Cristian Aguilera Ruiz_Mientras las luces brillen

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 247

MIENTRAS LAS LUCES BRILLEN

Cristian Aguilera Ruiz


Para la persona que fue y es mi segunda madre. Para ti, tita, por haber
supuesto una pieza fundamental en mi vida y por tu cariño incondicional.

A ti, Adrián López, por haberte sumado a esa familia que se hace
fuera de casa y que no esperaba encontrar, por salvarme el culo con todas
mis tonterías y por dominar las páginas de Word.

Como no podia ser de otra manera, en esta ocasión dedico esta


historia a la cara que la representa. Gracias, Rubén, por ser de esas
personas que se te clavan en el corazón, que no entienden de tiempo ni de
kilómetros. Probablemente necesitase cinco páginas para expresar todo lo
que se me pasa por la cabeza. Pero, de momento, espero que recuerdes lo
cerca que estás siempre de mí.

Y, por último, a todos aquellos y aquellas que decidieron ser ellos


mismos, que aprovecharon cada golpe para crecer más y más y que,
también, se hallan inmersos en el viaje más importante de todos.
ÍNDICE DE COTENIDOS
Contenido
Primera parte
Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Capítulo VII
Capítulo VIII
Capítulo IX
Capítulo X
Segunda parte
Capítulo XI
Capítulo XII
Capítulo XIII
Capítulo XIV
Capítulo XV
Capítulo XVI
Sempiterno I (La tormenta)
Sempiterno II (Huracanes)
Sempiterno III (Relámpagos)
Sempiterno IV (La calma)
Epílogo
Primera parte
Capítulo I

Cuando vas muy mamado, te acaban de cerrar el último garito, y te ves tirado a las cuatro de la
mañana en un banco, solitario y frío, tienes dos opciones: volver a casa, o rematar la noche con
un buen homenaje.
Yo soy más de lo segundo.
Es entonces cuando accedes a Grindr. ¿Procedimiento? El habitual, el de siempre. Ves los
perfiles de los otros maricas, cuyas caras, torsos o imágenes aleatorias seleccionadas como foto
de perfil, conoces más que a tu propia madre. Aquí existen tres grupos, cómo no. En primer
lugar, esos con los que ya has follado y pasas de repetir, sobre todo cuando no eres de segundos
encuentros.
Y no es mi caso.
¿El segundo? Básicamente, está compuesto por todos aquellos a los que escribiste, y
pasaron de ti. Puede que no respondieran a tus tabs, a tus saludos, o quizá marearan un rato la
perdiz para terminar pasando. El caso es que, reúne a esos que quieres catar, y están vetados.
Luego, finalmente, para terminar, mención singular a los que no te molan, a los que ignoras o
haces el lío igual que los de la segunda agrupación hacen contigo. Es lo normal que, después de
un exhaustivo análisis, comprendas que, definitivamente, no.
Lo que buscas, no está ahí.
La carne nueva no es habitual, y no importa cuántas veces deslices hacia arriba o hacia
abajo. La pregunta es...
¿Qué hacer en estos casos?
Bueno, básicamente, te rindes a la resignación. Estás cachondo, y de seguro no vas a
volver a casa, porque la masturbación es triste e insatisfactoria. Das una nueva vuelta a la app.
Los perfiles no cambian, sólo lo hace el enfoque, la percepción. Atiendes por supuesto al tercer
grupo, a los que hasta el momento habías decidido ignorar. No queda otra, no hay más opciones.
Comienzas a verlos de otro modo. Lo mismo el pelo rubio oxigenado de aquel no se ve tan
ridículo en persona, o los kilos de más de ese otro tampoco son para tanto... ¿no? La experiencia
te hace sabedor de que, personas horribles, pueden aportar maravillosos polvos. Cuestión de
química, supongo. O tal vez de una buena sorpresa entre sus piernas, que barra un poco la cara
de mustio o una incipiente calvicie.
La vida es arriesgar, dejarse sorprender.
Así que, sin más preámbulos, le escribes de una vez al afortunado al que has decidido
conceder tu ansiada compañía por esta noche. Tampoco puede ser el típico mojigato que no pasa
de unos cuantos besitos en la primera cita, especialmente si pretendes que no haya una segunda y
no quieres irte a la cama con un buen dolor de huevos. Suele responder enseguida, salivando
como un animal, a la espera de que le des lo mejor de ti, y no hablo precisamente del interior.
Vas a su casa, viene a la tuya si dispones de sitio, el coche o cualquier otro lugar público capaz
de proporcionar cierta intimidad. No es tan difícil, ¿verdad? Follas, al fin y al cabo. Vale, quizá
no siempre acabes tan extasiado como esperabas.
Pero un polvo es un polvo.
—Xavi, eres un puto cerdo –me diría Arturo, mi mejor amigo, igual que ocurre siempre
que le expongo mis procedimientos.
Su vida es diferente, sus aspiraciones. Se casó hace años. Con ello no quiero decir que
haya habido ningún tipo de matrimonio en realidad. Simplemente, la vida conyugal que lleva con
su chico es la misma que la de cualquier padre de familia con cuatro churumbeles, llorones e
insoportables.
En cualquier caso, anoche...
Las cosas surgieron de otro modo. La fase de resignación no fue necesaria. Estuvo a punto,
sí. Pero finalmente, no fue necesaria.
Sucedió en el último segundo, cuando me escribió un tal Nacho28. Típico perfil sin foto de
los que suelo ignorar, y lo habría hecho de no ser porque, junto al saludo, me envió una imagen.
El tío me puso cachondo al instante, él y sus abdominales en realidad. Aparecía recostado en su
sofá, sin camiseta y con una expresión en la cara que me hizo comprender de inmediato que
estábamos a punto de pasárnoslo realmente bien juntos. Su casa quedaba a tomar por culo, y tuve
que pillar un taxi, que me condujo a un barrio alejado del centro y que no había pisado en mi
vida. Mereció la pena, eso sí. Me invitó a un par de copas más y amé mi adquirida y fuerte
tolerancia al alcohol. Otro se habría desmoronado, o bien no le habrían quedado fuerzas para
cumplir.
No fue mi caso.
Él apenas bebió. Charlaba conmigo, mientras se fumaba un porro de maría que nublaba la
estancia, aunque quizá fuera cosa de mi creciente mareo. Comenzamos a montárnoslo ahí
mismo, en el sofá que había visto antes en la foto. Creo que de este no voy a olvidarme, sobre
todo por lo épico del momento en que descubrí lo que encerraba adentro de sus calzoncillos, a
punto de reventar. Acabamos arrastrándonos al dormitorio y echamos uno de los mejores polvos
que recuerdo. Vale que mi memoria no sea muy buena, pero aun así. No sabría decir el número
de gente con la que me lo he montado, de modo que es toda una proeza quieras o no. Terminé tan
exhausto que, entre eso y la cogorza, no recuerdo el instante en que me dormí.
Eso explica por qué he amanecido en su cama, situada en un dormitorio que nada más abrir
los ojos era incapaz de recordar. Él no está, me ha escrito un mensaje, en el que me avisa que
tenía que salir y que pille algo de desayunar si me apetece, antes de largarme.
—Es majo el Nacho –comento con voz de ultratumba, mientras me incorporo con suma
torpeza y echo un vistazo alrededor, en un intento claramente fallido de localizar mi ropa entre
toda esta penumbra.
Estoy a punto de alzar la persiana, pero logro dar con el dichoso interruptor de la luz. Sólo
localizo uno de los calcetines, y la cosa comenzó en el salón, así que quizá no haya tenido ningún
sentido buscar aquí en realidad. Me cuesta mucho pensar. Despertar siempre es duro, y la reseca
no ayuda. Tampoco el hecho de que mi mente esté ahora mismo muy lejos de aquí, divagando
directamente hacia...
<<Xavi, céntrate —me pido.>>
Al fin y al cabo, eso ya está arreglado y son cerca de la una, con lo que, si espero llegar a
tiempo, lo primero es pirarme de aquí.
Me pongo el calcetín y salgo al pasillo, tan viejo como el resto de la casa. El salón,
pequeño y recargado, queda a la izquierda. Doy gracias al cielo cuando, nada más entrar,
encuentro el resto de la ropa sobre el sofá y alrededores. Procedo a vestirme y, lo único que falta,
es el otro calcetín. Busco por todas partes, bajo la atenta mirada de numerosas personas que me
observan desde los marcos de sus fotografías. Recuerdo que, el tal Nacho, me comentó que esta
era la casa de su abuela, lo que explica tanto la decoración como el exceso de cuadros y fotos.
Esto parece el puto Hogwarts y sigo sin encontrar ese calcetín.
Estoy perdiendo demasiado tiempo, de forma que decido prescindir de él. Me meto las
converses negras, a juego con la camiseta y los vaqueros cortos, y me paso por la cocina. Ayer
no estuve aquí, había que volver al pasillo, puerta de enfrente. Mis ojos detectan al instante un
paquete abierto de Filipinos blancos, mis favoritos. Cojo cuatro y me los meto en la boca de
golpe. Mientras intento sobrevivir al atragantamiento, nueva incursión al salón para recuperar mi
riñonera, oculta detrás de un cojín. Supongo que el fragor de la batalla tuvo algo que ver.
Por último, paso por el baño para lavarme la cara y comprobar que tengo un aspecto
terrible.
—¡Hasta nunca, Nacho28! –exclamo, ya en el recibidor, como el auténtico zumbado que
soy, abriendo la puerta y saliendo al rellano.
Cierro y llamo al ascensor. Bajaría por las escaleras, pero ayer llegué en muy malas
condiciones como para recordar en qué piso estoy, y no hay rastro de la típica plaquita que lo
indica, al parecer en todos los edificios del mundo menos en este. La puerta metálica emite un
chirrido horrible y la cabina es tan vieja como el rellano, el apartamento de Nacho y hasta el aire
que se respira. Sólo una vez he pulsado el 0 y desciendo, entre incesantes traqueteos, me planteo
la posibilidad de quedarme encerrado aquí y ahora. Eso me pone realmente nervioso, me corta el
rollo. No es que tenga miedo a los ascensores. Para nada. De hecho, cualquier otro día, me daría
bastante igual. Tampoco es que cuente con grandes ocupaciones ni cosas que hacer, o tendencia
alguna a ponerme histérico. Hoy, sin embargo, creo que me daría un ataque. Así que básicamente
doy gracias a Dios, el karma o el jugador de Los Sims que domina este mundo, cuando el corto
trayecto finaliza y salgo libre y campante a un portal, estrecho y cutre.
Afuera me encuentro bajo un día soleado, que de normal me la pelaría bastante, pero me
resulta especialmente simpático hallándome en un lugar nada familiar. Tampoco es que pueda
ver demasiado desde aquí en realidad, apenas un rectángulo de cielo. La calle no es muy ancha y
los edificios son altos, fachadas de ladrillo marrón oscuro. No existe separación entre ellos y me
da la sensación de estar atrapado en una fortaleza, más claustrofóbica que ese ascensor del que he
logrado escapar.
Me aproximo al primer transeúnte que veo, un señor mayor de mejillas sonrosadas y
barriga prominente. Le pregunto por la boca de metro más cercana y se hace un lío para
explicarme. Le doy las gracias a pesar de que no sé si me servirá de algo, pero por lo pronto me
alejo caminando todo lo rápido que puedo. Mi deseo de salir de esta calle se convierte casi en
una necesidad. Lo peor es que, cuando lo consigo, compruebo que la cosa no cambia mucho.
Estoy en una avenida, que es prácticamente igual, sólo que un poco más ancha. Hay
bastante gente por aquí, aunque sea domingo y la mayoría de comercios estén cerrados.
Desciendo calle abajo, en un intento de obedecer las indicaciones de aquel hombre. Empiezo a
desesperarme cuando comprendo que no acaba nunca. Vuelvo a preguntar, en esta ocasión a una
mujer que lleva de la mano a una cría, que me mira con recelo, y ésta se explica mucho mejor
que el viejo. Callejeo un poco, tomando el atajo del que me ha hablado, y me invade la
satisfacción cuando de una vez localizo mi objetivo y estoy a punto de abandonar este lugar
deprimente.
Definitivamente el subsuelo me gusta más.
En cuanto bajo las escaleras y paso la barrera, me dirijo al andén. Mi suerte queda
compensada cuando el tren aparece, prácticamente para recibirme. Procedo a montarme detrás de
una pareja de acaramelados heteros que me dan náuseas, y no por su condición, sino por su
pompa de amor romántica y empalagosa. Una vez adentro me siento en uno de los extremos del
vagón, lejos de ellos, donde apenas hay gente y me encuentro relativamente solo. Esto se pone en
marcha y no tengo otra cosa que hacer que observar mi reflejo, que me devuelve una mirada
cansada en la que, además, detecto cierta pereza frente a los asuntos que me ocuparán esta tarde.
Supongo que, al menos, soy afortunado por contar con algo de tiempo para pasar por casa. Mi
pelo negro e indomable, rapado a los lados y demasiado crecido ya por detrás, está muy
enmarañado y la cara de muerto no ayuda. Suerte que, en general, no esté nada mal a pesar de
todo. Tampoco es que me vayan a dar ningún premio al careto más bonito de la ciudad, pero
siempre he contado con cierto atractivo difícil de explicar, incluso aunque mis rasgos no sean los
más llamativos.
—Parece que hayas salido de un comedor social —comentaría mi querida madre, si leyera
mis pensamientos.
No es muy partidaria de mis orejas agujereadas, las dilataciones, el septum o mis
numerosos tatuajes. Tampoco se proclama precisamente fan de mi perilla que, por regla general,
se ve demasiado descuidada.
—Se come bien en esos sitios —le respondería yo, con intención de escandalizarla.
Las luces constantes y fugaces del túnel acaban por hipnotizarme, y mi reflejo pasa a un
segundo plano. Así mismo, mis pensamientos se tornan cada vez más contrarios a protegerme de
esos otros que luchan incansables por tomar el control. Lentamente, visualizo cierto rostro ahí
mismo, en el cristal de enfrente, sonriéndome y obligándome a devolverle el gesto.
—Luego lo acabas pasando bien —me recuerdo en voz baja, intentando calmar esas
sensaciones negativas que tan poquito me gusta experimentar.
No hay nada que pueda hacer. Al fin y al cabo, mi vida de placeres y despreocupaciones no
es sencilla de sostener. Y es que, lo que el mundo no sabe, lo que nadie imagina siquiera, es que
el chalado viva la vida de Xavi, el mismo que se bebe incluso el agua de los floreros y folla hasta
dejarse el rabo en carne viva, o sea yo, esconde un profundo y oscuro secreto...
Un precio que pagar al respecto.

Asciendo al exterior, repentinamente satisfecho. No me consideraba una persona clasista.


Hasta hoy.
Caminar por mi barrio se me antoja un puto privilegio, y ni siquiera la fachada color crema
de mi cursi edificio me hace sangrar los ojos. En realidad no. De verdad que no lo soy. Pero
aquella zona era claustrofóbica, y sería hipócrita por mi parte no admitir que vivir cerca del
centro, en un barrio relativamente bien, tiene sus ventajas. El portal que atravieso es amplio y
brillante, con sus suelos de mármol. A mamá le gusta el lujo, sí. Puede permitírselo, desde luego.
Ella es una abogada muy importante, tal y como le gusta recordarme cada segundo de nuestros
agónicos días de convivencia. Tampoco a Alfredo, su marido, le va nada mal. También abogado,
de su mismo bufete. De ahí que se conocieran y decidieran iniciar una relación, cuando ella lo
dejó con mi padre.
—Par de snobs —murmuro con los ojos en blanco, metiéndome en el ascensor.
Mi reflejo vuelve a aparecerse ante mí, en el espejo. Mientras asciendo, intento peinarme
con las manos como puedo. Es una batalla perdida, la verdad. No es que vaya a conseguir con
ello que mi madre deje de cantarme las cuarenta.
<<¿Cuándo vas a parar de actuar como un crío, Javier? ¿No crees que es hora de madurar y
comportarte como un hombre? Es increíble que sigas así. A los veintiséis años yo ya ejercía
y...>>
Bla, bla, bla, bla.
Saco su voz de Rottenmeier de mi cabeza, y tomo aire cuando llego al último piso y salgo
al rellano. Lo ideal sería que no estuvieran en casa. Los domingos suelen salir a comer, quizá hoy
tenga suerte. Sólo me lleva medio minuto, tiempo en el que introduzco la llave con toda la
delicadeza del mundo y abro, comprobar que para la vida tanta potra en un sólo día –después de
lo del metro, digo— se considera derroche.
El bolso de mamá cuelga del perchero, junto a sus abrigos.
Están en casa, aunque no les oiga por ningún lado. Ni voces ni el rumor de la tele ni nada.
Atravieso el recibidor con cautela, pero el parqué es buen aliado de mi madre y cruje igual que
siempre, a cada paso que doy. Camino por el largo pasillo en forma de L, maldiciendo por
enésima vez que mi habitación quede exactamente al final. Paso por el umbral de la puerta del
salón y por fin les veo, aunque afortunadamente a través de la cristalera que da a la terraza. Mi
madre, Alfredo y mi hermano, Mateo —hijo de este y no de mi padre—, están comiendo en la
mesa de madera de afuera, aprovechando supongo que hace muy bueno. Les observo un
momento, en que apoyo la cabeza contra el marco de la puerta. Más allá del salón, amplio,
moderno y cuidadosamente decorado, hay una familia feliz de la que yo no formo parte. Alfredo
no es mal tío, nada que ver con algunos de los padrastros de gente que he conocido y hablan
verdaderas pestes de éstos. Él es más como... ¿una planta? Sí, eso le define bien. Respira y poco
más. Vive para atender los caprichos de mi madre, respira de nuevo, come y hasta duerme.
Siempre ha sido majo conmigo, lo que no implica que haya desistido de mantener una relación
más estrecha. No es que me moleste, claro. A mí lo que me mola es que me dejen a mi aire, y
sólo desearía que mamá se contagiara al menos un poco de esa actitud. Ella sí es terrible, lo fue
antes de que me marchase a vivir con Arturo, hace unos años, y lo continúa siendo después de
que volviera con el rabo entre las piernas, cuando se hartó de pagar mi parte del alquiler. Es una
mujer guapa, que ha entrado en los cincuenta con un tipazo que bien envidiarían las de veinte,
con una carrera exitosa y un carácter fuerte y seguro. Me quiere, por supuesto...
Aunque lo hace a su manera.
Su preocupación por mí es espantosa y su machaque infinito. Vale que yo sea un desastre.
Eso no es discutible. He cambiado por segunda vez de carrera y todavía no he logrado sacar un
año limpio en ninguna. Mi vida se resume a lo que sucedió anoche, y no me gusta pensar en el
futuro. ¿Podría o debería hacer las cosas mejor? Claro. Desde luego. Sé que no puedo estirar por
mucho tiempo este momento vital, que debo evolucionar. Aunque trate de no pensar en ello, lo
cual se me da muy bien, en el fondo lo sé. No necesito que me recuerde constantemente que no
tengo unos ingresos lógicos, trabajo, ni estudios avanzados. Tampoco que el alcohol y los porros
son malos.
Tan absorto estoy en mis divagaciones que tardo un instante en encontrarme con la mirada
de Mateo. Había pasado a observar la nada, y el contacto visual me devuelve súbitamente al
Planeta Tierra. Enseguida me llevo el dedo índice a los labios y él comprende. Detecto un leve
asentimiento de cabeza y una disimulada sonrisa de complicidad, que le devuelvo
automáticamente.
<<Si no fuese por ti, mocoso.>>
Él, Mateo, es lo único que palia un poquito el hecho de haber tenido que regresar a casa. A
pesar de nuestra notable diferencia de edad —doce años exactamente—, nuestra relación es muy
buena y solo él me valora aquí, cree en mí y no me juzga con cada mirada. Hecho este último
que no pasa desapercibido para nuestra querida madre, quien no ve con buenos ojos tan buen
rollo entre ambos y considera que soy una mala influencia para él. Afirma que, como referente,
no valgo un pimiento y, por tanto, no debería excederme con Mateo si no quiero convertirme en
tal cosa.
—¿Qué se supone que pretendes que haga entonces, ignorarle? —reniego yo, de esta y mil
formas similares, las veces en que hace mención al asunto.
Tiende a apretar los labios como respuesta, frustrada porque no puede exigirme que me
aleje de mi hermano. Sería demasiado maquiavélico incluso para mi madre.
Decido apartarme de donde estoy, antes de que sea ella misma quien se percate de mi
presencia. La idea era pasar desapercibido y largarme en cuanto me haya dado una ducha rápida
y cambiado de ropa. No sería inteligente desperdiciar el tiempo que, con un poquito más de
potra, me voy a ahorrar discutiendo o mamoneando como estoy haciendo. Lo cierto es que tengo
demasiada prisa, así que prosigo mi marcha y voy hacia mi habitación, cerrada a cal y canto
porque mamá no soporta ver mi desorden. Suelo dejar la ropa por cualquier lado y, en general, es
una verdadera locura. Vale que no sea precisamente pulcro, pero tampoco ayuda el hecho de que
apenas pase por aquí, en un intento de evitar reprimendas innecesarias. Trato de llegar tarde,
pisando con prudencia y sin la menor gana de malos rollos. Luego, por las mañanas, cuando
despierto, no hay nadie en casa porque Mateo está en el instituto, mamá y Alfredo en el curro.
Pillo unos calzoncillos del montón de ropa que he acumulado sobre la silla del escritorio y
me meto en mi baño. Sí, tengo uno para mí solo. También el resto. Si mi madre tuviera que
entrar al mismo que yo, le daría algo y después me daría algo a mí cuando viniera a pedirme
explicaciones. Me meto a la ducha y dejo que el agua fría recorra mi cuerpo y me despeje la
mente. Oigo mi móvil sonar por algún lado y sospecho que deben ser WhatsApp de Amalia.
<<Si mi madre no acaba conmigo, lo hará ella —me digo.>>
Es una vieja amiga. Bastante rarita, por cierto. No conduce y me pidió hace unos días que
la llevara hoy a San Lucas, un pueblo situado en la costa, donde tiene que hacer unos trámites.
Debe pensar, igual que el resto, que no se puede contar conmigo para nada. Me duele, aunque
sólo sea un poquito. No es del todo cierto y en esta ocasión tengo una buena excusa, de la que no
pude hablarle ayer cuando le escribí para explicarle que no la llevaría, limitándome a expresarle
que tenía un compromiso. Desvelar de mi secreto no me gusta, supongo que de lo contrario no
sería tal cosa. Sólo Arturo sabe de qué va la historia, y probablemente nunca vaya a mencionar el
tema con nadie más.
El caso es que, cuando recibí aquel mensaje y comprobé que él estaría aquí hoy, no puede
hacer otra cosa que cancelar mi promesa de ser el chófer de Amalia en esta aventura. Aunque,
para ser justos, sólo he renunciado a medias porque luego sí que iré a buscarla.
Mientras pienso en si algún atenuante rebajara un poco la mirada de furia entremezclada
con decepción de mi amiga, salgo de la ducha limpito y como nuevo. En realidad, la perilla sigue
demasiado larga y mojada es todo un espectáculo. Mi careto lo es menos que cuando desperté,
pero tampoco se encuentra en su mejor momento. Tal vez me importaría si quien yo me sé fuera
a poner pegas. Pero no será el caso. Me basta con ciertos arreglos, que incumben a mi zona de
evacuación.
Así es como funciona.
Me alegra que, por lo menos, el leve dolorcillo de cabeza, provocado por la resaca, cesó en
algún momento que no logro recordar y ya me había olvidado de él, lo cual es bonito.
Procedo a esos arreglos, me pongo los gayumbos con mayor destreza de lo que lo hice en
casa de Nacho, y vuelvo a la habitación para meterme lo primero que pille. La elección siempre
es fácil. Mi armario, o mejor mi ropa, porque dentro del armario sólo está la mitad, se reduce al
negro en un noventa por ciento. Chaquetas, vaqueros, sudaderas, chupas, piratas, ropa interior y
demás; casi todo negro. Hace calor, así que localizo una camiseta de manga corta, exactamente
igual a la que traía puesta, y unos pantalones, largos esta vez. Pillo la riñonera y decido no perder
un instante más. Apoyo la oreja literal contra la puerta para asegurarme de que no haya nadie en
el pasillo. Salgo con cuidado y compruebo que todos siguen en la terraza, preciosos ahí y sin
representar obstáculo alguno en mi huida silenciosa. Consigo alcanzar el rellano y el mismo
ascensor en el que subí continúa aquí para mí.
En el medio minuto aproximado que tarda en llevarme al portal, no logro continuar
reteniendo esa desgana que me consume, cada vez con mayor intensidad cuando toca cumplir.
<<La vida es dura.>>
Salgo a la calle, como un rayo. Camino por la acera y detecto a ese dichoso viejo. Se trata
de un señor bastante mayor al que llevo viendo unos días sentado en un banco, unos cuantos
metros más allá. No tengo nada en contra de la tercera edad, pero hay algo en él que no me gusta.
Está ahí, quieto, mirando una calle que ni siquiera es bonita, dejando la vida pasar. Me pone
nervioso, no sabría explicarlo. Estoy pasando por su lado cuando, su mirada ausente, busca la
mía. Siento una especie de repelús, rompo la conexión visual y prosigo mi camino. Nada más
doblo la esquina intento olvidarme de él.
Mi objetivo no queda especialmente lejos de casa, por lo que no necesito hacer uso de
ningún tipo de transporte público. Aprieto el paso, eso sí. Son cerca de las dos y media y me está
esperando. La muchedumbre es terrible en esta zona tan céntrica y entorpecen mi ritmo
acelerado. A su vez, el tráfico, destacable para ser domingo, me obliga a esperar a que los
semáforos se pongan en verde cada vez que necesito cruzar una calle. Comienzo a desear con
fuerza que ese cielo azul de ahí arriba, que antes agradecía, se torne gris y descargue un torrente
de agua que disperse a las masas, cuales hormigas yendo a refugiarse a sus agujeros.
Logro divisar por fin el lugar al que me dirijo, más adelante y en la acera de enfrente. Las
lujosas puertas de uno de los hoteles más potentes de la ciudad se abren para mí, y accedo a la no
menos majestuosa recepción, donde se da un extraño pero acertado contraste entre lo clásico y lo
moderno. Las recelosas miradas del personal me acosan de la misma forma que siempre. ¿Por
qué cojones tenemos que vivir en un mundo con tantísimos prejuicios? ¿No puede uno vestirse
como un quinqui y no haber, sin embargo, robado una triste golosina en su vida?
<<Al menos nadie mete sus narizotas en mi mochila como hacen en los supermercados –
me consuelo, aunque la verdad es que tampoco llevo nada que registrar salvo la riñonera.>>
Me dirijo al mostrador, localizo enseguida a mi recepcionista favorita. Es una suerte
coincidir con ella, puesto que me ahorro explicaciones e inconvenientes innecesarios.
—¿246? –pregunta María, tal y como indica la plaquita en su pecho, esbozando una sonrisa
con sus labios pintados de rosa—. Te está esperando.
Le devuelvo el gesto y voy rumbo a los ascensores. Monto junto a un botones que arrastra
un carro repleto de maletas, seguido de una pareja mayor de ingleses o alemanes. Aprovecho el
silencio, sólo corrompido por el inquietante hilo musical, para preguntarme qué cojones debe
pensar mi amiga, la recepcionista. Hace ya un año que nos vemos de cuando en cuando, y no
tengo la menor idea de cuáles serán sus conjeturas acerca del percal. No es que me importe
demasiado lo que piensen los demás, ¿vale? Es mera curiosidad.
Me quedo en la cuarta planta, mientras mis fugaces compañeros de viaje continúan su
trayecto. Automáticamente me desplazo sobre el suelo rojo y alfombrado, rumbo al final del
pasillo, hacia la suite más lujosa de la planta. Observo que el cartel de No molestar cuelga igual
que siempre del pomo dorado de la puerta. Toco sin más demora y espero un tanto inquieto una
respuesta.
—Relájate –me pido en voz bajita—. No pienses y disfruta.
Escucho pasos al otro lado, instantes antes de que la puerta se abra.
—Llegas tarde –me reprocha con severidad, aunque su expresión se suaviza enseguida y
aparece una sonrisa.
Sin tiempo que perder, me agarra del brazo, instándome a acceder a la habitación. Al fin y
al cabo, arriesga mucho, incluso aunque el peligro sea mínimo al estar tan lejos de casa.
—Tenía ganas de verte –comenta—. ¿Qué tal?
Se sienta sobre la cama, tapado sólo por el albornoz negro que suele llevar puesto siempre
que nos vemos. Pese a sus cincuenta y tantos, tiene más tatuajes que yo, y uno de ellos queda
visible en la abertura del pecho.
—Bien. Un poco tieso, la verdad –respondo.
—Eres un pozo sin fondo, Xavi. Me recuerdas a mi mujer –bromea.
—Hoy no tengo mucho tiempo… —le hago saber, mensaje que inmediatamente capta.
—Bien. Nos saltaremos la copa –sentencia, mordiéndose ya el labio inferior.
Acto seguido se pone en pie y desata su albornoz, dejando que caiga al suelo y
apuntándome con su rabo.
—Estoy de acuerdo –coincido, dispuesto a terminar cuanto antes.
Sacudo la cabeza, como si así pudiera lanzar fuera de ella esa estúpida sensación que no
son más que prejuicios de una sociedad que…
Me la pela.
<<Sólo es follar.>>
Capítulo II

La cosa se demora más allá de lo previsto y, Óscar, cae finalmente exhausto a mi lado. Tan
caballeroso él como siempre, extiende el brazo para pillar el paquete de toallitas de la mesita. Me
lo pasa y procedo a limpiar su lefa de mi cara.
—Espera –dice, con la voz todavía agitada. Me arrebata las toallitas y utiliza una de ellas
para rematar lo que no se me estaba dando bien—. Mucho mejor.
Y aquí se estrella la realidad.
<<No es sólo follar.>>
Con el tiempo Óscar ha ido pillándose y cada vez resulta más evidente. Él no quería un
polvo, sino un amante. Progresivamente, actúa de un modo más meloso y, sin duda, es el lado
que más difícil me lo pone.
—Es una pena que te tengas que marchar tan pronto, ¿sabes? –comenta, reafirmando su
disconformidad no tan sutilmente.
—En serio, mi amiga me mataría –me excuso, un tanto tenso.
Óscar no se molesta en responder, sino que se aproxima a mí y comienza a darme besitos
en el cuello. Noto sus labios y su barba húmedas contra mi piel, única zona esta última por cierto
en la que hay pelo de su cabeza. Mi cuerpo se tensa y él, viniéndose arriba, se me abraza y siento
su rabo todavía duro contra mi pierna. Comienza a restregarlo suavemente mientras el mío yace
muerto, sin ni siquiera inmutarse. También su brazo, bastante imponente, me atrapa bajo su peso.
—Óscar… en serio –insisto.
Sólo tarda unos instantes en apartarse de mí, emitiendo un resoplido.
—Qué mal te portas conmigo. Me debes un fin de semana, para compensarme –protesta,
hincando la nuca en la almohada.
Yo me limito a incorporarme, en lo que pido al cielo con toda mi alma que no comience a
referenciar, de forma nostálgica, aquel finde que pasamos juntos en una casa rural.
—Me voy a dar un agua –aviso, aunque mis pies ya atraviesan la amplia habitación y se
dirigen al baño.
Cierro la puerta a mi paso y me topo con mi reflejo en el enorme espejo. Evito el contacto
visual, obvio el jacuzzi y me meto directo a la ducha.
—¿Con seiscientos te apañas? –exclama desde la cama, su voz amortiguada a causa de las
paredes y el fluir del agua.
Respondo afirmativamente, pese a mi total desacuerdo. Otras veces ha sido más. Supongo
que me está castigando por mi inminente salida de patas, y sólo espero que vuelva por la ciudad
pronto o voy a ir bastante apretado.
—Joder… —murmuro.
Automáticamente la voz de Arturo comienza a desaprobarme desde el interior de mi
cabeza. La oigo perfectamente, haciéndome saber que nada de esto le parece normal, que debería
plantearme dejar de ver a Óscar y… bla, bla, bla. ¿Acaso hacemos daño a alguien? Si eso a su
familia, a la de Óscar, en caso de enterarse. ¿Es que no sería otro de no haber accedido yo? Está
claro que necesita a alguien, y yo su dinero. Sostener mi vida no es económico y mi madre
prácticamente me cortó el grifo hace un año. De no haber conocido a Óscar, vete a saber. Soy
joven y tengo que vivir muchas cosas antes de pasar a otro nivel. No soy como Arturo. No soy
como mi madre. Lo siento. Vivo de otra manera. Pienso, de otra manera. Por algo a este tipo de
cosas se les llama “acuerdos mutuamente beneficiosos”.
Todos ganamos.
Y ni siquiera fue tan frío. No es que un día dijera hoy me he levantado con ganas de tener
un suggar daddy. Surgió de manera natural, y ya está. Todavía recuerdo aquella noche en que
conocí a Óscar, y tiene bastante mérito porque iba bonito. Quedé con él, igual que lo habría
hecho con cualquier otro. Estaba en la ciudad, me invitó a esta misma habitación y yo decidí que
me apetecía un madurito. Lo pasamos bien, vaya que sí. Fue bastante interesante. No para
repetir, claro. Eso no es bien, eso afecta al protocolo. Los segundos polvos pierden la gracia.
Sin embargo…
—La verdad que estoy sin un puto duro, mi madre me tiene a palo seco –recuerdo, más o
menos, haberle dicho.
También que, dada la situación, iba a tener que perderme uno de mis festivales favoritos.
Tocaba La raíz, y eso duele.
—Anda, majete –me dijo él, cuando acabamos y estaba a punto de largarme—. Me sabe
mal que te quedes sin festival.
Sus palabras, acompañadas de un billete de cien pavos que yo no cogí enseguida. Óscar se
mostró muy insistente y, bueno, él estaba forrado al fin y al cabo. Un empresario importante que
viaja constantemente para cerrar acuerdos de cosas que nunca me he molestado en comprender.
—Vengo de vez en cuando por aquí –aclaró, instantes antes de pirarme definitivamente—.
Si necesitas cualquier cosa, pásate.
Yo, mitad ingenuo, mitad no, asentí y me fui, más confundido por lo que acababa de
ocurrir que por el alcohol en sangre.
Ahora, en este mismo lugar, unas cuantas ocasiones después, puedo afirmar que,
sencillamente, sí, surgió de manera natural. No puedo negar que el aliciente no es precisamente
su compañía. Ni me gustan las segundas veces ni Óscar es alguien que me tentara a recaer. Él por
supuesto es consciente, aunque nunca hayamos intercambiado una sola palabra al respecto. Creo
que, lo que ocurre, es que Óscar quiere ese amante con el que compartir de cuando en cuando
algo más que un polvo, y que tan difícil le sería encontrar sin su dinero, dadas las limitaciones
que ofrece.
Somos dos hombres maduros, felices y adultos que obtienen lo que desean y que no hacen
mal a nadie. Lo que me recuerda esa frase que, aunque no recuerde de dónde la saque —y eso
que me he esforzado por hacerlo—, alguien debió decir alguna vez en alguna película o serie:
—Haz lo que te apetezca mientras no hagas daño a los demás o a ti mismo –pronuncio.
Uno de mis lemas, sin duda.
—Tienes eso en la mesilla –habla Óscar de manera repentina a mis espaldas.
Me sobresalto, aunque creo haberlo disimulado bien. El ruido de la ducha me había
impedido escuchar sus pasos acercarse. Sigue desnudo y se mete bajo el chorro, que cuenta de
sobra con capacidad para ambos. Su rabo, que por fin parecía haberse relajado, coge fuerzas por
momentos.
Óscar me besa en la boca.
—Venga –me suplica—, si no vas a quedarte a tomar una copa, por lo menos…
Adopta un gesto que pretende ser seductor y sus ojos se ponen en blanco, todo él sonrisa.
—Fugaz –cedo, sólo para quitármelo de encima y que todos nos quedemos contentos.
Vuelve a besarme, se aprieta contra mí y sus brazos musculados me envuelven con energía.
Permanecemos así unos segundos que se suceden muy despacio. Por fin se separa, posa una de
sus manos en mi hombro y presiona suavemente.
Yo me agacho hasta hincar las rodillas en el plato de ducha.
Veinte minutos más tarde, dadas mis tremendas cualidades, logro salir a la calle, con un
problema menos y una prisa que te cagas. De forma repentina, mi estómago protesta de tal modo
que ni el tráfico ni el murmullo general logran acallarlo. Caigo en la cuenta de que no he comido,
hecho al que ni siquiera había tenido tiempo de prestar atención. En el día de hoy, la única cosa
comestible que ha entrado por mi boca han sido esos cuatro Filipinos que engullí en casa de
Nacho. La solución más factible se presenta en forma de Kebab. Hay uno de regreso a mi
edificio, al cual debo dirigirme con ardiles para bajar al garaje y pillar el coche, si no quiero que
Amalia me asesine atravesándome con esa peligrosa mirada suya. También necesito parar a
echar gasofa, ahora que tengo tres billetitos de doscientos en mi cartera.
<<Ya está. Me mata fijo.>>
Camino todo lo rápido que puedo, paro por mi comida y me pongo hasta el culo sin aflojar
el ritmo. Termino de salsa de yogur hasta las cejas, desastre que limpio con unos flayers que
algún repartidor ha dejado en el buzón de la comunidad. En el sótano, en el garaje, me espera mi
Ford Fiesta, el cual no me demoro en arrancar. Tardo dos minutos en salir a la calle, y no uno
sólo porque cuando el capullo de enfrente tiene el coche aparcado en su plaza la cosa se
complica.
Me sumerjo en el tráfico, aprovecho un semáforo para escribir a Amalia y hacerle saber
que ya estoy de camino. Hace años que no voy por San Lucas, pero si no recuerdo mal la
duración del trayecto no llega a una hora. La pereza que me da es importante y, de existir alguna
forma de escaqueo, la tomaría sin duda. Supongo que en esta ocasión sería demasiado perro
incluso para mí. La pobre no tiene cómo volver y los buses van fatal. Ni siquiera estoy seguro de
que sea posible coger uno durante la tarde.
Estoy saliendo del centro y a punto de poner algo de música cuando la pantalla del móvil
se ilumina.
—¡Arturito! –exclamo.
Su voz grave me saluda y, seguidamente, me pregunta qué estoy haciendo. Le explico que
tengo que ir a recoger a Amalia, que voy de camino. Él, que se encuentra en la calle y que había
pensado en vernos un rato.
—Más tarde está jodido, Andrés estará en casa… —se justifica, cuando le ofrezco quedar
después.
—Tu vida conyugal me mata, Arturito –bromeo.
Decidimos que, al menos, podemos echar una charleta por teléfono, así que me cuenta qué
tal ha ido su semana y cada vez me cuesta más reprimir un bostezo. Su vida me abruma sólo de
imaginarla. Convivencia en pareja, curro, opos…
—Te estoy aburriendo, ¿verdad? –se cosca, al comprobar supongo que mis últimas
respuestas se han resumido a monosílabos.
Al menos me ha distraído lo bastante como para que, sin saber cómo, esté ya a punto de
pillar la autovía y dejar atrás Altavera, la ciudad. Me he olvidado de la gasolina, eso sí. Aunque
lo cierto es que será mejor que lo haga a la vuelta si no quiero retrasarme.
—Necesitas una buena noche loca, igual que antes –acabo respondiendo—. ¿Te acuerdas?
Música, cerveza, gente, diversión y todas esas cosas. Antes molabas Arturito. Cómo lo
pasábamos, buah.
—La vida sigue, Xavi. La gente cambia, evoluciona –contrataca sin piedad.
Y no es que me sienta herido ni nada parecido, simplemente me invade la pereza extrema
por el tono que comienza a tomar esta conversación. La he cagado metiéndome con él, eso es un
hecho.
—¡Por cierto, no te vas a creer a quién vi el otro día en La Galería! –improviso, en un
intento de huir del peligro—. Estaba sentado un tío en la barra de Antro…
—¿Qué tal con Óscar? –pregunta, a palo seco.
<<Mierda.>>
Definitivamente, este es el último punto al que quería llegar.
—Normal… Bien. Como siempre.
<<Mierda, mierda, mierda, mierda.>>
Para colmo mi voz no ha sonado convincente. Sólo faltaba que se montase pájaras en la
cabeza, como si no hubiera puesto ya durante este último año las suficientes pegas.
Arturo se toma su tiempo en contestar, tanto qué pensaría que alguno hemos perdido la
cobertura, de no ser porque oigo su respiración.
—No voy a darte la chapa, Xavi. Sólo quiero saber si va todo bien con eso, si estás bien –
se explica, con un tono demasiado… ¿serio?
—Todo va genial, Arturito. No tienes de qué preocuparte, ya te lo he dicho muchas veces.
Echo un polvo y encima me lleno los bolsillos. ¡Ni en mis mejores sueños! –alego, todo yo
convicción.
Arturo vuelve a quedarse en silencio, un silencio todavía más incómodo que el anterior.
Finalmente opto por aprovechar mi oportunidad y le cuento la anécdota estúpida que antes no
pude. Él intenta sonar normal, pero no le sale bien. Son demasiados años.
—Oye, voy a dejarte casi ya. Estoy a punto de llegar a San Lucas –miento.
Por lo menos se lo curra un poquito en la despedida. Acordamos vernos en los próximos
días, y poco más. Logro colgar y mi atención vuelve a centrarse plenamente en la carretera.
Adelanto a un par de coches y prosigo el trayecto. Sorprendentemente, parece que voy a llegar a
la hora. Me siento orgulloso, la verdad. No es algo habitual.
<<Sólo quiero saber si todo va bien con eso, si estás bien… —resuena el eco de Arturo en
mi cabeza.
—Joder, Arturito.
Pongo músico, pero ni siquiera la voz de Robe logra disipar la del martillo pilón que tengo
por mejor amigo. ¿Por qué no puede dejarme tranquilo? ¿Acaso no es capaz de comprender que
somos personas diferentes? ¿Le doy yo la chapa respecto a su coñazo de vida? Y lo peor de
todo…
Es que tiene razón.
Creo que a veces me lee la mente, incluso aunque estemos a tomar por culo el uno del otro.
Es cierto que, las últimas dos o tres veces que he estado con Óscar, la cosa no ha sido igual.
Tampoco podría decir que haya estado incómodo ni nada parecido. Sé lo que hago, y lo que me
hago. Quizá, si Arturo nunca me hubiera comido la oreja al respecto, no estaría pensando así
ahora. No hay nada de malo en lo que pasa entre Óscar y yo, ni en el modo en que elijo disfrutar
mi vida. Sé que lo hace porque le importo, pero sus prejuicios acaban pasándome factura.
<<Eso es –me digo.>>
Hago un mayor esfuerzo por detener mis pensamientos, lo que de normal no suele
resultarme complicado. Tanto darle vueltas al coco no es bueno, sólo sirve para rayarse y poco
más. Quizá si la gente dejara de hacerlo, habría menos amargados en el mundo.
Dispuesto a seguir mis férreos principios, me engancho a uno de los versos de Robe y
nuestras voces se funden. Mi mente descansa y sólo se distrae de cuando en cuando, divagando
sobre los planes que tengo esta semana. Hay una fiesta de ambiente en uno de mis garitos
preferidos, lo cual me hace tremendamente feliz.
Y así, absorto en mis asuntos y de nuevo más contento que todas las cosas, dejo la
autovía y circulo por una carretera que serpea entre pequeñas montañas y que, poco a poco, van
dando paso a la imagen del pueblo, con el mar de fondo. Me interno en sus calles y doy con el
lugar indicado echando un ojo a la ubicación que me envió antes Amalia. Ésta, que todavía no
me ha visto, apaga lo que le queda de su cigarrillo.
Me sitúo exactamente a su lado y, enseguida, ella ocupa el asiento del copiloto.
—¿Un día agradable? –la saludo, mientras cierra la portezuela.
—Ni te lo imaginas –responde.
La noto… rara. Más de lo normal. Quizá esté muy cabreada por no haber venido con ella,
como habíamos hablado en un principio.
—Oye… lo siento por no haber podido traerte –me decido finalmente a decirle, cuando
ya estamos en marcha, alejándonos del pueblo.
—Déjalo, no pasa nada –contesta, ensimismada con el paisaje que hay afuera.
Definitivamente no parece enfadada, lo cual me reconforta puesto que acabo de caer en
que ni siquiera he ideado ninguna excusa convincente. Lo que le ocurre debe ser otra cosa. Creo
que Amalia siempre está rayada. La conozco desde hace unos años y la realidad es que ni
siquiera estoy muy al corriente de su vida, tampoco de lo que ha venido exactamente a hacer hoy
aquí. Sólo de que tiene un apartamento en el pueblo, del que quiere deshacerse y por el que un
colega mío se interesó. Es una tía muy misteriosa, y yo alguien demasiado pasota como para
preguntar. Puede sonar un tanto sorprendente lo poco que sé de ella, pero así es. De normal no
suele gustarme hablar cosas muy serias, y Amalia no es tampoco charlatana. Se me pasa por la
cabeza preguntarle algo y…
Aborto.
Si no raja será porque no quiere, y yo lo respeto. ¿Para qué calentarse la cabeza
tontamente?
A ratos hablamos sobre gilipolleces, aunque hay más espacios de silencio que otra cosa.
El cielo comienza a oscurecerse levemente y todo el cansancio me viene de golpe. Anoche me
pasé y dormir en cama ajena me sienta fatal. No pienso en otra cosa que llegar a casa, quitarme la
ropa y tirarme en la mía.
Poco nos queda de autovía cuando observo a Amalia a través del espejo retrovisor, con la
vista perdida en el cielo. Oigo la voz de Arturo, nuevamente deseosa de atacarme con su
compasión y su lástima.
Definitivamente, necesito descansar.
La gente y sus movidas, sus auras negativas. Es terrible como amenazan la paz de uno.
<<Nada que un buen porrito no pueda arreglar –me motivo.>>
Para eso soy un chico de recursos.
Capítulo III

Pasan los días y, definitivamente, todo vuelve a la más estricta normalidad. La fiesta, anteanoche,
fue una auténtica locura y terminé liándome con dos tipos. Para ser sinceros, con uno de ellos
eché un polvo hace unos años, intervalo de tiempo suficiente como para considerarlo
prácticamente un estreno. También, de fiesta, he coincidido con colegas que hacía tiempo que no
veía y nos hemos puesto al día, lo cual desde luego me recuerda que nada de esto habría sido
posible sin cierto dinerito que, de hecho, ha descendido drásticamente. El remate fue cuando,
ayer tarde, estaba echando unos futbolines y un par de amigos me avisaron que las entradas de un
festival que me mola estaban a punto de agotarse.
Al menos hoy no hay resaca, eso sí. Fui más prudente que otras veces y me encuentro en
plena forma, camino a casa después de haber aguantado dos horitas seguidas de Intervención
Familiar en la facultad. Estudio trabajo social. También estuve en marketing y en humanidades.
Suena a erudito, si no se tiene en cuenta el hecho de que mis aprobados han sido más bien
escasos. Tengo a mamá fuera de sí, y ella a mí con la cabeza como un puto bombo.
—Esta es la buena —le prometí el año pasado, cuando me matriculé.
Desde luego mentí. No fue mi intención, claro. Pero esta tampoco ha sido la buena. Sólo
aprobé una asignatura en el primer cuatrimestre y, ahora que se acercan los exámenes del
segundo, sospecho que ninguna. Mi simpática madre afirma que no tengo vocación. Otras veces,
que me falta madurez para decidir qué quiero hacer en la vida y embarcarme en un proyecto.
Probablemente tenga razón.
Lo intento de veras. Pero me cuesta mucho. Al fin y al cabo, tengo veintiséis años. Ahora
los treinta son los nuevos veinte. Tampoco hay que dramatizar en exceso.
Estoy cerca de casa, subiendo a Instagram mi último selfie, cuando recibo un WhatsApp de
Mateo. A diferencia del resto del mundo, a él sí le contesto enseguida. Accedo y, donde esperaba
encontrarme alguna payasada de las nuestras, sólo hallo mal rollo e incertidumbre. Dice que se
está liando en casa, pero no los motivos, y de repente deja de escribir y se desconecta. Otro
pensaría que está ocurriendo algo malo, algo peligroso tal vez. Yo sé de sobra que la cosa va
conmigo y que está estrechamente ligada a la ira de mi madre. Sólo estoy a un par de calles, así
que no debería tardar en comprobarlo. La idea de no regresar y echar el día por ahí me tienta
demasiado, mientras continúo caminando, cada vez con mayor parsimonia. Son mis manos,
cobrando vida propia, las que sacan de nuevo el móvil del bolsillo y, mis dedos, los que marcan
habilidosamente el número de Arturo.
—Tío, te necesito —le hago saber nada más responde.
Me debe una, y lo sabe. Desde que tuvimos aquella mierda de charlita por teléfono el
domingo, no nos hemos visto y acordamos que no pasaría de esta semana. La conversación es
breve y cambia mi destino, mi rumbo, drásticamente. Doy media vuelta, con la idea de pillar el
metro y desaparecer de las cercanías de lo que se supone es mi hogar, infestado por la tiranía de
mi madre.
Echo un rápido vistazo al cielo, hoy sí gris, antes de bajar las escaleras que me conducen al
subsuelo.

Me reúno con Arturo en el parque al que suele arrastrarme siempre que puede. A mí en realidad
me encanta. Aquí no hay columpios infantiles ni nada de eso. Estamos en el templo por
excelencia del lado más urbanita de la ciudad, donde apesta intensamente a maría y la peña se
distribuye entre el skate park y las canchas. La cierto es que hoy está bastante vacío, supongo
debido al color del cielo, que se torna más oscuro por momentos pese a no haber llegado aún el
mediodía, amenazando lluvia. Ocurre, por tanto, que conseguimos una de las canchas para
nosotros solos. Arturo, que antes jugaba al baloncesto, poco tarda en encontrar una bola de papel
de plata, que lanza con bastante acierto a la canasta.
—Estoy hasta las pelotas, tío —me quejo, sin andarme por las ramas.
Mi amigo, un tío grande y fuerte de pelo rubio que viste de baloncesto, incluso aunque no
hubiéramos venido a este sitio, se dispone a recoger su juguete para volver a tirar, ignorándome.
Mientras, comienzo a arrepentirme seriamente de no haber ido a la vieja plaza que solíamos
frecuentar antes de que se casara, donde también huele a porro, pero no tiene otra cosa que hacer
que sentarse a mi lado y escucharme.
Tratando de atraer su atención, me coloco entre él y la canasta e intento interceptar su
lanzamiento. La proeza concluye en que tropiezo con una de las grietas del suelo y, por poco,
acabo sentado de culo. Arturo ríe tan fuerte que se dobla, las manos al estómago. Por lo menos
he logrado que recuerde mi existencia.
—En serio... –suspiro—. A saber qué me espera esta vez.
—No te agobies, Xavi. Tu madre y tú siempre estáis igual —comenta su voz grave,
cuando se repone un poco y apenas se le escapa alguna carcajada esporádica—. Fijo que no es
nada.
A mí, que me encantaría compartir su visión despreocupada, continúa rayándome. Es
curioso, eso sí. Normalmente él se preocupa y a mí me la suda todo. Claro que, cuando el pellejo
de uno está en peligro, literal además, la cosa cambia.
—Joder tío, es que no puedes seguir así —se solidariza por fin, al comprobar supongo mi
expresión abatida.
Se acerca y pasa uno de sus brazos de Hulk sobre mis hombros para, a continuación,
conducirme al banco más cercano. Éste, igual que los otros que hay en la zona, un día debió
tener algún color, pero los repetidos grafitis barrieron su esencia primigenia.
—¿Sabes? No es que quiera parecerme a tu madre, pero es que...
—Ya lo sé —le interrumpo, apartándome de su lado para sentarme sobre el respaldo.
—No tienes motivaciones –prosigue, de todos modos—. Ya sabes, más allá de la fiesta y
Grindr.
Mis pensamientos rugen, contrarios a semejante opinión. Sí que tengo una motivación, una
manera de ver la vida, aunque a veces nadie más parezca comprenderlo.
—Xavi...
Le miro y entiendo enseguida que sabe lo que estoy pensando. A él no puedo ocultarle las
cosas. Tal vez incluso haya puesto cara de mierda o algo, en especial después de la chapa que me
dio el otro día.
—¿Qué te digo? Eso sí que me motiva. Vivir. Sin más.
—Ya —me concede por un momento—. La cuestión es que eso...
<<No es real —concluye cierta voz en mi cabeza, expresando lo que Arturo finalmente no
ha sido capaz.>>
—Sí que lo es —afirmo con rotundidad—. Sé que tengo que centrarme, que esforzarme un
poco más. Pero yo nunca voy a ser como la mayoría, Arturito. ¡No quiero serlo! Me gusta la
intensidad, el ocio… ¿En serio soy yo el raro?
Le miro y niega con la cabeza, sonriente. Sabe que es complicado hacerme cambiar de
opinión. De normal, con la mayoría de gente que no son él, tiendo a evitar los temas que generan
conflicto, porque la vida es demasiado corta como para malos rollos. Lo que no quiere decir que
cambie mi punto de vista un poquito siquiera. Con Arturo es diferente. Sólo a él se lo expreso,
del mismo modo que sólo a él le concedí en su día la información necesaria para que la
conversación que está teniendo lugar pueda producirse con todas las cartas sobre la mesa.
Y sí. Me refiero a lo de Óscar.
—Vale, tío. Perdona —rectifica, posando una de sus manos en mi muslo y oprimiéndolo
—. No quiero echar por tierra tus sentimientos ni nada de eso.
Le amo, le quiero. A veces se lo hago saber, pero ahora decido decantarme por una de mis
coñas:
—¡Tío, si sigues manoseándome la pierna lo mismo hasta me hago funcionario! —
exclamo, despollado ya antes incluso de concluir.
Él suelta una carcajada y se incorpora para sentarse muy cerca de mí, en el respaldo.
Me pone ojitos.
—¿Tan irresistible te parezco? —contrataca.
Volvemos a reírnos, como dos mocosos. Cualquiera que nos vea pensaría que hay algo
entre los dos. Pero la realidad es que, la relación que existe, no traspasa ni un poquito el definido
límite de la amistad. Nosotros ya tuvimos una oportunidad. Al fin y al cabo, el uno fue el primer
polvo del otro. Así nos conocimos, a través de Grindr y con muchas ganas de experimentar. Sólo
nos costó un intento comprender que funcionábamos muy bien.
Pero como amigos.
—En realidad este camino es exactamente por el que quería... —comenta, intentado con
todas sus fuerzas ponerse serio.
—Qué poético —me mofo.
Él me golpea en el costado y, definitivamente, se pone serio de nuevo.
—Me refiero a que... ya sabes, lo mismo te vendría bien dejarte llevar con alguien.
Vuelvo a descojonarme, incapaz de tomarle en serio. ¡Por favor! ¿Con quién se cree Arturo
que está hablando?
Yo soy Xavi. Ni más ni menos.
Y, o Xavi muere mañana atropellado por un autobús, o lo hace solo y con el rabo en carne
viva de tanto uso. Vale que esté enamorado, sí. ¡Amo a mi libre albedrío! No me imagino tener
que contar con alguien de esa manera. Soy más de ir a mi bola. Ni siquiera sería un buen novio.
De cualquier forma, tampoco nadie me ha suscitado algo más allá de una erección. Puede que
influya el hecho de que no soy de segundas veces, pero es que de veras que no lo soy.
—Tío, ya sabes que el matrimonio no va conmigo —declaro—. Para eso ya estás tú.
Arturo ignora el ataque y logra hacerme sentir culpable. Las cosas con su chico no van tan
bien como le gustaría, y comentarios así en este momento quizá no sean de lo más apropiado.
Somos dos polos totalmente opuestos. Yo, el auténtico cliché del marica promiscuo. Él, el
marido perfecto con una aparente vida de ensueño, aunque últimamente haya grietas de más.
—Lo único que te digo es que te dejes llevar —insiste—. No se trata de que busques al
amor de tu vida. Sigue como estás, pero... joder, fluye un poquito.
Se me ocurren mil contestaciones para eso, pero esta conversación empieza a aburrirme y
simplemente quiero que acabe. Arturo lo hace con toda la buena fe del mundo, vale. La cosa es
que, después de ver a un tío, lo único a lo que me lleva fluir es a tirarle la caña al siguiente.
—Piénsalo, ¿quieres? Dale alguna vuelta. Me conformo con eso —me pide, sospechando
que el debate está muy cerca de finalizar.
Me mira con fijeza y no tengo el valor para negarle nada cuando se pone así. No me queda
otra que resignarme y asentir, ojos en blanco, eso sí.
—Y ahora cuéntame algo divertido y déjate de sermones —le pido yo esta vez,
devolviéndole el golpe de antes, que toma forma de colleja.
—Mejor será, sí —me concede entre risas, protegiéndose el cogote por si le llega otra—.
Porque hay muchas otras cosas en tu vida que dan para rato.
<<Especialmente el tema de Óscar, que desde luego no me gustaría volver a tocar.>>
—No obstante —replico, imitando penosamente la icónica voz de Severus Snape—, ahora
te toca a ti .—Y es él quien pone los ojos en blanco—. ¿Qué ha pasado esta vez?
Está a punto de comenzar con la nueva retahíla, referente por supuesto a las broncas con su
novio, cuando noto una gota impactar en mi nuca, seguida del consiguiente escalofrío.
—Joder —protesta Arturo, instantes después, mientras el cielo se desquita con ganas y, en
el suelo, comienzan a aparecer más y más gotas de lluvia a una velocidad terrible—. Vamos a
buscar un sitio donde meternos, anda.
No necesitamos decir nada más. Ambos nos ponemos en pie, nos damos prisa en huir de
este repentino aguacero. Lo bueno es que me he librado del drama romántico.
Pienso en mi madre, en lo que quiera que haya ocurrido y...
Bajo la lluvia tampoco se está tan mal.
Acabamos mojados y en un burger, donde se nos une Daniela. Podríamos decir que es la tercera
en discordia. La conocimos saliendo de fiesta, en la época en que Arturo y yo vivíamos juntos,
única fase en que pasé una temporada fuera de casa. Ésta, lleva el pelo teñido de naranja, color
nuevo y que le faltaba para completar la gama cromática. Más bien rellena y vestida siempre de
ancho. Cuando camino junto a Arturo y a ella, uno a cada lado, parece que soy alguien
importante y que voy con guardaespaldas o algo así.
—No sabéis qué semanita llevo –comenta, cuando hemos pedido y nos sentamos,
esperando nuestra comida.
El sitio nos gusta mucho porque las hamburguesas son las mejores, pero el espacio es
pequeño y un poco lúgubre. Las mesas están muy juntas las unas de las otras, y hay demasiada
gente aquí dentro charlando de sus propios asuntos, lo que nos obliga a elevar el volumen.
Daniela procede a explicarnos las muchas cosas que hace y que no ha dejado de hacer. Es
activista, en el sentido más amplio de la palabra, si contamos que no se pierde una. Lucha por
todas las problemáticas sociales sin olvidarse de una sola, habla el lenguaje inclusivo y no se
depila los sobacos porque es una mujer empoderada. A mí me parece genial, eso y todo lo
demás. Lo que me choca es que, cada vez que nos enfrascamos en estos temas, lo cual propicia a
menudo, trata de reclutarnos a Arturo y a mí para su causa.
—Estoy muy liado ahora mismo con la oposición y tal, ya sabes... —suele excusarse mi
amigo.
—Paso, tía. Sabes qué pienso de esto –tiendo a soltar yo, incapaz de evitarlo sólo porque
me irrita dicho intento de convencernos.
Su actitud me parece totalmente admirable, y lo único que pretendo es hacer respetar la
mía. Como con todo lo demás, voy a mi bola. ¿Me importan los derechos sociales? Sí. Pero
tampoco es que tenga que ser yo quien arregle el mundo ¿no? Vivo como quiero, sin prejuicios y
sin juzgar a nadie. En mi opinión, esta actitud es una reivindicación en sí misma.
—No me creo que pertenezcas al colectivo y te desentiendas de esa forma, en serio —
acostumbra a insistir, de esta y otras maneras similares.
Contra todo pronóstico, ahora, después de resumirnos un poco cada uno de aquellos
eventos en los que ha estado involucrada, decide no sacar el tema, lo cual agradezco de veras.
Me encanta Daniela, y sólo deja de ser así cuando se inician los debates.
—¿Qué te pasa, Xavi? —quiere saber, ojos entrecerrados.
Maldigo para mis adentros y lo exteriorizo mediante un profundo suspiro. ¿No se supone
acaso que es Arturo quien sabe siempre exactamente lo que me ocurre? ¿Tan puto evidente es
hoy mi ánimo, generalmente despreocupado, para que el resto del mundo lo note?
<<Me pasa que hay un monstruo en mi casa, dispuesto a devorarme nada más entre por la
puerta —le diría.>>
—Problemas en casa, lo de siempre –verbalizo, no obstante, omitiendo por supuesto el
drama.
Daniela niega con la cabeza, ojos en blanco. Se aparta un mechón de pelo del careto antes
de decir lo que quiera que esté pensando:
—Y no me extraña. Si yo fuera tu madre te habría cortado el rollo hace mucho —se
sincera, con ese tacto suyo tan fino y característico.
Tampoco es que esperase otra cosa de ella. No es de las típicas personas que empatizan
conmigo. Al fin y al cabo, es la primera de su promoción, y eso que curraba al mismo tiempo que
hacía la carrera. Sin contar que, ya entonces, estaba involucrada en muchas movidas de la suyas.
Yo soy un verdadero desastre. Ella, todo lo contrario.
—No seas así, Daniela. Ya tiene para rato —interviene Arturo, gracias al cielo.
Nuestra amiga se suaviza y hasta me dedica una sonrisa cariñosa, o al menos para tratarse
de ella.
—Lo siento, ¿va? Lo único que digo es que tienes que madurar.
Nuestras hamburguesas están listas y, por suerte, no tengo que responder a eso. Consigo
zafarme con la excusa de ir por ellas a la barra. En cuanto vuelvo, nos ponemos a tragar como
fieras. El tema de conversación parece haberse desviado del todo y sólo comentamos
gilipolleces, mientras nos ponemos hasta el culo. Las últimas palabras de Daniela al respecto, eso
sí, se concretan en cierta oferta de trabajo. En esta ocasión, se trata de una cafetería, en la que
desayuna cada mañana durante el descanso del curro. Se lleva muy bien con los dueños y buscan
camarero, puesto que el anterior era argentino y se vuelve a casa. Yo se lo agradezco, y lo hago
de veras, tanto como el resto de veces que ha pensado en mí.
Pero poco más.
A parte de eso, me hago un poco el longui y ya. Daniela no me entiende porque ella es
superaplicada. Lo último que quiero es un curro. Suficiente tengo con estudiar, al menos
teóricamente hablando. Si trabajara, no sé qué sería de mí. Tampoco si no pudiera salir y entrar
como hago, disponer de todo el tiempo del mundo para follar y demás. Tengo veintiséis años y
no pienso desperdiciar mi juventud sin necesidad. Después de que mi madre cerrara
definitivamente el grifo, Óscar me proporciona todo el dinero que necesito.
<<¿Qué más quiero?>>
No nos dejamos un sólo bocado de comida, ni un sorbo de nuestros refrescos. Ambos dicen
tener que largarse, así que me veo en la obligación de suplicarles que se queden conmigo.
—A ver, Xavi, en algún momento vas a tener que volver a casa —me recuerda Arturo, lo
que Daniela corrobora mediante un brusco asentimiento.
—Desde luego —coincido yo—. Pero cuando estén bien dormidos.
Los dos resoplan, resignados.
—Os quiero tanto –les halago, pese a que claramente me haya salido ya con la mía.

