentemente una empresa de
alquiler de coches, pues hoy le esperaba una mañana llena de
reuniones fuera de la oficina y Mateo se tenía que quedar
trabajando en la oficina para preparar una nueva campaña
publicitaria junto a Anabel.
Me acabé el café, me hice una tostada y otro café mientras
buscaba entre las empresas de alquiler más cercanas a la
agencia y con servicio de entrega. Finalmente, conseguí un
coche muy parecido al suyo que me dijeron que entregarían en
media hora.
Salí de casa con prisa mientras le mandaba un audio a
Gabriel para que lo supiera y me respondió que llegaría en taxi
en unos cuarenta y cinco minutos, así que yo recogería el
coche.
Llegué a la agencia bien de tiempo, gracias a Dios, les dije a
las chicas de recepción lo del coche y les pedí que hicieran
subir a quien lo traía porque yo iba a firmar la recepción.
Subí en el ascensor apoyada en la pared con los ojos
cerrados y mi mente voló a la primera vez que Gabriel y yo
estuvimos juntos, el modo en el que me miraba cuando me
encontró solo con la ropa interior, y cómo me tocaba y besaba
para llevarme al clímax.
Suspiré apartando aquellos pensamientos y cuando las
puertas se abrieron fui directa a mi puesto para esperar que
llegaran a entregarme el coche.
Apenas pasaron cinco minutos cuando el ascensor se abrió y
vi a un chico moreno con una carpeta en la mano.
—Buenos días, traigo las llaves del coche y el contrato —me
dijo.
—Sí, gracias —sonreí, cogí todo, firmé y nos despedimos.
Eché un vistazo al reloj y fui a preparar un café para mí y
otro que dejé en el despacho de Gabriel junto con las llaves del
coche, volví a mi puesto y comencé mi última mañana de
trabajo de la semana.
Gabriel llegó justo a la hora que había dicho, y yo disimulé
fingiendo que hablaba por teléfono para limitarme a decirle
buenos días y nada más. Me gané una de sus miradas antes de
que entrara en el despacho, y cuando le perdí de vista volví a
dejar el teléfono en su sitio para responder un par de correos
que habían llegado.
—Míriam —me llamó desde la puerta de su despacho y le
miré—. Ven. —Hizo un gesto con la cabeza para que entrara y
volvió a desaparecer.
Suspiré, cogí la agenda y el bolígrafo, y entré.
—Cierra la puerta —indicó, y lo hice antes de ir hacia su
escritorio para sentarme en una de las sillas frente a él—. ¿Has
olvidado lo que tenemos firmado? —preguntó cruzando las
mano sobre su regazo.
—No, no lo he olvidado.
—¿Y por qué no obedeciste a mi orden de que fueras a mi
casa?
—Porque tenía otros planes.
—¿Olvidas que no quiero que haya otros hombres, aparte de
mí?
—No los hay, y aunque no tendría por qué justificar mis
negativas, anoche cené con mis padres. Se van mañana de
viaje y querían despedirse.
—Podrías habérmelo dicho.
—Va a ser que no. —Me encogí de hombros—. Y si no
quieres nada más, tengo trabajo que hacer.
—Sí que quiero algo más, y sabes qué es.
—No, si no me lo dices.
—Siéntate ante mí.
—Ya estoy sentada delante de ti.
—He dicho ante mí, aquí. —Señaló el escritorio.
—Tengo trabajo —dije mientras me levantaba y giré para
marcharme, pero él me alcanzó rápido y puso la mano en la
puerta para evitar que la abriera.
—Eres mía, Míriam, mía para cuando quiera y donde quiera
tomar lo que me plazca de ti —susurró con autoridad en mi
oído—. No lo olvides.
—No lo olvido, pero su primera reunión es en media hora y
tiene que cruzar la ciudad —respondí mirándole por encima
del hombro.
—Me importa una mierda si llego tarde, te quiero ahora ya
que anoche me privaste de tu cuerpo —exigió con la mano que
no tenía en la puerta subiendo por mi muslo.
—Fóllame rápido, entonces.
—¿Se te olvida quién da las órdenes?
—No, pero insisto, tienes una reunión. Tu tío jamás llegó
tarde a una.
—Súbete la falda —ordenó con los ojos muy oscuros
mientras se desabrochaba el pantalón y liberaba su erección,
esa que no dudó en deslizar entre mis piernas una vez me
había subido la falda y elevé las caderas para él—. ¿Por qué no
entiendes que te necesito cada maldito segundo del puto día?
¿Por qué no entiendes que te deseo como nunca deseé a nadie?
—Tal vez por… —suspiré negando y dejé de mirarle— Solo
haz lo que quieres hacer, apoyé mis manos en la puerta y noté
que cubría una de ellas con la suya.
—Quiero que me mires, preciosa, quiero ver tus ojos
mientras te doy lo que también deseas —murmuró mientras
me pasaba su lengua por mi cuello haciendo que me
estremeciera.
Lo miré, sintiendo cómo su mirada intensa me envolvía, y
Gabriel, con un movimiento ágil, apartó la tela de mi tanga
mientras sus dedos comenzaron a explorarme con una
suavidad que encendió mi deseo; gemí, me mordisqueó el
labio y me besó antes de penetrarme con el dedo, tirando hacia
él levemente para volver a escuchar uno de mis gemidos.
Y entonces, me penetró, se abrió paso en mi estrecho y
húmedo canal hasta el fondo, comenzando un vaivén que me
llevaba a un estado de éxtasis. Su ritmo era perfecto, y
mientras se movía, seguía tocando mi clítoris con sus dedos,
llevándome cada vez más cerca del clímax, sumergiéndome en
una ola de placer indescriptible.
—Mírame, quiero ver tus ojos en este instante —exigió en el
momento justo en el que ambos nos dejábamos llevar y
liberábamos el clímax al unísono.
Apoyó la cabeza en la puerta con los ojos cerrados mientras
recobraba el aliento y yo me quedé mirándole, deseando que
me besara, pero no lo hizo. Cuando se retiró, abrí la puerta y le
dejé en su despacho mientras me recomponía la ropa.
Dejé mis cosas en el escritorio y fui al baño para
adecentarme después de ese encuentro.
Me miré en el espejo y maldije ante el sonrojo de mis
mejillas porque había disfrutado de ese rápido y excitante
momento que habíamos compartido en el despacho de mi jefe.
Cuando regresé, ya se había ido y tenía una nota en mi
escritorio en la que me pedía que fuera a su casa esta noche.
Si pensaba que iba a ir, estaba muy equivocado. Sí, él tenía
sus reglas, él daba las órdenes y yo me limitaba a obedecerlas,
pero también tenía derecho a negarme alguna vez solo porque
sí.
Pasé el resto de la mañana trabajando, desayuné con las
chicas y quedamos en salir esa noche, era la excusa perfecta
para mí al no presentarme en casa de Gabriel tras su petición.
Después del trabajo fui al centro comercial a comer y
comprar algunas cremas que necesitaba de la perfumería, en la
que acabé comprándome el perfume que usaba y que estaba a
punto de quedarme sin él.
Al pasar por una tienda de lencería no me pude resistir a
entrar y echar un vistazo a un conjunto que había visto en el
escaparate, sonreí al verlo mejor y me lo compré, era perfecto
para usarlo para ir al trabajo y provocar un poco a ese hombre
que decía que me necesitaba y deseaba.
Fui a la cafetería a tomarme un café y me llegó una
notificación de la cámara de la puerta de casa. La abrí para ver
las imágenes y vi que había alguien a quien no podía ver la
cara.
De nuevo me dejaba un ramo de flores y me quedaba igual
que estaba. Al menos la cámara grababa a quien se acercaba
cuando detectaba el movimiento.
Suspiré y dejé el móvil de nuevo en el bolso, eché un vistazo
a la hora y me fui para casa, quería darme una ducha y
vestirme acorde a la cita que tenía con mis amigas esa noche.
Porque sí, iba a volver a darle plantón al jefe.
Capítulo 23

Llegué al restaurante donde había quedado con las chicas


cinco minutos tarde porque me había quedado atascada en una
de las calles, ya que un autobús había pinchado la rueda.
—Madre mía, pero si pareces la prota de Grease —dijo
Camila al verme.
—Y lo bien que te sienta el cuero. —Rio Anabel.
—Es lo primero que he cogido del armario, porque no tenía
ganas de andar buscando más.
—Eso es como decir que no tenías ganas de salir con
nosotras, hija de la gran fruta —protestó Camila.
—Sabes de sobra que con vosotras salgo siempre. Bueno,
¿qué vamos a cenar?
—Hemos pedido vino y varias raciones —respondió Anabel.
—Perfecto, vino para celebrar tu ascenso en la agencia —
sonreí.
—Eso, ¿qué tal te va con el lobo, Caperucita?
—Por Dios, Camila, ¿qué dices?
—Pues la verdad, que ese hombre es como un lobo que te
quiere ver y comer mejor, te lo digo yo. —Se encogió de
hombros.
—No me digas eso, que bastante nerviosa me pone ya el
tenerle todos los días tan cerca.
—Eso es porque te gusta, seguro.
—Míriam ya os dije que me parece atractivo, pero…
—Y te gusta, no lo niegues. A ver, que yo tengo novio y le
quiero con locura, pero no estoy ciega. ¿Me vais a decir que el
nuevo jefe y el subdirector no están de muy buen ver? —
Camila arqueó la ceja.
—No lo voy a negar, pero el jefe sigue siendo un idiota de
manual —resoplé.
—Pero si ya os lleváis mejor, ¿no? —Curioseó Anabel, y en
ese momento nos trajeron las raciones; el vino ya estaba en la
mesa y yo no había dado aún ni un sorbo.
—Sí, bueno, pero para no acabar matándonos. —Me encogí
de hombros y cogí mi copa, esa que me bebí casi de un trago.
—Eh, tranquila, a ver si no vas a dejar sitio para unos
chupitos y un mojito en el local —protestó Camila.
—Tranquila, que no voy a pasarme con las copas.
Cenamos y brindamos por el nuevo puesto de Anabel al
menos veinte veces antes de irnos paseando hacia el local
donde siempre acabábamos.
—¿Pusiste la cámara como te propuso Lucas? —preguntó
Camila,
—Sí, y hoy me han vuelto a dejar flores con la misma nota,
pero no vi la cara de quién era.
—O sea que sí que es un admirador secreto.
—O un acosador, Anabel, que todo puede ser.
—Camila tiene razón —suspiré—. Todo el mundo dice que
es un admirador, pero ¿y si es un acosador?
—Claro que, tanto si es una opción como si es la otra,
¿cuándo me ha visto hasta el punto de seguirme a mi casa?
Porque ni siquiera en las fotos de las redes se me ve la cara.
—Quién sabe, tal vez sea uno de los mensajeros que han
pasado por la agencia a lo largo de los años para llevar un
paquete al jefe, y ahora ha decidido que es el momento de
conquistarte.
—Camila, te aseguro que, más que conquistarme, empiezo a
sentir un poco de miedo —dije mientras entrábamos.
Fuimos a la barra y le pedimos a Toñín una ronda de
chupitos, esa a la que se unió tomándose uno con nosotras para
celebrar el nuevo puesto de Anabel en la agencia.
Y tras los chupitos nos sirvió un mojito a cada una y
comenzamos a bailar al ritmo de cada una de las canciones que
iban sonando.
Pedimos un segundo mojito y nos lanzamos a bailar y cantar
La Bachata de Manuel Turizo con todo el dolor y el
sentimiento que tanto Anabel como yo en ese momento
sentíamos al recordar a nuestros ex, esos que decían querernos
más que a nada en el mundo.
—Tú me enseñaste a no amar a cualquiera, y también como
no quiero que me quieran —gritábamos Anabel y yo con la
mano cerrada como si tuviéramos un micrófono en la mano.
Y así seguimos mientras Camila nos hacía los coros y
bailaba con nosotras de un lado a otro.
Cuando acabamos, le pedí a Toñín unos chupitos mientras
las chicas iban al baño, y una voz a mi lado hizo que me
estremeciera.
—Vaya, qué grata sorpresa. —Miré y vi a Sergio, ese
hombre que intentó tocarme sin mi consentimiento en la fiesta
de Paula—. ¿Cómo estás, Míriam?
—Hasta ahora, genial. Ahora no tanto. —Dejé de mirarle
tratando de ignorarle.
—¿Gabriel te ha dejado sola? —Noté su mano en mi espalda
y me aparté de él como si quemara.
—Te lo advierto; aquí, si me tocas, te clavo un tacón en el
ojo —dije mientras le señalaba.
—Así que eres una fierecilla, eso me gusta —sonrió y le vi
pasarse la lengua por los labios con lascivia mientras me
miraba el escote de la camiseta que llevaba.
—No te acerques a mí, Sergio, no quiero nada contigo.
—Soy mejor amante que Gabriel, solo es cuestión de que
vengas conmigo al baño y te lo demuestre. —Se acercó para
susurrarme al oído—. Puedo hacerte disfrutar mucho más y
mejor de lo que lo haga él.
—Si vuelves a poner tus putas manos en lo que es mío, eres
hombre muerto —rugió la voz de Gabriel a mi espalda, y al
girarme le vi realmente enfadado y con los ojos llenos de rabia
al ver la mano de Sergio en mi espalda y que estaba muy cerca
de mí.
—Oh, vamos, ¿otra vez con esto, Gabriel? Sabes que tarde o
temprano la compartirás con todos, yo solo quiero ser el
primero en disfrutar de las mieles de esta hermosa mujer que
tan fascinado te tienen.
—Apártate de ella, Sergio, o te juro que no respondo.
—Gabriel, tranquilo —le dijo Mateo, a quien no había visto
hasta ahora—. Y tú, ya le has oído.
—Qué pasa, Gabriel, ¿solo vas a compartirla con tu socio?
Eso no va a gustarle al resto.
—Paula te echó de la sociedad, lo que digas no me vale
nada. Míriam, ven conmigo —me pidió con la mano
extendida, y durante unos segundos me quedé allí quieta.
—Vaya, así que la fierecilla no te obedece como debería,
¿eh? —se mofó Sergio, y le miré con la misma rabia que tenía
Gabriel.
—A quien jamás obedecería, ni le dejaría ponerme un solo
dedo encima, sería a ti —dije apartándome y fui hasta Gabriel,
quedándome a su lado.
—No eres más que una puta a la que le dará puerta cuando
se canse de ti. ¿O crees que en algún momento Gabriel te
prometerá una boda y una familia? No, encanto, él no es así.
Él solo usa a las mujeres.
—Igual que tú, entonces —contesté.
—Vete de aquí, Sergio —le dijo Gabriel—. Y más vale que
no vuelvas a acercarte a ella.
Se quedó mirándome con esos ojos lascivos que me hacían
sentir incómoda y se fue, no sin antes mirar a Gabriel de
manera amenazante.
—¿Te ha hecho algo, preciosa? —me preguntó mirándome
fijamente mientras me sostenía las mejillas entre sus manos.
—No. ¿Qué haces aquí?
—La pregunta es ¿por qué no estás tú en mi casa? —Arqueó
la ceja.
—¿Por qué tendría que estar allí?
—Te lo pedí expresamente con una nota antes de irme.
—Ah, pues, no sé, no vi nada.
—Míriam —dijo mi nombre con ese tono de voz autoritario,
dejando claro que no me creía.
—Vale, no pensaba ir —dije mientras volvía a la barra para
coger mi mojito.
—Eso ya lo veo. ¿Tengo que recordarte que tenemos un
acuerdo?
—No, pero vamos a dejar una cosa clara. Si no quiero hacer
lo que me dices, no lo haré, y punto, si necesito salir con mis
amigas o con mis padres.
—Tus padres se van de viaje mañana. —Arqueó la ceja.
—Cierto, pero no van a estar fuera eternamente. —Volteé los
ojos—. Y vuelvo a hacer la pregunta, ¿qué haces aquí?
—Venir a buscarte. Mateo me dijo dónde estarías esta noche.
—Ah, y él lo sabe porque… —Miré a Mateo.
—Me lo ha dicho mi secretaria esta mañana, cuando le
pregunté qué planes tenía para el fin de semana —me dijo
encogiéndose de hombros—. Perdona —llamó a Toñín—. Dos
whiskies.
—Ahora mismo.
Vi a las chicas acercándose y Anabel abrió los ojos en el
momento en el que vio quiénes estaban conmigo, y cuando se
acercaron la señalé directamente.
—Es tu culpa que estén aquí, como le dijiste a tu nuevo jefe
los planes que tenías para hoy…
—Yo solo dije a modo de comentario que salía con vosotras,
no dónde estaríamos.
—Bueno, no ha sido difícil de adivinar —dijo Mateo con
una sonrisa de medio lado—. Las veces que os he visto
estabais aquí.
—Genial, pues ahora buscaremos otro sitio al que ir para no
encontrarnos con los jefes —resoplé cogiendo mi mojito y
dándole un buen sorbo.
Hasta que empezó a sonar Flowers de Miley Cyrus, y me fui
hacia la pista a bailar, llevándome a Camila y Anabel.
Cantamos y bailamos mientras de vez en cuando veía cómo
Gabriel me observaba, el modo en el que la rabia parecía
consumirle cuando algún chico se me acercaba.
Volvía con las chicas a la barra cuando comenzó a sonar una
canción de Romeo Santos y entonces, Gabriel se acercó a mí,
me cogió de la mano y tiró de ella para que le acompañara a la
zona de baile.
No tardó en pegarse a mí, rodeándome con ambos brazos por
la cintura y comenzó a moverse haciendo que me meciera al
ritmo que iba marcando él.
Le miré por encima del hombro y pareció que se le
suavizaba la mirada.
Me miraba con tanta intensidad que pensé que iba a
besarme, pero en lugar de eso, me hizo girar alejándome de él
para volver a atraerme de nuevo y seguir bailando esta vez
quedando el uno frente al otro y con una rodilla entre las
piernas del otro.
Y mientras nos mirábamos fijamente escuchaba la voz de
Romeo Santos y era como si esas palabras me las estuviera
diciendo el mismísimo Gabriel.
«Eres mía, mía, mía. No te hagas la loca, eso tú muy bien ya
lo sabías…»
Me hizo girar sobre mí misma una vez más, para quedar de
nuevo pegado a mi espalda, meciéndonos de un lado a otro en
ese baile sensual y, sin lugar a duda, cargado de intenciones.
¿Cómo iba a negar lo que los dos sabíamos? Porque era
suya, no solo porque lo dijera un contrato, sino porque así lo
sentía yo. Mis besos le pertenecían a él, aunque no me besara
cuando más lo necesitara yo, mis caricias eran solo suyas y mi
cuerpo no reaccionaría jamás a otro hombre como reaccionaba
a él.
—Dilo, Míriam —exigió con un susurro autoritario en mi
oído mientras seguía pegado a mi espalda—. Di que eres mía.
Cerré los ojos dejándome llevar por él, por ese baile, por la
música, queriendo que ese instante no acabara, porque me
sentía suya de verdad, pero no solo en el modo en el que él me
había pedido que lo fuera.
Era suya por completo, sin saber cómo ni cuándo había
pasado, mi corazón había empezado a latir por él.
Sin darme cuenta, entre risas y pasión, había surgido el
amor, al menos el que yo empezaba a sentir por él, y por eso
quise que me besara el otro día en su despacho y se lo pedí,
porque le quería y en ese instante necesitaba sentirle así
también.
—Dilo —repitió haciendo que abriera los ojos, y con dos
dedos en mi barbilla hizo que le mirara—. Dilo Míriam, di que
eres solo mía.
Tragué con fuerza, perdida en esa mirada que me hacía sentir
tantas cosas que no podía siquiera llegar a expresar con
palabras, y entonces lo dije, convencida, aun sabiendo que lo
que yo sentía por Gabriel no era lo que él sentiría jamás por
mí.
Porque lo había dejado claro, él era un hombre para el que
no existía el amor, solo el sexo.
—Soy tuya, Gabriel, solo tuya.
Se inclinó y me besó, un beso que comenzó con la intensidad
habitual en sus besos y pasó a ser poco a poco cada vez más
lento, más tierno e incluso dulce.
Mordisqueó mi labio inferior entre besos y a mí se me olvidó
incluso dónde estábamos y quién podía vernos cuando
volvimos a mirarnos.
—Ven a mi casa esta noche —me pidió sin dejar de bailar.
—Solo si me enseñas tu cuarto de juegos.
—¿Estás segura de que quieres entrar en ese mundo,
preciosa?
—Sí, lo estoy —respondí y él sonrió de medio lado antes de
volver a besarme.
Cuando acabó la canción, volvimos a la barra y tanto Camila
como Anabel me miraban con cara de «¿qué ha sido eso?», y
suspiré.
—Me van a interrogar —dije antes de que llegáramos hasta
ellas.
—Diles que te he seducido y has acabado cayendo rendida a
mis encantos. —Me hizo un guiño—. Pero no les cuentes nada
más.
Asentí, y en cuanto llegamos a la barra las dos me cogieron
de la mano para llevarme al cuarto de baño, donde sí, me
hicieron un interrogatorio que ni los policías, vamos.
Les dije lo que me había dicho Gabriel y las dos se quedaron
con la boca abierta, hasta que Camila soltó una de las suyas.
—Si es que sabía que ese hombre al final te haría temblar las
piernas. Te dije que quería arrancarte la ropa.
—Pues me da que se la va a arrancar esta noche —dijo
Anabel con una sonrisita.
—Y a ti el moreno, que tú dirás lo que quieras, nena, pero
ese hombre te mira como un lobo hambriento.
Nos echamos a reír y volvimos con ellos. Gabriel ya no se
cortó en toda la noche y no dejó de tocarme, bailar pegado a
mí y, sobre todo, besarme.
Me besaba cada vez que tenía ocasión.
Hasta que decidimos dar la noche por finalizada, Mateo se
ofreció a llevar a Anabel y a Camila, dejando a esta última en
su casa antes de continuar.
Gabriel me dio la mano para caminar hasta el coche que
había alquilado esa mañana, y antes de que subiera me dio un
beso y sonrió.
No sabía por qué, pero tenía la sensación de que algo estaba
cambiando entre nosotros dos.
Capítulo 24

