Ana María Matute
Pequeño teatro
Prólogo de Soledad Puertolas
Prólogo
Soledad Puertolas
Con Pequeño t eat ro , Ana María Mat ut e obt uvo en 1954 el prem io Planet a. Tenía 28 años, pero había
escrit o la novela, según ella m ism a ha declarado, cuando sólo t enía 17. Ciert am ent e, recorre la novela
un aire j uvenil, pero Pequeño t eat ro adm ira, sobre t odo, por la com plej idad de los personaj es que cobran
vida en sus páginas y que no son de ningún m odo com o las m arionet as que act úan en el t eat rillo que
posee uno de los personaj es secundarios y que fascina al prot agonist a, I lé Eroriak, un j oven que la voz
que narra nos describe así: «llé Eroriak era de cort os alcances, t ardo en hablar, y había quien hallaba
est úpida su sonrisa. Sus escasas palabras a m enudo result aban incoherent es y poca gent e se m olest aba en com prender lo que decía. Sin em bargo, había un rayo de luz, fuert e y herm osa luz, que at ravesaba el ent ram ado de sus confusos pensam ient os, y le hería dulcem ent e el corazón. Su gran de, su
ext raordinaria im aginación le salvaba m ilagrosam ent e de la vida. Tam bién su ignorancia, y sobre t odo,
aquella fe envidiable y m aravillosa. I lé Eroriak creía en t odo, profundam ent e».
He dicho que los personaj es de Pequeño t eat ro no son m arionet as, pero quizá sí lo sean. No lo son
por su com plej idad, por su difícil encasillam ient o, pero sí lo son si consideram os que el dest ino m ueve
los hilos de sus vidas y que esos hilos del dest ino const it uyen la m at eria esencial de la novela.
Ana María Mat ut e encuadra est a m at eria en un escenario de caráct er m ít ico y legendario. Oiquixia,
kale Nagusía, San Telm o... Lugares donde la lluvia es un «llant o nost álgico» que resbala sobre las
piedras. Con est a elección, Ana María Mat ut e m arca ya una paut a que la singulariza ent re los escrit ores
de su generación, la preferencia por la m et áfora, la m elancolía de los relat os at em porales, la inclinación
por la brum a del nort e, la hum edad de la t ierra, el olor a salit re del m ar, la m agia de quienes se quedan
at rapados en esas nieblas, de quienes se pierden, indecisos, insat isfechos, en busca de dest inos que
quizá se hayan dict ado para ellos quién sabe dónde, quién sabe por quién.
La descripción que se nos hace de I lé Eroriak vale un poco para t odos. Kepa Devar el propiet ario del
Gran Hot el Devar, Aránzazu Ant ía, que se casó con él, Zazu, la j oven que huye del am or pero no del
placer, Marco, el forast ero m ist erioso y rubio que int riga y seduce a los habit ant es de Oiquixia, hast a a
las m ism as herm anas Ant ía, am argadas y rígidas... Todos t ienen, t odos pueden t ener, ese t oque de luz,
esa posibilidad de brillo y de fuerza, un rapt o de la im aginación. Todos, desde luego, com part en la ignorancia de la vida, viven inm ersos en el enigm a.
No dej a de causar asom bro que una persona t an j oven fuera capaz de im pregnar de t ant a sabiduría
a los personaj es de est e t eat ro de Oiquixia, porque, si unas veces pone sobre sus hom bros el oscuro
m ant o de la t rist eza, ot ras les anim a a perseguir la luz, a buscar la escapat oria. Porque de eso se t rat a:
de huir del dest ino. De soñar con el barco que les sacará del pequeño t eat ro y les llevará de puert o en
puert o a ciudades m aravillosas, encant adas, allí donde el m undo se ensancha y donde t odo puede
suceder.
I lé Eroriak habla poco y se expresa m al, no ent iende lo que sucede a su alrededor, es m enospreciado, m alt rat ado, bebe, pero hay quien busca su com pañía y habrá t am bién quien lo quiera salvar. I lé
Eroriak se convert irá durant e unos inst ant es - unos días que son com o inst ant es- en un sím bolo para
t odo Oiquixia, porque t odos necesit an sím bolos, t odos quieren dist inguirse por algo, saber ver algo,
saber encont rar.
El am or del que Zazu quiere huir precisam ent e porque quiere caer, hundirse en 4 va t razando los
pasos de una hist oria im posible, un sueño irrealizable. Los sueños deben m ant enerse lej os de la realidad. Y si t odos lo saben, I lé Eroriak, el loco, es quien m ás profundam ent e ha de conocer la prisión del
dest ino. Pero en su conocim ient o, en su dolor, es vencedor. Marco, el forast ero seduct or, lo escoge, le
habla, le dice cosas que I lé no puede com prender, le lanza a com part ir sus sueños. Pero Marco t am bién est á at rapado por el am or. El am or o la necesidad, el am or o el ansia de la conquist a.
En la brum osa Oiquixia, t riunfa la soledad. Muert os, locos, encerrados en sus casas, en sus cárceles,
los personaj es, es ciert o, se van pareciendo a las m arionet as del t eat ro de t ít eres del viej o Anderea, el
único am igo verdadero de I lé Eroriak. Alguna vez soñaron, pero I lé Eroriak ya no se fía. Alguna vez
alguien quiso llevarlo consigo en sus sueños. Quizás eso sí t enga alguna im port ancia. Porque, aunque
Prólogo
los sueños concluyan, exist ieron. Y si exist ieron una vez, ¿quién sabe? Los sueños son com o las viej as
hist orias. Nunca se agot an.
De m anera que, a pesar del aire m elancólico que recorre las páginas de Pequeño t eat ro , a pesar de
la t rist eza y los fracasos y los finales desdichados y solit arios, el vient o im placable del deseo, la fuerza
inagot able del sueño, sacuden el escenario, le hacen t em blar. Se presient e la t ragedia, la grandeza de
las pasiones.
I lé Eroriak es el guardián de la inocencia. Por eso es t enido por sabio, por eso su locura at rae al forast ero. Por eso se quedará siem pre en Oiquixia, j unt o a los t ít eres; observando cóm o act úa el dest ino,
cóm o zarandea el am or, cóm o dest ruye la nost algia.
El fascinant e m undo que Ana María Mat ut e ha ido desarrollando después y que en Olvidado rey Gudú
cobra una dim ensión ext raordinaria y m agnífica ya se vislum bra en la brum osa y solit aria 0iquixia.
Merece la pena rescat ar est a novela escrit a en plena j uvent ud de la aut ora. Pequeño t eat ro es un t ext o
colm ado de hallazgos, lleno de present im ient os, im pregnado de inquiet ud. Ant es de convert irse en m arionet as, los habit ant es de Oiquixia son sacudidos por el deseo, t ransform ados por el sueño, rescat ados
de su soledad. Es la m irada del loco, del inocent e, del poet a, la que la aut ora nos ofrece para cerrar el
libro y para abrir las rut as que luego em prenderá y que nosot ros, com o lect ores, seguirem os apasionadam ent e.
3
A m í m adre
Palabras, palabras, palabras...
Ham let , act o I I , escena 2ª
Capítulo I
1
Oiquixa era una pequeña población pesquera, con callej uelas azules, casi superpuest as y
unidas por m ult it ud de escalerillas de piedra. Parecían colgadas unas sobre ot ras, porque
Oiquixa había sido const ruida en una pendient e hacia el m ar. Una sola calle, ancha, llana,
at ravesaba el poblado y recibía el pom poso nom bre de kale Nagusia, porque en ella se elevan
orgullosas las casas im port ant es de la localidad. Kale Nagusia avanzaba, avanzaba hast a convert irse en un cam ino largo y est recho que se adent raba en las olas. Lo rem at aba un viej o faro
en ruinas, cuya siluet a se recort aba m elancólicam ent e sobre el color del m ar. Cuando llovía,
parecía resbalar un llant o nost álgico sobre sus piedras. Al at ardecer, se diría que t odo Oiquixa
est aba a punt o de derrum barse y caer en las aguas rosadas de la bahía. Era un herm oso
espect áculo, t al vez parecido a un sueño absurdo, aquella ext raña gradería de puert ecit as y
t ej ados reflej ándose al revés en el agua. Pero en la noche, desde la colina, el m uelle de
Oiquixa era com o un negro pulpo de oj os am arillos que avanzase sus t ent áculos hacia las olas.
Allí, en aquel m uelle, nació I lé Eroriak. I lé Eroriak quiere decir Pelos Caídos, y ningún ot ro
nom bre le hubiera sent ado m ej or. Era un m uchachit o m enudo, con un m echón de cabello
negro y rebelde, com o la crin de un pot ro, que se alborot aba sobre la frent e. Est aba siem pre
m uy sucio, con escam as relucient es pegadas a la piel y a la ropa. Pero t enía los oj os azules,
com o m ar que duerm e.
Puede decirse que I lé Eroriak vivía en t odos los rincones de Oiquixa y en ninguno. San
Telm o, el viej o barrio de pescadores, era su lugar preferido. No sabía si porque allí habit aba
su viej o am igo, su anciano y único am igo, o por el influj o que sobre él ej ercía la cam pana de
la iglesia. Tam bién solía vagar por el puert o. Su figura desgarbada, sus pies, heridos por el frío
y los despoj os afilados del m uelle, eran fam iliares a los pescadores. Cuando podía, ayudaba a
descargar los buques, enrolándose com o m enudo eslabón lleno de orín en la cadena de hom bres que recibían su salario. Com ía alguna cosa que le daban, rest os del rancho de algún
barco, que recogía en una lat a vacía, y se gast aba el dinero en vino o en aguardient e, para
alegrar su corazón y sus pensam ient os. Muy a m enudo, en las t ardes de sol, se sent aba
apoyando la espalda cont ra la pared, y cont em plaba el gran let rero roj o que resalt aba sobre
el blanco m uro de la oficina del puert o. No sabía leer, pero alguien le dij o en una ocasión que
allí decía: «Kepa Devar. Consignat ario de Buques». I lé Eroriak no lo había olvidado, dándole
vuelt as y vuelt as a ese nom bre y a lo que sabia de él. En el fondo de su alm a guardaba una
inm ensa adm iración hacia aquel ser. Sólo las alm as quiet as pueden adm irarse com o I lé
Eroriak. Sabía que si alguien le hubiera enseñado a leer, a cada paso sus oj os delet rearían
sobre roj os cart eles: «Kepa Devar. Alm acenes de carbón». «Kepa Devar. Fábrica de cem ent o.»
«Kepa Devar. Oficinas.»
Y Kepa Devar, a quien veía pasear en el at ardecer solit ario, pensat ivo, im ponent e, se convirt ió para I lé Eroriak en un ser fant ást ico, en el m ás grande de los hom bres.
I lé Eroriak era de cort os alcances, t ardo en hablar, y había quien hallaba est úpida su sonrisa. Sus escasas palabras a m enudo result aban incoherent es y poca gent e se m olest aba en
com prender lo que decía. Sin em bargo, había un rayo de luz, fuert e y herm osa luz, que at ravesaba el enram ado de sus confusos pensam ient os, y le hería dulcem ent e el corazón. Su
grande, su ext raordinaria im aginación le salvaba m ilagrosam ent e de la vida. Tam bién su ignorancia, y sobre t odo, aquella fe envidiable y m aravillosa. I lé Eroriak creía en t odo, profundam ent e. Am aba el m ar sin saberlo, hast a el punt o de ser, hast a ent onces, la única cosa en el
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Pequeño teatro
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m undo capaz de hacerle llorar o reír.
Pero de t odas est as pequeñas cosas de su alm a, solam ent e un hom bre sabía y com prendía.
Era ést e un anciano, dueño de un m undo m ágico: un t eat ro de m arionet as. Vivía en la part e
alt a de Oiquixa, y m uchas veces com part ían la com ida. Si al llegar la noche el anciano encont raba al m uchacho acurrucado en las gradas de la iglesia, le despert aba y le llevaba a su cubil,
debaj o del t eat ro, donde el anciano t enía su vivienda. I lé Eroriak podía ent onces dorm ir en un
est ant e em pot rado en la pared, j unt o a los m uñecos rot os. Así llegó a fam iliarizarse con aquellos cuerpecillos desart iculados, con aquellas fant ást icas cabezas de m adera heridas por sonrisas que se habían convert ido, con el t iem po, en m uecas llenas de m elancolía.
El anciano era j orobado y deform e, y en Oiquixa llam ábanle Anderea. Él m ism o t allaba sus
m uñecos, él m ism o t renzaba sus hist orias. Am or y odio vivían, baj o la noche azul con est rellas de est año, su pequeña vida de m ent ira. Allí est aban t odos. Colom bina, grácil y voluble; el
alegre Arlequín, y Pierrot , el rom ánt ico. Muchos de ellos pasaron por las m anos hábiles de
Anderea, y a su m uert e eran relegados al est ant e donde dorm ía I lé Eroriak. Solam ent e había
un m uñeco que resist ía al t iem po, com o si fuera et erno, porque nadie sabía cuándo nació y no
parecía querer m orir. I m pasible y sonrient e, cont em plaba la gloria y la ruina de sus com pañeros. El anciano le quería y le cuidaba m ás que a ninguno, porque era un polichinela
j orobado que se parecía a él.
Cuando I lé Eroriak sent ía m iedo de las figuras que form aban las olas, corría a esconderse
en la vivienda de Anderea y cont aba a ést e lo que había vist o. Su buen am igo le escuchaba
con at ención m ient ras pint aba un m adero o recort aba una peluca crespa. Le escuchaba y le
creía, y el m uchacho le am aba por eso m ás que por dej arle com er de su plat o, m ás que por
dej arle dorm ir en el est ant e de los m uñecos olvidados. Aquellos m uñecos que acariciaba con
una t ernura que ignoraba él m ism o. Dest eñidos, sucios. Est aban m uert os, m onst ruosam ent e
sonrient es, m ient ras silbaba el vient o por los resquicios de las vent anas, allá arriba, en la sala
del t eat ro. Muy a m enudo, I lé Eroriak soñaba con ellos. En sueños, m uchas veces le at erraban hast a despert ar bañado en sudor. Trepaba ent onces por la escalerilla de m ano que conducía al escenario, y, salt ando at ropelladam ent e sobre las vigas, sobre los rollos de cuerdas,
sobre los bancos, abría la puert a para poder ver la luna, ancha, cercana, y el resplandor azulado que pulía la callej uela ent era. Cada una de las piedras brillaba con un blanco ext raño,
nuevo. Todo parecía lim pio a aquella hora. Llegaba la brisa del m ar hast a su rost ro, hast a sus
párpados cargados de som bras. I lé regresaba a su sueño, dent ro del est ant e, baj o el escenario. De nuevo baj aba una gran paz hast a su corazón.
En est as ocasiones sus sueños eran diferent es. Soñaba con Kepa Devar. Y lo veía grueso,
im ponent e, con sus m anos velludas y cargadas de anillos, est rechando las suyas, sucias y
m orenas.
2
Kepa Devar era un hom bre corpulent o que lucia una herm osa perla prendida en la corbat a.
Vivía en la m ej or casa de kale Nagusia, era dueño de m edia población y se había casado con
una Ant ía. «La m ej or m uchacha de la m ej or fam ilia de Oiquixa», se había dicho. Pero ella
m urió, dej ándole una niña de pocos días y un ext raño vacío en el corazón. Kepa sabía que su
esposa no le am aba ni le am ó j am ás. Pero, aun así, lo m ás bello de su vida m urió en el m ism o
inst ant e en que Aránzazu Ant ía cerraba los oj os a est e m undo.
I ndudablem ent e, el t iem po de Kepa Devar era algo precioso y t ot alm ent e ocupado. Pero
respet aba el dom ingo. Lo em pleaba en pasear recorriendo de punt a a punt a kale Nagusia.
Andaba con lent it ud, con los pulgares en los bolsillos del chaleco. Llevaba la cabeza erguida,
ent ornaba los oj os m iopes, y m ovía los labios com o si rezase. Cont em plaba la bahía, el cam ino
del faro, las rocas ariscas de la cost a. Pero no veía nada que no fuera su propio corazón,
porque est aba profundam ent e solo.
El hom bre que quiso ser, el que creó él m ism o, era aquel que paseaba solit ario y solem ne
por kale Nagusia. El que llevaba la cabeza levant ada. Pero el hom bre que era en realidad se
int im idaba y encogía ant e aquel figurón grande y alt anero que, una y ot ra vez, recorría las
piedras grises de kale Nagusia al faro, del faro a kale Nagusia. Consiguió al Kepa que casó con
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Pequeño teatro
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una Ant ía, pero no pudo ext inguir al ot ro Kepa, al que le había adorado de lej os com o un sueño
im posible. Lo ciert o es que est aba solo. Sent irse solo, después de t ant os años, le producía una
angust ia indefinible. Pero no ahogaba su vanidad, porque ella le convirt ió, de un m ísero
m uchacho del barrio de San Telm o, en el dueño casi absolut o de Oiquixa. Muchas veces, al
recorrer kale Nagusia, llegaba a creerse un poco «padre» de la población. «Yo he elevado a
Oiquixa», se decía, pensando en su fábrica de cem ent o, en el nuevo front ón donado, en las
Escuelas de Huérfanos pat rocinadas por él, en el Hospit al de San Telm o, en la fábrica de
salazón y conservas. Y, sobre t odo, pensando en su hot el, el hot el Devar. Aquél era su m ayor
orgullo. Excesivo para una pequeña población com o era la suya, consum ía t res veces m ás de
lo que llegaba a rendir. Económ icam ent e significaba un rot undo fracaso. Pero est o no le
im port aba a Kepa. Ser dueño de aquel pequeño m undo de inut ilidades sum ía a Kepa en un
sopor de vanidad, le hacía adm irarse de sí m ism o, y ést a era una recom pensa que nadie com o
Kepa sabía soport ar.
Kepa bebía a m enudo. En est as ocasiones hablaba, hablaba t ant o que la gent e huía de él.
Gozaba ent onces haciendo resalt ar lo hum ilde de su procedencia, y explicaba con guiños
expresivos cóm o había llegado a ser la figura m ás im port ant e de su pequeño m undo. Nadie
era ent onces m ás locuaz que él. Cont aba hist orias, hist orias ent recort adas y aburridas, com o
la fam osa «hist oria de la perla que adornaba su corbat a». Pesadam ent e, dando con el puño
en la m esa, los oj illos ent recort ados, Kepa se rem ont aba a los albores inquiet os de su vida,
aquellos t iem pos del viej o San Telm o, cuando salían a la pesca del «chipirón» en la lancha de
su padre. Aquella época lej ana en que se hizo am igo de un m arinero escuálido, que chapurraba un vascuence ent rem ezclado de acent os diversos. Un hom bre t at uado y rubicundo
que escupía t abaco y bebía oruj o, que le habló de unas islas m aravillosas y lej anas, cuyos
m ares circundant es guardaban fort unas en las ent rañas. «Mucho, m ucho dinero - decía- . ¿Y
por qué, dices t ú...? Pues por unas piedrinas así, pequeñas y redondas, que hay que arrancarles a unas conchas. Ost ras llam an a eso. Y son así, pequeñas, no m ás que est o.»
Aproxim aba el índice y el pulgar. «Pero ¿sabes t ú lo que vale cada una? Yo t e digo a t i, y t ú
créem e a m í, que bien t e digo... que con veint e de ésas, y sólo t e digo veint e, m e daba yo
bonit a t em porada, con buen anillo luciendo al dedo, y hast a reloj de cadena... Ya lo creo yo,
y bien lo creo. Y t ú puedes pensar y calcular...»
Aquello hizo reflexionar a Kepa. Por ent onces, sus dieciséis años im pacient es se rebelaban
ant e un fut uro que no iba m ás allá de una buena redada. La hist oria de las ost ras le quit ó el
sueño m uchas noches. Y le llevó a una conclusión: si era ciert o que exist ían gent es capaces
de pagar fort unas por «unas piedrecit as blancas y brillant es», él, Kepa Devar, llegaría a ser el
am o del m undo.
Poco t iem po después, se enroló en un buque m ercant e y huyó m ar adent ro, m ar negro y
roj o, m ar de m il colores, m enos azul, m enos verde. Mar que nadie com prendía m ás que él,
que no lo t em ía, que lo sabía bien. Aún hoy, aún hoy que sólo lo bordeaba, m irándolo de reoj o,
com o si ya no le im port ara. Com o si ya no lo recordara. Aquel am anecer nebuloso en que part ió, la t ierra fingía llorar, t al vez porque él, Kepa, se iba. Se asom ó a aquella vent ana m iserable, redonda, que se abría en la gran panza del barco. Vio el m ar, com o si fuera la prim era
vez, o la últ im a. Fue ent onces cuando t uvo un inst ant e m edroso, débil. Sabía, aunque no las
veía, las cost as de su pequeña población, las cost as de t odo su país, borrándose inexorablem ent e, fríam ent e sobre aquel gran m ar feroz y sosegadam ent e cruel. Pero sólo fue un
inst ant e. El m iedo no cabía allí dent ro.
No precisó Kepa, en el t ranscurso del t iem po, llegar t an lej os com o le dij era el m arinero t at uado. Ni t am poco fue necesario ext raer perlas de las ost ras. Kepa t ropezó con debilidades
hum anas, con pequeñas y sucias cosas, m ás est úpidas que la hist oria de las piedrecit as
redondas y brillant es. Pero Kepa no se olvidaba de ellas. Kepa las recordaba siem pre y nunca
dej aba de aprovechar la lección agria y t ont a que había aprendido. Un día, al fin, cuando ya
era el gran Kepa alt o y grueso, el m aj est uoso y t em ido Kepa, se perm it ió la banalidad de com prarse una perla, en hom enaj e. Com o un sím bolo, se j uró llevarla siem pre prendida en su corbat a. Una vez en su poder, al exam inarla de cerca, descubrió que no era del t odo esférica, ni
del t odo blanca, ni del t odo brillant e. Y le pareció aún m enos valiosa de lo que había im aginado. Kepa no ent endía de m at ices, orient es ni irisaciones, de la m ism a m anera que t am poco
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Pequeño teatro
Ana María Matute
veía en las luces heladas del crepúsculo m ás que el principio o el fin de una j ornada. Pero, en
cam bio, aprovechaba m ej or que nadie las horas del día.
No llegó a ser el am o del m undo, pero sí lo fue de «su m undo», t al com o soñara y había
deseado. Solam ent e com prendió el valor de las perlas el día en que inauguró el hot el. Aquel
vano edificio grande, lleno de un luj o vacuo que nadie necesit aba. Aquel ext raño, inusit ado,
sorprendent e Gran Hot el Devar, donde, en una ocasión, una noche, se aloj ó el rey. Kepa suspiraba aún m ucho después, recordándolo. «Yo lo hice para que viniera el rey: Yo no lo sabía,
y lo hice para que aquí viniera el rey. No ha sido casualidad; est aba escrit o en los libros del
cielo.» Por ent re las casas de color desgast ado, de viej o color indiferent e ya, surgía el cuerpo
blanco, desvergonzadam ent e j oven, del Gran Hot el. Desde ent onces, al baj ar la cabeza y cont em plar la perla en su corbat a, Kepa la acariciaba com o algo ent rañable y am igo. Por vez
prim era la vio, al fin, nim bada de una luz efím era y m aravillosam ent e banal.
De est as cosas hablaba Kepa, confusam ent e, cuando bebía. Pero, en cuant o volvía a hallarse libre de los efluvios alcohólicos, ni una sola palabra alusiva a su pasado salía de sus
labios. Volvían a ser sus m odales grot escam ent e suaves y afect ados, y, aparent em ent e, no
recordaba haberse arrast rado por el m uelle con los pies descalzos, desm allando «anchoba» a
la luz roj a del am anecer.
A la niña que nació de su m at rim onio, la baut izó con el nom bre de Aránzazu, com o su
m adre. Pero t odos la conocían por el feo dim inut ivo de Zazu, y él m ism o acabó llam ándola así.
Algo ocurría con aquella chica, algo que él no podía com prender. Un vient o ext raño gem ía en
su pensam ient o. Se escapaba a él, y le dolía dent ro, aún m ás allá del corazón. Al pensar en
su hij a, algo se doblaba, com o los árboles en la t orm ent a, dent ro del pecho de Kepa. Siem pre,
al final de sus int erm inables paseos dom inicales, sus pensam ient os se volvían a ella. No com prendía a su hij a, y aún peor, no osaba com prenderla. Se asía, a veces, a la im agen infant il
de la m uchacha, a sus prim eros años, en busca de un calor huido. «Zazu, de niña, t enía la
cabeza llena de anillas...» Kepa enm udecía, y sent ía a Zazu suya, com o sus m anos, com o sus
m ism os oj os. Pero, a un t iem po, la sabía lej ana, t an dist ant e de su corazón, que nunca podría
llegar hast a ella. A veces, Zazu se parecía a su m adre, alt iva y fría; a veces, Zazu se parecía
a él; al Kepa grosero, m aldicient e, soez, de los prim eros años. Zazu t enía una línea brut al,
part iéndole la cara, y, en ocasiones, una sonrisa t rist e, una conm ovedora, desam parada, sonrisa de niña. Sin saber por qué, Kepa sent ía hacia ella una desconocida adm iración que no
acert aba a explicarse. Respet aba en Zazu lo que ot ros habrían despreciado. Lo que t al vez
Aránzazu Ant ía hubiera desviado, horrorizada. Había algo en Zazu t an cont radict orio com o su
frialdad y sus repent inas caricias, febriles y hast a fast idiosas, que le obligaban a considerarla
m ucho peor o m ucho m ej or que él. «¡Pobre Zazu, pobre niña, andando sobre el suelo, sus oj os
huidizos, sus oj os llenos de un m iedo pequeño y t rist e! ¡Pobre Zazu, con un dim inut o frío
clavado siem pre en el pecho, com o un crist alit o venenoso! ¡Pobre Zazu, riéndose, con su sonrisa est úpida de arrabal! ¡Pobre Zazu, com o una niña ciega, descalza, en m edio de la
noche! ...» ¡Ah, si pudiera él decirle est o a ella, a alguien, a sí m ism o, t al vez! Ent onces Kepa
se acordaba de cuando él t enía veint e años. Y, absurdam ent e, com o para borrar sus pensam ient os, decía a m edia voz, con un acent o engolado y vacío: «Hem os logrado una j uvent ud
perfect a».
9
CapítuloII
1
Ciert o día llegó un hom bre rubio que despert ó viva curiosidad ent re los habit ant es de
Oiquixa. Aunque, para est o, ciert o es que nunca fue necesaria dem asiada originalidad.
Aquel hom bre arribó en un velero port ugués que t raía carbón para Kepa Devar. Abrazó al
pat rón del barco de m odo que parecían grandes am igos, habló con él en su idiom a, y le pagó
con m uchos billet es, que est uvo ant es cont ando con gran ost ent ación. Después se sent ó sobre
la m alet a, sin hablar con nadie, ni dirigirse a ninguna part e, y se puso a m irar el m ar con sus
oj os verdes y relucient es. Era un hom bre delgado y m uy alt o. Vest ía un t raj e claro, m anchado de hollín y dem asiado grande. Tenía anchos póm ulos gat unos y el cabello lacio, con un brillo casi blanco.
I lé Eroriak se regocij ó cont em plando cóm o el fuert e vient o de la t arde j ugaba con el t raj e
del desconocido com o si fuese una bandera, y con su fino cabello. Tras unos m inut os de descanso y m edit ación, el hom bre se levant ó inesperadam ent e y desapareció por la nacient e
oscuridad de kale Nagusia.
2
En t ant o, libre y feliz con su exigua paga, I lé Eroriak se dirigió al cam ino del faro ruinoso.
En ciert a ocasión, Anderea le dij o que el faro ant iguo y derruido se parecía a él, porque t am bién est aba en m edio de las olas furiosas o acariciant es. Desde ent onces, el m uchacho hablaba a m enudo con las ruinas, con un lenguaj e especial que sólo él ent endía. Aquel at ardecer
en que las golondrinas volaban casi rozando la t ierra, sus pisadas se det uvieron una vez m ás
frent e a la siluet a gris, y se sent ó en el suelo, al borde del est recho cam ino de cem ent o que
se int ernaba en el m ar.
I lé Eroriak se puso a im it ar el grit o de las gaviot as que baj aban al m ar. Una gran paz se
abría en el cielo, sobre su cabeza. Nunca hubiera podido decir por qué era feliz. Ni siquiera lo
sabía. Su voz sonaba ent recort ada, velada, t ím ida y fant ást ica com o él. Nadie hubiera ent endido por qué decía: «Ya viene el caballo», cuando m iraba at ent am ent e el borde blanco de las
olas que se encrespaban en t orno al faro. Nadie hubiera vist o t am poco aquella m ult it ud de
seres, parecidos t odos a los m uñecos de Anderea, parecidos t odos a las hist orias que Anderea
deslizaba suavem ent e en su im aginación. Él no los t em ía, porque Anderea, su buen am igo, le
dij o que eran am igos suyos. «Orgulloso caballo, no m e das m iedo.» Las m anos de I lé Eroriak,
sus m anos rudas y deform adas, se ext endían hacia el m ar, un m ar ent int ado y espeso, form ando, j unt o a los bordes de cem ent o del cam ino, redondas bocas negras, abiert as, t erribles.
«No m e das m iedo. Acércat e.» I lé m iraba las pequeñas olas, las olas que se perdían apenas
nacidas, t ragadas por la avalancha de los grandes golpes de agua. «¿Por qué no sabéis defenderos? ¡Levant aos, cobardes, creced m ás, m ás, m ás...! » I lé Eroriak reía a carcaj adas, y su risa,
cort ada, sonora, era com o si alguien golpeara una plancha de m et al. «Todos al diablo, por fin.»
Allí est aban los grandes y los pequeños, los débiles y los alt ivos, deshechos en espum a, solam ent e en espum a t ranquila y suave, esponj osa,- en espum a indiferent e y t ranquila, com o si
nunca hubieran exist ido. Llegaba una ola gigant e, con est ruendo, insult ant e. Pero I lé Eroriak
se reía, porque sabía que no t ardaría en est rellarse, vencida y t em blorosa, cont ra las rocas del
acant ilado. Cuando cesó su risa, una pequeña preocupación se apoderó de él. «Dónde est arán
los que grit aban ant es?» Se inclinó sobre el agua, aguzando el oído. ¡Oh, nada, nada se oía
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Pequeño teatro
Ana María Matute
ya, Señor, de aquellos m ist eriosos seres que habían grit ado dent ro de la ola grande! Alguna
frase de Anderea, no del t odo com prendida, llegaba hast a él, com o un vient o, lleno de ecos:
«Quizá sus vagos espírit us, sus espírit us grises, se diluyen en niebla, hacia las nubes, huyendo». I lé im aginó largas colum nas de pequeños seres, pobres seres pint ados, pobres cuerpos
de m ent ira, enlazados en cadena hacia el cielo. Subían com o el hum o, y sus pelucas lacias,
sus pelucas de cáñam o, y de crin, flot aban en el aire com o t rist es banderit as m uert as. I lé
Eroriak suspiró. «¡Si pudiera explicar bien est o a Anderea! » Pero no podía. No podría nunca.
Aunque el anciano fuera el único capaz de escucharle, sin llam arle loco ni borracho. Apart e
Anderea, ¿quién le at endería? ¿A quién podría im port ar lo que él quería decir? «Por ej em plo,
si yo fuera a Kepa y le dij ese: Anda, ve y envía cien lanchas a recoger las olas ant es que se
est rellen, ant es que se vuelvan espum a y escapen aquéllos al cielo: así nunca habrá t orm ent as y podrán los de San Telm o salir a la m ar sin m iedo... ¿qué diría él...? ¡Bah! ¡Nada m e diría!
Porque t iene siem pre ot ras cosas en que pensar, es ciert o. Kepa t endrá la cabeza llena de
caj oncit os, com o la m esa de Anderea, que abre y cierra cuando necesit a. Claro est á que así
nunca olvida nada. ¡Cóm o m e gust aría ser así! Pero, en cam bio, m i cabeza est á enm arañada,
y cuando algo se busca, t odo se pierde dent ro. No puedo coger. una cosa sin llevarm e ot ra
enganchada. Kepa no es así, y por eso, ¿cóm o iba a escucharm e...?»
I lé Eroriak volvió la cabeza. Allí de ent re la brum a, por la part e que unía el cam ino de
cem ent o al puert o, avanzaba una siluet a espigada y lent a. Los azules oj os de I lé Eroriak la
cont em plaron. Era esbelt a, con las piernas desnudas y doradas, a pesar del frío del at ardecer.
La brisa j ugaba con la falda de su vest ido. Cuando llegó a su lado, el chico t uvo que apart arse
para que no t ropezara con él. I lé la m iró fij am ent e, vio su cabeza alt a, su frent e som bría.
Nadie m ás que I lé Eroriak hubiera adivinado su t em blor en aquellos inst ant es. «Tiene m iedo
de m is am igos», se dij o pensando en las figuras de las olas.
Se levant ó y la siguió un t recho, escondiéndose. Hast a que se borró nuevam ent e en el fondo
nebuloso, al confín del est recho sendero. Era Zazu, la hij a de Kepa Devar, una Ant ía. Huían,
grit ando, las gaviot as, y el m ar salpicaba las piernas. I gual que a la hechicera de las farsas de
Anderea.
3
Em pezó a llover m uy débilm ent e, y Zazu llegó al borde del m ar, donde acababa el paseo del
faro. Había allí un banco de piedra y la m uchacha se det uvo. Com o t ant as veces, en el at ardecer húm edo y gris, Zazu iba hast a el fin del cam ino del faro. Por alguna oscura razón que ella
no sabia, que ella casi no se at revía a present ir. Dent ro de su corazón m il galopes la em puj aban al confín del paseo, com o al confín de su est recho m undo. Era el m ism o sent im ient o que
ot ras veces la hizo abandonar aquel lugar, com o en una huida llena de t error. Zazu se det uvo
frent e a las olas, m irando lej anam ent e. Una gran soledad se ceñía ent eram ent e a ella. Era en
aquellos m om ent os cuando Zazu se sabía sola. Sola y pequeña, ext rañam ent e débil y
pequeña, avanzando por ent re las casas de la población m ezquina y gris. Zazu se veía avanzar m enuda, niña, escondiendo las m anos a la espalda. Había un largo t únel en su vida. Un
largo t únel del que huían los páj aros, com o grit os breves y agudos, com o negros grit os disparados, igual que salpicaduras de t int a. Zazu recordaba su infancia en la casa de kale
Nagusia, su casa con aquella larga escalera donde cada peldaño guardaba m aullidos de gat os
invisibles. Aquella casa donde había som bras, y el gran ret rat o de la m adre, al anochecer, daba
m iedo en vez de paz. Zazu venía perseguida hast a allí por agudas risas ant iguas, donde el
m iedo y la soledad se volvían al fin un vient o frío y lent o, que vaciaba despaciosam ent e su
corazón. Toda ella era ent onces un gran hueco, un hueco de deseo desm edido y brut al.
«Siem pre fue igual. Siem pre será igual», se dij o con desalient o. Oiquixa era oscura y llena de
t orcidas calles, en cada una de cuyas esquinas habla risas y lenguas que dest ilaban largos
hilos de m aldad. Palabras dichas en voz queda, en voz chirriant e que perseguía luego, com o
una culpa im borrable. Com o si se quedara grabado en la frent e un pecado com et ido y ya odiado. Zazu est aba presa en Oiquixa, porque Oiquixa era pequeña y ret orcida, porque ella
encont raba en cada peldaño de sus calles, en cada recoveco de sus calles, sus propios pecados. Sus feos pecados, que luego le dolían, com o a una niña pequeña que se cont em pla las
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Pequeño teatro
Ana María Matute
cicat rices de pasadas caídas. Y cuando el corazón est aba m ordido por su arrepent im ient o gris
y blando, habla en Oiquixa una voz lent a y ancha, una gran voz im placable que resonaba en
el hueco de las calles, que rebot aba en las piedras. Y esa voz le recordaba que era dist int a,
que no era com o las ot ras m uchachas, que est aba m arcada por una señal culpable. Y que su
m adre, aquella m adre fant asm al de pureza y lej anía, aquella m adre que era com o un puñado
de nieve en la frent e, se hubiera avergonzado de ella. «Zazu, la hij a de Kepa, la niet a del borracho...» Sí, nunca decían: «Zazu, la hij a de una Ant ía». A pesar de su cabeza erguida, a pesar
de su silencio orgulloso. Zazu se m iró las m anos, sus m anos pequeñas y delgadas, y las
escondió a la espalda, porque alguien dij o una vez que t enia m anos de ladrona. Pero luego las
abrió frent e a sus oj os, se m iró las palm as, infinit am ent e desoladas y vacías. Zazu sabia que
nunca, a pesar de t oda su avidez, a pesar de t oda su glot onería, nunca gozaría de la posesión
de nada. Venían a su m em oria t iem pos prim eros, cuando era una niña que buscaba conchas
en la playa. Ponía ent onces t ant a pasión en ello com o ahora en sus deseos, fugaces y violent os. Cuando encont raba aquellas pequeñas conchas rosadas, aquellas que t enían dent ro el
arco iris y el ruido del m ar, aquellas que eran suaves com o un labio, las ponía en hilera sobre
la arena y las m iraba una a una, celosam ent e, acariciándolas con dedit os nerviosos. Y si algún
niño olvidaba su caj it a de conchas a su lado, si a su alcance encont raba una de aquellas caj it as donde guardaban conchas ot ros niños, ella las robaba. Fuesen de quien fuesen, y est uvieran donde est uvieran. Pero luego, cuando se encont raba a solas en su cuart o, dueña absolut a del t esoro bobo, t odo descendía, t odo se apagaba. La alegría se volvía m elancolía, aburría aquellas conchas y se sent ía m ás llena de am bición que ant es. Las t iraba de nuevo al m ar,
con un raro sent im ient o de despecho. ¡Qué gran vacío se abría ent onces en algún lugar de su
alm a, en algún lugar donde hubiera debido brillar algo, alguna cosa grande y punzant e que
ella no conocía! I gual que ahora. Ahora, que perseguía vanam ent e lo que no sabía. Zazu no
podía ver a los am igos de llé Eroriak. Pero t al vez el m uchacho t uviera razón cuando decía que
les t enía m iedo. Miedo de sus risas, que las salpicaban. Parecía est ar rodeada de carcaj adas
huecas y frías, envolviéndola, aislándola, dent ro de t odas aquellas esperanzas convert idas
prem at uram ent e en recuerdos. Las cosas no se quedaban a su lado. Las cosas huían de ella,
irrem isiblem ent e. Zazu iba a rast ras del am or, con su gran sed, con sus pies descalzos y sus
m anos vacías. Zazu pensaba siem pre en el am or, y nunca había am ado a nadie. El cuerpo de
Zazu era un cuerpo duro y bello, un cuerpo delgado y casi adolescent e, donde la sangre era
com o una oscura línea de fuego, ocult a y siniest ra. Zazu t enía un cuerpo apret ado y sencillo,
un cuerpo ahogadam ent e ceñido a sus cam inos de sangre, com o largos ríos de sed. Zazu t enía
un pequeño cuerpo am argo y t rist e, que la em puj aba dulcem ent e, que la em puj aba fat alm ent e. Ella am aba su delgado cuerpo, fino y oscuro, su cuerpo t ierno y frágil, su cuerpo desoladam ent e vencido. Ella am aba su cuerpo y sent ía piedad por él, com o se apiada uno de los
perros perdidos que gim en en las cunet as, com o se sient e piedad por los grit os de los niños
que sueñan en naufragios. Zazu odiaba su cuerpo, porque era cruel e indiferent e, com o las
palabras de los niños, porque era agudo e hirient e com o los aullidos de los perros. Zazu t enla
el gran dolor de su cuerpo, t al vez no bello, t al vez no dulce, t al vez no un cuerpo de veint e
años, sino un cuerpo ant iguo com o el agua y com o el vient o, com o la t ierra.
Zazu sacudió su cabeza, nerviosa. Deseaba un descanso ancho, lent o, lleno de paz. Un vivir
en blanco, sin ant es y después. Por eso iba a casarse con August o. August o, ant iguo am igo de
la fam ilia Ant ía. August o, hom bre quiet o y ausent e, sin rost ro, sin voz. Zazu sonrió débilm ent e. Desde hacía t iem po era considerada por las gent es de kale Nagusia com o «el escándalo const ant e de Oiquixa». Zazu, en la lengua de t odas las viej as solt eronas, de las viudas y
las huérfanas de los pilot os, en las lenguas ácidas del práct ico del puert o y el delegado de la
Aduana, en las espesas lenguas de los t enderos y los alm acenist as, en cuyos oj os sorprendía
una luj uria ret enida y reprobat iva. Zazu, en la envidia y la curiosidad de las m uchachas vírgenes y cast as, en la m aligna y escandalizada m irada de las hij as del capit án y del int endent e.
Zazu sabía, con un am argo desprecio, que, a pesar de t odo, nada iba nunca a volver la espalda a la hij a de Kepa, el poderoso. Nadie iba a negar aquella am ist ad que t odos buscaban y
ella era la única en rehuir. Solam ent e una cosa la preocupaba: m ant ener aquella su m irada
lim pia, su m irada cándida, su m irada de una pureza dura y fría, com o el alba. Dent ro de. los
oj os de Zazu habla un incom prensible exceso. Dent ro de los oj os de Zazu había dem asiada
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Pequeño teatro
Ana María Matute
infancia y dem asiado hast ío. Las pupilas de Zazu eran de un crist al diáfano, de un crist al sin
fondo, infinit o. A Zazu le preocupaban sus oj os. Le preocupaba su rost ro. Se m iraba m ucho al
espej o. La vida de Zazu t enía grandes lagunas de ocio, y en la casa de aquella t rist e e inhóspit a kale Nagusia, dent ro de la población sofocada de m urm uraciones y recelos, baj o aquel cielo
pesado y densam ent e gris, con part ículas de hollín, de niebla y de conversaciones m alignas,
Zazu se encerraba con su espej o. Miraba su rost ro de piel t ost ada y sus oj os abiert os, donde
los cent ros redondos de las niñas, negros y brillant es com o punt as de alfiler, se fij aban
dolorosam ent e en su propia m irada. Ent onces, Zazu sabia que t odo en ella pudo haber sido
perfect o, y nada lo era. Aquellos oj os grandes, aquellas pupilas doradas, con su densa luz en
espiral, hubieran sido unos herm osos oj os: pero t enía el derecho de dist int o color, m ás claro
que el izquierdo. Su cuerpo flexible, su cuerpo que se doblaba com o la punt a de un cuchillo
afilado, su cuerpo que t enía el t ono dulce de los cast años, de la m iel y de la arcilla húm eda
podía parecer dem asiado delgado, podía parecer, t al vez et ernam ent e, el cuerpo de una niña.
Y su boca, su sonrisa cerrada, sus labios, que t enían el calor suave de la prim era sangre, t enía
a veces la larga curva est úpida, ent reabiert a, t urbia, de las m uj ercillas del puert o.
Cont inuaba lloviendo suavem ent e, con got as casi im palpables. Súbit am ent e, Zazu se volvió
y em prendió el regreso. Sobre el cam ino que la separaba falsam ent e del m undo, era ya noche
cerrada. Sint ió el vient o, golpeando sus m ej illas, t rayendo enlazada una m úsica lej ana y
pegadiza. Algún m arinero borracho t ocaba el acordeón en la cercana t aska. Le llegó ent onces
una voz ebria y t orpe. Pero aquella m elodía, aquel sonido desgarrado, se deslizaba sobre su
piel com o una caricia sabiam ent e lent a.
Cuando se hallaba ya cerca del puert o, t ropezó con un cuerpo m enudo, acurrucado en el
suelo. Zazu le m iró. Era aquel pobrecillo loco que llam aban I lé Eroriak. El m uchacho la m iraba fij am ent e, con sus t ranquilos oj os azules, y la brisa alborot aba sus ásperos cabellos. En el
pecho de Zazu t em blaba aún una larga quej a, ocult a y som bría. Algo com o una envidia dulce,
t ierna, le llenó el corazón a la vist a del m uchacho. I m pulsivam ent e buscó unas m onedas, y
cogiendo una de las ásperas m anos de I lé Eroriak, se la obligó a cerrar con fuerza sobre ellas.
A t ravés de la brisa y de la lluvia suave, su voz se acercó al m uchacho con un raro calor:
- Tom a, para que bebas, para que t e em borraches.
A I lé Eroriak hacía t iem po que las dam as de Oiquixa no le daban lim osna: «No, para que
no t e lo gast es en vino, borracho, holgazán». lié t uvo una alegría breve y aguda. Asint ió luego,
t em eroso, y huyó rápido en dirección a San Telm o.
Del reloj de la t orre llegaron lent as cam panadas, com o ecos perdidos. Zazu reanudó su
cam ino hacia kale Nagusia. Ent onces, al pasar j unt o al m uelle, surgió casi a su lado una figura alt a, desgarbada, que com o una som bra blanquecina cruzó frent e a ella. Era un hom bre,
com o naciendo frent e a sus oj os, ext rañam ent e claro, desde la oscuridad. En aquel m om ent o
volvió a oírse el acordeón y la voz del borracho, rot unda y cercana, saliendo de la puert a dé
la t aska. La figura alt a se det uvo, y Zazu vio que era un hom bre j oven. A la luz del farolillo de
la esquina brillaron los m ás rubios cabellos que viera en su vida. Est aba quiet o, de espaldas a
ella. Sus hom bros se doblaban levem ent e y los finos pelillos de la nuca parecían casi blancos.
La hij a de Kepa le m iró en silencio, con fij eza. El hom bre se inclinaba con adem án indolent e
balanceándose sobre las piernas. Est uvo com o vacilando durant e un t iem po, y luego, inesperadam ent e, se int ernó en las som bras de la calle m ás próxim a, con la rapidez y agilidad de un
duende.
Zazu escuchó las últ im as voces de aquella canción ruda y desgarbada. La brisa t raía olor a
brea, a escam as. A t ravés de la brum a y de las oscuras som bras de la noche nacient e, resalt aban las m anchas claras de los vaporcillos at racados al puert o. Con su m ano lent a, Zazu se
apart ó de la frent e m echones de cabello lacio y húm edo. Una gran lasit ud se esponj aba baj o
su piel. Despacio, con una gran pereza, com o si arrast rase un cansancio ant iguo y ext raño, se
int ernó en kale Nagusia, donde em pezaban a am arillear las prim eras luces.
A los pocos pasos, encont ró a t res m uchachas. Eran hij as de fam ilias acom odadas de
Oiquixa, j ovencit as de m irada inciert a y pequeñas bocas m ovibles, chillonas, com o aguj erillos
m alignos e inocent es. Con sus t rem endas horas vacías, sus largos aburrim ient os de hij as de
kale Nagusia. Dent ro de sus vest idos de colores vivos, com o grit os en el aburrim ient o largo
de las casas confort ables. Dent ro de las t ardes grises y llenas de polvo del dom ingo. Com o
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Pequeño teatro
Ana María Matute
violent os chillidos am arillos, roj os, verdes, en el denso paseo de la m añana, t ras la Misa en
San Pedro. Com o t rist es y lánguidos grit os inút iles, azules, rosa, m alva, en el at ardecer t an
paseado, kale Nagusia arriba, kale Nagusia abaj o. Desgranando palabras, desgranando
pequeñas envidias inocent es, feroces envidias adolescent es, t iernas envidias ignorant es.
Desde el vaho confort able de la casa con luces, con visillos de m alla bordada, con innum erables t apet it os bordados a punt o de cruz, con cuadros que aprisionan páj aros y rosas. Eran
t res m uchachas buenas, acechadas por m aldades y crueldades m onst ruosam ent e pequeñas,
at ravesadas de palabras com o alfileres de cabeza negra, palabras agudas y negras, necias palabras rebosant es de m aligna inocencia.
Cuando est as m uchachas encont raban a Zazu, t oda una fingida am ist ad les subía a los oj os,
se les agolpaba en los pequeños labios nerviosos. En las m ej illas se les encendía un raro calor
que t al vez deseara secret am ent e ser confidencial. Las m uchachas de kale Nagusia m iraban a
Zazu con adm iración y desprecio. El desprecio que les dest ilaban suavem ent e sus m adres,
desde que eran unas niñas pequeñas, cuando corrían de los m uebles a las rodillas del padre
ent re una risa de regocij o fam iliar. Un desprecio que les infilt raban lent am ent e, pacient em ent e, las m adres y las abuelas, con sus viej as hist orias escandalosas, de los raros escándalos ocurridos en Oiquixa. Un desprecio que se leía en los labios apret ados y blancos del padre,
en el ret rat o del viej o abuelo m uert o, con su m arco dorado sobre el piano de caoba. La
adm iración que sent ían las m uchachas de kale Nagusia por Zazu, era una adm iración avergonzada y ocult a, com o se ocult aban los granillos de la pubert ad t ras los polvos blancos y
olorosos. Aquellos polvos con que la m adre les perm it ía cubrir las naricillas brillant es. Los
polvos de las inefables caj as azul y violet a, con un prim oroso lazo pint ado en la t apa. Las
ent ernecedoras caj as de polvos que se vendían en la Gran Droguería de Arresu Herm anos,
donde t odo olía, desde los m ost radores hast a los guardapolvos de los dependient es, a perfum ados polvos blancos de t ocador. Las m uchachas de kale Nagusia odiaban a Zazu porque
Zazu era diferent e, porque Zazu no despreciaba ni t em ía ni buscaba am ist ades. Ni parecía
escuchar las palabras ni el escándalo. La odiaban porque sabia t odo lo prohibido, lo t em ido y
esperado, lo adivinado t ras m il confusos velos. Velos bordados con páj aros, m ariposas y
grandes soles. Bordados que ocult aban el brillo de la calle y la brum a del puert o. Zazu no era
com o ellas ni era com o las pescadoras ni era com o aquellas m uj ercillas que esperaban la arribada de los barcos. Odiaban a Zazu porque era fea, porque no cubría granillos ni espinillas con
polvos de t ocador. La odiaban por su piel oscura y t ersa, porque era fea e iba a casarse con
el m ej or part ido de Oiquixa, porque no quiso a ninguno de aquellos novios que ellas habían
acept ado. Porque sabían que, t ras los labios apret ados de los severos hom bres de kale
Nagusia, con sus duros cuellos envarados baj o el sol poco piadoso del dom ingo; t ras aquellos
m udos labios que reprochaban a la hij a de Kepa, había un brillo de fuego, fuego negro y
ret enido, fuego t rist e de su débil condición de hom bres, cuando m iraban a Zazu, cuando condenaban a Zazu.
Aquellas t res m uchachas det uvieron a la hij a de Kepa, con absurdas alegrías deseosas de
rom per la m onot onía de la calle. Hablaban de un forast ero.
- Ha desem barcado est a t arde. Es alt o y rubio. No dirás dónde fue...
Zazu las m iró quiet am ent e. Sus oj os, grandes y fríos, que a veces t enían una rara pureza
est úpida, helaban los ent usiasm os de las t res m uchachas. Zazu se encogió de hom bros:
- ¿Cóm o voy a saberlo?
A Zazu le m ort ificaba verse m ezclada en las sosas y m alint encionadas conversaciones de
las j óvenes m uchachas de Oiquixa. No t enía ni deseaba am igas. I nt ent ó seguir su cam ino, casi
sin det enerse. Pero Ana Luisa, la hij a del int endent e, la ret uvo por el brazo. Su voz sonó llena
de dulzura, una em palagosa dulzura de arrope guardado en t arro de crist al, dent ro de pulcra
alacena. Toda su voz, y su m irada, olían y sabían a m erm eladas caseras, en cuya secret a perfección est aba iniciada por una m adre gruesa, bien alim ent ada y en ot ro t iem po herm osa.
- No t e vayas - dij o Ana Luisa- . Escucha... Es un hom bre m uy guapo. Y, adem ás, se ha dirigido al Hot el...
En Oiquixa exist ían pequeñas fondas, hot elillos de cuart a cat egoría, donde paraban los viaj ant es de perfum es y m ercería. «El Hot el» era, indefect iblem ent e, el de Kepa Devar. El gran
despilfarro, el luj o, el orgullo vano de la población. Zazu sonrió débilm ent e. «¡Cuánt o rencor
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Pequeño teatro
Ana María Matute
hay en vuest ras palabras! Vuest ros oj os brillan con despecho, y sois j óvenes, lindas, a pesar
de vuest ros vest idos chillones y vuest ra profusión de rizos. Tenéis m iedo de m í, os avergonzáis
de m í, os acercáis a m í con vuest ra curiosidad m alsana, que no com prendo. Tenéis m iedo de
m í, es ciert o, y sois m ás herm osas que yo. Nunca os ent enderé, nunca com prenderé vuest ras
pequeñas envidias ni vuest ras vanidades, vuest ros recelos y vuest ra t ernura. Nunca sabré
nada de vosot ras, y a pesar de t odo m e duele, m e duele por algo ocult o que llevo en el pecho
y que no m e dej a reír.»
- No t ardarás en conocerle, seguram ent e - seguía diciendo Ana Luisa con sus oj os abiert os
por una inocencia provocada.
«I nt ent a avergonzarm e. Quiere decir m uchas cosas, y no se at reve. Quisiera que sus palabras est uvieran cargadas de int ención, y, sin em bargo, lo negaría ant e sí m ism a. No sé qué
es lo que m e envidiáis, pero yo sé que, a veces, quisierais ser por unos m om ent os com o yo.»
