polidori

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La espada de doctor Polidori

A inicios del 1800, existió en el condado de Wiltshire, cerca de Salisbury, un predio de


más de dos mil hectáreas, cercado con una valla de tres metros de altura y doce kilómetros de
longitud. Detrás de ese muro, se extendía un pantagruélico y oscuro jardín tachonado de
magnolias, cipreses y rododendros y que contaba incluso con un lago artificial, donde los
animales que habitaban la floresta abrevaban al amanecer. Caminos desiertos arbolados y
tapizados de hojas secas se entrecruzaban llevando al muy ocasional visitante a la gran
mansión de campo que se alzaba en el centro de la finca. Siguiendo los mandatos del
terrateniente, el arquitecto que la construyó inspiró su diseño en la planta de cruz latina de
una abadía gótica, con una monumental torre octogonal que se elevaba en el crucero hasta la
increíble altura de ochenta y cuatro metros.
Su dueño, un coleccionista excéntrico, millonario y escritor, vivía fascinado por lo
medieval. Viajaba y se embelesaba admirando viejos castillos, ruinas de abadías y monasterios.
Se maravillaba con la irresistible magia de las antiguas catedrales abandonadas, las torres
almenadas desiertas reclamadas por la naturaleza, plenas de enredaderas y helechos
creciendo en sus pórticos. Buscaba con vehemencia la supervivencia de lo gótico en la
arquitectura, en los relatos, en las pinturas, tratando de aferrarse a los detalles de la
ambientación, las gárgolas, lo oscuro. Lo seducían sepulcros en las entrañas de un castillo,
cadenas en muros húmedos, bosques tenebrosos y nocturnos con árboles de retorcidas ramas
iluminadas a contraluz por los relámpagos. Lo encantaban los esqueletos y las lápidas escritas
en letra gótica, cubiertas de verde musgo en los cementerios de iglesias en ruinas. Lo atraían
demonios, talismanes, alquimia, homúnculos, íncubos, nigromantes y magos. Lo extasiaba
Saturno devorando a su hijo de Rubens, El jardín de las delicias del Bosco, El caballero, la
muerte y el demonio de Durero, El rapto de Ganímedes de Rembrandt van Rijn, El fantasma de
la pulga de Blake. Si hoy estuviese vivo, en su biblioteca seguro estaría Historia de la Fealdad
de Umberto Eco y escucharía Black Metal polaco como Batushka o a los holandeses de Urfaust.
William Beckfort fue su nombre y vivió entre 1760 y 1844.
Por aquel otoño de 1820 yo era uno de los pocos, infrecuentes y podría decirse
afortunados huéspedes de William. Había sido invitado junto con otros escritores a pasar dos
semanas disfrutando de la hospitalidad de Beckford's Folly 1, como solíamos llamar —lejos de
sus oídos— a su capricho arquitectónico.
Toda historia posee un punto, un momento preciso en el cual tiene lugar un evento
extraordinario. Y en este caso, aconteció una noche templada de otoño, en la cual la mansión
semejaba a una gran cripta desmesurada, húmeda y oscura.
Ese domingo, la mayoría de los criados no estaban y los demás huéspedes habían
abandonado la residencia de regreso a sus hogares. Por la tarde me habían informado que mi
carruaje a Londres estaba retrasado y llegaría en la mañana del lunes.
El sirviente sirvió la cena en mi habitación y se retiró silenciosamente. Mientras
masticaba un bocado, me surgió la ocurrencia de contemplar por última vez la abadía bajo la
luz de la luna. Busqué un abrigo, mi pipa de espuma de mar y salí a los jardines por una de las
puertas laterales del Gran Salón de la Porcelana. Me llamó la atención que todas las luces
estuvieran apagadas. Esperaba ver todas las ventanas iluminadas, como siempre.
Metido en mil reflexiones y planeando mis compromisos para la semana entrante en
Londres, bordeé la abadía por el ala norte y llegué casi sin darme cuenta al frontispicio del
gigantesco edificio. La noche borraba sus contornos y parecía aún más vasto. Descomunal
hasta lo irreal, pensé entonces. Formidable para su tiempo, diría hoy.
La gran puerta del frente estaba entreabierta y extrañé al enano suizo que hacía las
veces de portero, El Perro lo llamaban. Traspasé esas puertas de roble de diez metros de altura
y me encontré con el gran atrio occidental totalmente a oscuras. La luz de la luna ingresaba fría
a través de los gigantescos ventanales, bañando en plata los relieves que emergían de las
penumbras. Subí la fastuosa escalera hasta el Gran Octógono. En ese punto del edificio, hacia
arriba había ochenta y cuatro metros de torre, pero en las sombras el techo era invisible,
infinito.
Me encaminaba hacia mi habitación cuando escuché golpes. Lejanos pero nítidos,
como de maderas desclavándose y cayendo a un piso alfombrado. Y más golpes, de cosas
rompiéndose.
Siguiendo el sonido giré a la derecha buscando la galería Saint Michaels.
El fondo de la galería estaba en tinieblas, pero sobre la derecha, bien al final, se
observaba una muy tenue luz. Debe ser la última puerta, la que lleva al gabinete Gótico, pensé.
Y recordé que no me había cruzado con William en todo el día, tal vez no estaba...