A pesar de que él me había pedido ir a su casa, no pasó nada.


No, Gabriel no me tocó, no me llevó al orgasmo ni una sola
vez, simplemente subimos a su habitación, me ayudó a
desnudarme y me prestó una camiseta suya para dormir.
Cuando le pregunté si no iba a mostrarme ese cuarto cerrado
de su habitación, pues era para lo que me había traído, dijo que
no, que por supuesto quería que entrara allí pero que lo hiciera
con todos mis sentidos y no con varias copas de más.
Protesté diciendo que estaba perfectamente, y él sonrió
respondiendo que nunca una mujer había deseado tanto entrar
en ese cuarto y en su mundo, como yo.
No puedo negar que me sorprendieron sus palabras, pero
más lo hizo el modo en el que me miró, cómo me acarició la
mejilla y el beso tierno y dulce que recibí de sus labios antes
de meternos en la cama.
Y acabé quedándome dormida casi de inmediato, hasta
ahora.
Hacía poco más de cinco minutos que estaba despierta,
recostada en la cama de Gabriel contemplando el cielo de esa
mañana de sábado con los rayos del sol iluminando la
habitación, mientras el perfume de ese hombre me rodeaba por
completo.
Su lado de la cama estaba vacío y, por lo que pude
comprobar al tocar antes de girarme, hacía tiempo que se había
levantado por lo frías que noté las sábanas.
No podía dejar de pensar en todo lo que había comprendido
la noche anterior, y me daba cuenta de que, por más que
deseara que él sintiera lo mismo, eso no iba a suceder. Me
sentía un poco ridícula por haberme enamorado de alguien
como él, que, sin duda alguna, estaba prohibido para mí.
Gabriel nunca podría corresponder a mis sentimientos, y eso
me dolía, porque acababa de darme cuenta de lo mucho que ya
me había atrapado su forma de ser. Era difícil imaginar que
pudiera encontrar a un hombre que me hiciera sentir todo lo
que él me ofrecía.
Suspiré, salí de la cama y fui a lavarme la cara y quitarme
los restos del maquillaje que tenía, antes de bajar a la cocina
donde imaginaba que estaría Gabriel preparando el desayuno.
No me equivoqué, porque en cuanto entré, ahí estaba él,
vistiendo solo unos pantalones de chándal. Su ancha espalda
estaba expuesta frente a mí, y su cabello, aún ligeramente
húmedo y alborotado tras la ducha.
Olía a café recién hecho y estaba preparando zumo de
naranja además de tostar pan.
—Buenos días —dije en un tono no demasiado alto para no
asustarlo, y se giró.
—Buenos días, preciosa —sonrió al verme y vino hacia mí
para besarme en los labios, algo que no me esperaba, la verdad
—. Siéntate, el desayuno está listo.
Me acomodé en uno de los taburetes y Gabriel me puso la
taza de café en la isla, di un sorbo y sonreí a notar ese
delicioso café.
Cuando tuvo todo terminado, se sentó a mi lado y
desayunamos en silencio hasta que volvió a hablar.
—Paula vendrá enseguida a traerte algo de ropa.
—Tengo la mía de anoche, para volver a casa es más que
suficiente.
—Es que no vas a volver a casa.
—¿Por qué no? —Fruncí el ceño.
—Quiero que pases el fin de semana conmigo. —Dio un
sorbo a su café como si nada—. Y aunque veo que mis
camisetas te sientan mejor que a mí, imaginé que querrías algo
más de ropa que poder usar.
—¿Y qué pasa si no quiero quedarme el fin de semana?
—Nada, pero sé que quieres —sonrió de medio lado.
—Te veo muy seguro de eso. —Le di un bocado a la tostada.
—Aunque no lo creas, y nunca lo hayas expresado, eres
como yo. Deseas muchas cosas que antes no habías hecho y
quieres probarlas.
—Si te refieres a ese cuarto tuyo, es solo curiosidad.
—¿Alguna vez has usado algo para darte placer que no
fueran tus dedos? —Curioseó mirándome con los ojos
brillantes.
—No, la verdad es que no.
—Conmigo vas a experimentar el placer de un modo
diferente, Míriam, y sé que lo deseas.
—Vale, sí, pero de ahí a que me quede el fin de semana
entero contigo, va un mundo. ¿O es que vas a encerrarme en
casa como si fuera Rapunzel en la torre del castillo?
—No, tranquila, que tengo planes para hoy.
No pude preguntar qué planes eran esos porque justo en ese
momento sonó el telefonillo de la puerta de fuera. Gabriel se
acercó para abrir y cuando pasó de nuevo por mi lado me dio
un beso en los labios antes de ir a la puerta de la casa.
Poco después, escuché la voz de Paula dándole los buenos
días, y cuando sus tacones empezaron a resonar por la casa
mientas se acercaba, me giré para mirar a la puerta de la
cocina.
—Ah, ahí está mi chica favorita —sonrió al verme y me
sorprendió que llegara cargada con varias bolsas—. Buenos
días, cielo. —Me dio un par de besos—. ¿Cómo estás? Gabriel
me ha contado lo de Sergio —suspiró mientras dejaba las
bolsas en el suelo y se sentaba en un taburete a mi lado—. Ese
hombre no podría haberme sorprendido más.
—¿Por qué? —Curioseé.
—Paula. —La voz de Gabriel era autoritaria, ella le miró y
negó antes de volver a centrarse en mí.
—No creí que fuera a ser así, eso es todo, cielo —sonrió—.
Pero dime, ¿cómo estás? ¿Nuestro Gabriel te trata bien?
—Estoy bien, tranquila, Sergio no me hizo nada, había
mucha gente delante —sonreí—. Y sí, me trata bien, no hay
más que ver el desayuno que me ha preparado.
Gabriel sirvió un café a Paula, quien, tras dar un sorbo, se
levantó. Con una elegancia indiscutible, vestía un bonito
conjunto que consistía en una falda lápiz de color azul marino
y una blusa de seda blanca, complementada con unos tacones
que estilizaban sus piernas. Con determinación, se dirigió a
abrir las bolsas de ropa de su tienda.
Había jeans ajustados, camisas, jerséis finos, faldas
entalladas, blusas de tirantes finos, un par de vestidos, varios
zapatos de tacón y algunos conjuntos de lencería por los que
me hizo un guiño al enseñármelos.
—Estos son de los que a Gabriel le hacen volverse loco —
me dijo en un susurro cuando él estaba dejando todo lo del
desayuno en el lavavajillas, y sonreí.
Estaba claro que esa mujer no quería que su amigo me dejara
escapar de ningún modo, solo que yo sabía que esto no era
más que una relación de sexo consentido sin más expectativas.
Nunca habría algo romántico entre nosotros y, aunque a mí me
doliera, era así y debía asumirlo.
El móvil de Gabriel empezó a sonar, lo cogió de la encimera
y se disculpó para ir a atender la llamada al porche, momento
que aprovechó Paula para hablar conmigo.
—Te voy a pedir que tengas cuidado con Sergio —dijo
hablándome en susurros, y fruncí el ceño.
—¿Por qué?
—No es la primera vez que se obsesiona con alguna de las
chicas que ha llevado Gabriel a las fiestas. De hecho, hubo una
con la que Serio se obsesionó tanto, que no paró hasta
conseguirla para él. Mira, Gabriel no es una persona que se
enamore con facilidad, eso ya lo sabes.
—Sí —respondí con pena y apartando la mirada.
—Pero cuando está con una mujer en las condiciones que
establece con ella, solo está con ella y se comporta como un
caballero, como lo haría un novio incluso, pero no alberga
sentimientos románticos más allá de que sienta cariño y cuide
a esa mujer.
»El caso es que todos creímos que, por esa mujer en
cuestión, sentía algo más, que podría haber algo, también por
parte de ella, puesto que la veíamos enamorada, o eso nos
pareció, porque cuando decidió marcharse con Sergio supimos
que a ella solo la movía el dinero y el poder que tuviera un
hombre.
—Pero Gabriel es un hombre así, o sea, tiene dinero y…
—Sí, pero se ve que ella quería mucho más.
—Yo no estoy con él por su dinero, eso que vaya por
delante. Y ni siquiera necesito que me compre más ropa.
—Lo sé, cielo, y él también —sonrió.
—Pues pensó que me acostaba con su tío.
—Uf, con Martín me acostaría hasta yo —le salió una risita
—, pero no se lo digas a Gabriel —me pidió en susurros
llevándose el dedo a los labios—. Esta ropa es para que la
tengas aquí, para cuando te quedes con él.
—¿Qué?
—Lo que has oído. Y volviendo a Sergio —dijo mirando
hacia el salón y yo hice lo mismo, comprobando que Gabriel
estaba a punto de volver a entrar—, hazme caso y ten cuidado.
Ya te dije que Gabriel te miraba a ti de un modo que nunca
antes había mirado a nadie, y eso no le pasó desapercibido a
ninguno en la fiesta. Si Sergio te quiere, no dudará en hacer
cualquier cosa para conseguirte.
Escuchamos la puerta del salón que daba al porche cerrarse y
seguimos hablando de la ropa.
Poco después, Paula se marchó dándome un abrazo y con
esa mirada casi maternal que me hizo sonreír. Me caía bien, y
esperaba que cuando esto que tenía con Gabriel se acabara,
porque estaba claro que en algún momento así sería, pudiera
seguir manteniendo el contacto con ella.
—Ve a darte una ducha, mi tío y mi madre nos esperan para
comer con ellos en casa —dijo cuando regresó a la cocina y
me quedé sin palabras y con la boca abierta, hasta que
reaccioné.
—¿Cómo que nos esperan para comer con ellos?
—Mi tío quería que fueras a comer algún día, ¿recuerdas?
—Sí, pero, o sea, yo sola.
—Pues vas a ir conmigo, y así podrá ver de nuevo que nos
llevamos muy bien dentro y fuera de la agencia, que nuestra
tregua funciona. —Me hizo un guiño.
—Más vale que no se te ocurra intentar hacer nada con ellos
delante —le advertí señalándole.
—Nada, como por ejemplo… —Arqueó la ceja.
—Lo que hiciste en la cena de Paula, por ejemplo.
—Va a ser difícil resistirme —dijo acercándose para
rodearme con ambos brazos por la cintura, de manera que tuve
que dejar las manos sobre su pecho—. Sabes que te deseo,
Míriam.
—Pues te controlas, que tu tío ha sido mi jefe durante años.
—En ese caso, creo que voy a tener que poner remedio a una
cosa antes de salir de casa —susurró al tiempo que se
inclinaba y con una mano retiraba un poco la tela de la
camiseta dejando mi hombro expuesto para besarlo.
—¿El qué? —pregunté en apenas un hilo de voz.
—Saciarme de ti, preciosa —respondió.
Asaltó mis labios con un beso intenso y urgente, y no tardó
en cogerme por las caderas para sentarme en la isla de la
cocina.
Y allí, sin una pizca de duda, me hizo llegar al clímax con
sus manos y su boca en dos ocasiones antes de hacerme
alcanzar un tercer e intenso orgasmo mientras me penetraba
desde atrás hasta quedar saciados.
Capítulo 25

