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A mis hijos, los grandes amores de mi vida.

A mis hermanos, los grandes pilares de mi vida.

A mis amigos/as, piedras angulares de mi vida.

A mi hombre, otro loco que cree en el amor.


Es importante exaltar la fantasía y el juego. Sólo eso nos
mantendrá felices, y vivos.

Seguiré creyendo en el amor y la luz, aunque sea lo


último que haga.

Cualquier parecido con la realidad, es pura coincidencia.


JUNIO. BUSCANDO A BRONTE
No sonó la alarma. Shit. Me planté el pantalón negro y la
camiseta blanca, agarré el bolso y las llaves del coche. Me
cercioré de que tenía el mando para abrir el negocio (esos
segundos son cruciales) y eché a correr. Salí volando de casa
como si me llevaran los demonios. Dejé a la vecina con el
buen día en la boca. Tenía esa sensación de que me había
dejado la tienda abierta la noche anterior y había ocurrido
una hecatombe. Me imaginé a la muñeca descuartizada, su
honor mancillado, la ropa hecha trizas. Los juguetes
esparcidos por doquier; muchos de ellos ausentes en las
estanterías. Todo lleno de huecos; había demasiados huecos.

Después de trabajar un año en la tienda desarrollé una


obsesión (¿sólo una?): soy capaz de detectar un hueco en la
estantería por más pequeño que sea. Puedo detectar la más
mínima etiqueta torcida y hasta las motas de polvo que se
han posado después de sólo tres minutos de haber pasado
el trapo. Pero esta vez los huecos eran evidentes. Los
juguetes más caros faltaban. Otros se lamentaban en el
suelo. Las muñecas gemían de dolor. El mundo de fantasía y
glamour que con esfuerzo creamos día a día, había
desaparecido. Eso parecía más bien un colorido vertedero.

La fantasía y el glamour se podía leer sólo en restos de


purpurina, y una pestaña postiza de plumas color fucsia
tirada en el suelo. ¡Menuda tragedia! Pero quien más me
preocupaba era Bronte. Él y yo teníamos una relación
especial. ¿Y si se lo habían llevado?… Ese hueco era difícil
de llenar. Tenía un sitio especial en las estanterías, y tenía
hasta expositor. La gente podía apreciar su forma, textura,
color, y sus movimientos. Quien lo veía y, más aún, quien lo
tocaba, se lo llevaba sin dudar. Bronte ejercía sobre el
cliente una especie de conjuro. Y sobre mí también. Bronte
en su expositor estaba siempre allí. Posada a su lado, la caja
que contenía su réplica exacta. Cientos de hermanos
gemelos esparcidos por la ciudad, y el mundo.
Convengamos que esta ciudad está llena de turistas. Pero…
Si se hubiesen llevado al de exposición, al original, mi
mundo estaría devastado.

Corrí hacia el coche y mientras abría la reja exterior le di al


mando, como si pudiera estar en dos sitios al mismo tiempo.
El coche se abrió pero yo aún debía abrir la reja, salir, cerrar
la reja. Mentalmente cuando haces varias cosas a la vez
parece que ganas tiempo, pero es mentira. Tiré el bolso en
el asiento del copiloto. No llevaba mi bolsa extra con
alimentos. Siempre llevo comida a la tienda, pero no me dio
tiempo. Tampoco llevaba mi botella de agua. Eso era una
tragedia. Tendría que apañarme toda la jornada corriendo
escaleras arriba al almacén y bebiendo del grifo. Arranqué
volando, haciendo ruido como si llevara un Lamborghini. Mi
austero Sandero no se ofende con las comparaciones. Es un
fierro. Si hubiese sido la escena de un cómic, habría dejado
una estela de humo detrás y habría hecho una grieta en el
pavimento. La vecina habría derramado su café, y se
hubiese puesto pálida del susto, dejando para siempre su
esencia mulata.

Fueron siete minutos eternos de carretera a toda velocidad,


saltando en los badenes como una pelota de baloncesto,
sujetando el bolso en las curvas y contracurvas (demasiadas
rotondas), pero con tiempo suficiente como para darle al
botón de la radio y cantar un tema de Abba justo cuando
estaba por terminar. No puedo resistirme a un “Waterloo”. A
continuación, el locutor siguió hablando en inglés a toda
velocidad. Hasta me dio tiempo a escuchar el chiste malo
del día: “¿Qué obtienes si cruzas un limón y un gato?… A
sour puss”. No lo entendí. Tendré que googlearlo.
Ni siquiera el follón en mi cabeza contribuyó a que los
siete minutos se pasen más rápido. Y encima, cómo no, me
tocó el coche-abuela delante. Ese que va lento, lento, como
si existiera todo el tiempo en el mundo, como si la película
fuera a cámara lenta, como si el planeta dejara de girar. Ese
conductor o conductora excesivamente precavido, que mira
a derecha, izquierda, frente, detrás, arriba, abajo, derecha,
izquierda, antes de hacer cualquier maniobra, justo ése.
Digo cientos de improperios en argentino básico.
“Laconchadelaloraylareputísimamadrequeloremilparió.

“¡Dale mi amor, que no tengo todo el día!” No soy un


lindo Ser Humano cuando conduzco. No estoy orgullosa de
ello. Soy un monstruo, soltando veneno por la boca. Cero
glamour, cero feminidad, cero deidad. Me transformo en un
barra brava de Boca Juniors, pero sin panza, y sin el bombo.

Rápidamente recapacité, y me dije: “Eso me pasa por salir


tarde, con la hora pegada”. Cuanto más prisa tienes, más
lento irá el coche de delante. Es la Ley de Murphy. Este tipo,
si es que existió, la tenía clara.

Entré en el parking del Centro Comercial como por un tubo.


Ni reduje velocidad -cualquier día me la pego contra el muro
o la primera columna-. Seguí conduciendo y moviendo la
cintura cual joystick humano, como si el coche me siguiera
el movimiento. Puse las luces y subí las ventanillas al
mismo tiempo. Con un tercer dedo, apagué la radio que ya
era sólo un zumbido. Justo empezaba una de Tina Turner.
Shit.

Avancé en el parking a 40 km/h, debería ir a 20. Salté los


badenes, y con una maniobra final de campeona de fórmula
uno, me clavé en I14. Nota mental: “Recuerda: amarillo I-
14”. Salí y mientras me encaramaba hacia las escaleras
mecánicas, cerré el coche con el mando. Corrí escaleras
arriba saltando escalones de a dos. Si la escalera mecánica
se parara de repente, me la pego. Vislumbré la puerta de la
tienda: estaba cerrada. ¡Bendito sea Dios! Le di al mando
para abrir y atravesé la puerta. Todo estaba en orden.
Aparentemente.

Corrí a la estantería de Bronte. Allí estaba. ¡Gracias Dios


mío! (Es increíble lo católica que puedo ser a veces). Fue
una pesadilla. Todo estaba bien. Respiré… Respiré… Resoplé
y respiré. Luego me acordé que no sonó la alarma y me
volví a agitar.

Cerré la puerta y me dispuse a hacer todo lo necesario para


abrir el negocio. Ya tendría tiempo luego para hablar con
Bronte. Iba mal de tiempo: no sonó la alarma.

Tiré el bolso sobre el mostrador mientras subí los plomos y


fui encendiendo las luces, ordenador, detector de billetes
falsos e impresora. Corrí escaleras arriba, llené el cubo de
agua. Puse el desinfectante. Bajé corriendo pero atenta a
mis pasos. (Esto es vital. Un traspiés puede derivar en
tragedia: una pierna rota, el cubo de agua derramado sobre
las docenas de productos que viven debajo de la escalera,
una pérdida de tiempo crucial. Abrir la tienda tarde equivale
a penalización, regañina, caos. Lo de menos sería la pierna
rota. O quedar desnucada. -De repente me vi como Meryl
Streep en “La muerte le sienta bien” cuando se cae por las
escaleras y de un crujido se arregla entera. A mí ni tres años
de osteópata me arreglarían.-)

Llegué abajo, respiré, resoplé, respiré. Encendí la cortina de


aire y fregué con frenesí desde la puerta hasta el final de la
tienda, pasando por todos los recovecos. Moví el expositor
de huevos, asegurándome de que no quedara ni una sola
pelusa detrás, ni una sola. Seguí con buen ritmo fregando y
fregando, con movimientos coreografiados. Siempre flexiono
las piernas y soy consciente de mi faja abdominal cuando
friego. Que diez mil ochocientas horas de Gimnasia
Hipopresiva sirvan para algo. Repasé alguna mancha
rebelde. Retiré algún cabello largo. Maté alguna hormiga.
Saludé a Bronte al pasar por su estantería. Seguí fregando,
ya que no podía detenerme en ese momento. Pasé por las
muñecas, se las veía bien. Los juguetes estaban colocados;
ningún hueco dañaba mi vista, aún, haciendo el primer
repaso superficial.

Quedaba sólo el último rincón. Desenchufé la aspiradora y la


metí en el hueco de la escalera para limpiarla luego.
Terminé la zona de caja. Coloqué cuidadosamente dos
trocitos de papel de cocina en el suelo para pisar y no
manchar, y acabé de fregar el último centímetro cuadrado.
Abrí el programa. Pinché mi usuario. Conté monedas a toda
velocidad. Conté billetes. Es correcto. Abrí la caja. Ahí me
percaté de que no eran las 9:59 sino las 8:59, y que todo el
corre-corre había sido en vano porque he visto mal la hora,
y aún es pronto para abrir. Mátame camión.

Resoplé. “La concha de la lora y la reputisima madre que lo


remil parió”. Resoplé. Gruñí. Ya por fin respiré. Suspiré. Bajé
los hombros, que los llevaba pegados a las orejas.

Subí lentamente la escalera con el cubo de agua. Tiré el


agua sucia por el WC. Ya que estaba, hice pis. Apreté el
botón y me lavé las manos. Bajé las escaleras. Subí otra
vez, esta vez con el bolso, y me pinté los labios de rojo. Bajé
de nuevo. Y ya por fin, me fui a ver a Bronte. Uf.

Le saludé. Le conté la mañanita que llevo que recién


ha empezado. Le pedí que me espere un poco y me fui a
buscar un café. La cafetería más cercana abre a las diez. Me
tocó caminar por un desértico centro comercial, pasando
macetas gigantes, ropa chula, gafas, joyas, bolsos, ropa
cara, y fuentes desperezándose. Diez minutos más tarde y
con dos euros menos, ya tenía mi café con leche vegetal sin
azúcar. Di un sorbo y sentí cómo entraba la cafeína en mis
venas. Ahhhh. Ya con café, todo se vería mejor.

Regresé a la tienda. Qué silencioso estaba todo. La


chica del escaparate me guiñó el ojo. Su honor no había sido
mancillado y eso me alivió. La otra muchacha, Anastasia,
bautizada así por un nórdico que cierta vez pasó por el local,
me tiró un beso. En cierta manera me agradecen que las
ponga lindas, que las cuide. Que si se les despega la
pestaña o se les cae una uña brilli-brilli, se las ponga en su
sitio. Que si la braguita se les mueve a un lado, se las re-
coloque para proteger su intimidad. Son agradecidas las
chicas. Y qué bellas, oye: piernas de dos metros, largas y
esbeltas. Éstas no tienen problemas posturales como los
maniquís de otras tiendas. No sé por qué esta moda absurda
de poner maniquís encorvados, desgarbados… Dan mal
ejemplo. Lo único que les puedo criticar a las muñecas de la
tienda, es que siempre van sumisas, mirando para abajo; no
se comen el mundo. Aunque lleven lencería y zapatos de
tacón, van como pidiendo perdón. Al final de cuentas,
también dan mal ejemplo.

Bueno, llegué con mi café y Bronte me esperaba. Lo toqué,


acaricié su cuerpo suave. Presioné el botón de encendido y
comenzó con sus movimientos ondulantes, rotativos y
vigorosos. De no ser por su potente ventosa, iría por toda la
tienda andando como pollo sin cabeza. Bueno, gracias a su
ventosa y al hilo de metal que lo amarra al expositor. Es
importante que nadie se robe a Bronte. Ni a Bronte ni a
Sam. Ni a Steven, ni Saul ni a Zane. Los Stev, Solomon y
Edward son más baratos. Pero igual llevan alarma. Ni hablar
si se llevan un Lelo o Womanizer: arde Troya.
Bronte es un dildo realista de 8”, unos 20 cm contando con
sus potentes testículos. Tiene una función de vibración y
otra de rotación, que hace felices a miles y miles de
humanos en el mundo. Es el rey de las fantasías de mujeres
y hombres, y supongo que de todos los demás también.
Bronte ha sido testigo de mis penas, mis lágrimas, mi
desazón, mis largas horas de pasar el trapo. Bronte ha sido
capaz de arrancarme una sonrisa en varias ocasiones.

Una vez estaba yo testando a uno de sus hermanos


gemelos, -imagínate un dildo rotando encima del
mostrador-, cuando entra una señora septuagenaria
despistada preguntando por bañadores. Su cara era un
poema. Otra vez, un cliente graciosillo colocó a Bronte en la
pared del expositor apuntando hacia afuera. Al ir a
explicarle los masturbadores que viven justo debajo de
Bronte, me lo encuentro con el glande apuntándome a la
frente. Así y todo expliqué los productos con seriedad y
profesionalidad, aún sintiendo la cabeza de Bronte a un
palmo de mi cara. Así, un sinfín de historias compartimos
Bronte y yo. La verdad es que siempre me hace el día más
ameno.

Sí; trabajo en el negocio del sexo.

Yo, que tengo un título universitario de economía, que he


sido profesora de inglés, que he protagonizado musicales,
que he sido viral en Youtube, que he perseguido sueños con
la fuerza de un titán, que he tenido mellizos, que me he
reconstruido a mí misma al menos tres veces, que me han
reconstruido la pared abdominal, que he creado un sinfín de
espectáculos, y textos, y canciones, que he dado miles de
horas de clase, que pasé una pandemia igual que tú, que he
empezado de cero no sé cuántas veces… Yo, que sigo
creyendo en los sueños y en el amor… Yo, ahora, trabajo en
un sex shop.
Pero, en realidad, más allá de lo pintoresco o morboso
que pueda resultar, da igual. Ya que, en definitiva, tan sólo
soy una chica, en busca del amor.
EL QUE BUSCA, ENCUENTRA

En busca del amor romántico, el amor de pareja, en esas


estoy. Sigo creyendo. Por eso, tan sólo soy una chica, en una
ciudad, en busca de amor. Como tú, como vos, como él,
como ella, como elle (?) Digo “chica”, aunque voy a cumplir
50 este año pero no me importa. Digo “chica” igual. ¡Qué
carajos!, como diría mi sobrino. Sigo siendo una chica en
busca del amor, como Julia Roberts en Notting Hill (con
bastante menos pasta, eso sí). Porque en realidad, no voy
buscando un Bronte, sino un amor.

Los días transcurren como fotocopiados. Puede ser de


mañana o de tarde, pero el bucle es insalvable. Hay historias
graciosas, momentos creativos, y no menos coloridos. Pero
en general, todo es muy repetitivo. Es difícil para mí
encontrar el sentido.

Lo que describí en el primer capítulo, pero sin la pesadilla,


se repite una y otra vez. Ponte el uniforme, vuela con el
coche, abre, atiende, limpia, atiende, limpia, limpia, limpia
lo limpio, atiende, limpia, repone, limpia, vuela con el coche,
come, recicla. Y si toca por la tarde, ponte el uniforme,
vuela, cambia turno, atiende, limpia, atiende, limpia, limpia,
limpia lo limpio, atiende, repone, cierra. Siéntate un poquito
cuando puedas. Ve al baño cuando puedas. Come a
escondidas y rogando que no te pillen con la boca llena. Ya
sería el colmo, como una vez me pasó, que me pillaron con
media banana en la boca y un dildo en la mano.

No me puedo quejar; he tenido novios, amantes, flirteos, un


marido (ahora ex-marido), un prometido (ahora ex-
prometido) y algunas cosas entre medias. Hasta el divorcio,
digamos, fue más bien un conocerme a mí misma y mucha
prueba y error. Es increíble cómo décadas de mandatos y
paradigmas, pueden sumirnos en la más absoluta
infelicidad, ceguera, y despojarnos del sentido vital. Por eso
siempre hay que buscar; si te sientes mal, hay que seguir
buscando.

Yo, desde que tengo uso de razón, he sido una buscadora:


un trabajo más satisfactorio; un reto más difícil. Un lugar en
el mundo, que no sé aún cuál es, pero donde reina la belleza
y donde me puedo desarrollar como Ser Humano y artista.
Un compañero vital que sea mi amigo, mi amante, mi
sostén, mi lugarcito donde descansar un rato. Alguien con
quien nos entendamos mutuamente y nos riamos a
carcajadas.

Echando la vista atrás, me inicié en los asuntos del


amor, algo tarde. Sobre todo si lo comparo con la edad
promedio en que se inician los chicos, chicas y chiques (¿?)
hoy en día. (Esta última palabra no existe; creo que tengo
que darle al botoncito de “aprender palabra”). De hecho, no
sé si necesariamente esto es algo positivo. Muchos
adolescentes se inician en el sexo solo por presión, por la
presión social. Se encuentran haciendo una felación (no la
llaman así sino “mamada”), porque “hay que hacerla”, no
porque les apetezca. Me parece triste. Y ni hablar del uso y
abuso de juguetes sexuales. Desde jovencitas las chicas
utilizan vibradores y “succionadores”, saturando tanto al
pobre clítoris, que al cabo de los años, necesitan una
trepanadora para sentir algo.

En la tienda hay un vibrador, masajeador, llamado


vulgarmente “micrófono” por su forma y tamaño, que hace
los delirios de muchas mujeres y hombres por sus 7200 rpm.
Es una brutalidad. Genial para un masaje muscular después
de entrenar o si te duele la espalda. Vamos, es lo que yo le
recomendaría a un futbolista después de un partido. Pero,
¿para un pobre clítoris? Me lo imagino gritando y
retorciéndose de dolor. Perdón por el juicio de valor; cada
uno busca lo que necesita. Pero es triste cuando una chica
de no más de veinte años, te confiesa en la tienda, que no
puede tener sexo con su pareja sin el Satisfyer. O cuando los
hombres, se quedan mirando el “micrófono”, y luego de
hacer el típico chiste del karaoke, dicen con desazón: “Con
eso no podemos competir”. ¡Me da una pena! Me dan ganas
de abrazarlos y decirles: “No querido, no hay como un
hombre, que te abrace, que te diga que eres hermosa, y que
te haga el amor”. Pero bueno, tampoco es cuestión de ir
abrazando desconocidos, y menos en un sex shop. Me
contengo, esbozo una sonrisa falsa, y sigo con mis
quehaceres.

Volviendo a mi retrospectiva, en mi casa, de sexo casi no se


hablaba. Lo poco que se sugería, era sinónimo de pecado,
malo, peligro de embarazo, miedo al falo, horror. No sé ni
cómo salí medio normal. No es que culpe a mis progenitores
por eso; cada uno actúa según fue criado, y con su marco de
creencias y experiencias. Un padre de principios del siglo
veinte, y una madre de padre libanés, es lo que tiene. La
pobre mujer no aprendió a nadar porque su padre le
prohibía mostrar las piernas. (Es triste que los humanos
limitados por ciertas creencias absurdas arrojen todo ese
peso en sus descendientes, cortándoles las alas, privándoles
de por vida, por ejemplo, de un hermoso baño en el mar).

Por eso mi primer novio, a los dieciséis, me duró dos


semanas y sólo nos besamos. Que por cierto, no me gustó
nada; pensé que era como chupar un palo (esta expresión
debería revisarse, ya que dependerá, sin duda, de qué esté
hecho el palo). Él era mayor que yo, unos seis años mayor, y
judío, y, su madre, con solo una semana de relación y un
tímido beso, se oponía a nuestra relación -porque yo no soy
judía-, y lo demostraba arañándole las manos -emoticono de
ojos gigantes-. Me sentí bastante discriminada, la verdad,
pero, con mis escasos pero sabios dieciséis, le dije que
estábamos mejor como amigos, y cortamos la relación.
Entre mis padres y su madre, la cosa no tenía pinta de que
fuera a llegar lejos.

Luego pasé dos años sin nada en el horizonte (yo, de


adolescente, era una obsesiva compulsiva de hacer cosas;
tenía la agenda llena de ocho a veintidós horas, así que
tampoco me importaba). En el viaje de egresados de la
secundaria, con dieciocho años, tuve una sesión de besos
con un chico mayor que yo. Pero a mí, me dio por la ternura,
y creo que él esperaba otra cosa. Así que, eso fue todo.

Mi primer novio, novio, fue más o menos seis meses más


tarde. Lo conocí al regresar de mi viaje-premio de fin de
curso: un mes en Oxford estudiando inglés y un mes de
recorrido por Europa. Con seis kilos más de peso a fuerza de
chocolate Cadbury que llevaba a todas horas en el bolsillo -
en Oxford en enero hace un frío que pela-, tenía que hacer
deporte urgente: lo conocí jugando al pádel.

Tímidamente me invitó a salir, y cenamos una noche en


algún restaurante de la bella Buenos Aires. No se animaba
ni a agarrarme una mano, y yo le animé. No sé por qué
desde siempre les doy un poquito de miedo a los hombres.
Creo que parezco muy segura, y eso les hace sentirse muy
inseguros. Me soltó varias frases estudiadas para
impresionarme (pensé que eran de cosecha propia, pero
luego me di cuenta de que eran prestadas) y empezamos a
salir con regularidad. El romance cobró forma. Cuadraba
bastante bien en mi cabeza y en la de mis progenitores,
salvo por el insalvable hecho de que no tenía título
universitario, y esto lo llevaba el pobre hombre como un
lastre. Parece que la enfermedad “titulitis” data de bastante
tiempo atrás.

Íbamos súper despacio; con semejantes mandatos, no


podía ser de otra manera. Tuve mis primeros orgasmos sin
saber lo que eran, y sólo haciendo “petting”, nada de
desnudeces ni penetraciones. Fui descubriendo el sexo
despacio y a veces teniendo que pasar por indeseables
interrogatorios por parte de la familia (no sé cómo no me
rebelé), hasta que decidimos que era el momento de “ya tu
sabes”. Así que nos fuimos de viaje (mentira de por medio) y
lo intentamos, pero no pudimos. Creo que tantos mandatos
y miedos habían construido una pared de hierro. Así que, el
“ya tu sabes”, tuvo que esperar.

Perdí mi virginidad a los veintiún años -dice una amiga


sexóloga que esto es un mito, físicamente hablando; es más
bien, una construcción social-. No fue nada placentero. Más
bien doloroso y con una tremenda presión en mi cabeza:
“Tiene que funcionar”. Poco tiempo más tarde, cortamos la
relación.

Me costó recuperarme. A esas edades -o mejor dicho, a esas


edades en ese entonces, que parece que fue hace un siglo
pero son sólo veintiocho años (emoticono de risa total)-,
todo es un drama. Iba a los sitios donde solíamos tomar
capuchino, a estudiar análisis matemático -recordamos aquí
que estaba en la Universidad de Ciencias Económicas-. Sí;
estaba totalmente fuera de lugar. Entre parejas besándose y
viejos verdes, yo me empecinaba en hacer integrales y
derivadas ahogándome en cafés y tónicas. Hasta que la luz
era tan baja, que ya los números eran todos iguales, y tenía
que abandonar mi absurda misión de autoengaño e intento
de superación. Fin de la historia. Pero yo seguí buscando, sin
buscar, pero abierta a las posibilidades de evolucionar en el
asunto del amor.
Y por eso yo, incluso hoy, con casi cincuenta tacos,
sigo buscando. Retroceder nunca, rendirse jamás.

Como Don Manolo.

Entra a la tienda una mañana un señor de por lo menos


setenta años, vivaracho y simpático. Bajito, con boina y
español. Lo aclaro porque ésta es una ciudad con infinidad
de nacionalidades. Vaya uno a saber qué misterio une a toda
Europa y medio mundo en tan pequeña ciudad costera.

Entra Manolo preguntándome si en la tienda damos además


servicio de masaje, o si conocemos alguna masajista. Con
masajista, estos amables señores, no se refieren a un
quiropráctico. Sino a una mujer, que pueda devolverles la
ilusión de ser tocados, incluso amados, o al menos, liberados
de su apetito sexual. A veces pienso que debe ser difícil
hacerse viejo. Perder el apetito sexual, o que tu compañero o
compañera lo pierda; que nadie te desee, que nadie te
toque. No sentirse amado, no sentirte hombre. No sentirte
mujer. ¿En qué deviene uno cuando deja de tener un sexo?
¿En qué se transforma? ¿En cosa?… No lo sé. Quizás es sólo
un miedo infundado. Somos personas y tenemos un espíritu,
claro está -me tranquilizo a mí misma-. Pero, ¿si se pierde la
electricidad, qué pasa?...

La cuestión es que Don Manolo empieza a contarme su vida.


Que su abuelo emigró ta ta ta, que su padre luego regresó a
España ta ra rí, que tiene primos en el continente americano
por aquí, que tiene los hijos esparcidos por allá. Manolo se
afana por ser simpático; yo creo que me ve cara de
masajista. Yo sigo con mi cara de vendedora profesional,
mostrando interés, pero sin entrar en detalles. Hasta que al
final, Manolo me comenta, que hace mucho que no tiene
sexo, que su mujer no quiere, que él no desea buscar una
“fulana” por aquí u otra por allá, que quién sabe las
enfermedades que se puede pillar, que no sabe qué hacer,
pero que él todavía, dos veces por día, al menos dos veces,
la tiene dura. No sé si hacerle la venia o hacer cuerpo a
tierra debajo del mostrador (momento “mátame camión”).
Me cuenta algunas de sus proezas sexuales cuando aún con
la mujer tenían chispa, y me pregunta qué hacer para
devolverle las ganas a su mujer.

Yo con el afán de ayudar, le enseño las feromonas para


hombre, las gotas afrodisíacas para mujer, los aceites
perfumados, le digo que le compre flores y le diga cosas
bonitas, que le escriba cartas, que la sorprenda. Él me dice,
que ella no quiere nada, que no hay manera. Me da pena, la
verdad, pero no hay nada que yo pueda hacer. No hay
poción mágica que le pueda vender. Estoy por decirle que le
compre un Satisfyer. (Si no sabes lo que es, no te preocupes,
no eres marciana o marciano; yo no lo sabía hasta que hice
la formación para trabajar en el sex shop -que por cierto, me
costó más que la carrera de Economía-; es una especie de
succionador para el clítoris. Sí, leíste bien. Aunque no
succiona, pero bueno, es como se le llama habitualmente.)

Finalmente Manolo, con orgullo, me dice que tiene ochenta


años, y ahí está, lleno de deseo y con ganas. Y luego me
comenta, que su mujer tiene ochenta y cinco años, operada
de cadera y con movilidad reducida. Y yo no puedo más que
pensar “Déjala en paz, Manolo, y date con un canto en los
dientes si le quedan ganas de jugar a la petanca”.