Tanto Arturo como Daniela han hecho hoy un tremendo sacrificio por mí. Sé que ambos estaban
ocupados y, con tal de echarme el cable, se han tomado la molestia de quedarse conmigo hasta
tarde. El primero en marcharse del garito al que los arrastré, fue Arturo. Su novio, Andrés, juntos
Doble A, insistió demasiado, y mi amigo puede llegar a ser un auténtico calzonazos. Luego,
Daniela, después de haber pasado por alto sus compromisos en la asociación LGBT más tocha de
la ciudad, cerca incluso de la medianoche, pilló un taxi a casa.
Ahora estoy solo, sentado a la barra y con un cebollazo importante a estas alturas. No me
molesta para nada. Conozco a todo cristo, si quisiera estaría haciendo el capullo con cualquiera
de los que hay por aquí, entre el alboroto de música, voces, brazos y piernas que se extiende a mi
alrededor. También Amalia me propuso vernos hace unas horas, a lo que alegué que había
quedado. Me apetece estar a solas, además la cacería ha comenzado, y para eso no necesito a
nadie.
Sólo mi perfil de Grindr.
No es lo normal que quiera dormir con los tíos con los que me lío, aunque hoy no sería un
mal día para ello. Si lo hice con el chaval de los Filipinos, el tal Nacho, que vivía a tomar por
culo y en aquel barrio claustrofóbico, fue sólo porque iba ciego de más y surgió sin
premeditación.
<<Pero las excepciones existen.>>
Deslizo hacia abajo y, sólo de un vistazo, reconozco los mismos perfiles de siempre.
Insisto por si acaso, pero definitivamente el panorama es el que es. Toca acudir a mi estrategia,
por tanto. En la segunda vuelta veré las cosas más claras. Qué remedio. Estoy buscando al
afortunado de esta noche cuando me fijo, precisamente, en el perfil del domingo, en el perfil
apodado Nacho28. Continúa sin foto, por eso no me había dado cuenta hasta ahora. Me planteo
durante unos instantes ignorar el protocolo. Puede que no sea tan mala idea repetir, puesto que el
catálogo es decadente en exceso. Suelo evitarlo porque, antes, cuando era inexperto, caía en la
trampa sólo para terminar descubriendo que, en muchos casos, esos que afirmaban buscar lo
mismo que yo, alguien con quien follar sin compromiso, después se pillaban y querían más. Lo
mejor es ahorrarnos situaciones incómodas.
Y hoy no va a ser distinto.
Tomo la decisión de dejarlo estar, hago el amago de deslizar hacia abajo una vez más.
Apenas he tocado la pantalla y recibo un mensaje.
<<Venga ya –bufo, para mis adentros.>>
No es otro que el puto Nacho, de algún modo sincronizado con mi yo de hace diez
segundos. Esto cambia las cosas. Lo convierte en más tentador. Estoy demasiado perezoso y,
coño, ha caído del cielo. Si hay que pararle los pies mañana pues… se verá. Hoy es hoy y
mañana es mañana, ¿no?
Respondo a su Ke tal? con un simple y escueto Aburrido. Él coincide conmigo, y la
invitación llega al instante. Va sobre ruedas hasta que me pide mi número para charlar por
WhatsApp, con el viejo pretexto de que Grindr va como el culo. Yo se lo doy a pesar de que otro
de los protocolos dicta lo contrario. Hoy necesito que todo sea extremadamente fácil, paso de
meterle una de mis míticas bolas. Él lo apunta bien rápido, porque sólo habrán pasado veinte
segundos y ya tengo su saludo en WhatsApp. Le hago saber que llegaré en cosa de media hora y
bloqueo el móvil. Acto seguido, apuro el vaso de litro de cerveza como un campeón, lo dejo
sobre la barra.
—¡Adiós preciosa! —exclamo a la camarera, que pasa cerca en el preciso instante en que
procedo a incorporarme, quizá no lo suficientemente fuerte como para que me haya oído entre
tanto alboroto.
Me abro paso tan costosamente como lo haría en mitad de un concierto de Extremoduro y
salgo al exterior. Aunque en realidad no es tal cosa, claro. Mis pubs favoritos están aquí, en La
Galería, lugar más popular de fiesta rollo alternativo en toda la ciudad. También hay mucha peña
fumando, en pie o tirados por el suelo. Los esquivo, alcanzo la calle, ahora sí. No hay ningún taxi
disponible en la parada, así que me veo obligado a sentarme en mi banco. Mío porque es donde
acabo siempre para el arrastre, antes de pagar para me lleven a casa o a la de cualquiera. En esta
ocasión, me encuentro más sereno, pero con las mismas ganas de siempre de echar un polvo.
<<Lo siento, mamá. Felicidades de nuevo, Nacho28>>
No aparece ningún taxi, y a la una cierra el metro. Consigo por los pelos pillar el último
tren. Me dirijo a aquel barrio con el que tan poco simpaticé la última vez. Prácticamente vuelvo a
estar solo en el vagón, alejado de un grupo de mocosos más mamados de lo que lo estoy yo.
Observo que tengo buen aspecto, pero lamento que las cosas estén como estén y no haya podido
pasar por casa para darme una ducha. Suerte que soy de esos que se pueden permitir estar un par
de días sin lavarse y seguir oliendo a rosas.
Afuera, ya en la acera, percibo mi entorno diferente. Bajo la luz amarillenta de las farolas,
acompañada de la quietud y la falta de actividad humana, la zona adopta un toque que me parece
más bohemio y me lleva a simpatizar en mayor medida. Es agradable escuchar el silencio,
imposible de hallar en el centro, sin importar las horas de la madrugada que sean. Seguramente
habría pensado lo mismo durante la ocasión anterior, si pudiera recordarlo.
Tengo buen sentido de la orientación y no me cuesta encontrar el edificio de Nacho. Le
escribo para que me abra en lugar de tocar al portero, y enseguida accedo al portal, éste sí tan
cutre como lo fue el domingo. Pillo el ascensor y, cuando llego al tercer piso, dadas las
indicaciones de mi rollete repetido, le veo esperándome en el umbral de su puerta. Me sonríe y
me gusta. No es una sonrisa típica. Más bien es una media sonrisa bastante pícara que me pone
cachondo.
Me invita a pasar y le observo con disimulo mientras lo hago. Nacho debe medir metro
ochenta, exactamente igual que yo. Es un poco más ancho, eso sí. Sus piernas, ocultas ahora bajo
el pantalón de chándal, son de futbolista y su cuerpo atlético. Recordarlo me lleva a reconocer
que me pone malísimo y que, definitivamente, folla como un santo.
—¿Quieres una copa? —me pregunta, mientras le sigo por el pasillo, directos al salón.
Como mi respuesta ha sido afirmativa, espera a que me acomode en el sofá y se larga a la
cocina por vasos y hielo. Me recuesto contra el respaldo, observo esas mismas fotos que hacen lo
propio conmigo. La otra noche, cuando estuve aquí, tenía demasiado alcohol en sangre como
para prestarles atención, por la mañana demasiada prisa como para entretenerme en eso. Ahora,
por el contrario, reparo en ellas más a fondo y me pregunto si alguno de los niños fotografiados
en su primera comunión será Nacho. Soy muy malo con esto de los parecidos y nunca lo
adivinaría por mí mismo.
Vuelve y sonríe al comprobar la dirección de mi mirada. Es una sonrisa parecida a la de
antes, una sonrisa que expresa algo que no estoy seguro de saber definir.
Pero sí que me gusta.
Se sienta a mi lado, después de haber servido dos copas de ron, la mía sin mezclar con
Coca—Cola ni nada porque es así como me gusta y lo recuerda. Me pregunta qué tal la semana y
suena como si nos conociéramos de toda la vida. Procede a liarse un porro, cargándolo bien del
verde que guarda en una lata de tabaco. Yo no le cuento mucho, más que mierdas superficiales.
No me atrae demasiado hablar de mí mismo, prefiero hacerlo sobre gilipolleces y tonterías que
nos hagan reír.
—La mía ha sido... cansada —me explica, en cuanto termino mi breve explicación—.
Mucho curro y eso.
Estoy a punto de preguntarle qué curro es ese, pero logro recordarlo a tiempo. Es repartidor
de Globo, y se patea la ciudad con su moto. De ello vive relativamente bien, ya que puede
disponer del piso de su difunta abuela, ahorrándose el alquiler.
—¿Y qué piensas hacer luego? —no puedo evitar preguntarle, curioso cuanto menos.
Él me mira, despistado y sin comprender a qué me refiero. Se lo aclaro, le explico que mi
pregunta alude a sus expectativas de cara al futuro.
—Ahhh… Pues encontrar un curro mejor, pillarme una casa o un buen alquiler —
responde con toda naturalidad.
Definitivamente me doy cuenta de que pertenecemos a mundos diferentes. Quizá tal
afirmación sea exagerada. Pero casi toda la gente que conozco, y es muchísima gente —de la
facultad, de La Galería y demás— está estudiando o va a hacerlo. Pertenecen a la liga de mi
madre, donde sus miembros aspiran a un porvenir acomodado, donde la simpleza de la respuesta
de Nacho no tiene cabida.
—¿Y tú? —quiere saber, con el porro ya liado y entre sus labios.
Lo primero que me gustaría responderle, es que desearía que mi vida fuera tan sencilla
como la suya. La cosa está en que puede que se ofendiera, y decido limitarme a los hechos.
—¿Esos son los asistentes sociales? —me pregunta ahora, tras haber encendido el canuto
y aspirar una primera calada, que huele más fuerte incluso que la hierba fresca de la lata, y
después de haberle contado qué estudio y que, mi futuro propiamente dicho, tendrá lugar cuando
decida terminar de una puta vez el grado.
—Sí, bueno. Entre otras cosas —contesto.
Sin ningún problema, me interroga sobre tales cosas. Quizá parezca una idiotez, y tampoco
es que yo sea muy analítico, pero sí me doy cuenta que, normalmente, cuando la gente no sabe
acerca de lo que sea, finge que no es así y deciden cambiar de tema. Nacho no tiene pudores y lo
soluciona pronto. No sabe, pregunta. Fácil.
Tal como debería ser.
Charlamos de chorradas, menos personales y donde descubro que, en efecto, somos muy
diferentes. Me gusta hablar con alguien tan distinto a mí, con una perspectiva tan alejada. Todo
en él parece fácil, simple en el buen sentido. La gente es muy compleja, la vida lo es.
Nacho no.
Me declaro fan de todo ello enseguida, me planteo que, quizá, de aquí pudiera terminar
naciendo una bonita amistad si es que siguiéramos viéndonos, igual que sucedió con Arturo. En
la tele está puesta la Fórmula 1, con el volumen al mínimo. Justo me está hablando de sus
aficiones, relacionadas prioritariamente con los deportes, cuando noto que comienza a arrimarse.
Tampoco esto lo hace con disimulo, aprovechando un descuido mío como harían otros e incluso
yo mismo. Sigue acercándose con naturalidad. Ambos sabemos que, si estamos aquí, a fin de
cuentas, es porque queremos que vuelva a suceder algo entre los dos. ¿Qué sentido tiene
disimularlo cuando las cosas están tan claras? ¿Para qué andarse con mamoneos si buscamos lo
mismo y nos apetece? Parece lógico, y, sin embargo, mi experiencia me muestra tan simple
acontecimiento como extraño.
Me mola.
Su hombro está cerca de rozar el mío cuando inclina la cabeza y la apoya contra el mismo.
Por mi mente intenta asomar el recuerdo de un gesto parecido de su parte la última vez que nos
vimos. Sin embargo, es uno de esos lapsus de borracho y no estoy seguro.
Sea como sea, tampoco me disgusta.
Generalmente, cuando alguien me toca o es afectivo conmigo, fuera del único y exclusivo
momento en que toca serlo, mis músculos se tensan por puro acto reflejo y me siento bastante
incómodo. También ahora ha sucedido, porque creo que en mí es inevitable, pero la incomodidad
no se da y se me hace raro. No hago nada y él sigue conversando con total normalidad, como si
su boca no se hallara en su cabeza y ésta en mi hombro. Intentó hacer igual, continuar como si
nada.
Empiezo a acostumbrarme en el instante en que aparta la cabeza y la alza para besarme.
Sus labios encuentran los míos sin ninguna dificultad y, aunque no son tan gordos como muchos
otros que he probado, sí muy suaves al tacto. Se mueven pausadamente y me cuesta un poco
adaptarme a su ritmo. Suelo besar de un modo más intenso. La ternura no es lo mío, pero me
hago a ello. Vaya que sí. Me hago y, cuanto más lo consigo, más y más dura se me pone. Estoy
muuuy cachondo, lo que se incrementa por mil al variar el ritmo y enrollarnos con ganas. Sentir
su lengua dentro de mi boca, la mía dentro de la suya…
De repente se separa, dejándome confuso, odiándole por interrumpir esto.
—Me encanta cómo besas —suelta, con tanta sencillez como todo lo demás.
No es la primera ocasión en que me lo dicen, pero siempre suelen hacerlo con voz melosa,
o bien con otra entrecortada y ronca. Nunca de un modo tan gratuito, tan... Es difícil de explicar,
muy en la línea del resto de sus comportamientos. Le observo y… sí. Nacho es un tío muy
llamativo que, aunque sólo sea dos años mayor que yo, tiene el pelo considerablemente canoso.
Le pasa como a mí, supongo. Digamos que es una belleza difícil de categorizar. Nada de ojos
enormes, claros o una mirada profunda, ni una sonrisa típica enmarcada en labios carnosos de
Hollywood. Poco que destacar y todo al mismo tiempo.
<<Es atractivo. Mucho. >>
Estoy deseando que vuelva a besarme de una puta vez, porque me tiene a mil, pero él se
aleja un tanto para estirar el brazo y alcanzar del cenicero el porro, que aún no ha acabado de
fumarse.
—La verdad que me lo paso guay contigo, me gusta que hablemos –comenta, en lo que
aspira una calada más y la niebla se expande.
Tal vez, en otras circunstancias, podría haberme molestado que rompa el protocolo
liándose conmigo de forma aislada en lugar de montárnoslo. Pero la cosa es que nunca me
habían dicho eso, y descubro que resulta simpático. Vale que con los tíos no suela charlar
demasiado, pero a veces sí ocurre antes del polvo, igual que hoy. Conozco cuáles son mis
virtudes y esa no la contaba entre ellas. Supongo que es agradable que le parezca agradable que
charlemos.
—Seguro que el otro día no estuve tan elocuente –bromeo, en vista de que acabo de
quedarme pillado y no se me ocurre nada más que contestar.
Él se echa a reír por toda respuesta, quizá de forma desproporcionada, a lo que contribuye
el efecto de la maría. Me contagio y las carcajadas incrementan cuando hace alguna observación
al respecto. Pienso que los vecinos deben odiarnos, pero a Nacho no parece importarle, así que a
mí mucho menos. Le golpeo en el hombro, él se defiende mediante un contrataque. Acaba
dejando el porro de nuevo en el cenicero para poner todas sus fuerzas en una breve pelea, que
acaba en nuevo beso. Arremetemos nuestros labios contra los del otro, con mucha más energía
que antes. Sonríe contra mi boca y la sensación es extraña, novedosa a pesar de mi amplísima
experiencia. Desciendo hasta alcanzar su cuello, y lo noto estremecer sólo con el mero hecho de
sentir mi respiración, antes incluso del primer mordisco.
—Cómo me estás poniendo –murmura, con voz entrecortada, después de un largo
resoplido. Vuelvo hacia arriba, mi boca de nuevo en su boca—. ¿Vamos al dormitorio? —
propone.
—Todavía no —sentenció, ansioso por dejarme llevar aquí mismo.
Llevo mi mano a su impresionante herramienta y la agarro a través del pantalón,
provocando un primer jadeo ronco, que brota directamente de su garganta.
—Cabronazo... —murmura, muerto de placer, despojado por fin de sus calzoncillos y
sintiendo mis labios en su polla.

Acabamos completamente exhaustos, desnudos y echados en la cama. Sólo la tenue luz de la


lámpara que hay sobre una de las mesitas de noche ilumina el dormitorio. Todavía nuestras
respiraciones están agitadas y nos encontramos literalmente pegados, hombro con hombro, sudor
y sudor, contemplando el techo con humedades y reponiéndonos de tanto placer. Nacho mueve
su cabeza y la coloca de nuevo sobre el mío, lo cual me desconcierta. En la cama es una fiera la
mayor parte del tiempo, activo en todos los sentidos. Ahora, parece un cachorrito necesitado de
afecto, y se lo permito sólo porque me cae bastante bien.
—Qué pereza me da todo –me quejo, con voz entrecortada.
No ha sido causal. Mis palabras tienen un fin, y no es otro que conseguir la invitación a
dormir aquí con él. Tampoco es que me haga ilusión ni nada. Yo no soy de esos. Simplemente
me ciño a mi plan de estirar todo lo que pueda el momento de volver a casa. Aunque ahora mi
madre esté en los siete sueños, nada me gustaría más que aparecer por la mañana, cuando se
encuentre en el curro y ni siquiera pueda oírme entrar.
—Quédate aquí —me pide, habiendo captado por lo visto la indirecta.
Me hago el remolón, sólo por educación. La forma en que insiste, me lleva a comprender
que, realmente, le apetece que lo haga. En la ocasión anterior, iba ciego y le daría palo echarme a
la calle en tales condiciones.
Hoy le apetece de veras.
Su entusiasmo provoca mi rechazo y, de no ser porque me conviene demasiado, estaría
llamando a un taxi y a punto de salir por patas.
—Me voy a dar una ducha. ¿Quieres venir? —propone.
—Mejor mañana, cuando llegue a casa –rehúso.
Se aparta de mi lado y se sienta para ponerse las zapatillas. Observo su espalda y noto
cierto hormigueo en la entrepierna, que fácilmente puede transformarse en una puta nueva
erección. El sexo me flipa, pero con Nacho es apoteósico. A veces tan... ¿tierno? Otras tan
salvaje. Pasa de una a otra con una facilidad con la que no me había encontrado antes y que me
pone demasiado. Normalmente la gente tiende a inclinarse más por una de las dos, él reúne
ambas y es todo un ejemplar en peligro de extinción.
Se marcha y me deja solo. Aprovecho para levantarme, con toda la pereza del universo, eso
sí, a recuperar mis calzoncillos. Me los pongo y vuelvo a echarme sobre la cama. Odio a mi
madre, porque en estos momentos me encantaría poder estar acostado en mi cama y no aquí.
<<Aunque podría ser peor —me recuerdo.>>
Para tratarse de mí, es totalmente cierto que con Nacho estoy relativamente cómodo. Éste
regresa de la ducha, desnudo igual que se fue. Le observo con descaro y nuevo hormigueo. El tío
está muy bueno. Muy pero que muy bueno. Se acuesta a mi lado y, tan atento como ha sido hasta
ahora, me pregunta si me apetece comer, beber algo o lo que sea. Yo le aseguro que estoy
perfecto y él apaga la lámpara. La oscuridad es casi absoluta y no veo venir sus labios, que besan
los míos. El aliento le huele a pasta de dientes, pero no a la típica de menta. Creo que es una de
esas sabor fresa, de las infantiles. La cosa es que, volviendo a mi sagrado protocolo...
Acaba de saltarse la más importante de las reglas.
Este beso ha estado fuera de contexto a un nivel que se escapa a mi tolerancia. Lo
sorprendente es que tampoco me ha molestado tanto.
—Oye, quería comentarte algo –dice, en voz muy bajita, cerca de mi oído. Le incito a
continuar mediante un sonido gutural y lo hace—: Iba a hacerlo la otra vez, pero no tenía claro
que fueras a acordarte de nada por la mañana...
—¿El qué? —quiero saber ahora, habiéndome picado la curiosidad.
Se ha abrazado a mí y no estoy seguro de cómo hemos llegado otra vez a este punto.
—A ver... es sobre lo mío, ya sabes.
Y efectivamente, sí sé. No es la primera ocasión en que oigo esa misma expresión, si no
otras muy similares.
Nacho no ha salido del armario.
Procede a explicarse, a pesar de que no se lo haya pedido en ningún momento, y
sobreentiendo que el armario está cerrado con llave, que ésta fue arrojada a lo más profundo del
océano. Por lo visto, además de mí, sólo lo saben los otros tres a los que se folló primero. Nadie
de su círculo, ni familiares ni amigos ni absolutamente nadie. No existe la típica amiga a la que
se le cuenta en primer lugar. Nada. Definitivamente nada. Tampoco está seguro de que las
mujeres hayan dejado de gustarle, ya que según él ha sentido algo por sus novias anteriores. Sí,
ha tenido novias y rolletes a las que nada les cuelga entre las piernas. Su confusión me parece
más real que la de otros que utilizan estos pretextos para hacerse los interesantes, o bien proteger
su masculinidad frágil. Me suena sincero. Lo que no quita que crea que los tíos le gustan de
veras, que no es algo sexual como pretende hacerme ver, o más bien como pretende hacerse ver a
sí mismo.
—Creo que nadie me entendería —continúa—. Así que no tengo necesidad de contarlo. Es
una parte de mi vida que prefiero que no se sepa. ¿Me entiendes?
<<Vaya que sí —pienso.>>
Al fin y al cabo, tampoco a mí me gusta que anden desaprobando el tipo de vida que elijo.
—Y... la verdad es que ni siquiera me llamo Nacho —confiesa.
Le miro, alucinando, y en la oscuridad distingo el brillo de sus ojos, que escrutan los míos
de una forma que me hace sentir muy extraño. De repente, si se llama Nacho o no, así como todo
lo demás, parece pasar a otro plano, muy lejos de este. Algo comienza a revolverse en mi pecho,
sensación que se acrecienta por segundos, que me abruma.
—¿Sabes qué? —intervengo, ignorando por completo su revelación—. Tengo que irme a
casa.
Nacho, o como quiera que se llame en realidad, enciende la luz de la mesita, supongo que
para mirarme y comprobar que todo va bien. Lo hace tarde y se encuentra con mi espalda.
Me pongo en pie.
—¿Por qué vas a irte? —quiere saber, ansioso—. ¿Te ha molestado lo mío?
Niego con la cabeza y fuerzo una sonrisa antes de mentirle:
—¡Qué va! ¿Por qué iba a molestarme? Ese es tu rollo —aseguro—. Y no hace falta que
me lo digas... Soy una tumba. No pienso contarle nada de esto a nadie.
La tensión que se había apoderado de su expresión desaparece, sus hombros incluso
parecen relajarse.
—Pero entonces...
—He recordado que mi madre me encargó llevar a mi hermano mañana al cole. Soy un
desastre. ¡Menos mal que he caído!
El tío cuyo nombre ya no sé y que antes era Nacho, apoyado sobre su codo, sonríe. Creo
que habría preferido que me quedara a sobar con él, pero se conforma con que todo esté bien y
no vaya a rajar una palabra de sus clandestinas prácticas sexuales. Voy un momento al baño para
adecentarme y echar una meada. A continuación, me acompaña al salón y busco mi ropa igual
que lo hice la otra vez. Él me observa, sosteniéndose contra el marco de la puerta y reventado de
sueño. Se lo noto en la cara, el efecto de la maría y luego correrse lo han dejado K.O.
—Bueno, gracias de todos modos —le digo, ya en el recibidor.
—No hay de qué —sonríe, despeinado y con el bañador que se ha puesto por no abrir la
puerta de la calle en bolas.
El cabrón está muy bueno, de eso no hay duda.
—Adiós —me despido.
—Adiós —se despide.
Mientras bajo en el ascensor, ya estoy marcando el teléfono de los taxis.

Por fin sentado y de camino a casa, intento relajarme. Mi mirada se pierde en el paisaje
urbano que se sucede incansable, aunque en realidad no le esté prestando ninguna atención.
Ahora mismo el taxista, de los silenciosos, por suerte, podría estar llevándome a un laboratorio
donde vender mis órganos y ni me enteraría.
<<Qué mal estás —me sermonea mi propia voz, adentro de mi cabeza.>>
Y definitivamente lo estoy.
Maldigo a Arturo por haberme hecho el lío. Él y sus malditos discursos de amor tienen la
culpa. Entre Nacho y yo hay mucha química, es evidente. Tanta como para, a lo mejor, incluso
haber llegado a un tercer encuentro. Pero las tonterías de mi mejor amigo me pueden. Tiene una
capacidad casi mágica para lavarme el cerebro. Sobre Óscar. Ahora sobre Nacho.
Mi mente regresa al dormitorio en el que me encontraba hace sólo diez minutos, pese a mis
enormes esfuerzos. Creo que esa forma en que Nacho me miró no será fácil de olvidar.
<<¿Qué coño me pasa? ¿Se me está yendo la pinza?>>
Pero, lo único que sé en estos momentos, es que acabo de pirarme de su casa y que voy
dirección a la mía, camino a mi sentencia de muerte. Son las cuatro de la mañana, y lo único que
le pido a la vida, es que mi madre esté lo bastante dormida o agotada como para molestarse en
cantarme las cuarenta. Más tarde, mañana, cuando se haya relajado, probablemente no sea tan
chunga y las cosas se queden como siempre.
Conecto con la realidad y el mundo que me rodea me lleva a comprobar lo cerca que estoy
de acabar con toda esta incertidumbre.
—Ya estamos, chico —me avisa el taxista, en cuanto detiene el vehículo frente a mi
portal.
Rebusco monedas de euro en mi cartera y me doy cuenta de que el efectivo no me alcanza.
Bendigo a la tecnología cuando me pasa el datáfono y finaliza el problema. Acto seguido,
abandono el coche y éste se aleja enseguida. Permanezco quieto unos instantes en la calle
solitaria, suspirando con fuerza, recargando mis energías.
<<Nunca es para tanto —me recuerdo.>>
Decido terminar con esto cuanto antes y abro con la llave, voy al ascensor y me monto.
Antes de alcanzar el ático y salir a mi rellano, ya he logrado convencerme de que esta ocasión no
será distinta a las anteriores.
—¿Qué...? —logro articular, mudo del asombro, habiendo errado como nunca.
El acceso a la puerta de casa está totalmente bloqueado por maletas y restos de mis cosas,
metidas desordenadamente en bolsas de basura.
<<Venga ya –gritan ahora mis pensamientos, al borde del colapso.>>
Capítulo IV

Mi primer día de trabajo, requisito indispensable para mi inminente regreso a casa,


transcurre demasiado lento y agónico. De repente soy camarero en una ajetreada cafetería, la
misma que Daniela afirmó necesitaban un camarero. Cuando me encontré con el percal en el
rellano de casa, con todas mis cosas, no me quedó otra que echarle imaginación.
Y aquí estoy.
Mamá, reticente de todos modos, ha aceptado que vuelva sólo porque le prometí que iba a
currar. ¿El motivo de su locura? Ninguno. Lo de siempre. Sencillamente obedece a uno de sus
brotes trimestrales, basado en el incansable desacuerdo con respecto a mis salidas y entradas, la
peste a alcohol y porros, la falta de colaboración en el hogar y ese largo etcétera que bien podría
pasar días recitando.
—¡Macho! Más ardiles —me reprende, el que ahora es mi jefe.
Lo que no aparece entender, observo, es la complicación que supone desplazarse con una
bandeja temblorosa, repleta de cafés temblorosos y gente estúpida que no te tiene en cuenta y se
pone en medio de tu camino. Sobre todo, claro, cuando no lo has hecho en tu vida.
<<Me cago en... >>
Porque, finalmente, ha sucedido. La he liado.
Mi mirada atraviesa el establecimiento y encuentra sin dificultad la del jefazo, compuesta
por dos canicas negras y maliciosas que me escrutan sin compasión.
—Perdonen, perdonen —se disculpa, su voz teñida de falsa culpabilidad y furia contenida,
mientras viene directo hacia mí. Me agarra del brazo y acerca su boca gangosa a mi oído—.
Recoge enseguida este estropicio –añade, mediante un susurro cargado de veneno.
<<¿Sabes qué? No pienso seguir bajo las órdenes de un negrero como tú —me encantaría
decirle.>>
No obstante, lo que mis labios formulan es otra cosa:
—Voy a ello.
Me arrastro hacia el interior de la barra, y mi inteligencia se debate entre pillar el
recogedor y la escoba o el cubo con la fregona. Hay cristal que barrer con la primera, pero
mucho café que limpiar con la segunda. ¿Qué cojones se supone que hay que hacer en estos
casos? ¿Cuál es el procedimiento a seguir? Me estalla la cabeza. Antes de que logre decantarme
por alguna de las opciones, y mientras me pregunto si no se le ha ocurrido a alguien crear un
artilugio que combine ambos instrumentos, mi queridísimo jefe vuelve a colocarse a mi lado.
—¿Qué esperas, que te cante un rosario? —me ridiculiza, mirando hacia... ¿la fregona?
—No sé...
—Daniela me dijo que eras un tío eficiente —continúa proyectando todo su estrés, el
mismo que debió dejarle la cabeza de bola de billar que tiene, hacia mi persona—. Pero no das
una, macho.
—De veras que...
—Necesito alguien con sangre, ¿me entiendes? Tienes que espabilar. A lo mejor no estás
hecho para esto —arremete.
Como acaba de interrumpirse, espero que se rinda, pero de pronto vuelve a abrir su bocaza
y sigue en su línea. Desconecto y su voz se une a la del murmullo general, incluidas las de esos
curiosos que nos observan entretenidos. ¿No podría felicitarme al menos porque la clientela esté
divertida?
—... no estás hecho para esto –repite, para finalizar su sermón.
Ahora sí, una pausa. Su mirada cruel no me da tregua y suspiro, simplemente.
—¿Macho, no tienes nada que decir?
Y yo no puedo más. Y me lo acaba de poner a huevo.
—Sí —respondo con parsimonia, captando más su atención si cabe—. Que probablemente
tengas razón.
Su expresión mezquina, se torna contrariada mientras decido rematar el momentazo
alcanzando la fregona y tendiéndosela. Espero haber acertado. Acto seguido muevo mi culo del
sitio, pillo mi mochila y voy al baño para quitarme este uniforme y ponerme mi ropa.
—Gracias por la oportunidad —le digo en cuanto acabo, instantes antes de dar media
vuelta y dirigirme a la salida.
En la calle me recibe un día espléndido y soleado.
<<Pero huele a muerte.>>
Y es así porque Daniela va a asesinarme en cuanto se entere.
—He dado mi palabra por ti y tú haces eso —dirá para empezar, previo paso a la
inevitable ejecución.
Pero yo no puedo pensar en otra cosa que en este día maravilloso y en mi reciente e
impagable libertad, perdida por dos horas de mi vida con las que tendré pesadillas hasta la última
exhalación. Ahora estoy más seguro que nunca de que currar no es lo mío. Lástima que a mamá
no vaya a gustarle. Aunque tampoco es que piense decírselo, claro. Mis cosas regresaron a mi
habitación y, tras un par de días en casa de Arturo para relajar tensiones, vuelvo a tener un techo
genial y legítimo con una cama donde caerme muerto. Tan contento ando alejándome de ese
horrible bar, que me hago un selfie donde luzco una sonrisa demasiado amplia y que resulta hasta
siniestra. Pero no me importa. Estoy de celebración y quiero que mis numerosos seguidores de
Instagram lo sepan.
Son sólo las siete de la tarde y en realidad ni siquiera sé hacia dónde hostias me dirijo. Mi
horario en el curro, se supone, sería de cinco a hora de cierre, sobre todo para compaginar unos
estudios a los que, para ser sinceros, no les hago ni puto caso. La cuestión es que cometí el error
de contárselo a mi madre, en un intento de que resultara más creíble. Ahora tendré que pasar las
tardes fuera de casa y, aunque me encanta estar fuera de casa, precisamente a estas horas es
cuando solía ir a repostar los días en que mi cuerpo no daba para más, antes de una gloriosa
noche.
No me detengo mientras sopeso mis opciones. La primera tiene que ver con Arturo, al que
escribo y me dice que lo tiene imposible, que no puede perder más tiempo de estudio. A Daniela
no pienso darle el gusto de dejar que me decapite tan pronto. Tampoco es que yo necesite a
nadie. Los garitos en La Galería están ya abiertos y me puedo acoplar con quien sea. De hecho,
mis pies, inteligentes por sí solos, se dirigían hacia allí antes de haberlo decidido.
Echo un vistazo al teléfono para comprobar los likes de mi foto y, al ver el icono de
WhatsApp, recuerdo. Óscar me escribió anoche para avisarme que se encuentra de nuevo en la
ciudad. Esto me sorprendió, ya que sólo hace unas dos semanas que estuvo aquí. Generalmente
viene una vez al mes, incluso cada uno y medio. La cosa es que le respondí que, seguramente,
pudiéramos quedar esta noche. Las ganas no me matan, pero significa dinerito fresco y
necesario.
<<En serio. Me gustaría que nos viésemos –escribió.>>
Lo cierto es que resulta un tanto extraño y tengo cierta curiosidad. Podría quitármelo de
encima cuanto antes y, por la noche, darme un buen homenaje a su salud. Sí, eso podría ser una
gran idea. Cojo el teléfono y le escribo de inmediato. Sus reuniones suelen ser durante las
mañanas, así que, con suerte, le viene bien que me pase ahora. Estoy a punto de salirme cuando
los tics se vuelven azules e, instantes después, aparece la respuesta afirmativa. Procede a grabar
un audio y yo, parado como estoy, decido dejar caer mi culo en un banco cercano, donde a mi
lado descansa una pareja de señoras, que me miran con recelo.
—¿Qué te parece si te recojo y nos vamos a algún lado con el coche? –me pregunta Óscar
en la nota de voz.
La proposición me resulta todavía más extraña. De todos nuestros encuentros, sólo aquel
que se produjo en aquella casita rural tuvo lugar en un sitio que no sea la suite del hotel.
—Me parece fenomenal –respondo mediante otra nota de voz—. Lo único que no puedo
llegar tarde a casa. La cosa con mi madre está calentita –continúo, mintiendo descaradamente
con tal de no alargar mucho el plan. A Óscar le gusta dormir juntos y, a veces, se muestra
insistente, así que prefiero atajarlo cuanto antes porque, lo cierto, es que a mí no me apetece
nada. Antes de terminar, observo de reojo a las señoras que, definitivamente, parecen molestas
por compartir el banco conmigo—: Pero no tardes, ¿va? Quiero comértelo todo.
Cierro audio y me pongo en pie, dejándolas ahí tranquilitas y con una anécdota que
comentar. En lo que camino hacia el próximo banco, envío mi ubicación a Óscar. He estado
trabajando dos horas y merezco que vengan a recogerme cual princesa.

Espero aproximadamente treinta minutos hasta que, Óscar, detiene su Mercedes junto a la acera
de enfrente. Apago el porrito al que estaba dando unas cuantas caladas y cruzo de mala manera
para acortar camino.
—¿Qué dices, guapo? –me saluda nada más monto.
Casi me había olvidado de lo cómodos que son los asientos de este coche.
—Me tienes en ascuas –confieso, en cuanto arranca.
De veras lo noto raro. Vale que en plena calle no iba a darme un morreo para saludarme,
por eso de que está casado y vive encerrado en el armario. Pero, aun así, pasa algo que no logro
entender y ardo en deseos de que me explique.
—Después, ¿vale?
La mano que no usa para conducir se posa sobre mi pierna y la oprime con suavidad. Mis
sospechas oscilan entre mi posible secuestro o que me pida matrimonio, opciones ambas a cuál
peor.
—¿A dónde vamos? –le pregunto.
—A cualquier sitio donde podamos estar a solas y tranquilos –responde, sin apartar la vista
de la carretera.
<<Vale. Es sólo un secuestro –me tranquilizo—. No tengo de qué preocuparme.>>
Conduce hacia la periferia y, pese a que saco algún que otro tema tonto de conversación,
Óscar no está hoy muy hablador.
—Sé de un sitio –comento—. Coge ese desvío.
Él obedece y tomamos una carretera secundaria, dejando atrás esos últimos polígonos que
delimitaban la ciudad con la nada. Continúo indicándole y, en apenas diez minutos, nos
adentramos en un pinar. La carretera asciende montaña arriba.
—Temo por mi coche –refunfuña, tras haber cogido un nuevo desvío.
Alego que la carretera está perfectamente, pero se nos presenta el problema de que sólo
hay un carril y viene un coche de frente. Coordinarnos es un circo, aunque lo superamos y
proseguimos la marcha.
—Es ahí delante.
Por un momento había temido perdernos, pero no. Damos con el sitio. Se trata de una
explanada rodeada de árboles, lo suficientemente amplia como para acceder con un coche, y
alejada de la carretera como para conseguir un poco de intimidad.
Pero lo guay son las vistas.
—Por la noche impresiona más –comento.
Y es cierto. El panorama aéreo de la ciudad que nos proporciona nuestra ubicación mola
más de noche, cuando todas las luces están encendidas.
—Es muy bonito de todos modos –asegura, sonriente.
Se baja del coche y se acerca al borde del precipicio, usando su mano para hacer las veces
de visera y protegerse de un sol en decadencia. Quizá esté esperando que le acompañe. Ni
siquiera me había planteado que esto pudiera ser… ¿romántico? Sencillamente, un tío que me
tiré me trajo aquí porque conocía el lugar y ninguno de los dos teníamos sitio.
De repente mi mente evoca a Nacho, y eso me perturba.
—En serio, me gusta mucho –reitera Óscar, ocupando de nuevo su asiento—. ¿No me vas
a dar un beso?
Me encojo de hombros, pero él toma la iniciativa. Me besa lento y, cuando comienza a
venirse arriba, le obligo a retroceder.
—Todavía no me has dicho qué pasa –le recuerdo.
—No se te escapa una –se resigna, volviéndose a recostar en su asiento y clavando la vista
en el cielo.
—No pienso casarme contigo –le adelanto, aparentemente en broma, pero… por si las
moscas.
Óscar se echa a reír.
—¿Sabes? Esa es una de las cosas que más voy a echar de menos .—Su mano regresa a mi
muslo.
—¿A qué te refieres?
Y, dos suspiros después:
—La empresa ha decidido romper los contratos que tenemos con los negocios locales –
confiesa por fin. Creo que mi expresión es un mapa, de modo que no necesito pedirle que me
hable en cristiano—. No creo que vayan a volver a mandarme por aquí en mucho tiempo.
—Guau… ¿Así? ¿De repente?
—No exactamente. La cosa llevaba cociéndose tiempo –me explica—. Te lo habría
contado, pero… he notado que cuando te hablo de mi trabajo tiendes a aburrirte profundamente.
Me quedo un poco pillado. Lo cierto es que tiene razón, y probablemente no sepa hasta el
punto en que eso es así. Ni siquiera estoy seguro de lo que hace o deja de hacer.
—Menuda mierda –concluyo, palabras que brotan desde lo más hondo de mi ser.
—Lo sé –coincide—. Y cuánto me gustaría que te lo pareciese por el mismo motivo que
me lo parece a mí.
—Eh…
—No, tranquilo –me frena, y en sus labios se dibuja una sonrisa triste—. No hace falta que
contestes nada. Aunque no lo dijéramos, ambos sabíamos lo que había. Pensaba que, quizá, con
el tiempo podría haber sido diferente. Pero también es verdad que eso habría complicado las
cosas.
>>Sea como sea…
Se aproxima a mí y espero el contacto de sus labios en los míos. Sin embargo, pasan de
largo. Óscar me envuelve entre sus brazos y me aprieta con fuerza. Lo cierto es que no suelo ser
bueno para estas cosas. Sólo existen dos personas en el mundo con las que soy capaz de
mostrarme afectuoso, y esas son Arturo y mi hermano, sin contar abrazos de saludos y tantas
convencionalidades. También que, el auténtico palo para mí, es no tener la menor idea de qué
coño voy a hacer a partir de ahora. Sobre todo contando con que hoy me he despedido
felizmente.
Pero…
Respondo a su abrazo.
Creo que, al fin y al cabo, el roce hace el cariño y, aunque la idea de no volver a ver a
Óscar no vaya a quitarme el sueño, se me hará extraño. Se aparta y su rostro se sitúa frente al
mío. Me mira de un modo demasiado profundo, antes de lanzarse y besarme con una ternura que
de hecho he vivido de forma reciente. De repente, siento que no es Óscar quien me besa.
Sino Nacho.
—Vaya, resulta que sí me vas a echar de menos –se jacta, su boca contra la mía.
Su voz me recuerda a la persona que realmente hay aquí conmigo, y de nuevo le beso para
regresar a esa fantasía que se estaba formando en mi cabeza.
—¿Vamos atrás? –propone.
Sin mediar palabra, mi respuesta se traduce siendo el primero de los dos en salir del
vehículo para, inmediatamente, meterme en los asientos traseros. Él hace lo propio, comenzamos
a quitarnos la ropa el uno al otro, como si no hubiera un mañana, y sin que yo deje de imaginar
que se trata de Nacho. Esto con un éxito que me resulta fascinante.
—Uff –suspira, en cuanto acaba de colocarse el condón y me siento sobre él.
Comienzo la marcha empleando movimientos lentos pero duros, con la respiración tan
agitada que parece que está a punto de darme algo. Óscar, poseído por espasmos y más suspiros,
me advierte que si sigo así no aguantará mucho más.
—No hables –le pido, temeroso de que rompa el hechizo y me haga regresar a la realidad.
Obedece y los dos continuamos reventándonos de placer.

Me resulta difícil atinar con la llave en la cerradura del portal, seguramente porque no soy capaz
de apartar la vista del Mercedes de Óscar hasta que dobla la esquina. Es extraño pensar que
nunca vaya a volver a verle. Se va para siempre y deja tras de sí un fajo de billetes, que suman
mil pavos, además de una pulsera de plata que simula la cadena de una bici.
—Quiero que tengas un recuerdo de todo esto –me dijo, nada más abrí el envoltorio.
La verdad es que, de no ser porque algo más grande ocupa ahora mis pensamientos, quizá
hasta sintiera lástima o remordimiento. Esta última sensación, por no haber dejado de pensar en
Nacho un sólo segundo mientras cabalgaba sobre Óscar, incansable.
—¿Qué coño te pasa? –exijo saber en voz alta a mi reflejo, ya montado en el ascensor y
mirando con fijeza el cristal.
Me resulta sumamente complicado comprender lo que está sucediendo en mi interior.
Probablemente, para cualquier otro sea normal e, incluso, lo haya experimentado en más de una
ocasión. En mi caso es la primera y todavía me cuesta verbalizarlo, aunque sólo sea en mi
cabeza.
<<Te gusta Nacho –ataja cierta vocecilla.>>
Me encantaría negarlo, obviarlo, o cualquier otra cosa que me hiciera seguir como si nada.
Sin embargo, no puedo esta vez. No puedo ocultar que, si decidiera poner el piloto automático,
no sería salir de fiesta lo que me pediría el cuerpo, sino escribir a Nacho y preguntarle si le
apetece que me pase por su piso, echar un polvo y convertir en realidad la farsa que he vivido
esta tarde.
<<¿Por qué hostias me afecta tanto? –me pregunto.>>
Intento entender. Lo cierto es que reflexionar o cualquier cosa que se le parezca no ha sido
nunca algo que lleve a cabo con demasiado éxito. Soy más de fluir y ya está. Debería darme una
ducha, salir esta noche tal y como tenía previsto y pillar una que mañana haya olvidado todo.
Pero, por el momento, me limito a entrar por la puerta del lugar al que llamo hogar. Acto
seguido, avanzo por el pasillo hasta alcanzar el umbral del salón. Por lo visto ya han cenado. Mi
querida madre, la cual parece no haber dejado nada de comida para mí, está sentada en su butaca,
mientras su marido pringa en la cocina poniendo el lavavajillas y no hay rastro de mi hermano.
Probablemente sea la persona más hipócrita del planeta, pero me detengo a saludarla con tal de
que me pregunte qué tal el día o algo así. Ella, que lleva puestas las gafas y cuya atención sigue
tan centrada en el libro que está leyendo que parece que yo no existo, se limita a ignorarme.
—Hola... —murmuro, demasiado bajito como para que alcance a oírme. Lo más patético,
es que pienso seguir arrastrándome—: Hola –repito, con mayor firmeza.
Consigo que alce la vista y, su mirada, dura igual que siempre, encuentra la mía.
Básicamente me saluda con un movimiento de cabeza y...
Y fin.
Me quedo plantado donde estoy, cerca de la puerta por la que me encantaría largarme y, no
obstante, mis piernas permanecen fijas en el sitio. ¿Tan difícil es interesarse por su hijo? ¿Ni eso
merezco ya? La situación comienza a ser tensa, al menos para mí. Es como si necesitara
expresarme, pero las palabras no lograran ser pronunciadas.
Bendito sea, aparece mi hermano.
Él, todo lo contrario a nuestra adorada progenitora, se preocupa por mis asuntos y
enseguida me pregunta qué tal el curro. Ni siquiera el físico los convierte en semejantes. Ha
salido a su padre, pero en guapo. Su pelo tirando a rubio contrasta con el negro de mamá, con el
mío. Su sonrisa, amplia y alegre, con la expresión severa de ésta y sus labios apretados. Le
cuento una mentira tras otra sobre mi jornada ficticia. Un día duro pero exitoso que concluye con
la felicitación de un jefe que, en lugar de ser un terrible tirano de ojillos malignos, es un hombre
muy majo que en un sólo día ya me adora.
—¡Sabía que te iría genial! —exclama el muy ingenuo, con toda la ilusión del mundo.
Con él suelo ser sincero, pero en esta ocasión me da palo y quizá lo mejor sea que me calle
la boca. Miro a mi madre, que continúa con la vista clavada en las páginas de su novela, tal como
si no existiéramos.
Tan repentinamente vuelve a alzarla y sus ojos buscan los míos que me sobresalto.
—Si esperas que te felicite por algo que deberías haber hecho hace mucho tiempo,
olvídalo —sentencia.
Sus ojos, oscuros y puede que hasta más malévolos que los de mi exjefe, abandonan los
míos y toda ella continúa a lo suyo. Acabo de quedarme demasiado helado, sin saber qué
responder. Es mi hermano quien vuelve a salvarme de esta situación tan incómoda, alegando
querer enseñarme algo y arrastrándome hacia su habitación.
—No le hagas caso —me consuela, cerrando la puerta.
Su cuarto, igual que el resto, da a la terraza que rodea todo el piso. Se trata de un espacio
amplio donde, a un lado, se encuentra el mobiliario típico de cualquier habitación, y, al otro, una
estantería enorme y repleta de esos muñecos cabezones que ahora los friquis coleccionan. No
faltan pósteres de sus juegos favoritos ni, desde luego, el ordenador que, más que tal cosa, parece
una nave espacial. Mateo es todo un gamer, lo cual mamá permite sin problema alguno, dado
que las notas de mi hermano jamás han bajado del nueve y medio. Todavía recuerdo las que me
echaba cuando me pillaba viciado al San Andreas, de la forma más clandestina posible.
Me fuerzo a recomponerme y le digo que no importa, lo de mamá. Por supuesto logro que
mi voz suene tan despreocupada como suele ser. Nos sentamos en su cama y mi mirada se pierde
en el monitor del ordenador, donde hay una partida en pausa pero algunas criaturas se mueven
más allá de la interfaz que te invita a continuar con el juego.
—¿Masaje? —propone.
Asiento enérgicamente, y le amo a niveles inconcebibles. No quiero ni pensar qué sería de
mi vida sin él, dispuesto siempre a suplir los desplantes de nuestra madre. Es un chaval muy
noble, y no porque sea mi hermano. La de Arturo, su hermana, que tiene más o menos la misma
edad, aprovechaba su posición de empollona para aliarse con sus padres y dejar a mi amigo por
los suelos. Mateo, a pesar de ser el hijo que mi madre siempre soñó, me quiere muchísimo.
Siempre fue muy bueno, incluso cuando era niño. Cuántas veces habré escuchado a mamá
quejarse de lo trasto que era yo, comparado con lo tranquilo y calmado que fue él. Siempre lo he
hecho todo mal, según ella al menos.
Y lo más triste es que me importa.
No debería. Pero así es. Ni siquiera sería necesario que me adorara tanto como a Mateo.
Un poco de tregua, un gesto amable por su parte. ¿Es tan complicado? Sin duda me siento
extraño, las cosas me afectan más de lo normal.
—Estás supertenso —asegura mi hermano, cuyas manos detectan enseguida cualquier tipo
de contractura.
Procede a arreglarlo y, lentamente, voy relajándome. Lo hago a un punto en que consigo
olvidarme de mamá. Tampoco es que vaya a solucionarlo simplemente por darle vueltas, ¿no?
Me evado tanto de todo que la voz de Mateo me devuelve a la realidad cuando ya estoy medio
dormido.
Se ríe. Nos reímos.
—Gracias mocoso —le sonrió, antes de estrecharle con fuerza entre mis brazos,
levantarme de la cama y abandonar la habitación.
Voy a la mía y me doy una ducha que termina de dejarme K.O. No me apetece cenar y, si
saco fuerzas para salir a la terraza y fumarme un cigarro, es sólo porque el vicio es muy malo.
Me apoyo sobre el muro que delimita con la nada, y contemplo la vida nocturna de la ciudad que
hay ahí abajo; las luces, los edificios y un cielo que parece emitir su propio resplandor, donde no
hay rastro de la luna y es imposible distinguir una estrella ni por asomo. De repente recuerdo que
mi intención inicial era pasarme por La Galería, pero casi parece como si lo hubiera decidido en
otra vida. Ha sido un día sumamente extraño a todos los niveles y me encuentro confuso,
embotado.
—Mañana estaré genial, volveré a ser el Xavi de verdad –me prometo, nada más apagar la
colilla.
Vuelvo a mi cuarto, donde decido dejar la puerta entornada puesto que hace calor. Apago
la luz, me meto en la cama y, pese al cansancio, no estoy seguro de que me vaya a ser sencillo
conciliar el sueño. Lo bueno es que, todo hombre —no digo mujer porque no lo soy para saberlo
—, cuenta con un remedio mágico en estos casos.
Poco tardo en liberar a la bestia de los gayumbos y empezar a cascármela.
<<Si mañana voy a volver a ser el de siempre, rematemos hoy por todo lo alto.>>
Pienso en Nacho y en ese polvo desenfrenado del otro día, que se ha quedado marcado a
fuego en mi cabeza.
Capítulo V

Él está aquí, y camino todo lo rápido que puedo. No quiero hacerle esperar, pero, sobre todo, no
quiero que se vaya. Ha pasado mucho tiempo, ni me imagino cómo será nuestro encuentro. Algo
se agita en mi interior, deseoso de comprobarlo. Cuanto más cerca me hallo, más y más personas
recorren las calles y tengo dificultades para avanzar. Gente que va de un lado para otro, dispuesta
a llegar a su destino sin el menor miramiento. Una muchedumbre que ni siquiera intuye lo
esencial que es esto para mí.
Alcanzo ese punto en que acordamos vernos, un lugar de la ciudad en que nunca antes he
estado y al que, de pronto, tampoco puedo recordar cómo he llegado. Se trata de un espacio
amplio y rodeado de edificios que se alzan al cielo, los más altos que haya visto. A mi alrededor
danzan cientos y cientos de personas, de todas las clases, edades y apariencias. ¿Cómo se supone
que voy a localizarle? Mis pies no se detienen. Me abro camino, recibo codazos y empujones a
mi paso. Escruto cada rostro, en busca del suyo, pero…
<<¿Cómo era él?>>
De repente comprendo que, tal vez, ni siquiera sea capaz de reconocerle. Creo encontrarlo
en más de una ocasión, aunque nunca acierto.
—¡Por favor! –exclamo.
Y nadie se inmuta.
El mundo sigue su curso. Cada vez hay más gente. No puedo moverme. Me encuentro
atrapado en una multitud que me retiene, que me asfixia.
—Por favor… —suplico.
El miedo se hace fuerte, y mis instintos me llevan a agacharme, a permanecer en cuclillas y
cerrar los ojos, deseoso de que todo esto acabe.
—¿Javier? –me llama su voz.
Mi corazón se dispara. Estoy seguro. Me ha encontrado. Sólo tengo que abrirlos y volveré
a ver ese rostro que pierde nitidez en mis recuerdos.
Lo hago y…
—¿Papá? –pronuncia la mía, débil y ronca.
Pero no hay más respuesta que la oscuridad.
Es el sonido del secador de mamá, el que me devuelve a la realidad, atravesando las
paredes y llegando amortiguado a mi habitación. Sólo ha sido un sueño, y ya. El extraño día de
ayer, esa desesperanza tan impropia en mí, me han perseguido más allá de este mundo,
filtrándose como el veneno. Estaba perdido y le buscaba a él.
A mi padre.
Enciendo la lamparita y me incorporo. De repente necesito hacer algo. No recuerdo
haberme levantado de la cama con tantísima determinación nunca antes. Voy hacia el armario
empotrado, que no necesito abrir porque dejé las puertas corridas. Entre la locura, entre el
desorden, escarbo como un loco y por fin lo encuentro.
Mi cofre.
Sí. Literal. Un cofre que conservo desde que era pequeño y en el que guardo mis tesoros.
Obvio el Buzz Ligth Year en miniatura, que era el juguete favorito de mi hermano y que, de todos
modos, decidió regalarme. También la trenza de tela que llevaba a los dieciséis y mi mejor foto
con Arturo, mamadísimos y sólo vestidos con un par de bragas de Daniela.
<<Aquí estás.>>
Tomo el álbum y me hago hueco sobre el escritorio, haciendo más ruido del previsto.
Permanezco unos instantes en silencio, para comprobar que no he captado el interés de mi madre
o de mi hermano. Tomo asiento, enciendo el flexo y examino el objeto al que más vinculado me
siento en el mundo. Acaricio su cubierta aterciopelada con las yemas de los dedos y recuerdo
perfectamente el día en que, cuando mi madre y yo aún no vivíamos aquí, cuando su marido no
existía en nuestras vidas y Mateo tampoco, pero de forma literal, hice una pequeña incursión al
salón y lo salvé. Debía tener unos seis añitos, mamá me había pillado anteriormente ojeándolo.
—¡Deja eso en su sitio! –escucho en mi mente, con tal claridad que nadie diría que han
pasado veinte años.
Del susto, metí un brinco y me puse a llorar. Ella, de todos modos, me lo arrancó de las
manos y lo devolvió a la misma estantería de donde lo cogí, junto a todos los otros en los que mi
padre aparecía.
Así que, pese a su reacción, acompañada de la norma implícita sobre no mencionar la
existencia de mi padre, e increparme cuando lo hacía, estaba decidido a salvar aquel álbum, que
era mi favorito. Llevé a cabo mi misión una noche. Me acuerdo que, cuando me acostó, me
esforcé por quedarme despierto y esperar que ella hiciera lo propio. El corazón me latía con
fuerza mientras reunía el valor para levantarme de la cama y dirigirme al pasillo. Ni siquiera
podría explicar con palabras lo emocionado y alegre que me sentí cuando conseguí tomarlo,
llevarlo conmigo y esconderlo entre la cama y la pared. Era mi secreto, debía protegerlo. Y así lo
he hecho hasta ahora. Conseguí ocultarlo cuando, no mucho después, nos mudamos aquí.
También actualmente, puesto que mi madre sigue sin tener la menor idea de que fue rescatado.
<<Y menos mal.>>
Si no me hubiera dado por ahí, habría volado igual que lo hizo el resto. De un día para otro,
los álbumes –incluido el que contenía las fotos de la boda de mis padres—, habían desaparecido
sin dejar rastro. Nunca supe qué sucedió, si los guarda en algún lugar, los quemó, o los tiró a la
basura. Lo importante es que yo conservo este, que no logró arrebatármelo.
Perdido en los recuerdos, me había olvidado temporalmente de la absoluta necesidad de
vislumbrar con nitidez la cara de mi padre. Abro el álbum por fin y le veo enseguida. Aparece en
la primera foto, todavía en el hospital y con un Xavi recién nacido entre sus brazos. Me pregunto,
de la misma manera que cada una de las veces que he venerado esta misma foto, si él siquiera se
estaba dando cuenta de que alguien le apuntaba con una cámara. Su vista se mantenía fija en mí,
y su expresión se observa más plena que cuando me pones enfrente dos litros de cerveza y un tío
con una buena tableta.
En mi mente comienza a dibujarse esa cuestión que tiende a suscitarme dicha escena.
<<¿Por qué?>>
Tenía sólo cinco años cuando él se largó, pero recuerdo de todos modos que me quería. Me
acuerdo que, cuando llegaba de trabajar, me alzaba en el aire y me daba vueltas, que se meaba de
risa con mis historias y que, a veces, los dos nos echábamos la siesta juntos en el sofá.
—Nunca le importamos, ni Javier ni yo –escuché a mamá decirle a Dios sabe quién por
teléfono—. Es mejor que superemos esto cuanto antes…
—¡Eso es mentira! –exclamé, tan poseído por la rabia que me enfrenté a ella como nunca
antes.
Mi madre se volvió y, sin siquiera apartar el móvil de su oreja, me mandó a mi cuarto y me
ordenó que no me metiera en cosas que no podía entender. Y tenía razón. Yo no entendía nada.
Ni siquiera lo entiendo ahora. Pero sé que mi padre me quería. Aunque se marchara, aunque nos
abandonara.
Sé que me quería.
Supongo que, cuando somos niños, percibimos el tiempo de un modo diferente, así que no
sabría explicar cuánto duró aquella fase en que mi padre me llamaba de cuando en cuando.
Charlábamos un rato, me contaba sus cosas, mientras yo me limitaba a pedirle que volviera. Le
suplicaba que no me dejara solo, que regresara a mi lado. Hasta que, un día…
Dejó de llamar.
Ahora, en la actualidad, sigo sin comprender qué pasó. Sé que tiene una nueva familia.
Quizás decidiera pasar página, y yo formara parte de un capítulo anterior. O, tal vez, mamá le
obligara a esfumarse. Fuese como fuese, mi madre conoció a Alfredo y, no mucho después, se
quedó embarazada. La vida había cambiado y yo no tuve más remedio que avanzar, sintiendo
que, cada año que transcurría, mi padre se asemejaba más a un fantasma que a alguien que
existiera realmente. Son muchas las veces que me planteé contactar con él, buscándolo en redes
sociales o simplemente robando el móvil de mamá para obtener su número. Una vez llegué
incluso a escribir su nombre en el buscador, aunque decidí dejarlo estar en el último momento.
Imagino que, sencillamente, me da miedo comprobar que mi madre tenga razón, que la única
verdad es que dejase de querernos y desapareciese. Se marchó, dejándola a ella más amargada
que nunca y odiándome de una forma que aún no se ha subsanado. Quizá, lo haga porque dicen
que me parezco mucho a él.
—¡Mateo! Date prisa o llegaremos tarde –la oigo vociferar, a tiempo real.
Están a punto de largarse, ella y su marido a trabajar, Mateo al instituto. Mientras, yo, me
frustro porque no importa cuántas fotos vea, sé que la cara de mi padre cada vez se difumina más
en mi cabeza y esto no me ayuda. La puerta que da al rellano se cierra, y con ella se viene el
silencio absoluto, que coincide con las primeras luces del amanecer y con el recuerdo de cierta
propuesta que me hice anoche.
<<Hoy toca volver a ser el de siempre.>>
Y estoy dispuesto a cumplirlo, así signifique pillar el sida o alcanzar de una vez el coma
etílico.
Guardo el álbum en el interior del cofre, y entierro nuevamente este en el fondo de mi
armario. Acto seguido, voy por el tarrito donde oculto la hierba y me lío un porrillo para aliviar
tensiones. Salgo a la terraza, me apoyo en el muro y doy unas cuantas caladas, hondas y rápidas,
disfrutando de la brisa fresca. A mis pies resurge una ciudad cuyas luces me hipnotizan y me
aletargan, a puntito de ser apagadas. Tal vez sea el efecto de la mariguana.
Termino, asalto la cocina y regreso a la cama. Cierro los ojos con fuerza y espero a
despertar unas horas más tarde, cuando la vida retorne a su sencillez y todas esas luces vuelvan a
encenderse para mí.

Y así ocurre.
Resucité sobre la una del mediodía, comí y me relajé. Para las cuatro y media ya estaba
saliendo de casa, puesto que mi madre estaba por allí y se supone que tengo un trabajo que
mantener. Un café en el parque, un rato largo intercambiando notas de voz con Arturo y…
Aquí estoy.
Antro acaba de abrir, de modo que empiezo por un litrito para ir calentando el cuerpo y
esperar que haya un poco de ambiente. Charlo con la camarera, que a estas alturas somos más
que colegas, y también con el dueño, Hugo, que se pasa un momento por el garito y aprovecha
para tirarme la caña.
—Tío, no me va repetir –le recuerdo por enésima vez.
Pero él no va a rendirse y lo sé.
Me acoplo con el grupito del futbolín, a cuyos miembros conozco. En realidad, pocos
vienen por aquí con los que no haya echado el rato en alguna ocasión. Es lo que tiene no parar el
culo quieto, todo el mundo es colega y eso me mola, puesto que, en un momento dado, puedes
engancharte del primero que pasa. Dispuesto a cumplir con mi propósito de olvidar toda la
mierda que circula por mi cabecita desde ayer, sigo bebiendo. Me pico con los chicos y acabo
siempre en el equipo del perdedor, con lo que gasto unos cuantos billetes más de los esperados
en invitaciones.
Estoy a puntito de empezar una nueva partida, para así recuperar mi dignidad y mi honor,
cuando alguien se me abraza desde atrás.
—¡¿Quién soy?! –exclama una voz melosa que llevaba tiempo sin escuchar, pero que me
resulta inconfundible.
—¿Mario? .—Me vuelvo y me estruja como si en otra vida hubiéramos sido mejores
amigos—. Creí que te habías pirado de Altavera.
—¡Estoy de visita! –afirma, haciéndose oír por encima de la música—. ¿Te apetece
ponernos al día?
Observo su expresión demasiado entusiasmada, su pelo teñido de rojo, su cuerpo raquítico
envuelto en trapos anchos e incluso sus uñas pintadas de colores. Pero también esa boca enorme
que resulta hasta fea, con la que, no obstante, tantas veces me la he meneado.
—¡Claro! Pongámonos al día.
Mis colegas de futbolín, que ya me conocen, niegan con la cabeza y se despollan. Uno de
ellos me da un codazo en el costado, nada más comienzo a seguir a Mario hasta la barra. Éste, se
detiene un momento junto a dos chicas que le estaban esperando y les pide que empiecen sin él,
que va a tomar algo conmigo.
—¿Qué tal todo? –pregunta, mientras esperamos que mi bombón favorito nos sirva.
Mario y yo coincidimos el año pasado, cuando estudiaba humanidades. Tuvimos nuestros
flirteos, pero nunca llegó a nada porque estaba obsesionado con su novio sevillano. Prefería estar
pendiente de sus mensajes que del mundo que le rodeaba y las oportunidades que estaba
perdiendo.
<<Relaciones –resoplo.>>
Estudiaba aquí y, como no sacó las notas deseadas, sus padres decidieron dejar de pagarle
el piso y tuvo que volver a Sevilla, de donde es en realidad.
—Al final rompimos –me está contando, ya que, sorprendentemente, su tema de
conversación principal continúa siendo el que ahora es su exnovio.
—Suerte para mí –tonteo—. De no haber sido por él, tú y yo lo habríamos pasado muy
bien.
Mario se queda un poco pillado, pero transcurridos los segundos parece recomponerse.
—A tiempo estamos –sentencia.
Mi rabo, que ya andaba a medio camino, termina de ponerse duro sólo de oír eso. Lo
arrastraría al baño en este mismo instante, pero la camarera nos sirve nuestras copas, y no nos
queda más remedio que acabárnoslas antes de irnos al lío. Me empieza a hablar sobre su vida en
Sevilla y soy incapaz de prestarle atención. Estoy borracho, cachondo como una mona. Me
acerco sin ninguna vergüenza y él se pone colorado. Sonríe y yo le sonrío. Viene el beso y noto
sus labios gordos contra los míos. Me pongo malo sólo de imaginar su tacto en otro sitio.
—Vamos al baño –le suplico.
—¿Y las copas?
Sin mediar palabra, tomo primero la suya y me bebo su Puerto de Indias con tónica de un
trago. Luego la mía.
—Listo.
Me abro paso costosamente entre la multitud y, en el baño, tenemos que esperar porque
hay bastante cola.
—Tengo una idea –le hago saber.
Aquí soy vip, y eso se nota. Volvemos como podemos a la barra, le guiño el ojo a mi
querida Susana, la camarera. Ella pone los ojos en blanco y me sonríe, cómplice. Sirve los litros
de cerveza que llevaba en las manos y alcanza la llave del almacén, que me tiende sin
miramientos. No la del almacén pequeño que sigue a la barra, sino la del grande que hay cerca
del baño. Nos ahorramos el olor a meado y aprovechamos el colchón, que precisamente Hugo
utiliza como picadero.
—Guau, sí que eres influyente por aquí –comenta Mario, asombrado.
Cierro la puerta, amortiguando al instante el barullo y la música. Comienzo a
desabrocharme el cinturón, beso a Mario y este mueve su lengua diestramente contra la mía.
—Ven –le pido.
Le invito a sentarse en el colchón, con su cabeza a la altura de mi rabo, que libero a toda
prisa. Él me mira a los ojos y me pongo burrísimo. Sus labios gigantes se abren e introduzco la
polla en su boca.
—Joder, tío… —murmuro, muerto de placer.
Le dejo hacer y la cosa va sobre ruedas, pero de repente soy consciente de mi mareo y, lo
que es peor, me da por pensar que, la última vez que follé con alguien, sin contar a Óscar y
nuestro recientemente roto acuerdo, fue con Nacho. ¿Cómo se llamará en realidad? Agito la
cabeza con la intención de enviar bien lejos de mí esos pensamientos. El Xavi rayado murió ayer.
Le maté como tantas otras veces, y ahora lo único que debe captar mi atención es la tremenda
habilidad que Mario posee para metérsela entera en la boca.
Pero no es así.
De la misma forma que sucedió con Óscar, Nacho se interpone. La diferencia, quizá
explicada por mi alcohol en sangre o vete a saber, es que en esta ocasión no me vale con
imaginarme que se trata de él y no de Mario. No puedo hacerlo, ni quiero. Necesito que salga de
mi coco. Nuevamente intento llevar mi atención al placer que debería estar sintiendo y no siento,
al mismo que debería estar causándome espasmos que no llegan. La cosa comienza a venirse
abajo, en el sentido más literal posible.
Mario lo nota.
—¿Va todo bien? –pregunta, como si no ocurriera nada, aunque no logra que su voz
femenina y melosa suene natural.
—Me cago en la puta… —gruño, malhumorado.
Me agacho para volver a subirme los pantalones y los calzoncillos, lo cual me hace perder
el equilibrio y casi darme una hostia.
—Lo siento Mario –me disculpo, dejando caer mi culo junto al suyo—. Creo que me han
sentado mal las copas.
Él asegura que no hay problema, pero no le creo. Suena inseguro, y yo me siento una
mierda por haberle dejado a medias. Aunque, sobre todo, me siento una mierda porque no sé qué
cojones está ocurriéndome.
—¿Prefieres que te deje solo? –sugiere, en vista de que no tengo nada más que añadir.
Asiento y, sin que mediemos ni una palabra más, se pone en pie y se larga. Me dejo caer
hacia atrás, hasta que mi espalda y mi cabeza reposan sobre el colchón. Veo sin ver la bombilla
que ilumina tenuemente el habitáculo, el techo agrietado y repleto de moho. No es que yo sea un
experto en emociones, pero creo que ahora mismo me siento como ese techo. Soy incapaz de
comprender qué me pasa, ni me apetece indagar en ello. Otras veces he tenido días horribles,
aunque sea algo muy poco frecuente. Hoy, no obstante, no es sólo hoy, sino también ayer, e,
incluso, puede que una pequeña racha en la que quizá no me haya dado cuenta, pero me siento
extraño.
—Ya está bien –me digo.
Automáticamente me incorporo, dispuesto a salir ahí fuera para buscar a Mario y, si es que
no me odia para siempre, pedirle que vuelva aquí y terminar lo que estábamos haciendo.
Dispuesto a seguir pasándomelo en grande, a dejar de lado las putas rayadas. Sin embargo…
No dejo de pensar en Nacho.
Me encantaría estar con él ahora mismo. Su casa me parece el sitio más apetecible del
mundo, esas cuatro paredes en las que de pronto creo que podría recuperar la calma que he
perdido de vista. Las mismas que son parte de un edificio cutre, en un barrio claustrofóbico y
que, pese a todo, representan el lugar más paradisíaco que existe, aunque haya estado negándolo
hasta la saciedad y me joda admitirlo.
Sin saber muy bien lo que estoy haciendo, cojo el móvil y le escribo, antes de lanzarlo
sobre el colchón, como si quemara.
<<¿Qué cojones…?>>
Ni siquiera puedo meditar sobre ello, porque estoy demasiado nervioso esperando una
respuesta. Recupero el teléfono, accedo a WhatsApp y… ¡Nada! No está en línea. Intento
tranquilizarme, caigo en la cuenta de que me estoy comportando de ese modo que tantas veces he
criticado en otras personas, como Mario, para no ir más lejos. Me siento absolutamente ridículo y
fuera de lugar. Estoy a punto de reunir las fuerzas suficientes para acabar la noche ahí afuera y
por todo lo alto, cuando…
Mi móvil vibra.
Enloquecido, compruebo que se trata de Nacho. El corazón se me acelera, y esto llama
tanto mi atención que no veo venir su segundo mensaje, en el cual me pregunta qué estoy
haciendo ahora. Dignidad fuera, me meto en la conversación y le digo que estoy de fiesta, pero
que un poco cansado. Él lo pone fácil, hace el trabajo sucio. Me propone que vaya a su casa y
una sonrisa de oreja a oreja doblega mis músculos faciales. De repente me planteo algo que hasta
el momento ni se me había pasado por la cabeza, que borra esa sonrisita tan estúpida y breve.
<<¿Le gusto?>>
Me genera cierta ansiedad la idea de que, simplemente, no sea así. Me digo que, obvio,
siente algo. ¿Acaso se habría mostrado tan cariñoso la última vez si fuera de otro modo?
Alucino conmigo. Hasta el momento no había notado ni unas tristes mariposas en el
estómago por absolutamente nadie, y de pronto hay fuegos artificiales adentro de mi pecho
porque un tío al que he visto dos putas veces –y de la primera apenas me acuerdo— me acaba de
invitar a su piso esta noche.
<<Estoy de psiquiátrico –concluyo.>>
¿Y lo peor? Es que no me importa.

