Tauromaquia
Grande fué siempre la afición del pueblo limeño á las funciones taurómacas y Lima ha presenciado corridas de aquellas que, como generalmente se dice, forman época. Viejos ha conocido el que estos apuntes acopia, que no sabían hablar sino de los toros que, en la Plaza Mayor, se lidiaron para las fiestas reales con que el vecindario solemnizó el advenimiento de Carlos IV al trono español, ó la entrada al mando de los virreyes O'Higgins, Avilés, Abascal y Pezuela, que lo que fué La Serna no disfrutó de tal agasajo, pues las cosas políticas andaban, á la sazón, más que turbias.
Desde los días del marqués Pizarro, diestrísimo picador muy aficionado á la caza, hubo en Lima gusto por las lidias; pero la escasez de ganado las hacía imposibles.
La primera corrida que presenciaron los limeños fué en 1540, lunes 29 de Marzo, segundo día de Pascua de Resurrección, celebrando la consagración de óleos hecha por el obispo fray Vicente Valverde. La función fué en la Plaza Mayor; principió á la una de la tarde, y se lidiaron tres toretes de la ganadería de Maranga. Don Francisco Pizarro, á caballo, mató el segundo toro á rejonazos.
Desde 1559, el Cabildo destinó cuatro días en el año para esta diversión:—Pascua de Reyes, San Juan, Santiago y la Asunción. El empresario que contrataba las funciones con el Cabildo construía tablados y galerías alrededor de la Plaza, sacando gran provecho en el alquiler de los asientos. En aquellos tiempos el mercado público estaba situado en la Plaza Mayor, y en los días de corrida se trasladaba á las plazuelas de San Francisco, Santa Ana y otras.
En las fiestas reales, las lidias se hacían con el ceremonial siguiente:
Por la mañana tenia lugar lo que se llamaba encierro del ganado, y soltaban á la plaza dos ó tres toretes, con las astas recortadas. El pueblo se solazaba con ellos, y no pocos aficionados salían contusos. Esta diversión duraba hasta las diez; y el pueblo se retiraba, augurando, por los incidentes del encierro, el mérito del ganado que iba á lidiarse.
A las dos de la tarde salía de Palacio el virrey, con gran comitiva de notables, todos en soberbios caballos lujosamente enjaezados. Mientras recorría la Plaza, las damas, desde los balcones y azoteas, arrojaban flores sobre ellos; y el pueblo, que ocupaba andamios en el atrio de la Catedral y portales, victoreaba frenéticamente.
El arzobispo y su cabildo, así como las órdenes religiosas, concurrían á la función.
Un cuarto de hora después, el virrey ocupaba asiento, bajo dosel, en la galería de Palacio, y arrojaba á la plaza la llave del toril, gritando: ¡Viva el rey—! Recogíala un caballero, á quien anticipadamente se había conferido tal honor, eligiéndolo entre los muchos aspirantes, y á media rienda se dirigía á la esquina de Judíos, donde estaba situado el toril, cuya puerta fingía abrir con la dorada llave.
Sólo bajo el gobierno de los Pizarro y de los Virreyes conde de Nieva y segundo marqués de Cañete, se vió en Lima romper cañas á los caballeros, divididos en dos bandos.
Después de ellos, fué cuando se introdujo en la corrida cuadrillas de parlampanes, papa-huevos, cofradías de africanos y payas.
No es exacto, como un escritor contemporáneo lo dice, que en la corrida que se dió el 3 de Noviembre de 1760, para celebrar la exaltación de Carlos III, fué cuando se empezó á dar nombre á cada toro é imprimir listines.
En 1701, fué cuando, por primera vez, se imprimieron cuartillas de papel con los nombres de los toros y de las ganaderías ó haciendas. En esta época, las corridas que no entraban en la categoría de fiestas reales, se efectuaban en la plaza de Otero.
Como una curiosidad histórica, quiero consignar aquí el listín.
El Rompe-ponches, azaharito, de Oquendo.
El Zoquete, rabón colorado, de Bujama.
El Gallareta, overo, de Huando.
El Patuleco, barriga blanca, de Casablanca
El Cara sucia, gateado, de Pasamayo
El Potroso, lúcumo, de Contador.
El Flor de cuenta, capirote, de Palpa.
El Diafanito, osco, de Larán.
El Pichón, blanco, de Gómez.
El Lagartija, gateado, de Hilarión.
El Floripondio, barroso, de Chincha.