Al final, le vendo una vagina enlatada y un lubricante a base


de agua. Espero, con este gesto de vendedora totalmente
altruista y desinteresada, darle paz a Manolo, y a su señora.

Pero, volviendo a mí, yo sigo buscando el amor,


porque creo en él. Creo en el amor. Si no crees en el amor,
estás perdido/a/e. Pero voy a matizar. El amor es la fuerza
que lo une todo, que te lleva, que te mueve, que crea. Es la
fuerza creadora por excelencia. El amor es todo. Pero, yo
ahora voy a referirme al amor mujer-hombre/hombre-mujer.
Me referiré a lo que sé y siento. Lo siento chicos: seré
absolutamente binaria. Creo en el amor de una mujer y un
hombre. Creo en un amor cómplice, conectado. Creo que es
posible. ¿Me han vendido el cuento de la princesa y el
príncipe? ¿Demasiado Disney de pequeña? No lo recuerdo.
Puede ser. Me da igual. Compro.

Fui mujer-trapo de piso; fui mujer-caballero armado.


Fui mujer-niña. Fui mujer-madre. Ahora quiero ser sólo
mujer. Y para eso, o estoy sola, o estoy con un hombre. Que
sea hombre; no un niño, ni un adolescente. Ni un viejo; ni un
padre. Sino, un hombre. Lo quiero con un pene y dos
testículos, si puede ser. Con testosterona. Con hombros
anchos y pecho ancho, donde poder descansar un ratito. Lo
quiero falible, con defectos. Humano. Que me ame y me
respete. Que quiera hacerme el amor. Lo quiero con
testosterona, repito. Al menos con más testosterona que yo.
Manos grandes, de ser posible, no manos de niño. Si es
calvo, no importa. Encuentro algo sexy en los pelados. Y ya,
puestos a pedir, sin barriga. ¡Qué cojones! (Perdón por el
improperio). ¡Sin barriga! Las mujeres tienen derecho a
estar embarazadas; los hombres no. El embarazo de azúcar
no lo compro. Sorry. (Un hombre una vez me dijo que un
hombre sin barriga, seguro es gay. ¿Adivinen qué? El
susodicho llevaba con cierto orgullo un embarazo gemelar -
de eso sé bastante-. Sólo que el suyo era perenne).

Por eso busco, sin buscar. No es que esté buscando hombres.


Es que mi corazón sigue creyendo que existe alguien, ese
alguien que yo quiero. Creo en el amor romántico, y sí,
mantengo la inocencia. Eso me mantiene siendo una chica;
el seguir creyendo.
Como casi no salgo después del trabajo, me apunté en
el Tinder. Es raro para mí esta manera de ligar. Antes
conocías a las personas en el gym, en una fiesta, en la clase
de inglés, o un partido de pádel. En un trabajo, o el amigo
del amigo de un amigo, … O en un viaje. Ahí, en carne y
hueso, te das cuenta de si hay chispa o no. A veces no es la
chispa; a veces - me ha pasado-, es la mente. A tu mente le
cuadran las características aparentes del otro, y compra.
Pero me fue peor cuando sucedió así. Siempre me fue mejor
cuando hubo chispa.

El gimnasio ha sido proveedor de amigos, amantes y novios.


¿Debería volver al gym? ¡El ejercicio es salud! Pero ahora no
tengo mucho tiempo -menuda excusa-. No tengo mucho
tiempo porque soy pluriempleada.
JULIO. ESTOY CANSADA.

Soy pluriempleada. Está bien tener los huevos en distintas


canastas, pero es que yo tengo un huevo por canasta y un
huevo de canastas, es decir un montón. Un poquito por aquí,
otro poquito por allá. Encima el verano es duro en la tienda.
El centro comercial no cierra nunca, es una feria siempre
abierta, y los turnos son criminales. A mi pobre
compañera/ayudante de dependienta/encargada, le hierve
la cabeza intentando cuadrar los horarios. ¡Parece que está
por lanzar un cohete de la NASA! Hemos hecho diez días sin
librar, y a veces, doble turno. ¡Y se cierra a las once de la
noche! ¡Quién en su sano juicio está comprando dildos a las
once de la noche! ¡Chicos! ¡Vayan a dormir, o a bailar! O si
no quieren dormir, o bailar… ¿Es que no se acordaron antes
de que necesitaban un dildo o un lubricante?...

Hablando de canastas y huevos, pero sobre todo de huevos,


me veo a mí misma repitiendo el versito de los huevos al
menos unas diez veces al día, en español y en inglés.
“¿Conoces los huevos?… Son masturbadores para hombre.
Mira, te enseño. Son así, súper flexibles -estiro el huevo-,
tienen distintas texturas por dentro -le doy la vuelta con
habilidad-. Se pone aquí el lubricante y se juega así -gesto
de masturbación con dos dedos metidos en el huevo-; según
el dibujo que lleva la cáscara por fuera es el dibujo que
llevan por dentro”. Algunos clientes me miran atónitos;
otros, avergonzados. Pero la mayoría, se compra un huevo.

Me duele tanto el cuerpo que cuando me preguntan


qué crema corporal uso, mi respuesta es Radio Salil (Rati
Salil si estás en Argentina). Triste, pero cierto. No quiero
repetirme mucho lo de “estoy cansada” porque acabo
creyéndomelo. Le estoy poniendo onda y hoy hasta voy a
salir. Después del trabajo quedé con un chico. Lo conocí por
Tinder. Llevo dos meses nomás metida en el Tinder, pero es
la primera vez que quedo. Básicamente, porque estoy
cansada. Uf, ya lo dije otra vez.

Trabajo en la tienda, tengo un pisito enano en alquiler


temporario, y doy clases de canto online. De vez en cuando
imparto un taller de hipopresivos (sigo en mi cruzada de
que la gente deje de hacer abominables abdominales y que
las mujeres dejen de normalizar las pérdidas de orina; soy
como el Braveheart del suelo pélvico). Por eso, lo dicho: soy
pluriempleada. Y a veces, hago algún show como cantante…
Cuando me acuerdo de que, en realidad, soy cantante.

Fui a trabajar, como todos los días, o casi. Vestida de


tablero de ajedrez, y con las ojeras de marco, que ni con el
corrector de Mercadona las disimulo. Los morros rojos, eso
sí: allá que voy en mi Súper Sandero, casi trescientos mil
kilómetros lleva ya mi bestia motorizada; vuela, salta
badenes, un golpe de muñeca al entrar al parking, y llego al
trabajo. ¿Cuántas veces repetiré hoy el versito de los
huevos? … Hago una apuesta conmigo misma. Si gano, me
regalo una sesión con el osteópata.

Aquí estoy otra vez: hilo musical, trapito en mano, mucho


desinfectante y abro el Trello -aplicación que puedes
compartir con muchas personas para poner tareas en común
y/o proyectos-, para tiquear, destiquear y volver a tiquear las
mismas tareas, en un bucle sin final-.

Todo está en orden, colocado en perfecta simetría sobre las


estanterías y las chicas con sus conjuntitos sexis y mirada
esquiva. Bronte erguido como un granadero en la puerta del
Cabildo (si no sos argentino, un granadero es un soldadito
con uniforme de soldadito de plomo, en la puerta de lo que
fue nuestra sede administrativa colonial, luego una especie
de Ayuntamiento, donde nació nuestra independencia).
¡Qué será de mí el día que Bronte esté flácido! … El fin del
mundo.

Se hacen las doce y veo un atisbo de esperanza. ¡Ya


solo quedan cuatro horas! Y entre las doce y las catorce,
suele haber movimiento. Cuando entran clientes, el tiempo
se pasa más rápido. Mato dos minutos yendo al baño, y otros
dos minutos comiendo un snack. ¡Qué triste es matar
tiempo! Un verdadero crimen.

Les decía, hoy quedé por primera vez con alguien por
Tinder, a ver qué tal. Estoy nerviosa como una colegiala. Me
da un poco de pereza ponerme linda, y actuar encantadora.
No sé, hace mucho que no lo hago. Es como cuando no
entran clientes durante horas, y de repente entra uno. Te da
pereza. Pero luego resulta mejor: el tiempo se pasa más
rápido y hasta te lo pasas bien -casi siempre-. Estoy un poco
pendiente del móvil, la verdad. Aunque en la tienda
tenemos prohibido mirar el móvil, y estamos observadas por
cámaras todo el tiempo como en un Gran Hermano, me
tienta mirarlo y ver si ha escrito. Hemos quedado hoy a las
siete en el centro de la ciudad, en el paseo marítimo. En el
fondo creo que deseo que el chico Tinder cancele la cita,
que se invente una excusa; no sé si estoy preparada para
esto. Pero de momento, la cita sigue en pie.

En el hilo musical, la ironía predomina: suena una


versión chill -lacónica- de “I want to break free” de Queen.
La canto bajito mientras repaso las cajas de los vibradores
pequeños. Trapito va y trapito viene, va a ser la una y solo he
vendido un lubricante normalito, ni siquiera uno con efecto
vibración. “¿Qué me pongo hoy para salir? Tendré que salir
pronto de casa, ya que cuesta aparcar en el centro. No me
dará tiempo a mi siestita. ¿Y si el chico es aburrido? ¿Y si no
hay conversación? ¿Y si solo quiere sexo y me encuentro
débil?” No sé qué hacer. Casi cincuenta años y tengo las
mismas dudas.

Volviendo a mi retrospectiva, después de aquella primera


ruptura amorosa con el drama añadido, y un diez en Análisis
Matemático, estuve sola unos meses, hasta que un profe del
gimnasio me hizo tilín. (Otra vez el deporte; estoy pensando
que debería echar a correr ahora mismo como Forrest
Gump, dejar atrás todos los vibradores, y apuntarme al
primer gimnasio que se me cruce por el camino).

Él, el profe del gym, era, digamos, original. Todo lo contrario


a mi novio anterior. Nada que ver con lo que mi mente
quería. Vamos, era un capricho. Y ni hablar si lo veía mi
madre: me echaría de casa. (Mi papá ya había fallecido, ese
mismo año, antes de mi primer gran ruptura. Papá era muy
mayor, casi treinta años mayor que mi madre, y desde que
tengo uso de razón, estábamos preparados para su muerte.
“Papá es muy mayor y en cualquier momento se puede ir”.
Me da pena que haya sido así. Vivir con la amenaza de la
muerte es como no vivir. Es decir, casi no compartí nada con
él; me estuvo vedado como padre desde siempre. Era más
bien un abuelo a ratos. Me da mucha pena, y lo extraño. Él
pertenecía a otro siglo. Una vez me preguntó todo serio:
“¿Qué son las Tortugas Ninja?”... Él fue ciudadano de
Argentina potencia mundial, y salía a la calle con traje y
sombrero; vivió, aunque del otro lado del charco, las dos
Grandes Guerras, la era Perón-Evita, los milicos y la vuelta a
la democracia… Las Tortugas Ninja, simplemente, eran “too
much”).

El profe del gym, el profe del gym… Que me voy por las
ramas… Cuerpo esculpido, pero no inflado. Era el profe de
step, GAP y esas cosas. Gafas culo de botella - muy gruesas-,
con su cinta fluorescente para sujetarlas. Ropa multicolor y
zapatillas con rayas tipo cebra. Muy lejos del empleado de
banco de traje y corbata. Mantuve el romance oculto una
temporada, temiendo la reacción adversa de mi madre. Un
romance que empezó tímido, pero fue creciendo, y que
hacía que mi mente se tornara elástica. Mi cerebro
intentaba cuadrar la apariencia y originalidad de mi nuevo
novio, sin éxito. Yo sentía la lucha de mis neuronas por crear
nuevas conexiones. Me amigué bastante con el sexo gracias
a él, y, aunque no fue apoteósico, al menos fluía. Mi mente
no consiguió ir en sintonía con mi cuerpo y corazón, y, unos
diez meses más tarde, cortamos. Yo no estaba enamorada:
simplemente era bonito y divertido. Eso sí: ambos
estábamos muy en forma.

Mis pensamientos son interrumpidos por la entrada de un


señor muy elegante que me saluda en español pero con un
acento marcado, como si fuera alemán, pero se ve que lleva
viviendo aquí muchos, muchos años. Me saluda y va directo
a la lencería. Me gustan los señores que compran lencería
para sus esposas (esa es la película que me hago yo).
Comprendo que hacen un esfuerzo, ya que no tienen ni idea
de lencería, ni de tallas, ni de copas -de sujetador, de las
otras, sí-, ni de bragas, pero da igual: celebran a la mujer y
le ofrecen un mimo. Chapó. Le ofrezco ayuda y me
agradece. No obstante, sigue eligiendo modelos él solo. Se
acerca al mostrador con cinco cajas de lencería diferentes.
Dos de ellas de las más baratas, pero tres de las más caras.
Todo en talla S/M, y mucho rojo.

Este hombre sabe lo que quiere. Le ofrezco abrir todo para


que vea las tallas, me dice que no, pero, no obstante, tengo
que abrirlo todo para quitar la alarma. Y él comienza a
hablarme de su mujer.
Se llama Oksana; es rusa, y él la ama. Le compra
lencería, porque a ella le encanta, aunque no la invita a
cenar. Ella es más bien hogareña. Me cuenta que ella es
preciosa, siempre perfecta y radiante, siempre joven. No
charlan mucho; ella es más bien callada. Pero Oksana sí que
sabe escuchar. Siempre está dispuesta para el sexo y no se
queja nunca. Nunca le duele la cabeza. Oksana es
agradecida: exhibe los regalos que él le hace, y siempre
porta una sonrisa. Su piel es suave como la seda y sus ojos
son dos cristales de agua marina.

Yo lo escucho alucinada. Él realmente sabe ver a su mujer.


La ve. La ama. La venera. Escuchar al señor elegante me
devuelve la fe, y la energía. De repente no me siento tan
cansada porque hay esperanza. Le pregunto por qué no
viene un día con Oksana para que ella elija algo. Y me
repite, que ella es muy hogareña y más bien tímida. Puedo
ver en sus ojos que está deseando contarme más.

El sexo con Oksana es fabuloso: ninguna postura es


imposible; siempre está húmeda, siempre abierta, y le gusta
todo. A veces la ata a la cama, le da azotitos, la penetra por
delante y por detrás. Lame su sexo en cualquier momento
del día y ella le devuelve siempre el amor, con grititos de
placer. El señor elegante se está poniendo cada vez más
íntimo y creo que me estoy poniendo roja. De repente ha
subido la temperatura en la tienda y de reojo compruebo si
he puesto la calefacción por error. No. No es la calefacción.

Por suerte, entran dos chicas y rompen el soliloquio del


señor elegante. Las saludo, y él me pide disculpas por
robarme tiempo, le cobro la lencería, empaqueto todo y le
regalo una muestra de aceite para el cuerpo con feromonas
para ella. Me dice que no, gracias, que Oksana no usa
aceites. Y entonces, yo creo que ya no podía aguantar más,
saca su móvil y me enseña una foto. Y sí. Oksana es
perfecta. Como la maniquí de la entrada. Rubia, larga,
delgada, tonificada, misteriosa. Hermosa. Pero no es de
carne y hueso. Oksana es una réplica de silicona, súper
realista y súper carísima que mi estimado señor elegante
compró en Alemania por una suma que desconozco pero
que debe rondar los cinco mil euros.

Me quedo pasmada pero intento aparentar normalidad,


como si fuera algo que ves todos los días. Justo antes de
marcharse, repara en la pintura corporal comestible y me
pide una de fresa. Es lo que utiliza para pintarle los labios,
ya que no puede poner cosméticos normales por temor a
estropear el material. Oksana es delicada al fin de cuentas.

El señor elegante se marcha, y me quedo como flotando. Es


como si la esperanza se hubiese desvanecido. Vuelvo a estar
cansada. Las alas en mis pies me han abandonado. Me
acerco a las chicas para ofrecer ayuda pero justo se están
por marchar, así que me quedo sola, reflexionando.

¿Tan solo está el Ser Humano?… ¿No hay encuentro posible?


… ¿No hay mujeres y hombres en el mundo?… ¿No hay
maneras de entenderse?… ¿Se extinguirán los abrazos, y los
besos, de verdad?… ¿Y el intercambio energético que
deviene del sexo?… Porque no se trata solamente de
satisfacer unos órganos genitales. Estoy confundida. ¿Yo
querría tener un muñeco de silicona de poder permitírmelo?
¿Si el muñeco fuera Bronte pero todo completo?… No.
Definitivamente NO.

Estoy por cancelar mi cita de Tinder de la desazón que llevo.


Pero, ni falta que hace. Abro el móvil disimuladamente y el
chico Tinder Cero ha cancelado. Parece ser que le duele la
cabeza. ¡Menos mal! No es que me alegra que le duela la
cabeza; menos mal que ha cancelado. Menuda excusa
absurda, con tanta droga disponible, no es una excusa digna
que te duela la cabeza. Ahora, si te duele el alma, eso es
otra cosa. La desazón, el color gris en el alma, eso no se va
con ninguna droga.

Se hacen las dos de la tarde y me siento a comer en la


escalera: el menú básico de tortilla de patata con ensalada.
Siempre alerta de que no entre alguien y dejarlo solo y
abandonado en la tienda. Como y pienso, pienso y como.
¿Debería rezar?… La peli de Julia Roberts decía “Come, reza,
ama”, en ese orden. Igual me hace falta rezar, abrazar algún
tipo de fe. De momento me centraré en comer.

Y ahí estoy, degustando la maravilla culinaria de la mezcla


de la patata, la cebolla y el huevo, bendito invento, cuando
entra alguien silencioso como un ninja y ya me lo encuentro
cuando llega al mostrador. Doy un salto y le pregunto qué
desea. Un lubricante. No sabe cuál. Otra vez a explicar:
“Estos de aquí son a base de agua, de aquí para allá con
sabor, se pueden comer, de aquí para allí, sin sabor, neutros,
aunque algunos tienen efectos, como éste que es
estimulante, este otro que vibra, y éstos que dan calor y
éstos frío. Estos son hipoalergénicos. De los neutros, los hay
más líquidos o más gel, y este de aquí es súper denso. Los
de silicona están en este otro lado”. El hombre me mira
atónito: no sabía que existía un universo de lubricantes.
Supongo que piensa: “Cuando le falta aceite al coche,
compro un aceite, se lo echo al coche, y listo”. Pues no. Toca
hacer la demostración de uno a base de agua, que se
absorbe y uno de silicona, que hace una película y no se va,
pero, aclaración importante: “No son compatibles con
juguetes de silicona”. ¡Dios mío! ¡Soy un disco rayado! (Esta
expresión no tiene sentido para un “millennial” ni
“centennial”).
Al final, el hombre está más confundido que antes. Decido
rescatarlo de su perplejidad devenida en parálisis, y elijo
uno por él y le doy las buenas tardes. En mi fuero interno,
deseo de corazón que le vaya muy bien con su lubricante. Y
vuelvo a mi tortilla de patata, no sin antes comprobar mi
dentadura en el espejo, para darme cuenta, con horror, que
le he atendido con un cacho de lechuga pegado en los
dientes. Mátame camión. Este hombre perderá la líbido de
por vida. Entre la lechuga pegada y el discurso que le he
soltado sobre los lubricantes, si vuelve a tener sexo será por
gracia de Dios… ¡Uy! ¡Qué bien! Ya llega la fe. Vuelvo a la
tortilla, y empiezo a rezar, o algo parecido. Aunque la
verdad, siento que me duele el alma.
BUSCANDO A PIXIE

Me duele el alma. Me estoy metiendo triptófano y magnesio


cada mañana, pero ni con esas. Otra vez aquí. Otra vez aquí
chillando: “¡Pixie! ¡Pixie!”… Me vi a mí misma gritando
mientras subía escaleras arriba, al almacén. “Tengo que
reponer a Pixie; ha quedado un hueco en la estantería”. Me
entró la risa. Estoy fatal; me parezco a Tom Hanks en
“Náufrago” gritando “Wilson”. Los vibradores son mis
amigos. Me había quedado sin Pixies abajo y no vaya a ser
que todo el mundo quiera hoy explorar su punto G.

Pixie, aunque tenga nombre de mascota, es un vibrador fino


de doble uso: un extremo muy curvo para estimular el punto
G, y otro más recto y gordito para fantasías fálicas al uso. Es
rosa claro y suavecito, y bastante popular. Es por eso que no
puedo quedarme sin Pixies. Ocurre casi como con los
Pookies. Otro con nombre de mascota. Yo me imagino a dos
caniches, pijos, conchetos en argentino, con lacitos en el
pelo y ladrido carente de energía. A esos perritos habría que
darles un Red Bull y probar a ver qué pasa. O una pastilla de
esas de Viagra natural, triturada y mezclada con el pienso.
¿Se transformarán en demonios de Tasmania?…

Volviendo a Pookie, es otro juguete popular, rosita y


suave. Es un estimulador doble: ondas sónicas para el
clítoris y vibración para dentro de la vagina. ¡Pueden ser
ambas a la vez! Imagínate las caritas de promesa de los
clientes cuando lo explico. No puedo quedarme sin Pookies.

La cosa es que entre Pixies, Pookies y Bronte, pensarás


que uno anda cachonda todo el día. No. Esto se normaliza y
hablas de clítoris, glandes, vaginas y penes, como si
hablaras de tomates y zanahorias. ¿Te pongo cuarto y mitad
de Pookie?… Los juguetes tienen nombre.

Igual que el el chico Tinder de hoy, que vaya si tiene


nombre. Se llama Uldarico Deseado. Va en serio. No sé qué
esperar. Pero pobre, no es su culpa; no sé en qué estarían
pensando sus padres. Igual fue un bebé muy deseado, hasta
ahí puedo comprender. Lo de Uldarico… No sé. Si es ultra-
rico, me vale. Sino, tendré que buscar un apodo. De todos
modos, si a mis padres se les hubiera ido la pinza y me
hubiesen llamado Simplicia Cleta, o Aroma Nory, me
hubiera cambiado el nombre a los dieciocho años y un día, y
si me apuras, me cambiaba el apellido también. Un nombre
lo llevas para toda la vida.

Como mi siguiente novio. No diré su nombre para proteger


su identidad (calculo que en el mundo hay sólo diez
personas que llevan ese nombre). Después de mi romance
fitness, estuve sola un tiempo, dedicada a la universidad, a
mi trabajo como profesora de inglés, el buceo deportivo -al
que me había aficionado-, y, la nueva aventura de tomar
clases de Teatro Musical. Me quedaba solo una asignatura
para acabar la carrera universitaria, y podía permitírmelo.
Por suerte o por desgracia, el canto se me daba muy bien. Y,
al terminar la universidad, hice un rollito con el diploma y lo
guardé en el cajón (¡Tantas horas de Análisis Matemático
rodeada de viejos verdes, para nada!). Había sido elegida
para protagonizar un musical por todo lo alto, y esas cosas,
pasan una vez en la vida. Así que me subí a esa aventura
para enamorarme empedernidamente del escenario, con
todo lo que eso conlleva. Y allí, tras bambalinas, conocí a mi
tercer novio, el del nombre raro.

Yo estaba de gira y él en Buenos Aires, así que teníamos una


relación a distancia. Yo creí estar enamorada, pero, luego me
di cuenta de que sufría una sobredosis de oxitocina. Él no
me trataba bien; tapaba su tremenda inseguridad
minimizándome, y yo me dejé pisotear a gusto. Le
admiraba; él llevaba años en el mundo del espectáculo y eso
me fascinaba ya que yo recién empezaba. Fue de lo más
extraño. Pasó, en solo dos semanas, de “te amo y quiero
tener hijos contigo” a salir con otra y dejarme. (¿WTF?)
Nunca lo entendí. Supongo que él tampoco se entendía a sí
mismo. Luego de evasivas durante semanas,-había quedado
a tomar el té con una amiga, literal, durante dos semanas;
no sabía yo que él era tan “British”-, se dignó a decírmelo a
la cara. Se quiso despedir con un beso y todo, y me pareció
el colmo de la contradicción. Quiso conservar la amistad.
¿Amistad?… Lo mandé a rastrillar los boliverales
estepanosos, -cualquier cosa que eso signifique (gracias Elsa
Isabel Bonermann, nunca olvidaré tu libro “El niño
envuelto”). Hay algo que detesto de la gente y es la CON-
TRA-DIC-CIÓN. La cruzada de mi vida ha sido -y es- buscar la
CLARIDAD, y no tolero la CONTRADICCIÓN. ¡Aclárense, coño!
Dicho esto, y hablando de coños…

Justo el otro día, lo cuento porque viene al caso, tuve un


cliente de nombre impronunciable también. Estuvimos
buscando su producto al menos una hora: un masturbador
realista, en forma de vulva (un coño enlatado, vaya). Cuando
entraba algún cliente, él se hacía a un lado, y luego, a seguir
buscando. Resulta que quería comprar su primer
masturbador, y no le valía cualquiera. Convengamos que en
general consisten en una manga de silicona con forma de
vulva, que recrea una vagina por dentro. Puede cambiar la
textura interior, la apariencia exterior, y el largo, pero más o
menos, todos se parecen. Excepto algunos que tienen
vibración, y/o movimiento arriba y abajo, o hasta succión.
Pero eso ya son palabras mayores.

El cliente del nombre imposible, quería uno que no hiciera


nada, pero que fuera largo. Algunos clientes te repiten una y
otra vez que necesitan algo más grande, no sé si para
impresionar o si creen que una va a caer rendida a sus pies.
Alguno llegó incluso a tener la osadía de compararse con
Bronte. Eso sí que no lo admito. Bronte es único.

Volviendo a mi cliente del nombre insólito, no le valía con


una manga de silicona anónima. Acabó comprando por
encargo una vagina enlatada con nombre y apellido. Las
actrices porno famosas venden réplicas de sus vulvas -a
saber- y en vez de costar veinte euros, puedes pagar ciento
cincuenta. Para gustos, colores. Así que le di un papelito con
la promesa de orgasmos fabulosos y un lubricante a base de
agua, a cambio de casi cien pavos (euros). Y se fue tan
contento, no sin antes haberle explicado la importancia de
lavar con agua y jabón su juguete, dejarlo secar muy bien,
poner polvos de talco y usar siempre lubricante a base de
agua. (Por favor, olvídense del aceite de oliva. Además ahora
está carísimo).

Y ahora, vuelvo a mi chico Tinder, Uldarico Deseado. La cosa


es que quedé con Rico, -o Desi, un apodo en este caso es
ultra-necesario-, para esa tarde a las ocho: una cerveza y a
ver qué tal. Llegué cinco minutos antes, nerviosa y con un
cartel en la frente que ponía “mátame camión”. La cosa es
que esperé unos diez minutos, y nada. Otros diez minutos y
veo entrar a un chico, agitado, sudando, como que llegaba
tarde. Tenía cara de Uldarico. Lo de Deseado, habría que
verlo. No quiero ser mala. Pero la foto de perfil distaba
mucho de la realidad. Se ve que entre la foto y la cita, vio
todas las series de Netflix y comió todas las patatas fritas del
súper, porque había ganado al menos diez kilos. No quiero
ser mala, repito. Lo repito como queriendo lavar mis culpas.
Pero, no me atraen los hombres con sobrepeso. Tengo una
tara mental con el estar en forma. Y, como ya explicaré más
adelante, soy adicta a la belleza. Por lo menos lo reconozco.
La cosa es que tenía que escapar de allí, porque ni con diez
Guinness podría sobrellevar ese encuentro. Perdón -otra vez
pidiendo perdón-. Quizás era una bellísima persona y
podríamos haber tenido una gran conversación. Pero yo no
quiero usar mi tiempo para eso. Busco amor, amor de
hombre y mujer. Y, para empezar una relación romántica,
un hombre me tiene que atraer. Así que, pensé: “Mejor me
escapo”.