Opté por ponerme unos jeans negros con una camisa azul
cielo y los zapatos de tacón, me recogí el pelo en una coleta
alta y, como solo tenía el pintalabios rojo en el bolso, ese fue
el único toque de maquillaje que puse en mi rostro.
Al verme aparecer en el salón con los jeans, Gabriel sonrió
diciendo que debería haberme puesto una falda, a lo que
respondí que este era el único modo de que no intentara
meterme mano, y soltó una carcajada.
Estábamos llegando a casa de su tío y la verdad es que iba
un poquito nerviosa, conocía al señor Martín desde hacía años,
pero siempre le vi en la agencia, siendo mi jefe y yo su
asistente.
Por no hablar de que la madre de Gabriel también estaba allí
y, por muy simpática y agradable que me pareció la noche que
la conocí, no dejaba de sentir vergüenza por estar con ellos y
mentirles, puesto que no íbamos a contar que nos estábamos
acostando.
Sabía que mi antiguo jefe vivía en una de las mejores y más
lujosas urbanizaciones de la ciudad, pero no había estado
nunca en su casa y, cuando Gabriel paró ante una puerta
corredera de color negro y esta se abrió para darnos paso, me
quedé impresionada.
Solo con ver el exterior de la casa, se podía apreciar que
aquella unifamiliar de dos plantas combinaba elegancia y
confort. La fachada era moderna con detalles de arquitectura
muy sofisticados, tenía grandes ventanales y eso permitía que
la luz natural entrara en toda la casa.
Gabriel aparcó en la zona habilitada como garaje y, aunque
estaba en el exterior, se podía llegar a la puerta de entrada por
un camino techado.
Cuando llamó al timbre nos abrió una joven rubia y
sonriente.
—Señor Gabriel, bienvenidos —dijo haciéndose a un lado
para dejarnos pasar.
—Gracias, Melisa.
No debía tener más de veinticinco años, y por cómo miraba,
estaba claro que le parecía atractivo. No la culpaba, ese
hombre de cuarenta años exudaba atractivo por cada poro de
su piel.
Cuando la chica se dio cuenta de que la miraba, apartó su
mirada avergonzada e inclinó la cabeza. Sonreí, y cuando
Gabriel sacó el móvil del bolsillo para atender un mensaje, me
acerqué a ella para susurrarle.
—Tranquila, a mí también me parece muy atractivo, pero no
se lo digas a nadie. —Le hice un guiño y ella sonrió al tiempo
que asentía.
—¿Dónde están mi tío y mi madre, Melisa? —le preguntó.
—En el salón, le están esperando.
Gabriel me indicó que le siguiera y, dado que estábamos en
casa de su familia, no hizo ni el intento de cogerme de la mano
para llevarme hasta donde nos esperaban.
Mientras caminaba, no podía dejar de admirar todo en esa
casa. Al cruzar la puerta, nos recibió un amplio vestíbulo que
daba paso un pasillo por el que llegamos hasta un luminoso
salón, decorado con acabados de una alta calidad y diseño
contemporáneo. Contaba con una chimenea y grandes
ventanales que se abrían a una terraza cubierta, que debía
hacer las delicias de mi antiguo jefe en las reuniones
familiares para comer o cenar al aire libre en cualquier época
del año.
Y allí sentados estaban él y su hermana Isabela, ambos de lo
más elegantes, tomando una copa de vino.
Cuando Gabriel saludó, se pusieron de pie y se acercaron a
abrazarle y besarle para después hacer lo mismo conmigo.
—Quién me iba a decir que al final sería mi sobrino el que te
convenciera para venir a comer a mi casa —me dijo el señor
Martín con una bonita sonrisa.
—Y a mí, y a mí. —Reí.
—Mi hijo puede ser un poquito difícil de tratar en el trabajo,
pero es un buen hombre —comentó Isabela.
—Qué vas a decir tú, si eres su madre. —El señor Martín
volteó los ojos—. ¿Una copa de vino, chicos?
Ambos asentimos y él llamó a Melisa, que no tardó en
aparecer, y le pidió un par de copas para nosotros.
Mientras esperaba, miraba las fotos que había allí con el
mayor disimulo que podía, hasta que me encontré con una de
mi antiguo jefe y su esposa, y no pude evitar acercarme para
verla mejor. Era una mujer muy guapa y elegante, y él la
miraba con un amor que se percibía incluso en esa imagen.
—La amé cada día, y aún lo hago. —Miré por encima de mi
hombro al escuchar al señor Martín hablar, y me entregó la
copa.
—Era muy guapa.
—Sí que lo era —sonrió—, me robó el corazón sin que me
diera cuenta, y se lo entregué para siempre. No habrá otra
mujer en mi vida, porque no sabría ni podría amarla como la
amé a ella.
—Eso es muy bonito, Martín —le dije poniendo el brazo en
su hombro.
—Me has llamado Martín, estoy en mi día de suerte —
sonrió—. Ven, te enseñaré el resto de la casa.
Dejamos a Gabriel y su madre allí y me llevó hacia al pasillo
opuesto al que habíamos usado nosotros para llegar, donde me
mostró una pequeña habitación que usaba como oficina y un
cuarto de baño para las visitas. Un poco más adelante estaba la
cocina.
Era amplia y muy espaciosa, equipada con todo lo mejor del
mercado, con muebles en madera blanca brillante y una isla en
el centro donde sin duda Martín disfrutaría de los desayunos.
Allí estaba Melisa con una mujer a la que se parecía mucho
y que resultó ser Raquel, su madre, quien llevaba toda la vida
trabajando en casa de Martín.
Junto a la cocina se encontraba el comedor que, aunque
espacioso, tenía un ambiente muy cálido y acogedor. Contaba
con un gran ventanal que daba acceso al jardín y un pequeño
porche, perfecto para relajarse y disfrutar de una buena taza de
café.
Me llevó hacia las escaleras para ir a la planta alta y allí me
mostró las habitaciones. La principal era una maravilla, con
vestidor y cuarto de baño, así como un rincón junto a la
ventana con dos sillones y una mesita en el centro donde me
dijo Martín que a su mujer le encantaba pasar las tardes
leyendo y tomando café.
Las otras dos habitaciones también eran amplias, con un
armario empotrado que ocupaba una pared completa y cuarto
de baño en cada una de ellas. Isabela estaba instalada en una, y
la otra era la que solía ocupar Gabriel cuando venían de visita.
Regresamos a la planta baja y me llevó al exterior para
mostrarme el extenso jardín.
Aquello era un paraíso, sin duda alguna, todo perfectamente
cuidado y con una gran variedad de plantas y flores que le
aportaban un toque de color y frescura que contrastaba a la
perfección con el estilo moderno de la casa.
Había un camino de piedra que serpenteaba a través del
jardín y por el que llegamos a una zona de descanso con
muebles de exterior y una pérgola a modo de caseta que me
dejó enamorada. Por no hablar de la piscina que tenía al otro
lado, rodeada de tumbonas.
—Martín, me he enamorado de esta casa —dije sentándome
en uno de los sofás en la zona de la pérgola—. Cuando
encuentre al hombre de mi vida me vas a tener que prestar
estos jardines para celebrar la boda.
—Eso está hecho, ya sabes que te quiero como si fueras de
mi familia.
—Que no te escuche tu sobrino, a ver si va a pensar que me
vas a incluir en tu testamento.
—¿Y quién dice que no lo estés ya? —contestó dando un
sorbo a su copa de vino así, como si nada, y yo a punto estuve
de ahogarme con el que acababa de dar— Es broma, mujer, no
me mires así —sonrió.
—Pues no me digas esas cosas.
—Es que a lo mejor es verdad.
—Martín, por Dios, que me muero aquí mismo.
—No, hombre, no te mueras, que mi sobrino no va a
encontrar a otra como tú.
Y por la sonrisa que me dedicó en ese momento, no sabía si
lo decía porque era una asistente difícil de sustituir, o porque
sospechaba que entre Gabriel y yo había algo.
Pero me quedé con la duda en cuando escuchamos a Isabela
llamándonos para entrar a comer.
Fuimos hacia la casa y salimos a la terraza donde ya habían
preparado la mesa para comer allí y nos esperaba la comida
servida.
Había tostas variadas como entrante, un plato con embutidos
y algo de marisco, Isabela me dijo que el asado estaba ya
reposando en el horno para servirlo después.
Nos sentamos a comer y como era de esperar, la
conversación transcurrió en torno a Gabriel y a mí en la
agencia.
—Me alegro de que os llevéis mejor, en serio. Míriam es una
mujer maravillosa, Gabriel, y como asistente no tiene precio.
—Sí que tengo, que me gano el suelo —dije y todos rieron.
—Y por eso la aprecio tanto —sonrió Martín—, porque con
ese humor tan suyo y la manera de hacerme reír a mí, me hizo
ver los días un poco más coloridos cuando no me encontraba
bien.
—No te voy a negar que es una asistente muy aplicada y
eficiente, tío, pero sigue sin obedecer en algunas cosas —
contestó Gabriel que, sentado a mi lado, no dudó en llevar la
mano a mi muslo hasta rozarme la entrepierna con los nudillos
haciéndome tragar saliva.
—¿Y qué asistente o secretaria no tiene un poco de rebeldía
a veces, hijo? —dijo Isabela— Sobre todo si tiene un mal día.
—O su jefe es un poquito insoportable además de exigente
—añadí yo.
—¿Soy exigente? —Arqueó la ceja y seguía con la mano en
mi entrepierna, esta vez tocando directamente con los dedos en
el centro de mi zona íntima, aun por encima de la ropa.
—Demasiado exigente, señor Gabriel.
—Ah, no vas a conseguir que se le quite la manía de
llamarte así —le dijo Martín—. Asúmelo, sobrino, eres un
señor de cuarenta años.
Isabela rio y Gabriel me dedicó esa perversa sonrisa de
medio lado sin dejar de tocarme. Intenté quitar su mano de mi
entrepierna, pero arqueó la ceja, lo que me dejó claro que, si
trataba de hacer algo más, podrían pillarnos su madre y su tío.
Seguimos comiendo y el asado estaba realmente buenísimo,
tierno y jugoso como los que preparaba Luisa en su asador.
Nos pusieron de postre un delicioso pastel de queso con
cobertura de frutos rojos que estaba delicioso, y para terminar
tomamos café.
Gabriel y su tío se disculparon con nosotras y entraron para
ir a la oficina.
—Mi hermano no va a dejar nunca de estar pendiente de la
agencia —comentó Isabela con un leve suspiro y una sonrisa.
—Eso me temía yo cuando me dijo que se jubilaba y que
sería su sobrino quien ser haría cargo de todo.
—Sí, no es lo mismo que esté en manos de la familia que en
manos de alguien externo. Si la hubiera vendido no estaría tan
pendiente.
—¿Y por qué no la vendió? No pretendo ser cotilla, pero, me
comentó que el señor Gabriel había vendido su empresa para
mudarse aquí y ponerse al frente de la agencia.
—No quería que sus empleados perdieran el puesto de
trabajo —contestó—. Con mi hijo sabía que podría mantener a
todo el mundo en su puesto, pero si la vendía, estaba claro que
quien se quedara con ella prescindiría de muchos de vosotros.
»Mi hermano siempre quiso tener hijos que se hicieran
cargo de la empresa que fundó nuestro padre, y al no poder,
estuvo durante mucho tiempo hablando conmigo para ver si
me parecía bien que Gabriel fuera el nuevo jefe al jubilarse él.
»Le dije que por mí sí, pero que esa decisión sería de mi
hijo llegado el momento. Gabriel adora a mi hermano tanto
como adoraba a su padre, siempre ha sabido que esa agencia
era importante no solo para mi hermano sino también para mi
difunto marido, al igual que para mí y su abuelo, y por eso no
dudó en vender su empresa y ponerse al frente de la agencia de
publicidad.
—¿Alguna vez ha tenido novia? —Era pregunta inocente
pero llena de curiosidad, y ella lejos de tomárselo a mal, se
echó a reír.
—No soy tonta y sé que ha tenido alguna que otra aventura,
incluso supe que la asistente que tenía en su empresa fue una
de ellas, pero nunca ha tenido novia, siempre estuvo muy
centrado en los estudios y después en el trabajo. Y es una
pena, porque yo ya tengo una edad y, como toda mujer, quiero
nietos —sonrió.
—Pero estás estupenda, en serio, no aparentas los setenta
años que tienes.
—Gracias, querida —seguía sonriendo y me dio un apretón
en la mano—. Quiero a mi hijo, pero en el fondo es como mi
hermano y sé que, cuando se enamore, lo hará de tal manera
que, si perdiera a esa mujer, jamás podría amar a nadie más. Y
si tarda en llegar esa mujer, estos ojos no llegarán a ver a mi
hijo enamorado, nunca.
—Si hay algo que mi padre dice siempre y estoy convencida
de que tiene razón, es que todo lo que es para nosotros acaba
llegando a nuestras vidas, aunque tarde en hacerlo.
—Y tú qué, ¿tienes pareja?
—Tuve, pero se acabó. —Aparté la mirada.
—Te hizo daño, ¿verdad? —asumió al ver mi reacción.
—Más del que pensé que me podría hacer.
—¿Hubo otra persona de por medio? —Curioseó.
—No, eso me habría dolido mucho menos, la verdad.
—¿Entonces? Puedes contármelo sin miedo, Míriam, a veces
viene bien hablar del dolor del pasado.
—Sí, pero hay dolores que no es bueno recordar, al igual que
hay líneas que es mejor no cruzar.
—Debió hacerte mucho daño, y lo siento. Los hombres
deberían cuidar a la mujer que los ama como si fueran si buen
más preciado.
—Eso es lo que me dijo Martín —sonreí.
—Entonces, mi hermano lo sabe.
—Sí. —La miré de nuevo—. Es la única persona de mi vida
que lo sabe.
—Así que ahora entiendo por qué no solo te aprecia como
asistente, sino que te quiere como si fueras de la familia. —Me
dio un leve apretón en la mano.
—Ya estamos de vuelta —anunció Martín.
—¿Es que no vas a dejar nunca de estar pendiente de la
agencia, hermano?
—Mamá, eso es como preguntarle a un niño si alguna vez
dejará de comer dulces —dijo Gabriel volteando los ojos.
—¿Quién quiere una copa de licor? —propuso Martín
ignorando a ambos.
—Yo es que, debería irme a casa —respondí.
—¿Te espera un novio, o algo así? —Martín arqueó la ceja.
—Sabes bien que no —sonreí—, pero quiero descansar el fin
de semana.
—Mañana descansas, hoy estamos en familia —dijo como si
nada, entrando de nuevo a la casa para volver poco después
con cuatro vasos y una botella de licor.
Al final, nos quedamos Gabriel y yo allí el resto de la tarde,
incluso cenamos con ellos, que me dijeron que querían volver
a verme por allí más a menudo.
No conseguí saber si tanto el tío como la madre de Gabriel
intuían lo que realmente pasaba entre nosotros, pero de ser así,
ninguno de los dos dijo nada.
La verdad que había sido un buen día, de esos que, al igual
que Martín, yo también estaba echando de menos.
Capítulo 26