1
Folly es un vocablo inglés que se utiliza para designar «locura» o «extravagancia». Aunque a inicios del
1800 también se empleaba para designar un capricho arquitectónico o un edificio extravagante en el cual prima la
expresión artística que sobre el aspecto funcional. Traducido sería algo así como la extravagancia o capricho
arquitectónico de Beckford.
Recorrí esos metros alternando segmentos de sombras intercalados con luz de luna
que atravesaba los cristales biselados de las ventanas. Mis pasos se escuchaban apagados
sobre las alfombras. Estoy seguro de que en esos momentos algo sonaba en algún lugar de mi
cerebro, advirtiéndome que no tendría que estar ahí.
Más ruidos de maderas rompiéndose y golpes de martillo venían desde el fondo.
Efectivamente, ya no tenía duda alguna: alguien estaba en el gabinete Gótico.
Llegué a la puerta de la sala y me asomé. Iluminados por la luz de varios candelabros,
dos hombres desconocidos trataban de abrir una gran caja de madera. En las partes donde las
maderas ya no estaban, afloraba una especie de sarcófago egipcio, como los que llegaron al
Museo Británico en 1801.
Al notar mi presencia, los hombres se miraron inexpresivamente entre ellos y
regresaron al trabajo como si yo no estuviese allí.
El sarcófago parecía de escayola y se rompía bajo los martillos en grandes pedazos sin
mucho esfuerzo, generando una nube de polvo blanca y pegajosa. Por debajo parecía haber un
gran ataúd de metal.
—Solo descubran la parte superior— ordenó una voz detrás de mí.
No lo había visto. William estaba parado en el rincón más oscuro del recinto.
—Pueden retirarse— agregó cuando terminaron. Entregó a los hombres unas monedas
y los acompañó hasta una de las salidas laterales.
—Buenas noches, John Polidori. ¡Qué sorpresa!
—Pensé que habías regresado a Londres sin despedirte… —dijo William sin dejar de
observar la gran caja que aparecía entre los restos de embalaje.
—Se retrasó mi carruaje. Regresaba de un paseo por los jardines y creo que ingresé en
la habitación equivocada…
—Supuse que esta noche estaría solo.
—Mil disculpas, William. Me retiro a mis aposentos. Mañana al alba estaré camino a
Londres— me apresuré a decir sin poder dejar de mirar la caja.
—Sé que te mueres por saber qué es esto— dijo sonriendo—. Sirve whisky, enciende
de nuevo tu pipa y ven aquí a echar un vistazo— señaló apuntando su índice a la superficie gris
blanquecina de la tapa del supuesto ataúd.
Me acerqué con la inesperada alegría y entusiasmo que me invadieron al escuchar la
invitación otorgada. Me acerqué a la misteriosa caja. En bajorrelieve sobre la cubierta se
destacaba una especie de escudo heráldico circular con dos caballeros medievales montados
en un solo caballo. Abajo se leía:
Sigillum Militum Xpisti
Templarios, pensé inmediatamente.
—¿Lo que contiene la caja fue embalado por templarios?
—Y créeme que me ha costado una pequeña fortuna.
El contenido de esta caja había salido del puerto de La Rochelle en la madrugada del
13 de octubre de 1307, huyendo de la cacería de templarios desatada por Felipe IV. Este buen
rey había enviado mensajeros a todos los rincones de Francia con órdenes lacradas y la
estricta condición de que nadie abriera los sellos hasta el jueves 12 de octubre de 1307. En
esos pliegos se ordenaba capturar a todos los templarios y requisar sus bienes. La redada fue
simultánea en todo el reino, sin embargo, la gran flota templaria advertida de la maniobra
partió el 13 con las posesiones más valiosas de la Orden y nunca más se tuvo noticias de ella.
—Se dice que el Santo Grial, el Arca de la Alianza, la verdadera lanza sagrada de
Longino, los clavos de Cristo y vaya uno a saber que otras maravillas junto con abundante
cantidad de oro fueron despachadas en esas naves— terminó de explicar William.
—Conociéndote como te conozco, estimado William, puedo afirmar que ese oro no te
seduce. ¿Qué hay en esta caja?
Al parecer sin escuchar mi pregunta, golpeó con un martillo la superficie gris y la
misma se abolló con un ruido apagado.
—Es plomo. El sarcófago está forrado en plomo… —repitió con cierto asombro—. Por
eso es tan pesado.
Disfrutando del momento, William escanció whisky en su vaso y continuó:
—Cómo decíamos, la flota partió de La Rochelle con destino desconocido. Algunos
incluso dicen que llegaron a la Patagonia en América del Sur un siglo antes que Colón. Lo cierto
es que en unos de mis viajes, llegó a mis oídos un relato acerca de uno de esos barcos que
recaló en Portugal, lugar de mis más caros afectos, más precisamente, en el castillo de
Almourol y dejó enterrada allí esta caja, la caja del Pavo Real. La busqué durante años para
agregarla a mi colección. Encontrarla se transformó en una obsesión. Envié cinco equipos a
trabajar durante cinco años seguidos. Durante ese tiempo, volteamos cada piedra del castillo
para ver qué había debajo. Observa aquí— dijo señalando los bajorrelieves, a continuación del
sello templario.
—Parece un pavo real con la cola desplegada atravesado por una espada y la frase
escrita debajo parece decir... Baphé méteous— pronuncié acercando un candelabro para
poder leer mejor.
—Bafomet— ratificó William—. Y el pavo real, el pavo cristatus es el símbolo de la
resurrección, de la vida eterna, de la inmortalidad. No obstante, en la imagen está con la cola
desplegada… Qué raro ¿Verdad?
—Es cierto— dije—. Las imágenes del pavo real en la simbología cristiana siempre son
con la cola cerrada, en señal de humildad, la cola desplegada se relacionaba con la vanidad.
Creo que estamos frente a un pavo real poco cristiano— sonreí involuntariamente—. ¿Y por
qué está atravesado por esa espada? ¿Algo inmortal que puede morir?
William lanzó un largo suspiro, miró el fondo vacío de su vaso (¿el quinto, el sexto?) y
murmuró:
—Honestamente, no sé qué hay en la caja y hace años que no me atrevo a abrirla.
Creo que éste es el cuarto intento y es en el que más lejos he llegado...
Mi curiosidad estaba desatada. Olvidé el whisky y la pipa y me acerqué a la cubierta del
féretro.
—Aquí hay más letras debajo de la costra de tierra vieja y pátina de plomo.
Limpiamos como pudimos, con el puño de la camisa y con un pañuelo. Al final ya podía
leerse en latín algo que traducido diría más o menos lo siguiente:
Por aquí se alcanza la sabiduría a través de lo que no tiene respuesta
Por aquí se llega a la soledad eterna a través de la espada de la vida
Por aquí la duda no permite avanzar hacia lo que no tiene retorno
El don recibido sólo por la espada puede ser quitado
Pobre de ti si la ambición habita en tu corazón
El camino que viene no puede ser desandado
Estás advertido
Nos miramos.
William murmuró en latín y voz baja: Contestatus sum.
—Sí, milord… Estamos advertidos— expresé.
—Vámonos a dormir— dijo William, dejando el vaso vacío número diez sobre una
mesa.
—No, no, no. Nunca podré dormir tranquilo por el resto de mi vida si no abrimos ya
mismo esta caja— respondí buscando una herramienta apropiada.
William, contagiado de mi entusiasmo, tomó confianza y directamente cambió el
whisky por el hacha de cortar leña. Me dedicó una mirada mientras la elevaba por arriba de su
cabeza. Luego, asestó un golpe en un lateral de la tapa. El filo se clavó sin dificultad y, cuando
lo retiró, por la hendidura escapó un violento chorro de gas con un sonido penetrante y un
olor espantoso. Una fetidez verdosa con matices de grasa rancia, sangre podrida, sulfuros,
amoníaco y excrementos de tísico llenó la sala pegándose a las fosas nasales, la ropa, la lengua.
La náusea atenaceó mi garganta y a William no le fue mucho mejor.
—Uuuuffff, aquí han encerrado algo orgánico, mi estimado William, y está muy
corrompido.
—¡Oh, John! ¡Eso es la hediondez del demonio mismo!— articuló entre arcadas.