Haciendo uso de mis conocimientos de agente


secreto, me levanté el cuello del abrigo y me solté el pelo. Si
aún lleváramos mascarilla, hubiese sido más fácil -nunca
pensé que diría esto-. Gafas oscuras, no tenía. No entiendo
la gente que sale de noche -o al atardecer-con gafas
oscuras. ¿Ven algo?… ¿O más bien intuyen el mundo?… Sea
como sea, me deslicé de la banqueta de la barra, como si
por deslizarme me hiciese transparente, bajé la mirada, y
con decisión, me encaramé hacia la puerta.

La cosa es que me topé de frente con Uldarico, que se me


quedó mirando como si me conociera. Yo entonces, con un
temor pavoroso a ser pillada, le solté: “Excuse me”, como
para despistarlo. Pero para mi sorpresa, a él le saltó de la
boca la palabra “¿Carla?” -es mi nombre en Tinder-, a lo que
yo repliqué con cara de “no hablo español” y salí. Caminé lo
más rápido que podía hacia no sé dónde; la cosa era
desaparecer. Por supuesto: caminé unos quinientos metros
en sentido contrario. Siempre he sabido que carezco de
sentido de la orientación (“No se puede ser perfecto”, diría
mi ex-marido, que realmente, en serio: ¡Se creía perfecto!)

Luego de dar un rodeo, cuando ya estaba cerca del coche,


me fui relajando, y otra vez, fui bajando los hombros que
llevaba en las orejas, y fui bajando el cuello del abrigo. Al
menos la App que cuenta mis pasos diarios estará contenta
hoy. Inmediatamente le puse un mensaje a Ulri “Lo siento,
me encuentro mal, perdón por no avisar antes, me quedé
dormida, me duele mucho la cabeza”. OMG, acabo de hacer
ghosting. ¡Y encima usé la excusa patraña! ¡Qué ser
despreciable! ¡Qué cobarde! No estoy orgullosa de mí. Solo
quiero ahora que me engulla mi batamanta y ver todas las
pelis de acción que pueda, nada de comedias románticas.
Creo que voy a hacer una seguidilla de John Wick, y hasta
contaré los muertos. Sí; eso es lo que voy a hacer. Quizás, si
estoy muy necesitada, tenga una sesión amatoria con mi
Pingüino Tony. Y sí; los juguetes, incluso los míos, tienen
nombre.
AGOSTO. AGOTADA.

Los juguetes tienen nombre. Llegó una tríada muy


mona que ofrece placeres diversos, y todos tienen nombre:
Shiva, Hydra y Dyvia. Shiva ofrece vibración y golpecitos
para estimular el interior, y un succionador para el exterior.
Es color rojo brillante. Hydra es azul claro, y también ofrece
vibración y golpecitos para la vagina, pero, en cambio, tiene
una lengüita juguetona y discreta para el clítoris. Y por
último, Dyvia. Es rojo burdeos, más grande que los
anteriores, con vibración y un anillo con bolitas que suben y
bajan para estimulación interna, y succión por fuera. Los
tres cuentan con motores independientes -a veces siento
que estoy describiendo un coche-. Cada uno tiene un color
diferente pero con detalles en dorado. Estos detalles los
hacen bonitos, pero en realidad, es una muy mala idea. Ya
que el material -ABS, como un plástico, también usado en
los coches- está pintado con pintura metalizada, y se va
desgastando. La pintura se descascarilla con los lavados
causando un estropicio. Tanto lujo para que acabe lleno de
desconchones. Eso sí: la tríada está colocada en el estante
en perfecta simetría. Si uno se vende, hay que reponer
corriendo para que no quede el hueco. Y si no queda un
ejemplar de la tríada, menudo problema. ¿Cómo resolver
esa papeleta? Es uno de los retos a los que me enfrento a
diario. No hay ningún juguete tan bonito que quede bien
junto al trío estrella. Si metes un Steven rotador en medio -
grande, tosco, retro y rosa chicle-, despídete de la estética.
Ni hablar si metes un Action Number One, que pregona
doble placer -u horror-, pero es de aspecto muy vulgar. Es un
vibrador súper potente, estilo trepanadora, con una rueda
que gira con lenguas para estimular el clítoris. Parece un
molinillo. Al final siempre termino por colocar algo que no
desentone tanto, pero siempre deseando que la tríada
vuelva a estar completa lo antes posible.

Me he transformado en una enferma de la simetría. En


el mostrador todo tiene que estar equidistante una cosa de
la otra. No vale si se juntan un poquito, si se quieren rozar:
datáfono y maquinita de celo (Cello Tape, o Fiso, en
Murciano), a un centímetro y medio uno del otro.

En casa también: las pantuflas y zapatos,


descansando en el suelo, paralelos y equidistantes… En
filita, el derecho a la derecha, el izquierdo a la izquierda.
Pero he mejorado mi TOC; antes era simétrica aún haciendo
el amor. Si esta pierna está aquí, este brazo queda bien acá.
En-fer-ma. Como si tuviera la conciencia de una cámara que
me está grabando constantemente (¿premonición?)... A lo
mejor tendría que haber sido directora de cine. Por
momentos hasta el desorden debe ser simétrico: una pila de
ropa sucia aquí, otra por allá.

Es agosto, y estoy “agostada”, una mezcla de agotada


y gastada.. El verano es durísimo en la tienda. El Centro
Comercial, como ya os dije, no cierra nunca. Bueno, sí. De
11:15 de la noche a 9:45 de la mañana está cerrado -
excepto algunos bares y el banco que abren antes-. Pero, por
suerte, podemos dormir. No hay citas en el horizonte ni
ganas tampoco. Mi idea de Caballero Andante ahora mismo,
es un hombre que me haga reír y me traiga un café XXL, o
dos. Ya os conté que hacemos turnos más largos y a veces
muchos días seguidos sin librar. No sé si esto es legal; pero
cuando estás vibrando en el miedo, con la presión de pagar
un centenar de facturas, ni te lo planteas. Es triste, pero
cierto. Café y a seguir. Y si el día se pone muy áspero, apelo
a las drogas duras: Coca Cola original, nada de Zero.
La ciudad está a rebosar de gente, y el Centro
Comercial es un reflejo. Lo bueno, es que el tiempo se pasa
más rápido atendiendo gente, como ya sabéis. Lo malo, es
que el bucle se intensifica, el cuerpo acumula cansancio, el
alma acumula frustración, y los sueños quedan cada vez
más lejos. Te preguntarás qué me ha llevado a meterme en
un trabajo que suena a esclavitud: empezar de cero en una
nueva ciudad, y después de una hecatombe financiera y
emocional, es lo que tiene.

Al mar lo miro en una postal, porque no me da la vida.


Aunque a veces, en el treinta y único día libre que en algún
momento toca, voy a tirar mi cuerpo sobre la arena, y dormir
mientras el mar me acuna. Me zambullo brevemente en su
hermosa agua para refrescarme, y sigo durmiendo. Digamos
que, soy como una morsa, pero más delgada y en bikini.

Otra cosa mala de agosto, es el tráfico: una ciudad con


habitualmente una población de cien mil habitantes,
cuadruplica esta cifra en verano. Es un infierno desplazarse
en coche. El camino al trabajo parece una gincana. Coches
por aquí y por allá; motocicletas; stops y rotondas; el
“coche abuela” de turno; bicicletas y los temidos patinetes.
Pero, cierto día, fue el colmo: un triciclo gigante. ¡Sí! Un
triciclo, como de bebé pero tamaño XXL. Aún no he visto
caballos o rickshaws, pero intuyo que falta poco. Para
meterte en algunas rotondas tienes que tener los cojones
más grandes que el caballo del espartero (dicho popular de
Logroño, que proviene de la estatua que vigila El Espolón de
Logroño y que se utiliza, para aludir la valentía de alguien
en alguna situación complicada). Y en el caso del Super-
Sandero, tengo que hacer uso del dicho de Logroño, pero
además lo tengo que pisar a fondo, quemando en tres
segundos, diez euros de gasolina: ahí que se van. Ay, qué
“a-gusto” estamos en “a-gosto”.
Mis uñas son un cacho de plástico comprado por
Amazon. Una vez que entras en la debacle de las uñas
perfectas, el gel, el acrílico, etc, etc, estás perdida. Se
debilitan cada vez más y las tienes que volver a hacer una y
otra vez. Es la tiranía de las uñas, otra forma de esclavitud.
Me compré el gel, la lámpara UV, todo el kit, y sigo
probando cosas. Limas, tornos, removedores, un sinfín de
desastres que castigan a mi pobre cuerpo. Pero, no puedo
envolver los paquetes en la tienda escondiendo las
terminaciones de mis dedos como si fueran un pecado. No
sé por qué mi gel no se queda, así que tristemente voy
perdiendo uñas por la casa (¡Y por la tienda!). Así que opté
por comprar un pegamento. Si las pierdo y las encuentro, las
pego. Sino, las vuelvo a hacer. Triste. Patético. Me “escucho”
a mí misma y doy pena, y con estas uñas de pega, que
tengo que pegar constantemente, apenas puedo escribir.
Pero, oye, qué bonitas quedan.

Entre lo espesa que estoy yo y los clientes a los que les


falta un hervor, madre mía, mátame camión. Le pregunto a
una chica: “¿Quieres bolsa?” y se me queda mirando como
si le hubiera preguntado el teorema de Pitágoras.

A lo que respondo: “No es una pregunta muy


trascendental, pero tengo que hacértela”, más que nada
para cobrarle o no los cinco céntimos, y no tener que
ponerlos luego del bote. Hay otros que directamente entran
y te dicen: “Quiero un consolador, pero lo quiero fino, gordo,
flexible, duro…” Yo no sé si no se dan cuenta de que están
citando adjetivos y sus respectivos antónimos, a la vez -
emoticono ojiplático- ¿No quieres también que te susurre al
oído y te invite a cenar?... Hay que joderse.

Todo el año está lleno de extranjeros. La nacionalidad


que se te ocurra pasa por aquí. Y no hablo sólo de los países
de Eurovisión, incluso los terminados en “aján” o “istán”,
sino del mundo. Así que más de una vez me siento “Lost in
translation”. Algunos no hablan inglés. Éstos son
generalmente rusos, ukranianos, de algún país árabe, o
algún alemán mayor. Y, por supuesto, los franceses, que
parece que les va a salir urticaria si hablan algo de inglés.
Chicos, tírenme un cable que con el Duolingo no doy a
basto. Para los que no saben qué es el Duolingo, es una App
de idiomas. El icono, un pájaro verde, se asoma en mi
teléfono recordándome con crueldad, que hoy no practiqué,
que perderé mis beneficios, que Edith Piaf estará
decepcionada, y que caeré en picada desde la Liga
Diamante hasta el mismísimo carbón. Este mes estoy tan
agotada de intentar desesperadamente mantener mi
posición en la Liga Diamante, que tiré la toalla. Me pasé a la
versión gratuita, con anuncios, y estoy en la Liga Cobre. Y
bueno, no me da para más. Las frases básicas me las sé, y
con eso tiro. Las demás me las invento y gesticulo mucho. Y
siempre vendo, porque les hago gracia. Si se van contentos,
además las canto “La vie en rose”, y eso ya se transforma en
una experiencia inolvidable.

Si estos clientes no angloparlantes o alérgicos al


inglés son más bien jóvenes, entran directamente con el
Google Translator activado, y repiten cosas como: “Necesito
un enchufe anal”. Mi cerebro cortocircuitea, oigo tres
chispazos: el enchufe de casa, un ano, un cable, un cargador
de móvil metido en el ano, y luego viene el pictograma
correcto: se refiere a un plug anal. Mátame camión.

O el chico que entra y me muestra su móvil, cuya pantalla


pone en perfecto español: “Quiero una chica que me la
chupe”. Cerebro en blanco.
Sigue en blanco.

“Este… guau… ¿Qué ?...” Siento como si me acabaran


de hacer una lobotomía. Acto seguido, balbuceo: “Eh, aquí,
eh, no, eh, chicas, eh, tengo, eh, ¿masturbador?”...

Le pongo en el traductor “Aquí no tenemos chicas,


tenemos productos, ¿te sirve un masturbador?” Finalmente,
y para mi tranquilidad, me pone en el traductor: “Yo tengo
novia, para que ella me la chupe, y que le guste”. Uf, alivio.
Y a la vez preocupación. Una muy efímera preocupación: no
puedo hacer milagros. “¿Un lubricante o un aceite con sabor
te sirven?”... Lo del gel vibrador ni lo menciono para evitar
más malos entendidos. Ruego que se lleve un lubricante de
fresa, que a la novia le encante, y que él sea muy feliz. Se
marcha con un lubricante de fresa y otro de chicle, por las
dudas, y carita de promesa.

Se complica cuando el cliente no habla español, ni inglés, ni


francés de Duolingo, y es mayor de setenta y cinco. Este
buen hombre, alemán, se compró una bomba para el pene,
un modelo caro, pero no sabía cómo usarla porque las
instrucciones venían en inglés. Mátame camión, otra vez. Al
final, tuve que mandarle todo el manual traducido por mí,
porque como era una foto y no estaba online, no pude ni
siquiera pasarlo por el traductor. Así y todo volvió a la tienda
diciendo que sin querer la ahogó, me refiero a la bomba
para el pene, y que quería una nueva. Ni siquiera intentó
reclamar la garantía, yo creo que por la limitación
idiomática. Prefirió pagar otra vez casi cien euros. Terminó
llevándose además un aceite vibrador de cannabis, para
estimular a su mujer. Le advertí que se llevara una
monodosis para probar, pero como no me entendió, acabó
pagando veinte euros y se llevó el bote. Bien para mí,
aunque no sé si para su mujer. Porque yo le dije que tenía
que echar una gotita, como no me haya entendido, la mujer
habrá salido ardiendo. Si tuvo que llamar a los bomberos o
no, ya es cosa suya: el servicio post venta no llega a tanto.

No me encuentro muy motivada, la verdad. Le echo la


culpa al cansancio, pero, también es esta especie de
soledad. A mí me gusta estar sola, siempre me gustó. De
jovencita viajaba sola, a ciudades remotas y países aún más
remotos. Pero ahora, llegando al medio siglo, me gustaría un
compañero. Cierto es que mis proyectos y el deporte,
siempre me han mantenido motivada. Pero estos meses, el
agotamiento ha desplazado a ambas cosas. Sólo trabajo,
como y duermo. También me descerebro viendo series por la
noche. Reconozco que Netflix y todos sus secuaces, son un
gran invento para evadirse: vivimos muchas veces más las
vidas de otros que las nuestras propias.

Bueno, como ven, el cansancio me pone un poco


filosófica también, o me transformo en un coñazo, como
quieras verlo -esta expresión española, desdeña al sexo
femenino, ya que significa “molesto” o “fastidio”;
deberíamos buscar otra, pero ahora mismo no se me ocurre
cuál-. No me quedan ganas de Tinder, ni siquiera como
pasatiempo. Este mes nada de Tinder y nada de Duolingo.

Qué suerte que pronto llegará septiembre. Me encanta


septiembre. Siempre es un buen mes para mí, al igual que
marzo. Es el mes de la primavera en Argentina, y, aunque
aquí sea el mes del otoño, a mí, septiembre, me activa un
botón de felicidad. Además es mi cumpleaños, y, aunque
vaya a caer medio siglo, merece la pena celebrar que aquí
seguimos: estamos vivos.
SEPTIEMBRE. PRIMAVERA OTOÑAL

Estamos vivos, y eso, tan solo eso, es un montón. Un


millón de libros de autoayuda te dirán que es un milagro; y
es verdad. Por más pintorescos que sean los clientes, somos
todos personas, cada uno con lo suyo, con sus batallas,
triunfos y fracasos, sueños y frustraciones, maneras de ser y
rasgos psicopáticos; pero todos, al fin y al cabo, personas,
vivas.

Está el típico cliente que no sabe lo que quiere pero


está buscando algo. Algo que le llene, que le dé placer, que
haga mejor su vida… Algo mágico quizás… Algo que le
ilusione… No importa si es rosa, morado, suave, estriado,
largo o corto, pero que expanda sus fronteras vitales.

Hay otros que saben perfectamente qué quieren y


simplemente van tomando productos y apilándolos sobre el
mostrador. Estos son geniales porque apenas cuestan
trabajo y gastan mucho. Generalmente son rusos. Abren la
cartera y sacan billetes y billetes de todos colores, sobre
todo naranjitas y verdes, los de cincuenta y cien euros, y te
los tiran sobre el mostrador. Hablamos de tickets que oscilan
entre los seiscientos a los novecientos euros. Casi nuestro
sueldo, gastado en una tarde en futuro placer, o promesas
de placer.

Otros, son tan tímidos y les da tanta vergüenza, que


se llevan cualquier cosa con tal de no hacer muchas
preguntas, y evitan a toda costa el contacto visual. (Como
cuando fui a conocer la Muralla China, que, apenas bajabas
del autobús, los vendedores ambulantes te rodeaban y al
mínimo contacto visual, terminabas comprando, sin saber
cómo ni por cuánto, dos libros de manualidades en papel,
un juego de té y un set completo de caligrafía que nunca
usaré; hay que joderse).

Otros, otras, más bien, aquí distingo género, las muy


jovencitas, en busca de aventuras, o porque se quedaron
con ganas de postre, prueban todos los lubricantes de sabor
dejando la estantería de cristal de los lubricantes hecha un
cristo. Todo bien; sin rencor; todos somos humanos, falibles
y vivos. ¿Veis? Mi humor empieza a mejorar. Estoy menos
cansada y ya sueno a un libro de autoayuda. Vamos bien.

Todavía hace calor pero, al menos, ya no cerramos a


las once de la noche. He vuelto a abrir el Tinder, a ver si
encuentro algo interesante. Qué horror: cosificar a los
hombres como si estuvieran en un escaparate. Pero, qué
narices. Ellos harán lo mismo conmigo. ¿No?... Es raro esto
del Tinder. Quizás, repito, debería ir a un gimnasio, o volver
a jugar al pádel… ¿Cómo será agarrar una raqueta de
paddle -pala de pádel- después de veinticinco años?...
¡Cómo pasa el tiempo! En el día a día, me doy cuenta del
paso del tiempo porque mi Mac me dice: “llevas 67 días sin
copia de seguridad”... “Fuck-shit! ¿Ya pasaron 67 días desde
que enchufé el bodoque del disco duro?”...

Hice “match” con uno en Tinder y creo que hasta voy a


salir. Es policía, y me da un poco de cosa. Los argentinos
tenemos una tara con la policía y los militares. La sola
palabra nos da rechazo, por nuestra historia. Aunque ahí no
me voy a meter, debo reconocer que yo tengo esa tara.
Desde que llegué a España, si veo que me para la policía o
la Guardia Civil, me echo a temblar aunque sepa que no he
hecho nada malo. Alguna vez me metí sin querer en el bus
vao -carril para ir con acompañante-, estando sola, bueno,
llevando como copiloto a un contrabajo -¿eso no cuenta?-
Fui rezando todo el camino. Pero, debo reconocer que,
generalmente, han sido majos conmigo. Una vez me metí
en sentido contrario por una avenida central de Madrid -
debo echarle la culpa al GPS-, y me escoltaron marcha atrás
hasta retomar el rumbo. Las veces que he puesto denuncia
por robo, siempre han sido de lo más amables. Lo más raro
que me pasó, es que me pararan por llevar al nene sin
camiseta -que realmente no me di cuenta que el nene se
había medio desnudado mientras yo iba conduciendo por la
autovía- y también que me pararan por llevar una bicicleta
dentro del coche sin atar. En esa oportunidad me
preguntaron si tomaba drogas. Me quedé tan sorprendida,
que me olvidé de la herencia argentina de miedo a la
autoridad y le solté: “¿Drogas? Es lo único que me falta”.
Creo que me vio cara de “madre mujer orquesta agobiada”,
y no insistió.

Volviendo al policía, muchas y muchos tienen la


fantasía del policía: arrestar/ser arrestado; someter/ser
sometido; castigar/ser castigado. En la tienda hay algunos
disfraces de policía, y alguno de esclava o de presa.
Generalmente todo lo lúdico está enfocado a la mujer: un
body divino azul con su corbatita y escudo, con brilli brilli, y
el sombrero de policía y esposas. O un top a rayas con super
minifalda a rayas, para las presas. Para hombre tenemos un
traje de policía muy poco realista: camiseta de rejilla y bóxer
de látex, con su gorro y su nunchaku metálico -creo que
confunden a los policías con los ninjas-, que considero
bastante peligroso. Es verdad que es algo más apetecible
para un hombre gay que para uno hetero, ya que es un look
un poco YMCA. Y por supuesto las esposas están a la orden
del día. Y la cuerda para bondage, va creciendo en
popularidad.

Tuve algún affair con un policía, de verdad, no tipo


YMCA. Y sí, tiene su morbo; aunque al final todo está en
nuestra cabeza. Fue un romance más que breve, y no daré
muchos detalles. Yo estaba débil, después de una ruptura, y
necesitaba sentirme amada y protegida. Pero, ¿viste cuando
enseguida te das cuenta que ese hombre está tan centrado
en sí mismo que jamás va a compartir la vida contigo? Me di
cuenta rápido. Era lindo, guapo, un cuerpo tallado a lo
Miguel Angel, fuerte, inteligente, en fin, tenía muchas
virtudes. Pero, creo que compartir y compartirse, no era una
de ellas. Además, un pequeño detalle: tenía novia, que me
lo dijo luego del flirteo; una novia que no pensaba dejar ya
que estaba muy cómodo. Y a mí, realmente, ese rollo de ser
segundo plato, no me va.

Volviendo al match del Tinder, el poli, después de una


semana de chat, finalmente quedamos. Amante de la
naturaleza y el deporte, quedamos para hacer trekking. Sí:
primera cita, una ruta de senderismo de diecisiete
kilómetros, facilita (emoticono ojiplático). Se trajo todo el
equipo: mochila con cosas (agua, brújula, binoculares,
cuerda (¿?)) y hasta al perro. Menos mal que yo llevaba mis
gafas de sol de diva -no las de trekking, que también las
tengo- porque mis ojos eran dos huevos fritos; no podía
recuperarme de la sorpresa. El día estaba hermoso, eso sí.
Soleado y con brisa, perfecto para no morir del asco o de
calor. Transcurrieron los diecisiete kilómetros entre charla y
resoplidos; es decir, su monólogo y mi falta de aire. Sus
comentarios acerca de la fauna y la flora, el avistaje de
pájaros y el diálogo con los pájaros, en distintos idiomas
pajariles, el saltar arroyos, trepar rocas y llenarme de polvo.
Y de echar un polvo, ni hablar. Yo creo que él me quería
impresionar, a base de alarde de excelente estado físico,
fuerza, conocimiento de biología y labia. Pero, simplemente,
no hacía falta. Acabé agotada de cuerpo y mente, y
deshidratada, y ante la promesa de quedar en dos días para
otra ruta, me hice la difícil y no dejé ni que me besara. No
me quedaban ganas de besos ni de sexo, si apenas sentía
mis piernas. Mátame, camión. Por qué me meto en estos
embolados. Con este muchacho también tuve que hacer
ghosting.

Así que, sigo en Tinder 0, o 0.1, -no puedo decir que


éste fue Tinder 1-no paso de fase ni por casualidad. Igual
que en Duolingo que sigo en la Liga Carbón, sin perspectivas
de mejora. Y ahí eché mi día libre, para volver al día
siguiente a la rueda de hámster y a la desazón, y con
agujetas en los gemelos. Menos mal que soy polifacética, y
me desahogo cantando, escribiendo, bailando, o haciendo
deporte, cada vez que puedo. Aunque no me quedaron
ganas de hacer deporte por una semana, tendré que poder.
Ya va volviendo el deporte a mi vida, a fuerza de trekking y
de necesidad del alma.

Qué le voy a hacer; como os dije, soy polifacética. Me


falta el poliamor y ya lo tengo todo. Tengo hasta un pólipo. Y
cosas de poliester, seguramente, muchas. No olvidemos que
soy medio políglota. Y ya salí con un poli, o dos. Sólo me
falta ser un poco más Pollyanna.
FELIZ CUMPLEAÑOS A MÍ
Ser un poco más Pollyanna; ése es mi objetivo para
este mes de septiembre, y mi deseo de cumpleaños. Por eso
empecé el reto de Chopra de veintiún días. Es maravilloso.
Cada día tienes a Chopra diciéndote algo positivo, una
meditación con su respectivo mantra, y una tarea. Llevo un
cuaderno donde apunto todo. Siempre, desde chica, he
tenido la manía de tomar apuntes. Debo reconocer, sin
embargo, que en las meditaciones, a veces me quedo
dormida. O lo que es peor: algunas veces, acabo la
meditación contando vibradores. Estoy perdida. ¿Debería
decir, “mátame camión”?...

Esta semana estoy de mañana, y la mañana a veces es


extremadamente lenta. Diez en punto abro después de
correr, subir, bajar, cargar, encender cortina de aire, fregar,
subir, tirar agua, bajar, contar la caja, preparar el datáfono,
pintarme los morros, mejorar mi pelo, encender teles,
encender música, y apagar cortina, darle al botón de abrir
puerta. ¡Todo eso en doce minutos! Resoplo. Respiro. Abro
Trello para destiquear y tiquear. Toca limpiar, aspirar
desinfectante y limpiar. Arranco la semana muy lejos de
Pollyanna.

La lencería se cae de las estanterías de manera


random. Una de mis peores pesadillas es que se caiga toda
la lencería en efecto dominó. Yo creo que las chicas de las
fotos en las cajas de lencería, se suicidan de puro
aburrimiento. O a veces pienso que el fantasma de mi
madre me anda rondando, y me dice: “¿Un título de
economía y estás vendiendo penes de plástico?... ¡Qué
vergüenza!” Una vez un cliente me dijo: “Estas estanterías
están mal puestas; están torcidas, por eso se te caen las
cajas”. Sonreí y le di la razón: no sé qué lumbreras puso las
estanterías inclinadas hacia abajo. Por una ley física, las
chicas de la lencería se suicidarán sin remedio; mi madre
no tiene nada que ver esta vez. D.E.P.