Opto por no complicarme la vida, que para eso tengo pasta. Llego en taxi a casa de Nacho y
estoy ya subiendo en el ascensor, deseoso de encontrarle esperándome en el umbral de la puerta.
Y así es.
Nada más salgo al rellano él está ahí plantado, con la mano en la nuca y esa media sonrisa
suya que me pone a mil.
—Que sepas que pensaba escribirte en estos días –me saluda, envolviéndome entre sus
brazos una vez ha cerrado.
Huelo su olor y siento su calidez, que me abruman.
—No puedes vivir sin mí, ¿eh? –respondo, nada más nos separamos.
Él se ríe, aunque gradualmente su expresión se torna grave.
—La verdad es que… quería hablar contigo.
Otra vez mi corazón acelerado. Tal vez sí que sienta algo, sea recíproco y esté a punto de
soltármelo. Definitivamente se me ha ido la pinza y ya no tengo fuerzas ni ganas de luchar contra
ello. He venido hasta aquí, y pienso dejarme llevar. Mañana ya veremos por dónde sale el sol.
—Pues cuéntame –logro decir.
Él me invita a relajarnos un poco en primer lugar, con lo cual estoy totalmente de acuerdo.
Dejamos por fin el recibidor y vamos hacia al salón.
—¿Qué te apetece?
—Ya sabes lo que me gusta.
Nacho sonríe y va en busca de la bebida. Yo me siento en el sofá y le espero impaciente.
Aparece con todo el arsenal para servirnos ahí mismo, coloca la botella y los vasos ya con su
hielo en la mesa baja. Cargo bastante mi copa y me la bebo de un trago.
—Guau –se sorprende—. Estás a tope.
—Ni te lo imaginas –contesto, mientras me sirvo una segunda.
Por fascinante que resulte, mis resistencias han caído y esta noche paso de frenos. No estoy
dispuesto a que la sobriedad me detenga. Hoy no. Nunca he sabido qué se siente cuando estás
con alguien que te hace latir el corazón, ni tampoco me había importado. Sin embargo, ahora es
así, y quiero experimentarlo sin obstáculos.
—Oye… —pronuncian mis labios, en cuanto se separan del vaso y mi garganta arde.
Él, que todavía se está sirviendo, se detiene. Tal vez lo haga por lo extraño de mi tono, o
puede que sea por la forma en que le estoy mirando ahora mismo.
Pero se detiene.
No dice nada, sencillamente nos rendimos a un impulso que sin duda es mutuo. Nos
abalanzamos el uno sobre el otro y nuestros labios se encuentran con una ferocidad difícil de
explicar. Durante el fragor de la batalla, en mi mente absorta comienzan a filtrarse pensamientos,
dando forma a un interrogante que, de repente, ansío saber con todo mi ser:
—¿Cómo te llamas?
Nacho, tal y como si hubiera despertado de un conjuro, se aparta y clava su mirada confusa
en la mía.
—Me llamo Álvaro –confiesa, con la voz agitada.
—Pues encantado –respondo.
Sin más demora, volvemos a perdernos el uno en el otro, obtengo lo que quiero. Consigo
enrollarme con alguien que produce en mí algo mucho más intenso que una erección.
Y…
<<Guau.>>

Terminamos de follar como animales, limitándonos a permanecer tumbados en la cama,


recuperando energías. La luz de las farolas que se filtra a través de la ventana hace brillar sus
ojos, cuya mirada se mantiene clavada en la mía y generando una sensación tan extraña que me
cuesta sostener. Me besa, con tal suavidad que estremezco. Soy consciente de que me estoy
saltando todas y cada una de las reglas del protocolo, y me la sigue sudando bastante.
<<Y eso que las copas no han hecho tanto efecto como esperaba.>>
Mi mano se mueve por sí sola, se posa en su cara, lo que me lleva a preguntarme si he
hecho eso antes. Digamos que, normalmente, suelen dirigirse a otros lugares más
comprometidos. Resulta agradable en extremo. Podría permanecer horas notando las sensaciones
que el tacto, el olor y la respiración de Álvaro generan en mi cuerpo.
Quizá, incluso más tiempo.
—¿Sabes una cosa que me encanta? –suelta, con toda esa espontaneidad que tanto le
caracteriza—. Vas de que todo te da igual, de que no hay nada adentro.
>>Pero no es verdad.
Me quedo mudo. Sus palabras deberían haberme devuelto a la realidad, hacerme
comprender que estoy envuelto en una situación que, normalmente, rechazaría e incluso
aborrecería sin pestañear. Sin embargo, no es así. Ese tono tan… tan dulce. Ese modo en que
continúa mirándome. Su mano, enorme, matándome a escalofríos mientras las yemas de sus
dedos recorren mi piel.
—¿Qué quiere decir eso? –le pregunto, acompañando a mi voz cariñosa de una risita de
auténtico soplapollas.
Él sonríe. Quizá la sonrisa más real que haya visto nunca. Observo las arrugas que
aparecen alrededor de sus ojos, y de las que también me declaro fan número uno en este mismo y
preciso instante.
—Que hay tanto por descubrir dentro de esa cabecita tuya, que podría pasar la vida entera
en ello –continúa, dirigiendo su mano a mi pelo en esta ocasión.
Algo se remueve con intensidad adentro de mí. Conozco de sobra mis virtudes, que no son
pocas. Estoy contento con mi autoestima. No soy perfecto. Tengo fortalezas y debilidades, como
todo el mundo. No obstante, el mensaje que intuyo me sorprende enormemente.
—Quizá te decepcionarías –digo, poseído por un repentino ataque de inseguridad.
La incomodidad me asalta, hago un pequeño amago de retirarme, pero el peso de su mano
me lo impide y no me permite apartar la vista.
—Lo dudo muchísimo –sentencia, con tal seguridad y mirándome de un modo que mi
corazón está al borde de petar—. Ojalá pudiera descubrirlo.
El hechizo, más potente que nunca, de repente se agrieta cuando logro otorgar una posible
interpretación a su última frase.
—¿Por qué dices eso? –pronuncia mi voz, automáticamente temerosa.
En sus labios se dibuja una sonrisa triste.
—¿Te apetece que volvamos al salón? Puedo liar un porro –ofrece.
Me acuerdo de ese algo sobre lo que afirmó querer hablar hace un par de horas, y que a mí
me parece que ocurrió en otra vida. Siento auténtico pavor, aunque, al mismo tiempo, quiero
zanjarlo cuanto antes.
—Yo nunca digo que no a unas cuantas caladas –bromeo, en un fracasado intento de
quitarle hierro al asunto.
Desnudos, no perdemos el tiempo y volvemos al salón, cuya luz es demasiado para mis
ojos y me encandila. Mientras recuperamos nuestros calzoncillos, no desaprovecho la
oportunidad de escrutar el cuerpo de Na… de Álvaro. El tío me moló al instante, pero ahora me
parece un auténtico adonis. Está cañón con su piel aún sudorosa y el pelo revuelto.
—¿Qué quieres decirme? –le interrogo, puesto que procede a liar el canuto sin soltar
prenda.
La situación me recuerda a ayer mismo, con Óscar. Sólo que, en este caso, sí que me
importa de veras. Quizá, tal asociación pueda explicar por qué me hallo tan acojonado. Al fin y
al cabo, mi exsugar daddy me reveló que iba a desaparecer para siempre.
Continúa un silencio que sólo es interrumpido por el sonido de la tele, puesto al mínimo.
Álvaro respira hondo, sin apartar la vista de sus labores.
—Creo que no deberíamos volver a vernos, Xavi –confiesa finalmente, confirmando mis
más temidas sospechas. Soy yo ahora quien guarda silencio. Me siento confuso, como si acabara
de recibir un golpe en la cabeza—. Eres el cuarto tío que he visto en mi vida. Cuando quedamos
no podía imaginar que iba a pasar esto…
—¿Que iba a pasar qué? –logro preguntar, más y más desorientado.
—Que me ibas a flipar.
Una intensa y fugaz sensación me recorre, parecida a un escalofrío, pero caliente en vez de
fría. Nunca en la vida habría imaginado que, en una misma frase, pudiera haber tanta magia y
tanta tristeza.
—Ya… —logro articular, sin saber qué otra cosa decir.
—No puedo estar contigo Xavi, ni arriesgarme a que se nos vaya la pinza –prosigue, en
vista de mi escueta respuesta—. No quiero enfrentarme a todo lo que supondría… ya sabes, estar
con un tío.
Reflexiono unos instantes, insistente porque se me ocurra algo.
—Nadie tendría por qué saberlo –sugiero.
Después de todo, las relaciones son algo nuevo para mí. Y lo alucinante es que, la mera
posibilidad, se esté poniendo sobre la mesa. Precisamente por ello, de darse tal cosa, no estaría
entre mis prioridades caminar junto a Álvaro de la mano, ir al cine o presentarlo a mis amigos.
No al menos en un principio.
—¿Y cuánto duraría eso? –contrataca, leyendo mis pensamientos—. No sería justo para
ninguno de los dos. ¿Tú querrías estar siempre aquí, encerrados? ¿Querrías ocultar lo que somos?
No tiene sentido. No para mí, por lo menos.
—¿Entonces? .—Mi voz se oye tímida, pequeña.
—Tenemos que dejar de vernos.
Tras una breve pausa, sus labios vuelven a moverse y la suya suena demasiado floja en
comparación al ruido de mis pensamientos. ¿Lo está diciendo en serio? ¿Realmente siente lo que
estoy sintiendo? Parece una de esas excusas que, yo mismo, podría haber ingeniado con tal de
salir indemne de la situación.
—Álvaro, si no te molo y prefieres…
—¿Eres tonto? –me interrumpe de inmediato.
Sus manos sueltan la hierba que estaba picando y se aproximan a mi cara. El inevitable
contacto visual se vuelve tan profundo como lo ha sido cada minuto de esta puta noche.
No, no miente. Siente lo mismo que yo.
Le pido que lo reconsidere, y cuanto más intento convencerle menos yo me siento. Es
como si hablara una parte de mí que nunca antes se había manifestado. Un lado ansioso y
desesperado que haría lo que fuera por hacerle cambiar de opinión.
Él rechaza todas mis propuestas.
—De verdad. Creo que es lo mejor –concluye.
Estoy hecho pedazos, y no me quedan fuerzas para disimularlo. Álvaro se aproxima a mí,
me envuelve entre sus brazos. Yo permanezco inerte durante unos instantes, pero finalmente me
rindo a su calidez y le devuelvo el gesto. Disfruto del contacto, cagado vivo frente a la idea de
que, verdaderamente, esta sea la última vez que se dé.
Le beso. Me besa. Nos besamos.
Se aparta de mí y acaricia mi mejilla.
—Creo que es mejor que te vayas.
Sus palabras se me clavan como espadas. Hace veinte minutos, creía que me invitaría a
dormir, que pasaríamos toda la noche abrazados, que mañana me besaría en la boca antes de irse
al curro y dejarme dormir un poco más, que volvería a desayunar esos Filipinos blancos que son
sus favoritos y también los míos.
—Vale –me resigno.
Sin darle más vueltas, me incorporo y comienzo a reunir mi ropa. Se enciende el porro
como si no pasara nada, fuma. Me ofrece un poco, pero rehúso y sigo vistiéndome.
—Bueno… pues me voy –anuncio, mientras me coloco la riñonera.
Se levanta y me sigue hasta el recibidor. Nos miramos, interrumpo la conexión y abro la
puerta. Álvaro me obliga a girarme, vuelve a cerrarla.
—Lo siento –se disculpa, antes de estampar sus labios contra los míos—. Podría decir
muchas cosas, pero creo que sólo serviría para hacerlo más difícil.
Creo que, hasta este mismo instante, había conservado la esperanza de que me detuviera,
de que fuera una llamada de atención o qué sé yo. Sin embargo, es real.
Es una despedida.
Nos abrazamos de una forma en que no sabía que se podía abrazar. Bienvenidos a la noche
de las primeras y las últimas veces.
—Un placer, Xavi.
—Lo mismo digo, Nacho –respondo, intentando ser gracioso y restarle incomodidad a esta
locura.
Abro de nuevo y, en esta ocasión, él no impide que salga al rellano. Me vuelvo un
momento, antes de dirigirme al ascensor. Otra sonrisa triste y…
La puerta se cierra.
Tal y como si fuera un espectro, me esfuerzo por abandonar un edificio del que nunca
habría imaginado no querer a volver a salir jamás. Afuera hace calor, aunque yo estoy helado por
dentro. Debería llamar a un taxi, pero mis pies se mueven por sí solos, echan a andar. Me alejo
del portal por el que, hace dos semanas, entré sin imaginar que cambiaría todo.
Mis ojos se humedecen, y creo que no hay garito, rabo o droga en este mundo que pudieran
impedir que me rompa en mil pedazos.
Capítulo VI

Los días pasan, de la misma forma que pasan los exámenes finales sin que yo haga nada al
respecto. Me siento más desorientado que nunca, y no soy capaz de volver a ser quien era, al
tiempo que tampoco sé ser de otro modo. ¿Qué se supone que quiere decir esto? Pues que
últimamente me limito a respirar y poco más, como hace Alfredo. Si pensar nunca fue mi mejor
cualidad, ha pasado a producirme auténticos dolores de cabeza. Por si fuera poco, cuando logro
hilar dos más dos, mis pensamientos se dirigen hacia un único y exclusivo lugar.
Hacia Álvaro.
Tampoco los métodos de emergencia han dado sus frutos, y con ello me refiero a la
inestimable compañía de mis dos personas favoritas: mi hermano y Arturo. El primero me
encuentra más raro que nunca y no sabe cómo actuar, de manera que se dedica a darme masajes e
invitarme a ver vídeos chorra en su habitación. El segundo, Arturo, sin embargo, no parece
exactamente preocupado. Es más, en cierto modo, creo, que esta situación hasta le gusta.
—Eres humano, tío –me dijo ayer, cuando estábamos fumándonos un peta en nuestra plaza
—. Bienvenido al club.
Casi me resulta humillante confesar lo que ocurrió con Álvaro, lo que sentí. Bastante es
eso ya como para que se ponga a soltar risotadas.
—Esto es un drama, ¿vale? –le increpé, cabreado—. No tiene gracia.
—Creía que en tu vocabulario no existía esa palabra –se mofó él, aunque desistió al
detectar peligro en mi mirada—: Vale, perdona. No tiene gracia, lo estás pasando mal.
Simplemente creo que es positivo que hayas sentido eso. Álvaro no es el único con quien puede
pasarte, ¿sabes? Quizá ahora se haya abierto una grieta o algo así, y quizá puedas volver a
sentirlo. Eso está bien, joder.
Pero claro, no estoy de acuerdo.
Drama, ahora sí, es una palabra que se encuentra en mi vocabulario y que, de hecho, define
mejor que ninguna otra mi estado vital. Me siento más niño que nunca, más caprichoso. Es como
si todo mi cuerpo ansiase volver junto a Álvaro, y no puedo más que resignarme a la sensación,
aunque no vaya a servir de nada y aunque no tenga sentido alguno.
Y eso que lo intenté.
Ayer me vine arriba, sí. Me invadió un subidón, nacido de una repentina reflexión acerca
de la situación. ¿Cómo iba Álvaro a poder resistirse si siente lo mismo? Era sólo cuestión de
insistir.
Sí. De insistir. YO.
Por si fuera poco, no ha habido ninguna noche en que no haya soñado con él. Vale, la
verdad que hace tres que ocurrió, así que no es ninguna locura, pero sí para mí.
<<Dios, mátame.>>
La cosa es que le escribí, vaya que sí. Lo hice, obviando todo lo acordado y simplemente
haciéndome el tonto, por si colaba. Álvaro no cedió, se mantuvo en sus trece. Fin del intento. Así
que le espié, y le espío. Accedo a Grindr cada cinco minutos. Por primera vez, el objetivo no es
echar un polvo, sino comprobar si se ha conectado o no. Me hierve la sangre sólo de imaginar
que vea a otros. La idea de que no esté conmigo me revienta, pero el malestar se multiplica si hay
alguien más que no sea yo.
Pero no. No hay nadie.
Álvaro no ha vuelto a conectarse. Mi vigilancia, digna de un psicópata, sólo ha tenido
como resultado mensajes y más mensajes de tíos que no son él, incluidos los de un señor poco
agraciado que aseguró darme lo que quisiera a cambio de vernos. Yo, con un mínimo de cordura
y, por supuesto, el cerebro en rompan filas, básicamente me limité a suspirar. Quiero estar con
Álvaro, quiero saber en qué se convierte esa sensación que me invade cuando pasa el tiempo,
dormir con él, follar como condenados, que me cuente todas esas cosas que piensa sobre mí y
que prefirió no decirme…
<<Basta.>>
Abro los ojos y el sol me encandila, me devuelve al mundo real. Llevo tanto tiempo
dándole vueltas al coco que ni siquiera sé qué hora es, pero el cielo luce ese matiz anaranjado y
pronto podré volver a casa. Quizá le diga a mi madre que, hoy, me he lucido tantísimo que el jefe
me ha recompensado con una liberación inmediata. La verdad es que empiezo a estar cansado de
esto, sobre todo ahora que no me apetece salir y pasar el tiempo con los colegas, o follar y ya
está. Si Arturo está ocupado, como hoy, no me queda otra que vagabundear y no hacer nada.
Literal si tenemos en cuenta que he estado casi durmiendo en este banco, bastante rígido e
incómodo. ¿Cómo lo harán los auténticos indigentes?
Mientras reflexiono sobre ello, me incorporo y me estiro como un oso. Un señor que me
mira mal y una ojeada al móvil más tarde, me estoy poniendo en pie y dirigiendo mis pasos a
casa. Dejo atrás el parque, callejeo entre el gentío, el tráfico y el olor a tubo de escape. Me da por
pensar que, a lo mejor, mi madre hasta se sienta orgullosa de mí, pero me da la risa y se me pasa
enseguida. Risa real, por cierto, que llama la atención de un grupo de niñas que se contagian.
Opto por ignorar a esa malévola criatura carente de compasión y amor a la que llamo madre y
aterrizo en el Planeta Tierra. La verdad es que, lejos de regalarme algún piropo, va a terminar
conmigo de una vez por todas cuando sepa que no me estoy presentando a un sólo examen.
<<Todavía me queda septiembre –me tranquilizo.>>
En el fondo, todas y a cada una de las veces que procrastino, me doy cuenta de que sólo
estoy posponiendo mis obligaciones y de que, lo más probable, es que la próxima vez vaya a
ocurrir igual. ¿Pero qué voy a hacerle? Así soy yo, creo en los milagros y me limito a mantener
la fe.
Doblo la siguiente esquina y, ahora sí, estoy en mi calle. En cuanto una pareja que termina
pasando junto a mi lado despeja mi campo de visión, veo algo que me deja mudo.
Mamá está sentada en un banco.
Encorvada y con el rostro enterrado entre las manos, pero distinguiría a kilómetros esa
figura. Casi echo de menos al señor mayor que tanto rechazo me genera. Mientras continúo
caminando, bastante cortocircuitado, me fijo en Mateo, que está de pie frente a ella, con los
brazos cruzados, como un bebé con una rabieta. Su padre, junto a él, le coge del brazo y lo
arrastra al portal. No tengo la menor idea de qué está pasando. El único foco de conflictos en esta
familia soy yo, de modo que numeritos como este no se explican sin mi presencia. Eso sin contar
que, mamá, no permitiría tal espectáculo en plena calle. ¿Qué puede ser tan grave? Caigo en la
cuenta de lo mucho que se ha ralentizado mi paso cuando, directamente, me invaden amagos de
huida. La confusión no cesa y…
Mierda. Tropiezo.
Recupero el equilibrio, pero el traspiés ha hecho ruido y mi madre levanta el rostro para
mirar directamente hacia mí. Ya no hay vuelta atrás, no hay más remedio que seguir adelante.
Noto como un fogonazo y comienzo a sudar, con el corazón a mil. Cuanto más me acerco, menos
consigo descifrar la expresión de mamá, lo cual me desconcierta… me aterroriza. Estoy al lado,
veo sus ojos con claridad y, definitivamente, es una expresión desconocida para mí en ellos.
Tristeza.
Incluso, brillan. Mi madre está triste. En mí afloran sentimientos encontrados. Por un lado,
quiero salir literalmente corriendo y, por el otro, me sentaría a su lado, la abrazaría. Verla a ella,
la mujer de piedra… vulnerable, temerosa. Me decanto por un punto intermedio, que consiste en
sentarme pero no hacer nada. Mantengo las distancias, eso sí. No estoy en absoluto seguro de
qué querría ella.
—¿Qué pasa? –le pregunto, mi voz pura inseguridad.
Sus labios no se mueven un solo milímetro, pero sus ojos continúan fijos en mí, todavía
brillantes. Me escrutan. Es como si estuviera buscando algo.
—No creas que no asumo mi culpa en todo esto –habla, al fin.
—¿A qué te refieres? ¿Qué culpa?
Y ahora sí, de repente, sus músculos se tensan, devolviéndole esa expresión tan dura, tan
impecable, tan firme. ¿Los míos? Sólo esperan la señal para salir por patas.
—La culpa de haber contribuido a que te conviertas en lo que eres –sentencia, con un tono
de voz tan frío que arrebataría el trono al mismísimo Voldemort—. No vas a volver a pisar mi
casa.
>>Nunca más.
—Pero…
—Tampoco vas a volver a ver a Mateo, de eso puedes estar seguro.
—Qué…
—Y, por supuesto, no creas que vas a ver un sólo euro.
—¿DE QUÉ VA ESTO? –estallo, al borde de la histeria.
Mamá sonríe de forma cruel mientras niega con la cabeza.
—Va de un hijo que no se presenta a sus exámenes, que fue despedido tras sus primeras
dos horas de trabajo, que esconde un sobre con billetes en una caja de zapatos y que… ¿Quieres
que continúe, Javier?
Su voz, que ha ido elevándose de forma progresiva mientras hablaba, se detiene y traga
saliva. Lo leo en sus ojos. Lo sabe. Me siento como si me estuviera cayendo de un precipicio,
con su mareo y todo. Lo peor es que sigo descendiendo y no logro tocar el suelo, ni volver donde
estaba. Acentúa el sentimiento de irrealidad, el mismo que intenta convencer a mi cabeza de que
todo esto no es más que un sueño.
—No… no quiero –digo, aun así, con un nudo en la garganta.
—¿No quieres que lo diga? ¿No quieres que diga que mi hijo no es más que una prostituta
barata?
—Por favor…
Comienza a acercarse a mí y, por un momento, pienso que se arrepiente de sus palabras,
que está a punto de abrazarme.
—Me das asco. ¿Me oyes? –susurra en mi oído, lejos de envolverme entre sus brazos.
A continuación, vuelve a su sitio. Niega otra vez con la cabeza y se pone en pie sin decir ni
una sola cosa más. Extiende su brazo, su mano abierta. Espera a que coloque en ella mis llaves,
donde también están las del coche. Obedezco en automático y, sus pasos decididos, al son de los
tacones, se dirigen al portal.
—¡Ah! –exclama, con voz teatral—. Todo lo que hay en casa es mío, así que no te
molestes en venir a recuperar nada. Búscate la vida .—Está a punto de proseguir con su marcha
cuando vuelve nuevamente el rostro—. Eso incluye, por cierto, ese dinero que escondías.
Pensaré si prefiero quemarlo o donarlo.
Acto seguido, retoma de forma definitiva su camino. Un camino que, en esta ocasión,
parece separarse finalmente del mío. Quisiera odiarla, desearle lo peor y decirle que nunca he
conocido a nadie que sea tan malísima persona como ella, pero lo triste es que mis ojos se
empapan de lágrimas y sólo hay una cosa que quisiera en esta vida.
Que regresara a mi lado.
Que lo hiciera y me abrazara como hace cinco minutos quería hacer yo, como ella no lo
hizo hará dos. Las lágrimas se desbordan y oficialmente estoy llorando. Lo que no consiguió
Álvaro, acaba de ser pan comido para mi madre. Ni siquiera puedo recordar la última vez que lo
hice, que lloré. Tampoco me importa. El mundo acaba de volverse gélido y de pronto noto que
me encuentro encogido y pequeño.
Tengo miedo.
Estoy aterrorizado y por mi mente sólo circula un nombre.
<<Te necesito.>>

Pasan aproximadamente diez minutos. Álvaro, para en doble fila su viejo Seat, esperando que
ocupe el asiento del copiloto. No le ha sido difícil dar con la ubicación que le envié.
—¿Qué ha pasado? ¿Estás bien? –me interroga de inmediato.
Coloco el culo en el asiento y, por toda respuesta, intento abrazarle. Él, me aparta con
cierta brusquedad y mira hacia todos lados.
—¿Qué haces? ¡Estamos en plena calle! –me reprocha, como si fuese una cucaracha
enorme la que se le hubiera echado encima.
—Lo siento –me disculpo.
Álvaro arranca y nos alejamos de un lugar al que no sé si algún día podré volver o,
automáticamente, acaba de convertirse en parte de mi pasado. El azul del cielo se apaga y los
destellos de los faros de los otros vehículos me encandilan. Observo mi reflejo en el espejo
retrovisor, y me doy cuenta que mis torpes intentos de disimular mi estado han resultado
deficientes. Mis ojos se ven rojos e hinchados. Además, tengo la cara húmeda y la camiseta
empapada de haber intentado secarla.
—Perdóname tú –habla, de repente—. He sido un capullo, pero ya sabes que…
—Sí. Lo entiendo –atajo—. Gracias por haber venido.
A eso no responde. Sé que lo ha hecho sólo porque, cuando le he escrito, no me he cortado
un pelo al contarle que estaba hecho una mierda, que necesitaba verle.
—Xavi, ¿qué ha pasado?
Y la verdad es que, llegados a este punto, me doy cuenta de lo sumamente poco que me
apetece ponerle al día. En estos momentos mi simple existencia me avergüenza. Mi vida se ha
torcido, y ni siquiera sé cómo. No tengo la menor idea de qué haré o dónde voy a estar en unas
horas. Se lo hago saber. Le hago saber que no me apetece hablar de ello, sólo despejarme. Le
pido que compremos unas birras, vayamos a su casa y me ayude a recordar que una vez existió el
calor.
Pero…
—No tengo tanto tiempo, Xavi –se excusa, respecto a lo de su casa—. Sólo puedo
quedarme un rato. Mañana curro y estaré reventado si no descanso.
Es la primera vez que le encuentro preocupado por su sueño. Creí que, si había venido,
todo sería igual que antes. Sin embargo, me topo con que la única razón de que esté aquí es…
La lástima.
—¿Qué quieres que hagamos entonces? –le pregunto, ya que, pese a todo, no ha dejado de
conducir no sé ni a dónde.
—Había pensado comprar algo en cualquier lado y parar en un descampado que…
<<Está solo. Un lugar donde escondernos del mundo.>>
Se me ocurre el sitio donde lleve a Óscar, ese que a su vez me enseñó un tío cuyo rostro
apenas recuerdo. El mismo en el que imaginé cómo sería si Álvaro –o Nacho, en aquel momento
—, hubiera estado conmigo en lugar de Óscar, aunque todavía me costara la vida reconocerlo.
Se lo sugiero.
De nuevo, me dice que no quiere que se le haga tarde. La oferta no cambia, descampado y
cada uno por su lado. Ni siquiera me mira como me miraba, y mucho menos permitirá que nos
toquemos, así vayamos al fin del mundo.
<<No es esto lo que quiero.>>
—Para –le pido.
—¿Qué? –se extraña.
Precisamente, se detiene frente a un paso de peatones.
—Lo siento –digo.
Desabrocho el cinturón y, acto seguido, abro la portezuela. Álvaro pronuncia mi nombre,
me pide que vuelva, pero yo ya he salido. Estar a su lado en estas condiciones no hace más que
incrementar el frío que hay dentro de mí. No puedo. Me alejo sin mirar atrás. Por un momento
creo que va a venir a por mí, que va a obligarme a regresar al vehículo mientras los otros coches
pitan en señal de protesta.
Pero no.
Saco mi móvil del bolsillo y marco el único número que me sé de memoria.
—¿Xavi? –pronuncia la voz de Arturo, al otro lado de la línea.
Otra vez el mundo estalla y con él las lágrimas que se acumulan por momentos en mis
ojos.
—¿Puedo ir a tu casa? –logro pedirle, entre sollozos.
Capítulo VII

El tiempo todo lo cura, y no iba a ser distinto en esta ocasión. Hace una semana que la
arquitectura completa de mi vida se derrumbó, sonora y trágicamente. Pero de esas cenizas,
resucita un Xavi renovado, uno con el que vuelvo a ser yo y me siento nuevamente conectado.
—Siempre haces lo mismo –me reprochó esta mañana Arturo, durante el breve tiempo que
coincidimos, a puntito él de pirarse a la biblioteca y yo recién llegado de una noche bastante
épica—. Eres incapaz de soportar el hecho de sentirte mal, y cuando pasa te vuelves más…
—¿Más Xavi que nunca? Sí, lo sé. ¿Dónde está el problema? –alegué, en mi defensa.
Sin embargo, Arturito citó unos cuantos, como el hecho de mi precaria situación. No tengo
literalmente un sitio donde carme muerto, estoy acoplado con él y con Andrés. Claro, el dilema
es que, éste último, no está muy contento que digamos con la situación. Sé que debo
solucionarlo, que he de hacer algo al respecto. Pero sólo han pasado unos días, y necesito
reponerme un poco. Soy consciente de que el conflicto con mi madre es más delicado que nunca,
aunque también otras veces ha estado al límite y, finalmente, la cosa se suavizó.
<<No hay que perder la esperanza.>>
María, la que claramente ha dejado de ser mi recepcionista favorita, es sin duda la culpable
de todo lo que me está sucediendo. Después de tantas sonrisas y amabilidad, me cuesta creer que
la muy traidora haya sido capaz de jugármela así. Resulta que es hija de Matilde —una
compañera del bufete de mamá—, que fue a la oficina y vio una foto mía. Porque sí, aunque
parezca mentira y aunque mi señora progenitora haya demostrado ser un auténtico ogro sin
sentimientos, tiene una foto en su mesa donde aparecemos Mateo y yo. María se asombró frente
al descubrimiento, dijo conocerme y… ¡Bum! Se desmontó el pastel. Mi madre no podía
entender qué hacía yo yendo a visitar a Óscar, bien conocido en el hotel, cada cierto tiempo, lo
que la llevó a continuar indagando. Registró mi habitación, cuando yo no estaba en casa. La muy
perra dio con el sobre del dinero, y ató cabos. Quiso asegurarse del origen de tal solvencia, se
plantó en el bar donde trabajé dos horas y donde, el capullo de los ojillos negros, le contó la
verdad. Para acabar, y en su afán de seguir comportándose como si fuera una espía y yo un
criminal de guerra, se informó acerca de si estaba presentándome a mis exámenes.
—Puta María –gruño.
Ni siquiera sabría cómo sucedió de no ser por mi hermano, con quien se supone tengo
prohibido el contacto. Fiel a mí, como siempre, intercedió a mi favor e, incluso, tuvo bronca con
mamá antes y después de que me largara. Le amo con todo mi ser. El pobre, también, está
sacando algunas de mis cosas de contrabando, ocultas en la mochila del instituto. Y hoy, en vista
de que mi situación no mejora, me ha entregado hace un rato mi tesoro más preciado.
El álbum de mi padre.
Ahora, de regreso al piso de Arturo y Andrés, lo coloco sobre mis piernas y ojeo las
distintas fotografías. Irremediablemente, pienso sobre cómo serían las cosas si él nunca se
hubiera ido. Mateo no estaría aquí, de modo que sólo por eso me compensa que nos abandonara,
pero…
Llega una notificación a mi móvil y compruebo de qué se trata. Un mansaje de Grindr,
proveniente del tío con el que estuve bebiendo y follando hasta que amaneció. De normal me
asustaría, pero propuso quedar con un par de amigos más hoy, y me dio buenas referencias al
respecto. El plan es meternos en el piso de él, ponernos a tono y hacer lo que nos apetezca. Me
encanta la idea, al menos hasta que me comenta que hay que poner pasta para las pizzas y el
alcohol. Estoy bastante tieso, eso puede ser un problema. Maldigo a Óscar por haber
desaparecido cuando más le necesito y, temeroso, cojo mi cartera sólo para reiterar mi inmensa
pobreza. Juntando monedas, reúno unos ocho pavos y algunos céntimos.
Empiezo a agobiarme.
<<Relax –me tranquilizo—. Tengo recursos.>>
Podría pedirle a mi hermano que sacara de casa mañana algunos de mis videojuegos. Si los
vendo, tendré pasta para ir tirando unos días. El único problema entonces, es que hoy estoy a
cero y realmente necesito dinero si no quiero perderme el plan, que dada mi situación es primera
necesidad. Mi mirada, automáticamente, se dirige a cierta estantería, al otro lado del salón. Entre
libros, una figura bastante hortera de Andrés y unos cuantos papeles amontonados, hay un bote
de metal, pintado de rojo y con pequeños aviones salpicados por todas partes.
<<Ni se enterarían.>>
Ahí es donde Arturo y Andrés van depositando dinero para, a largo plazo, realizar algún
viaje.
—Y no es que vayan a irse a ninguna parte hoy –murmuro, directo ya hacia allí.
Compruebo el interior de la lata, que pesa que te cagas y de antemano sé que está repleta
de monedas. La abro, deseando con todas mis fuerzas que haya algunos billetes por ahí y…
¡Alegría!
Al menos siete de veinte, otros cuantos de diez. A mí me vale con cincuenta pavos.
¡Tampoco se nota tanto! Siento un enorme alivio, pero también cierta culpa. Reflexiono sobre la
posibilidad de, bueno, hacer las cosas bien. Podría pedírselo a Arturo y ya está. Pero eso supone
riesgos. Para empezar, que quiera consultarlo con Andrés y, éste, por supuesto no esté de
acuerdo. También, que le parezca suficiente con estar acogiéndome en su casa, dándome de
comer. Amo a Arturo, pero lo cierto es que le encanta dárselas de maduro y decirme lo que tengo
que hacer.
<<No se darán cuenta.>>
Y lo hago.
Cojo los billetes necesarios, me aseguro de dejar la lata exactamente en su sitio y listo.
Acto seguido, recupero mi cartera para ocultar el botín. Reflexiono sobre qué hacer a
continuación, y decido que es el momento de darme una buena ducha y desaparecer. Son cerca
de las ocho de la tarde, van a volver pronto. Con suerte estaré fuera antes de que Andrés tenga la
oportunidad de mirarme con desaprobación otro día más.
Me aseo, tomo las preparaciones pertinentes para la gran noche que me espera, todo en
tiempo récord. Logro salir del edificio sin que, efectivamente, Andrés o Arturo hayan aparecido.
Envío una nota de voz a este último, en la que le aviso que volveré tarde. Voy hacia la boca de
metro y, cuando desciendo por las escaleras rumbo al subsuelo, escribo a mis nuevos colegas, les
hago saber que estoy de camino.
—¡Qué empiece la fiesta! –exclamo, relamiéndome ya.

Paso las horas inmerso en una vorágine de comida, sexo, drogas y más sexo. No es la primera
ocasión en que me acuesto con más de dos personas a la vez, pero sí que hacía demasiado de la
anterior. Nos hemos puesto hasta el culo de LSD y estoy disfrutando como una perra. Dos de
estos tíos continúan dándole que te pego, pero el colega que ha organizado esto –el de anoche—,
y yo, paramos y nos sentamos en el sofá para reponer fuerzas. Engullo como un verdadero
animal una de las porciones de pizza sobrantes, con los dedos húmedos todavía. Mi compañero
hace lo propio, aunque no deja de meneársela con la otra mano mientras contempla el
espectáculo. Los otros ahora están en su propio viaje, uno a cuatro patas contra el respaldo del
sofá de al lado y, el cuarto de nosotros, follándole el culo.
Pese a los gemidos, los golpeteos y la música, escucho el tono de llamada de mi teléfono.
—Voy a cogerlo –informo, aunque mi colega es incapaz de apartar la vista de la escena
porno en vivo.
Me levanto, sudoroso y torpe. Recojo mi riñonera del suelo, en cuyo interior se encuentra
mi móvil. Para cuando logro la complicada hazaña de sacarlo, la llamada se ha cortado.
Recupero la porción de pizza, mientras ojeo de quién se trata y, mi compi, se une de nuevo a la
fiesta. Observo el panorama y vuelvo a ponerme cachondo, pero se me pasa en cuanto
compruebo que las llamadas perdidas son de Arturo, que he acumulado un total de nueve. Mis
pensamientos van directos a esos cincuenta euros, y se me pasa el ciego de golpe.
<<No han podido darse cuenta –me intento aliviar, aunque no lo termino de lograr.>>
—Necesito hacer una llamada –informo.
Desde luego ninguno de mis compañeros hace observación alguna, de hecho, creo que ni
siquiera me han escuchado. Ellos se hallan en otra dimensión de la que yo, básicamente, he sido
arrancado de un tortazo. Voy hacia el balcón, casi muriendo cuando piso lo que parece ser una
camiseta y doy un patinazo. Sobrevivo, salgo al exterior, donde diría hace más calor que adentro.
La música cesa al cerrar. El sonido de algún que otro vehículo, es todo lo que se oye.
Trago saliva y marco el número de Arturo.
—Tío, estaba bastante ocupado…
—Quiero que vengas al piso, ahora mismo –me interrumpe él, cabreado.
—Tío, ¿qué pasa? No creo que vaya a…
—Xavi, quiero que vengas ahora mismo, recojas tu mierda y te pires de aquí.
—Arturito…
Y cuelga.
Me quedo tembloroso y con el teléfono pegado a la oreja, paralizado.
Obligo a mi cuerpo a moverse, otra vez atrapado en esa nube de confusión, de irrealidad.
Regreso al salón, mis colegas están… guau. Están a tope. Ahora mismo todo esto ha dejado de
tener sentido para mí. Mientras ni se inmutan, me dispongo a vestirme.
—Tengo que pirarme –anuncio, aunque no vaya a servir de nada.
Ninguno repara siquiera en mí. Se han drogado demasiado, ahora mismo sus cabezas están
muy lejos de aquí.
Intento adecentarme un poco frente al espejo del ascensor, empapado de sudor todavía.
Salgo a la calle. Es la una de la mañana, de manera que no hay posibilidad de pillar el metro,
aunque tampoco estoy tan lejos. Aprieto el paso. Mi mente es un hervidero de negatividad y
angustia. Coloco los auriculares en mis orejas, un poquito de Mago de Oz servirá para acallarla.
Pero no puedo.
Arturo me ama, quizá logre calmarle y hacerle cambiar de idea. No puede dejarme tirado
ahora que sabe cómo está la cosa. No él.
Pasan las canciones y aquí estoy, de nuevo frente a un portal, tal vez a punto de mi segunda
condena. Abro con mi llave prestada y, como sólo son un par de pisos, subo por las escaleras.
—Hola –saludo, cuando ya estoy adentro.
El apartamento de Arturo es pintoresco, pero muy pequeño. No hay recibidor, de forma
que, nada más entrar, le veo sentado en el mismo sofá desde el que yo me devané los sesos para
decidir si saqueaba o no la lata. Ésta, por cierto, está colocada sobre la mesita baja, enfrente de
mi amigo.
—¿Y Andrés? –pregunto, solamente por quitarle un poco de hierro al asunto.
—Andrés se acostó hace rato –me explica, mirándome como si no me conociera.
<<Otra vez esa mirada no –imploro para mis adentros.>>
—Arturo…
—Recoge tus cosas.
Me aproximo a él e intento sentarme a su lado para disculparme, pero se pone en pie y
señala el corto pasillo que conduce a las habitaciones. Suspirando, obedezco, con los hombros
caídos y muy poquitas ganas de vivir. Entro a la que ha sido mi habitación por una semana, meto
mis cosas en la mochila y, las que no me caben, en un par de bolsas.
—Listo –informo, nada más regreso al salón.
—Pues ahora lárgate –responde Arturo, que está sentado de nuevo.
—Lo siento, Arturito. Mañana os lo devuelvo –me disculpo, colocándome frente a él.
—Puedes quedártelos, espero que te hayan merecido la pena.
—Por favor, Arturo…
—¡No, Xavi! —estalla, incapaz de reprimir por más tiempo esa ira que, se ve de sobra,
hierve en su interior. Se pone en pie, extiende los brazos—. Se te ha ido la pinza. ¡Se te ha ido la
puta pinza! Llevo mucho tiempo pasando demasiadas cosas por alto, y estoy hasta los huevos,
joder. Siempre el centro del universo, tú y tus problemas, tú y tu forma de ver la vida. ¡Basta ya!
Me quedo mudo. Arturo jamás me había hablado así, y ahora lo tengo frente a mí, rojo de
la furia y mirándome de un modo en que ni siquiera sabía que mi mejor amigo podía mirar.
—Arturo, tío… te estás pasando –logro objetar, con voz temblorosa, y sólo porque el
silencio resulta más tenso incluso que sus ataques.
—¡No, Xavi! Tú eres quien se está pasando. Tú y tu burbuja de purpurina, desde la que te
escondes de todo y finges que nada importa. Ni mis problemas ni los de nadie te afectan una
mierda. Sólo ponerte hasta el culo y follar con tíos que en realidad te la sudan.
—No me parece justo –intervengo, con el corazón a mil por hora y, sorprendentemente,
sintiéndome furioso—. No tienes derecho a juzgar el modo en el que vivo. Quizá necesite
madurar, vale. Pero intento disfrutar y vivir la vida. ¿Puedes tú decir lo mismo? No, claro que no
.—Totalmente ido, hago una pausa para respirar—. Lo mismo nada de esto estaría pasando si no
hubieras empezado con tus rayadas. Primero con Óscar, luego con Álvaro. Me comes el coco y
ya no sé ni quién soy. Siempre con los prejuicios y los sermones. La gente folla, bebé y disfruta.
Arturo abre mucho los ojos, respira hondo.
—Alucino… ¡yo es que alucino! –alza la voz, estrujándose las sienes con ambas manos—.
¿Prejuicios? ¿En serio piensas que veo con malos ojos el sexo esporádico, el alcohol o la fiesta?
No, Xavi. Lo que me parece mal es que una persona utilice todo eso para olvidarse de los demás,
y de sí misma. ¡Joder, es que es increíble!
—Ya. Claro. Seguro que es mucho mejor vivir amargado y encerrado en una vida a la que
ni siquiera recuerdas cómo entraste –sentencio, poseído por la rabia y casi sin pensarlo.
La expresión de Arturo se ve afectada, aunque sólo ocurre durante una milésima de
segundo.
—Lárgate .—Señala en dirección a la puerta, con la vena del cuello hinchada como una
manguera—. LÁRGATE.
Me quedo plantado en el sitio, totalmente petrificado. Esto es una maldita broma, un sueño,
o el efecto de algo que me haya metido. Me niego a pensar que sea verdad. Es demasiado
surrealista.
Los pasos en el pasillo me devuelven a este instante. Andrés aparece, con el pelo revuelto,
se aproxima a Arturo e intenta calmarle.
—¡No quiero relajarme! Estoy harto. Siempre Xavi y sus historias, Xavi y sus movidas.
—A lo mejor tendrías que haber dejado en paz a Xavi y no actuar como su padre –
despotrico, rumbo ya hacia la puerta y cargando con todas mis cosas.
—¿Y quién coño es Xavi? A ese lo enterraste en alcohol, porros y sexo.
Me detengo en seco, me giro un instante. Veo los ojos de Arturo, cuya mirada es tan dura
que me traspasa.
—Adiós –me despido.
Y me voy.
Lo hago con un subidón en el cuerpo que siento como si fuera a desfallecer en cualquier
momento. Incapaz de esperar, bajo las escaleras de dos en dos, igual que si me persiguiera el
mismísimo demonio. Alcanzo el portal a velocidad récord y salgo a la calle, donde mis piernas se
lanzan a la carrera y me alejo. Sigo corriendo más y más, sin importarme una mierda que esos
transeúntes con los que me topo se queden a cuadros. Ni siquiera me dirijo a ninguna parte. Sólo
necesito alejarme, huir de uno de los capítulos más horribles de mi vida.
<<¿Y quién coño es Xavi? A ese lo enterraste en alcohol, porros y sexo –resuena en mi
cabeza la voz del que, hasta hoy, había sido mi mejor amigo.>>
Me falta el aire y las piernas me flaquean, así que me obligo a parar con tal de no abrirme
la cabeza y terminar con todo esto, idea que tampoco me espanta tanto como debería. Me siento
en el bordillo de un portal, me libro de las bolsas y la mochila. Apoyo la espalda contra la pared,
me coloco en posición fetal y entierro el rostro entre las manos. No logro escapar de la imagen
de Arturo, escrutándome de ese modo. Acabo de perder lo poco que me quedaba. Y lo peor de
todo es que él tiene razón.
Soy un mierda.
Y siempre lo he sido. Con los años, más incluso si cabe. Sé a qué se refería Arturo. Hace
tiempo que sus movidas o, las de cualquiera que me rodee, me han importado bien poco. Estaba
demasiado ocupado en mi…
<<Burbuja de purpurina.>>
Me siento como una auténtica basura y otra vez los ojos me arden, repletos de lágrimas.
Algo se ha roto adentro de mí y, de repente, es como si viera la vida de una forma demasiado
afilada.
—¡Para! ¡Para! –le suplico, a la frenética voz de mis pensamientos.
Caigo en la cuenta de que tengo algo de hierba en la mochila. Necesito un porrito y, tal
vez, logre calmarme. Me dispongo a liármelo y me doy cuenta que las manos no dejan de
temblarme. Tengo frío, el sudor que recorre ahora mi cuerpo está helado, todo ello pese a las
altas temperaturas. Mis manos, húmedas, deshacen parte del papel cuando estoy a punto de
acabar la faena. Tengo que repetir el proceso, al borde del colapso.
Pero lo consigo.
Lo hago y enciendo el porro, sin importarme lo más mínimo que pueda pasar la policía por
aquí. Ahora mismo es prioridad máxima, y cada calada arde en mi garganta. Empiezo a notar el
efecto casi enseguida. Ese mareo tan dulce que suaviza la realidad, que la convierte en más
llevadera. Me lo fumo casi del tirón y, cuando lanzo la colilla lejos de mí, me siento mucho
mejor. Puede que me cueste ponerme en pie, pero al menos el ritmo caótico de mis ideas se ha
calmado.
Las luces del portal se encienden, un chaval más joven que yo, bien arregladito y listo
seguramente para salir a tomar unas copas, abre la puerta y pasa desconfiado por mi lado. Caigo
en la cuenta de que estoy en la puta calle, de que debo buscar una solución.
Claro, me encuentro más relajado, pero menos avispado que antes. Pienso en los colegas
más cercanos, entre las que destacan Amalia y Daniela. La primera, ahora vive en San Lucas y la
tendría que hacer venir por mí, dado que no tengo coche y, de todos modos, mis capacidades en
este momento se ven seriamente afectadas. La segunda, en esencia, pertenece a la liga del te lo
dije, situación por la que hoy no estoy dispuesto a pasar. Cualquiera de las opciones, ya sean
estas o tirar de otras de las muchas personas que conozco, implica dar una serie de explicaciones,
o bien idear excusas que en estas condiciones me cuesta inventar.
—Álvaro –me digo.
Y la simple mención me revitaliza. Un subidón que desaparece tan rápido como ha venido,
ya que dudo pudiera soportar la actitud fría y distante con la que me trató cuando le pedí ayuda.
¿Última opción?
<<Grindr.>>
Accedo y echo una ojeada rápida. Le escribo a un par, que, tras un ratito de placer,
probablemente estén dispuestos a dejarme dormir en sus casas. Y nada. Nadie contesta.
Definitivamente, la vida conspira contra mí hoy.
Pero él me escribe.
Ese mismo tío pesado que me ofreció darme lo que necesitara.
<<Y ahora le necesito –me resigno.>>
Vuelvo a echar una ojeada a la foto que me envió. Un señor de entre cincuenta y sesenta,
poco agraciado, con expresión seria y dientes amarillentos. La situación no da pie a ponerse
quisquilloso. Tampoco sería el primer trol que me llevo por delante. Le necesito de veras, e
incluso, quizá, consiga que me deje estar en su casa un par de días, hasta decidir qué mierda voy
a hacer.
No es la primera ocasión en que mantengo acuerdos… mutuamente beneficiosos.
Y le respondo.
Capítulo VIII

Creo que llevo años sin venir por esta zona de la ciudad. Concretamente, la ubicación enviada
por mi nuevo anfitrión, me trae hasta un parque bastante descuidado. Los hierbajos, se imponen
sobre la piedra y, los columpios, antaño coloridos, ahora lucen oxidados y grisáceos. Me siento
en el primer banco que encuentro, bajo la luz rojiza de las farolas. Escribo a mi contacto para
hacerle saber que ya estoy aquí. Mientras espero que venga por mí, echo un vistazo alrededor, a
las viviendas que, más allá de la carretera, rodean el recinto. En el pasado, todas ellas casas
viejas y adosadas. Ahora, sustituidas algunas por edificios de no más de tres o cuatro plantas.
Recuerdo que, cuando era niño, vine a casa de un compañero del cole para hacer un trabajo
de clase, aunque he de reconocer que hicimos de todo menos eso. Típico extra en la vida de toda
persona, que acabó pasando al olvido con el cambio de curso. ¿Cuántos años han pasado? Parece
otra vida. Y la mía, la actual, me trae a este momento para algo bien distinto.
Oigo pasos y mis divagaciones se detienen al instante.
—¿Xavi? .—El propietario de la voz ronca que acaba de pronunciar mi nombre, se
aproxima hacia mí en medio de la penumbra.
Me pongo en pie y espero a que esté cerca. A la luz de la farola más cercana, compruebo
que mi reciente amigo es todavía peor en persona. Poca cosa, regordete y demacrado. Una
mezcla de aficionado senior de la Champions y algún extraterrestre de Star Wars.
—Qué guapo –me piropea.
Su mano acompaña a sus palabras, aterrizando en mi cintura y forzándome a que me
acerque. Su boca se estampa contra mi mejilla y, su aliento, me resulta desagradable.
—Vengo con… —intento explicar, señalando mis cosas.
—No te preocupes. Vivo aquí mismo.
Sin perder más tiempo, nos ponemos en marcha. Él se ofrece cortésmente a llevar una de
mis bolsas y le sigo, tropezando un par de veces con las juntas de las losas. Las raíces de los
árboles han destrozado el suelo sin que a nadie parezca importarle.
—Es ahí –me indica.
Cruzamos a una de las casas bajas, fachada rojiza y desconchada. Accedemos a un
pequeño patio donde, pese a no ser un experto, distingo unas cuantas plantas en no muy buen
estado.
—Eran de mi madre –me explica, siguiendo la dirección de mi mirada—. Le gustaban
mucho las macetas.
—Ya… —respondo, mientras él se dispone a abrir la puerta principal—. ¿Vivías con ella?
—Sí. Murió hace unos pocos meses. Tenemos la casa para nosotros –añade, guiñando un
ojo de la forma más amorfa que haya visto en mi vida.
Afortunadamente, no tengo que responder a eso, sólo pasa adentro y yo le sigo. Huele a
cerrado. Es una mezcla de humedad, polvo y un ligero hedor a rancio.
—Me llamo Roberto, por cierto –se presenta, a estas alturas—. Puedes dejar tus cosas por
aquí, si quieres.
Obedezco, me desprendo de la mochila y la bolsa. Dejamos el recibidor y nos trasladamos
a lo que parece ser el salón. La vivienda se ve realmente vieja, es bastante comprensible por qué
están desapareciendo. La decoración… bueno, digamos que es esa típica decoración de vieja. Un
espacio demasiado recargado con fotografías y cuadros en la pared, rematado con muchos
muebles repletos de figuritas. Me recuerda un poco al salón de Álvaro, y siento una punzada de
dolor en el estómago. Soy incapaz de reprimir mis pensamientos, mis deseos. Me encantaría
estar ahora con él, en ese espacio que, aunque hortera también, se ha convertido para mí en un
lugar cálido y acogedor.
—Tenía muchas ganas de que llegaras, ¿sabes? –comenta Roberto, a modo de indirecta,
mientras se sienta en el sofá.
Capto perfectamente el mensaje. Nadie lo ha dicho, de la misma forma que nadie lo hizo
cuando Óscar y yo iniciamos nuestra peculiar relación. Pero, aun así, ambos sabemos que todo
esto tiene un precio.
—Me gustaría darme una ducha –le pido.
Ahora mismo soy porquería, conformada de sudor, sexo y más sudor.
—Sí, sí… ¡Claro! –reacciona él, poniéndose en pie.
Me conduce hasta el baño, sucio y desordenado. Me acuerdo de cuando vivía con Arturo.
Éramos unos auténticos desastres, pero sin duda esto es otro nivel. Le hago saber que todo está
bien, que voy a darme ese agua. Sin embargo, él permanece ahí plantado, en el umbral de la
puerta. En sus labios se dibuja una sonrisa de psicópata. Parece un perro en celo, y no en el buen
sentido. Tengo que imaginar que no está aquí, y comienzo a quitarme la ropa. Roberto emite
algún que otro sonidito poco erótico.
—Te espero en el salón –dice, finalmente. Aunque, antes de dejarme sólo, se acerca y me
manosea el culo—. Lo estoy deseando.
Y se va.
Respiro hondo y me meto a la ducha. Me recuerdo que ya he hecho antes algo así, que no
tengo donde caerme muerto y que sólo es follar.
<<He nacido para ello, puedo hacerlo.>>
Sin contar que, Óscar, comenzaba a tratarme de un modo demasiado afectuoso, y era
precisamente aquello lo que más cuesta arriba se me hacía. Quizá Roberto sí que se conforme
con sexo y ya.
Mientras el agua fría fluye por mi cuerpo, imagino el tipo de tío que es, de esos que,
probablemente, jamás hayan salido del armario y, sus escasos encuentros, hayan sido furtivos.
Quizá le diera al cruising, y ahora, liberado tras la muerte de su madre, aprovecha su reciente
libre albedrío como puede.
Aunque tenga que pagar para ello.
—¿Va todo bien? –escucho su voz, de nuevo desde el umbral de la puerta.
Supongo que he dejado pasar los minutos, procrastinando algo que cada vez estoy menos
seguro de hacer. Le digo que ya he terminado, en lo que cierro el grifo y agarro la toalla. Roberto
permanece ahí plantado, observando cómo me seco. Me arrepiento profundamente de no haber
salido antes. Al menos podría haberme ahorrado este momento.
—No hace falta que te vistas –sugiere, sonriente—. Hace calor, ¿no?
Me fuerzo a devolverle la sonrisa y, por fin, se larga. Dejo la toalla sobre el lavabo y me
meto las converses como puedo en los pies, dado que el suelo está pegajoso. Voy dirección al
salón, pero Roberto me llama desde el otro lado del pasillo. Sigo el sonido de su voz, accedo a lo
que parece ser su dormitorio, cuya decoración no difiere del resto de la casa y, por las cortinas de
flores, intuyo debió ser la habitación de su madre. Me quedo paralizado unos instantes, intentado
discernir si me perturba más el enorme crucifijo que hay colgado en la pared o la visión de mi
queridísimo anfitrión esperando en la cama, sin ropa.
—Acércate –me ordena, ahora con voz autoritaria.
Da unas palmadas en el colchón, me acuesto a su lado. Su respiración se agita antes incluso
de ponerme la mano encima. Poco tarda en colocarse sobre mí, aplastándome bajo su peso y
lamiéndome el cuello. Huelo el hedor de su aliento y noto su rabo húmedo restregándose contra
mi estómago. Sus besos alcanzan mis labios, su lengua asalta a la mía, moviéndose adentro de mi
boca sin sentido alguno. Mientras, manosea todo mi cuerpo.
—Espera –murmura.
En un arranque de motivación, se aparta y lleva su bocaza a mi miembro, profundamente
dormido. Sus patéticos intentos no producen cambio alguno, de modo que se desanima enseguida
y se acuesta de nuevo a mi lado.
—Te toca –gime.
Rendido, obedezco sus órdenes y, nada más mis labios han rozado su rabo, se estremece de
puro placer. Intento tomármelo con filosofía. Un rabo es un rabo. ¿Qué menos que proponerme
disfrutarlo? Me esfuerzo, de veras que sí. Pero Roberto no huele bien, y en mi boca cada vez es
más notable un sabor agrio que me produce principios de angustia. Voy a retirarme, pero, él,
coge mi cabeza con ambas manos y presiona con todas sus fuerzas, obligándome a tragármela
enterita. Procuro zafarme y Roberto repite el movimiento una y otra vez. Las arcadas se
incrementan, igual que sus gemidos roncos. Parece que ha terminado cuando, simplemente, me
inmoviliza y comienza a follarme la boca. Sus torpes arremetidas, el sabor agrio…
Reúno fuerzas para liberarme.
Lo consigo, respiro. Trago saliva y noto cómo el corazón me late a mil por hora.
—Túmbate –exige—. Bocabajo.
Sus ojos, su expresión, antes de esto simpáticas, inseguras incluso, ahora no transmiten
ninguna piedad. Está totalmente obcecado y de repente me pregunto qué ocurriría si le pidiera
que parásemos. Roberto no se muestra paciente, se incorpora y me fuerza a tumbarme. Hinco la
cabeza en la almohada, que ya no sé si es cosa mía o también huele raro. Todavía tengo angustia
y dudo que esto lo mejore.
—Oye… —intento decir.
Él me chista y se coloca sobre mí. Estira el brazo para alcanzar lubricante, en la mesilla.
Abre el bote y noto enseguida la humedad en mi culo. Cada vez estoy más seguro de que no
quiero continuar, pero por algún motivo me hallo totalmente paralizado. ¿Dónde iría, de todos
modos? Pienso alternativas, convencido de que no puedo quedarme, de que no seré capaz de
volver a follar con él. Voy a pedirle que pare…
Tarde.
Me penetra con poca delicadeza y gimo, pero de dolor. Otra vez chista, echa todo su peso
sobre mí y, con una de sus manos, me tapa la boca. Regresan sus torpes embestidas, sus
gimoteos de animal, su asqueroso aliento en mi oreja. Ni siquiera se ha puesto un condón, ni ha
preguntado. Debería exigirle que se detenga. Quiero hacerlo. Sin embargo, no puedo.
Tengo miedo.
No de él, o no exactamente. Sé que sería capaz de quitármelo de encima, de darle dos
buenas hostias incluso si se pusiera gilipollas. No tengo problema con eso. ¿Por qué no lo hago
entonces? Roberto continúa embistiéndome, más y más fuerte. Él, gimiendo de placer. ¿Yo?, de
incomodidad, de angustia. Jamás pensé que un polvo pudiera convertirse en algo horrible, en
algo que uno no quiera recordar. Noto cómo mis ojos, ya llorosos tras follarme la boca, se
humedecen peligrosamente. Siento una profunda tristeza, una como nunca antes.
<<No puedo más…>>
Incapaz de contenerme, voy a pedirle que se aparte cuando noto cómo sus movimientos se
detienen, cómo sus gemidos se transforman en un alarido y, finalmente, se deja caer por
completo encima de mí.
—Ha sido alucinante –apunta, volviendo finalmente a su sitio.
Permanezco inmóvil, con la vista clavada en la pared. Necesito salir pitando y, al mismo
tiempo, no tengo fuerzas. Tampoco ayuda el mareo. Siento como si los efectos de toda la mierda
que he tomado esta tarde hubieran regresado de golpe. Me propongo reunirlas, lo hago.
—¿Te importaría que me diese otra ducha?
—No, claro. Siéntete como en casa –contesta, aún jadeante.
Me pongo en marcha, regreso al baño. El agua recorre de nuevo mi cuerpo y vierto en mis
manos cantidades ingentes de gel. Froto con energía cada centímetro de mi piel. Nunca en mi
vida me había sentido tan sucio y, por más que insisto, esta noche ha ocurrido algo que jamás
seré capaz de limpiar.
Salgo, me seco.
<<Mierda.>>
Mi mirada se topa con la de mi reflejo, en el espejo. Quiero apartarla y, no obstante, estoy
atrapado. Supongo que esa es mi condena esta noche. Los ojos castaños de él, los míos,
adquieren un matiz desconocido. Siento que no somos la misma persona. Siento, quizá, que ni
siquiera soy tal cosa.
<<¿Quién coño soy?>>
Logro liberarme, pillar de la mochila ropa limpia. Vuelvo al pasillo, rumbo al dormitorio.
Roberto se ha quedado sobado. Aunque sea muy pequeñito, por fin un golpe de suerte. Reúno el
resto de mis cosas en silencio. Con sumo cuidado, abro la puerta principal. Afuera me recibe un
tortazo de calor y…
Silencio.
Atravieso el pequeño patio con apremio. Ya en la calle, no diviso ser humano ni vehículo
por ningún lado. Por un instante se me ocurre la fantasiosa y terrorífica idea de que, quizá, esté
solo en el mundo. Quizá no haya ni nunca haya habido nadie más.
Perdido en mi hipótesis, camino hacia la nada.

Mi rumbo cesa en el lugar más insospechado. Definitivamente los años no han pasado en balde.
Lo que un día fue un cálido y acogedor restaurante, ahora no es más que un solar vallado y
delimitado por edificios. Primero lanzo mis cosas y, después, salto la verja metálica con cierta
torpeza. Me hallo en un rectángulo de tierra, escombros y matorrales, poco iluminado y solitario.
Casi puedo escuchar con claridad las voces de los fantasmas del resto de comensales, la de mi
madre, la mía de niño…
La de mi padre.
Solíamos venir aquí cuando realmente yo tenía una familia. Mis recuerdos son poco
nítidos. Pero este espacio estaba conformado principalmente por un enorme salón, de paredes
azules y salpicado de mesas circulares. Siempre pedía pescado, aunque comía alguna gamba que
me pelaba papá. Ahora, el estómago me ruge. Sin embargo, soy incapaz de atender a esa
sensación. El peso de mis pensamientos es demasiado, me siento agotado. En estos momentos no
tengo energía ni para hilar dos más dos.
Encuentro un hueco decente, donde coloco una sudadera sobre la que tumbarme, y la
mochila como almohada. Me acurruco, cierro los ojos con fuerza. No entiendo qué ha pasado ni
cómo he acabado aquí.
<<Ni me importa.>>
El sueño me consume, aunque no del todo. Las voces de algún que otro grupo de chavales
se entremezclan con las de los protagonistas de mis ensoñaciones, formando una extraña pompa
espaciotemporal. Entre cabezada y cabezada, ciertas ideas van tomando forma en mi mente. Veo
distintos episodios de mi historia que, lentamente, me conducen a este instante. Me sucede eso
mismo que afirma la gente, sobre que tu vida se te pase por la cabeza en un puto segundo.
Sólo que yo no he estado a punto de morir, sino abandonado como un juguete roto.
He tocado fondo. Probablemente Arturo tuviera razón. Ahora mismo no estoy seguro de
que la manera en que he elegido vivir todos estos años haya sido una decisión real. Siento que, a
lo mejor, sencillamente se tratase de una forma de huir de tantas cosas que me resultaría
imposible enumerar. La pompa de purpurina se ha roto, aunque no esté seguro de qué significa.
Tal vez, llegue un instante en que sea capaz de verbalizar lo que está ocurriéndome, aunque sólo
sea en mi cabeza. Un momento en que alcance a explicar la profundidad a la que escarban ahora
mis pensamientos.
Para cuando el cielo comienza a aclararse y la mañana trae consigo una brisa fresquita,
todo parece más nítido. Son muchas las cosas que tengo que hacer, las que deben cambiar. No
tengo la menor idea de cómo pienso hacerlo.
Pero sí por dónde empezar.
Capítulo IX

Es extraño volver a estar en casa, casi como si hubieran pasado años. De repente, ya no siento
estas paredes hogar. Aunque ahora, probablemente sentado en mi cama por última vez, me doy
cuenta que quizá nunca fuera así. No es hogar un lugar del que uno sólo quiere mantenerse
alejado.
—Lo tienes todo, ¿no? –se asegura mi hermano, con cierto nerviosismo.
Entra a la habitación, mordiéndose el labio inferior.
—Siéntate, enano –le pido. Él hace lo propio y se deja caer a mi lado—. Gracias.
—Eres mi hermano, ¿cómo no iba a abrirte la puerta? Todo esto es muy injusto –se queja,
acongojado.
Le observo con detenimiento, compruebo lo mayor que se ha hecho. Seguramente, sea
mucho más maduro de lo que lo soy yo. Pero, precisamente por eso estoy aquí, ¿no?
<<Ha llegado la hora de madurar.>>
—No me refería a lo de hoy, sino a todo. Gracias por haberme querido siempre tanto –
expreso, con más facilidad de la que habría imaginado.
Sonríe. Tensión y nervios desaparecen. Gracias a él, esta mañana, cuando le escribí
temprano, aún en aquel solar, estoy aquí ahora. Otro pequeño golpe de suerte, supongo. Hay
huelga y, Mateo, no tenía que ir a clase. Estaba solo en casa y no dudó en abrirme para que
entrara, lo cual me ha permitido descansar en una cama, lujo que jamás imaginé extrañar.
También, recuperar algunas de mis cosas y depositarlas temporalmente en el trastero. He
secuestrado la llave de repuesto, y eso me permitirá volver por ellas cuando encuentre un lugar
donde vivir. Además de las de mi coche.
Sólo me queda…
—No tienes que darme las gracias por ser tu hermano, en serio. Me encanta serlo –asegura,
antes de echarse a reír.
Los dos nos abrazamos y le hago saber que, vaya donde vaya, encontraremos la forma de
seguir juntos. Le prometo que no pienso desaparecer de su vida. Él, con los ojos llorosos, pero
aún sonriente, está a punto de decir algo.
—Espera –le corto antes de que empiece.
Aguzo el oído y, efectivamente, escucho una llave tanteando la cerradura de la puerta
principal.
—¿Seguro que no quieres que me quede?
Yo niego con la cabeza.
—No es necesario –le prometo—. Será sólo un último asalto.
Otro abrazo, demasiado breve. Mateo se larga rumbo a su habitación con pies ligeros,
mientras oigo como nuestra madre y su padre han accedido al recibidor. Echo un vistazo
alrededor, contemplo lo que no ha sido más que mi guarida durante tantos años, y que ahora se
halla medio vacía. Espero sin moverme del sitio a que, mamá, se dé cuenta por sí sola de que
estoy aquí. Ocurre cuando, directa, va hacia la habitación de Mateo. Está a punto de abrir, pero
ladea la cabeza y su mirada recorre el pasillo hasta encontrarse con la mía.
Un sonoro resoplido inicia el combate.
—¿Se puede saber qué se supone que estás haciendo aquí? –me interroga, elevando su tono
de voz sobre los estridentes golpeteos de sus tacones.
—Quería verte –contesto, sin inmutarme.
Jamás imaginé que iba a sentirme tan calmado.
—Pues yo a ti no quiero verte ni en pintura –protesta, deteniéndose en el umbral de la
puerta—. Lárgate de mi casa. Enseguida.
Asiento, pillo la mochila y me pongo en pie. Eso es precisamente lo que estoy a punto de
hacer:
Largarme de esta casa. Para siempre.
—Sólo quería despedirme –me explico. Mamá se queda un tanto extrañada y, su expresión
dura, se suaviza durante una milésima de segundo—. No vas a tener que volver a soportar mi
insufrible presencia nunca más. Hace demasiado tiempo que ninguno de los dos nos necesitamos.
Ella suelta una risotada malévola.
—¿Ah, no? ¿Y qué se supone que harás? –contrataca, su voz pura mofa.
—Vivir –sentencio, simple y llanamente, sin apartar la mirada lo más mínimo.
—¿Acaso no es eso lo que has estado haciendo los últimos años? –se escandaliza,
colocando sus brazos en posición de jarra.
—Para nada –declaro—. He estado intentando vivir como tú querías. He intentado ser todo
lo que tú querías. En respuesta a eso, ni siquiera recuerdo el momento en que perdí el norte.
Puede que siempre haya estado perdido. Y… ¿sabes? Nada de eso es para mí.
Mi madre comienza a reír de forma dramática y exagerada.
—Espera, espera. ¿Ahora es mi culpa?
—Yo no busco culpables. Simplemente, no eres buena para mí. Fin de tu dictadura. Fin de
tus normas. Fin de tu desaprobación y tus desplantes.
>>Fin de todo esto.
Ella hace amago de devolvérmela, abriendo la boca una y otra vez para, finalmente,
guardar silencio. Aprovecho la tesitura para avanzar hacia ella y pasar por su lado. Jamás he
creído en nada tipo energías ni polladas de esas. Sin embargo, al hacerlo, al dejarla atrás, siento
que un peso enorme se queda ahí, sobre ella y toda su amargura.
—Eres un desgraciado –dice, a mis espaldas—, igual que tu padre.
Yo me detengo, aunque ni siquiera me molesto en volverme.
—Mamá –pronuncian mis labios, con toda naturalidad—. Qué te den por culo.
Ahora sí, continúo mi camino, y sólo siento una punzada de dolor al pasar junto a la
habitación de Mateo. Doblo la esquina y escucho un ligero trasiego en la cocina.
—Adiós Alfredo –me despido, divertido.
Alcanzo el recibidor y, por fin, abro la puerta para, a continuación, cerrarla por siempre.

