Un CEO muy exigente - Aitor Ferrer
Un CEO muy exigente - Aitor Ferrer
Un CEO muy exigente - Aitor Ferrer
Me desperté y al abrir los ojos, noté que los rayos del sol que
entraban por la ventana iluminaban la habitación y le daba un
poco más de amplitud.
Gabriel no estaba en la cama, pero escuchaba el agua de la
ducha, suspiré volviendo a cerrar los ojos, recordando con una
sonrisa todo lo vivido la noche anterior.
Unos minutos después, el sonido del agua cesó y la puerta se
abrió, dejando a la vista a un Gabriel desnudo y apenas
cubierto por una toalla que se ceñía a sus caderas. Su torso aún
mojado, con esas gotitas de agua que brillaban y resbalaban
por su piel, y su cabello, húmedo y alborotado, le daba un aire
despreocupado y atractivo.
—Buenos días, preciosa. —Se sentó en la cama y se inclinó
para besarme.
—Buenos días —sonreí.
—¿Qué tal has dormido?
—Diría que bien porque no me he enterado de nada. ¿Qué
hora es?
—Las ocho, hora de desayunar. —Me besó de nuevo.
—Estoy acostumbrada a levantarme mucho antes, incluso
los fines de semana. Hoy se me han pegado las sábanas.
—No, solo que te di un masaje muy relajante y has
descansado.
—Un masaje y un buen meneo, que tengo ciertas partes
doloridas. —Volteé los ojos.
—¿En serio? Déjame ver. —Retiró la sábana y el muy
jodido me lamió un pezón y después el otro, al tiempo que
llevaba la mano a mi entrepierna.
—Oye —protesté, pero me reí al ver su pícara sonrisa de
medio lado, y sí, le dejé hacer lo que quisiera.
¿Y qué hizo? Pues degustar mis pechos a conciencia, tocar el
clítoris y penetrarme con dos dedos, además de jugar con la
lengua en esa misma zona hasta que me arrancó un grito de
placer al hacerme alcanzar el clímax.
No lo hicimos, solo me dio placer a mí y eso me llamó la
atención y al mismo tiempo me demostró que Gabriel no
siempre pensaba en su propia satisfacción primero.
Me dijo que fuera a darme una ducha y él se puso unos
pantalones de chándal negros antes de salir de la habitación.
En la ducha, me tomé mi tiempo, disfrutando del calor del
agua cayendo por mi piel y de la sensación de relajación que
notaba en todo mi cuerpo. A pesar de que habíamos tenido una
experiencia sexual increíble y agotadora, ese instante de
tranquilidad me permitía relajar cada músculo y disfrutar de la
paz que me brindaba el agua.
Cuando salí del cuarto de baño, vi que había una bolsa de la
tienda de Paula junto a la cama y sonreí. No me podía creer
que ese hombre hubiera hecho un domingo que su amiga le
enviara ropa para mí.
Al abrirla vi unos jeans ajustados, un jersey de manga corta
fino, ropa interior y unos zapatos de tacón que se veían
bastante cómodos. Me sequé el pelo con la toalla lo suficiente
para poder peinármelo y que se terminara de secar al aire, me
vestí y bajé a la cocina donde sabía que estaba Gabriel
preparando el desayuno.
—Ese café huele de maravilla —dije al entrar y me senté en
uno de los taburetes frente a la isla.
—Es mejor que el que hay en la agencia, sin desmerecerlo,
que conste —respondió girándose con dos tazas y dejando una
delante de mí.
—Pero no es del Starbucks, ¿a qué no? —Arqueé la ceja.
—No —sonrió.
Di un sorbo y sí, admití que estaba bueno y tenía un sabor
suave que me gustó mucho.
Gabriel había tostado pan y en un plato vi que había servido
fruta fresca troceada que no dudé en comer.
—No sabía que fueras un cocinillas —dije al ver que traía
jamón loncheado, tomate y aceite para el pan tostado.
—Me defiendo con los desayunos. —Se sentó a mi lado—.
Pero también se me da bien cocinar pasta, además de un rico y
sabroso plato de huevos rotos con jamón.
—Oh, qué ricos.
—Puedes quedarte a comer, te serviré los mejores huevos
que hayas probado en tu vida.