A veces abro por la mañana y veo que ya hay llamadas


perdidas en el teléfono de la tienda desde las nueve (hay
gente que se aburre mucho). A las diez en punto, una vez
me pasó que cogí el teléfono, y solo pude oír una voz
resoplando, o respirando en plan asesino en serie. Algún
gracioso que no tiene nada mejor que hacer con su vida, y
se pone cachondo llamando al sex shop. Me juré a mí misma
que si me vuelve a pasar, voy a decirle: “Soy tu padre”
imitando la voz de Darth Vader. Y por lo menos quedamos
empatados.

Mis pensamientos son interrumpidos por una señora


que llega esta mañana con un vibrador Steven rotativo (el
hortera, medio retro, color rosa chicle) y pretende cambiarlo,
o que le devuelva el dinero. Le explico amablemente, lo que
resulta obvio, pero que hay gente que no lo entiende: que
un vibrador una vez abierto no se puede cambiar, ni se
puede devolver el dinero. (¡Chicos, que no se cambian ni las
bragas del Primark! ¿Cómo te voy a cambiar un virador?...
Una vez un señor, bueno, señor le queda grande, se fue todo
ofendido porque no le quise cambiar un plug anal, ¡que
probó y no le gustó! What? Really? Estimado señor, sus
neuronas… ¿Están conectando en este momento?..)

Volviendo a la señora del vibrador retro rosa, luego de


un largo silencio seguido de un “Ahhhh”, que parece querer
decir “entiendo”, me cuenta la historia. Resulta que lo
compró un mes antes para una despedida de soltera. En la
fiesta de despedida, le dio el juguete a su amiga, lo pusieron
a rotar y echaron unas risas, y la amiga se marchó de luna
de miel. Pues la pobre mujer no llegó ni a sacarlo de la caja,
ya que su flamante esposo, se murió esa misma noche de
un infarto. No somos nada. Él “era muy viejito”, me explica
la señora, por eso le compraron el Steven rotativo. Por
mucha pena que me da, no puedo cambiarle el vibrador ni
devolverle el dinero. Le digo que si infrinjo esa norma, no
sólo me echan sino que se me cae el pelo. Creo que la mujer
me imagina calva, y no insiste más. Se lo lleva para ella y de
paso se lleva un lubricante. Esa es la actitud. El efecto
Pollyanna ya está en marcha.

Esto de cumplir medio siglo me tiene reflexiva. No


entiendo muy bien lo caprichoso de mi vida, los vericuetos
que ha tomado mi camino. Mi vocación se plantó ante mí de
manera irrefutable, cuando fui elegida para protagonizar un
gran musical. Recién graduada como Contadora Pública
Nacional (¿de aquí viene mi manía de contarlo todo?), no
ejercí nunca: ser la heroína en un gran musical era mucho
más apetecible. Quizás, sólo quizás, si hubiese elegido el
camino empresarial, tendría mucha más pasta -dinero-. Pero
yo sé que el Teatro me salvó la vida. Me permitió
expandirme y buscarme, y, en algún punto, encontrarme. Yo
estaba muy sometida, sin saberlo. Estaba metida en una
jaula de mandatos, creencias, y una lealtad ancestral hacia
mis progenitores y todos sus antepasados. Sólo el Teatro
podía salvarme.

Tuve muchos hitos en mi carrera artística, pero


ninguno fue suficientemente grande como para darme la fe
absoluta en mi cantante, mi actriz, mi artista: me he pasado
medio siglo boyando entre mis pasiones: cantar, bailar,
actuar, escribir, hacer deporte, viajar. Sé que lo que más
feliz me hace es cantar, pero, he huído y he relegado a la
cantante un sinfín de veces. Me pierdo, me encuentro y me
vuelvo a perder, en un bucle que no comprendo, y que
espero que, al cumplir medio siglo, se resuelva el misterio
como una verdad absoluta, como una prueba irrefutable,
como cuando me eligieron para el musical. O cuando me
eligieron entre cientos de candidatos, americanos y
británicos sobre todo, para ser Lead Singer en un barco de
lujo. O cuando me cayó una lluvia de papelitos dorados en
aquel Got Talent. Parecen “turning points”, pero ninguno lo
fue realmente, y siempre he vuelto al bucle. Relego una y
otra vez a la cantante, porque total sé que me espera. Yo
creo que está herida, esperando, en algún rincón.

No puedo echarle la culpa a la maternidad: ser madre


es de lejos lo mejor que me ha pasado en la vida. Mis dos
tesoros, son el amor más grande que hay. No puedo
explicarlo. Me maravilla ver las personas en que se han
convertido: buenos, bellos, nobles, además de las otras
cualidades socialmente importantes, a saber, guapos e
inteligentes. No puedo estar más agradecida. Y eso que mi
madre me amenazaba: “Cuando tengas hijos, ya vas a ver.
Cría cuervos y te comerán los ojos”. Pues mis dos óculos
siguen en sus órbitas, y mis hijos son lo más. Creo que al
menos he conseguido romper el bucle familiar, la cárcel
ancestral; sólo eso ya ha merecido la pena. Me tienen
mucha paciencia y me comprenden; comprenden a la
artista aún más que yo. Seguramente, sin querer, les he
hecho daño con algunas decisiones. Pero, confío que el amor
puede más, y además, me he ofrecido a pagarles la terapia.
Al final, las madres somos humanas. Nada más.

Ahora que están grandes, es cuando le doy otra


oportunidad a la mujer que habita en mí, y vuelvo al ruedo
en busca del amor. Del amor hombre-mujer. El amor madre-
hijos es único, infinito, incondicional y jamás negociable. Así
lo veo yo. O, mejor dicho, así lo siento yo.

Volviendo a la mujer, al Tinder, a mi caótica vida, al


mes de mi cumpleaños, al sex shop, a la artista relegada,
otra cosa que relegué, fue mi salud. ¿Recordáis que
mencioné que era tan polifacética que hasta tenía un
pólipo? Bueno, dicho pólipo, resultó ser un mioma, en el
útero. Y dicho mioma, en todos estos años de lucha y
desazón, desamor y relegarme, creció hasta el tamaño de
una pelota de tenis. ¡Tengo una gran bola en mi cuerpo,
construída a base de miedo y desamor! Bola que tendrán
que extirparme, oportunamente, cuando la Sanidad Pública
tenga un quirófano libre. Y aún así, me siento afortunada de
que sea un mioma y no otra cosa, de que tenga solución, y
de llegar a los cincuenta, con heridas y agujeros, cicatrices
en la piel y en el corazón, pero viva. A los treinta y cinco me
importaba estar buenorra; a los cincuenta, sólo quiero estar
sana, y estar tranquila.

Llega mi cumpleaños y quiero celebrar que estoy viva


y sana, y quiero celebrarlo con mis dos amores. Así que me
voy en viaje relámpago a verles. No quiero conducir tantas
horas, así que esta vez voy en tren. Tampoco quiero abusar
del Super Sandero. Salgo el sábado por la tarde después del
trabajo, el domingo libro, y el lunes vuelvo por la mañana,
para trabajar por la tarde. Una paliza feliz. Cenamos y
desayunamos juntos, con una velita en el cruasán del
desayuno, y mi alma está reconfortada. Puedo tirar otro més
en la rueda del hámster, y puedo incluso enarbolar la
bandera de Pollyanna desde ya. Aún hay que sacar la bola,
la del útero, pero ése es otro cantar.

En el viaje de vuelta, he venido “tindereando”,


aprovechando este nuevo optimismo que me inunda. Y he
hecho match con un chico, que, aunque más joven que yo,
parece que tenemos mucho en común. Es músico. Quizás
me ayude a devolverme la fe en mi cantante.

Oigo desde un recóndito lugar de mi alma, a una


cantante emitiendo risitas tímidas, risas optimistas, y siento
a la vez cómo se llena mi corazón de una sensación de
calidez. Es como si esa llamita, que nunca muere, se
hubiese avivado un poquito. Ya hay algo más de luz. Cómo
puede un ser humano perderse tantas veces.
OCTUBRE. STORMY WEATHER

“¡Tantas veces te lo dije!”, me chilla mi jefa por el teléfono. Y


yo derramo una lágrima como si fuese una niña pequeña.
“¡Cuando entran más de tres personas, una silla de ruedas,
un carro, un perro… Me tienes que llamar. ¡¡¡Es que te están
robando, no ves que te están robandooooo!!!???” Mi corazón
va a cien; mis suprarrenales liberan cortisol a tope, mi
sistema nervioso lanza rayos y mi sistema inmune
seguramente se deprime. “¿Robando? ¿Dónde? ¿Qué?”...
Repaso las estanterías, los ganchos, no hay huecos, no falta
nada. Repaso otra vez, con ella chillándome por teléfono.
No falta nada. Otro repaso. No falta nada. Cuando el
sobresalto pasa, me pregunto: “¿Cuál es el objetivo de
meter miedo en el cuerpo de las personas? ¿Impartir
autoridad? ¿Regañar por regañar? ¿Chupar energía? ¿O,
simplemente, el puro placer de hacer la vida de otro ser
humano más jodida, y mucho menos luminosa? Nunca lo
comprenderé.

La Pollyanna en mí está a punto de morir otra vez,


pero me sujeto al mostrador, aprieto los dientes, trago
saliva, orgullo y autoestima herida. Compruebo que mis
lágrimas no me han transformado en panda -tengo que
probar el rímel waterproof de Mercadona, mi hija dice que
va muy bien, y en este trabajo, parece que lo necesitaré- .
Me recompongo, trapo en mano, desinfectante, y a seguir.
Pasan unos días de la regañina, y, aunque el cuerpo no
olvida, el malestar se disipa. Eso sí: se crea una armadura,
que ni con un Lelo regalado se desintegrará. Construiré una
coraza; otra. Me mantendré inocente, niña, luminosa, y
seguiré creyendo en las personas. Y estaré atenta para que
mi llama, no se apague, cueste lo que cueste.
Por suerte, los juguetes son mis amigos. Como será
que personalizo a los juguetes que el otro día, mientras
limpiaba diligentemente las cajas de Stev, Solomon y
Edward, les cantaba Stormy Weather. Justo entró mi jefe y
me pilló con Solomon en una mano y el trapito en la otra.
“Hola, aquí estoy, cantándole a los vibradores”.

Stev, Salomon y Edward son vibradores sencillos, no muy


grandes y funcionan con una pila. Uno tiene forma de pene,
otro de bate de béisbol, y el más rarito, Edward -a veces mi
mente hace cortocircuitos cuando enseño a Edward porque
mi padre se llamaba Eduardo-, tiene dos lengüetas que no lo
hacen muy apetecible para introducir, pero sí posiblemente
para una estimulación externa. Los tres vienen en dos
colores básicos, negro y fucsia. Aunque a veces hemos
tenido rosa y azul claro. Se venden como churros, la verdad.
Una vez, no quedaba ni una unidad, y una señora se compró
el tester: con dos años o más de exposición, tocado por toda
la población del mundo, ahí se fue Stev con un treinta por
ciento de descuento a contentar a alguien en algún lugar
del planeta. ¡Larga vida a Stev!

Hoy el día está raruno. No hay muchos clientes, aunque es


temprano, suelen aparecer a mediodía. La cosa es que está
gris y llueve. Me da pereza solo pensar en la cita que tengo
esta tarde. Otro intento Tinder y a ver qué pasa. Este chico
parece mono, aunque unos cuantos años más joven que yo.
Por el chat parece interesante; es el músico. Espero tener de
qué hablar. A veces alguien te gusta físicamente, pero abre
la boca, y ¡zas!, la magia se rompe. Una vez salí con un
chico así. Las historias que cuento sobre mis ex ex ex, son
muy ex, es decir, hace décadas. Suena fuerte decir
“décadas”, pero es cierto. Al menos han transcurrido dos
décadas y media de aquellos días de citas y relaciones
cortas.
Ésta en concreto fue una relación muy corta. Teníamos
muchísima química; brutal. Pero abría la boca para hablar, y
mi cerebro hacía cortocircuito, igual que cuando enseño un
Edward. Más de una vez le preparé comida o un zumo sólo
para que no hablara un rato. Me parecía poco inteligente, no
me interesaba en lo más mínimo lo que me decía. Carecía
de ese sentido del humor ácido, que me encanta. No me reía
ni por casualidad. Todos estos pensamientos y sentires me
hacían sentir -valga la redundancia- aún peor: “Mala
persona, ni que tú fueras un Premio Nobel, o la Reina del
Club de la Comedia”. El caso es que, sin comparaciones,
simplemente, no había fluidez, excepto en el sexo. Y por
más “duro” que estuviera, “duró” muy, muy poco. Otra vez
hete aquí la importancia de las tildes. (Agradezco tanto a mi
profesora de Lengua… Me caló hondo: no tengo errores de
ortografía, me expreso con corrección y conjugo bien los
verbos. Aunque nos llamara “mangangás”, y nos amenazara
con mandarnos a marzo por un pluscuamperfecto mal
utilizado, el sacrificio ha merecido la pena. De dos cosas
puedo estar absolutamente orgullosa: uso las tildes y pongo
el intermitente para girar cuando voy conduciendo. ¡Ole!)

(Por cierto, aquí haré un inciso. El muchacho en cuestión, la


tenía muy pequeña. No sólo la labia y la inteligencia, sino lo
otro: el miembro viril. La primera vez que eché mano a los
pantalones, no la encontraba. Digo esto para que aquellos
hombres a los que les preocupa el tamaño -es algo que veo
en la tienda a diario-, no se agobien tanto. Este chico sabía
usarla y la química era fantástica. Así que, vamos a
descomprimir un poco. Aunque, cierto es que cada uno sabe
lo que quiere y necesita, y ahí no me meto. Más que
recomendar alguna crema, pastilla o bomba, no puedo
hacer. En concreto un cliente -que se parece mucho a un
enano de la peli de Blancanieves, pero no es enano, sólo
bajito- viene siempre en busca de algo para agrandar. Me lo
dice y me lo repite, y creo que hasta está tentado por
mostrármela. Le recomiendo un día el Titán Gel y le enseño
a hacer la maniobra de jelqing con un dildo de silicona -
entregada a mi trabajo-, y cada tanto, vuelve a por otra
crema, y se las lleva de dos en dos. )

Volviendo a la situación climatológica, llueve fuerte, y


no estamos acostumbrados. En esta ciudad casi siempre
reina el sol. Por eso está lleno de nórdicos, alemanes,
ingleses, y ahora también rusos y ucranianos, (además de
los latinoamericanos de inmigración anterior, pero éstos no
vienen por el sol, sino por el euro). Esta ciudad es un crisol;
un crisol lleno de sol. Pero cuando decide llover, llueve. Cae
todo junto como queriendo vaciarse. Como cuando no tienes
sexo por bastante tiempo y los orgasmos son volcánicos y
desaforados. Pues eso.

Salí del trabajo y llovía a cántaros. Como les dije, llueve a


mares. Todo huele a lluvia; los naranjos en flor del terreno de
enfrente están de fiesta. La lavanda y el romero que planté
en una maceta, me sonríen. Siento que me susurran: "No
nos riegas nunca, cretina, sobrevivimos gracias al de arriba”.
Pero agradecen esparciendo su aroma. No me importa que
llueva; es lindo, todo se refresca. Claro que imagino que lo
vivo así porque llueve poco. Si fuera cíclico como era en
Buenos Aires, no me haría tanta gracia. Porque el ánimo se
hace cambiante, oscilante como el clima. Cuando vivía en
Buenos Aires, yo era mucho más ciclotímica. ¿Curioso, no?
La cosa es que, se llovió todo.

Quedé con el chico, lo llamaremos Tinder One -ya que los


anteriores han sido un cero-, en un bar-restaurante frente al
mar. No es especialmente caro ni de lujo, sólo es que aquí es
fácil que todo esté frente al mar. Y, fundamentalmente, me
queda cerca de casa.
Fui sencilla; no quería ir con un cartel en la frente que
pusiera: “Necesito un hombre esta noche”. Así que eché
mano al pantalón negro, remera -camiseta- blanca,
chaqueta de cuero negro, tacones, pelo atado -porque no
me dio tiempo a peinarme. Muy estilo Grease pero sin los
rulos de Olivia. Durante el camino de ida, no más de siete
minutos, sonaba “Gimme Gimme” de Abba en la radio -sí,
amigos, escucho la radio en el coche, me sigue pareciendo
mágica-. “Gimme gimme gimme a man after midnight…”
Canté un par de estribillos pero la apagué luego temiendo
que el influjo de la canción me hiciera parecer demasiado
regalada.

Llegué antes que él y me senté con una cerveza


tostada. Mala idea: ésas suben mucho más rápido. Pero es
que las rubias no me gustan, y en este bar no hay Guinness.

Cuando lo vi llegar, supe que tenía peligro esa noche. Era


sexy. No sé, algo en su manera de andar, de aproximarse. Su
seguridad. No era muy alto y era calvo, afeitado. Manos
grandes, lindas. Cuerpo trabajado de gimnasio, y los brazos
tatuados. Y el condimento final: músico. Estaba perdida.

La cita transcurrió entre cerveza tostada, cerveza rubia (tuve


que pasarme a la rubia por cuestiones de supervivencia),
tónica, agua. Risitas nerviosas por aquí y por allá, y
preguntas, muchas preguntas. Y mi cabeza dando brincos: “
Le saco ocho años a este pibe, es un niño, un hombre niño,
no sé, pero está bueno, me lo comería ahora mismo,
pervertida, asalta cunas…” Sólo podía imaginarme cómo me
tocarían esos hábiles dedos de bajista.

No se me da bien el coqueteo; me siento torpe y me pongo


más bien tímida que voluptuosa. Él no tiraba mucha ficha;
más bien parecía debatirse con algún dilema moral. Había
parado de llover y dejamos el restaurante. Caminamos un
rato por el paseo marítimo para sudar un poco la cerveza, y
ahí se desató. Me agarró de la cintura, me apretó fuerte
contra su sexo, y me comió la boca. No sé qué me pasó.
Respondí como una loca ninfómana. Entre la lluvia, y la luna
nueva, que es como la luna llena pero de incógnito, estaba
desenfrenada.

No llegamos ni a casa, ni a la mía ni a la suya. Ahí mismo en


la playa, en una cala rocosa, me arrancó la ropa, le
arranqué la suya y follamos. Me fundí con las olas del mar y
tuve no sé cuántos orgasmos. Esta manía de contarlo todo,
en el quinto perdí la cuenta. Y él seguía y seguía… “Este
pibe no acaba nunca, mañana no podré caminar…”- pensé.
Él me cambiaba de postura hábilmente y me seguía
follando. Yo era una diosa pagana. Pero una diosa acojonada:
“Si nos pilla la Guardia Civil, estoy en el horno… La multa es
elevada”. Ya me imaginaba yo en el calabozo. (Esta palabra
es antigua, ¿verdad?… A veces uso vocablos de mi padre,
QEPD, que era de principios del siglo veinte, como ya les
conté).

Entre sacudidas, olas, rocas, y fantasías carcelarias, cuando


él se quedó a gusto, hubo unos segundos donde pareció que
las olas se habían detenido. Mi cabeza daba vueltas,
supongo que por la sacudida y las cervezas.

Quedé erotizada y abierta como una flor. Mi pelo


estaba electrizado, una especie de Medusa pero con
anguilas eléctricas. No quería vestirme; me sentía roca,
arena, agua y sal. Y él… No lo sé. Él se fue a su isla, como
hacen los hombres. Que están allí, contigo, dándolo todo,
pero después se exilian vaya una a saber dónde. Por lo
menos, avancé en la Liga: Tinder Uno.

Y comenzó a llover de nuevo. Nos vestimos a toda prisa y


echamos a correr hacia los coches, cada uno al suyo. Hubo
un beso tímido de despedida, y un “nos vemos”, menos
convincente que cuando el primero de enero dices que te
pones a dieta, y nos marchamos.

Conduje a casa confundida y helada. En la radio sonaba


“Stormy Weather”, otra vez, como corolario de la historia.

Pensarán que fue el inicio de una historia de amor. Yo


también lo pensé, pero no. No lo volví a ver; ni siquiera para
saber si había más conversación. No me volvió a llamar, ni a
buscar. De-sa-pa-re-ció. Ghosting le llaman ahora -oye, que
yo también lo he hecho-. Durante la primera semana, más
que “ghosting”, la palabra que me venía a la mente era
más bien “gilipollas”. O, en argentino nativo, “forro”.
Después se me pasó la bronca y me bajó el nivel de
electricidad. Igual, no lo entendí nunca: pasas un rato de
película, al menos sexualmente, y ¿no quieres repetir?… Es,
por lo menos, extraño.

Siempre la primera tendencia, el primer impulso, es echarse


una misma la culpa: “¿Lo asusté?… ¿Fue too much?… ¿No le
gustó?”… El siguiente pensamiento, me redime. “Si no le
gustó eso, es gilipollas/forro”. Tercer pensamiento, “¿Es
casado y se arrepintió?… ¿Se dio cuenta de que es gay?”…
Pensamientos erradicados simplemente porque es imposible
adivinar lo que le pasa al otro, y estar en su mente. “Que le
den”. Siguiente ola de pensamiento, entra el humor: “¿Se
jodió la espalda follando en las rocas y está hospitalizado?
¿Lo abdujo un ovni? ¿Se hizo monje budista después de un
polvo iluminador?…” Jajajjajja… Me lo imaginé con la túnica
naranja, - la calvicie ya la tenía-, y a otra cosa, mariposa.

Durante al menos dos semanas, siempre que sonaba Stormy


Weather en la lista de reproducción de la tienda, tenía que
saltarla. Que te den, Etta James.
Poco a poco me olvidé del olor a lluvia, las rocas, la
luna nueva, su polla (perdón, corté la poesía, pero una es
humana); sus brazos y manos, su risita de costado. Se fue
borrando, como cuando se borran las marcas en la arena.
Suave, lentamente, persistentemente. Hasta que no queda
nada. Borrón y cuenta nueva. Lo que más pena me da, es no
haber podido conocerle más. Me quedé con preguntas,
ganas de saber de su vida, sus sueños, sus frustraciones. Al
final, más allá de los orgasmos, que están muy, muy bien,
ese ida y vuelta con las personas, es lo que más nos
enriquece. Pero bueno, hay gente que es para echarle de
comer aparte.
GENTE QUE VIENE Y QUE VA

Hay gente que es para echarle de comer aparte. Esta


expresión española me encanta. Así como hay otras
expresiones, como “me suda la polla”, que me cuesta
mucho digerir y menos utilizar, ya que me parece
demasiado gráfica. (Por cierto, significa “me da igual”. Y, por
cierto, gracias a Arguiñano -cocinero español que está en la
tele-, aprendí que al miembro viril se le llama “polla” porque
está encima de los huevos. Mejor “polla” que “gallina”). Las
primeras veces que escuché la expresión “me suda la polla”,
recién llegada a España, me venía a la mente, inmediata-
mente, valga la redundancia, un pictograma de un pene
sudando, y mi cerebro parecía paralizar sus funciones.

En fin, volviendo a la gente, algunos pensarán también que


yo soy de esas personas para echarles de comer aparte. Eso
es impepinable. Pero, esta gente a la que me refiero, es la
que, le ofreces ayuda en la tienda, porque parecen perdidos,
y te espantan con gestos como espantarías a un mosquito, y
luego acaban llevándose una funda para el pene creyendo
que es un dildo. Menuda desilusión cuando llegan a casa y
ven que le falta el relleno. Hay quien se ha llevado un plug-
joya metálico, sólo por bonito, y para utilizarlo de pisa-
papeles.

O la chiquita delgada y etérea como un gorrión… Que me


enseña en una mano un spray para sexo oral que se llama
“garganta profunda”, con eso te lo digo todo, y en la otra
mano unos chicles afrodisíacos para potenciar la erección, y
me pregunta, en su perfecto inglés nativo “¿Cuál me
recomiendas?” … Me quedo atónita y me dan ganas de
preguntarle en mi perfecto argentino nativo, si es pelotuda,
pero me muerdo la lengua. (Perdón; me siento un ser
horrible cuando pienso así del prójimo). Pero, es como
preguntarle al del mercado: “¿Qué me recomiendas, un bife
de lomo o una manzana verde?”…

O la pareja china, que no se entera de nada y me preguntan


tres veces si un lubricante es un aceite para masaje, y si un
aceite es un lubricante, y lo prueban , y me lo vuelven a
preguntar, y luego se ponen a deliberar en chino cuál les
gusta más, y, siento que sobro, y me deslizo hacia atrás,
hacia el mostrador, cual trinchera, haciendo el pasito de
Michael Jackson -¿Moonwalker?-, para que se note menos
que me voy. Al final se llevan uno de cada y espero que lo
usen bien. Bueno, sea como sea, no corren peligro de todos
modos.

Entre la gente que vino y que fue en mi vida, debo citar a mi


novio gay. Una psicóloga, la que me tocó por la Seguridad
Social luego de parir y en plena depresión post parto no
diagnosticada, insistía en corregirme: “Será bisexual”, “No;
era gay”. “Bisexual”. “Gay.” “BISEXUAL”. “GAY!!!!!!!”. (Coño,
que es mi relato, mi historia, ¿Sabes tú más que yo? Este
afán por etiquetar y poner las cosas - y personas- en cajas y
estanterías).

La cosa es que este chico gay me andaba rondando. Y


yo le advertí: “No me busques que me vas a encontrar”. Si
algo siempre supe es que no soy de madera. Y me encontró.
Tuvimos un tórrido romance de unos cuantos meses, donde
tuvimos muy buen sexo -y puestos a etiquetar, incluso mejor
que el que tuve con hombres heterosexuales-. Pero claro,
eso estaba condenado al fracaso. Había al menos entre
quince y veinte centímetros de “algo” que yo no podía darle.
Y esa historia, aunque bonita, tabú y apasionada, también
se terminó.
O sea que hasta salí con un chico gay. Pero nunca había
salido con un asiático, y reconozco que me daba curiosidad.
Así que quedé con un chico ¿Chino? ¿Japonés? ¿Coreano? …
No lo sabía, y me daba corte preguntar. No sé distinguirlos.
Fue mi cita Tinder Dos.

(¿Habéis tenido curiosidad alguna vez por saber cómo


sería el sexo con alguien de otra raza? Que no estamos
hablando de otro planeta, pero, a ver. Algo de curiosidad sí
que da. Una amiga de otra época, estaba obsesionada con
tener sexo con un hombre negro. Viajamos juntas a Estados
Unidos, y desde que puso sus pies y su ejército de zapatos
en la Tierra Prometida, sólo pensó en tirarse a un negro -así
lo verbalizaba ella-. No le costó mucho. No pasó del lobby
del hotel y ya clavó anzuelo: el recepcionista de turno era
negro, alto, con manos grandes, y cumpliría la fantasía. Ya
se podía incluso tachar del check list: “Uno. Ir al Target. Dos.
Follarme un negro.” Check. Check. Ella, yo no).

Pero volvamos a mi cita Tinder Dos: explorando el Imperio


del Sol Naciente, o algo parecido. No llovía; empezamos
bien. Después de la experiencia de lluvia y rocas, prefería
una experiencia menos salvaje, más predecible, menos
climatológica y con menos clímax, más controlada, si se
quiere. Se me ocurrió que un asiático sería más así, más
medido, más zen. Tonterías que se me ocurren; podréis
comprobar a estas alturas que no soy nada prejuiciosa.