Durante el trayecto camino ligero, casi vuelo. Mi imborrable sonrisa parece haber venido para
quedarse y sospecho que, de seguir así, tal afirmación sea muy cierta. La sensación de irrealidad
que se apoderó ayer de mí desapareció, quizá abandonada esta mañana en aquel solar. Siento que
todo es más real, que los colores son más vivos y que hasta el mismo aire que respiro resulta
tangible.
<<Aún queda mucho por hacer –me recuerdo, en un intento de volver a colocar los pies
sobre el suelo.>>
Mucho por hacer y pocos planes que ejecutar. De momento sólo he dado el primer paso y,
a punto estoy, espero, de dar el segundo. A partir de entonces no sé qué vendrá. Pero no tengo
miedo.
Ya no.
Decidido, pulso el botón del portero automático. Espero impaciente, al borde de repetir el
intento.
—¿Sí? –responde una voz metálica.
Detengo mis manazas y me decepciono al comprobar que es Andrés.
—¿Está Arturo? –hablo, sin irme por las ramas.
—Xavi… —pronuncia la voz del novio de mi mejor amigo—. Arturo está muy enfadado.
Creo que necesita un poco de tiempo.
Sopeso mis palabras antes de seguir. Me alivia saber que, pese a todo, Andrés no está en
mi contra. Nuestra relación ha sido ciertamente tensa a lo largo de los años. Supongo que
siempre me ha visto como una mala influencia, alguien capaz de arrastrar a Arturo a la mala
vida. Esto sin olvidar que, al fin y al cabo, mi amistad con su novio comenzó con un polvo, y
Andrés tiene un puntito celoso que no disimula muy bien.
—No –contesto, tras pensarlo detenidamente—, no necesita tiempo. Lo que necesita es
escuchar lo que tengo que decirle .—Suspiro hondamente antes de proseguir—: La he cagado,
Andrés. La he cagado mucho. Pero estoy harto de que sea siempre así. Necesito cambiar, y le
necesito a mi lado para conseguirlo.
Ahora es Andrés quien reflexiona. Si no fuera porque escucho un breve zumbido, pensaría
que se ha largado.
—No está aquí –confiesa—. Ya sabes dónde encontrarle.
Mi sonrisa que, contra todo pronóstico había desaparecido, regresa a todo lo ancho.
—Gracias, Andrés.
Y me muevo. Raudo y veloz. Quiero verle cuanto antes. Tan absorto estoy con mi reciente
cambio de perspectiva que, ingenuo, no se me ocurrió buscar a mi mejor amigo en su segunda
casa.
<<La biblioteca.>>
Queda a unas cuantas calles, de modo que sólo me lleva unos minutos plantarme frente al
moderno y extraño edificio. A diferencia de las otras, esta biblioteca es muy nueva y parece más
bien un complejo de oficinas. Me abro camino entre los chavales que fuman a las puertas, y los
cristales se corren para dejarme pasar. Arturo suele subir a la segunda planta, porque es la más
vacía. Atravieso el vestíbulo, asciendo la escalera de caracol por, ¡error!, la parte estrecha. Vivo
para contarlo y, jadeante, pero con el ánimo inquebrantable, abro las puertas de la sala de
estudio. Echo un vistazo a la impecable estancia, a las mesas que no quedan tapadas por las
estanterías de libros. Casi todas las sillas están ocupadas. Cómo no, encuentro a mi amigo en la
única zona que hay unas cuantas libres. Arturo está tan absorto en la pantalla de su portátil que
no me ve venir, ni sentarme a su lado.
De manera demasiado artificial, me aclaro la garganta.
—¿Qué…? –alucina, volviéndose hacia mí—. Joder, Xavi. ¿De qué va esto?
Su reacción ha sido un tanto explosiva, su tono lo bastante fuerte como para que otros
estudiantes levanten la vista de sus libros y se fijen en nosotros. Especialmente, una señora que
está sentada al otro lado de la mesa, nos dedica una mirada poco cariñosa.
—Quiero hablar contigo –digo, en voz bajita.
—Yo no quiero hablar contigo, estoy estudiando –concluye, regresando su atención a la
pantalla del ordenador.
—Arturito, va.
Pero Arturo pasa de mí, y la pesada de enfrente chista. Pese a ello, suplico otra vez a mi
amigo y, nada, nada y más nada. No está dispuesto a ponerlo fácil, aunque tampoco yo pienso
rendirme. Me pongo en pie, camino como el que no quiere la cosa unos metros más allá, en
medio más o menos de la espaciosa sala. Miro a Arturo y él también me está mirando. Me aclaro
la garganta, él niega enérgicamente con la cabeza. Soy el centro de todas las miradas.
—Hola a todos y a todas –empiezo, provocando un murmullo general y cuchicheos por
doquier—. He venido hasta aquí porque… .—La bibliotecaria me pide amablemente que me
calle, pero yo tengo las cosas muy claras—. Porque necesito que una persona que hay en esta
sala me escuche. Y esa persona es…
—¡Suficiente! –exclama Arturo, colorado como un tomate.
Ahora él es el centro de atención. Nadie le quita ojo mientras recoge sus cosas y las mete
apresuradamente en la mochila, salvo la bibliotecaria, cuyo odio me haría morir si pudiera.
Comiendo suelo y a paso rápido, Arturo me alcanza, me arrastra hacia la salida.
—Te juro que voy a matarte –asegura, en voz baja pero peligrosa.
—Yo debería matarte a ti. ¿Cuánto tiempo más pensabas dejarme hacer el gilipollas?
Nunca nadie había hecho algo tan romántico por ti –protesto.
—¿Qué quieres ahora? –exige saber, inmediatamente antes de pulsar el botón del ascensor.
—A ti, Arturito. ¿Qué va a ser?
Mi mejor amigo se lleva las manos a la cabeza, pone los ojos en blanco.
—Estás loco, en serio. Crees que puedes venir aquí, montar el espectaculito, solucionarlo
todo por arte de magia –me sermonea, en lo que nos subimos al ascensor— y esperar que te
perdone, ¿no? ¡Ya está, arreglado! Pues no tío, las cosas no son así, ¿sabes? Tienes que entender
que…
—Tenías razón en todo –le interrumpo.
Arturo está a punto de continuar su monólogo, pero procesa mis palabras y se queda
cortocircuitado, boquiabierto.
—No sé quién es Xavi, no le conozco. Pero quiero que eso cambie, y te necesito –prosigo,
para su sorpresa—. También tenías razón sobre ti, sobre que no te he prestado la suficiente
atención. Ni a ti ni nadie. Estaba demasiado ocupado enterrándome en… ¿cómo era? Sexo,
alcohol y fiesta. Tenías razón.
>>En todo. De verdad.
Las puertas se abren y Arturo todavía no ha logrado cerrar la boca. Tengo que tomar la
iniciativa y salir del ascensor para que me siga. Dos pavos, que no entienden nada, nos sustituyen
en la cabina e intercambian pareceres. Salgo afuera, me acerco a un tío para pedirle un cigarro y
me siento en el banco más próximo. Arturo ocupa su sitio a mi lado, reflexivo. Puede que acabe
de provocarle daños cerebrales irreversibles.
—¿Crees que podrás perdonarme? –le pregunto, medio cigarrillo más tarde y sin que él se
haya pronunciado aún.
—Xavi…
Le miro y, sus ojos brillantes, miran a los míos. Intento descifrarlos, pero se lanza a
abrazarme y me aprieta contra él. Disfruto del calor de mi mejor amigo, pese a que sea una mala
bestia y me esté cortando la respiración.
—¿Esto significa que me has perdonado? –quiero saber, sólo por si acaso.
—¿Creías que no lo haría? –dice, por toda respuesta—. Yo también lo siento, Xavi. Siento
lo de ayer. Creo que me pasé, pero es que…
Nos separamos, coloco mis manos en sus hombros, acerco mi rostro al suyo y le observo
muy cerca.
—No, tío. No. No hay nada que perdonar, ¿vale? Siempre estás. Siempre –le expreso,
también emocionado—. Eres el mejor. Lo sabes, ¿verdad?
A Arturo se le escapa una lagrimilla y a mí se me empañan los ojos. Nos echamos a reír
como auténtico pirados y nos abrazamos de nuevo. Tal vez ahora mismo no tenga donde
meterme, pero Arturo es casa pase lo que pase, el lugar más cálido y acogedor del mundo entero.
—¿Me pones al día? –me pregunta.
Yo trago saliva, aunque asiento.
—Es un poco duro, te aviso –advierto.
—¿Qué tal una plaza? –propone, con una media sonrisa.
—Inmejorable –respondo.
Nos ponemos en camino y, para empezar, me pregunta dónde voy a dormir. Yo le explico
que aún no he encontrado ninguna solución para eso, y él reflexiona un momento.
—Puedes quedarte en casa –asegura.
—No, esa no es una solución –alego—. Necesito un lugar donde vivir.
Ahora, Arturo, permanece meditativo, dirige la vista a la nada. Estoy ansioso por saber qué
está tramando. Lo cierto es que no quería darle vueltas al tema de mi subsistencia, sobre todo
mientras no hubiera cumplido mis dos objetivos de hoy, cosa que ya ha sucedido. Tengo que
comenzar una nueva vida, lo que me produce dolor de cabeza sólo de pensarlo, pese a mi
reciente motivación. Comienzo a sentir un poco de vértigo y…
—¡Ya lo tengo! –exclama Arturo—. Deja que le escriba… un segundo.
Se detiene en seco, coge su móvil y comienza a teclear. Mientras, yo, alzo la vista al cielo,
inmenso y azul entre las copas de los árboles. No estoy seguro de qué ocurrirá a continuación,
pero sí de que todo está a punto de dar un giro total.
<<Nueva vida, allá voy.>>
Capítulo X

Circulo de regreso a Altavera, hacia ese cielo despejado y listo para la siguiente puesta de sol,
todavía un tanto sensible. Es curioso cómo, hace aproximadamente un par de meses, recorría este
mismo tramo de autovía, con Amalia sentada a mi lado. Ahora las cosas han cambiado. Ella no
me acompaña, sino que permanece en San Lucas, su nuevo hogar. También tiene una nueva
familia. Las cosas son muy distintas para ella. Para mí. Siento que nuestra historia se ha
convertido en paralela, aunque sin duda mi amiga me lleva ventaja. Hace unas semanas di el
salto más grande de mi vida y, todavía, me hallo ciertamente desubicado.
<<Pero, chaval, ya has dado otro paso –me premio, sonriente.>>
Puede que aún haya demasiadas cosas en el aire, pero necesitaba disculparme con Amalia.
Probablemente, ella haya sido la persona que más me necesitara en estos últimos años, la que
más perdida se encontraba. Ni siquiera sigo sin estar seguro de qué le ocurrió, pero sí sé que eso
está a punto de cambiar.
<<Ya nos pondremos tú y yo al día –me dijo, hará unas horas.>>
Fue el final de una conversación que, aunque no sea ningún portento expresando mis
emociones, parece haber dado sus frutos. Supongo que he estado practicando. El caso es que
quería pedirle perdón por no haber sido un buen amigo, por haberla cagado tanto o más que con
Arturo.
—En realidad yo nunca te dejé estar más cerca de lo que lo has estado –repuso ella, con lo
que reconocí estar de acuerdo.
La verdad, creo que a ninguno de los dos se nos da bien verbalizar nuestros sentimientos.
Considero que es una tía muy especial, y me encantaría poder pasar a otro plano a partir de
ahora.
Sin remedio, mi mente evoca ese punto exacto de la conversación en que Álvaro se
convirtió en protagonista. Verla a ella rodeada de personas que la quieren y, sobre todo,
comenzando una bonita historia de amor, me hicieron pensar en él. Sí, yo, Xavi, pensando en el
amor.
—¡No puede ser! ¿Tú? ¿Te has enamorado? –exclamó.
No sé si lo flipó más ella o yo. No ha cambiado nada, todo sigue igual con Álvaro en
realidad. Amalia espera que le cuente la historia cuando nos volvamos a ver, y lo cierto es que
me gustaría poder narrarle otro final.
<<No ha habido ninguno –me digo, decidido.>>
Llevo días especialmente reacio a resignarme. Quizá no hice lo suficiente. Quizá no
estuviera preparado para darlo todo por alguien. Hace nada, ni siquiera podía imaginar lo que era
sentir algo más que una mera atracción sexual. Soy tan novato en eso como en todo lo demás.
Pero, por lo pronto, me centro en tomar la salida correcta de la autovía. Tan ensimismado
estaba que casi la paso. Desciendo hacia la ciudad, atisbando los inicios del atardecer. Antes el
cielo era gris y, ahora, hay calidez y luz. Todo puede cambiar de un momento a otro, ahora lo sé.
Quizás, tras el salto, aún me halle en medio del aire y no haya aterrizado, pero estoy en ello.
Después de haber dormido en un solar, un trastero luce cual mansión. Además, es mío. Pequeño,
cutre y húmedo.
Pero mío.
Cuando hace unas semanas, Arturo, escribió a alguien, dispuesto a aportar una solución a
mi desdicha, no imaginé que se trataría de algo así. Un colega suyo de la facultad alquilaba su
trastero. La idea de meter a vivir a un ser humano en ese espacio no pareció convencerle, pero mi
mejor amigo hizo lo imposible.
—Evidentemente, sólo es algo temporal –le prometió.
Y así sucedió que me mudé a mi pequeño hogar, de unos siete metros cuadrados, donde un
colchón, mis cosas y yo, hacemos lo posible por coexistir de la manera más amable.
—¿En serio no prefieres venir a casa? –me propuso Arturo por enésima vez.
—No. Necesito que esto sea un comienzo de verdad, y no voy a encontrar nada tan barato.
Con que me prestes tu ducha estaré agradecido para toda la eternidad.
Vender definitivamente mi Play, algunos juegos y la pulsera que me regaló Óscar, fue
suficiente para pagar el primer mes. Luego, conseguí pasta para ir tirando, currando de camarero
en tres festivales. Una locura, sí. Antes era el rey en sitios así y, ahora, me limito a servir
cantidades ingentes de alcohol de las que apenas pillo las sobras.
Pero estoy contento.
Y en proceso de encontrar algo serio. Daniela me ayudó a hacerme un currículum en
condiciones. Pese a no saber hacer nada ni poseer prácticamente ningún tipo de certificación, ha
quedado decente gracias al tremendo ingenio de mi amiga para estas cosas.
<<Seguro que, como tarde, en septiembre me llaman de algún lado –me digo,
esperanzado.>>
Alcanzo mi nuevo barrio y, como ya no tengo plaza de aparcamiento, busco un hueco para
mi Fiesta, de cuyo seguro tendré que hacerme cargo en breve y más me vale espabilar. La suerte
me acompaña, de modo que, a la segunda vuelta, una familia con críos y todo, deja libre un
espacio tan amplio que casi estaciono con los ojos cerrados. Pillo en el súper una de esas
ensaladas procesadas y zumo, antes de caminar rumbo a mi flamante nueva guarida. El edificio,
que forma parte de una inmensa comunidad, queda un par de calles más allá. Mientras camino, el
cielo se apaga. Llego a la puerta exterior, y espero a que unos vecinos salgan antes de introducir
el código y acceder al recinto.
—Necesito que seas discreto –me suplicó el colega de Arturo, consciente de que este
chanchullo es de todo menos legal.
No debo llamar demasiado la atención, de manera que me siento todo un 007 en plena
misión en lo que me meto en el portal y, sobre todo, cuando desciendo las escaleras que
conducen al garaje, a los trasteros. No hay moros en la costa, así que, por fin, abro la puerta
metálica y pesada como un elefante.
<<Ya en casita.>>
Enciendo la luz y cierro. Me desprendo de la riñonera, de la ropa y casi hasta de la piel, sin
olvidarme de encender el ventilador. Aquí hace bastante calor. La verdad es que no es ningún
resort. Tropiezo un par de veces con algunas de mis cosas. Antes, en casa, ocurría porque tenía
todo hecho un desastre. Aquí, básicamente, porque no hay forma humana de mantener orden
alguno entre tanto trasto.
Me echo sobre el colchón y, aunque estoy emocionado por mi nueva situación existencial,
se impone sin remedio el lado negativo de todo esto.
—Has pasado mucho tiempo evitando… ¡todo! Es normal que ahora no sepas ni qué hacer.
Date tiempo para acostumbrarte –me animó Arturo.
Y sí. Eso es exactamente lo que espero, que el tiempo aplaque estas ganas de ponerme
hasta el culo, follar como un mandril y cerrar los garitos. Quiero encontrar otra manera de vivir,
y llevo todas estas semanas eludiendo los excesos. Tampoco mi nueva situación económica me
permite muchos. He salido, he bebido y he fumado. Pero todo ello de una forma relativamente
controlada. En cuanto al sexo…
Eso es otra cosa.
Creo que, olvidar a Roberto, no será una tarea fácil. Arturo, de hecho, insistió en que quizá
debiera ir a terapia o algo así, que aquello había sido algo realmente traumático. Lo cierto es que,
para ser sinceros, fue un mal trago de la hostia. Sin embargo, no considero que me haya afectado
tanto. Simplemente, no me apetece volverme loco igual que antes, lo cual aprovecho para llevar
a cabo mi cambio vital. He quedado con un par, sí. Pero ni siquiera he logrado disfrutarlo igual
que antes. Puede parecer que, quizá, el culpable de esto sí sea Roberto. Aunque nada más lejos
de la verdad.
<<Álvaro.>>
Y me meto en Grindr, con la misma finalidad con la que he estado haciéndolo el noventa y
cinco por ciento de las veces desde que ocurrió todo aquello. Álvaro no está disponible en
WhatsApp, para mí al menos. Su foto de perfil desapareció y, los mensajes que le escribí en una
ida de pinza, nunca le llegaron. Cada día que pasa, ahí estoy yo, comprobando si le ha dado por
volver a dejarse caer por el mundillo del vicio.
Pero hoy tampoco ocurre.
Decenas de perfiles y ninguno de ellos es ya interesante para mí. Me escriben, cómo no.
Yo les ignoro. Lanzo el teléfono, de hecho, al otro extremo del colchón –cerca de los pies— y
apoyo la cabeza en la almohada, con los ojos cerrados. Visualizo el rostro de Álvaro, su media
sonrisa y su mirada intensa cuando lo estamos haciendo. Me pongo palote sólo de pensarlo, el
corazón se me acelera. Es curioso cómo, bien pensado, podríamos decir que, conocerle a él, fue
el primer factor que hizo tambalear mi vida tal y como la conocía hasta ahora. La primera grieta
en aquel ritmo frenético y de locura que ha dominado mi misma existencia desde siempre. Lo
que sentí por Álvaro lo logró.
<<Ya nos pondremos tú y yo al día –regresa la voz de Amalia a mi cabeza.>>
Y sonrío.
Lo hago porque, básicamente, fantaseo contándole que todo ha salido bien, que estoy con
Álvaro y acostumbrándome a vivir con el corazón a punto de salírseme por la boca de tanto
amor. Ella estaba hoy tan enamorada… Realmente creo que ver eso ha terminado de rematar la
locura que lleva gestándose en mi interior estas semanas.
—Y si… —murmuro, más acalorado si cabe, sólo de pensarlo.
Enseguida evoco aquel último encuentro nuestro, cuya influencia ha sido capaz de
retenerme para no hacer ninguna tontería, más allá de probar a escribirle. Aunque le convenciera,
¿de qué serviría verle si es en esas condiciones? No puedo dar un paso en falso, no otro. Debería
hacer algo distinto.
<<Eso es.>>
Al fin y al cabo, estoy practicando con esto de expresar mis sentimientos y, sobre todo, de
comprenderlos en primer lugar. En su día, fue evidente que yo no estaba de acuerdo con que
dejáramos de vernos, pero tampoco le solté lo que realmente sentía.
—Ay madre –suspiro, atacado.
Me pongo en pie y comienzo a dar vueltas de un lado para otro del colchón, apretándome
las sienes, a punto de estallar. Hay una vocecilla en mi cabeza que insiste en que es una mala
idea, pero, la otra, me invita a ignorarla y a hacer una locura. Intento calmarme y sopesarlo con
tranquilidad.
Pero es demasiado tarde.
A estas alturas no existe calma a la que aferrarme. Estoy bloqueado y hay algo extraño, una
sensación muy profunda que me lleva a creer que todo saldrá bien. Álvaro siente lo mismo, de
eso estoy seguro. No podrá resistirse cuando le suelte la bomba.
Ya no hay retorno.
Con el pulso acelerado y una sonrisa que no me cabe en la cara, me visto a toda prisa.

Son pocas las veces que, a lo largo de mi corta existencia, he hecho lo que realmente me pedían
las tripas. Para ello supongo que, en primer lugar, uno a de plantearse qué coño quiere o deja de
querer. Estoy más seguro que nunca de que no sé quién soy, ni qué quiero o necesito.
Pero sí de esto.
Aquí no hay dudas. No hay errores posibles, tampoco confusión alguna. Me lo indica cada
célula de mi cuerpo, agitado mientras recorro la misma calle que, un día, se me antojo un infame
laberinto del que escapar. Me siento el prota de una ridícula peli romántica y, si no corro, es sólo
por mantener un mínimo de decoro.
<<Ya casi estoy.>>
Jadeante, y más emocionado que en medio de un concierto de Marea, alcanzo el portal de
Álvaro, coincidiendo con el inicio de una noche que espero sea memorable. No tengo la menor
idea de cuál es el piso en el que vive, de manera que no hay forma alguna de contactar con él.
Intento recordarlo, exprimirme los sesos y nada. Supongo que nunca he venido lo bastante
sobrio.
Pero eso no va a frenarme.
Esperaré a que aparezca algún vecino y subiré pisos hasta reconocer su puerta. Dormiré en
el rellano, si hace falta.
—Esto va a salir bien –me prometo—. Vaya que sí.
Decido sentarme en un bordillo, situado en la acera de enfrente, y que pertenece a un local
chapado. Recorro con la vista el edificio, oscuro más arriba del resplandor de las farolas. Las
ventanas no son más que rectángulos de luz en dirección al cielo. Me pregunto si, las de Álvaro,
darán a la calle. Nunca me asomé a ninguna y desconozco la respuesta. Fantaseo con que, tal
vez, se asome a fumarse un porro y me vea aquí.
Todo mi cuerpo se activa sólo de pensarlo.
Entonces pronunciará mi nombre, se meterá para adentro y, en un par de minutos, las luces
del portal se encenderán, él abrirá la puerta para venir a buscarme. Los dos iremos el uno hacia el
otro…
Salivo de imaginar mi boca y la suya, juntas otra vez.
Pero, volviendo a la realidad, lo único que veo ahora en el cristal del portal es mi reflejo,
sentado en este bordillo, con cara de crío pillado hasta las trancas. La escena me divierte. Me
resulta imposible reconocerme y, sin embargo, sí, soy yo. Quizá más yo que nunca. Se me ha ido
la putísima pinza.
Un sonido sumamente desagradable me devuelve al Planeta Tierra, un sonido que me
recuerda al ser más cruel del mundo.
<<No es ella –confirmo, aliviado.>>
Habría sido del todo absurdo que mi madre apareciera de repente. Sólo se trata de una tía
con tacones, aproximándose hacia aquí por la acera de enfrente. La miro más de lo debido
porque, aunque no me van los coños, tiene un tipazo y una melena rubia muy llamativa. No
quiero intimidarla, de modo que me obligo a apartar la vista y, ella, acaba deteniéndose frente al
portal. Algo se agita en mi interior. Esta podría ser mi oportunidad. Quizá la mate de un susto,
pero necesito entrar. Si esa puerta se abre, pienso lanzarme como un loco y colarme por fin.
Me impaciento, entusiasmado, pero la rubia se limita a sacar el móvil de su bolso. Los
golpeteos de sus uñas postizas contra la pantalla del teléfono indican que debe estar escribiendo a
alguien. Quizá sólo esté esperando, aunque, quien quiera que baje a encontrarse con ella, saldrá
por esa misma puerta y me servirá de todos modos.
La tía espera, yo espero.
Los minutos pasan y, lo único que sucede, es que debe haber recibido una nota de voz,
puesto que se aleja unos cuantos pasos, con el móvil pegado a la oreja y sin pronunciar palabra.
No hay nadie más por aquí ni ningún coche recorriendo la calle, de modo que casi oigo a su
interlocutor y aguzo el oído, simplemente por puro aburrimiento.
Estoy esforzándome en ello cuando, la luz del portal, ilumina el interior. Donde antes
estaba mi reflejo, aparece una silueta inconfundible y que avanza hasta la puerta. Una potente
sensación me sacude. En cuanto intento levantarme, noto el temblor de mis piernas.
—Álvaro –murmuro, en tono inaudible.
Finalmente, la abre. Su expresión es de… ¿terror? Los ojos desorbitados, la boca
entreabierta. Casi parece que se hubiera topado frente a frente con su peor pesadilla. Me contagio
enseguida y el miedo paraliza mis músculos. Me quedo clavado al suelo durante unos segundos
que experimento como infinitos.
—¡Álvaro! –exclama, una voz estridente y femenina.
<<La rubia de uñas largas.>>
Me había olvidado totalmente de ella. Quizá simplemente hubiera dejado de existir.
Pero no.
Acaba de pronunciar el que a estas alturas se ha convertido en mi nombre favorito en el
mundo entero. Éste, Álvaro, se vuelve hacia ella, más aterrado si cabe. La chica da unos cuantos
pasos, hasta alcanzarle y…
El mundo se viene abajo.
O al menos el mío. Lo hace en forma de beso, un beso que nada tiene que ver con el que yo
había imaginado, y donde mis labios no cuentan con participación alguna.
—¿Qué pasa? –quiere saber ella, confusa supongo, al no descifrar la extraña expresión del
tío que se me metió con calzador en la cabeza hace ya dos meses.
La mirada de Álvaro vuelve a conectar con la mía, la tía simplemente sigue la dirección.
De nuevo el tiempo se detiene y los segundos se convierten en horas. La tensión parece estar a
punto de transformarse en una tormenta, de arrasar con todo.
—¿Le conoces? –pregunta uñas largas.
Álvaro abre la boca, pero no logra articular palabra.
—Lo siento –logro decir yo, con voz quebrada…
Antes de salir corriendo.
Me alejo de esta mierda con tanto ímpetu que estoy a punto de tropezar a la cuarta zancada.
Noto las lágrimas acariciando mi piel y un dolor tan agudo y desagradable que me resulta difícil
de explicar. Continúo, sin mirar atrás, doblando la esquina, prosiguiendo mi carrera calle abajo.
Mis pasos me llevan hasta la misma boca de metro a través de la que escapé de aquí aquella
primera vez. Bajo las escaleras y, adentro, me detengo en seco, me siento en el primer banco que
encuentro.
—Gilipollas –me grito, en voz bien alta—. ¡Gilipollas, gilipollas!
No puedo creerlo. Sencillamente no puede ser real. Creo que está a punto de darme algo.
Ahora mismo no sé si me aborrezco más por sentir el dolor que siento o por haber sido tan
sumamente imbécil y patán. Decidí hacerles caso a mis tripas y, aunque claro está que no era más
que una fantasía, una enajenación, realmente sentía que esto iba a salirme bien. Al fin y al cabo,
estoy comenzando a hacer las cosas de forma distinta, ¿no?
Y puede que no sea para mí.
O como mínimo no lo es esta noche. En estos momentos sólo puedo pensar en pillar
cerveza y fumarme un buen canuto. Quizás pase por La Galería. Sí, eso es. Quizá, incluso, me
busque un polvete para esta noche. ¿Por qué no? Lo he intentado. De veras que lo he intentado.
Me doy cuenta que todo esto no ha sido más que una ilusión. Sigo parado, viviendo en un
trastero, que más que tal cosa parece un horno y…
El amor no es para mí.
Me levanto de un salto, todo yo decisión. Vuelvo al exterior y choco con un par de
chavales.
—¿De qué vas tío? –me increpa uno de ellos.
—Qué te follen, pringao –rujo.
Continuo con lo mío y detecto un paquistaní, justo lo que necesito. Voy hacia allí y, en el
pequeño habitáculo repleto de estanterías y diversos productos, encuentro las neveras, me hago
con dos litros de cerveza. Le dejo cinco euros al tío con tal de no esperar a que me devuelva el
cambio. Salgo de nuevo y localizo el banco más cercano. Podrían multarme por beber aquí.
<<Me la pela.>>
Dispuesto a darles más motivos para hacerlo, procedo a liarme un porro bien verde.
Empieza mi noche, y va a ser por todo lo alto. Lo tengo ya, listo y sujeto entre mis labios.
—¿Qué…?
Mi móvil suena. Llamada entrante. Me niego a reaccionar. Puede que sea Álvaro. Puede
que se haya dado cuenta de que está cometiendo un error, que no le gustan las tías y que está
loco por mí. Dudo, unos momentos.
<<Paso.>>
Busco mi mechero en el bolsillo para encender el canuto, pero el teléfono sigue sonando y
cada toque me vuelve más y más loco. Me hago consciente de que, quiera o no, soy incapaz de
ignorar esa llamada. Pillo el móvil y, con el corazón a mil, compruebo que se trata de un número
desconocido. No es habitual que me suceda algo así, menos a estas horas. Álvaro parece haber
cambiado de teléfono, así que…
<<Es él –me digo, tragando saliva.>>
Con mano temblorosa, deslizo en la pantalla para aceptar la llamada y presiono el aparato
contra mi oreja.
—¿Sí? –contesto, esforzándome porque mi respuesta suene firme.
Se produce un silencio. Estoy a punto de colgar, tremendamente decepcionado.
—Hola, Javi.
Aparto el teléfono y lo miro como si fuese un fantasma. Quizá el aparato no lo sea, pero sí
el propietario de esa voz, resucitada directamente de mi pasado.
Lentamente, vuelvo a colocarlo en mi oído.
—¿Papá?
Segunda parte
Capítulo XI

La calidez del sol, las voces de los niños y el tráfico, lejano, se entremezclan con ecos de aquella
noche. El golpeteo de unos tacones, la tormenta en mi cabeza y esa voz venida del pasado.
<<¿Papá?>>
Se viene un recuerdo, dormido durante tantos años. Esa escena, la oscuridad y el viento,
despiadado e implacable, amenazando con echar las mismas paredes abajo.
—¡Eres un monstruo! –grita mamá, desgarrada.
Se cierra una puerta. Silencio. Pasos amortiguados, que vienen directos hacia mí…
Y realidad.
Mi respiración agitada, lentamente, vuelve a su estado normal. Un chucho, pequeño y de
largas orejas, aparece de improviso y me lame la mano. Me sobresalto un tanto, y él no se
inmuta. Su amo, que camina más allá, en la zona de césped, se aproxima. Sus silbidos no atraen a
la pequeña criatura.
—¡Miley, ven aquí! –exclama, cerca de nosotros. La perra obedece, resignada, y se reúne
con éste, cuya mirada establece contacto con la mía—. Perdona.
Sonríe. Una sonrisa muy bonita. No es la primera que la veo. Vengo mucho por aquí
últimamente, y hemos coincidido ya en alguna ocasión. Nunca habíamos hablado. Solamente
intercambiado alguna que otra mirada. Creo que el chaval quiere tema, y está bastante apañado.
<<Si te hubiera pillado hace unos meses…>>
Le digo que no pasa nada. Él permanece unos instantes ahí clavado, esperando quizá algo.
Se viene una última sonrisa, probablemente de resignación. Se marcha y yo no hago nada por
impedirlo. Básicamente, me limito a enterrar el rostro entre las manos, confuso. Me había
quedado medio dormido, sentado aquí en este banco. No nos engañemos, tengo experiencia en
esto de la indigencia. He vuelto a tener esa especie de sueño, o puede que sensación. Es
complicado de explicar. Se trata de un recuerdo, creo. Lo que sí sé, es que se remonta a un día
concreto y específico.
El día en que mi padre se fue.
No soy capaz de escarbar más profundo, de modo que intento salir del bucle. Echo un
vistazo a la hora, en la pantalla del móvil, pese a estar seguro de que todavía no es el momento
de mover el culo. Vuelvo a acomodarme, con los brazos cruzados para protegerme del frío. Las
cosas han cambiado. Vaya que sí. Me acuerdo de mis lemas, de mi protocolo. Habría que
actualizarlo.
Imagino cómo podría ser:
Cuando vas demasiado sobrio, acabas de terminar una jornada laboral más, y te ves
tirado a las cuatro de la tarde en un banco, congelado y duro, tienes dos opciones: largarte a
casa o morirte aquí mismo.
Yo soy más de la segunda.
Es entonces cuando no te queda otra que rendirte a los pequeños placeres.
¿Procedimiento? Resignación, lo de siempre. Apoyas la espalda contra el respaldo de madera,
te zampas tu bocadillo al sol…
Y poco más.
<<Para lo que has quedado –se mofa cierta vocecilla en mi cabeza.>>
Suspiro hondamente, mientras desenvuelvo el bocata. ¿Qué hago si no? Así es el limbo en
el que vivo, extraño y pesado. Una prisión donde no existe un punto de retorno, pero tampoco
nada apasionante en el horizonte.
—En serio, Xavi. Acostumbrarse a la vida de los mortales lleva su tiempo –bromearía
Arturo, mi queridísimo mejor amigo.
—¿Y si yo no soy ningún mortal? –respondo yo, aquí y ahora.
La verdad es que no tengo la menor idea de qué soy o dejo de ser. Los últimos meses han
sido… raros. Inicié un nuevo camino que, por más que me esfuerce en negar, no tengo la menor
idea de cómo seguir. Sería mucho más fácil regresar atrás, continuar siendo quien creía ser y…
Ya no soy.
Y lo he intentado. De veras que sí. Empezando por aquella noche, en que mis esperanzas
murieron a manos de una despampanante rubia de peligrosas zarpas. Quizá podría haberme
puesto hasta el culo y, en fin, haber vuelto. Estaba tan cerca. Es alucinante cómo una simple
llamada puede alterar el curso de los acontecimientos. La cosa es que, a fin de cuentas, no pudo
ser, y tampoco después. He desarrollado un fuerte y extrañísimo rechazo a la sensación de no
tenerme en pie, y, ¡atención!, a los polvos precipitados con desconocidos. Lo ocurrido con
Roberto marcó un antes y un después definitivo e inquebrantable. Esto, claro, en un primer
momento, me pareció toda una ventaja, una facilidad para transformar mi existencia en algo
nuevo, superior. El problema viene cuando no sabes cómo hacer tal cosa y, bueno, te atrapa el
limbo.
Supongo que, para ser justos, estoy siendo demasiado negativo. Tampoco me encuentro tan
mal, sólo que los momentos de crisis, como ahora, son cada vez más intensos. Siento que
necesito más, y sólo hay una dirección a seguir que me hace sentir realmente vivo, aunque
termine siendo otro callejón sin salida.
<<Pero es mi callejón sin salida favorito.>>
Compruebo de nuevo la hora, expectante. Comienzo a sentirme ansioso, cual yonqui sin su
dosis. Me entretengo con el móvil, pero ni Instagram ni YouTube son lo suficientemente
estimulantes. Me lío un porrito, poco cargado. Este hábito sí lo conservo, aunque fumo sólo de
cuando en cuando, y no hay nada de malo en ello, ¿no? Pese a que, las madres que pasan junto a
sus peques, dirección a los columpios que hay al otro extremo de este parque, no muestren
contento alguno en sus miradas. Sólo unas caladas y seguro que logro descansar un rato la mente,
hoy demasiado agitada. Quizá hasta me olvide del frío, que, lentamente, se me mete en los
huesos. Escribo a Arturo para llamar su atención, pero no se cuenta nada. Tercera ocasión en que
echo un vistazo a la hora y, ¿por qué no?
Iré yendo hacia allá.
Me pongo en pie, meto los chismes en la riñonera y tiro la colilla y el envoltorio del
bocadillo a la papelera. A continuación, tomo la bici, apoyada en el suelo, y monto. La misma
bici que supone mi medio de trabajo cada día, y que normalmente uso para patearme la ciudad y
repartir pedidos. Trabajar en Globo no está mal. Tampoco es cumplir un sueño, vale. Pero
supone una forma de ganarme la vida y, también, de haber dejado atrás aquel agónico trastero.
Pedaleo con ímpetu, pese a mis músculos cargados. Es lo que tiene la motivación, que
mueve montañas. Siento algo que me recorre de arriba a abajo, que me llena del mismo modo
que, antaño, lo hacían ciertos hábitos. Circulo según me parece, entre el carril bici y la carretera.
El sitio de destino está cerquita, y de hecho estaré allí en nada. Esa sensación, ese fogonazo, se
van intensificando en mi interior, extendiéndose por todos y cada uno de los rincones. Bebo de
ello y me dejo volar, alto, pese a ser buen conocedor de la dureza de cada caída.
<<¡Justo a tiempo! –me jacto, nada más llego y echo un vistazo al panel, que indica son las
cuatro y veinte de la tarde.>>
Atravieso a pie las ajetreadas puertas del centro comercial, me sumerjo en la multitud.
Abrirme paso, mientras tiro de la bici, resulta hoy relativamente fácil. De normal, a estas horas
no solía estar tan abarrotado, pero desde que comenzó la campaña de Navidad es un caos de
luces, villancicos y gentío. Me dirijo al fondo, donde se abre una galería acristalada, por la cual
se filtra el sol y simula ser la calle. El suelo, adoquinado, imita a aquel que predomina en el
casco antiguo, mientras los restaurantes quedan a ambos lados, adosados los unos a los otros y
antecedidos de numerosas mesas y sillas, que hacen las veces de terrazas. En medio, se suceden
unos cuantos rectángulos repletos de vegetación, rodeados de bancos que sirven como asientos.
Me detengo en el mismo de siempre, que no queda demasiado retirado, pero tampoco lo bastante
cerca. Es el punto preciso para ver y…
No ser visto.
Mi mirada se dirige a la puerta del VIPS, a intervalos socavada por transeúntes que se
interponen. El fogonazo se hace más fuerte, y a él se le unen los latidos de mi corazón.
<<Vamos, vamos –me impaciento.>>
De forma casi sobrenatural, mi plegaria surte efecto. Álvaro, vestido de calle, abandona el
establecimiento.
Fue pura casualidad que le viera por aquí, una tarde cualquiera en que viene a comprar
algunas cosas al centro comercial. Es curioso que, precisamente su ejemplo, me llevara a currar
en Globo, justo cuando él va y cambia de trabajo.
Tras una larga jornada, se detiene un instante y echa un vistazo al móvil. Aprovecho para
adivinar cada una de las líneas de su rostro, que por desgracia queda demasiado lejos, en lo que
él acaba, se despide de una compañera que atendía la terraza…
—Mierda.
Siempre se marcha en la dirección opuesta. ¿Por qué viene hacia acá? Me pregunto si, tal
vez, me ha pillado en esta ocasión, si viene a buscarme para pedirme explicaciones. La idea me
horroriza y me apasiona al mismo tiempo. De todos modos, por si acaso, deslizo mi culo en el
banco resbaladizo y arrastro sutilmente la bici, con la intención de alejarme de su trayectoria. Se
acerca más y más y me obligo a apartar la vista. A estas alturas, estoy seguro de que no tiene la
menor idea de que estoy aquí. Pasa muy cerca de mí y sigue su paso, dejando tras de sí un aroma
que, ni el hedor a fritanga ni los de las decenas de personas que hay a nuestro alrededor,
consiguen barrer. Mis hormonas, o qué se yo, se disparan, se agitan y se retuercen. Hacía mucho
que no estábamos tan cerca el uno del otro.
<<Y él ni siquiera se ha dado cuenta.>>
Observo cómo se aleja y, antes de doblar la esquina, una odiosa y molesta familia se
interpone, robándome unas cuantas y valiosas milésimas de segundo. El fogonazo arrecia, pero
en un modo invertido. Ya no hay calor, sólo frío. Es el mismo de siempre, algo familiar,
intensificado en esta ocasión dada la cercanía que se ha dado.
Misión cumplida. ¡Yuju…!
Oigo, cómo no, la voz de mi Pepito Grillo particular, sermoneándome por autoflagelarme
de manera tan gratuita. En realidad, ni siquiera sabe de este hábito mío. Arturo no me entendería.
Él es demasiado… racional. Es curioso que, antes, su incredulidad se activaba frente a un
auténtico fucker, mientras que, ahora, lo haría por un loco enamorado del coño.
Me obligo a menearme, a escapar de aquí y regresar al limbo. Amalia vendrá esta tarde a
casa y me gustaría relajarme un rato. Lo hago y, toda la prisa que me di para llegar hasta aquí,
desaparece y casi me dejo arrastrar por la marea de personas, dirección opuesta a la que ha
tomado Álvaro.
<<Tal vez si me dejara crecer el pelo, me lo tintara de rubio y me pusiera uñas postizas... –
reflexiono con desgana.>>
Pero qué va. Seguiría sin tener coño.

Que esta transición esté resultando más difícil de lo que esperaba, no quiere decir que, pese
a ello, no exista un lado bueno. Llegar a casa, o sea a un espacio propio, en este caso bastante
más amplio que un trastero, resulta casi mágico.
Atravieso el salón…
<<¡Mi salón!>>
… y abro las puertas correderas del balcón, donde dejo la bicicleta un día más. Vuelvo
adentro, congelado. Echo un vistazo alrededor, todavía incrédulo porque todo esto constituya mi
propia guarida. Un poco desordenada, vale. Sin duda me va a tocar adecentarlo un poco antes de
que llegue Amalia. No es que me importe que las visitas se escandalicen, la verdad. Si en este
caso es distinto, es sólo porque…
Ella es la casera.
Sí, Amalia, todo su ser benevolencia, accedió a alquilarme el piso. Al fin y al cabo, dejó de
vivir aquí cuando se fue a San Lucas, y estaba cerrado a cal y canto. Mi amiga no tenía pensado
hacerlo, y de hecho la cifra es bastante simbólica, pero es mejor que nada. Tampoco es que le
diera mucha tregua en realidad. Lo cierto es que estaba un tanto reticente, y tengo claro que hoy
piensa aprovechar para echar un vistazo. Probablemente tema que monte orgías, fiestas y hasta
rituales satánicos aquí.
<<Pero he cambiado –me recuerdo, no sé si conforme o no.>>
Tuve que darle mi toque a estas cuatro paredes, eso sí. Amalia tenía un estilo un tanto…
extraño. Supongo que es lo más acorde a su personalidad. La casa estaba repleta de figuras rollo
africano y a mí me daba la sensación de ser un museo. Digamos que estoy buscando mi propio
estilo, así que me he limitado a sustituir ese rollo con unos cuantos pósteres de mis grupos
favoritos y alguna figurita friqui. Reconozco que he convertido este piso en la perfecta extensión
de la habitación de un adolescente. Pero, de momento, es lo que hay.
Sin perder un sólo segundo, me acuesto en el sofá y me estiro como un animal. Paso el rato
mirando mierdas en el móvil hasta que, sin remedio, me obligo a mover el culo y poner un
poquito de orden. Básicamente, traslado objetos a la habitación, donde espero Amalia no entre
para nada. A continuación, me doy una buena ducha de agua caliente. Vuelvo al salón,
recompuesto, y enciendo la luz porque afuera acaba de anochecer. Me digo que, Amalia, debe
estar al caer y, ¡sorpresa!, el timbre suena. Mientras espero a que suba, hago un último repaso
visual para comprobar que todo está en orden. Detecto el rollo de papel higiénico en la mesa baja
que hay frente al sofá, el cual se me había pasado por alto y puede resultar bastante revelador en
lo que se refiere a mi nuevo estado tipo soltero revenido.
Acabo de cogerlo cuando la puerta, entreabierta, chirría levemente y Amalia accede a mi…
a su casa.
—¿Qué tal? –la saludo, demasiado efusivo.
Hay sospecha en su mirada, pero afortunadamente la aparta de mí y procede al esperado
escáner visual. Aprovecho la tesitura para meterme en el baño y poner a salvo el rollo.
—Siéntete como en casa –me mofo, de regreso al salón.
—Muy gracioso –responde Amalia, que ya estaba desprendiéndose del bolso y sentándose
en el único sillón individual.
Yo la acompaño desde el sofá, la miro con disimulo y me sorprendo de su cambio.
Verdaderamente los dos hemos evolucionado mucho en los últimos meses. El suyo es evidente,
incluso, en su aspecto. Se ha dejado el pelo crecer, despojado de ese aspecto tan pulcro y
perfecto anterior. También, su expresión, parece haberse suavizado.
—¿Cómo sigues con tu reinserción? –arremete, directa al grano.
Por supuesto se refiere al giro de trescientos sesenta grados que ha sufrido mi vida. Le
cuento que, bueno, todo está en orden, todo va bien. Supongo que no resulto muy convincente, y
ella alza automáticamente sus cejas.
—Creo que hay más –adivina.
Me quedo pillado y mi mente, perspicaz, idea una solución para salir del paso.
—¡Oh! Ni siquiera te he ofrecido nada de beber –alego, levantándome del sitio—. Ya
sabes, soy novato en esto de tener casa, recibir visitas y todo eso.
Voy al frigo y pillo Coca—Cola para mí, Nestea para ella. Suele beber té, y es lo que más
se le parece.
—Sigues yendo a verle, ¿verdad? –suelta, nada más regreso.
Resoplo dramáticamente y maldigo mi evidente transparencia. ¿Por qué todo el maldito
mundo parece tener el superpoder de leer mis pensamientos? Creía que sólo se trataba de Arturo,
pero dejó de ser el único. ¿Tan predecible soy? Me arranco, eso sí. Para que nos vamos a
engañar, Álvaro supone mi tema de conversación favorito y, si no pensaba mencionarlo, ha sido
sólo porque temo que me regañe, que cuestione mis hábitos de acosador consolidado. Recuerdo
que, incluso, estuve comiéndole la oreja a uno de los pocos tíos con los que me he acostado en
este tiempo.
Amalia ya estaba puesta al día. Sin embargo, me ando por las ramas.
—Lo peor es saber que esa persona está loca por ti, igual que tú por ella… y que, de todas
formas, sea imposible –reflexiono, perdido en las sensaciones que me suscitan mis propias
palabras.
—Lo sé –coincide ella, que entiende muy bien a qué me refiero.
Sigo dándole la chapa y aguanta como una valiente hasta que me he quedado bien a gusto.
—¿No vas a decirme que eso está muy mal, que no debería hacerlo y que bla, bla, bla…? –
me anticipo al ataque, refiriéndome a mis incursiones al centro comercial, nervioso porque
todavía no haya recibido reproche alguno.
—¿Acaso necesitas que lo haga? –contesta, con toda tranquilidad.
—Es lo que esperaba. Otros lo habrían hecho –aclaro.
—¿Qué más te da a ti eso? Si crees que está bien, hazlo .—Se encoge de hombros—. Pero,
si tanto te preocupa que los demás no lo aprueben, lo mismo es porque, en el fondo, tampoco tú
lo haces.
—Eh… —balbuceo, en medio de un cortocircuito.
—Xavi, ¿me das permiso para decirte lo que pienso? –me pide.
Casi trago saliva. Creo que, aunque ella no lo sabe, o no al menos en qué grado es así, es
una tía muy lista. Confío en que, sus conclusiones, puedan ser bastante acertadas, y justo por eso
me cago encima.
—Tengo miedo, pero adelante –respondo.
Mi amiga se echa a reír, mientras alcanza su paquete de tabaco y enciende ya un segundo
cigarrillo.
—Hace nada vivías de una manera muy diferente –empieza—. Necesitabas estar haciendo
cosas continuamente, divirtiéndote y pasándolo en grande. Ahora todo es distinto. Estás
acostumbrándote a vivir sin grandes dosis de eso, y necesitas compensarlo de alguna manera .—
Se interrumpe para dar una honda calada al cigarro—. No sé si me explico.
<<Álvaro –pienso, con bastante acierto, creo.>>
—Ni se me pasaría por la cabeza sugerir que lo que sientes por él no es real –prosigue—,
pero creo que, en este momento de tu vida, la necesidad de contar con algo que te haga llenar tu
vacío es más fuerte que tus sentimientos. Y sí, desde luego que pienso que, lo mejor para ti, sería
dejar de verle. Darte un tiempo, y la oportunidad de descubrir que hay vida más allá.
—Créeme, me cuesta la simple idea de pensar en abrir la puerta a nadie más –intervengo,
un tanto tajante.
—No hablaba de otras personas, que también. Darte la oportunidad de ver mundo, de
encontrarte.
Las palabras de Amalia han acertado, directas adentro del pecho. Noto las tripas
revolviéndoseme frente a la idea de tomar la decisión, de dejar estar lo de Álvaro, de pasar
página. Probablemente tenga razón, probablemente también lo haya convertido en un
entretenimiento para distraerme, para evitarme sentir que todo lo demás es una puta mierda.
Mi mirada se había perdido en la nada, absorto en mis pensamientos, y es la voz de Amalia
la que me guía de regreso, pronunciando mi nombre.
—… eres mucho más inteligente de lo que crees. Si no fuera así, no habrías dado
semejante paso al frente, ni serías consciente de que necesitas conectar mejor contigo mismo.
Empieza una fase de descubrimiento. Disfruta del puñetero proceso, y fluye un poco. Las
respuestas irán llegando.
El mensaje acaba de removerme un tanto y, con tal de evitar el contacto visual, me pongo a
liarme un cigarrillo.
—Es que esto es… tan complicado –expreso, tras unos instantes de silencio—. De repente
estoy aquí plantado, sin saber quién soy ni qué se supone que quiero. Si me hubieras preguntado
hace unos meses, antes de todo esto, te habría dicho que, simplemente, soy alguien que está
dispuesto sacarle el mayor partido a la vida, a divertirme y a disfrutar.
>>Pero, sin saber ni cómo, me di cuenta de que nada de eso era real, que lo único que
hacía era huir de todo. Y eso es bueno, lo sé. Pero, ¿qué hay debajo entonces? No soy bueno
explicando esto, no sé si me sigues…
—Perfectamente –asegura—, de ahí todo lo que te he dicho. Xavi, evitas el contacto con el
sufrimiento… y es una mierda, qué te voy a decir yo. Pero también es natural, una parte más de
la vida, que no siempre podemos esquivar. No te cierres, ni le tengas tanto miedo.
>>Acabará saliendo bien, ya lo verás.
Reflexiono al respecto, aprovechando que ella se dispone a llamar al chino. Y sí, creo que
es exactamente eso lo que ocurre. También que, cuando esté a solas, voy a tener que darle unas
cuantas vueltas. Amalia es la caña, una tía superlista y analítica, que de hecho sabe bien de lo que
habla. Nunca he estado en ninguna terapia psicológica, aunque intuyo que esto debe parecerse
bastante.
<<¡Joder!>>
Acabo de llevarme el premio al peor amigo del año. Estaba tan ensimismado que ni
siquiera recordé el motivo por el que Amalia venía hoy a la ciudad.
—¿Qué tal tú en el psicólogo? –le pregunto, mejor tarde que nunca.
La pobre tenía hoy la primera cita de su terapia, y yo me he limitado a calentarle la cabeza.
Aunque no vaya a reconocerlo, su cara de cansancio es inequívoca. Charlamos sobre ello, me
cuenta e indago de inmediato. Es mi turno para dar un poquito en la llaga, sobre cierto tema que
últimamente esquiva de forma sospechosa. Supongo que debería relativizar un poco más. Cada
uno tiene lo suyo, y no es fácil para nadie.
El repartidor aparece y cenamos como Dios manda. La conversación ha virado a terrenos
más banales y estoy muy a gusto, pero nada más acabamos de comer y se fuma otro cigarro, dice
tener que marcharse. Creo que mi cara es un poema, así que me invita a visitarla otro día, en San
Lucas. Lo cierto es que nuestra amistad sí que ha pasado a otro nivel desde que nos abrimos el
uno con el otro.
Finalmente se larga, me quedo a solas y hay demasiado silencio. Me pongo el chaquetón y
salgo al balcón, donde los sonidos de la ciudad me acompañan. Pienso en todas esas cosas que ha
dicho Amalia. Quizá sea cierto. Creo que, pese a haber dado un enorme paso al frente, estoy un
poco estancado y debo dar alguno más, descubrir hacia dónde voy a ir y…
Fluir.
—Y tú ya no entras en esos planes –digo a la nada, que a veces se disfraza de Álvaro.
Va a ser difícil dejarle definitivamente atrás, reprimir las ganas de plantarme en el centro
comercial y volver a verle. Pero es un comienzo, y sé que debo hacerlo, aunque haya estado
intentando no pensar en ello. A partir de mañana, Álvaro se ha acabado.
Me lío un porrito y, mientras me lo fumo, pienso en la vida, en mi futuro lleno de
posibilidades y en si la persona que más me ha movido se acordará de mí, aunque sólo sea de
cuando en cuando.
Capítulo XII

El tiempo se sucede a toda velocidad. Oficialmente, ya es Navidad. Resulta extraño que, este
año, pese a estar lejos de mi familia, he sentido más el espíritu que ningún otro. Supongo que ahí
radica precisamente la cuestión. En realidad, vivía en una casa rodeado de desconocidos. Sólo
Mateo constituía un lugar cálido, y en ese sentido todo sigue igual. Digamos que mamá no es
muy dada a las festividades y, si había aunque fuera un árbol de Navidad en casa, era única y
exclusivamente porque a mi hermano y a mí nos hacía ilusión montarlo juntos.
—Me gusta que sigamos pudiendo hacer esto –aseguró, feliz, cuando nos pusimos a ello,
en mi propio piso en esta ocasión.
—A mí me gusta que estés aquí –le respondí yo—. Esta también es tu casa, mocoso.
Contra todo pronóstico, mi querida madre ha mostrado un mínimo de benevolencia
permitiendo que Mateo y yo nos veamos. Creía que tal acontecimiento iba a darse de incógnito
de ahora en adelante, así que es un gran alivio.
Por lo demás, Arturo ha estado muy pendiente de mí, y eso se agradece. Hasta Daniela se
muestra mucho más cercana desde que me convertí en persona, escribiéndome para ofrecerme
planes. Pero, mención especial a Amalia, aunque también a Kiah y Kibo, siendo la primera la
mejor amiga de ella y, el pequeño, el hijo de ésta. Son la nueva familia de Amalia, una familia
creada de la nada y mucho más fuerte que muchas otras que conozco. No dudaron en hacerme un
hueco, e, incluso, invitarme a pasar la Nochebuena juntos. También, esta noche, la noche de Fin
de Año, para ser exactos, vamos a reunirnos después de la cena para quemar un poco la ciudad.
—En serio, Xavi, coge tu puñetero coche y ven a cenar –insistió Amalia, cuando me llamó
al mediodía.
—No, tía. Os veo aquí, de verdad –me negué en rotundo.
Estoy un poco cansado. Las fiestas están yendo muy guay, pero han significado bastante
curro, dada la demanda de pedidos a domicilio tan brutal que se da en la época. Me apetece
descansar un poco, y mi plan de Netflix y mantita en el sofá resulta insuperable. Las series han
sido todo un entretenimiento que, mis hábitos pretéritos, no me dejaban disfrutar demasiado,
puesto que no paraba un minuto quieto. Concretamente, Stranger things me tiene loco. Estoy a
nada de terminar el penúltimo capítulo cuando…
—Me cago en la puta.
Mi móvil vibra. Pese a que lo hace continuamente, decido comprobar de qué se trata, a
riesgo sobre todo de que haya algún cambio de plan a última hora o qué se yo, por parte de
Amalia. Estiro el brazo con desgana. Porque sí, hoy tengo pereza hasta para eso. Desbloqueo la
pantalla y no.
No se trata de ella.
<<Papá.>>
Leo el WhatsApp, en el que meramente me desea que pase una extraordinaria noche y me
felicita el año por adelantado. Nada y todo, al mismo tiempo. Supongo que, tras unos veinte años
sin saber de él, cualquier contacto, por estúpido que sea, me sacude como un huracán. Me
incorporo dispuesto a responder y la manta resbala por mis hombros. Permanezco unos instantes
un poco pillado, nervioso. No estoy seguro de qué escribirle, ni quiero cagarla. Siento que, si lo
hago, puede volver a desaparecer, quizá para siempre. Tal vez suene ridículo, pero no puedo
evitarlo.
—Feliz Año a ti también!! Espero verte pronto. Un abrazo –recito mientras mis dedos
teclean. Lo envío por fin y, tras releerlo unas diez veces, añado algunos emoticonos simpáticos.
Bloqueo la pantalla y coloco el móvil sobre la mesa. De repente necesito una pausa con
Stranger things. Más bien, un porrito y unos momentos de reflexión. Así que, decidido, voy por
el chaquetón, recupero la manta para envolverme en ella y, cual esquimal, salgo al balcón. La luz
del último día del año está a punto de desvanecerse para dar paso a la noche. Pienso en ello unos
instantes, pero mi padre vuelve a interponerse.
—Te veré pronto, lo prometo –aseguró la última vez.
Fue en octubre, aunque todavía no se ha producido tal encuentro. Me pregunto si le caí
bien, si era lo que esperaba encontrar. ¿En mi caso? Apenas tenía expectativas al respecto. Ya no
soy un niño. Está claro, no íbamos a echar la siesta juntos, ni iba a alzarme en sus brazos como
solía ocurrir, sobre todo porque le saco media cabeza.
La verdad es que fue un tanto extraño. Para empezar, mi padre decidió que era una mejor
idea vernos en El Cabo, una pequeña ciudad costera que pertenece a la provincia, y que se
encuentra aproximadamente a una hora de distancia de Altavera. Quedamos frente al auditorio y,
tal y como ocurrió en aquel sueño, busqué su cara con ansiedad entre la multitud.
—¿Javi? –habló su voz, detrás de mí.
Me volví y vi su rostro, con el corazón a mil por hora. Fue una sorpresa y no. Sí que se
parecía al que aún vaga por mis recuerdos, al que aparece en el álbum de fotos. Sin embargo, el
tiempo había pasado por él y, los signos de envejecimiento, como las pronunciadas patas de gallo
o los labios agrietados, además de alguna que otra cana, me pillaron desprevenido. Por lo demás,
continúa pareciéndose mucho a mí, o puede que sea más correcto afirmar que yo me parezco
mucho a él. Durante unos instantes, tuve la sensación de haberme topado con una versión de mí
mismo venida del futuro, de unos cincuenta, aunque demasiado pulcra y formal.
Se vinieron los amagos y, finalmente, el abrazo más amorfo que haya dado la historia del
ser humano.
—Esto tenemos que practicarlo –recuerdo haber bromeado, dando pie a risitas nerviosas.
Mi padre, que se llama Fernando, propuso comenzar por un café. Es curioso cómo, pese a
lo reciente en el tiempo, me cuesta recordar el transcurso de aquella tarde de reencuentro. Sé que,
en un inicio, aprovechamos para ponernos al día. Aunque, más bien, fui sometido a un
interrogatorio, puesto que la mayoría de preguntas vinieron de su parte. Una de las primeras
cosas que quiso saber, es si le había hablado a mi madre acerca de nuestro encuentro.
Anteriormente, la noche en que se puso en contacto conmigo, a través de esa llamada que jamás
podré olvidar, me pidió que no le dijera a ella nada del tema.
—Sé que se pondría nerviosa, y no hay necesidad –afirmó, entristecido.
Le expliqué que eso no iba a ser ningún problema, y, de regreso a aquel café, pude
extenderme al respecto. En general, quiso que le informara de todos esos capítulos de mi vida
que se ha perdido, y yo cumplí bastante bien. Omití detalles como lo de Óscar, o ni hablar de
Roberto, claro.
—Ahora todo está bien –sentencié, pese a que era presa de una crisis existencial de la que,
de hecho, sigo siéndolo.
Yo también quise saber de él, de lo que había ocurrido en este tiempo. Mi padre me habló
sobre su nueva familia, sobre su trabajo. El tío es un alto cargo de un concesionario, lo cual se
refleja perfectamente en su ropa de marca. Aunque, para ser sinceros, tampoco se extendió
demasiado hablando de sí. Comimos en un restaurante, caminamos por el paseo marítimo y
terminamos con una copa. Lo cierto es que las horas se sucedieron demasiado rápido, que fue…
<<Fue raro.>>
Imagino que es lógico, que nos hallamos en medio de un proceso de adaptación y que, su
residencia actual en Barcelona, ralentiza un camino ya de base complicado.
—Siento no haber estado en tu vida, haberme perdido –soltó, y yo grabé a fuego en mi
memoria cada una de sus palabras—. Quiero que eso cambie, hijo. Que sepas que, aunque esté
lejos, puedes contar conmigo.
Y se vino la promesa de volver a vernos.
Ahora mismo, en la actualidad, en mi balcón, a medio porro de volverme a ver Stranger
Things, continúo deseando que regrese por aquí, que nos acerquemos más y también que, pasado
un tiempo, las cosas realmente puedan volver a ser como lo fueron en el pasado. No tengo la
menor idea de qué nos deparará el futuro, pero intuyo que mi padre no ha venido porque sí, que
ha ocurrido en el momento más oportuno y que su presencia cumple un importante papel.
—O eso quiero pensar –murmuro, tras aspirar la última de las caladas.
Con la mente calmada y los pensamientos a raya, vuelvo al calor del salón, o más
concretamente, al de la manta en el sofá. Retomo el capítulo y me relajo. Apenas he salido
últimamente y esta noche quiero estar fresco.
<<Preparado para iniciar el año por todo lo alto.>>

Ceno una de esas pizzas procesadas, me doy un agua y, para las once y pico, las chicas están en
casa. Tanto Amalia como Kiah parecen preparadas para el próximo concurso de modelos,
mientras yo continúo en pijama. Charlamos y estamos de cachondeo hasta las menos diez,
cuando comienzan a ponerse nerviosas y ponemos las campanadas de la tele. Me quedo con
ellas, afirmando haberme olvidado de comprar las uvas y, justo antes de que acaben conmigo, les
explico que es broma y voy por ellas. Ya listos y preparados, esperamos a los cuartos. Cuando
llega el momento, comenzamos a zamparlas. Mi ritmo es pésimo. A la quinta parezco un hámster
moribundo.
—¡Feliz Año! –exclama Kiah.
Pero me he atragantado y, nada más percatarse, comienza a golpearme en la espalda.
Amalia, recompuesta antes que yo, nos desea un feliz 2017. Acto seguido, pilla el mando para
bajar el volumen de la tele y va directa por su tabaco. Kiah le pregunta a dónde va y ella nos
explica que estos últimos años ha mantenido la costumbre de fumarse un cigarrillo en el balcón,
para inaugurar el año. No dudamos en seguirla, pese al frío. Kiah está congeladísima, pero
aguanta el tipo y aquí estamos, contemplando los fuegos artificiales que estallan sobre la ciudad.
—¿Habéis pedido un deseo? Yo siempre solía hacerlo con mi padre –nos cuenta ésta,
emocionada.
—Yo sí –le contesta Amalia en el acto—. He pedido que Xavi deje de fumar marihuana y
la casa no apeste.
Protesto y nos echamos a reír. Apenas bebo, frecuento La Galería o follo. Estoy a puntito
de ser beatificado y creo que puedo permitírmelo de sobra. Las risas se diluyen y, los tres,
pensativos, contemplamos el cielo. Probablemente debería desear que todo vaya bien, que
encuentre mi camino y todo eso. Sin embargo, pienso en Álvaro y la idea de volver a estar junto
a él barre todo lo demás, aunque esté cumpliendo con la promesa que me hice, tratando de
olvidarle e ignorando que el centro comercial donde trabaja existe siquiera.
—Bueno tías… hora de ir haciendo el cuerpo –anuncio, negado hoy a rayarme lo más
mínimo con mierdas.
Kiah no entiende y, Amalia, que me conoce mejor, la ilumina. Por supuesto me refiero a
darnos un buen homenaje. Debemos ir calentando motores antes de salir. Vale que yo esté
considerablemente más relajado, pero hoy estamos de celebración, ¿no? Entro al salón, seguido
de Kiah, mientras Amalia decide darse unos momentos más afuera. Sólo demoro la cosa un par
de minutos, en los que aprovecho para responder a las felicitaciones de Mateo, Arturo y algunas
más. Saco del armarito un par de botellas, de ron y vodka. También unos vasos y hielo. Nos
sentamos en el sofá y empiezo con el primer asalto. Me sorprendo al comprobar que, Kiah, me
sigue el ritmo perfectamente. La tía me cae bien. Amalia, no obstante, se muestra más precavida.
Pese a mi fuerte tolerancia al alcohol, noto cómo comienzo a ponerme tontorrón. Aunque
también es posible que sea pavo y ya está. La mente se me ilumina, la bombilla o como sea.
Hace demasiado tiempo que vivo con la duda y, quizá, mis amigas puedan arrojar un poco de luz
al respecto.
—¡Esperad, esperad! –exclamo.
Ellas no entienden, me preguntan qué ocurre, pero yo ya voy directo a la cocina. Vuelvo
con la fregona y el cepillo.
—Xavi, ¿qué…?
Amalia lo está flipando, y lo sigue haciendo mientras cojo mi vaso, más vacío que lleno, y
lo alzo un momento. El sonido del cristal reventando contra el suelo se fusiona con la automática
amenaza de ésta.
—¿Qué coño haces? ¡Vas a estropear el parqué! –protesta, muuuy cabreada.
—Era necesario –le prometo.
Y les explico mi problema, mi duda existencial. ¿Cómo hostias se supone que hay que
recoger eso? Kiah se mea y, Amalia, no puede evitar contagiarse. La diversión gana al enfado.
—A ver, Xavi… .—Kiah se pone en pie, doblada de la risa. Hace un esfuerzo por serenarse
y va directa por… ¡la fregona!—. Qué cosas tienes, en serio.
También pilla el recogedor, y yo me quedo mudo de asombro. Bajo mi mirada incrédula y
rebosante de admiración, arrastra con el mocho los fragmentos de cristal, los introduce en este
último instrumento. A continuación, friega el líquido. Me hallo literalmente con la boca abierta
de par en par. De veras necesitaba saberlo, y, sobre todo, ahora puedo dejar de atemorizarme
frente a la idea de que se me caiga un vaso lleno de líquido al suelo.
—Tus mundos me perturban –se mete Amalia conmigo, negando con la cabeza.
Kiah, quien es toda ella pura felicidad, estalla de nuevo en carcajadas y nos unimos al coro.
Así sigue la cosa hasta que son cerca de la una, con el pavo a tope y riéndonos de todo,
pero…
—No pienso hacer eso –replico.
Kiah me obliga a arreglarme. El problema es que no se refiere precisamente a los vaqueros
y una sudadera. Se mete en mi dormitorio y me presiona para ponerme una camisa y… zapatos.
Ni siquiera recordaba tener de eso.
—No me puedo creer que me hayas hecho esto –sigo quejándome, ya en el ascensor, una
vez estamos listos y nos hemos marchado de casa.
Me veo en el espejo, totalmente ridículo. Kiah nos increpa por pensar en meterla en un
garito andrajoso de los míos. Ella quiere bailar y alega que no se ha arreglado para nada. Ni
siquiera recibo el apoyo de Amalia, que se inclina más hacia a mis gustos. La tía no tiene ganas
de movida y me deja vendido.
Salimos a la calle, donde hace un frío que pela. Avanzamos por el parquecillo que precede
a la calle y busco con la mirada al susodicho. Roque, un amigo de Kiah y de Amalia, que llevaba
un tiempo perdido por California, contactó conmigo a través de Instagram para darle una
sorpresa a la segunda. Hay bastante tontería entre los dos, y puede que algún lío. Sospecho que
mi amiga va a sentirse muy feliz.
Evidentemente, no es ninguno de los chavales que se entretienen encendiendo petardos, y
me rayo por si le pasé mal la ubicación o algo. Nos estamos alejando, mientras sigo protestando
por nuestro destino esta noche, cuando, Roque, aparece detrás de nosotros y tapa los ojos de
Amalia. Ésta, nada más darse la vuelta, se le abraza y lo flipa. Tras los correspondientes saludos,
proseguimos hacia la boca de metro. Kiah, que tiene mucha relación con Roque, se indigna por
no haber sido elegida como cómplice. La parejita va enlenteciendo el paso y se quedan atrás, de
modo que continúo peleando con ésta, aunque pasamos enseguida a cuchichear como
adolescentes. Si yo fuera Amalia, me casaría con ese hombre. El tío es un espectáculo pelirrojo
y, de hecho, su única pega, es ser hetero.
—¿Podéis daros un poco de prisa? –implora Kiah al cabo de los minutos—. Estoy
congelada.
Descendemos al metro y pillamos el tren, dirección al centro. Otra vez la pareja se aísla en
su burbuja, pero Kiah y yo estamos muy entretenidos observando a un tío que, mamadísimo,
practica poldancs con una de las barras metálicas que de normal sirven de sujeción. En unos
cuantos minutos volvemos a estar afuera, en el exterior, donde hay bastante ajetreo. El helor no
impide a la gente beber como cabrones en la calle, y las colas para entrar en los sitios dan miedo.
Lo cierto es que no me hallo en mi elemento. Aquí, soy sumamente inexperto.
—Vamos a La Galería, por favor –suplico, pero o no me oyen o fingen no hacerlo.
Estoy asustado de pensar dónde pretenden meterme cuando, para mí suerte, Amalia aclara
que no han comprado ninguna entrada. Roque, que parece más hecho a la zona, alucina mientras
yo me froto literalmente las manos. Hay un pequeño pique y, ahora sí, mi momento:
—Si fuésemos a cualquier garito de los míos esto no pasaría, no piden entrada –dejo caer.
Kiah, que es la única que aborrece la idea, cede a causa del frío y les invito a seguirme. La
Galería no está lejos, sólo unos cuantos callejones más allá. Nos ponemos en marcha y nos
encontramos con un grupo cuyo protagonista está echando la papilla.
<<Novatos, ay.>>
—Oye… ¿y esa música? –pregunta Kiah, de repente.
Yo no escucho nada, tengo que aguzar el oído para detectarla. Suena a música latina e
identifico enseguida el sitio del que proviene. Les explico que es uno de esos garitos donde se
bailan salsa y esas cosas. Una repentina luz ilumina el rostro de Kiah, que enseguida manifiesta
su deseo de ir ahí. Ni siquiera tengo tiempo de frenarla. Se mueve sin preguntar y los demás la
seguimos. Intento evitarlo por todos los medios, en lo que Amalia y Roque se limitan a
despollarse. Al local se accede a través de una puerta antigua, custodiada por un gorila. Mi
última esperanza es que ponga alguna pega, pero…
Spoiler: no ocurre.
No existen entradas algunas que puedan detener esto ni nada incorrecto en nuestra
indumentaria. Entramos y seguimos a la motivada de Kiah escaleras arriba.
—¡Me encanta! –estalla de pura emoción.
Nos encontramos en una sala considerablemente grande, de techos altos e importantes
ventanales. La zona de baile queda en medio, abarrotada de peña moviéndose al son de una
música que ni siquiera sabría categorizar. La luz es azulada y, la barra, que tiene pinta va a ser mi
mejor aliada, queda a un extremo.
—Que alguien me ayude –imploro, con los ojos en blanco.
Mi plegaria queda totalmente eclipsada por el grito de júbilo que emite Kiah.
Nos disponemos a pillar una mesa. Enseguida, Roque y yo vamos a pedir para,
inmediatamente, volver junto a las chicas. Repito unas cuantas veces más el proceso, aunque casi
siempre a solas y consciente de que voy a empezar el mes bien tieso.
<<No queda otra.>>
Habrá pasado ya un buen rato desde que estamos aquí, pero no sabría explicar cuánto
exactamente. Hacía mucho que no iba tan mamado como ahora y Kiah, que resulta es una
experta en esto de la salsa y tal, me saca a bailar. Creo que lo hace sólo porque ya no le queda
nadie más con quien probar, salvo el pelirrojo y yo. Nos metemos en medio del gentío, e intenta
guiarme. El resultado debe ser peor incluso visto desde fuera, ya que, cuando echo una ojeada a
nuestra mesa, donde están sentados Amalia y Roque, les veo contemplar la escena descojonados.
Para colmo, hay un puto foco que nos apunta de cuando en cuando.
—Nunca había bailado con nadie tan… desastre –sentencia Kiah, meada.
La canción termina y, como cada ocasión en que esto ocurre, se produce el revuelo y
algunas parejas cambian. A ella le ofrece la mano un señor tirando a mayor con el que ya bailó
antes, y que nos comentó que es profesor en una academia. Yo procedo a retirarme, dando media
vuelta…
—¿Me concedes este baile? –salta un chico que, curiosamente, me resulta familiar.
Sé que he visto esa sonrisa antes. Tiene el pelo castaño, ojos enormes a juego y barba.
Todavía estoy flipándolo cuando empieza la siguiente canción.
—No sé…
—Tranquilo, yo te llevo –me promete, haciéndose oír por encima de la música—. Es
bachata. Te va a gustar.
Miro sus pies, pero entre la cogorza y mi falta de habilidad, la cosa no puede ser peor. Le
piso un par de veces, y él sonríe más si cabe.
—Espera, ¡tú eres el chaval del parque! –exclamo.
—Creí que nunca ibas a darte cuenta –se jacta él.
El mismo chaval que pasea a esa perra llamada Miley. Siempre solía verle con algún
chándal y chaquetón. Nada que ver a la colorida camisa y los vaqueros ajustados que lleva
puestos. Incluso, sus ojos, están ligeramente delineados de negro, y por ello me parecen más
grandes.
—Ya estaba echándote de menos –susurra, muy cerca de mi oído—. Me llamo Germán,
por cierto.
—Yo soy Xavi –me presento, un tanto cortado.
Esto me ha pillado por sorpresa y, sumado al colocón, definitivamente estoy al límite de
mis facultades. Es curioso que, en el pasado, no solía sentirme idiota cuando había bebido, sino
todo lo contrario. No sé si estoy madurando o haciéndome viejo. Por lo menos, la combinación
entre drogas y posibilidad de sexo no están generándome ansiedad, tal y como me ocurre
desde… desde aquello.
—Dejaste de venir a verme –me reprocha mi nuevo compañero de baile, con tono afectado
y expresión teatral.
Me echo a reír.
—Mi rutina cambió. Ahora echo de menos a Miley –miento, sólo por tontear.
Comienzo a recuperar mis destrezas. Últimamente estoy bastante desentrenado y apenas
soy más que una sombra de lo que fui. Germán tiene razón, dejé de pasar por aquel parque hace
semanas, después de tomar la decisión de no continuar espiando a Álvaro. Al terminar de currar,
suelo ir a casa directamente, y el banco donde me sentaba debe haberse quedado triste y solitario.
—Creo que ella también te echa de menos –me provoca, con los ojos en blanco y esa
imborrable sonrisa que me está poniendo muy tonto.
La canción da paso a otra, más romántica si cabe. Intento hacerlo mejor, pero de veras que
soy incapaz. Germán me pide que disfrute, que me olvide de todo y que le mire a él. Obedezco
sin pensármelo. Me fijo más en sus ojos, que realmente son bonitos. También sus labios,
carnosos. Mentiría si no reconociera que estoy cachondo como una mona. Germán se pega cada
vez más y su olor me está volviendo loco. Nunca imaginé que esto de bailar iba a gustarme tanto.
Acaba la canción. Las parejas cambian. Nosotros no.
—Podríamos tomar algo cuando acabe –sugiero, habiendo restablecido mi legendaria
seguridad.
—Creí que no ibas a pedírmelo –acepta Germán, satisfecho.
Mientras seguimos a la nuestro, me da por mirar hacia la mesa y veo que mis tres amigos
están reunidos. La canción termina y propongo a Germán vernos en la barra. Él se marcha con su
grupo y yo voy hacia Amalia y el resto.
—¿Os vais ya? –les pregunto al comprobar que apuran sus bebidas como si hubiera prisa.
Observo que hay cierto mal rollo, y no necesito ser alguien especialmente inteligente para
sospechar que, lo más seguro, es que haya ocurrido algo entre Amalia y Roque. La tensión es
evidente. Pero lo cierto es que no me apetece lo más mínimo que acabe mi cita improvisada. Se
lo hago saber a las chicas y, de paso, les tiendo las llaves. La idea era que durmieran en casa,
tanto ellas como Roque.
Se despiden de mí y se marchan.
Siento de veras que, una noche como esta, se haya jodido vete a saber por qué. Aunque,
siendo honestos, me alegro de poder quedarme a solas con Germán.
Sin más demora, voy en su busca. Le encuentro sentado a la barra.
—He pedido Malibú con piña. Si no te gusta, haber venido antes –declara, encogiéndose
de hombros.
Me siento a su lado y miento al asegurar que no me importa. La verdad es que no bebía
Malibú con piña desde que tenía catorce años.
—Juguemos a algo –propone—. ¿Qué tal verdad o atrevimiento? .—Me quedo un poco
parado. Definitivamente este tío es una máquina del tiempo a mi adolescencia—. Empiezo yo.
Elijo verdad.
—Eh… a ver, a ver –divago, mientras pienso a toda velocidad para no parecer tonto del
todo—. ¿Verdad que no sólo Miley me ha echado de menos?
—Verdad –me concede él, sin pudor ninguno.
Da un largo trago a la copa y pregunta por mi elección. No sé cómo ha ocurrido, pero otra
vez estamos muy cerca, inclinados el uno hacia el otro, notando su aliento en mi boca. Vuelvo a
sentirme absolutamente cachondo. Aunque, también, hay algo más. Cierto revoloteo se ha
instalado en mi estómago. A un nivel muy mínimo, eso sí. No notaba esa sensación desde
Álvaro.
—Atrevimiento –me decido.
Su perfecta sonrisa, a un palmo de mi boca, me lleva a morderme el labio inferior.
—Bien –empieza, tomándose el tiempo debido para generar expectación—. Haz lo que
más te apetezca ahora mismo.
>>Lo que sea.
Me echo a reír, aunque no me aparto ni un centímetro.
—Es que lo que me gustaría no puede hacerse aquí –objeto, divertido.
—Cierto –coincide—. Pero sí que se puede empezar, ¿no?
Ambos nos reímos, nerviosos. Acabamos, se viene el silencio, las miradas, descendiendo a
nuestras bocas. La misma música parece desaparecer cuando nuestros labios se tocan. La forma
en que besa Germán es una locura.
—¿Verdad que esto sí es empezar el año con buen pie? –suelto, cuando nos damos un
respiro.
—Verdad –se muestra de acuerdo.
Nos enrollamos otra vez y las sensaciones me abruman. Nunca, antes de Álvaro, había
experimentado nada que no fuera meramente sexual. Tampoco con los que hubo entre medias de
nuestra breve historia, ni con los dos o tres que he compartido orgasmos después. Es algo
tremendamente prematuro, pero me vengo superarriba. Creía que la magia sólo estaba adentro de
Álvaro y, quizá, este 2017 quiera demostrarme que, tal y como insinuó Amalia, ésta existe en
muchas otras cosas y personas.
Germán, que no sólo sabe mover la lengua como un santo, sino que también es experto en
caricias y escalofríos, se aparta súbitamente de mí.
—¿Quieres que vayamos a casa? Ya sabes, a Miley le gustaría verte –sugiere, de repente
inseguro.
—Por favor –le pido.
Dispuesto a seguirle esta noche a donde me diga.
Capítulo XIII