Ya un poco más compuestos, colocamos unos pañuelos cubriendo nuestras vapuleadas
narices y continuamos abriendo el plomo, arrancándolo a jirones, sin animarnos a ver el oscuro
interior hasta no terminar de retirar la última plancha.
Y ahí estábamos, William y yo. Asomados a esa caja, candelabro en mano tratando de
definir qué era lo que estábamos viendo.
—Parece ser la momia de un caballero templario— arriesgó William luego de casi dos
interminables minutos de silencio total.
Entre los cabellos blancoamarillentos y una tupida barba podía apreciarse un rostro
descarnado. La piel era un fino pergamino cerúleo adherido a una calavera. Los ojos cerrados,
la nariz filosa, casi transparente. La cota de malla, si bien estaba oxidada, aún brillaba en
algunos lugares. El manto que en algún momento habría sido blanco con la cruz roja era
inconfundible. Y sobre el pecho, sus manos de osamenta aferraban una espada extraordinaria,
que tenía un pomo de bronce y una hoja de casi noventa centímetros.
—La espada está impecable. Parece una de esas estatuas yacentes de los sepulcros
medievales… —murmuré en voz baja.
Me desplacé hacia los pies del sarcófago para tener una mejor visión. Era un templario
de metro sesenta, con su vestimenta de época y una espada casi inmaculada.
—¡Excepcional pieza de colección, milord!
William introdujo la mano en la caja intentando tomar la espada que aferraba el
templario. En ese momento, a la luz de los candelabros, ocurrió lo absurdo, el giro impensado.
El inicio de mi quiebre biográfico: el caballero templario abrió sus ojos e inspiró profunda y
ruidosamente.
William retiró la mano con un grito, como si en vez de una espada fuese una serpiente.
Los ojos del templario giraban casi desorbitados y su boca se abrió emitiendo sonidos
guturales, ininteligibles. Su lengua negra parecía una ciruela pasa y se movía entre los dientes
amarillos como una cucaracha bajo un zapato.
Quedé congelado por el pánico, aferrado al borde de la caja.
Súbitamente el templario se sentó sin soltar la espada y comenzó a gritar en un idioma
incomprensible. Más que palabras eran ruidos. Nos miraba con urgencia y gritaba frases de
algo que parecía latín o italiano, quizás portugués. William también gritaba y creo que yo
también.
En medio de esa confusión, el templario me apuntó con su espada y se lanzó
violentamente hacia delante, justo hacia dónde yo estaba parado. El acero penetró a la
izquierda de mi esternón, a la altura del cuarto espacio intercostal y salió por mi espalda a la
derecha de la columna vertebral. No sentí mucho dolor. Solo un golpe como un puñetazo.
El templario dio un último grito y cayó seco hacia atrás, inmóvil y con la boca abierta
mientras yo retrocedía atravesado como el pavo real de la tapa. Tomé la empuñadura con las
dos manos. Recuerdo que podía ver a los caballeros montando un solo caballo, cincelados en
el dorado pomo de la espada.
—William…— intenté decir— por Dios, William… no la retires…
Tenía pleno conocimiento de que la herida era mortal, pero si dejaba la espada en su
lugar, tendría vida uno o dos minutos más. Olvidé mencionar que aparte de escritor soy
médico y puedo asegurarles que en esa situación, me aferraba a cada segundo.
No obstante William, en su desesperación la arrancó de mi pecho de un solo tirón. El
acero salió perseguido por un chorro de sangre pulsátil que acompañó los últimos latidos de mi
corazón y luego la oscuridad. Oscuridad simple y llana, sin revelaciones, túneles de luz o
ángeles, ni siquiera una valquiria.
Desconozco el tiempo que pasó, pero en un momento la conciencia volvió a mi
cerebro, cómo despertando plácidamente de una larga siesta de invierno, de esas que al
despertar no recuerdas si es de día y estás amaneciendo o si es de noche y tienes que cenar.
Percibía que tenía los ojos cerrados y que el pecho me ardía ¡La mierda… me quemaba! Estaba
extrañamente tranquilo, hasta que recordé lo sucedido y entonces percibí el pegote de sangre
coagulada sobre el que estaba acostado. Nada tenía sentido. No podía estar aún en el mundo
de los vivos.
Abrí los ojos lentamente y vi a William sentado en el piso frente a mí, con la espada
cruzada sobre sus piernas y la botella de whisky en su mano.
—¿Cuánto tiempo estuve muerto? Escuché la pregunta que hice y caí en la cuenta de
lo ridículo que sonaba.
—Creo que estuviste muerto como una hora, aunque hace veinte minutos comenzaste
a respirar y hasta roncaste un poco.
Me senté a su lado sin esfuerzo, despegando con algo de asco los cuajarones de sangre
oscura de mi camisa de seda.
—¿Y el templario?
—Definitivamente muerto luego de atravesarte, y ahora huele peor aún.
—Por Dios… Necesito whisky.
—De esto se trataba— dijo William mirándome fijamente y pasándome la botella—. Es
la espada de la vida eterna, el pavo real, el templario de quinientos años, la advertencia— Y
haciendo ostentación de la legendaria flema inglesa agregó—: Vaya noche tan especial...
Estimado John, sospecho que ya no morirás y creo que no te envidio.
Y así fue.
William me cedió la espada porque supusimos que en algún momento, si yo atravieso
a alguien con ella, le pasaré el don de la vida eterna y moriré como lo hizo el anónimo y
emaciado templario.
Nunca pudimos saber qué fue lo que nos dijo esa noche. ¿Una advertencia?
¿Instrucciones? ¿Un hechizo para que funcionara el traspaso de la condición de inmortal? ¿Por
qué gritaba?
A la mañana siguiente partí hacia Londres con la herida ya cicatrizada y nunca más
regresé a Beckford's Folly.
Un año después en 1821, escapando de ciertos señores que querían cobrar mis deudas
de juego dispuse un suicidio con cianuro que terminó oficialmente con la vida de John Polidori.
Desde entonces voy de un lugar a otro adoptando diferentes nombres. Como afirmó
una vez, en Viena, mi analista Sigmund Freud: “Usted vive viajando desde los conflictos hacia
las mujeres”. Escapo de las guerras y me quedo a vivir donde me enamoro.
En mi calidad de Fausto accidental sin manual de instrucciones, después que el
pomposo de Wilde publicara el Retrato de Dorian Grey, pasé décadas observando la espada,
buscando señales de envejecimiento. Pero nada, ni yo ni la espada envejecemos.
La llevé al menos a tres universidades y seis museos intentando saber quién la había
hecho o dónde se había forjado o si existen algunas similares o cualquier dato que pudiera
brindarme una explicación.
Cuando connoisseur de espadas Eward Oakeshott la examinó en detalle, acomodó sus
gafas sin poder dar crédito a sus ojos: era una espada increíble, que parecía hubiese sido
terminada ayer. Tipo XIIa según la clasificación que publicaría luego en 1964.
—Por favor ¿Sería tan amable de contarme dónde consiguió esta Grete Swerdes? ¿Cuál
es la historia de esta espada, señor Smith?
Obviamente no le pude responder con la verdad.
¿Y la momia del templario? Se convirtió en polvo al poco tiempo y su ataúd se perdió
cuando la torre de la abadía se derrumbó en 1825.
Viva dónde viva, viaje donde viaje, la Templaria me acompaña, y por el momento no
me urgen deseos de atravesar ningún corazón para morir en el intento. Tengo mucho que
aprender, muchas preguntas sin contestar. Es más, creo que tengo muchas preguntas que aún
no sé cómo formular.
Una cosa más, a la caja blindada que guarda la Templaria le hice grabar la imagen de
un pavo real atravesado con una espada y una leyenda que reza:
Por aquí se alcanza la sabiduría a través de lo que no tiene respuesta
Por aquí se llega a la soledad eterna a través de la espada de la vida
Por aquí la duda no permite avanzar hacia lo que no tiene retorno
El don recibido sólo por la espada puede ser quitado
Pobre de ti si la ambición habita en tu corazón
El camino que viene no puede ser desandado
Estás advertido
La hija de la luna