Después de chatear una semana, -donde, debo confesar, no


hubo muchos puntos de encuentro en cuanto al sentido del
humor-, quedamos. Procuro quedar en mi día libre semanal,
o cuando me toca el turno de mañana, así puedo quedar por
la tarde. Sería raro quedar con un extraño a desayunar, o
comer, a pleno rayo de sol, aunque éste sea naciente,
cuando en Tinder siempre parece estar implícita la promesa
de sexo.

Esta vez me moví más lejos de casa, pero sólo quince


minutos. Aquí todo queda cerca, y eso es una bendición.
Después de haber vivido siempre en ciudades muy grandes,
me encanta poder plantarme en cualquier sitio en menos de
quince minutos, y siempre escoltada por el mar.

Cojo/agarro mi Lamborghini/Sandero, y me planto con más o


menos saltos en badenes, en quince minutos. No sabía muy
bien cómo vestirme. Como os comenté, mi seguidilla de
citas y novios fue hace más de dos décadas, y se pierde la
práctica. No sé… Es asiático, ¿me pongo un vestido cruzado
tipo kimono con dibujos de grullas y flores de cerezo?… ¡Por
qué no! Sino no lo uso nunca. Allá que voy. Eso sí: dos
palillos cruzados en un moño alto sería too much, así que el
pelo, al viento.

Quedamos a cenar en un restaurante asiático, cómo


no. Llegué puntual pero él ya me estaba esperando, aunque
recalco que llegué puntual -bueno, quizás tres minutos
tarde-. Estoy orgullosa de mí: he conseguido corregir casi al
noventa y cinco por ciento mi impuntualidad. Se levantó
para saludarme y no sé si por instinto o qué, atiné a saludar
con una bajada de cabeza al estilo oriental y repetida tres
veces, para luego darme cuenta de que él atinó a dos besos
en las mejillas al estilo español. Arranqué mal; estoy llena
de prejuicios. Mátame camión.

No es muy alto, y es de contextura pequeña, con manos


pequeñas. Lo siento, pero a priori, no me ponen los hombres
más pequeños que yo. Y hablo del tamaño general: me
gustaría perderme en unos brazos fuertes, en la explanada
de un pecho ancho, y ser abarcada por unas grandes manos.
No es que piense que al tener manos grandes tendrán el
miembro viril también grande. Sólo miro las manos, y pienso
que me gustaría ser tocada por unas manos grandes, que
abarquen mis pechos, y que sean más grandes que mis
manos, que son bastante grandes.

Nos sentamos. Siendo vegetariana, siempre caigo en el


rollito primavera sin carne (aunque siempre me la cuelan y
acabo desmembrando el rollito para sacar diminutos trocitos
de carne de dudosa procedencia), y el arroz tres delicias
(donde también acabo separando minuciosamente los
trocitos de jamón). Él observa tranquilo mis maniobras con
ojos nipones, aunque todo en él es muy occidental. Así me
voy enterando de que nació en Japón, pero vive en España
desde los siete años. Tiene cuarenta y siete años. La verdad
es que está muy bien; se ve joven, y bien formado; pero en
talla S.

La charla es agradable, hay algunas risas también. Pero,


simplemente, no hay chispa. Lo veo más como un
compañero de oficina, y entonces me relajo. Dejo la
coquetería, y solo como, bebo, escucho, y ocasionalmente,
hablo. Y cierro en mi mente la posibilidad de un algo
romántico: este adorable ser nipón, ni pon, ni son. No me
pone nada.

La cena acaba, y yo creo que él tampoco se sintió


especialmente atraído hacia mí. Me acompaña hasta mi
coche, y con dos tímidos besos españoles al estilo japonés,
nos despedimos, con la típica frase: “Bueno, ya quedamos”,
sabiendo que no vamos a quedar. Y fin de la historia. Ya de
vuelta a casa pienso en lo que tengo que hacer mañana, mi
lista de tareas. El oriental no me hizo mella y creo que ya lo
olvidé. Mañana tengo que ir a Mercadona. Como diría mi hijo
“Mercadona es lo mejor que le ha pasado a este país”.
NOVIEMBRE. MOSCAS Y MOSCONES

Mercadona es lo mejor que le ha pasado a este país. ¿Qué


haría yo sin mi empanada de atún que me dura un almuerzo
y una cena? ¿O la tortilla de patata para llevar al trabajo,
que me cunde cuatro comidas? Ya ni hablemos del
maquillaje. Ma-ra-vi-llo-so. Y así puedo seguir.

Aunque, aquí citaré otra vez a mi hijo, pero sobre otro


asunto. Como diría mi hijo: “¿Para qué se inventaron las
moscas?”… Yo toda sabia, sabía responder -hete aquí la
importancia de las tildes otra vez-: “Para alimentar sapos y
batracios en general”. Pero, al final, le encuentro razón; llevo
una hora con una mosca pegada. Hizo yoga conmigo,
posándose en mis poses. Y ahora desayuna conmigo,
posándose en mi yogur de soja, y por supuesto,
intermitentemente posando sus patitas en mi cuerpo, como
si fuera su vasto territorio. Me irrita. “¡Mosca de mierda!”, le
espeto. -menudo palabro-. La verdad, la estamparía sin
pensar ni siquiera un momento, en aquel batracio que hoy
no comerá.

Y la mosca de esta mañana (es otra, creo, una de aún más


temprano), tampoco tiene desperdicio. La cabrona, en mi
día libre, que decidí no poner la alarma, me despertó entre
zumbidos y cosquillas en diversas partes de mi cuerpo.
Hasta que me arrancó de las sábanas. Luego desapareció; ni
siquiera pude eliminarla. por eso creo que es otra distinta.

Hay hombres/mosca también. Y moscones.

Tuve un novio un poco mosca. Después de mi relación con el


muchacho gay (aunque ya os dije que mi psicóloga de aquel
momento, que me duró un día, insistiera que debía ser
bisexual), conocí a un chico estando de gira. Era diferente;
no el típico porteño engreído, me las sé todas, ni tampoco
del show biz. Todo lo contrario. De aspecto más bien hippie,
familia vegetariana, perro lanudo enorme. Todos hermosos,
bellos; quiero decir, él, la familia y el perro. Del norte de
Argentina, muy al norte, donde la tierra tiene al menos siete
colores. Nuestra relación empezó realmente cuando él se
fue a estudiar a Buenos Aires, y era una relación sin
etiquetas. Si mi novio fitness dejó pasmada a mi mamá,
éste, la hubiera matado de un infarto directamente. Y eso
que ella también era del norte. Así que nada de
presentaciones formales, más bien, otro novio que esconder.
Yo, en esa época de mi vida, -creo que ya lo dije-era una
maquinita de hacer cosas. Me obsesionaba no perder el
tiempo. Y, pasarme un día en la cama, era perder el tiempo.
Él no lo veía así. Digamos que la relación no prosperó
mucho. Me rondó como mosca un par de meses más
después de la ruptura, y luego se desvaneció en el aire. Juro
que no le eché insecticida. Pero creo que todo lo que no
crece, se desvanece.

Y hablando de moscas y moscones, les cuento este


“encuentro Tinder” que no tiene desperdicio. Vamos a por
Tinder Tres. Bueno, a ver si llega a Tres. Que no sea por no
intentarlo. Sigo con el efecto Pollyanna a full. ¡Vamos!

Un hombre-mosca me viene rondando -y mosqueando- una


larga temporada. (¡Eureka! Ya entiendo de dónde viene la
expresión “mosqueando” para definir algo que te estorba.
Viene de lo pesadas que son las moscas. De verdad: me
acabo de dar cuenta). Se deja caer por la tienda de manera
random, y se enzarza en conversaciones larguísimas sin
sentido. Esas personas que se preguntan y se contestan a sí
mismas, y van hilando un pensamiento con otro de manera
arbitraria, con frases sin final, y, para más inri, en distintos
idiomas a la vez, y con un acento difícil de precisar. Mi
cerebro se exprime -sobre todo si es por la mañana en la
tienda, que todo va lento-, y trata de seguir el hilo de la …
¿conversación?..., sin resultado. Siempre se pierde el hilo,
indefectiblemente. Cuando crees que ya lo tienes, puf,
cambio de tercio, o, simplemente, puntos suspensivos… Muy
raro.

Este tipo de cliente no sabes si viene a ligar, a ponerse


cachondo, o simplemente tiene mucho tiempo libre.
¡Dichoso! ¡Préstame un poco! Sea como sea, cada tanto caía
Jake. Le llamaré Jake. Despliega su enredo de pensamientos
en alto, me deja el cerebro tiritando, y se marcha, cuando yo
suelto la amenaza: “Hay cámaras por todos lados, Jake;
tengo que trabajar”.

Paralelamente, llevo unos días charlando con uno en Tinder.


Es extranjero, de origen belga, aparentemente, aunque
lleva doce años en España. La conversación es un poco
escasa, quizás por las diferencias culturales. El idioma es
trabado, cuesta un poco. Y de usar la ironía, ni hablar. ¿Qué
es eso? … Por eso decidí quedar. No por la promesa de sexo -
aunque por la foto no se ve mal, con gafas oscuras,
sombrero y chaqueta-. Sino por desvelar el misterio
lingüístico más que nada.

Así es que quedamos en una cervecería irlandesa, aunque


pertenece a un noruego, y está en el barrio inglés. Esta
ciudad es así. Nada de restaurantes belgas ni parrillas
argentinas: mejor un territorio neutral.

Esperé un rato. “Éste se debe haber perdido”, pensé. Me


entretuve mirando los videoclips de los años ochenta y
noventa, y saboreando la espuma cremosa de una buena
Guinness. Más allá de lo cutre de los vídeos, qué música
espectacular la de esos años. ¡Qué artistas! ¡Iconos! Pones
ahora vídeos de MTV y todos los temas son iguales, con
monigotes gesticulando raro y mujeres vendiéndose barato.
Lo único que cambia de un vídeo a otro es el color del
chándal (jogging, o “yoguin”, para los argentinos; prenda
deportiva por antonomasia, símbolo de desidia si te lo pones
para no hacer deporte y lo más anti-elegancia si te lo pones
con tacones -aunque conozco un caso-, pero que ahora
parece ser lo más de lo más). Yo estaré “demodé”, seré
antigua, pero, tengo dos lemas: “Si llega el fin del mundo,
que no te pille en chándal” -a los raperos no les importa- y
“Se puede caer la moral, pero jamás el culo” -los
reguetoneros y reguetoneras están de acuerdo conmigo.

El caso es que a los quince minutos aproxi- madamente, me


pareció ver una cara familiar. Elevo la mirada y me topo con
Jake, el de la tienda, el de los pensamientos random y
acento raro, el hombre-mosca. “OMG”, pienso; menuda
suerte. Ahora tendré que fumarme mínimo una hora de
conversación sin sentido. Y no hay cámaras con las que
amenazar. Aunque… Sí le puedo decir que estoy esperando
a alguien. Con eso debería bastar… ¿No?…

Jake se acerca, me saluda y le saludo, y arranca su perorata


sin casi respirar. Cuando para de hablar para tomar aire,
aprovecho y le pregunto: “¿Qué haces por aquí?” Y me
suelta, todo sorprendido, que quedó conmigo por Tinder.
“Que ¿Qué?…” Abro la App con un intento desesperado de
demostrarle que está equivocado. Y no. No lo está. El de la
foto es él. Con gafas, sombrero y chaqueta. Pero él. Jake.
Quedé con el hombre-mosca sin saberlo. Mátame camión.
“Pensé que sabías que era yo”, me suelta. Noooooooooo. De
eso nada monada.

Y arranca otra vez la conversación hacia ningún lado,


concatenando el (des)afortunado encuentro, el Tinder y la
búsqueda de pareja, con el horóscopo chino, su tótem, los
astros, su abuela que toca el piano, sus amigos músicos y
artistas que pueden sacarme de la tienda, porque yo lo
valgo, su ex-mujer, sus hijos, sus viajes, la decoración que
está por poner en su baño, toda llena de flores, hasta por el
techo, el aceite de masaje que compró el otro día y la crema
estimulante efecto calor intenso Thor. Todo en una sola
frase, o eso parece. Yo, mientras tanto, iba por la segunda
pinta de Guinness, intentando ahogarme en espuma y
desaparecer.

El hombre mosca no para de hablar; yo ya me he perdido,


no sé por qué capítulo va. Estoy por pedir la tercera pinta de
Guinness, pero sé que luego lo lamentaré. Tendré que
pedirle que me lleve a casa, y de eso, ni hablar. Así que, en
un acto de valentía, hago un gesto de stop para ir al baño. Si
sigue hablando solo ya es cosa suya.

A la vuelta del lavabo, le digo que ya pagué mis cervezas, y,


en un acto de doble valentía, no me vuelvo a sentar. Le digo
que quiero ir a descansar, que mañana trabajo y el día se
me hará largo. Y me largo. Bueno, no sin antes soportar
otros veinte minutos de oraciones inconexas donde intenta
convencerme de que la noche es joven, de lo bien que lo
estamos pasando, de lo interesante que es la conversación,
los astros, el tótem, y la decoración de su baño, pero,
finalmente, me largo. Madre mía. Debería estar prohibido
hablar tanto.

Recuerdo haber salido casi corriendo, y a unos quinientos


metros, lancé un grito de desesperación, -para malestar de
los vecinos-, satisfaciendo mi necesidad acuciante de lanzar
mi frustración al espacio. Pensé seriamente en borrarme de
Tinder, pero le daré otra oportunidad. Sigo en Tinder Dos; no
he avanzado en La Liga, ya que esta cita no cuenta. Pero
bueno, tendré que volver a intentarlo. Si volvía a ver a Jake,
sería en la tienda, rodeada de cámaras y en mi trinchera,
armada hasta los dientes, con un dildo morado a modo de
cuchillo, y como granada de mano, un plug con vibración.
HABLAR SIN PALABRAS

Un plug con vibración y un dildo morado, marchando.


Mientras voy envolviendo todo lo más rápido que puedo, y lo
guardo en la bolsa, sonrío y deseo las buenas tardes. Soy la
dependienta feliz. Bueno, “ayudante de dependienta” pone
mi contrato, y es que, me ayudo a mí misma.

Entra una pareja con un bebé en su carrito y, mientras los


tres saborean helado, los padres se van a un rinconcito a ver
los juguetes anales. Yo comienzo mi diálogo silencioso con el
bebé: precisamente una beba de quizás ¿nueve o diez
meses?…

Primero la conquisto con mi performance completa de


dependienta-payaso, perdón, ayudante de dependienta -
payaso. Me escondo debajo del mostrador y pego un salto;
así repetidas veces. Luego me escondo tras una caja de
lencería, y asomo una cara de ojos saltones. Ella celebra
cada gesto como si fuese una fiesta, y me hace feliz.

Luego comienza a hablar conmigo con gestos. Hace


movimientos con las manos, con una, con las dos, distintas
combinaciones con los dedos. Y yo imito todo, como en una
coreografía. Hace gestos con la boca; una U y una A, U, A, U,
A. La imito. ¡Y le encanta! ¿Sentirá que soy su marioneta y
es titiritero? … Me fascina lo simple que puede ser la
felicidad.

Al final los tres se marchan sin helado y con un plug rotativo


llamado Twister. Hay que espantar a la rutina, aunque sea a
golpe de pequeños huracanes.
Limpio las manchas de helado minuciosamente y con una
sonrisa. Los bebés son como bombas de felicidad. Los pones
ahí y ¡boom!: sonrisas. Bueno, salvo cuando se les da por
llorar persistentemente y te taladran el cerebro. Pero,
básicamente, siempre que no tengan un gas atravesado, son
bombas de felicidad.

Sigo mi jornada en la tienda alternando algunos clientes-


que vienen a comprar promesas de polvos apoteósicos- con
quitar el polvo a golpe de trapito empapado en
desinfectante -espero no tener secuelas en los pulmones en
el futuro por aspirar tanto desinfectante-. Escucho a mi
mente. Mi mente es como el mar. Siento las olas de
frustración, tedio y desesperanza, alternando con las olas de
“me como el mundo”, “aún soy joven” y “yo puedo”.
Digamos, es como si en vez de un ángel y un demonio en
cada hombro, tuviera a Tony Robbins y a Schopenhauer
susurrándome al oído. Un infierno. No hay triptófano ni
magnesio que aguanten.

Quizás es la época del año. El otoño es así, aunque aquí


venga, algunas veces, disfrazado de verano alargado, o de
primavera, el cuerpo lo sabe y crea los síntomas: ciclotimia,
inestabilidad, negatividad interrumpida por ráfagas de
deseos heroicos. Uf, todo se me hace insostenible.

Cuando no hay nada que hacer en la tienda además de


limpiar lo limpio, juego al Tetris. Esto es, quitar los productos
de cajas y cajones, limpiar, lo que está limpio porque no le
da tiempo a ensuciarse, y volverlos a meter dentro de la
caja. Procurar que vuelvan a caber, cambiando la
disposición. Se me da bastante mal; nunca fui buena en el
Tetris (lo mío era el Mrs. Pac Man). No tengo paciencia. Pero
al final, siempre lo consigo.
No hay muchos clientes, y eso, lamentablemente, me
da demasiado tiempo para pensar. Pienso en mis ex, de los
últimos veinte años, que se dice pronto, dos largas
relaciones. Una con hijos, que ya mencioné, a los que amo y
añoro. Otra más larga y sin hijos. Una llena de desamor, otra
carente de evolución. De la primera, aprendí que quiero ser
amada, sino prefiero estar sola. De la segunda, aprendí que
quiero ir hacia algún lado, y no tirar de un carro sola,
sencillamente, porque es agotador. Una me rompió el
corazón. La otra, la espalda.

Como decía un gran amigo mío, muy sabio él:


“Siempre nos quedará IKEA”. Después de cada ruptura, toca
un viaje a IKEA. Tendrás que armar un nuevo apartamento, o
habitación, o renovar lo que tienes, para verlo distinto. Para
que el nuevo comienzo sea nuevo de verdad. Ya he pasado
por todos los colores y modelos de KALLAX: los he tenido
blancos, negros y color madera. Dos cuadraditos, tres,
cuatro ¡y hasta seis! Que no saquen un nuevo color que no
me da la vida para tantos nuevos comienzos y decoraciones.

Encima ha pasado lo que me temía. Estoy de duelo: Bronte


ha sido descatalogado y quitado de la estantería. No sé qué
voy a hacer sin Bronte, sin sus movimientos ondulantes, sin
sus promesas de placer expandidas por el mundo. El caso es
que nadie ha ocupado su lugar. Cuando un cliente solicita
un dildo realista con rotación, la desilusión se lee en sus
ojos: “Tenemos que pedirlo online; no tenemos nada que
ofrecer en tienda. Lo siento”. Y, aunque dejan la pasta a
cambio de un papelito que promete placer en cuarenta y
ocho horas, no es lo mismo que llevarse a Bronte en ese
mismo instante a casa. Ese tipo de emoción, no tiene precio.

Ahora, cada mañana soñolienta, no tendré a Bronte para


confesarle mis penas. Y la verdad, hablar con Saul o Zane,
que están en una caja, y son blandengues, y de un color
marrón impreciso, no me hace ninguna gracia. (Una vez una
clienta me dijo que tenían el color de un muerto; y el marido
acotó: “Ya quisieran muchos muertos tenerlo así de grande”.
No digo más; Bronte es Bronte. Se acabaron las confesiones
matinales.)

Entre polvo y polvo, me refiero al polvo de las estanterías,


me tomo un descansito de, digamos, ochenta segundos y
miro el móvil. Paso candidatos de Tinder y ninguno me hace
tilín. Ya había pasado un mes y pico desde mi encuentro
Tinder apasionado en las rocas, -los dos posteriores
encuentros Tinder fueron fallidos-, y, convengamos que,
aunque esté rodeada de dildos, un miembro de carne y
hueso sería de agradecer. Bueno, ya ni hablar si hubiese
conversación, y chispa, y la promesa de amor. Eso ya sería la
bomba. Pero bueno, sin fliparme demasiado: al menos un
dildo de carne y hueso sería de agradecer.

Decido animarme un poco, recuerdo mi intención de ser


más Pollyanna (¿Dónde quedó aquella promesa, aquel deseo
de cumpleaños?) Vamos a por una noche de sexo. Decidido.
Abro el Tinder otra vez, esta vez, descaradamente sobre el
mostrador, total, no hay ni Dios.

Deslizo, deslizo, deslizo… Izquierda, izquierda, izquierda…


Nada. Voy a la estantería de los dildos para inspirarme.
Resoplo. Decido que el azar decida por mí -valga la
redundancia otra vez-. Me dirijo hacia la baraja de cartas
eróticas con la firme intención de sacar una carta, al azar, y
según el número que salga, deslizar esa misma cantidad de
hombres menos uno a la izquierda, y el siguiente, a la
derecha, y el que toque, toca. Total, “buscamos un dildo de
carne y hueso”, me recuerdo a mí misma. Cojo la baraja, con
intención de coger una carta, pero un cliente me coge por
sorpresa. (Tranquilo; me coge en español de España: mi
sueldo no da para tanto). Convengamos que he dicho la
palabra “coger” cuatro veces en una frase, y soy argentina:
debo estar necesitada.

El cliente es un hombre mayor y extranjero que desea un


dildo. Muy bien. Le enseño lo que hay y le recomiendo el uso
de un buen lubricante a base de agua. Me dice rápidamente
y un poco colorado, en un inglés trabado, que no es para él.
Que es para una mujer, asumiendo de esta manera que las
mujeres no necesitan nunca un lubricante. Y que ¡por Dios!
¡Él no es gay! -como si a mí me importara- Vale. Seguimos.
No juzgo. No juzgo. No juzgo. Intento recordar algo de lo que
aprendí en los veintiún días con Chopra, sin éxito. Luego me
dice que quiere lencería, roja y talla S. Le enseño varios
conjuntos, y me hace abrir dos.

Al final elige uno, lo paso por el lector junto con el


dildo, comienzo a envolver los productos y me suelta, sin
anestesia -y sin lubricante- “Que compra eso para su hijastra
ya que le gusta verla masturbarse y hacer squirting”. La
verdad es que esto lo dice muy bien en inglés, como si fuese
su lengua materna. Me quedo pasmada, y luego de un
“mátame camión” mental, esbozo una sonrisa que se queda
a medias, entre sonrisa y gruñido. Termino como puedo de
cobrar, embolsar, y le doy los buenos días. Juzgo. Juzgo.
Juzgo. Chopra se desvaneció. ¿Tu hijastra?... ¿En serio?... Me
quedé sin ganas de dildos, de coger la carta, de es-coger un
chico del Tinder, y de coger en argentino. Cómo cuesta
mantenerse positiva.

Esto me hace pensar en que hay gente que está


bastante peor que yo. A mí sólo me gustaría una pareja con
proyecto en común, un compañero. Como cuando hablaba
con el bebé sin palabras: una persona con la que pudiera
comunicarme de verdad. Un compañero que pusiera mis
necesidades y deseos antes del qué dirán. “Seguro que
existe; en algún lugar habrá alguien para mí” (Gracias Tony).
“El amor romántico es una utopía y está condenado al
fracaso” (¡Calla, Schopenhauer!) Mi mente es como el mar.

Ese día volví a casa desesperanzada y sin match. Pero,


seguramente, el mar me devolvería la vida al día siguiente,
como cada día. Y además, me llega una ola de optimismo ya
que pronto tengo una semana de vacaciones. Me llenaré de
mar, caminatas, y mar. Qué haría yo sin el mar.
DICIEMBRE. MANTO AZUL

Qué haría yo sin el mar. El mar me salva la vida cada día. No


exagero. Cuando voy al trabajo, en algunas bocacalles de
esquinas soleadas, sólo con una mirada sutil de espía, con
un leve giro de cabeza que no llega a treinta grados, puedo
ver el mar. Inmenso, azul e intenso. Me invita siempre a
zambullirme en su magma. No puedo hacerle caso siempre,
o la mayoría de las veces. Éste es el peligro de vivir en una
ciudad con mar: si le haces caso siempre, ya no trabajas; no
ejecutas tu “to-do list”. Más bien reemplazas tu lista de
tareas por: tomo sol, me baño en el mar, camino en la
arena, salto olas, medito frente al mar… Me ducho, me lavo
el pelo, me hidrato, descanso… Así cada día, en un bucle
feliz y sin propósito, hasta hacerte vieja, muy vieja, y muy
arrugada. Simplemente, dejas de hacer todo lo demás, y te
abandonas al mar.

Llegó diciembre, con la nostalgia típica de otro año que se


va. He estado ocupada, más bien mi mente ha estado
okupada -llena de pensamientos okupas- y no he tenido
tiempo de mirarme y consultar conmigo cómo estoy. Y,
mejor me agarro que vienen curvas: en pre-navidades,
navidades y post-navidades, hay mucha gente y muchos
clientes. Suele ser bastante frenético. Sí; hay quien regala
vibradores y masturbadores en Navidad. Pero, la mayoría de
los regalos son perfumes con feromonas, aceites o velas de
masaje y lencería. Mucha lencería; las típicas braguitas rojas
que hay que llevar en Noche Vieja para arrancar el año
nuevo con suerte, y algunos disfraces de Mamá Noel, claro.
Llega el fin de año y la promesa de uno nuevo, lleno de
pasión, aventuras, y amor. La primera mitad de diciembre
también es movida ya que hay muchos días festivos, y la
gente, sobre todo de Madrid, viene en olas a pasar unos días
en el mar. Parece ser que el mar, al menos por un rato, nos
devuelve a todos la cordura. O casi.

Dudosa cordura tenía esta persona que entró casi a las


diez de la noche, horario de cierre, -recordemos que se trata
de un sex shop, nada de primera necesidad- buscando algo
vegano. La persona en cuestión es un chico-chica. (Alguna
vez un aparentemente hombre me ha pedido feromonas de
mujer para sí misma/o y otras veces, una aparentemente
mujer me ha pedido pastillas para la erección para ella
misma/o. Estoy confundida/o. No tengo nada en contra de
las personas así, pero me siento en un dilema. No sé qué
recomendar porque desconozco cuál es su genitalidad).

Pues, volviendo a elle, entra a las 21:56 buscando algo


vegano. No importa el qué, siempre que sea vegano. Pero …
¿Qué quieres alma de cántaro?… ¿Un lubricante?… ¿Un
choker de cuero vegano?… Un masturbador. Me aclara que
es para el pene porque viste falda, leggings morados, y lleva
las cejas depiladas y las uñas pintadas mejor que yo (¿Qué
hombre, nacido hombre, en su sano juicio, se mete en la
tiranía de las uñas de gel?) … No sé sinceramente si el
masturbador de pene es vegano. A cada cosa que señala me
pregunta si hay uno más grande, o uno más transparente, o
si es el único modelo. Me empiezo a irritar -aunque no lo
demuestro- pero pienso: “¡Lo que ves es lo que hay! ¡No me
entretengo escondiendo mercancías a los clientes!”… Me
imagino a mí misma en plan Gollum aferrada a un dildo y
diciendo “mi tesoroooooo”, y me río por dentro. ¡Mátame
camión!...