Cuando llegamos a la casa de Gabriel, noté que me ponía


nerviosa, y es que, sin haberlo hablado, sabía que esta noche,
sería la noche.
Me llevó de la mano hacia su habitación, entramos y caminó
hasta la cama, donde se sentó en el borde dejándome de pie
frente a él.
No hubo palabras, tan solo miradas mientras desabrochaba
uno a uno los botones de mi blusa, esa que retiró despacio por
mis hombros hasta que acabó cayendo sola al suelo.
Me estremecí al ver sus ojos recorriendo mi cuerpo mientras
con las manos acariciaba mis costados, las llevó a la espalda y
con un suave gesto me atrajo hacia él para besarme el vientre,
subiendo después poco a poco con sus labios cálidos hacia mis
pechos, esos que, mientras me miraba fijamente, no dudó en
lamer sobre la tela del sujetador hasta que mis pezones se
pusieron más erectos.
Sonrió de medio lado, y con una mano en mi espalda y la
otra en mi nuca, me atrajo aún más hasta besarme en los
labios.
Cerré los ojos abandonándome al placer que sentía en ese
instante, momento en el que Gabriel desabrochó el sujetador y
comenzó a bajar los tirantes hasta que acabó cayendo al suelo.
Lamió y mordió mis pezones mientas yo llevaba mis manos
a su cabello, Gabriel me miró y no dudé en inclinarme para
besarle, deseaba hacerlo y no me lo prohibió, sino que se
entregó a ese beso conmigo mientras desabrochaba mis jeans.
Comenzó a quitármelos, así como los zapatos y después se
deshizo de mis braguitas, manteniéndome desnuda entre sus
piernas mientras él aún seguía llevando la ropa.
—Separa las piernas, preciosa —me pidió con una mano
subiendo despacio por mi muslo, y, cuando lo hice, me atrajo
hasta él para lamer mi zona íntima.
Gemí al notarlo, dejando caer la cabeza hacia atrás, apoyada
con mis manos en sus hombros mientras él lamía una y otra
vez mi clítoris, explorando mi vagina con suaves y delicadas
penetraciones.
Me excitaba por completo a cada segundo que pasaba, y
cuando además de su boca comenzó a tocarme con los dedos
de una mano, acariciando y penetrándome hasta hacerme
gritar, noté que estaba cerca de liberar el clímax.
—¿De verdad quieres entrar en ese cuarto? —preguntó
mirándome fijamente mientras seguía jugando con los dedos
en mi zona— ¿De verdad estás preparada para esa parte de mi
vida?
—Sí —contesté con seguridad, decidida a entrar en ese
mundo desconocido, pero en el que sabía que estaría segura
con él—. Sí, Gabriel.
Sonrió y me dio un beso en el vientre antes de retirar los
dedos de mi sexo y ponerse en pie.
—No pasará nada que no desees, ¿de acuerdo? —dijo con la
mirada fija en mí, colocándome un mechón de cabello que se
había soltado de la coleta tras la oreja— Si algo no te gusta y
quieres que pare, solo dilo.
—Vale.
—No vas a dormir mucho esta noche, lo sabes ¿verdad?
—Lo intuía —respondí y sonrió.
Me dio un beso rápido, entrelazó nuestras manos y me llevó
hacia la puerta de esa habitación que estaba cerrada con llave.
Le vi levantar la mano hasta la parte más alta del marco de la
puerta y ahí debió pulsar un botón porque escuché cómo se
abría la cerradura de manera automática.
Me dedicó una última mirada, abrió la puerta y una luz tenue
iluminó aquel cuarto de inmediato.
Noté que Gabriel se quedaba a mi espalda y podía escuchar
cómo se movía, cuando le miré por encima del hombro, vi que
se había quitado la camisa y estaba solo con los vaqueros.
Cerró la puerta y me rodeó con los brazos por la cintura para
llevarme al centro.
El cuarto tenía el tamaño del vestidor, había una mesa tal
como me había dicho en la que podía ver unos grilletes,
además tenía un sofá de esos tántricos que había visto alguna
vez en Internet, y varias vitrinas con vibradores, aceites y otros
juguetes que sin duda estaban hechos para esos juegos.
Me dejó frente a la mesa y llevó sus manos a mis pechos,
primero los masajeó suavemente y después comenzó a
pellizcarme los pezones haciendo que gimiera.
Sostuvo mi barbilla con dos dedos hasta que le miré y sentí
el calor de sus labios sobre los míos en un beso que no dejaba
lugar a dudas de que el hombre que tenía pegado a mi cuerpo
desnudo en ese momento me deseaba.
Giré sin poder evitarlo y con cierto temor a que me dijera
algo por hace lo que no debía, pero no fue el caso. Nos
besamos así, abrazados, y agradecí que en ese momento y a
pesar de que yo había sido quien le incitara para llevarme a ese
cuarto, aun sabiendo que él quería tenerme allí, me diera un
poco de ternura antes de todo lo que pudiera querer hacer
conmigo.
Noté sus manos en mis caderas y me levantó a pulso hasta
que acabé sentada en la mesa.
—Recuéstate y por favor, relájate.
—No me asustes —sonreí.
Hice lo que me había pedido, lo de recostarme, quería decir,
y noté que me inmovilizaba las piernas que me había separado
con unos grilletes que no hacían daño, por suerte.
Le vi acercarse hacia la parte de mi cabeza e hizo lo mismo
con mis brazos, inmovilizándolos por las muñecas.
Sentí que caminaba por allí y cuando regresó, lo hizo con un
bote de aceite y un vibrador.
Vertió un poco de ese líquido por mis piernas y comenzó a
masajearlas, subiendo por el vientre hasta mis pechos y
hombros, donde se quedó un poco más de tiempo, sin duda
para hacer que me relajara.
Cuando volvió a situarse en la mesa, entre mis piernas, sentí
sus manos en mi zona íntima, tocándome el clítoris con esos
dedos cubiertos de aceite y penetrándome con una facilidad
increíble.
Cerré los ojos y sentí que me iba a correr, pero como Gabriel
también lo sabía, se detuvo antes de que alcanzara esa
liberación.
Cogió el vibrador y sentí cómo lo llevaba dentro y fuera de
mi vagina haciendo que mis gemidos pasaran a ser auténticos
gritos.
Le miraba y veía el deseo en sus ojos, esos que me
contemplaban como si fuera lo mejor que habían visto en años.
Sin dejar de penetrarme con el vibrador, se inclinó para
lamer mi clítoris y hacer así que mi excitación fuera en
aumento, cada vez a más.
Se detuvo, y mientras yo me quedaba allí jadeando y con el
pecho subiendo y bajando más rápido que si hubiera corrido
una maratón, le vi ir a por algo pequeño que cuando se colocó
a mi espalda, los puso en mis pechos.
Resultaron ser dos pequeños succionadores de pezones que
me hicieron temblar y gritar, pidiéndole que añadiera a aquella
tortura el vibrador y me dejara correrme.
—Aún no, preciosa, tenemos mucha noche por delante —
susurró en mi oído y me besó.
Se quedó allí mirándome hasta que retiró los succionadores
unos minutos después y volvió a colocarse entre mis piernas,
esta vez para llevarme al orgasmo con el vibrador sobre el
clítoris y penetrándome con dos dedos.
Mis caderas se movían en busca de más y más placer, y lo
obtuve liberando aquel clímax al que me había llevado.
Grité mientras apretaba con fuerza mis manos sin dejar de
moverme y sin que Gabriel retirara el vibrador ni detuviera sus
penetraciones con los dedos, hasta que lo hizo y me quedé laxa
sobre aquella mesa.
Liberó mis piernas y brazos de los grilletes y me besó,
momento que aproveché para sostener sus mejillas con mis
manos evitando que se apartara de ese beso.
Me cogió en brazos y me llevó hasta el sofá, donde hizo que
me sentara y, tras quitarse los pantalones y el bóxer, me pidió
que le tocara, y lo hice.
Envolví con la mano su miembro erecto, caliente y
palpitante, y comencé a moverla despacio mientras le miraba,
hasta que me fue guiando para que lo acogiera en mi boca.
Tras varios minutos dándole placer así, se retiró e hizo que
me arrodillara en el sofá con las caderas elevadas, se colocó a
mi espalda y comenzó a penetrarme en esa postura, rápido y
con fuerza.
Se movía sin parar, de manera frenética mientras yo me
mantenía agarrada al sofá gimiendo y gritando al tiempo que
recibía sus profundas embestidas.
Cuando los dos fuimos conscientes de que yo estaba
llegando al clímax, se retiró.
Volvió a besarme, se sentó en el sofá y me llevó sobre su
regazo a horcajadas para lamer y mordisquear mis pezones
mientras sus manos se deslizaban despacio por mi espalda.
No pude quedarme quieta, por lo que comencé a mover las
caderas a un ritmo lento pero seguro, contoneándome de un
lado a otro de manera que nuestros sexos húmedos y excitados
se rozaban continuamente.
Tras varios minutos así, Gabriel me elevó las caderas
ligeramente hasta que me penetró, y ambos gemimos al
sentirnos así de nuevo.
Me guiaba con las manos bien aferradas a mis nalgas,
moviéndome mientras yo me sostenía a sus hombros al tiempo
que mi cuerpo subía y bajaba llenándose de él.
Gabriel se levantó llevándome en brazos y me dejó de pie
frente a la mesa, hizo que me girara y, tras inclinarme hacia
adelante hasta que quedé allí recostada de cintura para arriba,
separó mis piernas y comenzó a penetrarme de nuevo, más
fuerte, rápido y profundo esta vez.
Llevó una mano poco después a mi entrepierna y mientras
me penetraba comenzó a tocarme el clítoris hasta que los dos
sentimos que nos acercábamos al clímax.
—Gabriel, necesito…
—Hazlo, preciosa, hazlo —dijo, y los dos nos dejamos ir en
ese momento.
Grité mientras sentía el modo en el que su miembro en mi
interior palpitaba al tiempo que los músculos de mi vagina se
contarían a su alrededor.
Cuando acabamos, Gabriel se dejó caer sobre mi espalda sin
salir de mi interior, dejando algunos besos suaves en ella.
En el momento en el que se incorporó y me ofreció su
ayuda, me envolvió con sus brazos y me dio un beso que sentí
de una manera especial, distinto a los que acostumbraba a
darme. Me cogió en brazos y juntos salimos de aquella
habitación para ir al baño, donde se dedicó a enjabonarme con
una ternura que me sorprendió y encantó a partes iguales.
Una vez nos secamos, me llevó de la mano hasta la cama,
donde nos recostamos y volvió a besarme mientras su mano
acariciaba mi cuerpo de manera lenta y dulce.
—¿Cómo se sientes? —preguntó con la mano entre mis
piernas, tocándome por con cuidado, no de un modo sexual.
—Un poquito dolorida, pero genial —sonreí—. Aunque
pensé que ahí dentro tendrías látigos y cosas así.
—No —sonrió—, me van los juegos en el sexo, pero no
infligir dolor para sentir placer, ni yo, ni mis amantes. —Me
dio otro beso.
—Además de los vibradores he visto otras cosas.
—Ajá, para el sexo anal.
—Gracias por no coger nada de eso —dije con los ojos muy
abiertos, y él soltó una carcajada.
—Te aseguro que lo usaremos, pero con el tiempo.
—¿Cuánto tiempo? Lo pregunto porque como tengo un
contrato, no sé de cuánto tiempo hablamos.
—Por el momento, y hasta que tú no me digas lo contrario,
ese contrato es indefinido —contestó y se inclinó para besarme
de nuevo.
—Verás que, al final, en señor CEO que no se enamora
nunca, se acaba enamorando de su asistente.
No dijo nada, tan solo sonrió antes de darme un último beso
rápido en los labios y hacerme girar hasta que quedamos los
dos abrazados haciendo la cucharita.
Para no ser un hombre que se enamorara, así como así o que
fuera tierno y romántico con las mujeres, me había dado
cuenta de que conmigo le gustaba mucho dormir en esa
postura.
Cerré los ojos, y notando su cálida respiración en mi espalda
me quedé dormida.
Capítulo 27