Zazu saludó levem ent e, alej ándose. «Sois bonit as, honest as, y a veces parece que desearais
dej ar de serlo, que desearais veros a vosot ras m ism as desde una cum bre, com o se m ira un
largo río o un cam ino.» Zazu sint ió el blando peso de la m elena, lacia, sobre los hom bros. Ella
no se rizaba el cabello, que caía liso, suave, j unt o a su cuello. Llevaba casi siem pre el m ism o
vest ido, de un gris azul m uy pálido, sencillo. Tal vez lo que realm ent e envidiaban aquellas
m uchachas era la línea lim pia, rot unda y sin t ropiezos, de su siluet a. Aquella línea pura que
podía seguirse en t odo su cont orno, aquella línea fría y dura, sin concesiones. Tam bién su
silencio, su indiferencia, dolía com o aquella línea ent era, inquebrant able. Ana Luisa y las ot ras
dos m uchachas se volvieron para verla alej arse. La barbilla levant ada, indóm it a, y aquel
ext raño peso que daba solidez al cuerpo delgado de la hij a de Kepa, les hizo pensar: «¡Cóm o
se parece a su padre! ».
- No sé cóm o puede gust ar esa chica. Es fea.
Lore, la hij a del capit án, baj ó los oj os y m urm uró:
- No lo com prendo.
Por unos inst ant es, guardaron silencio. La voz de Ana Luisa se hizo de pront o brusca y
chillona:
- ¡Con sus oj os de dist int o color y su boca t an grande! ¿Os habéis fij ado en sus m anos? ¡Bien
procura esconderlas! - Una risit a, parecida al chirriar de los goznes m ohosos, curvó sus labios- .
Pero lo que ocurre, t odas lo sabem os.
Las t res se m iraron significat ivam ent e, con oj os súbit am ent e brillant es. Lore, que era t ím ida, se ruborizó.
- No lo com prendo - volvió a decir.
4
La casa de Kepa era grande y cuadrada, con el j ardín descuidado cercado por una alt a verj a
negra. Cuando Zazu penet ró en el vest íbulo, débilm ent e alum brado, sint ió caer sobre sus hom bros la gran soledad y el silencio que invadían aquella casa. «Es dem asiado grande - pensó
confusam ent e- . Dem asiado oscura, con dem asiados rincones y una escalera at roz. Yo no am o
est a casa. Es com o un enorm e fant asm a, el fant asm a de algo que yo no he conocido, y, sin
em bargo, est oy padeciendo. Com o el fant asm a de alguna gran desgracia, de algún deseo
frust rado. Alguien est á m irando siem pre hacia m í, desde t odos los ángulos. Lo sé desde que
era pequeña y no m e at revía a m irar a m i espalda, en los lugares oscuros. Yo no am o est a
casa.»
Sent íase cansada y nerviosa. Subiría en silencio la escalera y, sin que nadie la viera, se
acost aría y dorm iría largam ent e. No quería ver a su padre. En aquellos m om ent os de depresión, la presencia y la conversación de Kepa se le hacían especialm ent e int olerables. La angust iaba la perspect iva de la cena, solos padre e hij a, con una inconfundible, si no t rist eza, sí una
falt a de alegría absolut a. Con un vacío ancho, crecient e, rodeándolos a los dos, llenando sus
largos silencios. Ant es de subir, Zazu se volvió a m irar el gran ret rat o de su m adre. No sabía
por qué, siem pre, ant es de ret irarse a su habit ación, m iraba el ret rat o de Aránzazu Ant fa. La
cara y las m anos de su m adre parecían t res borrones blancos sobre el fondo oscuro del cuadro,
en la penum bra del vest íbulo. Su padre am aba aquel ret rat o. Lo am aba con algo de las viej as
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Pequeño teatro
Ana María Matute
superst iciones de San Telm o, con algo que recordaba las viej as hist orias de m agia, las t rist es
leyendas de enam orados. Zazu le había sorprendido m ás de una vez hablando con el ret rat o
de su m uj er m uert a. Ent onces, al verse descubiert o, Kepa enroj ecía y se avergonzaba com o
un niño pequeño.
Ext rañam ent e, com o nunca se hubiera at revido a hacer en vida de ella, Kepa se gozaba
com unicando a aquella im agen cada uno de sus t riunfos, cada t rist eza, cada una de sus
efím eras alegrías. La t rist eza grande, la gran soledad de su vida no cont aban en aquellos
m om ent os. Kepa le com unicaba sus pequeñas cuit as, sus leves am arguras y sus buenas
operaciones, com o j am ás hizo cuando ella vivía. Kepa poseía en aquel cuadro una pequeña,
superficial felicidad, que arraigaba con m ás fuerza en su corazón a m edida que iba haciéndose
viej o. La m uj er del cuadro era una oyent e m uda, at ent a, com prensiva y dulce. Una Aránzazu
Ant ía t al com o la forj ara en su im aginación, t al com o la soñara, que aún no t uvo t iem po de
desilusionarle. Allí, en el cuadro, est aba com o él la hubiera querido.
I nst int ivam ent e, Zazu sabía t odas est as cosas. Tal vez las envidiaba, secret am ent e. «Todas
las cosas, sost eniéndose sobre una ridícula ilusión. Todas las cosas, com o pisando arena, com o
resbalando siem pre, por una pendient e m oj ada, hacia un lugar hondo, negro, que t em o y no
conozco.» Zazu subía lent am ent e la escalera, y los peldaños, a veces, gem ían blandam ent e.
Por la abiert a vent ana de su habit ación ent raba un cielo verde claro, cargado de brisa. La
m irada de Zazu recorrió con hast ío la habit ación, en donde las paredes parecían de pront o
im pregnadas de un ext raño fulgor húm edo, com o rocío. Nacía ya la prim avera, pero se
est rem eció. Sobre una m esit a, el ret rat o de August o, su prom et ido, la m iraba est úpidam ent e,
con aquella sonrisa dedicada al fot ógrafo, que t ant o la irrit aba. Zazu lo t om ó en la m ano y
acercó su rost ro al de él. Era un hom bre de unos cuarent a años, capit án de m arina m ercant e.
No lo había vist o en su vida, pero era una boda m uy convenient e, dispuest a por su t ía Eskarne
Ant ía. Sus viej as t ías deseaban casarla rápidam ent e, alej arla de Oiquixa y la m urm uración.
Zazu sonrió pensando en ellas, en su odio secret o e ignorado, celoso guardián de la fam ilia.
La odiaban por su vida, por sus baj os inst int os de m uchacha arrabalera, pero j am ás lo hubieran confesado, porque, a pesar de t odo, ella era la hij a de una Ant ía. A Zazu le era indiferent e
aquel m at rim onio, com o le era indiferent e t odo lo aj eno a su vida int erna, oscura y abrasada.
«Nunca se preocupó nadie de m i corazón. Mi corazón y yo crecim os ext rañam ent e, dent ro de
un m undo frío y dist ant e. Yo he ido buscando siem pre algo, y no sé qué he buscado. Alguna
cosa m e grit a m i corazón, a veces, y yo no sé qué es.» Ella ent regaba su cuerpo fácil, iba
det rás de su cuerpo fácil, con su alm a difícil y dist ant e. Con su alm a asom ada det rás de la
vida, porque no veía nunca lo que habla al ot ro lado de las cosas. « Mi cuerpo lleno de secret os, que, al fin, no sabe nunca decirm e nada. Mi pobre cuerpo equivocado y t rist e, com o un
grit o en la noche, la inm ensa noche que asust a a los niños, esconde a los páj aros y abre
nuevos vacíos debaj o de m is pies. Mi pobre corazón, com o una lám para ent errada.» Zazu dej ó
de nuevo el ret rat o de August o. Se casarían en ot oño. I m aginó rápidam ent e su vida después
del m at rim onio. «La m uj er del m arido debe...» Las palabras aleccionadoras de su t ía Eskarne
volaban com o palom as lacias, cansadas, j unt o a sus sienes. Zazu im aginó veladam ent e la casa
de piedra gris, con sus vent anas cubiert as de gruesos visillos, con sus prim orosas sábanas
bordadas, con su olor a café y especias, donde viviría, j unt o a la m adre de su m arido. Una
casa sin j ardín, en una larga calle ilum inada por am arillos faroles. En una pequeña ciudad
cost era, nada dist int a de la propia Oiquixa. «Largos paseos al at ardecer, com idas pesadas,
rosario vespert ino, y m eses, m eses, m eses de espera. El vient re abult ado, la nariz afilada, la
sonrisa cansada. Hij o t ras hij o, labores de punt o, t raj ecit os de m arinero, envasar t om at es en
bot ellas de vidrio verde, un viaj e a la ciudad para com prar t elas y ver una función de t eat ro o
escuchar un conciert o. Meses, m eses y m eses de espera. Cart as a la fam ilia, visit as de Kepa,
m urm ullo de crit icas y chism orreo. Grit os de niños, m alas caras de criadas y el t aconeo irrit able de su suegra por el ancho piso de m adera. Bueno. Da igual. Todo da igual ya.» Zazu se
encogió levem ent e de hom bros. Se volvió a m irar al espej o, y halló su rost ro quiet o, m oreno,
t erso. No había sido nunca buena. Al m enos, t al com o ent endían la bondad en Oiquixa. Poco
piadosa, huraña, y, en la int im idad, de lengua soez. Sin dej ar de m irarse, Zazu encendió la
lám para y ent re las m anos se le prendió un fulgor roj izo, cálido y herm oso. La dej ó sobre la
m esa, y se acercó m ás al espej o. El cabello oscuro, liso y brillant e, caía con sedosa languidez
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Pequeño teatro
Ana María Matute
sobre sus hom bros bronceados. Zazu vio la som bra de sus pest añas, alargándose hacia los
póm ulos. Pensó que Ana Luisa la llam aba fea. No podía olvidar cóm o Zazu dest ruía a m enudo
los am ores t ím idos e insípidos de ella y sus am igas. Hacía t iem po, Zazu se había divert ido con
ello. Ahora, t odo le parecía igualm ent e est úpido y absurdo. «Dalo m ism o. Todo da, al fin, lo
m ism o.» Una gran fat iga, precoz y am arga la invadía. No recordaba ni el nom bre ni la voz, ni
el rost ro ni la pasión de ninguno de aquellos que habían sido sus am ant es, fugaces y breves,
com o el llegar y part ir de los barcos. No sent ía ni am or ni nost algia por ninguno de ellos, ni
por ningún t iem po huido. Y, sin em bargo, su corazón est aba lleno de añoranzas ext rañas,
húm edas y dulces. «Nada im port a. Todo da igual, al fin.» Zazu apagó la lám para. Y de nuevo
el cielo, pálido y verde, se adueñó suavem ent e del cont orno de los m uebles. De t oda la
pequeña noche de la habit ación.
5
Mucho m ás t arde, cuando la luna at ravesaba la m asa gris de la neblina, I lé Eroriak pasó
j unt o al Gran Hot el Devar y vio luz en el prim er piso. Las vent anas daban a una t erracilla
pequeña. lié Eroriak no lo pensó m ás de m edio m inut o, y poco t rabaj o cost ó a su desm edrada figura t repar hast a ella. La oscuridad le envolvía, prot ect ora, y de punt illas, se acercó a la
crist alera del balcón. De est e m odo pudo ver a aquel ser que poco ant es excit ara su im aginación. Al igual que la hij a de Kepa, t am poco él vio nunca cabellos t an rubios sobre piel t an
m orena. Por eso, cuando le vio sent ado rígidam ent e, m oj ado aún y brillant e por la ducha, con
las m anos sobre las rodillas, acudió a su recuerdo una figurilla de barro m odelada por Anderea,
a la que el anciano llam aba «Arbaces». Era m uy ext raño el forast ero. ¿Por qué perm anecía así,
inm óvil com o un m uñeco de m adera? El cabello se le ceñía pegado a las sienes, húm edo, com o
un casco dorado, y el agua se deslizaba en got as brillant es, t em blorosas, por sus sienes. Con
un m iedo inst int ivo y ant iguo, lié cont em pló los oj os del forast ero, verdes com o los de los bruj os de la farsa, alargados y fosforescent es com o los de los gat os encant ados, baj o las cej as
oblicuas y plat eadas. lié se est rem eció. «Tal vez sea un m ago, un bruj o, un m al espírit u.»
Aquellos oj os le recordaban los fuegos fat uos que a veces viera durant e la noche, al pasar
j unt o al cem ent erio del cam ino. Por un inst ant e, en la im aginación de lié Eroriak, se fundieron
Arbaces, las hist orias de aparecidos y los hechiceros de las com ediet as de Anderea. Las figuras del m ar y los m uñecos olvidados del est ant e, con sus sonrisas rot as. Se cubrió la cara
con las m anos.
Cuando t ím idam ent e volvió a m irar a t ravés de los dedos, el t em eroso encant o que le t enía
hechizado se esfum ó. Aquel m ist erioso m uñeco de los oj os alargados sé ponía un pij am a
dest eñido, que t enía los codos rot os. Apagaba la luz, y se m et ía en la cam a, com o un hom bre
cualquiera.
17
Capítulo III
1
El viej o Anderea barnizaba la sonrient e cara de Arlequín. Un rayo de sol at ravesaba la
claraboya y acariciaba las expert as ruanos del anciano. I lé Eroriak, inclinado j unt o a él, m iraba t rabaj ar a st I am igo m ient ras le explicaba lo que vio la noche ant erior:
- Y él no podía verm e. Tiene cara de gat o, y adem ás, se parece a Arbaces. Hizo cosas raras:
se quedaba quiet o y m iraba a la pared com o si viese algo. Pero no había nada. Luego se acost ó
y apagó la luz. Aunque est aba a oscuras, yo le vi golpearse la barbilla, y hablaba solo, a grit os.
Anderea pasaba el pincel sobre la cara del m uñeco en silencio, con una leve sonrisa.
- Dim e - pregunt ó- . ¿Por qué razón subist e hast a la vent ana del hot el?
I lé Eroriak se encogió de hom bros.
- ¡Bah! ... Est aba cont ent o. Adem ás, nunca había venido a Oiquixa nadie com o él. Lo t raj o el
m ar y puede que sea... com o en aquella hist oria que t ú cont abas: puede que sea...
- Est uvist e bebiendo - le cort ó el anciano.
I lé Eroriak parpadeó.
- Pues sí dij o- . Claro que sí. Fui a la t aska de kale Mari. La hij a de Kepa m e dio dinero.
Anderea le m iró.
- ¿Recuerdas cóm o se reían de t i los pescadores de kale Mar¡? - dij o, con su voz suave y
em polvada- . No debes perm it irles que hagan de t i su m uñeco.
I lé quedó perplej o.
- Bueno - exclam ó- . Ella dij o eso. Dij o: «Para que bebas. Para que t e em borraches». ¡No
dicen eso las ot ras!
- Colom bina es est úpida y falsa explicó Anderea- . ¡Cuánt as veces, I lé, lo hem os vist o en el
t eat ro!
I lé salió de allí, encam inándose a la playa. Ni un solo día dej aba de acudir a ella, aunque
fuese por breves inst ant es. En ciert o m odo, aquél era su verdadero hogar, donde m ás a su
gust o y t ranquilam ent e se encont raba. Dobló el cam ino del acant ilado y baj ó a la pequeña
ensenada de San Mart ín. Las rocas eran allí de un color m uy oscuro, y la arena suave com o
harina. Una fuert e brisa cargada de olores int ensos, ext raños olores de cosas podridas, erizó
su piel. Era com o un incienso recargado, del agua negra y fosforescent e en anchos círculos
hacia lo hondo. Era un agua dist int a, que dej aba en los bordes m ansos de la arena ext raños
obj et os deform ados, pequeñas form as m ist eriosas de color verdusco, que nadie se explicaba.
Cast illos dim inut os, cráneos de enanos, j arrit as, virgencillas con su lám para, buques fabulosos. Todo cabía dent ro de la m ano. El agua era siniest ra y dulce allí. Lam ía y chupaba, com o
una inm ensa sanguij uela, absorbía y rechazaba, en un j uego enorm e y ext raño, que no se
ent endía bien, pero que at raía, fascinaba. I lé se t um bó en el suelo, y em pezó a revolcarse
ent re la arena, con una alegría dura y anim al, excesiva. Sobre su cabeza cruzaba y erraba una
gaviot a grande, pesada, con vuelo baj o. Sus penet rant es chillidos resonaban en las cuevas
cercanas del acant ilado. I lé Eroriak la am enazó con el puño, ent re grandes carcaj adas.
«¡Tont a, loca! » Quería a las gaviot as, t al vez por ser los únicos seres a quienes se at revía a
insult ar. A int ervalos, cogía grandes puñados de arena y los t iraba al aire, hast a que volvía a
caer, leve y dulce, con un t act o seco, sobre su propio rost ro. Tenían razón los que decían que
era un vagabundo holgazán, al que era inút il socorrer. I lé reía a grandes carcaj adas.
I nesperadam ent e, una voz sonó a su espalda:
18
Pequeño teatro
Ana María Matute
- ¿Por qué t e ríes?
I lé Erort ak no t uvo t iem po de levant arse. Est upefact o, t endido en la arena com o est aba,
volvió la cabeza y vio avanzar hacia él al m ist erioso hom bre del hot el.
- ¿Por qué diablos t e ríes? - repit ió el hom bre. Tenía una voz sonora, hueca, com o cuando él
hablaba solo dent ro de las cuevas. I lé Eroriak det uvo t odo su cuerpo t em erosam ent e.
- No lo sé - balbuceó.
El hom bre rubio había llegado a su lado. Llevaba un periódico en la m ano, doblado por la
m it ad. Se sent ó en la arena.
- Magnífica sencillez - añadió, con un am plio adem án en el que el periódico t razó un arco en
el aire- . Es herm oso oír decir a una criat ura de Dios: «No lo sé».
Aquella voz era bella, densa y enfát ica. I lé dudaba si redoblar sus carcaj adas, al escucharla, o huir. Ant e aquella voz se sent ía una rara com ezón, o de echarse a reír o de gran
desasosiego.
- ¿Por qué m e espiabas anoche? - pregunt ó bruscam ent e.
I lé Eroriak se sobresalt ó. «Ahora querrá golpearm e, com o t odos. Siem pre m e quieren golpear t odos. Querrá vengarse, porque a lo m ej or he hecho algo m alo. Siem pre es lo m ism o.»
I nt ent ó levant arse de un salt o y huir. Pero, rápidam ent e, el forast ero le suj et ó la cabeza,
apret ándola cont ra la arena. Su m ano era dura, grande.
- ¿Yo... espiar? ¡Bah!
I lé Eroriak sent ía un leve t em blor en la voz.
- ¿Quién creerás que soy? - dij o el forast ero- . ¿Qué t e figuras ver en m í? ¿Por qué t e
em peñas en elevarm e sobre t u cabeza, m ás allá de las nubes? ¡Ah, pobre m uchacho!
I lé se revolvió con rabia t em blorosa, int ent ando desasirse. Tuvo t ent aciones de m orderle la
m uñeca, pero se cont uvo prudent em ent e.
- ¡Yo no m e figuro nada! chilló- . ¡No creo nada!
Pero el ot ro cont inuó com o si no le oyera:
- ¿Por qué m e haces t u dios?
- ¡No eres m i dios! ¡No eres m i dios! ¡Déj am e!
- ¡Ah, eso m e gust a!
El forast ero cam bió de t ono, y le solt ó. I lé se sent ó, frot ándose la nuca, pero sin at reverse
a huir.
- Oye, m uchacho - dij o el forast ero, inclinándose hacia él. Hablaba ahora con voz llena de
dulzura, t al vez de una ext raña t rist eza que, realm ent e, result aba fuera de lugar- . Yo sólo
deseo ser t u am igo. No quisiera hacert e daño. ¡Oh, no! Nada m ás lej os de m í que hacert e
daño.
I lé Eroriak le m iró de reoj o. El forast ero hablaba seriam ent e, com o nadie le había hablado
nunca, a lo que no est aba acost um brado. «Est o se acabará m al», se dij o.
- Deseo ser t u am igo - repit ió el hom bre rubio. Asint ió varias veces con la cabeza, com o
deseando convencerse a si m ism o. Y añadió reflexivam ent e- : SI , eso es. Tú eres libre, eres
feliz. Solam ent e el que es com o t ú, el que nada desea, es aut ént icam ent e dueño de su vida.
Bueno, eso est á bien claro.
I lé Eroriak le m iró con curiosidad. «Acabará m al. Seguro. Va a pegarm e o querrá que robe
algo para él. Bueno. A lo m ej or t odo va bien.»
- ¿Cóm o t e llam as? - pregunt ó el hom bre rubio, súbit am ent e. Pasaba con gran rapidez y facilidad del t ono t ierno y m elancólico al brusco, im pacient e y aut orit ario.
- I lé Eroriak - dij o el chico. Em pezaba a sent irse m ás seguro.
El forast ero sonrió y dij o:
- ¡Dios, Dios! ¡I lé Eroriak! ¡Cuánt a envidia despiert as en m í!
- ¿Envidia?
- Sí, así es m i m iserable corazón. ¡Si yo t uviera t u fe!
- ¿Fe...? - em pezó a pregunt ar I lé, confuso. Sus cej as se cont raían en un ardient e deseo por
com prender. La m úsica de aquel lenguaj e absurdo, de aquella voz arm oniosa, dej aba en suspenso su alm a. Em pezaba a adueñarse lent am ent e de él. Era com o si una lum inosidad lent a
y sabia fuera bañando poco a poco su m ent e.
- ¿No es ciert o que nadie hay m ás feliz que t ú? - cont inuó el hom bre del hot el- . ¿Acaso no
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Pequeño teatro
Ana María Matute
aciert o? Nat uralm ent e, t ú no puedes apreciarlo. Eso es bien ciert o. En la inconsciencia est á el
secret o. ¡Ah, hom bre, niño, quisiera ser com o t ú!
De pront o, I lé Eroriak t uvo m iedo. Rápido, se levant ó y em prendió una veloz carrera por la
arena. Pero aquel hom bre corría t an ágilm ent e, que no t ardó en alcanzarle. Le suj et ó con
fuerza por un brazo.
- ¿Es que no vam os a ser am igos? - le grit ó, j adeant e.
- Ya t engo am igo - dij o I lé, desprendiéndose de un m anot azo.
- No im port a: ahora t endrás dos. Com erem os j unt os, beberem os, cant arem os alegres canciones... ¿No sabes t ú alegres canciones? Y, adem ás, saldrem os a la m ar en una lanchit a.
I lé le m iró con desconfianza.
- ¿Saldrem os a la m ar? ¿Com o ellos?
Ellos eran los pescadores, a los que siem pre veía part ir, con envidia, porque a él no le quería
nadie en su em barcación. Los de San Telm o eran superst iciosos, y lo consideraban de m al
agüero en sus em barcaciones. Los pescadores, para I lé, eran unos seres casi m ít icos, agigant ados y poet izados dolorosam ent e por su im aginación. La m ism a crueldad con que era t rat ado por ellos le hacía adm irarlos m ás.
- Sí, com o t ú quieras - se apresuró a adm it ir el hom bre- . Lo prom et o. Pero has de ser am igo
m ío. Quisiera aprender a vivir com o t ú. ¿Me com prendes acaso?
- No.
- En fin, es est o lo que yo deseo decirt e: serem os buenos cam aradas.
I lé reflexionó un inst ant e.
- Sí - dij o al fin.
Ent onces, el hom bre del hot el le pasó el brazo por los hom bros, y, com o dos herm anos,
según su expresión, se encam inaron al puert o.
Desde aquel m om ent o, el hom bre rubio río cesó de hablar. Hablaba, hablaba y decía cosas
ext rañas y lej anas, absurdas y t iernas cosas, huecas e incom prensibles cosas, con voz que a
veces era la voz de un raro am igo, y ot ras recelosa o am arga. Decía cosas dist ant es, que uno
no alcanzaría nunca. Cosas que a nadie int eresaban y cosas que at ravesaban el corazón, aun
sin ent enderlas. Com o, por ej em plo, cuando decía: «Y nos irem os, nos irem os, yo lo prom et o, I lé Eroriak». Pero I lé Eroriak sólo ent endió claram ent e que le darla de com er, que t enla una
m ala opinión de sí m ism o - una dulcísim a m ala opinión de sí m ism o- , que era feliz escuchando su propia voz y que se llam aba Marco.
At ardecía cuando ent raron j unt os en una t aska del m uelle. Olla fuert em ent e a anchoas y a
brea. Las paredes est aban m anchadas de vino, y las m esas y el m ost rador de m adera hinchados por la hum edad. Los oj os de I lé Eroriak resplandecieron y vibraron las alet as de su
nariz.
- ¿Qué t e apet ece? - pregunt ó Marco, con un elegant e gest o de su m ano.
I lé Eroriak enroj eció y se encogió de hom bros.
La dueña de la t aska salió de su est upefacción, para chillar, ent re risas:
- ¿A él va a pregunt ar? ¡Tripas de anchoba, si puede, suele com er ése!
Marco la m iró con exagerado desdén. Escupió en el suelo y salió de allí. I lé Eroriak le siguió, desorient ado.
- ¡Hipócrit a bruj a! decía Marco- . Cuando seas un gran personaj e, se arrodillará y t e besará
los pies.
- ¡Pero si no im port a! dij o I lé- . ¡A m í no m e im port a lo que ésa dice! ... Todo el m undo...
Marco había desplegado el periódico ant e su rost ro y fingía leer. Era un periódico de fecha
m uy at rasada, escrit o en una lengua ext ranj era. Levant ó al fin los oj os por encim a del papel
y m iró a I lé con gran dulzura.
- Sí. Ya sé que no pueden hacert e daño - dij o- . No pueden herirt e sus palabras, porque est ás
por encim a de su aprecio o de su desprecio. ¡Pero yo no! ¡Yo sí soy sensible a la m ezquindad
de un gest o host il! ¡Yo sí! ... ¡Ah, bien, I lé Eroriak, am igo m ío, herm ano m ío, cuánt as cosas
has de enseñarm e!
- ¿Yo, qué...? ¡Yo no sé!
- Tú eres la sabiduría.
- Dij ist e que m e darías de com er...
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Pequeño teatro
Ana María Matute
Ent onces, el hom bre rubio lo llevó al Gran Hot el Devar, donde, una vez, est uvo el rey.
El gran com edor est aba desiert o, con sus m ant eles blancos y olorosos, con sus rígidas sillas de caoba, est rechas y t rist es baj o las grandes lám paras de crist al. Todos, desde el m aît re
al cocinero, habían sido avisados rápidam ent e, para vest ir sus uniform es y ent rar en escena
para aquel único huésped, el hom bre rubio que decía Ham arse Marco. Todos parecían disim ular un largo bost ezo, com o si hast a aquel m om ent o hubieran sido m uñecos dorm it ando en el
fondo de un caj ón, y alguien - el gran Kepa- hubiera t irado bruscam ent e de sus hilos. Todos
t enían profesiones dist int as en Oiquixa, durant e el invierno. Solam ent e cuando llegaba el verano y la pequeña población se llenaba de forast eros, que t om aban baños de m ar y sorbían
lim onada helada en la t erraza del Gran Hot el, aquella legión de m uñequillos con cara de sust o
y cabellos siem pre recién peinados, ent raba en acción. Todo est o lo sabia I lé Eroriak, y por
eso, al verlos en m ovim ient o, con sus caras que parecían em polvadas, sus m oj ados cabellos,
y sus m anos t orpes y obsequiosas, t uvo m iedo.
- ¡No quiero aquí! ¡Vám onos de aquí! - dij o, escondiéndose t ras la espalda de Marco.
- ¡Oh, Dios del Cielo! - exclam ó el hom bre rubio- . Alm a sencilla y bendit a, ¡qué gran t orpeza
la m ía! ¿Cóm o no lo he com prendido ant es?! Est á bien claro: soy yo quien debe ir a t i, y no
arrast rart e det rás de m í.
Le apret ó la m ano fuert em ent e, y salieron de allí, m ient ras exclam aba con grandes
dem ost raciones: «¡Qué gran lección, qué gran lección! ».
Tuvieron que irse a un oscuro figón del barrio de San Telm o, donde I lé Eroriak, de rodillas
sobre un banco, inclinado sobre la m esa, pudo hundir la cara, con gran placer, en una
hum eant e cazuela de barro. Únicam ent e ent onces, cuando su est óm ago quedó t an lleno com o
hacía m ucho t iem po no recordaba, y un ext raño sopor fue invadiendo t odo su cuerpo y nublando su m ent e, I lé apoyó la frent e sobre una de las delgadas y m orenas m anos de Marco.
Sus oj os est aban húm edos de grat it ud. Una exalt ada y ext raña grat it ud que nunca le inspirara
su viej o am igo Anderea. Pero Anderea no hablaba t an m aravillosam ent e confuso com o el
forast ero, ni le prom et ía un porvenir t an ext raordinario. I lé no sabia si realm ent e deseaba lo
que prom et ía Marco, pero desde aquel punt o y hora lo creyó necesario y herm oso. Dij o que
recorrerían el m undo j unt os, «a t ravés de t ierras desoladas y ciudades populosas, com o dioses vagabundos que se ríen de la hum anidad». I lé le escuchaba perplej o.
Nunca oyó a nadie, ni siquiera en las fam osas farsas y com ediet as de Anderea, decir cosas
parecidas. «Som os herm anos», decía Marco repet idam ent e. Al fin, agit ando el viej o periódico
de grandes páginas am arillent as, frent e a los oj os de I lé, exclam ó:
- Serem os dos buenos cam aradas, que part irán su pan y dorm irán, hom bro con hom bro,
baj o las est rellas. ¡Ést a es la única verdad! Cam inar a lo largo de t odos los cam inos, sin rum bo,
sin que nadie lim it e ni det enga nuest ro horizont e. Eso es: dorm ir, cuando se cierren nuest ros
oj os, y am ar, cuando sea necesario am ar. ¡Treint a años, t reint a endem oniados años he t ardado en com prender est o!
Habían llegado, andando, hast a las cuevas del acant ilado. Una ráfaga de vient o arrebat ó el
periódico de m anos de Marco y lo arrast ró lej os. Am arillent o, desangelado, parecía un ext raño
y lacio páj aro que errara t orpem ent e a ras del suelo. Marco se sent ó a la ent rada de las
cuevas, y sus palabras se repet ían indefinidam ent e en las ent rañas de la roca, con gran regocij o y com placencia de I lé Eroriak.
Marco, por el cont rario, perm aneció pensat ivo. Sus oj os parecían dos rayit as rabiosam ent e
verdes. De pront o, ocult ó el rost ro ent re las m anos y em pezó a sollozar con violent as sacudidas. I lé le cont em pló, im presionado por ver abat irse al que em pezaba a considerar com o un
dios de oro. En aquel m om ent o, los asom brados oj os de I lé Eroriak observaron por prim era
vez las arrugas del presunt uoso t raj e blanco que llevaba el forast ero. Era un t raj e de cort e
exót ico, y, en t iem pos, t al vez luj oso. Lo suficient e para deslum brar a los habit ant es de
Oiquixa. Sin em bargo, bien m irado de cerca, daba la sensación de t ener m uchos años. Est aba
dado de sí por los codos y rodillas, hast a el punt o de am enazar rom perse de un m om ent o a
ot ro. Tam bién est aba sucio por el borde de las m angas, y j unt o al cuello. Parecía com o si de
pront o se hubiera puest o a proclam ar a grit os sus desperfect os.
El prim er im pulso de I lé Eroriak fue huir de aquella desolación, que le conm ovía en form a
desconocida. Que le adm iraba y repelía a un t iem po. Pero, en lugar de escapar corriendo, se
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Pequeño teatro
Ana María Matute
quedó quiet o, m irándole con oj os t urbados.
Cuando al fin Marco levant ó la cabeza, pudo ver que lloraba sin lágrim as, con los dient es
apret ados y el rost ro cont raído en una m ueca t ragicóm ica.
- ¿Por qué lloras? - le pregunt o I lé.
El forast ero abrió los brazos con desolación.
- ¿Crees acaso que he sido sincero cont igo? - dij o- . ¡Pues no lo soy! ¡No lo soy! ¡Ah, I lé
Eroriak, yo quiero ser com o t ú; pero, haga lo que haga, j am ás lo lograré! Est a convicción es
la que m e aflige. ¡Oh, I lé Eroriak, m uchacho, m i m al es incurable!
Su voz había perdido algo del pat et ism o enfát ico que alucinaba a I lé Eroriak. Pero quizá est a
vez arrancó al corazón del m uchacho algo parecido a la piedad.
- ¡Bah! - dij o- . ¡Pero si vam os a ser buenos am igos! Lo j uro.
Sin em bargo, Marco parecía no oírle. Toda su ant erior locuacidad parecía haber desaparecido, para dar paso a una profunda m elancolía. Tacit urno, t rist e, se parecía aún m ás a Arbaces.
- Es inút il - dij o finalm ent e- . Nada podrá devolverm e el deseo de vivir, el apego a la exist encia. ¿Sabes t ú lo que significa est o? Que est oy m uert o. Soy solam ent e un cadáver que habla
y se m ueve. Algún día t e cont aré m i hist oria. ¡Ah, es una hist oria t an t rist e, t ant o, que hast a
en el cielo llorarán por ella, si exist e el cielo! I lé, ¡si t ú conocieras m i infancia! ... Sí, es t errible t ener que ir invent ándose la vida. De est o, que parece t an ridículo, t an leve, proviene t oda
m i desgracia.
Se calló durant e unos inst ant es. De pront o levant ó la cabeza y dij o:
- De t odos m is m ales t iene la culpa m i m adre. Sí, yo naufragué en su am or, yo m e anulé en
su am or. SI , m i m adre fue despót ica en su am or hacia m í, fue egoíst a, fue t irana. Mi m adre
m e ha conducido a est e lugar sin salida, oscuro y t rist e.
Dudó un m om ent o, y al fin, con adem án fat igado, dej ó caer las m anos sobre las rodillas.
Miró a I lé Eroriak despaciosam ent e y dij o con una pálida sonrisa:
- Vaya, no quiero m ent irt e a t i ¿sabes?... Soy m uy pueril. No es verdad eso que acabo de
decirt e. Mis desdichas no t ienen ni rem ot am ent e nada que ver con m i m adre, a quien ni
siquiera conocí. Nada t iene que ver eso con m i verdadero dolor. ¿Por qué habré hablado de
una m adre? Nada, nada creas.
I lé Eroriak sacudió la cabeza. Se sent ía inquiet o, desasosegado. Todas aquellas palabras, el
hom bre m ism o, est aban m ás allá de su com prensión e int eligencia. Pero espoleaban su
curiosidad, at em orizándole y at rayéndole a un t iem po.
La m area subía y t uvieron que abandonar las cuevas. Ninguno de los dos hablaba. A t odo
est o llegaron las prim eras som bras de la noche, y sus alm as parecían llenarse de m elancolía.
Treparon por la roca, hast a llegar al faro nuevo, en lo alt o del acant ilado, y descendieron luego
por aquellas escalerillas t alladas en la piedra que conducían a la ent rada de San Telm o. Desde
allí, a sus pies, podían cont em plar a Oiquixa, y Marco se det uvo. Ext endió los brazos y grit ó,
con t oda la fuerza de sus pulm ones:
- ¡Oiquixa, Oiquixa, est ás suspendida sobre el m ar, y un día t e precipit arás en las profundidades de su seno! ¡Quisiera presenciar la hora en que se derrum ben t us piedras azules, y rueden, rueden, hast a perderse irrem isiblem ent e en las fauces anhelant es de la bahía!
Al oír aquellas voces dest em pladas, I lé Eroriak em pezó a reírse. Ent onces Marco se volvió
a m irarlo, y de pront o, rom pió a reír él t am bién. Dándole fuert es golpes a la espalda, grit aba:
- ¡Bendit a, m aravillosa alegría! ¡Oh, I lé Eroriak! ¿Por qué, por qué m e em peño en ser diferent e de t i? ¿Por qué no he de llegar a ser com o t ú? ¡Mi bueno, m i gran am igo! Voy a encont rar la vida, y t ú serás la causa.
Abaj o, en kale Nagusia, Ana Luisa y sus am igas dirigían frecuent es m iradas al faro nuevo,
cuchicheando:
- ¿No es aquél el hom bre del Hot el?
Hubo un revuelo de curiosidad.
- Pero fij aos... ¡Anda con I lé Eroriak, el loco! ¡Será posible!
- Est ará riéndose de él... ¡pobrecit o! - se com padeció Lore.
- ¡Qué ocurrencia!
Cont inuaron paseando hacia la orilla del m ar, con un airón de chillidos de gaviot as sobre sus
cabezas y en sus m ism os labios.
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Pequeño teatro
Ana María Matute
2
Desde aquel día fue cosa frecuent e ver a Marco y a I lé Eroriak vagabundeando j unt os por
el m uelle, la playa y el barrio de pescadores. San Telm o parecía at raer part icularm ent e a
Marco, y m uchas veces cam biaba el blanco lecho del hot el por dorm ir j unt o a llé en las gradas
de la iglesia. En las noches prim averales, cuando la niebla t ransparent e filt raba los rayos de
la luna, conoció por boca de I lé Eroriak a las fant ást icas figuras del m ar, los m uñecos de
Anderea, sus disparat adas hist orias, t ej idas por la calent urient a im aginación del m uchacho. Y,
a su vez, I lé t uvo noción - aunque de un m odo confuso y desorbit ado, que le desazonaba- de
lej anos países y de lej anos hom bres, que la voz ancha y herm osa de Marco ext endía ant e su
adm iración.
- ¿Te dij e, I lé, que m i hist oria era una hist oria t rist e? —decía a veces, el hom bre rubio- .
¡Desvaríos! ¡Desvaríos de la fiebre! Est oy realm ent e enferm o si eso dij e. No exist e hist oria m ás
bella, m ás int ensa y plena que la m ía. ¡.Algún día t e cont aré m is grandes avent uras!
El m ar parecía acercarse a ellos, en ocasiones. Sent ían al m ar acercarse, com o un ext raño
y pavoroso ej ércit o, silencioso, t aim ado, hacia ellos. Cuando hablaban largam ent e, en la playa,
de pront o les caía la gran noche, se desplom aba t oda oscuridad sobre ellos, y el m ar los rodeaba, dej ándoles perdidos en una islilla de roca. Salt ando de una a ot ra, volvían a t ierra, y
Marco clam aba irrit ado, e I lé le insult aba, com o si se t rat ase de un ser vivo. Parecía a veces
que el m ar quisiera t ragarlos, absorberlos, borrarlos de la t ierra y lam er sus huellas de la
arena. Que la gent e no supiera nunca m ás de ellos, que la gent e creyera, al fin, que nunca
hablan exist ido, borrándolos definit ivam ent e del t iem po. Com o si t odo hubiera sido una gran
m ent ira. Sus oj os, sus m anos, sus palabras t odas. En ocasiones, el m ar aparecía t erso, gris,
con un brillo cent elleant e. Ent onces, Marco se ent rist ecía y exclam aba con voz quej osa:
- Est oy cansado y lleno de barro.
Alguna vez, en sus largos paseos, encont raban a las m uchachas de kale Nagusia, y sorprendían sus m iradas brillant es y rápidas, sus cuchicheos. Marco engolaba la voz y levant aba
la barbilla, aunque fingía no verlas. Cuando doblaban la esquina, se inclinaba hacia I lé Eroriak
y le decía:
- Tal vez esas lindas necias piensen que, de nuevo, el rey ha vuelt o a hospedarse en el Gran
Hot el. De incógnit o, se sobreent iende.
Daba unas bocanadas a su boquilla, vacía, y expelía un hum o im aginario, con gest o fascinant e. Ent onces añadía, con m ist erio:
- ¡Quién sabe, quién sabe si est arán en lo ciert o!
Un día, en el cam ino del faro viej o, encont raron a Zazu. Al verla, Marco se inclinó con
exagerada y burlona cort esía, doblando hast a t res veces el espinazo. Cuando la m uchacha
desapareció, Marco em pezó a reír a carcaj adas. «¡Tiene de dist int o color los oj os! ¡Qué ext raña
gat a! », dij o. Pero eso, sin saber a ciencia ciert a por qué, desazonó a I lé Eroriak.
- Es la hij a de Kepa - explicó, m uy seriam ent e con voz lent a.
Pero el hom bre del Hot el se encogió de hom bros, burlonam ent e.
- ¡Oh, oh! - dij o, con falsa adm iración.
En cuant o a los habit ant es de Oiquixa, ni uno solo dudaba de que baj o el raído y audaz t raj e
blanco del desconocido, se ocult aba un raro e im port ant e personaj e, que excit aba su aburrida
curiosidad. Los criados del hot el eran acribillados a pregunt as, y por ellos se supo que el t al
Marco recibía con frecuencia cart as que leía y quem aba con pasm osa rapidez. Tam bién decían
que, en t odo el m es que llevaba en la población no había pagado una sola cuent a: pero en
cam bio, fue generoso y absurdo en sus propinas. Est o era inaudit o en Oiquixa, y el gran Kepa
era m irado con curiosidad y envidia, por albergar en su hot el a aquel exót ico personaj e. Kepa,
a su vez, nada reclam aba al forast ero, y se sent ía t ot alm ent e envuelt o en una nube de orgullo. Casi había acabado creyendo que algo se ocult aba en el hot el, algún m ist erio del que únicam ent e él y el forast ero eran los conocedores. Cuando le encont raba, le saludaba cerem oniosam ent e, con gran cort esía, y Marco le correspondía del m ism o m odo.
Nadie sabia’ por qué ni a qué vino aquel hom bre a Oiquixa. Ni cuándo se m archaría, ni
adónde. Su vida era un puro m ist erio. Rodeóse su figura de un hálit o excit ant e. «Desde luego,
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Pequeño teatro
Ana María Matute
no es un hom bre vulgar», decíanse, unos a ot ros, aquellos hom bres y m uj eres de kale
Nagusia, gent es de gran im aginación y vida m onót ona. Solam ent e los de San Telm o se reían
a veces de él. «¡Qué espant aj o ha venido al puert o! », dij eron en alguna ocasión.
En part icular, Ana Luisa y sus am igas parecían hipnot izadas por el encant o ext raño del
desconocido, sobre cuya vida pasada, present e y aun fut ura hacían fant ást icas conj et uras. Y,
desde lo m ás profundo de sus corazones, agradecían al cielo que Zazu y el forast ero parecieran ignorarse.
A veces, Marco pasaba dos o m ás días encerrado en sus habit aciones del hot el, sin hablar
ni com er apenas. Ot ras, por el cont rario, su risa hueca y j act anciosa resonaba en las callej uelas de San Telm o. El paso indolent e, la espalda inclinada y un brazo en t orno a los flacos
hom bros de I lé Eroriak.
Est o últ im o era precisam ent e lo que m ás fascinaba a las gent es de kale Nagusia. Ninguno
de ellos - ni siquiera el gran Kepa- logró la am ist ad del hom bre rubio. Y he aquí que el m uchachit o raquít ico y loco, el ladronzuelo y holgazán, el últ im o ser vivient e del m uelle, parecía
haberse convert ido en su m ej or cam arada.
Una t arde, I lé Eroriak y Marco em barcaron en una lancha pint ada de am arillo - com o
prom et iera el forast ero a su am igo- , alquilada a un hom bre llam ado Joxé. Ant es de part ir,
Marco hizo una ext raña alocución al m ar, ext endiendo hacia él sus largos brazos, que proyect aban dos est rechas som bras sobre el suelo, blandam ent e balanceadas.
- Mar salvaj e, áspero y t raidor - decía ent re ot ras m uchas cosas que nadie ent endía- . Tú no
t e pareces a m i viej o Medit erráneo. ¡Cóm o am o a m i viej o Medit erráneo! ¡Cóm o m e acuerdo
de m i lent o, azul, ant iguo am igo! Tú, m ar oscuro e indóm it o, m e alej as de m i pat ria, de m is
calient es cost as...
De pront o dej ó caer los brazos y se puso t an t rist e, que I lé t em ió verlo despedir la idea de
em barcarse. Se había puest o m elancólico y decía que deseaba com er queso de cabra, aceit unas y uvas. Levant ó de nuevo la cabeza, y, poniendo una m ano sobre el hom bro de I lé, suspiró:
Algún día t e llevaré conm igo a un herm oso país lleno de piedras, debaj o del gran cielo. ¡Qué
negros y qué lent os son los páj aros en el cielo de m i país!
Kepa los m iraba de lej os, ceñudo e im ponent e, m oviendo los labios. El enorm e cuerpo oscilaba lent am ent e sobre las piernas, baj o las let ras roj as que parecían chillar: KEPA DEVAR,
CONSI GNATARI O DE BUQUES. Ellos est aban en el pequeño em barcadero de las lanchas,
rodeados de un grupo de chiquillos descalzos que se reían m aliciosam ent e. Pero I lé Eroriak
t em blaba, porque por prim era vez iba a ser adm it ido en una lancha, por prim era vez no era
el m al espírit u que hace zozobrar, que ahuyent a la pesca y at rae la t orm ent a. Tal vez, aquel
día, se desharía la leyenda que sobre él pesaba, y, en adelant e, lo adm it irían en las t ripulaciones. I lé se acercó al borde del m ar. La línea aparecía llena de fuego, reverberant e, obligando a cerrar los oj os. A su lado, Marco seguía hablando. Tal vez no est uviera decidido del t odo,
pero ¿no había dicho que era un buen m arino? ¿Si dij o, sólo dos días ant es, que había nacido
en un velero? Se volvió hacia él y, con los oj os brillant es, le señaló las olas:
- Marco, ahí est á el caballo. ¡Mira el caballo!
Los chiquillos rom pieron a reír y alguno cogió un puñado de porquería del suelo, pero la
pr esen cia del pr ot ect or for ast er o los det u v o. En v oz baj a, r elam pagu eaba u n a
palabra: «¡Sorúa! ». Sin em bargo era ciert o. Allí est aban el caballo de largas crines blancas, los
duendes de la playa con sus cabellos de est opa, los lánguidos espírit us de la niebla, t al com o
los fabricara Anderea, en su t aller.
Marco se volvió a I lé, con oj os radiant es:
- ¡Sí, am igo m ío! ¡Cuánt a razón t ienes! Vayam os, pues. Saldrem os a la m ar. Algo bulle en
m i cabeza. Est e paseo no es un sim ple paseo. Secret os son m is designios. Conque, ¡anda list o!
Y si llueve, y si hay m arej ada, ¿qué? ¡Ah, yo he nacido lej os, allá al nort e, allá donde t odo es
hielo y negros arrecifes! Allá donde se sala el pescado y se roe, en el invierno, m irando
m elancólicam ent e al cielo gris...
Mient ras em barcaban, él seguía hablando de aquel su país nebuloso y t rist e, donde, según
decía, dej ó ent errado su corazón.
Poco después regresaron. Volvieron a t ierra, angust iados y pálidos, con la ropa pegada al
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Pequeño teatro
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cuerpo y t irit ando. Pagó Marco al viej o Joxé. Luego se fue det rás de una t apia, y apoyando la
cabeza en el m uro, vom it ó. I lé esperó, pacient em ent e, al ot ro lado.
La noche había ya llegado. Una herm osa noche, cálida, que anunciaba el verano. llé y Marco
se t endieron en las gradas de una callecit a em pinada, en el m ás escondido rincón del barrio
de San Telm o. Se daban la espalda, avergonzados y m udos, silenciosos.
Sin em bargo, el m ar est aba en calm a y parecía despedir llam as azules, nim bado t odo él de
lum inosa luz. Com o si hubieran resbalado hast a su fondo t odas las grandes y frías est rellas de
la noche.
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Capítulo IV
1
Las señorit as Eskarne y Miren Ant ía eran, después de Kepa, las personas m ás respet adas
de Oiquixa. Sus relaciones con los Devar, ínt im as y cordiales, provenían de su parent esco con
la difunt a Aránzazu.
La señorit a Eskarne era la m ayor de las dos. Alt a, huesuda, dueña de una im ponent e nariz
sobre la que se envalent onaban unos oj os duros y brillant es, const it uía por sí sola el «sí» o el
«no» a los act os de su herm ana, la señorit a Miren. Si la nariz de Eskarne hubiese sido m ás
cort a, probablem ent e sus oj os hubieran sido m ás hum ildes.
Miren, por el cont rario, era baj it a, de párpados anchos y labios rizadit os en los ext rem os.
Tenía los oj os m ansos, com o un perro fiel, y se llenaba la frent e de bucles foscos, con ciert a
gracia pasada de m oda.
A oídos de am bas señorit as llegaban, aparent em ent e veladas, las m ás ácidas hist orias referent es a Zazu, a la que llam aban y consideraban sobrina. Por t al m ot ivo, cuando a ella se
dirigían, hacíalo Eskarne sent enciosam ent e, pesando y m idiendo las palabras, de las que solía
desprenderse una sut il m oralej a. Su voz t ornábase hueca, llena de int ención y quizá, insólit am ent e suave. Eskarne am aba a Zazu, aunque j am ás, ni aun de niña, le prodigara la m enor
caricia. En cuant o a Miren, hablaba a la m uchacha en un t ono m eloso, insist ent e, y sus oj os
adquirían un brillo especial, m ezcla de curiosidad y envidia. Hubiera deseado ganarse su confianza, a cost a de cualquier precio, y saber la verdad de t odas aquellas m urm uraciones que,
a veces, le im pedían conciliar el sueño.
Una m añana, caía un gran sol, cuando Zazu t ropezó a su regreso de la playa con sus dos
t ías. Las herm anas Ant ía t enían siem pre ganas de conversación. Det enían a Zazu, y Eskarne
le dirigía frecuent es discursos referent es a su próxim o m at rim onio con August o, el capit án.
Zazu escuchaba dist raídam ent e, sint iendo el sol sobre sus hom bros y los oj os penet rant es de
am bas herm anas. Algo seco, árido, envolvía sus voces. Zazu m iraba a Miren, y pensó: «Es una
gran m uñeca m uert a». Miren conservaba m uñecas, en su casa, en arm arios que olían a alcanfor. Miren conservaba m uñecas de su infancia, delicadas y palidísim as m uñecas de porcelana,
con largas cabelleras de pelo hum ano, sin brillo. Todo est aba cubiert o por un polvo especial,
un polvo que no se ve, un polvo que es com o un perfum e viej ísim o y desvaído. Miren era una
enorm e m uñeca, m onst ruosa, guardada en una enorm e caj a. Los oj os de Miren t enían una
insist encia unt uosa, una fij eza de vidrio. Com o aquellos pequeños oj it os azules de las m uñecas de porcelana. Aquellos oj os que se cerraban, cuando la m uñeca est aba acost ada, y que se
abrían cuando se incorporaban. Las m uñecas de Miren, no m ás alt as que el libro de la
Doct rina, las m uñecas guardadas al fondo de una caj a de cint as. Eskarne, a su lado, t enla algo
cruel y reseco, algo dañino y lim pio, com o el filo de un cuchillo. En aquel m om ent o unos pasos
fuert es resonaron en la acera, y com o result aba ext raño e insólit o que a t ales horas pasase
alguien por kale Nagusia, am bas señorit as det uvieron sus pregunt as y com ent arios para volver
a un t iem po la cabeza.
Marco pasó j unt o a ellas, y Zazu sorprendió, con una vaga burla, el deslum bram ient o de los
oj os de Mirent xu. Apenas Marco desapareció, la voz de Eskarne sonó confidencialm ent e:
- ¡Un hom bre ext raordinario! Dicen que es riquísim o y que no sabe, el pobrecillo de Dios,
cóm o em plear su dinero, en dirección al bien. Un m aniát ico, sin duda. Pero un noble m aniát ico, en t odo caso.
Eskarne suspiró levem ent e, ant es de añadir:
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Pequeño teatro
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- Bien m e agradarla, sábelo Dios, at raerlo a nuest ra Asociación. Pero ¡es ést e un asunt o t an
delicado! ... Adem ás, aún no le conocem os. Nadie, t odavía, nos lo ha present ado.
Mirent xu se apresuró a t om ar part e en la conversación.
- ¡Com o no es am igo de nadie ni habla con nadie! ... Sólo ese golfillo haragán parece
agradarle.
Eskarne hizo un gest o de com prensión t olerant e:
- Sí, ciert o. Por ot ra part e, ¡parece t an com pasivo! Por eso, precisam ent e, yo había pensado en nuest ra Asociación. No puede dudarse de que se t rat a de un corazón hecho de puras
m ieles y m ant eca, cargado de int enciones bellísim as. Sólo que, claro est á, un hom bre j oven
no sabe cóm o deben hacerse est as cosas...
Eskarne se det uvo al observar la sonrisa de Zazu. «I m pert inent e», pensó, a un t iem po que
su herm ana Mirent xu se decía: «Odiosa sonrisa». Eskarne cont uvo un agrio com ent ario.
Am bas sabían que Zazu, t an fría y dulce en apariencia, em pleaba a m enudo expresiones
groseras, que era m ordaz y m al hablada en la int im idad. Parecía haber asim ilado con ext raordinaria facilidad las palabras m ás soeces de los alrededores de la t aska, com o cualquier
m uj er de m ar. Sin em bargo, nada ofendía t ant o com o aquella sonrisilla suya, de labios cerrados y oj os brillant es.
- Nom bradle president e de la Asociación - dij o al fin Zazu- . Tened por seguro que se sent irá
conm ovido.