Finalmente se lleva un lubricante que reza “Bio


Vegan”, por si le quedan dudas. Se lo lleva no sin antes
preguntarme si lo tengo más grande. Me refiero al tamaño
del lubricante. ¡NO! ¡No tengo escondido uno más grande!
Pero, no solo entra tarde y no sabe qué quiere, sino que
huele muy mal. Eso lo llevo peor. Se me está revolviendo el
estómago. Tengo invadida la pituitaria de un olor rancio y en
breve dejaré de pensar. Se marcha a las veintidós en punto,
gracias a Dios, y yo cierro la puerta detrás de él-le/la. Hago
una apnea de diez segundos, lo que necesito para ir a
buscar el tester de perfume Secret Orchid y echarlo en la
tienda. El aire se hace medio respirable. Respiro, resoplo y
respiro, y mientras estoy contando y cerrando caja,
comienza a tocar la puerta. Me hago la sorda. Ya cerré la
caja, no puedo cambiar nada, ni cobrar nada, ni leer
etiquetas buscando la palabra “vegan”. Sorry. Finalmente
contesto a los gritos desde la caja, sin asomarme, ya que si
me asomo, tendré que abrir, dialogar y oler ese olor otra vez
… Le pregunto a los gritos que qué desea. Me chilla desde el
otro lado del cristal, que vio en la web que hay un Bio Vegan
más grande. Le grito: “Ok, pero yo no te puedo cobrar ya
porque he cerrado caja”. Que no es para cobrar, que si me lo
puede encargar para traerlo. Le grito que para traer algo
especialmente hay que dejarlo abonado. ¡¡¡Y ya no puedo
cobrar!!! Se marcha… Respiro. Resoplo. Respiro otra vez
esquivando algún vestigio de olor rancio que aún perdura.
Bajo los hombros que llevo pegados a las orejas. Y luego,
intentando recuperar la cordura, me pregunto… ¿No te
acordaste del lubricante antes? Estamos abiertos doce
horas, de diez a diez… ¿No miraste la web antes?… ¿Te
acabas de hacer vegano/a/e?… ¿Tuviste una revelación?...
Y… Fundamentalmente, ¿Por qué no te has duchado?...

Repasando mis amores, amantes, ligues, historias vitales


con un otro-hombre, tuve una breve etapa de búsqueda de
mí misma, donde no quería ponerme de novia -siempre
andaba de relación en relación- sino, conocerme en relación
a un hombre, dos, o tres. Quizás cuatro. Aprender de mí con
ellos. No me duró mucho la etapa, pero mereció la pena.
Tuve suerte de que no caí con ningún degenerado, o asesino
serial. También es cierto que, aunque eran encuentros
casuales, no eran encuentros con absolutos desconocidos.
Convengamos que no había Tinder en esa época. Podía ser
el amigo de un amigo de un amigo, o el fan repetidor en uno
de mis conciertos, o el extranjero conocido de un colega que
está de paso por la ciudad, o, quizás, el profesor de teatro de
algún compañero.

En una etapa de experimento, creo que lo mejor es


elegir tipos de hombres diferentes, para poder aprender lo
máximo posible. Distintas edades, profesiones, intereses, y
tipos físicos. Yo no sabía nada de mí como mujer, y me daba
miedo y cierto rechazo el sexo, por mi crianza. Entonces
dediqué esta breve etapa de mi vida a hacer mi mente más
elástica. Igual, y aunque el Tinder se parece un poco, no
repetiría.

Fue la única etapa de mi vida, que pudo haber durado


como mucho un año, donde yo salía por fin del cascarón
para comerme el mundo. Ya iba tarde, como siempre. No era
una niña: tenía veintisiete años. Siempre he ido con diez
años de delay por lo menos en mi desarrollo como mujer.

Tuve el polvo por pena, por no saber decir que no. Tuve
al amante extranjero, con el que jugué a ser mujer-
cosmopolita. Tuve al amante prohibido, ya que era casado.
El amante mayor, sólo para comprobar si estaba tallada
igual que mi madre y me gustaban los muy maduros. No.
Ninguno era mi tipo. Tampoco descubrí gran cosa de mí
como mujer en cuanto al placer se refiere. Más bien me
pareció todo normalito, nada apoteósico. Y agradezco a Dios
su protección durante el experimento. Era yo en una lucha
desesperada por conquistarme como mujer. Y aún me
quedarían muchas batallas.
Estoy ocupada en la tienda estas semanas, lo que es
muy bueno, así no pienso, y no aspiro tanto desinfectante.
He decidido no tirar la toalla y no acabar el año sin una cita
Tinder que se precie, así que, fuera del trabajo, miro el
Tinder a todas horas. Alguna cosa interesante aparece, pero
todavía nada espectacular.

Por tener salvavidas, estoy chateando con dos chicos.


O, debería decir, hombres (no sé cuándo dejamos de ser
“chicos”). Uno es fontanero y electricista; vive en las afueras
de la ciudad, es divorciado, con dos hijas y un perro.
Siempre es bueno tener un manitas en casa. El otro es
soltero, me parece que no ha llegado a los cincuenta, -
¡quizás no ha llegado ni a los cuarenta!-, está muy en forma,
y parece tener un gran sentido del humor. De Tin Marín de
Do Pingüe, Cucara Macara Títere fue. ¿Tengo que elegir? ¿O
puedo quedarme con los dos?... ¿Estoy volviendo a los
veintisiete?...

Según Rudolf Steiner, la vida cambia cada siete años.


Es la teoría de los septenios. Mi madre me hablaba de esto.
A veces me acuerdo, porque, es curioso cómo cada siete
años aparece un ciclo nuevo. Yo lo he sentido así, sobre todo
a los 27-28, luego claramente 34-35 -un cambio radical-, a
los 42 crisis existencial, y a los 49-50, bueno, ya ven por
dónde voy. Y conforme nos hacemos mayores, parece que se
repiten en paralelo. Si ponemos el punto de inflexión a los
35 años, aproximadamente, a los 49-50 años tendría un
ciclo como el de mis 14-15 años. Es decir, ¡soy una
adolescente! Aunque, teniendo en cuenta mi delay en la
adolescencia, se podría afirmar casi con seguridad, que
estoy volviendo a los 27. Pero mucho más sabia, y arrugada
(aún no he pasado por el bótox, pero en cualquier momento,
caigo).
Una cosa que me encanta hacer en la tienda es
decorar la vitrina. Puedo sacar mi parte creativa y
desplegarla, y el tiempo se me pasa más rápido. Estas
navidades he puesto unas hojas enormes de palmera, de
purpurina roja, estrellas de purpurina negra, dos botellas de
champán envueltas con el papel característico de la tienda,
muchos regalitos y bolas de navidad. Un Womanizer Marilyn
Monroe en el centro, algo de cosmética, y juguetes, claro. Lo
más original: un succionador en forma de rosa roja y un
huevo vibrador que parece una fresa, metidos en una copa
de champán. La verdad es que está bonita. Las chicas de
dentro van a juego con lencería roja y negra, cintas de raso
de bondage, gorrito de Papá Noel y flores de Pascua. Y más
sobre la fecha navideña, la rubia se transformará en
pelirroja, y llevará un vestido divino de elfo sexy, hecho de
terciopelo verde con detalles en rojo y plata. Es importante
exaltar la fantasía y el juego. Nos volvemos viejos cuando
dejamos de jugar.

He quedado con uno de los chicos de Tinder, el


fitness, para vernos en la rave navideña de La Zenia. Les
cuento lo que es porque parece ser una locura. Yo le llamo
rave, pero no es una rave. Es una macro fiesta donde se
juntan todas las nacionalidades en la playa. Todos vestidos
en plan navideño. Cada uno planta su bandera, su barbacoa,
su carpa, o lo que le dé la gana. Y todos conviven y
comparten en una gran celebración. Los looks van desde el
simple gorro de Papá Noel, hasta pijamas navideños, y
algunas van de arbolito, llenas de brilli brilli. ¡Exaltar la
fantasía y el juego! ¡Claro que sí! ¡Hasta los perritos van
disfrazados! El chico Tinder y yo somos tan regios que
hemos quedado en ponernos un gorro de Papá Noel dorado
y encontrarnos en medio de la playa. Esto ocurrirá el día 25.
Creemos fervientemente que nadie llevará gorro dorado.
Todos serán rojos o, a lo sumo, verdes. Llevo una semana
recorriendo bazares chinos en busca de un gorro dorado.
Menuda idea. Le voy a quitar peso a este encuentro, y sólo
iré a pasar un buen rato, sin expectativas.

Sólo por añadir algo de diversión, o para complicarme


la vida, quedé con el otro chico Tinder, el fontanero, también
en la rave de La Zenia el día 25, pero quedamos en
ponernos cuernos de reno plateados. Con uno quedé a las
once de la mañana. Con el otro a las tres de la tarde. A ver
qué tal. Puede ser fantástico, o un auténtico desastre.

Antes que llegue el día, tengo pensado un viaje


relámpago a Madrid a ver a mis hijos. La idea de que pasen
Navidad solos -el padre se va de viaje-, me estruja el
corazoncito. Así que, por lo menos, el día 23 de diciembre
voy a ejercer de Papá Noel, y les llevo una bolsa entera de
regalitos y algunos dulces. Es la única época del año en que
me atiborro -y les atiborro- de azúcar.

Apuro mis días en la tienda, 20, 21, 22 y llega la


libertad. El día 23 vuelo con el Súper Sandero a Madrid, y
paso dos medio-días hermosos con mis hijos. Les entrego la
bolsa llena de regalitos para que pongan debajo del arbolito.
Y, para mi sorpresa, regreso con una bolsa de regalitos
también. No paran de sorprenderme.

Me vienen recuerdos de tantas navidades y


celebraciones. Nunca fueron chicos de pedir muchas cosas.
Aún guardo algunas cartas a Papá Noel. Eran tan sencillos
pidiendo regalos que me emocionan y enternecen. Me
acuerdo de unas botitas color rosa que pidió mi nena
cuando tenía tres añitos. Y los trenecitos y autitos de mi
nene. Qué privilegio ser Papá Noel.

También fui Ratón Pérez. Una vez pidieron no sólo el


regalito, sino una carta firmada por el mismísimo Ratón
Pérez con su huella impresa. Esa fue la noche que me acosté
tarde tallando una mini pata de ratón en una patata, para
luego mojarla en tinta y estamparla en las cartas del ratón,
donde tuve que cuidar extremadamente la caligrafía. La
exaltación de la fantasía y el juego siempre han estado muy
presentes en nuestras vidas, gracias a Dios.

Llegué a casa el día 24 súper tarde. Y al otro día tenía


doble rave navideña. Y antes de acostarme me di cuenta de
que sí tenía el gorro dorado de Papá Noel, pero no los
cuernos plateados. Así que me tocó acostarme tarde
construyendo unos cuernos plateados con papel albal.

Lo duro de la rave navideña es ponerte un bikini en


pleno invierno, cuando el cuerpo ha estado tapado tanto
tiempo. No te sientes sexy y ya estás descolorida. Como aquí
vas a la playa hasta bien entrado septiembre u octubre, no
es un blanco níveo, pero sí un bronceado descolorido. Y otra
cosa son los pies. Tres meses sin una pedicura en
condiciones, toca hacer un apaño rápido con esmalte rojo,
que siempre disimula todo. Digamos que fue una noche
larga entre cuernos de reno, depilación, autobronceador y
pedicura de emergencia. Me levanté destrozada a las nueve
y media, desayuné en cámara lenta, y me preparé para
marchar. Llevo el bañador puesto, por las dudas; pantalones
verdes brilli brilli, una camiseta blanca y una sudadera con
Mickey Mouse y Donald Duck navideños que dice “Jingle
Bells”. Es lo que conseguí y será mi uniforme navideño de
aquí a la eternidad.

Es imposible aparcar el día 25 de diciembre en la


Playa de La Zenia, salvo que vayas a las siete de la mañana.
Aparqué a media hora de allí, y cargada con mi mochila y
lona de playa, comencé mi caminata. Es un hermoso día de
sol, y corre una brisa agradable. Con cada paso renuevo mis
ganas y mi energía. A veces me olvido de lo fantástico que
es caminar. Tan sólo poner un pie delante de otro, y caminar,
no para llegar a ningún lado. No por nada los filósofos,
filosofaban mientras caminaban. Fluye mejor la sangre al
cerebro y las ideas se aclaran. Llevo un tatuaje en un brazo
que pone “just breathe” -sólo respira-. Debería añadir uno
que ponga “just walk” - sólo camina.
CAMINAR y RESPIRAR
“Sólo camina”, me digo a mí misma, como repitiendo
un mantra. Llevo casi veinte minutos y me estoy viniendo
arriba. Creo que apenas tenga vacaciones voy a hacer el
Camino de Santiago. ¡Sí Señor!

Llego a La Zenia a las 10:45 y ya es un mar rojo a fuerza de


gorros y trajes de Santa Claus. Me siento un rato a beber
agua y recomponerme, para estar lista a las 11 en el centro
de la playa con mi gorro de Papá Noel color dorado. A las
10:55 me adentro en el mar rojo, donde flotan diversas
banderas: españolas, belgas, inglesas, alemanas, suecas,
noruegas, alguna argentina, colombiana y ¡brasileña!
Alcanzo a ver a Uruguay, Venezuela, Ucrania, Rusia,
Finlandia y una que no sé de qué país es. También está la
bandera del orgullo, y se coló una del Real Madrid. El olor a
salchichas a la barbacoa inunda la playa. Y el reggaeton de
unos, se confunde con oldies de los ochenta en inglés, y una
especie de tecno búlgaro que no comprendo. Esto es
maravilloso.

Sigo adentrándome en el mar rojo, buscando a mi


churri de Tinder, es decir, buscando un gorro de Papá Noel
dorado. Uno, dos, tres… Diez. Hay gorros de Papá Noel
dorados por todas partes; siento que estoy en un libro de
“Buscando a Wally”. ¡Hasta los caniches llevan gorritos
dorados! Por eso yo no encontraba gorros dorados en los
bazares chinos: ¡Ya los habían vendido todos! Voy
descartando candidatos, empezando por las mujeres, los
señores muy mayores y los caniches.

Cuando son las 11:10, estoy en el centro de la playa, con mi


gorro dorado, y un poco desesperada. Justo cuando estoy por
sucumbir ante la frustración, matando a la pobre Pollyana
que me grita desde un rincón, diviso a unos cinco metros,
unos brazos musculosos y bronceados. Me voy acercando,
sobre todo para comprobar que esos brazos son seguidos
por un cuello, una cabeza y un gorro dorado. ¡Y sí! ¡Bingo!
Es él. Respiro. Resoplo. Respi… Se da la vuelta y me ve.
Exhalo. Nos acercamos.

“¡Hola!”, me suelta junto a un gesto con la mano, la


mar de amigable. “¡Hola!”, respondo. Y caen dos besos al
estilo español. “Menuda locura, ¿eh?”, le digo con sorpresa y
alivio. “¿Es la primera vez que vienes? Yo vengo todos los
años.” Mi mente prejuiciosa rápidamente empieza a
calcular: este chico de qué va, todos los años aquí rodeado
de Papás Noeles, no tiene otra cosa en la vida, qué raro, bla,
bla, bla… “¡Calla Schopenhauer!” Respiro para vaciarme de
ruido y me entrego al momento.

Él es lindo, tiene un cuerpo tallado -lleva solo


camiseta aunque sea diciembre-, y parece muy vital. Nos
hacemos hueco entre la marea humana, y conseguimos
poner mi lona en la arena. Conversamos mucho y nos reímos
bastante. Ya el mero hecho de poder conversar con un
humano, es reconfortante. Tanta IA, y tanto móvil me tienen
desesperada. Hay quien usa el CHAT GPT hasta para escribir
cartas de amor. Al final, las máquinas conquistarán la
Tierra: nos volverán máquinas a nosotros. Fuera corazón,
fuera emoción y fuera imaginación. El hemisferio derecho
del cerebro se marchitará sin remedio y posiblemente la
glándula pineal se transforme en canica. Es realmente triste
y patético.

“¡Basta! ¡Fuera negatividad y especulaciones


futuristas!”. Amordazo a Schopenhauer en un rincón
opuesto al que habita Pollyana, y a Tony Robbins, le pongo el
bañador. “¿Vamos al mar?”... Le suelto a mi Tinder Tres (he
decidido que mi Tinder Tres, Jake, no es mi Tinder Tres, sino
un moscón que usó Tinder para tener una cita conmigo, así
que no vale).

Lo bueno de tener una cita en bañador, es que los complejos


que puedas tener con tu cuerpo se desvanecen
inmediatamente. No hay nada que esconder, lo que ves es lo
que hay. Esto es algo que no podría haber hecho a los
veinte, ni a los treinta, ni a los cuarenta. ¡Benditos
cincuenta! … El mar está helado, pero es necesaria esta
inmersión por dos motivos: uno, porque refresca la cita, y el
segundo, porque la cola para hacer pis en el único baño que
hay, es de por lo menos treinta personas. Además, es bueno
para la circulación. Todo son ventajas.

Tinder Tres tiene cuarenta y cuatro años -un pibe- y es


venezolano. Creo que él cree que yo tengo menos años. No
pregunta, así que no contesto. Por una vez en mi vida, no
cuantifico y me conviene. No tiene el acento muy marcado
ya que lleva en España la mitad de su vida. Pero se nota el
ritmo, el calorcito y el sabor. Los latinos sabemos de eso. Hay
algo de chispa y mi Pollyana interior está haciendo twerking
en un rincón. Se nos ha pasado el tiempo volando y lo
estamos pasando francamente bien. Es raro tener que
despedirme y hacer que me voy, para volver con unos
cuernos plateados media hora más tarde. Pero, oye. Quedan
cinco días para acabar el año y hay que tener plan A y B, y si
me apuras, C. He quedado con Sergio, así llamaré en este
relato a mi Tinder Tres, para vernos el año próximo. Cuando
pasen todas las celebraciones familiares, de trabajo, etc.,
quedaremos en algún otro sitio y sin gorro dorado. No sé si
es porque es de día, o porque nos rodea el espíritu navideño,
pero sólo hay un tímido beso de despedida, como si
fuésemos dos adolescentes a escondidas de los padres, y un
“¡Hasta el año que viene!” Él se va a comer con amigos, y yo
me voy a casa. Mentira. Yo me voy caminando, aparentando
mucha seguridad, dejando el mar a mi espalda. A unos
trescientos metros, detrás de una especie de arbusto, me
cambio de ropa. (Dije que iba a ser mi único uniforme
navideño, pero luego me di cuenta que podía ser vista por
Sergio, así que me embutí en unos vaqueros blancos y un
hermoso jersey rojo y suavecito que me hizo mi hermana).
Una vez lista, vuelvo a la playa pero por el otro extremo. Con
Tinder Cuatro hemos quedado cerca de los juegos infantiles.
Con esta precisión y los cuernos plateados será más fácil
encontrarnos.

Una vez en los juegos infantiles, me dan unas ganas locas


de tirar la mochila y ponerme a trepar una tela de araña
gigante, ante la mirada atónita de una decena de niños -no
he dejado de ser chica-. Pero me aguanto las ganas. Sería
raro que mi Tinder Cuatro me viera colgada de una tela de
araña gigante como primera impresión. Respiro, me pongo
mis cuernos plateados hechos hábilmente con una diadema
vieja, dos bolis, mucha cinta de embalar y papel albal, y
oteo el horizonte. En esas veo un hermoso Golden Retriever
color blanco, que se acerca sonriente y con unos cuernos de
reno plateados en miniatura. No puedo más que tirar la
mochila, agacharme y llenarlo de mimos. Es hermoso y me
recuerda a Duke (Golden Retriever blanco que pertenecía a
mi ex pareja, y que vivió con nosotros unos nueve años). Los
Golden son ángeles bajados del cielo. Bueno, los perros en
general. Tienen esa inocencia, y esa fidelidad sin fisuras -
casi siempre-, y el gran don de conectarte con el presente
inmediatamente.

Es raro ver un perro suelto en esta playa y más en un día


como hoy. Pero deja de ser raro cuando veo al dueño
corriendo detrás. El dueño también lleva cuernos de reno
plateados. Así es como me encontré con Tinder Cuatro, al
que llamaré Carlos.
“No pude dejar a Bobby con nadie”, me dice Carlos
agobiado. (“No le pongas Bobby a este perro, por favor;
acabas de destrozar toda su estirpe”, pienso). “No pasa
nada; es adorable”, digo, para tranquilizarle. Nos saludamos
y después de algunas bromas sobre los cuernos que
llevamos -él los fabricó con unos tubos de PVC-, creamos un
pequeño territorio independiente entre el mar de
nacionalidades, y nos sentamos. Bobby ya está atado y
recostado al lado nuestro. Carlos detesta llamarle Bobby,
pero su hija pequeña le puso el nombre, y hubo que firmar.

Carlos es español, tiene cincuenta y dos años y es un


hombre tranquilo. Es fontanero y electricista, autónomo, con
lo bueno y lo malo de ser autónomo. Pero yo sé de eso un
montón. Me cuenta de sus hijas, su divorcio y sus hobbies.
Yo le cuento de mis hijos, mi divorcio, mi separación y mis
hobbies. Se me hace raro contar mi historia dos veces en un
día, y se me hace más raro aún, hablar tanto de mí. Le hace
gracia que trabaje en un sex shop. Dice que no entra a uno
desde hace siglos. Entonces, le cuento algunas anécdotas
graciosas.

“Resulta que un cliente se comió el aceite Afrodita -el


de las feromonas- en lugar del aceite comestible -tranquilo
que no murió-. Otro cliente nos muestra videos porno de su
novia, sólo para que veamos la talla de sujetador y podamos
asesorarle mejor. ¡Anda ya! O el típico que lanza un
comentario súper anti-sexi mientras mira los estimuladores
prostáticos: “Me recuerda cuando mi madre me metía los
supositorios” -si a tu mujer, que está al lado tuyo en este
momento, le quedan ganas de algo después de ese
comentario, me alegraré mucho por ti-. ¡Y así puedo seguir
hasta el año que viene!”

Le cuento que somos una tienda pet friendly. Puede


entrar perfectamente con Bobby. A veces lo más real que
entra a la tienda es el perrito que entra con su dueño, es lo
más inocente y transparente que hay. (¿Por qué el mundo no
deja que seamos inocentes? Es como si necesariamente uno
tuviera que estar manchado, ser retorcido, maquiavélico u
ocultar algo). Aunque el otro día entró una pareja con su
perro buscando pastillas para la erección, y el perro estaba
empalmado. (Creo que Bobby me ha guiñado un ojo; igual
estoy alucinando).

Carlos se ríe, y no puede creer que me tome todas


estas cosas con total naturalidad. Y sí; llevo mucho peor el
estrés absurdo de las regañinas absurdas (uso la palabra
“absurdo” dos veces a propósito), que los videos porno.
-“Eso sí: detesto a la gente que está tres horas para elegir
un lubricante como si fuera una decisión trascendental,
justo a la hora que quiero ir al baño y comer. ¡No te metas
con mis necesidades básicas!” -pongo cara de asesina en
serie y Carlos se ríe otra vez.

Aunque la charla es agradable y nos entendemos,


sobre todo porque tenemos casi la misma edad y vivencias
parecidas, Carlos no me hace tilín. Yo a él sí, y busca el
beso. Pero, yo no estoy por la labor. Carlos es fontanero y
está fondón -ya les dije que tengo una tara mental con el
físico y soy adicta a la belleza-. Pero más allá de lo fondón,
no hay química. Creo que me gusta más su perro que él, y
una relación no puede empezar así. Le digo con franqueza
en qué punto estoy, y él lo comprende perfectamente. Se
ofrece como amigo, y como fontanero y electricista. Y, oye,
sólo por eso, la cita ha valido la pena. He ganado un
potencial amigo, un hermoso perro y un manitas. Y él,
posiblemente, si se anima a venir, ha ganado un excelente
asesoramiento -y quizás algún descuento- en el sex shop, o,
por lo menos, una monodosis de lubricante de fresa.
Ya sobre las seis de la tarde, de un soleado pero ya
fresquito 25 de diciembre, nos despedimos, hasta el año
que viene. -“Si alguna vez necesitas que me quede con
Bobby, me dices”, le digo. “Vale”, me dice con dos besos
españoles. -“Y si necesitas un fontanero, ya sabes” (menos
mal que no hizo el típico comentario de desatascar las
tuberías, aunque me hubiese reído seguramente. A los
cincuenta, ya no te ofendes al pedo).

Aún me quedaba la caminata de treinta minutos al


coche en la que mi mantra vino a rescatarme: “Solo camina.
Solo camina. Solo camina”. Volví a casa cansada pero feliz.
¡Qué bien aprovechado este día libre! El fin de año promete
y llevo puesta una gran sonrisa.

Volví a casa contenta y con un hambre voraz: me tiré


el día entero con un sandwichito y una cerveza sin alcohol
con limón. ¡Voy a desaparecer! Me preparé dos tostadas con
verduras y huevos revueltos. Y de postre, ¡un yogur vegetal
con nueces! “Wow, menuda bacanal”, dirás. Pero es que no
tengo nada en la nevera; debo ir a Mercadona otra vez. Que
no me pille el nuevo año sin mis básicos de Mercadona.
ENERO. LACÓNICA.
“Mercadona, Mercadona” … Suena el hilo musical del
supermercado, y la voz del anuncio tiene más energía que
cualquiera de las cantantes agonizantes que están hoy de
moda. Estoy comprando mis básicos de Mercadona
semanales. No sé qué me agota más; si la rutina sin sentido,
el limpiar lo limpio, el repetir las mismas frases, la vigilancia
persecutoria, o las cantantes lacónicas que conforman el
hilo musical de la tienda. Exceptuando algún respiro de Ella
Fitzgerald, o Tina que viene a rescatarme con su Private
Dancer, el resto es un hilo quedo de voz, como si tuvieran
pereza. No sé si les pegaría una hostia o les daría un plato
de lentejas. ¡Coño! ¡Respiren, modulen, muevan la
mandíbula, el diafragma, y el resto de músculos
intercostales!… ¡Si sudan un poquito, también está bien!…
¡Por Dios! ¡Canten! Esta moda de cantar todo en un susurro
me pone de los nervios. Es un insulto a siglos de Bel Canto,
un insulto a las estrellas del rock, a los grandes del pop.
Ahora bien: cuando la pereza las hace calar, es decir, no
clavar la afinación, sino que están casi en la nota, eso no lo
perdono. Le doy al botoncito de “pasar a la siguiente
canción” con un gesto de desaprobación total, como
queriendo infringirles un castigo. Pero lo reconozco: estas
cantantes lacónicas tienen millones de escuchas y son, por
ende, millonarias, y yo no. Algo habrán hecho bien.