Mayo de 1971, Buenos Aires.


—¿Tiene alguna historia o referencia de ese libro? ¿Dónde lo consiguió?
—Mi abuela siempre me habló de este libro. Ella lo recibió de manos de su padre, que
a su vez lo había recibido de manos de su madre. Me recuerdo niña escuchando sus historias
acerca de este libro, una espada y una niña albina criada por los gitanos. Es una extraña y
antigua tradición familiar que viene de generación en generación.
—¿Y lo trajo consigo? ¿Quiere venderlo?— dijo el librero anticuario con la monotonía
de ver pasar a diario mucho material sin valor y sin importarle demostrar que no lo cautivaban
en lo más mínimo las tradiciones familiares.
—Acá lo tengo. Por lo pronto, al menos quisiera saber de qué se trata, si es genuino, si
es valioso. No tengo mucha más información que la que le dije.
Teresa extrajo el libro de un portafolio de cuero y puso el envoltorio sobre el
escritorio. Separó con cuidado los dobleces del paño que lo protegían y lo giró para que el
librero pudiera apreciarlo.
El cambio en la actitud del librero fue notable. En el acto, al observar los nervios del
lomo de tendón de caballo y las cubiertas de cuero, se dio cuenta de que estaba frente a un
libro extraordinario. Su labio superior se cubrió de un fino perlado de sudor, al igual que su
calva. Tiró con dos dedos del cuello de su camisa, que de improviso parecía haberse reducido
tres números y acomodó sus anteojos. Su mirada estaba fija en el libro descubierto. Abrió
delicadamente la tapa de cuero y luego de pasar la primera hoja de cortesía, la segunda
presentaba un párrafo manuscrito que comenzó a leer en voz alta:
“In nome de Dio in questo libro se noteranno alcuni experimenti cavati da lo originale de la
Illux.ma madonna Caterina da Furli et per essere originale scripto de mano propria de dicta
madonna. Oh transcritto tuti i suoi rapporti
Luc'Antonio Cuppano, Ex Misano, die XV di januarii MDXXIV mano propria”
—Borges dice que si leemos un libro antiguo es como si leyéramos todo el tiempo que
ha transcurrido desde el día en que fue escrito y nosotros hoy. Y este párrafo fue escrito y
firmado por este tal Lucantonio en 1524— dijo el librero.
Pasó dos o tres páginas más. Se aclaró la garganta, envolvió otra vez el libro con el
paño, sacó un atado de cigarrillos Jockey Club y encendió uno. Sentía su corazón latiendo en
las sienes. Luego de una profunda pitada y tratando de contener sus emociones dijo:
—Me gustaría investigar un poco más acerca de él. Necesito consultar, sería...
Teresa metió el libro precipitadamente en el portafolio y lo aseguró bajo el brazo. Se
incorporó y extendió la mano para saludar. En el lenguaje corporal del librero había
encontrado las respuestas que ella buscaba.
—No va a poder ser. Muchísimas gracias por su tiempo. Que tenga usted buenas
tardes— dijo mientras soltaba su mano de la del librero, que prolongaba el apretón casi al
límite de lo impertinente.
Dio media vuelta y salió de la librería anticuaria perdiéndose rápidamente en el río de
gente de la calle Corrientes.

Forli, febrero de 1512.


Caía la noche en la calle de los artesanos del cobre y caldereros. Hacía frío. En una de
las casas, colgaba un cartel de madera que anunciaba CALDERAIO – RAMAIO. Y en los altos,
arriba del taller, se escuchaba una canción de cuna en el humilde dormitorio.
“Duerme hija de la luna,
ya no llores más.
Duerme ya, déjame descansar.
Los vecinos de la noche no te encontrarán,
que luego dicen en la calle que te comerán.
Duerme ya hija de la luna cabellos de plata,
duerme que la luna llena te vendrá a buscar...”
La mujer acariciaba los cabellos blancos de la niña mientras cantaba la canción de
cuna.
El tiempo no había mermado su fascinación por esas largas pestañas blancas que
coronaban los cerrados párpados casi traslúcidos. Como espolvoreadas con la mejor harina,
como nieve limpia.
—¿Está dormida? Interrumpió sus pensamientos la pregunta del calderero.
—Ya se durmió… Mírala. ¿No es hermosa?
Las luces de la lámpara y el fuego del hogar ponían reflejos de oro en el cabello
plateado de la niña dormida. El calderero titubeaba en tocarlos con sus manos de raíces de
roble.
—Hueles a cobre y a grasa, calderero...
—Y tu boca a vino y tus manos a cebollas— contestó actuando un reproche mientras
abrazaba a su gitana.
Y la luz de la ventana en los altos de la casa del calderero se apagó, mientras un perro
ladraba a la luna llena en la distancia.

Noviembre de 1523, Reggio nell'Emilia, en los dominios papales.


La sala de armas había quedado prácticamente vacía. La noche había llegado con
lluvia, como es habitual en noviembre. La práctica de esgrima había finalizado y los
mercenarios se retiraban a cenar.
—¡Giovanni delle Bande Nere, os felicito! Tenéis un gran manejo de la Porta di Ferro
Stretta— dijo el joven maestro de esgrima Angelo Viggiani dal Montone, mientras dejaba la
sala saludando con una elegante reverencia.
—¡Gracias, Maese!— replicó cortésmente Giovanni, recuperando rápidamente el ceño
fruncido y preocupado interrumpido por la fugaz sonrisa destinada al saludo.
Giovanni de Médici, el famoso condotiero, y su amigo y mano derecha Lucantonio por
fin habían quedado solos.
—En la carta de vuestra madre no hay lugar a un error. Realmente tenéis una hermana
en algún lugar Giovanni, engendrada luego de caer el castillo de Ravaldino. La menciona como
“la Hija de la Luna”. Al parecer luego de la batalla, la contessa Caterina fue secuestrada por
Cesare Borgia y este maldito stronzo, tratando de avergonzarla en su honor y en su orgullo, la
violó noche tras noche durante el tiempo que duró su cautiverio en el sótano de la mansión de
Luffo Numai. Lucantonio había ensayado previamente buscando las palabras adecuadas para
no sonar ofensivo.
—Una hermana hija bastarda de Cesare Borgia, el Valentino— rumió Giovanni,
mirando a ningún lado.
—Y según lo que dice aquí, la espada que buscáis la tiene ella— agregó en voz baja
Lucantonio—. Los escritos apuntan que la dejó junto con unas pocas joyas, para que sirvan a su
niña y a la criandera de sustento. Una ama de cría gitana.
Dos asistentes de Giovanni de Médici se hicieron presentes para quitarle la oscura
armadura forjada por Konrad Seusenhofer.
—¡Retiraos!— ordenó Giovanni, guardando silencio hasta que ambos dejaron la sala.
Ya a solas con Lucantonio, el condotiero se sentó junto a su hombre de confianza.
Tenía en ese entonces veinticinco años de edad.
—Conoces la leyenda, Lucantonio. Esa niña hoy debe rondar los diecisiete o dieciocho
años y nació sin color. Por castigo o culpa de los experimentos de mi madre es una albina.
Blanca como la leche. Seguramente ciega como un topo a la luz del sol. No debe ser difícil
buscar una ragazza de esas características. Encuéntrala y traéme esa espada. Y si sabe
realmente quién es, quiénes la engendraron, entrégale el manuscrito de mi madre, para que
entienda el porqué de su naturaleza o su condena. No debe ser fácil su vida.
—¿Para qué quieres la espada, Giovanni?
—Era la espada de mi madre. Y según dicen los rumores le fue encargada por su tío al
mismísimo Leonardo.
—¿Leonardo da Vinci diseñó y forjó esa espada para “Il Moro”?—. Lucantonio exageró
un poco el gesto, pero sus cejas se elevaron con genuino asombro.
—El mismo. Parece que no solamente pintaba retratos—. Y poniendo una mano sobre
su hombro agregó—: Esa es vuestra tarea. Confío esto solamente a vos. Recuerda: nadie debe
saber la herencia de sangre de la Hija de la Luna. Ni siquiera ella si no lo sabe al momento en
que la encuentres. Y quitemos ya este arnés y busquemos una botella de vino, que muero de
sed.