—Como diría mi amiga Camila, seguimos hablando de los
huevos de comer, ¿verdad? De esos que ponen las gallinas. —
Arqueé la ceja y él se echó a reír.
—Sí, seguimos hablando de esos huevos.
—Tentador, pero quiero descansar, mañana empiezo de
nuevo la rutina en el trabajo y tengo un jefe que es un
caprichoso y muy exigente. Seguramente que me envíe a por
café fuera de la oficina —dije mientras me llevaba un trozo de
kiwi a la boca.
—Dime quién es tu jefe, que le hago una visita. —Me siguió
el juego.
—Tranquilo, que yo solita me basto para mandarle a la
mierda.
—Cierto, ya me mandaste una vez. —Dio un sorbo a su café.
—Admite que llegaste pisando fuerte y con una chulería que
no es normal.
—Pensaba que te acostabas con mi tío y que querías su
dinero.
—Cómo se nota que no me conocías.
—Por cómo hablaba mi tío de ti cuando nos veíamos, te
aseguro que daba la sensación de que fueras algo más que una
asistente para él.
—Te lo dije, siempre he sido como una hija. El señor Martín
me aprecia mucho.
—Lo sé, pero no quería que una chica joven como tú se
pudiera aprovechar de él y quisiera sacarle hasta el último
céntimo. Lo he visto antes en algunos conocidos, y no iba a
permitir que le ocurriera a mi tío.
—Puedes estar tranquilo, no voy a por el dinero de tu tío.
Ahora voy a por el tuyo. —Me encogí de hombros, y él arqueó
la ceja—. Eres el nuevo jefe, tú pagas las nóminas, por ende,
voy a por tu dinero.
—Dios, eres única para hacer que alguien se quede sin
palabras. —Rio—. Desde luego que a mi tío siempre le
gustaste, y veo por qué. Tienes esa manera de ser que da vida a
cuantos te rodean.
—Mañana llamaré a tu tío para ver cómo está, y le diré que
la tregua entre nosotros va muy bien, que ya no eres un toca
ovarios.
—Pregúntale si te envió él las flores, si lo hago yo quedaría
un poco raro, empezaría a hacerme preguntas y no creo que le
gustase saber que me acuesto con su antigua asistente.
—Y que me quieres enseñar tu cuarto de juegos, y no
precisamente de mesa —sonreí.
—Una mesa sí que hay. —Carraspeó mientras se acercaba de
nuevo el café a sus labios para dar un sorbo.
—Entonces, me estás diciendo que tras la puerta cerrada con
llave que hay en tu habitación, ¿tienes un cuarto de juegos
oculto?
—Sí.
—Dios mío, no sé si estoy preparada para…
—Tranquila —me cortó—. No es como si lo que hay allí
fuera la mazmorra de un viejo castillo con cadenas, grilletes y
algunos instrumentos de tortura. Son solo juguetes diseñados
para el placer. Y sé que los disfrutarás.
—¿Qué tipo de juguetes? —pregunté porque la curiosidad
me podía.
—¿Quieres verlos?
Me quedé mirándole con los ojos muy abiertos y pensando
que debía estar loco para hacerme esa pregunta, pero en su
mirada vi que hablaba completamente en serio y que estaba
más que dispuesto a mostrármelo.
—Creo que mejor me espero a estar más preparada para eso.
—¿Segura? No voy a pedirte que te recuestes en la mesa
abierta de piernas y me dejes jugar contigo.
—Calla, que me estás incitando a pecar —le dije dándole un
leve golpecito en el pecho, ese que aún tenía desnudo porque
seguía llevando solo esos pantalones de chándal como única
prenda de ropa.
—Tenemos un contrato, ¿recuerdas? —Bebió café y dejó la
taza en la isla.
—Ajá, sí.
—Yo ordeno, y tú obedeces.
—Dentro y fuera de la agencia, sí.
—En ese caso, preciosa, ven aquí. —Extendió la mano para
que se la cogiera y cuando lo hice, poniéndome en pie, tiró de
mí hasta colócame entre sus piernas.
Comenzó a besarme y poco a poco me fue desnudando,
primero el jersey y el sujetador, llevándose uno de mis pechos
a la boca para lamer el pezón y mordisquearlo a su antojo.
Tras hacer lo mismo con el otro, se puso de pie para
agacharse ante mí, quitarme los zapatos, los jeans y el tanga.