Cuando se alej aba, Mirent xu est uvo a punt o de decir: «¡Descarada! ». Pero una m irada de
su herm ana Eskarne la hizo enm udecer. Ent re ellas dos j am ás se había cruzado un abiert o
reproche hacia la hij a de Aránzazu Ant fa, de t an dulce y pura m em oria.
2
Aquella t arde, cont ra su cost um bre, Zazu volvió a la playa. Había algo raro en el aire, en
t orno a ella. Un oscuro present im ient o la llenaba, desde que aquella m añana el forast ero pasó
por su lado. Algo com o un veneno sut il iba dest ilando got a a got a sobre su corazón un
desasosiego ya conocido ant eriorm ent e.
Cuando llegó cerca de las cuevas del acant ilado, iba t an em bebida en su pensam ient o que
no se dio cuent a de la presencia de Marco y de I lé Eroriak, hast a casi t ropezarse con ellos.
Oyó cerca la t orpe risa del m uchacho, y ent onces, con inj ust ificado sobresalt o, se sorprendió
t rat ando de ocult arse a sus m iradas. Cuando se sent ó, con la respiración agit ada, en el int erior de una cueva reflexionó sobre lo insólit o de aquel t em or. Siem pre sint ió deseo de soledad,
y era huraña por nat uraleza, pero no com prendía aquel raro m iedo que la invadiera bruscam ent e. A su espalda, en la playa, I lé reía, y aquella risa la sent ía ella com o pequeñas heridas
en la piel. Not aba su corazón debaj o del pecho, desordenado, com o un pequeño ser independient e de su volunt ad. Por los grandes huecos de la roca, Zazu cont em pló pensat iva j irones
de un m ar int enso, verde, encrespándose en t orres fugaces. La t arde era raram ent e cálida, y
el sol brillaba sobre la arena. Ent onces llegó hast a lo profundo de la cueva el eco de las palabras de Marco. Sus huecas palabras, que t enían un raro t ono m usical, bellam ent e falso:
- ... Y, ya ves, m i querido I lé Eroriak; la gent e sigue sin cansarse de añorar la j uvent ud.
¡Com o si fuese algo valioso! ¡Com o si fuese algo inapreciable! ¡Bah, bah, qué gran equivocación!
Hubo un silencio. Zazu no pudo m enos de prest ar at ención.
- Recuerdo m uy bien m i prim era j uvent ud- cont inuó diciendo Marco- . Mi prim era j uvent ud,
pesándom e sobre los hom bros. Com o un saco agobiador, replet o de hum illaciones, granos y
est upidez.
La voz de Marco se perdió en una prolij a explicación de lo que él consideraba la j uvent ud.
«Cóm icas exalt aciones, balbuceos, esperanzas, deseos brut ales y despiadados sueños...»
- Cuando se es m uy j oven - le oía decir Zazu- no se va a ninguna part e, con la agravant e de
que se quiere ir a t odas.
«Ese m uchacho, I lé Eroriak, no puede ent ender nada de lo que él le cuent a. ¿Para qué
est ará gast ando t ant a saliva t ont a?», se dij o la m uchacha.
- Yo era t ím ido, y, com o bien sabes, sigo siéndolo - proseguía el hom bre rubio- . Los t ím idos
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pert enecem os a una raza dist int a que el diablo confunda, o que Dios acoj a en su seno. En fin,
a m í m e aplast aron m i j uvent ud y m i t im idez. Ésa es la verdad de m i t rist ísim a vida.
Com o rem ovidas por el eco de las olas, las palabras de Marco llegaron de pront o fuert es,
vibrant es, hast a el fondo de la cueva. Zazu escuchó ent onces una hist oria poco convincent e,
pero de t al m odo explicada, que una rara expect ación se adueñó de ella. Ent re ot ras confusas
explicaciones, el forast ero iba cont ándole al m uchacho fragm ent os de lo que él llam aba «su
pasado».
- No puedo decirt e exact am ent e cuánt os años t enía - decía Marco- . Pero bást et e saber, m i
buen I lé, que t al vez se m e hubiera podido confundir con un ángel. Rubios cabellos y labios
puros, sin el feo vicio de la m ent ira, que t ant o m e corroe. - Marco suspiró largam ent e- : Mi buen
I lé, lo que m ás am o yo t am bién es la verdad. Vayam os j unt os en busca de la verdad... Com o
t e decía, era im berbe y lim pio de corazón. ¡Mi pobre corazón, que t an m alas pasadas m e ha
j ugado! En fin, por aquella época, igual que hoy día, est aba m uy solo. Y adem ás ( y en est o
m e creo dist int o ahora) , sent íam e m uy desgraciado. La verdad es, m i buen I lé, que la desgracia no suele pasar de ser un bello nom bre m uy consolador.
El forast ero parecía cont ar un cuent o. Era com o si de pront o se apareciese frent e a Zazu,
j oven, casi un niño, en una ciudad desconocida.
- Una ciudad desconocida, m i querido I lé Eroriak, y llena de m ist erios, al m enos para m í. No
im port a cóm o llegué hast a allí. La verdad, m uchacho, t am poco podría recordarlo. Pero lo ciert o es que m e hallaba perdido, anonadado, ent re aquéllas calles est rechas de m uros verdosos,
sucias fachadas y t ej ados punt iagudos. No obst ant e, ha de confesarse que las cúpulas de
aquella ciudad eran herm osas.
Marco calló unos inst ant es, para reanudar su relat o con largo t alent o:
- Pero ¡qué ham bre! ¡Qué ham bre! Cien m il pant eras m e desgarraban las ent rañas. Yo m e
habla, t al vez, escapado del barco. Sí, no m e había convencido del t odo el pat rón. Llevábam os
carbón. Creo recordar que eso fue. No t enía t rabaj o, y sí, en cam bio, m ucha ham bre. A m í,
m i buen am igo, siem pre m e ha gust ado la profusión de cúpulas, recort ándose sobre la palidez
de la noche. Negras y audaces cúpulas; eso es bonit o. Aquéllas, las de aquella ciudad, se
volvían roj as al at ardecer. Todo era m uy de m i agrado. ¡Ah, sí, pero m i est óm ago era un nido
de víboras! Por eso m is pasos se encam inaron hacia los barrios negros de la población. Ya ves
que, a pesar de la luz que ilum inaba m i alm a, pudieron m ás m is t orpes exigencias corporales.
Los barrios negros de la población podían abrirm e cam inos m ás fruct íferos. Yo t engo ciert as
habilidades. Aprendí m ucho cuando iba pidiendo el rest o del rancho a los barcos de los suecos, allá en el puert o de m i ciudad nat al. Y, a lo que íbam os: conocí a una m uchacha inolvidable, que se llam aba Kerim a. Era una dulce y buena m uchacha, de grandes oj os azules y
cabello rizado com o una m ulat a. Me am aba m ucho. Me am aba t ant o, que la vida se convirt ió
en una t ort ura. Ya ves que el am or no es bueno, m i querido I lé Eroriak. Verás lo que fue de
aquella infeliz m uchacha que t uvo la debilidad de am arm e t ant o. ¡El t osco desvarío de los
am ores prim erizos! Adem ás, est ábam os los dos delgadísim os, y apenas ella ganaba para m ant enernos. De t al suert e que al fin, un día, nos cansam os de nuest ra com part ida m iseria, de
nuest ras flacuras, de nuest ras cost illas perfect am ent e adivinadas baj o la piel, de nuest ras
largas paradas frent e a los escaparat es de las salchicherías, y decidim os poner fin a aquella
vida t an poco gloriosa. Com o siem pre gust a acabar de un m odo grande, decidim os arroj arnos
al m ar abrazados. ¡Cuánt a sim pleza, I lé! ... Afort unadam ent e, alguien había adivinado nuest ras int enciones. Debíam os de llevarlas im presas en el rost ro cuando avanzábam os por el
m alecón, con las m anos unidas. Ese alguien nos siguió y separó brut alm ent e nuest ro últ im o
abrazo. ¡Qué gran hom bre quien est o hizo! Era un port ugués corpulent o, ¿sabes?... ¡Oh, si t ú
lo conoces! : es aquel hom bre que m e t raj o aquí. Desde ent onces, una gran am ist ad nos ha
unido. Con sus cosillas, claro; pero, en definit iva, cargant e, peleón y fiel, com o un herm ano.
Pues bien, est e hom bre nos serm oneó, nos proporcionó una noche alegre y nos obligó a j urar
que nunca m ás volveríam os a vernos. ¡Bah! ¡Tant o com o habíam os creído am arnos ella y yo!
Pues ahí t ienes: cada uno por su lado, y t an alegres. Claro est á; el canalla del port ugués se
quedó con m i dulce Kerim a; era de prever. Pero espero que ella le adornase m uy pront o la
frent e, pues era m uchacha de cascos ligeros. Todo est o, I lé, m i inocent e am igo, t e lo hago
saber para que... aprendas... Aunque, ¡cuánt a hipocresía hay en m í! ¿Qué he de explicart e yo
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Pequeño teatro
Ana María Matute
que t u corazón no sepa ya? ¿Es acaso envidia de t u pureza, que quiero em ponzoñarla? ¡Ay,
I lé, m i buen I lé! Tal vez Kerim a era una gorda m uj erona, nada espirit ual. Tal vez m i corazón
est é siem pre en lo m ás profundo de las som bras, y nunca le llegará el sol de t u pureza, de t u
gran sabiduría. ¡Ay, I lé, cuánt o veneno hay en m ( , t odavía, que m e consum e!
Siguió lam ent ándose de la negrura de su alm a, hast a que, al fin, añadió:
Al buen port ugués, le encont ré m ás t arde. Creo que t e serla provechoso conocer en qué circunst ancias. Pero es t arde ya, y ésas son ot ras hist orias...
Zazu se apart ó violent am ent e de la roca. Una rabia ext raña la invadía. Est aba furiosa por
haber escuchado, por haberse escondido allí. «Est úpido - pensó- . No dice m ás que t ont erías.»
Pero no podía dej ar de escuchar aquella voz. Desde ent onces decidió no prest ar at ención al
significado de sus palabras y escuchar únicam ent e aquella arm oniosa voz que la adorm ecía
com o vino al sol. De pront o la invadió un vért igo inexplicable. Com o si se hallase al borde de
un abism o. Se t apó los oj os en un im pulso inst int ivo, y se dio cuent a de que su m ano t em blaba. En aquel m om ent o fine cuando em pezó a odiar a Marco.
3
Los cuat ro días siguient es a aquella t arde, el forast ero Marco padeció uno de sus at aques
que él llam aba a veces de fiebre, y que ot ras, decía, eran «post ración m elancólica». Se encerró en su habit ación y los criados aseguraron que le habían oído golpearse la cabeza cont ra las
paredes. Luego t ranscurrieron t res días m ás, durant e los cuales la fiebre parecía ser ciert a.
Durant e las noches deliraba, y hablaba siem pre de fabulosas sum as de dinero ext rañam ent e
dist ribuidas. Al cuart o día m ej oró, se sent ó en el lecho y pidió huevos cocidos, j am ón, queso
y m edia bot ella de un raro vino cuyo nom bre nadie ent endió. Com o t odo est o sucedía a las
diez de la m añana, t odo el hot el pareció algo confuso, aunque bien se guardaron de com unicarse unos a ot ros el gran est upor que les causaban t an exót icas cost um bres. Le fue servido
un vulgar vino de Ribeiro, sin que el forast ero t uviese nada que obj et ar.
Todas est as not icias llegaron rápidam ent e a oídos de Kepa, y de est e m odo, «en calidad de
solícit o dueño del hot el», com o él m ism o se explicó, decidió visit arle para ent ablar una ciert a
am ist ad con el desconocido.
Fue a verlo aquella m ism a t arde. Se anunció con gran cerem onia, y una vez que el hom bre
rubio le recibió, procuró, con est udiadas frases, ofrecerse am ablem ent e en cuant o necesit ase
durant e aquella lam ent ada enferm edad. En aquel m om ent o, no parecía que fuera Kepa a
m endigar una am ist ad, sino, t al vez, a ot orgarla con gest o m agnánim o.
Al principio, Marco le escuchó, observándole, en silencio. El hom bre rubio habla adelgazado y en su rost ro, de un cobrizo m uy oscuro, resalt aban los largos oj os oblicuos. Bruscam ent e
se volvió de espaldas a Kepa, cubriéndose hast a m ás arriba de la cabeza con el em bozo de la
sábana. Com o si quisiera decir «Vet e. No quiero ni vert e». Pero ant es de que Kepa saliera de
su ofendido est upor, ya est aba de pie a su lado, vacilant e dent ro del pij am a dest eñido, y
abrazándole est recham ent e. Teníale aún apret ado ent re sus brazos, cuando em pezó a reír t an
est repit osam ent e, que t uvo al fin que sent arse al borde de la cam a y secar sus lágrim as.
Kepa le m iró escrut ador. «I ndudablem ent e, est o es culpa de una excesiva debilidad», se
dij o. Y, m ás lleno de confianza, se at revió a golpearle pat ernalm ent e la espalda.
Marco dej ó de reír, y cogiendo ent re las suyas la m ano de Kepa, la exam inó det enidam ent e.
- La m ano de un héroe - lij o al fin.
Ent onces fue Kepa quien le abrazó.
No pasaron m uchas horas sin que Marco se vist iera, repent inam ent e j ovial y anim ado. Kepa
y él charlaban com o buenos y viej os am igos.
- Siem pre m e han int eresado los negocios - decía Marco con aire de rapaz ast ucia, com o a
Kepa le agradaba- . He de cont arle algún rat o ( a t it ulo confidencial, se sobreent iende) algunas
arriesgadas em presas de m i vida. A m i audacia, a m i golpe de vist a cert ero y rápido, debo el
ser hoy día quien soy. Sí, bien ciert o es, y los ángeles lo at est iguarían, que a nadie sino a m í
m ism o debo yo m i act ual posición.
Abot onó hast a el últ im o de los bot ones de su chaleco blanco, y añadió gravem ent e:
- Es a un hom bre com o a ust ed, a un igual, a un águila de acero, a quien únicam ent e se
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Pequeño teatro
Ana María Matute
pueden explicar ciert as arriesgadas y t riunfant es operaciones, sin t em or a que se escandalice
o a que nos m ire com o a un dios. ¿No est oy en lo ciert o?
Kepa guardó silencio. «Verem os», se dij o.
- Venga ust ed a m i casa - dij o Kepa- . Allí guardo un excelent e coñac que creo no le
desagradará. Podrem os hablar con m ás t ranquilidad que aquí.
Marco sonrió y señaló la puert a con alegría:
- Acept ado. Creo que vam os a ser m uy buenos am igos.
Poco después, am bos hom bres bebían uno frent e al ot ro. Lent a y concienzudam ent e, al est ilo de Kepa. Y Marco adm iró el gran ret rat o de Aránzazu Ant ía, con el rost ro y las m anos blancas en la oscuridad.
Pero, cont rariam ent e a lo que habían supuest o, al hallarse dent ro de la casa de kale
Nagusia, un raro frío los envolvió y la conversación derivaba hacia un derrot ero ext raño e
insospechado. El oscuro ret rat o de Aránzazu parecía cohibir sus voces, especialm ent e la de
Kepa. Desde que se lo m ost ró, aun cuando le llevó a ot ra habit ación, parecía que la som bra
de aquella pálida m uj er caía sobre él, pesadam ent e, sum iéndole en una ínt im a angust ia.
- Mi hij a no se le parece - dij o al cabo Kepa, com o t ras larga m edit ación.
Marco apuraba un excelent e coñac con gest o de resignada paciencia, aunque no del t odo
disgust ado por el insospechado giro de la ent revist a. Observaba el m odo de beber de Kepa
Devar, t ozudo, casi siniest ro. Una at m ósfera cargada, ant igua, iba rodeándolos, com o si en ella
est uviera diluido el posible m aleficio que cont uviera aquella casa.
- Mi hij a va a casarse m uy pront o... ¡Voy a quedarm e m uy solo!
La voz de Kepa, vacilant e, sonó com o un falso suspiro. Tal vez deseaba hacerse la m om ent ánea ilusión de que su hij a le proporcionaba alguna com pañía.
- Mi hij a es una criat ura int eligent e - añadió, con lent it ud.
La cabeza de Marco avanzó hacia él. Sus largos oj os brillaron en la oscuridad. «¿A dónde
querrá ir a parar el viej o zorro?»
- Mi hij a es... Pero ¿no la conoce ust ed? Pues debe conocerla. Habla m uy poco, eso sí... ¿De
qué va a hablar ella conm igo? Cuando era pequeña, claro est á que era diferent e. Solía subirse
a m is rodillas y t irarm e de las orej as. Tenía la cabecit a llena de anillas. ¿Qué se habrá hecho
de aquellos rizos?
La gruesa y velluda m ano de Kepa Devar int ent aba, t orpe ya, describir el cabello rizado.
Result aba grot esco.
El rost ro de Marco pareció afloj arse, com o el de una m arionet a abandonada al fondo de un
caj ón. «¡Ah, ya! La Trist eza. Aquí t enem os a la Trist eza. ¿Por qué est á dent ro de t odos los
hom bres la Trist eza? No m e abandones, Trist eza.» Se sirvió m ás coñac y apoyó la nuca en el
respaldo del sillón. Dio dos bocanadas a su boquilla vacía y m iró al t echo. «La Trist eza vive
encogida, com o una pequeña alim aña, en el fondo de las bot ellas.»
A part ir de aquel m om ent o, Kepa Devar em pezó a ponerse pesado. Siguió cont ando cosas
de su hij a: confundía el pasado con el present e, a la m adre y a la hij a, a la niña de ayer y a
la m uj er de hoy. Luego pret endió cont ar su propia vida, t rist e y cóm ica. La pesada cabeza
em pezaba a doblársele, y de su pecho surgía un sonido parecido al de un fuelle de fragua.
Marco em pezó a m irar hacia la gran vent ana, que t rasparent aba una dulce luz dorada. «Me
parece que no volverem os a beber j unt os.»
Kepa oía su propia voz. Era un sonido m onót ono que él t am poco ent endía. Ot ra voz era la
que llegaba hast a su corazón, ot ra voz que t al vez le dolía y am aba. «Est ás solo.» Kepa bebía
m ucho. Pero ya no por el placer m ism o del vino, com o ant es, com o en aquellos lej anos t iem pos de San Telm o. Ahora, quería escapar a la realidad. «Est a vida vacía, cochina vida, asco,
¿quién soy yo?» Cuando era j oven y bebía, siem pre había algo que cant ar, algo que decir con
una alegría espesa y prim it iva. Ahora, en cam bio, su borrachera era sórdida y babeant e, de
cabeza abat ida, oj os t urbios, lacrim osa y débil. «Porque dent ro de m í hay un hom bre débil y
cobarde. Dent ro de m í hay un hom bre que t iene m iedo de la vida. ¿Quién iba a decirlo? Tengo
m iedo de m i soledad. Yo sé hist orias de hom bres que han m uert o solos, en el m ar. Yo he oído
hist orias de hom bres abandonados al borde de la t ierra, de la t ierra seca y sin frut os. Yo t engo
m iedo de la soledad, perseguido por los perros de lenguas m uy roj as, colgant es, que t al vez
soñé cuando era niño. Est o, quizá, es eso que llam an la Trist eza. Yo he oído hist orias de hom -
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Pequeño teatro
Ana María Matute
bres que se ahogan sin llegar nunca a la cost a. Tengo m iedo dent ro de m í, porque yo soy sólo
un m ar inm enso, am argo, y m i corazón se pierde, y no t engo ninguna orilla a donde dirigirm e.
Est oy solo.»
Alguna vez, cuando Kepa bebía m ucho, acababa llorando, gim ot eando ridículam ent e.
Porque Zazu no le quería, porque Aránzazu no le quiso, porque no t enía am igos. Porque su
casa era grande y oscura, y él la hubiera querido llena de luz. Cosas t ont as, cosas que hacían
reír a los que le oían, cosas que hacían volverse de espaldas a la gent e, para guiñarse los oj os
con m alicia. En est os m om ent os, Kepa t enía una prisa loca y ext raña, com o si perdiera algo,
com o si est uviera a punt o de perder alguna cosa. «Es t arde. Yo sé que es t arde. Mas ¿y si aún
pudiera alcanzar algo? Pero las cosas huyen, y se pierden. Es t arde, es t arde.» Cuando Kepa
bebía, se sabía un int ruso. En su propia casa, en su m ism a fam ilia, ent re t oda la gent e de kale
Nagusia. «¡Ah, viej o barrio de San Telm o! » Kepa quisiera ent rar en una t aska de m arineros.
Quisiera salir a la m ar, echar las redes a la luz de las lint ernas. Quisiera beber aguardient e
barat o y bailar en la plaza, los días de fiest a, al son del t xist u. «Pero no es ciert o, no deseo
nada de est o. Est o es lo horrible, ést a es m i agria verdad. Tam poco puedo desear eso ya. Soy
viej o, est oy ya hecho a ot ras cosas, y eso, en lo profundo, t am poco lo deseo. Soy un int ruso
t am bién en San Telm o.»
De cuando en cuando Marco apart aba la m irada de la luz que iba adueñándose de sus oj os,
allá en la vent ana, y m iraba a Kepa. Marco presenciaba fríam ent e el t errible m om ent o sent im ent al de Kepa Devar.
4
Marco oía las frases incoherent es, los grot escos suspiros de aquel hom bre grueso que iba a
hacerse viej o. Veía el t em blor de sus m anos, aquellas m anos que parecían querer aferrarse a
alguna cosa, a algo im palpable t al vez. Marco guardó su boquilla en el bolsillo int erior de la
chaquet a, j unt o a su corazón. No podía reírse. Est as escenas hacía t iem po que no le divert ían
ni le conm ovían. Volvió del revés la bot ella y en la copa cayó una got it a t ransparent e, com o
ám bar.
La casa de Kepa, fría y som bría, parecía acecharla ent era, apret ada a su alrededor. Marco
reclinó m ás la cabeza, y por ent re los párpados ent ornados cont em pló la luz, t ras los visillos.
Allá afuera, el m undo aparecía com o envuelt o en una página m elancólica. Había en la calle
algo indefinido, algo que se desprendía de los m uros azulados, del suelo que conducía al m ar.
Hacía años, m uchos años, Marco se t endía en el fondo de una lancha abandonada, j unt o al
em barcadero, en t ardes parecidas a aquélla. «En las t ardes que se parecían a ést a, soñaba.
Me t endía en la est iba de aquella barca viej a que habían abandonado en la arena, j unt o al
puert ecillo de los pescadores.» Marco seguía quiet o, m irando hacia la dorada luz, que iba enroj eciendo. «Cuando llegaba la hora de est a luz, m iraba a lo alt o del cielo, desde el fondo de una
barca. Recuerdo m is sueños. No se puede vivir sin sueños. Nunca pude vivir sin sueños. La
vida no exist e, la vida es m ent ira.» Marco cerró los oj os lent am ent e. De su rost ro, de pront o,
parecían haber descolgado un paisaj e. De su rost ro pendía una decoración ext raña y algún ser
dim inut o la arrollaba cuidadosam ent e, esperando. «Hacía largas list as. En las list as apunt aba
cosas que necesit aba com prar para m is viaj es. Mis largas t ravesías. Mis veleros.» Por los cerrados oj os de Marco navegaban t rist es barquillos de papel. Esos barquit os abandonados por
los niños en el agua. Barquillas de papel de periódico, cargadas de not icias que t odo el m undo
conoce. Cargadas de palabras que sólo un vagabundo ocioso se det endría a leer, desdoblándolas y secándolas al sol. « En las largas list as que yo hacía, figuraban varios equipos. Equipos
de viaj e, de caza, de alpinism o.» Marco abrió los oj os, y un resplandor vivo, roj o, le llenó las
pupilas. «La Trist eza. ¿Dónde se esconde la Trist eza? No im port a nada la Trist eza. Hay que
seguir. Hay que cont inuar. No se puede uno det ener a beber agua, a descansar. Hay que seguir,
que seguir siem pre. ¿Dónde est á la Trist eza?» Marco se incorporó. Una sonrisa parecía abrirse
paso, a t ravés de t odo. Marco perseguía aquella sonrisa com o a una palom a que fuera dando
t um bos dent ro de la gran oscuridad. Marco volvió a sacar su boquilla vacía y la colocó ent re
los labios.
Adiós, Kepa, viej o zorro borracho - dij o. Pero Kepa no le oía, con la cabeza pesadam ent e
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Pequeño teatro
Ana María Matute
apoyada en la m esa. Tal vez est uviera dorm ido.
Marco no podía det enerse. «Es preciso escapar. No se puede uno det ener. Afuera. Afuera
est á la calle. Siem pre hay que ir a la calle, com o los perros.» Marco salió de la casa y huyó de
los m uros de kale Nagusia. De pront o el corazón lat ía fuert e. «La Trist eza.» La brisa, a m edida que avanzaba, le enfriaba la frent e y los labios. «No es bueno est o. Hay que cont inuar. Pero
Marco, gran am igo de Marco, ¿acaso t ienes m iedo? Marco, t ienes m iedo de la vej ez. Cuando
no puedas decir: adelant e, hay que cont inuar. La Vej ez y la Trist eza.» Marco llegó andando,
rápidam ent e, al cam ino de la playa. Cerca, se alzaban las rocas del acant ilado. «Alguna vez,
el hom bre se cansa, y cae, hecho pedazos, rot o para siem pre. Y ent onces t odos dicen: «¡Oh,
Dios m ío, si era de cart ón! ». Alguna vez, es indudable, los hilos se rom pen, y el m uñeco no
puede seguir adelant e.» Marco t om ó el cam ino que conducía al cerro verde y at erciopelado
sobre la bahía. Sólo allí, cuando llegó a la cum bre, se det uvo, sudoroso. Se sent ó sobre la
m ism a hierba, y cont em pló pensat ivam ent e la superficie del m ar.
El t iem po descendía, rodando, im pasible. Marco se m iraba la m uñeca, porque no t enía reloj .
Pero las horas t am poco le im port aban. Lo único que im port aba era ganar el t iem po. La luz iba
hundiéndose en el m ar, com o si las olas la t ragaran. Marco not aba ent re sus labios un sabor
salado, em briagador. «Hay una vida, es indudable. En alguna part e, andará escondida la
vida.» La vida es violent a, brut al, y a veces dej a en el paladar un regust o agrio y seco de
polvo. «Pero hay una vida. Tiene que est ar en alguna part e, esperándonos. Yo creo que algún
día...» Ent onces, Marco olvidó. Marco olvidó el polvo, la sed, el t iem po y la infancia solit aria.
El niño pobre que se t endía en la est iba de una barca abandonada. Marco olvidó el ridículo de
t odos los días, el t raj e abot onado, el borde desflecado del pant alón, las fact uras at rasadas, los
viaj es, los veleros, y al propio caballero Marco, poderoso, generoso, cansado, Marco olvidó,
cont em plando cóm o un gusanillo verde t repaba por su m ano, que yacía abandonada sobre el
césped. El gusanillo alzaba su cabeza enana, m ovía las ant enas. Marco acercó la cabeza al
suelo, y descubrió un bosque dim inut o y frondoso, de apret ados t roncos, donde los insect os
parecían m onst ruos y la suave brisa un vendaval arrollador.
De est e m odo fue com o, vagando, olvidado, prendido, sus oj os t ropezaron con una figura.
Allí, sobre las rocas, Marco descubrió una siluet a fina, una figura brillant e. Los últ im os rayos
del sol encendían su piel y convert ían en una hoguera su m elena. Era un cuerpo sobre el fondo
del m ar y del cielo, y parecía capaz, en aquel inst ant e, de det ener el t iem po. Su edad era
im precisa, y había un raro resplandor en su frent e.
Marco se incorporó. Con los oj os fij os en aquel cuerpo, com o si t em iese verlo desaparecer,
y avanzó hacia él.
Cuando llegó a su lado, se det uvo. Sus oj os se encont raron, y, rudam ent e, se rom pió la
im presión de realidad. Marco vio unos oj os de oro candent e, y, por un raro capricho de la nat uraleza, de dist int a t onalidad uno del ot ro. En el fondo de aquellas pupilas el sol parecía ahogarse m uy despacio.
Zazu le volvió la espalda, con gest o desdeñoso. Rápida, se alej ó de él. No parecía ningún
ser irreal, no parecía ningún duende, ninguna diosa. Con sus desnudas piernas m orenas,
sort eaba ágilm ent e los escollos, al descender a la playa. Era una m uj er. Marco se sent ó de
nuevo, pensat ivo. Una frase llegó de él: «Mi hij a es una criat ura int eligent e». Marco se encogió
de hom bros. «¿I nt eligencia? ¡Qué palabra t an hueca! » Marco arrolló a su dedo un largo t allo
verde. «Tenía la cabeza llena de anillas.» Miró hacia abaj o, hacia la m uchacha que se alej aba
con su lacia cabellera, lisa y brillant e, golpeándole la espalda. «Esa niña de quien hablara
Kepa, ni ha m uert o ni est á en ninguna part e.» La m uchacha que huía llevaba unas sandalias
blancas, com o un niño. Marco deseaba det ener aquella huida, verla de cerca, nuevam ent e. La
cont em pló alej arse, hast a que se perdió. Si Marco no olvidaba, de vez en cuando, se hubiera
caído y se hubiera rot o en m il pedazos. «Alguna vez el hom bre se cansa, y cae hecho pedazos, rot o para siem pre.» Marco olvidaba, a veces, durant e un cort o t iem po, sum ergido fuera
del t iem po. Marco se levant ó y abrió los brazos, perezosam ent e. «Adelant e. - Hay que cont inuar. Hay que aguant ar. Afuera est á la calle.»
Cuando Marco descendió, Zazu ya se había perdido t ras una esquina, y no pudo encont rarla.
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Pequeño teatro
Ana María Matute
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Era ya noche cerrada cuando Marco fue a San Telm o en busca de I lé Eroriak. La luna brillaba sobre el m ar cuando le vio, echado en las gradas de la iglesia.
- ¡Marco, Marco! - le llam ó el m uchacho. Una gran alegría brillaba en sus oj os- . Creía que ya
no t e vería. ¿Acaso no querías volver conm igo?
- ¿Por qué no, m i buen I lé? ¿Hay algo que hacer?
- ¿No t e acuerdas?
I lé Eroriak se sent ó en las gradas de piedra, j unt o a Marco.
- ¡Est a noche hay función!
Marco se dio una palm adit a en la frent e.
- ¡Cóm o lo pude olvidar, m i buen llé! Es nat ural: m i enferm edad debilit a m i m em oria.
Pero I lé Eroriak no hubiera olvidado nunca una noche de función en el t eat rit o de Anderea.
Aquella noche era para él una noche lum inosa, llena de colores y de hist orias que le llevaban
lej os, llena de m agia, de ensueño. Los cuerpecillos cobraban vida, t odos sus dim inut os am igos se ponían en pie y hablaban. Hablaban de sus corazones escondidos, de sus pequeñas
vidas m ist eriosas y vulgares. Veía sus lágrim as y escuchaba sus risas...
- Los verás m overse, Marco... Marco, ¿m e escuchas? Verás al negro decir: ¡Ah, m i pobre, m i
pobre corazón se ahoga! ...
Marco sonrió vagam ent e. «La vida exist e. La vida debe de est ar escondida en alguna
part e...» Marco dej ó de sonreír.
I lé Eroriak explicaba que él podía ent rar grat is en el t eat ro de Anderea. E incluso t ocar los
m uñecos, det rás del t elón si se le ant oj aba. Él podía hacer t odo eso, porque Anderea era su
am igo. Pero si Marco prefería ir a la playa, no im port aba: irían a la playa.
- No, no - dij o Marco- . Solam ent e deseo una cosa: hablar.
Un enj am bre de m uchachos subían por la callej uela, corriendo, charlando. Todos acudían al
t eat rit o de Anderea. I lé Eroriak m iraba a Marco. La luna ilum inaba su cabeza, plat eándola con
vívidos dest ellos. Marco hablaba, hablaba con una voz dist int a, y t odo él, de pront o, parecía
t ransform ado. El m uchacho no com prendía el sent ido de sus palabras ni lo com prendería
j am ás. Pero escuchaba su voz, escuchaba su acent o. «Ahora est á cont ent o», pensó. Aquella
noche, Marco aparecía alegre, con una alegría dist int a a la que él conociera. «Debe de ser
bueno est ar cont ent o, com o ahora lo est á él. ¿Por qué se alegrará así la gent e, de pront o?»
Marco parecía poseído de un int enso fuego, que ilum inaba sus oj os. «Se parece a Arbaces.»
I lé Eroriak casi había llegado a creer que su am igo era realm ent e Arbaces.
Miraba sus m anos, el m ovim ient o de sus labios, cuando de pront o se dio cuent a de que
Marco est aba hablando de la hij a de Kepa, y al m uchacho le dio un vuelco el corazón. Se quedó
quiet o, ext rañam ent e t irant e. Al fin, dij o, con voz dura:
- Es una hechicera, una...
Em pezó a insult arla con las m ism as frases que oía a los pescadores. Pero Marco se echó a
reír. I lé Eroriak se m aravilló de aquella risa clara, j oven. Nunca había oído a nadie, y m enos
que a nadie al m ism o Marco, de aquella form a. Por ello se quedó un inst ant e cabizbaj o. «Yo
nunca m e alegraré así.» Nunca su corazón cont endría una alegría sem ej ant e. Acaso por vez
prim era I lé Eroriak experim ent ó un incom prensible sent im ient o de hum illación, que se m anifest aba en crecient e desasosiego. Cuant o m ás reía su am igo, m ayor era su zozobra. Com o si
una m ano le oprim iera lent am ent e la gargant a. Llevó la suya al cuello, rasgando la ropa, ya
t an dest rozada, de su cam isa. Repent inam ent e dej ó de insult ar a Zazu para decir:
- ¡No t e rías! ¡No t e rías, Marco! Te hablo de la hij a de Kepa. ¿Has oído? ¡Es la hij a de Kepa!
Marco le pasó el brazo por los hom bros. En aquel m om ent o sus oj os se posaron en los pies
callosos y delgados del chico, en los harapos que cubrían su delgado cuerpecillo.
- Hay que com prart e ropa nueva, m i buen I lé - dij o, repent inam ent e serio- . ¿Cóm o nadie se
ocupó de eso? Dim e, ¿Anderea se llam a am igo t uyo y no t e com pró nunca unos zapat os?
Un m urm ullo de voces y pisadas llegó hast a ellos. Por la callej uela em pinada, ascendían
lent am ent e las gent es de kale Nagusia. Con paso t ardo y digno, acudían ellos t am bién al
t eat rit o de Anderea, com o quien ot orga un gran favor.
Al pasar j unt o a ellos, saludaban algunos a Marco, a pesar de verle sent ado en las gradas
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Pequeño teatro
Ana María Matute
de la iglesia. Y decían:
- ¡Tenem os aquí t an pocas dist racciones!
Com o si les avergonzara acudir a la función de Anderea. Tam bién, al poco rat o, vieron llegar a Eskarne y a Mirent xu Ant ía, acom pañadas por Kepa Devar. Marco palm ot eó la espalda
del chico:
- Vam os t ú y yo al t eat ro t am bién, I lé Eroriak- dij o.
En la callej uela resonó su voz, am pulosa, y la luz arrancó reflej os a su cabeza rubia. El
corazón de la señorit a Mirent xu palpit ó con fuerza. Y le pareció que falt aba punt o de apoyo a
sus piernas cuando, súbit am ent e, su m irada encont ró los oj os alargados del forast ero.
«¡Señor! ¡Qué ext raño hom bre! » La señorit a Mirent xu buscó en su corazón una palabra
apropiada. Su lim it ado lenguaj e no hallaba una palabra. El corazón se había replegado en el
pecho virgen de la señorit a Mirent xu. «Radiant e.» Un vivo rubor subió a sus m ej illas. Un fresco rubor de m uchacha subió a sus pálidas m ej illas donde el t iem po había pasado com o una
som bra aburrida. «Hay algo radiant e de t odo él. Brilla por sí solo en est a calle oscura de
Oiquixa. ¡Qué ext raño hom bre, radiant e! » La señorit a Mirent xu quedó presa en aquella callecit a est recha, por donde, cuando era niña, subía y baj aba j uguet eando, t rayendo en la m ano
ram it os de m adreselva, de flor de m anzano. La señorit a Mirent xu, en m edio de la noche cálida, dent ro de sus m ej illas sin brillo, dent ro de su pecho de m uchacha envej ecida, de sus oj os
apagadam ent e inocent es, quedó encant ada, com o una de aquellas princesas de cuent o que
vivían en sus libros de adolescent e. Las princesas encant adas que dorm ían dent ro de los libros
encuadernados en t ela roj a, con el cant o dorado, que dej aba polvillo de m ariposa en las yem as
de los dedos. La señorit a Mirent xu t ropezó violent am ent e con la risa de Marco. Aquella risa
que era com o un m uro de cal, frent e a ella, reverberando al resplandor de la luna. Marco reía
con sus dient es grandes, brillant es, baj o la luna. La pobre señorit a Miren se llevó la m ano al
corazón. Eskarne se volvió hacia ella y dij o duram ent e:
- Vam os. No t e pares. Te quedas ahí, com o encant ada.
- No sé... No sé por qué se ríe - balbuceó la señorit a Miren, al oído de su herm ana.
- Es duro y desconcert ant e - dij o Eskarne, sent enciosa- . No int ent es explicart e a un hom bre.
Kepa se había aproxim ado a Marco.
- ¡Am igo m ío! - dij o- . Perdón por el m al rat o que le hice pasar est a t arde. Creo que m e puse
pesado. Yo...
Marco cort ó su pequeño discurso con un abrazo repent ino, que casi le dej ó sin respiración.
Kepa pensó, m irándole con el rabillo del oj o: «No creí que t uviera t ant a fuerza». Cuando se
liberó de sus brazos, lo present ó cerem oniosam ent e a las herm anas Ant ía, y el grupo avanzó
calle arriba.
Kepa hablaba alt o, deseoso de que sus vecinos de kale Nagusia volvieran la cabeza para
verle en com pañía del ext raordinario personaj e. La perla de su corbat a aparecía nim bada de
un raro resplandor.
Al verse solo, I lé Eroriak t repó rápido y silencioso, com o un rat oncillo, hast a el final de la
calle. Y ent ró en el pequeño t eat ro de Anderea.
34
Capítulo V
1
El anciano Anderea preparaba sus m uñecos. Le ayudaba en est as ocasiones el hij o de Joxé.
Hacía las veces de t ram oyist a y recit ador, y, en su gargant a, la t orm ent a adquiría proporciones
escalofriant es. El hij o de Joxé t enía t rece años; era list o, precoz y descarado. Se burlaba de
los m uñecos, y Anderea le vigilaba porque lo sabía ladronzuelo y ast ut o.
Hast a ellos llegaba el m urm ullo del público. Sólo falt aban unos m inut os para que el hij o de
Joxé alzase el t elón.
Anderea parecía t ransfigurado. Daba las últ im as inst rucciones al m uchacho, que le m iraba
con oj os brillant es, y de pront o, su voz, su viej a voz fam iliar, conm ovió el corazón de I lé
Eroriak.
Cuando I lé Eroriak llegó a la puert a del t eat ro de Anderea, las luces roj as y verdes est aban
encendidas. Baj ó la escalerilla que conducía debaj o del escenario, donde est aba su viej o
est ant e de los m uñecos olvidados. Hast a aquel m om ent o, el anciano no advirt ió su presencia,
y al verle allí, m enudo y despeinado, sent ado en el est ant e y con las piernas cruzadas, pensó
que m uy bien podría confundírsele con un m uñeco. Apenas era m ayor que ellos. Sus m iradas
se cruzaron, en un silencioso saludo.
At iende la señal, y repasa el decorado - dij o Anderea al hij o de Joxé.
El hij o de Joxé t repó al escenario. Baj o sus pies descalzos cruj ían los débiles peldaños.
Com o hacía calor, iba m edio desnudo y parecía un diablillo de m ueca burlona, encaram ado en
su puest o. La at m ósfera viciada le obligaba a respirar agit adam ent e, y arrugaba la nariz. «El
año que viene, saldré a la m ar - soñaba- . El año que viene dej aré al viej o y saldré a la m ar con
padre.» En aquel inst ant e sonó la señal, y el pequeño t ram oyist a alzó el t elón.
2
La señorit a Mirent xu no fue capaz aquella noche de seguir la t ram a de la com edia. Pero se
abandonó al ext raño hálit o que em anaba. Era com o un perfum e, int enso, viej o, de ext rañas
cosas t al vez soñadas. Aquellas vocecillas decían cosas, lloraban, reían de un m odo inquiet ant e, dent ro de un m undo que ella llevaba, sin saberlo, escondido en algún lugar desconocido de su ser. Algo de su propio corazón est aba en el pequeño escenario, dent ro de la t ela
roj a y verde, de la purpurina, de la engolada voz y de los m ovim ient os rít m icos de los
pequeños seres. Era un nueva com edia de Anderea, donde el am or se sent aba t rist em ent e en
un ángulo del escenario y cont em plaba perplej o el ir y venir de los m uñecos.
La señorit a Mirent xu t enía a su lado el perfil abst raído de Marco y pensó cuán herm oso sería
acariciar aquella cabeza ent re sus m anos. Sent ía una rara necesidad de acariciar aquellos sat inados cabellos, que adivinaba sedosos, resbaladizos baj o sus dedos. De cuando en cuando,
m iraba disim uladam ent e hacia aquel hom bre, y veía el rost ro acusada y ext rañam ent e felino,
el oscuro perfil ilum inado por las luces roj as, verdes, azules del escenario. Algo parecido al
t em or, un t em or desconocido y t al vez agradable, se despert aba en el pecho de la señorit a
Mirent xu cuando sus oj os t ropezaban con la boca grande, ancha, brut al, de aquel hom bre que
se llam aba Marco. Eran unos labios ligeram ent e prom inent es, voraces. Las som bras acent uaban el cont orno abult ado de sus póm ulos, y la señorit a Mirent xu se ext rañó del raro cont rast e
de la piel oscura, con el cabello, casi plat eado. «¡En qué raros m om ent os he vist o yo est e rost ro! No puedo saber cuándo vi yo est e rost ro. O una m áscara, parecida a est e rost ro. Los oj os
35
Pequeño teatro
Ana María Matute
oblicuos, los anchos póm ulos, los labios rudos de est e rost ro. No sé si lo soñé, de niña. O si
lo vi, t al vez, una t arde, en el parque, cuando llegó el hom bre del pequeño guignol, con su
cam panilla y su voz cascada. No sé si lo vi, un at ardecer, al pasear j unt o a la ría, cuando aquella t ribu de git anos acam pó con sus carros baj o el puent e. No sé si lo vi en el m ascarón de un
velero, o si lo soñé, o si no lo vi nunca y era lo que t em ía ver surgir de los rincones oscuros.»
En la sala del t eat rit o, rebosant e de público, la señorit a Mirent xu se quedó encant ada en
una edad herm osa, una edad en que el color de la hierba era dist int o, y la cam pana del puert o sonaba alegre, en vez de t rist e, cuando los buques part ían. La señorit a Mirent xu se quedó
encant ada en un t iem po j oven, crédulo, apasionado. Pero no era únicam ent e la señorit a
Mirent xu la que desat endía la farsa de Anderea, para espiar el rost ro del forast ero. Mil oj os se
clavaban en él, con disim ulo m ás o m enos logrado, y m il lenguas silenciosas se pregunt aban:
« ¿Qué pensam ient os guardará esa frent e? ¿Quién es, adónde va, de dónde viene?».
Pero el ext raño ídolo de la cabeza de oro parecía aj eno a t odo lo que no fuera aquella hist oria t rist e y cóm ica de m uñecos que am aban, envidiaban, reían, odiaban, perdonaban. A t odo
lo que no fuera aquellos gest os cuadrados, aquellas vocecillas exageradam ent e conm ovidas.
Kepa Devar not ó la expect ación que el forast ero causaba en la sala, y seguram ent e, sent íase part ícipe de aquella gloria. Con la barbilla levant ada y las m anos cruzadas sobre el puño
de su bast ón, Kepa m ovía los labios, com o si rezase. Sus oj os est aban fij os en el escenario,
en una m uñeca que, sin saber por qué, le recordaba a Zazu. «Hem os logrado una j uvent ud
perfect a.» De pront o, una voz áspera llegó a su oído, sacudiéndole. Era la voz de la señorit a
Eskarne, de la única persona que había seguido at ent am ent e el argum ent o de la farsa, aquella noche.
- Est o es inm oral - erij o la viej a señorit a.
Kepa baj ó bruscam ent e la cabeza y m urm uró algo que parecía un resoplido.
3
Ent ret ant o, baj o el escenario, agachado en un rincón, I lé Eroriak escuchaba la voz del
anciano, que daba vida a los m uñecos. Un rayo de luz azulada penet raba por la t ram pa de la
escalerilla que conducía arriba. Aquel rayo llegaba hast a los m uñecos del est ant e, y parecía
m anchar lívidam ent e las sonrisas pálidas. Las som bras de las caret as, acent uadas, dilat aban
ext rañam ent e la expresión de aquellos m uñecos que, m inut os ant es, parecían inofensivos.
Ahora, algo m onst ruoso se desprendía de ello, algo horrible y oscuro, que I lé prefería no m irar.
A la t enue claridad, brillaba t am bién, en el rincón, un hilo de plat a que t enía la araña. I lé
Eroriak recordó sin saber por qué, una frase de Marco. «¿Por qué no t e com pró unos zapat os?»
I lé Eroriak se det uvo a cont em plar, por vez prim era, sus pies heridos. Est aban ásperos, duros.
Tam bién sus m anos. I lé Eroriak apart ó la vist a con rara angust ia. «Nos irem os de aquí, com o
dos herm anos. Nos irem os m uy lej os. Y yo seré t an grande com o Kepa, porque él lo ha dicho.»
En aquel m om ent o llegó hast a allí el sonido dulce, lleno de una t rist eza am able, del violín de
Anderea. Era una m úsica que rodeaba el corazón de I lé, que lo apret aba suavem ent e, sin
dolor. En el escenario, los m uñecos lloraban por algo. I lé Eroriak t repó sigilosam ent e por la
escalerilla y asom ó la cabeza. Pendient es de sus hilos, los m uñecos de Anderea se m ovían, se
arrodillaban, se apart aban. Sin saber por qué, aquellos dos m uñecos, que t al vez se am aban,
le recordaban a Zazu y a Marco. «Son Marco y Zazu. Y yo, ¿dónde est oy?» Pero ningún personaj e se parecía a I lé Eroriak. En aquella farsa no había sit io para él.
Lent am ent e, el m uchacho descendió de nuevo a su est ant e. Los m uñecos olvidados le sonrieron baj o el polvo que palidecía sus facciones m ut iladas. «Marco nunca ha est ado aquí.
Marco t iene que venir aquí. Si es m i am igo, t iene que conocer a m is am igos. Pero será difícil
hablar de est o con Marco. Tal vez él no quiera verlo.» Desde la repisa, Arbaces le cont em plaba, escépt ico, con sus oj os alargados.
4
La farsa t erm inó. Anderea pagó al hij o de Joxé, y el chico salió corriendo a la calle. I lé
Eroriak se acercó al anciano y dij o:
36
Pequeño teatro
Ana María Matute
- Voy a t raer a Marco. Voy a buscarle, y a t raerle aquí.
- Tal vez est o no le gust e - dij o el viej o Anderea, sonriendoNo t odo el m undo es am igo de
m is pobres m uñecos.
Pero, al poco rat o, I lé regresaba, gozoso, t rayendo de la m ano a su exót ico am igo.
Marco ent ró agachando la cabeza, porque el chiribit il baj o el escenario era dem asiado baj o
para su est at ura. Sin em bargo, le agradó escuchar el eco que en aquel lugar producía su voz.
Tal vez est o le em puj ó a hablar, sent ado sobre una caj a de m adera. Em pezó a hacer pregunt as al anciano, dem ost rando una súbit a curiosidad por t odo cuant o se refiriese al art e de t allar m uñecos y fabricar caret as.
- ¿Es ust ed m ism o quien invent a esas hist orias? - dij o, al cabo- . ¿Ust ed m ism o quien urde
est os dram as com o el de est a noche?
Anderea asint ió.
- ¡Oh! Ust ed m ism o invent a la hist oria, ust ed m ism o t alla los m uñecos adecuadam ent e... ¿Es
así?
- Ciert am ent e.
Marco rió bruscam ent e.
Am igo, m i buen am igo - dij o- . He de confesar que no he logrado alcanzar el verdadero sent ido de vuest ra farsa.
En aquel m om ent o, I lé levant ó vivam ent e la cabeza, y m urm uró:
- No es t u am igo.
Pero Marco ni hizo caso, y prosiguió:
- ¡Ah, m i querido am igo, m i viej o am igo Anderea! He aquí lo que he observado: Creáis hom bres de m adera, y luego os reís de ellos. Los obligáis a am arse, y os burláis de su am or. No
creéis en sus t ragedias, y los sacrificáis a ellas. ¡Ah, Dios m ío! Bien claro he vist o que hacéis
de su corazón una caricat ura, del m ism o m odo que sust it uís la vida por un t rozo de m adera.
Sí, no se puede negar que t am bién os burláis del público que llora y del público que ríe. Pues
bien, ¿qué opináis de m í, que no supe reír ni llorar vuest ra farsa?
En un derroche de condescendencia, Marco apoyó su m ano en la espalda del anciano.
- ¡Oh, no puedo opinar! - dij o Anderea- . Yo t am bién soy un m uñeco.
- ¡Pero sabéis m anej arlo! - dij o Marco, con viveza. Y añadió- : Decidm e, ¿qué hacéis aquí,
encerrado en est e aguj ero? Sois un art ist a, un gran art ist a. Nunca vi un t eat ro com o el vuest ro, y t ened present e que he recorrido herm osos países, y he vist o grandes cosas. Oiquixa,
no lo olvidéis, es m ezquina. Oiquixa j am ás os reconocerá valor alguno, nunca os rendirá el
respet o ni el cult o que t al vez m erecéis... Suponed, por ej em plo, que m orís. Suponed que,
ent onces, descubren ( t al vez, ¿por qué no?, un forast ero) quién sois y cóm o sois. ¿Qué harán
ent onces los cerebros exprim idos de Oiquixa? ¿Qué harán los exprim idos, los secos y
m ezquinos corazones de Oiquixa? Acaso grabar en la piedra de vuest ra t um ba: «Anderea.
Const ruct or de m uñecos». ¡Ah, m i buen am igo, no es est o lo que vos m erecéis!
- ¡Ah, ya! - dij o Anderea, lim piando el polvo de las carit as de m adera- . Est áis hablando de la
gloria. Yo no sé qué es la gloria.
Marco hizo un gest o de suficiencia.
- Bueno, ya com prendo que preferís saber en qué consist e la vida. Lo com prendo, lo com prendo perfect am ent e. ¡Bueno! Cont em plad la hierba de los cem ent erios, cont em plad el
est iércol. ¡Qué m ás da!
- La vida t endrá el sent ido que cada uno desee darle - dij o el anciano- . Pero m i opinión carece
de valor. Tam poco int errogo a los dem ás. Soy un pobre viej o que vive aquí debaj o, t rabaj ando para com er. Ést a es la única verdad.
Marco arrugó la nariz.
- Mi buen Anderea, viej o am igo: a la vida no se la puede t om ar com o argum ent o de una
farsa. Es preciso vivirla.
Anderea abrió los brazos y fij ó en Marco sus oj illos burlones.
- ¿Y qué queréis que haga un pobre viej o ignorant e com o yo? Mi única int ención es
aprovechar, t al vez, las experiencias que la vida ofrece, convert irlas en un sim ple cam bio de
decorado, en un sencillo im pulso de los hij os que m ueven unos bracit os de m adera.
Solam ent e, com o sabéis, para poder com er. Soy viej o, pero t am bién m e gust a, los dom ingos,
37
Pequeño teatro
Ana María Matute
t om ar una copit a de aguardient e, después de las com idas. ¿Hay algo m alo en ello? No concedo a m i art e m ucha im port ancia. Todo eso de la gloria, t odo eso de la vida, t an herm oso, que
decís, est á lej os de m i reum a y m is achaques.
Marco quedó pensat ivo.
- Os adm iro - dij o al fin, con énfasis.
I lé Eroriak, im pacient e, le puso a Arbaces ent re las m anos, obligándole a exam inarlo. Luego
int ent ó enseñarle uno por uno sus viej os y queridos com pañeros de sueño. Pero Marco est aba dist raído, lej ano. Por unos inst ant es hizo un esfuerzo y fingió int eresarse en la conversación
del m uchacho. Cuando I lé explicó que dorm ía en el est ant e, Marco dij o: «Ext raordinario». Y
aún añadió m uchas cosas m ás, a las que nadie prest ó at ención. Finalm ent e, exclam ó:
- Si m e lo perm it ís, yo t am bién quisiera dorm ir aquí est a noche.
Sin aguardar la respuest a se encaram ó al est ant e. Sin em bargo, la post ura result aba m uy
incóm oda, a causa de sus largas piernas: con lo que su ent usiasm o m urió definit ivam ent e.
- Vám onos de aquí, m i buen I lé. Hace m uchísim o calor.