Con el paso de los días, la conexión entre Gabriel y yo era


cada vez mayor. No solo nos llevábamos mucho mejor en la
oficina, sino que en el sexo había una química increíble que
nos unía de una manera especial.
A veces parecía que tenía la capacidad de leer mi mente,
como si supiera exactamente qué quería o necesitaba en esos
momentos. Eso me llevaba a alcanzar el clímax y a disfrutar
de cada segundo con una intensidad increíble.
Aunque no quería ir a su casa entre semana, era algo
inevitable, pues yo le necesitaba tanto como él a mí. Acababa
quedándome a dormir después de una cena rápida y de sexo en
aquel cuarto al que le había pedido que volviera a llevarme, o
en su cama.
Habían pasado diez días desde esa primera ocasión, y cada
vez que nos entregábamos al deseo y la pasión en ese sitio, la
experiencia se volvía más intensa y placentera que la anterior.
Era martes y estaba en mi terraza disfrutando del primer café
de la mañana antes de empezar un nuevo día de trabajo,
subiendo una foto de este momento a mis redes, y sonreí al ver
que Gabriel daba «me gusta» a esa publicación.
Había empezado a seguirme hacía apenas una semana, igual
que yo a él, y cuando me decidía a subir algo, era el primero
en reaccionar.
En ninguna de sus fotos se le veía la cara, tenía algunas
estratégicamente hechas y cuidadas de manera que, aun
viéndosele el perfil, no se mostraba nada de su rostro por la luz
que había tras él.
Aun así, yo me conocía todos y cada uno de sus rasgos,
aunque estuviese la luz apagada.
Salí de casa con tiempo de pasar por Starbucks y comprar un
café para él, sonreí mientras conducía pensando en las veces
que le dije que no iría cuando me lo pedía antes de nuestra
tregua como jefe y asistente, aunque realmente pasamos a ser
algo más que eso aquel mismo día.
Llegué a la agencia y cuando subí a mi planta entré en el
despacho de Gabriel para dejarle el café en el escritorio antes
de ir a prepararme el mío, en ello estaba cuando entró Anabel
para preparar los suyos.
—Buenos días, tienes mala cara —dije al verla.
—Es que no he pasado buena noche.
—¿Y eso?
—No lo sé, creo que son los nervios porque hoy salgo con
Mateo a una reunión, es la primera vez que lo acompaño y me
da pavor meter la pata.
—Verás como no pasa nada, lo harás genial —sonreí.
Vimos al subdirector pasar en ese momento hacia su
despacho, nos dio los buenos días acompañados de su habitual
sonrisa, y ella se fue poco después con los dos cafés.
Cuando fui a mi puesto, vi que Gabriel aún no había llegado,
así que me senté y encendí el ordenador mientras daba un
sorbo a mi café. Mientras respondía un correo escuché el
ascensor y de él salió mi atractivo jefe.
—Buenos días, preciosa —dijo acercándose a mí y, sin
cortarse, se inclinó para darme un beso en los labios.
—Buenos días —sonreí aún sorprendida porque desde luego
no esperaba que tuviera ese gesto, era la primera vez que lo
hacía en el trabajo.
Entró en el despacho mientas miraba el móvil y cerró la
puerta, así que no se dio cuenta de que tenía el café en el
escritorio hasta que se sentó, y lo supe porque me llamó por
teléfono.
—Dígame, señor Gabriel.
—¿Me has traído un café de Starbucks? —preguntó.
—Ajá. Supuse que debía gustarte mucho si me lo habías
pedido tantas veces —sonreí.
—Te has ganado una invitación a cenar.
—Eso suena genial. Disfruta del café.
Colgué y seguí trabajando hasta que vi a Mateo y Anabel ir
hacia el ascensor para salir a esa reunión que tenía el
subdirector.
La verdad es que, con la llegada de Gabriel y Mateo a la
agencia, el trabajo que antes hacía el señor Martín solo, se lo
habían repartido para hacerlo los dos y así ambos tenían un
poco más despejadas sus agendas.
Cuando llegó mi hora de descanso le dije a Gabriel que me
iba y pregunté si quería que le subiera algo de la cafetería, me
pidió un café y que dejara la puerta de su despacho abierta.
Bajé y ya estaba Camila pidiendo, así que me uní a ella para
coger mi desayuno y fuimos a sentarnos a una de las mesas
que estaban libres.
—¿Y Anabel no baja hoy? —preguntó tras acomodarnos.
—Ha salido a una reunión con Mateo, la primera a la que le
acompaña.
—Pues estaría de los nervios.
—Me ha dicho que había pasado mala noche, así que,
puedes hacerte una idea. —Me encogí de hombros.
—Me la hago, me la hago —sonrió—. Bueno, y tú qué,
¿cómo te va con el antiguo idiota de manual?
—Nos llevamos bien, la verdad.
—¿Y en la cama?
—Camila, por Dios. —Reí.
—¿Qué? Te recuerdo que estuviste un tiempo sola y ese
hombre seguro que es un amante excepcional.
—No voy a habla de cómo es el sexo con mi jefe —susurré.
—Con tu silencio, me lo acabas de confirmar —sonrió con
malicia.
Mientras desayunábamos me saltó una de las notificaciones
de la cámara y las dos vimos que alguien me dejaba de nuevo
un ramo de flores en la puerta.
Que era un hombre no lo dudábamos ninguna de las dos,
pero tampoco sabíamos quién podía ser y esto empezaba a
mosquearme.
Camila me dijo que debería plantearme ir a la policía y
denunciar porque esto ya no debía ser cosa de ningún
admirador, sino de un acosador en toda regla.
Le dije que no tenía ni siquiera un rostro para poder ir con
esas imágenes a la policía, y me contestó que solo esperaba
que ese hombre no resultara ser un loco. Y eso mismo
esperaba yo también.
Antes de subir a mi puesto, cogí el café que me había pedido
Gabriel y otro para mí, a pesar de que acababa de tomarme
uno, y es que el haber vuelto a ver a ese hombre dejando flores
en la puerta de mi casa me había puesto un poco nerviosa.
—Míriam. —Me giré al escuchar que me llamaba una de las
chicas de recepción—. Han dejado este sobre para ti —dijo
entregándomelo.
—¿Quién? —pregunté cogiéndolo, pero no había remitente.
—Ha sido un mensajero.
—Vale, gracias.
Fui hacia el ascensor con un café en cada mano y el sobre
bajo el brazo, intrigada durante el camino hacia la última
planta del edificio, preguntándome qué me habían enviado.
¿Sería el mismo de las flores que además de mi casa, sabía
dónde estaba mi trabajo? Suspiré porque solo me faltaba entrar
en pánico en ese momento, la verdad.
Cuando salí del ascensor caminé hasta mi puesto y vi que la
puerta de Gabriel estaba cerrada, tal vez había venido algún
cliente y estaba reunido con él.
Dejé el café y el sobre en el escritorio y fui hacia el
despacho, llamé con un par de golpecitos suaves y abrí.
Al hacerlo, el café que tenía en la mano se me cayó al suelo
ante lo que veían mis ojos.
Una mujer de cabello largo y sedoso, de un brillante color
cobrizo, se encontraba sentada en el escritorio, sin blusa ni
sujetador, mientras Gabriel se mantenía de pie entre sus
piernas, sujetándolo firmemente por la corbata.
—Míriam —él dijo mi nombre y ella se giró, era una mujer
guapa, y debía tener unos treinta y cinco años, no más.
Pero no me quedé allí, giré sobre mis talones y fui hasta mi
escritorio, recogí mis cosas y caminé hacia el ascensor
completamente decidida.
Me había mentido, teníamos un contrato en el que yo era
exclusivamente suya, y él, que había prometido que no habría
más mujeres mientras ese contrato estuviera vigente, ahí lo
tenía, con otra justo frente a mí.
—Míriam, espera —me llamó, pero entré en el ascensor y
pulsé el botón de la planta baja—. Maldita sea, Míriam, ¡ven
aquí! —gritó.
—¡No! —respondí y cuando le vi, dije eso que pensé que no
diría hasta dentro de mucho tiempo— Se acabó el contrato.
Las puertas se cerraron y me eché a llorar porque, a
diferencia de él, yo sí me había acabado enamorando.
Cuando llegué a la planta de recepción me sequé las mejillas
retirando las lágrimas y caminé hacia la puerta para salir a la
calle y respirar un poco de aire, lo necesitaba en ese momento.
Nada más subirme al coche, mi móvil comenzó a sonar.
Pensé que podría ser Gabriel o tal vez mi madre, que todavía
seguía de viaje con mi padre recorriendo Grecia. Ella me había
dicho el domingo, cuando hablamos, que no regresarían hasta
dentro de un par de semanas. Sin embargo, al sacarlo del bolso
vi que era una llamada de la recepción de la agencia.
—¿Sí?
—Míriam, te he llamado a tu puesto y al no cogerlo, te he
llamado al móvil. Tienes una llamada.
—¿Quién es?
—Uno de los clientes del jefe, pero es que él tampoco me
coge el teléfono. —Normal que no lo cogiera, no podía, estaba
follando en el despacho.
—Pásamelo —le pedí.
—Vale, ciao.
—Adiós. —Escuché el momento en el que se transfería la
llamada—. Hola, me han dicho que quería hablar con el señor
Gabriel.
—En realidad quería hablar contigo, Míriam. —Esa voz, no
podía ser cierto—. Te he visto salir de la agencia muy
apresurada y, ¿has llorado? Te dije que Gabriel no era bueno
para ti.
—¿Qué quieres, Sergio? Gabriel te dijo que me dejaras
tranquila.
—Pero Gabriel ya no está en el juego, ¿cierto? Sé que ella le
ha visitado, aunque ha estado conmigo durante mucho tiempo,
siempre pensó en él y ahora que Gabriel está de vuelta, quién
sabe, tal vez retomen viejas costumbres, como el sexo, por
ejemplo.
—No sé de qué me hablas.
—Claro que lo sabes, estoy seguro de que sí. Gabriel no te
merece, Míriam, eres demasiada mujer para él solo.
—Vete a la mierda —dije, y colgué.
Tiré el móvil sobre el asiento del coche y vi el sobre, ese que
un mensajero había dejado para mí en la recepción de la
agencia. ¿Y si era algo que me enviaba Sergio? ¿Y si tenía que
ver con esa mujer que había visto en el despacho?
¿Era de ella de quien me había hablado Paula aquella
mañana en casa de Gabriel? ¿Sería que quería volver con él?
¿Y él estaría dispuesto?
Dios, me iba a volver loca con tantas preguntas. Dejé caer la
cabeza en el reposacabezas y, unos segundos después, cogí el
sobre.
Pero lejos de ver fotos de Gabriel con esa otra mujer, lo que
vi fueron fotos mías con él en muchos de los sitios en los que
habíamos estado juntos, incluso esa primera noche en el local
de copas donde me hizo tener un orgasmo en el cuarto de
baño.
¿Cómo demonios habían conseguido esa foto? Porque se nos
veía a los dos claramente, yo tenía los ojos cerrados y una cara
de placer que me avergonzaba.
Había una nota que, al leerla, me dejó helada por completo.
«¿En qué momento te convertiste en la puta del millonario,
Míriam? No creo que esto le vaya a gustar a tus padres. ¿Es
por eso por lo que no quieres hablar conmigo? Te pedí perdón
mil veces y que me dieras otra oportunidad porque te amaba,
y como un tonto he estado llevándote flores para ver si te
reconquistaba, pero ahora veo que no eres más que la puta de
otro»
No podía ser, ¿esas fotos las había hecho Raúl? ¿Incluso la
del reservado donde habíamos estado cenando Gabriel y yo el
sábado?
¿Era él quien me había estado llevando las flores hasta esa
misma mañana?
Arranqué el coche y me fui hacia mi casa donde sabía que
encontraría esas flores, quería leer la nota y ahora que tenía
algo con lo que poder ir a la policía, lo mejor sería hacerlo.
Cuando salí del ascensor y vi las flores en el suelo las cogí,
eran distintas a las otras y la nota también lo era.
«No eres más que una puta que se abre de piernas por un
puñado de dinero»
Entré en casa y dejé todo en la cocina, cogí una botella de
agua de la nevera y me la bebí de un sorbo.
Mi móvil empezó a sonar y ahí sí que vi que era el número
de Gabriel, pero no respondí, no quería hablar con él.
Había roto de manera verbal nuestro contrato y eso era tan
válido como firmar un papel.
A quien llamé fue a Paula para preguntar cómo era la mujer
de la que me había hablado y, cuando describió a la que había
visto en el despacho de Gabriel, cerré los ojos notando cómo
me caían las lágrimas por las mejillas.
—Cielo, ¿qué te pasa? ¿Por qué querías saber…?
—La he visto en el despacho de Gabriel, sin camisa ni
sujetador, y parecían a punto de besarse o sabe Dios qué más
—contesté sin dejar que acabara de preguntar.
—Y no has hablado con él, intuyo.
—No, le he dicho que nuestro contrato se ha acabado.
—Cielo, ese hombre no te va a dejar ir, así como así.
—Me ha llamado Sergio, al parecer está al tanto de que esa
mujer ha ido a su despacho.
—No es solo que esté al tanto, Míriam, es que esto es cosa
suya. Ella sigue estando con él, y si ha ido al despacho de
Gabriel ha sido precisamente para que tú los vieras juntos.
Sergio te quiere a toda costa, y con esto me lo acaba de
demostrar. Deja que hable con Gabriel, ¿de acuerdo? Te
llamaré pronto —dijo, y me colgó.
Capítulo 28

Paula me llamó esa misma tarde para venir a mi casa, pero le


pedí que no lo hiciera, quería estar sola porque ya no era
únicamente el hecho de haber visto a Gabriel con otra, sino el
que mi ex me hubiera estado siguiendo durante semanas.
Y con sus palabras me recordó aquel pasado del que tanto
había tratado de olvidarme y que aún pesaba como una losa en
mi alma.
Todo había vuelto de golpe, todo eso que le conté a mi
antiguo jefe y que nadie más que él sabía. Eso que cuando me
quedé dormida en el sofá reviví como si pasara en ese
momento.
Los gritos de aquella tarde, la mirada de Raúl fuera de sí, el
olor a whisky que desprendía, la manera en la que me zarandeó
y cómo se dirigió a mí.
Unos días antes había tenido una de esas fiestas de la
agencia y muchas de las fotos se subieron a las redes. Me vio
en una de ellas con mi jefe y dijo que me miraba de un modo
en el que ningún jefe debería mirar a su asistente, por no
hablar de que, según él, yo sonreía mucho en las fotos en las
que salía con el señor Martín.
Había bebido, se le notaba, y la rabia con la que me llamó
puta aquella noche, acompañada de la primera bofetada que
me dio, no se me olvidarían nunca.
Tras ese golpe caí al suelo y siguió insultándome, diciendo
que no valía nada y que me abría de piernas por dinero. Me
levanté del suelo tratando de no llorar y le eché de mi casa, le
dejé en ese mismo momento porque no iba a soportar que me
pusiera una mano encima nunca más.
Apenas había dormido cuando me metí en la cama, y
acababa de despertarme sin ánimo de nada. Cogí el móvil y
llamé a Anabel para decirle que no me sentía bien y que no iba
a ir a la agencia.
Me preparé un café y me lo tomé en el salón, ni siquiera me
apetecía salir a la terraza porque tenía la sensación de que Raúl
estaría por ahí vigilándome.
Después de prepararme un segundo café escuché mi móvil
sonar y vi que era el número de Gabriel. Esa no era la primera
llamada que me hacía, pero no quería hablar con él.
Me recosté en el sofá y puse la televisión solo para que el
sonido me hiciera compañía, porque no prestaba atención a lo
que había en la pantalla.
El móvil volvió a sonar, suspiré, lo cogí con la intención de
silenciarlo y vi que era el número de Martín, mi antiguo jefe.
—Míriam, ¿qué te ocurre, hija? —preguntó cuando
descolgué— Me ha dicho mi sobrino que ayer te fuiste de
repente, que hoy no has ido y no le coges las llamadas.
—Nada, solo estoy un poco indispuesta.
—A ver, que nos conocemos desde hace mucho, a mí
cuéntame la verdad y, si puede ser, con un café. ¿Estás en
casa?
—Sí.
—Pues en media hora me tienes allí. —Y colgó.
No me lo podría creer, de verdad que no, solo porque no le
había cogido el teléfono a Gabriel se atrevía a llamar a su tío a
sabiendas de que a él sí le atendería la llamada.
Fui a darme una ducha y a cambiarme el pijama, pues la
tarde anterior estaba tan baja de ánimo que ni de ducharme
tuve ganas.
Preparé café y justo media hora después, tal como había
dicho, Martín estaba llamando al telefonillo y le abrí.
Serví los cafés en las tazas, con unas pastas que tenía de la
pastelería de abajo, y nada más dejarlo todo en la mesa junto al
sofá, entró mi antiguo jefe.
—Vaya cara tienes —dijo dándome un abrazo—. ¿Mal de
amores? —Arqueó la ceja.
—No hay nadie….
—No mientas, que mi sobrino me lo ha contado.
—¿Qué te ha contado, exactamente?
—Todo, que estabais conociéndonos como hombre y mujer,
y no solo como jefe y asistente.
—Entonces te habrá dicho también que le vi con otra en el
despacho, y no era la primera vez.
—Sí, le he dicho que un tremendo idiota por hacer eso
sabiendo que podrías pillarle, pero me dicho que sabe que fue
una trampa de esa mujer, con la que hace mucho que tuvo
algo, y de alguien a quien conoce y que al parecer está
interesado en ti.
—Así que Paula le contó su teoría.
—Veo que conoces a Paula —sonrió—. Es una mujer
encantadora.
—Sí que lo es.
—A ver, cuéntame que más te tiene así —dijo mientras se
sentaba y cogió una de las tazas de café para dar un sorbo.
Suspiré y le dije lo del sobre que me había hecho llegar Raúl
a la agencia, así como lo de las flores. En cuanto le dije lo que
ponía en la nota del sobre apretó la mandíbula, mi ex volvía a
repetirme de nuevo aquellas palabras que me dijo cuando
pensaba que me acostaba con él y suspiró de rabia.
No dudó en decirme que fuera a poner una denuncia en
comisaría por acoso y que advirtiera a mis padres por si les
hacía llegar esas fotos, para que no las vieran ni hicieran caso
de sus palabras.
A sabiendas de que decirle eso a mis padres sería contarles
la verdad de lo que me llevó a romper con él, lo hice, les llamé
y se lo dije.
Mi madre lloró y me dijo que regresarían de su viaje para
estar conmigo, pero me negué, les pedí que siguieran
disfrutando de su aniversario y que a la vuelta hablaríamos.
Me dijeron que me querían y que debí haberles contado eso
antes, pero entendieron que no estaba en condiciones de hablar
con nadie sobre ese capítulo de mi vida amorosa, aunque en
realidad sí se lo había contado a mi jefe.
En cuanto me cambié de ropa, él me llevó a la comisaría
para que pusiera una denuncia a Raúl por acoso, y eso fue
exactamente lo que hice.
El policía que me atendió dijo que se lo notificarían a él y
me aconsejó que buscara un abogado para el momento del
juicio, ya que estaba convencido de que le iban a imponer una
orden de alejamiento.
Al salir de la comisaría me llevé la sorpresa de que Gabriel
estaba allí, apoyado en el coche con ambas manos en los
bolsillos mirando hacia el suelo.
—¿Le has llamado? —protesté mirando a Martín.
—Sí, porque es la primera vez que en mi vida veo a ese
hombre realmente preocupado por una mujer.
—No tenías que haberle llamado.
—Míriam, te quiero como a una hija, y conozco a mi
sobrino. Aunque no lo creas, y él no lo haya dicho —sonrió—,
se ha enamorado de ti como tú de él.
—No me he enamorado de Gabriel —protesté.
—Por supuesto que lo has hecho. ¿Crees que mi hermana y
yo no nos dimos cuenta en mi casa de cómo os mirabais
cuando creíais que no podíamos veros? Como dice el refrán,
«más sabe uno por viejo que por sabio» —volvió a sonreír.
—Creo que no era así, te lo has inventado.
—Tal vez, pero sabes que tengo razón.
Llegamos hasta el coche de Gabriel y al escuchar nuestros
pasos levantó la cabeza y nos miró, o más bien me miró a mí,
y sí que vi algo de preocupación en sus ojos.
—Hola, sobrino.
—Hola, tío —respondió y se acercó a mí—. ¿Estás bien,
preciosa? —preguntó sosteniendo mis mejillas entre sus
manos, mirándome a los ojos.
—Sí.
—¿Por qué has venido a comisaría? ¿Qué ha pasado? —
Miró a su tío.
—Eso te lo tiene que contar ella, Gabriel, solo si está
dispuesta a hacerlo.
—Dime que Sergio no ha intentado nada, porque juro que…
—No, no tiene nada que ver con Sergio. Él solo me llamó
ayer, está claro que sabía que iba a verte con esa mujer en el
despacho.
—Míriam, no pasó nada, sé lo que viste y lo que parecía,
pero no pasó nada. Lo tenían todo preparado y yo trataba de
hacer que bajara de la mesa para que se fuera.
—No me des explicaciones, no las quiero ni las necesito.
—Pero yo sí necesito dártelas, preciosa, porque no quiero
que pienses que hay alguien más aparte de ti en mi vida,
porque no es así. —Apoyó la frente en la mía—. Ven conmigo
a casa, por favor, te invito a comer.
—Quiero estar sola, Gabriel.
—Y yo no puedo estar sin ti, mi vida. —Cuando le escuché
llamarme así, sentí un nudo en la garganta y los ojos se me
humedecieron, pero no lloré.
—¿Es que estás con los dos? —El grito de la voz de Raúl
hizo que tanto Gabriel como yo, nos apartáramos mirando
hacia donde estaba él—. No puedo creer que cambiaras tanto,
que te hayas convertido en la puta de dos ricos.
—¿Quién eres tú? —gritó Gabriel.
—Es su ex —contestó Martín que seguía allí con nosotros.
—Sí, soy su ex porque así lo decidió ella, porque yo me he
desvivido por recuperarla y ella se ha vuelto una maldita puta
contigo.
—Vuelve a llamarla así —dijo Gabriel aparándose de mí
para encararse con él— y juro que te mato aquí mismo.
—Gabriel —le llamó Martín, y cuando le miramos, vimos
que venían un par de policías hacia nosotros.
No hizo falta que les dijéramos nada porque les había
enseñado una foto de mi ex y en el momento en el que le
reconocieron, se acercaron a él.
—¿Todo bien? —preguntaron mirándome.
—Me ha seguido —fue cuanto dije, ambos asintieron y le
cogieron de inmediato.
—¿Qué hacen? Yo solo pasaba por aquí y este hombre ha
amenazado con matarme —se quejó Raúl.
—No es lo que tenemos entendido, caballero. Esta mujer le
ha denunciado por acoso.
—¿Que esta puta ha hecho qué?
—Te lo advertí. —Gabriel se lanzó a por él y le dio un
puñetazo en la cara por el que hizo que se cayera al suelo.
Martín fue a apartarle para que no siguiera, uno de los
policías se puso delante de él y el otro ayudó a Raúl a
levantarse.
—¡Te voy a denunciar cabrón! Agentes, ustedes son testigos,
me ha dado un puñetazo.
—Nosotros lo único que hemos visto es que usted se ha
tropezado, ha caído y ha tenido la mala suerte de golpearse en
la cara con la acera —dijo uno de los policías.
—Pero ¿qué coño dice? Me ha dado un puñetazo.
—¿Ha bebido, caballero? Tal vez por eso se ha caído
usted… —comentó el otro.
—Esto es increíble. Le voy a denuncia a él por golpearme y
a ustedes por ningunearme.
—Buena suerte con eso, andando, a comisaría.
—¡Te vas a arrepentir de esto, Míriam! —gritó mientras se
lo llevaban.
—Creo que con esa amenaza le acaba de ahorrar al juez un
tiempo de trabajo. Te lo van a quitar de encima de rápido —
me dijo Martín—. Bueno chicos, yo me voy, que he quedado
en acompañar a tu madre al centro comercial.
—¿Me acercas a casa? —le pedí, implorándole con la
mirada.
—Lo siento, pero si hago eso, mi sobrino es capaz de
pincharme las ruedas antes de que mueva el coche. —Se
encogió de hombros y me dio un beso—. Ve con él, tenéis
mucho de lo que hablar.
Se despidió de su sobrino con un abrazo y le vimos alejarse.
Gabriel entrelazó nuestras manos y cuando le miré tenía los
ojos fijos en mí.
—Ven a casa, por favor, quiero que hablemos, de tu ex
también, ya que estamos —dijo flexionando la mano con la
que le había golpeado y vi que tenía los nudillos rojos—.
Tiene una cara muy dura, eso desde luego.
—No debiste haberle pegado, porque podría denunciarte y
eso te metería en un gran problema.
—Se lo merecía. —Me rodeó con el brazo por la cintura y
me acarició la mejilla—. Nadie llama puta a mi mujer, ¿me
oyes, preciosa?
Capítulo 29