Una vez me tuvo desnuda por completo, me hizo apoyar
ambas manos en la isla separando las piernas y elevando mis
caderas.
Llevó la mano a mi sexo y me excitó en apenas unos
segundos, humedeciéndome de tal manera que cuando me
penetró con una fuerte embestida lo hizo con tanta facilidad
que ambos gemimos ante el contacto.
No se detuvo, Gabriel siguió entrando y saliendo de mí una y
otra vez, rápido y con fuerza, haciendo que gritara mientas me
hacía enloquecer de placer y sentía todo mi cuerpo
estremecerse.
Fue un momento intenso, donde ambos llegamos al clímax
casi al mismo tiempo, solo unos minutos después de que
comenzamos a besarnos con esa misma pasión que él había
demostrado en otras ocasiones.
Se quedó pegado a mi espalda rodeándome con un brazo por
la cintura hasta que ambos recobramos el aliento.
—Quédate a pasar el día conmigo —me pidió mirándome a
los ojos—. Prometo llevarte para que te vayas pronto a la
cama.
—¿Y me vas a meter tú en ella y a arroparme? —pregunté.
—Preciosa, si subo a tu casa, te aseguro que mañana
llegaríamos tarde al trabajo los dos.
—Entonces no, mejor me acuesto yo solita.
—Pero te quedas.
—Me quedo, solo porque quiero probar esos huevos.
—Los que ponen las gallinas —dijo repitiendo mis palabras.
—Y los otros —susurré y negó sonriendo.
No sabía qué tenía Gabriel, pero me hacía ser descarada con
él, más de lo normal, y que al mismo tiempo le deseara como
no creí que fuera a pasar por lo mucho que le empecé a odiar.
Capítulo 20
Opté por ponerme unos jeans negros con una camisa azul
cielo y los zapatos de tacón, me recogí el pelo en una coleta
alta y, como solo tenía el pintalabios rojo en el bolso, ese fue
el único toque de maquillaje que puse en mi rostro.
Al verme aparecer en el salón con los jeans, Gabriel sonrió
diciendo que debería haberme puesto una falda, a lo que
respondí que este era el único modo de que no intentara
meterme mano, y soltó una carcajada.
Estábamos llegando a casa de su tío y la verdad es que iba
un poquito nerviosa, conocía al señor Martín desde hacía años,
pero siempre le vi en la agencia, siendo mi jefe y yo su
asistente.
Por no hablar de que la madre de Gabriel también estaba allí
y, por muy simpática y agradable que me pareció la noche que
la conocí, no dejaba de sentir vergüenza por estar con ellos y
mentirles, puesto que no íbamos a contar que nos estábamos
acostando.
Sabía que mi antiguo jefe vivía en una de las mejores y más
lujosas urbanizaciones de la ciudad, pero no había estado
nunca en su casa y, cuando Gabriel paró ante una puerta
corredera de color negro y esta se abrió para darnos paso, me
quedé impresionada.
Solo con ver el exterior de la casa, se podía apreciar que
aquella unifamiliar de dos plantas combinaba elegancia y
confort. La fachada era moderna con detalles de arquitectura
muy sofisticados, tenía grandes ventanales y eso permitía que
la luz natural entrara en toda la casa.
Gabriel aparcó en la zona habilitada como garaje y, aunque
estaba en el exterior, se podía llegar a la puerta de entrada por
un camino techado.
Cuando llamó al timbre nos abrió una joven rubia y
sonriente.
—Señor Gabriel, bienvenidos —dijo haciéndose a un lado
para dejarnos pasar.
—Gracias, Melisa.
No debía tener más de veinticinco años, y por cómo miraba,
estaba claro que le parecía atractivo. No la culpaba, ese
hombre de cuarenta años exudaba atractivo por cada poro de
su piel.
Cuando la chica se dio cuenta de que la miraba, apartó su
mirada avergonzada e inclinó la cabeza. Sonreí, y cuando
Gabriel sacó el móvil del bolsillo para atender un mensaje, me
acerqué a ella para susurrarle.
—Tranquila, a mí también me parece muy atractivo, pero no
se lo digas a nadie. —Le hice un guiño y ella sonrió al tiempo
que asentía.
—¿Dónde están mi tío y mi madre, Melisa? —le preguntó.
—En el salón, le están esperando.