El Deseado, alazán tostado, del Naranjal.
El Chivillo, prieto, de Corral Redondo.
El Leche migada, de Vilcahuaura.
El Partero aparejado, blanco y prieto, de Retes.
El Come gente, overo pintado, de Quipico.
El Rasca moño, blanco, de Lurinchincha.
El Pucho á la oreja, frazada, de Chancaillo.
El Saca candela, frontino, de Esquivel.
El Gato, gateado, del Pacallar.
El Anteojito, brocato, de Mala.
El Corre bailando, culimosqueado, de Sayán.
El Longaniza, prieto desparramado, de Chuquitanta.
El Diablito cojo, pintado, de Hervay.
El Sacristán, ajiseco, de Limatambo.
El Invencible, retinto, de Bujama.
Parece que, para estas corridas, el Cabildo comprometió á cada hacendado de los valles inmediatos á Lima para que obsequiasen un toro, y natural es suponer que el espíritu de competencia los obligaba á enviar lo mejor de su ganadería.
En los libros en que corren consignadas las descripciones de fiestas reales, se encuentran abundantes pormenores sobre las corridas. En mi opinión, el libro de Terralla titulado El Sol en el Medio día, escrito en 1790 para las fiestas reales de Carlos IV, trae la más curiosa de las pinturas que, hasta entonces se hubieran escrito sobre corridas de toros.
Por real cédula de 6 de Octubre de 1798, se mandó que las corridas fuesen en lunes, pues la autoridad eclesiástica creía que, por celebrarlas en domingo, dejaba mucha gente de oir misa.
En 1768, don Agustín Hipólito Landáburu, terminó como empresario la fábrica de una plaza para las lidias de toros, en los terrenos denominados de Hacho y que, andando los años, perdieron una letra, convirtiéndose en Acho.
En la construcción de la plaza empleó tres años, é invirtió cerca de cien mil pesos, debiendo, después de llenadas ciertas cláusulas del contrato, las que especifica Fuentes en su Estadística de Lima, pasar el edificio á ser propiedad de la Beneficencia, que desde 1827 lo administra.
La plaza de Acho ocupa más espacio que el mejor circo de España, y puede admitir cómodamente 10,000 espectadores. Es un polígono de 15 lados, con un diámetro que mide noventa y cinco varas castellanas.
Al principio se acordó licencia sólo para ocho corridas al año, concesión que lentamente fué adquiriendo elasticidad. Había además una función llamada de encierro, y con la cual terminaba la temporada. Los toros que se lidiaban en la corrida de encierro no eran estoqueados.
Hasta 1845, las corridas se efectuaban los lunes; de modo que, con el pretexto de los toros, disfrutaba el pueblo de dos días seguidos de huelga.
Aunque se estableció el Circo de Acho, no por eso dejaban de lidiarse toros en la Plaza Mayor, en las fiestas reales y recepción de virreyes. La última corrida que se efectuó en ese lugar fué en obsequio del virrey Pezuela, en 1816.
Hasta 1750, en que se puso á la moda en España la escuela de Ronda, de matar á los toros recibiendo, esto es, usando el diestro bandola y estoque, no hubo en Lima sino rejoneadores para ultimar á los cornúpetas. Pocos años después, vino la escuela de Sevilla, en oposición á la de Ronda, con las estocadas á volapié y la invención de las banderillas. Los progresos del arte, en la metrópoli, llegaban pronto á la colonia.
En 1770 empezaron a aparecer los listines con una octava ó un par de décimas. La cuadrilla, en ese año, la formaban como matadores Manuel Romero el jerezano, y Antonio López de Medina Sidonia; José Padilla, Faustino Estacio, José Ramón y Prudencio Rosales, como rejoneadores ó picadores de vara corta; y como capeadores y banderilleros José Lagos, Toribio Mújica, Alejo Pacheco y Bernardino Landáburu. Había, además cacheteros, dos garrocheros y doce parlampanes.
Los parlampanes eran unos pobres diablos que se presentaban vestidos de mojiganga. Uno de ellos llamábase doña María, otro el Monigote, y los restantes tenían nombres que no recordamos.
Había también seis indios llamados mojarreros, que salían al circo casi siempre beodos y que, armados de rejoncillos ó moharras, punzaban al toro hasta matarlo.
Los garrocheros eran los encargados de azuzar al toro arrojando desde alguna distancia jaras y flechas que iban á clavarse en los costados del animal.