Los gemidos de Germán y mi respiración desbocada forman la perfecta banda sonora de una
noche que no acaba nunca.
—Me corro –murmuro.
—Y yo –susurra.
La traca final es impresionante y, una vez hemos acabado, se inclina para besarme en la
boca. Sonríe y sonrío. Los jadeos persisten mientras, Germán, se incorpora, se tumba a mi lado.
Retiro el condón de mi rabo y lo dejo sobre el envoltorio, en la mesita.
—Creo que me estoy acostumbrando demasiado a esto –comenta.
—Eso me gusta –le hago saber.
Nuevo beso. Ternura al máximo. Germán acaba posando su cabeza contra mi hombro y se
me abraza. Nos tapamos bajo el calor de las mantas, respondo al gesto y sonrío a la nada. Vaya
que si nos estamos acostumbrando. Apenas hace dos semanas de aquella noche en que
inauguramos el año por todo lo alto. Nos hemos visto unas cuantas veces y, la verdad, es que me
siento tremendamente cómodo. Tal y como intuía, no estaba equivocado con él, con lo que
siento. Hay mucho más que una atracción sexual, y lo que resta se incrementa con cada
encuentro.
—¿En qué piensas? –me pregunta, en voz bajita.
—En ti –me sincero.
Nos estrechamos con más fuerza y su calidez traspasa mi piel. Nunca había imaginado
estar así con nadie. Supongo que, Germán y yo, hemos alcanzado niveles de intimidad
desconocidos para mí. Ni siquiera con Álvaro, al fin y al cabo, tuve la oportunidad de llegar tan
lejos. Las veces en que nos vimos, estaba pensando en mil cosas, enfrentándome a un nuevo lado
de mí que afloraba sin remedio. Sea como sea, la conexión con mi nuevo amigo es mayor,
aunque en parte me reviente reconocerlo.
Permanecemos así y, mi mirada, atraviesa la oscuridad de la habitación, se dirige hacia la
ventana, donde la tenue luz de las calles nunca se apaga. Espero a que me venza el sueño, pero el
tiempo transcurre y no sucede.
—¿Estás nervioso? –habla Germán, con voz de dormido.
Creía que ya se había quedado sobado.
—Pues… un poquito –admito.
Él me obliga a ladear el rostro, me mira directamente a los ojos, me promete que todo irá
genial. Mañana llega el ansiado día. Vuelvo a ver a mi padre y me siento como un niño la noche
antes de ir a su parque de atracciones favorito. Una sensación que oscila entre la emoción y el
miedo, que resulta difícil de expresar.
—Gracias –digo, simplemente.
Germán ríe.
—¿Por qué?
—Por estar aquí –sentencio, sin filtro ninguno.
Podría decirle muchas más cosas. Podría decirle que, su simple presencia, me transmite
seguridad y calma. Aunque prefiero guardármelo para mí, de momento. Lo cierto es que tenemos
muchísima confianza. Tanta, que sabe de la existencia de Álvaro, y yo demasiados detalles de su
relación anterior. A decir verdad, creo que es uno de los factores que más nos ha unido. Puede
que no haga ni dos semanas que estamos liados, pero no habría podido imaginar que, aquel
chaval tan lanzado y sensual que me sacó a bailar, iba a convertirse en uno de mis mejores
confidentes. Sucedió hace unos cuantos días, cuando, Germán, estaba triste y se negaba a
contarme el porqué. Su ex, con el cual lo dejó hará unos tres meses, se había puesto en contacto
con él sólo para que le devolviera algunas de sus cosas, que permanecían aún en el piso de mi
bailarín favorito.
—Puedes hablar de eso conmigo, a mí no me importa –le transmití, cuando logré que me
explicara qué sucedía.
Imagino que, Germán, tenía miedo de que me sentara mal o algo así. No obstante, nada
más lejos de la realidad. Aquello supuso el punto de apertura. Iniciamos una larga conversación,
en la que ni siquiera recuerdo cómo, pero terminé contándole toda mi historia con Álvaro, e,
incluso, que hasta hacía nada había estado yendo a espiarle. Ambos, Germán y yo, somos dos
pobres criaturas heridas que se han unido en su miseria.
<<Y bendita miseria –me digo, con una buena sonrisa de idiota.>>
—No sonrías, capullo –me increpa, todavía abrazado a mí.
—¿No puedo sonreír?
—No, me pones malo.
—Pues todavía no has visto nada.
Busco su cuello y le propino un mordisco. Él se queja, pero en el fondo le encanta. Se nos
va un poco de las manos y Germán termina otra vez encima de mí.
—Nos va a amanecer –me avisa.
—Pues como siempre –me resigno.
<<Y bendita resignación también.>>

Despertamos sobre las once, medio muertos y con ganas de un siguiente asalto.
—No puedes –me advierte Germán, todo él prudencia.
—A uno rapidito siempre da tiempo –argumento.
Asegura que no tengo remedio, me besa en los labios y se larga a darse una ducha. Lo
cierto es que, si no quiero llegar tarde, y no quiero, más me vale ir poniéndome en marcha. Voy a
la cocina, me sirvo café y, cuando Germán sale del baño, le sustituyo en la ducha y él a mí con el
café. Mientras me adecento, reflexiono sobre lo mucho que me gusta tenerle por casa. Sé que
acabamos de conocernos, que podría asustarle, pero sería mucho más funcional que dejara por
aquí algunas cosas básicas, como su cepillo de dientes o ese producto que se echa en el pelo.
Siempre viene él, dado que actualmente vive con una compañera de piso. Cuando lo dejó con su
ex, no le quedó más remedio que alquilar una habitación para subsistir. La noche en que nos
conocimos, la chica, gallega, se encontraba en su tierra celebrando las fiestas con su familia.
Todas las siguientes, decidimos que estaríamos más cómodos aquí.
—¿Estás listo? –me pregunta.
—Para salir por la puerta, sí –aclaro.
Germán lo entiende perfectamente.
—En serio, sólo relájate y disfruta –me apremia, abrazándome.
Salimos de casa, cogemos el ascensor y, una vez en la calle, se despide de mí con un beso.
—Cuéntame qué tal cuando hayáis terminado –me pide, por enésima vez.
—¿Seguro que no quieres que te acerque a casa? –le pregunto yo, también por enésima
vez.
Germán prefiere dar un paseo, además quiere pasar por el súper de camino. Se va y yo
busco mi coche. Tiende a ocurrirme que se me olvida dónde lo aparqué, dada la poca frecuencia
con que lo uso. Lo encuentro, monto, y me pongo en marcha. Es domingo y hay poco tráfico, lo
que resta estrés y me proporciona mayores garantías de puntualidad. Me cuesta creer que vaya a
volver a verle, a mi padre. Me escribió hace unos días para avisarme que pasaría por aquí, que le
apetecía mucho que quedásemos.
Esa noche, cuando supe que nos íbamos a reunir de nuevo, por fin, volví a tener aquellos
extraños sueños.
<<Eres un monstruo –resuena la voz de mi madre, adentro de mi coco.>>
Ni siquiera estoy seguro de si es real o no, de si nada de aquello ocurrió o son productos de
mi imaginación, recuerdos distorsionados o qué sé yo. Lo único que tengo claro es que hacen
alusión al día que mi padre se marchó, y que me acosan desde que éste se puso en contacto
conmigo. Se me vienen a la mente las advertencias de mi hermano, de Mateo, pidiéndome que
tenga cuidado. Le conté todo el percal y le hice prometer que no diría nada a mamá, que es un
secreto que debía guardarme. No le hizo mucha gracia, la verdad. La influencia de nuestra madre
al respecto se hace notar. Las pocas referencias con las que pueda contar Mateo acerca de mi
padre no deben ser muy alentadoras.
Y lo peor es que…
—Yo estoy de acuerdo –opinó Arturo, cuando le expliqué la tesitura.
Éste, argumentó que no conozco a mi padre de nada, que me tome mi tiempo y que no sea
demasiado confiado.
<<¿Acaso creen que no sé cuidar de mí mismo?>>
Vale, sí. Puede que no haya demostrado lo contrario en demasiadas ocasiones a lo largo de
mi vida. Pero estoy cambiando, ¿no? Sé lo que me hago. Es cierto que no tengo la menor idea de
quién es mi padre, de su vida ni de nada. Aunque sí que soy el único que puede recordar aquellos
momentos, en los que me quería hasta el infinito.
A estas alturas, me alejo de la ciudad, rumbo al destino marcado por Google Maps. Se
supone que me dirijo hacia un restaurante, a las afueras. Mi padre propuso ir allí y, siendo
honestos, me importa una mierda si le veo en un callejón andrajoso o en un palacio. Sólo con que
así sea, yo soy feliz. Diviso el establecimiento a lo lejos, junto a una gasolinera. Lo cierto es que
resulta un poco clandestino. Imagino que, papá, no debe contar con mucho tiempo, que está de
paso y que prefería no adentrarse en la ciudad. Me aproximo, directo a los aparcamientos.
Y le veo.
Muy bien vestido, charlando con un tipo no tan bien vestido. El ruido del motor de mi
coche capta la atención de ambos, que se despiden y se separan. Aparco cerca y mi padre esboza
una sonrisa para mí.
—¿Cómo estás, hijo? –me saluda.
Salgo del coche y se me abraza. Disfruto del momento, demasiado fugaz. Me pregunta si
tengo hambre y le sigo a la puerta del restaurante.
—¿Quién era ese tipo? –le pregunto yo, aunque sólo sea por curiosidad.
Con toda naturalidad, mi padre me explica que estaba un poco perdido y le ha pedido
indicaciones. Mis, debo reconocer, ligeras sospechas, se evaporan y me relajo, dentro de lo
posible. Su mera presencia, continúa poniéndome nervioso.
Nos sentamos a una de las mesas, de este lugar un tanto cutre. No es que yo, precisamente,
tenga problemas al respecto. Me hallo en mi elemento y con la mejor compañía. El camarero, un
tipo muuuy local, de prominente barriga y barba espesa, nos pregunta por las bebidas. Se retira y,
mi padre y yo, comenzamos a charlar. Le pongo al día sobre las novedades, que tienen mucho
que ver con Germán.
—No sabes cuánto me alegro, hijo –afirma, feliz—. Las relaciones son complicadas, y
encontrar a alguien con quien compartir tanto no resulta fácil en absoluto. Disfrútalo.
—Lo intento. Vaya que sí –aseguro, sonriente.
Hago amago de virar la conversación hacia él, quiero que me hable de sí mismo. Me muero
por conocer de verdad al hombre que tengo enfrente. Sin embargo, se muestra reservado y, tal
como ocurrió la vez anterior, es bastante superficial al respecto. Finalmente, se limita a ojear la
carta, a elegir nuestra comida.
—¿Qué ocurre? –quiere saber, en cuanto comprende que algo no va bien.
Estoy a punto de decirle que no pasa nada, pero mi boca parece cobrar vida propia y
expresa mis sentimientos. Verbalizo que me gustaría saber más de él, que me hablara sobre su
vida, sobre su familia y, en realidad, sobre todo.
—Tienes razón, tienes razón –me concede—. Digamos que, soy un hombre un tanto
reservado. Aunque también es cierto… La verdad es que no estoy pasando por un buen
momento, ¿sabes?
—Si quieres hablar de ello –insisto, ansioso por saber qué ocurre, por, incluso, poder
ayudarle.
—Problemas en el paraíso –confiesa, afectado.
Se produce una pausa y le doy su tiempo para que se arranque. Mientras juega con el vaso,
donde apenas queda un trago de cerveza, se abre por fin. Me cuenta que las cosas no le van todo
lo bien que podrían, que su familia se desmorona y que, a nivel profesional, se halla bastante
estancado.
—Como te decía antes, encontrar a alguien con quien compartir tanto, no resulta fácil –
reitera, melancólico—. Las cosas entre mi mujer y yo, no están muy allá. No sé en qué punto
exactamente comenzamos a distanciarnos así, pero sucedió y ahora no hay vuelta atrás. Mi
familia se rompe, Xavi. Digamos que atravieso una fase delicada.
—Vaya, lo siento…
—No lo sientas. Estás aquí, ¿no? Con eso me vale, sólo necesito algo de tiempo .—El
camarero vuelve con la comida, dejando la conversación en stand—by. Me encantaría poder
reprimir lo que estoy pensando, dejar el pasado a un lado y no darle más vueltas. Ojalá fuera más
simple—. Creo saber lo que se te está pasando en este instante por la cabeza, hijo. Lo siento. No
tengo ninguna excusa. En su día, necesitaba dejar todo esto atrás.
—Supongo que eso me incluía a mí –digo, no con reproche, sino con tristeza.
—Lo siento –se disculpa de nuevo—. Sabes que intenté mantener el contacto, pero tu
madre cada vez lo ponía más difícil. No creas que la culpo, ella tenía sus motivos.
<<Entonces sí fue ella –corroboro, experimentando una incongruente mezcla entre alivio y
rabia.>>
Mi padre espera una respuesta. Sin embargo, necesito reflexionar sobre el siguiente paso.
Él aprovecha la tregua para comenzar a cortar su filete de ternera, aún humeante.
—Todavía no entiendo cuáles son esos motivos –suelto, finalmente—. Ella nunca me los
contó. Quizá pudieras decírmelo tú… .—Siento que se me seca la garganta, de modo que trago
saliva antes de continuar—: Últimamente he tenido sueños. Creo que son recuerdos, o algo así.
Son de la noche en que te fuiste, en que nos fuimos… no sé.
Mi padre, sorprendido, deja caer el tenedor con el que estaba a punto de llevarse el primer
pedazo de carne a la boca, aterrizando estrepitosamente sobre el plato. Observo que, el resto de
comensales, que no son muchos, se fijan en nosotros.
—¿Qué…? –pregunta, un tanto agitado, ignorando este dato—. ¿Qué recuerdas
exactamente?
—Eh… no mucho, en realidad –admito—. Recuerdo que, aquella noche, hacía muchísimo
viento, y que yo estaba asustado. Mamá y tú estabais en la casa, en otra habitación. Discutíais,
ella estaba de los nervios. Decía que… —me interrumpo de súbito, habiendo soltado quizá más
de la cuenta.
—¿Qué decía? –me interroga mi padre, dispuesto a llegar hasta el final.
—Decía que eras un monstruo –confieso, con la boca chica.
Él, mi padre, encaja el golpe y no se demora en preguntarme si hay algo más. Le explico
que, también, me acuerdo de unos pasos directos hacia mí, en el pasillo. Se echa las manos a la
cabeza y se disculpa, por haber contribuido a que mantenga tal episodio grabado en mi memoria.
—¿Entonces es cierto? ¿Sucedió eso? –ansío verificar, con todas mis fuerzas.
—Cada palabra que has dicho. Así es –confirma, adoptando una mueca de dolor.
<<Él no se fue. No al menos en un primer momento. Nos fuimos nosotros –reflexiono,
confuso.>>
Sin perder un sólo segundo, le pido explicaciones al respecto. ¿Qué había sucedido? ¿Qué
había hecho él para que mamá estuviera tan histérica, para que nunca más volviéramos a verle e
impidiera que mencionáramos su mera existencia? ¿Qué ocurrió para que, yo, perdiera a mi
padre?
—No estábamos bien, Javi. No pretendo justificarme, sé que estuvo mal –empieza.
Me cuenta que, la relación entre mamá y él, estaba muy quemada. La casa se había
convertido en un campo de batalla, donde abundaban los reproches y los dardos envenenados.
Mientras relata la historia, intento recordar dichos hechos, aunque supongo que era demasiado
pequeño, o quizá mi mente se negara a conservar algo así.
—Conocí a otra mujer –reconoce, sin mirarme a los ojos—. Necesitaba una vía de escape.
Ella fue la mía.
—¿Mamá lo descubrió?
—Exacto. Por eso mismo soy un monstruo –sentencia, con los ojos húmedos.
Su aspecto se demacra, tal y como si acabaran de pasar diez años en un sólo segundo. Yo,
entre tanto, pienso en ello y…
<<¿Eso es todo?>>
Es decir, entiendo que es una mierda que te pongan los cuernos, que tu vida tal y como la
conocías se desmorone, que ese sentimiento de traición debe ser terrible y todo lo demás. Pero,
¿es ese el verdadero motivo por el que perdí a mi padre? Un odio intenso, como pocos antes haya
sentido, me recorre de pies a cabeza. Se parece al fogonazo que siento cuando veo a Álvaro, sólo
que envenenado y repleto de rabia. Mi padre se lio con otra, y mi madre no dudó en alejarnos.
—Qué hija de puta –murmuro, apretando los dientes.
—¡No hijo, eso no! –me corta papá.
Entiende perfectamente mis sentimientos ahora mismo, me pide que no la odie, que
comprenda lo difícil que fue para ella. Pero… ¿qué hay de mí? ¿Qué hay de crecer sin padre, de
vivir en una familia donde no eres más que un suplente y del objeto de odio que llevo siendo
todos estos años?
—No es justo –digo.
—No, no lo es. Pero nadie tiene la culpa, son cosas que pasan –alega—. No le digas nada,
por favor. Ya me jodería que, para colmo, esto desemboque en otro conflicto entre vosotros.
Guardo silencio e intento digerir toda esta frustración. Él insiste, me hace prometerle que
no diré nada.
—Comamos algo, hijo. Relajémonos –me pide.
Nuestros platos se han quedado más fríos que el puto corazón de mi madre. Lo intento de
veras, pero la ternera se me hace bola y no consigo tragar bocado. Ninguno de los dos nos
terminamos la comida.
—¿Qué tal si damos un paseo? –propone papá.
Asiento, animado frente a la perspectiva de tomar un poco el aire. Paga, nos ponemos
nuestros abrigos y salimos afuera. El sol del mediodía calienta el ambiente pese a las bajas
temperaturas. Echamos a andar en medio de la nada, junto a la carretera. Apenas doscientos
metros más adelante, nos topamos con un sendero que serpea hacia el monte. Decidimos
tomarlo, pese a que se trata de un camino de tierra y papá lleva zapatos. Logro calmarme un poco
y, sin saber cómo, acabamos charlando sobre lo loco que estaba cuando era niño.
—Cuánta imaginación había dentro de esa cabecita –comenta, mirándome con evidente
nostalgia.
También recuerda mis juguetes, las películas que veía en bucle y aquella tarde en que me
ayudó a construir un refugio en el armario.
—Estaba obsesionado –admito.
Se trataba de un armario empotrado y enorme, que yo ansiaba convertir en mi escondite.
Unas mantas y una pequeña lamparita bastaron para fabricar un hogar en miniatura. Recuerdo
que, incluso, mamá tomó una foto de aquello, aunque estaba en uno de esos otros álbumes que
no conseguí salvar.
—Vaya bronca nos echó cuando vio que habíamos sacado todo lo que había ahí adentro –
se despolla mi padre.
Nos sentamos sobre una valla de madera, precedida de una arboleda de pinos. Saca su
cajetilla de Malboro y me ofrece un cigarrillo. A papá le sucede lo mismo que a mí, fuma sólo
cuando le apetece, de cuando en cuando.
—Háblame de mis hermanos –le pido.
Él sonríe con cariño. Me cuenta que, sus nombres, son Jesús y Adriana. El primero, estudia
ciencias políticas en Madrid, mientras que, mi hermana, todavía está liada con el bachiller. Me
habla sobre ellos, relata anécdotas y yo sacio más y más mi curiosidad. Debo reconocer que, en
realidad, ellos no son importantes para mí. No los conozco de nada y no soy capaz de sentirlos
algo mío, como desde luego sí me sucede con Mateo. Sin embargo, supongo que es curioso saber
acerca de esas dos personitas que vagan por el mundo siendo también hijos de mi padre.
—Se está haciendo tarde –comenta éste, rompiendo la ensoñación.
El tiempo ha pasado muy rápido y, la verdad, me gustaría quedarme mucho más aquí con
él. Siento que estamos conectando, y eso me flipa.
—¿Cuándo volverás? –quiero saber, en cuanto nos hemos puesto en pie.
—No sabría decirte –responde—. Pero estaré aquí antes de que te des cuenta.
Lo cierto es que eso es del todo imposible, aunque es lo que toca. Para cuando vuelva, le
pillaré con mayores ganas.
Caminamos de regreso, charlando sobre temas banales. Exprimo cada segundo hasta el
final.
—Quizá el mes que viene pueda estar por aquí –deja caer.
Mi padre asiste con frecuencia a importantes reuniones, igual que le sucedía a Óscar. En
esta ocasión, le pillaba bastante cerca y por ello decidió pasar a verme.
—Bueno, hijo. Espero que todo vaya genial –me desea, a modo de despedida. Nos
encontramos en los aparcamientos, junto a su Mercedes. Antes de que pueda decir nada, me
envuelve entre sus brazos y me estrecha con fuerza, trasladándome a un pasado que he extrañado
cada día de mi vida desde entonces—. Cuídate mucho.
—Tú también –respondo, reprimiendo la emoción.
Se monta en el coche y arranca. Plantado en el sitio, contemplo como recula, se incorpora
al carril, me sonríe desde el interior del vehículo y se marcha. Recupero la movilidad y, loco de
contento, voy hacia mi Fiesta, que en comparación parece un pedazo de chatarra con ruedas.
Monto, me doy unos instantes para recomponerme y me pongo en marcha también. Salgo a la
carretera y circulo de regreso. Sé más o menos por dónde ando, de modo que tomo una ruta
alternativa. Unos diez kilómetros más adelante, me topo con el desvío que conduce a aquel lugar
de vistas impresionantes al que llevé a Óscar. Todavía es de día y me entran ganas de pasarme,
pero descarto la idea bajo la absoluta necesidad de contarle a quien sea lo ocurrido.
<<Y si…>>
Mis pensamientos se dirigen directos y sin duda alguna hacia cierto bailarín de sonrisa
perfecta que me tiene malo. Estamos muy unidos, aunque acabemos de conocernos. Quizá sea
demasiado volver a vernos en un mismo día, una ida de pinza. Germán insistió en que le contara
qué tal me había ido con mi padre, y no curra. Lo mismo, si le escribo, sea él quien lo proponga.
—¡Ha ido muy bien! –exclamo, demasiado eufórico.
Me da un poco de palo, porque suena infantil. Deslizo y cancelo la nota de voz que estaba
a punto de enviarle. Mejor probaré otra vez…
<<Mierda.>>
Todo sucede demasiado deprisa. La furgoneta se me ha echado encima y no estoy seguro
de si me hallo en el arcén a causa del volantazo o si hemos llegado a chocar. Al tipo que la
conducía, que también ha dado un frenazo, parece sudarle los huevos y, tras unos breves
instantes, arranca, se larga sin más.
Pero a mí me la pela mucho.
Mis manos están temblando, o puede que mi mundo al completo. Cierro los ojos y escucho
adentro de mi cabeza las ruedas chirriando, los gritos de mi madre y ese viento horrible.
Contemplo su cara de horror, asomándose desde el asiento del conductor para asegurarse de que
estoy bien. Noto el corazón acelerado, y las lágrimas de ese niño asustado, que fui yo, resbalando
por mis mejillas, aunque ahora estén secas.
—¿Qué…?
Salgo del coche y apoyo el culo contra el capó, colocando las manos en mis rodillas. ¿Qué
se supone que significa todo eso? Cierro de nuevo los ojos, con tanta fuerza que me duelen.
Necesito continuar, saber de qué va esto.
Y nada.
No hay más recuerdos, pero el miedo y la incertidumbre de ese niño me impiden cesar de
temblar y me embotan la cabeza. Estos episodios, las sensaciones que me suscitan, son
demasiado reales. Mi padre acaba de contarme, hará un par de horas, lo ocurrido aquella noche.
¿Por qué diablos no termina de encajar? ¿Cuáles son las piezas que faltan? ¿Hubo un accidente?
Me invade el terror, aunque uno distinto. Terror a la persona con la que he pasado las últimas
horas, a la que, en realidad, no conozco de nada. ¿Y si estuviera mintiéndome? Intento pensar,
llegar a una conclusión. Me estrujo literalmente las sienes y no logro alcanzar ninguna.
Escucho un sonido, el de un teléfono. Por un momento creo que los recuerdos vuelven a
mí.
—Esto es real –murmuro, tomando consciencia de ello.
Se trata de mi móvil, de la melodía instrumental de Extremoduro que tengo asignada como
tono de llamada. Me cuesta, pero reacciono. Vuelvo al interior del coche y pillo el teléfono.
—¿Qué tal ha ido? –pregunta Germán, alegre, nada más acepto la llamada y coloco el
aparato en mi oreja. Me tomo mi tiempo, todavía me hallo en un punto intermedio entre la
realidad y los recuerdos—. ¿Xavi? ¿Me oyes?
—Sí…
—¿Qué te pasa? –quiere saber, preocupado. Mi voz debe ser todo un mapa—. ¿Estás bien?
—No sabría decirte –logro articular, sin conseguir sacarme esas sensaciones del cuerpo—.
Estoy… un poco confuso ahora mismo.
Germán me pide que le cuente qué ocurre. Le digo que, en estos momentos, no doy pie con
bola y que será mejor dejarlo para más tarde. Me pregunta si voy directo a casa, le contesto que
sí. Lo cierto es que me encantaría que estuviera aquí ahora mismo, que me diera un abrazo de
esos en los que perderme y olvidarme así de todo.
—Es lo mejor –asegura—. Necesitas descansar.
Me quedo en silencio, esperando algo más. No obstante, Germán, se limita a pedirme que,
cuando esté preparado, hable con él si me apetece. Se despide de mí y me quedo igual que estoy.
Solo. Con las ideas inmersas en el caos.

Aparco un tanto lejos porque la zona está imposible. Que los domingos haya poco movimiento
no siempre juega a favor de uno. Callejeo hacia casa, todavía en babia y con un leve dolor de
cabeza. Avanzo por mi calle, atravieso el parquecillo y llego al portal, frente al que me detengo
para abrir.
—No sé si me vas a odiar, o me vas a querer mucho –escucho a mis espaldas.
—¡Germán! –exclamo, viendo su reflejo en el cristal de la puerta. Me vuelvo, con el
corazón acelerado—. ¿Qué haces aquí?
—Quería darte una sorpresa –declara. Nos quedamos parados el uno frente al otro. En la
expresión de su rostro se va dibujando la inseguridad con cada segundo que pasa—. Sólo quería
saber si estabas bien. Imagino que querrás pensar en tus cosas y eso. No debería haberme
plantado aquí sin más. Pensé qué…
—Germán –le interrumpo.
Él se detiene, con la boca abierta. Avanzo hacia él y le beso, le beso de una manera nueva e
intensa. Germán responde a mi gesto con la misma fuerza.
Nos abrazamos y el tiempo se detiene.
Capítulo XIV

Más o menos otras dos semanas y, en mi vida, parece consolidarse lo que nunca imaginé
experimentar.
Creo que tengo novio.
En realidad, no hay nada definido, ninguna conversación o etiqueta al respecto.
Simplemente supongo que es en lo que se convierte alguien cuando te desea los buenos días cada
mañana, y las buenas noches antes de ir a dormir. Cuando dormís juntos, al menos, dos o tres
veces a la semana. O, también, cuando se comparten sentimientos que ni sabías que había dentro
de ti. Ni hablar de que, últimamente, hemos subido unas cuantas fotitos cariñosos a Instagram,
plataforma que por cierto tenía bastante abandonada.
—Hay una cosa que no sabe nadie –solté el otro día, poseído por una repentina e imperiosa
necesidad de sincerarme—. Bueno, la verdad es que Arturo sí que lo sabe. Pero no se lo he
contado a nadie más .—Recuerdo haber pausado para tomar aire y armarme de valor. Sin
embargo, caí en la cuenta de que eso no era exactamente así—. En realidad, para ser sinceros,
ahora que lo pienso, también lo sabe mi madre. Uf, vaya que sí. Y, claro, si ella lo sabe, debió
contárselo a Alfredo, su marido –reflexioné, más para mí mismo que otra cosa—. ¡Ah! También
María, la recepcionista. ¡Qué hija de puta! Y, bueno, su madre también. Joder, creo que lo sabe
media Altavera.
—¿Quién es María la recepcionista? –preguntó Germán, más perdido que Spider—man en
un descampado.
Le conté lo que ocurrió. Le conté lo de Óscar, nuestro acuerdo mutuamente beneficioso.
—Guau –flipó—. Es muy fuerte. Pero no voy a asustarme por eso, idiota –añadió,
acariciándome la mejilla.
—Hay más –sentencié, acojonado porque se acercaba la peor parte.
<<Roberto.>>
Veo en mi cabeza los ojos de Germán brillar tal y como lo hicieron en ese preciso instante,
antesala de aquella lágrima silenciosa deslizándose veloz por su mejilla.
—Lo siento mucho –empatizó, dejándome boquiabierto.
Me abrazó con tanta fuerza que casi parecía que era Arturo quien me estrujaba entre sus
brazos. A este último, por cierto, cuando le conté aquel terrible episodio, se emocionó
considerablemente. De hecho, acompañó a ese sentimiento la culpa, por haberme echado de casa
y haber, según él, contribuido a que ocurriera. Sin embargo, la forma en que experimentó mi
dolor Germán, el desgarro en su voz… Supongo que no es mejor ni peor, pero sí una manera
distinta de sentir, dado el vínculo diferente que compartimos.
—Ya pasó –dije yo, pretendiendo quitarle leña al asunto.
—No hagas eso –me pidió—. Por favor, no lo hagas.
Me explicó que, reprimir y aguantar todo, era precisamente uno de los comportamientos de
su ex que le hacían sufrir mucho. Quería que le hablara de aquello con mayor profundidad, que
expresara cómo me sentí. Hice el intento y dio resultado, creo. Empecé a llorar como un niño.
Me di cuenta que, mi noche con Roberto, fue peor incluso de lo que la recordaba, que había
demasiadas emociones adentro de mí que necesitaban salir. Al fin y al cabo, dicha situación
supuso un antes y un después, un punto de inflexión en mi vida. La experiencia cambió
radicalmente mi relación con el sexo, además de los colocones.
—Creo que eso fue lo bueno –comenté, una vez nos hubimos calmado un poco—. Por lo
menos, sirvió de algo. Facilitó el camino, para que ahora esté aquí, contigo, hecho un novato aún
en esto de la… la madurez, o yo qué sé.
—De todas formas, siento muchísimo que tuvieras que aprender la lección de esa manera –
se solidarizó, apretándose más contra mí si cabe.
—Desgraciadamente, no sé si hubiera sido posible otra opción –contesté, con la vista
clavada en el cielo, más allá de la ventana—. Necesitaba una buena hostia de la vida. Y me la
dio.
Germán, que continuaba emocionado, me besó con una ternura que no creía posible. Lo
hicimos en el sofá, de un modo tan dulce y tan lento que nunca podré olvidarme. Sentí que
habíamos avanzado otro paso más. Vaya que sí. Aquellos sentimientos eran… son alucinantes.
Germán es la leche, y encaja perfectamente en mi vida. A Arturo le gusta, aunque hay algo que
no le cuadra, se lo noto. También a Amalia, a Kiah. Estuvimos en el cumple de mi amiga y
casera hace poco, y Germán se desenvolvía como si fuera uno más. No puedo imaginar siquiera
cómo ha de ser esta sensación, esta intimidad, a largo plazo.
Pero estoy dispuesto a averiguarlo.
Me hallo alucinado, y así se lo hago saber a Mateo. Mi hermanito se mea, como si le
acabara de contar un chiste.
—Ahora entiendo en qué estabas pensando durante toda la película –se cachondea—. Con
razón no te has enterado de nada.
—Era muy mala –me excuso, rojo como un tomate.
Es extraño. Mi necesidad de hablar constantemente de Germán y de esto que me está
sucediendo, colisiona fuertemente con lo pringado que me siento mostrando mi versión de
enamorado. Después de todo, han sido demasiados años, ¡una vida entera!, rechazando esto que
estoy viviendo, diciéndome a mí y a los demás que no iba conmigo.
—¿Quieres un helado? –pregunto a Mateo, antes de que salgamos del centro comercial.
—¿Helado en invierno? –se extraña.
—Pareces mamá –me mofo.
Vamos al puesto, justo al lado. Que esté abierto es un indicativo a secas de que no se me va
tanto la pinza. No hay cola, de modo que lo pillamos sin problema y nos sentamos en la mesa
más próxima.
—La verdad –suelta Mateo, tras los primeros lametones—, es que no eres el único a quien
le gusta alguien.
Me emociono sonoramente. Mi hermano me odia y me pide que cierre el pico. Le imploro
que me cuente. Lo hace. Le mola una chica de su clase. Me echo a reír, él se pica. No es lo que
imagina, simplemente alucino. De repente he redescubierto a Mateo. Siempre ha sido una pieza
vital en mi vida, un punto de apoyo como ningún otro y el mejor masajista que pueda existir. No
obstante, nuestra relación era muy limitada. Desde que me fui de casa, las cosas han cambiado.
Supongo que la situación nos ha obligado a abandonar los viejos hábitos. Nos incita a hacer
planes juntos, a charlar sobre nuestras cosas. Estamos más unidos que nunca.
Y me encanta. Es sin duda otro factor muy chulo que se deriva de mi nueva forma de vida.
—Habla con ella –le incito, una vez concluye su relato.
En esta ocasión es Mateo quien se ruboriza, sus mejillas coloreándose por momentos.
Suelta unas cuantas excusas, que rebato sin piedad. Termina prometiéndome que, quizá, lo haga.
Está bastante avergonzado y creo que ha llegado a su tope por hoy.
—¿Qué tal con tu padre? –me pregunta, puede que más por cambiar de tema que otra cosa
—. ¿Ha vuelto a escribirte?
Siento una pequeña punzada de dolor en el estómago. La respuesta es no. Creía que, quizá,
tras nuestro último encuentro, la relación se estrecharía, que mantendríamos un contacto más
continuo.
—Bueno, dale tiempo. Seguramente los dos necesitéis adaptaros poco a poco a esto –
opina, con tal sabiduría que me deja mudo.
Tiene razón. Es cuestión de tiempo. Aunque en realidad estoy ansioso de más con el tema.
Tras aquel día, el casi accidente y el torbellino de confusos recuerdos, siento que necesito volver
a verle, mirarle a los ojos y dejar que todas esas rayadas se esfumen de un plumazo.
<<No son más que ilusiones –reitero para mis adentros, igual que hago siempre que pienso
sobre ello—. No puedes fiarte de ellas.>>
Sería más fácil si la única persona implicada que no somos ni mi padre ni yo, o sea mi
madre, pudiera aclarar las cosas. Por supuesto no es una opción. No debe enterarse de lo que está
ocurriendo, y, de todos modos, dudo que pudiera creerla a estas alturas. De manera preventiva, la
odio inmensamente. De un modo u otro, ella me privó del cariño de mi padre todos estos años.
Es algo que no podré perdonarle nunca, menos por unos estúpidos cuernos. La versión cuadra
tantísimo.
—¿Vamos tirando? Todavía tengo que terminar un trabajo –se lamenta Mateo, con los ojos
en blanco.
Nos levantamos y abandonamos el centro comercial, directos al aparcamiento de bicis.
Tengo el coche en el taller, retocando un par de chorradas porque me lo echaron para atrás en la
ITV. Queríamos venir hasta aquí puesto que el cine mola más, y pilla bastante retirado del
centro, de manera que fue la opción más factible. Circulamos de regreso, a través de una ciudad
repleta de luces y oscuridad arriba, en el cielo. Es sábado noche. En breves dejaré a Mateo en
casa, Germán tenía cenita con sus amigas, Arturo plan romántico, Daniela viaje y Amalia
bastante curro. Al resto de colegas, que nunca terminaron de convertirse en amigos, no me
apetece llamarles. Conocer a tanta gente para nada. Supongo que desconecté demasiado de la
fiesta, el socializar cada noche y demás.
—¿Vas a casa ahora? –me pregunta Mateo, que pedalea a mi lado.
—Eso parece –respondo, fingiendo indiferencia al respecto.
Llegamos al portal donde, hace un tiempo, yo habría entrado junto mi hermano. Ahora su
vida está aquí, la mía no. Nos despedimos con un abrazo y prometemos vernos la semana que
viene.
—Adiós, enano –digo, antes de que se cierre la puerta y se aleje, rumbo al ascensor.
Suspiro, resignado, y emprendo el trayecto de regreso. Por un momento creo ver a ese
señor mayor del banco, pero en realidad se trata de una mujer. Últimamente me he estado
acordando de él. Incluso, ha aparecido en algunos de mis sueños. ¿Qué puto sentido tiene? ¿Qué
diablos me dio con ese viejo?
Mientras pedaleo, observo el movimiento en la ciudad. Lo cierto es que podría decir que
comienzo a ubicarme un poco en la vida, a transitar el limbo. Sin embargo, todavía hay huecos
difíciles de rellenar. Antes yo era el rey, dispuesto a cerrar cada uno de los garitos, a exprimir el
lado más salvaje de la existencia. Xavi siempre a tope, dándolo todo.
<<Mientras las luces brillen.>>
Automáticamente, pienso en ese lugar que me gusta, que ofrece una privilegiada visión de
la ciudad. Se me ha venido a la cabeza unas cuantas veces desde que volví a casa cuando estuve
con mi padre, antes del susto. No sé qué perra me ha dado. Me apetece de veras ir allí. La
primera ocasión en que estuve, comprobé que las vistas de noche molaban mucho.
<<Pues iré.>>
Y, tan rápido como nace una extraña y repentina ilusión, se desvanece sin piedad. Olvido
constantemente que no tengo el maldito coche. Mi querido Fiesta está retenido, y yo atrapado en
la urbe.
<<A no ser que…>>
Pedaleo con más fuerza. Es una verdadera locura. Pero, igual que ha sucedido en tantas
ocasiones…
Mis pies mandan.

La oscuridad es intensa y, arriba, el cielo se torna amarillento y contaminado, pese a que me


alejo más y más de la civilización. En mi repentino arranque, no conté con que mis capacidades
físicas son limitadas. Vale que estos meses atrás haya entrenado un poco, con eso de ir
repartiendo en bici de un lado para otro. Pero esta terrible cuesta, que asciende montaña arriba, se
me está haciendo dura.
Aun así…
<<Guau.>>
No sabría decir el tiempo exacto que habrá transcurrido desde la ida de pinza, ni tengo
intención ahora de pillar el móvil para comprobarlo. Intuyo que no menos de hora, u hora y
media. De lo que estoy seguro, eso sí, es de esta sensación que me inunda, que me lleva a
pedalear con más energía, pese a mis músculos fatigados.
Libertad.
Libertad como nunca antes. Creía que, cuando salía, iba a festivales, follaba con quien me
apetecía y, se supone, vivía intensamente, experimentaba grandes dosis de la misma, siendo una
de las muchas razones que me hacían continuar en aquel círculo vicioso de caos y más caos. Sin
embargo, en estos momentos, comprendo mejor la cruda realidad. Aquello no era libertad, sino
una prisión impuesta por mí mismo, el precio a pagar por no sentir toda aquella mierda que
llevaba bien adentro. Amalia me lo dijo, y tenía razón. También Arturito.
Acabo de patearme medio mundo para llegar a un destino que, por cierto, debe quedar
bastante cerca. Casi cualquier otra persona no se habría planteado siquiera la posibilidad de venir
hasta aquí, pero yo lo he hecho.
—Guau –verbalizo, bien alto esta vez.
Aún sigo practicando con esto de interpretar mis sentimientos y todo eso. Aunque, en mi
defensa, he de alegar que en esta ocasión resulta complicado. Sólo sé que es maravilloso.
<<E imprudente. Sí, lo sé, voz de Arturo de dentro de mi cabeza.>>
No hay absolutamente nadie más aquí. Sólo me he topado con un coche en la subida, que
me encandiló con sus faros y me obligó a echarme a un lado de la carretera, por precaución.
Huele a pino, se oyen las ramas más altas siendo mecidas por el viento, entremezcladas con mis
jadeos. Solos, el mundo y yo.
Intuyo que debo estar a puntito de llegar, pero me raya no distinguir el sitio entre tanta
oscuridad y recurro a la linterna del móvil. Acierto de pleno, ya que, tan sólo unos veinte metros
más adelante, se halla ese lugar que tanto me atrae. Salgo de la carretera, a pie y arrastrando la
bici. Me interno entre los árboles y llego, ¡vaya que sí! Altavera reluce a mis pies, con su halo
brillante y la luna sobre ella. Puede que sea porque, la primera ocasión en que estuve aquí,
cuando también era de noche, estaba más pendiente de… ejem, otros asuntos. O quizá porque,
después del esfuerzo de llegar, vea las cosas con otros ojos. La cuestión es que, el espectáculo,
me parece sobrecogedor.
Apoyo la bici contra el suelo y me siento al lado, cerca del precipicio. Todavía el corazón
me late a mil y mi respiración se encuentra agitada. Mi mirada se pierde en el paisaje urbano y,
pasados los minutos, comienzo a relajarme en serio. Sonrío como un mongolo. Realmente estoy
orgulloso de mi hazaña. Acaricio la bicicleta como si fuera un gato, nunca imaginé que mi
compañera y yo haríamos algo más que trabajar juntos. Puede que haya sido todo un
descubrimiento, y me mola. De veras siento que, por fin, las cosas comienzan a funcionar.
Empiezo a vivir.
A vivir de verdad.
El tiempo se sucede y no puedo más que sorprenderme. Caigo en la cuenta de que hago lo
nunca visto.
<<Nada.>>
No estoy haciendo absolutamente nada, lo cual resulta insólito, pero también maravilloso.
Jamás había estado así, parado sin más, disfrutando de un momento en el que podría quedarme a
vivir. Mis pensamientos, también tranquilos, exploran la sensación y…
<<¡Alto!>>
Acaban de rozar un lugar al que no quiero volver. Digamos que, desde que Germán entró
en mi vida, Álvaro se halla bastante enterrado y no me gustaría que dejara de ser así. Supongo
que iba a ser inevitable que, en este lugar, no me acordara de él. Al fin y al cabo, casi nos lo
montamos aquí. Vale, sí. No era él, sino Óscar. Pero yo logré obviarlo con una pericia que ni
Alicia en el país de las maravillas puesta de setas.
—Ahora está Germán –me digo, y no suena nada mal.
En realidad, podría proponerle venir juntos algún día. Pienso en ello, me esfuerzo de veras.
Sin embargo, no termina de encajarme. No es que él no sea suficiente o algo así. Qué va, para
nada. Este sitio tiene otros recuerdos y ya está. Punto. No tiene más vuelta de hoja.
Logro apartar esas ideas de mi mente, y continúo disfrutando de un momento que es sólo
para mí. Me pongo los cascos, escucho música y me relajo. Intento ignorar el frío, pero su gélido
poder traspasa las capas de mi ropa y me hace tiritar. Son las diez y media de la noche. No quiero
marcharme, abandonar esta sensación que tanto me llena. Me obligo a ponerme en pie,
prometiéndome que no tardaré en regresar. Pillo la bici, monto y, antes de abandonar el lugar,
echo un último vistazo a esa ciudad de locura.
Salgo a la carretera y, oye, el descenso es otra cosa. Ya no oigo música, sino el silencio.
Soy realmente feliz, pero… otra vez, dichosos pensamientos. Reflexiono sobre otras ocasiones
en las que comencé a sentirme bien, como aquellas que tuvieron lugar hace unos meses, cuando
la burbuja de purpurina en que vivía –y sí, citando a Arturo—, comenzó a agrietarse. Ocurría
que, daba un paso al frente y, de repente, una terrible sacudida hacía temblar hasta los mismos
cimientos de mi mundo.
—La tormenta después de la calma –murmuro, tragando saliva.
Ya estoy confabulando qué podría ocurrirme o salir mal cuando me hago consciente de ello
y corto por lo sano. No es mi estilo preocuparme en exceso. Vale que haya cambiado, pero hay
alguna tradición sana que conviene conservar.
<<Todo va a ir genial –obligo a verbalizar a la vocecilla que vive en mi cabeza.>>
Aunque, lo cierto, es que no puedo terminar de reprimir cierta ansiedad.
<<La tormenta después de la calma…>>
Capítulo XV

Si enero fue gélido, febrero se está superando. He quedado con Arturo y, pese a lo mucho que
nos gusta respetar nuestras costumbres, no pensamos a ir a nuestra plaza, ni tampoco al parque
donde están las canchas. La idea es reunirnos frente a las puertas de la biblioteca, tirar para casa
y encerrarnos como cucarachas. Vamos a la mía, donde no hay ningún Andrés al que molestar ni
la posibilidad de que a Arturo le dé un soponcio. Están de gresca, aunque eso no sea ninguna
novedad. Llevo demasiado poquito tiempo con Germán como para imaginar siquiera cómo debe
ser una relación a largo plazo. Lo que sí sé es que me resulta inexplicable que, dos personas que
se quieren tantísimo, no sean capaces de entenderse ni un poco.
—¿Qué dices, Arturito? –suelto, a modo de saludo.
Avanza hacia mí, cargado con la mochila y con un careto de estrés supremo. Le abrazo
como puedo, puesto que voy tirando de la bici. Me hace saber que está reventado, y también
frustrado. No ha sido capaz de concentrarse, de modo que el estudio no ha resultado fructífero.
—¿Tú qué tal? –pregunta.
Le cuento que, contra todo pronóstico, ha sido una jornada tranquila. Aunque esta noche
vuelvo a la carga, es viernes y no creo que vaya a tener tan buena suerte.
—Bueno… más curro, más pasta –me anima.
Sin posponerlo por más tiempo, hago uso de mi recientemente adquirida responsabilidad
afectiva, y le pregunto acerca de los follones con Andrés. Arturito comienza poniendo los ojos en
blanco, pero enseguida se arranca. Su discurso es bastante pesimista, y yo intento mostrarme
positivo, sólo por contrarrestar. Aunque, la realidad, es que no sé si estoy tan seguro. Siempre
andan igual y, si no logran poner algún tipo de remedio, temo que tarde o temprano se vayan a la
puta.
—No sé, Xavi. Estoy hasta los huevos –me está diciendo, mientras entramos a casa.
El calorcito se agradece. Nos ponemos cómodos, pillamos algo de beber y nos sentamos en
los sillones de cualquier manera. Se nota la confianza, además si este piso ahora es mío también
lo es de él.
—¿Y tú qué? ¿Qué tal tu película romántica? –se interesa, pese a la evidente amargura en
su voz.
—¿Estás seguro? –le advierto.
—Podré soportarlo –sentencia.
En estos momentos no puedo más que hablar maravillas, y quizá no sea exactamente lo que
a Arturo le interese ahora. Sin embargo, he preguntado y él ha dado permiso. Le pongo al día. La
verdad es que hablamos hace nada, pero hay unas cuantas novedades, que me dibujan una
sonrisa de gilipollas importante.
—Vuestro primer te quiero –se sorprende—. Guau.
Porque… sí. Hace unos días, en un arrebato de amor, le solté la bomba a Germán. Por un
instante, creí haberla cagado. Mi, oficialmente novio, se quedó traspuesto, completamente en
cortocircuito. No obstante, logró reaccionar y aseguró que también me quería. El mero recuerdo
me hace vibrar. Lo que no implica que, a estas alturas, conozca a mi mejor a amigo como a
nadie. Desde que estoy con Germán, he notado cierta reticencia por su parte al respecto. En esta
ocasión no es distinto, pese a sus esfuerzos por disimularlo. Va a ser que, esa habilidad de leer la
mente, es recíproca, a fin de cuentas. Resulta increíble lo intuitivo que uno puede llegar a ser
respecto a los demás cuando se les presta la debida atención.
—Dímelo ya, anda –le pido. Arturito se hace el ignorante y me la intenta colar—. En serio.
Quiero saberlo.
Suspira.
—¿Seguro? –pregunta, él esta vez. Asiento y, llevándose la mano a la nuca, reflexiona
acerca de sus próximas palabras—. Creo que, a lo mejor, todo esto ha sido muy precipitado.
Joder, sólo hace un mes que os conocéis. No me malinterpretes, me alegro un montón.
Reconozco que, sin duda, tiene razón. Las cosas han surgido así. Germán y yo estábamos
heridos, y quizás eso haya acelerado el proceso.
—Exacto –coincide Arturo, tras haber verbalizado yo lo anterior—. Creo que, lo mismo,
no fue un buen momento para vosotros.
Me quedo un poco pillado. No sé exactamente qué responder a eso. Es cierto que las cosas
han seguido su curso de manera un tanto frenética. Sin embargo, yo soy feliz. Germán es feliz.
¿Dónde está el problema?
—El problema –dice Arturo, más para sí que otra cosa. Se levanta del sofá, agarra su tercio
de cerveza y se aproxima al ventanal que da al balcón, contra el cual apoya el hombro, y dirige la
vista al cielo—. ¿Sabes dónde veo el problema, Xavi? Nunca hablas de Germán.
Detengo la elaboración de mi siguiente cigarrillo, alucinado.
—¿Cómo que no? ¡Si me paso todo el tiempo que no estamos juntos hablando de él!
—No tío, no haces eso –me rebate, volviendo a fijar su mirada en la mía—. Hablas
constantemente de la relación, de lo que estás sintiendo, de lo que supone en tu vida .—Nuevo
trago a su cerveza, como si le sirviera para reponer energías—. Nunca hablas de Germán.
—Eh… —pronuncian mis labios, sin saber qué otra cosa verbalizar.
—Cuando se está enamorado –prosigue, luciendo una sonrisa tan auténtica que lo hace
brillar—, no se deja de hablar de esa persona, de las cosas que te gustan de él, de lo
increíblemente guapo que te parece, de eso que te ha dicho, de lo que le mola hacer... ¿Es que no
recuerdas cómo era yo cuando empecé con Andrés? –añade, cerrando un instante los ojos, tal y
como si sus propias palabras se le hubieran clavado en el pecho, de puro dolor.
Sí. Vaya que si me acuerdo. No he visto a nadie tan enamorado como a Arturo. Antes
incluso de que hubieran intercambiado palabra alguna, ya estaba obsesionado con Andrés. Éste,
curraba en una zapatería, frente a la que pasaba cada día mi amigo. Hubo miradas, sonrisas, un
acto de valentía, una cita y sentimientos a flor de piel. Historia digna de Hollywood allá donde
las haya, pese a su estado actual.
Pero, sobre todo, Arturo tiene razón. Hablaba de Andrés sin parar, como si fuera el primer
ser humano que hubiera visto en toda su vida y le resultara fascinante. Veía cosas en su actual
novio que sobrepasaban lo sobrepasable. Un pequeño fogonazo, de esos de antes, me recorre. Yo
también he sentido eso.
Y no ha sido con Germán.
—Lo siento, tío –se disculpa Arturo—. No quería rayarte ni nada. Es sólo una opinión,
quizá no tenga ni pies ni cabeza…
—Los tiene –sentencio, demasiado serio—. Pero ahora no quiero hablar de eso.
De repente algo se ha roto. Ni sé explicarlo, ni mucho menos cómo haré para arreglarlo.
Me produce dolor de cabeza sólo de pensar en ello. Acabo de decirle te quiero a alguien y, casi
de seguido, toda la seguridad, ilusión y determinación se desinflan como un globo. Odio a
Arturo, muchísimo. Seguramente tenga razón, y por eso le odio más todavía.
—Joder, no debería haberte dicho nada –insiste, volviendo a mi lado y pasando su enorme
brazo por encima de mis hombros.
Me atrae hacia él con una fuerza que, aunque quisiera, no podría rechazar. Mi cabeza
queda apoyada en su hombro y permanecemos un momento en silencio.
—Te caigo mal, ¿verdad? –quiere saber, rompiendo la quietud.
—Sí –admito, aunque no impide que los dos sigamos exactamente igual que estamos.

Arturo se pira sobre las siete, y yo me preparo para pillar la bici y salir por la puerta. Me
encantaría pasar del reparto, largarme a ese lugar que tanto me gusta, o bien pedalear sin límites,
sin importar la dirección. Estoy volviéndome experto en eso. La verdad es que me vendría que
flipas para despejarme un poco. Pero necesito la pasta y no puedo prescindir de una noche de
finde.
<<No pensar. Sólo currar.>>
A puntito estoy de salir cuando recibo la respuesta de Germán a mi último mensaje. Me
había preguntado qué tal con Arturo, y yo me esforcé porque no me notara extraño. No necesito
activar sus alarmas en absoluto. No al menos hasta que pueda aclararme un poco. Puede que,
cuando haya digerido estas nuevas sensaciones, las aguas vuelvan a su cauce. Afortunadamente,
Germán se ha ido a un congreso de esos suyos de salsa, y no volverá hasta el domingo. Sólo
tengo que fingir un poco de normalidad por WhatsApp y ya.
En la calle me pelo de frío, pero soy consciente de que va a pasárseme enseguida. Abro la
app y selecciono mi primer encargo de la noche. Alguien quiere McDonal´s, y yo soy su hombre.
Pongo el piloto automático y voy hacia allí. Me concentro sobre todo en la bici, en el trayecto.
Siento que vuelo, me sumerjo en ello y en nada más. Hago las pausas necesarias, para recoger y
entregar pedidos, hasta que llevo tres. Elijo una nueva solicitud, me lleva otra vez a McDonal´s,
más concurrido y ajetreado incluso que antes. Logro salir, escapar, regresar al exterior. Otro
vistazo a la ubicación, a mi siguiente destino. Me pilla relativamente cerca. Se trata de un bloque
de edificios donde recuerdo haber repartido en alguna ocasión. Me dispongo a ello, de nuevo
vuelo, con La Raíz como banda sonora, reventándome los tímpanos.
<<Aquí es.>>
Me detengo frente al portal, compruebo la app para recordar el portero y, antes de que
pueda tocar, una tía sale y aprovecho para colarme. Monto en el ascensor, rumbo al octavo. Me
veo en el espejo y detecto cierto cansancio, no tanto por el curro sino debido al caos que ha
desatado Arturo esta tarde en mi cabeza. La sacudo e intento olvidarme de ello una vez más. Las
puertas se abren y salgo a un pasillo de estos en los que hay como trescientas puertas. La luz de
la cabina del ascensor me abandona, y tengo dificultades para encontrar a tientas el interruptor.
El tipo o la tipa podría esperarme en la puerta y ahorrarme el sufrimiento, pero no. Me veo
obligado a fijarme en las plaquitas que indican el número de la vivienda. Avanzo hacia la
izquierda, doy con mi objetivo y toco al timbre. Mientras espero, las luces se apagan. Estoy a
puntito de moverme hacia el interruptor cuando…
La puerta se abre y mi corazón peta.
—¿Álvaro?
Parpadeo repetidas veces, sólo para asegurarme de que esto está ocurriendo de veras.
—Xavi –pronuncian sus labios.