Septiembre de 1984. Diezma, un pueblo de setecientas almas entre


Almería y Granada, en la comunidad autónoma de Andalucía.
—Adelante. Pase, señora, la están esperando.
La habitación estaba fresca comparada con los treinta y seis grados que el sol del
mediodía clavaba en el exterior
—Ori paparuñi— dijo en caló cariñosamente mi guía y saludó con un beso a la abuela
que se encontraba sentada en una cama.
—Lachós chibeses paparuñi— saludó Teresa en esa lengua gitana casi exclusiva de
España.
Sus ojos tardaron un poco en acostumbrase a la penumbra. Tomó asiento frente de la
pequeña anciana.
—Veo que habla caló— dijo la abuela con una voz extraordinariamente jovial, que no
concordaba con su aspecto casi milenario. Su rostro parecía repujado en cuero muy fino, ajado
y oscuro como el té, enmarcado en una cabellera inmaculadamente blanca. Miraba fijo a un
punto muy alto. Cuando Teresa notó las blancas cataratas en sus ojos, se dio cuenta del
porqué.
—Aprendí solo algunas palabras, mientras viajaba hast...
—¿Por qué viniste?— interrumpió la abuela.
—Creo que soy su nieta directa en cuarta generación, hija de su tataranieta...
Y sin mediar más palabras, sacó el libro de su bolso y lo puso en las manos de la
anciana. Sus dedos recorrieron las superficies y su memoria le devolvió la vívida imagen del
libro. Luego lo llevó a su nariz y aspiró profundamente. El momento en que lo recibió de
manos de su abuela apareció con tal fuerza que sus ojos sin pupilas se humedecieron.
—La historia de este libro se perdió en el tiempo y quisiera recuperarla. Por eso crucé
el océano, abuela. Por eso estoy aquí.
La anciana comenzó a cantar una canción en un idioma que parecía italiano. Y luego
continuó la melodía en español.
Duerme hija de la luna,
ya no llores más.
Duerme ya, déjame descansar...
Teresa comenzó a cantar al unísono con la abuela.
Los vecinos de la noche no te encontrarán,
que luego dicen en la calle que te comerán.
Duerme ya hija de la luna cabellos de plata…
La anciana estiró su mano hasta tocar el rostro de Teresa. La ternura en esa mano era
conmovedora.
—Estás llorando. Ven, hija, acércate— dijo abrazándola muy fuerte—. Voy a contarte
todo lo que sé acerca de este libro y de la espada de la hija de la luna. Ya no llores. Estás en
casa. Estás en familia.

Forli, diciembre de 1527.


Lucantonio Cuppano de Montefalco no podía estar más elegante esa mañana. Vestía
un tabardo rojo oscuro con cuello y puños de piel de armiño, calzones cortos acuchillados color
sangre que dejaban ver el forro de seda blanca del interior, medias altas al tono y un corto
jubón beige con bordados dorados. Tenía puesto un sombrero de ala ancha con un vistoso
adorno de plumas y ceñía su espada con un delicado cinturón de cuero con apliques de oro.
Llegó a la puerta del taller del calderero gitano en las primeras horas de la mañana.
CALDERAIO – RAMAIO, rezaba el cartel algo despintado que colgaba sobre la entrada. Sabía
que la hija de la luna sería una doncella albina de veintiún años y vaya mixtura de sangre que
corría por sus venas… Sforza y Borgia… Estaba algo nervioso. Aparte estaba solo, ya que era
una tarea que debía llevar a cabo en total secreto.
Desde afuera se escuchaban los golpes del martillo del artesano.
Estaba parado frente a la calderería sin aún saber bien por qué estaba ahí. Su cabeza
estaba llena de pensamientos y su cuerpo aguardando órdenes.
Giovanni de Médici, su capitán y amigo, había muerto el año anterior con la pierna
destrozada por una bala de cañón. Lucantonio fue uno de los diez que sujetaron al condotiero
mientras los médicos le amputaban la pierna. Sin embargo, a pesar del cruento tratamiento y
las oraciones, la gangrena se lo llevó en cinco días.
En su lecho de muerte, el capitán le volvió a pedir por esa espada. La espada de
Leonardo, la espada de su madre. Le pidió otra vez encontrar a su media hermana y entregarle
el manuscrito que le había hecho copiar del original de puño y letra de la contessa Sforza. Lo
había transcripto palabra por palabra, dibujo por dibujo.
De repente la puerta frente a la que estaba parado se abrió y el denso curso de sus
cavilaciones fue interrumpido de manera abrupta.
Salió ella. Albina, alta, magra y elegante como un junco. Caminando a grandes
zancadas. Sabe que llama la atención y en vez de sentirse cohibida, lo está disfrutando, pensó
Lucantonio.
Vestía una falda verde manzana, amplia y larga con el talle más ajustado que había
visto. Sobre la falda un delantal blanco de lino impecable. Una pulcra camisa blanca debajo del
vestido asomaba en el cuello y en los puños, bordada en hilo negro. El cabello era casi blanco,
apenas dorado en su nacimiento y lo tenía recogido y atado con una cinta roja.
Mientras pasaba a su lado, ella lo miró.
Lucantonio nunca había visto ojos semejantes. Como un cielo muy claro de mediodía,
con cejas y pestañas de nubes blancas.
—Buongiorno, signorina— salió de su boca antes de poder pensar en lo que estaba
haciendo.
Ella se detuvo flotando sobre sus zapatos de cuero suave y sin adornos y respondió al
saludo con una sonrisa.
Iba a la abadía de San Mercuriale a cobrar unas cacerolas que su padre había
entregado. El caballero insistió en acompañarla y la conversación se extendió hasta el
mediodía. Hablaron como si se conocieran de toda la vida.
La hija de la luna sabía de quién era hija, pero en Forli su madre no era muy popular,
por lo tanto siempre había sido un secreto muy celosamente guardado. Lo que todo el mundo
sí sabía era lo que había ocurrido entre la contessa y el apuesto Cesare Borgia al caer el castillo
de Ravaldino. Incluso existían bromas sobre quién había violado a quién. Sabía que la Virago
había muerto cuando ella era muy niña y que estaba enterrada en el monasterio delle Murate
delante del altar mayor en una tumba anónima.
Amaba a sus padres adoptivos, que eran gitanos y, con las pocas joyas entregadas por
su madre, habían dejado de ser nómades y establecieron un taller de lo que su padre sabía
hacer: cuencos, jarros y cacerolas de cobre y lata. Había aprendido a leer en la abadía.
También entendía el latín y algo de español. Nunca sospechó que el pasado la alcanzaría esa
mañana.
Al mediodía presentó sus padres a Lucantonio. Caras de temor, de asombro y
desconfianza. Almorzaron pan con aceite de oliva y ajo, aceitunas, queso y vino mientras la
lasagna estaba presta.
Lucantonio les contó de su fallecido amigo, el condotiero Giovanni, medio hermano de
la hija de la luna. Relató con detalle sus hazañas, su heroica muerte y también sus deseos
póstumos.
—Hay una pregunta que os quiero hacer en este punto… ¿Existe esa espada?
El calderero se levantó, subió a los dormitorios y bajó con un envoltorio entre sus
manos.
—A las joyas las fuimos vendiendo para poder instalar la calderería, señor. Sin
embargo, mi esposa y yo nunca quisimos vender esta espada.
Lucantonio la tomó y desenvolvió cuidadosamente, como si de un bebé se tratase y
quedó admirado. La desenvainó en un solo y diestro movimiento mientras se ponía de pie.
—¡La espada de la Hija de la Luna! —exclamó—. Tal vez forjada por Leonardo. El
balance es casi mágico. Liviana, elegante, flexible.
—No te llevarás esa espada. Es mía— escuchó Lucantonio a sus espaldas en tono de
suave advertencia.
Giró y se encontró con los dos fragmentos de cielo enmarcados en nubes blancas que
lo miraban sin expresión.
—Yo ya tengo ésta que me dejó mi padre— dijo Lucantonio señalando con los ojos la
espada ceñida en su cintura—. No obstante, debo deciros que vuestra espada es increíble.
Extraordinaria por donde se le mire. Nunca antes había visto esas vetas en el acero. Giovanni
quería esta espada. Creo que soñaba con ella. Pero sus ojos ya no la podrán apreciar, ni la
podrá ceñir, este acero ya no puede acompañarlo a ningún combate.
Hizo un silencio largo que finalizó en un profundo suspiro. Por un momento recordó los
gritos de su amigo y el sonido implacable, atroz, de la sierra del médico.
Lucantonio envainó la espada de la hija de la luna y la puso sobre la mesa.
—Pues podéis quedárosla vosotros. Cuídenla. Es única, soberbia.
Tomó asiento y en silencio extrajo un libro de su bolsa.
—Esto es para vos— dijo ofreciéndole el libro—. Casi tres meses me llevó transcribirlo.
Vuestro medio hermano murió creyendo que vuestra condición de albina está relacionada con
los experimentos y sortilegios que practicaba vuestra madre para ser más joven, más blanca,
más bella. La “Virago crudelisima” era una mujer muy especial. Tenía conocimientos de
alquimia y de las artes oscuras y experimentaba con venenos y rituales mágicos. En Roma la
conocían como la Diablesa de Ímola. Dejó varios libros manuscritos a Giovanni. Este en
especial está lleno de recetas, pócimas, rituales, venenos y filtros para conservar la salud,
blanquear la piel, el cabello, matar un enemigo y otros cuyo propósito ignoro. Giovanni quería
que yo copiara este libro para vos y os lo entregara personalmente. Decía que os ayudaría a
entender por qué vuestro cuerpo no tiene colores cristianos. Vuestro medio hermano pensaba
que vos erais un castigo divino o teniendo en cuenta cómo la Diablesa trataba a sus hijos,
simplemente erais el resultado de otro experimento.
La hija de la luna bajó esos párpados coronados de largas pestañas de plata y unas
lágrimas rodaron por sus mejillas rosas. Lloraba sin sonido.
Lucantonio, capaz de desmembrar un lansquenete y atarle los intestinos al cuello
pensando en que serviría su cocinero en la cena, sintió un nudo en su garganta.
Es un ángel, pensó. Un ángel celestial encarnado...