La bárbara suerte de la lanzada consistía en colocarse un hombre frente al toril con una gruesa lanza que apoyaba en una tabla. El bicho se precipitaba ciego sobre la lanza, y caía traspasado; pero casos hubo, pues para esta suerte se elegía un toro bravo y limpio, en que el animal, burlándose de la lanza, acometió al hombre indefenso y le dió muerte.
Fué en 1785 cuando empezó á ponerse en boga la galana suerte de capear á caballo, desconocida entonces aún en España, y en la que fué tan eximio el marqués de Valle Umbroso, don Pedro Zavala, autor de un libro que se publicó en Madrid por los años de 1831, con el título:—Escuela de caballería, conforme á la práctica observada en Lima.—El capeo á caballo, dice el señor de Mendiburu, no se hizo al principio por toreros pagados, sino por individuos que tenían afición á ese ejercicio; y aun las personas de clase no se desdeñaban de ir á buscar lances que los acreditasen de jinetes y de valientes. Sólo desde fines del siglo pasado los capeadores de á caballo fueron asalariados.
Los matadores y banderilleros españoles de esa época eran Alonso Jurado, Miguel Utrilla, Juan Venegas, Norberto Encalada y José Lagos (a) Barreta.
Los mejores capeadores de á caballo que han entrado al redondel de Lima, fueron Casimiro Cajapaico, Juana Breña (mulata) y Esteban Arredondo.
En elogio de Casimiro Cajapaico, dice el marqués de Valle Umbroso en su ya citado libro:—Era muy jinete, y el mejor entrenador que he conocido: siempre que lo veía á caballo me daban ganas de levantarle estatua. Después de esto de la estatua, no hay más que añadir: apaga, y vámonos.
El 22 de Abril de 1792 se dió en Acho una corrida á beneficio de las benditas almas del Purgatorio. No lo tomen ustedes á risa, que allí está el listín.
Cogido por un toro el banderillero español José Alvarez fué á hacer compañía á las beneficiadas, que no tuvieron poder bastante para librarlo de las astas de un berrendo de Bujama.
Alejo Quintín, á quien el pueblo conocía con el apodo de Pollollo tenía setenta y cuatro años y usaba antiparras. Era picador de vara corta ó rejoneador, como el Santiago Pereira de nuestros tiempos. En 1805 figuraba todavía en primera línea, como lo prueban estos versos de un listín de ese año:
No falten los guapos;
pongan atención,
que esta vez Pollollo
vibrará el rejón.
Mariquita mía,
vamos de mañana,
que Quintín Pollollo
sale á la campaña.
Pollollo no es viejo,
que es un jovencico
á quien faltan muelas
y le sobra pico.
Murió en su oficio, por consecuencia de golpes que le dió un toro, en 1807.
La lucha de un oso con un toro no es, como se ha querido sostener, novedad de nuestros días.
El 9 de Febrero de 1807 se efectuó por primera vez este combate en el circo de Acho.
Cuando un torero desobedecía al juez ó faltaba en algo al público, se le penaba arrestándolo en el templador durante el tiempo que aun hubiera lidia. Sólo por falta muy grave se le enviaba á la cárcel.
Menos tolerancia había con los cómicos, pues original existe en la Biblioteca de Lima la causa seguida en 1810 contra Luisa Valverde (alias la Yuca) natural de Piura, y de veinte años de edad, moza de mucho trueno que desempeñaba papeles secundarios. Copiamos de esa causa este auto:—«Póngase presa en el cuarto de reclusión del teatro de comedias á Luisa Valverde, la cual sólo saldrá para desempeñar sus papeles en la escena; y entréguese la llave de dicho cuarto á los asentistas para que la confíen únicamente al portero encargado de suministrarla la comida que la lleven de su casa.»—Rubrica este auto el marqués de San Juan Nepomuceno, regente de la Real Audiencia.
Consta, pues, que para la gente de bastidores había hasta cárcel especial, de la que se les sacaba en la noche durante las horas de representación escénica. A los toreros no se les sacaba de la cárcel para que fuesen á divertir al público.
Hasta 1860 era costumbre, en Acho, que antes del paseo de la cuadrilla, saliese una compañía de soldados con un escribano que, en dos sitios del redondel, daba lectura al bando en que la autoridad imponía penas á los que promoviesen desórdenes durante la lidia. El escribano recibía cuatro pesos en pago de su fatiga y de la rechifla con que lo acogía el pueblo.