Arranco el año como las cantantes lacónicas: aunque


afinada, tengo muy poca energía. Me cuesta salir de la
cama. La cuesta de enero, cuesta. Pasaron los Reyes Magos
con su locura añadida (si Gaspar, Melchor y Baltasar
supieran la que se monta cada año con la compra de regalos
absurdos, comidas copiosas, y celebraciones forzadas -y en
nuestro caso, la venta indiscriminada de dildos y
vibradores-, daban marcha atrás al camello y a otra cosa,
mariposa). Por suerte ya pasó la fiebre de las Fiestas, y los
niños han vuelto al cole. La segunda ola de fiebre es la
gente que quiere cambiar los regalos. Los que aún les
quedan neuronas que hacen sinapsis, traen la caja sellada
de algún vibrador para cambiarlo por otra cosa. Hay quien
insiste en que le cambiemos un vibrador abierto, y toca
poner cara de póker y armarse de paciencia.

Mi chico Tinder Tres, Sergio, me ha estado


mensajeando y no sé qué hacer. No le quiero dar largas pero
no tengo energía. Le dije que la tienda me tiene machacada,
que me espere unos días más para quedar. Me acuerdo de
un cliente que con la Maca comprada en Ali Express tiene
alegría de vivir. Me habla de las bondades de la raíz andina,
y le salen chispas por los ojos. Así que corto por lo sano, y
me compro por Amazon un bote que contiene la promesa de
energía y líbido que ando necesitando: Maca Negra, con
Ginseng, Tribulus y L-Arginina, un toque de Zinc, Vit. C y
todo el grupo B; si me apuras, la V también. Menos mal que
soy Prime-la falta de paciencia cuesta al menos cincuenta
euros al año-; mañana lo tendré en casa, y empezaré a
tomarme las cápsulas, tres por día. Cuando lleve doce,
quedaré con Sergio. Lo tengo todo pensado. Digo yo que en
cuatro días ya sentiré algo. Igual soy demasiado optimista.

Estoy lacónica pero optimista. Mi Pollyana interior no


hace twerking pero se mece al son de un cover lacónico de
Nirvana. (¿Veis? ¡Cómo no van a ser millonarias las
cantantes lacónicas, si consiguen reproducciones hasta en
mi subconsciente!) Se acerca la fecha del inventario y no sé
si ponerme contenta o echarme a llorar. Hay días que me
paso horas y horas contando bolsas. Por un lado me
mantengo ocupada; pero por otro, siento el desperdicio. Una
mujer como yo cuenta bolsas, durante horas, a cambio de
un poco de dinero. Es triste. Es como una película en blanco
y negro, donde el amor de tu vida se aleja y empieza a
llover. Así me siento. Pero recuerdo que mañana tendré la
Maca Negra, y me aferraré a ella como a un salvavidas: de
esta salgo. Hasta que mi corazón quiera bailar y cantar de
alegría, no pararé.

Hablando de Maca, me viene a la mente, las veces que


las mujeres entran a la tienda buscando ayuda para
recuperar la líbido. No sólo mujeres en edad menopáusica,
sino chicas jóvenes también. Intento ayudarlas hablándoles
de las cosas naturales que pueden tomar, el deporte que
pueden hacer para segregar más testosterona, las
feromonas, etc. Un día una mujer entró buscando un
lubricante y diciendo: “Es que me hice mayor”, como
pidiendo disculpas. Yo, además de normalizar el uso de
lubricante, le devolví un piropazo: “Qué hermosas
pestañas”. Entonces ella me contó su truco: un rímel de no
sé qué marca por 31,50€. Quedé muy agradecida, pero
seguiré con el de Mercadona, por 3,50€: lo mejor que le ha
pasado a este país. (Attenti: el rímel que me recomendó -lo
he googleado- se llama “Better than sex”. No sé si quiero
esas pestañas).

Varias veces han venido mujeres a mi rescate


también. Es bonito cuando las mujeres, lejos de competir, se
ayudan.

Estaba yo en uno de esos días tristes, sentada en un bar,


buscando respuestas en una taza de café con leche vegetal
(algunos dirán que eso no es leche), cuando una mujer se
me acercó, así, de la nada, -out of the blue, dirían los
ingleses-, y me entregó una nota. Al principio la miré con
desconfianza. Estamos inmersos en una sociedad donde
temes que te den una droga que por ósmosis te deje knock
out y te roben hasta las bragas. O que sea una maniobra de
distracción para robarte hasta las bragas. Qué triste,
¿verdad?… Pero no. Era una nota que decía: “Eres valiente,
hermosa, llena de amor y cariño. Siente tu fuerza”. Qué
lindo cuando una mujer rescata a otra. Aún llevo la nota
conmigo.

Otra vez estaba yo en una escala larguísima en el


aeropuerto de Londres, sentada en el suelo, procurando
escribir, cuando un hombre, bastante embebido en alcohol,
se me puso a hablar. Otra vez, la desconfianza. Le dije varias
veces que intentaba escribir, para que no me hable. Pero
seguía y seguía. Hasta que una joven mujer musulmana -
llevaba velo-, se acercó y me preguntó si quería su mesa,
que ella ya se iba. Y de esta forma me rescató. Quizás no de
un depravado, pero de una situación incómoda, sí.

Llegó la Maca Negra y empecé a tomarla religiosamente. Y


otra cosa que empecé, aunque no tan religiosamente, es el
deporte. Necesito construir energía. Ya pasaron más de dos
semanas desde que conocí a Sergio, y, aunque hemos
seguido hablando por chat, no tenía energía para quedar.
Pero llevo cuatro días de Maca, así que voy a por todas.
Hemos quedado a cenar mañana y la verdad es que me
apetece verlo. Mis ganas van in crescendo, y,
lamentablemente, mis expectativas también. Lo de las
expectativas ya no es tan positivo. Intento pensar en otra
cosa, aunque recuerdo vagamente los brazos fuertes de
Sergio, y la llamita se agita. Pollyanna se está peinando y
acicalando; Schopenhauer sigue amordazado, y Tony
Robbins está meditando: creo que está creando momentum.
Cuando despierte Tony, “agarrate Catalina”.

Pasan las horas y mi idea sobre Sergio va tomando


forma, color y textura. Sería genial poder poner a la mente
en pause. Debería volver a hacer el reto de Chopra. A veces
mis prejuicios me dejan boquiabierta. Por ejemplo, ves a la
típica señora tirando a mayor, con sobrepeso, sin ningún
tipo de armonía en su físico, totalmente descuidada su
estética, y termina diciéndote, toda orgullosa, que tiene un
novio veinte años más joven y, a la vez que te cuenta sus
proezas sexuales, se compra, con la tarjeta de su novio, casi
trescientos euros en lencería y juguetes eróticos. Ole tú.

Por suerte me distraigo un poco con los clientes


pintorescos. También hay clientes emotivos. Como esta
chica ucraniana, que compra lencería y cosmética erótica
porque va a visitar al novio, al que no ve desde hace seis
meses, ya que no pudo salir de Ucrania por la guerra. Me
hace pensar. A veces nos preocupamos por cada tontería, y
hay gente huyendo de bombas.

También está el rarito de turno: un cliente que no


habla español, o eso hace creer, y se pasea por la tienda
mirando cosas random, y cada tanto se mete la mano en los
pantalones… No sé si se toca las partes o justo le pica un
grano, pero, hay que joderse, lo que hay que aguantar. Me
hago la que no me doy cuenta para evitar una escena, y
porque no hay otros clientes. Pero si un cliente mira cosas
random, es sospechoso… Un masturbador, unas bragas,
unas bolas chinas, un gel vibrador… Ya lo de la caja de
tampones-esponja no me lo trago. No puedes ser un hombre
y estar mínimamente interesado en un tampón. Eres raro,
chico. ¿O es que igual no es un hombre?... Esto de ser tan
binaria me tiene loca. Cuando el personaje se va, desinfecto
todo lo que ha tocado. Porque recordemos, que entre bola
china, plug, y tampón, se ha estado tocando los gobelinos.
Mátame camión.

Entre prejuicios y juicios de valor transcurre la


mañana, aburrida en general pero con algunas notas de
color. Ya he desmantelado la vitrina navideña, ya he
limpiado, ya he comprobado que todos los clientes que
recientemente han llenado una tarjetita, están dados de alta
en el sistema. Ya ha pasado el inventario, y ya hay
misteriosamente algún fallo de stock. Sobre todo al alza.
Generalmente nos sobran productos, más que faltarnos.
¡Qué empleadas ideales, oye!

Para rematar la mañana, entra el típico grupito


graciosillo que parece que tienen cinco años, todos juntos, y
no hacen más que reírse nerviosos, decir y hacer groserías,
como tocar el “chochito” de la maniquí. A veces desearía
tener poderes telequinéticos y darles una hostia a través de
la maniquí. Como no tengo dichos poderes, al menos no los
tengo hasta que mi Tony Robbins interior cree el suficiente
momentum, solo me limito a arrinconarlos hacia la puerta
diciendo: “Ésta no es una conducta apropiada”, e
invitándolos a retirarse. Alguna vez uno me ha replicado en
plan chulo, y he estado a punto de llamar a seguridad. Es
duro ser ayudante de dependienta, dependienta, policía,
segurata, limpiadora, psicóloga, sexóloga, traductora,
reponedora, decoradora, recepcionista, y que, incluso a
veces, te confundan con masajista, por la módica suma de…
Cualquier día de estos, al típico cliente septuagenario que
me pregunte si he probado todos los vibradores y cuál me
gusta más, lo mandaré a la reconcha de la lora, sea de la
nacionalidad que sea. Seres del mundo: no abuséis de mi
paciencia. No es que yo esté pre-menopáusica: es que estáis
cruzando los límites.

Me centraré ahora en lo bonito: llegó el día de la cita y


dos brazos torneados y bronceados me esperan. Me arreglo
un poquito, aunque no demasiado: convengamos que este
muchacho me conoció en bañador, y con un gorro de Papá
Noel en la cabeza. Tiro del vestido negro al cuerpo -que
siempre queda bien-, botas y una chaqueta de cuero. Es
enero pero no hace tantísimo frío. Con mi Sandero allá que
voy a unos diez minutitos de casa, a mitad de camino entre
mi casa y la suya, un restaurante con terraza frente al mar,
que, aunque sencillo, tiene la magia de la brisa marina y su
cielo está surcado por filas y filas de lucecitas que lo hacen
pintoresco y especial. Como es enero, ponen estufas y te
dan mantitas, y se está la mar de bien.

Llegué en hora y Sergio ya estaba allí. Me dio dos


besos y me regaló una sonrisa perfecta. “Buenos dientes”-,
pensé -ya estamos-… Sin pensar cuántas personas por día
se envuelven en la misma manta, me la pongo sin dudar:
estaré más a gustito. Continuamos la charla más o menos
donde la dejamos el día de Navidad, alternando con
anécdotas sobre estos casi veinte días que han transcurrido
desde aquel encuentro. Le conté de mi agotamiento, mis
historias del sex shop, lo que me cuesta enero. Y él me contó
de todas las visitas familiares, y las comilonas que
contrarrestó con el doble de entrenamiento. Debo reconocer
que este muchacho tiene mucha disciplina.

La comida es buena, y el ambiente, distendido.


Convengamos que un vinito tinto, ayuda. Me intriga que no
se haya casado, que no tenga hijos, que no haya pasado por
los típicos estándares por donde casi todos pasamos. Él me
cuenta que nunca se enamoró hasta los tuétanos, y que
nunca deseó tener hijos. Su familia es ya de por sí
multitudinaria, y tanta gente y tanto ruido, a veces le
agotan. Le encanta pasar tiempo solo y le encanta entrenar.
Entrenar es su hobby y su trabajo, ya que es entrenador
personal -que antes no os lo dije-.

Consigo hacer a un lado a mi mente, y más allá de


pensar si hay futuro, si no hay futuro, si sí, si no, si el este o
el oeste, procuro conectar con el momento presente. Y para
eso, comienzo tocándole un brazo. Un buen bíceps es para
una mujer como el porno para el hombre. Y si va
acompañado de un buen deltoides, bingo. Bracito va,
bracito viene, comenzamos a besarnos. Pollyanna salta de
alegría y la Maca Negra y todos los demás ingredientes
recorren todo mi sistema.

Fue una cita sensual y romántica, y vamos hasta mi


coche, donde siguen los besos y toqueteos. Siento por un
lado la excitación y por otro, la comida y el vino que van
borrando los efectos de la Maca. No voy a forzar un
encuentro íntimo, sobre todo, porque me doy cuenta de que
quiero dormir. (¡Paso súbitamente de vampiresa sensual a
morsa! ¿Cómo puede ser?)...

Me da un poco de palo decírselo, pero finalmente le


digo la verdad: llevo un día largo entre el trabajo, recados,
etc. La próxima cita seguimos donde lo dejamos. Me sonríe
con sus dientes perfectos y nos despedimos. Me queda el
resto necesario para conducir, y meterme en la cama.
Convengamos que mañana por la mañana tengo que abrir la
tienda y no me da para mucho más. Si Sergio hace ghosting,
lo entenderé y no le guardaré ningún rencor.

Pero no; no hizo ghosting. Al otro día tenía un mensaje


de “Buenos días” y una flor virtual en el WhatsApp. Aguante
Venezuela. Como siga tomando la Maca y no toque un vino,
en dos días, esos bracitos me estrujarán. Ahí va mi aliciente
para esta semana.
Procuraré quedar con Sergio esta semana otra vez, ya
que la semana que viene me toca de tarde, y salir a
desayunar y hacer jogging, se me hace raro. El efecto Maca
va viento en popa pero siento una vibración extraña y
constante en el periné. ¿Será la Maca o el hecho de estar
rodeada de vibradores? No lo sé, pero es, al menos, curioso.

Ya sabéis lo que toca, trapito y desinfectante, y un


escaso goteo de clientes normalitos: lubricante,
preservativos, alguna pastilla para la erección. También
hombres desesperados buscando afrodisíacos para sus
mujeres o amantes, algo que puedan “echarles en el
champán y se vuelvan locas”. Esto es bastante habitual. La
gente quiere soluciones mágicas para todo. Yo me pregunto:
¿No probaron con amarlas, besarlas, acariciarlas, hablarles
al oído, hacerles sentir especiales y hermosas, y
escucharlas?... A veces les pegaría una hostia. A esos
hombres, digo. No se trata de drogarlas, chicos. Haz algo
para que ella desee fervientemente tocar tu pene y abrirse
como una flor.

Pero, no es culpa de ellos, ni de ellas; nos enseñan mal


el sexo, y esta mala idea está reforzada por el porno, las
pelis, e incluso ¡los anuncios de chocolate! (Él la mira, ella lo
mira -me referiré al sexo hetero de los anuncios de chocolate
y las pelis de acción- él tiene una erección bestial, ella está
súper motivada, él la saca mágicamente y sin dificultad, la
despoja de sus panties, mágicamente y sin dificultad, y él la
penetra en un santiamén, mágicamente y sin dificultad,
como si fuese un misil teledirigido: va directo y sin fallo.
Ambos llegan al orgasmo súper rápido y juntos. I-RRE-AL).

Sergio insiste en quedar el jueves por la noche, y, aunque sé


que el viernes por la mañana lo lamentaré, he quedado.
Que Dios y la Maca me acompañen.
SANTA MACA

Que Dios y la Maca me acompañen: llegó el jueves.


Después del trabajo me propuse hacer siesta, como las
abuelas, para tener energía por la noche. Quedamos con
Sergio a tomar un cóctel, nada de cenas copiosas. La cita es
en un bar que tiene terraza y está decorado estilo caribeño:
las lámparas son sombreros de paja, y los cocteles son
coloridos, con sombrillas, y frutas tropicales. Por las dudas
me pedí un cóctel sin alcohol. Este sitio me gusta.

Sergio trae sus brazos y dientes perfectos, y mucha


energía. Yo voy construyendo energía de a poco -este chico
debe tomar algo más fuerte que la Maca-. Después de los
cócteles con buena música de fondo y algunos besos y
risitas tontas, nos vamos a mi piso. Creo que Sergio vive en
una peli de Bond, porque con dos besos, ya la está sacando
y me está tironeando de las bragas. Creo que está
preparando el misil teledirigido, cuando le hago un ole, y me
evado hacia la cocina, a por un vaso de agua. Él viene y me
sigue revoloteando en la cocina. El misil teledirigido ya está
en posición, y yo hago otro ole y voy al baño. Quizás soy muy
vueltera -excepto por el incidente amatorio desenfrenado en
la playa, pero es que estaba bajo el influjo de la luna y la
marea-, pero prefiero vaciar mi vejiga antes de, y me gusta
asearme y súper asearme antes de, y quizás entonces,
pueda entregarme al frenesí. Siento palpablemente a mi
Pollyanna interior bailando la Maca-rena, así que, sin más
oles, me entrego a las olas de pasión.

Luego de un buen rato que no puedo precisar, y donde


puse a prueba mi resistencia física y elongación, llega el
reposo. Ha estado bien; sin lluvia y sin rocas, menos erótico,
pero igual de frenético. Es difícil comparar nada con aquel
episodio, ya que, repito, yo estaba embrujada. No digo que
Sergio sea mal amante, pero… ¿Viste cuando son como una
máquina, pum, pum, pum, con mucho vigor, pero poco
tacto, poco beso? Fue así. Pum, pum, pum, durante un largo
rato y en varias posiciones. Se parece a un juguete que hay
en la tienda que se llama Sex Machine: un dildo agarrado a
una base con un motor potente que genera embestidas a
una velocidad de vértigo. Pues, me recuerda a eso. Después
nos dicen inconformistas a las mujeres, y nos acusan: “Eres
como la gata Flora, si se la meten, grita y si se la sacan,
llora” -ésta es una frase popular, y sale de una canción-.
Pero, maticemos. No nos quejamos por duro, por blando,
porque dura mucho, porque dura poco. Es la falta de
conexión, de escucha, lo que nos hace disconformes. Y no
me refiero solamente a la escucha de las palabras y el oído.
La escucha también tiene que ver con gestos y miradas, y
con el tacto. Y básicamente, con estar presente cuando el
otro está presente. Quizás es porque no nos conocemos,
pienso; no hemos generado tanta confianza. Pero tengo mis
dudas. Creo que este muchacho hace del sexo un
entrenamiento más. Y es para aplaudirlo, ya que es
realmente un atleta. Pero ya veremos si sigo mi
entrenamiento, o no. A ver qué me dice mi cuerpo estos
próximos días.

Transcurre el resto del mes en mi bucle en blanco y


negro y con encuentros con Sergio cada dos o tres días,
más o menos, que pondrán la nota de color. Igual, la verdad
es que hay poca conversación; es más bien sexo. Estoy
bastante agotada: me tomé la última cápsula de Maca y
creo que si sigo así tendré que encargar más.

Cuando trabajas en un sex shop, todo es sexo en tu


vida. No me refiero a tener sexo, aunque últimamente, eso
también. Me refiero a que tus ojos ven sexo en todas partes.
Donde pone “pena”, lees “pene”. Donde pone “cono” lees
“coño”. Donde pone “actualizar Sistema Operativo Sonoma”,
lees “Sodoma”… Y así sucesivamente. Estoy seriamente
perjudicada… ¿Tengo arreglo?... No es por quejarme. A los
cincuenta años tener líbido, y un compañero sexual activo y
buenorro, es un lujo. Pero, mi cuerpo me está mandando
señales que no van en sintonía.

Como os conté, para Sergio, el sexo es muy frenético,


casi deportivo. Mi parte íntima reacciona con inflamación,
picor, y un leve dolorcillo, que no me hace feliz. Procuramos
en nuestra última cita no tener sexo, sólo dar un paseo y
hablar, pero no resultó. Terminé desahogándole yo a él sin
muchas ganas, y este hecho no contribuyó a mi felicidad.
Así es que empecé a espaciar más los encuentros. Mis partes
pudendas están “cerradas por reformas”.

Creo que no soy el tipo de mujer que le gusta el sexo


por el sexo mismo. Me aburre. Para hacer deporte ya me voy
a correr (en argentino o español latinoamericano, ya que en
España, “me voy a correr” es “voy a llegar al orgasmo”).
Aunque mi adonis caribeño esté como un tren, tendré que
bajarme en la próxima estación.

Esta mañana me encontraba pensativa con este


dilema, cuando entró una señora ucraniana o rusa con
amigas, y se puso a enseñarles los juguetes como una
experta. Este tipo de clientas que casi hacen el trabajo por
ti. Ya al rato, con el “micrófono” en la mano, se gira y me
suelta sin pestañear:- “¿Cuál es el mejor para llegar antes al
orgasmo?… Me quedé perpléjica - que es más que perpleja-
y luego de un rato que me pareció eterno, conseguí
decirle… Arti-culan-do len-ta-mente las pa-labras… -“De…
pen…de… De… lo… que .. te … guste…???”… Ella remató el
diálogo diciendo:- “Yo tengo uno que me costó 120 euros y
llego al orgasmo en 5 minutos. ¿Tienes algo más rápido?”…
Me dio pena y rabia a la vez. No sabía que había una
competición de orgasmos y había que batir un récord. Los
humanos estamos un poco -¿un poco?- jodidos. Estuve a
punto de venderle el micrófono y decirle que, de paso, se
compre un cronómetro en Decathlon, pero me mordí la
lengua justo a tiempo.

Al ratito nomás de este episodio, entre triste y


pintoresco, entró un sonriente Golden Retriever a la tienda,
seguido por su dueño. Me saltó un “¡Bobby!” de la boca,
seguido de un “¡Carlos!”, -la verdad es que ambos me
trajeron notas de color y una inusitada alegría-, y nos
pusimos a charlar. Como no entraba gente, Carlos me hizo
preguntas sobre algunos juguetes y echamos unas risas.
Charlamos cosas random sobre nuestras vidas ese mes, y se
marchó sin antes soltar la frase esperada: “Ya sabes, si
necesitas desatascar alguna tubería…” Nos reímos y se fue,
dejando una estela de felicidad. Una felicidad sencilla, que
tiene que ver con un perro, un día libre, y una charla
agradable, sin grandes proezas sexuales ni promesas
absurdas. Sin darme cuenta, pasé el resto de la mañana con
una sonrisa dibujada y con la esperanza renovada. “¿Ves,
Universo? Necesitaría algo así pero con algo de química, y
menos barriga”. Schopenhauer está a punto de
aleccionarme, ya lo veo alzar el dedo. Pollyana suspira y
Tony Robbins, se va a echar la siesta.

Ya solo queda la última hora. Se ha pasado rápido este


último rato. He comido a toda velocidad, todo está limpio, el
Trello tiqueado y los vibradores que llegaron hoy,
comprobados. Pienso en cerrar dos minutos para ir al baño,
pero entra un cliente de idioma impreciso, ya que sólo hace
ademanes. (Odio cuando estoy por cerrar dos minutos para
hacer pis, apurando una tarea para no dejarla a medias, y
entra el típico cliente o clienta que no es cliente o clienta
sino turista, y se pasea por la tienda como si estuviera en
Disney y toca todos los testers de los vibradores y prueba
todos los lubricantes con total impunidad y tú te quedas ahí
observando y apretando tus esfínteres como si fuese lo
último que harías en tu vida. Entre esto y los hipopresivos,
tengo el suelo pélvico de una quinceañera).

El susodicho cliente se marcha unos treinta minutos


más tarde. Pego el cartelito de “ahora vuelvo”, y voy al baño.
Es increíble cómo la mente puede llenarse de pequeñas
tareas o pequeños hitos en algunos momentos de la vida. Te
concentras en las cosas básicas de la supervivencia. Pasas
de águila a gallina, a través de un misterioso truco de magia
tejido por tu propio miedo y el buen hacer del psicópata
integrado de turno. Parece que todo se reduce; empezando
por tu ambición, y tus sueños; va cayendo una cosa tras
otra, y te haces pequeño, cada vez más pequeño.

Llega el día libre y ya aprendí mi lección: pongo el


teléfono en modo “no molestar”, porque estoy harta de las
llamaditas para venderme cosas o “mejorarme” la tarifa de
la luz. O de que me pidan rótulos y neones, porque una
imprenta online tiene casi el mismo número que yo, y la
gente es disléxica. O, lo que es peor, los mensajitos en el
grupo de trabajo con reprimendas porque hay una pelusa
detrás del expositor, o porque un vibrador no llevaba el
precio actualizado en la estantería. “¡Esto no se puede
permitir!”, es el encabezado de este tipo de mensajes. Pues,
eso mismo digo yo. No ser libre ni en tu único día libre
produce estrés, y no se debería permitir. Siento cómo mis
venas se llenan de cortisol, y me da rabia. Así que, lo siento
mucho: si me mandas mensajes o me llamas y no te tengo
registrado, no te cojo. (Se me hace raro decir “no te cojo”; al
fin de cuentas, aunque lleve más de veinte años en España,
soy argentina).
Si me ha llamado Almodóvar en estos años, no me he
enterado, y no le he cogido. Quizás por eso estoy trabajando
en un sex shop.
FEBRERO. DESPISTADA
“Estoy trabajando en un sex shop”, le cuento a una
amiga por teléfono, una amiga que no veo hace tiempo.
Como suelen tener fama de tugurios, oscuros y sórdidos, lo
aclaro siempre: “Es una boutique erótica”, y así la gente se
siente menos incómoda, o menos preocupada, o yo qué sé.
Se sorprende bastante pero se muerde los labios antes de
juzgarme: es una buena amiga. A mi madre nunca le podría
haber contado esto.

Cuando me fui de Argentina, me dirigí primero a


Estados Unidos. Mi plan no estaba en España; mi sueño
tampoco. Me fui a Nueva York, con un pequeño detour
previo por Los Ángeles. Un mes antes conocí a quien iba a
ser mi marido y padre de mis hijos, quien yo creía “el amor
de mi vida”. Lo conocí de manera totalmente random, como
si el destino se hubiese ensañado. Como cuando me
eligieron para el gran musical. Las cosas grandes en mi vida
llegan así: vienen, patean el tablero, y se instalan, no piden
permiso. Antes de conocerle, ya tenía previsto mi viaje a la
Gran Manzana en busca de mi sueño de ser estrella de
Broadway. Así que me fui. Tuve la suerte de que me alojaran
durante un mes - la tía de un buen amigo de aquellos
tiempos-, me busqué un trabajo de camarera, y fui
construyendo mi sueño -con ayuda de mi madre, debo decir,
que me dio algo de dinero para empezar-. El objetivo era
hacer un intensivo de Teatro Musical y audicionar. Así que
trabajaba de camarera de lunes a lunes, prácticamente,
para poder pagar el piso -que alquilé posteriormente- y vivir,
mientras realizaba el curso y tomaba audiciones, y me
eligieran para un musical en Broadway. Estaba todo
planeado. Recuerdo cuando le conté a mi madre que era
camarera. Se avergonzó tanto de mí… “¡Sirves a la gente!”-
me dijo, -“Pero, ¡si tienes un título de Economía!”-...
Imagínense si le hubiese dicho que vendo penes de
silicona… Me habría desheredado por completo, y me
hubiera pedido que le devuelva la pasta que me dejó para ir
a Nueva York, con intereses.