Gabriel me indicó que le siguiera y, dado que estábamos en
casa de su familia, no hizo ni el intento de cogerme de la mano
para llevarme hasta donde nos esperaban.
Mientras caminaba, no podía dejar de admirar todo en esa
casa. Al cruzar la puerta, nos recibió un amplio vestíbulo que
daba paso un pasillo por el que llegamos hasta un luminoso
salón, decorado con acabados de una alta calidad y diseño
contemporáneo. Contaba con una chimenea y grandes
ventanales que se abrían a una terraza cubierta, que debía
hacer las delicias de mi antiguo jefe en las reuniones
familiares para comer o cenar al aire libre en cualquier época
del año.
Y allí sentados estaban él y su hermana Isabela, ambos de lo
más elegantes, tomando una copa de vino.
Cuando Gabriel saludó, se pusieron de pie y se acercaron a
abrazarle y besarle para después hacer lo mismo conmigo.
—Quién me iba a decir que al final sería mi sobrino el que te
convenciera para venir a comer a mi casa —me dijo el señor
Martín con una bonita sonrisa.
—Y a mí, y a mí. —Reí.
—Mi hijo puede ser un poquito difícil de tratar en el trabajo,
pero es un buen hombre —comentó Isabela.
—Qué vas a decir tú, si eres su madre. —El señor Martín
volteó los ojos—. ¿Una copa de vino, chicos?
Ambos asentimos y él llamó a Melisa, que no tardó en
aparecer, y le pidió un par de copas para nosotros.
Mientras esperaba, miraba las fotos que había allí con el
mayor disimulo que podía, hasta que me encontré con una de
mi antiguo jefe y su esposa, y no pude evitar acercarme para
verla mejor. Era una mujer muy guapa y elegante, y él la
miraba con un amor que se percibía incluso en esa imagen.
—La amé cada día, y aún lo hago. —Miré por encima de mi
hombro al escuchar al señor Martín hablar, y me entregó la
copa.
—Era muy guapa.
—Sí que lo era —sonrió—, me robó el corazón sin que me
diera cuenta, y se lo entregué para siempre. No habrá otra
mujer en mi vida, porque no sabría ni podría amarla como la
amé a ella.
—Eso es muy bonito, Martín —le dije poniendo el brazo en
su hombro.
—Me has llamado Martín, estoy en mi día de suerte —
sonrió—. Ven, te enseñaré el resto de la casa.
Dejamos a Gabriel y su madre allí y me llevó hacia al pasillo
opuesto al que habíamos usado nosotros para llegar, donde me
mostró una pequeña habitación que usaba como oficina y un
cuarto de baño para las visitas. Un poco más adelante estaba la
cocina.
Era amplia y muy espaciosa, equipada con todo lo mejor del
mercado, con muebles en madera blanca brillante y una isla en
el centro donde sin duda Martín disfrutaría de los desayunos.
Allí estaba Melisa con una mujer a la que se parecía mucho
y que resultó ser Raquel, su madre, quien llevaba toda la vida
trabajando en casa de Martín.
Junto a la cocina se encontraba el comedor que, aunque
espacioso, tenía un ambiente muy cálido y acogedor. Contaba
con un gran ventanal que daba acceso al jardín y un pequeño
porche, perfecto para relajarse y disfrutar de una buena taza de
café.
Me llevó hacia las escaleras para ir a la planta alta y allí me
mostró las habitaciones. La principal era una maravilla, con
vestidor y cuarto de baño, así como un rincón junto a la
ventana con dos sillones y una mesita en el centro donde me
dijo Martín que a su mujer le encantaba pasar las tardes
leyendo y tomando café.
Las otras dos habitaciones también eran amplias, con un
armario empotrado que ocupaba una pared completa y cuarto
de baño en cada una de ellas. Isabela estaba instalada en una, y
la otra era la que solía ocupar Gabriel cuando venían de visita.
Regresamos a la planta baja y me llevó al exterior para
mostrarme el extenso jardín.
Aquello era un paraíso, sin duda alguna, todo perfectamente
cuidado y con una gran variedad de plantas y flores que le
aportaban un toque de color y frescura que contrastaba a la
perfección con el estilo moderno de la casa.
Había un camino de piedra que serpenteaba a través del
jardín y por el que llegamos a una zona de descanso con
muebles de exterior y una pérgola a modo de caseta que me
dejó enamorada. Por no hablar de la piscina que tenía al otro
lado, rodeada de tumbonas.