Nada más llegar a su casa, Gabriel fue directo a la cocina


para preparar dos cafés mientras yo le esperaba en el porche.
Me senté con las piernas flexionadas, abrazándome a mí
misma con la barbilla apoyada en las rodillas, pensando en que
tenía que volver a revivir una vez más aquella noche con Raúl.
—Toma preciosa —dijo ofreciéndome una de las tazas.
—Gracias —sonreí al cogerla.
Di un sorbo y suspiré mientras él se sentaba a mi lado, cerré
los ojos cuando noté su mano, grande y cálida sobre la mía,
acariciándola despacio. No dijo nada, simplemente se quedó
ahí conmigo esperando pacientemente a que yo decidiera
empezar a hacerlo.
Pero no me salían las palabras, aún no, no podía volver a
hablar sobre aquello porque sabía que me rompería, que
acabaría llorando delante de Gabriel y no quería que me viera
hacerlo. No quería que me viera siendo la mujer débil que con
él no me había mostrado en ningún momento, porque a él
siempre le presenté batalla.
—Estás temblando —dijo, y me di cuenta de que así era—.
Ven. —Me quitó la taza de café de la mano y, tras dejarla en la
mesa junto a la suya, me cogió por la cintura para sentarme de
medio lado sobre su regazo—. Cuéntame todo, preciosa.
Hablar del pasado ayuda a liberarnos.
—Si lo hago, pensarás que soy débil y no la guerrera que te
he mostrado en la agencia desde que llegaste.
—Escúchame, Míriam. —Sostuvo mi barbilla para que le
mirara—. Para mí siempre serás una guerrera, mi guerrera —
dijo sin apartar la mirada de la mía.
Y ahí me di cuenta de lo mucho que me gustaba el hombre
que tenía delante, de cuánto le amaba y de que jamás iba a
poder olvidarme de él ni estar con otro.
—¿Qué te hizo? —preguntó acariciándome la mejilla.
—Solo fue una vez, pero suficiente para mí. Esa misma
noche le dejé y no quise volver a verle.
—Mi tío lo sabe, ¿verdad?
—Sí, se lo conté un día en su despacho cuando me encontró
llorando.
—Quiero saberlo, mi vida —me abrazó fuerte junto a su
pecho—, quiero que tengas la confianza de poder hablar de
cualquier cosa conmigo.
—Me pegó —dije, notando cómo Gabriel se ponía rígido y
su respiración se aceleraba—. Vio unas fotos en una de las
fiestas de la agencia y, al igual que tú, pensó que me estaba
acostando con tu tío.
»Esa noche, Raúl había estado bebido, llegó a mi casa
furioso, gritando, me llamó puta y dijo que me abría de piernas
por el dinero de mi jefe. Me golpeó y caí al suelo, continuó
profiriendo insultos y cuando conseguí ponerme en pie, le dije
que lo nuestro se había terminado.
—Hijo de puta —murmuró completamente tenso.
—Durante semanas, me estuvo pidiendo que le diera una
segunda oportunidad y que lo perdonara, pero no lo hice.
Aunque ya habían pasado unos meses, seguía llamándome y
enviándome mensajes, así que decidí bloquearlo.
»Sin embargo, eso no detuvo sus intentos; empezó a
dejarme flores en la puerta de mi casa. No tenía ni idea de que
era él hasta ayer, cuando me dejaron un sobre en la agencia
con esas fotos nuestras y un mensaje en el que me insultaba,
diciendo que era una puta que se abría de piernas por dinero.
—Le has denunciado, entonces.
—Sí, y el policía me ha dicho que seguramente le pongan
una orden de alejamiento. Voy a necesitar un abogado.
—Tienes a los de la empresa a tu disposición, por eso no te
preocupes.
—Se me juntó todo, Gabriel. Ayer se me vino todo de golpe
y necesitaba irme.
—Lo siento mucho, preciosa. —Me dio un beso en la mejilla
y sentí mis lágrimas cayendo despacio por las mejillas—. Debí
imaginar que Sergio haría alguna de sus jugadas, y que ella le
ayudaría. Está anulada por él por completo, y eso me duele.
Ella no era así, era una mujer libre y que aceptaba todo, pero
tenía su carácter, igual que tú. Él la convirtió en un títere por
lo que me ha dicho Paula.
»No la lleva a sus fiestas por si coindice conmigo, pero la
lleva a otros lugares y deja que hagan con ella lo que quieran.
Sé que ella disfruta, pero, aun así, no la tiene en exclusiva para
él. Y ella le complace porque la ha instruido para ser la
perfecta y obediente sumisa.
—Eso querías tú de mí.
—No, por Dios. —Me cogió ambas mejillas entre sus manos
y me miró fijamente—. No quería eso, Míriam, no quería que
anularte, yo solo… —Cerró los ojos y suspiró—. A veces
necesito tener el control en el sexo, y sí, me gusta que me
obedezcan cuando doy una orden porque soy un hombre
dominante por naturaleza.
»Pero jamás anularía a una persona ni la privaría de su
libertad. Nunca te haría a ti algo así, créeme. Te quiero como
eres, Míriam, con esa fuerza y ese carácter, y también cuando
te muestras sensual y obediente.
—¿Has dicho, que me quieres?
—Lo he dicho, ¿verdad? —Arqueó la ceja con una sonrisa
de medio lado.
—No me digas esas cosas, por favor.
—¿Por qué no iba a decirlas si es lo que siento, preciosa? —
Me acarició las mejillas con los pulgares y me besó en los
labios— Te quiero, Míriam.
—Pero si tú no podías amar a nadie.
—Hasta que llegaste tú —sonrió.
Volvió a besarme y en ese instante Gabriel consiguió que me
olvidara de todo: de mi ex; de Sergio y de esa mujer que
habían querido separarme de él.
Nos dejamos llevar por el momento y nuestras manos
comenzaron a moverse por su cuenta, explorando el cuerpo del
otro, acariciando suavemente por debajo de la ropa.
Sintiéndonos la piel, y con cada toque, notábamos cómo se
erizaba cada centímetro que tocábamos.
Se puso en pie, llevándome consigo, y se dirigió hacia su
habitación. Me recostó en la cama y, con cierta prisa, se
desnudó hasta quedarse solo con los bóxeres. Luego regresó a
mi lado, besándome despacio mientras su mano se deslizaba
por mi cuerpo lentamente.
Me sacó la camiseta, acarició mi piel con sus labios y se
deshizo también del sujetador, mientras lamía mis pezones con
una ternura que me hizo estremecer de placer. Descendió
dejando un rastro de besos por mi abdomen y empezó a
desabrochar mi pantalón, ese que fue bajando despacio. Me
quitó los zapatos y los pantalones, y luego volvió a subir,
llenando de besos suaves una de mis piernas.
Jadeé al notar que besaba mi entrepierna, esa que ya estaba
húmeda y excitada esperando su turno.
Deslizó la lengua en una tortuosa lamida por mi zona sin
quitarme el tanga y siguió así unos minutos que me parecieron
interminables.
Cuando por fin llevó las manos a mi cintura y me quitó esa
última prenda de ropa que me quedaba, separó un poco más
mis piernas colocándolas sobre sus hombros, elevando mis
caderas y hundiendo el rostro para lamer y besar a su antojo.
Mi cuerpo reaccionaba a él, siempre lo hacía y siempre lo
haría. Solté un gemido mientras me aferraba a las sábanas,
sintiendo cómo su lengua seguía jugando de arriba abajo entre
mis labios vaginales, entrando y saliendo despacio en la
cavidad de mi vagina, notando que estaba cerca de alcanzar el
clímax, pero me contuve porque sabía que él quería darme la
orden para terminar.
—¿Por qué no te corres, preciosa? Sé que estás a punto —
dijo mirándome y yo seguía con la respiración agitada.
—Porque solo puedo hacerlo cuando me das la orden.
—Eso se acabó, mi vida. —Lamió de nuevo y grité mientras
me estremecía—. En la cama vas a correrte cuando quieras y
necesites. Solo cuando entremos en esa habitación será cuando
yo te lo diga. Así que, hazme el favor de darme eso que ahora
quiero de ti.
Volvió a lamer al tiempo que me penetraba con dos dedos y
alcancé el clímax, liberándome con un grito que nunca antes
había escapado de mi garganta.
Me recostó de nuevo y tras situarse entre mis piernas
comenzó a besarme el cuerpo hasta alcanzar mis labios,
acercando su erección a mi vagina haciendo que deseara
tenerle dentro.
—Gabriel. —Jadeé mientras movía las caderas, incitándole
así para que me penetrara, haciendo que mi sexo húmedo y
excitado rozara su miembro.
—¿Qué quieres, preciosa? —preguntó besándome el cuello.
—A ti —respondí completamente ardiendo y loca de placer
y deseo.
—Dímelo, mi vida. Dime qué quieres.
—Te quiero a ti, Gabriel. Quiero sentirte.
—¿Quieres esto? —Me penetró apenas un poco con la punta
de su miembro y gemí.
—Sí. —Arqueé la espalda.
—¿Me quieres a mí?
—Sí, Gabriel.
—Y… ¿quieres casarte conmigo?
—Sí…
Capítulo 30