Se enj ugó la frent e y t repó por la escalerilla, com o si de pront o descubriese que le falt aba
el aire para respirar. Al pasar j unt o al idolillo que represent aba a Arbaces, lo em puj ó inadvert idam ent e y la pequeña figura cayó al suelo, rom piéndose.
Cuando Anderea se quedó solo, recogió cuidadosam ent e los pedazos del egipcio e hizo con
ellos un m ont oncit o.
38
Capítulo VI
1
- Lo que yo realm ent e no com prendo - dij o la señorit a Eskarne- es por qué razón un hom bre
de su elegancia espirit ual, de su «clase» indudable, lleva a t odas part es consigo a ese sucio
chicuelo, haragán y borrachín.
Hallábanse am bas señorit as en casa de Kepa Devar, en una de aquellas largas sobrem esas
dom ingueras. Su anfit rión aplast aba t ozudam ent e baj o los dedos unas m iguit as de pan que
rodeaban su plat o com o una granizada.
- Y, adem ás - cont inuó explicando la señorit a Eskarne- , si lo que pret ende dem ost rarnos es
su caridad, ot ras son las cosas que debería proporcionar al m uchacho, en lugar de chacolí. Y
t am bién debería com prender est o: que ot ras personas m ás aut orizadas y de m ás experiencia
en ot ras cosas, nada bueno han logrado con ese chiquillo. ¿Qué va a hacer él? ¡Dios clem ent e!
Si no hem os conseguido nosot ras, pese a nuest ra buena volunt ad, pese a la paciencia y am or
que caract eriza nuest ra Asociación, rem ediar la desgracia de ese pobre loco, ¿cóm o va él a
pret enderlo?
Zazu sonrió. Sus cruzadas m anos t enían un aspect o suave y apacible, y sus oj os parecían
perderse en los reflej os del sol, t ras la vent ana. Su t ía Mirent xu la observaba, int ent ando adivinar el pensam ient o de aquellos oj os. Se acercó a ella, y confidencialm ent e, con aquella voz
de niña envej ecida que la caract erizaba, le habló:
- Es un hom bre brusco y ext raño. A veces em pieza a reírse sin m ot ivo, sin saber por qué, y
ent onces consigue hacer sent ir una violencia m olest a... ¡Qué sé yo! Parece com o si se burlara
de una y hast a llegase a averiguar lo que de él se est á pensando.
Mirent xu se det uvo bruscam ent e, porque los oj os de su sobrina, de un oro frío y brillant e,
la m iraban con fij eza. En aquel inst ant e, Eskarne int ervino:
- Est á engreído. Cree que lo que él hace, bien hecho est á. Todo, porque un cent enar de
m onigot es adm iran hast a su feo balanceo al andar. Y eso no es j ust o: t odos debem os reconocer nuest ros defect os. Él cree que por t ener a Oiquixa m aravillada de su am ist ad con ese pobre
loco I lé Eroriak, ej erce un verdadero act o de caridad. ¡No, no es ést e el cam ino! No se redim e
así a un pobre ser lleno de pecado e ignorancia.
Los oj os de la señorit a Eskarne parecieron em pinarse m ás sobre su m aj est uosa nariz. Sus
labios est aban pálidos de cólera cont inuada. Tosió ligeram ent e, y procuró dulcificar el acent o,
al añadir:
- Voy a procurar algo. Hem os de ayudarle, al fin y al cabo, porque lo ciert o es que...
- ¡Sí, sí! - chilló casi Mirent xu, súbit am ent e arrebolada- . Así debe ser. Hay que ayudarle,
porque su int ención es buena. Pero no est á acost um brado y no sabe cóm o m anej arse.
- Ayudarle a él - dij o Eskarne en t ono sent encioso- será ayudarnos a t odos.
Kepa escuchaba en silencio. Est aba acost um brado, desde hacía m uchos años, a respet ar la
conversación de aquellas pesadas sobrem esas dom ingueras. Si se lo hubiesen pregunt ado, t al
vez no hubiera podido decir de qué hablaron los dom ingos, después de com er, durant e t ant os
años. Vagam ent e recordaba que m ient ras Zazu fue pequeña, Eskarne exponía proyect os y
proyect os sobre la niña. Y est os planes venían siem pre acom pañados de ej em plos, de los que
invariablem ent e se desprendía una lección. Tan am arga y dura que el corazón de Kepa se
encogía.
Ahora, Zazu era una criat ura ext raña, que se burlaba de su t ía, de sus consej os y de sus
velados reproches. Est o no lo sabía Kepa de una m anera concret a, pero lo adivinaba en las
39
Pequeño teatro
Ana María Matute
m iradas rápidas e int ensas de su hij a, en sus frases secas y breves, en sus risas int em pest ivas y agudas, t an poco frecuent es. Zazu parecía conocer el punt o m ás vulnerable del corazón
de sus t ías, de cualquier ser, y era lo ciert o que procuraba herirlo. Casi siem pre lo conseguía.
Pero, a pesar de est as observaciones, Kepa no llegaba al fondo de aquellos pequeños problem as fam iliares. En relación a su fam ilia, vivía com o separado por un velo, que le m ost raba los
hechos de un m odo confuso y borroso. Todo su ser luchaba por rasgar ese velo, sut il y t errible, pero no lo lograba. Nada había t an sórdido y lleno de angust ia com o aquella especie de
penum bra en que vivía. Kepa hubiera preferido ser ciego.
- Est a noche, Marco cenará con nosot ros dij o, al fin—- . De est e m odo t endréis ocasión de
hablar con él y decirle t odas esas cosas que deseáis. ¿Os parece bien?
Eskarne asint ió com placida y los oj os de Mirent xu se llenaron de luz. En cam bio, Zazu se
levant ó bruscam ent e de la m esa y salió de la habit ación, sin decir nada.
- Est á m uy m al educada, Kepa - apunt ó Mirent xu, con rara dulzura.
Pero la señorit a Eskarne est aba dem asiado preocupada con la ent revist a, y reanudó con brío
el m anoseado t em a «Marco e I lé Eroriak».
2
Aquella noche la luna apareció int act a, redonda, dañina. Marco llegó punt ual, con su t raj e
blanco, ext rañam ent e inm aculado. Abot onado ent eram ent e, su cuerpo delgado, elást ico, t enía
algo irreal. Las señorit as Ant ía se abanicaron precipit adam ent e ant e su larga inclinación. Kepa
t osió ligeram ent e.
La cena t ranscurrió lent a y aburrida. Marco hablaba poco y sus frases t enían una corrección
fría, que levant aba ext rañas barreras en la conversación. Varias veces int ent ó Eskarne, t ras
un carraspeo expresivo, iniciar el t em a que le int eresaba. Pero, com o si el forast ero lo adivinase, hábilm ent e desviaba el derrot ero de su charla. De est e m odo, t ant as cosas quería decir
la señorit a Eskarne, t ant as cosas había preparado, que las palabras se le apelot onaban en su
lengua y no hallaba m om ent o propicio para darles libert ad. Un nudo grande iba creciendo en
su gargant a y t odo cuant o se llevaba a la boca iba t om ando un gust o ácido e insoport able en
su paladar. La ira se adueñaba de ella, pero est aba acost um brada a frenarla, con nervios
duros. Todos los discursos m inuciosam ent e preparados, referent es al aut ént ico y verdadero
sent ido de la caridad, se enredaron en la lengua nerviosa e im pacient e de la viej a señorit a. En
cuant o a su herm ana Mirent xu, apenas si pudo hacer ot ra cosa que m irar al hom bre rubio, con
m irada húm eda, ext rañam ent e regresada a un t iem po lej ano. A un t iem po raram ent e recobrado, donde los ruidos y las voces, am ort iguados, parecían cubiert os por una pát ina de polvo.
A un t iem po en el cual pudieron ocurrir m uchas cosas y no había ocurrido nada. El encant am ient o de la señorit a Mirent xu consist ía, t al vez, en aquel aplazam ient o que el t iem po había
reservado a su lim it ado corazón. El t iem po no rodó, no huyó, durant e un largo parént esis, en
el corazón de la señorit a Mirent xu. Y el t iem po regresaba, el t iem po volvía at rás y esperaba,
t al vez, que ocurriera t odo aquello que debiera haber sucedido.
Ext rañam ent e a cuant o t odos pudieran pensar, la única persona que durant e la cena se
m ost ró locuaz y anim ada fue Zazu. No parecía ella. Kepa la m iraba est upefact o. «Parece una
m uchacha com o las ot ras. Com o Ana Luisa, com o las hij as del capit án. Com o t odas las ot ras
m uchachas de kale Nagusia.» Zazu reía, hablaba de cosas insust anciales y graciosas, de cosas
ingenuas y vivas. De cosas que ocurrían en Oiquixa, o que, por lo m enos, debieron ocurrir.
Zazu había t eñido sus párpados de azul y recogido su cabello en un peinado apret ado. Casi
parecía guapa.
De vez en cuando, Marco observaba su perfil, cuya fría dulzura se quebraba en la nariz
cort a, ancha y brut al. Pero sus pest añas eran suaves. Y su frent e, t an pura. Marco desviaba
la m irada. La proxim idad de Zazu le producía una sensación agridulce, que le inquiet aba.
Tal vez por eso, cuando la m uchacha salió al j ardín no pudo evit ar el seguirla. La cena t ranscurrió sin gracia, y, en la pequeña salit a el café t enía una am argura espesa, insoport able.
Afuera est aba la luna, est aba el silencio. Baj o los pies de Zazu, su som bra se balanceaba,
com o un velero soñado. Marco se aproxim ó con suavidad, y Zazu se volvió a m irarle. «Sabía
que vendría. No debía hacerlo. Pero no había m ás rem edio. Las cosas suceden siem pre, fat al-
40
Pequeño teatro
Ana María Matute
m ent e. No quería hacerlo, pero había de ser así. Parece un gat o grande y ext raño. A veces, ni
siquiera parece un hom bre.» Marco andaba sigilosam ent e sin hacer ruido. Se det uvieron baj o
el t upido em parrado, y en la casi oscuridad brillaban sus pupilas. El cent ro de los oj os, dent ro
de su esfera verde, irisada, t enía una fij eza alucinada, inhum ana. Eran los oj os de los locos,
de los niños. Eran los oj os del sueño, de lo que no exist e. Dent ro de aquella esfera verde cabía
la esperanza, cabían la sed y las grandes noches desveladas, en que los m uchachos pobres se
creen poderosos. «Son aquellas esferas de plat a que colgaban de un hilo y se balanceaban.
Son aquellas esferas brillant es, ligeras com o espum a, que colgaban del árbol de Navidad, en
un invierno, cuando yo t enía seis años. Aquellas esferas que colgó de un árbol el viej o ext ranj ero que hablaba un idiom a ext raño. Recuerdo cóm o t odo se reflej aba dent ro de las esferas,
pero de un m odo diferent e, herm oso, inalcanzable.» Zazu se m ordió los labios. «No m e gust a.
Aborrezco el sueño. Le aborrezco a él.» Pero no se podía m irar a aquellos oj os, porque dent ro de ellos había cosas que dolían. Com o globos de colores barridos por el vient o, com o hoj as
barridas por el vient o. Ninguna ola bienhechora borraba aquel paisaj e; no había m ar capaz de
lim piar aquella arena t urbia, irisada. Aquella arena que t enía la t raidora suavidad del polvo.
«Cuando yo t enía seis años, llegó un viej o m arino ext ranj ero. Era la noche de Navidad y nadie
m e hablaba a m í de la noche de Navidad. Pero aquel viej o m arino sacó de su m alet a unas herm osas bolsas de plat a y las colgó de un árbol de m i j ardín. Aquel viej o ext ranj ero hablaba un
idiom a ext raño que nadie, except o yo, ent endía.» Zazu baj ó los oj os, con un raro cansancio.
«Hubiera dado años de m i vida porque est e hom bre rubio, porque est e hom bre desapacible
no m e hubiera seguido hast a aquí.» Pero Marco est aba allí, y nadie podía ya evit arlo. Zazu sint ió aquel m iedo ext raño que la invadiera una t arde, en la playa, al escuchar su voz. «¿Y por
qué he de t em erle? ¿Por qué, si no m e at raen ni m e im presionan sus supuest as originalidades?
Sé que él es únicam ent e un pobre neurast énico, un pobre vanidoso enferm o. Sé que es, sobre
t odo, odiosam ent e vulgar.» Zazu volvió a m irarle. Marco no le gust aba. Su cuerpo no le gust aba. Ella siem pre había preferido los hom bres rudos y m orenos.
Siguiendo un im pulso inevit able, Marco rodeó su cuerpo con los brazos. Zazu int ent ó
desasirse, sin m ucha energía. A la claridad lunar, los oj os de la m uchacha aparecían m arcadam ent e diferent es, y sus ent reabiert os labios t enían una expresión est úpida. «Nada queda
de aquella criat ura que yo vi ent re el m ar y el cielo - pensó Marco- .Sin em bargo, j am ás una
m uj er m e pareció t an herm osa.»
- Déj am e - dij o la m uchacha, con frialdad- . No es obligat orio besar a una m uchacha, baj o la
luna.
Marco sonrió.
- ¡Oh, Zazu, la hij a de Kepa! - En su voz había una burla suave- . No t rat es de luchar cont ra
lo inevit able. Era nat ural t odo est o.
Zazu hizo una m ueca que afeó su rost ro:
- ¡Qué absurdo eres! ¿Cont ra qué he de luchar? Nada m erece la pena. No sé de qué m e
hablas ni m e int eresa.
Marco suspiró exageradam ent e, y, sofocando su risa, exclam ó:
- ¡Oh, Zazu, Zazu! Una t arde t e vi sobre el fondo del cielo y del m ar. Parecía que el m undo
ardía a t us pies. Ent onces...
Zazu le int errum pió con im paciencia:
- No im it es a los m uñecos de Anderea. Solam ent e t e falt a decir: «Te había soñado durant e
m ucho t iem po, sólo t ú podrás apagar m i sed...». ¿No t e das cuent a de lo ridículo que m e pareces? ¡Oj alá pudieras deslum brarm e!
Zazu rio ahogadam ent e, y él la im it ó. Sin em bargo, él no la besaba. Solam ent e quería ver
el fondo de sus oj os.
El j ardín de la casa de Kepa era un j ardín grande y abandonado. Por doquier crecían las
m alas hierbas, y la hiedra y las enredaderas t repaban por las t apias.
- ¿No conoces a una m uchacha que se llam a Ana Luisa? - dij o Zazu burlonam ent e- . Se enam orará de t i, y escuchará t u voz, con los párpados cerrados. Adem ás, t iene los oj os azules.
Marco volvió a abrazarla, riendo ruidosam ent e. Pero est a vez Zazu se deshizo de sus brazos, y añadió:
- ¡Oh, Marco, cuánt o lo sient o! La verdad es que la prim era vez que m e fij é en un hom bre,
41
Pequeño teatro
Ana María Matute
ést e era un descargador del m uelle, sucio y desgreñado. Tenía los oj os negros, y ciert am ent e,
no se parecía a t i.
Marco no podía cont ener la risa. Sus dient es, grandes y crueles, brillaban. Zazu, de pront o,
no pudo evit ar una pregunt a:
- ¿Por qué t e ríes?
Ent onces, algo ext raño se quebró en la at m ósfera. Algo que se t rizaba de un m odo inesperado, que los hería com o una lluvia de agudos cascot es. Repent inam ent e la risa de Marco
cesó. I nconscient em ent e se vieron cerca uno de ot ro. La voz de Marco era de nuevo su voz
apasionada y honda, aquella voz que ella t em ía.
- Si m e quisieras - dij o Marco- , nuest ra vida parecería una leyenda. ¡Oh, Zazu, si t ú m e
quisieras, t odo sería diferent e! Zazu, herm osa Zazu, no creas que serías feliz: pero t ú seguirías
m is pasos, besando las huellas de m is pies. Y, al fin y al cabo, yo siem pre volvería a t i. Zazu,
herm osa criat ura, dim e: ¿por qué no vienes conm igo? Hay algo en m í que nadie conoce. Zazu,
t ú sabes que m is oj os no se parecen a los dem ás oj os. Zazu, no t engas m iedo de m is oj os. Ya
sé que no conoces el am or. El am or es m uy dist int o de t odo cuant o t ú puedas im aginar.
Zazu evit ó m irar aquellos oj os. Sin em bargo, ahora, el rost ro de Marco perm anecía en la
som bra, y solam ent e era su voz la que llegaba com o un resplandor m ás vivo, m ás ardient e.
- Escúcham e. ¡Cuánt o daría yo porque t ú, solam ent e t ú, m e escucharas! ¡He deseado t ant os años podert e decir a t i t odo lo que sucede en m i corazón! Zazu, escúcham e hoy. No son
las necedades que escuchast e aquella t arde en la playa, cuando t e escondist e en la cueva, lo
que yo quiero que oigas. No son esas cosas las que im port an. Hay algo que est á agazapado
en el fondo de m i voz y sólo t ú puedes ent ender. ¡No huyas, no huyas de m í! ¡Ah, Zazu, t am poco yo deseaba encont rart e! Tam bién yo t engo m iedo, a veces. Zazu, hay un peligro grande
en est e m om ent o. Tú no lo sabes, pero hay el gran peligro, un peligro enorm e de que se descubra el lugar donde van a refugiarse los pobres ladronzuelos que sueñan; que se descubra el
ham bre de los m uchachos que piden lim osna, que se descubran los harapos y los zapat os
rot os.
Zazu levant ó vivam ent e la cabeza. Había en la voz de Marco algo que la desesperaba, algo
que la hundía sin rem edio. Zazu le int errum pió, brusca:
- ¡Cállat e! No digas m ás est upideces. Nadie puede ent ender lo que t ú dices. A nadie im port an t us t ont erías, t us palabras huecas. No t iene sent ido nada de lo que est ás diciendo. Y, en
t odo caso, no es a m í a quien im port a.
Marco calló y baj ó la cabeza. Luego volvió a m irarla y sonrió. De nuevo procuraba dar a su
t ono un t im bre efect ist a.
- Me hubiera gust ado cont art e cosas. Mi vida est á llena de hist orias divert idas. ¿No has
escuchado nunca cont ar hist orias a los viej os m arinos?
Zazu no dij o nada. Le m iró, int errogant e.
- Sí - cont inuó Marco- . Las veladas se am enizan, a veces, con hist orias de viaj es. ¡Podría cont art e t ant as cosas! Aquí, en Oiquixa, supongo que la vida no será m uy variada. A t odas las
m uchachas les gust an las hist orias. - Zazu sonrió, casi dulcem ent e- . Yo soy hij o de un hom bre
poderoso. Pero ese hom bre est á ya cansado de m í. ¡Qué le voy a hacer! Mi abuelo fue un gran
avent urero, y yo lo llevo en la sangre. Cuando era niño m e escapé del colegio varias veces.
En la isla donde nací, t odo el m undo conoce m is andanzas de m uchacho. Todos dicen: «¿No
conocéis la últ im a avent ura del t ercer hij o del gobernador?». Yo sé que m is hist orias son divert idas y ent ret ienen a las m uchachas, durant e las veladas de invierno. Pero m is herm anos no
m e am an. No se am a a un herm ano que enam ora a sus m uj eres, a sus novias, a sus am ant es.
No se am a a un herm ano que, en el fondo, es el predilect o del gobernador. ¡Ah, el buen viej o
am enaza con desheredarm e, pero nunca lo hará, y ellos lo saben!
Marco volvió a callar. Pero, en vist a de que ella nada decía, cont inuó:
- Una vez am é a una herm osa m uj er, y cuando m ás grande era m i am or, la abandoné. No
puedo soport ar el declive de las cosas. No puedo soport ar el desencant o, la agonía. Fue el día
que huí de la isla donde m i padre es t an respet ado. Nunca m ás volveré.
En el cielo, las est rellas roj as, verdes y azules parecían escuchar su voz, at ent as. Zazu m iraba obst inadam ent e al suelo, donde la hierba era salvaj e, húm eda, llena de abroj os.
I nesperadam ent e, Marco dij o, com o si acabara de ocurrírsele una idea lum inosa:
42
Pequeño teatro
Ana María Matute
- ¡Oh, Zazu, ya sé qué voy a hacer! Voy a buscar t u corazón, y un día u ot ro, lo encont raré.
Cogió con rudeza la barbilla de la m uchacha y la obligó a levant ar su rost ro hacia él.
- ¿Por qué t e has pint ado de azul los párpados? - dij o- . ¿Sabes lo que m e recuerdas? Yo t engo
un velero m uy herm oso, que un día conocerás. Pues bien: con el cabello recogido y los párpados azules, t e pareces a la sirena del m ascarón de proa.
Cont ra su volunt ad, Zazu halló de nuevo sus oj os. «Aquellas esferas que t al vez hubieran
volado, a im pulso del vient o. Que t al vez el vient o las hubiera arrast rado, com o páj aros que
buscan una t ierra cálida.» Zazu ocult ó a la espalda sus m anos t em blorosas. Suavem ent e, los
dedos de Marco desprendieron las horquillas de su cabello, que, lacio, se derram ó con un brillo sedoso. La voz de Marco se sobresalt ó:
- ¡Dios m ío! - dij o- . ¿Te das cuent a? Tus oj os est án llenos de lágrim as.
No era verdad, pero ella sabía que en su corazón, de pront o, había piedad. Una rara piedad,
una rara curiosidad por conocer el lugar donde van los golfillos descalzos a soñar en riquezas
y poder. Zazu quiso rebelarse cont ra aquella piedad, y su corazón se llenó de ira. «No m e gust a
est e hom bre. No m e gust a ni su cabello rubio ni sus m anos suaves ni sus oj os de vidrio.» Pero
ya era t arde. Sent ía el dolor de sus dient es agudos, y ella buscaba sus besos. Y m ient ras la
apret aba cont ra su pecho, y m ient ras sent ía el golpear de aquel ext raño corazón, ella se
repet ía: «Aborrezco a est e hom bre y t odo lo que dice est e hom bre».
Zazu se desprendió violent am ent e de los brazos de Marco. Miró a la luna, y la encont ró rot a,
det rás de las ram as negras de los árboles. Con paso rápido se dirigió de nuevo a la casa. Marco
la siguió, silencioso, com o su propia som bra.
Dent ro, la señorit a Mirent xu aplast aba la nariz cont ra el crist al de la vent ana, y cerró los
oj os en un súbit o desfallecim ient o. Eskarne perm anecía rígida, sent enciosa. Kepa em pezaba a
beber y las m iró est úpidam ent e.
3
Cuando el hom bre rubio se m archó de casa de Kepa, el cielo palidecía. Buscó a I lé Eroriak
y le habló de ella. Fue ent onces, al descubrir su am or, cuando su voz y su sangre se
enardecieron. Parecía est ar lleno de una gran pasión.
- No lo dudes, I lé Eroriak - dij o al fin- . Ella es la m uj er de m i vida.
I lé Eroriak est aba at urdido. Tit ubeant e, pregunt ó:
- ¿Para siem pre? ¿Siem pre?
Rendido al fin, Marco se acom odó com o pudo en los peldaños de piedra. A su lado, el
m uchacho parecía un rat oncillo. «Hom bro con hom bro, baj o las est rellas.»
- ¿Qué dices, m i buen I lé?
- Digo que si es para siem pre.
- ¡Oh, no ent iendes! - dij o él pacient em ent e- . Digo que es la m uj er que recordaré m ient ras
viva.
Se durm ió, pero su sueño fue int ranquilo y cort o. Al am anecer, las calles de San Telm o se
volvieron de un raro t ono azul y oro. Sus vivos dest ellos despert aron a I lé Eroriak, que se
incorporó y abrió los oj os.
Una figura inm óvil cont em plaba ávidam ent e el sueño de su am igo. El corazón del m uchacho t em bló. Era la hij a de Kepa.
Tím idam ent e, I lé dio con el codo a su am igo. Luego, se volvió de espaldas y cerró los oj os.
No quería ver ni oír.
Cuando, poco después, se volvió a m irarlos, vio cóm o am bos se alej aban j unt os hacia la
playa. El vient o agit aba los cabellos de Zazu.
Ha venido ella a buscarle - se dij o, pensat ivo- . ¿Por qué se am arán?
Él nunca com prendería el am or.
43
Capítulo VII
1
Marco parecía m uy cont ent o, y su alegría llegaba hast a I lé Eroriak com o el resplandor de
una hoguera. Cuando Marco est aba cont ent o, crecía sensiblem ent e a los oj os de su pequeño
am igo, y m ás y m ás el ídolo se elevaba sobre su pedest al. El corazón del m uchacho descalzo
se llenaba de grat it ud, porque Marco le daba de com er, le com pró un cort aplum as, y, al fin,
un día lograron salir a la m ar en la barquilla de Joxé.
I lé Eroriak se t endió en el fondo de la lancha. Era una t arde apacible, y las aves cruzaban
el cielo, volando sobre su cabeza, chillando. Con los oj os cerrados, dej ábase m ecer suavem ent e. A sus oídos llegaba el ruido de los rem os sobre el agua. Marco rem aba con vigor, y su
voz se elevaba en una alegre canción m arinera.
- No olvides, m i buen I lé - decía- , que soy hij o de hum ildes pescadores, y que nací en una
barca. Conozco bien est e m undo.
I lé pensó en qué felicidad t an grande sería si aquello durara indefinidam ent e. Le habría gust ado perm anecer así, siem pre, t endido en la barca, oyendo cerca el rum or del m ar, el chillido
de las gaviot as. Si ent reabría los párpados, veía el azul del cielo, lim pio, casi t ransparent e.
Una dulce sensación de bienest ar le invadía. Un agradable sopor em pezaba a adorm ecerle. El
sol, a t ravés de sus párpados, se part ía en m il crist alit os de colores, y alguna que ot ra vez una
ola t raviesa que quería j ugar con él, le salpicaba la cara. «Sería bueno que est o no acabara
nunca», pensó. Pero era im posible. Bien sabía llé Eroriak que t odas las cosas t ienen su fin.
Aquello t am poco duraría siem pre. I lé Eroriak se incorporó y m iró a Marco. La brisa levant aba
el rubio cabello de su am igo, y, despeinado, t enía ciert o parecido con la cabeza de ciert o
Arlequín que fabricó el anciano Anderea. Un m uñeco de cabellos de color de paj a, que yacía
olvidado en el est ant e. Marco le m iró y dij o:
- No t e t iendas en el fondo de la barca, m i buen I lé. Los m uchachos que se t ienden en el
fondo de las barcas, no pueden nunca despert ar.
I lé int ent ó ayudar a rem ar a su am igo. Pero los rem os le pesaban dem asiado, y era t orpe,
desm añado. Ent onces se sent ó frent e a su cam arada, y est uvo largo rat o m irando al forast ero.
«Es m i herm ano», se decía. Un hondo, oscuro agradecim ient o brot aba del fondo de su pecho,
com o una ola grande o poderosa. «Si alguien quisiera hacerle daño, le m at aría. Si, cuando él
y yo nos t endem os en los peldaños de la calle, o en las gradas de la iglesia, alguien quisiera
hacerle daño, yo le m at aría. Si alguien prent endiera clavar un puñal en su corazón, yo le prot egería con m i cuerpo... Y si fuese el m ar quien lo llevara, yo m e lanzaría al m ar y se lo
quit aría.» Así, su m ent e calent urient a im aginaba m orbosam ent e t oda clase de desgracias, de
las que él pudiera salvar a su am igo, a su herm ano. Casi deseaba que un gran peligro le acechase para poder defenderle, aun a cost a de su propia vida.
Al at ardecer, la lancha at racó en el m uelle de los pescadores. Ent onces, con una risa ext raña
y súbit a, Marco le abandonó. I lé le m iró ir, pensat ivo. Sabía que iba en busca de la hij a de
Kepa. Est e pensam ient o le t urbaba y desconcert aba. Se había alej ado de Marco por culpa de
la m uchacha, y no obst ant e, cuando él le hacía part ícipe de m il confidencias, cuando Marco le
hablaba de ella apasionadam ent e, y le agradecía lo que pom posam ent e llam aba «su renacer»,
I lé sent ía cóm o su corazón se llenaba de grat it ud hacia ella, porque los unía aún m ás.
I nconscient em ent e, los pasos de I lé le llevaron al t abuco de Anderea. «Voy a enseñarle m i
cort aplum as», se dij o. Desde la noche de la farsa, no habla vist o a su anciano am igo. Anderea
est aba ret ocando los roj os labios de Colom bina, pero abandonó su t rabaj o para exam inar con44
Pequeño teatro
Ana María Matute
cienzudam ent e la navaj a.
- Es m uy herm osa erij o- . Vam os a probarla.
Tom ó un pedazo de m adera y cort ó algunos t rozos. I lé Eroriak m iró en derredor. «Todo sigue
igual. Est o es m ío.» Se encaram ó al est ant e y apoyó la cabeza cont ra la m adera. Muy cerca,
t ant o que casi le rozaban la cara, unos oj it os de crist al le m iraban. Eran dos bolit as de vidrio
verde, com o cascot es de bot ella rot a. I lé Eroriak dij o, en voz m uy baj a:
- ¡Hola, am igo! ¿No sabes?, hem os salido a la m ar.
Los cuerpecit os de m adera, las pupilas de vidrio verde, donde se reflej aban dim inut os y convexos m undos, parecían escuchar. I lé Eroriak lim pió con la m ano el polvo que cubría aquellas
pequeñas esferas t ransparent es, y el m uñeco pareció agradecérselo con un súbit o brillo en la
m irada. I lé cont inuó, quedam ent e:
- Pensé que si el m ar se lo llevase...
I lé Eroriak cont inuó enum erando peligros, posibles desgracias. Y t am bién el m odo com o él
deseaba salvar a su am igo. Pero los m uñecos no le com prendieron. Las pequeñas carit as de
m adera reían, reían sin cesar, aunque sus invisibles corazones se hubieran secado de dolor. I lé
Eroriak sint ió una rara congoj a y m iró hacia Anderea, que seguía t allando aquel t rozo de
m adera. Pero no se at revió a decirle nada. Por dos veces int ent ó com unicarle la em oción que
le llenaba. Pero no podía: las palabras m orían en su gargant a.
Adiós, Anderea - dij o. Le pidió el cort aplum as, y salió de allí.
Cuando salió a la calle, el corazón le golpeaba fuert em ent e dent ro del pecho. Oyó, lej ana,
la cam pana de San Pedro, y levant ó la cabeza. El cielo palidecía.
2
Encont ró a Marco en la playa, al anochecer. Marco est aba sent ado en la arena, con la barbilla apoyada en las m anos. Perm aneció largo t iem po silencioso, a pesar de que el m uchacho
se sent ó a su lado, com o si no lo viera. I lé observó sus acusados póm ulos, sus profundas
oj eras. Cuando Marco salió, al fin, de su m ut ism o, fue para decir con acent o hast iado:
- ¿Sabes, m i buen I lé? Todo en la vida decepciona. Esa criat ura, por ej em plo, es soez, am arga com o el agua del m ar, cruel y dura.
Se det uvo y lanzó una risit a aguda.
Adem ás - prosiguió- , ¡qué gran ignorant e! ¡Cuánt a ignorancia la suya! Habla peor que el
peor de los pescadores. Pues ¿y sus labios, que parecen besar y sólo dest ilan veneno, com o
una pequeña víbora? ¿Y qué decirt e de sus oj os? ¡Sus oj os de dist int o color! Ahí est á, en sus
oj os, t oda la m ediocridad, t oda la est upidez de su ser. ¡Bah!
Sin em bargo, Marco est aba int ranquilo, nervioso. Su m ano, larga com o un ave ext rañam ent e desflecada, se m ovía laciam ent e.
De im proviso avanzó el cuerpo, y su cabeza se irguió, m irando a lo lej os con avidez. Su
m ano quedó quiet a en el aire, com o asom brada.
- ¡Ah, diablo! - dij o, con los dient es apret ados- . ¡Mírala! ¡Mírala allá lej os, saliendo del m ar,
com o una cast a ondina! ¡La m uy...! ¿Cóm o pudo parecerm e una diosa, un ser irreal? ¡Ah, m i
buen I lé, el corazón del hom bre siem pre est á expuest o a m il desengaños! Esa criat ura es una
serpient e.
I lé Eroriak m iró a donde su am igo le indicaba. Allá lej os, de ent re las olas, vio surgir una
siluet a, que t repaba hacia las rocas del acant ilado. Su piel brillaba baj o el cielo de color de
naranj a. Pero no se dist inguían sus facciones.
- Es la hij a de Joxé Miguel, el del faro - m urm uró I lé Eroriak, t em eroso.
- ¡Nada de eso! ¡Es ella! - se obst inó Marco. Y, repent inam ent e, su rost ro y su voz se ent rist ecieron, y em pezó a gem ir.
- Lo sé, lo sé m uy bien - añadió Marco- . ¿No recuerdas lo que t e dij e? ¿No sabes que es la
m uj er de m i vida? ¿Cóm o voy a confundirla con ot ra?
Cont inuó lam ent ándose, e I lé Eroriak pensó: «Ella le habrá despreciado. Así es. Ya sé que
hizo eso ot ras veces, con ot ros hom bres. Ya se lo advert í a Marco, pero él no quiso oírm e».
En aquel m om ent o apareció el viej o Anderea. I ba buscando piedrecillas y conchas, con las
cuales adornaba los t raj es o el rost ro de sus m uñecos. Al verle, I lé se acercó corriendo, y dij o:
45
Pequeño teatro
Ana María Matute
- Anderea, m i am igo llora. ¡No quiero que est é t rist e!
El anciano se acercó despacio y cont em pló a Marco, que perm anecía abat ido. El hom bre
rubio levant ó la cabeza y le m iró con oj os cansados:
- ¡Oh, m i buen anciano! - dij o- . ¡Qué oport unam ent e llegáis! Vos ent endéis de est as cosas,
puest o que vuest ra especialidad es invent ar corazones. Aquí t enéis un hom bre de m i edad y
experiencia, burlado por una pequeña p... ¡Pero se t rat a de la m uj er de m i vida!
- No llores, buen m uchacho - dij o Anderea con sonrisa m aliciosa- . No llores. Eso no es grave.
Al fin y al cabo, las cosas deben acabar en el m om ent o preciso. Adem ás, ¿por qué es la m uj er
de t u vida? No com prendo bien qué quiere decir eso.
Marco le m iró, irrit ado:
- ¡Est á bien claro! - dij o- . Debes com prender que he sido defraudado en lo m ás querido.
Anderea rio ent onces, alegrem ent e:
- ¡Bah, no m ient as, buen m uchacho! No exist en esas cosas para t i, no exist e «lo m ás querido», para t i. Eres j oven, y nada m ás.
Marco palideció.
- ¡Claro, debí suponerlo! - dij o, con ironía- . Voy a cont arle un bonit o asunt o para una com edia: yo conozco un viej o polichinela j orobado que hubiera querido com prar la j uvent ud. ¡Sí,
nat uralm ent e, la querida, lej ana, la im posible, la t an cacareada j uvent ud! Cuando veía el cielo
dorado, y el m ar violet a, le parecían de cart ulina. Com paraba la luz del sol con una lám para
de pet róleo, creía que la noche consist ía en un pedazo de raso azul y que las est rellas eran de
papel de plat a. Sí, lo creía. Y creía que los hom bres eran t rozos de m adera pint ados de colores, y las m uj eres j irones de t ul con zapat os de purpurina. Es un bonit o asunt o, se lo j uro.
Puede aprovecharlo, se lo cedo. A m í, no m e sirve.
Volvió la cabeza, com o dando por t erm inada su charla. Pero el anciano respondió dulcem ent e:
- Tengo ot ro asunt o m ej or. Precisam ent e, est os días he ido m edit ándolo. Es la ant igua leyenda del ídolo de la cabeza de oro y los pies de barro.
Marco le m iró de reoj o.
- Hay que pisar con cuidado - dij o el anciano. Luego se alej ó, encorvado baj o su j oroba, y
Marco lo cont em pló hast a que se perdió t ras las rocas, con su saquit o de conchas y piedrecillas.
- ¿Habla siem pre así? - dij o a I lé Eroriak, que le cont em plaba con la boca abiert a- . ¡Parece
que est é represent ando! Claro que hay que ser com prensivo. ¡Si eso le da de com er y le perm it e beber una copit a de aguardient e los dom ingos!
Sobre la bahía, apareció de pront o una est rella. Ent onces, sin que pudieran explicárselo,
vieron acercarse a ellos a la hij a de Kepa. Se quedó quiet a y parada frent e a Marco, y había
algo im plorant e y ext raño en su m irada. Llevaba un vest ido de color pálido, sencillo, y el vient o j ugaba con el borde de su falda. Traía las sandalias en la m ano, y sobre la arena resalt aban sus pies, m orenos, t odavía húm edos. Got as brillant es rodaban por su frent e hast a
enredarse en las pest añas. Tenía la cabeza levant ada hacia Marco y su rost ro parecía ilum inado por una luz indefinible.
Marco se puso de pie. Algún ext raño resplandor baj aba del cielo, alguna est rella grande
est aba cayendo, que ponía de pront o el cielo y la t ierra dorados, encendidos. «No sé qué edad
t iene. En est e m om ent o parece una niña. Ot ras veces parece m ucho m ayor que yo. Com o si
fuera una de esas hechiceras que viven m iles de años conservando la piel t ersa, el cuerpo adolescent e. ¡Ah! , yo he vist o esa m irada hace t iem po. Yo he vist o esa súplica infant il en unos
oj os com o ést os. Tal vez yo m e m irara dem asiado en las grandes charcas del suelo, aquellas
charcas que enroj ecían, debaj o del gran cielo. Yo veía volar a los vencej os por det rás de m i
cabeza, en las grandes charcas duras y quiet as com o espej os. Yo vi allí est a súplica, est e
m iedo, est a esperanza dañina.» Marco avanzó hacía ella. «Se parece a uno de esos m aléficos
seres de leyenda. Es una hechicera de cuent o, una hechicera falsa y horrible, con su m irada
de golfillo pedigüeño.» A Marco se le despert ó una viej a ira, un rencor viej o, de m uchachit o
ham brient o, defraudado, de m uchachit o a quien se expulsa de los parques y de las fuent es,
de m uchachit o que ha de barrer una t ienda para poder com er, para poder beber un vaso de
aguardient e. « Se est á burlando - de m í. ¿Y qué hago yo? Callar com o un im bécil. Bueno. ¡Si
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Pequeño teatro
Ana María Matute
al m enos fuera herm osa! Pero no lo es. No lo es. No se parece a aquellas herm osas m uj eres
que se sueñan, t endido en una barca.» Marco deseó apret ar aquella gargant a ent re sus
m anos. Pero no podía dom inar el deseo de besar su boca t rist e, sedient a. Su boca insat isfecha
de pilluelo, de pequeño vagabundo voraz. Zazu t am bién pudo ser un m uchacho t endido al
fondo de una barca. Con rudeza, Marco la est rechó ent re sus brazos, y sint ió próxim a su respiración.
Zazu cerró los oj os. «No m e gust a el sabor am argo de t us labios. ¡Ah, Dios, bien sabes que
no am o a est e hom bre! » Sin em bargo, acarició aquel cabello rubio y acercó a su rost ro la
m ej illa, apret ándolo con fuerza. Com o si dent ro de aquella cabeza rubia exist ieran m il cosas
que no se debían perder, com o si quisiera guardar para siem pre el ext raño m undo que cont enía. «Su cabeza llena de sueños y de m ent iras. Las m ent iras y los sueños son globos de colores que huyen. Globos de colores que los páj aros pican y que caen, uno a uno, hast a la t ierra.»
El m ar, encrespado, avanzaba hacia ellos. I lé Eroriak divisó a los blancos caballos que
galopaban hacia la arena. Escuchó con at ención y pudo oír sus voces y sus grit os. I lé se acercó a sus am igos y les grit ó:
- ¡Vám onos de aquí, est á subiendo la m area! El caballo viene y os pisot eará. Salt ará encim a de vosot ros, si no os apart áis.
Pero ellos no parecían oírle. Cont inuaban est recham ent e abrazados, pegados con fuerza uno
a ot ro, com o si en el cuerpo del ot ro cada uno de ellos quisiera apresar t odas las cosas que
huyen o que nunca han llegado.
- ¡Vám onos! —chilló el m uchacho- . ¡Est á subiendo la m area!
Ent onces, Zazu pareció despert ar. Bruscam ent e se apart ó de él. Sus m anos est aban abiert as sobre el pecho de Marco y not aba en las palm as los lat idos de su corazón. «Su corazón,
lleno de sueños. Su corazón, un gran velero inciert o, sobre un m ar de arena. Su corazón, un
velero perdido en la arena seca, sedient a, resbaladiza y t raidora, que lo t ragará.»
Bruscam ent e, quiso apart ar de sí aquel corazón, deseó no haber escuchado j am ás aquel
corazón. Le em puj ó con violencia, y Marco, sorprendido, vaciló sobre sus pies ridículam ent e.
Est uvo a punt o de caer al suelo.
Zazu se sint ió liberada, y em pezó a reír.
- ¡Oh, Marco, pobre Marco! - dij o, con burla- . Parecías un pobre polichinela con los hilos
rot os.
Marco palideció de ira. Por un m om ent o su rost ro adquirió un t int e t erroso. Pero casi en
seguida, t oda señal de cólera desapareció, y un frío cansancio ablandó sus facciones. «Los globos de colores caen a la t ierra picot eados de páj aros.» Marco volvió desdeñosam ent e la espalda y se alej ó en dirección a Oiquixa. Zazu quedó m irando las huellas que sus pies dej aban en
la arena. Luego escupió sobre ellas, con rabia.
Sin em bargo, cuando ya no le veía, fue ella siguiendo lent am ent e aquellas m ism as huellas.
Se hirió en un pie con una concha afilada, y, sobre el oro pálido de la arena, fue t razando un
sut il cam inillo de sangre.
3
Cuando las grandes som bras oscurecieron O¡qu¡xa, Marco habló a llé Eroriak:
- Muchacho, ha llegado nuest ra hora. ¿Recuerdas lo que t e dij e en ciert a ocasión? Yo dij e:
«Recorrerem os el m undo, com o dos herm anos». Bien, pues ese día ha llegado ya. Huyam os,
I lé Eroriak, huyam os de est os m uros de piedra, de est as som brías callej uelas. ¡Tú aún no
sabes lo que es libert ad! Escúcham e: cuando la luz del alba dore las t ej as del cam panario
- señaló la t orre de la iglesia- , part irem os para no volver. ¡Oh, m i querido I lé Eroriak, alm a
blanca, espírit u inm óvil! ¡Querido herm ano, t ú j am ás m e abandonarás! ¿Qué nos im port a a t i
y a m í la est upidez hum ana, el egoísm o, la dureza? ¿Qué se nos da de sus problem as, de sus
alm as pequeñas, de sus huecas am biciones? Tú y yo, I lé, no lo dudes, som os com o dioses
ent re t ant a est ult icia.
Marco se det uvo para t om ar alient o, pensat ivo. Él m ism o quedó algo im presionado por el
t ono de su voz.
47
Pequeño teatro
Ana María Matute
Poco a poco, fue apagándose, y se relaj aron sus m úsculos. Hast a que, al fin, apoyó la
cabeza sobre la fría piedra y em pezó a llorar ásperam ent e.
- ¿Por qué lloras? - int errogó I lé Eroriak con el corazón oprim ido. Le puso una m ano sobre el
hom bro, am igablem ent e.
La luna, ocult a t ras las nubes, les negaba aquella noche su herm oso resplandor, baj o el cual
t odas sus palabras parecían m ás bellas, m ás hondas.
- ¡Bah! No t iene im port ancia, m uchacho - dij o al fin Marco, en un arranque de sinceridad- .
Yo t am poco sé por qué est oy llorando.
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Capítulo VIII
1
Llegó la luz del alba, y creció. Las calles de San Telm o se volvían roj as, doradas. La noche
se hundió en el m ar, y el aire t raj o un perfum e t enue a arena húm eda. Sonó la cam pana del
puert o, y un barco part ió.
I lé Eroriak se incorporó. Aspiró el aire cargado de sal, con los oj os cerrados, y su corazón
em pezó a lat ir con fuerza.
- Es nuest ro día - se dij o- . Hoy nos m archam os de aquí, porque él ha dicho: «Huirem os de
est os m uros est rechos». Yo quiero despedirm e. Quiero decir adiós. Pero ¿a dónde irem os? Él
ha dicho que som os com o dioses. ¿Qué es? Pero t am bién es m i herm ano. Eso quiere decir
com o si fuésem os hij os de una m ism a m uj er.
Marco, a su lado, dorm ía profundam ent e.
«Voy a despedirm e del faro», pensó I lé Eroriak.
En el silencio de la callej uela, resonaron sus pies descalzos. Cuando llegó al cam ino del viej o
faro en ruinas, se det uvo. Tuvo que cerrar los oj os: t an viva era la luz que iba brot ando del
m ar. I lé Eroriak pensó: «Todo est á lleno de sol. La luz est á creciendo». Algo, t am bién, pareció encenderse en su corazón. Not aba com o un suave calor dent ro del pecho. «Me llevará lej os
de aquí. ¿Será siem pre com o aquel día que salim os a la m ar?» En aquel m om ent o volvían a
grit ar las gaviot as, sus viej as am igas. I lé Eroriak avanzó por el est recho sendero de cem ent o
y llegó a su confín. Vio cóm o a sus pies las olas se arrem olinaban. Ant e él, el m ar, le dio de
pront o m iedo. Baj o el cielo, I lé Eroriak experim ent ó un vért ice ext raño, que a un t iem po le
agradaba. En aquel m om ent o le parecía que crecía.
En la bahía acababa de m orir el prim ero y últ im o lucero de la noche.
Cuando I lé regresó a la callej uela, Marco aún seguía durm iendo en los peldaños de piedra.
Tenía la cabeza hundida en el arco de sus brazos cruzados. «Le gust a venir a dorm ir aquí,
cuando t iene una blanda cam a en el hot el. Luego, cuando se despiert a, se frot a la espalda y
los riñones, y m aldice. Pero nadie le obliga a hacerlo. Es que es m i herm ano.» I lé se fij ó en
su am igo, com o si fuera la prim era vez que le veía. Com o si fueran una novedad la insólit a
t onalidad de su piel y su cabello. Su t raj e est aba m uy sucio y am enazaba rom perse por los
codos, donde la t ela se adelgazaba peligrosam ent e. Sin em bargo, cuando Marco se levant aba
y sacudía sus rodillas, algún encant am ient o parecía apoderarse de él, o de quien lo m irase,
para que su figura apareciese t an llena de elegancia y nadie se fij ara en los desperfect os de
su at uendo.
Marco t ardó poco en despert ar, y apenas le vio abrir los oj os, I lé Eroriak se apresuró a grit arle:
- ¿Recuerdas? Hoy es el día de nuest ra m archa. ¡Despiert a! Ya ha am anecido, ¿no ves?
- ¿I rnos? ¿A dónde? - pregunt ó Marco, perezosam ent e. Y volvió a esconder su cara ent re los
brazos. Pero I lé Eroriak le obligó a alzarla, con m anos nerviosas:
- ¡Despiert a, Marco, despiert a! ¿No t e acuerdas de que vam os a huir de aquí? ¿No decías
que ella era est úpida, cruel y m ala?
I lé Eroriak calló, sorprendido de lo que est aba diciendo. Pero, raram ent e anim ado, prosiguió, con las m ej illas encendidas, brillant es los oj os:
- La hij a de Kepa se reía ayer de t i. Ella no t e quiere, Marco. Se parece a la hechicera de
Anderea, la que vive debaj o del escenario. Marco, ¿m e oyes? Tú dices que es fea. ¿O es que
ya lo has olvidado?
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Pequeño teatro
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Marco levant ó las cej as y bost ezó:
- ¿Ella? ¡Bah! No m e preocupa.
Marco se encogió de hom bros, con indiferencia. Est iró brazos y piernas, desperezándose y
frot ándose las part es doloridas por la dureza del suelo.
- ¿Y qué m e decías, m i buen I lé Eroriak? ¿La hij a de Kepa? - Marco sonrió con suficiencia- .
Mira, criat ura: aún has de aprender m uchas cosas. ¿Cóm o podría yo explicárt elo? Oye est o:
t ú dices que es m ala, ¿no? Bien. Su m aldad no m e afect a.
- Pero t ú dij ist e...
- ¡Oh, yo dij e, yo dij e! ¿Qué im port a lo que yo dij era? Ent onces est aba conm ovido. La em oción subía a m i gargant a, y m i voz era herm osísim a. No puede negarse que m i voz era bella
en aquellos m om ent os. Me acuerdo m uy bien de t odo. Si ella es cruel, t e j uro que m ej ores son
sus besos. Si ella es necia, sus oj os son cien veces m ás herm osos. ¿Qué m ás se puede pedir?
Pero ¿cóm o podría yo hacert e com prender? Escucha, I lé: t odo eso que m e has dicho, sucedió
ayer t arde, ¿no es verdad? Bien. Pues ahora ha am anecido, ha nacido un nuevo día. ¿Qué
im port a lo que sucedió ayer?
Nada en él recordaba la pasión de sus palabras la noche ant erior. Nada recordaba el calor
de sus besos cuando abrazaba a Zazu en la playa. Ext endió la m ano y dij o:
- ¿Est á ella aquí, acaso? ¿La veo yo ahora? ¿La oigo? No. No sucede nada de eso. Pues,
ent onces, ¿cóm o puede im port arm e que ella sea fea o herm osa?
I lé Eroriak vaciló.
- Y dim e, ent onces... ¿No nos vam os?
Marco se puso en pie y lent am ent e aspiró el aire de la m añana.
- ¿Por qué no, m i buen I lé?
Aquella idea pareció anim arle. Trepó por la escalerilla de la callej uela, hast a sit uarse en una
em pinada prom inencia desde donde se divisaba el m ar, los t ej ados de Oiquixa y los cam inos
que llevaban t ierra adent ro. I lé Eroriak le seguía, pegado a sus piernas.
- El m undo se ext iende a t us pies, I lé Eroriak- dij o lent am ent e, con arrobo- . La vida es para
t i, no lo dudes.
El m uchacho alzó hacia él la cabeza.
- Fíj at e en esos t ej ados grises, parecidos a la cost ra que cubre las m ezquinas seseras de sus
habit ant es. Abandona a est os hom bres, a est os pobres hom bres sucios y avaros, a est os hom bres de alm a t urbia y egoíst a, y síguem e. Nosot ros nos reirem os de la hum anidad.
De allá abaj o, del m uelle, aún sum ido en resplandor rosado, se elevaba un m urm ullo quedo,
nost álgico. Un coro brum oso de voces parecía confundirse con el m urm ullo del m ar. Eran las
pescadoras que desm allaban anchoas a la luz m elancólica del am anecer. I lé Eroriak sint ió una
punzada en el pecho. Había algo dent ro de él que le llevaba hacia aquellas voces, com o si su
vida est uviese fuert em ent e ligada a ellas, y sint iera un dolor acerado al separarse. En un m inut o recordó a Anderea, al est ant e de los m uñecos viej os, al ant iguo faro ruinoso. Recordó las
noches de invierno, baj o el escenario de las m arionet as.
Pero de nuevo la voz de Marco, aquella voz afect ada y soñadora, le arrast ró. Y aunque no
ent endía nada de lo que aquel hom bre rubio iba diciendo, le seguía, le seguía. Hacia aquellos
cam inos que él nunca había recorrido. Hacia los cam inos que le alej aban de Oiquixa y del m ar.
2
Cam inaron durant e varias horas, y al fin, llegaron a un pueblo que se llam aba Axa.
En aquel pueblo celebraban alguna fiest a, porque reinaba una gran alegría. Marco no t ardó
en cont agiarse de ella.
- ¡Qué lást im a - dij o- no haber llegado aquí cuando apunt aba el alba! ¡Créem e, I lé Eroriak,
que lo sient o de veras! A la alborada recorren las calles los t xist ularis. ¡Y hace ya t ant o t iem po que no oigo las alegres kalej iras! ¡Tant o t iem po, oh, m i buen I lé!
Brillaba un gran sol en el cielo, y el día aparecía m uy herm oso. Pasaron j unt o a los m anzanos en flor, y Marco aspiró el aire con deleit e. Sent áronse en una t aberna de la plaza, cuyas
m esit as hallábanse inst aladas a la puert a, en plena calle. Vieron a los m iem bros del ayunt am ient o dirigirse a la iglesia, precedidos de los t xist ularis, y Marco volvió a suspirar:
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- ¡Lo de siem pre, lo de siem pre! ¡Ah, bien lo recuerdo yo, t odo! - la voz de Marco parecía
em ocionarse, evocadora- . ¿Ves? ¿Ves cóm o acude el pueblo a la iglesia? ¿Y acaso no som os
nosot ros sangre de ese pueblo, I lé?
Así pues, ent raron al fin en la iglesia. I lé Eroriak no veía nada, porque la gent e le em puj aba, y él era m enudo de est at ura. Ni aun em pinándose sobre la punt a de los pies lograba divisar el alt ar. Cuando acabó la m isa salieron de nuevo a la plaza, donde el sol caía con fuerza.
Vieron bailar a los dant zarit xikis, y Marco no dej aba de alabar las cint as de colores y silbar
quedam ent e la m elodía del t xist u. El reloj dio doce cam panadas, y, repent inam ent e, la danza
cesó. El anciano párroco rezó el ángelus y t odos callaron. Poco después, las gent es se ret iraron a com er, y la plaza quedó desiert a.