Desde 1810, los listines de toros empiezan á traer largas tiradas de versos, y los sucesos políticos de la Metrópoli dan alimento á la inspiración de nuestros vates. Las listas de esas épocas traen, por encabezamiento, Viva Fernando VII, y contienen versos contra Napoleón y los franceses.
He aquí una muestra de ellos:
Hoy, á toda fortuna preparado,
saldrás feroz al coso y ¡ojo alerta!
que al enemigo osado
acompaña cuadrilla muy experta.
Antes de entrar medita reposado
en que te invaden para muerte cierta,
y pues todos conspiran á engañarte,
mira en cada torero un Bonaparte.
Confiado en su suerte
solicita el tirano darte muerte.
El, presumido, astuto,
quiere de tu ignorancia sacar fruto
y, en creerte salvaje,
añade á la agresión mayor ultraje.
Dile:—¡Tirano ingrato!
¿piensas lograr un triunfo tan barato?
¿crees que el toro de España
no es capaz de buscarte en la campaña?
Ponte, ponte á mi frente,
probarás si soy sabio y soy valiente.
De ese modo, engañado
y engañando, los toros has sacado
de las verdes dehesas
donde el veneno entró de tus promesas.
No ya, pérfido, en vano
te empeñas tanto contra el toro hispano
que, venciendo á Morfeo,
despierta para hacerte su trofeo.
Si has leído la historia
de Numancia y Sagunto, la memoria
imprime en tu vil pecho
la opinión, la justicia y el derecho,
con que á todo viviente
natura lo conserva, y libremente,
lo conduce al empeño
de defender aquello de que es dueño.
Si político fueras,
con el toro español no te metieras;
pero infame, ambicioso,
pudiendo ser amado, y con reposo
recordando tu infancia,
disfrutar el honor que te dió Francia,
te metes á torero
y saqueando rediles, bandolero,
sangriento, abominable,
á los pueblos te tornas detestable.
Hasta hoy de Meroveo,
de Carlo Magno y grande Clodoveo,
y de otros justos reyes,
que dieron á la Galia santas leyes,
el tiempo majestuoso
conserva la memoria y fin dichoso.
Pero tú, fementido,
echando sus virtudes al olvido,
profanas el sagrado
de aquellos reyes, tu mejor dechado,
y al pueblo esclarecido
que con gendarmes tienes oprimido,
la libertad amada,
por tus bajas intrigas usurpada,
hollará el despotismo;
y llevándote de uno en otro abismo,
cual un vil toricida,
entre mis cuernos perderás la vida.
Dudamos que en la misma España se hubieran prodigado más dicterios al invasor. Decididamente, en América pecamos por exagerados.
Hablemos de los renombrados toros de la Concordia.
Para poner dique ó retardar siquiera la tormenta revolucionaria, el virrey Abascal organizó en Lima un regimiento compuesto de lo más distinguido entre la juventud criolla y españoles acaudalados. Llamóse regimiento de la Concordia, y tenía por coronel al virrey.
Anualmente, desde 1812 hasta 1815, daba el regimiento una corrida, en la que los toros salían con enjalmas cubiertas de monedas de oro y plata. Criollos y peninsulares competían en esplendidez.
Entonces se vió que una compañía de soldados entrase al circo á hacer las evoluciones militares conocidas, sólo desde 1812, con el nombre de despejo.
Desde los primeros toros de la Concordia hubo cuadrilla peruana. En la española figuraban el picador Francisco Domínguez, el matador Esteban Corujo y los banderilleros, que más tarde fueron también de espada, José Cantoral y Vicente Tirado. En la cuadrilla del país, los más notables eran Casimiro Cajapaico, el famoso capeador, Juana Breña y José Morel; el puntillero José Beque, negro á quien sacaban de la cárcel para cada función, Lorenzo Pizí, un tal Muchos pañuelos y el espada Pedro Villanueva.
Estos matadores eran eclécticos; pues así se ceñían á las reglas de la escuela de Ronda, como á las de la escuela de Sevilla. Estoqueaban á la criolla; es decir, como el diablo quería ayudarlos. Para ellos, cerviguillo ó rabo, todo era toro.
Sobre todos ellos dice cosas muy graciosas el poeta don Manuel Segura, en su comedia El sargento Canuto.