Septiembre, el día nuestra boda…


Sí, leéis bien, porque hoy me casaba con Gabriel, el hombre
al que quería y amaba con todo mi ser, y que me hizo esa
pregunta meses atrás, a traición, para que le dijera que sí.
Cuando acabamos de hacer el amor aquella mañana en la
que me soltó la pregunta y después me penetró para hacerme
vibrar una vez más entre sus brazos, me dijo que estábamos
prometidos y no me lo podía creer.
El resto se resume en que grité, me reí, le lancé la almohada
a la cabeza por jugármela de ese modo, y que volvimos a
decirnos que nos amábamos y que no queríamos separarnos
nunca.
No lo hicimos, pues al día siguiente comenzamos con la
mudanza de todas mis pertenencias para instalarme en su casa.
Hablé con mis padres, decidimos poner mi apartamento en
alquiler y comenzamos a organizar los detalles de la boda.
Lo hice con ayuda de Camila, justo después de que ella se
casara con Lucas. La suya fue una boda íntima pero preciosa,
y se fueron de luna de miel a París y Roma. Cuando
regresaron, ella se ofreció para ayudarme con los preparativos
de la mía.
El cáterin lo contratamos con la empresa con la que
contábamos siempre para las fiestas de la agencia, y tal como
le dije a Martín aquel día que comimos en su casa cuando me
enamoré de ese jardín, la boda iba a celebrarse allí.
No éramos muchos, solo los esenciales, y con eso me refería
a mis padres, su madre y su tío, mis niñas Anabel y Camila,
Lucas y Mateo, el mejor amigo y socio de Gabriel, y también
Paula.
Íntima y sencilla, pero sin duda un día que nunca iba a
olvidar.
Anabel y Camila me ayudaron a prepararme para este día,
una me peinó y la otra me maquilló mientras que las dos se
encargaron de que al ponerme el vestido todo estuviera
perfecto.
Toda novia que se precie se prueba un montón vestidos, al
menos una docena, y solo uno es el que le roba el corazón, ese
que la hace sentir como si se hubiera enamorado a primera
vista, como lo hizo de su futuro marido. Y eso fue
exactamente lo que me pasó a mí cuando vi el vestido que hoy
lucía para darle el «sí, quiero» a Gabriel.
Era un vestido de encaje en un hermoso tono marfil, de
manga larga y un escote sutil que se ajustaba perfectamente a
mi figura, como dijo la dependienta. La falda, compuesta por
varias capas de un material muy ligero, se movía con gracia al
caminar, creando un movimiento sutil y elegante.
Anabel me recogió el cabello en un moño bajo, decorándolo
con alfileres en forma de flor en el mismo tono marfil del
vestido. Además, me ayudó a colocarme un velo que hacía las
veces de capa y cola, que arrastraba por el suelo.
El maquillaje, del que se encargó Camila, era en tonos
suaves y naturales, resaltando mis labios con un bonito color
rosa.
Me veía guapa, radiante y, sobre todo, feliz, porque lo
estaba, y mucho.
Me había arreglado en la habitación que solía usar Gabriel
cuando se quedaba en casa de su tío Martín, y allí seguía
cuando mi padre llamó a la puerta.
—Hola, cariño —sonrió al verme.
—Hola, papá. —Me dio un abrazo.
—¿Nerviosa?
—Como un flan. —Reí.
—Pues quítate los nervios porque tu futuro marido no se ha
dado la fuga.
—Más le vale, que me pidió esto a traición…
—Desde luego te lo pidió de un modo diferente, sí —sonrió,
pues les expliqué a mis padres cómo había pasado, ya que
tenía bastante confianza con ellos.
—Estás preciosa, me recuerdas a tu madre el día que nos
casamos.
—Tú también estás muy guapo.
—¿Vamos?
—Sí. —Cogí el ramo de flores, con esos tonos cálidos que
expresaban la esencia del otoño, y me agarré a su brazo para ir
hacia la planta baja y salir al jardín.
Cuando lo vi, se me dibujó una sonrisa en los labios. Si ya
de por sí era hermoso, con ese atardecer de fondo era una
auténtica maravilla.
Habían colocado algunos faroles y guirnaldas de luces que
iluminaban el espacio con una calidez perfecta, creando un
ambiente de lo más romántico y acogedor.
El camino de piedra que llevaba a la pérgola también tenía
pequeños faroles, de modo que todos nos veían llegar.
En la pérgola, estaba preparada la mesa con un mantel de
lino en tono suave con un centro de mesa que combinaba
dalias, girasoles y hojas doradas que le daban un toque otoñal
precioso.
A un lado, estaba Gabriel bajo un arco con esas mismas
flores junto al cura que, a lo largo de los años, había casado a
Isabela primero y a Martín después, y que bautizó a Gabriel.
Mi futuro marido estaba guapísimo con aquel traje beige y la
camisa color marfil, sin corbata ni pajarita, porque decía que
quería estar cómodo.
No pude evitar que algunas lágrimas se deslizaran por mi
rostro, y cuando llegué a su lado, las retiró con sus pulgares
mientras me miraba fijamente.
—Estás preciosa, mi vida.
—Y tú muy elegante —sonreí.
Todos estaban guapísimos, con trajes en tonos claros y
otoñales, mi madre e Isabela sonreían al verme con la
lagrimilla en los ojos, y mis amigas igual.
El cura comenzó con la ceremonia y en todo momento
Gabriel y yo estuvimos cogidos de la mano, dejando claro que
así sería siempre, que jamás íbamos a soltarnos el uno al otro.
Mateo era el encargado de darnos los anillos, nos los
pusimos y entrelazamos las manos antes de dedicarnos unas
palabras el uno al otro, como habíamos planeado. Empezó
Gabriel.
—Siempre dije que nunca iba a poder enamorarme, pero
entonces apareciste tú, y todo cambió. Entraste en mi vida con
decisión, pisando fuerte, y entendí que no es que no pudiera
enamorarme, sino que te había esperado a ti. Eres mi
inspiración, mi alegría y mi amor eterno. Prometo que jamás
voy a soltarte la mano.
Sonreí mientras algunas lágrimas se deslizaban por mis
mejillas, y él las secó de nuevo antes de que hablara yo.
—No voy a negar que desde que nos conocimos supe que
serías mi tormento, porque mira que eras un CEO exigente…
—Volteé los ojos y todos rieron, incluso él—. Pero en el fondo
mi corazón supe, incluso antes que fuera consciente, que eras
especial. Sin que me diera cuenta, entre risas y pasión surgió el
amor. Tú eres mi refugio y mi fuerza, y cada momento a tu
lado es un regalo que atesoro. Prometo que te apoyaré y amaré
siempre, y que jamás voy a soltarte la mano.
Compartimos ese primer beso convertidos ya en marido y
mujer, y nos abrazamos mientras yo seguía llorando.
—Menos mal que llevas maquillaje todoterreno —me dijo
Camila al abrazarme para darme la enhorabuena—. Estás
llorando más que yo el día de mi boda.
—Calla que todavía nos queda la de Anabel. —Reí al verla a
su lado.
—¿La mía? Pero si ni siquiera tengo novio —resopló.
—Porque no quieres, porque sé de cierto subdirector que
está loquito por tus huesos —contestó Camila.
—Y se me resiste —dijo el aludido que se acercó en ese
momento por detrás y rodeó a Anabel con el brazo por la
cintura—. No sé qué más hacer para que entienda que me he
enamorado de ella. —La miró, y Anabel se quedó más callada
que una estatua.
—No bromee con eso, jefe —le pidió ella.
—No es broma, y acabarás creyéndome.
Cuando se fue para charlar con Lucas y Gabriel, Camila y yo
la miramos con la ceja arqueada.
—A ver, nena, que hasta a ti se te nota que te mojas con su
sola presencia.
—Joder, Camila, qué bruta eres. —Reí.
—Vale, espera que voy a sacar un poquito de finura. —
Carraspeó—. Anabel, cariño, que se te nota a la legua que
cuando ese hombre está cerca, te pones nerviosa, se te acelera
el corazón, te sonrojas y te brillan los ojos, te has quedado
pillada por él y el miedo te paraliza.
»Pero una cosa te digo, ese hombre tiene cuarenta años y le
da mil vueltas al niñato con el que salías, y si dice que se ha
enamorado es porque lo ha hecho, porque tú vales más de lo
que imaginas y porque él ya no piensa solo con lo que tiene
entre las piernas.
—Y hasta aquí la finura de Camila, damas y caballeros. —
Volteé los ojos.
—Dime que no tengo razón, Anabel.
—Sí, sí que la tienes, pero yo…
—Cariño —le acaricié la mejilla—, acepta un consejo de
alguien que ha pasado por algo parecido. Deja el miedo a un
lado y lánzate, porque si algo tengo claro es que cuando el
hombre indicado se pone en tu camino, ni, aunque te alejes se
olvidará de ti.
—¡¡Viva la novia!! —gritaron mi madre e Isabela, y las tres
miramos y sonreímos.
—Qué borrachera van a coger esas dos, que llevan a base de
copitas desde hace ya una hora y media. —Rio Camila.
—Pues mira, voy a unirme a ellas, que creo que voy a
necesitar mucho alcohol hoy para no morirme de vergüenza
con mi jefe tan cerca —dijo Anabel y fue hacia donde estaban
ellas dos.
—Un año les doy para que se casen —le dije a Camila.
—Esta noche se deshace entre sus brazos, ya verás.
—La madre que te parió. —Reí.
Nos unimos a la mesa con el resto del grupo, besé a mi
marido y nos sentamos para disfrutar de ese cóctel previo a la
cena. Las risas no se hicieron esperar, y entre bromas, nos
pedían que nos besáramos. Además, había esas miradas llenas
de complicidad compartidas con él, haciendo que el momento
fuera aún más especial.
El resto de la velada continuó de la misma manera;
disfrutando de la comida, brindando por los novios, por mis
padres, por mi suegra y por mi flamante tío, y por todos
nosotros en general, hasta que llegó el momento de abrir el
baile. Fue entonces cuando Gabriel y yo nos quedamos bajo
las luces de los faroles y las guirnaldas, en medio del jardín.
Comenzó a sonar A la primera persona de Alejandro Sanz, y
apoyé la cabeza en el pecho de mi marido que me llevaba en
aquel baile suave y lento a la perfección, como hacía cuando
bailábamos bachata.
Sentía que cada una de esas palabras podíamos hacerlas
nuestras, porque, aunque había habido otras mujeres en su vida
y otros hombres en la mía, nosotros siempre estuvimos
destinados a encontrarnos y estar juntos.
Cuando la canción estaba acabando, noté que Gabriel me
acercaba más a él, acariciando mi espalda con ternura mientras
de fondo sonaba una frase que, sin duda alguna, me estaba
diciendo a mí, y al mismo tiempo yo se la decía a él.
«Y es que a la primera persona que no me quiera juzgar,
pienso entregarle caricias que yo tenía guardadas…»
Capítulo 31

La luna de miel había sido un misterio para mí hasta que


llegamos al aeropuerto de nuestro destino, porque mi querido
marido me llevó durante todo el camino con los ojos vendados
y unos cascos de esos de obrero en los oídos para que no
pudiera escuchar nada.
Por eso cuando aterrizamos y me liberó de todo, me quedé
sin palabras.
Me había llevado a Bali, y nuestro viaje empezó nada más
poner un pie en el aeropuerto Ngurah Rai, en Denpasar, la
capital de la isla.
Lo primero que hicimos fue coger un par de tarjetas para el
móvil para no estar incomunicados durante los días que
pasaríamos allí. Nos subimos a un taco que nos llevó hasta el
hotel que había reservado Gabriel en Ubud.
Tras el trayecto, y una vez hicimos el registro, dejamos
nuestras cosas en la habitación que era una pasada, preciosa,
amplia y con una decoración digna de un hotel de lujo, con
una cama de tamaño extragrande, y salimos para dar una
vuelta por el centro de Ubud.
—Esto es precioso —dije al empaparme de aquel ambiente
balinés.
Y me quedé impresionada cuando llegamos a uno de los
templos, el Pura Taman Saraswati, donde la belleza resaltaba
aún más con esos estanques llenos de flores de loto.
Nos hicimos un montón de selfis y fotos, caminábamos de la
mano y los dos sabíamos que aquel iba a ser un viaje que sin
duda nunca olvidaríamos.
Visitamos el histórico Ubud Palace y el mercado Pasar
Tradicional Ubud, donde, además, aprovechamos para comer
unas deliciosas sate lilit, que eran unas brochetas de carne y
también de pescado mezcladas con especias y coco rallado,
enrolladas en un palito de bambú y asadas a la parrilla.
Acabamos el día en el Monkey Forest que, como bien indica
el nombre, era un bosque lleno de monos en el centro de
Ubud.
Había muchas mamás cargando en brazos a sus crías, y eran
estas las que más se acercaban a los turistas que iban con niños
como diciendo «yo también te presento a mi bebé». Me senté
en un rincón que me gustó para hacerme una foto y, en apenas
unos minutos, me vi rodeada de varios monos que se me
subían por la espalda.
—Corre, Gabriel, que me atacan —le dije con una sonrisa,
pero con un poquito de miedo.
—No te atacan, mi vida, solo están curioseando.
—Una leche, este me ha quitado la goma del pelo —protesté
señalando al que acababa de deshacerme la coleta—. Gabriel,
que se ha puesto a espulgarme, y no tengo piojos.
—Estate quieta, anda, que les doy un poco de pan para que
te liberen.
—Eso, eso, paga mi rescate que me quieren secuestrar los
monos —dije, y el muy cabrito soltó una carcajada.
Pero al menos con el pan que habíamos comprado para darle
a alguno de esos simpáticos monos que querían despiojarme o
quitarme los pelos, consiguió que se marcharan.
Me había hecho varias fotos y la verdad es que parecía que
todos posaban para ellas antes del momento melena al viento,
quedaron bastante bonitas y divertidas.
Regresamos al hotel y tras una ducha, nos metimos en la
cama y caíamos agotados. Ya el segundo día empezaría
realmente nuestra aventura en Bali.
Desayunamos en la habitación con unas vistas dignas de
postal y bajamos para alquilar la moto con la que nos
moveríamos por allí.
Por suerte, mi marido sabía conducirla porque si
dependíamos de mí, habría cogido un taxi para los
desplazamientos.
Ese día lo dedicaríamos a conocer los alrededores de Ubud.
Empezamos por Tukad Cepung Waterfall, que era una cascada
preciosa iluminada por el sol que discurría por una apertura
cavernosa y a la que se llegaba a través de una ruta por la
selva.
Gabriel se había informado, y la mejor hora para visitar la
cascada era a primera hora de la mañana, de modo que no nos
encontráramos con mucha gente y pudiéramos hacer las
mejores fotos.
Y sí, resultó que aquella primera visita hizo que me
enamorara de la cascada más impresionante y bonita que había
tenido el placer de ver en mi vida.
De allí fuimos a Penglipuran Village, un pueblo típico
balinés donde nos adentramos de lleno en la cultura local y
disfrutamos de la gastronomía, como el bebek betutu, que era
un pato marinado y cocido lentamente en hojas de plátano que
le daba un sabor tierno y jugoso increíble.
Antes de salir del hotel, Gabriel me dijo que me pusiera el
bikini, no tenía ni idea de para qué o si pretendía que nos lo
montáramos en medio de la selva y nos detuvieran por
escándalo público, pero al llegar al siguiente lugar que
visitaríamos ese día, agradecí el habérmelo puesto.
Se trataba de Suwat Waterfall, un lugar de fácil acceso y
donde, a diferencia de en la otra cascada en la que habíamos
estado, sí era perfecta para darse un chapuzón.
Y menudo bañito me di, que hasta fotos me hizo mi marido
porque decía que con esa luz y el agua cayendo por mi cuerpo
me veía impresionante.
Tras secarnos y ver las fotos que habíamos hecho,
retomamos el camino hacia la siguiente parada, Goa Gajah, un
templo hindú con varias siluetas de dioses talladas en piedra
que eran realmente impresionantes.
Acabamos ese segundo día en Bali dando un paseo por la
naturaleza en Campuhan Ridge Walk, donde caminábamos
rodeados de campos de arroz, cuyo verde era tan vibrante que
quedaban unas fotos preciosas.
Al igual que el día anterior, regresamos al hotel, cenamos y
tras una ducha nos metimos en la cama, solo que dormir…
dormimos poco.
Y así estaba yo en este tercer día de viaje cuando mi marido
me despertó a horas intempestivas.
—Vamos dormilona, que tenemos que irnos —dijo mientas
me besaba el cuello.
—Pero si no ha salido ni el sol —protesté abriendo solo un
ojo.
—Es que vamos a ver amanecer.
—Vamos hombre, no me fastidies. —Me tapé de nuevo.
—Levanta y vístete, o juro que te llevo así a la calle.
—Gabriel, que estoy desnuda.
—Exacto, así te llevo.
—Y serías capaz. —Le miré con los ojos muy abiertos.
—Y de follarte delante de todo el que quisiera mirar, sí.
—Serás. —Le di con la almohada en la cara y se echó a reír.
Pero sí, me levanté y me vestí a pesar del madrugón.
Después de tomar un desayuno rápido, nos preparamos para la
excursión, donde teníamos un guía y transporte reservado,
junto con otros viajeros.
Tras el trayecto en aquellos todoterrenos, llegamos hasta el
volcán Batur, nos subieron hasta la cima y allí disfrutamos de
un bonito amanecer que no dudé en inmortalizar con la cámara
del móvil en un vídeo que quedó perfecto.
—¿Ha merecido la pena lo de dormir poco? —preguntó.
—Sí, pero no me lo hagas más que se supone que estoy de
vacaciones —le advertí.
—Vale. —Rio y me dio un beso en los labios.
Después ver aquello, nos volvieron a llevar hasta la base del
volcán y de allí fuimos a las terrazas de Tegalalang, donde
comimos y disfrutamos de la preciosa piscina infinita que
había allí con unas vistas a las terrazas que eran una maravilla.
La siguiente parada fue en el templo Gunung Kawi, tallada
directamente en la roca y, aunque para acceder a él había que
bajar más de trescientos escalones, merecía la pena porque
aquel era un paraje precioso que disfrutar.
Cenamos en la calle, en un puesto cerca del hotel donde vi
que tenían un arroz que me llamó la atención y quise probar.
Se trataba de nasi goreng, un plato de arroz frito servido con
pollo, marisco y verduras, y acompañado de un huevo frito
encima. Buenísimo, así estaba.
—¿Estás disfrutando del viaje, preciosa? —me preguntó
Gabriel cuando regresábamos al hotel, caminando con el brazo
por mis hombros y yo agarrándole por la cintura.
—Sí, mucho —sonreí—. Me encanta todo, de verdad, es un
lugar con rincones preciosos, y si no fuera por el trabajo, me
quedaría aquí un mes.
—Volveremos siempre que quieras, este no será nuestro
único viaje.
—Pues más vale que hagamos muchos antes de que lleguen
los niños. —Carraspeé.
—¿Quieres que lleguen pronto? —sonrió de medio lado.
—Yo no, tu madre y tu tío, sí. —Reí.
—Bueno, tal vez en un par de años.
Y para acabar el día, una ducha, un masaje en la espalda y…
me dormí.
Capítulo 32