—Martín, me he enamorado de esta casa —dije sentándome
en uno de los sofás en la zona de la pérgola—. Cuando
encuentre al hombre de mi vida me vas a tener que prestar
estos jardines para celebrar la boda.
—Eso está hecho, ya sabes que te quiero como si fueras de
mi familia.
—Que no te escuche tu sobrino, a ver si va a pensar que me
vas a incluir en tu testamento.
—¿Y quién dice que no lo estés ya? —contestó dando un
sorbo a su copa de vino así, como si nada, y yo a punto estuve
de ahogarme con el que acababa de dar— Es broma, mujer, no
me mires así —sonrió.
—Pues no me digas esas cosas.
—Es que a lo mejor es verdad.
—Martín, por Dios, que me muero aquí mismo.
—No, hombre, no te mueras, que mi sobrino no va a
encontrar a otra como tú.
Y por la sonrisa que me dedicó en ese momento, no sabía si
lo decía porque era una asistente difícil de sustituir, o porque
sospechaba que entre Gabriel y yo había algo.
Pero me quedé con la duda en cuando escuchamos a Isabela
llamándonos para entrar a comer.
Fuimos hacia la casa y salimos a la terraza donde ya habían
preparado la mesa para comer allí y nos esperaba la comida
servida.
Había tostas variadas como entrante, un plato con embutidos
y algo de marisco, Isabela me dijo que el asado estaba ya
reposando en el horno para servirlo después.
Nos sentamos a comer y como era de esperar, la
conversación transcurrió en torno a Gabriel y a mí en la
agencia.
—Me alegro de que os llevéis mejor, en serio. Míriam es una
mujer maravillosa, Gabriel, y como asistente no tiene precio.
—Sí que tengo, que me gano el suelo —dije y todos rieron.
—Y por eso la aprecio tanto —sonrió Martín—, porque con
ese humor tan suyo y la manera de hacerme reír a mí, me hizo
ver los días un poco más coloridos cuando no me encontraba
bien.
—No te voy a negar que es una asistente muy aplicada y
eficiente, tío, pero sigue sin obedecer en algunas cosas —
contestó Gabriel que, sentado a mi lado, no dudó en llevar la
mano a mi muslo hasta rozarme la entrepierna con los nudillos
haciéndome tragar saliva.
—¿Y qué asistente o secretaria no tiene un poco de rebeldía
a veces, hijo? —dijo Isabela— Sobre todo si tiene un mal día.
—O su jefe es un poquito insoportable además de exigente
—añadí yo.
—¿Soy exigente? —Arqueó la ceja y seguía con la mano en
mi entrepierna, esta vez tocando directamente con los dedos en
el centro de mi zona íntima, aun por encima de la ropa.
—Demasiado exigente, señor Gabriel.
—Ah, no vas a conseguir que se le quite la manía de
llamarte así —le dijo Martín—. Asúmelo, sobrino, eres un
señor de cuarenta años.
Isabela rio y Gabriel me dedicó esa perversa sonrisa de
medio lado sin dejar de tocarme. Intenté quitar su mano de mi
entrepierna, pero arqueó la ceja, lo que me dejó claro que, si
trataba de hacer algo más, podrían pillarnos su madre y su tío.
Seguimos comiendo y el asado estaba realmente buenísimo,
tierno y jugoso como los que preparaba Luisa en su asador.
Nos pusieron de postre un delicioso pastel de queso con
cobertura de frutos rojos que estaba delicioso, y para terminar
tomamos café.
Gabriel y su tío se disculparon con nosotras y entraron para
ir a la oficina.
—Mi hermano no va a dejar nunca de estar pendiente de la
agencia —comentó Isabela con un leve suspiro y una sonrisa.
—Eso me temía yo cuando me dijo que se jubilaba y que
sería su sobrino quien ser haría cargo de todo.
—Sí, no es lo mismo que esté en manos de la familia que en
manos de alguien externo. Si la hubiera vendido no estaría tan
pendiente.
—¿Y por qué no la vendió? No pretendo ser cotilla, pero, me
comentó que el señor Gabriel había vendido su empresa para
mudarse aquí y ponerse al frente de la agencia.