Vale sí, creo que es real. Álvaro está frente a mí, enmarcado en un rectángulo de luz que
convierte en más épica su inesperada presencia aquí. El fogonazo es tan intenso que,
literalmente, siento que necesito un punto de apoyo. Las piernas me flaquean y mi mente grita.
Es él, en carne y hueso, con el pelo revuelto, un chándal viejo haciendo las veces de pijama y la
expresión propia de acabar de ver un fantasma. No estoy seguro de si transcurren horas, minutos
o segundos. Ninguno de los dos habla, asimilando supongo este giro tan brusco de los
acontecimientos.
—Me has copiado –se lanza Álvaro—. Con que repartidor de Globo, ¿eh?
—Eso parece, sí –respondo.
Acto seguido, le tiendo la bolsa con su pedido, le doy las gracias e intento largarme, o más
bien huir. Álvaro me agarra del brazo y me lo impide, pronuncia mi nombre otra vez, le miro,
miro sus ojos brillantes. Pero no dice nada, o no al menos de inmediato.
—¿Qué pasó aquella noche? –se arranca, tras haber tragado saliva.
Sé perfectamente a qué se refiere, aunque dudo que tenga fuerzas para explicárselo.
—Tengo que irme –insisto.
Nuevo amago de marcharme y nuevo impedimento. Álvaro no me suelta, sino que me
sujeta con más fuerza. Me pide que espere, que no me vaya. Sus palabras me agitan entero.
Vuelvo a dudar de la realidad, a sospechar que esto no sea más que un sueño. Últimamente, la
frontera entre ambas dimensiones parece haberse desdibujado, y quizá, sencillamente, me esté
volviendo loco.
—Entra un momento .—Su voz suena a súplica—. Por favor.
No es algo que decida deliberadamente, sino un movimiento tan automático como el
respirar. Me dejo arrastrar adentro, cierra la puerta y…
Me abraza.
—Te he echado de menos –susurra su voz, peligrosamente cerca de mi oído.
Huelo su olor, siento su calor y me dejo transportar a ese contraste entre ternura e
intensidad, a una forma de ver la vida que me llenaba de curiosidad y a una sencillez sin límites,
perfecta y repleta de armonía.
—No entiendo nada… –consigo decir, y no miento.
Ni siquiera sé que ha sido del pedido, simplemente me dejo conducir a un salón cursi, de
mobiliario blanco y donde una peluda alfombra capta por un instante toda mi atención. Nos
sentamos en el sofá, en medio de una tensión que amenaza con asfixiarnos.
—Siento que las cosas tengan que ser así –expresa, cogiéndome la mano.
Intento centrarme, recuperar la cordura y hacerme dueño de mis actos. Una voz comienza a
resonar entre mis pensamientos, a rugir.
—Tú elegiste que fuera así –sentencio, con tanta frialdad que me hiela incluso a mí.
Aparto mi mano de manera brusca y Álvaro se queda congelado. ¿Acaso no fue él quien
decidió que dejáramos de vernos? ¿Acaso no eligió quedarse con esa rubia melenuda en vez de
conmigo? He estado demasiado tiempo jodido, lloriqueando por un fantasma y, ¿ahora esto?
—Imagino que esta es la casa de tu chica, ¿no? –adivino, con todo el sarcasmo del mundo.
—La verdad es que –responde, lentamente—, es de los dos.
Siento una punzada de dolor en el estómago. La casa de los dos… ¡viven juntos! Está con
esa tía, comparte vida con ella, y se molesta en hacerme entrar aquí para no entiendo ni qué. A
puntito estoy de expresárselo, pero se me adelanta. Me cuenta que, hará un par de meses,
decidieron vivir juntos y así compartir gastos. También que ahora curra en el restaurante y no en
Globo, aunque eso yo lo sepa de sobra. Le pregunto dónde está ella ahora, y él me explica que
uñas largas se ha ido a pasar el finde con la familia, a su pueblo. Me limito a echar un vistazo
alrededor. Lo cierto es que a Álvaro no le pega una mierda vivir aquí. Es evidente que, este
salón, ha sido decorado por esa Barbie de periferia.
<<Ella no tiene la culpa de nada de esto –me obligo a recordarme.>>
Pero Álvaro sí.
—¿En qué piensas? –se atreve a preguntarme.
—En el enorme talento que tienes para engañar a todo el mundo –gruño, cabreado—. A
mí, a la rubia, a ti mismo… ¿alguien más?
—Venga, Xavi. No seas así –me suplica, con esa carita suya de niño inocente.
Sus ojos vuelven a brillar. Puede que no nos hayamos visto mucho. Aun así, siento que le
conozco. Sé que, adentro de su cabeza, las cosas no deben ser nada fáciles. Me aplaco, sin
remedio. Me deshincho hasta quedarme vacío. Quisiera abrazarle, besarle y hacerle de todo. Pero
nada de eso es posible. Él lo eligió así.
—Me has preguntado por qué estaba aquella noche frente a tu portal, ¿verdad? Lo sabes
perfectamente. ¿Para qué iba a ser? Estaba allí por ti. Quería decirte que no estaba de acuerdo
con tu decisión, que yo no solía ser de tener las cosas claras y que, sorprendentemente, estaba
más decidido de lo que lo había estado nunca –me sincero, sonriendo con amargura.
Álvaro traga saliva, niega con la cabeza y me mira, traspasando mi piel, llegando mucho
más profundo.
—No puede ser Xavi. Créeme que lo siento –sentencia.
—Ya, claro. ¿Para qué me haces entrar entonces? –contrataco—. ¿Qué cojones quieres de
mí, Álvaro? Dime que me pire, ¡échame de aquí! Pon las cosas fáciles.
Se hace el silencio. Abre la boca, intenta pronunciar unas palabras que no brotan de su
garganta. Noto mi corazón rugiendo contra mi pecho. Ahora soy yo quien traga saliva.
—Xavi… —me suplica, en cuanto empiezo a acercarme.
Continúo aproximándome sin romper el intensísimo contacto visual. Álvaro no puede
soportarlo, ladea el rostro. Yo lo tomo entre mis manos, le obligo, de la misma manera que él me
obligó a seguirle. Veo sus ojos, muy cerca de los míos, humedecerse. En ellos se lee el conflicto,
esa lucha interna que lo devora desde dentro.
Y sucede.
Estampo mis labios contra los suyos. Un escalofrío, quizás pura electricidad, me recorre,
me sacude. Mi boca se mueve como si hubiera estado muerta hasta hora, y mis manos arden en
su rostro. Álvaro se va soltando, cogiendo energías. Coloca a su vez sus enormes manos en mi
rostro. Nuestras embestidas se tornan pura magia. Nos soltamos las caras y, sin apartar los labios
el uno del otro, nos abrazamos, nos estrechamos con fuerza. Resulta extraño y maravilloso. Es
como si tuviéramos la necesidad de fusionarnos, de convertirnos en uno por un momento, y el
mundo se me antoja lejano, distante.
—Esto… —dice, contra mi boca. Arremeto con más ímpetu, impidiéndole hablar. Cede
por unos momentos, pero logra zafarse de mí—. Esto no está bien.
Entierra el rostro entre sus manos, se lamenta como si hubiera asesinado a alguien. La
magia muere y hasta mi piel parece gritar. Se levanta, ahora manos a la nuca, dando vueltas por
la habitación, mordiéndose el labio inferior. Dirige la mirada al mueble de la tele, y yo la sigo.
Localizo el objetivo de sus atenciones, cubierto de un marco blanco.
Una foto de él con su chica.
No dudo de sus sentimientos, ahora menos que nunca. No obstante, me siento ridículo, un
auténtico pardillo. Me pongo en pie, decidido a largarme.
—Quizás algún día quieras apostar por ti –le digo—. Por mí.
Vuelvo por donde he venido, alcanzo la puerta y me detengo un segundo, esperando que
me retenga.
Nada.
Abro, cierro y recorro el pasillo del rellano. Me planto frente al ascensor, apretando los
dientes y roto por dentro. Pulso varias veces. Comienzo a desesperarme y voy por las escaleras.
Bajo rápidamente y mis pasos resuenan en un silencio absoluto, generando un estruendo que
debe sonar igual que yo por dentro. Continúo sin detenerme, alejándome otra vez de aquello que
mantendría siempre a mi lado. Escucho una voz, parece la de Álvaro. Pero sé que no es más que
mi cabeza.
<<Él no va a mover un dedo.>>
Desciendo piso tras piso, hasta llegar al portal. Voy directo hacia mi bici, que antes dejé
enganchada a la barandilla. Procedo a liberarla, aunque no doy ni una. El caos en mi mente es tal,
que apenas oigo la puerta del ascensor abrirse.
—Xavi –me llama Álvaro—. Espera.
Me vuelvo, en parte creyendo que no habrá nadie más, que he perdido la cabeza.
—¿Qué…?
Avanza decidido hacia mí, me alcanza y, sólo cuando me toca, estoy cien por cien seguro
de que es real. La sensación que genera su tacto en mi piel es inconfundible. De mi cuello, sus
manos descienden a mis caderas, me arrastran hacia sí y me mira con un brillo nuevo, distinto.
—No quiero que te vayas –sentencia, con tal seguridad que se me pone dura.
Capítulo XVI

Mis ojos se abren y, hasta que no le veo, sobado a mi lado, pienso que anoche definitivamente no
fue más que un sueño, de esos que duelen en el alma nada más despiertas y compruebas que no
había realidad alguna. Está ahí de veras, con su rostro tan cerca del mío que noto su respiración
en mi boca. Uno de sus brazos envuelve mi cintura, como si hubiera temido que pudiera
esfumarme. Intento mantenerme todo lo quieto que puedo, respirar flojito. No tengo la menor
idea de qué ocurrirá cuando Álvaro despierte. Las posibilidades son infinitas, oscilando desde
una boda a no volver a vernos nunca más. Exprimo este instante, por si acaso fuera el último.
Sus ojos tiemblan ligeramente, a puntito de abrirse. Le odio por haberme concedido sólo
unos minutos. Pero, cuando sucede, cuando los veo, el sol que se filtra por la rendija de la
persiana –a mis espaldas—, se refleja en ellos y los llena de luz. En sus labios se dibuja esa
media sonrisa suya que, dados los dramáticos acontecimientos de anoche, no tuve la ocasión de
contemplar. Me contagio sin remedio, simplemente por acto reflejo, aunque, también, porque
supongo es una buena señal.
—Buenos días –me desea, su voz ronca.
Le beso, por toda respuesta. Dejo a mis labios mecerse suavemente contra los suyos, y
permito a los escalofríos convertir este momento en un recuerdo que, suceda lo que suceda, no
me será nada fácil olvidar. Adentro de mí se congregan sentimientos tan confusos, tan intensos,
que no puedo comparar con nada que haya experimentado antes. Álvaro es pura magia hecha
carne. Su físico, la manera en que me toca, en que se mueve…
Me cuesta entender cómo puede haber tanto de extraordinario en una sola criatura.
<<Cuando se está enamorado –recita la voz de Arturito en mi cabeza—, no se deja de
hablar de esa persona, de las cosas que te gustan de él, de lo increíblemente guapo que te parece,
de eso que te ha dicho, de las cosas que le mola hacer…>>
>>Mierda. Mierda. Mierda. Mierda. Mierda. Mierda.
—¿Estás bien? –me pregunta.
Noto la ansiedad en sus ojos, aunque tal vez sea mi rostro, reflejado en ellos. Dudo por un
momento. Me odio a tope por lo que estoy a punto de hacer. Pero no me queda otra.
—Necesito mi móvil –digo, con gallo incluido.
Me aparto de Álvaro, deseando con todas mis fuerzas que esta no sea la última vez que
despierte a su lado, me libero de las mantas y aterrizo los pies descalzos en el suelo congelado.
—¿Qué pasa con él? –quiere saber, preocupado.
Le ignoro y me dirijo a toda velocidad al salón. Busco mi riñonera, demasiado espeso aún.
Me acuerdo de que ayer no la cogí y cambio de objetivo. Mis pantalones están tirados en el
suelo, junto al sofá. Me abalanzo sobre ellos y saco el teléfono del bolsillo.
—¿Me puedes explicar qué ocurre? –insiste Álvaro, que me sigue desnudo al salón,
encogido y con los brazos cruzados para mantener el calor.
—No me jodas –murmuro, en cuanto desbloqueo la pantalla.
Tengo seis llamadas perdidas y me han echado abajo WhatsApp a notificaciones. Las dos
primeras son de Germán, el resto de Arturo. Los mensajes corroboran mi teoría. Mi novio, ese
cuya existencia olvidé completamente anoche, al cual afirmé querer hace unos días, me escribió
y, al no encontrar respuesta, debió decidirse a llamar. Dada mi desaparición, escribió a Arturo
para preguntarle si me encontraba bien, el cual se preocupó e intento ponerse en contacto
conmigo.
—Eh, Xavi. ¿Qué pasa? .—Álvaro se planta delante de mí y me sujeta de los hombros.
Respiro hondo, muy hondo.
—Pasa que la he jodido, muy fuerte.
Me abraza y no me resisto. Su calidez me lleva a ser consciente del frío.
—Estás temblando –dice, con voz suave—. ¿Qué tal si nos ponemos algo de abrigo y me
cuentas?
Asiento, conforme. Él acaricia mi mejilla, toma mi mano, me conduce de regreso al
dormitorio. Abre el armario empotrado y me presta un pijama suyo, o sea, un chándal para el
arrastre. Se pone otro y me ofrece café. Le hago saber que mi estómago está revuelto, que
prefiero no beber nada. Él se va a preparárselo, me insta a ponerme cómodo. Voy al sofá,
recupero el móvil y aborrezco la situación. Ahora mismo debería estar dando botes porque
Álvaro no me ha echado de una patada, se ha rayado o bien le ha dado un colapso. Sin embargo,
mi foco de atención está enterito puesto en mis próximos movimientos. Debo meterle una bola a
Germán, en lo que me planteo mi existencia. También tranquilizar a Arturo, que probablemente
me dé un collejón en cuanto tenga ocasión. El problema es que estoy embotado, no se me ocurre
absolutamente nada y la excusa debería ser lo bastante creíble si no quiero tener a mi supuesto
novio con la mosca detrás de la oreja.
<<Le he puesto los cuernos –verbaliza la vocecilla de mi cabeza.>>
A la persona a la que dije mi primer te quiero, al segundo chico más increíble que he
conocido, al mismo que se echó a llorar cuando me vio hecho un manojo de lamentos,
recordando mi experiencia con Roberto. Siento un inmenso asco hacia mí mismo, una decepción
complicada de digerir. Esto no hace honor ni siquiera al Xavi de hace unos meses. Él, al menos
decía pasar de todos, aunque lo hiciera de manera un poco brusca, aunque no tuviera una mierda
en cuenta los sentimientos de los demás. Este, el de ahora, el evolucionado, enamora al tío más
encantador del universo sólo para engañarle de la forma más ruin y miserable.
Álvaro regresa con su café, me pilla con las manos echadas a la cabeza, ésta apoyada
contra el respaldo y mi mirada fija en el techo. Me exige que le cuente de una vez qué está
ocurriendo.
—Estoy con alguien –me sincero, a quemarropa.
Me incorporo, observo su reacción y hallo una mezcla de sentimientos. Primero cierto
escozor. Imagino que, hasta ahora, Álvaro no ha hecho otra cosa que plantearse su posición en
todo esto. Creo que, el hecho de que yo tenga una vida, de que haya alguien más en ella, le ha
pillado completamente desprevenido. Pero, también, los músculos de su rostro se contraen, como
si sintiera una punzada de dolor.
—Sé cómo te sientes –empatiza, antes de resoplar sonoramente.
—Soy lo peor –afirmo, más para mí que para Álvaro.
—Somos, lo peor –me corrige.
Me envuelve entre sus brazos y permito que su calor me reconforte, mientras el café
humea, solitario en la mesita.
—Esto que hay entre los dos… hace daño a todo el mundo –reflexiono, sin apartarme de él
—. A tu chica, al mío. A ti, a mí .—Álvaro tampoco se retira, pero no contradice mis palabras.
Lo hemos hecho todo mal, ambos—. Tengo que llamarle. Ni siquiera sé qué voy a decirle.
Me suelto de su abrazo, ahora sí.
—Creía que ibas a quedarte un poco más –dice, con la mismita expresión que un niño sin
fines de semana—. Ella no volverá hasta esta noche.
—¿Y después qué, Álvaro? –planteo.
Respira hondo y se guarda para sí lo que quiera que esté pensando. Intento adivinarlo, y no
me resulta complicado. Sé que le flipo. Pero nunca ha apostado por nosotros. Está demasiado
asustado, demasiado paralizado. Ni siquiera yo sé distinguir qué es lo mejor. Sólo que tengo que
marcharme. Se lo debo Germán. Debo llamarle, conseguir que se calme, pensar al respecto.
—Voy a ponerme mi ropa –le hago saber a Álvaro.
Me levanto y él se queda ahí, sentado. Recupero mi atuendo al completo, me visto, sin que
deje de observarme o mueva un solo músculo siquiera.
—Me voy –verbaliza mi voz, demasiado débil, mientras me pongo el chaquetón.
Álvaro continúa contemplándome, y la tristeza en sus ojos me atraviesa como una lanza.
Estoy a punto de reiterar mi despedida, cuando reúne fuerzas para ponerse en pie, camina hacia
mí y se coloca justo enfrente.
—No sé cómo, ni cuándo –Sus manos agarran las mías y las oprimen con fuerza—, pero
vamos a volver a vernos. Esto no va a quedarse así.
>>Te lo prometo.
El fogonazo regresa, me sacude y dispara mis pulsaciones más si cabe. Álvaro acaba de
hacerme una promesa. Está dispuesto a apostar por nosotros.
Está dispuesto a apostar por mí.
Le beso. Me besa. Nos abrazamos. El mundo se retuerce, se expande y se contrae.
—Adiós –digo.
—Adiós, Xavi –responde, pellizcando mi mejilla.
Doy media vuelta, directo a la entrada. Álvaro se queda solo en su salón, probablemente
con muchas cosas en las que pensar y una taza de café fría en la mesa.
Yo salgo al rellano, cierro y respiro hondo.

Afuera, bajo el calor del sol, no me hielo, tal y como esperaba. Camino con la bici a cuestas y
unas pintas terribles. Ni siquiera me he lavado la cara, aunque me importa muy poco. Mi cabeza
es un torbellino de sensaciones, de pensamientos. Por un lado, cada paso me aleja más de Álvaro,
y doblar la esquina de la calle, dejando atrás su edificio, me supone un auténtico desafío. Por
otro, necesito elaborar de una vez esa excusa. Busco un banco donde sentarme y me estrujo las
sienes. Mi atención se centra en los transeúntes, en el tráfico y en los comercios, en ese mundo
que me rodea y del cual me encuentro completamente separado.
<<Bingo.>>
A unos cuantos metros, hay una tienda de móviles. ¡Eso es! Puede ser una buena excusa.
Recuerdo cuando, hará un par de años, el Iphone de Andrés petó. En realidad, lo único que le
ocurría, es que se había quedado pillado, no podía reiniciarlo ni lograr que reaccionara de
ninguna otra forma. Con la ayuda de Arturo, terminó descubriendo que existe una combinación
de botones para casos así, reiniciando el teléfono y, si todo está bien, arreglándose el problema.
¿Por qué no podría haberme pasado lo mismo a mí? Pienso en las posibles trabas. Se me ocurre
el ordenador portátil. Lo más lógico sería que, de haberme ocurrido el problema planteado,
hubiera contactado con Germán desde el correo electrónico, por ejemplo.
<<Pero yo soy un desastre –me recuerdo.>>
Puede funcionar. Creo que es hora de llamarle, de acabar con esto. Soy un pedazo de
mierda, un cerdo infiel que anda volviéndose loco para emplear el pretexto más asqueroso
posible, pero…
De perdidos al río.
Envío en primer lugar una nota de voz a Arturo, en la que le hago saber que estoy bien y
que necesito su inestimable apoyo de manera inmediata. Cierro WhatsApp y busco el contacto de
Germán. Tomo aire y le doy a llamar. Espero pacientemente, y nada. No hay respuesta. Me estoy
preguntando si me odia demasiado para contestar al teléfono, o si bien sospecha qué ha ocurrido,
cuando me devuelve la llamada. Acepto enseguida y me llevo el móvil a la oreja.
—¿Germán?
—Hola –me saluda, muy escuetamente.
Sucede algo. Lo sé. Es probable que esté cabreado por no haberle llamado, sin más.
Procedo a meterle la bola, sintiéndome una auténtica alimaña, pero disimulándolo con cierta
maestría.
—Menos mal. Se me pasaron por la cabeza cosas feas –dice.
Me quedo pillado. Su voz suena inquieta, incluso tensa. Está pasando algo. Germán
sospecha, o qué se yo.
—¿Qué tal tu finde? –le pregunto, en un intento de desviar la conversación.
—Muy bien –afirma, demasiado rápido.
<<¿Está nervioso?>>
No da muchos más detalles. Me invento que vengo de la tienda de móviles, donde han
solucionado mi problema, que tengo que pasar por el súper, volver a casa para pillar la bici y
ponerme a currar. Él me dice que le están esperando sus amigos para dar una vuelta.
—Pásalo bien –le deseo.
—Qué te sea leve, guapo –me responde.
Se produce un silencio incómodo. Toca un te quiero, pero ni yo lo digo ni él lo dice. Voy a
colgar cuando Germán se me adelanta.
<<¿Qué coño está pasando?>>
Me obligo a no pensar en ello. Necesito relajarme antes de nada. No pienso currar hoy,
pese a que acabe de afirmar lo contrario hace un minuto y a que mi economía vaya resentirse este
mes. Compruebo que, Arturo, ha respondido a mi solicitud de ayuda. Como era de esperar, su
contestación comienza con una amenaza, pero le sigue un ¿dónde estás?. Ni siquiera me da
tiempo a decírselo, estoy a puntito de enviarle una nota de voz cuando recibo su llamada.
—Eres un mierda, que lo sepas –me saluda, todo él simpatía—. ¿Sabes lo preocupado que
estaba? Joder, Xavi.
—Tienes razón –admito—. Soy un mierda. Y no sabes hasta qué punto.
Voy tirando hacia su casa, que pilla bastante cerca, y, sobre la marcha, confirma nuestro
encuentro. Le resumo un poco, puesto que nos vamos a ver enseguida. Pero, nada más menciono
el nombre de Álvaro, Arturo se engancha cual señora mayor a su telenovela favorita. Sigo
contándole en lo que se viste, se lava los dientes y se prepara para salir.
—Maaadre mía –alucina, mientras oigo como cierra la puerta de casa y sus pasos
resonando en el rellano.
—Lo sé. Ni yo me creo que todo esto haya pasado –coincido, atravesando ya su calle,
dirección al portal—. Y encima de todo Germán está rarísimo y… a mí me va a estallar la
cabeza.
Continuamos hablando por el móvil, hasta que sale a la calle y le alcanzo. Descolgamos y
seguimos la conversación como si nada. Arturo lo está flipando de veras. Y eso que,
precisamente él, no es alguien a quien pueda sorprender con tanta facilidad.
—Menudo lío –se limita a comentar.
—Exacto. Y yo, necesito comer algo, fumarme un porrito.
Arturo me sigue a la tienda más próxima, donde pillo un par de empanadillas.
—Por cierto, estás hecho un asco –puntualiza, camino hacia el punto y en tanto engullo las
empanadillas con bastante ansiedad.
—No llevo… —me interrumpo, trago el medio bocado que tengo metido en la boca y,
ahora sí, prosigo—: No llevo evitando ver mi reflejo en todas partes desde que salí a la calle para
que tú ahora me digas eso.
—Lo siento –se disculpa, arrepentido—. Sé que tienes un buen marrón entre manos.
Mi mejor amigo me pide que le cuente algunos detalles más, que le brinde la versión
extendida antes de opinar. Llegamos al objetivo pasados los minutos. El garaje de mi camello
constituye el lugar donde se dedica a pasar. Está en un callejón, la policía no pasa mucho por
aquí. Él se encuentra, igual que siempre, sentado con colegas en el bordillo de un local chapado.
Le pillo diez euritos de hierba y nos vamos igual que hemos venido. La plaza que nos gusta a
Arturo y a mí, nuestra plaza, pilla al lado de aquí. Ninguno de los dos propone ir, sino que nos
movemos en piloto automático. Nos hallamos completamente inmersos en la conversación. He
logrado despejarme un poquito al menos, pero sigo bastante agobiado y, mi mejor amigo, contra
todo pronóstico…
No aporta mucho.
—Yo qué sé tío. Es muy complicado –dice, sencillamente.
Alcanzamos nuestro destino y nos sentamos al solecito, alejados de un grupo de chavales
que desprenden un olor a maría más intenso que mi camello. Procedo a unirme a la fiesta, liando
el porro.
—Necesito que pienses por mí, Arturito. ¡Para eso estás aquí! –protesto.
Él reflexiona mientras, yo, acabo la faena y aspiro una primera calada.
—Creo que deberías ser sincero –declara—. Si Andrés me hiciera eso, querría saberlo.
Querría que me lo contara. Creo que, incluso, sería capaz de perdonarle, ¿sabes?
Le tiendo el porro y lo toma. Un día es un día.
—La cosa es que… —hablo, aunque no encuentro las palabras.
—No sabes si quieres que te perdone –adivina Arturo.
Es una forma de hablar, claro. Desde luego que quiero que lo haga, que Germán me
perdone. Me odio a mí mismo por haberle hecho algo así. Lo que no sé si me gustaría, es
continuar con la relación.
—Tenías razón, con todo lo que dijiste ayer –le concedo a mi mejor amigo, igual que
tantas otras veces—. Acertaste de pleno. De hecho, creo que, incluso, invocaste a Álvaro .—
Arturo protesta en medio de una calada y le da un ataque de tos. Me aseguro de que se encuentra
bien y, suspirando, continúo con lo que estaba diciendo—: Mientras estaba con él, me di cuenta
de lo que decías. Ya lo sabía, en realidad. Sólo que, lo corroboré. Hay demasiadas cosas que me
vuelven loco de Álvaro. Tantas que necesitaría un buen rato para nombrarlas todas. Tal vez, con
Germán, haya logrado llegar a un punto más intenso, en cuanto a cariño, digo. Pero esa sensación
que tengo, cuando estoy con Álvaro, no tiene nada que ver. Es algo más allá, y es eso lo que
quiero para mí. ¿Me entiendes?
Mi mejor amigo sonríe, asiente. Posa su mano en mi hombro y lo oprime con fuerza. El
gesto me pone sensible. Me encuentro demasiado revuelto.
—Entonces, ya sabes lo que tienes que hacer –afirma.
—Sí. Pero qué difícil es –alego—. Habíamos pasado a otro nivel y, ahora…
Ahora me doy cuenta.
Es más, creo que, en el fondo, siempre lo he sabido. Me he pasado la vida huyendo de
todo, evitando el dolor y enganchándome a cualquier cosa que me proporcionara un poquito de
distracción. Cuando decidí cambiar, o quizá cuando la vida me puso al límite y no me vi en otra,
apareció ese vacío, ese limbo que, todavía, no ha terminado de extinguirse en su totalidad. Había
demasiados huecos que rellanar.
Germán me sirvió.
Ya no había excesos, fiesta o sexo compulsivo. Dejé eso atrás y, en cuanto encontré al que
ahora es mi novio, sustituí los hábitos anteriores con su cariño. Se ha convertido en alguien muy
importante para mí. Todo este amor que siento es tan real como la mano de Arturo, que continúa
sobre mi hombro, o la piedra del banco en que estoy sentado. Pero no es esa magia, no es aquello
que Nacho28 me hizo y me hace sentir.
—Será duro, pero pasará –me alivia Arturo, impregnando su voz de una seguridad que yo
estoy muy lejos de sentir.

Arturo se porta de maravilla, igual que siempre. Se niega a dejarme solo y pasamos el día juntos.
En cuanto nos marchamos de la plaza, fuimos a casa a que yo me diera una buena ducha.
Comimos allí mismo y, por la tarde, nos dimos una vuelta y tomamos algo.
—Mucho ánimo, anda –me desea, acompañando sus palabras de un cálido abrazo.
—Gracias, Arturito.
Me suelta, sigue su camino y yo sigo el mío. El cielo se oscurece por momentos, sobre los
edificios. Las farolas se encienden y las calles se convierten en puro ocio, tal y como reclama un
sábado. Durante el trayecto de vuelta, atravieso el centro y me topo con un importante gentío,
reunido en torno a diversos escenarios donde, algunos grupos locales, tocan temas muy míticos.
Me abro camino como puedo, con Por la boca vive el pez resonando en los altavoces. Reflexiono
sobre mis siguientes movimientos. Sé lo que tengo que hacer, pero dudo que sea una gran idea
llevarlo a cabo ahora. Germán debe estar pasándolo en grande en su congreso. No quiero joderle
el fin de semana, así que lo mejor será dejarlo pasar. Mañana estará de nuevo en la ciudad, y
tocará afrontarlo lo mejor que se pueda.
En cuanto me zafo de la multitud, entre la que, hace unos meses, habría estado dándolo
todo, saco el móvil del bolsillo y accedo a nuestra conversación. Debería dar señales de vida,
sólo para mantener la cosa estable hasta que podamos hablar. Pienso qué escribirle exactamente,
pero se pone en línea y, en menos de dos segundos, se me adelanta, me pregunta cómo estoy. Le
envío un audio, alzando la voz porque la música y el revuelo todavía se oyen. Le hago saber que
todo va bien, que finalmente he pasado la tarde con Arturo y poco más. Él, que ha permanecido
en línea, escucha las novedades y procede a responder. Me cuenta que se está divirtiendo, pero
que tiene algunas cosas que contarme. Me quedo absolutamente extrañado. Su actitud no me
cuadra, aunque sí concuerda con lo raro que estaba cuando hablamos por la mañana. Está
sucediendo algo, y no entiendo nada. No se me ocurre forma humana de que haya podido
enterarse de lo mío con Álvaro.
Decidido, me dispongo a enviarle una nota de voz.
—Oye, quizá sean cosas mías, pero te noto un poco raro y…
<<Maldita sea.>>
Una llamada entrante interrumpe mi mensaje. Leo en la pantalla el nombre de mi
interlocutor y cancelo el audio. Lo de Germán puede esperar.
—Hola, papá. ¿Qué tal?
—¿Hijo?
La voz de mi padre suena diferente, le noto preocupado. Algo no va bien.
—Papá, ¿qué ocurre?
Hay una pausa y, sin haber recibido aún respuesta, ni saber muy bien por qué, mi corazón
se dispara.
—Necesito tu ayuda.
Cierta sensación de inquietud se apodera de mí. Me preocupa lo que pueda estar
ocurriéndole, pero hay algo más que eso. Noto cómo mis niveles de ansiedad se incrementan por
momentos.
<<Cálmate –me pido.>>
—Hijo, ¿estás ahí? –insiste.
Me esfuerzo por contestar, por decirle que estoy aquí, que puede contar conmigo. Sin
embargo, verbalizarlo resulta más complicado que pensarlo. Desde la última vez, desde que
todos aquellos recuerdos se me vinieron a la mente, tras el casi accidente, me he sentido un tanto
incómodo respecto a él, por más que haya intentado negármelo. En un día como hoy, soy incapaz
de obviarlo.
—Oye, Javier… no pasa nada. ¡En serio! –dice, en vista de que no reacciono—. No tendría
que haberte llamado. Acabo de aparecer en tu vida hace dos días y esto no es apropiado. Lo
entiendo.
—¡No! –consigo pronunciarme—. Puedes contar conmigo. Dime qué pasa.
Mi padre responde agradecido. Mientras, caigo en la cuenta de que llevo plantado en el
sitio todo este tiempo. Ni siquiera sé cuándo me detuve, pero me hallo en medio de la acera,
entorpeciendo el paso de diferentes transeúntes que van de aquí para allá.
—Entendido. Voy hacia allí –le confirmo, colgando el teléfono y retomando mi camino.
Papá está cerca de la estación de buses. Pilla a unos diez minutos de aquí, de modo que
aligero el paso y me obligo a dejar de divagar. En cuanto le vea podrá explicarme qué está
ocurriendo. Las voces de Mateo y de Arturo, insinuando que soy demasiado confiado, me
asaltan, me increpan.
<<No le conoces de nada –dicen al unísono, secuestrando mis pensamientos.>>
—Es mi padre –les respondo, o me respondo más bien.

Todavía no entiendo muy bien cómo ha sucedido, pero papá está instalándose en la otra
habitación. Mientras, salgo al balcón y me lío un cigarrillo. Hace un frío que pela, pero necesito
digerir esta situación. Lo cierto es que no me siento cómodo con esto, ¿pero que iba a hacer si
no? Nada más reunirme con él, se echó a mis brazos, afectado. Su mujer ha puesto punto final a
la relación, pidiéndole a mi padre que no regrese a casa. Podría haber tirado de sus otros dos
hijos, pero, según dice, ambos se posicionan a favor de su madre y no están dispuestos a echarle
el cable.
—Anoche la pasé en un hotel –me explicó, en lo que veníamos hacia aquí, cargando cada
uno con una maleta—. Habría seguido ahí, mientras busco algo, aunque… no sé, no quiero estar
solo ahora mismo, ¿me entiendes?
Va a quedarse unos días, lo cual supone un giro demasiado brusco de los acontecimientos.
Todavía estoy asimilando lo que ha ocurrido con Álvaro, preparándome para afrontar cierta
conversación con Germán. Esto ha sido la gota que colma el vaso en una auténtica espiral de
caos.
Escucho pasos en el salón y, a continuación, la puerta corredera de cristal chirriar a mis
espaldas.
—Javi, ¿te importaría que me dé una ducha? –me pregunta papá.
—Claro, estás en tu casa –me apresuro a responder.
Le digo dónde encontrar las toallas, y él que, cuando acabe, se irá a dormir.
—Ha sido un día demasiado largo para mí. Esta mañana estaba en Barcelona, sin saber qué
iba a hacer –me cuenta—. Pero ahora estoy aquí, contigo.
Me sonríe y me esfuerzo por devolverle el gesto. Le indico que, si necesita algo, sólo tiene
que pedirlo. Finalmente vuelve adentro. Continúo fumándome el cigarrillo hasta acabarlo y,
automáticamente, liar otro. Con la tos de un yonqui y pelado de frío, me meto en el salón. Oigo
el agua de la ducha correr. Aprovecho para ir a la cocina, preparar rápidamente un par de
sándwiches y encerrarme en mi habitación. Necesito un poco de espacio ahora mismo.
—Qué lío –murmuro, agotado.
Me zampo los sándwiches, sentado en la cama y con la mirada perdida en la nada. Escucho
a mi padre moverse por la casa y la inquietud regresa. Me acuesto con la ropa y me tapo con las
mantas, sin apagar siquiera la luz. Quiero descansar un momento. Dejo pasar los minutos y, el
sopor, aparece antes incluso de lo previsto. Siento como mi consciencia se va apagando, y me
rindo al sueño sin que me importe lo más mínimo la luz o que todavía no haya respondido a
Germán.
Veo a Álvaro, viniendo hacia mí y besándome. También esas coloridas zarpas, que lo
atrapan y lo alejan. Mi hermano y Arturo, incluso Amalia, están por alguna parte, diciendo cosas
que no alcanzo a oír. El señor del banco me observa, en la distancia. Todos se callan, cuando, la
voz de una mujer grita.
<<Mamá.>>
Otra vez vamos en el coche, un resplandor me ciega, se oye un golpe ensordecedor, me
pitan los oídos. Caigo hacia no sé ni dónde y…
Aterrizo en la cama.
O más bien despierto. Me había quedado traspuesto y las jodidas pesadillas de nuevo. No
logro sacarme de la cabeza la voz de mi madre, discutiendo con mi padre, llevándome lejos.
<<¿Qué coño significa?>>
Afuera, en el otro dormitorio, está durmiendo alguien a quien, efectivamente, apenas
conozco. Una sensación de miedo, de ansiedad, se apodera de mí. Intento controlarme, pero no lo
logro.
<<Han pasado muchas cosas –trato de tranquilizarme—, demasiadas emociones.>>
Adopto posición fetal y cierro los ojos con fuerza, intentando con ello que todas esas
horribles ideas desaparezcan de mi cabeza. Pero mi mente, incansable, no está dispuesta a
rendirse. En su definitivo apogeo, evoca ciertos pensamientos que me inundaron hace sólo un par
de semanas. Me acuerdo de aquel caos que vaticiné la noche que se me fue la perola con la bici.
Y aquí está, listo y preparado para arrasar con todo.
Sempiterno I (La tormenta)

El distante sonido del agua corriendo en la ducha me hipnotiza tal y como si se tratase del canto
de una sirena. Todavía me pesan los ojos y mi cabeza funciona como puede. Esta noche he
tenido sueños que no logro recordar con claridad.
Pero sé que él estaba en ellos.
Hace semanas que, la más absoluta casualidad, volvió a reunirnos. Hace semanas que, la
vida, prometía ser distinta. No obstante…
Cierra el grifo y, sin inmutarme, espero a que se seque, se vista y regrese a la habitación.
—¿Ya te has despertado? –me saluda su voz, todavía con la toalla en el pelo.
Sólo que se trata de Germán.
Casi por un instante, juraría haber visto a Álvaro en vez de a él. Supongo que todavía no
estoy lo suficientemente despierto. Me esfuerzo por sonreírle y, Germán, se tumba a mi lado. Su
mirada encuentra la mía y detecto ese toque tan extraño, tan agridulce y tan distinto al que estaba
acostumbrado. Nada y todo han cambiado al mismo tiempo. Nunca imaginé que ambas cosas
pudieran coexistir tan estrechamente.
Germán se me abraza. Creo que los dos sentimos exactamente lo mismo. Hay cosas que,
una vez se rompen, nunca vuelven a ser iguales.
Seguramente recuerde durante el resto de mi vida aquella situación como una de las más
extrañas que he vivido, y eso que cuenta con una amplia competencia. Germán había regresado
de su congreso y, al día siguiente, decidimos vernos en el mismo parque donde solíamos
coincidir antes de ser algo más que dos desconocidos. Yo llegaba hecho un asco de tanto
pedalear y sudar, puede que hasta oliendo a la comida basura que reparto. Me senté en aquel
banco, el que era mi lugar de reposo y donde el corazón se me aceleraba frente a la perspectiva
de observar a Álvaro un día más, a la salida de su curro. En aquel momento ya reflexioné sobre
lo curioso que resultaba. Supongo que la historia entre Germán y yo estaba condenada desde el
primer momento.
Le vi venir hacia mí, con un jersey de cuello alto burdeos que le encanta y el abrigo
colgando de su hombro, nada que ver con aquellos primeros chándales que le vi. Miley no le
acompañaba, lo que me gustó porque teníamos que hablar cosas de mayores. Estaba a punto de
soltarle que, a días de decirle te quiero, me había acostado con otro, sin siquiera pasárseme por la
cabeza que yo tenía un novio y que aquello no podía suceder, aunque desde luego no pensara
expresarme de manera tan explícita. Fue prácticamente un milagro que mis piernas,
compinchadas con mis tripas, no tomaran el control y me llevaran a huir como una vil rata. El
antiguo Xavi, el que evitaba cualquier tipo de mal rollo o drama, trataba de poseerme con una
insistencia que llevaba tiempo sin experimentar.
Si había una sola cosa que me invitara a quedarme, además de un esfuerzo importante por
hacer las cosas bien, era conocer aquello que Germán no me había dicho. Ya sabía de sobra que
le ocurría algo, desde aquella llamada. El día anterior lo había confirmado, alegando que le
gustaría vernos y hablar. Los dos teníamos algo que decirnos.
—Empieza tú –recuerdo que me pidió, nada más nos hubimos saludado con un beso
amargo y fugaz.
Me costaba mirarle a los ojos. Tuve que levantarme y caminar de un lugar a otro, sin
Germán entender qué me estaba pasando. Se puso en pie, me abrazó y me obligó a sentarme.
Y lo solté.
Lo conseguí. Vi el dolor en sus ojos, un leve destello.
—Fue con él, ¿verdad?
Para Germán resultó casi un alivio. Ambos sabíamos perfectamente que todavía estábamos
enamorados de otras personas cuando todo empezó. Fue uno de los factores que nos llevó a
sentirnos atraídos por el otro, compartir un sentimiento tan intenso y agudo, el mismo que estaba
terminando con nuestra relación.
—¿No vas a decirme nada? –le pregunté, en vista de que se quedó callado.
—Qué te digo, Xavi. Como siempre, supongo –hablaba, lento—, te entiendo demasiado.
No hicieron falta las siguientes declaraciones para hacerme comprender. Lo habría sabido
aunque hubiéramos decidido dejar las cosas ahí. Germán había vuelto a enrollarse con su ex.
Coincidieron en aquel congreso y la cosa se calentó.
—Ahora eres tú quien no me dice nada –señaló, con ojos vidriosos.
Me acuerdo de la sensación, tan rara e incoherente, igual al resto de nuestra historia. Mi
mente, gráfica en exceso, escenificó a Germán enrollándose con ese tipo que para mí no era más
que un fantasma en fotos, acariciándole de la misma manera que me acaricia a mí, besándole de
esa forma tan inmensamente diestra. Pero, también, a la vez, un infinito sentimiento de alivio se
apoderó de mi persona. Noté quitarme literalmente un peso de encima. Me encontraba más
liviano, más vacío en el buen sentido. Hubo abrazos, explicaciones y alguna lágrima.
Lo estábamos dejando, así debía ser.
—No quiero perderte, Xavi. Podemos seguir siendo amigos –dijo.
Y vaya que si no nos perdimos. Lo cierto es que todo continúo siendo exactamente igual.
Nos escribíamos como si no hubiera pasado nada de nada. Yo estaba raro, además, por la
reciente convivencia con mi padre. Me resultaba complicado alejarme. A los dos nos resultaba
complicado. Al tercer día, fuimos a su piso y, casi con naturalidad, follamos y nos achuchamos
igual que hacíamos una semana atrás.
Así hasta hoy.
Sencillamente hemos fluido y… aquí estamos, envueltos el uno en el otro, sin ser ya nada y
sin que eso parezca importar. Hay tristeza, sí. Somos conscientes de que esto tiene un fin, de que,
por mucho que seamos expertos en fingir que nada sucede, la realidad es otra. Germán se aprieta
más contra mí, como si tuviera miedo. Creo que sucede cuando piensa en su ex. Volvió a caer,
fue algo inesperado y contra lo que no supo luchar. Germán le dejó hace meses porque era
incapaz de soportar la ansiedad que le generaba la situación, pero nunca dejó de quererle y,
encontrarle en aquel congreso, les llevó a lo que les llevó. Quedó en nada, eso sí. Germán insiste
en que no es para él, en que debe seguir adelante. Sin embargo, no consigue pasar página.
Y yo me callo la boca.
Lo hago porque mi mente es secuestrada a ratos por los recuerdos de esa noche que pasé
con Álvaro. Creo que mis sentimientos son más intensos que nunca, pero de poquito sirvió. No
he vuelto a saber de él. Por un momento pensé que, al cabo de los días, aparecería y me elegiría.
Sigue sin ser así. Le creo, de todos modos. Sé que en algún momento vendrá. Sólo tengo miedo
de que, en ese instante, no sea suficiente. Es complicado de explicar. Lo último que querría es
que la cosa se torciera, que nos quedáramos sin saber cómo es Ax. Porque sí, me he inventado un
nombre de novios. Si Arturo y Andrés son Doble A, tal y como yo mismo les bauticé, Álvaro y
yo no íbamos a ser menos.
<<Veremos –me digo, intentado controlar el fogonazo.>>
Germán, de repente, estira el brazo y alcanza su móvil, que reposaba en la mesita.
—Voy a tener que irme –indica, con toda la pereza del mundo.
Se hace el silencio. No me suelta y creo que, en el fondo, espera que le pida que se quede.
Pero no lo hago.
—¡Pues nada! –exclama, con energía renovada. Se incorpora y se pone en pie—. Miley me
está esperando.
Sus palabras, que pretenden rebajar la tensión, no resultan muy convincentes. No son pocas
las veces que la compañera de piso de Germán ha paseado a Miley.
—¿Has pensado en la fiesta? –me pregunta mientras recoge sus cosas, como si nada—. En
serio, no quiero que te sientas presionado. No tienes obligación ninguna con esto –añade, y,
aunque no lo vaya a decir, le sigue un porque no somos novios—. Pero… bueno, por saberlo.
—La fiesta, ¿eh? –comento, fingiendo desinterés. Germán está de espaldas a mí, metiendo
su ropa en la mochila, pero veo sin ver su cara de decepción—. ¡Claro que voy, pavo!
Se vuelve, su rostro todo luz.
—¿En serio?
Regresa a la cama y se me echa encima. Estaba deseando que lo acompañe a la fiesta. Una
de sus amigas de la academia celebra su graduación, al más puro estilo americano. A Germán le
daba un poco de palo ir solo, porque no ha invitado al resto de compañeros de baile y no conoce
a nadie. Me lo lleva comentando unos días, pero lo cierto es que me da una pereza que flipas, y
no ha sido hasta ahora que me he decidido. Tampoco a mí me entusiasma el plan. Ni siquiera al
Xavi que cerraba los garitos de La Galería le va ese rollo. La gente es de otro palo que no me
atrae mucho, probablemente me sienta un poco desubicado.
<<Es por Germán –me recuerdo.>>
No podía negarme. Menos con lo que pasó. Vale que, al final, los dos nos pusiéramos las
botas, pero continúo sintiéndome culpable por la parte que me toca.
—¿Me recoges a las nueve? –quiere saber, cuando está listo para irse.
—Perfecto –miento, pellizcándole el costado.
Nos damos un pico y se pira. Me quedo solo en la casa y respiro. Todo es demasiado
extraño.
—¡Al menos estoy solo! –grito, directo hacia la cocina.
Y no lo digo por Germán. La casa es sólo para mí y, últimamente, no ha sido siempre así.
Desde que mi padre se instaló, mi independencia se ha visto comprometida, y ya me había
malacostumbrado a ella. Finalmente, no han sido sólo unos días. La parte buena es que está para
arriba y para abajo. Apenas para por casa y, de cuando en cuando, se pira unos días para hacer no
sé qué cosas de no sé qué negocios. Lo cierto es que me interesé al respecto, sobre todo porque
ando receloso desde la primera noche que durmió aquí, aunque tampoco es que recibiera
respuestas muy claras. Intenté sacudir de mi cabeza esas pesadillas, la voz de mi madre y esos
recuerdos que no logro ver con total nitidez. No obstante, no surtió el mismo efecto que antes.
Tampoco ayudan Mateo y Arturo, que están más mosqueados con el tema que nunca.
—Si quieres saber qué hace cuando está por ahí, podríamos seguirle –llegó a proponer
Arturito, totalmente fuera de lugar.
¿Qué les pasa a todos? Bueno, no a todos, todos. Amalia, para no ir más lejos, no tiene ni
zorra idea de que mi padre está viviendo en mi… su casa. No estoy muy seguro de qué opinaría
al respecto y, por si acaso, opto por ser precavido. Es mi padre, no hay más que hablar. Para ser
sinceros, lo cierto es que no, no le conozco. Hay muchas cosas que no sé, y no es que él esté
dispuesto a arrojarles luz. Imagino que, sencillamente, es algo reservado y todavía no tenemos la
suficiente confianza. Apenas pasamos tiempo juntos. Papá suele estar en su cuarto, a su rollo. Yo
al mío. Tarde o temprano se irá y podremos progresar poco a poco, igual que hacíamos.
Y ya está. Fin.
Salgo al balcón con una taza de café calentita. La verdad es que la primavera ha elevado
las temperaturas, el sol me pega en toda la jeta y estoy muy a gustito. Me siento en una de las
sillas y me reclino hacia atrás, como un señor. Me lío un porrito, ya a primera hora, pero sólo
porque hoy va a ser un día de grandes esfuerzos. Me gustaría hacer unos cuantos repartos al
mediodía y el asunto de la fiesta no está pagado. En lo que pico la hierba, echo un vistazo a la
bici, que casi la siento devolverme la mirada, repleta de reproche.
—Perdóname, compañera –me disculpo de corazón.
Sé que no estoy bueno de la cabeza, pero es algo que sólo ella y yo podemos entender.
Apenas le meto caña, o no de la buena. Cojo la bici a diario, para repartir, aunque nada de esas
aventuras y viajes prometidos. Estaba cogiéndole el gusto y, de repente, me frené. Álvaro, mi
padre, Germán… no sabría decir por qué exactamente. El caso es que otra vez me siento
estancado. Continúo buscándome a mí mismo, o como se diga. Intento con todas mis fuerzas
saber quién soy, elegir el camino correcto. Es bastante complicado de expresar. Creí que, una vez
hubiera logrado dar el salto, el camino brillaría con mayor claridad.
<<Qué malo es pensar –pienso…—. Mierda.>>
Intento relajarme un poco. Me fumo el porrito sólo disfrutando de la calidez del sol. Me
acabo el café y, tras estirarme como un oso, vuelvo al interior dejando todos los bártulos en el
balcón. Me he quedado doblado y es temprano. No habría madrugado tanto de no ser por
Germán. Necesito echar otro sueñecito, reponer las pilas. Se viene un día guapo.
<<Sólo espero que en esa fiesta pase algo interesante.>>
Enseguida resoplo, como un animal. ¿Qué puedo esperar de tan ansiado evento?
Bah.

Salgo de casa por segunda vez hoy, directo a mi Fiesta y casi que con la cena en la boca.
Arranco y circulo hacia el portal de Germán, donde ya debe estar esperándome. No sabía
exactamente qué ponerme, así que he repetido el look de Nochevieja. Noto como si fuera
disfrazado y, la sensación, incrementa más si cabe lo tedioso que me resulta todo esto.
—¡No me lo creo! –exclama éste, nada más me detengo frente a él y monta a mi lado—.
Llevas la misma ropa que aquella noche.
Me besa en los labios, como si se le hubiera olvidado por un momento que ya no somos
novios. Llevamos fingiéndolo estas últimas semanas e imagino que esta noche toca hacerlo con
mayor hincapié. Dudo que tenga ganas de explicar a unos desconocidos nuestra extrañísima
situación. Efectivamente los trapos que me envuelven son los mismos que llevaba puestos
cuando nos liamos. Parece que fue ayer y, al mismo tiempo, en otra vida.
—A ver… —dice Germán, teléfono en mano—. Pongo el Maps.
Mi no novio ya había estado en una ocasión en casa de su amiga, en nuestro destino. Sin
embargo, la orientación no es uno de los puntos fuertes de Germán, y dejamos que la voz de
Google nos guíe hacia allí. Atravesamos el centro y circulamos hacia Los Pinos, el barrio más
pijo de toda la ciudad. Me acuerdo de Marco, un nuevo amigo de la pandilla de Amalia que antes
vivía por ahí. También a mí me había tocado venir en alguna ocasión cuando era niño, a comer
con unos amigos del bufete de mamá. Incluso, ella misma y Alfredo barajaron durante un tiempo
mudarnos a ese lugar.
En cuanto nos adentramos en sus ajardinadas avenidas, el lujo y la ostentosidad cobran
protagonismo. Las llamativas viviendas –algunas más modernas, otras más clásicas—, se
suceden unas tras otras, a cuál más espectacular. La pereza asciende a mil mientras tomo un
desvío y circulamos por una calle prácticamente idéntica a la anterior.
—¡Esa es! –indica Germán.
Aparco en el primer sitio que encuentro y nos dirigimos allí. A las puertas del chalet se
hallan reunidas unas cuantas personas. Nada más vernos, una chica demasiado efusiva se lanza a
los brazos de Germán.
—Con que este es el famoso Xavi, ¿eh? –comenta, directa hacia mí para saludarme con
dos besos, dejándome claro que no está al corriente de los recientes acontecimientos acaecidos
entre su amigo y yo.
Nos presenta al resto de los que hay; una pareja y otra chica. Accedemos adentro, pese a
que todavía faltan unos cuantos invitados. El jardín es muy amplio, pulcro y… vomitivo. La
casa, de un blanco inmaculado e iluminada por numerosos focos, no llega a ser un palacio, pero
alcanza a explicar que nuestra anfitriona se comporte como una princesa. Germán parece
contento.
<<Eso es lo que importa.>>
Nos metemos en la vivienda que, en realidad, no es propiedad de Clara –la chica
histriónica—, sino de sus padres, ausentes esta semana. El que resulta ser el novio de ésta
aparece y la besa como si fuera una estúpida película romántica. Hasta el aire que se respira me
parece artificial, pero voy tras ellos junto al resto de todos modos. Sólo hay que seguir el sonido
de la música. Dejamos un recibidor de escándalo y atravesamos un salón que debe tener el
mismo tamaño que mi piso al completo. Accedemos, ahora sí, a una sala donde habrá ya unas
diez o quince personas.
—¿En serio?
El inmenso espacio, iluminado por luces azules, parece una discoteca. Cuenta con su
propia barra, pista de baile y está decorada al detalle. Llaman mi atención los cuadros, de aires
veraniegos y que tanto encajan con las vistas, más allá de la pared acristalada. Afuera, una
generosa y resplandeciente piscina es sin duda la indiscutible protagonista. Pero, a mí, superada
la impresión, me gustan el billar y el futbolín que se encuentran a un extremo de la sala, junto a
una zona de sofás que componen un perfecto cuadrado.
Nuestra anfitriona y su novio, pese a nuestra evidente sorpresa, actúan como si tener esto
en casa fuera lo más común del mundo. Hablan con nosotros un momento, pero enseguida dicen
tener que marcharse a continuar recibiendo invitados. Los otros se escaquearon nada más entrar
y les veo pidiendo en la barra.
<<¿No podía esta tía contentarse con la puesta de bandas de la universidad? –me indigno,
preguntándome por qué la dichosa Barbie no se conformó con cenar y salir de fiesta tras el
evento, como todo el mundo—. No. Ella tenía también que dar su propia fiesta. Buah.>>
—Tomad algo, conoced a los demás o lo que os apetezca –nos insta, señalando hacia todos
lados—. ¡Sobre todo divertíos! Luego habrá alguna que otra sorpresa –añade, instantes antes de
guiñarnos un ojo y contonearse hacia la puerta, con su Raúl, el novio, siguiéndole los pasos.
—Alucinante, ¿verdad? –comenta Germán, boquiabierto.
—Sigo prefiriendo La Galería –aseguro, encogiéndome de hombros.
—Gracias por haber venido –me concede, acercándose a mí y abrazándome.
Respondo al gesto, aunque me hace sentir más desubicado si cabe. Lo cierto es que
Germán se muestra muy cariñoso. Me pregunto si, simplemente se siente agradecido de veras
porque esté aquí o si, lo mismo, vuelve a ver las cosas de otra manera.
A nosotros.
Vamos a la barra, ya vacía, y en lo que la alcanzamos, me cuenta que el año pasado Clara
dio una fiesta cuando hacía bueno en la que hubo catering, cohetes, mucho ambiente en la
piscina y una serie de excesos que ni me hubiera planteado que alguien pudiera desear. La tía se
cree famosa. Puede que tenga pasta, pero no deja de ser una mortal más.
Pese a que ni ella ni nada de esto van conmigo, me propongo de veras divertirme.
—Ahora me estoy arrepintiendo de no haber venido en taxi –se lamenta Germán, tras
haber pedido por los dos.
Lo cierto es que no suele beber mucho, aunque precisamente la noche en que nos
conocimos fuera bastante a tono. Ninguno de los dos vamos sobrados de cuartos y eligió
conducir a la vuelta en lugar de beber. Que yo renunciara a ello nunca fue una opción, claro.
Vale que las antiguas costumbres sean… simplemente eso. Pero no pensaba pasar por esto sin
alcohol en sangre.
—¡Aquí tenéis! –exclama el tío que hay detrás de la barra.
Tanto Germán como yo nos habíamos quedado empanados contemplando el panorama. Le
damos las gracias, pillamos nuestras copas y…
—¿Ahora qué? –pregunto, un tanto perdido.
—No sé –contesta Germán, al que no le abandona el entusiasmo, aunque esté igual de
descolocado que yo—. ¿Qué te apetece hacer?
—Tú eres el experto en esto, ¿no?
—¡Qué va! No estuve en esa fiesta, ni en ninguna otra. Sólo vine una tarde a merendar con
las chicas de baile –se excusa.
Básicamente, el resto de gente, que parecía conocerse de antes, están salpicados por parejas
o grupos, a lo largo de la estancia e ignorándonos deliberadamente. En mi repaso visual, detecto
un movimiento que capta mi atención. Una de las chicas que entraron con nosotros, desde los
sofás, nos hace señas para que vayamos allí. Se lo digo a Germán y, sin dudarlo, accedemos de
buena gana. Tanto el tío como las dos tías, nada más llegamos, nos reciben y, unos cuantos pares
de besos y estrechones de manos después, nos sentamos con ellos. Casi creo que esta gente son
nuestra esperanza, pero, su conversación, enseguida toma un rumbo que me lleva a resoplar para
mis adentros. Estudios, trabajo, proyectos, planes de futuro y… bostezo, literalmente. Supongo
que, en ese sentido, no he evolucionado tanto respecto al Xavi que solía ser. Todavía no tengo
claro qué haré o dejaré de hacer con mi vida. Imagino que no pasaré repartiendo comida basura
el resto de mi existencia, pero dejé la carrera en stand—by, aún no cuento con ningún plan
alternativo y, ni mucho menos, es algo en lo que ahora quiera pensar. Esto es una puta fiesta,
¿qué coño que les pasa?
Germán, que se adapta mejor de lo que lo hago yo, interviene de cuando en cuando en la
conversación, mientras me limito a sonreír, asentir y unirme a las risas. Se suceden los minutos
y, aburrido, observo cómo Clara regresa a la sala un par de veces seguida de más invitados.
—¿Quieres otra? –le pregunto a Germán, al ver su copa de Coca—Cola vacía—. Yo sí.
Transportando ambas, me dirijo a la barra con decisión. En cuanto he llegado y colocado
los vasos sobre ella, oigo a alguien pronunciar mi nombre pese al alto volumen de la música. Me
vuelvo y se trata de Raúl, el perfecto Ken. Se mueve primoroso hacia mí, en lo que siento una
extraña mezcla de aburrimiento y curiosidad. ¿Qué querrá el marquesito de este humilde
plebeyo?
<<Pobre, en realidad es majo –me riño, aunque lo haga con los ojos en blanco.>>
Tan correcto y simpático como antes, me pregunta si le puedo echar una mano. Quiere que
le ayude a mover algo pesado a la sala, aunque no me explica qué es porque forma parte de la
dichosa sorpresa. ¿No podía contratar a alguien para esto? Sonrío lo mejor que puedo, asiento y
le sigo al salón de antes. Las copas tendrán que esperar.
Está emocionado contándome al respecto, pero mis oídos captan un sonido inconfundible.
Mi cuerpo reacciona intensamente. Todo ha pasado demasiado deprisa. Intento comprender. He
sentido esto otras veces.
Un fogonazo.
La voz de Clara, la de otra mujer y aquella que pretende infartarme, se oyen con mayor
claridad, al son de sus pasos acercándose. Casi hemos alcanzado la puerta de doble hoja cuando,
en el umbral, se planta él.
<<Álvaro –resuena en mi cabeza.>>
No está solo, pero para mí no hay nada más. Su expresión aterrada comienza a resultarme
más familiar de lo que me gustaría, aunque en esta ocasión poco puedo reprocharle. Las piernas
me tiemblan y el corazón me va a mil por hora. Por un momento creo que no se trata más que de
un sueño, que la realidad versa sobre un sábado sobado en mi cama. Definitivamente, debo
haberme quedado atrapado en un umbral entre mundos. Tanta casualidad no existe.
<<Qué alguien me pellizque.>>
Raúl se lanza a estrechar la mano de Álvaro, interponiéndose por un momento en mi
campo de visión. Aprovecho para fijarme en la otra chica, en la que no es Clara, y a la que tal y
como sospechaba, ya había visto antes. Su melena rubia de anuncio y sus largas uñas, rojas en
esta ocasión, son inconfundibles. Una tía espectacular, envuelta en un vestido más espectacular si
es eso posible.
La novia de Álvaro.
Acto seguido, Raúl se dirige a ella y le estampa un par de besos. Clara toma el control y
procede a las presentaciones pertinentes. Les dice que soy Xavi, el novio de Germán.
Naiara, que resulta ser prima de ésta, y que también es la novia de Álvaro, me saluda con
un abrazo, tremendamente contenta. Respondo a sus afectos un tanto rígido. Me cuesta hasta
mirarla a la cara, ni hablemos de abrazarla. ¿De veras tengo que creerme que esto está
sucediendo? Por lo menos no se acuerda de mi gepeto, de que fui aquel loco que pronunció el
nombre de su novio y que se largó corriendo.
—He coincidido con Germán un par de veces. No le conozco mucho, pero me parece muy
simpático –comenta, muy sociable ella. Intento procesar una respuesta, más allá de la sonrisa
forzada que se apodera de mí en automático—. Este es Álvaro, mi novio –añade, clavándome un
puñal en el corazón.
Me obligo a buscar su mirada y a controlar esos escalofríos ardientes que me sacuden.
Álvaro está más pálido que Edward Cullen y, su sonrisa, tan sumamente genuina y pura, se ve
igual de artificial que esta absurda casa o bien la situación en sí misma. Extendemos nuestras
manos y, ¡auu!, las estrechamos. Su tacto es demasiado y la cosa comienza a resultar
insostenible.
—¿Estás temblando? –interviene Clara, con voz preocupada—. ¿Te encuentras bien?
Coge mi mano y me interroga. Naiara, sorprendida, toma la de su novio, al que le sucede
igual, y le pregunta al respecto.
—No sé, me encuentro regular… —me adelanto—. Necesito ir al baño.
Clara me indica que hay uno en la sala donde está teniendo lugar la fiesta, pero que la
puerta al más cercano se encuentra a unos cuantos metros. Huyo sin mirar atrás, de la forma más
literal posible, y me encierro, apoyando la espalda contra la pared, tratando de respirar con
normalidad. Cierro los ojos con fuerza, porque aún no descarto que esto se trate de una pesadilla.
Mi expresión en el espejo es un poema. Me estrujo las sienes y doy vueltas de un lado para otro
en estos cuatro metros cuadrados. Necesito largarme de aquí, poner una excusa y conseguir
alejarnos a Germán y a mí de este caos. Me pregunto qué se le estará pasando a Álvaro por la
cabeza, si se siente tan inmensamente fuera de lugar como yo ahora. Pienso en él y, de repente,
me invade una oleada de rabia. Si hubiera dado el paso, si estuviéramos juntos, nada de esto
estaría ocurriendo. No habría heridos sentimentales, dramas ni situaciones propias de una
telenovela mala, que poco o nada tienen que ver conmigo.
Me echo agua en la cara y me paso la mano por la nuca, sudorosa. Intento recomponerme.
¡Me duele la tripa! Sí, eso es. Saldré ahí afuera, se lo diré a Germán y nos iremos de aquí
cagando leches.
—Ahí voy –verbalizo, con la intención de infundirme ánimos.
Abandono el baño y regreso a la sala. Las risas y las voces haciéndose oír por encima de la
música forman un perfecto caos, entre el que pienso colarme y rescatar a Germán. Le busco entre
la gente y de repente le veo en pie, hablando con los de antes. Cuanto más me acerco, más
evidente se me hace que comienza a pasárselo bien. ¿De veras tiene que pagar una vez más los
platos rotos de una historia condenada al fracaso?
<<Que se largue Álvaro –me digo, iracundo.>>
—¿Dónde estabas? –me pregunta nada más llego. Es evidente que no se ha cruzado con
Clara, ni tiene la más mínima idea del percal—. ¿Qué te pasa? Estás un poco pálido.
Su expresión dulce termina de deshincharme.
—Nada, he tenido un apretón. Todo está perfecto –le engaño, todo yo convicción.
Germán me devuelve la sonrisa, me planta un beso en la boca, dejándome un tanto
confuso. Tal vez sí que pretenda volver a lo de antes. Pensaría al respecto, pero, tras él, localizo
una lejana mirada.
Álvaro no nos quita ojo. Está en la sala junto a su perfecta novia.
—Voy a por esas copas, ¿vale? –anuncio.
—Te espero aquí –contesta mi… lo que quiera que sea.
Voy a la barra, respiro hondamente. Puedo con esto, sólo es cuestión de amenizar.
<<Y eso sé hacerlo.>>
—¿Qué te pongo? –pregunta el camarero vestido de pingüino de antes, sorprendentemente
desocupado.
—Lo más fuerte que tengas –sentencio con absoluta rotundidad.
Me tomo dos chupitos de absenta a palo seco, le pido una de ron para llevarme, la Coca—
Cola de Germán, y vuelvo junto a éste, que justo se está despidiendo del grupito.
—Van a jugar al billar –me informa—. Han dicho que vayamos si nos apetece una partida.
—Casi que prefiero liarme un porrito –alego.
Germán se decide a acompañarme, vamos a los sofás y nos sentamos. Hay dos tíos a los
que nuestra presencia no les impide continuar preparando sus rayas. Germán está un poco
incómodo al respecto, mientras yo me siento en casa. Sólo he consumido cocaína en alguna
ocasión muy puntual, pero he vivido rodeado noche tras noche de gente que se esnifaba las rayas
dobladas.
—Te huele el aliento a borracho –me reprocha Germán, se supone que en broma.
—He bebido un par de chupitos en la barra… no me jodas .—Mi mirada se desvía más allá
de él, hacia Naiara, que viene para acá.
Mi novio se vuelve y la ve. Tal y como me temía, Álvaro la sigue. Nuestras respectivas
parejas se saludan como si fueran amigos de toda la vida.
—¿Este es tu chico? –quiere saber Germán, que le ofrece la mano a Álvaro.
Las estrechan, haciendo esta noche más surrealista si cabe. Acto seguido, Germán hace
amago de presentarnos y, Naiara, le explica que nos hemos encontrado antes.
—¿Te encuentras mejor? –se solidariza ésta.
Germán pregunta qué ocurre, le explico que hace un rato me encontraba mal, por aquello
del apretón, pero que ya se me ha pasado. No sé ni cómo, la cosa es que de repente estamos
sentados los cuatro, en plan parejitas. Se inicia una conversación que logra imponerse por encima
de este coñazo de música comercial. Germán y Naiara charlan, Álvaro calla y yo casi me he
bebido la copa. No puedo evitar buscar la mirada de mi queridísimo Nacho28, que la esquiva en
todo momento y come suelo. En estos instantes le odio tanto que, más que besarle o cualquier
otra mierda por el estilo, le tiraría el vaso a la cabeza. Ha convertido todo en complicado y, vale
que esté reformándome y mi tolerancia hacia las situaciones difíciles mejorando, pero esto es
demasiado gratuito.
Observo a Naiara, la cual desentona un poco aquí. Tanto su look como su manera de
expresarse son un tanto… de barrio. No tengo ningún problema con ello, sencillamente es así.
Me resulta increíble que Clara —la princesa de Altavera— y Naiara sean primas. Tampoco
Álvaro pega mucho en este lugar, con su marcado acento, sus formas desgarbadas y esa simpleza
que a mí me encanta pero que, aquí, probablemente se vea vulgar.
—¿A dónde vas? –me pregunta Germán, en cuanto he acabado de fumar y me ve hacer
amago de levantarme.
—Necesito otra –aseguro, meciendo el vaso vacío.
Noto su mirada, ahora sí cargada de auténtico reproche, aunque no me dice nada y voy a
pirarme. Si supiera que el tío que está sentado frente a él es el mismo con el que le fui infiel,
alucinaría.
—¡Espera, Xavi! –me pide Naiara, apartándose el pelo de la cara con sus garras escarlata.
Se vuelve hacia Álvaro, le dice algo que no puedo oír y, lentamente, éste se levanta y se acerca a
mí.
Entiendo que viene conmigo a por bebida y resoplo, con los ojos en blanco. Germán me
observa con expresión interrogante, pero le ignoro y cojo camino al espacio que se está
convirtiendo en mi oasis de paz en esta sala.
<<Arturo va a flipar con el nuevo giro de esta mi patética historia de amor –murmura la
vocecilla de mi cabeza, no sin acierto.>>
Llego a la barra y prácticamente me echo sobre ella, quizá un poquito mareado. El
camarero está ocupado atendiendo a un grupito.
—Xavi, ¿podemos tratar esto con naturalidad? –me suplica Álvaro, que se coloca a mi
lado.
Me echo a reír y niego con la cabeza.
—Lo dices como si fuera culpa mía –contrataco—. Si no te gusta, pírate tío.
—¿Crees que no lo he intentado? No hay forma de sacar a Naiara de aquí, ni de irme sin
que me despelleje.
—Ya… ¿pues sabes qué? –respondo, acercando peligrosamente mi cara a la suya,
mirándole desafiante. Álvaro no mueve un sólo músculo y, de poder oírla, seguramente
escucharía su respiración agitada y hasta los latidos de su corazón—. No pienso irme .—
Permanecemos así, el uno frente al otro. La mirada de Álvaro desciende de mis ojos a mi boca
para, acto seguido, apartarse de mí y girar la cabeza hacia otro lado—. ¿Te has hecho caquita?
El camarero se acerca y nos interrumpe, aunque de todos modos dudo que Álvaro fuera a
responderme. Pedimos y se dispone a servirnos.
—Xavi, te lo pido por favor… —implora, tras una breve pausa de silencio.
—¿En serio piensas que voy a hacer alguna tontería? –le echo en cara, indignado—.
Puedes quedarte tranquilo. No pienso arruinar tu perfecta mentira.
Nuestras bebidas aterrizan sobre el cristal y no pierdo un instante. Atravieso la sala con
Álvaro siguiéndome los pasos. Esquivo a un par que están dándolo todo en medio de la pista y,
apenas a unos metros de los sillones, me detengo en seco cuando la voz estridente de Clara
inunda la estancia. Veo a la muy pava subida a una silla, con un micrófono en la mano y el
calzonazos de Raúl sujetándola para que no se caiga.
—¡Hola a todos y a todas! En primer lugar, quería daros las gracias por haber venido a la
fiesta, por compartir conmigo este momento tan especial…
<<Discursito. ¿En serio?>>
Continúo mi camino, tanto Álvaro como yo ocupamos nuestros sitios sin que Germán o
Naiara hayan desviado la atención de Clara. La muy petarda, deja caer con falsa sutileza que ha
sido la primera de su promoción, que la han propuesto para hacer un doctorado y unas cuantas
gilipolleces más.
—De verdad, gracias –parece concluir, de la misma forma que lo hago con mi copa—.
Ahora sí, ¡hablemos de la sorpresa!
<<Mierda, no. No ha acabado.>>
Escucho detenidamente cómo a Clara se le va la puta cabeza. Debe haberse aficionado a la
nueva edición de Operación Triunfo, que no he seguido en ningún momento, pero de la que sí he
visto mucho fanatismo en redes sociales. O quizá lo que le mole sea Eurovisión, que para mí es
más o menos lo mismo. La cuestión es que, sus intenciones, no son otras que ponernos a cantar
con un equipo de karaoke, que sin duda es lo que Raúl debía querer que le ayudara a transportar,
y que está situado junto a ellos. Mucha de la gente que hay en esta dichosa fiesta vitorea. Otros
se echan a reír. La recepción en general es positiva, y compruebo que, tanto Germán como
Naiara, forman parte del club de los entusiasmados. Esta última, le chiva a mi exnovio que ya lo
sabía, acompañando a sus palabras de un guiño.
—¡Será divertido! –exclama Germán, al comprobar que mis niveles de euforia se hallan
por los suelos.
—El emparejamiento será aleatorio, y también las canciones —explica Clara al séquito, tan
contenta que creo le va a dar algo.
A continuación, nos pide que nos pongamos en pie y vayamos a recoger un papelito, el
cual indicará el tema seleccionado y, coincidiendo con otra persona de esta fiesta, también
nuestro compañero.
—¡Venga, vamos! –me insta Germán.
Naiara también intenta convencer a Álvaro, al cual sospecho le hace exactamente la misma
ilusión que a mí.
Cero.
Ambos cedemos, seguimos a nuestras parejas y nos unimos al revuelo que se ha formado
en torno a Clara. Naiara, su prima, consigue que la cuelen y vuelve con dos papelitos.
—¡Me encanta! –exclama, observando uno de ellos—. Esta no sé cuál es. Para ti –añade,
tendiéndole el otro a Álvaro, que lee en voz alta Para no verte más, de La Mosca Tse Tse.
El muy desgraciado no tiene la menor idea de su suerte. Dudo que la mayoría de temas
tengan nada que ver con ese, el cual he vociferado unas cuantas veces en el garito de turno. Harto
de este caos de fanáticos, me hago hueco y meto la mano en la caja donde están escritos nuestros
destinos. Los leo mientras vuelvo junto a Germán y alucino en colores.
<<Para no verte más –repito en mi cabeza, sólo para asegurarme de que no se me ha
terminado de ir la olla.>>
—¿Qué nos ha tocado? –quiere saber éste, ansioso.
Le tiendo la otra, que ni siquiera conozco. No puede ser mejor que esta, además me toca
con Álvaro. Echa un vistazo y, todos satisfechos, estalla en alegría. Por lo visto es un tema de
Demi Lovato que conoce y le encanta.
—¡Os toca juntos! –se sorprende Naiara, en cuanto se produce el debido intercambio de
información.
Mientras comenta lo mal que le parece que no puedan elegirse las parejas, a lo que Germán
se muestra de acuerdo, observo cómo Álvaro no sabe dónde meterse y disfruto al máximo del
momento. Puede que esta mierda de juego no esté tan mal, después de todo. La tía se me acerca,
me suplica que le cambie el tema para poder cantar con nuestra media naranja. No obstante,
alego que la canción me flipa, me disculpo y termino encogiéndome de hombros.
—Tened en cuenta que no se valorarán las voces, sino la actitud y la interpretación en las
canciones –habla Clara, cuando la gente aún se halla en plena búsqueda de su compañero—.
¡Los ganadores se llevarán un premio muy especial! Cuando todos hayamos actuado, votaremos
cuál ha sido el mejor espectáculo.
Definitivamente esta tía lo flipa. Ya no sé si me sorprenden más los cohetes de la fiesta
anterior o la que está montando en esta. Pero me da exactamente igual. Por fin voy a divertirme
de veras y no pienso desaprovechar la oportunidad. Tanto Germán como Naiara se han largado
junto a sus nuevos compañeros, tras despedirse de Álvaro y de mí. Los dos nos quedamos
parados el uno junto al otro, envueltos en una atmósfera muuuy tensa.
—Flipante, ¿eh? Los dos juntitos –me mofo.
—Creo que has bebido demasiado –declara, de mala gana.
—Y lo que me queda. Te vendría bien seguir mi ejemplo, quizá te sueltes un poquito –le
aconsejo, sonriendo cual niño bueno.
Vuelvo por enésima vez a la barra y me siento en un taburete. Álvaro ocupa el que queda
justo a mi lado.
—Xavi, siento muchísimo todo esto –comenta, su voz apagada e impregnada de disculpa.
—Más lo siento yo –sentencio.
Pillo al camarero, que pasa fugaz, y aprovecho para lanzarle mi petición.
—En serio –insiste.
De repente mueve su taburete y lo pega al mío. Él, se pega a mí. Coge mi mano con
delicadeza y la oprime. Mi mundo gira, caótico y repleto de fuego.
—Esto no es justo –protesto, soltándome y echándome a un lado—. No quiero más medias
tintas, Álvaro. Si en algún momento quieres estar conmigo… sólo hazlo.
La intensidad de su mirada triste me traspasa y aparto la vista. El camarero planta mi copa
en la mesa, doy un trago largo. Pasamos unos minutos en silencio, sin que ninguno de los dos se
atreva a decir nada más. Clara vuelve a hablar con el micrófono, puesto que va a comenzar la
primera actuación. No conozco el tema por el nombre, y nada más empieza identifico una
canción de reguetón que me suena, pero que en absoluto me gusta. Los interpretes son un par de
tíos que van un poco mamados y hacen lo que pueden. Germán y Naiara abandonan a sus
respectivas parejas y se nos acercan de cuando en cuando. A la tercera actuación, le toca a esta
última con otra chavala, canción Disney de alguna de las pelis más recientes que han salido.
Trago que, en cuanto acaba, bese a Álvaro en los labios y atendemos al siguiente espectáculo,
que tiene como protagonistas a nuestra anfitriona y al pringado de su novio. Clara y Raúl cantan
una balada cursi que no había escuchado en mi vida, con sus voces de ángeles y una complicidad
entre ambos que parece la escena de una película. Comprendo mejor que nunca la intención de
este juego, que no era otra que lucirse lo máximo posible. Apuesto a que han amañado esto y
pretenden regalarse el premio a sí mismos.
Dos canciones más y…
—¡Para no verte más! –exclama, la muy pava—. ¡Que vengan los cantantes!
Con todo el desparpajo del mundo, me incorporo y avanzo hacia el centro de la sala.
Germán me intercepta y, para disgusto de Álvaro, me desea suerte y me besa en la mejilla. Voy
bastante mareado, tropiezo y la gente se ríe. Qué les follen, me importa una mierda.
—¡A darlo todo, chicos! –nos anima Clara, que nos cede los micrófonos.
La pantalla que está suspendida desde el techo se ilumina, la música comienza a sonar.
Observo de reojo a Álvaro, que se halla descompuesto. De normal probablemente estaría dándole
un soponcio, pero la situación es demasiado y temo que se infarte de un momento a otro.
<<Qué le jodan.>>
Me olvido de dónde estamos, de la gente que nos rodea y hasta del mundo mismo. Sólo
existimos él y yo. Cuando comienzo a cantar los primeros versos, caigo en la cuenta de lo
sumamente acertada que resulta esta canción.
—¡YO RÓMPERE TUS FOTOS, YO QUEMARÉ TUS CARTAS –vocifero, a todo
pulmón, pasando de la pantalla y bien cerca del careto de Álvaro, cuya voz es apenas un
murmullo y su mirada muestra el más absoluto terror—, ¡PARA NO VERTE MÁS! ¡PARA NO
VERTE MÁÁÁÁS!
Mis desafines, o quizá mi actitud, desatan las carcajadas. ¿Álvaro? A punto del parraque,
lo cual me divierte enormemente. Continúo arrimándome más y más, en lo que él retrocede, sin
cantar ya una sola nota. Grito, continúa huyendo…
PUM.
Suceden demasiadas cosas al mismo tiempo. Los gritos de alarma de la gente que nos
rodea, el golpe en el pecho que me propina Naiara —haciéndome tambalear—, la mirada
asustada de Germán y mi cabeza a punto de estallar.
—¿Eres gilipollas? –chilla la rubia, que se ha arrodillado y, junto a Raúl, ayuda a Álvaro a
ponerse en pie.
Germán se me echa encima, me toma de los hombros, su mirada repleta de tristeza y, sobre
todo…
Decepción.
—Vámonos, por favor –me suplica.
No puedo soportarlo, me zafo, retrocedo. Tembloroso, me hago hueco entre la multitud y
huyo rumbo a la salida. Escucho la voz de Germán llamándome, pero enseguida se entremezcla
con los gritos indignados del resto de invitados hacia mi penosa actitud, mientras la melodía de
la canción continúa sonando. Probablemente sí que haya ganado un premio esta noche.
Al más imbécil del planeta.
Abandono a toda velocidad esta mierda de casa enorme, salgo a la calle y simplemente
avanzo, sin tener la menor idea de a dónde ir. No me encuentro en condiciones de coger el coche,
además significaría dejar a Germán tirado. Las lágrimas comienzan a brotar de mis ojos.
Lo he vuelto a hacer.
He vuelto a pifiarla, a portarme como un imbécil con dos de las personas a las que más
quiero. Ni Álvaro ni Germán merecían eso. La mirada de este último será algo difícil de borrar.
Me pregunto si acaso nunca seré capaz de dejar de comportarme como un mierda, si estoy
condenado a seguir siendo una persona egoísta, insensible y sin ningún tipo de responsabilidad
consigo misma o con los demás. Tal vez, simple y llanamente, sea mi naturaleza, algo que no
pueda llegar a cambiar. La esperanza se apaga de la misma manera que lo hace la música a cada
paso que doy. El silencio se impone. También el vacío, que amenaza con consumirlo todo. El
mareo acrecienta y las primeras arcadas coinciden con mi llegada a un pequeño parque, cubierto
de vegetación. Me interno en la hierba, voy hacia un árbol, cuya copa envuelve todo en la
oscuridad, protegiéndome del haz de luz de las farolas. Echo hasta la primera papilla, e incluso
los restos de la poca dignidad que me quedaban. Entre lágrimas, más arcadas y el olor a agrio,
intento recomponerme y camino titubeante hasta el siguiente árbol. Apoyo la espalda contra su
grueso tronco y la dejo deslizar hasta que mi culo toca el suelo.
<<Otra vez no.>>
Y es que, la sensación que me invade, resulta peligrosamente parecida a aquella que sentí
en ese solar, cuando el mundo acababa de fragmentarse en tantos pedazos que parecía imposible
reunirlos todos. Intento acallar mis pensamientos, alegar que, en esta ocasión, las cosas serán
distintas, que podré con ello y que sólo necesito que el mundo pare de dar vueltas. Al fin y al
cabo, mi supuesta transformación comenzó ahí.
<<Eso es.>>
Cierro los ojos con fuerza, espero a que la tormenta amaine. Se vienen las imágenes. Aquel
anciano, el que solía sentarse en el banco, aparece de la nada, con esa mirada suya tan profunda y
el atisbo de una sonrisa. También lo hacen mi padre, Germán y…
<<Álvaro.>>
Me había quedado atrapado en el flujo frenético de mis pensamientos, de manera que no
estoy seguro de si su voz ha sido o no real. Espero unos instantes. Sólo cuando le vuelvo a oír
pronunciar mi nombre, estoy seguro de que es él.
—¡Álvaro! –exclamo.
La mía ha sonado como un auténtico grito de auxilio. Me echo a llorar nuevamente,
esperando a que llegue y me envuelva entre sus brazos.
—¿Xavi, estás bien? –quiere saber, excitado. Sus pasos se acercan, veo su silueta
aproximarse envuelta en sombras—. ¿Qué haces ahí? ¡Germán te está buscando por todos lados!
—Álvaro –murmuro, entre sollozos.
Él no lo duda un instante, se echa a mi lado, me abraza. Siento su calor, los escalofríos y
esa chispa que estalla cuando me toca.
—Lo siento mucho, Xavi –se disculpa, mediante un susurro.
Me envuelve con más fuerza, pero yo no logro dejar de llorar.
—Soy yo quien lo siente –consigo decirle—. Siempre… siempre lo jodo todo.
—¿Pero qué dices? –exige saber, tomándome de la barbilla, obligándome a mirarle—. Si
ha pasado todo esto, ha sido porque no he tenido los huevos de hacer lo que tenía que hacer.
—Créeme, quizá sea lo que más te convenga –sentencio, zafándome de su mano y
escondiendo la cabeza contra su pecho—. No tienes ni idea de cómo soy, de las cosas que he
hecho…
Pienso en Óscar, en Roberto. Nunca me había planteado que el momento en que le hablara
de ellos, si es que ocurría, pudiera ser tan duro.
—No necesito saberlas. No cambiarían nada –afirma, con tanta rotundidad que noto
erizárseme el bello—. Puede que no nos hayamos visto tanto, pero sí que te conozco. Estoy
seguro. Te conozco de una manera que nunca he conocido a nadie.
Ahora soy yo, por mi propio pie, quien alza la cabeza y busca su mirada. Encuentro sus
ojos repletos de convicción, brillantes y clavados en los míos, con tanta intensidad que quema.
—¿Qué…?
—¿Recuerdas el día en que te dije que teníamos que dejar de vernos? –me pregunta—. Sí,
qué gilipollas soy. Claro que lo recuerdas. Ojalá pudiera volver a ese momento, haber hecho las
cosas de otro modo desde el principio .—Las yemas de sus dedos se deslizan por mis mejillas
húmedas, y la sensación es tan electrizante que inclino el rostro en dirección a su mano, como si
fuera un imán—. Pero no puedo. No puedo cambiar aquello. Aunque sí que puedo decirte lo que
pensaba, lo que sigo pensando.
>>Supongo que te parecerá increíble. El asunto es que, esa naturalidad, ese desparpajo, esa
seguridad… me volviste loco desde el minuto uno, aunque llegaras borracho y más cachondo
que un perro. Hacías lo que querías, de una manera en que yo no podía. Eras… Eres valiente,
donde yo no puedo serlo aún hoy día. No sé si me explico.
>>Valiente para hacer lo que te dé la gana, para ser libre, para ir en la dirección que elijas.
>>Si te hubiera explicado esto en ese momento… bueno, seguramente no lo estaría
haciendo ni la mitad de bien que ahora. De hecho, no soy un hacha en nada de esto, pero…
contigo es tan fácil. Nunca había conocido a nadie así, ni conectado del modo en que lo hacemos.
>>Eres esa cabra loca que aparece y, de repente, te pone la vida patas arriba, te deja sin
palabras y te hechiza para que no puedas dejar de pensar en ella. ¿Qué me has hecho, Xavi?
¿Qué has hecho para que no haya sido capaz de seguir?
>>Tenías una coraza tan fuerte. Sabía que detrás había demasiadas cosas. Quería
descubrirlas. Creo que nunca me había pasado con nadie. De alguna manera estaba seguro de lo
que había debajo. Quería comprobarlo.
>>Y me encanta. Supongo que nunca antes había estado enamorado, que eso es lo que
pasa.
Quizá mañana me sienta totalmente ridículo por esto, pero las lágrimas ahora resbalan
silenciosas, no causadas por el vacío, la tristeza o el sufrimiento, sino por la emoción, por unas
palabras que traspasan mi piel y se clavan para siempre bien adentro.
<<¿Está enamorado de mí?>>
Lo cierto es que tiene sentido. Me doy cuenta que, en el fondo, me sorprende. Me cuesta
creer que alguien pueda estar enamorado de mí, y menos si ese alguien es Álvaro, tan sumamente
especial, tan increíblemente único.
—No llores, anda –me pide, con sus ojos empapados.
—Álvaro…
—Di.
—Te quiero –suelto, con tanta seguridad que el universo parece detenerse.
Sí, se lo he dicho. Le he dicho a Álvaro que le quiero.
En alguna ocasión, cuando decir algo así a alguien a quien te gusta era algo que nunca
habría imaginado oler siquiera, me planteé cuál sería el momento apropiado para hacerlo por
primera vez. Supongo que era porque, entre las distintas parejas que he conocido a lo largo de mi
vida, existe un código totalmente distinto y eso me llamaba la atención. Había algunas que, ya en
un principio, intercambiaban te quieros con una pasión y una facilidad que me daban ganas de
salir corriendo, aunque no me lo dijeran a mí. Otras que, sin embargo, contaban haber sido un
paso que ocurrió transcurrido el tiempo, que no es algo que se le diga a cualquiera y que requiere
de un proceso.
Cuando se lo solté a Germán, creí estar seguro de entender cuál era mi momento. Para mi
sorpresa, sentí que debía hacerlo. ¡Le dije a alguien que le quería! De alguna manera era el
instante perfecto, o eso me pareció. Ahora, sin embargo, sí estoy seguro de saber exactamente
cuándo llega ese punto, qué debe experimentarse para que tus labios puedan pronunciar tales
palabras. No importa si esta historia jamás nos conduce a un final feliz, si ni siquiera empieza o
si apenas cuenta con trayectoria. Tal y como Álvaro ha dicho, nunca he conectado con alguien de
esta manera. No se trata de cariño, de intimidad a secas. Se trata de un algo que late dentro, que
tira de ti y que te sacude con tanta fuerza que parece inabarcable.
—Yo también te quiero, Xavi –murmuran sus labios.
Estos se acercan a los míos, nos besamos y comprendo mejor que nunca esa sensación que
la gente describe, en la que tu cuerpo se despega del suelo, te elevas y pierdes de vista la tierra.
Las intensas arremetidas, las caricias, los escalofríos…
—¿Álvaro? –escucho una voz femenina, obligándonos a aterrizar.
Naiara se acerca. Mierda. Germán está con ella. Supongo que, tanto este último como
Álvaro, salieron a buscarme cuando me largué de la fiesta, a lo que la rubia se les uniría, tras su
propio novio. Ambos se han quedado plantados ahí, a unos cuantos metros, atónitos. El mundo
gira demasiado deprisa, y no para bien ya.
—¡¿Qué estás haciendo?! –exige saber Naiara, histérica. Álvaro se aparta de mí, se pone
en pie y se dirige hacia ella—. ¿Eres gay?
Y se detiene. Álvaro se detiene a medio camino, se planta en el sitio unos instantes y…
Huye.
Ahora es él quien se larga, quien se aleja a toda pastilla y sin mirar atrás.
<<No...>>
Sujetándome del tronco del árbol, cojo impulso para levantarme. Me tambaleo unos
cuantos pasos, dispuesto a salir corriendo como pueda e ir por él. Estoy a punto de hacerlo, pero
veo a Germán. Su mirada, su expresión. La rubia se me adelanta, se lanza en persecución de
Álvaro, tacones incluidos.
<<No puedo seguirle.>>
Me aproximo a Germán, temeroso. No estoy seguro de si quiere o no que me acerque, de si
podrá algún día perdonar lo que acaba de suceder.
—Es él, ¿verdad? Álvaro es el chico que conociste en verano –habla, tan convencido que
dudo necesite una respuesta—. Por eso estabas tan raro. Por eso te has comportado así –añade,
llevándose las manos a la nuca.
—Germán, lo siento… —murmuro, otra vez al borde de echarme a llorar.
Él, pese a su expresión compungida, salva los pasos de distancia que hay entre ambos.
Y me abraza.
—No tienes por qué sentirlo –argumenta, cerca de mi oído—. Nada de esto fue buena idea.
Ni seguir como si nada, ni esta fiesta ni absolutamente nada de nada.
Le estrecho con más fuerza.
—Sabes que de todos modos te quiero, ¿verdad? –le suelto.
—Yo también te quiero –afirma, sin lugar a dudas.
Permanecemos así un tiempo que no sería capaz de medir. Germán se ha convertido de
veras en alguien importante para mí. Le quiero, sí. Aunque lo hago de la misma manera que con
Arturo, Amalia o, incluso, Daniela. Le quiero en mi vida, aunque no sienta lo que debería como
para plantearme volver a tener algo más. El sentimiento es recíproco, y con eso me vale.
—Vámonos a casa, anda –me insta.
Iniciamos el trayecto hacia el coche, pasándome Germán el brazo por encima de los
hombros.
—Nunca sabremos quién ganó ese estúpido juego del karaoke –me lamento.
—Qué le zurzan al juego –añade, acompañando a sus palabras de una risita, pese a todo.