- Tengo ham bre dij o I lé Eroriak.
- ¿Ham bre? - Marco arrugó la nariz- . ¿Ham bre? Yo no podría probar bocado, m uchacho.
Tengo el alm a inundada de viej os recuerdos, t engo el corazón apuñalado por la añoranza de
los pasados t iem pos. ¡Déj am e soñar, I lé Eroriak! Déj am e soñar, herm ano m ío. Todo est o revive
en m í fechas, épocas de m i vida que no han de volver.
- ¡Pero no llores, Marco! ¡No vas a ponert e ahora a llorar por eso!
- ¡Bah, bah! ¡Qué t ont ería! No pienso llorar. No es que m e im port e. Es que es herm osa est a
em oción de la t ierra.
Llegó la t arde. Las m uchachas acudían a bailar a la plaza. Marco les grit ó: iDant zara,
dant zara! », con el m ás puro acent o de la t ierra. Pero nadie le hacía caso. Ni las m uchachas ni
los j óvenes basarit arras que bailaban el ariñ- ariñ. Ni los viej os, ni los niños, ni los perros.
Marco cont ó su dinero. Pasó el brazo en t orno a los hom bros de I lé Eroriak y dij o:
- Beberem os vino. Buen vino oscuro y oloroso, com o la gent e de m ar. Y aguardient e. Porque
no hay que olvidar que t ú y yo som os dos navegant es.
Efect ivam ent e, ent raron en una t aska y bebieron. Bebieron sin parar, com o t enían por cost um bre. Todas sus correrías acababan siem pre así.
Afuera est aba el pueblo, lleno de voces alegres, de la m úsica del t hun- t hun. La fiest a cont inuaba. Pero la t arde em pezó a t eñirse de un t rist e color m alva. Sobre la m esa, em papada
de vino, Marco dej ó caer la cabeza, diciendo que se acordaba de su viej o t xoko. La t aska est aba replet a de forast eros, y ent re ellos había m uchos hom bres de Oiquixa. Sus rudas voces
ent onaban canciones de m elancólica m elodía. Aquellas canciones hicieron levant ar la cabeza
a Marco. Sus oj os aparecían irrit ados.
- Bella canción, bella canción - repet ía. Y gruesas lágrim as rodaron por sus abult ados póm ulos. Nadie le oía, pero él seguía elogiando las canciones, y añadió:
- ¡Tierra m ía, t ierra bendit a! ¡La t ierra m ás bella que hallaron m is oj os!
Lo ext raordinario era que él había nacido m uy lej os de allí, pero en aquel m om ent o lo había
olvidado. Volvió a dej ar caer su cabeza sobre la m esa. En su plat eado cabello resalt aban las
m anchas de vino.
Así est uvo hast a que oyó a unos hom bres hablar de una m uj er que se llam aba Aránzazu.
- Zazu - balbuceó- , Zazu es bellísim a. ¡Cóm o sient o a la t arde en m i corazón!
Buscó a I lé Eroriak, y lo halló en el suelo, t endido a sus pies. Torpem ent e se inclinó hast a
su oído, y em pezó a decirle:
- ¿Qué habrá dent ro de sus oj os? Óyem e, ¿no m e oyes?
I lé est aba borracho y dorm it aba. No podía oírle, pero él cont inuó:
- Lo m ás herm oso son sus oj os, de dist int o color, aunque t ú no llegues a ent enderlo. ¡Y a
veces, t am poco yo lo com prendo! Sí, sí, es bien seguro que la pobrecilla m e am ará hast a la
locura. ¿Por qué em peñarm e en evit arlo? Est á escrit o. Es su fat alidad. Ella t e rechaza, y luego
sigue t us pasos; ella dice que t e odia, y t e besa. ¡En fin, I lé, sient o ahora la necesidad de
volver a ver su rost ro! Dim e, I lé Eroriak, ¿t e has fij ado en el int erior de las conchas? Así es de
t ersa y suave su frent e. Lo único que yo deseo es besar una vez m ás a Zazu. Est o es lo único
que deseo. Eso es, y voy a hacerlo. Aguarda, sólo es eso lo que deseo.
Tam baleándose ligeram ent e, Marco se puso en pie. Y con paso lent o, con un ligero balanceo
algo m ás acent uado, se encam inó a la puert a. I lé abrió los oj os y le vio. I nt ent ó salir de su
alet argam ient o. Tendió hacia él su brazo:
- ¡Espéram e, Marco, espéram e! - quiso decir. Pero de sus labios salían únicam ent e desart ic-
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Pequeño teatro
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ulados sonidos. Y, vencido por el esfuerzo, volvió a t um barse.
Cont rast ando con sus ásperas voces, los hom bres de la t aska seguían cant ando canciones
t iernas, nost álgicas.
52
Capítulo IX
1
Por aquel m ism o cam ino que le llevara t ierra adent ro, I lé Eroriak volvió a Oiquixa. Est o
sucedió al día siguient e, cuando los vapores que adorm ecían su cerebro se disiparon, dej ándole un fuert e dolor de cabeza y un gran vacío en el corazón. Marco, su herm ano, le había
abandonado. Vagam ent e recordaba que le vio salir de la t aska y que él int ent ó det enerle. Le
suplicó que le llevase con él, pero Marco no le hizo caso. Le había abandonado, le había olvidado.
Caía una fina lluvia que poco a poco iba em papando sus cabellos y su ropa. No podía
ordenar sus ideas, t enía la m ent e ext rañam ent e agarrot ada. Sólo se daba clara cuent a de que
su buen cam arada había prescindido de su com pañía, y est o le llenaba de am argura. Recordó
que Anderea siem pre le advert ía que no bebiera. Al recuerdo del anciano, sus oj os se llenaron
de lágrim as y una dulce t rist eza le invadió, pensando en los m uñecos olvidados. Algo en su
int erior le hacía sent irse com o uno de ellos.
Al fin, en un recodo del cam ino, volvió a divisar el m ar y la t orre de San Telm o. Sus pies
em pezaron a andar m ás de prisa y acabó corriendo sin parar, hast a ent rar de nuevo en
Oiquixa. En aquel m om ent o volt eaba la cam pana del barrio de pescadores, su querido barrio
de San Telm o. Le pareció que un am igo sincero y ent rañable celebraba su regreso. Con el
corazón oprim ido por una rara em oción m ezclada de angust ia, I lé Eroriak subió por las azules
callecit as, hast a llegar a las gradas de la iglesia. I lé Eroriak apoyó la cabeza cont ra las piedras,
m oj adas por la fina lluvia. Al cabo de unos inst ant es sus m ej illas est aban húm edas. Acaso por
vez prim era, I lé Eroriak lloraba copiosam ent e. Quizá fuera solam ent e la lluvia. Sint ió frío. Su
ropa est aba ya em papada y se le pegaba al cuerpo. I lé Eroriak fue a cobij arse al pórt ico de la
iglesia, pensando con añoranza en el refugio de Anderea. Pero alguna razón oscura, que él no
sabía explicarse, le im pedía acudir allí, ahora que su ot ro am igo le había abandonado.
Perm aneció quiet o, pegado a los m uros, pensat ivo y solit ario. Trat ó de recordar lo sucedido en
la t aska desde que Marco se fue. Pero le era im posible coordinar ideas ni recuerdos. Sólo t enía
conciencia de que allí vio caras conocidas. Sí, recordaba el rost ro ancho y barbudo de Coxm e.
Adem ás, se est uvieron riendo a su cost a. De est o est aba bien seguro, aunque no sabía cóm o
ni por qué.
Cuando por fin la lluvia cesó, un sol pálido ilum inó las piedras de la calle. I lé descendió desganadam ent e por la escalerilla que conducía a kale Nagusia, t ropezando inesperadam ent e con
Marco. Al verle, el hom bre rubio pareció recordar algo desagradable, porque volvió el rost ro y
m urm uró algo. En seguida le llam ó:
- I lé, ¿sigues con t u ham bre insaciable?
I lé asint ió con la gargant a oprim ida. El reloj m arcaba ya las cinco de la t arde. Marco rebuscó
en sus bolsillos, y al fin le dio un arrugado billet it o.
- No creas - dij o- . No m e queda a m í m ucho m ás. Pero t óm alo y cóm prat e algo.
Después se alej ó. Pareció preocupado, y su piel t enía el t int e t erroso de los m alos m om ent os. «Ya no es m i am igo», se dij o el m uchacho. Y t al fue su congoj a, que se olvidó de la t aska,
y en lugar de encam inarse a ella, sus pasos le llevaron a la playa. En ella perm aneció hast a
ver el regreso de las lanchas pesqueras: «¡Quién fuera uno de ellos! », se decía. ¡Ah, sí él
t uviera una barca, si fuera vigoroso y pudiera em puñar los rem os, y arreglar las redes! Si
pudiera salir a la m ar, com o ellos. «Pero yo soy un pobre m uñeco inút il. Ni siquiera un m uñeco olvidado, ni siquiera un m uñeco viej o y rot o. Yo soy un m uñeco que salió m al.» I lé Eroriak
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Pequeño teatro
Ana María Matute
cerró los oj os- y su im aginación se desat ó en sueños. «Yo t raería m i lancha llena de t esoros.»
I lé no sabía de un m odo concret o qué eran t esoros. Pero m ezclaba siem pre en sus pensam ient os fragm ent os de las hist orias de Anderea. I lé Eroriak volvió a abrir los oj os, y ya no
vio, durant e horas y horas, nada m ás que sus sueños. Con la m irada perdida en el horizont e,
sent ado sobre las rocas, im aginaba lo que él haría un día vent uroso y radiant e, un día que
esperaba, y, no obst ant e, sabía que no iba a llegar j am ás.
Más t arde los vio a los dos. A Marco y a Zazu, al borde del cam ino de cem ent o, cerca del
faro ant iguo. Sobre el m ar, sus siluet as aparecían oscuras, raram ent e est ilizadas. I lé Eroriak
se escondió. No quería que le descubriesen espiándolos. Verlos j unt os, ahora que él est aba
solo, le llenaba de dolorosa am argura.
De pront o oyó pisadas y voces ásperas. Baj o un gran paraguas negro, las herm anas Ant ía
se acercaban a paso apresurado, pues la lluvia volvía y am enazaba t orm ent a. La señorit a
Mirent xu volvía la cabeza at rás, con frecuencia, hacia donde se hallaban Zazu y el forast ero.
I lé Eroriak oyó decir a la señorit a Mirent xu:
- Mírala, m írala. ¿Puede t olerarse t ant o descaro, t ant a desvergüenza? - La señorit a t rot aba
penosam ent e t ras los pasos largos y firm es de su herm ana m ayor- . ¿Acaso no los ves ahí, j unt os, sin not ar siquiera que la lluvia cae de nuevo? Eskarne, yo t e j uro que los vi abrazándose.
Besándose. ¡Y ella, pensar que va a casarse con August o dent ro de unos m eses!
Por prim era vez, Eskarne no cort aba la m urm uración exalt ada y crecient e de Miren. I ba a
responder algo duro, m uy duro. Pero I lé Eroriak est aba allí, t an agachado para que nadie pudiese verle, que la viej a señorit a t ropezó bruscam ent e con él. Sin saber cóm o, encont ró un ovillado cuerpo baj o sus piernas. Eskarne avanzó forzosam ent e un t recho, dando t raspiés, m ant eniendo en equilibrio su paraguas sobre la cabeza. Fue un m ilagro que no hundiese en la
arena su orgullosa nariz.
- ¡Loco, pillo, holgazán! - chilló. Con seco adem án cerró el paraguas, y, sin im port ársele ya
la lluvia, golpeó con él al m uchacho.
- ¡Eres un pillo m alint encionado! ¿Quién va a com padecert e si t e escondes a propósit o para
hacer caer a una señorit a? ¿Quién va a ayudart e, conociendo t an crueles inst int os? ¡Ya sé,
adem ás, que ayer t e em borrachast e en Axa! ¡Bribón, ladronzuelo! Yo t e conozco bien. Yo no
m e dej o engañar.
I lé Eroriak huyó de la granizada de golpes. Subió corriendo rocas arriba, hacia la part e alt a
de Oiquixa, hacia donde no pudiese ver ni oír t odo aquello que t ant o daño hacía de pront o a
su corazón. Aún no había llegado arriba cuando oyó una voz que le llam aba. No quiso volverse,
pues t em ió fueran únicam ent e las figuras del m ar, riéndose de él. Pero, al fin, la voz llegó m ás
clara, y se volvió.
Quien le llam aba era Marco, que int ent aba seguirle, escalando penosam ent e la roca,
apoyando sus pies inseguros en las resbaladizas piedras. El m uchacho se det uvo. No acert aba a decir nada. Le m iraba con oj os agrandados. La lluvia era ahora fuert e, clavándose en el
suelo com o grandes aguj as.
Marco resbalaba a cada paso y se agarraba con am bas m anos en los int erst icios y prom inencias. Su cabello se pegaba a la cabeza y el t raj e al cuerpo. El agua se deslizaba por su rost ro y le obligaba a ent ornar los oj os.
Al fin, llegó a su lado. Abrió los brazos y le abrazó, golpeándole la espalda.
- ¡Gracias, gracias, criat ura! - dij o- . ¡Siem pre t ú, el salvador! ¡Siem pre t ú, herm ano bueno!
Abrázam e ot ra vez, I lé, y escúcham e. Óyem e: gracias a t i, ella ha vuelt o.
- ¿Qué?
- Digo est o: que ella no quería verm e ni hablarm e, y el m undo parecía haber acabado para
m í. ¡Com o lo oyes! Pero ella se ha ent erado de que ayer yo t e hice beber, en Axa. Se ha ent erado de que t ú quedast e allí, t endido en el suelo, debaj o de la m esa. Y ent onces... ¡ha acudido a m í!
- ¿Qué?
- ¡No, no ha venido a felicit arm e! - Marco rió a grandes carcaj adas- . Asóm brat e: ¡ella ha
venido a m í para recrim inar m i conduct a! ¡Eso ha dicho! ¡Eso ha dicho, I lé Eroriak!
Marco no podía cont ener un t orrent e de carcaj adas.
- Me ha insult ado - prosiguió Marco- . Ha dicho que m e despreciaba. ¡Y ya t e dij e, I lé, lo m ar-
54
Pequeño teatro
Ana María Matute
avillosa que es cuando odia y desprecia! Ya sabes, cuando viene a reprochar acciones que ni
le im port an ni le han im port ado nunca...
Marco aún dij o m uchas cosas m ás. Com o de cost um bre, I lé no le ent endió. Pero Marco est aba ot ra vez allí, a su lado. Llam ándole herm ano. I lé Eroriak m iró hacia abaj o. De nuevo podía
cont em plar Oiquixa a sus pies, baj o la lluvia que resbalaba a lo largo de sus calles, de sus
casas suspendidas sobre el m ar. «Acaso - pensó- aún podam os m archar un día. Pero no t ierra
adent ro.» Y sus azules oj os buscaron, llenos de esperanza, la brum osa lej anía del m ar.
55
Capítulo X
1
En casa de Kepa había un piano. Pert eneció a Aránzazu Ant ía. Pero, desde su m uert e, nadie
volvió a t ocar sus am arillent as t eclas.
Cuando Marco se ent eró de ello, pareció alegrarse infinit am ent e. Pidió perm iso a Zazu para
afinarlo, y dej ó ent rever m ist eriosas zonas de su pasado.
- Tal vez, aquella noche, m is nervios se rom pieron por el reflej o de una buj ía en crist al...
¡Ah, sí, Zazu! , ¿para qué callar m ás t iem po? Ya sé que m is m anos no pueden ocult ar su noble
profesión. Yo sé que t ú adivinast e en m í al gran virt uoso de incógnit o... Al gran virt uoso que,
por culpa de una noche, cuando el gran salón de conciert os rebosaba de gent e, sint ió est allar
sus nervios, enferm os ya, y nadie pudo escuchar la sublim e int erpret ación... ¿Para qué fingir,
m i pequeña serpient e, si t ú sabes quién soy yo y yo sé quién eres?
Zazu no dij o nada. Pero, punt ualm ent e, Marco se present ó a la m añana siguient e en casa
de Kepa, y la pasó ent era afinando el piano. Luego recogió un ext raño som brero am arillo, de
grandes alas, que t raj o consigo, y salió silenciosam ent e, con oj os soñadores. No volvió hast a
el at ardecer. Llegó con una ext raña prisa, pregunt ando por Zazu, com o si de ella dependiera
su vida. La m uchacha ent ró en la habit ación y le vio de espaldas a la vent ana, con su ancho
som brero ent re las m anos, respirando fat igosam ent e. Com o si viniera de una larga carrera.
Zazu le m iró, int errogat iva.
- ¡Ah, Zazu, herm osa criat ura! - dij o él, con voz dulce- . Tengo que decirt e algo im port ant e.
Arroj ó el som brero a un lado, con gest o displicent e, y se aproxim ó a la m uchacha. Ella le
observó, fría y recelosa. Marco acercó los labios a su oído:
- Pequeña criat ura, herm osa y dura am iga - dij o.
Zazu sint ió un t em blor t ibio, cont ra su volunt ad. Las m anos de Marco acariciaron sus hom bros, y ella no se m ovió.
- Zazu, pequeña t ont a - dij o él- . Vengo a confesarm e cont igo. Escúcham e. Te lo ruego.
Ella seguía en silencio. Aunque lo deseara, no podía decir nada. No se le ocurría nada.
- He descubiert o algo m uy im port ant e - prosiguió aquella voz. Aquella voz, que se parecía a
la ceniza calient e, que se parecía al raro vient o aprisionado dent ro de las caracolas- . He descubiert o, al fin, que ya t iene un obj et o m i est ancia en Oiquixa. Procurar que t ú m e am es. Que
t ú m e am es hast a la m ism a m uert e.
Zazu se apart ó de él, fingiendo indiferencia. Algo afilado, frío, se hundía en su corazón.
Marco la siguió, suj et ándola de nuevo por los hom bros. Su risa, brusca, hirient e, llegó hast a
ella, con un vivo sobresalt o.
- Zazu, pobre est upidilla m ía: bien sabía yo que t ú acabarías enam orándot e de un m uñeco
vulgar y presum ido com o yo. Míram e.
Sus oj os se encont raron, y Zazu descubrió únicam ent e la superficie verde, lisa, dura com o
el m et al, de aquellos oj os que en ot ro m om ent o habían aparecido cargados de sueños, de
encendidas m ent iras.
- Tú sabes m uy bien que yo m e m archaré un día de Oiquixa, en deuda con t u padre, y, si
puedo, con m edia población. Tú sabes m uchas cosas de m í. Porque, aunque no seas t an
int eligent e com o cree el buen Kepa, t am poco eres t an necia com o a m í quisieras hacerm e
creer. En fin, Zazu, ent re ot ras cosas, sabes que est oy enferm o.
La risa de Zazu, brusca, inesperada, cort ó sus palabras.
- ¿Qué m ás quieres decirm e? - dij o ella- . ¿Qué m ás? ¡Oh, Marco, yo sé t am bién que t e t iñes
56
Pequeño teatro
Ana María Matute
el cabello, que no t ienes fort una ni la t uvist e nunca! Un día t e irás sin recordar t us gast os, ni
los del hot el, ni los que puedas levant ar en t oda Oiquixa. ¡Ah, Marco, est as cosas a m í no m e
int eresan! - Zazu se apart ó m ás de él, y añadió- : Claro que a t i t e parecen im port ant es, porque
en el fondo t us m ent iras no son m ent iras. Tus m ent iras son globos de colores, que el vient o
lleva lej os.
Se det uvo, porque algo t em blaba de nuevo en su corazón. «Y caen a la t ierra, picot eados
de páj aros.» Zazu volvió a reír nerviosam ent e:
- Cuando t e m arches, ¡sería t an agradable para t i dej ar a alguien llorando t u abandono! Aún
m e acuerdo de t us bellas hist orias: «Era una herm osa m uj er, pero la abandoné. No volví a la
isla, porque no m e gust a la agonía de las cosas». Bueno. Lo que t ú quieres es poder decir:
«Part í, una m añana brum osa, y desde la proa de m i velero cont em plé por últ im a vez la siluet a de aquella m uchacha, que lloraba desesperadam ent e con sus oj os de dist int o color». Marco,
déj am e decir, com o t ú: ¡Bah! Sim plem ent e, eres infant il.
Marco pareció llenarse de alegría:
- ¡Sí lo soy, sí lo soy! - Miró hacia la vent ana y suspiró- : Verás: yo no sé cuánt o t iem po voy
a vivir t odavía. Quizá un año. Quizá diez. Pero quiero, ant es de m orir, darm e una pequeña alegría. ¡Zazu, yo quiero arrancar t u corazón! ¡Déj am e hacerlo, pequeña herm osa Zazu!
Arrancaré t u corazón y lo guardaré en un frasco de alcohol. Lo pondré siem pre a m i cabecera,
y t odos pregunt arán: «¿De dónde sacast e ese horrible pedazo de carne?». Yo diré: «No es un
horrible pedazo de carne, es un corazón». Y t e lo habré arrancado a t i, Zazu. Pero m i alegría
consist e en que t u corazón m e am ará, a pesar de saberm e un pobre m uñeco, con los oj os
llenos de veleros falsos. Con los oj os llenos de globos de colores, con la cabeza llena de serrín debaj o de m is cabellos t eñidos de am arillo. Ah, Zazu, t ú t e enam orarás de un sucio git ano,
ladrón, t ram poso, ridículam ent e soñador. Tú t e has enam orado de un pobre m uñeco m al pint ado, com o yo. ¡Mi pequeña t ont a, no m oriré sin conseguirlo!
Sin saber lo que hacía, Zazu abofet eó aquel rost ro. Est aba m uy cerca, con su sonrisa que
parecía t rist e, con sus oj os que, de pront o, se habían vuelt o t ransparent es com o las de un
niño. Zazu no lo pudo evit ar: le había dado una bofet ada. I nm ediat am ent e escondió las m anos
a la espalda. La sangre se agolpaba a sus m ej illas, y sus oj os se llenaron de lágrim as de
vergüenza. Nunca, nunca hast a ent onces se creyó capaz de pegar a alguien, aunque lo despreciara, aunque lo odiase. Su desprecio y su odio se volvían repulsión, dist ancia. Y no sabía
por qué.
- ¿Qué has hecho? ¿Qué has hecho? - rió Marco- . ¡Has hecho lo m ism o que Ana Luisa! ¡Oh,
Zazu, t ú has hecho lo m ism o que cualquier provinciana vest ida de color de rosa; t ú has hecho
lo m ism o que cualquier pequeña de kale Nagusia! Zazu, palom a, t rist e palom a, t u corazón est á
ahora t rist e. Zazu, t u orgullo est á sufriendo m ucho. ¡Cuánt a pena m e dan t us oj os! Te
est recharía en m is brazos, t e besaría com o a una niña. Pobre Zazu, ¡eres t an pequeña!
¡Cuánt o debes de sufrir! Me voy, no quiero int errum pir est e dolor con m i presencia.
Marco recogió el som brero am arillo y absurdo que llevaba, y se dirigió a la puert a. Pero
ant es de que saliera, Zazu le llam ó, en voz baj a, densa:
Vuelve aquí, est úpido. Vuelve aquí, git ano, m endigo.
Cruzó sus m anos y not ó su t em blor. Las volvió a descruzar. Marco no se m ovió, sonriendo
con dulzura. Afuera, llovía. Las got as resbalaban por el crist al de la vent ana. Zazu sent ía los
labios encendidos, y sus oj os oscuros. «No sé cóm o pude hacerlo. Nunca pegué a nadie. Mi
lengua es venenosa. Yo no sé cóm o pude pegarle. Pero m i lengua se ha vuelt o m uda para él.»
Zazu t enía m iedo. De pront o, llegó a ella un dest em plado sonido. Se volvió y vio a Marco, sent ado frent e al piano. Su dedo índice oprim ía t eclas, al azar.
- Zazu, quisiera que escuchases aquella m elodía. Aquella herm osa m elodía que m is nervios,
enferm os, t runcaron una noche. - Zazu se encogió de hom bros, con desprecio- . Aquella noche,
Zazu, vino el rey a oírm e. No lo olvides. Si el rey quiso oírm e, ¿por qué no vas a hacerlo t ú,
una pobre chica provinciana de Oiquixa? Menos orgullo, m enos orgullo.
Zazu se acercó a él.
- Bien erij o- . Te escucho, Marco.
Pero ¿qué era aquel ext raño sonido? Torpem ent e, Marco apret aba las t eclas a capricho.
Unas veces con m anos nerviosas; ot ras, lent am ent e. Sus m anos eran com o dos grullas
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Pequeño teatro
Ana María Matute
revolot eando pesadam ent e sobre el t eclado. Sus brazos se m ovían, am pulosos, y su cuerpo
se balan ceaba. « Mar co, Mar co» , se dij o ella, com o u n a obsesión . Ten ía m iedo.
I nst int ivam ent e, cerró los oj os. Aquellos rarísim os y nada arm oniosos sonidos se clavaban en
su corazón. Com o si, realm ent e, fuese aquello una m elodía envenenadora. Para ella, result aba una m úsica desconocida, revelada, m ágica. ¿Por qué su corazón se replegaba, se encogía?
¿Por qué su corazón t enía frío, com o un páj aro en la nieve? Tam bién las palabras de Marco la
envolvían, la arrast raban, allí donde no deseaba. Allí, t al vez, donde van a parar los sueños
rot os de los golfillos. «Y, sin em bargo, sus palabras son huecas, absurdas, vacías.» Pero no
podía dej ar de escucharle. Zazu t enía m iedo de los oj os de Marco. Aquellos oj os cuya form a,
cuyo color, cuyo brillo, no le gust aba. Pero su corazón se quedaba quiet o cuando ella m iraba
aquellos oj os. Zazu t enía m iedo. Porque a Zazu no le gust aban los labios gruesos de Marco,
que t enían pegado a la piel, incrust ado en ella, un polvillo dorado y brillant e, ese polvillo est elar de la arena. Pero besaba aquellos labios y am aba aquellos labios. Zazu apret ó los dient es:
- Bueno, bast a ya. Dej a ese pobre piano en paz. No m alt rat es m is oídos, y vet e.
Marco se levant ó:
- Zazu, ahora t ú est arás pensando: «Oj alá ést e se vaya pront o. Oj alá ést e se vaya de
Oiquixa, y no vuelva j am ás». Pero no, Zazu, no lo esperes. Aún no voy a m archarm e. Esperaré
a hacerlo un día en que t ú no puedas por m enos de seguirm e. - Se inclinó hacia ella y la besó
suavem ent e en la m ej illa- . Ahora necesit as est o - dij o- . Yo sé hacer las cosas bien. He
aprovechado la m añana para afinar el piano, porque por la m añana t ú eres m ás dueña de t u
volunt ad. Est oy seguro de que al despert art e, al m irart e por prim era vez en el espej o, t e crees
una diosa: pero no lo eres. ¡Oh, no, no lo eres!
Volvió a besarla, en la frent e, y acarició su cabello.
- He sabido escoger la hora del crepúsculo. Todo va bien.
Zazu se apart ó:
- Eres grot esco. Anda, puedes irt e.
Marco se caló el som brero, con adem án absurdo.
- Bien sabes que est o no es am or, ignorant uela. Claro est á que aún no lo es... plenam ent e.
¡Pero ya andas cerca, ya andas cerca! Te hará sufrir, y t u vida será un com plet o fracaso. El
am or es una espina dolorosa, m uy difícil de arrancar. A t i t e será im posible.
Zazu sonrió suavem ent e:
- Después de t odo, t ienes gracia. Ese som brero t e sient a m al, y adem ás no result a de buen
t ono ponérselo en est e m om ent o. En cuant o a t odo eso del am or y las espinas, ¿qué t e voy a
decir? Si eres feliz con est as hist orias que im aginas, no seré yo quien t e las am argue. Tú crees
a pies j unt illas t odo lo que invent as. ¡Pobrecillo, t al vez sea ésa t u única riqueza! ¿Por qué privart e de ella?
Él siguió esperando que ella hablase, quiet o. Con su rost ro serio y t ranquilo, que parecía
ext rañam ent e enj ut o baj o las anchas alas am arillas.
- A m í - prosiguió la m uchacha- no m e parecen m al t us cabellos rubios j unt o a t u piel oscura. Por ahora, eso m e bast a.
Aquello era una gran m ent ira. «Le am o, a pesar de sus horribles cabellos dorados, de su
piel aceit unada.»
- En ot oño m e casaré - dij o, al fin. Y le cost aba un raro esfuerzo decirlo- . Ent onces, t ú t e irás
de aquí. Todo va bien, com o t ú dices.
Marco pareció sobresalt arse:
- ¡No, no! Yo no podré esperar hast a el ot oño. ¿Crees que soy un vagabundo o un hom bre
que no se debe a sus m últ iples t rabaj os? Mil asunt os m e reclam an. - Marco se m ordió los
labios, para cont ener la risa- . Adem ás, Zazu querida, yo vine a Oiquixa en prim avera, y quiero
irm e en prim avera. Para llevarm e el perfum e de los m anzanos en flor. Me iré m ucho ant es. Mi
herm ano posee un velero precioso. Precisam ent e se t rat a del m ism o velero que m e t raj o a
est as cost as, ¿sabes? Él es quien m e recogerá.
El corazón de Zazu, aquel pobre corazón frío y lej ano, grit aba ext rañam ent e: «No t e vayas.
No t e vayas aún. Espera». Y sin em bargo, ella deseaba no volver a verle, ella deseaba que se
fuera cuant o ant es.
- ¡No es t u herm ano! - dij o con rabia la hij a de Kepa.
58
Pequeño teatro
Ana María Matute
- Pones dem asiado fuego en esa afirm ación. Yo no puedo creer que t e im port e m ucho el
hecho de que ese hom bre gordinflón sea o no sea herm ano m ío. En fin, efect ivam ent e: ese
hom bre del velero ( el velero, dicho sea de paso, t am poco es suyo) no es m i herm ano. Pero
com o si lo fuera. Una vez, yo le salvé la vida.
- Mient es:
- ¡Est á bien, has acert ado! Tam poco le salvé la vida. ¡Qué m uj er t an pesada t e est ás volviendo, Zazu!
Pero ella parecía raram ent e agit ada y sus labios t em blaron:
- Tú no has salvado la vida a nadie. Nunca la salvarás. Eres cobarde y enferm o.
- Sí, lo soy. Pero eso será lo m ás t rist e para t i. Para t i, que m e seguirás hast a el fin del
m undo. ¡Ah, Zazu, ven! No im port a eso ahora.
Le t endió los brazos. Pero ella le volvió la espalda y, rápida, huyó de allí. At ravesó el vest íbulo y salió precipit adam ent e al j ardín. Sin em bargo, est a vez Marco no la siguió.
El j ardín, descuidado, aparecía brillant e y oscurecido por la lluvia. Zazu sint ió m oj ársele los
cabellos, el vest ido. La lluvia, com o un llant o desolado y silencioso, resbaló a lo largo de su
frent e y sus m ej illas. Com o un llant o que no t uviera fin. Zazu se int ernó en la m aleza, ent re
los t roncos de los árboles m al dispuest os. Se apart ó los húm edos m echones que le cat an sobre
la frent e, y cruzó las m anos sobre el pecho, que t em blaba por un frío ext raño. Un frío que nada
t enía que ver con la lluvia ni con el vient o. Muy cerca de su rost ro, unas hoj as t em blaban. Con
brillant es got as, com o oj os dim inut os y burlones. A t ravés de las ram as, el cielo aparecía blanco. Zazu se acordó de pront o de cuando era pequeña y t enía m iedo de la t em pest ad. En aquel
m om ent o sint ió el m ism o deseo que de niña: huir, huir al últ im o rincón del sót ano, hundir la
cabeza en algo blando y m ullido, que apagara los ruidos. «Aquel árbol es el que escogió el
m arino ext ranj ero, para colgar sus grandes y brillant es esferas de Navidad.» Zazu abrió los
oj os y vio salir a Marco, a grandes zancadas. Baj o su ancho som brero am arillo, que nadie supo
de dónde procedía. «Dios m ío, yo nunca había pegado a nadie.»
59
Capítulo XI
1
En Oiquixa había un bazar. Allí se vendía de t odo. Fuert es piezas de t ela azul, para
m arineros, lat as de conservas, m uñecas, polvos de t ocador, colonia, post ales de Oiquixa ilum inadas a m ano, anzuelos. Sus dueños, «Arresu Herm anos», eran unos seres vest idos de gris,
con oj os, cabellos y rost ros grises. Apreciaban m ucho a la señorit a Eskarne Ant ía, pues la
president a de la Asociación Prot ect ora de Huérfanos de Marineros vest ía a los niños de su
orfanat o con t ela del bazar, los calzaba con alpargat as del bazar y los enseñaba a escribir con
lápices, cuadernos y t int a del bazar.
Una m añana, Eskarne Ant ía penet ró en la t ienda con su rít m ico andar. Los niños necesit aban delant ales, explicó. Y si ella m ism a no elegía la t ela para su confección, no podría dorm ir
t ranquila. Necesit aba, pues, un género fuert e, resist ent e y lavable.
Todos adm iraban el celo y desvelo de la señorit a Eskarne y su fam osa Asociación. «La
grandiosa obra realizada.» Pero alguien había en la t ienda que no est im aba a la señorit a
Eskarne ni apreciaba sus virt udes. Est e alguien había recibido m ás de algún pescozón por
culpa de la lengua acusadora de la viej a señorit a. Más de una vez fueron descubiert as sus
escapat orias, sus largos ent ret enim ient os con los pilluelos del puert o, cuando le enviaban a
ent regar paquet es a las nobles señoras de kale Nagusia. Est e alguien era un sobrino de
«Arresu Herm anos», con la nariz chat a com o un enchufe, la lengua ligera y las cost illas
endurecidas a golpes. Un sobrino pobre, que recibía su com ida, sin salario alguno, a cam bio
de sus dudosos servicios en el bazar, com o m ozo y com o t odo lo que fuera m enest er. Est e
m uchacho esperaba aquélla m añana con ilusión la ent rada de la señorit a Eskarne, para
deslizarse en la conversación. Apenas le fue posible, se acercó. Con el gran escobón en la
m ano, y m irándola m aliciosam ent e, exclam ó con voz fuert e y clara, para que t odo el m undo
pudiera oírlo:
- ¡Oh, señorit a Eskarne! En Oiquixa hay ahora alguien que t am bién se preocupa de los
pobres m uchachos m iserables. Esos que la Asociación no quiere recoger. ¡Son t an sucios! Est a
m añana, t em prano, llegó el caballero Marco, el del pelo am arillo. Com pró blusa, alpargat as, y
hast a un t raj e azul, de dril, para ese chico ast roso que llam an I lé Eroriak. ¡Bueno, supongo
que ust ed no le conoce! Es un pobrecillo que habla solo y apenas levant a un m et ro del suelo.
¡Un asco!
Rápidam ent e, se ret iró a la t rast ienda. La esposa del capit án, y la hij a del int endent e, que
com praban m edio m et ro de t ira bordada y un m et ro de seda, se volvieron t riunfalm ent e hacia
la señorit a Eskarne, t an odiada, t an t em ida, t an respet ada por las dam as de kale Nagusia. Los
grises oj os de «Arresu Herm anos» se clavaron con desesperación m uda, vengat iva, en la cort inilla por donde había desaparecido el descarado sobrino de la nariz aplast ada y la lengua ligera.
2
Eskarne ent ró en su casa, sofocada. Sin desprenderse de su gran bolso, de sus guant es, ni
de su som brero de t res pisos, donde anidaban desde hacía cinco años páj aros y flores, buscó
a su herm ana. Miren cosía apaciblem ent e j unt o al m irador que daba a kale Nagusia.
- Mirent xu, he decidido recoger a ese m uchacho que llam an I lé Eroriak. No puedo soport ar
por m ás t iem po sus vagabundeos con ese forast ero que sólo sabe cont em plar las est rellas. A
60
Pequeño teatro
Ana María Matute
pesar de su buen corazón, ¿no es t iem po ya de ayudarlos a los dos, eficazm ent e?
Mirent xu parpadeó. Sus m anos se t endieron, vuelt as las palm as hacia arriba:
- Pero ese m uchacho... ¡Oh, Eskarne, recuerda que la Asociación no adm it e m ayores de
cat orce años...!
- ¿Y eso puede const it uir algún obst áculo para que nosot ras nos int eresem os por él?
¡Mirent xu, m e sorprendes! ¿Acaso una insignificancia com o dos o t res años de m ás puede
im pedir llevar a cabo una buena obra? No, Miren, est ás equivocada. Ese m uchachit o no es
capaz de ganarse la vida. Su cabeza no est á firm e, y es raquít ico, m enudo. ¿Qué edad puede
t ener? ¿Dieciséis, dieciocho años? No creo que llegue a t ant os. Se le alim ent ará, se le vest irá,
y, al m ism o t iem po, puede ut ilizársele en t rabaj os de acuerdo con su com plexión e int eligencia. Ayudará en la cocina, subirá agua del pozo... ¡Qué sé yo! Siem pre podrá em pleársele en
cosas út iles y provechosas. Precisam ent e la ayudant a de Juana se est á insolent ando y ha pedido un aum ent o de sueldo. Se la despachará, y ese chico ocupará su lugar. Adem ás, im pedirem os que I lé Eroriak vagabundee por el puert o com o un perrillo sin dueño. Y, sobre t odo, que
se em borrache y se conviert a en el hazm erreír de San Telm o.
Mirent xu cont em pló la violent a danza de los oj illos de su herm ana Eskarne, sobre la im presionant e nariz. Miren recordó que hacía m ucho t iem po, una vez, ella ya había t rat ado de sugerir est as cosas. Nadie le prest ó at ención ent onces. Mirent xu respondió a su herm ana, con
suavidad:
- Marco sufrirá si le separam os de ese m uchachit o. ¡Parece apreciarle t ant o! ¡Son buenos
am igos! Y, después de t odo, a su m odo, le prot ege. He oído decir que cuando m arche a su país
( una herm osa isla donde su padre es gobernador) , se llevará con él a I lé Eroriak.
- ¡Mirent xu!
La voz cort ant e de la señorit a Eskarne resonó seca, aut orit aria. Apunt ó con su índice,
enguant ado de negro, a la frent e de su herm ana. Aquella frent e que cobij aba t an peregrinas
ideas, t an irrit ant es ideas.
- Mirent xu, eso, precisam ent e eso, es lo que debem os evit ar. Yo no dudo de que ese hom bre t enga buen corazón. Lo sé que le conm ueve el abandono de ese m uchachit o, com o m e
conm ueve a m í. Pero él no sabe hacer el bien. No t odo el m undo, Mirent xu, est á capacit ado
para adm inist rar el bien. Es dem asiado j oven, dem asiado im pet uoso, y sólo sabe guiarse de
su corazón. El corazón, Mirent xu, es un caballo peligroso que hay que conducir con m esura.
Eskarne se quit ó lent am ent e los guant es. Las m anos aparecieron desnudas, blancas.
Ext rañam ent e im púdicas, a los oj os de la señorit a Eskarne, que los baj ó, cohibida.
- Nosot ras, Mirent xu - prosiguió la señorit a Eskarne- , no querem os separarle de ese chico. Al
cont rario. Nosot ras sólo querem os unirnos a su labor. Colaborarem os j unt os. Será una bella
obra, realizada ent re los t res. Hem os de hablarle, claro est á. Yo no pienso prescindir de su
opinión absolut am ent e.
Mirent xu, con los oj os baj os, cont em pló sus pequeñas uñas rosadas, pulidas y honest as.
Mirent xu det uvo su lengua, pero su corazón sabía. «Eres hipócrit a, Eskarne.» Oyó el seco
golpe que producía el cierre del m onedero de su herm ana. Vio su som bra, m oviéndose en el
suelo pulcram ent e encerado: Aquella som bra alt a, huesuda, dom inant e. Más, aún, Mirent xu
se encogió, se escondió dent ro de su propio pecho. El corazón de la señorit a Mirent xu era un
peligroso corcel que sabía cosas. «Eres hipócrit a. A t i nada t e im port a el desam paro de I lé, ni
ahora ni cuando era m ás niño. A t i no t e conm ueve. Nunca t e fij ast e en él m ás que para pegarle, com o aquel día que t e hizo t ropezar. Para llam arle golfo haragán cada vez que le encont rabas por la calle. ¡No es un huérfano que t e hubiera hecho quedar bien! Pero t ienes envidia
de Marco, porque, en lo profundo, Oiquixa ent era adm ira y aprueba m il veces m ás su am ist ad
con ese pobre chico que t u fam osa Asociación. Le envidias porque t odo el m undo espía sus
idas y venidas con adm iración. Porque t odo el m undo elogia su com port am ient o, m ient ras
m urm uran de t i, porque m at as de ham bre a los huérfanos de m arineros.»
Sin em bargo, la lengua de la señorit a Mirent xu no dij o nada. La señorit a Mirent xu había
callado siem pre. «A lo largo de t oda m i vida, t odo ha sido un cont inuo silencio. Un cont inuo
reprim ir el corazón. ¿Por qué callé siem pre? ¿Por qué siem pre hube de frenar t odas m is am biciones, t odos m is deseos?» Mirent xu vio salir de la habit ación a la herm ana m ayor. Una rara
m elancolía la envolvió. La señorit a Mirent xu, con la cabeza ladeada, recordaba.
61
Pequeño teatro
Ana María Matute
3
La señorit a Eskarne y la señorit a Mirent xu nacieron allí, en Oiquixa, en aquella kale Nagusia.
En aquella casa de alt o m irador encrist alado y visillos de m alla, t ej idos por sus propias m anos
de colegialas. La señorit a Mirent xu recordó a su herm ana Eskarne: piernas largas y m acizas,
enfundadas en m edias negras, t renza pesada y t irant e, que le obligaba a llevar m uy erguida
la cabeza. Oj os oscuros, precozm ent e m aduros, escrut adores. Así era Eskarne en la infancia.
En aquella edad en que ella, Mirent xu, quería j ugar al corro, en la plaza, con las ot ras niñas.
Pero a ellas no les est aba perm it ido. Debían dist ribuir las horas j unt o al m irador, ent re unas
feas m uñecas llenas de cint as y pom pones, y unas alm ohadillas de bolillos que producían un
ruidillo seco, com o ent rechocar de huesos. En aquella época, Mirent xu t enía seis años, y su
cabello se curvaba en rizos espesos. Mirent xu se dio cuent a, y se los acariciaba, frent e al espej o, cuando se lavaba las m anos ant es de com er. Eskarne la sorprendió un día. «Mam á, déj am e
peinar a Mirent xu, t odos los días.» Todos adm iraron la bondad y el espírit u abnegado de
Eskarne, t an infrecuent e en una criat ura de nueve años. «Ella, ella m ism a m e ha pedido perm iso para peinar t odos los días a su herm anit a pequeña», se enorgullecía m am á, ant e sus
am igas de kale Nagusia. Pero m am á, con su negro vest ido, con su pálida e infrecuent e sonrisa, no sabía nada de las t ort uras m at inales, en el t ocador. Mirent xu era baj it a, delicada y
t ím ida. Eskarne, alt a y vigorosa. Eskarne est iraba con expresión concent rada las anchas ondas
del cabello de Mirent xu. Aquellos cabellos sedosos y rebeldes. Est iraba su cabello hast a arrancarle lágrim as. Pero si Mirent xu lloraba, Eskarne decía cosas, cosas at roces, que em pequeñecían el corazón. La voz de Eskarne sonaba, con una dureza exalt ada, brusca: «¿Es que
quieres ir al infierno? ¿Acaso quieres ir al infierno? Eres vanidosa, yo lo he vist o. Eres una
vanidosa. ¿No sabes que la vanidad es un pecado? El dem onio enreda sus uñas en los cabellos rizados y los arrast ra a las llam as».
Un día las llevaron al colegio. Aquel convent o pardusco, det rás de la plaza. Tenla unas t apias
alt as, de piedra, t ras las que habla un huert o y un j ardín, que olían a m anzanos. Pero allí dent ro vivía una t rist eza ext raña, inexplicable, para la pequeña Mirent xu. Eskarne era una de esas
niñas que t odo lo hacen a la perfección. Las m adres ponían com o ej em plo a Eskarne, ant e
t odas las niñas. Las niñas no la querían, pero procuraban no incurrir en su desagrado, porque
la t em ían. Era acusona, y, cuando hacía daño, decía: «Es por t u bien. Es por t u bien». Mam á
pidió que pusieran a sus dos hij as en un m ism o dorm it orio. En una m ism a cam arilla, con dos
cam as de hierro negro y herm osas colchas de cret ona floreada. Mam á no quería separar a
Mirent xu de la bienhechora influencia de Eskarne. Est o era ext raordinario, fuera del reglam ent o. Pero papá era un Anua, y accedieron.
Durant e las at eridas noches invernales, cuando reinaba el silencio, Eskarne se levant aba
con sigilo, encendía una buj ía y zarandeaba el sueño de Miren con sus pequeños dedos, duros
y helados, hast a despert arla. Ent onces, se ent regaba a su m áxim a diversión. Leía en voz alt a
un grueso libro, t it ulado Ej em plares sucedidos. Allí ocurrían at roces t orm ent os. A los niños que
robaban peras recién sacadas del horno, se les abrasaban los int est inos. Los niños que j ugaban con caj as de cerillas, m orían inflam ados. Los niños que pat inaban sin perm iso sobre el
hielo, m orían hundidos en el agua helada. Los niños que cogían la caj a de alfileres y se los
t ragaban, m orían ent re at roces convulsiones. Mirent xu t enía sueño y m iedo, pero Eskarne la
obligaba a levant ar la cara, cogiéndosela ent re sus m anit as nerviosas y frías. Aún le parecía a
Mirent xu verla, con la t renzó suelt a sobre la espalda, desparram ada, lacia y gruesa, com o la
cola de un caballo. Vest ida con su ancha y larga cam isa de franela blanca, por debaj o de la
cual asom aban sus pies, est rechos y m orenos. Junt o al cuello, resalt aba, bordado en roj ó, su
núm ero de colegiala. Mirent xu, encogida de frío, se sent aba al borde de la cam a, y oía cóm o
la voz de Eskarne se recreaba en los pasaj es m ás crueles y aleccionadores. Mirent xu sent ía en
ocasiones ganas de grit ar, de cubrir su cabeza con la sábana. Pero, alguna vez, en algún descuido de Eskarne - que t an celosa y avara era de sus obj et os- , si cogía ella el libro que hablaba de t an desvent urados niños, no hallaba en él m uchas de las horribles peripecias de aquellas im prudent es criat uras. Ent onces, caía en la cuent a de que su herm ana, a m enudo, invent aba porm enores de los cruent os cast igos.
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Pequeño teatro
Ana María Matute
Mirent xu y Eskarne crecieron j unt as. Siem pre j unt as, hast a saber de m em oria la una de la
ot ra cada rasgo, m ej or aún que los suyos propios. A veces, Mirent xu sent ía una agobiadora
angust ia que le hacia pensar: «Me gust aría est ar sola un día, aunque sólo fuese un día». Cada
gest o, cada inflexión de la voz, le eran conocidos hast a el aburrim ient o. Mirent xu y Eskarne
crecían de un m odo lent o, insensible. En colegio, las m adres, las clases, las vacaciones.
Cuando volvían a casa, m am á no se cansaba de alabar a Eskarne. Eskarne, sin em bargo, era
una criat ura seca, prem at uram ent e j uiciosa, seria y fría. Cuando decía que am aba m ucho a su
herm anit a Mirent xu, a Oiquixa, a los huérfanos y a los m endigos, lo hacía en un t ono que cont rast aba rudam ent e con sus palabras. Eskarne y Mirent xu acost um braban a pasear por kale
Nagusia, con su m adre y su prim a Aránzazu Ant ía. La prim a Aránzazu era m uy linda. «Su sonrisa es herm osa com o la luz del am anecer», decían las viej as dam as de kale Nagusia. La prim a
Aránzazu vest ía preferent em ent e de blanco y suj et aba sus cabellos, negros y sedosos, con una
ancha cint a de t erciopelo granat e. Mirent xu odiaba secret am ent e sus propias t renzas apret adas, y aquellos t raj es de t ela escocesa, con blancos cuellos de piqué alm idonado, con que
iban vest idas.
Un invierno, Aránzazu fue al colegio con ellas. Mirent xu adm iraba a su prim a, y Eskarne no
se at revía a reñirle por sus t irabuzones ni por su const ant e alegría. I ncluso parecía com placerle, int ernam ent e, que aquella m uchacha de grandes oj os oscuros y labios sonrosados fuera
su prim a. Enorgullecíase ant e las dem ás com pañeras, de que se llam ara Ant ía.
El t iem po pasaba. Un día, Aránzazu se acercó a Mirent xu, y, con m ucho m ist erio, le dij o que
t enía novio. Le había conocido durant e el verano, en San Sebast ián. Con una sonrisa apagada, le enseñó una cart a, arrugada y m uy plegada en pequeños dobleces. Oyeron pasos que se
aproxim aban, y Mirent xu ocult ó la cart a, precipit adam ent e, en el forro de su libro de geografía.
No se la devolvió m ás a Aránzazu. Desde ent onces, la leyó varias veces. Muchas veces, su
prim a Aránzazu, con su encant adora volubilidad, pareció olvidarse de ella, y no se la reclam ó.
De est e m odo, Mirent xu, en sus raras soledades, sacaba la cart a de su escondit e y la leía.
Llegó a sabérsela de m em oria. Su corazón em pezó a lat ir desordenadam ent e, y acabó im aginándose que las frases iban dirigidas a ella, que habían sido pensadas y sent idas para ella.
No conocía a aquel m uchacho, novio de Aránzazu. No t enía la m ás leve idea de su aspect o
ext erior. Solam ent e aquella let ra im pacient e e insegura, solam ent e aquellas frases calient es y
ext rañas, solam ent e aquella firm a irregular de adolescent e: I ñaqui. Mirent xu se forj ó un ser a
su gust o, porque t enía una im aginación precozm ent e soñadora. Se quedaba quiet a; cont em plando las nubes a t ravés de la abiert a vent ana. Miraba el vuelo de las golondrinas que t enían
su nido en un hueco del t ej ado, y esperaba la hora del sueño para poder pensar, durant e la
quiet ud silenciosa del dorm it orio, en la figura cada vez m ás rom ánt ica de aquel I ñaqui. En las
palabras que su m ano escribió en la arrugada cart a. Al fin aquel fant asm a se convirt ió en algo
suyo, t an suyo, que cuando, en ocasiones, la prim a Aránzazu le hablaba de él, le parecía que
se refería a ot ra persona. Solam ent e cuando le nom braba, aquel nom bre real parecía despert arla am argam ent e, y algo le dolía dent ro del pecho. Ent onces apret aba los labios y sus oj os
se ent rist ecían. Pero, poco a poco. Aránzazu le hablaba cada vez m enos de él, absort a por
ot ros nuevos ent ret enim ient os. La prim a Aránzazu era superficial para est as cosas. En cam bio, era m uy est udiosa, dulce y obedient e. Por el cont rario, Mirent xu no est udiaba, y recibía
frecuent es cast igos por culpa de su aislam ient o, ensim ism ada en sus pensam ient os.
Ciert o día, cuando Eskarne revolvía los libros de su herm ana, encont ró aquella cart a escondida en el forro de la geografía. Lent am ent e, con dedos inflexibles, Eskarne la abrió. Mirent xu
cerró los oj os, con el ánim o perplej o. Y le pareció que era su propio corazón lo que desplegaba, lent a e inexorablem ent e. Eskarne leyó una y ot ra vez los renglones, ya borrosos, com o si
le cost ara m ucho t rabaj o com prenderlo. Luego, rom pió la cart a en m enudos fragm ent os.
Mirent xu no olvidaría j am ás la m irada despect iva, casi com pasiva, de aquellos oj os. En lugar
de prot est ar, baj ó los suyos, hum ilde y t em erosa. «¿Quién es? ¿Cóm o le has conocido?» Pero
a Mirent xu ni siquiera le dio t iem po para responder. Eskarne reprochaba. Reprochaba con
dureza t odo aquello. Y condenaba en ello m il cosas que Mirent xu ni siquiera había sospechado. «Est o es un gran pecado, desgraciada.» Con aquel m ism o t ono que usaba para decir: «Es
por t u bien». Mirent xu, oyéndola, acabó llorando, arrancándose de la conciencia un arrepent im ient o por culpas no com et idas. Por culpas cuyo sent ido no alcanzaba del t odo a com pren-
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Pequeño teatro
Ana María Matute
der. Eskarne dej ó a su herm ana m enor hundida en una gran confusión. Y, desde aquel m om ent o, em pezó a espiarla, a exam inar y desm enuzar sus m enores gest os. Y pidió que, nuevam ent e, pusieran sus cam as j unt as.
Aquellas vacaciones, Eskarne y Miient xu fueron a San Sebast ián con su prim a Aránzazu.