2016, septiembre. Ciudad Autónoma de Buenos Aires.


Silvia, la hija de Teresa, había nacido hacía veinticinco años. Era una albina de cabellos
plateados hasta la cintura. Tres años llevaba saliendo con un compañero de la facultad y casi
uno que habían decidido vivir juntos alquilando un departamento.
Una semana después de la mudanza, su madre la llamó al celular y convinieron
encontrarse esa misma tarde en su recién estrenado hogar. Luego de los saludos y
comentarios usuales sobre su nuevo hogar y los avatares de la convivencia, la albina preguntó
preocupada si algo andaba mal. Su intuición advertía algo inusual en el tono de la llamada.
Algo hacía ruido en la escena y no sabía bien de qué venía la charla. Teresa por toda respuesta
la tranquilizó con una sonrisa y la sentó en uno de los flamantes sillones del comedor, apagó el
televisor, le pidió que silenciara su celular, le entregó un libro y le contó la historia más
increíble que imaginó alguna vez en su vida.
Trataba de una niña albina a la que todos llamaban Hija de la Luna, de sus padres
biológicos famosos. De unos padres gitanos adoptivos. De una espada, un libro y una canción
de cuna. En la historia también había un amor imposible, entre un mercenario italiano llamado
Lucantonio que se enamoró de la Hija de la Luna, pero que cuando la conoció ya estaba
casado. Él le regaló un libro y ella su vida, convirtiéndose en su amante hasta su muerte. De
este modo, una espada quizás forjada por Leonardo Da Vinci y un libro con pociones mágicas
comenzaron a pasar de generación en generación. Sobre todo entre las mujeres de la familia.
La historia continúa con el clan huyendo hacia España, cuando las cosas para los
gitanos se pusieron difíciles en Forli. Hasta que después de un largo derrotero se establecieron
finalmente en Andalucía.
Mientras el libro seguía pasando de generación en generación, la espada quedó
escondida en Italia.
Teresa le contó que parte de esa historia se había perdido y que en el año 1984 había
viajado a España buscando los parientes que quedaron allá, en un pueblito llamado Diezma.
En ese pequeño y árido lugar, una gitana ciega muy viejita, abuela de la abuela de su
abuela o algo así, le contó la historia completa.
—Cuando naciste y vi que eras albina no podía creerlo. Obvio que está en mis genes y
en los de tu padre, pero la abuela ciega me adelantó que la Hija de la Luna regresaría… Pensé
que eran fabulaciones de una gitana anciana, pero cuándo naciste paya no podía creerlo.
Este libro es tuyo y en estas otras hojas está escrita toda la historia que traje de
Diezma.
La conversación se extendió por una hora más. Silvia cerró la puerta del edificio y se
quedó mirando a través de los vidrios cómo se alejaba su madre, con el elegante porte que sus
sesenta y seis años no habían logrado aún mellar.
Subió corriendo las escaleras, encendió su ordenador y con infinito cuidado abrió el
libro y lo puso al lado del teclado. Mientras arrancaba la PC, recordó una frase de Borges: “Un
libro antiguo es como si leyéramos todo el tiempo que ha transcurrido desde el día en que fue
escrito y nosotros hoy”. Y una espada entonces sería como una ventana abierta a esos
tiempos, pensó. Mi espada.
Tecleó su contraseña y abrió el navegador. Tardó seis minutos en encontrar quién
había sido Lucantonio Cuppano. En el minuto ocho entró al Archivio di Stato di Firenze y bajó
toda la correspondencia digitalizada entre Giovanni de Médici y Lucantonio.
A los doce minutos ya había bajado cuatro biografías completas de Cesar Borgia y de
Caterina Sforza en italiano, inglés y español, las rutas de las corrientes migratorias gitanas en
Europa hacia Andalucía, la tipología de las espadas de Ewart Oakeshott y la ubicación
topográfica de Leonardo da Vinci entre 1482 y 1500. En media hora estaba ingresando a los
registros catastrales históricos de la municipalidad de Forli y recorriendo las calles con la
aplicación de Google Street View.
Cuando escuchó la llave en la cerradura de la puerta de ingreso se levantó a recibir a
su hombre.
—Prepara tus valijas —dijo agitando unos pasajes de avión recién impresos.
El hombre se quedó con las llaves en la mano y la boca abierta sin emitir sonido.
Estaba acostumbrado a la impulsividad temperamental de “La Paya” como la llamaba
cariñosamente. Pero esto subía la vara a un nivel sin precedentes.
—Éstos son pasajes para el aeropuerto Guglielmo Marconi en Bolognia, Italia. Salimos
en tres días.
—¿Y qué vamos a hacer en Italia?— interrumpió tratando de mantener la compostura,
casi rogando que se tratara solo de una broma. La Hija de la Luna se quitó los anteojos y sus
ojos de cielo transparente se tornaron fríos. Inspiró profundo y dijo en voz baja:
—Vamos a buscar mi espada.
Apéndice: Las Espadas