Apenas hay tráfico a estas horas de la noche, de manera que llegamos en nada a la zona en
la que suelo encontrar aparcamiento. Tenemos suerte y, enseguida, el Fiesta está estacionado y
nosotros camino de mi edificio.
—¿Seguro que no quieres llevarte el coche? –insisto—. Puedo pasar mañana por él.
Germán niega con la cabeza y me regala una sonrisa amarga.
—Creo que deberíamos estar un tiempo sin vernos –opina.
—Pero sólo será un tiempo, ¿no? –quiero saber, de repente ansioso.
—Desde luego. No vas a librarte de mí tan fácilmente –me promete.
Ya frente al portal, nos abrazamos y se acaba separando. Aquí y ahora, termina de morir
algo que jamás podremos reparar, aunque sí dé comienzo una nueva fase, distinta y repleta de
diferentes dinámicas a las que tendremos que acostumbrarnos.
—Buenas noches, guapo –me desea.
Acaricia mi mejilla, me dedica una última sonrisa y se pira. Permanezco unos instantes
observando cómo se aleja. Espero que esté bien, que encuentre lo que busca.
Pienso en Álvaro.
¿Qué habrá sido de él? Esta noche su vida, tal y como la conocía, se ha venido abajo por
completo. Me encantaría estar a su lado, apoyarle ahora que quizá me necesite más que nunca.
Sin embargo, no tengo manera de contactar con él y, de todos modos, me encuentro
completamente agotado.
Saco la llave, me meto en el portal y me planto frente al ascensor. Sospecho que no es la
primera ocasión en que ocurre, pero estoy pensando si alguna otra vez había necesitado tanto
lanzarme sobre la cama cuando, la puerta corredera, se abre y un tipo con la cara tatuada y el
pelo recogido en un moño aparece frente a mí. Apenas logro reaccionar. Sale como un rayo del
ascensor y me arroya a su paso. Sin dar ninguna disculpa o explicación, se dirige a la salida y
desparece en el parque. Un escalofrío me recorre de pies a cabeza. Accedo al ascensor, deseoso
de hallarme en la seguridad de mi casa, lejos de ese tipo, de la fiesta, de Álvaro, Germán y
absolutamente todo.
Apoyo la espalda contra la pared mientras la cabina asciende. El corto recorrido se me hace
infinito. Alcanzo el rellano una eternidad después, camino hacia la puerta de casa.
—¿Qué cojones…?
De nuevo esta noche creo estar soñando. La puerta está abierta, ni siquiera tengo que
introducir la llave. Me planteo unos instantes qué hacer antes de empujar la hoja.
<<Papá habrá venido –me digo—. Sí, eso es.>>
Doy un paso al frente, y, sin necesidad de encender la luz, mis ojos detectan el desastre.
Todo está revuelto, objetos desparramados por el suelo y las puertas de los armarios abiertas. La
cara de ese tipo de antes se me viene a la mente de manera automática.
Una oleada de miedo me sacude, me arrebata el aire y me hace estremecer.
Sempiterno II (Huracanes)

Intento por todos los medios obligar a mis músculos a reaccionar. Me he quedado
completamente paralizado y los temblores me dominan. Consigo moverme, cierro la puerta y, de
repente, se me ocurre pensar que tal vez haya alguien más en la casa. Aguzo el oído e intento
captar cualquier sonido.
Nada. Silencio absoluto.
Sólo los latidos de mi corazón, estallando en mis sienes, se presentan como únicos signos
de vida. Cojo el teléfono, mis manos tan temblorosas que no logro atinar. Hay una sola persona a
la que, mi mente confusa y caótica, acierta a llamar. Marco el número de Arturo, tres veces de
manera errónea y, por fin, estoy a la espera. Mi mejor amigo no coge el teléfono. Tampoco
Andrés, cuyo contacto tengo que buscar torpemente en la agenda. Deben estar profundamente
sobados, ajenos al remate de mi noche digna de Hollywood.
<<No me jodas...>>
Reflexiono. ¿A quién más puedo acudir? Temo que Amalia se pusiera histérica, Mateo es
demasiado pequeño para comerse esto y, Germán, acaba de abandonar temporalmente mi vida.
Luego, Álvaro, se halla en paradero desconocido y sin que exista manera alguna de que pueda
contactar con él.
<<La policía –se me ocurre, siendo probablemente lo más lógico.>>
Me dispongo a llamar, todavía plantado en el sitio como estoy. Casi voy a colocar el móvil
en mi oreja, cuando pienso que, quizá, nada de esto sea una casualidad. Otra vez la cara de ese
tipo inunda mis pensamientos. De repente caigo en la cuenta. ¡He visto antes a ese tío! Hago
memoria y, sin demasiado esfuerzo, me traslado al día en que papá y yo comimos en aquel
restaurante, a las afueras de la ciudad. Estaban hablando en el preciso instante en que aparecí con
el coche. No estoy completamente seguro, pero algo me dice que así es. Puede que, lo más
razonable, sea contactar con él.
Con mi padre.
Decido darme unos minutos. Me obligo a moverme, a comprobar que realmente estoy solo
aquí. Silencioso, me desplazo por las distintas habitaciones, evitando tropezar con mis cosas,
salpicadas por todas partes.
<<No hay nadie más.>>
Veo mi baúl, el mismo en el que guardo los recuerdos, abierto de par en par, sobre la cama.
El álbum de mi padre está junto a él, y éste me sonríe desde una de las fotografías,
provocándome escalofríos. También detecto mi foto favorita con Arturo, en medio del suelo. Me
dispongo a recogerla y los cristales crujen bajo el peso de mi pie. El marco debió hacerse añicos
a causa de la caída.
—Pero qué cojones… —murmuro, con las lágrimas de regreso.
Me siento en la cama, entierro el rostro entre las manos y lloro como un niño. Necesito
dormir, olvidarme para siempre de esta noche de mierda. Aquel momento, hará menos de una
hora, en que Álvaro me confesaba sus sentimientos más profundos, parece haber pasado a formar
parte de otra vida, distante y lejana.
Crac.
De pronto mis pensamientos son súbitamente interrumpidos. Me alarmo, pensando que, lo
mismo, sí que hay alguien más aquí. Se trata de la puerta principal, abriéndose. Por puro instinto,
me dirijo en silencio hacia el armario empotrado, me meto adentro y cierro, con el corazón
nuevamente desbocado. ¿Qué me habría hecho el tipo ese si hubiera estado en casa? ¿Qué me
haría ahora, que lo estoy? Tal vez haya olvidado algo, o bien regresado por eso que vino a
buscar.
<<Por favor –suplico, al cielo si hace falta.>>
Oigo los pasos, moverse por toda la casa. El intruso entra al dormitorio, aunque parece
permanecer en el umbral de la puerta. Se retira y, sólo entonces, caigo en la cuenta de que había
estado conteniendo la respiración. Los pasos se alejan, al otro lado del piso. Escucho la voz del
extraño maldecir, pese a las paredes. Tan obcecado me encuentro que tardo unos instantes en
reconocerla.
Salgo del armario, camino sin hacer ruido, por mera precaución. Voy al salón, lo atravieso
y me planto en el umbral de la puerta que, antaño, fue el despacho en el que Amalia solía
trabajar, convertido de forma improvisada en un cuarto de invitados.
La habitación de mi padre.
—¿Papá? –logro articular.
El interpelado se gira de un salto, con los ojos desorbitados y adoptando una posición
defensiva.
—Hijo…
—¿Qué estás haciendo? –le interrogo, nada más me fijo en la maleta sobre la cama, abierta
de par en par y ya con algunas pertenencias depositadas caóticamente en su interior.
—Tengo que irme –sentencia, por toda respuesta.
Y acto seguido, se olvida de mi presencia y continúa con lo suyo, agitado y veloz.
Permanezco inerte unos instantes, en lo que las preguntas se agolpan en mi cabeza.
—¿Te buscaban a ti? –formulo en voz alta.
Mi padre no se detiene, ni me presta la menor atención. Quizá haya hablado muy bajo. Me
esfuerzo en verbalizar mi interrogante en mayor volumen. Nada. Sí me oye. No quiere escuchar.
Me acerco a él, coloco mi mano en su hombro y se vuelve.
—Estoy en peligro, Javier –confiesa—. Si no desaparezco tendré problemas. Cuando me
haya ido todo volverá a la normalidad, créeme.
—¿Y si regresan? ¿Qué haré? –objeto—. Tienes que quedarte. Tienes que ayudarme a
resolver esto.
Su mirada, inexpresiva, se clava en la mía de manera muy profunda por unos instantes. Se
va a quedar, va a solucionar la movida…
—No puedo. No pasará nada –dice, no obstante.
Nuevamente, se olvida de mi existencia y sigue recogiendo sus cosas. Le llamo, le pido
que hable conmigo, que espere. Papá me ignora, se va a largar.
—Entonces tendré que llamar a la policía –advierto.
Se abalanza sobre mí, tan rápido que no lo veo venir. Me agarra con demasiada fuerza por
los hombros. Me zarandea. Me grita.
—¡No vas a hacer eso! –ruge, mientras el mundo da más y más vueltas.
El terror me inunda. Siento un profundo y paralizante miedo a la persona que me sujeta, en
cuyos ojos no hallo rastro alguno de familiaridad. No es el modo en que un padre debería mirar a
su hijo.
—¿Papá…?
Su expresión se suaviza. Sus manos se relajan. La presión cesa y compruebo lo mucho que
me estaba doliendo.
—Tienes razón, tienes razón –cede, repentinamente desconsolado.
Me suelta, se sienta en la cama. Ahora es él quien entierra el rostro entre sus manos, quien
llora como un bebé. Le observo, pequeño y asustado, igual que lo estaría un crío. Me quedo
bloqueado, sin la menor idea de qué hacer o decir.
—Estás cansado, ¿verdad, hijo? –me pregunta, en cuanto parece recomponerse. Se pone en
pie, me toca con delicadeza, me conduce hacia el salón—. No pienso irme a ningún lado.
Perdóname, me he asustado mucho. Pensar que podrían haberte hecho daño por culpa de mis
errores…
—¿Qué errores? –imploro saber, desesperado.
—Mañana, ¿vale? –me pide. Llegamos a mi dormitorio, me suelta y se dispone a despejar
mi cama—. Mañana recogeremos esto, te contaré todo y solucionaré este asunto. Te lo prometo.
>>Voy a hacer las cosas bien. Lo haré esta vez.
Antes de que pueda abrir la boca, sus brazos me estrechan con fuerza. Acto seguido, me
empuja suavemente a la cama, retira la sábana, me insta a tumbarme y me tapa hasta el cuello,
habiéndome despojado sólo de mis zapatos.
—Han sido demasiadas emociones. Descansa. Mañana lo solucionaremos, ya lo verás.
Me besa en la frente y me traslado a mi más tierna infancia. Él está aquí, se queda. Lo hará
por mí.
—Papá…
—Duérmete, anda –me ordena, con voz dulce.
Acaricia mi cara y, lentamente, se retira. Repite que, mañana, solucionaremos esto. Apaga
la luz y cierra. Oigo sus pisadas alejarse en dirección a su cuarto. Agotado, el sueño me vence
por momentos.
<<Él estará –me digo.>>
O, en el mejor de los casos, quizá no recuerde esto más que como una horrible pesadilla.
Sí. Eso es.

Cada dos pasos, vuelve la cabeza y mira en todas direcciones, con los ojos bien abiertos y
un mechón de cabello rebelde en medio de la cara, que ya ni se molesta en apartar. Le pregunto
qué ocurre en más de una ocasión, pero ella se limita a permanecer vigilante, a aligerar el paso y
a tirar de mí con más fuerza.
—Estoy cansado –le hago saber, con voz suplicante.
Sin mediar palabra, me toma en brazos y continuamos avanzando en medio de la calle
solitaria, hacia casa. Los tacones delatan nuestros pasos y, mamá, aprovecha cualquier reflejo
para mantener cubierta la espalda.
Hace mucho viento.
—¿Qué pasa? –insisto, con el corazón agitado y los ojos llorosos, aunque nuevamente no
sirva para nada.
Alcanzamos el portal, mi madre me deja en el suelo. Nerviosa, trata de extraer las llaves
del bolso.
—Maldita sea –murmura, reprimiendo la histeria.
Me asusto más si cabe. Ella no suele decir ese tipo de cosas. Me abrazo a su pierna
mientras logra atinar, abrir finalmente. Accedemos sin perder un segundo, se apresura a cerrar la
puerta. Un señor aparece de la nada. Le vemos al otro lado del cristal. Mamá se sobresalta, a mí
se me escapa un grito.
El hombre malo casi nos pilla.
De repente viajo muy lejos; en el tiempo, en el espacio. Sale del ascensor ese tipo, que
lleva la cara tatuada, pero que no es el mismo que el anterior. Poco me importa, para mí sí ambos
son el hombre malo, sólo que envueltos en otras piles, luciendo distintas máscaras.
Apenas dura un instante.
Regreso con mamá. Estamos subiendo en la cabina. Me dedica palabras delicadas, me
promete que no sucederá nada, me pide que esté tranquilo.
—Vete a tu cuarto –ordena, nada más salvamos el rellano y entramos a casa.
Protesto. Tengo miedo, no quiero estar solo. Ella pierde los nervios, grita. Obedezco, y me
retiro llorando, asustado.
—¿Qué os pasa? –pregunta papá, que aparece cuando yo ya me he ido.
Entro a mi cuarto, busco mi peluche más preciado, lo abrazo y me hago un ovillo en la
cama. Se oyen los vientos. También los gritos. Están peleando.
¡Eres un monstruo! –estalla mamá.
Me tapo los oídos. No quiero escucharlo. Sin embargo, sucede de todos modos. Mamá
insiste, le dice a papá que nos ha puesto en peligro, que no le importamos, ni ella ni yo.
Entonces oigo esos pasos.
Vienen hacia mí, hacia mi habitación.
—Tenemos que irnos –indica mamá, intentando aparentar normalidad, aunque
visiblemente agitada.
—¿A dónde? –exijo saber, horrorizado.
<<Acabamos de llegar.>>
No recibo otra respuesta que sus manos agarrándome, tomándome y presionándome con
fuerza contra ella.
—¡Te has vuelto loca! –explota mi padre, cortándonos el paso—. ¿Dónde se supone que
vas?
—Será mejor que te quites de en medio si no quieres que llame a la policía –amenaza
mamá, con tal frialdad que se me hiela el corazón.
Por un momento la cara de papá me asusta. Creo que está enfadado, pero de repente ya no.
Retrocede, nos deja irnos, mientras le llamo tan fuerte que me duele la garganta.
—Todo va a estar bien, mi niño –susurra mamá en mi oído, de vuelta al ascensor—. Todo
va a estar bien.
—Mentirosa –la ataco, furioso como estoy.
Las cosas no pueden estar bien si papá no viene con nosotros. No se lo digo, no tengo
fuerzas.
La pequeña sala que precede al garaje se ilumina de forma automática. Mamá echa un
vistazo por el ojo de buey de la pesada puerta de metal. La abre y, sin perder un sólo segundo, se
dirige a toda velocidad hacia el coche, entre un mar de columnas y vehículos. Envuelvo su cuello
con los brazos, temeroso de caer. ¿Por qué tiene miedo?
<<El hombre malo.>>
Miro alrededor, a esos rincones en penumbra desde los que podría estar observándonos. El
pánico me corta la respiración, me azota mediante escalofríos y me obliga a tragar saliva.
—Venga, adentro –habla mamá, con voz entrecortada y jadeante.
Hemos llegado a su coche, donde, sin más demora, abre la portezuela trasera y casi me
lanza al interior. Poco tarda en ocupar el asiento del conductor, en arrancar y…
El viento.
De pronto estamos afuera, circulando por las calles solitarias, donde apenas se ve un alma,
puede que a causa de este horrible vendaval.
—No te preocupes, todo va a ir bien –suelta mi madre, buscando mi mirada en el espejo
retrovisor.
Vuelve la vista a la carretera, en el preciso instante en que una potente luz lo envuelve
todo. Gira el volante, grita y nos detenemos en seco. Reboto contra el asiento. Por un momento,
todo se vuelve negro. Oigo a mi madre chillar, aunque parece que está muy lejos. Creo que sólo
sucede unos segundos. Logro regresar con ella, que viene por mí escurriéndose entre los asientos
delanteros.
—Sólo ha sido un susto, mi vida –susurra, cuando alcanza a rodearme entre sus brazos.
Sin embargo está llorando. Tiene mucho miedo. Tengo mucho miedo.
—¿Dónde está…

—… papá? –
Abro los ojos, confuso respecto a si realmente estaba hablando en sueños. Me cuesta unos
instantes situarme en el espacio-tiempo. Todavía no he logrado ubicarme cuando me percato del
desastre a mi alrededor. Me asusto tal y como si fuese la primera vez que lo veo. Los recuerdos
vienen a mí, barriendo mis deseos de que solamente se tratara de una pesadilla. Necesito ordenar
mis pensamientos, los sucesos acontecidos anoche. Sin embargo, una única cosa prevalece y se
impone sobre todos ellos.
Me libero de la sábana y me pongo en pie de forma muy brusca, lo que provoca que pierda
el equilibro. Caigo al suelo y me golpeo la espalda con la mesita. Casi ajeno al dolor, me
incorporo y camino hacia la puerta. Llego al salón y sigo. Este continúa sin ser mi objetivo.
—¿Papá? –pronuncio, con voz ronca, antes incluso de alcanzar su habitación.
La puerta está entornada, de modo que le propino un suave empujón y se abre con lentitud.
Mi corazón late con fuerza, me muerdo el labio tan fuerte que me hago sangre y mantengo los
puños apretados.
<<En el fondo lo sabías –me dice la vocecilla de mi cabeza.>>
Frente a mí no hay más que una cama vacía, situada en una habitación que, a la luz del día,
da más pena si cabe. No hay rastro de su maleta, de su ropa o de ninguna cosa que fuera suya.
Papá se ha ido. Otra vez.
Es instantáneo. Siento los ojos arder y mi mundo venirse abajo. Se me forma un nudo en la
garganta y rompo a llorar desconsoladamente. No puedo reprimirlo, evitarlo o hacer nada al
respecto. He llorado a lo largo de los últimos meses lo que no lo había hecho en toda mi vida. No
obstante, el profundo dolor que me invade no es comparable a nada de lo que haya sucedido
hasta ahora.
Mi padre me ha vuelto a abandonar.
Me arrastro al sofá y me echo sobre él, agarro un cojín y lo aprieto con todas mis fuerzas.
—¿Por qué…? .—El nudo es tan fuerte que apenas puedo hablar, pero la angustia lo supera
—. ¿POR QUÉÉÉ?
<<¿Mi padre volvió a mi vida sólo para irse de nuevo? ¿Ha jugado conmigo todo este
tiempo?>>
Nunca le importé. Todo fue más que un cuento de mierda, un engaño para meterse aquí o
vete a saber. Dijo que había sido mi madre quien la jodió, rompiendo con nuestras vidas sólo por
unos putos cuernos. Me estaba mintiendo. El muy hijo de puta me estaba mintiendo.
Seguramente, en su día, le costase bien poco desprenderse de mí, dejarme atrás.
Olvidarse de su hijo.
<<¡Eres un monstruo! –grita mi madre, adentro de mis sienes.>>
—Lo es –coincido, sintiendo la garganta arder.
Las pesadillas eran reales. Todavía no alcanzo a entender qué significan, pero ahora sé que
ocurrió algo. La locura de anoche debió terminar de desbloquear esos recuerdos, que
desgraciadamente no son más que los de un niño de seis años que poco comprendía cuanto
sucedió. Un niño asustado que sólo quería que su padre viniera a rescatarle.
Y no lo hará.
Nadie se encargará de ese niño. Nadie lo hará de mí.
Me levanto, completamente dominado por la ira, me dirijo a la habitación pateando todo
objeto que me encuentro por el camino, fuera de mí. Me abalanzo sobre ese asqueroso álbum que
he estado venerando durante años, lo lanzo contra la pared y grito. Lo recupero, lo golpeo, lo
vuelvo a lanzar, una y otra vez. Acabo echándome sobre él, en el suelo, arrancando las fotos y
haciéndolas mil pedazos. Si no hubiera sido por mi padre, por lo que quiera que hiciera, las cosas
habrían sido distintas. Quizá mamá no hubiera visto su reflejo en mí, me hubiese querido y yo
hubiera podido ser diferente. Quizá no me hubiera sumergido en esa completa mierda de vida en
la que estaba atrapado, ni conocido a Roberto.
—Qué te jodan… —escupo, destrozando la última foto, que hasta ahora había sido mi
preferida.
Necesito recuperar la compostura, relajarme y pensar qué haré a continuación.
<<Empecemos por un porrito.>>
Nuevo viaje al salón, cojo la lata donde guardo el polen y llevo al balcón lo necesario para
liármelo. El sol calienta mi cara empapada y me siento ligeramente reconfortado. La rabia va en
descenso, me desinflo de esa elevada dosis de la misma. Miro al cielo, salpicado de nubes
resplandecientes, y enmarcadas en un inmenso azul turquesa. El porrito está listo, lo enciendo,
me pongo en pie y me apoyo en la barandilla.
Estoy aspirando la primera calada cuando le veo.
—No me jodas… —murmuro.
Es ese tipo, el de anoche. Pese a la altura, le distingo perfectamente abajo, en la calle,
observándome. Sostiene mi mirada unos instantes y se retira, doblando la esquina. El escalofrío
que me recorre es tal que el porro resbala de mis labios y cae al vacío. Mi corazón vuelve a
activarse, a tope. Me meto adentro, tan asustado como aquel niño que huía con su madre, lejos de
su padre.
He dado como treinta vueltas al salón cuando decido qué hacer a continuación. Busco mi
móvil, que no he tocado desde que me levanté. Tengo que ponerlo a cargar porque se había
quedado sin batería. En lo que accedo a la agenda, me encuentro con las llamadas de Arturo, en
respuesta supongo a las mías de anoche. También hay mensajes suyos, pero no me entretengo en
leerlos, pese a que probablemente esté muy preocupado. Mis energías se centran todas ellas en
mi objetivo. Localizo el número de la única persona que puede salvarme y que, en esta ocasión,
sorprendentemente, no se trata de mi mejor amigo.
Tragando saliva, espero impaciente hasta oír su voz.
—Ten… Tengo un problema .—Me extraño al comprobar que, la mía, suena muy parecida
a la del crío de mis sueños—. Tienes que ayudarme.
Sempiterno III (Relámpagos)

Mientras espero a que llegue, vuelvo a asomarme al balcón para comprobar si el tipo sigue ahí.
No le veo por ningún lado. Me pregunto si realmente estaría dispuesto a hacerme daño, si sería
capaz de responsabilizarme de esos pufos en los que quiera que se haya metido mi padre. Aprieto
los dientes y regreso adentro. Me muevo de un sitio para otro, incapaz de parar el culo quieto.
Intento situarme unas cuantas horas antes, casi veinticuatro, cuando todo era normal. Me resulta
tan lejano que da hasta miedo. Pienso, incluso, que en condiciones normales, tras lo sucedido
entre Álvaro y yo, probablemente ahora mismo no estuviera siendo capaz de pensar en ninguna
otra cosa que no fuese eso, esperando como un loco obsesionado recibir un mensaje suyo, que
venga a buscarme y comencemos de una vez esa historia que nos merecemos.
Pero no.
En estos instantes eso me importa un huevo. Mi mente no puede distanciarse de los sucesos
que acontecieron a partir de poner el pie en este piso. Ni siquiera me he molestado en recoger el
desastre. Básicamente, me he limitado a ponerme histérico, a esperar…
Ahí está.
Acaban de tocar al portero. Tomo el aparato y hablo, aunque temeroso. Me aterra que no se
trate de ella, sino del tipo de los tatuajes en la cara, dispuesto a rematar la faena. Espero
impaciente que suba, nervioso y con las manos empapadas en sudor. A través de la mirilla veo
abrirse la puerta del ascensor. Sale al rellano con infinita decisión, echando un vistazo alrededor,
en busca de su destino.
Abro y viene directa hacia mí.
—¿Qué ha pasado? –exige saber, con los ojos tan desorbitados como en esos recuerdos que
me han hecho revivir mis sueños.
Mi madre, echa un vistazo por encima de mi hombro y maldice al comprobar el desastre.
Pasa por mi lado y se queda atónita contemplando el panorama. Enseguida se vuelve, con
expresión interrogante y los brazos abiertos.
—¿Nos sentamos? –propongo, respirando hondo.
Cierro, la invito a ocupar un sitio en el sofá. Hago lo propio, a su lado, aunque
manteniendo las distancias. La miro un segundo. Lo cierto es que no pega nada aquí, envuelta en
sus trapos de marca y con sus movimientos elegantes, rodeada de un caos que parece la casa de
los horrores. Cuando la llamé antes, simplemente le dije que necesitaba que viniera, que me
ayudara a resolver esto. Le conté que estaba metido en un lío, pero no fui capaz de dar más
detalles. Ahora, sin embargo, pienso que quizá hubiera sido más fácil por teléfono.
—Javier, me estoy poniendo muy nerviosa –advierte, implacable.
Entierro el rostro entre las manos y, sin atreverme a mirarla, me dispongo a soltar la
bomba:
—Papá ha estado aquí.
Se hace el silencio, tan prolongado que retiro las manos para comprobar si se ha
desaparecido o algo así. Lo que veo me deja sin palabras. Ahora es ella quien ha enterrado el
rostro entre las manos.
—¿Mamá…?
Se recompone, se levanta y se coloca en medio del salón, con los brazos en jarra y
expresión grave.
—Cuéntamelo todo –me pide.

Mientras la pongo al día, mamá ha permanecido mirando a través del cristal que da al
balcón, de la misma forma que hizo Arturo el día que cuestionó mis sentimientos por Germán.
Únicamente ha interrumpido mi discurso, de cuando en cuando, para interrogarme acerca de
detalles que deben resultarle relevantes, con suma frialdad. Es abogada y, sin embargo,
perfectamente podría hacer las veces de jueza.
—Hijo de puta –sentencia, cuando cierro la boca tras haber terminado, con la vista aún fija
en ese cielo turquesa salpicado de nubes—. Con que cuernos, ¿eh?
Nuevo silencio, tan incómodo y tenso para mí que desearía estar muy lejos. Me acuerdo de
esos sueños, de los recuerdos. Ella es la única persona en este mundo que puede confirmar su
veracidad, rellenar los huecos que me faltan y otorgarle un puto sentido.
—He estado teniendo unas extrañas pesadillas –me atrevo a decirle, con voz titubeante—.
Hacía mucho viento, discutías con papá y, luego, teníamos un accidente, o algo así…
—La noche en que nos fuimos –verbaliza, teniendo mis palabras un sentido para ella. Se
gira por fin, quieta un instante. Acto seguido, regresa a su asiento, donde antes sólo estuvo un par
de minutos, relativamente cerca de mí—. Creí que, al no contártelo, estaba protegiéndote. Ahora
veo que no ha sido así, que si lo hubiera hecho quizá esto no estaría pasando –añade, con labios y
puños apretados.
De repente pasa lo imposible. Su expresión iracunda se relaja, se viene abajo. Sus ojos se
ponen vidriosos y, por un momento, casi se derrumba.
—¿Qué pasó? –insisto, tras concederle unos instantes para que pueda recuperarse—.
Puedes contármelo ahora.
Ella suspira, traga saliva y asiente.
—Cuando conocí a tu padre –se arranca—, ya había cosas que no me cuadraban. Parecía
haber siempre un halo de misterio en torno a su vida, a sus asuntos. Reconozco que fue una de
las muchas cosas que me hicieron fijarme en él.
>>Qué idiota fui.
>>Fernando montó una constructora. Nada del otro mundo, un negocio que tenía mucho
camino por delante para ser algo grande. Éramos jóvenes, apenas estábamos empezando nuestras
vidas, como aquel que dice. Siempre me resultó extraño que, casi de la noche a la mañana, la
empresa comenzara a crecer tantísimo. Tenía importantes contratos, mucho trabajo y una
solvencia notables. Pero, ¿cómo iba a darme cuenta de todo lo que había detrás? ¿Cómo un
hombre tan encantador, tan adorable conmigo, con su hijo, podía estar haciendo todo aquello?
—¿Haciendo qué? –la interrumpo, ansioso por entender de qué va esto.
—Tu padre había empezado a mezclarse con gente muy peligrosa –confiesa—. Sus
inversores no eran trigo limpio. Yo no tenía ni idea. Coincidió con un momento muy importante
para mí. Me había sido asignado un nuevo caso, cuyo éxito podía lanzar mi carrera. Un pez
gordo había cometido algunos errores. Mis superiores confiaron en mí para hacerle frente.
>>Fue una racha difícil. Tú eras demasiado pequeño, y no resulto sencillo encajar la
maternidad con esas dosis tan elevadas de trabajo. Tu padre también estaba hasta arriba. Pensé
que sólo sería una etapa, que todo iría mejor para nosotros cuando hubiera acabado. ¿Quién iba a
imaginar lo que el muy desgraciado estaba escondiendo? Intentó disuadirme, suplicarme que
abandonara el caso. Para ello se sirvió de todos los medios, incluidos los más sucios. Me dijo que
aquello me quedaba grande, que podía resultar peligroso y que estaba siendo una irresponsable.
Mamá se detiene, con la mirada perdida en la nada, absorta en sus propios recuerdos.
Necesito que continúe, que me expliqué cómo acabó la historia, cuál es la conexión que guarda
con mis sueños. Espero pacientemente, para no presionarla. Con cada segundo que pasa me
cuesta más y más contenerme.
—¿Adivinas que estaba haciendo en realidad tu padre? –vuelve a la carga, clavando su
mirada en la mía, con una sonrisa irónica dibujada en sus labios—. El muy desgraciado, se
dedicaba a robarme información.
—¿A ti? ¿Para qué? –le pregunto, confuso—. ¿Por qué iba a querer hacer eso?
Mi madre se cruza de brazos, emite un sonido sarcástico y se prepara para responder:
—Porque el acusado era su socio –dice, dejándome mudo—. Yo no lo sabía, claro. De
haberlo hecho, nos habríamos ido mucho antes. Me hizo sentir que era yo quien estaba siendo
imprudente, quien nos ponía en riesgo. Pero la realidad es que era él.
>>Siempre fue él.
>>Cuando empezaron a seguirnos lo entendí todo. Comprendí por qué habían desaparecido
documentos relevantes en el caso, por qué Fernando se había vuelto tan oscuro desde que me
pusieron al frente.
—Por eso nos perseguía aquel hombre –murmuro, preso de aquellas sensaciones, del
miedo que me invadió mientras mi madre tiraba de mí, camino del portal.
—Así es –me concede—. Volvimos a casa, le reproché todo y le dije que no volvería a
vernos el pelo, le dije que…
—Era un monstruo.
Mamá asiente.
—Fui por ti, nos marchamos, cogimos el coche y…
—El accidente.
—Exacto .—Aprovecha para apartarse el mismo mechón de pelo que en mis recuerdos, tal
y como si nos hubiéramos trasladado a ese instante—. No pretendían hacernos daño. Sólo
asustarnos. Querían meterme el miedo en el cuerpo, que abandonara definitivamente el caso.
—¿Lo hiciste?
Los puños de mi madre, que reposan sobre sus muslos, vuelven a apretarse.
—Sí. Lo hice. Dejé el caso, a tu padre y a todo lo que tuviera que ver con aquello.
Silencio. Una pausa. Quizá ella piense dejarlo estar, pero yo no.
—¿Y qué más? ¿Qué fue de mi padre?
—¿Qué crees? Intentó arreglarlo. El muy desgraciado intentó arreglarlo. Insistió unas
cuantas veces y, al final, se fue de la ciudad. Tramité el asunto del divorcio lo antes posible, en
parte por quitarme a esa persona de encima, en parte por temor a sus enredos. Llamaba de vez en
cuando. Sabía que lo nuestro había terminado de manera definitiva, pero quería hablar contigo.
—¿Por qué dejó de hacerlo? –la interrogo de inmediato.
Llevo mucho tiempo preguntándome por ello, preguntándome si dejó de hacerlo por sí solo
o si mi madre interfirió. Después de toda esta nueva información que amenaza con hacerme bolar
la cabeza, poco tendría que reprocharle, pero, aun así…
—La cuestión es… si yo tuve algo que ver, ¿no? –contrataca, de la forma más certera
posible—. Estaba bloqueada, no sabía qué era mejor para ti. No intervine. Simplemente terminó
desapareciendo por sí sólo.
—Ya…
—¿Decepcionado? –quiere saber, alzando una ceja. Estoy a puntito de decir algo, pero ella
continúa, abre la boca para hablar—: En fin. Arreglemos esto.
El momento tan extraño casi había hecho que me olvidara de mi actual problema, de mi
vida que, de repente, parece haberse convertido en una jodida película de mafiosos. Demasiada
información como para procesarla ahora, y eso que imagino sólo me ha contado lo justo y
necesario para que pueda hacerme una idea. Supongo que, efectivamente, debemos centrarnos en
solucionar esta historia y ya se verá.
—Entonces… ¿vas a ayudarme? –le pregunto, sólo por asegurarme.
—Por supuesto que voy a ayudarte –afirma, sin asomo alguno de duda—. Eres mi hijo.
El corazón se me acelera, una sensación muy fuerte y profunda me invade. No sabría
explicarlo, aunque sé que es bueno. Mamá, que no tiene tiempo ni ganas de sentimentalismos, se
pone en pie, coloca los brazos en jarra y me mira con gravedad.
—Esto es lo que vamos a hacer –empieza, muy seria—. Si vinieron aquí… deben estar
buscando algo .—Su mirada pensativa desciende hacia el suelo unos segundos, pero antes de que
pueda decir nada la clava en mí—. Y yo sé dónde podemos encontrarlo.

A paso ligero, salgo del portal y camino hacia el todoterreno de mamá, que está aparcado
un poco más adelante, al salir del parque.
—Tranquilo, no hay nadie –escucho su voz en mi móvil, que mantengo pegado al oído.
Sin embargo, dicha información no impide que mire hacia todos lados, nervioso.
Transeúntes normales y corrientes se desplazan de aquí para allá, sin que detecte señal alguna del
tipo malvado. Una mañana soleada y ajetreada, repleta de tráfico y con unos cuantos niños
estridentes jugando en los columpios. Alcanzo el coche y monto al lado de mi madre, que insistió
en coger el suyo, puesto que a mí deben tenerme vigilado y seguramente el todoterreno sea más
discreto.
—Es curioso –comento, en lo que arranca y nos incorporamos a la carretera.
—¿Qué es curioso? –pregunta desinteresadamente, sin apartar la vista de la misma.
—Creí que, precisamente tú, llamarías a la policía y dejarías que ellos se ocupen –le digo,
alucinando todavía con la pequeña aventura en la que nos estamos embarcando—. Ya sabes, lo
más correcto, legal y todas esas cosas que te gustan.
—Y lo haremos, si es que no encontramos lo que quiera que esa gente está buscando –
asegura, mientras nos adentramos en la avenida—. Son muy peligrosos, créeme. No sé cómo
podrían reaccionar si les echamos encima a la policía. Quizá todavía no te hayas dado cuenta de
lo grave que es esto.
Me detengo antes de contestar cualquier gilipollez. Lo cierto es que ha conseguido
acojonarme más de lo que ya lo estaba. Sé que esto no es ninguna broma, simplemente
podríamos sobrellevarlo con un poco de humor. ¿Tan complicado es? Me hace sentir, además,
culpable. ¿Y si las cosas se torcieran?
<<¿Y si hicieran daño a mamá por mi culpa?>>
El teléfono, que mantengo apretado entre las manos, vibra y compruebo que se trata de
Arturo. El pobre debe estar acojonado. Todavía no he respondido a sus mensajes, aunque creo
que lo entenderá cuando le ponga al día. Interrumpo la llamada, le escribo, le pido perdón y le
digo que estoy bien, que le contaré en cuanto pueda.
Mi mirada se pierde afuera, en calles que se me antojan tan ajenas como mi propia vida
antes de este caos. Trato de relajarme, aunque resulta todo un imposible. No logro que mi
corazón lata a un ritmo natural, pese a la seguridad que me hace sentir la presencia de mi madre.
Los minutos se suceden y alcanzamos la autovía.
—¿Está muy lejos? –le pregunto.
—A menos de una hora –me informa.
Mamá no se anda con tonterías. Adelanta a aquellos vehículos que se interponen en nuestro
camino, excediendo ligeramente el límite de velocidad.
—¿Qué haremos si no encontramos nada? –quiero saber ahora, sin poder evitar impregnar
cada una de mis palabras de ansiedad.
—Lo pensaremos entonces –aclara ella, impasible.
Le pido poner la radio e interpreto su silencio como una respuesta afirmativa. Busco
RockFm y me dejo llevar por los versos de Metallica. Las canciones pasan, igual que lo hace el
tiempo. Mamá reduce velocidad y toma la siguiente salida de la autovía, rumbo a la sierra. En
poco, circulamos por una carretera secundaria que asciende serpeando por la montaña. La
vegetación brilla al sol, a ambos lados del camino.
—Maldita sea –masculla mamá, con la vista fija en el espejo retrovisor.
Hago lo propio y le veo. Compartimos la carretera, antes solitaria, con un coche viejo y
plateado, que perdemos de vista cada vez que tomamos una nueva curva.
—¿Crees que…?
—No lo sé –sentencia, apagando la radio—. Pero no nos vamos a arriesgar.
El motor del todoterreno comienza a rugir. Mi madre deja caer todo el peso del pie en el
acelerador y, en cuestión de medio minuto, hemos incrementado visiblemente la velocidad. Cada
giro asciende mi corazón directo a mi garganta. No sé si me asusta más el hecho en sí mismo o la
actitud de mi irreconocible progenitora. Jamás la imaginé saltándose las reglas de esta manera.
En primer lugar, se fue del bufete para venir a verme, luego se negó a dejar esto en manos de la
policía y, ahora, se cree que estamos jugando al puto Need for Speed.
—Un día es un día –comenta, adivinando mis pensamientos.
A toda hostia, llegamos a un desvío y mi madre aminora para tomar el camino correcto,
que es una pista de montaña. Relaja un poquito el pie y dejo de temer por nuestras vidas.
También esa sensación de adrenalina pura desciende. Lo cierto es que he conseguido olvidarme
un poco de toda esta mierda.
—¿Por qué no recuerdo este lugar? –la interrogo de pronto.
—Porque, de hecho, nunca viniste –me explica—. A tu padre no le gustaba el campo, ni
tampoco a mí. Tus abuelos le dejaron esa casa en mitad de la nada y él la puso en venta. Nadie se
interesó, de manera que se hartó y, si nada ha cambiado, ahí debe estar.
>>Sólo nos quedan unos minutos.
Sus palabras calan bien adentro. Unos minutos para que, bien encontremos una salida, bien
estemos más hasta el cuello que nunca. Sólo espero que aquel tipo no fuera el de anoche, o que al
menos lo hayamos despistado realmente.
—¿Por qué paramos aquí? –me extraño, cuando sale de la carretera y nos internamos entre
los árboles.
Por un momento creo que vamos a meternos en la casa de David el Gnomo.
—Porque no sé qué nos vamos a encontrar, y prefiero acercarnos sin llamar la atención –
asegura, tan implacable como siempre.
Resulta admirable cómo su temple no desaparece ni siquiera en tales circunstancias.
Detiene definitivamente el todoterreno y, con absoluta dignidad, abre la portezuela, sale al
exterior. La imito y me recibe una ráfaga de aire helado. La temperatura en la ciudad ha
ascendido considerablemente en las últimas semanas. Sin embargo, los grados de menos aquí en
la montaña se hacen notar.
De inmediato comienza a caminar decidida entre la vegetación. Temo por sus tacones y…
Ras.
—Soy una mujer de recursos –apunta, antes de que pueda comentar nada al respecto,
despojándose de su calzado y lanzándolo en dirección al coche.
Sólo con las medias, prosigue cual experta senderista. Tengo más claro que nunca lo poco
que conozco a la mujer que dice ser mi madre, la misma que se mueve hábilmente pese a los
jadeos y los resbalones.
—Ahora entiendo por qué siempre me has odiado –suelta de repente una voz que había
adentro de mí, que nace de lo más profundo que hay en mi interior, rotunda y absolutamente
inevitable—. Le odias a él, y crees que yo soy igual.
<<Eres un desgraciado, igual que tu padre –resuenan sus palabras en mi mente.>>
En apariencia nada cambia. La señora que camina unos metros delante de mí, mi madre, no
se inmuta o bien muestra signos de haberme oído siquiera.
—Eso no es verdad –dice, pasado medio minuto—. No es verdad.
Su voz ha sonado… ¿afectada? Los sentimientos que afloran bajo mi piel se intensifican,
se retuercen en mi cuerpo como si de una serpiente se tratara.
—¿Entonces…
<<… por qué fuiste así conmigo?>>
¿Por qué siempre se comportó de un modo tan frío, tan duro y tan poco afectuoso? ¿Por
qué desaprobaba cada paso que daba, no me arropaba por las noches y me decía que me quería?
Podría seguir en esta línea. Se trata de un larguísimo etcétera, infinito en verdad.
—Porque no supe hacerlo de otra manera –responde, otra vez como si supiera exactamente
qué estoy pensando, frenándose, volviéndose de súbito hacia mí—. Porque me vi sola y no supe
afrontarlo. Porque tenía miedo de que te convirtieras en él. Quería lo mejor para ti, que tuvieras
todo. Siempre fuiste tan obstinado, tan rebelde, tan difícil…
>>Ese es el motivo. Porque a día de hoy sigo sin saber hacerlo.
Las lágrimas se derraman de mis ojos, de los suyos. Acabamos de transportarnos a un lugar
muy lejano, donde solo estamos nuestro conflicto, ella y yo. Siento un terrible peso desprenderse
de mí. Me recuerda a la sensación que tuve el día que me largué de casa, cuando reuní el valor
suficiente para mandarla a la mierda. Un peso que lleva condicionando mi vida demasiados años,
contra el que he estado rebelándome de la forma más dañina; poniéndome hasta el culo, follando
y haciendo cualquier cosa que implicara no asomarme por mi propia cabeza, por mi corazón.
—No podemos perder el tiempo –añade, pasado lo que se me antoja una eternidad—. Nos
jugamos mucho.
Sin embargo, tarda unos instantes más en romper la conexión, en girarse y proseguir
nuestra marcha. La sigo, liviano, levitando incluso. Me habría gustado que me abrazara, que me
pidiera perdón. No obstante, sé que para ella sus palabras significan eso y más. Dudo que pueda
borrar los recuerdos de mi infancia, de mi vida. Pero sí que puedo seguir adelante consciente de
que, en realidad, nada estaba mal en mí. De repente todo acaba de cobrar sentido, y siento como
si siempre lo hubiera sabido.
—Si mis cálculos no fallan, deberíamos volver ya al camino –indica.
Lo hacemos, regresamos al camino, donde no hay rastro alguno de vida. Justo hallamos
otro frente a nosotros, que ella no duda un sólo instante en tomar. Apenas unos cincuenta metros
y allá, más adelante, se encuentra nuestro objetivo. La casa, de dos plantas, pequeña y
destartalada, está precedida por un erosionado muro de piedra. No hay signo alguno de
movimiento, y da la impresión de que hace mucho que nadie viene por aquí.
—Rodeémosla e intentemos hacer el menor ruido posible –ordena.
—Sí mi capitana –respondo, sólo por rebajar tensiones.
La verdad es que estoy completamente acojonado. El atisbo de sonrisa en los labios de mi
madre, mientras niega con la cabeza, me reconforta un tanto.
—Si hubiera alguien por aquí… .—Me chista para que baje el volumen, me disculpo y
prosigo—: Si hubiera alguien por aquí habría un coche, ¿no? –consigo preguntar, poniendo en
duda si esto que estamos haciendo tiene algún sentido.
—No seas ingenuo –apunta, sarcástica—. ¿Acaso ves nuestro coche por algún sitio?
Comprender que, quizá sí que pueda haber alguien ahí dentro, me pone de los nervios.
Controlar el tembleque en las piernas se convierte en mi máxima prioridad.
Nos aproximamos a la cara trasera, donde hay una pequeña puerta de madera y ventanas,
incrustadas en la vieja y desconchada fachada.
—Comprueba las ventanas –me pide mi madre, en lo que ella se dirige a la puerta.
Lo intento con la primera, que permanece impasible frente a mis intentos. Le pongo mayor
esmero, empujo con todas mis fuerzas y…
Bingo.
La hoja oxidada cede, chirría más de la cuenta. Me asomo cuidadosamente, contemplo un
salón digno de la Guerra Civil, en cuyo centro se encuentra una amplia mesa en la que, un día,
debieron reunirse plácidamente familiares míos a los que ni siquiera conocí.
—La puerta no abre, esto nos servirá –afirma mi madre, asomándose también.
La miro, interrogante. Ella asiente. Me cuelo adentro, tratando de hacer el menor ruido
posible. Enseguida me sigue. Le ofrezco mi mano de manera automática, aunque esté seguro de
que ella no va a tomarla. Ocurre lo impensable. Lo hace. Permite que la ayude y en cuestión de
segundos los dos estamos adentro. Huele a cerrado, hay polvo por todas partes y,
definitivamente, nadie ha pasado un trapo por aquí en mucho tiempo. La decoración, resulta una
mezcla perfecta entre rústico y señorial.
—Antes de nada, comprobemos que estamos solos –propone, yendo ya hacia la siguiente
puerta.
La sigo a la cocina, de azulejos con girasoles estampados. Parece igual de abandonada
que…
—Mira.
Mamá señala el fregadero. Hay platos húmedos y con restos recientes de comida en ellos.
Un escalofrío se apodera de mí. ¿Entonces sí que ha habido movimiento? Me sorprendo al
comprobar que, ella, parece satisfecha.
—Significa que ha estado aquí –señala—, lo que hace más probable que guarde en esta
casa lo que aquel tipo buscaba en la tuya.
—Ya… Pero también puede ser que lo siga estando –murmuro, acojonado frente a la
perspectiva.
—Efectivamente –coincide mi madre, sin que ello la perturbe lo más mínimo.
Me pregunto qué está tramando. Cada vez estoy más seguro, hay algo que no me ha
contado, que guarda para sí. Quisiera preguntarle, pedirle que me diga qué está planeando, pero
supongo que no es el mejor momento y, de todos modos, sigue adelante, se interna en la próxima
sala. Voy tras sus pasos y salgo a un amplio recibidor, donde hay una escalera de madera que
conduce al piso superior. También un marco sin puerta, que debe conectar con el resto de
estancias de la planta baja. Además de la entrada principal, cerrada a cal y canto.
Mi madre me hace señas para que aligere. Accede a la habitación contigua, que compruebo
no es otra cosa que un pasillo. Se detiene en seco, colocándose el índice en los labios. Me callo,
ansioso frente a la idea de que haya oído algo sospechoso. Se sitúa a mi lado, con la espalda
apoyada contra la pared. La imito, lanza una mirada furtiva al recibidor, sus ojos vuelven a los
míos y, mediante un gesto, me pide que esperemos. Nos mantenemos en silencio
aproximadamente medio minuto, en el que me esfuerzo por controlar mi respiración agitada.
Crac.
Mamá abre mucho los ojos, pero no mueve un sólo músculo. Los latidos de mi corazón se
incrementan a mil por segundo. El sonido se repite, casi imperceptible. La madera cruje bajo el
peso de algo, o de alguien. Rezo porque sólo se trate de un animal.
<<Pero no.>>
Suena otra vez, y otra. Son pasos, de persona. Alguien desciende pausadamente, escalera
abajo. Contengo la respiración y maldigo para mis adentros. Hace un tiempo mis únicas
preocupaciones eran encontrar mi polvo de cada noche, algo de música y mucho alcohol. En
estos momentos ni siquiera soy capaz de hilar cada uno de los pasos que me han traído aquí, a
este instante tan loco y surrealista. Tal vez lleve soñando desde entonces, tal vez despierte de una
vez por todas y acabe esto.
Mamá continúa impasible, mientras los pasos se oyen demasiado cerca. Quien quiera que
haya en esta casa, está al otro lado de la pared. Imploro a todos y cada uno de los dioses porque
simplemente se vaya, porque nos dé la oportunidad de largarnos por donde hemos venido, llamar
a la policía y dejar que ellos se encarguen.
No sucede.
Mi madre se mueve tan rápido que no alcanzo a sujetarla. Se vuelve hacia el recibidor, y su
voz suena gélida:
—¿Ibas a algún sitio?
No hay más respuesta que el silencio, al que yo contribuyo, como si cada uno de mis
músculos se hubieran quedado anclados a la pared.
—Yo que tú no haría ninguna tontería, o quizá la policía se plante aquí en menos de lo que
piensas –advierte mi mamá, avanzando unos pasos y marchándose de mi lado—. ¿Qué llevas
ahí?
Me obligo a menearme, a ir tras ella y comprobar que…
<<Mi padre.>>
Lo sabía, en realidad. Sabía que se trataría de él. La voz de mi madre ha sonado
impregnada de rencor, aunque también divertida. Supongo que hay demasiadas cuentas
pendientes entre los dos. Él me mira. Parece un animalillo asustado, demacrado y herido.
Enseguida reparo en el maletín que sostiene en su mano, bien sujeto.
—No es lo que parece –consigue murmurar.
—Sí que lo es –contrataca mamá, sin signos algunos de piedad en su actitud—. Nos pusiste
en riesgo una vez, y ahora has regresado sólo para volver a exponer a tu hijo .—Camina un par
de pasos al frente, los mismos que él retrocede—. ¿Qué ha sido en esta ocasión, resquicios de
todo aquello o te has metido en nuevos líos? ¿Qué has estado haciendo todos estos años, hundir
otras vidas, poner en peligro a los demás? ¡No, ni te molestes en responder! No seré yo quien se
encargue de ti. Hay gente a la que le interesas mucho más.
—Voy a irme de aquí –se limita a contestar mi padre, adoptando repentinamente una
expresión amenazante, la misma que mostró cuando se me echó encima anoche.
Su exmujer, ni corta ni perezosa, se mueve fugaz hacia la puerta, interponiéndose.
—Tendrás que pasar por encima de mí –sentencia.
Detecto un sutil movimiento de manos. ¿Acaba de abrirla disimuladamente?
—Sabes que lo haría –amenaza él.
—Yo no estaría tan seguro –intercedo, encendido como un cohete, colocándome entre
ambos y dispuesto a todo.
Sucede muy deprisa. No duda en absoluto. Se tira por mí y me aparta de un empujón, tan
rápido que apenas ha habido forcejeo ni capacidad alguna de reacción por mi parte. Tropiezo y
caigo al suelo. Gimo de dolor. Siento mi mano arder. He intentado apoyarme en ella, quizás me
la haya roto. De nuevo me ha pillado por sorpresa.
—¡Es la última vez que le haces daño a mi hijo! –ruge mi madre.
Escucho el sonido sordo de su mano estampándose contra el rostro de Fernando, ese señor
que, hasta hace muy poco, consideraba mi padre. Él la toma por ambas muñecas y ella chilla. Me
levanto como puedo, listo para tumbar a ese hijo de puta. Se da cuenta, sujeta a mamá con más
fuerza y la lanza contra mí. Pierdo el equilibrio, vuelvo al suelo, con ella encima.
Mi padre avanza hacia la puerta, coloca la mano en la manivela que antes mamá abrió.
—Adiós, familia –se despide, mostrando una asquerosa sonrisa de serpiente.
—No creo que vayas a ir muy lejos –se jacta mi mamá, que ni desde el suelo pierde su
absoluta convicción.
Se oye un estruendo y, la puerta, se abre abruptamente, golpea a mi padre en la cabeza, lo
empuja adentro y lo hace caer. El tipo de la cara tatuada, el que anoche estuvo en mi casa y
revolvió todo, el mismo que continuaba vigilándome esta mañana y que nos ha intentado seguir
hasta aquí, analiza el panorama. Maldigo para mis adentros, finalmente nos ha encontrado.
—Ahí tienes lo que querías –señala mamá, casi relamiéndose los labios.
Mientras el tipo se mueve en dirección a mi padre, ésta se incorpora y limpia el polvo de su
ropa, como si nada. La imito, me pongo en pie y contemplo la lamentable escena. Fernando trata
de retroceder, todavía en el suelo, pataleando como un bebé.
—Creo que eso es mío –apunta el tío, de cazadora oscura y mirada dura—. No están
contentos contigo, ¿sabes?
Siento curiosidad acerca del contenido de ese maletín. Sea lo que sea, ha logrado poner mi
mundo patas arriba en menos de veinticuatro horas. Tal vez se trate de alguna clase de
documentos, incluso drogas o vete a saber.
Está a punto de echarse sobre él, sobre mi padre.
—Espera –le pide mi madre, captando su atención—. Yo te he traído hasta aquí.
—¿En serio? ¿Fuiste tú? –alucino.
—Desde luego –afirma ella—. Estaba claro que vendría tras nosotros. Fue mi baza en todo
momento. También, nuestra ubicación exacta está ahora en manos de Alfredo, que sólo tiene que
hacer una llamada y esperar a que se plante aquí el cuerpo entero de policía, si hace falta.
Mientras flipo con mi señora madre, el tío, alerta, parece furioso. Ha caído en la trampa.
Los dos lo han hecho. Incluso la escenita de la persecución no fue más que un teatro, una
estratagema para hacerlo más creíble. Ni hablar de venir hasta este lugar en el todoterreno,
enriqueciendo la farsa.
—No tiene ni idea de lo peligroso que es esto, señora –amenaza, sin demasiadas sutilezas.
—Por eso mismo estamos aquí. Lo único que pido, es que se nos deje en paz a mí y a mi
hijo. No tenemos nada que ver con este hombre —añade, dedicándole a su exmarido una mirada
de incalculable desprecio—. Simplemente nos iremos, nadie sabrá nada de lo que ha pasado y
haréis con él lo que consideréis conveniente.
>>¿Hay trato?
Los lloriqueos desesperados de mi padre inundan la estancia, se me clavan en los oídos y,
lo que es peor, también mucho más adentro. El muy cabrón regresó a mi vida, quizá, sólo por
tener un plan B, un sitio donde esconderse y poco más. Nunca le importé una mierda. Tampoco
ahora. No obstante, ya sea por el cariño que le tuve, o bien por mera humanidad, siento auténtica
lástima por ese lamentable ser, que gimotea y suplica, despojado ya de todo resquicio de
dignidad.
—Me parece justo –acepta el tipo, asintiendo.
Inmediatamente señala a la puerta, invitándonos a marcharnos.
—Nos vamos, Javier –anuncia mamá, lo que intensifica los lamentos de Fernando.
Coloca su mano en mi hombro y me empuja suavemente a la salida. Avanzo, en modo
autómata. Salgo al exterior, donde me recibe un tortazo de sol.
Y reacciono.
—No podemos dejarle ahí –protesto.
—Javier…
—No, no podemos –insisto, suplicante, en el mismo segundo en que escuchamos un golpe
y un alarido de dolor.
La expresión dura de mi madre no cambia. Estoy seguro de que no hay nada que hacer,
cuando de repente sus ojos se ponen en blanco. Da media vuelta y está a punto de internarse otra
vez en el recibidor. Voy a seguirla, pero pone su mano en mi pecho y me frena.
—Espera fuera –me pide, obligándome a retroceder.
Obedezco. Espero y me alejo unos pasos. Abro la riñonera y me lío un cigarro, con manos
temblorosas. La quietud, sólo interrumpida por el canto de los pájaros, que posan en las copas de
los árboles, me resulta incluso siniestra. Sólo puedo pensar en irme de aquí, en olvidar todo esto.
<<Será una buena anécdota para contar a mis nietos –me digo, intentando recuperar ese
humor mío que, hasta hoy, poco me ha fallado, por dura que fuera la situación.>>
Ni siquiera oigo a mi madre salir de la casa. Sólo sus pasos, acercándose.
—¿Lo has arreglado? –le pregunto.
Ella asiente.
—Podemos irnos.
—¿Pero cómo…?
Pasa por mi lado y sigue su paso. Voy con ella, avanzamos unos metros y me vuelvo un
instante, para contemplar por última vez el que posiblemente se haya convertido en uno de los
escenarios más salvajes de mi vida. Veo al tipo salir de la casa, mirarme un segundo y, sin
detenerse, caminar hacia la arboleda, perdiéndose en su espesura.
—¿Y mi padre? –quiero saber.
Mamá, que emprende el camino hacia el todoterreno, suspira.
—No irá a ningún sitio –afirma—. Aparcó el coche medio kilómetro más allá, para no
levantar sospechas. Ese hombre lo inhabilitará. Pronto la policía vendrá, y le detendrá. Pasará
una buena temporada en la cárcel. Ese ha sido el trato.
>>Sé lo que me hago. Todo está bajo control. Sólo… relájate. Ha sido un día difícil.
Seguimos en silencio. Ella, contempla el entorno, tal y como si paseara plácidamente,
como si no hubiera ocurrido cuanto acaba de ocurrir.
—¿Recuerdas antes, cuando me preguntaste si estaba decepcionado? .—Mi madre no
responde, aunque estoy seguro de que se acuerda. Me preguntó si lo estaba porque mi padre
decidiera perder el contacto, porque ella no fuera la culpable de que nos distanciáramos—. Pues
no, no lo estoy. Estoy orgulloso. Me siento mejor de lo que me he sentido en mucho tiempo.
Vuelve el rostro y me sonríe. Lo hace de un modo que transmite un cariño inusual en ella,
uno genuino, incondicional y sincero. De nuevo quisiera abrazarla. Simplemente asimilo que eso
no va a ocurrir.
<<¿Qué…?>>
Se acerca, su brazo envuelve mi cintura y proseguimos así nuestro paso.
<<Me vale.>>

El sonido del motor se entremezcla con los ecos de aquella noche que tanto me ha perseguido en
los últimos meses. Sin embargo, no es ese viento infernal, ni los gritos de mamá o el estruendo
del accidente lo que escucho. Solo hay calma, calor y silencio. Estoy con ella, en una habitación
impecable y donde la luz de la luna se filtra por la ventana. Creo que se trata del hotel en el que
nos alojamos cuando todo acabó. Afuera ya no se oye el viento, sino relámpagos. Pero ella me
mantiene bien abrazado, mientras me debato entre la vigilia y el sueño. No dice nada, ni tampoco
lo necesito. Simplemente está conmigo, envolviéndome con su calidez. Los terribles eventos de
un día sin tregua parecen diluirse, pertenecer a otra vida. Su respiración tranquila es todo lo que
me hace falta.
Abro los ojos, vuelvo a la realidad. Mi madre conduce, avanzamos por las calles de
Altavera. También aquí hemos dejado atrás un día demasiado… demasiado de todo. Hay poco
tráfico. Sé, sin necesidad de mirar el móvil, que deben ser alrededor de las cuatro de la tarde, que
la ciudad se halla en ese breve momento de reposo, de stan—by.
Observo que mamá se pasa el desvío que conduce a mi piso.
—Era más rápido por ahí –comento, con voz ronca.
—No vamos a tu apartamento –sentencia—. Vamos a casa.
Me dedica una sonrisa tímida y yo se la devuelvo, aunque amplia y radiante.
Apenas en un par de minutos, alcanzamos la que solía ser mi calle. Mamá detiene el
todoterreno frente al portal, saca sus llaves del bolso y me las tiende.
—¿No vienes? –me extraño.
Ella niega con la cabeza.
—Tengo mucho trabajo por delante –alega.
No necesito más información. Supongo que debe pasarse por el bufete, por comisaria. La
promesa que le hizo al matón es que arreglaría el asunto de mi padre, o sea su inminente entrada
en prisión. Los sucesos que han tenido lugar hoy han resultado un tremendo lío, e imagino que
debe justificar muchas cosas, ofrecer su testimonio y tramitar historias que me producen dolor de
cabeza sólo de pensarlas. Me siento un tanto culpable. Sólo espero que esto no traiga más
problemas, que no suponga más follón del que ya ha sido.
—Confía en mí –dice—. Está todo bajo control. Sólo descansa.
Asiento, vuelvo a sonreírle y me bajo del coche. Al fin y al cabo, mi madre ha demostrado
que sabe arreglárselas. Conducir a aquel tipo hacia la casa de mi padre fue una gran salida. Tenía
cada paso milimetrado, sin que yo ni siquiera me hubiera dado cuenta. Su plan salió exactamente
como esperaba.
<<Qué miedo da esta señora –me digo, divertido.>>
Ella se aleja y yo camino hacia el portal, examinando mi muñeca. El dolor se convirtió en
una leve molestia, nada que necesite atención médica. Abro con la llave, sorprendido porque
jamás habría creído estar haciéndolo otra vez. Camino sobre el suelo de mármol, rumbo al
ascensor. Lo hago y me asombro porque, la persona que lo está haciendo, no tiene nada que ver
con aquella otra que llegaba mamadísima, con restos de fluidos de terceros y ninguna otra
motivación o pensamiento que repetir sus hazañas al día siguiente.
Sonrío. Una sonrisa cansada, tanto como lo estoy en estos momentos.
—Mocoso –saludo a mi hermano, que viene como loco a la entrada, nada más oírme llegar.
Se me abraza sin mediar palabra, asustado. Mientras dormitaba en el coche, estoy seguro
de haber oído a mamá poner a Alfredo al día de la situación. Imagino que Mateo está al corriente
de lo acontecido, o al menos en líneas generales.
—¿Estás bien? ¿Tienes hambre? ¿Necesitas algo? –me pregunta, muy preocupado.
Sus interrogantes me llevan a recordar que, lo último que comí, fue la cena de anoche. Sin
embargo, tengo el estómago cerrado a cal y canto. Lo único que necesito es…
—¿Qué tal un masaje?
Mateo sonríe.
—Bienvenido a casa –me desea, su voz repleta de cariño.
Vamos a su habitación, me presta un pijama y me tumbo en la cama. Mateo obra su magia.
Me relajo tanto que el sopor regresa.
Y yo no hago otra cosa que rendirme a su dulce llamada.