Pero Eskarne prohibía t odo. Baj o la m irada de Eskarne, Mirent xu, dent ro de su vest ido m al
cort ado por una m odist a de Oiquixa, dent ro de la vergüenza de sus cabellos forzadam ent e
est irados, ret orcidas las t renzas en un m oño sin gracia, supo, al fin, cóm o era el verdadero
I ñaqui. Muy dist int o de com o ella lo soñara. Mucho m ás feo, m ayor, y m ás at ract ivo. I ñaqui
era un chico alt o y desgarbado, con el cabello ensort ij ado. Sus grises oj os brillaban, y t enía
las m anos grandes y m orenas. Desde ent onces, Mirent xu em pezó a fij arse, de un m odo ocult o y t em eroso, en los dem ás m uchachos. Eskarne decía que era pecado, y los rem ordim ient os se adueñaban de la pequeña Mirent xu. «¿Por qué será pecado? Pero Eskarne lo dice.» Sin
em bargo, apenas le est aba perm it ido hablar con ninguno. Y ella no era bonit a ni recibía cart as secret as, com o su prim a Aránzazu. Result aba borrosa al lado de su prim a y de las am igas
de su prim a. Aquellas m uchachas vest ían, hablaban y sonreían de una m anera m uy dist int a.
Su angust ia, su incipient e inquiet ud crecía, com o la luz del sol.
Cuando volvieron al colegio, Aránzazu llevó novelas. Novelas sent im ent ales. «Libros m alos
que hablan de am or.» Aránzazu y Mirent xu leían secret am ent e aquellos libros, que, a veces,
les arrancaban lágrim as. Todas las heroínas eran ellas m ism as, y t odos los am ores eran su
propio am or. Acababan de cum plir los quince años, y Eskarne dieciocho. Por ello, para est a
últ im a, acabó la vida de colegio.
Por aquella época, una m añana prim averal en que las hoj as del j ardín aparecían recién
regadas, Mirent xu pensó que le gust aba el hij o del j ardinero. «Se parece al ret rat o de lord
Byron, del libro de Lit erat ura.» Tal vez se pareciera. Tam bién era coj o, com o él. Mirent xu le
cont em plaba a hurt adillas, en el recreo. Le veía t rabaj ar, de lej os, en el huert o, ent re los ciruelos y los m anzanos, apoyado en su bast ón. Su espalda se encorvaba sobre la t ierra. Y el
cabello, de un rubio ceniza, caía suavem ent e sobre su frent e t ost ada. Las chicas del colegio
rem edaban burlonam ent e su coj era. «Sin fij arse en su perfil, en sus oj os, oscuros, t rist es, dulces.» Mirent xu se enam oró del hij o del j ardinero, de aquel pobre coj o apenas m ayor que ella.
Pero él no lo supo nunca. Ni siquiera oyó su voz, ni llegó j am ás a conocerla, ni a dist inguirla
ent re las alum nas del colegio, a las que ni se at revía ni le est aba perm it ido m irar. Mirent xu
levant aba los oj os sobre las t apias del huert o. Hacia el gran cielo por donde huían las golondrinas. «¿Por qué no puede ser?» ¡Si Eskarne lo hubiera sospechado! Est e solo pensam ient o
bast aba para frenar los descabellados sueños de la señorit a Mirent xu Ant ía.
Un dom ingo, al salir de m isa, Aránzazu y Mirent xu obt uvieron perm iso para llegar hast a el
faro, paseando. I nesperadam ent e su prim a em pezó a reír ahogadam ent e, con m alicia. Le
señaló con disim ulo hacia el faro en ruinas. «Mira, m ira el pobre coj o.» Ent onces le vio a él,
al hij o del j ardinero, m uy j unt o a una descarada m uchacha de San Telm o. Una m uchacha de
pies descalzos y de m irada at revida.
Mirent xu volvió al colegio con el corazón oprim ido, y, cuando est uvo sola, lloró silenciosam ent e.
Por ent onces, Eskarne ya hablaba m ucho de los pobres niños huérfanos de pescadores y
m arineros. Durant e un t iem po, arrast ró a su prim a Aránzazu y a su herm ana Mirent xu a lo que
ella llam aba «nuest ras visit as de inspección y caridad». A sus dieciocho años, Eskarne est aba
decididam ent e ensoberbecida de su bondad. «¡Qué m uchacha t an abnegada, buena, preocupada por el necesit ado! », decían las dam as de kale Nagusia. El rost ro de Eskarne era ya, t am bién, decididam ent e feo. Halló eco en sus padres a t odos sus grandes proyect os, y fundó la
fam osa Asociación. La gent e de Oiquixa la m iraba con adm iración, un poco de est upor y m ucha
curiosidad. Ella cam inaba rígida y afilada, seria. Su herm ana Mirent xu la ayudaba sum isam ent e. Aránzazu pront o se cansó. Pero a Mirent xu, en t odo caso, no le fue perm it ido. «Sigue
a t u herm ana.» «Mírat e en t u herm ana.» «El ej em plo de t u herm ana debe est im ulart e.» Y el
t iem po seguía descendiendo, seguía em puj ándolas.
A pesar de sus vest idos blancos, de su cint a de t erciopelo y su sonrisa lum inosa, Aránzazu
Ant ía result ó ser una m uchacha sin fort una. Una t arde en que lucía el sol pálido, encerráronse
Mirent xu y su prim a en la habit ación de est a últ im a, y Aránzazu quem ó las cart as y la
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Pequeño teatro
Ana María Matute
fot ografía de I ñaqui. Las llam as de la chim enea consum ieron la let ra angulosa y engreída.
Ret orcieron la cart ulina, am arilla y abarquillada, de la fot ografía. Quem aron el uniform e de
guardiam arina, la sonrisa, la cabeza rizada. «¡Oh, sólo era una fot ografía sin im port ancia! »,
decía Aránzazu. Pero Mirent xu no pudo cont ener las lágrim as. Aquellas lágrim as brot aban de
su propia t rist eza, de su propia soledad. Aránzazu, en cam bio, la m iró con sus oj os secos, y
dij o: «No llores. No sé por qué has de llorar».
Aránzazu Ant ía no t ardó m ucho t iem po en casarse con Kepa Devar. Kepa era aquel hom bre
grande, enriquecido en lej anas t ierras. Años ant es salió de Oiquixa con su exiguo` bagaj e de
m arinero al hom bro. Era m ucho m ayor que ella, y sus m anos, grandes y velludas, producían
escalofríos. La boda se celebró en ot oño, en la parroquia de San Pedro Apóst ol. Aránzazu, m ás
que una novia, parecía una niña de Prim era Com unión. De est e m odo, Mirent xu perdió a su
única am iga.
Mirent xu salió del colegio para encerrarse en la viej a casa de kale Nagusia, j unt o a los
crist ales del m irador que daba a kale Nagusia. La arribada de un vapor ext ranj ero, la presencia de un forast ero, el baut izo de un niño, iban t om ando en su vida proporciones de gran acont ecim ient o. Eskarne y su dura labor exigían la ayuda const ant e de la señorit a Mirent xu. Exigían
su vida ent era, y Mirent xu obedecía. La herm ana m ayor im ponía plenam ent e su volunt ad, y
era ella ya quien gobernaba la casa y a la m adre m ism a. Mirent xu t am bién acabó refugiándose, acom odat iciam ent e, en aquella dureza, en aquella seguridad. «Soy débil, yo lo sé. No
puedo rebelarm e. Soy débil. Yo no quiero a Eskarne; t engo por ella una adm iración envidiosa,
culpable. Yo conozco a m i corazón.» Pasaron los años. El padre m urió.
Alguna vez, Mirent xu veía al hij o del j ardinero del colegio, que se había casado con una
m uchacha procedent e de un cercano caserío. El viej o j ardinero de las m onj as m urió, y su hij o
cuidaba el huert o y el j ardín, que rodeaban el convent o. El j oven m at rim onio vivía en una
casit a m edio ocult a ent re los ciruelos. Tenía un hij o pequeño, que, en las t ardes cálidas y
apacibles de prim avera, j ugaba al sol j unt o a las t apias del huert o. Cuando llegaba el verano,
su m adre le llevaba a la playa, cogido de la m ano. El niño iba golpeando, cont ra la pared de
la calle, un cubit o de hoj a de lat a. Mirent xu los vet a pasar. Los seguía con la vist a, con m edio
cuerpo asom ado fuera del m irador. Hast a que desaparecían, calle abaj o, t ras la esquina.
Mirent xu t uvo un pret endient e. Un viej o prim o lej ano, con los dedos m anchados de nicot ina y los dient es cariados. Eskarne opinó que «no convenía». Nada m ás. Siguió la m onot onía
de los días iguales. De las visit as que com ent aban el calor del sol, el precio del chipirón, las
pequeñas hist orias de kale Nagusia. Murm uraciones, pequeños escándalos, lenguas cerradas
y t rist es, lenguas desbocadas en una cáscara de nuez. La vida de los dem ás era at ravesada,
t aladrada, por alfilerillos m enudos y const ant es. La saliva envenenada y pequeña que condenaba los act os de los dem ás se m ezclaba t am bién con alegría en las frases de buenavent ura. «La hij a del j uez se casa est a prim avera.» «¿No saben? El hij o de Pachi, el hij o am ericano,
llegará el lunes.» «Est e verano vendrá al Hot el Devar gent e de la Cort e. ¡Seguro! » En ocasiones, Mirent xu t enía ganas de grit ar. Pero sonreía ocult ando un bost ezo, asint iendo débilm ent e. Cont inuaban los paseos por kale Nagusia, hast a el faro viej o. Cont inuaban las labores
de aguj a, la preparación de las confit uras, las j unt as de la Asociación. Cuando m urió su m adre,
quedaron solas en la casa, que Eskarne convirt ió en una especie de t aller- oficina de su
Asociación. Allí se reunían las dam as de la j unt a, allí se discut ían t odos los problem as referent e a los huérfanos de Oiquixa. «¡Qué ext raño sent im ient o, llam ado Caridad! », se decía a
veces Mirent xu. El diario de la localidad les dedicaba largas y elogiosas colum nas.
A veces, la cam pana del puert o, la sirena de un barco que part ía, herían sin saber por qué
algo m uy sensible en el corazón de la señorit a Mirent xu. Un día, se le ocurrió rizarse el cabello. Eskarne no se lo reprochó. Ent onces sint ió com o si algo m uriese definit ivam ent e dent ro de
ella. Mirent xu se dio cuent a de que, sin saber cóm o, sin saber por qué cruel razón, un día
cualquiera, una hora ext raña, cualquiera, perdió la j uvent ud. A veces, se decía: «Mi t iem po se
ha ret enido en algún lugar. Mi t iem po quizá regrese». Mirent xu recordó al niño, que, de la
m ano de su m adre, iba a la playa. Aquel niño que pasaba golpeando el m uro de piedra con su
cubit o. Que rozaba el m uro, en un chirrido agonizant e, perdido calle abaj o. I rrem isiblem ent e
perdido, com o un pequeño grit o desolado, hacia el m ar.
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Pequeño teatro
Ana María Matute
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Dos días después de la decisión adopt ada por la señorit a Eskarne respect o a I lé Eroriak, el
m uchacho cruzó casualm ent e la calle, frent e a la casa de las herm anas Ant ía.
Un repiquet eo en el crist al del m irador le hizo levant ar la cabeza. Ent onces vio a Eskarne y
a Mirent xu, con las cabezas j unt as, para poder asom arse a un m ism o t iem po, que le hacían
señas inint eligibles.
I lé est uvo un rat o cont em plándolas curiosam ent e. Hast a que recordó, de pront o, los golpes
que le diera la señorit a Eskarne con el paraguas. Ent onces les dedicó una m ueca grosera, m asculló un insult o y les volvió la espalda.
Arriba, en el m irador, Eskarne cerró los oj os.
- ¿Has vist o? - em pezó a decir Mirent xu.
- ¡Calla! - ordenó, secam ent e, su herm ana m ayor- . Est o es el principio. Y t odo principio t iene
un fin: m i larga experiencia m e lo ha dem ost rado.
Luego, sin coger los guant es ni el m onedero ni el som brero, la señorit a Eskarne salió corriendo det rás del chico. Alt iva, seca, la señorit a Eskarne baj ó la escalera. Salió a la callé, y
alcanzó al chico cerca de la plaza. Cuando logró suj et arle por un brazo, le arrast ró t ras ella,
sin explicaciones. En lo alt o de la escalera, la señorit a Mirent xu los esperaba, con la boca
abiert a. Cuando I lé Eroriak subió forcej eando, y llegó hast a ella, la señorit a Mirent xu, apret ando los dient es ant e su fuert e olor a escam as podridas, le acarició la cabeza.
Con adem án diligent e, las señorit as revolot earon a su alrededor. Las am plias faldas giraban
com o grandes m olinos de papel. Sacaron un cost urero y una cint a m ét rica. Eskarne suj et ó a
I lé con firm eza, y la señorit a Mirent xu em pezó a t om arle m edidas. Luego apunt aba en un
cuadernit o azul, con su dim inut o lápiz dorado, núm eros y palabras.
- Yo no he hecho nada m alo - balbuceó I lé Eroriak, vencido.
- ¿Qué est ás diciendo? ¿No com prendes que vam os a hacert e un j ersey?
- Pero ¡si llega el verano! Y, adem ás, ¡yo t engo ropa nueva! ¡Y zapat os!
- Ahora viene el verano. Pero luego llegará el invierno - la voz de la señorit a Eskarne aparecía
forzadam ent e pacient e- . I lé Eroriak, has de saber est o: la Asociación desea am parart e. De
ahora en adelant e, vivirás en el Hogar de Huérfanos y t rabaj arás en nobles y reconfort ant es
t areas. I lé Eroriak, t e elevarás ant e t us propios oj os, y t e harás digno de vivir.
I lé se desprendió bruscam ent e de sus m anos, buscó la puert a y baj ó casi rodando la
escalera. Cuando salió a la calle, su corazón parecía un páj aro t orpe, un páj aro que no com prendiese, de pront o, su libert ad. Buscó a Marco, y, cuando al fin lo halló, le dij o:
- ¿No sabes? Viej as bruj as no dej arán que vaya cont igo. Me quieren encerrar allí. - La m ano
de I lé Eroriak señaló la m asa t rist e y gris de la colina. Aquel edificio con aspect o de fort aleza
que llam aban «Hogar de Huérfanos»- . Marco, no van a dej arm e subir a San Telm o, no nos
dej arán hablar t ranquilos. ¡Y cuando t ú t e m arches, cuando t ú t e vayas en el velero que vendrá a buscart e, m e t endrán suj et o, allí dent ro! Eso dicen ellas. Y adem ás, quieren... dicen, que
van a hacerm e un j ersey.
Marco est aba dist raído. Se volvió hacia él, con m irada ausent e.
- Tú eres la esencia de la m aravilla, I lé Eroriak, herm ano m ío.
I lé dio una pat ada a una piedra.
- ¡Pero quieren encerrarm e! Óyem e, Marco: ¡Vám onos! ¿Por qué no nos vam os de Oiquixa,
ahora m ism o?
- Aún no ha arribado m i velero. Y, adem ás, ¿qué t em es? I lé, m i buen I lé: t u corazón no
puede t em er nada. Dent ro de t i no cabe el m iedo. Tu vida no cam biará j am ás. j am ás, ent érat e
bien.
Marco hablaba con los oj os ent ornados y las m anos cruzadas debaj o de la nuca.
- ¡Ay, Marco, Marco, t ú m e dej arás encerrar! - I lé Eroriak parecía desesperado.
Pero súbit am ent e, Marco se puso en pie. Rodeó con su brazo los hom bros del m uchacho, y
dij o:
- ¡No hay t iem po que perder! No podem os perder ni un m inut o. I nfeliz, ¿en qué piensas?
¡Hay que hablar en seguida, sin pérdida de t iem po, Señor, Señor, a las señorit as Ant la!
Y, precipit adam ent e, se dirigieron a kale Nagusia.
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Pequeño teatro
Ana María Matute
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- No crean que es una criat ura vulgar. No est á loco. No es un golfillo haragán. ¡Ah, señorit as, nadie ha sabido ver a est e ser genial, ocult o t ras su apariencia sencilla! Un aut ént ico
genio, ¡com o lo est án oyendo! Señorit as, óiganm e y com prendan est o: posee un alm a ext raña,
lej ana, única. Y nadie, nadie en Oiquixa le ha prest ado at ención., 0iquixa, m ezquina y
pequeña, no com prende las palabras ilum inadas de I lé Eroriak. Oiquixa, m ezquina y sórdida,
no ent iende el lenguaj e de I lé, y le llam an loco. Ha sido preciso, señorit as Ant ía, buenas y
com pasivas señorit as, que un forast ero, un hom bre de lej anas t ierras, que conoce el corazón
hum ano, adivinase la grandeza de est e ser. Nadie, sino un forast ero de ot ra t ierra y ot ro m ar,
un hom bre cuyos oj os han vist o el m undo ent ero, descubrió lo que est a im aginación crea, lo
que est a alm a y est e corazón saben. ¿No han advert ido ust edes, sensibles señorit as, las
ext rañas profecías que viven en las palabras de I lé Eroriak? Él, com o t odos los que fueron
grandes, se revist e de una apariencia hum ilde. Pero algún día, los hom bres le seguirán e im it arán sus gest os. Sus palabras se recordarán, se inscribirán en lápidas de m árm ol. Él es el
gran ej em plo, él es la vida pura. Sólo él puede ver a los espírit us del m ar y de la t ierra, a los
corazones que se esconden en el pecho de m adera de unos pobres m uñequillos. ¡Ah! Esas
farsas de Anderea, que a veces les sorprenden, que a veces les descubren sus propias
vergüenzas y las inquiet an, señorit as m ías, esas farsas han brot ado de est a m ent e despreciada. Y un viej o farsant e, un viej o aprovechado las ha recogido com o suyas. Yo les digo ahora:
es preciso cult ivar est a int eligencia, es preciso cuidar est e corazón. Est a pobre int eligencia
descuidada, pisot eada. Sí, no m e arrepent iré nunca de decir sin m iedo: Sublim e. ¡Dem asiado
sublim e, t rist em ent e, dada la clase de seres, la vulgaridad grosera de donde le cupo en suert e
nacer!
Marco habló con su m ej or voz, y sus oj os parecían t eñidos de una t rist eza húm eda. La voz
de Marco llegaba hast a las señorit as Ant ía com o una lluvia calient e, sorprendiéndolas,
hechizándolas. I lé, en un rincón, los m iraba de reoj o.
Marco se sent ó, al fin, y secó con un gran pañuelo sus sienes.
- Yo - cont inuó, con un t em blor nuevo en la voz- , he de confesarlo, no m e com padecí nunca
de él. Lo que m e at raj o fue la gran m aravilla que encerraba. Por eso, sólo por eso, fue él m i
m ej or cam arada. Pero no era yo su gula com o se figuraban los groseros espírit us de Oiquixa.
Era él m i luz, él m i cam ino, él m i ej em plo. Él es la sabiduría, señorit as. ¡Tant o he de aprender
de él! Y t am bién m i egoísm o, se ent iende, pensando en el día de m añana. Las generaciones
fut uras, cuando le nom bren, no podrán dej ar de señalar: «Hubo un hom bre, sólo un hom bre,
un avent urero llam ado Marco, que le brindó su am ist ad, que le ayudó en cuant o pudo». Ayuda
m at erial, se sobreent iende. ¡Es lo único que puedo ofrecer y es lo único que él necesit a! ¡Oh,
señorit as, no saben lo que él m e ha enseñado, lo que de él he aprendido! No saben ust edes
quién es él. Y, ahora, señorit as, ¡por el Cielo, por la salvación de sus alm as puras, no com et an
el crim en im perdonable de encerrarlo ent re los m uros de una casa, donde su espírit u libre languidecería! Donde, sin rem edio, señorit as, ¡se les m oriría ent re las m anos!
I ndudablem ent e, la casa de las señorit as Ant ía poseía condiciones acúst icas. «Est á hoy m i
voz com o nunca», pensó Marco.
La cara de Eskarne ardía, y sus delgados labios aparecían com o una finísim a línea blanca.
Sin em bargo, aquel abom inable hom bre rubio cont inuó diciendo:
- Sí, señorit as. Los ángeles ocult arían el rost ro ent re las alas para no cont em plar t am años
despropósit os. Así, com o suena.
En cam bio, la señorit a Mirent xu no pudo reprim ir un sollozo. Una lágrim a se det uvo, t em blando, en la punt a de su nariz. Desde que aquel hom bre ent ró y subió, com o un t orbellino, la
escalera. Desde que ent ró en la apacible salit a del gran m irador, un vendaval arrollador se
llevó el corazón de la señorit a Mirent xu. Com o si fuese un pobre m uñequillo de papel, uno de
esos m uñecos de papel que recort an los niños el día de I nocent es. La señorit a Miren volvió a
su t iem po perdido, ext rañam ent e regresado. De nuevo el encant am ient o levant aba a la señorit a Mirent xu. Tal vez, unos oj os sut iles, la hubiera vist o suspendida sobre el suelo encerado,
con sus piececillos calzados con bot ines m arrones. Suspendida en el aire, com o las m uñecas
67
Pequeño teatro
Ana María Matute
de Anderea, suj et a de unos hilos. «Es herm oso. Nunca vi un hom bre t an herm oso. Ni los ángeles ni los hom bres han sido nunca t an herm osos.»
Eskarne se levant ó con la nariz afilada:
- Caballero... Nadie pret ende encerrarle. Nadie va a encerrar a nadie. ¡Oh, Señor, qué lam ent ables equívocos! Solam ent e deseam os unirnos a su herm osa labor. Nosot ras t am bién
hem os com prendido.
Los oj os de la señorit a Eskarne se clavaron en la cara de I lé com o dos negros y dim inut os
perros rabiosos.
- Sí, hem os com prendido - añadió- . Est a criat ura, bien a la vist a est á, no posee un alm a vulgar. Nosot ras querem os únicam ent e ayudarle. Ayudarle, t am bién, económ icam ent e, en lo que
nos sea posible. Deseam os pulir y cult ivar esa int eligencia, t an equivocada y t orcidam ent e j uzgada. No, no est á loco. Caballero Marco, nosot ras ayudarem os a surgir lim pio, puro, el genio.
Nos unirem os a ust ed.
Marco se levant ó y se inclinó ant e ella, cerem oniosam ent e.
- Serem os t res unidos. Al fin, la perla hundida en el barro, baj o los pies de la vulgaridad,
brillará j unt o a la est rella. Y t odo, t odo, no lo olviden, será gracias a nosot ros t res. A nosot ros
t res únicam ent e. Gran cosa, gran cosa ést a.
Los verdes oj os de Marco hallaron la m irada húm eda de la señorit a Mirent xu. «Quién sabe,
t al vez.» Mirent xu se llevó la m ano al pecho, ext rañam ent e vacío, donde resonaban voces viej as, palabras que no iban dirigidas a ella, palabras que ahora eran suyas. «Tal vez. Quizá.»
Ent onces, Marco em pezó a reír, de súbit o. Eskarne y Mirent xu le m iraron en silencio, con los
oj os llenos de pensam ient os. Dist int os y cont rariados pensam ient os.
Marco se arrellanó en los m ullidos alm ohadones de la salit a de las señorit as Ant ía. Y se dispuso a dej ar correr las horas.
- Tenem os m ucho que hablar, int eligent es y nobles señorit as.
La t arde fue llegando, la t arde fue huyendo. Ellos charlaron, m ucho, m uchísim o, t oda la
t arde. De nuevo las faldas de las señorit as revolot eaban com o grandes, absurdos, incongruent es m olinos de papel, en t orno al caballero Marco. I lé Eroriak se sent ó en un rincón, y, poco
a poco, se durm ió.
Las señorit as Eskarne y Mirent xu t enían finas m ant elerías de hilo bordado, delicadísim as
t azas de porcelana y deliciosas m erm eladas, bizcochos, crem as y t art inas, elaboradas por sus
propias m anos. Las señorit as Ant ía servían un exquisit o café, que llenaba la habit ación de
arom a. Muchas t ardes, m uchos días ent eros, Marco e I lé Eroriak necesit aron hablar largam ent e con las señorit as Ant ía. Mirent xu cocinó las m ás cruj ient es t art as, las m ás sust anciosas
j aleas. Y del arm ario, con olor a espliego y a m anzanas, salieron m inuciosas y prim orosas
m ant elerías. Un día, apareció la prim era bot ella. Fue subida, con gran cerem onia, de la bodega de papá. Desde el cielo, el viej o general cont em pló con gest o m edit at ivo al caballero Marco,
que día a día, acababa sus t an queridas y añej as exist encias. Las bot ellas em polvadas,
ancianas, subían una a una hast a la salit a de las señorit as Ant ía. Los cascos vacíos aparecían
a la m añana siguient e, dest it uidos y dej ados, en el cubo de la basura.
La señorit a Mirent xu creíase t ransport ada a un m undo dist int o. A un m undo donde las
m uchachas subían corriendo la calle, y llevaban en la m ano ram it os de m adreselvas y de m anzano en flor. El t iem po det enido de la señorit a Mirent xu t enía un sut il y raro polvo dorado,
parecido al roj o resplandor de la t arde. Sus pies parecían volar, sus m anos y sus pies, suspendidos en el aire, se m ovían gracias a unos hilillos invisibles, unos hilillos de plat a, de vient o. Al acercarle la t aza, sus dedos rozaban los dedos de Marco. Al inclinarse para llenar la t aza,
la señorit a Mirent xu percibía el olor a sal de aquella oscura piel. Cerca de ella, brillaban los
rubios cabellos de Marco, sus pupilas, de un color indefinido, que eran com o el agua del fondo
del pozo en el huert o del colegio. Que eran com o la hierba, com o las grandes y claras noches
del verano, cuando ella se quedaba sola, por fin, en su cuart it o. La voz de Marco llegaba hast a
ella, la envolvía, la alej aba. Sobre t odo, la alej aba. «¡Oh, señorit a Mirent xu, sois m uy herm osa! » Mirent xu sent ía flaquear sus rodillas. «¡Ah, señorit a Mirent xu, sois m uy herm osa!
Mirent xu, ¡cuánt o ha de aprender nuest ra sobrina de vuest ra dulzura! » Un día, Marco cogió
sus m anos y las besó. La señorit a Mirent xu sint ió en las palm as un calor nuevo, un calor dist int o. Dist int o al fuego y a la nieve, dist int o al sol. Era un calor especial, era un calor t am bién
68
Pequeño teatro
Ana María Matute
regresado. Un calor que t enía el t act o, la hum edad, la honda y callada respiración de la t ierra ent re las m anos. «Tal vez, la vida est é aquí.» Marco besó de nuevo sus m anos, con los oj os
cerrados, escondiendo una sonrisa. El corazón, que era un inocent e m uñeco de papel, se
quedó arrinconado, preso por el vient o, en una callecit a sin salida. «Apenas t enéis cuarent a
años. La m ej or edad. ¡Y sois t an herm osa! »
Fue así com o, después de días y días, llegó uno en el cual la señorit a Mirent xu pudo lanzar
m iradas t riunfant es a su sobrina Zazu Devar. Era un t riunfo em briagador, excesivo. Era, en el
fondo m ás escondido y ocult o de su alm a, un t riunfo im posible.
69
Capítulo XII
1
Tras la vent ana se divisaba un cielo gris, con largas nubes oscuras. Aún no llovía, pero el
color pegaj oso, la calm a espesa, anunciaban la t orm ent a. Las golondrinas volaban casi a ras
de la t ierra. En la habit ación ent raba el olor de m ar, del puert o. Y una húm eda asfixia que baj aba por las callecit as de San Telm o hast a kale Nagusia.
Zazu se m iró al espej o. Tenía la piel suave, m at e. Los hom bros y el rost ro, m orenos por el
sol. «Tal vez hubiera sido herm osa.» Una gran t rist eza la llenaba. Una gran am argura, un dolor
agudo y ocult o subía lent am ent e a su gargant a. «Tal vez ya no sea herm osa.» En la casa de
enfrent e, al ot ro lado de la calle, vivía Lore. El balcón est aba abiert o. Lore t ocaba el piano, y
las not as t orpes, indecisas, llegaban a los oídos de la hij a de Kepa. Las not as, ret ardadas, se
clavaban en el corazón de Zazu. «Cuando suena un piano, ocurra lo que ocurra, sólo puedo
oír aquellos sonidos desart iculados y absurdos que él arrancaba. Cuando oigo t ocar el piano a
alguien, es únicam ent e aquella t arde lo que oigo. Aquella t orm ent a, la que oigo. Aquel m iedo.»
Zazu apret ó sus m anos, una cont ra ot ra. «Oj alá cesara esa m úsica est úpida. Oj alá se paralicen esas m anos est úpidas.» Zazu huyó del espej o. Cont em pló pensat ivam ent e el ret rat o de
August o. «Tiene cara ridícula.» Se acercó de nuevo a la vent ana y m iró al cielo. «Nadie ha
encont rado nunca m i corazón. El corazón es algo ext raño, algo lej ano, algo que no se puede
alcanzar. Nadie ha encont rado j am ás m i corazón. Ni yo m ism a.» Pero el dolor est aba allí, en
el corazón, agazapado, t raidor. «Mi corazón y yo crecim os ext rañam ent e.» Zazu int ent ó serenar sus pensam ient os. «Deseo verle, no m ás que a ot ros. Deseo verle, com o he deseado ver
a ot ros. No de ot ra m anera. Est o pasará. Est o no t iene im port ancia.» Zazu int ent ó sonreír, pero
en sus labios había una’ am argura nueva y dura. «Mi orgullo. Se t rat a de m i orgullo. Mirent xu
no puede arrebat árm elo. Est o es lo único que pasa. No puedo consent irlo. He de darle una lección a esa viej a rom ánt ica. Lo recuperaré. No m e cost ará. Lo recuperaré.» La respiración de
Zazu dolía dent ro del pecho. «Cuando vuelva a t enerlo m e com placerá m ucho despreciarle,
delant e de esa pobre solt erona enam orada. * Zazu salió de la habit ación. Al baj ar la escalera,
cruj ían los peldaños baj o sus sandalias infant iles. Sin saber por qué, inst int ivam ent e, Zazu levant aba apenas el borde de su falda. Zazu no sabía por qué hacía eso. Muy a m enudo, al baj ar
la escalera, repet ía aquel adem án. Abaj o, desde el fondo oscuro del cuadro, los oj os de
Aránzazu Ant ía la m iraban. Zazu había cont em plado m uchas veces el rost ro de su m adre. Zazu
m iró la placidez de aquellas m anos blancas. «No nos parecem os. Tal vez, si ella viviera, no nos
com prenderíam os.» En lo profundo, Zazu prefería que hubiera m uert o. «Sólo m e ha llegado
de ella el ant icuado adem án de recogerm e la falda al baj ar la escalera.» Zazu se acercó al
ret rat o, con m irada pensat iva, int errogant e. «¿Qué habría pensado de un hom bre com o
Marco?» Zazu se apart ó del ret rat o de su m adre. Una t rist eza blanda llegó hast a su m irada.
«A lo m ej or se hubiera enam orado de él.»
Al volverse, Zazu se det uvo. Kepa, en la puert a, la est aba cont em plando.
Kepa hubiera querido acercarse a ella, pregunt arle cosas. «¿Por qué m iras el ret rat o de t u
m adre?» Kepa, t al vez, hubiese querido decir m uchas cosas. «Yo no sé qué es lo que buscas.
Tal vez t u m adre hubiera ent endido a t u pobre, a t u solit ario corazón. A veces, Zazu, t engo
m iedo. Tengo rem ordim ient os. A veces, pienso que no he sido bueno para t i.»
I nesperadam ent e Zazu se acercó a él y le abrazó. Sus caricias eran casi siem pre int em pest ivas y le sobresalt aban. Sint ió los brazos de su hij a, unos brazos duros y nerviosos, que le
apret aban el cuello, haciéndole daño. Kepa los apart ó de sí, con un pequeño gruñido.
70
Pequeño teatro
Ana María Matute
- Haces daño, haces daño. Ni siquiera sabes...
Zazu se sorprendió, pensando: «Si fuese Marco... Si fuese él, le apret aría m ás, m ucho m ás.
Si fuese posible, si supiese que nadie iba a saberlo nunca, yo le apret aría la gargant a y lo
m at aría. Bien ciert o es que lo deseo. Bien ciert o es que deseo su m uert e m ás que nada en el
m undo». Zazu t uvo m iedo, de nuevo. «Para que dej e de perseguirm e. Para no acordarm e de
él. Para no pensar dónde est ará, qué hará, qué dirá. Para no esperar inút ilm ent e su llegada,
hora t ras hora.» Zazu se est rem eció. No era posible t odo est o. «Marco, Marco.»
La hij a de Kepa levant ó bruscam ent e la cabeza. Sus oj os brillaban, oscuros. Su frent e se
volvió som bría. «No puede ser verdad. El am or es grande, según dicen. Y m i corazón, m uy
pequeño.»
Aún era t em prano, pero Zazu se encam inó presurosam ent e a la playa. Sent ado en la arena,
m irando el m ar, I lé Eroriak m ordía una m anzana. Zazu corrió hacia él. El cabello le golpeaba
la espalda y las sandalias blancas se hundían en la fina arena, levant ando cort as nubes
doradas. Cuando est uvo al lado del m uchacho se det uvo, con la respiración agit ada.
I lé Eroriak llevaba un t raj e de dril azul, dem asiado ancho. Est aba descalzo, pero unas alpargat as nuevas colgaban de su cint ura, at adas por las cint as. El chico la m iró, con la boca abiert a. De pront o, Zazu se arrodilló a su lado. Y su voz, ext rañam ent e, se volvió dulce, casi infant il.
- ¡Hola, I lé Eroriak! ¿Por qué est ás solo? ¿Te ha abandonado t u am igo Marco?
- Marco no est á aquí.
- ¿Dónde est á? ¿Acaso se fue para no volver?
- No.
- ¿Est á en Oiquixa?
- Sí.
- ¿Ya no sois am igos?
- Siem pre serem os am igos. Yo t engo m uchos am igos. Ant es no t enía. Pero ahora sí.
- Yo t am bién soy am iga t uya, I lé Eroriak.
I lé Eroriak enroj eció.
- No. Tú, no. Pero «ellas» - con gest o expresivo rem edó la nariz de Eskarne Ant ía- ant es m e
pegaban, y ahora, en cam bio, m e est án haciendo un chaleco de punt o. Es verde. Y, aunque
pront o llegará el calor, t am bién, com o dice Marco, cualquier día llegará el frío. Adem ás, m e
dan de com er. Ellas dicen que m e alim ent an. Marco t am bién se alim ent a. Som os cuat ro am igos.
- Sí. Ya sé que eres m uy int eligent e. Me lo ha dicho Mirent xu Ant ía. Pero I lé Eroriak, ¡yo t am bién quisiera ser am iga t uya!
I lé la m iró, despacio. Zazu t enía cara de niña. Una niña inesperada, con sus labios pálidos,
con sus cabellos lacios y abandonados, sobre los hom bros. Y sus oj os, ¿qué le recordaban?
¡Ah, sí! Sus oj os eran dos caram elos.
- ¿Por qué, dim e, por qué no quieres ser am igo m ío?
Sobre la suya, Zazu apoyó una m ano fría y t ersa, que el m uchacho cont em pló largam ent e.
¡Sucedían ahora cosas t an inesperadas! Tan desquiciadas cosas ocurrían de pront o, que casi
no le sorprendía que la hij a de Kepa est uviera allí, a su lado, en la arena. Com o si realm ent e
fueran am igos. ¿Y qué era lo que decía? ¿No era eso, precisam ent e, lo que decía? Los oj os de
I lé Eroriak se cubrieron de un velo brillant e. Nunca, j am ás una m uchacha j oven, de cabello
lum inoso y suave, le habló con voz dulce, le acarició la m ano. I lé Eroriak perm aneció m uy quiet o. No se at revía a m overse. Zazu t enía una m irada difícil de olvidar, aunque en aquel
m om ent o, sus oj os parecieran de vidrio t urbio. Tal vez, precisam ent e, por ello m ism o. ¡Y qué
dist int a t onalidad la de uno y ot ro! La piel, de color de ám bar, de color de arena, de color avellana y de t rigo, em anaba un perfum e sut il y penet rant e.
- Cuént am e - dij o Zazu- . Dice Mirent xu que t ú hablas con el m ar. Que solam ent e Marco com prende lo que t ú dices. Porque t ú no est ás loco.
I lé Eroriak se t apó la cara con las m anos. «Loco. Loco. Sorúa.» I lé Eroriak respiró agit adam ent e. «¿Acaso no son ellos locos? ¿Acaso no son t odos locos? ¿Marco, Mirent xu, Eskarne,
Zazu? ¿Acaso no son locos t odos los hom bres de Oiquixa?»
- Háblam e com o le hablas a él, I lé Eroriak. Tal vez yo t am bién pueda com prendert e.
71
Pequeño teatro
Ana María Matute
- Pero ¿qué voy a decir? ¿Qué voy a decir?
- ¡Oh, no llores! Eres una criat ura sensible. No quiero m olest art e.
- ¡No t e vayas! - y la ret uvo, por el borde del vest ido.
- No. No pienso irm e.
Zazu acarició su cabeza, crespa y negra. Durant e m ucho rat o, Zazu e I lé Eroriak hablaron.
Com o si fueran dos buenos am igos, de verdad.
2
Kepa Devar no olvidó aquella com ida, aquel t orm ent oso día de prim avera. Por prim era vez
en su vida, algo parecía acercarle a su hij a, algo im palpable los unía. Una rara em oción le
at aba la lengua, y m iraba a Zazu. La m iraba hablar, la m iraba accionar. Zazu est aba diciendo
cosas, con voz apasionada. Cosas que la arrancaban de su frialdad habit ual, de su ret raim ient o, de su gran dist ancia. Zazu hablaba fuera de sí, com o si hubiera perdido el dom inio de sus
nervios. ¿Era posible que aquella criat ura de rost ro agit ado y encendida respiración fuese su
hij a? ¿La hij a rem ot a, fría y m ordaz que él conocía? Zazu se inclinaba hacia él. Tenía las m ej illas encendidas y olvidaba esconder a la espalda sus m anos de ladrona. El cabello resbalaba
sobre su frent e. Una t ira brillant e, lisa, resbalando sobre su cej a, sobre el póm ulo suave y
m oreno, com o una ancha pincelada de oscuros reflej os. Zazu t enía los párpados baj os, pero
se adivinaba el fulgor de sus pupilas. Las largas pest añas de Zazu se agit aban, nerviosas.
Com o alas. Com o ext rañas alas som brías. «Es herm osa.» Zazu era herm osa. Con el pecho agit ado, dilat adas las alet as de su nariz, los oj os sem iocult os. Zazu era herm osa hablando en voz
baj a, con una oscura voz febril, casi ronca. Zazu era herm osa, era su hij a. Llevaba su m ism a
sangre en aquellas venas azuladas que aparecían en su frent e.
Kepa no la escuchaba. No podía escucharla. ¿De qué hablaba, por qué t em blaba, qué era lo
que t ant o la conm ovía? «Hem os logrado una j uvent ud perfect a.» La t osca m ano de Kepa, su
m ano con t res anillos rut ilant es, rozó la inclinada cabeza de su hij a y not ó en la palm a una
sedosidad bruñida. «Cuando era pequeña, t enía la cabeza llena de anillas.» ¡Ah, Señor! ¿Por
qué razón no había de ser así siem pre? Acaso fuera feliz en aquellos m om ent os.
Pero las m anos de Zazu, unas m anos insospechadam ent e rudas, se clavaron en sus m uñecas, obligándole a prest ar at ención a sus palabras.
- ¿Es que no m e oyes? ¡Tienes que escucharm e! No son t ont erías lo que est oy diciendo.
Digo: Kepa, coge a ese m uchacho escuálido que llam an I lé Eroriak. Tráelo aquí, a est a m ism a
casa, y dale am paro. Debes enseñarle a leer, a escribir. Yo, yo m ism a, si es preciso, m e encargaré de él. Yo m ism a le enseñaré las prim eras let ras. ¡Pero hazlo, hazlo, Kepa! Es preciso cult ivar su int eligencia. Óyem e. Yo soy t u hij a, y sé que algo falt a en t u vida. Eso puede proporcionart e la gloria que buscas. Descubrir un genio, quizá. Un genio que asom brará al m undo.
I lé Eroriak será grande un día. ¡Y t odo, t odo se deberá a t i, que supist e verlo! Oiquixa adm irará aún m ás a Kepa. El m undo adm irará a Kepa. Tú, solam ent e t ú, Kepa, habrás hecho el
m ilagro. Yo t e lo j uro.
Zazu se det uvo. Apret ó los dient es, porque no podía det enerse, porque, sin querer, est aba
hablando com o Marco. Est aba diciendo sus m ism as frases huecas, fat uas. Sus palabras, sin
querer, eran la caricat ura de las palabras de Marco: «Voy a desdecirm e. ¿Qué puede im port arm e ya? Que Mirent xu sea feliz un cort o t iem po, ¿qué m e im port a a m í?». Pero algún
veneno, o algún diablo, dent ro de ella, la obligaba a proseguir cont ra su volunt ad:
- ¡No dej es que ot ros se adelant en a t i! Corre. A t i es a quien corresponde la gloria de dar
un genio a Oiquixa. Eskarne, Mirent xu, Marco, ¿no t e das cuent a?, quieren adelant arse a t i.
Pero t ú no vas a consent irlo. A t i será, y no a ellos, a quien la gent e señale, diciendo: «Ese
hom bre fue el que supo com prender. Ese hom bre fue el único que se dio cuent a del genio que
se ocult aba baj o la m iserable apariencia de I lé Eroriak». Sí, t odos, al vert e se dirán ent re sí:
«Ese hom bre es Kepa Devar, el que, solo, cont ra una sociedad est recha y m ezquina, supo elevar a un ser despreciado y abandonado. A un ser que t odos creían loco».
Kepa la cont em pló, est upefact o.
- Pero yo... - em pezó a decir:
Zazu le int errum pió:
72
Pequeño teatro
Ana María Matute
- ¡Tú eres Kepa!
Zazu se levant ó de la m esa y salió. Parecía que huyera. Que huyera de sus m ism as palabras. De nuevo Kepa se quedó solo. De m om ent o, sólo acert ó a pensar: «¿Por qué razón ella
m e llam ó siem pre Kepa, desde niña, en lugar de padre?». Algo había llegado, im palpable, sut il,
que ensom brecía su alm a. Pero, poco a poco, las palabras de su hij a penet raron en su cerebro, y una luz viva, nueva, pareció ilum inarle. Kepa Devar se levant ó y avanzó hacia la puert a, despacio, con los pulgares en los bolsillos de su chaleco floreado. Una gruesa cadena de
oro cruzaba su pecho, com o guardando su corazón. Kepa pensaba, lent a y concienzudam ent e.
Sus labios se m ovían com o si rezase.
Kepa se det uvo en el m arco de la puert a. « Un m uchacho m ísero, un rat erillo, un m endigo
del puert o, ent rará en est a casa.» Despacio, casi sin darse cuent a, Kepa Devar fue recorriendo las habit aciones grandes, vacías de calor. Por las vent anas penet raba la luz blanquecina de
un día t orm ent oso. Los m uebles, oscuros y pesados, la hum edad del m ar, los grandes cuadros,
las gruesas cort inas, la escalera, que, sin saber por qué, t enía algo siniest ro, t odo est aba en
su sit io, inquiet ant e, com o m uert os convocados a resucit ar no se sabía cuándo. El gran ret rat o de Aránzazu Ant ía. Los pies de Kepa se det uvieron ant e la im agen de su m uj er. Ent onces
acudieron a él ot ro t iem po y ot ra casa. Su recuerdo surgía de ent re la oscuridad, de la penum bra, ext rañam ent e lum inoso. Pesadam ent e, Kepa se dej ó caer sobre el ancho sofá, baj o el
ret rat o de Aránzazu. Kepa Devar, debaj o del ret rat o, parecía aplast arlo por una vana ilusión.
Kepa Devar recordaba una oscura cocina, sucia y m iserable, del barrio de San Telm o. «Era ot ra
época. Era ot ra época», suspiró Kepa.
3
No fue allí, en aquella kale Nagusia ancha y llana, donde él nació. Kepa vio la luz en la part e
alt a de Oiquixa, en el San Telm o de las encrucij adas callej uelas, azules baj o la luna. En aquel
viej o San Telm o de las cáscaras de naranj a, los peldaños m oj ados, las canciones quej um brosas y largas. En aquel viej o San Telm o, que parecía colgado sobre la bahía. Allí nació Kepa,
en la m ism a calle donde el ángel de piedra de la iglesia m iraba pensat ivam ent e hacia las
t askas de Miguel, de Perico y de Uranga.
Pero, ahora, Kepa no subía nunca al barrio de los pescadores. Lo t enía olvidado, oscurecido baj o alguna som bra de su corazón. Del m ism o m odo que no acost um braba a recordar aquella vida que t repaba peldaños arriba, hast a el sendero de la erm it a. Kepa se fue de allí, y ya
no podía volver. Ahora, Kepa seria un int ruso en kale Mari, com o lo era en kale Nagusia.
«Dónde habrá un lugar para m í?»
Ent re los recuerdos de Kepa no había un lugar preferent e para su m adre. Su m adre fue una
m uj er ciega. Recorría la cocinilla con paso reum át ico, apoyada en un bast ón que chocaba cont ra las baldosas del suelo. Kepa recordó el oscuro t ugurio en que vivían, m al vent ilado por un
est recho vent anuco. A veces, aquel aguj ero, sobre su j ergón, parecía un oj o vigilant e. Ot ras,
una boca sedient a. Y, siem pre, una vergonzosa herida, abiert a hacia el m ar. Kepa no conservaba m ej ores recuerdos de la casa que de la m adre. El padre de Kepa era un hom bre alt o,
de larga barba negra. Olía a vino, y siem pre acababan echándole de la t aska. Tenía una barca
y solfa ir a la m ar de m adrugada o al anochecer. El ruido de sus pisadas t enía un eco part icular para la ciega, que siem pre reconocía su llegada. De él y de su m adre, apenas t enía ot ra
m em oria. Pero había alguien que llegaba al recuerdo de Kepa de un m odo vivo, cálido. De
quien se acordaba m uy bien Kepa era de su herm ana. «Era m ayor, bast ant e m ayor que yo.»
Pero nunca supo cuánt os años t enía. Kepa evocó su delgada figura, el exiguo bust o de adolescent e, su est recha cint ura. Era una época lej ana, una época en que a él le llevaba de la
m ano, hacia el m uelle. Aún le parecía ver su cabello pálido, de un rubio dest eñido, flot ando al
vient o, sobre el fondo plom izo del cielo. La palm a de su m ano est aba áspera y enroj ecida, y
sus uñas rot as, carcom idas. Sin em bargo, ¡qué suaves y finas eran sus m uñecas, sus redondas
m ej illas y su cuello, esbelt o y grácil! «Oh, sí, yo debía de ser m ucho m enor que ella, porque
cuando ella m e llevaba de la m ano, m e cost aba m ucho seguirla! » A m enudo esperaban, sent ados sobre m ont ones de sacos y grandes rollos de cuerdas, la arribada del padre en la lanchit a fam iliar. Fue su herm ana quien enseñó al pequeño Kepa a desm allar y a zurcir redes. Ella
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Pequeño teatro
Ana María Matute
fue. Con su m elena suelt a e indóm it a, com o una llam a, a im pulsos de la brisa. Se llam aba
Pat xika. A t ravés de los años, ahora, Kepa descubría, sorprendido, un reflej o de aquel rost ro
en el rost ro de su hij a. Kepa no sabría precisar cóm o ni de qué form a se parecían Zazu y
Pat xika.
Ahora es cuando Kepa se daba cuent a de lá influencia que ej erció Pat xika en su prim era
infancia. Aquella m uchacha prim it iva, de cint ura breve y piernas desnudas. Kepa sonrió, recordando el aire de m ist erio que ponla Pat xika cuando le llevaba corriendo a aquella casa grande
que se alzaba m ás allá del puent e. Sus pies, descalzos, chapot eaban en las grandes charcas
oscuras, con ruido parecido a una risa ahogada... Quizá aquella risa que Pat xika guardaba en
su gargant a y no dej aba nunca escapar. Pat xika y Kepa curioseaban el int erior de la casa,
escondidos ent re las plant as que crecían baj o la vent ana. Pat xika subía al pequeño Kepa sobre
sus hom bros, fuert es y suaves a un t iem po. Con las cabezas j unt as, m iraban a t ravés de los
crist ales. Dent ro de aquellas habit aciones se encendían lám paras, com o grandes est rellas. En
la herm osa chim enea ardía una verdadera hoguera. Una dam a de cabello blanco, que t enía
una bella siluet a, leía j unt o al fuego. Y t odo est o, ¡con qué claridad llegaba ahora hast a Kepa!
«Qué est upidez. ¿Por qué íbam os allí? ¿Para qué? Pero a Pat xika parecía gust arle m ucho.» A
m enudo, su herm ana se escapaba de casa. Las escapat orias coincidían con la arribada de los
barcos. Ent onces, la m adre, que a pesar de su ceguera se ent eraba de t odo, em pezaba a
gem ir, a llorar y a lam ent arse de la hij a que Dios le había dado. Cuando Pat xika volvía a casa,
aparecía en el ext rem o de sus oj os una risa necia, un m al reprim ido alborozo. «Eso - pensó
Kepa, de pront o- ,eso es lo que m ás asem ej a a Zazu y a Pat xika.» Kepa sabía que a su hij a le
at raían los m arineros sucios y desgreñados, los pescadores. Saberlo le anonadaba, le desconcert aba. Por eso enm udecía ant e Zazu, por eso se anulaba. Por eso quería ignorarlo. «Y la boca
de Pat xika, en cam bio, no reía nunca.» Kepa recordaba los labios encendidos de Pat xika, cerrados, duros. Nunca vio el brillo de sus dient es, en una sonrisa. Pero a él, a su herm anit o Kepa,
le colm aba de caricias, de un t ierno cariño inexplicable. Cuidaba con esm ero su pobre ropa
infant il, rem endándola con paciencia, m urm urando uno de aquellos largos y t rist es lam ent os
m arineros. Pat xika no quería al padre, porque era borracho y porque la golpeaba brut alm ent e
cuando se ent eraba de sus andanzas por el puert o. «A Pat xika le gust aba baj ar hast a el
m uelle.» Y, a veces, t am bién hast a kale Nagusia. Ent onces, aquellos sut iles y casi invisibles
t razos de sus sienes, aquellos finos t razos que alargaban el ext rem o de sus oj os, les daban
una rara expresión de adm iración bobalicona. Pat xika, a la vist a de las casas y de las dam as
de kale Nagusia, apret aba sus ásperos dedos sobre la m anit a del pequeño Kepa, que la seguía,
pegado a su falda. Kepa era m uy pequeño ent onces, pero se acordaba bien, se acordaba m uy
bien de cuando ella le señalaba la casa grande y le decía: «Si yo viviese aquí, Kepa. Si aquí
yo... Pues t endría bonit o j ardín con plant as para regar, y t odo lleno de m argarit as. Y ot ras flores, pequeñas y roj as. Y, det rás de la casa, herm oso m anzano t endría yo. Pero m i casa, m i
casa grande, grande sería, pues. Yo andarla, t e digo, con vest ido largo, de cola. Arrast rando
por el suelo, despacit o, volvería la cabeza para ver la cola del vest ido. Pero disim ulando,
¿sabes? Disim ulando, para no not ar los dem ás que yo m iraba. Y arreglando el m oño con la
m ano, m irar, com o t e digo, con el rabillo del oj o, el cuello t orciendo poco a poco. Disim ulando,
pues». En el cerebro de Kepa, nació una idea. Toda la am bición que llenaba su pequeño cuerpo cobró la form a de una casa grande, grande, com o soñara Pat xika. Solam ent e ahora com prendió Kepa por qué alzó la casa de kale Nagusia. Por qué la había rodeado de un j ardín.
Cuando casó con Aránzazu Ant ia, Kepa creyó que ella deseaba lo m ism o que su herm ana y él,
de niños. Pero su j ardín est aba abandonado, lleno de m aleza. Ninguna de las dos m uj eres que
allí vivieron deseó regar plant as, m argarit as y ot ras flores m ás pequeñas, de color roj o.
«Aránzazu no fue feliz en est a casa. Est a casa es grande y oscura.» Kepa recordaba a Pat xika,
y un t ierno sent im ient o le arañó el corazón. Pat xika hubiera sido dichosa, arrast rando sobre la
alfom bra un j irón de t ela pasado de m oda, plant ando un m anzano al ext rem o del j ardín. Kepa
ret uvo un suspiro hondo. ¿Por qué es la vida t an hueca, t an vacía? «Tal vez la vida est é vacía
porque ninguna voz baj a, ent recort ada y profunda com o la de Pat xika, m e ha dicho j am ás que
est a casa es herm osa.» Nadie dij o a Kepa nunca que él era bueno por haber hecho aquella
casa. Aránzazu m urió sin el m enor elogio para aquellos m uros, para aquel j ardín que, t al vez,
ni siquiera recorrió por ent ero. Aránzazu siem pre sonrió de una m anera desvaída, que a Kepa
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Pequeño teatro
Ana María Matute
se le ant oj aba indulgent e. Y Zazu, su hij a, huía de allí, de la casa, de su lado. Kepa baj ó la
cabeza con un abat im ient o pesado, insoport able. A la m em oria de Kepa vino aquel día en que
el párroco de San Telm o riñó a Pat xika. Era el día de fiest a del barrio de m arineros, y Pat xika
y él subieron al cam panario de la iglesia. A Pat xika le gust aba cont em plar desde allí a Oiquixa,
porque, ent onces, parecía un j uguet e. Cuando baj aban la escalerilla, el anciano párroco los
det uvo. «Escucha, Pat xika», dij o. Ent onces la regañó. Prim ero con severidad, y luego m ás
suavem ent e. Por su m odo de port arse. Subía hast a ellos el eco de la calle, de la fiest a. Pat xika
escuchaba, con la rubia cabeza doblada sobre el pecho, ret orciendo ent re sus dedos la punt a
de su delant al. No enroj ecía, no parecía avergonzada por oír de labios del anciano la verdad
de sus pecados. Pero est aba at em orizada, y un gran t error se leía en sus pupilas. Cuando el
anciano la despidió, quedó m uy t rist e, y al fin, dij o a su herm anit o Kepa: «Tengo m iedo. Tengo
m ucho m iedo del infierno». Poco después, Pat xika dej ó de ir en busca de los m arineros, de
esperar en el m uelle la llegada de los barcos grandes. Rem endaba las redes j unt o al fuego, y
la ciega dej ó de lam ent arse. El padre t am poco volvió a golpearla. Pero, ent onces, fue cuando
le pareció a Kepa que había perdido a su herm ana para siem pre. Y se quedó solo con sus
grandes sueños, con su adolescencia llena de signos, de llam adas. Por ent onces, Kepa soñaba con grandes proyect os. Tenía apenas t rece años, y solía ent rar en las t askas para hablar
con hom bres que venían de ot ros m ares, que conocían lo que había al ot ro lado de la t ierra.