Siete reyes
La Siete Reyes nació como una interpretación de una espada imperial, término que
define a una espada particular que trascendió su estatus de simple arma blanca convirtiéndose
en un símbolo conceptual del poder, la nobleza y la fuerza de un linaje real o de un reino.
Han existido numerosos ejemplos en Inglaterra, Escocia, Prusia, incluso en Oriente.
Históricamente la Siete Reyes se ubica a finales de la era vikinga e inicios de la alta edad media.
Algunos autores denominan a estas espadas transicionales, ya que son la evolución de la
espada vikinga hacia la espada medieval: el pomo se hace más simple, la hoja más ágil y la
guarda evoluciona simplificando y alargando sus brazos, quizás reflejando también el cambio
de fe, con una estética más cercana a la cruz de Cristo.
De modo que en relación a todo esto, dotamos a la Siete Reyes de una hoja ancha y
masiva en su nacimiento, de sección lenticular que se adelgaza drásticamente en su último
quinto, finalizando en una punta no muy aguzada. Un vaceo amplio la recorre en casi toda su
longitud quitándole peso sin alterar la solidez estructural. Definitivamente es una hoja
adaptada a una esgrima más “de corte” que “de punta” con la finalidad de herir con el filo a
guerreros que en ese entonces se encontraban blindados ligeramente.
La guarda está forjada en hierro y es del tipo “gaddhjalt”, denominada así por los
propios vikingos, en relación a los delgados y agudos brazos que forman la cruz. Los españoles
la llaman “cruceta de picas”. La traducción literal de gaddhjalt, sería algo así como “guarda de
pinchos”. Las primeras gaddhjalts aparecieron hacia el año 950 en lo que hoy es Noruega y se
difundieron hacia el norte y centro de Europa. Incluso se ha reportado el hallazgo de una en el
condado de Cambridgeshire y otra en el de Suffolk, en Inglaterra, Reino Unido.
Cierra la espada y contribuye al balance un pomo típico de la región del río Rhin, el
llamado “nuez de Brasil”, frecuente entre los años 950 y 1250.
La vaina es de madera forrada en cuero sobre el cual lleva clavadas siete chapas de
cobre repujado y cincelado con iconografía de reyes contemporáneos a la época.
La descripción de la Siete Reyes no estaría completa sin mencionar un evento que tuvo
lugar cuando la estábamos finalizando. Precisamente el 8 de abril de 2017 fue encontrada en
el fondo de un obstáculo de agua en el campo de golf de un hotel en Suffolk, Inglaterra, una
espada idéntica a la Siete Reyes. Un hermosa gaddhjalt apareció durante las tareas de limpieza
y dragado de la pequeña laguna. Los especialistas suponen que participó del combate de
Fornham en octubre de 1173, ya que los terrenos del actual hotel están casi sobre el que fuera
el campo de batalla. Cuando la espada salió en las noticias, la mitad del relato que se
encuentra incluido en este libro ya estaba escrito, de modo que la batalla de Fornham se
convirtió en el marco inesperado para cerrar la historia.

Ficha técnica:
Es una tipo X de la clasificación de Eward Oakeshott.
Peso total: 1,1 kilos.
Largo total: 97 cm.
Largo de la hoja: 81 cm.
Ancho a la cruz: 47,5 mm.
Espesor a la cruz: 5 mm. llegando a 2,5 al final del vaceo
Forjada en 5160
Dureza: 55 Rc
Ouroboros
Existe una conexión entre las espadas y la alquimia. La combinación de metalurgia,
química y arte con lo místico y lo mágico sin duda huelen a alquimia.
Cuando nació la idea de Ouroboros, la serpiente que devora su cola, nos llevó
directamente al oscuro laboratorio del viejo holandés Bartholomeus van Dyck, un alquimista
situado en una época en que Holanda pertenecía al Ducado de Borgoña, poco antes del
descubrimiento de América, en los albores del Renacimiento. De modo que, buscando un
modelo válido, encontramos la inspiración en una espada que se encuentra en el Bayerische
Nationalmuseum (Museo Nacional Bávaro) en Múnich: un ejemplar bien representativo de
esos tiempos en que las espadas habían evolucionado hacia una sección del tipo diamante
aplanado de cuatro mesas, haciéndose delgadas y muy agudas, finalizando en una punta
reforzada, a veces, con una cresta central. Como espada que se maneja a dos manos, su
esgrima requiere de un buen control de las técnicas defensivas (no hay escudo o arma
secundaria que cumpla ese papel) y por ello requiere de un entrenamiento bastante específico
que incluye muchas tomas de hierro, desvíos, batimentos y controles de la espada del
contrario siempre que sea posible, para evitar ser herido cuando se intenta herir. Existen
técnicas para utilizarla en todas las distancias, aunque las empuñaduras largas propias del
modelo dificultan algo las de cuerpo a cuerpo o distancias muy cortas y facilitan por el
contrario el control de la espada y su maniobrabilidad a media y larga distancia. Este tipo de
espada tiene la suficiente ligereza para hacer molinetes y fintas con facilidad, conservando la
suficiente "autoridad" en la hoja para sujetar la espada contraria cuando es necesario.

Ficha técnica:
Es una tipo XVIIIb de la clasificación de Eward Oakeshott.
Peso total: 1,25 kilos.
Largo total: 110 cm.
Largo de la hoja: 85 cm.
Ancho a la cruz: 47,5 mm.
Espesor a la cruz: 6,5 mm.
Punto de percusión: 58 cm de la cruz.
Punto de balance: 10 cm.
Forjada en acero 5160
Dureza: 58 rc.
Ragnarok
Está inspirada en una espada vikinga que se encuentra en el Reichsstadtmuseum de
Rothenburg, una ciudad del distrito de Ansbach en el Estado federado de Baviera.
Ragnarok tiene una morfología de las espadas de los siglos IX y X.
Son espadas diseñadas para ser utilizadas con una sola mano, ya que en la otra el
vikingo sostenía su escudo. Eran más aptas para el tajo y muy pobres para la punta. La longitud
breve del puño favorecía un agarre de “tipo martillo”, asegurando firmemente la mano entre
la cruz y el pomo.
La hoja tiene una estructura compleja, constituida por un centro de tres barrotes de
aceros torsionados caldeados a los filos de 300 capas cada uno, todo integrado en una lámina
que una vez pulida y tratada convenientemente revela el dibujo tan característico que poseían
estas hojas.
Las incrustaciones del pomo y la defensa están realizadas en hilos de plata con una
ornamentación basada en el estilo Oseberg, en concordancia con las tallas e incrustaciones de
plata de la empuñadura de asta de ciervo. La talla presenta bestias indeterminadas, con
prolongaciones en forma de zarcillos y una especie de extremidades prensiles que se agarran
al cuerpo de otro animal o al propio. Este estilo se repite en el ébano tallado del pasacinto o
trabilla de la vaina, confeccionada en madera de sauce y forrada en cuero.