A la cuadrilla española pertenecía también el diestro banderillero Juan Franco, quien, en 1818, murió en Acho, cogido por un toro mientras conversaba descuidado con su querida, que estaba en uno de los cuartos próximos á la barrera.
El picador ó rejoneador Francisco Domínguez era una notabilidad como Cajapaico. Cuando San Martín estableció su cuartel general en Huaura, salió de Lima Domínguez con el compromiso de asesinarlo. Descubierto el plan, y confesado el propósito por Domínguez, San Martín lo puso en libertad.
Curioso es consignar que los toreros de esa época eran hombres dados á la política. Así figuraba Esteban Corujo como denunciante de una revolución en tiempos de Abascal.
En la corrida que dió el regimiento de la Concordia, en 1812, se lidió un toro llamado el Misántropo, que debía once muertes. Encontrósele en el monte, sin hierro ó marca de dueño, y acostumbraba salir al camino y embestir á los pasajeros. Consiguieron traerlo al encierro en medio de bueyes mansos. En la lidia hirió el caballo al picador Domínguez, mató al chulo Guillermo Casasola y estropeó al espada Cecilio Ramírez. En las suertes de capa, lució con él admirablemente Casimiro Cajapaico. No murió este toro en el redondel, sino en el corral, por consecuencia de las heridas.
Las otras corridas de la Concordia no excedieron en lujo á la del año 12, ni ofrecen circunstancia particular. Pasemos á la última, que se dió en 10 de Abril de 1815; empezando por copiar del listín estas fáciles seguidillas:
Cantoral y Corujo
llevan á empeño
hacer hoy con los toros
un escarmiento;
lo que no es chanza,
porque estos caballeros
son de palabra.
Una vieja maldita
me ha asegurado
que, en su tiempo, los toros
eran muy bravos;
pero, al presente,
dice que hasta los hombres
son más pacientes.
Restablecido con gran trabajo el orden, principió la corrida. Algunos patriotas se habían introducido en el corral, y para deslucir la función, cegaron con ceniza á los dos primeros toros. Ello es que sobre todos estos incidentes se levantó sumaria, y aun se hicieron prisiones.
El cuarto toro llamábase el Abatido Pumacagua, aludiendo al desgraciado fin de este caudillo patriota. Recibiólo Juana Breña, montada en un diestro alazán y fumando un gran cigarro, y le sacó nueve suertes de capa, contradiciendo prácticamente la opinión del marqués de Valle Umbroso, que en su libro dice:—Difícil es que las suertes pasen de siete; pues es raro el toro que las da, y más raro el caballo que las resiste.—El entusiasmo del público fué tanto, que no hubo quien no arrojase dinero á la valiente capeadora, á la que el virrey Abascal obsequió con seis onzas de oro. Juana Breña recogió esa tarde más de mil pesos, según afirma un periodiquín de la época.
Desde 1816 á 1820, los hacendados de Cañete dieron muchas corridas en competencia con los de Chancay, sin que podamos saber á cuál de los dos valles cupo la gloria de exhibir mejor ganado.
Los listines de esta época no contienen sino injurias contra los patriotas, y en el circo se ponían figurones representando al Porteño (San Martín) y á Cluecón (lord Cochrane) para que fuesen destrozados por los toros.
Ya en 1816, poetas de reputación, como el franciscano Chuecas y los clérigos Larriva y Echegaray, no desdeñaron escribir en listines de toros, como lo han hecho, en tiempos de la república, Pardo, Segura, Juan Vicente Camacho, su hermano Simón y otros muchos distinguidos alumnos de las musas. Listines conocemos de indisputable mérito literario, salpicados de chiste y agudeza epigramática.
En cuanto á las revistas de toros ó descripciones en que campea un salado tecnicismo, sólo después de 1850 empezaron á aparecer en los diarios de Lima. Algunas he leído dignas de la pluma de Abenamar y de los revistadores andaluces y madrileños. Hasta yo, sin entenderlo poco ni mucho, he escrito varias, por compromiso. ¡Así han salido las pobrecitas!
La mayor parte de los listines que se imprimieron en los últimos años de la dominación española, llevaban esta introducción:
El querer resistir á la ley justa,
contra el brazo y poder del soberano,
es empresa sin fruto, intento vano.
Pongo fin á estos apuntes, que dedico á quien tenga voluntad, tiempo y humor para utilizarlos, escribiendo la crónica taurina de Lima. Yo no he hecho más que hacinar datos, para que otro se encargue de ordenarlos y darles forma literaria.