Marineros de lengua t orpe, que explicaban ot ros m odos de vivir. Hacía t iem po que Pat xika
había dej ado de llevarle de la m ano. Ya no le hablaba de sus infant iles am biciones, ya no le
llevaba a la vent ana de la casa grande que se alzaba m ás allá del puent e. I ncluso ni siquiera
debía de acordarse. El padre le llevó consigo a la m ar, y le enseñó el oficio. Cuando llegaba la
noche, acost ado en el banco de la cocina, j unt o al rescoldo, Kepa se revolvía inquiet o, desvelado. Kepa no quería vivir así. No quería vivir allí, baj o aquel t echo inclinado, surcado por vigas
hinchadas de hum edad. No quería asom arse a aquel aguj ero que m iraba sedient am ent e hacia
el m ar. Kepa no quería m orir en un cat re duro y angost o, baj o una m ant a raída, respirando
aquella at m ósfera enrarecida. Adorm ecido en el cansancio de un oleaj e const ant e y rut inario.
Kepa deseaba irse de allí, m ar adent ro, det rás del sol. Kepa quería ir lej os, al m undo desconocido. Quería enriquecerse. «Est a vida no es vida. La vida es ot ra cosa», decía una voz, dent ro
de él. La m ism a voz que ahora repet ía: «La vida es ot ra cosa, que anda huyendo, delant e de
m í». Kepa era un chico orgulloso. No acept aba lim osnas ni propinas ni regalos. Dej ó de t om ar
part e los días de fiest a en la grot esca est upidez del « saliño- saliño». A Kepa lo único que le
int eresaba era el dinero, el dinero ganado por él. Kepa soñaba en el riesgo, en la avent ura, en
la riqueza. Kepa am aba el dinero por el dinero m ism o, m ás aún que por lo que pudiera proporcionarle. Apenas pudo ir a la escuela, pero acudió al m ism o párroco que una vez am onest ó
a su herm ana, para que com plet ase en lo posible su rudim ent aria educación. Kepa era list o, y
el párroco lo inst ruyó en lo que pudo. Nadie escribía com o Kepa en kale Mari, y los t aberneros
de Uranga le llam aban para que resolviera las em brolladas cuent as de su t aska. Kepa leía
t odos los periódicos y t odo recort e im preso que caía en sus m anos. Hacía largas sum as, en el
suelo, con carbón, al lado de los m uchachos que int ent aban dibuj ar un velero. Ya, desde m uy
niño, cuando ot ras criat uras aún hacían guiños a las est rellas, Kepa pret endía cont arlas, lent a
y t ozudam ent e. Y cont aba t odo: los m ást iles, las piedras de la calle, las barras de hierro de
las verj as. Kepa quería saber. Siem pre se decía: «Yo sabré algún día algo». Pero a Kepa le
quedó siem pre, aun hoy, aquel deseo m et ido dent ro del pecho. Aquel ansia insat isfecha, por
com prender. «Pero no com prendo. Yo no com prendo. Y t engo m iedo. Tengo m iedo de la
soledad. Yo he oído hist orias de hom bres que m urieron solos. Yo no com prendo.»
Ahora, baj o el cuadro de Aránzazu Ant ía, Kepa pensaba en un m uchacho que le recordaba
sus prim eros años. Kepa pensaba en llevar aquel m uchacho a su casa. «Le enseñaré una t ras
ot ra t odas las habit aciones, para que vea qué espaciosas son, y qué herm osas vent anas
t ienen. Le m ost raré m i casa.» Del m ism o m odo que Pat xika le m ost raba a él, t ras los crist ales
de sus sueños, la casa de los ot ros. «Vas a vivir aquí. Puedes subir y baj ar la escalera cuant as veces t e plazca, cuant as veces quieras.» Un raro hálit o pareció rodear su corazón. No sabia
por qué. Kepa Devar no era un hom bre carit at ivo. Nunca lo fue. «Est oy solo.» Aún sonaba en
sus oídos la voz de Zazu, t an cercana y t an dist ant e. De nuevo le llegó el recuerdo, el recuerdo que le dolía y le era grat o, del t iem po de sus quince años prim eros. La cabeza de Kepa se
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Pequeño teatro
Ana María Matute
inclinó ot ra vez sobre la perla de su corbat a.
El vient o agit ó los visillos de una vent ana. En aquel m om ent o, la t em pest ad est alló, y Kepa
levant ó la cabeza. Kepa sint iose inesperadam ent e acercado a una rara felicidad. «A ese
m uchacho que llam an I lé Eroriak, le hablaré de m is viaj es.» Kepa im aginó la adm iración de
los- oj os de I lé Eroriak. De nuevo se le apareció el rost ro de Pat xika. «¡Qué lást im a que m uriera t an j oven! ¡Qué lást im a que no pudiera ver est a casa! » Pero Pat xika se había enam orado
de un t it irit ero t uert o al que llam aban Perico Txiki. Perico llegó al pueblo con sus com pañeros,
en un carro pint arraj eado, para exhibir en la plaza alt a sus habilidades de acróbat a, que eran
su m edio de vida. Perico Txiki j uró a Pat xika que se quedaría en Oiquixa para siem pre. La
m uchacha lo arrast ró hast a la iglesia, para que el párroco bendij era su am or. Se casaron, y
aquel día, desde su rincón j unt o a la lum bre, la ciega sonreía con un est úpido orgullo en las
com isuras de su boca. Hubo sidra, vino y aguardient e en abundancia, para cont rarrest ar la
sobriedad de la com ida. Un j oven m arinero recién desem barcado t ocó el acordeón. El m uchacho cuidaba aquel inst rum ent o, com prado en ot ras t ierras, com o a un hij o. En ot ros t iem pos
fue novio de Pat xika, y la m iraba lánguidam ent e, por lo que la fiest a t uvo sus ribet es sent im ent ales, y la m úsica del acordeón una quej um brosa dulzura que dolía y, a la vez, dej aba en
los corazones un pocillo agradable. Pero, así con una cosa y ot ra, Pat xika perdió la libert ad de
sus m odales desenfadados. Enfundó sus pies en unos feos zapat ones, y desapareció la ligereza
de su andar: Trenzó sus cabellos, arrollándolos en t orno a su cabeza, y por vez prim era sonreía. A Kepa, le sorprendió la hast a ent onces ignorada blancura de sus dient es. Desde aquel
día, poco a poco, Pat xika fue convirt iéndose en una m uj er vulgar. Se la hubiera podido confundir con cualquier m uj er de kale Mari. Perico Txiki, se fue un día, nost álgico de su vida
errant e, y ella lloró y le m aldij o. Luego, solfa decir: «Si él vuelve, yo no lo recibiré». Pero
Perico Txiki, ant es de abandonarla definit ivam ent e volvió a ella t res veces m ás. Y Pat xika
siem pre le recibió. Cuando alguien hacía burla de est o, ella decía: «El párroco suele decir: no
se debe dar m al ej em plo, no debe haber riñas ent re m at rim onios». Aquellos finos t razos del
ext rem o de sus oj os desaparecieron inevit ablem ent e, a m edida que se endurecía en su rost ro
una fría sonrisa sin alm a det rás. Kepa observaba t odo est o, y ello le em puj aba m ás y m ás a
huir de Oiquixa. Cada día con m ás ansia, con m ás ardor. Cuando llegó el m om ent o, a Pat xika
envió Kepa su prim era t arj et a post al, desde lej anas t ierras. En lugar de su respuest a, Kepa
recibió la not icia de su m uert e. Sint ió ent onces, m ás que t rist eza, una enorm e, indefinible
desilusión. Ya nunca, nunca le vería ella convert ido en un im port ant e personaj e, en un
caballero de kale Nagusia. Cuando Kepa volvió a Oiquixa, cuando llegó a adueñarse de m edia
población, y aun en el m ism o día de su boda, le asalt aba, m ás de una vez, una visión fugaz,
pero de nit idez ext raña: el gest o de su herm ana cuando iba al bazar de Arresu Herm anos, a
pedir una prenda de ropa nueva para su herm anit o pequeño. «Para cum plir con la iglesia»,
explicaba. Porque, t odos los años, le llevaba un día a confesar y com ulgar, esm eradam ent e
peinado y lim pio. «Era el alm a del viej o San Telm o», se dij o Kepa, con el corazón encogido.
Pero aquello est aba perdido, est aba lej os, y no se podía recuperar. «Yo he oído hist orias de
hom bres que m ueren solos.»
Kepa se levant ó, hundió los pulgares en los bolsillos de su chaleco. Zazu le dij o, ant es: «
Tú eres Kepa».
4
I lé Eroriak explicó:
- La hij a de Kepa vino a buscarm e, Marco. Yo est aba en la playa, sobre la arena, m ordiendo una m anzana. Ella se arrodilló a m i lado, y, m ira, fíj at e en m i cabello: ella m ism a lo alisó,
con sus propias m anos.
Eskarne y Mirent xu cruzaron una incrédula m irada. «Aún est á el pobre m ás chiflado de lo
que parece», pensó Eskarne.
- Pues no es eso t odo. Ella dij o, adem ás: «Ya sé que eres m uy int eligent e».
Marco se inclinaba con languidez en el diván, dej ándose adorar por los deslum brados oj os
de la señorit a Mirent xu. Pareció no oír lo que el chico decía. Pero I lé Eroriak se aproxim ó y
acercó su cabeza a los oj os de su am igo.
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Pequeño teatro
Ana María Matute
- ¡Mira m i cabeza! ¡Tócala! Nunca la verás t an bien alisada. Marco, t am bién ella es herm osa
y buena. ¡No es verdad aquello que decíam os! No, no son verdad aquellas cosas que
hablábam os t ú y yo de ella.
Marco est aba quiet o. La señorit a Mirent xu sint ió un raro est rem ecim ient o en el corazón.
Algo que se parecía a un pinchazo. «Dios m ío, yo no sé por qué, pero algo va a t erm inar,
ahora, en est a t arde, dent ro de unos m inut os. Yo no sé por qué, pero algo ocurrirá.» La señorit a Mirent xu cont em pló con avidez el rost ro del hom bre am ado. Su cabello, sus oj os, su cuerpo indolent e y perezoso. Su cuerpo, glot ón y ext rañam ent e ham brient o; su cuerpo, que siem pre t enía prisa, una prisa desm esurada, arrolladora. La señorit a Mirent xu se llevó inconscient em ent e la m ano a la gargant a. «Algo va a m orir ahora. O algo va a regresar.»
Marco volvió a m irar a I lé Eroriak. En los azules oj os de I lé Eroriak había una luz nueva,
com o de ensueño. «Algo ocurre que encant a a la gent e, que la em bruj a, que la t ransform a.
Algo exist e que j uega con la gent e, que la at rae y la lleva sin piedad, sin respet o. La vida. ¡Ah,
Dios! , yo sé que la vida exist e. Yo sé que la vida debe de andar por algún lado.» Marco se
incorporó con un súbit o sobresalt o. «Algo exist e que no t iene piedad de los hom bres, de las
m uj eres ni de los niños. La vida, t al vez, va huyendo delant e de nosot ros. La vida, t al vez, no
la ha alcanzado nadie.» Marco sint ió los oj os de Mirent xu, clavados en él. Los oj os de Mirent xu
se not aban sobre su piel, com o dos grises m ariposas, revolot eando t rém ulas, alrededor de la
luz. Marco sint ió el roce de dos alas polvorient as, t rist es, levem ent e m olest as. Levem ent e
aburridas, levem ent e conm ovedoras. Marco evit ó los oj os de la señorit a Mirent xu. Com o cuando se espant a con la m ano el vuelo t orpe de las t rist es y t ont as m ariposillas de la luz, en las
noches de verano.
- Sí dij o Marco- . No hay que dudarlo. Ella es... inm ej orable. Hace t iem po, por ciert o que no
nos vem os ella y yo. Y, hay que reconocerlo, dem uest ra t ener un herm oso, un gran corazón.
Marco volvió los oj os hacia las dos señorit as, que le m iraban quiet as, m udas. Parecían dos
est at uillas de cera, ext rañam ent e dism inuidas. La señorit a Eskarne m ant enía en su m ano, rígida, la t aza que hum eaba levem ent e.
- ¡Ah! , sensibles señorit as m ías, ¿no saben ust edes, no adivinan ust edes lo que est o significa? ¡Ella quiere dem ost rarnos que desea unirse a nuest ra obra! Nat uralm ent e, necesit o...
necesit am os decirle que acept am os su ayuda. Ant e t odo, hem os de agradecerle su int erés,
personalm ent e, porque...
De pront o, Marco se cansó de dar explicaciones superfluas, Eskarne y Mirent xu le cont em plaban silenciosam ent e. Lent am ent e, el m uñequillo de papel fue liberado por el vient o. El
m uñequillo de papel, recort ado por los niños, regresaba a su lugar. «Regresa el t iem po. Vuelve
el t iem po present e, y el t iem po huido se desvanece, de nuevo. El t iem po huido, el t iem po
regresado, com o si no hubieran exist ido.» El final de la frase de Marco se perdió. Ni la señorit a Eskarne ni la señorit a Mirent xu lo oyeron j am ás.
Marco se levant ó. Sin dej ar de hablar, de sonreír, Marco se fue. Con una sonrisa suave, nat ural, suya, que excluía t oda disculpa. Marco baj ó la escalera sin precipit ación, con sus pasos
felinos, confiados, perezosos. En el rellano, asom adas a la barandilla de m adera, las señorit as
le despidieron. Parecían dos m arionet as de cart ón, viej as, pálidas, inservibles. Las pisadas de
Marco se perdieron en la acera. El eco de aquellas pisadas ascendió hast a el rellano donde
quedaba la señorit a Mirent xu. La señorit a Mirent xu, com o una de esas palidísim as m uñecas
de porcelana, con los oj os de vidrio, que ella guardaba en alcanfor. No m ás alt as que un vaso
de agua. «Todo ha sucedido de un m odo rápido y t ranquilo. De un m odo perfect am ent e lógico y nat ural.» La señorit a Mirent xu quedó desencant ada. La señorit a Mirent xu no supo nunca
cuánt os días, cuánt os años duró su encant am ient o. «Desde el m om ent o en que yo vi a Marco
en una calle est recha de San Telm o, una noche en que la luna se puso grande y m ala. Hast a
el m om ent o en que las pisadas de la calle se han perdido.» El eco de las pisadas se quedó
pegado al t echo, m udo, com o un t raidor insect o que espera pacient e a la noche, a la oscuridad para hacer daño. Con gest o cansado, ni siquiera t rist e, la señorit a Mirent xu volvió al
m irador y apoyó la frent e en el crist al. «Ella es j oven y él t am bién.» El alm a de la señorit a
Mirent xu t enía ahora cuarent a años, cuarent a años ciert os y sólidos. El alm a de la señorit a
Mirent xu se sum ergió lent am ent e en la som bra, con aquel velero que ella vio, hacía años,
hundirse en la bahía, a poca dist ancia de la cost a. Sin que nadie, ni los grit os, ni los hom bres
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Pequeño teatro
Ana María Matute
lo pudieran salvar. Aquel velero que se hundió t ont am ent e, t rágica y t ont am ent e, una t arde
de verano. Largo t iem po después, cuando baj aba la m area, ella veía aún, surgir de las olas,
los m ást iles desnudos, com o espinas de un pez enorm e, m edio devorado. «Marco no volverá.»
La señorit a Mirent xu lo sabía. «Después de m archar así, t ranquilo y suave, después de oír
com o t odos los días sus pisadas en la acera de la calle. Él no volverá. Aunque ent re aquí
m añana. Aunque ent re en est a habit ación. Aunque se sient e en ese diván. Aunque hable con
nosot ros. Él no volverá.»
5
Marco buscó a la hij a de Kepa. Por San Telm o, por kale Nagusia, por el m uelle. Al fin, la
divisó en la playa. Una siluet a desorient ada, difusa, sobre las rocas.
- ¡Espera! - le grit ó Marco, desde lej os- . ¡Espéram e!
I nút ilm ent e, sin em bargo, le grit aba que esperara. Zazu huía, huía desesperadam ent e. Tuvo
que perseguirla durant e m ucho rat o, baj o la lluvia. Pero la alcanzó.
78
Capítulo XIII
1
Precisam ent e por aquellos días, la señorit a Eskarne Ant ía organizaba la fam osa fiest a anual
a beneficio del Hogar de Huérfanos. Para ello, los j ardines y el enorm e y pom poso salón de
fiest as del Gran Hot el Devar eran cuidadosam ent e adornados y dispuest os. Las señorit as de
kale Nagusia t enían ocasión de lucir com plicados t raj es de t elas suaves y ligeras, llenas de cint as, plieguecillo, t ules y bordados. El baile duraba hast a m ás allá de la m adrugada, y t odo kale
Nagusia esperaba est a fecha com o un gran acont ecim ient o.
A pesar de la inquiet ud de la señorit a Eskarne, la noche arribó plácida y herm osa. Todo est aba ya dispuest o, y la viej a señorit a se paseaba ent re los árboles enguirnaldados, con m irada
escrut adora.
Arriba, desde la t erracilla de su habit ación, Marco la cont em plaba ir y venir, seguida por dos
sum isos y pacient es criados. Aún era t em prano, y la señorit a Eskarne daba órdenes, con su
áspero acent o. I nesperadam ent e, Marco le grit ó:
- Señorit a, t odo est o m e parece poco serio. Nada de guirnaldas, nada de farolillos de papel.
No queda bien, señorit a.
Eskarne levant ó la barbilla, súbit am ent e afilada:
- ¿Cóm o dice?
Marco añadió:
- Digo que est o es poco serio.
Eskarne se encogió de hom bros con una sonrisa falsa:
- Pero siem pre fue así, y nadie pensó...
- ¡Oh, nat uralm ent e, ya sé, ya sé! Para la gent e de kale Nagusia est á bien. Pero no olvide,
m i est im ada y adm irada señorit a Eskarne, que est a noche hem os de proponer a los caballeros
y dam as acom odados de kale Nagusia m i idea sobre la Gran Colect a pro Fut uro Genio de
Oiquixa. Est a noche será decisiva para nuest ro predilect o prot egido I lé Eroriak. No olvide,
señorit a, que su fut uro, sus est udios, su Genio, en fin, dependen en m ucho de nuest ras convincent es palabras, est a noche. Por eso, t al vez, no apruebo esos colorines, esas frívolas guirnaldas. ¡Ay, señorit a, m i corazón, com o el de ust ed, es delicado, y m e hace el efect o de que
est am os at rayendo a un perro con una salchicha!
La señorit a Eskarne se m ordió los labios. Por ot ra vez, t rat ó de sepult ar el odio que afluía
a su corazón. Aquel hom bre acabaría quit ándole la vida. Pero, ant es de que pudiera darse
cuent a de lo que aquel ser desconcert ant e hacía, Marco se deslizó hast a el j ardín, descolgándose desde la t erracilla. Cuando est uvo a su lado, la señorit a Eskarne le cont em pló, desolada.
Marco era alt o, e incluso poseía ciert a belleza part icular. Pero su t raj e est aba rozado, no m uy
lim pio, y am enazaba rom perse de un m om ent o a ot ro por las rodillas y los codos. La m irada
de Eskarne resbaló hast a los pies de aquel hom bre, y, con est upor y sobresalt o, descubrió que
iba calzado con prim it iva sencillez: una gruesa suela y anchas t iras de cuero. Com o un fraile,
com o un pescador. Eskarne t uvo un am argo present im ient o:
- Caballero, no sé sí se le advirt ió que la cost um bre de Oiquixa... Quiero decir que, en est as
ocasiones, solem os exigir rigurosa et iquet a. ¡Supongo que ust ed lo habrá adivinado!
- ¡Ah, señorit a! Eso es algo que suena a m is oídos com o m úsica celest ial. Yo llevaré est e
herm oso t raj e claro, de excelent e género, por ot ra part e.
Tal vez la señorit a Eskarne fuera el único ser de Oiquixa que veía los desperfect os de aquel
t raj e claro. Tal vez la única que veía los codos y las rodilleras, y las m anchas. Por ello, su son79
Pequeño teatro
Ana María Matute
risa se agrió.
Si a él le gust a pasear sus harapos por Oiquixa, si a él le gust a exhibirse de ese m odo, bien
ciert o es que a m í no m e im port a dem asiado. Pero la fiest a anual a beneficio del Hogar de
Huérfanos significa dem asiado para m í, y est oy hart a, cansada, aburrida de genialidades. Y de
t ant as cosas que... En fin, ¡paciencia! ¡Es necesaria t ant a paciencia con él! » La señorit a
Eskarne dom inó una vez m ás el t ono de su voz:
- ¿No t iene ot ra ropa?
Marco asint ió:
- ¡Oh, sí, desde luego! Tengo un pij am a azul. Pero est á ya algo dest eñido. ¡Y no hablem os
m ás de est o, por Dios! Ot ra cosa es la que deseo decirle: puest o que est a noche lanzarem os
la herm osa idea de la colect a, j ust o es que I lé Eroriak venga conm igo.
La voz de Eskarne no pudo dom inarse. Pareció un m ordisco:
- ¡Oh! Yo... no creo que...
- ¡La colect a, señorit a, la colect a!
- Pero repit o que no lo creo necesario. Tal vez, hast a podría result ar perj udicial. En Oiquixa,
caballero, som os m uy am ant es del prot ocolo y de la t radición. Una alt eración de nuest ras cost um bres podría caer m uy m al, m uy m al, m uy m al...
- Señorit a Eskarne, ¿soy yo el encargado de est e asunt o, o no? ¿Fueron ust edes quienes m e
eligieron m ent or, t esorero y direct or de est a cuest ión? ¿No fueron ust edes m ism as, acaso,
quienes m e eligieron?
Eskarne t ardó algo en responder, con voz abat ida:
Así fue, en efect o.
- Pues déj elo t odo en m is m anos, y créam e, señorit a Eskarne. ¡La colect a se llevará a cabo,
y recaudarem os una fort unilla! La indispensable para pagar los est udios de I lé Eroriak.
Marco salió, con su paso lent o, desm adej ado. Eskarne le vio part ir con oj os punzant es.
2
Cuando, a la noche, Marco llegó, la fiest a ya hacía rat o que había com enzado, y los j ardines
del hot el est aban abarrot ados de gent es. Marco llegó acom pañado: su brazo rodeaba frat ernalm ent e los hom bros de I lé Eroriak.
Marco decía, a m edida que se acercaban:
- Te vas a reír. Te aseguro que vas a reírt e a gust o est a noche, I lé. Verás cóm o t e diviert es:
apuest o el alm a a que nunca vist e t ant a sandez reunida a un t iem po. ¡Todo kale Nagusia, nada
m enos, reluciendo, apret uj ándose y bebiendo en forzada arm onía!
Su llegada causó una gran expect ación. I lé Eroriak había volcado sobre sus negros cabellos
m edio frasco de brillant ina, com prado poco ant es, en el bazar de Arresu Herm anos. Est renaba
unos zapat os que cruj ían, y apenas se at revía a poner los pies en el suelo. Nadie, aquella
noche, ni el m ism o Kepa, t uvo una acogida m ás calurosa y adm irada. Todo el m undo deseaba ser present ado a Marco, t odo el m undo deseaba cam biar unas palabras con aquel int eresant e personaj e, generoso, excént rico, y, según decían, inm ensam ent e rico. «Su padre posee
inm ensas plant aciones.» «¿Plant aciones de qué?» «¡Ah! , no puedo decirlo con exact it ud, pero,
bien sabido es que cualquier plant ación es buena.» «Es el hij o del gobernador de una lej ana
isla t ropical.» «Un país de ensueño, según dicen, donde el oro corre com o el agua.» «¡Ah,
Dios! , dicen que en su país posee su fam ilia m ás de un cent enar de esclavos negros. Negros
puros, com o el m ism ísim o bet ún.» Pasado el prim er inst ant e, la señorit a Eskarne em pezó a
respirar con alivio. Poco después, la señorit a Eskarne est aba casi cont ent a de aquel t raj e claro,
que, era preciso reconocerlo, daba a la fiest a una not a t ropical m uy acert ada. Tam poco era
desacert ada la com pañía de I lé Eroriak, rígido y callado, dent ro de su t raj e nuevo. Las dam as
de kale Nagusia escondían una lágrim a t ras sus abanicos, al cont em plarlo, y los graves vecinos de kale Nagusia esbozaban una sonrisa de bondad com prensiva. Sí, decididam ent e, aquel
hom bre abom inable sabía hacer bien las cosas. La señorit a Eskarne se j uró que, en lo sucesivo, le t om aría m uchas veces com o ej em plo. Ni por un m om ent o dudó, la señorit a Eskarne,
que, gracias a la sola presencia de Marco, la fiest a de aquel año result aba m ucho m ás concurrida y anim ada que en años ant eriores. Sí, era pat ent e que Oiquixa adm iraba a Marco, que
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Pequeño teatro
Ana María Matute
Oiquixa se disput aba el honor de su am ist ad. En realidad, Oiquixa se aferraba desesperadam ent e a t odo aquello que rom piese la m onot onía de sus días grises, brum osos, llenos de
part ículas de hollín.
La orquest a la com ponían hom bres de Oiquixa que, durant e t odo el año, se dedicaban a las
m ás variadas t areas. Tan señalada noche, eran uniform ados de azul y oro, y, baj o la bat ut a
de Í ñigo, el de Ast illeros, irrum pían en la sala los valses m ás briosos, las polcas y las
habaneras. Las m uchachas de kale Nagusia esperaban durant e t odo el año aquella noche, y,
largo t iem po ant es, sus viaj es a la capit al de la provincia eran presagio de herm osas t elas,
m odist as y m odelos especialísim os. Escot es ingenuos, hom bros t iernos y blancos, pequeños
hom bros m uert os de frío, inexpert os hom bros est rechos, ignorant es, t ibios, descubiert os de
pront o sin saber por qué razón. Las m uchachit as de kale Nagusia buscaban afanosam ent e una
sonrisa baj o las grandes arañas de crist al, con sus apret adas cint uras y sus falsas flores de
t erciopelo. Las m esas, en el gran com edor, aparecían blancas, alm idonadas. Las alt as copas
de crist al producían un sonido lej ano, const ant e. Siem pre est aban rezando una ext raña canción im palpable, levísim a. Sobre aquellos m ant eles blancos, aún húm edos y calient es, las flores se abrían com o oj os. Unos oj os azules y am arillos, est upefact os, com o los oj os de los niños
que t ienen sueño. Las flores fueron despert adas a dest iem po, bruscam ent e, y m iraban a los
varones de alt os cuellos, de envarados e inconfundibles cuellos. Los rígidos y honest os
caballeros de kale Nagusia. Los varones de la severidad y el orden, de la com odidad y el t rabaj o. Baj o sus im placables corsés, los grandes corazones secos de las dam as de kale Nagusia
golpeaban pacient em ent e, sensat am ent e. Aquella noche, m uchas de las hij as de kale Nagusia
se prom et ían. Dirigidas por aquellos consej os, por los buenos consej os abrigados baj o el
corsé- de m am á.
La m esa de Kepá - llam ada presidencial- era la m esa m ás codiciada. Sent arse a ella significaba un honor realm ent e disput ado. Las sensat as dam as de la Junt a y sus m aridos lograban
aquel honor, j unt o a las señorit as Ant ía. Los m aridos de las dam as de la j unt a t enían oj os
lej anos, unos especiales oj os duros y chiquit ines, huidizos com o palom as, parpadeant es,
t em erosos del sueño. En Oiquixa los llam aban «los m aridos de la Junt a», y sus fort unas eran
las m ás sólidas y ant iguas del lugar.
Marco y su pequeño prot egido fueron adm it idos y reclam ados inm ediat am ent e en la m esa
de Kepa. Todos los oj os est aban fij os en la rubia cabeza «del t ercer hij o del gobernador».
Marco, con gest o desm ayado, acept aba aquel incienso. Sin em bargo, sus oj os est aban inquiet os. En sus oj os había t rist eza, zozobra y una luz ávida, m uy bien conocida por la señorit a
Mirent xu. La señorit a Mirent xu t rat ó inút ilm ent e de at raer aquella luz hacia su propios oj os.
Varias veces, la m irada de él t ropezó dist raídam ent e con la suya. Pero sus oj os resbalaron fríam ent e sobre el vest ido gris palom a, sobre sus rizos t ardíos. La señorit a Mirent xu, con m ano
t em blorosa, arregló los pliegues de su falda, y aquel broche de oro y esm eraldas, t an adm irado por Marco, que descansaba sobre su pecho.
Al lado de la señorit a Mirent xu, I lé Eroriak perm anecía encogido, con la cabeza baj a. A pesar
del fuert e perfum e de la brillant ina, ciert o t ufillo a escam as se desprendía de él. La m ano indecisa, t em blorosa, la m ano desam parada de la señorit a Mirent xu se acercó a aquella cabeza
grasient a. Y, t orpem ent e, em pezó a acariciarla. I lé Eroriak m iró a la viej a señorit a Mirent xu y
escuchó im pasible las frases am ables que le prodigaba. Pero t odo era inút il para la señorit a
Mirent xu. Marco ni siquiera se daba cuent a. «No im port a, no im port a. Tarde o t em prano, él
levant ará la cabeza y verá cóm o yo consuelo a est e anim alit o asust ado. Y m e sonreirá.» Pero
su corazón se hundió definit ivam ent e en la som bra cuando descubrió la m irada de Marco fij a
en una m uchacha vest ida de blanco. Era Zazu.
El baile había com enzado. Las parej as danzaban rápidam ent e, y el borde de las faldas se
abría, se ensanchaba. Parecía que, de pront o, fueran a subir hast a el t echo, com o grandes globos azules, violet a, rosa pálido. Kepa, con el rost ro purpúreo, t rat aba de no em borracharse.
Cuando Zazu se acercó a ellos, los oj os de Marco la cont em plaron con una expresión dura,
desapacible. Zazu, al verlo, escondió una sonrisa. Había en ella una rara burla, que acent uaba el ext rem o de sus oj os, hacia las sienes. Zazu parecía una m uchacha realm ent e herm osa,
con su vest ido ceñido al cuerpo, con su cabello lacio, suave, lleno de reflej os. Su piel oscura,
su cabello liso, horrorizaban a las señoras de kale Nagusia, a las m uchachas de las t ardes
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Pequeño teatro
Ana María Matute
largas, sin am or, llenas de frío, de deseos, de m iedo. Los pequeños oj os de «los m aridos de
la Junt a» parecieron, de pront o, afilarse. «Esa piel expuest a al sol y al vient o, esa piel curt ida, com o la de cualquier golfilla del puert o.» «Esa m elena lacia, ese cabello sin gracia, lleno
de descuido. ¿Qué pueden ver en ella, en sus oj os de dist int o color? Pero los hom bres son
necios, los hom bres son t orpes y lim it ados. Los hom bres est án m ás allá de la lógica, de la cordura, de la razón.» Zazu se sent ó j unt o a su padre, con aire inocent e. Parecía una niña. Cogió
ent re las suyas la ruda m ano de su Kepa, y dij o con voz firm e y clara:
- Kepa y yo llevarem os a vivir a I lé Eroriak a nuest ra casa.
Luego se quedó quiet a, con los oj os baj os, com o abrum ada por una gran em oción.
- ¿Qué dices? - se sobresalt ó Mirent xu- . ¡Eso no es posible! I lé Eroriak est á baj o nuest ra prot ección. Nosot ras...
Kepa la int errum pió con un gest o. La voz ruda de Kepa Devar se dej ó oír. Rara vez hablaba. Rara vez int errum pía a las señorit as Ant la. Pero, de pront o, la voz de Kepa fue em puj ada
por algún diablo. Y sonó brusca, violent a, sin aquel rebozo de afect ación que siem pre daba a
sus palabras:
- No se hable m ás de est o. Yo m e encargo de ese t ruhán y m e lo llevo a casa. ¿Est á bien
claro?
«Los m aridos de la Junt a» parpadearon. El m ás baj it o de ellos, aquel sobre cuyo plast rón
brillaba un alfiler de zafiros, aquel cuya calvit a t ost ada hablaba t am bién de lej anas t ierras,
sonrió agriam ent e y dij o:
- Kepa, no puedes privarnos de él. Kepa, no nos vas a ofender t an gravem ent e com o para
im pedirnos ayudarle, t am bién, aun con nuest ra hum ildad ( ¡es t an poco lo m at erial, com parado al espírit u! ) , a est a fut ura gloria de nuest ra localidad. No, Kepa, t ú eres incapaz de t ant o
egoísm o.
Kepa le m iró de reoj o, y dio un sorbo a su copa, ya m ediada. El viej o avent urero luchaba
cont ra los m odales alm ibarados y m alignos de kale Nagusia:
- Mi buen am igo, yo no pret endo t al cosa. Pero el chico viene a casa, eso com o m e llam o
Kepa. Por lo dem ás, podéis ayudarle com o os plazca.
Eskarne se le enfrent aba, pálida de ira, con la nariz dispuest a al at aque:
- Querido prim o, olvidas t al vez que la Asociación...
Pero la voz de Marco cort ó aquel principio de t orm ent a:
- Pero, señores, delicadísim os y sensibles señores m íos, ¿y la colect a? ¿Est án ust edes olvidando la colect a? ¡Orden, orden, hay sit io para t odos! ¡Hay sit io para t odos! Organicém onos,
señores, y serenidad. En fin, ya que t uvieron nuest ra querida president a - señaló a Eskarne,
con una inclinación- y las dist inguidas dam as de la Junt a la debilidad de nom brarm e t esorero
de t an m agna obra, ¿quieren ponerse de acuerdo conm igo, para la organización m ás convenient e a sus pingües donat ivos?... Todos, absolut am ent e t odos, señores, podrán t om ar part e
de est a m agnífica labor. ¡Ej em plar labor, que m aravillará al m undo ent ero! Porque, óiganm e
bien, señores de Oiquixa, dignos hom bres de est a noble t ierra...
La voz de Marco crecía, en espiral, cada vez m ás ancha, cada vez m ás lum inosa. ¡Oh, la
gran colect a!
I lé Eroriak levant ó la cabeza. Vagam ent e com prendía que se discut ía sobre él. Allí había
dem asiada luz. Aquella m úsica era un ruido que no podía decir si le gust aba o no. Pero le at urdía, enloquecedora. ¿Por qué est aba Kepa am orat ado? Una frase vino a paralizar su corazón.
Kepa decía: «Est e m uchacho vivirá en m i casa, y yo le proporcionaré t odo cuant o necesit e».
I lé perdió por un inst ant e la noción de las cosas. Había, sobre él, en el t echo, una gran lám para, cuaj ada de luces, com o m ariposas de fuego. Aquellas luces flam eaban, crecían, hast a
casi convert irse en una hoguera. I lé Eroriak sólo t enla oj os para cont em plar a Kepa el Grande;
Kepa el Héroe, Kepa el Poderoso. «Est e m uchacho vivirá en m i casa», habla dicho. Aquel
m uchacho, no cabía duda, era él, él m ism o, I lé Eroriak. Marco dij o una vez que él sería t an
grande com o Kepa. SI , lo dij o, est aba seguro. ¡Oh, Señor! ¿Por qué t odos eran, de pront o, sus
am igos? ¿Por qué razón t odos se disput aban su presencia? «Soy m uy int eligent e», pensó.
«Todos dicen que soy m uy int eligent e.» En algún lugar del alm a de I lé, em pezó a crecer una
luz. Una luz punzant e y herm osa, que t al vez era la felicidad. Nunca, nunca había conocido I lé
una felicidad com o aquélla. Era superior a t odo. Alguien había llenado su copa, y él no se at re-
82
Pequeño teatro
Ana María Matute
vió a beber. Pero ahora era diferent e. No le gust aba aquel líquido dorado y lleno de burbuj as,
pero bebió. Bebió, com o él est aba acost um brado a hacerlo. Una y ot ra vez vació su copa, sin
respirar. Una y m uchas veces, hast a perder la cuent a. Aquella sensación lum inosa, aquella luz
acerada, que casi hacia daño, no se apagaba. Aquella alegría ext raña que le perm it ía m irar a
los oj os de los dem ás, con la cabeza levant ada, no podía acabar. ¡Ah, sí, de eso est aba seguro!
«¡Pobres m uñecos del est ant e! ¡Pobre faro viej o! ¡Pobres gaviot as! ¡Qué lej os est áis y qué
pequeños sois! »
3
I lé Eroriak no supo nunca cuánt o duró aquello. Pero, repent inam ent e, t odo acabó. Kepa, con
la cabeza abat ida, est aba ya borracho y silencioso. En la m esa sólo quedaba Kepa, las señorit as Ant ía y un señor de larga barba que hablaba con la señorit a Eskarne, Mirent xu se había
apart ado de él.
Una oscuridad densa se adueñó del corazón de I lé. Le dolía m ucho la cabeza y sent ía un
ahogo indecible. La chaquet a nueva le daba calor. Trat ó de quit arse los zapat os frot ando los
pies uno cont ra ot ro. ¿Y Marco? No est aba. Ni Zazu. I lé sint ió ent onces un dolor nuevo,
desconocido. Era un dolor casi físico, en el est óm ago 0 en el pecho, no podía precisarlo.
Agachó la cabeza y la ocult ó ent re los brazos cruzados, sobre la m esa. I lé Eroriak t uvo la sensación de que caía de algún lugar alt o. I lé Eroriak est aba solo, ent re gent e ext raña. ¿Cóm o
pudo pensar alguna vez que eran sus am igos? Nunca lo fueron ni lo serían j am ás.
En el pecho de I lé Eroriak se abrió un vacío grande que, t al vez, no podría llenarse nunca.
Not ó cóm o por ent re sus dedos corrían lágrim as calient es. I lé Eroriak no podía soport ar que
le vieran llorar. Bruscam ent e, se levant ó y echó a correr, buscando la salida.
El aire puro de la m adrugada le acarició. Salt ó la verj a, com o si la puert a no exist iera para
él. Desde fuera, apoyó la frent e en los barrot es de hierro. Una int ensa m elancolía le llenaba.
Sin saber por qué, se encam inó a la playa.
El m ar est aba t ranquilo. I lé Eroriak se quit ó la chaquet a y los zapat os. Se echó en la arena
y cerró los oj os. Nada esperaba. Nada t enía. «Si fuera posible quedarm e siem pre así...» Con
la cabeza sobre la arena, oyendo el ruido del m ar. Pero eso, bien lo sabía él, no era posible. Y
pensó: «Oj alá no am anezca nunca. Oj alá no vuelva a brillar el sol».
Sin em bargo, volvió al hot el. No quiso ent rar. Prefirió hacer lo que hizo siem pre. Cont em pló,
apoyado en la verj a, el j ardín ilum inado. Ya no quedaba nadie, t odo el m undo volvía a sus
casas. Ent onces, ent re las som bras perdidas del j ardín, ent re los árboles del ext rem o, descubrió o creyó descubrir, los cuerpos de Marco y Zazu. I lé Eroriak huyó de allí, con un frío
ext raño, un frío inexplicable, dent ro del pecho.
Aquella noche, durm ió en la escalinat a de la iglesia, baj o las est rellas roj izas, quiet as.
Est aba solo y no t enía ningún am igo.
83
Capítulo XIV
1
Cuando a la m añana siguient e, I lé Eroriak despert ó, la cam pana de San Telm o repicaba alegrem ent e. I lé se sent ó en las gradas, con el cuerpo dolorido y los oj os t urbios. «¿Por qué
suena alegre la cam pana, si est oy yo t rist e?» I lé se llevó la m ano a la frent e. Seguía doliéndole la cabeza.
Pero no era únicam ent e la cam pana. Tam bién las gent es de San Telm o parecían cont ent as
y vest ían los t raj es de fiest a. De pront o, I lé recordó: «Hoy es la fiest a del barrio de San
Telm o».
Por la callecit a subía el hij o de Joxé, con zapat os nuevos.
- ¡Quit a de ahí, sorúa! - le grit ó- . Apárt at e, ¿no ves que vam os a ent rar en la iglesia?
I lé Eroriak se apart ó a un lado. Los pescadores, sus m uj eres y sus hij os, m uy acicalados,
iban a m isa. Hast a él llegó un insist ent e cruj ir de zapat os nuevos. I lé recordó los suyos, y
m irando sus pies descalzos, sonrió.
Cuando pasó por su lado, el hij o de Joxé le dij o:
- Est a noche hay función en el t eat ro de Anderea, ¡pero ya se arreglará com o pueda, sin m í!
No pienso ir a ayudarle.
Siem pre decía lo m ism o, y luego iba.
Cuando t odos ent raron y la iglesia est uvo ya abarrot ada de gent e, I lé Eroriak pensó que
t am bién él podía ent rar. La m isa había com enzado, y, com o aquella vez en Axa, ni siquiera
em pinándose sobre la punt a de los pies llegaba a divisar el alt ar. Olía a incienso. Del coro baj aban voces m uy herm osas y, sobre t odo, aquella m úsica del órgano, que era com o cien velas
desplegadas, hinchadas por el vient o. I lé Eroriak cerraba los oj os, oyéndola. ¡Qué bien se
est aba allí! Cuando la gent e salió de la iglesia, salió él t am bién. Em pezaba a sent irse m ás t ranquilo, no sabía por qué. Siguió la procesión hast a la erm it a de San Telm o. I lé Eroriak casi
olvidó la noche ant erior, la fiest a del hot el, y aquel dolor nuevo que había llegado, desde no
sabía dónde, hast a su corazón.
2
Durant e t odo el día la alegría se desbordó en el barrio m arinero. Una persona am able regaló
un pellej o de vino, y los pescadores, sus m uj eres y sus hij os bebían a m ás y m ej or. Bebían
hast a caer al suelo. En San Telm o se bebía y se bailaba sin que las fuerzas parecieran agot arse. Beber, t al vez, era la m ayor alegría de sus vidas. El párroco aseguraba severam ent e que
los días de fiest a eran días de pecados.
Después de t ant os años, Kepa subió de nuevo al barrio pescador. Cada piedra, cada dest ello azulado, fugaz, de aquellas callecit as, cada canción, era un recuerdo vivo y punzant e en su
m em oria. Parecía que los años no hubieran t ranscurrido. Parecía que aún, allí m ism o, en la
cercana t aska, oiría de un m om ent o a ot ro la voz del padre, enzarzado en una riña est úpida
y m achacona de borracho. Por un inst ant e, Kepa creyó que, de un m om ent o a ot ro, iba a ver
cóm o arroj aban a su padre a la calle desde la t aberna. Kepa creyó oír una voz infant il, t al vez
su propia voz de hacía años que grit aba. Una voz de niño quej oso, hum illado. En la gargant a
de Kepa algo se anudó, am argo, t rist e y m uy lej ano.
Kepa levant ó la cabeza, hundió los pulgares en los bolsillos del chaleco y ahuyent ó los fant asm as de la niñez. Kepa buscaba a alguien. Buscaba ent re los m uchachos que bebían, alrede84
Pequeño teatro
Ana María Matute
dor de la iglesia, en la proxim idad del figón de Aizpurúa, en kale Mari.
Al fin, lo encont ró. Las gent es, en corro, reían bobam ent e cont em plando la danza del «saliño- saliño». Ocho m uchachos, arm ados de gruesos barrot es, bailaban el son del t xist u. Y,
t odos a la vez, pegaban sobre un pellej o de aire que, en el cent ro del grupo, sost enía I lé
Eroriak. Aquel espect áculo regocij aba a los espect adores, especialm ent e cuando los palos
caían sobre los hom bros o la espalda del chico. Kepa recordó el día en que renunció a t om ar
part e en aquellas prim it ivas y pueriles diversiones. Con gest o brusco, m andó callar al t xist u,
int errum pió la danza y, abriéndose paso ent re los m irones, cogió por un brazo a I lé, que se
resist ía asust ado. Lo arrast ró t ras él, y, cuando se hallaron lej os de aquellas gent es, le increpó:
- ¿Qué hacías ahí com o un m onigot e? ¿Por qué t e gust a siem pre ser el hazm erreír de la
gent e? A t u edad... cuando yo t enía t u edad, nadie, nadie, se hubiera at revido a reír a cost a
m ía.
I lé no respondió. Nuevam ent e se dej ó condúcir por Kepa, huraño y cabizbaj o. Kepa dij o:
- ¿Por qué huist e anoche?
I lé no dij o nada.
- Te he buscado por t odas part es - añadió Kepa, m ás suavem ent e- . Ven conm igo, m uchacho.
Cuando llegaron al lím it e del barrio de San Telm o, Kepa señaló con el dedo allá abaj o, hacia
kale Nagusia.
- I lé Eroriak, t ú vivirás en aquella herm osa casa, t an grande. Supongo que t e alegra saberlo. ¿Te gust a?
I lé levant ó hacia él los oj os.
- ¿La casa? - pregunt ó t ím idam ent e.
- Claro est á - asint ió Kepa- . La casa y t odo lo dem ás. Vivir allí. Aprender. Est udiar... ¿Est ás
cont ent o?
I lé no dij o ni que sí ni que no. Casi no sabía lo que le pregunt aba.
Poco después ent raron a kale Nagusia. Luego llegaron a la casa de Kepa. De vez en cuando, I lé Eroriak volvía la cabeza hacia at rás.
Kepa le conduj o hast a un am plio salón, cuyas vent anas daban al j ardín. Se sent ó y m iró a
aquel m uchacho con at ención. Em pezaba a sent irse sat isfecho.
- Est ás sucio - le dij o- . Debes aprender a ir lim pio. Y a peinart e. I lé, t am bién t e buscam os un
nom bre. ¿No recuerdas cóm o t e baut izaron?
I lé negó con la cabeza. Ni siquiera recordaba a su m adre. Ni siquiera a aquel t it irit ero que,
cuando era niño, le obligaba a pedir lim osna para él. El t it irit ero m urió, y sólo t enía present es
sus pies desnudos, cuando lo llevaron al cem ent erio.
- Dim e, ¿qué recuerdas?
I lé Eroriak se t apó los oídos, apret ando las palm as cont ra la cabeza. Pero en seguida
em pezó a reírse.
- Me acuerdo dij o, con m ás seguridad en la voz- , m e acuerdo de una vez. Una vez, que m e
caí de una pared. ¡Piafl Me quedé en el suelo, com o un sapo.
Aquello t am bién pareció hacer gracia a Kepa. Era una t ont ería, ciert am ent e. « Es una t ont ería, pero si Zazu m e hubiera dicho algo así, alguna vez, m e habría reído.» Al fin y al cabo,
m uchos niños se caen de las paredes de un huert o. I lé Eroriak le m iró, sonrient e.
- Dim e, dim e, chico...
I lé Eroriak em pezó a m overse. Señalaba los m uebles, los cuadros. Pregunt aba cosas. De
im proviso, el m uchacho se acercó a Kepa y su pregunt a conm ovió profundam ent e al hom bre:
- Est a casa, est e j ardín, señor, ¿acaso no t iene un m anzano?
Kepa le m iró fij am ent e.
- ¿Un m anzano, dices? Ven aquí, m uchacho. Acércat e a est a vent ana, para que puedas ver
ese lado del j ardín. ¿Ves? Allí, j unt o a la t apia. Allí puedes plant ar uno, si t ú quieres. Si t e
gust a. Con t us propias m anos. Claro, t ardará un poco en crecer. Pero, ya verás, se convert irá
en un árbol grande y herm oso, que se llenará de flores, por est e t iem po.
- ¿Com o los de Gorost idi?
- Sí, eso es. O t al vez m ás bonit o. Mucho m ás bonit o. Nat uralm ent e, I lé, cualquier cosa que
hagam os nosot ros, siem pre será m ej or. ¿No crees?
Pero el chico le m iraba sin responder. De nuevo t ím ido y confuso.
85
Pequeño teatro
Ana María Matute
En aquel m om ent o, cruj ieron débilm ent e los peldaños de la escalera, baj o los pies de Zazu.
La hij a de Kepa se det uvo, con la m ano sobre la barandilla. A pesar del t ono yodado de su piel,
parecía raram ent e pálida.
Kepa avanzó hacia ella, con una sonrisa.
- Aquí est á el m uchacho, por fin. Yo lo he t raído a casa, y t e j uro que nada ni nadie lo arrancará de aquí. ¿Est ás cont ent a?
Pero Zazu seguía inm óvil, sin que pareciera ent erarse de nada. Sus oj os m iraban por encim a de la cabeza de Kepa, a algún lugar lej ano.
- ¿Oyes, Zazu? Digo que he encont rado al chico. Est aba en el cent ro del «saliño- saliño». Pero
eso se ha acabado, porque t ú y yo vam os a cuidarnos de él.
Zazu le m iró, con oj os ausent es:
- ¡Est á bien, est á bien! dij o, con im paciencia.
Kepa frunció el ceño.
- ¡Pues, hij a, no pareces m uy sat isfecha! ¿Qué t e pasa?
Zazu se encogió de hom bros:
- ¿Qué cuent os m e est ás cont ando? ¡Tú sabrás lo que has de hacer con t u chico, Kepa! Tú
eres su prot ect or.
Zazu t erm inó de baj ar, con gest o displicent e.
- Pero óyem e - Kepa le salió al paso- . Óyem e, Zazu...
- ¡Tú, Kepa, eres el alm a piadosa! Yo no.
- ¡Ah, no, est o no! Escúcham e, Zazu. Tú fuist e quien pensó en... - Zazu int ent ó m archarse y
Kepa se encolerizó- : ¡Tú quisist e t raerle aquí! ¡Tú fuist e! Y es m ás, decías: «yo m ism a, si es
preciso, le enseñaré desde las prim eras let ras».
- No m e hagas reír, Kepa. ¡Qué ocurrencia! Yo no dij e eso.
- ¡Sí lo dij ist e! ¡No t e at revas a m ent ir!
Pero fue en vano cuant o dij o. Ella se sum ió en un m ut ism o despect ivo, que desesperaba a
Kepa. De buena garia la hubiera azot ado, pero no se at revía.
Zazu fue lent am ent e hacia el hogar, apagado, frío. Com o un oj o vacío y t rist ísim o. El m árm ol rosa de la chim enea brillaba pálidam ent e, y aquel reloj sost enido por dos angelit os dorados dej ó oír unas dim inut as cam panadas, de largo eco.
Súbit am ent e, Kepa experim ent ó una gran decepción. Salió de allí, con paso rápido. En realidad, Kepa huía. Huía de su casa, de su hij a, del m uchacho. De aquel m uchacho, que, en un
rincón, le m iraba anonadado y confuso. «Todo es siem pre igual. El vacío, la t rist eza, la inút il
soledad. Yo sé de hom bres que no encont raban la orilla, que se ahogaban sin rem edio y no
alcanzaban la orilla. Siem pre igual. ¿No acabará nunca?»
I lé Eroriak m iró a Zazu. Había una expresión en los oj os de la hij a de Kepa que am edrent ó
visiblem ent e al chico. « La hechicera. Es la m ala bruj a, la hechicera de Anderea.» El m uchacho int ent ó deslizarse t ras los pasos de Kepa, pero le det uvo la voz de ella.
- ¡Ah! ¿Quieres irt e, I lé Eroriak? Puedes hacerlo. Vuelve allí, con t us am igos. Para nada necesit am os t u am ist ad. ¿Oyes? Tu cam arada, t u verdadero cam arada es ese m uñeco de la cabeza
de paj a. Vet e con él y no vuelvas. No volváis m ás. Vet e donde él quiera llevart e.
Su voz t enía un t im bre forzado de Colom bina. Se volvió al chico, y sus oj os parecían llenos
de fuego. Un roj o resplandor se encendía dent ro de aquellas pupilas que, ciert o día, le
parecieron a I lé dos t rozos de caram elo.
- Ya sé, I lé, ya est oy ent erada de que un día arribará un velero y os llevará a los dos de aquí.
¿Por qué esperar t ant o? ¡Ah, I lé, si t e dij era yo qué repulsivo m e result a ese pobre m uñeco!