Ficha técnica:
Es una tipo IX-X de la clasificación de Eward Oakeshott.
Peso total: 1,3 kilos.
Largo total: 95 cm.
Largo de la hoja: 81 cm.
Ancho a la cruz: 45 mm.
Espesor a la cruz: 6 mm y se afina hasta llegar a 2,5 mm. a dos centímetros de la punta
Forjada en aceros 15N20 y 5160
Dureza: 57 rc.
La espada del doctor Polidori
La espada que atraviesa al Dr. Polidori es una “templaria” muy especial. Sin embargo,
antes de seguir adelante, dedicaré unas líneas a Ewart Oakeshott, el erudito consultado en la
ficción por el Dr. Polidori bajo el falso nombre de Mister Smith, ya que utilizaré sus palabras
para describir este tipo de espada.
El señor Oakeshott (1916 – 2002) es considerado aún hoy como el referente máximo
de la espada medieval. Su visión fue innovadora permitiendo una clasificación didáctica de los
diferentes tipos de espadas y sus periodos de tiempo, haciendo muy accesible este
conocimiento a cualquier persona interesada en entender o informarse sobre todo lo
relacionado con la espada medieval. Oakeshott estudió minuciosamente miles de espadas
medievales originales y las clasificó agrupándolas en “tipos” que compartían características
similares en lo que concierne a los perfiles de las hojas y su función, así como también los
componentes de empuñadura. De modo que es posible aproximar el período histórico de una
espada en particular de acuerdo a su tipología: la tipología de Oakeshott.
Dentro de su clasificación, caracterizó al Tipo XII con una hoja ancha y plana que se
estrecha uniformemente, generalmente con una buena punta afilada y que tiende a
ensancharse por debajo de la empuñadura. El vaceo está bien definido, generalmente
extendiéndose desde debajo de la guarda por dos tercios a tres cuartos de la longitud total de
la hoja. Se han encontrado ejemplos con vaceos dobles o triples. La sección transversal es de
diseño lenticular y la longitud de la hoja usualmente se encuentra entre los setenta y cinco y
ochenta centímetros de largo. La empuñadura es un poco más larga que los tipos anteriores,
por lo general miden alrededor de once centímetros y medio. El estilo de guarda no es una
característica definitoria del tipo, con casi cualquier estilo posible. Sin embargo, una defensa
corta y recta es lo más común, a menudo con una sección transversal redonda u octagonal. El
pomo también puede ser de casi cualquier tipo, pero lo más frecuente es un disco grueso con
bordes fuertemente biselados, designado por Oakeshott como Tipo I.
Oakeshott se encontró con una serie de espadas con un diseño especial que encuadró
en lo que denominaría un subtipo del Tipo XII y lo llamó Tipo XIIa. Este diseño parece indicar
que en ese entonces se buscaba una espada más efectiva que pudiera vencer a las armaduras
más evolucionadas que aparecieron en los años 1275 y 1325. Esta es una espada de diseño
general similar pero de mayor proporción. Comparte muchos de los mismos tipos de pomo y
estilos que el Tipo XII, sin embargo, la hoja tiende a ser mucho más larga, con mayor frecuencia
de noventa y dos a cien centímetros de longitud, conservando aún la sección transversal
lenticular. La empuñadura, por lo general, también es más larga, de dieciséis y medio a
veintidós centímetros de largo. Conocidas como "grete swerdes", estas poderosas y masivas
armas fueron el comienzo de la espada larga medieval. Se cree, debido a su representación en
obras de arte contemporáneas y comentarios de época, que este tipo tiene su origen en las
áreas de Europa que cayeron bajo influencia germánica. Oakeshott originalmente clasificó
estas espadas dentro de su Tipo XIIIa, sin embargo, más tarde determinó que había un número
significativo de estas espadas que presentaban un perfil pronunciado en su hoja, así como una
longitud más completa más similar en proporción al Tipo XII, denominado finalmente a este
subtipo como el Tipo XIIa.
La espada del Dr. Polidori está forjada en concordancia con las características de este
subtipo.

Ficha técnica:
Es una tipo XIIa de la clasificación de Eward Oakeshott.
Peso total: 1,3 kilos.
Largo total: 110 cm.
Largo de la hoja: 86 cm.
Ancho a la cruz: 50 mm.
Espesor a la cruz: 5 mm.
Punto de percusión: 56 cm. de la cruz.
Punto de balance: 12,5 cm.
Forjada en acero 5160
Dureza: 57 rc.
La Hija de la Luna
La realización de esta espada se inició en mayo de 2017 durante el Sword Reflections
class, en el taller de forja Tannery Pond del artesano Zack Jonas en New Hampshire, Estados
Unidos. Las clases estuvieron a cargo del reconocido espadero Peter Johnsson. Ya de regreso
en nuestro taller de Villa Constitución en la provincia de Santa Fe, se concluyeron los últimos
detalles y la confección de la vaina, finalizándose en noviembre del mismo año. Siete meses de
trabajo arduo. Este modelo de espada en particular aparece a mediados del siglo XIV
alcanzando gran difusión en el XVI. Su diseño y cinemática fueron adaptándose a contiendas
en las cuales los combatientes estaban protegidos por varias combinaciones de prendas
acolchadas o acorazadas. Lo habitual entonces era un peto de cuero o un gambesón corto con
algunas protecciones más pesadas como la brigantina. Eran comunes también las corazas: peto
y espaldar, hombreras, brazales, musleras y las cotas de mallas. En este escenario, para ser
efectiva una espada tenía que ser tan resistente como rápida y dotada de una buena punta
reforzada, destinada a buscar uniones en la armadura o penetrar entre las tejas metálicas de
una brigantina, abrir y romper los anillos de la cota de malla y atravesar el denso acolchado
que había debajo buscando la herida. Evolucionaron con hojas largas y elegantes que son
igualmente adecuadas tanto para el corte como para la estocada y con empuñaduras que se
prolongaron hasta permitir utilizar ambas manos en la esgrima.

Ficha técnica:
Es una tipo XVIIIb de la clasificación de Eward Oakeshott.
Peso total: 1,4 kilos
Largo total: 118 cm.
Largo de la hoja: 94 cm.
Ancho a la cruz: 47,5 mm.
Espesor a la cruz: 6 mm.
Punto de percusión: 57 cm. de la cruz.
Punto de balance: 10,5 cm.
Forjada en 350 capas de 1070 y 1095
Dureza: 58 rc

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