—No quería que sus empleados perdieran el puesto de
trabajo —contestó—. Con mi hijo sabía que podría mantener a
todo el mundo en su puesto, pero si la vendía, estaba claro que
quien se quedara con ella prescindiría de muchos de vosotros.
»Mi hermano siempre quiso tener hijos que se hicieran
cargo de la empresa que fundó nuestro padre, y al no poder,
estuvo durante mucho tiempo hablando conmigo para ver si
me parecía bien que Gabriel fuera el nuevo jefe al jubilarse él.
»Le dije que por mí sí, pero que esa decisión sería de mi
hijo llegado el momento. Gabriel adora a mi hermano tanto
como adoraba a su padre, siempre ha sabido que esa agencia
era importante no solo para mi hermano sino también para mi
difunto marido, al igual que para mí y su abuelo, y por eso no
dudó en vender su empresa y ponerse al frente de la agencia de
publicidad.
—¿Alguna vez ha tenido novia? —Era pregunta inocente
pero llena de curiosidad, y ella lejos de tomárselo a mal, se
echó a reír.
—No soy tonta y sé que ha tenido alguna que otra aventura,
incluso supe que la asistente que tenía en su empresa fue una
de ellas, pero nunca ha tenido novia, siempre estuvo muy
centrado en los estudios y después en el trabajo. Y es una
pena, porque yo ya tengo una edad y, como toda mujer, quiero
nietos —sonrió.
—Pero estás estupenda, en serio, no aparentas los setenta
años que tienes.
—Gracias, querida —seguía sonriendo y me dio un apretón
en la mano—. Quiero a mi hijo, pero en el fondo es como mi
hermano y sé que, cuando se enamore, lo hará de tal manera
que, si perdiera a esa mujer, jamás podría amar a nadie más. Y
si tarda en llegar esa mujer, estos ojos no llegarán a ver a mi
hijo enamorado, nunca.
—Si hay algo que mi padre dice siempre y estoy convencida
de que tiene razón, es que todo lo que es para nosotros acaba
llegando a nuestras vidas, aunque tarde en hacerlo.
—Y tú qué, ¿tienes pareja?
—Tuve, pero se acabó. —Aparté la mirada.
—Te hizo daño, ¿verdad? —asumió al ver mi reacción.
—Más del que pensé que me podría hacer.
—¿Hubo otra persona de por medio? —Curioseó.
—No, eso me habría dolido mucho menos, la verdad.
—¿Entonces? Puedes contármelo sin miedo, Míriam, a veces
viene bien hablar del dolor del pasado.
—Sí, pero hay dolores que no es bueno recordar, al igual que
hay líneas que es mejor no cruzar.
—Debió hacerte mucho daño, y lo siento. Los hombres
deberían cuidar a la mujer que los ama como si fueran si buen
más preciado.
—Eso es lo que me dijo Martín —sonreí.
—Entonces, mi hermano lo sabe.
—Sí. —La miré de nuevo—. Es la única persona de mi vida
que lo sabe.
—Así que ahora entiendo por qué no solo te aprecia como
asistente, sino que te quiere como si fueras de la familia. —Me
dio un leve apretón en la mano.
—Ya estamos de vuelta —anunció Martín.
—¿Es que no vas a dejar nunca de estar pendiente de la
agencia, hermano?
—Mamá, eso es como preguntarle a un niño si alguna vez
dejará de comer dulces —dijo Gabriel volteando los ojos.
—¿Quién quiere una copa de licor? —propuso Martín
ignorando a ambos.
—Yo es que, debería irme a casa —respondí.
—¿Te espera un novio, o algo así? —Martín arqueó la ceja.
—Sabes bien que no —sonreí—, pero quiero descansar el fin
de semana.
—Mañana descansas, hoy estamos en familia —dijo como si
nada, entrando de nuevo a la casa para volver poco después
con cuatro vasos y una botella de licor.
Al final, nos quedamos Gabriel y yo allí el resto de la tarde,
incluso cenamos con ellos, que me dijeron que querían volver
a verme por allí más a menudo.
No conseguí saber si tanto el tío como la madre de Gabriel
intuían lo que realmente pasaba entre nosotros, pero de ser así,
ninguno de los dos dijo nada.
La verdad que había sido un buen día, de esos que, al igual
que Martín, yo también estaba echando de menos.
Capítulo 26