Los días en Bali habían ido pasando entre risas y sorpresas, y


aún me costaba asimilar que Gabriel, quien al principio me
parecía tan serio y distante, pudiera disfrutar tanto de todo lo
que este hermoso lugar tenía para ofrecer. Era un hombre que,
a primera vista, parecía frío y exigente, pero a medida que
pasaba el tiempo, comenzaba a mostrarme su lado más
divertido y relajado. Cada rincón de esa isla mágica nos
regalaba momentos inolvidables, y me encantaba ver cómo se
iba abriendo a la experiencia, dejando atrás esa fachada de
seriedad.
Habíamos visitado Bedugul y los tres lagos, un lugar
precioso donde me tomé fotos sola y con mi marido con la
cascada Leke Leke Waterfall de fondo, una maravilla a la que
llegamos por un sendero y desde la que fuimos hasta el templo
Pura Ulun Danu Beratn situado a orillas del lago que llevaba
su nombre.
No menos impresionantes fueron las cascadas Banyumala y
Banyu Wana Amertha a las que se accedía rodeando el volcán
Bratan. Como tampoco lo fue visitar y disfrutar de las vistas
que ofrecía Jatiluwih Rice Terrace, uno de los arrozales más
bonitos y considerado Patrimonio de la Humanidad por la
UNESCO.
Otro de los días, mi marido me llevó a un lugar que parecía
un verdadero paraíso en la tierra. Así lo sentí cuando visitamos
algunas de las mejores playas del sur de Bali. Allí, me bañé y
tomé el sol, así como disfruté de la deliciosa gastronomía
local. Cada momento estaba lleno de cariño, con los abrazos y
besos de mi marido, mientras capturábamos un sinfín de
fotografías que se convertirían en recuerdos imborrables de un
viaje maravilloso.
Pero esas no fueron nada comparadas con las playas del día
anterior, ese en el que visitamos las que había en la península
de Bukit y Uluwatu.
Nyang Nyang Beach era un lugar impresionante, y lo más
curioso es que había un avión posado en la cima de un
acantilado, que ofrecía unas vistas espectaculares.
Solo que no eran ni remotamente comparables con el
atardecer más bonito que había visto en mi vida, y lo disfruté
desde el famoso templo de Uluwatuk, donde, además, cada
tarde ofrecían un espectáculo de danza tradicional balinesa que
fue, al igual que contemplar el atardecer en Bali desde los
acantiladas de ese templo, realmente impresionante.
Hoy había sido nuestro último día y decidimos explorar
Ubud una vez más, disfrutando de un paseo relajado por cada
uno de sus rincones y comprando algunos recuerdos para
nosotros y el resto de la familia.
Después de una rica cena, regresamos al hotel. Mientras yo
me daba una ducha, Gabriel estaba hablando con Mateo por
teléfono, por una reunión en la que querían que estuviera
también él como jefe de la agencia. Por suerte, entendieron
que estaba de luna de miel y decidieron posponerla unos días
más.
Tenía los ojos cerrados mientras notaba el agua cayendo por
mi cuerpo y sonreí al pensar en la de recuerdos que me llevaba
de este viaje, y las ganas que tenía de empezar mi vida con
Gabriel como marido y mujer oficialmente.
En la agencia fue una sorpresa para todos que nos
casáramos, pero claro, los más entendidos en esto del amor,
decían que era normal que, pasando tantas horas juntos, nos
hubiéramos acabado enamorando.
Si ellos supieran que empecé odiando a ese hombre y
pensando que me haría la vida imposible en el trabajo…
—Hola —susurró abrazándome desde atrás y me dio un beso
en el cuello.
—Hola —sonreí.
—Hum, qué tentadora está mi mujer esta noche —dijo
mientras deslizaba las manos por mi abdomen.
—Y mi marido muy juguetón, por lo que veo.
—Es que me provocas con tu sola presencia. —Hizo que me
girara y comenzó a besarme en la comisura de los labios.
Poco a poco dejó suaves y cortos besos en ellos y nos
abrazamos, sintiendo el calor de nuestros cuerpos mezclándose
con el del agua que nos cubría por completo.
Sus manos buscaban cada rincón de mi cuerpo al igual que
las mías buscaban el suyo, tocando y acariciando, sintiendo el
modo en el que la piel se erizaba, algo que me gustaba
disfrutar de nuestros encuentros porque sabía que ninguna otra
mujer le había hecho erizarse como lo hacía yo.
Me dio la vuelta de nuevo y pegó mi espalda a su cálido
pecho, rodeándome con los brazos por la cintura mientras sus
labios dejaban un camino de suaves besos de un hombro al
otro.
Masajeó mis pechos y me estremecí en el momento en el que
sus dedos comenzaron a jugar con mis pezones.
Los pellizcaba y tiraba de ellos a cada poco, haciendo que un
gemido tras otro saliera de mi garganta mientras cerraba los
ojos y movía las caderas buscando el roce de su miembro entre
mis nalgas, ese que encontré erecto y preparado para mí.
Se arrodilló a mi espalda y, tras separar mis piernas,
comenzó a deslizar la mano por mi zona íntima, cubriéndola
por completo, haciendo que me excitara más y más. Grité
cuando me penetró con el dedo y, tras unos breves pero
intensos segundos así, me pidió que me girara hasta quedar
frente a él.
No tardó en colocar una de mis piernas sobre su hombro y
comenzar a darme placer y hacer que me enloqueciera con su
lengua deslizándose de manera juguetona entre mis labios
vaginales.
Gabriel me llevó así al orgasmo y cuando se incorporó para
besarme, envolví su miembro con la mano y comencé a jugar
yo también, porque ese era un juego para dos, porque tanto él
como yo disfrutábamos al darle placer a nuestro amante,
amigo y compañero de vida que habíamos elegido para
siempre.
Al igual que hizo primero, me arrodillé yo para acoger su
miembro en mi boca y que sintiera el placer, ese que yo misma
notaba cuando le escuchaba exhalar al notar mis labios
envolviéndole.
Seguí así hasta que le escuché gritar con más fuerza y me
aparté, volví a besarle y dejé que tomara de nuevo el mando de
la situación puesto que, al fin y al cabo, él siempre sería mi
dominante y yo su fiel y obediente amante.
Llevó mis manos hacia la pared, me apoyé en ella y tras
separar las piernas como me pedía con una de sus rodillas,
elevé las caderas y comenzó a penetrarme con fuerza mientras
me agarraba con una mano en la cadera y con la otra
masajeaba y pellizcaba uno de mis pezones.
Los gemidos y gritos que salían de mi boca se mezclaban
con el agua cayendo por nuestros cuerpos y acabando en
nuestros pies, así como con el sonido de nuestras pelvis
encontrándose en cada nueva y profunda embestida con la que
Gabriel arremetía contra mí.
Sentía cómo mi cuerpo se preparaba de nuevo para el clímax
y él, que conocía bien cada una de mis reacciones, aumentó el
ritmo hasta hacerme gritar de nuevo al liberarme.
Sin dejar que me recompusiera me giró, cargándome en
brazos por la cintura y, tras pegar mi espalda a la pared de la
ducha, embistió de nuevo hasta llenarme por completo con su
miembro.
Lo hicimos mirándonos el uno al otro, compartiendo esos
gemidos y jadeos mezclados con algún que otro beso y
mordisco en los labios, y dejamos que nuestros cuerpos
hablaran y se liberaran.
Estallamos llegando al clímax al unísono, gritando mientras
Gabriel seguía entrando y saliendo de mí hasta hacer que el
orgasmo, intenso como ningún otro que hubiéramos sentido,
nos hiciera quedar laxos abrazados el uno al otro y aún unidos
por nuestros sexos.
Nos besamos, y en cada uno de esos besos iban las promesas
que nos hicimos el día que nos casamos, iba ese amor que los
dos sentíamos y siempre sentiríamos hacia el otro, y la
fidelidad que habíamos tenido desde el momento en el que
firmé aquel contrato.
Ahora nos unía otro contrato, uno en el que además de sexo
consentido y cargado de momentos de juegos eróticos, había el
compromiso de que nos amaríamos el resto de nuestra vida y
cuidaríamos el uno del otro, así como de los hijos que en un
futuro llegaran para llenar nuestros días de dicha y felicidad.
—Te quiero, preciosa —dijo mirándome fijamente, una vez
los dos habíamos recobrado el aliento.
—Yo también te quiero, jefe.
—¿Jefe? —Arqueó la ceja.
—Obvio, no voy a dejar de trabajar en la agencia, voy a
seguir siendo la asistente del CEO exigente.
—¿Exigente, yo?
—Sí, tú, señor Gabriel. Eres un CEO muy exigente, el más
exigente para el que he trabajado en mi vida.
—Y, aun así, te has casado conmigo —sonrió de medio lado.
—Ya ves, las locuras que puede hacer una persona cuando se
enamora —resoplé.
—Te amo, Míriam, y te amaré hasta que me fallen las
fuerzas y se me vaya la vida.
—Pues a tus años, más vale que tengas cuidado, que en
treinta igual te da un chungo y enviudo.
—Serás bruja. —Rio.
—Sí, sí, bruja debo ser porque hago que se levante cierta
cosita y sin tocarla. —Me encogí de hombros.
—No puedo contigo, mujer. —Rio de nuevo—. No cambies
nunca, preciosa.
—Ni tú tampoco, quiero que siempre seas mi CEO exigente.
Epílogo

Seis años después…


Quién iba a decir que, poco más de seis años atrás, cuando
conocí al nuevo jefe de la agencia, iba a estar en este momento
de mi vida con él, con lo que le odiaba al principio.
Pero sí, aquí estábamos, felizmente casados y compartiendo
momentos de risas, así como de pasión, porque esos juegos en
el cuarto que había en nuestra habitación seguían siendo
habituales. A veces, él me pedía entrar y otras, era yo quien le
esperaba allí con la puerta abierta y dispuesta para él.
Obvio que seguía trabajando en la agencia como su asistente,
porque había entendido que su tío Martín tenía razón cuando
le decía que no iba a encontrar a ninguna otra como yo.
Compaginábamos muy bien la vida en pareja con la
profesional, y, sobre todo, la vida familiar con nuestros dos
hijos, Miguel y Alejandro, nombre que llevaban con orgullo
por sus abuelos, paterno y materno respectivamente.
Ahora tenían cinco años y eran un par de gemelos igualitos a
su padre, y es que cuando nos dijeron dos meses después de
volver de la luna de miel que esperábamos dos bebés, Isabela,
mi suegra, dijo que el padre de Gabriel tuvo un hermano
gemelo que murió siendo apenas un bebé.
En ese momento hablé con Gabriel y los estuvimos de
acuerdo en que, si venía un tercer hijo sería bienvenido, pero,
si no, tampoco nos importaba porque con dos la casa estaría
llena de alegrías igualmente.
Amábamos a nuestros hijos con locura, y qué decir de los
abuelos. Mis padres encantados con los gemelos, que se los
quedaban muy a menudo para que nosotros pudiéramos salir a
desconectar del día a día y tener esos momentos de intimidad.
Y tanto Isabela como Martín, disfrutaban con sus pequeños
diablillos correteando por la casa cada vez que íbamos de
visita.
Mi antiguo jefe, que finalmente sí se convirtió en mi tío,
aunque político, era un niñero y se notaba que había echado en
falta unos hijos que llenaran de alegría su casa, pero como
decía Isabela y también Gabriel, para eso estaban mis hijos,
para darle la alegría que a él le arrancaban sonrisas cada día.
Porque sí, mis gemelos físicamente eran como su padre, pero
habían heredado mi sentido del humor.
Camila y Lucas tardaron un poquito más en ser padres, pero
hacía ya cuatro años que llegó a sus vidas la preciosa Alicia,
una niña guapa como su madre y lista como los dos padres que
tenía, esos que la amaban con locura y se desvivían por ella.
Y sí, respondiendo a la pregunta, Anabel finalmente cayó
ante los encantos de su jefe, el subdirector de la agencia en la
que aún trabajábamos todos, y que no paró hasta demostrarle
que era ella, y nadie más, la mujer a la que quería a su lado el
resto de su vida.
Se casaron justo un año después que Gabriel y yo, tal como
dije, y hacía tres años que se convirtieron en los felices y
orgullosos papás de Gabriela, una niña que se había ganado mi
corazón y el de mi marido, pues ambos éramos sus padrinos.
Era curioso cómo la vida nos llevaba a veces por caminos
con los que no contábamos, nos cruzaba con gente que
sumaría momentos que nos mantendrían unidos para siempre,
y nos quitaba a otras que lo único que hacían era robarnos la
paz del alma.
No creáis que me he olvidado de mi ex, ese hombre al que
nunca quise volver a ver. Gracias a un juez y todo lo que le
conté sobre lo que pasó la noche en que rompí con él, además
de lo que sucedió cuando lo denuncié por acoso, no volvería a
ver nunca más.
Le impusieron una orden de alejamiento y, si por
casualidades e infortunios de la vida, nos cruzábamos en algún
lugar de la ciudad, él debía alejarse de mí como si yo fuera a
lanzarle un maleficio mortal, palabras de Camila, no mías, que
para estas cosas esa mujer era única.
Pero sí, resultó que, con esa orden judicial, Raúl no volvió a
acercarse a mí, no me llamó, no me dejó flores en la puerta de
casa y no me envió notas con insultos.
Le había perdido de vista para siempre y con él se fue el
peso que cargaba y que tanto dolor me había causado.
Como he dicho, la vida y el destino son sabios al cruzar en
nuestro camino a esas personas que enriquecen nuestra vida,
mientras que, por otro lado, se encarga de alejarnos de quienes
solo aportan negatividad.
A mi lado tenía a la gente indicada, esos amigos que no solo
eran parte de mi vida, sino que se habían convertido en mi
familia. Eran quienes siempre estaban dispuestos a apoyarme,
tanto en los momentos más difíciles de mi vida como en las
etapas de alegría y celebración.
Hoy era uno de esos buenos momentos que teníamos para
compartir todos, pues era la entrega de premios a mejor
agencia de publicidad del año, y la nuestra estaba nominada.
Todos estábamos allí, salvo los niños que se habían quedado
en mi casa con una niñera, sentados en la misma mesa
disfrutando de la cena y esas copas de vino y champán que no
faltaron en toda la velada.
Martín estaba nervioso, otros años la agencia había estado
nominada pero no ganó, y esta vez él decía que tenía un
pálpito, que estaba seguro de que ese premio sería nuestro.
Después de la cena, el maestro de ceremonias subió al
pequeño escenario que había en aquel gran salón del hotel, y
dio las gracias a todos por asistir un año más a esa cena.
—Y ahora sí, no hago esperar más a los candidatos —dijo
haciendo que todos los presentes riéramos—. El premio a la
agencia de publicidad del año es para… —Sacó la tarjeta y
sonrió—. La agencia de Gabriel Díaz.
Todos nos miramos con los ojos y la boca abiertos, Martín
empezó a aplaudir y le dijo a su sobrino que subiera. Gabriel
me dio un beso en los labios y entre aplausos fue a recoger el
premio.
Estrechó la mano de quien se lo entregaba y suspiró antes de
ponerse ante el micrófono.
—Buenas noches a todas y a todos. Felicidades a los
nominados, estoy seguro de que otro año el premio será suyo
—sonrió y todos aplaudieron—. Este premio no es solo mío,
sino de todos y cada uno de los empleados que forman parte
de la agencia. No están todos aquí, pero les hará la misma
ilusión que a mí recibirlo.
»Quiero dar las gracias a una persona que, para mí, lo es
todo, desde el momento en el que me enamoré de ella y
comprendí que la quería a mi lado. Y esa persona es mi
esposa, la mujer más maravillosa y luchadora que he conocido
en mi vida —sonreí lanzándole y beso con los ojos bañados
por las lágrimas.
» Pero me van a permitir que este premio se lo entregue a
quienes de verdad deben sostenerlo; mi madre, Isabela, y mi
tío Martín, quienes tomaron las riendas de la agencia de manos
de mi abuelo, su fundador, y hasta hace seis años que las cogí
yo, mi tío llevó con orgullo y sacó adelante. Subir aquí
conmigo, por favor.
Los dos sonrieron y, juntos de la mano, subieron con Gabriel
y sostuvieron el premio.
—Yo solo quiero decir unas palabras —dijo Martín—, y es
que este premio es de nuestro padre, que una vez puso en
marcha la empresa que quería y la vio crecer hasta que su
último aliento.
Después de recibir unos cuantos aplausos más, los tres
regresaron a la mesa. Tomé la mano de Gabriel entrelazando
nuestros dedos y le di un beso, mientras nos mirábamos con
ese amor que siempre nos tendríamos.
—Felicidades, jefe —dije acariciando su mejilla—. Se
merece el premio por su esfuerzo y dedicación en la agencia.
—Preciosa, el premio lo tengo desde que tú entraste en ese
despacho y me desafiaste.
—Es que era usted un jefe de lo más frío y borde —resoplé.
—¿Sigo siendo exigente? —Arqueó la ceja.
—Sí, sí, y eso que no cambie —sonreí haciéndole un guiño y
volvió a besarme.
Y pensar que todo cambió cuando perdí el vestido en el
ascensor y Gabriel me ofreció una tregua…
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