Despierto a solas, en el cuarto de mi hermano. La pantalla de su ordenador, la interfaz del juego


de turno a modo de espera, me hipnotiza unos instantes. Entre sucesivos parpadeos, intento
asimilar demasiadas cosas.
<<Pero estoy en casa –pienso, simplemente.>>
Me incorporo con lentitud y, con los pies descalzos, me dirijo a la puerta. Afuera ha
anochecido. La luz del pasillo me encandila. Escucho las voces de mi madre, de Mateo y de
Alfredo. Las sigo, alcanzo el salón y me planto inseguro en el umbral. Frente a mí, la estampa
familiar de siempre. Están cenando a la mesa, unos filetes que huelen de maravilla y que hacen
rugir mi estómago.
—¿Tienes hambre? –me pregunta mi madre.
Sonrío y me dispongo a acompañarles. Tomo asiento, Mateo y ella también sonríen.
Alfredo, sin que nadie le diga nada, me sirve un par de filetes, ensalada y patatas.
Escruto el rostro de mamá, agotado.
—Todo está arreglado –afirma, escuetamente.
Tampoco yo le pido entrar en detalles. Acaba de cerrarse un capítulo de mi vida del que no
necesito saber más, sino seguir adelante y tomar lo mucho que me ha aportado. Al fin y al cabo,
gracias a ello, estoy aquí sentado.
Con mi familia.
Estaba buscando a mi padre y, sin embargo, he recuperado a mi madre. De repente esa idea
de que todo esto sencillamente sea un sueño, de despertar y que no haya sucedido, me asusta, y
no al contrario.
Charlamos acerca de auténticas chorradas, reímos y me convierto de veras en uno más.
—Voy a prepararte la cama –señala mamá, una vez hemos terminado.
—No hace falta –respondo.
Quiero irme a mi piso. Siento que es hora de regresar. No necesito dormir aquí. Ha vuelto a
ser mi casa, independientemente de eso. Tanto mamá como Mateo replican, pero les explico que
debo hacerlo, incluso aunque todo aquello sea un auténtico desastre. Necesito limpiar los restos
de un día que, sin haberlo imaginado siquiera, lo ha cambiado todo. También acostarme en la
que ahora es mi cama.
Regreso a la habitación de Mateo para ponerme mi ropa, me cuelgo la riñonera y salgo al
pasillo, donde éste y mi madre me esperan. Alfredo, que está fregando los platos, se despide de
mí desde la cocina. Ellos, no obstante, me acompañan a la puerta.
Mi hermano se me abraza.
Espero unos instantes. Mamá vacila, duda. No lo hace, ni yo lo fuerzo. Son muchas las
cosas que, de un plumazo, parecen haberse transformado. Supongo que, el resto, cuestión de ir
poco a poco.
—Puedes volver siempre que quieras –dice, no obstante—. Esta siempre será tu casa.
Con una profunda herida comenzando finalmente a sanar, cojo la puerta y me voy. Feliz,
bajo a la calle y me recibe cierto helor. La temperatura, estos días más alta, ha vuelto a
descender, tal y como suele fluctuar en esta época. Aprieto el paso y camino. El mismo banco en
el que solía encontrar a ese señor mayor, capta todas mis atenciones. Son cerca de las once de la
noche, y por supuesto él no está ahí. La sensación que me invade se me antoja indescifrable. Una
especie de nostalgia que no sabría explicar, y que se aleja enormemente del rechazo que
experimentaba antes. Me pregunto hasta qué punto los acontecimientos de hoy han supuesto un
giro para mí, un nuevo horizonte que ni siquiera logro atisbar, que me llama.
Suena el móvil. Mi móvil.
No tengo el número registrado. Adivino quién puede ser. Mamá ha resuelto el problema,
confío en ella y sé que no debe tener relación alguna. Quizá sólo se trate de un error. Pienso en
ignorar la llamada. Me siento demasiado bien en estos momentos, y lo último que querría es
salirme de este estado. Estoy a punto de dejarla pasar cuando, la curiosidad, gana finalmente la
batalla.
—¿Sí? –contesto, intrigado.
La respuesta se hace esperar unos instantes.
—Xavi –dice su voz, que, pese a sonar enlatada, reconocería en cualquier caso—. Soy yo,
Álvaro.
Continúo caminando sin que este repentino giro me afecte lo más mínimo. Supongo que
poquito espacio hay dentro de mí hoy para nuevas emociones fuertes. Definitivamente, Álvaro,
debió cambiar de móvil y tal vez apuntó mi número, por si acaso.
—¿Estás ahí…? –insiste, inseguro.
—Sí. Perdona –respondo—. Dime.
—Eh… No sé cómo decirte esto –suelta, al borde del ataque—. Necesito verte.
Su propuesta acelera levemente mis latidos. Si quiere verme, tal vez…
—Álvaro, he tenido un día muy largo –le digo, pese a todo—. Estoy muy cansado, en
serio. ¿Podríamos dejarlo para otro momento?
A nadie sorprende esta respuesta más que a mí mismo, sin embargo mi voz ha brotado
desde lo más profundo de mí. Necesito estar solo, por eso me he marchado de casa. Tengo que
procesar muchas cosas, relajarme y asentar todos esos sentimientos que se han apoderado de mi
mente, tan caóticos como una montaña rusa. Sencillamente, creo que no me queda un ápice de
energía para esto.
—Por favor –me suplica, decidido.
Resoplo para mis adentros. Su mentira acaba de desmoronarse, y de hecho sucedió hace
menos de veinticuatro horas, aunque para mí hayan pasado siete vidas y media. Me compadezco,
acepto. Siento que se lo debo, a pesar de que, no hace tanto tiempo, él no estuviera para mí
cuando le necesité, dejándome marchar de su coche y sin hacer nada por impedirlo.
—Te veo allí. Gracias –se despide, una vez he prometido enviarle la ubicación de casa.
Cuelgo y accedo a WhatsApp. Hago lo pactado y, de paso, envío una nota de voz a Arturo.
Le hago saber que estoy bien, que mañana le veo. Mi mejor amigo va a fliparlo del todo cuando
le haya contado el percal.
<<Pero ahora…>>
Aligero el ritmo, pillo el metro y observo al resto de pasajeros. Estoy seguro de que
ninguna de las personas que veo ha vivido un día ni mínimamente parecido al mío. En un primer
momento les envidio. Sin embargo, cambio de opinión pasados unos instantes y pienso que ellos
deberían envidiarme a mí. Miro mi reflejo en el cristal, de la misma forma que lo hice la mañana
que me largué de casa de Álvaro. Estoy hecho un auténtico asco. No me ducho desde ayer y, mi
pelo, está sucio y revuelto. Me huelo los sobacos y compruebo que un poquito de desodorante no
me haría daño. La camisa de nochevieja que todavía llevo puesta está lista para cobrar vida
propia. Definitivamente no voy preparado para lo que pueda suceder.
Y ahí voy, no obstante.
Los minutos se suceden y mis pasos me aproximan más y más a casa. Pronto he alcanzado
el parque, donde le veo inmediatamente. Está apoyado en la pared, cerca del portal y con su moto
al lado. Nada más me acerco detecto el aroma a maría.
—Me darás una caladita, ¿no? –le saludo.
Él, sin embargo, no se anda por las ramas. Sólo vacila unos breves instantes, antes de
lanzarse a mis brazos y abrazárseme con fuerza. Permanecemos así unos segundos. Noto que no
está bien, lo sé por el modo en que su cuerpo entero me pide protección, arrimándose tanto al
mío que casi parece que quisiera que lo sujetara.
—¿Te parece si subimos? –susurro.
Noto su asentimiento contra mi hombro.
Consigo separarme de Álvaro, abro, y, silenciosos, vamos arriba. Le advierto que no se
asuste del desastre, pero ocurre de todos modos.
—Ya está solucionado, ¿vale? No te rayes –replico.
—¿De verdad que no vas a contarme que ha pasado aquí? –insiste.
—Ahora no –concluyo, tajante.
Voy hasta el balcón, salgo afuera y respiro. Él me sigue, se coloca a mi lado y no dice
nada.
—¿Para qué has venido? –le pregunto sin volverme a mirarle, pese a saber la respuesta.
—¿Para qué va a ser? –me pregunta a su vez—. He venido a por ti.
Él sí que se gira.
—Álvaro…
Me obliga a mirarle. Sus ojos reflejan una intensidad sin precedentes, pero también mucho
miedo, tristeza e incertidumbre.
—Te quiero –afirma, sin pensárselo dos veces—. Te quiero, y quiero que estemos juntos.
Respiro hondo, pero…
Nada más.
Álvaro, que no está dispuesto a rendirse, lanza sus labios en busca de los míos. Los
encuentra, aunque apenas sin vida.
—No puedo… —hablo, contra su boca.
Él se aparta.
—¿Cómo que…?
—No puedo. Lo siento –reitero—. No es así como lo imaginaba .—Intento encontrar esas
palabras que puedan expresar con mayor exactitud mis sentimientos ahora mismo, aunque
verdaderamente me cuesta. Miro un instante por encima de su cabeza, a ese cielo en el cual pocas
estrellas se ven, al mismo que, la noche de Fin de Año, pedí que estuviéramos juntos, pedí
exactamente esto—. De verdad. Perdona, Álvaro. Me siento responsable de que anoche pasara lo
que pasó, pero no puedo estar contigo.
El pobre se queda petrificado. Sus labios no son capaces de formular respuesta alguna.
Supongo que esto escapa totalmente a sus predicciones. Al fin y al cabo, siempre fui yo el que
más quiso que ocurriera algo de los dos.
—Creía que…
—Yo también lo creía, pero es que no me vale así.
—¿Así cómo? –se desespera, con los ojos brillantes.
—Estás aquí porque tu mundo se ha venido abajo –me explico, apretándome casi literal las
sienes—. No sería así si no nos hubieran pillado. Pensaba que te armarías de valor, que tirarías
todo por la borda y que vendrías a buscarme…
—¡Pero es eso lo que estoy haciendo! –alega, desesperado.
Otra vez se acerca, coloca sus manos en mi cara y sus ojos empapados me suplican. Los
míos se contagian, se llenan de millones de lágrimas que, tal vez, simbolicen el fin de algo que
nunca pudo ser.
Que nunca será.
—Ahora sé que no me sirve así. Quería que apostaras por mí –sentencio—. No lo hiciste, y
ahora nunca sabremos si habría terminado pasando.
—Pero…
—Lo siento, Álvaro.
Tomo sus manos con las mías, las aparto de mi rostro y niego con la cabeza. Se le escapan
las lágrimas, mi corazón se acelera y dudo un segundo. Él también espera que lo haga.
Y no ocurre.
Los labios de Álvaro pronuncian un adiós inaudible. Se mete en el salón, lo atraviesa y se
marcha, cerrando la puerta tras de sí. Una parte de mí se muere por ir tras él, por pedirle que
regrese y que no vuelva a marcharse nunca.
<<No puedes –persiste la voz de mis pensamientos, consciente de que, si lo hiciera, quizá
nunca lograra ser feliz junto a él.>>
Miro hacia el cielo, nuevamente. Me pierdo en su inmensidad. Abajo, en la calle, escucho
la puerta del portal abrirse, cerrarse después.
Supongo que hay historias que están condenadas a no comenzar.
—Pero también te quiero –murmuro pese a todo, con el corazón partido en dos.
Sempiterno IV (La calma)

El sol arremete con fuerza, y ni siquiera la brisa marina logra contrarrestar el sofocón, ni
combatir el sudor.
—Cada vez estás más loco –me dijo Amalia antes, cuando nos despedimos—. Pero me
gusta esa locura.
Supongo que, anoche, cuando me planté allí, en San Lucas, debió alucinar más allá de lo
aparente, si cabe. También Kiah. Ninguna daba crédito a mis impulsivos deseos.
—Tías, quería que este cumpleaños fuera diferente –expliqué, encogiéndome de hombros,
sonriendo con tanto orgullo que ni siquiera sabría explicarlo.
Cumplo veintisiete años, y el propósito era no olvidar jamás este día. Quizá dicha cifra
suene irrelevante, poco trascendental. Sin embargo, para mí, este último año ha supuesto un
punto de inflexión brutal. Valía la pena convertirlo en especial. ¿La forma? Cogí la bici ayer,
hacia las cinco de la tarde. Con la mochila a cuestas, comencé a pedalear, haciendo gala de una
energía que tiempo atrás ni siquiera habría creído tener. Fue toda una proeza, para qué nos vamos
a engañar. No todo el mundo se atrevería a salvar cuarenta kilómetros montados en su fiel
compañera.
Resultó tan sumamente liberador.
—En cualquier caso, me encanta que hayas venido –comentó Amalia, en cuanto me di una
buena ducha.
También el pequeño Kibo, el hijo de Kiah, se alegró. Al muy bribón le han estado dando
por saco los oídos, pero se encuentra mejor y me alegro un montón.
Las invité a unas pizzas y, cuando acabamos, cuando nos íbamos a dormir, Amalia me
pidió que me quedara con ella un rato en el salón. Tenía un regalo para mí.
—Me encanta. Es una cartulina muy bonita que… ¿qué es esto? –solté, nada más
desenvolví lo que parecía ser una tarjeta.
—Dale la puñetera vuelta –me instó ella, con los ojos en blanco.
—Vale por un mensaje en la piel –leí en voz alta, a lo que la observé sin comprender.
Amalia se limitó a mostrarme el tatuaje de su muñeca, una frase que constituye un mantra
para ella y a la que recurre cuando todo va mal.
—Para mí fue superterapéutico –se explicó, aunque no recuerdo si fueron las palabras
exactas—. Ahora es el momento de que tú encuentres tu lema, tu frase.
—Gracias –murmuré, emocionado—. Me flipa.
Frente a mí se abrió un auténtico abanico de posibilidades. La idea me fascinó e,
inmediatamente, comencé a sopesar opciones.
—No tienes por qué pensarlo ahora. Puedes ir al estudio cuando quieras –advirtió mi
amiga—. Aunque, sólo por si acaso, he reservado cita para mañana por la tarde.
Me limité a abrazarla, a expresar aquello que, con palabras, no me alcanzaba. La tía es una
campeona que, recientemente, acaba de superar un reto enorme. Su historia es pura inspiración
para cualquiera que haya estado cerca. Todavía hay algunos cabos sueltos de los que debe
ocuparse, pero, aun así. Estoy seguro de que le irá de maravilla, sin importar la dirección que
siga. Llevar un tatuaje de su parte, casi me resulta un honor.
<<Vaya que sí –sonrío ampliamente>>
Y, todavía ahora, mientras me aproximo a la ciudad a cada pedaleo, bajo ese sol tan
potente para ser mayo, reflexiono acerca de cuál será mi elección. La cita es luego, a las siete. Sé
que puedo hacerlo en cualquier otro momento y, sin embargo, me apetece que sea hoy. Tengo
planes, algo muy importante que hacer. Pienso que, tatuarme, supondría el remate de un día que
espero conservar siempre en mi memoria.
Los cascos, que llevo en las orejas pese a no estar escuchando música, emiten la melodía
de Extremoduro que seleccioné como tono de llamada. Se trata de Arturito, el cual me felicitó
anoche a las doce, pero que, de todos modos, prefiere reiterarlo.
—Felicidades otra vez, mi desastre favorito –me saluda, en cuanto acepto la llamada—.
Aunque, joder, la verdad es que ya no lo eres tanto. ¿Cómo voy a meterme contigo a partir de
ahora?
—Gilipollas –contesto, riéndome.
Se asegura de que vaya a estar listo para las dos. Vale que mi fuerte nunca haya sido la
puntualidad, pero voy con tiempo de sobra.
—Ahí estaré, ahí estaré –prometo.
—Eso espero. Sobre todo si no quieres perderte cierta sorpresita… —añade, haciéndose el
interesante.
La conversación termina en el preciso instante en el que alcanzo la zona de polígonos que
precede a la ciudad, un tanto sucia y destartalada. Aprieto el ritmo, pese a mis piernas fatigadas.
Sonrío. Sonrío mucho. Tal vez ese sea uno de los motivos por los que me fascina tanto montar en
bici, por los que siento esta sensación de libertad tan inmensa. Supongo que me brinda la
oportunidad de superarme, de seguir pedaleando aunque esté cansado, aunque no pueda más.
<<Y es alucinante.>>
Pronto circulo por el carril bici de una urbe frenética, repleta de gente, coches y ruido. Me
hago parte del caos, lo traspaso y, finalmente, llego a casa. Casi temía que el culo se me hubiera
pegado al sillín, pero logro despegarlo y aparcar a mi compañera en el balcón, hasta la próxima
aventura. Adentro, echo un vistazo alrededor. Esto comienza a coger forma. Los pósteres han
sido sustituidos por algún que otro cuadro, incluso una foto enmarcada de la ciudad vista de
noche, repleta de luces y con un halo violeta sobre ella, inmediatamente antes de la oscuridad.
<<Mientras las luces brillen.>>
Recuerdo esa frase, que una vez se me pasó por la cabeza. Define muy bien a mi yo
anterior, que sin duda forma parte de ese que soy ahora. Una versión de la que no me gustaría
olvidarme, que me llevó a darme las hostias suficientes como para que ahora todo sea tan
distinto, en el mejor de los sentidos.
Me meto al baño, reflexivo. Mientras el agua despega el sudor de mi piel, pienso en lo
obsesionado que he estado por encontrar mi camino, por descubrir quién era. Niego con la
cabeza, pletórico. Supongo que es algo en lo que voy a meditar de sobra luego. Por lo pronto, de
veras quiero ser puntual, así que me doy caña. Salgo de la ducha, me seco y voy en pelotas hasta
el dormitorio, donde me meto uno de mis conjuntos repetidos de dibujo animado.
<<Estoy listo –me digo, preparado para lo que me espera hoy, o más bien tremendamente
emocionado.>>
Me despido de este apartamento, aunque vaya a regresar esta noche, igual que cada día. Un
espacio en el que he podido crecer, que ha vivido conmigo momentos buenos, y otros menos
buenos.
—Como debe ser –me jacto, feliz.
Vuelvo a la calle, paseo tranquilamente hacia ese burger que tanto nos gusta, y al que tanto
tiempo llevamos sin ir. Podría coger el metro y plantarme allí, pero me apetece disfrutar de un
día que, de seguro, será distinto a todos los que haya vivido, incluso aunque mis pies cansados
protesten.
<<Sólo espero que, más tarde, cuando llegue el momento, le encuentre allí –me digo, sin
preocuparme demasiado porque, un extraño presentimiento, me indica que así será.>>
—¿Cómo está ese cumpleañero? –exclama Arturo, nada más me planto en la puerta de la
hamburguesería, estrujándome de ese modo tan cálido como doloroso.
—Ven aquí, anda –se aproxima Daniela, en cuanto Arturito se ha separado de mí.
Ella le releva y nos fundimos en un abrazo.
—Me muero de hambre –comenta mi mejor amigo, a lo que Daniela y yo nos echamos a
reír—. Joder, ¿creéis que este cuerpo se mantiene así sin más?
Entramos al interior, a ese espacio claustrofóbico que tanto nos caracteriza como pandilla.
Pedimos y, entre tanto, extraen sus regalos de una bolsa. Desenvuelvo el papel de princesas
Disney, obra de Daniela y su incansable intento de mofarse de mí.
—Como nos hemos dado cuenta de que estás esmerándote en decorar el piso… —se
apresura a aclarar Arturo, inseguro, tras haber abierto el primero de los regalos y no haberme
pronunciado.
—Me encanta. Es la hostia –declaro.
Desde la fotografía enmarcada que sujeto entre mis manos, yo mismo y mis dos amigos me
sonríen, con unas pintas importantes y tanta alegría que no nos cabe en las caras. Recuerdo
perfectamente aquella noche, en que salimos y lo pasamos que flipas. Probablemente la coloque
al lado de esa que me encanta, en la que Arturito y yo aparecemos en bragas.
—Lo mejor está por detrás –añade Daniela, mientras me limitaba a visualizarlo.
—Chivata –la regaña Arturo.
—¡No se iba a dar cuenta, está empanado! –protesta ella.
La pequeña discusión sigue su curso, pero desconecto en cuanto giro la foto y me topo con
las dedicatorias. Mi amiga se alegra de que me sienta bien, de que haya madurado tanto y… se
pierde en propuestas acerca de lo necesario de unirme a la lucha y demás. Sonrío, niego con la
cabeza, qué remedio. La de Arturo, no obstante, señala lo importante que soy para él.
<<Puede que la persona más importante de mi vida –leo, incapaz de contener la
emoción.>>
Todavía están picados cuando me levanto, rodeo la mesa y les abrazo a ambos desde atrás.
—Gracias.
Daniela, que es bastante palo, suelta una gracia sólo para rebajar tensiones, aunque sé que
le ha gustado. Vuelvo a mi sitio y, de pronto, mi mente escenifica un único e inolvidable rostro.
<<Ojalá pudiera estar aquí…>>
—Todavía queda una cosa más –toma Arturo la palabra, sin parecer referirse a los otros
regalos.
—Otra sorpresita –apunta Daniela—. Que, de hecho…
—… está entrando por la puerta –concluye él, sonriendo a alguien a mis espaldas.
Me vuelvo y, como por arte de magia, compruebo que mis deseos se han hecho realidad.
—¡Germán! –alucino, tal vez demasiado fuerte.
El resto de los comensales nos observan, pero a mí me la pela. Me pongo en pie de un
salto, le abrazo con todas mis fuerzas y él responde al gesto con la misma energía. Nos
separamos, miro sus ojos y encuentro esa paz que temí nunca ver. Todo está en calma. El
vendaval que se generó en torno a nosotros parece haberse disipado. Sospecho que, ahora sí, tras
esta temporada sin vernos, quizá podamos ser lo que siempre debimos:
<<Amigos. Buenos amigos.>>
Pide en la barra, se sienta con nosotros y poco tardan en comenzar las gracias, las risas y
las bromas. Arturo empieza a hacer tonterías, me uno y termino llorando, pero de tanto
descojonarnos.
—¿Te apetece un cigarro? –sugiere Germán.
Sin duda es una indirecta. Quiere que estemos a solas.
—¿Por qué no pedís algo de postre? Invito yo –le indico a los otros dos.
Mi exnovio y yo salimos afuera, nos apoyamos contra la pared y fumamos de su cajetilla
industrial, mientras los transeúntes caminan a escasa distancia.
—Ha sido muy loco todo –comenta Germán—. No me ha dado tiempo a comprarte nada.
—Lo mejor que podías traer aquí es a ti mismo –aseguro, oprimiéndole el hombro.
Él me sonríe, una sonrisa maravillosa y perfecta. Sin embargo, su expresión se torna seria
pasados los segundos.
—Tenemos que ponernos al día –dice—. Tienes que contarme muchas cosas, y yo a ti.
Pero, para empezar… ¿qué tal fue?
No necesito que sea más preciso para saber a qué se refiere. Germán está pensando en
Álvaro. Supongo que, para él, el asunto es un misterio, y ni siquiera tiene la menor idea de si
ahora estamos juntos o no. La mera mención del chico que, una vez, me habló a través de
Grindr, al que le encantan los Filipinos blancos y que lo hacía todo tan extraordinario y sencillo,
me genera una punzada de dolor literal en el estómago. La sensación continúa siendo demasiado
amarga. Hará un mes de aquello, un mes de esa noche en que dejé que se marchara, seguramente
para siempre. No estoy arrepentido, en absoluto. Nada me gustaría más que estar con él, que
darnos esa oportunidad que tanto estuve esperando.
<<Pero no así.>>
De haberlo hecho, de haber iniciado algo más, probablemente estaría arrepentido ahora.
Continúo convencido de que no me habría valido, de que no podría haber terminado de tomar en
serio sus sentimientos si nuestra relación se inició porque su mundo se vino abajo. Por más que a
veces fantaseé, por más que en este mes haya estado con otro chico y, no obstante, no haya
podido dejar de pensar en Álvaro. No era el momento, y ya está. Quién sabe si algún día las
cosas se tornen diferentes, o si sencillamente llegue a conocer a alguien que me haga sentir algo
tan intenso como él.
—Guau, creo que he abierto un cajón con demasiadas cosas dentro –comenta Germán, en
vista de que me he quedado perdido en mis propias conclusiones y no contesto nada.
—A veces los sentimientos… no lo son todo –verbalizo—. Qué te voy a contar.
—Y que lo digas —se solidariza—. Pero bueno, quién sabe.
—Sí, quién sabe.
En lo que terminamos de fumar, pasamos a temas más triviales, que versan sobre lo que
hemos estado haciendo en estas semanas. Volvemos adentro y nos zampamos unos deliciosos
brownies junto a los chicos, que terminan de dejarme K.O. También abro unos cuantos regalos
más.
—No va a entrarme ni el café –bromeo, hecho una auténtica bola.
—¿Seguro que no quieres que nos veamos después? –se asegura Arturo, cuando hemos
pedido la cuenta.
Niego con la cabeza.
—Tengo unas cuantas cosas que hacer –reitero, sonriendo frente a los próximos
acontecimientos que me esperan.
Terminamos despidiéndonos. Me abrazan, me desean que sea un gran día. Se largan en
dirección opuesta a la mía, los tres juntos porque sus destinos les pillan hacia ese lado, Arturo
cargando con la bolsa repleta de mis regalos, que me dará otro día para ahorrarme ir cargando
con ella. A mí me toca reunirme con mamá y con Mateo, de modo que camino apremiante hacia
el punto de encuentro que fijamos ayer. Se trata de la cafetería más cercana al solar en el que,
antaño, estuvo aquel restaurante al que mi madre y yo íbamos con papá, y en el que también
dormí cuando toda esperanza parecía haberse apagado, dando paso a un amanecer repleto de
transformaciones y de posibilidades.
—Se me ocurren lugares mejores a los que haber venido –protesta mamá nada más nos
reunimos, pues hay cosas que no cambian.
—Es su cumpleaños. Él manda –salta Mateo, con los brazos en jarra.
Como hace bueno, nos quedamos en una de las mesas de fuera, a la sombra. La calle es
peatonal, de manera que estamos bastante tranquilos. Alfredo tenía mucho curro y no nos ha
podido acompañar. Últimamente creo que incluso a él le estoy cogiendo cariño. Las cosas han
cambiado mucho este mes. Me siento un auténtico miembro más de la familia, y eso que no vivo
con ellos. Puede que todo lo de mi padre fuera una verdadera locura, pero sí ha servido, y mucho.
De él, por cierto, no sé absolutamente nada. Mamá nunca dejará de ser una mujer reservada,
tampoco yo le he preguntado. Seguramente esté entre rejas, y es algo en lo que no me gusta
pensar. Para ser sincero, preferiría no recibir noticias al respecto nunca más.
—¿Qué es eso que tenéis ahí? –pregunto, haciéndome el inocente.
De la bolsa de cartón, que reposa en la silla vacía, sobresale un papel de regalo amarillo.
Mateo me lo tiende, sonriente. Se trata de una nueva consola, lo que no está mal. Llevo sin
echarme unas partidas desde que vendí la mía. Mi hermano, que sin duda es un experto en la
materia, me explica los detalles de su elección. Mi madre, no obstante, nos observa complacida.
Es alucinante que las cosas entre ella y yo estén ahora así. Nunca imaginé que habría un punto de
retorno para los dos. Lo cierto es que aquella experiencia que vivimos juntos fue sumamente
terapéutica. No tanto por el hecho de que hayamos recuperado un poco la conexión, que también.
¿Cuántas personas no guardan dentro de sí heridas relacionadas con su niñez? Quizá muchos no
tengan mi suerte, no puedan recuperar el vínculo. Pero sí sanarlo, aceptar como fueron las cosas,
comprenderlas. Yo había pasado mi vida creyendo que algo en mí estaba mal, que por eso mi
madre no me quería. Ahora veo que, de algún modo, sentía que quizás nadie más pudiera
hacerlo. Y también supongo que, por eso mismo, mantenía esa fantasía con respecto a mi padre,
con que regresara a mi vida y me salvara, me brindara todo el afecto que me faltó.
<<No supe hacerlo de otra manera –verbalizó mamá, cuando caminábamos entre la
maleza, en busca de esa casa en medio de la nada que parece formar parte de un sueño.>>
No la culpo. Sé que las cosas son complicadas, que a veces se nos plantan situaciones
frente a las que no sabemos reaccionar. Lo acepto, y también lo perdono. Podría no haberme
compensado esto último, pero decidí hacerlo y de momento no me arrepiento. No la necesito,
llevaba mucho sin hacerlo. Aun así, elijo genuinamente mantenerla en mi vida, intentar arreglar
algo que parecía haberse roto del todo. Sencillamente, necesitamos un poco de tiempo, pues hay
muchos de sus comportamientos, de sus desplantes, que todavía debo digerir con calma.
Trata de esforzarse, y a mí me vale.
—¿Dónde vas ahora? –me pregunta, cuando llevamos un buen rato, hemos comido tarta,
cantado el cumpleaños feliz y nuestras bebidas están en las últimas.
Algo se mueve dentro de mí. Ha llegado el momento, sí. Le hago saber a mamá que voy a
ver a alguien muy especial. Mateo suelta una risotada. Los dos deben estar vaticinando un
poquito de salseo. No podrían estar más equivocados, pero yo no les saco de su error.
Ya nos hemos levantado y nos estamos despidiendo. Mateo se me abraza, le doy un toque
en el costado que le produce cosquillas, protesta y se aparta, entre risas. Mi madre, para mi
sorpresa, me observa de una forma muy extraña. Voy a preguntarle qué ocurre cuando, de
repente, avanza unos pasos. Estoy a punto de retroceder, pero me obligo a permanecer en el sitio
y ella me envuelve entre sus brazos.
—Pásalo muy bien, hijo –me desea, en voz tan bajita que sólo yo la oigo.
El corazón se me acelera, los ojos se me humedecen. Se retira y mis pies aterrizan en el
suelo, pues por un momento creo haber volado. Instintivamente, me pregunto si esto ha sucedido
de veras. Mi hermano también lo está flipando.
—Gracias, mamá –le sonrío.
Doy media vuelta, a tope porque mi cumpleaños está yendo sobre ruedas.
<<Y aún queda el plato fuerte.>>

Mis pasos acelerados son movidos por una energía sin igual. Recorro las calles como una flecha,
con el corazón acelerado y tantas ganas de alcanzar mi destino que me sorprendo a mí mismo.
Llevaba demasiado tiempo dándole vueltas a esto, obsesionado. Desde que decidí cambiar el
rumbo de mi vida, dejar atrás mis vicios y aquel torbellino de autodestrucción, no he parado de
buscar respuestas. Necesitaba… necesito comprender cuál es mi camino, quién diablos soy. He
estado tratando de encontrarme por todas partes, enganchándome a nuevos estímulos que
pudieran saciar el vacío, como mi relación con Germán o un primer te quiero sin sentido.
Pero no este último mes.
No podría explicarlo, no sabría. Siento una sensación de paz al respecto, que aquello que
tanto he estado buscado, simplemente, estuvo siempre mucho más cerca de lo que sospechaba.
Doblo la siguiente esquina, con las pulsaciones a mil. Busco con la mirada aquello que me
ha atraído hasta aquí con esa fuerza sobrenatural.
—¡Bingo! –exclamo, henchido de orgullo.
Atravieso a toda velocidad la calle que actualmente vuelvo a sentir casa, en la que mamá,
Mateo y Alfredo viven. Alcanzo el portal, pero no me detengo, no es ese mi destino. Aflojo el
ritmo y, los últimos pasos, camino lento, saboreando el momento, intrigado por lo que pueda
pasar.
Él está ahí, mirando a la nada, ajeno a mi presencia.
—Disculpe –le hablo, con voz entrecortada. Se vuelve hacia mí y sus ojos blanquecinos y
amables me escrutan—. ¿Puedo sentarme con usted?
—Adelante –me invita la suya, entrañable.
Me coloco a su lado y, de pronto, no sé qué decir. Hay algo que se me escapa, algo
relacionado con mis conclusiones anteriores. De alguna forma, sentía que tenía que venir aquí,
que este hombre puede ayudarme. Jamás lo imaginé siquiera, sobre todo teniendo en cuenta lo
mucho que la mera presencia del anciano me perturbaba. Era incapaz de entender qué se traía
entre manos ahí parado, sin hacer absolutamente nada. Me daba hasta fobia, me generaba
ansiedad. Algo que, sólo ahora, tras estas últimas semanas y las debidas reflexiones, siento
completamente distinto. La incomodidad se ha transformado en infinita curiosidad, que me lleva
a sorprenderme por no haber hecho esto antes. No obstante…
Nada sucede.
Tampoco estoy seguro de qué esperaba exactamente. Los minutos pasan y no se dirige a
mí, ni me presta atención alguna. El señor permanece ensimismado en su propia atmósfera, ajeno
casi a mi presencia. Comienzo a plantearme que esto no haya sido una buena idea, sino una
estupidez.
Suspiro hondamente y, deshinchado como un balón, me dispongo a levantarme.
—Apenas has descansado unos minutos –habla, volviéndose—. Tú siempre tan agitado.
Sus palabras me pillan completamente desprevenido. Me conoce, se había fijado en mí.
Sabe quién soy, aunque ni siquiera me ponga nombre.
—Siempre lo he estado –reconozco—. Demasiado agitado, digo.
—Comprendo –asiente, riendo dulcemente—. ¿Y a dónde solías ir con tanta prisa?
Me doy unos instantes para responder a eso. Supongo que se refiere precisamente a mi
auténtica obsesión durante los últimos meses. Quizá una que me ha acompañado toda la vida,
aunque adoptando distintas formas.
—Estaba buscando algo –le explico.
Ahora es él quien se toma su tiempo.
—Me lo figuraba. Todo el mundo está siempre en busca de algo.
—¿Usted no? –me atrevo a preguntarle, a riesgo incluso de que haya podido sonar
impertinente.
De nuevo ríe. No, no le ha molestado.
—A veces, supongo –admite. Su expresión se torna seria, o más bien serena, pura—. Pero
hay que tener cuidado.
—¿Cuidado? ¿Con qué? –ansío saber, con el corazón acelerándoseme por momentos.
—Porque si pasas la vida buscando algo, te olvidas de vivirla.
<<Ahí está.>>
PUM.
Algo estalla dentro de mí, mientras sus palabras no dejan de repetirse en mi cabeza. Es una
sensación parecida al fogonazo, al que tantas veces Álvaro me ha llevado a sentir. Sin embargo,
esta, resulta más difícil incluso de interpretar o explicar. Es algo que viene de un lugar tan hondo
que casi parece místico.
—¿Estás bien, hijo? –me pregunta, al comprobar que mi mirada se ha humedecido.
—Ahora sí.
Respiro profundo, respiro de una manera nueva. Respiro vida en sí misma, pese a la
contaminación y a todo lo demás. No estaba equivocado, tenía que venir aquí.
—¿Por qué no me acompañas un rato? –propone.
Asiento. Me quedo a su lado. Observo la calle. La misma calle que no tenía nada de
especial, a la que jamás había mirado como hago ahora. Estamos en silencio, sin hacer nada.
Guau.
Aquel primer día en que fui a solas al lugar que me encanta, estuve parado y ya está. Di un
colosal paso al frente que los siguientes giros me hicieron olvidar demasiado rápido. Puede que,
a veces, para evolucionar o como se quiera decir, necesitemos hacer precisamente aquello que
tanto nos horroriza. En mi caso fue detenerme, simple y llanamente. Una tontería para muchos, el
más grande de los retos para mí. Había demasiadas cosas en mi cabecita, retrocedí. Pero ahora
estoy aquí, haciendo conscientes estas ideas, dispuesto a no olvidarme nunca más.
No necesito tener que estar haciendo cosas continuamente para sentirme bien, como vivir
en un festival perpetuo o follar como un descosido. Tampoco un gran amor o novio a la vista. Ni
hablar, claro, de recurrir a ningún tipo de sustancia. He averiguado que, sin nada de esas cosas,
puedo estarlo igual.
Y ese es el mayor de los descubrimientos.
Con ello no quiero decir que sea malo que me sucedan cosas. Lo estoy deseando.
Descubrir qué vendrá, saber lo que quiero, pelear por ello. Pero no movido por la necesidad. En
concreto, por esa que nos conduce a eludir el dolor, a impedirnos parar. Cuando logras esto,
cuando dejas de sortear el sufrimiento…
Aparece la libertad.
La misma que comencé a experimentar con mi bici, que me lleva a hacer lo que realmente
quiero, no a ser presa de la evitación. Si quiero follar, follaré. Si quiero beber, beberé. ¿Si quiero
fiesta? La tendré. Estoy aprendiendo a distinguir cuando hago algo porque quiero, y no porque lo
necesito. Hay una fina línea entre ambas motivaciones, peligrosamente fácil de traspasar. Trato
de practicar, de lograr distinguirla con la mayor certeza posible.
Sólo al identificar todas aquellas formas que empleamos para evadirnos, al atrevernos a
desprendernos de ellas –aunque al principio sea tremendamente incómodo—, podemos ser
capaces de empezar a transitar la vida de otra manera, de liberarnos del miedo y volar alto.
Tenemos una mala relación con el sufrimiento. El costo por dejar de sentirlo puede ser
muy alto.
<<No seguiré pagándolo –me prometo, repleto de orgullo.>>
Tampoco las etiquetas nos ayudan. Siempre me creí marcado con esa que me hacía sentir
un auténtico imbécil. ¿Cómo iba a vivir de otra manera? ¿Acaso valía para hacerlo? Ahora estoy
aquí, meditando de un modo tan profundo que creía inalcanzable para mí. Quizás, sea mucho
menos tonto de lo que creía. Amalia, Arturo… lo sabían, confiaron en mí. También Álvaro,
aunque en estos momentos me duela el simple hecho de evocarlo.
Me relajo, dejo que mis pensamientos se apaguen de manera progresiva. El tiempo pasa.
De pronto recuerdo mi cita en el estudio, echo un vistazo a la hora.
—Tengo que irme –anuncio—. Puede que esto le resulte un tanto extraño, pero… ¿podría
abrazarle?
El hombre se queda atónito. Casi estoy seguro de que su respuesta será negativa, pero
finalmente asiente y se adelanta, me estrecha entre sus brazos.
Mientras, me limito a disfrutar todos y cada uno de los segundos que se prolonga.

Otra vez a la carrera, por incongruente que suene.


Las revelaciones anteriores retornan a mis sienes, como si necesitara escarbar un poco más,
en busca de algo que se me escapa. Las piezas del puzle encajan, ahora lo sé. Amalia inició esto,
concretamente cuando dijo que evito contactar con el sufrimiento, que de ahí venía mi
inclinación por los excesos.
Tenía razón.
<<¿Qué más?>>
Llevo toda la vida creyendo saber quién soy, cómo soy y cómo no soy, las cosas que son
para mí y las que no. Supongo que mi infancia fue complicada, que necesité encerrarme en esa
coraza para no hundirme, para sobrevivir. Ahora, sin embargo, dudo de todas esas afirmaciones.
Sé menos que nunca quién soy, y jamás me he sentido tan conectado.
Todo el mundo teme estar sobrio, rellenan el vacío –el limbo—, ya sea de comida, sexo,
trabajo, viajes, relaciones de dependencia o de lo que sea. Yo estoy descubriendo que no se está
tan mal. Cuando lo haces, cuando decides dejar atrás todo eso, quedarte desnudo, o al menos
cuando estás en ello, empiezas a saber qué te gusta de verdad, qué quieres en realidad.
<<Aparece la libertad –me recuerdo, tal y como pensé antes.>>
Puede que mi caso haya sido excesivo, un extremo en lo que a parchear la vida se refiere.
No obstante, pienso que se trata de algo totalmente a la orden del día, un mal que acecha a todas
y cada una de las personas, en mayor o menor medida. Me alegro profundamente de haber
tocado fondo, ahora más que nunca. Quizá sea por ello que ahora pueda estar pensando esto, y
eso que no iba precisamente para filósofo.
De repente mi spring se corta en seco, me planto en medio de la acera de una forma tan
brusca que una familia que venía de frente se sobresalta.
—Sobriedad –digo, sencillamente.
Eso es. Sobriedad. La palabra que voy a tatuarme. La que pienso convertir en mi mantra y
que quedará grabada en mi piel para siempre. No necesito nada más, ni buscar desesperado esas
respuestas, esas formas de rellenar el vacío.
<<Ya no le tengo miedo.>>
Loco de contento, reanudo la marcha. Me doy cuenta que, pese a mi inmediata revelación,
sabía que elegiría bien llegado al momento. ¿O estaría acaso yendo hacia allí si fuera de otro
modo? Mucha más gente se queda boquiabierta. Debo parecerles un auténtico lunático, mientras
yo me siento más cuerdo que nunca. No necesito nada, tengo todo a mi favor. Sólo tengo que
vivir, hacerlo intensamente. Una conclusión idéntica a la que habría soltado por la boca hace un
año, y que actualmente posee una connotación totalmente distinta.
Sudoroso y jadeante, mantengo el ritmo, sonriendo como quizá nunca lo haya hecho antes,
ajeno a las miradas y a todo lo que se halla más allá de mí. Tanto tiempo buscando afuera lo que
estaba adentro. Esa era la clave.
Flipas.
Alcanzo el estudio, ahora sí, que se encuentra en una calle del centro. Es el mismo en el
que Amalia se tatuó su frase. Había oído hablar del tipo, pero no le conocía en persona. Entro sin
pensármelo dos veces, incluso unos minutos antes de la hora. Me atiende en persona. El rollo del
sitio me gusta, escueto pero muy urbano. Le explico que tengo cita, que la pidió mi amiga. Él,
que espere unos minutos. Me siento y no logro dejar de mover las piernas. Estoy eufórico, casi
flotando. Le observo mientras prepara todo, con una pericia notable. Me lleva a preguntarme cuál
es mi futuro, en ese sentido. Sé que no voy a ser repartidor siempre, pero no me inquieta, ni eso
ni ninguna otra cosa en estos momentos. Supongo que es algo que llegará, que sabré buscar
cuando toque. Tampoco Amalia tiene la menor idea de qué va a ser de ella, ni Arturo con su
relación, ni Daniela con sus movidas.
—¿Listo? –me sonríe Niko, el tatuador, que no parece un gran conversador, pero que
tampoco termina de ser borde. Me levanto, me siento en la camilla de piel negra, cubierta con
una sábana de papel—. Una frase, ¿no?
—Una palabra –suelto, radiante—. Sobriedad.
Él, que no lo cuestiona, asiente y prepara el diseño. Me enseña algunas fuentes de letras,
elijo una alargada y sencilla. Los minutos se suceden y, de repente, ya estoy con el brazo
estirado. El lugar será la muñeca, en honor al de Amalia. Tras los últimos ajustes, la aguja roza
mi piel y me estremezco, en el buen sentido. Adoro la sensación, hacía demasiado que no la
sentía. Los trazos de Niko comienzan a dar forma a la S. Mi mente se dispersa, retornando a esos
pensamientos de antes.
<<Nadie tiene claro de manera exacta cuál es su camino. Todos estamos un poco
perdidos.>>
Ese ha sido otro de mis grandes errores: creer que, de un día para otro, iba a encontrar
todas y cada una de las respuestas. Está la sobriedad, sí. Pero habrá muchas más. Decidí
emprender un viaje sin retorno, uno que no acabará hasta el día en que muera, repleto de nuevos
interrogantes y de posibles revelaciones.
<<El descampado fue el inicio –reflexiono, recordando aquella noche en que de alguna
manera mi cabeza comenzó a volar, sin que supiera interpretar siquiera el alcance de su
significado—. Sin embargo, no existe un fin.>>
—Sempiterno –pronuncio, en voz alta.
—¿Cómo? –se extraña Niko, sin apartar la vista de su labor.
La mente, las ideas, acaban de iluminárseme por segunda vez. ¡Eso es! El viaje no termina,
sino que es constante e infinito. Mis atenciones se dirigen a esa S, que acaba de dar por
finalizada.
Niko se dispone a continuar con la O.
—¡PARA! –le pido, haciéndome oír por encima del chirrido de la máquina.
El tío retrocede, medio asustado. Apaga el aparato y me interroga con la mirada.
—¿Qué pasa?
Sonrío.
—Pasa que está perfecto así –sentencio, perdiéndome en esa S oscura y ensangrentada que
brilla en mi muñeca.
Sobriedad.
<<Pero también sempiterno.>>

Con toda la parsimonia del mundo, paseo hacia el lugar en que pienso rematar este radiante día,
bajo un sol decadente y la luz de las farolas recién encendidas alumbrando las calles. Soy incapaz
de dejar de observar mi muñeca. El regalo de Amalia ha resultado ser la bomba, el mejor que me
hayan hecho nunca. Tal y como ella dijo, siento que, en caso de perder el norte, siempre podré
recurrir a mi S para recuperarlo.
Hoy termina y empieza mi historia.
Como homenaje, elijo el que un día fue mi templo para brindar por mí. La Galería me
espera un poco más adelante. Siento que es lo más justo, casi hasta necesario. Me aproximo y la
encuentro muy vacía, aún es temprano. Sólo un grupito fuma en la puerta de uno de los garitos.
Yo voy a mi favorito, a Antro. Me recibe Susana, mi camarera predilecta.
—Apenas se te ve el pelo ya –me reprocha, guiñándome un ojo.
—La vida da muchas vueltas, querida –respondo, con voz cariñosa.
Me siento a la barra, me pregunta qué me pone y le pido un litro de cerveza. Acabo de
tatuarme una S que, al menos a medias, se refiere a la sobriedad, lo cual me hace negar con la
cabeza y sonreír. Mientras espero, me da por abrir Grindr. Aquí resulta casi un gesto automático.
Los perfiles de los otros maricas están cargándose cuando la camarera vuelve con mi bebida.
—Ahí tienes, rey.
Me salgo de la app y dejo el móvil sobre la barra, me empino el vaso de litro y trago un
primer sorbo.
<<Por mí –pienso.>>
También en esa tormenta que vaticiné, que terminó siendo real. Sin embargo, me olvidé
que la calma retorna nada más acaba, y que no sólo la precede. Por suerte, a veces estos
temporales suceden y uno se vuelve mucho más fuerte de lo que era antes, o quizá más sabio.
Escucho la música y, sencillamente, disfruto el momento. Poco a poco el garito se va
llenando. Varios colegas se acercan a saludarme, pasan el rato conmigo y me echo algún que otro
futbolín. Es extraño, porque soy capaz de disfrutarlo, pero no es igual que antes. Al fin y al cabo,
me siento una persona distinta, y me alegro.
El tiempo transcurre, son sólo las diez de la noche cuando estoy convencido de que ha sido
suficiente. Me despido de la gente, que me piden volver a verme por aquí con más frecuencia.
—Me pasaré –prometo, aunque no sepa cuándo va a ser.
Salgo afuera, donde todo está hasta arriba. Ahora son muchas las personas que danzan de
aquí para allá, tiradas por todos los rincones, divirtiéndose y haciendo el tonto. Camino hacia la
salida, hacia el mundo exterior.
Y lo veo.
Se trata de mi antiguo banco, el mismo que hizo las veces de compañero en tantas noches
de decadencia. Sonrío mientras me acerco, planto mi culo en el respaldo y observo la calle. Mi
móvil pita, lleva toda la noche haciéndolo. Suele pasar cuando llevas una racha sin entrar en
Grindr, la gente se vuelve loca. Me acuerdo de cómo era antes, de mi fabuloso protocolo.
Me río.
—Cuando vas muy mamado, te acaban de cerrar el último garito, y te ves tirado a las
cuatro de la mañana en un banco, solitario y frío, tienes dos opciones: volver a casa, o rematar la
noche con un buen homenaje –recito—. Yo soy más de lo segundo.
>>Es entonces cuando accedes a Grindr. ¿Procedimiento? El habitual, el de siempre. Ves
los perfiles de los otros maricas, cuyas caras, torsos o imágenes aleatorias seleccionadas como
foto de perfil, conoces más que a tu propia madre. Aquí existen tres grupos, cómo no. En primer
lugar, esos con los que ya has follado y pasas de repetir, sobre todo cuando no eres de segundos
encuentros. Y…
Niego con la cabeza, planteándome al verbalizarlas cada una de mis palabras; las
conjeturas que se me pasaban por la mente, el protocolo en sí mismo.
Resulta alucinante cómo la percepción de una persona puede llegar a cambiar tantísimo.
Realmente llegué a olvidarme de que estaba tratando con personas, de que eran mucho más que
un trozo de carne. Vale que uno pueda quedar con alguien sólo para divertirse, cada cual elige
vivir como le plazca mientras no haga daño a los demás, y dudo que nadie considere esto más
lícito que yo en todo el universo. El problema era la visión. Literalmente, consideré a los otros
auténticos consoladores con patas, cuyo único valor era proporcionarme cantidades ingentes de
placer, que me llevaran a distraer la mente y a huir de toda sobriedad.
También permití cosas. Normalicé otras.
Traspasé fronteras que, ahora, en la distancia, simplemente me dejan boquiabierto. Da
miedo la facilidad con que somos capaces de llegar a sumergirnos en realidades tan distantes a la
cordura, tan afiladas y tan nocivas en realidad.
Pienso en Mario, mi excompañero de humanidades. No tanto en él de forma concreta, sino
como una representación de todas aquellas personas a las que, ahora, de alguna manera, creo
haber utilizado. Siempre fue un chaval muy simpático, del que no supe más que valorar una
posible mamada.
<<Pero nada de eso es presente –me recuerdo.>>
Pienso hacer las cosas de forma distinta a partir de ahora, aunque desde luego vaya a
comenzar a ponerlo en práctica más adelante. Este día tan especial, tan único, es sólo para mí
y…
—¿Qué cojones?
Tengo el teléfono en la mano, los ojos desorbitados y el corazón a todo trapo.
—Nacho28 –leo, también en voz alta porque es tan surrealista que necesito hacerlo. Siento
como si de veras hubiera viajado en el tiempo, casi un año atrás. Accedo a su chat y prosigo con
su mensaje—: Mira enfrente de ti.
Me lleva unos instantes procesarlo. ¿Cómo que enfrente de mí?
Reacciono. Levanto la vista, la dirijo a la otra acera, más allá de la carretera. Entre los
coches que circulan fugaces, veo su figura. Álvaro aprovecha un instante en que no pasa ninguno
para cruzar. Sin correr, pero muy deprisa.
Me quedo congelado donde estoy, incapaz de mover un solo músculo. ¿Cómo se supone
que me ha encontrado? Imagino que, cuando me metí antes en Grindr me vio, y seguramente me
haya seguido el rastro a través de la distancia. También sabe que, anteriormente, yo solía salir
por aquí. ¿De veras es él? ¿De veras se ha molestado en buscarme, en venir hasta aquí en lugar
de escribirme por WhatsApp?
Está sólo a unos pocos metros, mientras sigo sin controlar mi cuerpo. Él salva la corta
distancia que nos separa…
Se detiene un instante.
—Apuesto por ti, Xavi –declara, traspasándome con la mirada—. Ahora y siempre.
Y, sin importarle lo más mínimo la gente que haya por aquí, o bien esperar una respuesta,
me toma de la cara y me besa.
Lo hace y el mundo arde en llamas.
Epílogo

—Ahora viene lo bueno, cuando oscurece –comento entusiasmado.


—Xavi, hemos venido varias veces. Lo sé –alega Álvaro, pasando su brazo por encima de
mis hombros y apretándome contra sí.
Supongo que, aunque llevemos unos cuantos meses juntos, y efectivamente hayamos
venido aquí en más de una ocasión, la idea continúa ilusionándome. Al fin y al cabo, hubo un
tiempo en que fantaseaba con tenerle aquí conmigo, y otro en el que simplemente creía que no
iba a ocurrir. Actualmente puedo corroborar, eso sí, que el curso de los acontecimientos fue
perfecto. Creo que, para llegar a todas aquellas conclusiones, para terminar y empezar mi viaje,
necesité quedarme desnudo, sin feedback alguno. Necesité ese mes en que no pude rellenar mi
vacío a través de Álvaro, aunque tampoco con un novio suplente, como tristemente lo fue
Germán, o bien mediante el amor de un padre que jamás fue tal cosa.
<<Sí, es así como debía suceder. Pero, ahora…>>
Le propino un mordisco en el cuello, a modo de respuesta. Este simple acto nos lleva a
mayores. Encendernos no es una tarea complicada, incluso aunque el frío sea cada vez más
salvaje aquí arriba. Hemos traído una toalla de esas enormes sobre la que echarnos, y a la que
sacamos bastante partido. Me pregunto si llegará un día en que, ese mágico contraste entre
ternura y pasión que tanto caracteriza a Álvaro, deje de maravillarme.
—Te quiero, lo sabes ¿verdad? –le digo, con voz exhausta tras nuestra explícita
declaración de amor.
Todavía no me he acostumbrado lo suficiente a esto, a ratos me vienen sensaciones del
pasado y me cuesta creer que Ax sea real.
—Se te va a olvidar en cuanto te fijes en eso –bromea, señalando el espectáculo.
La oscuridad es ya absoluta, o lo sería de no ser por el fulgor de una Altavera
resplandeciente, viva a nuestros pies. Envuelto en una manta, me levanto torpemente, me meto
las zapatillas de cualquier manera y avanzo unos pasos.
—Ten cuidado, anda –me pide Álvaro.
—Tranquilo, no puedo permitir que me pase nada. ¿Qué harías tú sin mí? –tonteo,
volviéndome para dedicarle una sonrisa, que enseguida se le contagia.
Permanezco clavado en el sitio, absorto en las vistas. Pienso en la persona que las vio por
primera vez, en aquel Xavi que fui y que ahora es una de las tantas partes que soy.
<<A veces ruges con demasiada fuerza, cabrón –le hablo, aunque con cariño.>>
Imagino que cada cual ha de mantener una eterna batalla con sus demonios. Al mío,
continúan gustándole los excesos, y a veces los reclama. Creo que esto hace más significativa la
vida, al fin y al cabo. Somos la suma de todo, y eso nos da un sentido. Estoy seguro, eso sí, que
por fin estoy siendo fiel a mí mismo. Atender mis verdaderos deseos y necesidades no es una
tarea sencilla. He de reconocer que estar con Álvaro lo hace un poquito más fácil. Debe ser por
ello que, casi desde un primer momento, me enamoré como un mamón. Mi señor novio posee
eso que tanto anhelaba yo en el fondo, y que, curiosamente, me recuerda a aquel hombre mayor.
Pienso en él y lo hago con afecto, pero también con algo de tristeza. No volví a verle más.
No sabría decir qué edad podía tener, pero sospecho que lo bastante mayor como para morir.
Aunque, también, puede que simplemente se mudara, fuera a una residencia o vete a saber.
Agradezco profundamente que, por lo menos, estuviera para mí aquel día que tanto le necesité.
Fue la representación de muchas cosas, el hito de uno de los tantos caminos que debía transitar.
<<Ahora hay otros –me recuerdo, contento.>>
Estoy ordenando ciertos asuntos, la verdad. De repente tengo un nuevo superamigo.
Roque, el pelirrojo de Amalia, apareció de la nada, con cierta propuesta entre manos y trayendo
consigo algunos bonitos cambios, aunque esa es una historia que no me corresponde contar a mí.
Ahora curro de relaciones públicas en el garito más top de La Galería. ¿Quién me lo iba a decir?
Es sorprendente y, a la par, natural. Supongo que ahora disfruto del cotarro de otra forma. Es un
trabajo bastante creativo, aunque no lo parezca. Soy yo quien se encarga de organizar las
actuaciones y demás. Mañana, para no ir más lejos, viene el grupo de un colega a tocar. Es en
parte gracias a mí que la cosa va sobre ruedas.
—¿Te sorprende? –me preguntó Arturito el otro día—. Xavi, tú vales muchísimo. Para eso
y para lo que te dé la gana.
Le amo con locura. A él, a Germán, a Daniela y, por supuesto, a Amalia, mi extraña y
magnifica amiga, que ahora está un poco lejos de aquí, pero muy adentro en mi corazón. Todos
ellos, pilares fundamentales de este Xavi que, aquí y ahora, contempla una ciudad repleta de
luces.
También a Mateo, cómo no, mi ángel. Ese niño es y será siempre lo más bonito que me
haya pasado, el cual consiguió enamorar a la chica de la que me habló. Incluso a mamá, quién lo
iba a decir. La tía está irreconocible. Le cuesta lo suyo, pero poco a poco va abriéndose y creo
que, desde fuera, casi se nos ve como a una madre y a un hijo normales. Fue muy complicado
aprender a vivir sin su aprobación, sin que ello me afectara a niveles que ni siquiera alcanzaba a
comprender. Lo conseguí, con un par. Ahora, no obstante, la tengo. Incluso aunque decidiera
dejar los estudios, conseguí valerme por mí mismo, sacarme las castañas del fuego y ser
responsable, como ella siempre quiso.
Ya no la necesitaba. Pero sigue siendo bonito, de todos modos.
<<Quizá hasta más.>>
—¡Señorito! ¿Ya estás pensativo? –habla Álvaro, colocándose a mi lado.
Huelo el tufo a hierba antes de que me ofrezca unas caladas. Niego con la cabeza.
Últimamente intento dejar atrás también ese vicio, la mayoría de las veces al menos. Me gusta
estar despierto. Realmente estoy aprendiendo a moverme en la sobriedad, aunque haya
momentos en los que se haga un poco más difícil.
Me descubro la muñeca y me quedo absorto con mi fabulosa S.
—Sempiterno –pronuncia Álvaro, que antes de todo esto no conocía el significado de la
palabra y le flipa—. Como tú y yo.
Le encanta decir eso. Quizá no acabemos juntos. A día de hoy parece una misión
verdaderamente complicada. Pero no me importa, me da igual. Me entusiasma pensar que pueda
ser así, que Álvaro termine convirtiéndose en un viejecito tan entrañable como aquel que
verbalizó las palabras mágicas—:
<<Porque si pasas la vida buscando algo, te olvidas de vivirla.>>
—Venga, ¿en qué piensas? –insiste, al verme sonreír.
—Que tengo todo.
—¿Ah, sí? ¿Y eso?
—Porque decidí desnudarme, y vivir –declaro.
—Me gusta que te desnudes –asegura, con esa media sonrisa suya.
Me besa en la mejilla, se aparta de mí y vuelve a la toalla. Alega estar pelándose de frío y
comienza a recoger.
—¿Nos vamos? –pregunta, cuando tiene todo listo.
—Voy.
Él se adelanta, camina hacia el coche y yo me doy unos momentos. Me planteo cuáles
serán mis conclusiones acerca de… ¿todo?. Me planteo cómo serán cuando vuelva a plantarme
en este lugar, dentro de unos años.
<<Probablemente me conozca menos que nunca –afirmo para mis adentros.>>
Mis labios dibujan una sonrisa y camino hacia el coche, junto a Álvaro, dispuesto a
proseguir mi viaje.
MIENTRAS LAS LUCES BRILLEN

Cristian Aguilera Ruiz


MIENTRAS EL SOL SE PONE
Descubre la historia de Amalia, la extraña y enigmática amiga de
Xavi. Mientras éste recorre su propio camino, en paralelo, ella deberá
tomar ciertas decisiones que cambiarán drásticamente el rumbo de su
vida, aunque su pasado amenace con perseguirla allá donde vaya.
Decisiones que la harán alcanzar nuevos puntos, reflexiones y
aprendizajes que influyen en los pasos de Xavi, nuestro prota favorito.
https://amzn.eu/d/4tTCIDu

También podría gustarte

pFad - Phonifier reborn

Pfad - The Proxy pFad of © 2024 Garber Painting. All rights reserved.

Note: This service is not intended for secure transactions such as banking, social media, email, or purchasing. Use at your own risk. We assume no liability whatsoever for broken pages.


Alternative Proxies:

Alternative Proxy

pFad Proxy

pFad v3 Proxy

pFad v4 Proxy