Todos en Oiquixa se adm iran de que él sea am igo t uyo. Pero yo no. Yo t e adm iro a t i, por ser
am igo de él. ¡Vuelve a su lado, dile que est oy cansada de su voz, de sus oj os de gat o, de sus
t ont as palabras! El j uego ha t erm inado. Est oy aburrida. No olvides decírselo, I lé Eroriak; su
presencia, su sola presencia m e hast ía. Est oy cansada, I lé Eroriak, est oy m uy cansada.
El chico int ent ó huir, pero la voz de Zazu le det uvo, en seco, com o un lat igazo.
- ¡No t e m arches! No vale la pena. No quiero que vayas con el cuent o de que t e hem os
despachado. Al fin y al cabo, t ú eres un buen chico, I lé Eroriak.
I lé Eroriak, clavado en el suelo, asint ió. Asint ió dos veces, con la cabeza, porque est aba m uy
asust ado. «Soy un buen chico. Yo sé que es ciert o, que soy un buen chico.»
86
Pequeño teatro
Ana María Matute
Zazu ordenó que le prepararan una habit ación en lo m ás alt o de la casa. Pero cuando el
m uchacho desapareció, escalera arriba, se m ordió los labios con rabia. Y pensó que había sido
dem asiado débil.
3
Frent e a la chim enea apagada, Zazu perm aneció quiet a. Hast a ella llegaron los lej anos
redobles de la cam pana de San Telm o. Las gent es solían decir que parecía grit ar: «¡Alcohol! ».
Era la fiest a del barrio m arinero. Zazu se apart ó el cabello de la frent e. «Oj alá fuera yo una
chica descalza, una chica cualquiera de San Telm o, y pudiera sent irm e feliz bebiendo, bebiendo, bebiendo.» Zazu creyó oír voces alegres. Voces que reían o que celebraban algo. Pero las
voces j óvenes la herían, com o la cam pana, com o la m ism a prim avera. Ot ra voz est aba dent ro de ella. Ot ra voz que ella am aba m ás que nada, a su pesar, con t odo dolor. El dolor era ya
t odo lo que le quedaba de ella, t al vez. «No sabía yo que el am or era así.» Pero, no sabía por
qué, est aba pensando en el am or, de pront o. Com o si el am or fuese realm ent e algo grande.
Zazu cerró los oj os ot ra vez. Volunt ariam ent e sus oj os se cerraban con frecuencia, com o si no
deseara ver. «Tal vez el am or m e ha corroído t oda, m e ha envenenado del t odo. Por eso t oda
yo soy dolor, por eso solam ent e queda de m í aquel dolor lej ano, que, a veces, m e llegaba
com o un reflej o, ant es de conocerle, ant es de oír su voz.» Zazu sabía que no era aquel cuerpo, glot ón y desesperado por el t iem po, lo que ella deseaba. «Tal vez el am or sea el sueño.»
Sí, había veleros sobre desiert os de arena, habla grandes bolas de plat a, donde el m undo se
reflej a convexo y dim inut o. Había niños m endigos, que t ienen el corazón lleno de sed, y roban
para poder com er. Zazu no quería que las lágrim as calent aran sus oj os, que las lágrim as la
inundaran com o un m ar dim inut o y am argo. «No es bueno am ar, no es bueno soñar. El sueño
no es dulce, el sueño levant a llagas, quem a, em puj a.» Zazu huía de aquel nom bre, pero aquel
nom bre le llenaba com o una sangre nueva, que, got a a got a, se hubiera adueñado de sus
venas. «Marco. Marco.» No se podía am ar así, de aquella form a. No era licit o que se am ara
de aquel m odo. Tam poco est aba dent ro de la razón, ni de la sensat ez. «El am or es una espina
dolorosa», le dij o él. «El am or no es bueno. El am or duele, el am or no se puede cum plir
nunca.» Zazu abrió los oj os, con t em or. «¡Ah Señor! , yo nunca había am ado a nadie.» ¡Qué
dura revelación, de pront o, com prender que t oda su vida, que t odos sus sueños habían ido
persiguiendo aquello! «El am or.» ¡Qué ext raño t odo, qué dist int o t odo, a su alrededor! Las
cosas y los hom bres; t odo era diferent e. Zazu se apart ó de la chim enea, con gest o im pacient e.
Una luz viva ent raba por la vent ana. Zazu buscó aquella luz desesperadam ent e. «Voy a
casarm e con August o. Pront o. No quiero esperar al ot oño. Todas las prim averas son buenas.
Yo m e casaré ahora, en est a prim avera. August o llegará pront o.» Pero, aquella voz m aligna
adherida a ella, aquella voz odiada, o am ada, la zahería. «Es ciert o que t odas las prim averas
son buenas. Pero t odas las prim averas t e t raerán un recuerdo, y t u vida será una esclavit ud.»
Zazu j unt ó las m anos, com o había vist o que hacían las ángeles de piedra, sobre la puert a de
la iglesia. «Los ángeles ahuyent an al diablo», le dij eron de niña. El am or era un diablo perverso, un diablo cruel, im pío. «Es ciert o: t odas las prim averas son herm osas. Pero yo soy
Zazu, yo soy la hij a de Kepa. No est oy encadenada. No puede apresarm e nadie. ¡Oh, no, yo
no puedo seguirle! No nací para seguirle.» Era inút il j unt ar las m anos. Nunca aparecería un
ángel. Ningún ángel la quería en su com pañía. Los ángeles eran blancos, eran puros; los ángeles no am aban. «Pero no puedo huir. Si huyo de él, m i sed será el peor t orm ent o. Si huyo de
él, le encont raré en t odas part es. No se puede huir de él. Allí donde yo vaya, él est ará. No
puedo huir.» Pero Zazu t am poco podía seguirle. «Si yo sigo sus pasos, j am ás podré desligarm e, j am ás podré ret roceder. ¡Ah, Dios! , bien sé yo que, de una u ot ra m anera, no soy
ninguna diosa, y est oy encadenada.»
Zazu escondió t orpem ent e sus m anos. Sus m anos inút iles, que nunca sirvieron para nada.
Un pensam ient o la hizo vacilar un inst ant e: «Acaso no es m ej or el vacío, al et erno desencant o?». Pero Zazu alzó la cabeza, con una furia nuevam ent e recobrada. «¡Bah, la viej a hist oria
infant il de las conchas robadas y abandonadas! Sí, la prefiero. Mil veces la prefiero. Ha t erm inado, Marco, ha t erm inado. Muñeco enferm o. Muñeco est úpido. Caj a de m ent iras, caj a de
sueños est úpidos. Los sueños que envenenan, los sueños que dañan. No im port a nada. No
87
Pequeño teatro
Ana María Matute
creo en el am or, en est e am or. Ya pasará. Siem pre pasa t odo. Siem pre acaba t odo. Ya pasará.
¡Quién sabe! Una m añana m e levant aré y diré: no exist ió nunca. Es un sueño, sólo un sueño,
al fin y al cabo.»
Zazu int ent ó sonreír. Nada im port aba que Marco pasara los días con Mirent xu, súbit am ent e
am igo, súbit am ent e herm anado con ella. No im port aba que Marco quisiera com part irla con
Mirent xu, que dividiera sus días ent re Mirent xu y ella. «La gran colect a, Zazu, no lo olvides.»
La rabia, el dolor, el sueño iban secando el corazón de Zazu. «¡Qué im port a, qué im port a! Hoy
lo he decidido. Todo ha acabado. Nunca, nunca m ás volveré a verle. Nunca, nunca m ás le
besaré. Nunca, nunca m ás.»
Era Marco, únicam ent e Marco, quien le dij o que no era una diosa. Zazu cum plía siem pre lo
que se prom et ía. Aunque por ello t uviera que m orir.
88
Capítulo XV
1
I lé Eroriak pensó: «¿Qué hago yo ahora?».
Est aba en una habit ación pequeña, con t echo en declive y la pared blanca. Había una cam a
de hierro negro, cubiert a por una colcha floreada, y un lavabo de loza. Parecía la habit ación
de algún criado o criada de la casa, y t al vez lo fuera. Desde la vent ana, allá abaj o, se divisaba la bahía.
I lé Eroriak no sabía qué hacer, dent ro de aquella habit ación. Al principio, se ent ret uvo
m irándose curiosam ent e en el pequeño espej o que había sobre el lavabo. Pero pront o se cansó
de ver su curt ido rost ro, sus azules oj os y los negros m echones que alborot aban su frent e.
Est aba rendido de t ant o pensar. De pensar cosas cont radict orias y ext rañas, que hast a hacía
poco t iem po nunca se le habían ocurrido. El porqué de su pobreza, el porqué de su abandono.
Y el porqué de aquella súbit a at ención que t odos le prodigaban. Tenía la cabeza dolorida, y
m ás enm arañadas que nunca sus ideas. Adem ás, sent ía un raro horm igueo en los pies. I lé no
est aba acost um brado al encierro.
Casi había llegado la noche cuando decidió m archarse. Abrió la puert a y baj ó la escalera.
Nadie le vio salir. «Tengo que ver a Marco y cont arle t odo lo que ella ha dicho de él», se dij o.
«De est e m odo, él no volverá a verla nunca m ás.» I lé Eroriak se dio cuent a, con una am arga
sensación de dureza, de que no quería, que no podía verlos j unt os. Se le oprim ía el corazón
recordando cóm o los había vist o besarse, y no podía explicarse el porqué de aquel dolor.
I lé Eroriak t rat ó de hacerse cargo de su nueva sit uación. Aunque parecía ext raño, aunque
parecía un sueño, Zazu le enseñaría a leer. Se inclinaría j unt o a él, y podría percibir el sut il
perfum e de su cabello, de su piel. Quizá, t al vez la m ano t ersa de ru volviera a posarse sobre
la suya. I lé Eroriak apart ó est os pensam ient os, con zozobra. «Luego, cuando arribe el velero,
m e m archaré. Eso es lo que deseo. Solam ent e eso.» Pero I lé Eroriak t enía la duda dent ro del
corazón. I lé Eroriak sospechaba que eran m uchas m ás cosas las que deseaba, aunque no
conociera sus nom bres. Desde hacía algún t iem po, la vida de I lé Eroriak la acechaban grandes
anhelos, aunque no supiera cóm o llam arlos.
Cuando llegó al m uelle, no t ardó en encont rar a Marco. Su am igo est aba quiet o y pensat ivo, paseando, con las m anos en los bolsillos. I lé se acercó a él corriendo:
- Vivo en la casa de Kepa - le explicó, precipit adam ent e- . ¿Oyes, Marco? ¡Tengo una
habit ación ent era y una cam a para m í solo!
Marco le m iró indiferent e.
Ent onces, la voz de I lé se hizo confidencial, rápida:
- Marco, he de cont art e algo. Algo que ella ha dicho. Y es est o, est o m ism o: «Dile que no
quiero verle nunca m ás». No vuelvas, pues, a buscarla.
Marco abrió los brazos con adem án elocuent e:
- ¡Oh, divina inocencia! Querido herm ano, herm ano m ío, nunca olvidaré lo que haces por m í.
¡Déj am e abrazart e, I lé Eroriak! Así.
Le abrazó est recham ent e. Y añadió:
- Óyem e: ella es única, m aravillosa.
- ¡Sí, pero no t e quiere!
- ¡Oh, I lé! Claro que m e quiere. Y aún m ás: cuando t ú y yo nos m archem os en m i velero,
no t endrá m ás rem edio que seguirnos. Y no m e dej ará. ¡No, no podrá dej arm e! ¿Sabes una
cosa? Yo supe en seguida que ella t enía m iedo del am or. ¡Figúrat e! ¡Miedo del am or! Ella
89
Pequeño teatro
Ana María Matute
guardaba a salvo su corazón. Valía poca cosa, pero yo se lo arranqué.
- ¡No, no, Marco! Ella t e odia. Te digo que no t e quiere. Jugaba cont igo, com o con t odos,
Marco, ¿crees acaso que eres el único? ¡Yo sé m uchas cosas, Marco...! Y adem ás, ella dij o:
«Dile ( y quería decir que t e lo cont ase a t i, y t e llam ó cabeza de paj a) , dile que el j uego ha
t erm inado».
- ¡Claro que sí! - rió Marco- . Y ella ha perdido.
Marco dio una palm ada eufórica en el hom bro de I lé.
- Y est a vez, perdió para siem pre. I lé, ¿im aginas lo que será, lo que va a ocurrir? Zazu sufrirá
pacient em ent e m i abandono, cuando yo am e a ot ra m uj er. Zazu llorará, am argam ent e, cuando yo am e...
Marco se perdió en una larga serie de im aginaciones sobre lo que ella haría cuando él
quisiera apart arla de su lado. Sus oj os se encendían describiendo cóm o la hij a de Kepa le
seguiría hast a la m uert e, cóm o, siem pre, acept aría gozosa su ret orno. En la voz de Marco
crecían viej os sueños, viej as ilusiones de m uchacho que va a buscar el rest o del rancho a los
barcos de los suecos. En la voz de Marco había ant iguas palizas, había ant iguos insult os,
hum illaciones, lágrim as cont enidas. Y un llant o que siem pre, com o un niño encerrado en una
gran casa vacía, com o un niño perdido en una inm ensa casa, vagaba sin sent ido, dent ro de su
corazón. Aquel llant o que era el de un niño que recorriese est ancias huecas, frías, donde su
voz se ensanchaba com o un eco, sin que nadie respondiera. En la voz de Marco había infinidad
de globos de colores, que subían al cielo uno t ras ot ro. «Tus m ent iras no son m ent iras.» Marco
ret a pensando en el am or de Zazu. «¡Qué cosa t an rara t ener m iedo del am or! Tant o com o he
am ado yo, en la vida.» Marco reía pensando en el corazón de Zazu, aquel pobre corazón que
él había arrancado.
I lé Eroriak pensó: «¿Por qué le pondrá eso t an cont ent o?». I ncluso había un raro t em blor
en las m anos de Marco. Cuando se ret a, brillaban sus colm illos agudos, sus dient es, que t enían
algo dañino, algo innoble. I lé se alej ó de él.
Horas m ás t arde, después de vagar por San Telm o, I lé volvió a la casa de Kepa Devar. Había
llegado la noche y t enía ganas de dorm ir en aquella habit ación, en aquella cam a. Pero t ropezó
con un cuerpo, que perm anecía apoyado en la verj a del j ardín. Era Marco.
- ¿Adónde vas, desgraciado I lé Eroriak? - dij o el hom bre del hot el, con voz am arga- . Nos han
echado de est a casa.
I lé se rebeló:
- ¡No! ¡A m í no m e han echado!
A t i t am bién, nat uralm ent e. ¡Oh, ven conm igo, pobre am igo m ío!
- Pero yo... t engo arriba una cam a. Y t am bién una habit ación. Sólo para m í.
- ¡No t ienes nada, I lé Eroriak! Se ha burlado de t i. Ya sabes cóm o es ella. No debe sorprendert e. ¡Ah, I lé, no debist e creer j am ás en sus palabras! A m í t am poco quiere verm e ni
hablarm e: es dura com o la roca, com o el acero. ¡Ah, t al vez piense que, a est as alt uras, va a
liberarse! ¡Qué insensat ez! Ya es t arde para ella. SI , I lé Eroriak: ella resist irá en su t orre de
m arfil dos, cuat ro días quizá. Pero el am or es algo poderoso, m i buen herm ano. El am or es
grande.
I lé Eroriak se acercó a él, con voz t rém ula:
- ¿No t e dij e que ella no t e quería? ¿Acaso no t e advert í?
Frenét ico, suj et ó a Marco por las solapas de la chaquet a, y, en su exalt ación, le zarandeó.
- ¡Marco, Marco! ¿Acaso no sabes que ella va a casarse pront o? ¿Acaso no sabes que
August o llegará de un m om ent o a ot ro? ¡Oh, Marco! , ¿por qué no hicist e caso, si yo t e dij e la
verdad? Ahora lo hem os perdido t odo, t odo.
De m om ent o, Marco sólo acert ó a m irarle, con la boca abiert a. Luego, separó de sí las
m anos de I lé y t rat ó de hablarle con dulzura:
- Pero I lé, m i buen herm ano, ¿qué est ás diciendo? ¿Que ella va a casarse? ¿Y qué im port a
ahora eso? Supont e que est o sucediera ant es de que arribe nuest ro velero. Bueno, pues aun
así, yo t e aseguro que ella abandonará a ese pobre August o el día que yo part a de Oiquixa.
Sí, ella volverá a m i. Pero no es est o lo que m e preocupa, I lé Eroriak.
Marco m iró hacia arriba. Se hallaban j ust am ent e baj o la vent ana de Zazu, que aparecía
abiert a e ilum inada. Ent onces acom et ió a Marco un at aque de furia. Em pezó a golpear la
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Pequeño teatro
Ana María Matute
cabeza cont ra la verj a, com o un niño o un loco:
- ¡Me pagarás est o, m e vengaré de est a noche! - grit aba, am enazando con el puño hacia
aquella vent ana- . Un día u ot ro vendrás a buscarm e, bien lo sé. ¡Pero nunca t e necesit aré
com o ahora!
Ent onces dij o que j am ás la había deseado com o en aquellos m om ent os. Después suplicó. Y,
luego, em pezó a insult arla. Pero t odo era inút il. Parecía que ella hubiese m uert o. Y nadie
respondía ni a sus súplicas ni a sus inj urias.
Sin em bargo, allá arriba, dent ro del cuadro lum inoso, Zazu lo oía t odo. Est aba quiet a,
m irando hacia aquel gran cielo, donde la noche parecía expect ant e. Zazu t enía las m anos
unidas, aunque los ángeles no la quisieran, aunque los ángeles no se le parecían. Zazu luchaba cont ra la fuerza que la em puj aba a él. «Y, sin em bargo, es algún ángel quien m e em puj a
hacia est e am or.» Zazu hubiera acudido a él, m ás aún por calm ar el sufrim ient o de Marco que
por el suyo propio. Est o era nuevo, desconocido y at errador para ella. Zazu oyó cóm o Marco
se burlaba de sus oj os de dist int o color. «Siem pre ocurre lo m ism o. Cuando m e besa, decía
que nunca había vist o unos oj os m ás herm osos. Cuando quiere hacerm e sufrir, alude a m i
defect o. Siem pre ha sido igual.»
Al fin, pasado un gran rat o, se fueron. Allá abaj o, quedó el silencio.
I lé y Marco se em borracharon en la t aberna de Aizpurúa. Y ni al día siguient e, ni al ot ro, ni
nunca j am ás, ella volvió a él.
A veces, acom et ía a Marco una risa est úpida, im aginando cóm o la vida de Zazu sería un t orm ent o, con aquel am or que él hizo nacer en su m iserable corazón. Y decía: «Ya volverá. Y
volverá para siem pre. ¿No es ridículo? Si est á condenada, ¿para qué luchar?». Sin em bargo,
por las noches, cuando la oscuridad o la luna llegaban, decía aún que ella era la m uj er de su
vida. Y alguna vez lloró, con la cara ent re los brazos.
La Gran Colect a result aba un verdadero éxit o, y Marco acudía con regularidad a las
reuniones de la j unt a, en casa de las Ant ía. Mirent xu le prodigaba los cuidados m ás sut iles,
pero él devoraba las t art as y los past elillos de azúcar con los oj os llenos de t rist eza y las m anos
t em blorosas.
Un día, Marco volvió a encerrarse en su habit ación del hot el y se m et ió en cam a. I lé acudió a verle, t odos los días. Se sent aba j unt o a la cabecera, y oía, sin com prender bien, las perorat as de aquella voz febril: «I lé, m i buen I lé, escúcham e». Una vez, em pezó a hablarle de su
fam ilia: dij o que t enla m uchos herm anos, pero que t odos le odiaban, pues él era el predilect o de su m adre.
- Y t odos ellos - decía, con la sábana subida hast a la barbilla- creen que soy rico. Pero, m i
buen I lé, cont igo no quiero secret os. Sólo soy rico... a t em poradas. Ahora, por ej em plo, no
t engo un cént im o. Si t arda m ucho m i velero, nos m orirem os de ham bre.
I lé Eroriak no creía que Marco pudiera m orir de ham bre j am ás. Pero solam ent e dij o:
- Est oy t rist e, t engo algo aquí, dent ro del pecho, que m e hace daño y m e ahoga. I lévam e
cont igo, Marco, cuando venga t u velero. Quiero irm e de aquí y no volver j am ás. Quiero ser t an
grande com o Kepa Devar.
- ¡Pero si t ú eres m ás grande que él! Tú eres la sabiduría. I lé Eroriak, ¡si pudiera yo ser com o
t ú!
Y se quedaron los dos apesadum brados, pensat ivos. Mirando el uno al t echo, el ot ro al
suelo.
91
Capítulo XVI
1
Y el velero arribó.
Era un herm oso día, de los m ás bellos. Un día lleno de ecos. El eco del m ar en los soport ales de las t askas, el de la m úsica de las carret as, el de la cam pana del puert o. El port ugués
grueso y m oreno baj ó del barco y cont em pló cóm o descargaban su m ercancía. Luego se volvió
y pregunt ó por un hom bre rubio, a quien llam aban el caballero Marco.
- He de llevarle conm igo, según le prom et í- dij o.
I lé Eroriak corrió al hot el, con el corazón en la gargant a. Subió de t res en t res los escalones
y ent ró en la habit ación de Marco, sin cuidarse de llam ar a la puert a.
El caballero Marco est aba t endido en el lecho, m ordisqueando su boquilla vacía.
- ¡Marco, ha llegado t u barco!
Marco le m iró con oj os vagos.
- No es m ío.
- Pero t ú dij ist e...
- Pero ¿cuándo vas a com prender la escasa im port ancia del «yo dij e», «t ú dij ist e»? No, no
es m i barco. Pero el pat rón m e debe la vida.
I m pulsivam ent e, I lé Eroriak le dij o:
- Marco, yo t am bién t e debo la vida.
Marco le m iró un segundo, con ext raña expresión:
- ¿Por qué dices eso? - Pareció alt erarse.
I lé no supo qué responder. Marco se sent ó al borde de la cam a y em pezó a buscar las sandalias, con expresión concent rada y recelosa.
- Oye, I lé, ¿qué ha ido diciendo ese m ent ecat o port ugués? ¿Qué ha ido cont ando de m í?
- Nada. Solam ent e dij o: «He de llevarle conm igo, com o le prom et í». Por eso vine a decírt elo.
Marco se calzó el pie derecho y aspiró un hum o im aginario.
- Bueno. ¿Sabes, I lé? Tuvim os negocios de cont rabando ese barrigón y yo. A veces, hacem os bonit as cosas. Pero no es de fiar ese cerdo m oreno. Me explot a, m e exprim e com o a un
lim ón. Cualquier día le m andaré al infierno.
Después de acicalarse lent am ent e, Marco peinó con cuidado sus rubios cabellos, casi plat eados. Una pequeña barbit a poblaba su m ent ón, pues no se había afeit ado durant e los últ im os
días. La barba era de un t ono oscuro, casi negro. Marco abot onó despaciosam ent e el últ im o
de sus bot ones y se volvió hacia su m ist eriosa m alet a, viej a y rozada. Est uvo cont em plándola
y pasando la m ano por su lom o, com o si se t rat ara de un perro querido y fiel. Pero aquella
m ano t em blaba.
- Bien, ya llegó. Bonit o día - com ent ó- . Aún t engo fiebre, pero no puedo at ender a m i salud.
Cuando se es pobre y desgraciado, est as cosas deben pasar a segundo t érm ino.
- Marco, ¿eres m uy desgraciado?
- Pues sí, lo soy. Pero ent ierro m i corazón y sonrío. Tú eres m i buen am igo y est ás enseñándom e a vivir. ¡Ah, I lé Eroriak! Si yo t e dij era que he vivido lo m ej or, lo m ás herm oso y sano
de m i vida charlando cont igo com o dos herm anos, ¿m e creerías?
- Sí. Sí t e creo.
- Pues así es, aunque parezca ext raño. Lást im a que no sirve, I lé Eroriak. No sirve. La calle
espera afuera, ¿sabes? La calle es el lugar de los perros. No puede uno det enerse a cont em 92
Pequeño teatro
Ana María Matute
plar cóm o t repan los verdes gusanillos por la palm a de la m ano. No, no se puede, I lé. La calle
espera. ¡A la calle!
I lé le m iró desorient ado. Ent onces, al ver sus oj os, la voz de Marco se alegró exageradam ent e.
- ¡Pero sonríe, m uchacho, sonríe! Tú eres un chiquillo, y m i corazón t am bién es niño. ¡Ya
verás, ya verás, I lé Eroriak! Tenem os m ucho que vivir, t odavía. Claro est á que m i pobre alm a
se sient e cansada, pero...
I lé le int errum pió, com o si pensara en voz alt a:
- Ella t am bién dij o: «Est oy cansada».
Marco hizo un gest o desdeñoso:
- ¡Bah! Pero no de la m ism a m anera. Mi alm a, m uchacho, es m uy grande, y est á cansada
de abarcar t ant o. En cam bio, la suya es pequeña, y est á rendida, agobiada, baj o el peso de
su am or.
I lé no respondió.
- Por ciert o - añadió Marco, lent am ent e- . Procura acercart e a ella, y dile: «Dice Marco que
m añana, al am anecer, part irem os de Oiquixa para no volver m ás».
I lé Eroriak parpadeó:
- ¿He de decirlo... a la hij a de Kepa?
- Sí, nat uralm ent e. Díselo a esa... - ot ra vez volvía a insult arla.
Pero lo hacía fríam ent e, sin apasionam ient o, sin rencor alguno.
Y, óyem e, I lé Eroriak: est o es im port ant e. Procura que nadie m ás se ent ere de nuest ra part ida. Porque... porque, en fin, ya sabes que t odas las com pras que hicim os en el bazar de
Arresu, y t odas las cuent as de la t aska de Aizpurúa, y la de Uranga, ya sabes, chico, t odas se
deben aún. Adem ás, nat uralm ent e, la cuent a del hot el. ¡Ni pensar, ni pensar! Claro que siem pre lo recordarán. Tam poco pagó el rey, y lo recuerdan, y encim a le ponen lápida de m árm ol.
Y a m í m e harán lo m ism o, dent ro de unos años.
Marco se m ordió levem ent e el labio. En un arranque confidencial se acercó a I lé y le cogió
la m ano:
- Muchacho, t engo que decirt e algo. Me llevo algo que t e agradará saber. Pero no voy a
decirt e en qué consist e. Sólo quiero que sepas que m e llevo lo m ás caro, lo m ás codiciado de
los m ent ecat os de kale Nagusia. ¡Gran lección para kale Nagusia! I lé Eroriak, yo m e llevo el
rencor, la m aldad, el egoísm o, la dureza de corazón de kale Nagusia. Yo m e llevo la vanidad,
la est upidez, la falsa seguridad de kale Nagusia, en est a m alet a t an querida. Pero t ú, I lé
Eroriak, no lo verás hast a que nos hallem os en alt a m ar, baj o la pureza del cielo. Ent onces nos
t enderem os sobre cubiert a, y soñarem os, I lé Eroriak. Soñarem os.
Su voz se quebró. Miró a I lé Eroriak y su acent o cam bió duram ent e:
- I lé, com o digas algo, no t e llevo conm igo. Y, bien pensado, m i m alet a, m i viej a am iga, se
quedará aquí, en el hot el. De est e m odo no despert arem os sospechas. Sí, m i viej a m alet a m e
guardará las espaldas. ¡Nunca verás m ayor fidelidad!
- Marco, ella se lo dirá a su padre. Ella es m ala y t e venderá.
- ¿Quién? ¿Zazu?... ¡I nocent e chiquillo! Ella no dirá nada. Si yo conozco algo, es su despreciable corazón. Verás lo que ella hará: saldrá m añana, t em prano, al rayar el alba. ( El am anecer
de su vida, no lo olvides. Result a poét ico.) Luego saldrá a m i encuent ro. Sin rem isión. Nos
besarem os, com o dos am ant es, y saldrem os j unt os de aquí. ¡Adiós, adiós, bella Oiquixa!
¡Adiós, t ierra bendit a, et erna prim avera! Claro est á que, luego, m ás adelant e, no sabré
deshacerm e de ella.
- Ent onces, ¿por qué quieres llevárt ela?
- No quiero llevárm ela: sim plem ent e acept o lo inevit able. Anda, ve y no pierdas t iem po.
Marco se quedó pensat ivo:
- Est o es herm oso, ¿sabes? I nspirar un noble sent im ient o en una criat ura sem ej ant e, ¿com prendes, I lé Eroriak? Vale la pena. Se da el caso peregrino, I lé Eroriak, de que yo paso por el
m undo haciendo el bien: aquí, en Oiquixa, he dado una lección ácida a los est úpidos envarados, a los secos corazones de los hom bres de kale Nagusia. Aquí, en Oiquixa, he despert ado
el am or en una est upidilla egoíst a y necia, en un corazón vacío y t rist e. Bueno, pues así siem pre. Así siem pre. ¿Y qué le queda a m i corazón? Nada. Nada queda para m i pobre corazón. ¡A
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Pequeño teatro
Ana María Matute
la calle m i corazón! ¡A la calle, com o un perro! Sí, I lé, bien sabe Dios que m i corazón no es
sino un pobre perrillo negro, sin raza, ladrador y vagabundo. Eso es, y no ot ra cosa.
Marco calló fat igado. Y añadió:
- Ella ya sabe lo que le espera. Pero no creas, soy un buen hom bre y no pienso vengarm e.
Ya, nada m e im port a lo que m e hizo sufrir aquella noche y t odos est os días. Porque eso ya
pasó, y ahora no sufro. Ahora, no est oy sufriendo. Así y t odo, ¡pobre Zazu! ¡Qué desgraciada
será y qué feliz t am bién! ¿No t e da un poco de lást im a? Vam os, quiero decir: esperando siem pre que yo vuelva a su lado. ¡Bah, bah! ¡Cuánt a hist oria para nada! ¡Est oy pensando si valía
la pena t odo est o! Casi ni est oy alegre.
Marco se acercó al espej o y se m iró a los oj os. Aquellos oj os que parecían int ensam ent e
verdes, de color t ransparent e, de color húm edo y brillant e, del color donde cabían t odas las
cosas. Todo lo que no exist e ni exist irá j am ás.
- Corre, I lé Eroriak - dij o- . Necesit o est ar solo. ¡Dios, yo quiero est ar solo! Necesit o cerrar los
oj os y cont em plar m i alm a. Mi voz se ha afect ado, por culpa de la fiebre. Maldit a fiebre, ¿cuándo m e abandonarás? Es la fiebre de las islas, la odiosa fiebre del Penal de las islas. ¡Maldit a
fiebre de carne de perro, el diablo cargue cont igo! I lé Eroriak, herm ano m ío, ¡vet e ya! Búscala
y dale m i recado. No nos verem os hast a m añana, al am anecer, en el puert o.
- ¿No he de volver hast a que part am os?
- Eso es. Adiós, I lé Eroriak.
- No t e irás sin m í. No m e dej arás aquí, ¿verdad?
Marco abrió los brazos lent am ent e:
- ¿Cóm o voy a dej art e, si gracias a t u ej em plo puedo seguir viviendo?
El m uchacho salió de la habit ación.
Est uvo rondando en t orno a la casa de Kepa Devar, hast a que divisó a Zazu. Allí, j ust am ent e
en aquel ext rem o del j ardín, donde Kepa decía que él podría plant ar un m anzano con sus
propias m anos. Se acercó a la verj a, y la llam ó. Pero ella no le hacía caso y m iraba hacia ot ro
lado. Aun así, él dij o:
- ¡Ha llegado el velero, Marco se irá m añana, al am anecer, para no volver!
Eso dij o, a pesar de que su corazón se dest rozaba.
- ¿Qué est upideces dices? - exclam ó ella- . ¿Qué m e im port a a m í vuest ro fam oso velero?
I lé Eroriak se apart ó de la verj a. No quería que le viese llorar. No quería que supiera cuánt o sufría porque la perdía para siem pre. No sabía por qué la am aba, él, que era una pobre
criat ura, casi un niño. El que ni siquiera com prendía el am or.
- ¡Ven aquí! - ordenó, repent inam ent e, Zazu.
Pero el m uchacho no volvió. Se alej aba de prisa, sin volver la cabeza.
Las m anos de Zazu se cerraron sobre aquellos barrot es de hierro, enm ohecidos por las lluvias. «¡Vuelve! », ordenaba. Pero el m uchacho ya había desaparecido. «¡Vuelve! Oj alá se t e
hubiese caído la lengua ant es de decirm e eso. Oj alá se t e hubiese caído la lengua.»
2
Así que dij o aquello, I lé no supo adónde dirigirse. Est aba m uy nervioso y le acom et ía un
necio deseo de despedirse. Despedirse de t odas las cosas que él am aba. De ver algo o alguien
por últ im a vez, y recrearse en el pensam ient o doloroso de que «era la últ im a vez, la últ im a».
Casi sin darse cuent a, llegó hast a el t eat ro de Anderea.
Asom ó la cabeza por la pequeña t ram pa que conducía al t aller. Su rost ro se encendió baj o
los revuelt os m echones negros:
- ¡Adiós, Anderea! - dij o con precipit ación- . Voy a m archarm e y no volveré. Quiero decirt e
adiós.
Anderea levant ó la cabeza y le saludó alegrem ent e:
- ¡Hola, m uchacho! Ven, siént at e aquí. Hace t iem po que no t e vem os, y he de enseñart e
unos m uñecos nuevos, que t ú no conoces.
I lé se irrit ó, con un ext raño dolor:
- Pero ¿no oyes que t e digo: «adiós, voy a despedirm e»? ¿Por qué dices: «¡Hola, m uchacho! »? Est o es una despedida. No, no quiero ver ningún m uñeco.
94
Pequeño teatro
Ana María Matute
- Est á bien, I lé. Est á bien. Pero, por lo m enos, podrás charlar un rat o con t u viej o am igo.
I lé parpadeó:
- Es que... he de irm e.
- ¡I lé Eroriald ¿Por qué lloras?
- iNo lloro! Est oy m uy cont ent o. Seré m ás grande que Kepa.
- Bien, I lé. Pero siént at e, aunque sólo sea un inst ant e. Los m uñecos querrán despedirt e.
Cuando seas t an grande com o Kepa, se alegrarán de haber est ado en t us m anos.
I lé Eroriak baj ó con lent it ud la escalerilla. Se sent ó en el suelo, con las piernas cruzadas,
según su cost um bre. Y así, com o ant es, com o siem pre, perm anecieron m ucho rat o. Le parecía
que no hubiera t ranscurrido el t iem po desde la últ im a vez que se vieron, en aquel m ism o lugar.
Sent ado, viéndole t rabaj ar, ent re el olor de pint ura y de serrín, de m adera. Ent re las caret as
de acusadas facciones y las pelucas de espart o.
- Es un barco m uy bonit o - se decidió al fin a explicar- . Y ella t am bién vendrá.
Anderea asint ió, con gest o sonrient e:
- Magnífico. La bella hist oria de Colom bina y Arlequín. Pero a t i, pobre m uñeco, ¿qué papel
t e asignarem os? De ninguna m anera t e pareces a Pierrot . ¡Y t ú no querrás convert irt e en uno
de ésos! - dij o, señalando el est ant e de los m uñecos olvidados, de los pálidos y despint ados
m uñecos rot os, inservibles.
I lé sint ió un raro desasosiego:
- Óyem e, Anderea: no vayas t ú a decir nada de est o, a nadie... No vayas a decir lo del
velero, lo de nuest ra part ida. Porque es que...
Anderea le at aj ó, con un gest o:
- Sí, sí. Ya sé por qué. Descuida. Ya sé que se lleva los fondos de la gran colect a; ya sé que
se lleva el cursi pendent if de oro y esm eraldas de la señorit a Mirent xu; ya sé que se lleva deudas a m ont ones. Pero descuida, yo no diré nada. Yo nunca digo nada, I lé Eroriak. Aquí solam ent e hablan los m uñecos.
- ¡Pero él dice... él dice que se lleva el corazón duro de kale Nagusia, él dice que se lleva...
la avaricia, el egoísm o... y la vanidad y la est upidez...!
- I ndudablem ent e. Pero los llevará a ot ro lugar, I lé Eroriak. Los llevará a ot ro lugar. Nadie,
ni él siquiera, podrá rem ediarlo, I lé. ¡Mis pobres m uñecos lo saben m uy bien!
Aquella noche, I lé Eroriak durm ió en el est ant e, con los m uñecos olvidados.
3
Em pezó a llover. Luego, unos nubarrones negros, alargados, ocult aron a la luna. En un
m om ent o t oda la calm a se rom pió, el m ar se revolvió furiosam ent e baj o el gran cielo oscuro,
baj o el gran cielo feroz. Los relám pagos, blancos y fugaces, llenaban de claridad a Oiquixa.
Por un inst ant e repet idos, con un lej ano rodar de carros. Llegó, por fin, la t orm ent a.
El espej o de Zazu, aquel espej o grande y oval que la vio siem pre, ret enía ahora t oda la
habit ación. A la m uchacha, a su frent e som bría, a su ent ero corazón. Frent e al espej o, Zazu
est aba quiet a, llena de grit os y voces, de lej anía y de t rist eza present e. Trist eza pequeña, t rist eza casi pueril de niña. El espej o de Zazu siem pre fue am igo, en la Oiquixa host il, en la
Oiquixa ret orcida y callada, hipócrit a. Zazu se m iraba al espej o y se veía quiet a, se veía m enuda y sin im port ancia alguna, dent ro del m undo. Nada im port aba su corazón, ent re t odos los
corazones; nada im port aba su m irada desesperada, ent re t ant as desesperaciones. Nada
im port aba su lengua, su lengua encerrada que llam aba, que repet ía un nom bre, que pedía
cosas. Cosas im posibles que ningún hom bre, que ninguna m uj er podrán t ener j am ás. El espej o de Zazu ret rat a solam ent e su inut ilidad, su gran t rist eza, su huida. «Porque yo sólo am o la
huida. Él es la huida. ¡Ah, Señor, el am or es huir, y yo no lo sabía! Yo t uve m iedo de m irar sus
oj os, aquella noche. I m prudent e de m í, yo no debía m irar sus oj os, aquella noche. I m prudent e
de m í, yo no debí m irar sus oj os, espej os del sueño, espej os de lo que nunca podrá suceder.
Yo no debí m irar los oj os de aquel hom bre, porque dent ro est aban las t raidoras barcas del
sueño, las t raidoras barcas abandonadas, donde van los niños pobres a soñar.» Zazu seguía
m irando sus propios oj os llenos de m ent iras, sus oj os llenos de esferas plat eadas, balanceándose al im pulso de la brisa, una noche de Navidad. Por la vent ana abiert a de Zazu ent raba el
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Pequeño teatro
Ana María Matute
parpadeo nervioso de aquella luz blanca, lívida, y arrancaba luces nuevas, dest ellos de aquella superficie bruñida. Com o la superficie de un pozo t raidor, donde ella se m iraba. «Yo soy
t am bién un pobre golfillo t endido al fondo de una barca.» Zazu sabía que podían crucificarla
los páj aros, que podían crucificarla los grit os lej anos de los páj aros, com o a los golfillos que
sueñan.
Zazu se acercó m ás al espej o. Tal vez la vida est uviera allí, dent ro del espej o. Pero dent ro
del espej o est aba su rost ro feo, de ser hum ano, de criat ura hum ana. Su rost ro incom plet o,
inacabado. Su rost ro vacilant e y desenfocado de hij a de la t ierra, donde t odo sería posible; la
belleza, el am or, el sueño; donde nada exist e realm ent e. El oj o derecho, pálido, resalt aba
absurdam ent e en el feo rost ro de Zazu. «Me acuerdo, m e acuerdo de cuando era pequeña. Me
acuerdo de las conchas de la playa. Me acuerdo de aquellos feos vest idos que m e obligaba a
vest ir m i t ía Eskarne. Me acuerdo de las m anos de m i padre, m e acuerdo de m i pequeña cam it a solit aria donde por las noches rezaba, j unt ando las dos m anos, com o dicen que hacen los
ángeles.» Zazu se volvió de espaldas al espej o. «Marco, Marco.» Zazu se m iró las m anos. Las
palm as abiert as de las m anos, con su piel lisa y m orena, surcada de cam inos inciert os. De
cam inos que se perdían siem pre, sin saber por qué. Las m anos de Zazu, las m anos de ladrona,
las pobres m anos vacías. «El am or. Yo no sabía que el am or era est o. Yo no lo sabía.» Zazu
sent ía aquella ot ra voz, aquella voz que era el veneno de lo im posible. «El am or es m uy dist int o de com o t ú lo im aginas.»
Zazu se apart ó del espej o, porque en el espej o est aba Marco. Zazu escondió las m anos a la
espalda, porque en sus m anos est aba Marco. «Me casaré en ot oño, con August o. Y nunca m ás
m e acordaré de él.» Pero aquello no era verdad. Aquello era ot ra m ent ira, ot ra gran m ent ira.
«Todas las voces serán su voz, t odas las prim averas serán est a prim avera. Cada vez que arribe
un velero, será su velero. No hay paz, no exist e la paz. Marco est á dent ro de t i. Marco eres t ú
m ism a. Marco es t u huida, t u sueño, t u vida t oda.» Y, sin em bargo, el velero de Marco est aba abandonado, sobre un desiert o de arena. Sobre una cruel y t raidora arena, que lo devorarla. Zazu se apart ó del espej o.
Nerviosa, desazonada, cruzó la est ancia y salió al rellano de la escalera. Zazu se recogió
levem ent e su falda. Sus m anos t em blaban.
La casa est aba oscura, fría. Por las grandes vent anas del vest íbulo, penet raba la claridad de
la t orm ent a. Zazu se det uvo, frent e al ret rat o de su m adre. Aránzazu, con su vest ido negro y
sus oj os pensat ivos, arrancó una ext raña em oción en su corazón. Nunca sint ió nada parecido.
Zazu se aproxim ó al ret rat o, y con m ano im pacient e rozó aquel rost ro frío y blanco.
I nesperadam ent e, la hij a de Kepa not ó húm edas las m ej illas. Alguien afloj ó los hilos que la
m ant enían t ensa, rígida, y su cabeza se dobló. Zazu lloraba por su vida, por aquella ext raña
vida que no podía com prender. Por su vida pasada y por su vida fut ura, por la vida de Kepa y
la vida de Marco, por la vida de t odos los m uchachos que t ienen ham bre y sed. Zazu lloraba
por la hist oria de las conchas en la arena, por sus oj os de dist int o color, por los feos vest idos
que la obligaban a llevar de niña, por las noches de insom nio. Zazu lloraba por la perla de la
corbat a de su padre, por el velero de los sueños de Marco, por su propio corazón. «Mi corazón
y yo crecim os ext rañam ent e.» Seguía lloviendo, con fuerza. Había com o un azot e const ant e,
en los m uros de la casa, en los crist ales de las vent anas, en el t ej ado. Las vigas cruj ían. La
gran casa de Kepa era un barco perdido, un barco enorm e y t rist e, a la deriva. Un gran barco
que se perdió en el m ar y no alcanzó j am ás la orilla. La casa de Kepa era un gran barco abandonado, hecho de som bras y de esperanzas rot as.
I nesperadam ent e, el cielo palideció. Zazu levant ó la cabeza y un gran m iedo, despacioso,
helado, rodeó su corazón. «¿Qué ocurre?» Zazu sint ió un est rem ecim ient o. «¿Por qué hace
t ant o frío?» Zazu avanzó hacia la puert a, guiada por unos hilillos sut iles, fat ales. «La luz del
alba est á ya cerca.» Zazu salió de allí. «Tú besarás las huellas de m is pies. Y, al fin y al cabo,
yo siem pre volveré a t i.» Zazu se t apó los oídos. Pero sus pies avanzaban, y nada, ni nadie,
podía det enerlos.
Afuera, la lluvia le azot ó el rost ro. «¿Est o es el am or? ¿Es est o el am or?» Zazu baj ó por la
solit aria kale Nagusia, gris y fría, en la m adrugada. Zazu se encam inó hacia el m uelle.
Ent re la brum a, ent re la blanca neblina, se erguía fant asm al, fant ást ica, la siluet a del velero.
«Es herm osa la lluvia. Es herm oso el m ar. Es herm oso el puert o.» La lluvia em papaba la frágil
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Pequeño teatro
Ana María Matute
ropa de Zazu, su cabello. Moj ados m echones se pegaban a sus sienes, com o serpient es m alignas, devorando su razón, dest ilando sueños m alignos. Zazu seguía avanzando. «Pront o, m uy
pront o, am anecerá.» Sus oj os est aban fij os en aquella siluet a, que parecía verde, o roj a, o
azul, ent re la niebla. Que parecía soñada. «El am or es grande», pensó Zazu.
Ent onces, al encam inarse hacia aquel herm oso fant asm a, hacia aquel herm oso velero t an
esperado, t an t em ido, t an soñado, Zazu t ropezó violent am ent e con un cuerpo. Era un cuerpo
m enudo, at erido. Acurrucado en el suelo, cont ra la pared.
Zazu est uvo a punt o de caer cuando t ropezó con I lé Eroriak. Súbit am ent e, la hij a de Kepa
despert ó. Un violent o fuego subió a su pecho, nubló sus oj os. Era la hij a de Kepa, llena de
orgullo y de ira, llena de odio. El fuego se hizo incont enible. Ardían su gargant a, su rost ro, sus
oj os. Un vient o som brío se alzaba dent ro de ella. Un vient o loco y t raidor la bam boleaba com o
a una pobre m uñeca, en el vacío. Alguna ext raña risa, perdida, errant e, llegó hast a ella. «Fue
él quien dij o que no era una diosa.» Zazu suj et ó con fuerza a I lé, clavando sus dedos en el
brazo del chico. I lé Eroriak la m iró, asust ado. Zazu no t uvo nunca m anos piadosas.
- ¡Anda, ve donde él, ahora, y dile t odo est o de m i part e: dile que puede irse y no volver
j am ás a Oiquixa! Dile est o: que es grot esco y pueril. ¡Qué ridículo m e parece t odo lo que él
dice y piensa Dile que ha calculado m al. Porque el am or es grande, com o él dij o, y m i corazón
m uy pequeño.
Pero sus palabras, t ont as y huecas palabras, que recordaban las de él, se perdieron. Zazu
huía.
I lé Eroriak, am edrent ado, la siguió. La hij a de Kepa avanzaba por el cam ino del viej o faro
en ruinas. «Huir, huir de él es lo único posible.» Pero Zazu no podía huir de ot ro m odo. «Él
est ará allí donde ponga yo los oj os. Él est á en m i sueño y en m i corazón. En el eco de las
pisadas, en la arena de la playa, en el recuerdo de la infancia, en el brillo del sol y en las largas
noches de insom nio. En el día y en la noche, en t odo lugar donde quepan la huida y el sueño,
el m iedo, la esperanza. No se puede huir de él, porque él es la huida.» A Zazu sólo le quedaba un largo cam ino, gris y est recho. Sólo podía seguir avanzando, hast a llegar a un lugar
donde no hubiera cabida para él. De nuevo la rodearon aquellas risas burlonas, los crueles
am igos de I lé Eroriak. Los cast illos y los caballos del m ar crecían ant e ella. Legiones de caballos blancos, azules, m orados galopaban a su encuent ro. Zazu seguía avanzando. No t enía ot ro
cam ino. Era un cam ino largo, gris, cada vez m ás est recho. «¿Cuánt o queda aún por recorrer?»
Parecía que no fuera a acabarse nunca. Tam bién la vida parecía, a veces, que no iba a
acabarse nunca. Tam bién la vida era, a veces, cada vez m ás est recha. Sus enem igos burlones
la est rechaban, cada vez m ás cerca. Golpeando su rost ro, sus piernas. Y llegaría un m om ent o, al fin, en que lograrían arrollarla, quit arle la vida. Est o es, liberarla, al fin, de él. Todo se
reducía a voces que se acercaban y se alej aban. «Com o en la vida.» Unas, at ronando sus
oídos. Ot ras, lej anas, com o ecos olvidados.
4
Un día, I lé Eroriak se at revió a volver al t aller de Anderea, debaj o del t eat ro.
- Est oy preparando una com edia - dij o el anciano- . Será alegre y divert ida. Est oy seguro de
que t e hará reír.
Pero I lé Eroriak se sent ó en el suelo con la cara ent re las m anos.
La m añana t ranscurrió plácida. Part ieron su com ida y bebieron un vasit o de aguardient e,
com o si fuera dom ingo. I lé m iró de frent e a Anderea. En sus oj os había lágrim as y una rara
dureza, que no conocía ant es. Em pezó a hablar.
Anderea, no era verdad nada de lo que decía. ¡Ni siquiera se fue en el velero! , ¿sabes? Todo
lo que decía, desde el día en que nació, eran em bust es. Nadie le debía la vida, nadie.
¡Anderea, si t ú supieras! Cuando ella se hundió en el m ar, yo corrí a advert irle. Y ent onces él
t uvo m iedo. Un m iedo t errible. Y t em blaba y lloraba.
I lé se pasó el dorso de la m ano por los oj os y añadió con rabia:
- La gent e dice que est oy loco, pero ahora sé que no es verdad. Que sólo hay un loco, chiflado, est úpido: y es él. ¡Parecía un m uñeco de ésos! Tenía m iedo cuando ella se hundió en el
m ar. Y, ent onces, no quiso llevarm e con él. Y m e pegó, para que le dej ara en paz. Pero,
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Ana María Matute
ent onces, oyó el port ugués lo de la chica, y t am poco le adm it ió en el barco: «No, no. Hem os
hecho cosas j unt os, pero aquí hay de por m edio un asesinat o. De eso no quiero ni oír hablar».
Le em puj ó y no le dej ó subir. Marco le vio levar anclas, y se puso a grit ar. A grit ar com o un
loco, un verdadero loco, que es lo único que él era. Se volvió a m í y m e pegó m ás que nadie
m e ha pegado nunca: «Golfo idiot a», m e decía. «Por t u culpa m e van a pescar». Y se puso a
llorar a grit os, diciendo que él am aba a Zazu com o a nadie en el m undo.
Los m uchachos ham brient os sueñan. Los m uchachos ham brient os se t ienden en las barcas
y se creen poderosos. Los m uchachos no quieren t ener ham bre, no quieren t ener sed.
»¡Yo, yo m ism o fui quien le t raicionó! Yo m ism o dij e a t odo el m undo lo que él era. Fue por
eso por lo que se lo llevaron los carabineros, dándole em puj ones. Y no era la prim era vez.
Acababa de salir de la cárcel. No t enía nada. Nunca t uvo nada. Nunca t uvo nada. Es un m uñeco t ont o y loco, y nada m ás.
En la isla donde yo vivo hay grandes páj aros de vuelo lent o y baj o. En la isla donde yo vivo,
los m uchachos cuelgan de los árboles grandes bolas de color de plat a, de color de oro, de color
de sueño. Dent ro de las esferas de plat a, el m undo es m uy dist int o. El m undo es m uy herm oso.
»Luego result ó que m uchos le conocían. Tant o com o se hablaba de su m ist erio, y result ó
que luego le conocían algunos. Y dicen que era un git ano. Y ot ros dicen que era un cont rabandist a, com o el port ugués. Y ot ros que era un est afador, perseguido. Y nadie decía nada,
cuando est aba aquí, y t odos le creían parecido al rey. ¡Y dicen que yo est oy loco!
Hay un peligro m uy grande de que se descubra el lugar donde van los golfillos a soñar. Pero
yo no puedo det enerm e, yo no puedo pararm e a beber agua, pararm e a cont em plar un
gusanillo. Afuera est á la calle, esperando. Mi corazón es un perrillo negro y sin raza, perdido
por las calles. La gran calle gris y larga, llena de polvo.
»Anderea, yo ant es no odiaba a nadie. Pero ahora sí: ahora le odio a él. Y t e j uro que, si le
encuent ro un día, le m at aré.
Pero la vida exist e. Yo est oy seguro de que la vida anda escondida, por alguna part e.
Esperándom e. Sí, yo creo que la vida exist e.
Anderea le m iró:
- ¡Oh, I lé! - le dij o- . ¿Para qué odiar? No es fácil. No t iene sent ido. No se puede odiar a los
sueños. No se puede odiar. ¿Para qué?
I lé baj ó la cabeza. Pero sus oj os est aban llenos de rencor. Anderea cont inuó: .
- Fíj at e, I lé. Fíj at e qué m uñeco t an gracioso. ¿Ves su cabeza? Est uve t rabaj ando en ella
durant e t res noches. ¡Tres noches seguidas, sin el m ás pequeño descanso! Pero est oy sat isfecho.
I lé clavó en Anderea sus oj os agradecidos. Ahora, su llant o era silencioso y bienhechor. Al
fin y al cabo, no era m ás que un m uchacho. Parecía que las som bras huían de su corazón.
La t arde había llegado, y se anunciaba el verano allá arriba.
Anderea... Si no volviese el hij o de Joxé... ¡Com o anda siem pre haciendo el t ont o! Ent onces,
yo...
Anderea asint ió:
- ¡Bien, bien! De eso quería hablart e. Tú puedes m uy bien m anej ar el decorado.
I lé Eroriak cerró los oj os.
- Y luego, m ás adelant e, t ú veras cóm o es fácil, aprenderás a m anej ar m uñecos.
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Allá abaj o, en kale Nagusia, Kepa m iraba est úpidam ent e el rost ro frío y blanco de Aránzazu
Ant ía. Seguía m oviendo los labios, com o si rezase. Pero no brillaba ninguna perla en su corbat a.
Barcelona, 1944. - Madrid, 1954.
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