El amor de mi vida y yo mantuvimos una intensa


correspondencia por e-mail (en esos momentos no había
WhatsApp). Yo iba a unos ciber-sitios a usar un ordenador y
poder recibir los mails y escribir. No eran ni siquiera cafés;
eran unos locales oscuros, llenos de chinos jugando
videojuegos y gritando en chino. Un poco bizarro, la verdad.
Así y todo, el amor prosperó, y él decidió acompañarme en
mi aventura americana. Y, como se suele decir: “Casi sin
conocerlo, de repente, estaban sus camisas colgadas en mi
armario”.

Yo no sabía quién era yo, ni qué era ser mujer. No me


conocía para nada, y mi amor propio, era del tamaño de una
hormiga, lamentablemente. Pero, una fuerza centrífuga me
llevaba hacia él, y, no era química; era la razón: mi
Schopenhauer interior estaba feliz porque todo cuadraba en
su idea del amor, del compañero ideal, del príncipe, de la
futura familia. El “amor de mi vida” tenía poco que ver con
el “amor”, pero yo no lo sabía. Si te sientes pequeña,
maltratada, no mirada, ignorada, no deseada, seguramente,
no es amor. Ahora lo sé. Pero esa fuerza centrífuga se instaló
y yo creo que era algo así como un mandato divino: mis
futuros hijos querían existir, y por eso, un pegamento
invisible nos mantuvo unidos, hasta que el milagro se
produjera, en un mes de marzo, cuatro años más tarde.

Pero vuelvo a “el aquí y ahora” -está de moda decirlo


así; no hay coach que se precie que no lo diga, ni profe de
teatro, tampoco-. Febrero es según San Marketing, el “mes
del amor”, así que, toca prepararse para la campaña de San
Valentín, que será desenfrenada, donde procuraremos
fidelizar hasta a las mascotas, regalando
indiscriminadamente corazones y lubricante de diferentes
sabores en sobrecitos. La vitrina está llena de corazones y
cartitas de amor. Y las chicas, se visten de rojo rabioso.

Lo mío con Sergio no continuó, y decidí darme un


tiempo antes de seguir tindereando. Tampoco es plan
gastarme el sueldo en Maca y cremas de uso íntimo.
Necesito recuperar fuerzas. Además, ando la mar de
despistada. Miro el horario del trabajo todos los días varias
veces por temor a equivocarme. Cuando hay algún cambio,
lo compruebo de tres a cinco veces con mi
compañera/ayudante de dependienta/encargada. Cómo será
que ando despistada, que casi me pongo el retinol en el culo
y la pomada antihemorroidal en la cara. Literal. Me pregunto
qué hubiese pasado, incógnita que no intentaré desvelar.
Bueno, a lo mejor descubro algo. ¿Descubriré el nuevo
bótox? Quita, quita.

Hasta que lleguen los días fuertes, mato el


aburrimiento en la tienda haciéndome una retorcida
manicura con el cúter (llevamos un cúter colgado del cuello
para poder abrir las cajas de lencería). -“Oh, shit”, me acabo
de hacer una estropicio cuticular. Voy sangrando por el
mostrador y necesito desesperadamente una tirita (curita).
Como no puedo subir al almacén a por ella, me envuelvo el
dedo en papel de cocina. Espero que no entre nadie en este
instante. La verdad es que son días tranquilos. La cosa se
activará en una semana o así, y los días trece y catorce
serán la locura: todos estarán comprando el regalo a último
momento.

En los días muertos, ver aparecer al chico de Nacex


con cajas de pedido es como ver al Mesías: ya sabes que ese
día no tendrás que limpiar lo limpio y aspirar desinfectante.
Así que, San Nacex, me trae tres cajas de productos,
vaticinando una exitosa campaña romántico-erótica. Paso la
mañana comprobando huevos vibradores y balas, con amor
y dedicación. Pongo alarma a la cosmética, y sus respectivos
precios. (Oh, fuck-shit, resulta que esta vez no había que
poner alarmas y precios, porque son muchos botecitos, y
hay que economizar alarmas y precios. Sorry, las
contradicciones me matan, y el sentido común, es el menos
común de los sentidos, diría mi padre). Si se acaban las
pegatinas en la máquina de marcar precios, me toca ver el
tutorial en Youtube -otra vez- de “cómo cambiar las
pegatinas”. Así y todo, más de una vez, la máquina se ha
rebelado contra mí, y acabé con pegatinas hasta en las
orejas. (Si me estaban observando en ese momento por las
cámaras, era como poner un capítulo de Mr Bean).

La mañana se va animando un poco, y empieza a


haber movimiento. No sé por qué pero esto va por rachas:
un día es el día de los masturbadores caros; otro día
pastillas para la erección, cinco cajas al hilo y contando.
Orto día, perdón, otro día, es el festival anal. ¿Es que se
ponen de acuerdo? … Si, de repente, oigo voces de niños
acercándose, me salta el corazón y me planto en la puerta
como un policía. Los niños y adolescentes, sólo pueden
entrar acompañados de adultos. Algunas niñas se acercan
abducidas por la muñeca de la entrada que lleva lencería
bonita, tacones y un pelazo. Pero, no queremos que se
encuentren con un pene de veinte centímetros. Así que, ahí
nomás, les hacemos dar la media vuelta.

Cuando salgo del trabajo, además de algún recado suelto,


no hago mucho. Estoy en plan “oso”; hace fresquito - aquí
no se puede decir “frío”- y con el cambio de hora, oscurece
pronto. No me gusta eso de cambiar la hora, este afán de
querer ser nórdicos… Mis días fuera del trabajo, es decir, el
tercio de mi día que me pertenece, cambio el Tinder por el
Duolingo. Pasé de la Liga Carbón a la Liga Cuarzo; ya es
algo. Es lo que tiene no ligar, que puedes dedicarle más
tiempo al francés -esto suena contradictorio, pero tú ya me
entiendes-. El otro tercio que me queda del día, duermo.
Cuando lo piensas así, realmente da escalofríos. ¡Un tercio
de mi vida vendo dildos y vibradores! Un tercio de vida entre
los 49 y 65 años, supongamos, son algo más de cinco años.
¡Cinco años completos haciendo algo a lo que no le hallo
sentido! Aunque reconozco que he hecho y hago muy felices
a muchas personas en la tienda. Les atiendo bien; soy
dedicada, respetuosa y empática. Los hago sentir cómodos y
me esmero para que se sientan escuchados y asesorados en
el idioma que sea. Y eso, ya es un montón. Si además se van
sonrientes, con más autoconfianza y su vida sexual mejora,
es un verdadero montón. Bueno, si lo pienso así, no es en
vano el tercio de mi vida dedicado a esto. Gracias a esto, en
gran parte, tenemos 4,9 estrellitas en Google. Me pongo una
medallita.

Yo reconozco que tengo una tara mental con sentirme útil:


me cuesta hacer por hacer. Si no le encuentro el sentido a lo
que hago, no perduro mucho. Si encima no me siento bien
tratada, apaga y vámonos, como se dice comúnmente. Todo
en esta vida al final pasa por una balanza: lo que pongo y lo
que saco, lo que doy y lo que recibo. En las relaciones
también, sean de trabajo, de amistad, de familia y ni hablar
si es de pareja. No es que uno esté especulando todo el
tiempo, no me entendáis mal, esto sería agotador. Es que
uno da, da, da, sin esperar a cambio. Pero, si no recibe
nadadada, o solo recibe palabras, se va quedando seco,
vacío. Parafraseando a The Police, De Doo Doo Doo, De Da Da
Da: si uno do, do, do (hace, hace, hace), y da, da, da, y solo
recibe palabras confusas y manipuladoras, y se irá vaciando.
Para más inri, y esto ya es filosofía heavy metal, Doo Da, se
pronuncia “Duda”, es decir, carencia de certeza, carencia de
claridad, se instala en tu mente un gran “¿Quién soy? ¿Para
qué estoy? ¿Qué carajos estoy haciendo?...”... (Uf, la
introspección me pegó duro; tengo que volver al triptófano y
las vitaminas del grupo B). Sólo el Ser puede rescatarme, un
encuentro profundo con mi Ser. Caminar, pies descalzos en
la arena y baño de mar, aunque sea en invierno, son
menester.

Imagínate una cuenta bancaria de donde sólo sacas


dinero, ya que entra poco o casi nada. Indefectiblemente se
acabará, quedará en rojo, y luego te llegará la factura. A
veces uno se da cuenta justo antes de entrar en descubierto;
otras veces ya cuando estás en números rojos. Otras veces,
con una deuda enorme, que te cuesta un riñón saldar. Ahí ya
se materializa la deuda en dolores físicos o alguna
enfermedad o patología. ¿Por qué llegamos a estos
extremos?... No lo sé.

A veces desearía ser más egoísta, pensar más en mí, y


tener menos paciencia. Realmente, ser egoísta no debería
tener mala prensa: no digo pensar sólo en uno mismo, pero
sí, primero en uno mismo. Si nosotros mismos no estamos
gestionados, sanos, en equilibrio, y gozando de un bello
amor propio, ¿Qué podemos dar a los demás?... Si no tienes
dinero en tu cuenta, ¿Puedes dar dinero al prójimo?...

Nada, no me hagáis mucho caso. Es el efecto febrero:


oso, hibernación, reflexión. Ya pasará; en una semana todo
se llenará de corazones.
SAN VALENTÍN

Corazones por aquí, corazones por allá… Purpurina


roja allá donde mires. ¡Y plumas!... ¡Me encantan las
plumas!

Llega el día 14 y ya llevamos varios días de frenesí.


Las ventas van bien: cualquier cosa para sorprender a la
pareja, o conquistar a alguien nuevo, o reconquistar al ya
conocido. Algo para matar la rutina, para celebrar el amor,
para avivar la llama o para hacer una broma, que también
los hay. Es llamativo que el 90% de los objetos graciosos y
juguetes, pasen alrededor del pene. Es decir, claramente, es
una sociedad falocentrista. No se venden vulvas en llaveros,
pajitas o pins. No se venden diademas con vulvas. En las
despedidas de soltero, los hombres no llevan vulvas en la
cabeza, o una corbata con una vulva pegada. Posiblemente
en una boda lesbiana, las chicas, sí. ¿Por qué la vulva tiene
tan mal marketing?... Alguna chapa con pechos encuentras,
pero vulvas, no. Es cuando menos, curioso ¿no?... Deberían
coexistir en las estanterías las vulvas y los penes. Así nuestra
mentalidad se va ensanchando y dejamos de ser tan obtusos
(me incluyo). Lo más cerca de esta integración que estuve,
fue en un centro comercial donde había un food truck
monísimo que vendía vulvas y penes de masa, con distintos
toppings. Me comí uno de cada. Riquísimo, y carísimo, por
cierto.

Aunque son días un tanto frenéticos, -además de las


ventas, el preparar productos y mantener la tienda
impoluta, estamos en plena campaña de fidelización-, en
algunos momentos hay menos gente y podemos dedicarnos
más al cliente. Media hora estuve con este discreto y
elegante señor español, de unos setenta y cinco años al
menos, que quería un arnés y dildo para satisfacer a su
mujer, ya que, según dijo: “A estas edades -y después de
una operación de próstata- necesitamos un poco de ayuda”.
O esta otra señora, que vino buscando una funda para el
pene para el marido, “porque no se le pone dura como
antes”, y le explico que si no tiene erección, una funda poco
va a conseguir, básicamente porque no se la va a poder
colocar -hay quien ha venido con este problema y queriendo
devolver la funda-. Se va un poco decepcionada, pero antes
de irse del todo, se gira y me dice: “Es una pena que ya no
se le pare como antes; aunque tiene unos orgasmos
increíbles, sobre todo cuando le meto un pepino por el
trasero” -ella no dijo “trasero”- Mátame camión: no gano
para confesiones.

Estoy ultra sensible y creo que es porque el tema del


amor me remueve las entrañas. A veces no comprendo
cómo pude vivir tantos años en des-amor, propio y ajeno.
Cuando me casé, yo no me conocía, y no sentía amor por mí.
Esa es la base de todo. Pero además, el amor de mi vida no
era el amor de mi vida, no me amaba, me hacía sentir fea,
pequeña, no deseada, no mujer. La electricidad se apagaba.
Incluso casi logra convencerme de que eso era lo normal,
que la electricidad se apagara una vez casados y con hijos.
El caso es que ya no me quería desde antes. Pero uno
construye su castillo de naipes y se aferra, aún más con dos
bebés recién llegados.

Sin familia cerca, con una economía precaria, sin


papeles, y con un marido que no te ama, no son las mejores
perspectivas. Pero tú quieres que funcione; necesitas que
funcione. Necesitas que te amen, necesitas que te vean. Tú
amas, o al menos, quieres amar. Pero no; esto no sucede. No
te aman, y no te ven. Así que, luego de un par de años de
sufrir, y no comprender por qué hubo promesa y comedero
de coco, si después no hubo nada, y otro año de duelar, y
hacerme la idea de que el castillo se estaba cayendo, me
separé. Y luego me divorcié.

Recuerdo vívidamente esa mañana en la oficina de la


abogada firmando papeles. Me produjo mucha tristeza: un
amor loco, una explosión de vida, un montón de
electricidad, acaban en un despacho, poniendo un gancho
en unos tristes papeles. La gran alma construída a partir de
cuatro almas, se rompió, se despedazó. Lo bueno es que se
construyó una nueva ligazón, una nueva gran alma, formada
por tres almas: mis dos hermosos hijos y yo. (Al menos eso
espero. ¿O es que esta herida no cierra nunca?)...

Hasta llegar a esta pequeña ciudad, -a la que vine a


parar por circunstancias verdaderamente extraordinarias-,
viví siempre en ciudades grandes: Buenos Aires, Nueva York,
Madrid. Siempre frenesí, movimiento, ciudades que nunca
duermen. Ciudades encendidas gracias a los sueños de las
personas que viven en ellas, como si se tratara de una gran
red eléctrica. Otra vez la importancia de la electricidad. El
combustible de estas ciudades son sin duda, los sueños.
Pero los sueños se gastan, y los míos, se han gastado. No
quiero decir que me desanime la vida, no. La vida me
encanta. Son los sueños de ser tal o cual cosa, de llegar a tal
o cual sitio. De tener una “carrera”. De ser alguien en el
mundo artístico, porque no vale sólo con ser, porque esta
loca cultura del achievement, te hace sentir un fracaso la
mayor parte del tiempo.

Fracasas si no eres famoso, rico, talentoso, … Si no


tienes tantos seguidores… Si Youtube no te paga… Si eres
gordo, flaco, largo, corto,... Si sigues tus sueños, si los
niegas… Es difícil no sentirse un fracaso, y conectar con lo
verdaderamente importante: la vida. Yo, incluso con
cincuenta años, me siento muchas veces así. No ayuda ser
artista, claro. Si no eres un artista famoso, parece que no
estás validado. Y mucho artista famoso, no es ni siquiera
artista. El camino del artista es otra cosa. Las canciones que
salen de una máquina de hacer chorizos, no son arte.
¿Nacen realmente como expresión del artista? ¿Es una
necesidad del alma?... Uf, estoy densa. No sé si compartís mi
pensar, o esto os parece un rollo. Pero tranquilos, tranquilas,
que pronto llega marzo, y procuraré sacar a Pollyana de la
hibernación.

La cosa es que lo que queda de este mes que se viste


de rojo, no hay nada de Tinder, y mi aprendizaje de francés
va viento en popa. Ya estoy en la Liga Amatista. El pájaro
verde del Duolingo está feliz. Del trabajo a casa y de casa a
trabajo, poco más. Bueno, Mercadona, por supuesto. Será
difícil conocer a alguien si sigo en este plan. ¡Igual tendría
que intentar ligar con algún cajero de Mercadona! ¡Seguro
hasta consigo descuentos! De todos modos, la sobredosis de
corazones de la tienda, me ha dejado con pocas ganas de
amoríos este mes. Marzo arranco con todo; lo tengo
decidido.

Estoy con mis pensamientos lacónico-filosóficos,


cuando entra un cliente que parece Speedy González, -creo
que va colocado- y me pide, literalmente, y con voz ronca,
de estrella de rock madrugado: “Véndeme lencería para
romper y algo para meter por el culo”... Este, guau. Para la
moto. Mátame camión. Vamos a reformular esta frase. “¿Te
refieres a lencería fácil de romper y un dildo o plug anal?”...
“Sí, algo así, y algo para meter por el c…” Y dale. Que no soy
sorda aunque ponga cara de póker. Le muestro la lencería
más barata y lo llevo a ver los dildos. Da un respingo del
susto, colocado y todo, y me pide algo más pequeño. Así que
atravesamos la tienda hasta el sector anal. “¿Ves algo que te
sirva?”... Termina llevándose un tanga y picardías baratos y
un plug metálico, talla M. Menos mal. Le recuerdo la
importancia del lubricante, y me hace un gesto de, “da
igual”. Por poco hago la señal de la cruz en su cara. Pongo
una muestra de lubricante por las dudas: paquetito, bolsa y
marchando.

Por suerte el resto de días transcurrieron tranquilos,


sin gente colocada, y con algunos quehaceres para no
pensar tanto. Toca desmantelar San Valentín y preparar la
decoración primaveral, y eso me motiva. Pondré flores por
aquí y por allá. Montaré el Jardín del Edén, incluso con
manzanas. Y cambiaremos el rojo por colores pastel.
Hablando de jardines y edenes, un cliente el otro día, me
recomendó, así al pasar, un sitio de intercambio de parejas.
Me dice que va con su señora y es genial. Se lo pasan en
grande. No sé si era una propuesta directa o qué, pero lo he
googleado y sí, se llama El Jardín del Edén y es un local
swinger. No sé por qué, pero no me apetece nada participar
de este edén, comer plátanos random y que un perfecto
desconocido coma mis cerezas o mi papaya. Mucho menos
mi melocotón. Lo más cerca que voy a estar del jardín lo que
queda de este mes es regar a las pobres plantas del
macetero de casa. El romero va bien; pero la lavanda, está
pocha.

Otra clienta, muy mona y joven, me recomendó las


“fiestas perchero”. Yo no sabía ni lo que eran. Resulta que se
transmite la información de boca en boca, y son fiestas que
se organizan en casas particulares. Al llegar, debes dejar
toda tu ropa en el perchero, y quedarte en bolainas. O como
mucho, con un tanga hilo-dental. Y así transcurre la velada:
entre comer tapas, beber vino, hablar del efecto invernadero
quizás, o de los retos de Tik Tok, no lo sé. ¿De qué hablas
estando en pelotas rodeada de desconocidos?... De Trump,
seguro que no. ¿De fútbol?... Sea como sea, tampoco me
llama la atención esta alternativa, la verdad. Desde ya, yo
sería de las que va con el tanga: eso de depositar mis partes
pudendas en un sofá donde otros cientos han depositado
sus partes pudendas, no me da confianza, y no me pone
nada, la verdad. Sí; igual me como mucho el coco. Es la
única fruta que como últimamente.

Llega el día libre y me siento oruga: embutida en mi


bata manta, viendo pelis y comiendo frutas varias
deliberadamente. Voy bañando la puntita de la banana en
dulce de leche. Luego caen las fresas, bañadas en yogur de
coco. Me estoy montando el edén solita en casa. No es época
de melocotones ni de cerezas, pero, igual, ya estoy llena. En
marzo la oruga se transformará en mariposa. Al final, lo
quiera o no, soy muy enamoradiza.
MARZO. ME ENAMORO FÁCIL

Soy muy enamoradiza, qué le vamos a hacer. Desde chica, le


escribía cartas de amor hasta a los camareros. Entiéndeme
bien. Si un camarero era amable, y sonreía, al final de la
estancia (por ejemplo, en un hotel), yo le escribía una carta
de agradecimiento poniendo su sonrisa, su amabilidad y el
brillo de sus ojos por todo lo alto. No tenía idea de que estas
señales se malinterpretan. De niña no pasa nada. Pero te
haces adulta, al menos tu cuerpo, y si sigues con el mismo
modus operandi, el caos está servido -recordemos aquí que
soy muy inocente-. Siempre se han generado, sin querer,
malos entendidos. Y he perdido un montón de amigos…
Amigos hombres. Tengo esta manía de ver lo bueno y lo
lindo en las personas y exaltarlo. Y sigo igual; un poco más
medida quizás. Pero no tengo remedio.

Además soy adicta a la belleza. Puedo vivir sin lujo,


pero no sin belleza. Siempre he buscado la belleza y la
armonía a mi alrededor. Es otra cosa irremediable. Las veces
que he armado hogares, sencillos, siempre he puesto
detalles que le dieran calor de hogar. Las veces que he
hecho cenas para amigos, he intentado que se viera bonito
(otra cosa es el sabor o complejidad del plato; no soy buena
cocinera, lo siento chicos). Siempre que he preparado un
concierto, he cuidado el detalle: vestuario, accesorios,
objetos escénicos. Cuando he ido de viaje, puedo ir al hostal
más sencillo, pero si es bello, me da igual. Si el paisaje es
bello, lo llena todo. Si el restaurante es bello, y se nota el
mimo, también me vale. No tiene que ser caro; tiene que
tener alma, y cariño. Tiene que tener ese aire de que alguien
ha prestado atención.
Marzo en Buenos Aires no me hacía tanta gracia, ya
que comienza el otoño. Y, como os conté, mi humor va
mucho con el clima: el otoño trae el aire fresco, las hojas
que caen, los colores ocres y dorados, pero también los días
más cortos, y más grises.

Pero marzo en España es el mes de la primavera, la


promesa del amor, el calor, las flores, los colores, y los días
que se van estirando. Además, en marzo nacieron mis dos
soles. Por eso será para mí siempre, el mes del amor.

La maternidad fue dura para mí: no me sentía amada,


me sentía sola, y con lo exigente que soy, quería ser la
madre perfecta, la esposa perfecta, el ama de casa perfecta,
la cocinera perfecta, la limpiadora perfecta, y, estaba de los
nervios. Mi yo, aunque aún desconocido, seguía relegado.Mi
yo artista, sí conocido, aún más relegado. Mi autoimagen,
desvirtuada por completo. Sin cantar, sin subir a un
escenario; sin fantasía, sin electricidad. Igual creo que lo
hice bastante bien, ya que mis hijos son estupendos (ya
sabéis que me he ofrecido a pagar yo al terapeuta). Lo más
triste era verme a mí misma tan alienada, tan fuera de mí,
tan perdida, teniendo dos maravillas en frente de mí. Me
hubiese encantado que la maternidad me encuentre fuerte,
sólida, tranquila, amada, estable, madura. Pero no. Así y
todo, los mellis crecieron, jugaron, cantaron, vinieron al
teatro conmigo; viajamos, vivimos aventuras, y tuvimos
unas fiestas de cumpleaños y fiestas temáticas estupendas.
¡Hubo muchos disfraces! Hicimos amigos; cambiamos de
casa; practicamos deportes. Vimos atardeceres y
amaneceres; gritamos con la selección Argentina. Me dieron
fuerzas para hacer mis shows, escribir mis obras y hacer mis
canciones. Y son hoy por hoy unas personas hermosas a las
que amo y admiro profundamente. Siempre serán mis
chiquitos, mis dos grandes amores.
Su padre y yo tuvimos custodia compartida hasta sus
dieciséis años, cuando, por circunstancias bastante
extremas, me tuve que ir de Madrid. Resumiendo: tuve un
okupa en un piso, me arruiné, vino la pandemia, tuve poco y
nada de trabajo artístico -poco, mal pagado y alguno que
otro, ni siquiera pagado-, me separé de mi segundo
compañero vital, una relación de doce años -ya os contaré
este capítulo- y tuve que dejar el piso que alquilaba en
Madrid porque no podía sostenerlo sola. Todo me empujó a
salir de allí. Como muchas veces en mi vida, me siento como
un pájaro, que en cuanto se acomoda en la ramita, un viento
la sacude, y debe buscar una nueva rama. Acabé en esta
ciudad costera porque tengo un pequeño piso de mi
propiedad. Esta separación de mis hijos, al principio me
costó mucho: pero, fui comprendiendo, ya el último tiempo
que estuve en Madrid, que se hacían grandes, que no
necesitaban pasar tiempo conmigo, sino con sus amigos,
sus pares, y que yo tenía que estar como un sostén,
económico, moral y amoroso. Por eso decidí reconstruir mi
vida, porque no me quedaba otra, pero también para ser
árbol donde ellos dos pudieran descansar. Creo que lo estoy
consiguiendo.

Hay mucho más que podría contar sobre la


maternidad, y mi gran decepción con el cuento del “amor de
mi vida y la familia” , pero, lo que importa es salir adelante,
aferrarse a la vida y al amor, y vivir. Caiga lo que caiga y
llueva lo que llueva, levantarse, rearmarse, y seguir. Si todo
el vaivén al menos sirvió para aprender eso, ellos y yo, ha
valido la pena.

Mi francés ha mejorado sustancialmente gracias a mi


abstinencia de Tinder. He llegado incluso a la Liga
Esmeralda. Es lo más cerca de Ligar que estoy. Pero, un
impulso vital, me dice que tengo que volver al ruedo. Me
apetece un poco de electricidad. Así que abro el escaparate
de Tinder y empiezo a mirotear. Así, sin mucha expectativa,
pero consistentemente.

Por otro lado, la tienda se relaja un poco, aunque


empiezan a verse extranjeros, sobre todo nórdicos, ingleses
e irlandeses. A estos últimos siempre les digo que tienen la
mejor cerveza del mundo, la Guinness. Me miran incrédulos:
parece ser que no es común que a las mujeres les guste la
Guinness, menos a una Argentina, donde ni siquiera hay
Guinness. El otro día un cliente me invitó a tomar una
después del trabajo, invitación que decliné elegantemente.
Al rato volvió, y me pidió el teléfono. Lo que tuve que
declinar, elegantemente, otra vez. No estoy desesperada por
ligar; quiero algo especial. Además, lo reconozco. Tengo
cincuenta años, y me atraen los de cuarenta y tantos, o los
de cincuenta que parezcan de cuarenta y tantos… No me
atraen los de cincuenta o más, que parezcan de sesenta y
tantos. Así que ni por una Guinness iba a aceptar esa cita.

En el turno de tarde-noche te pasan cosas insólitas.


Una noche, a última hora, entra una chica con la mochila de
Glovo -esos servicios que te llevan cualquier cosa a
cualquier sitio en cualquier momento-. Entró desesperada
diciéndome: “Necesito un lubricante anal”. Yo le pregunto,
“¿A base de agua, silicona, grande, pequeño…?” Se queda
paralizada y decide irse con la mochila vacía, ya que si
compra el lubricante incorrecto, no le pagan el servicio y se
lo tiene que comer. Literal. Alguien no ha sido feliz esa
noche.

Otra noche, uno se presentó a última hora, en pijama,


quejándose porque el líquido vibrador sabor chicle que se
llevó, no funcionaba. Hay que apretarlo para que salga, ya
que lleva dosificador. Me puse a comprobarlo con él, y le di
tantas veces al botoncito, que al final salió un chorro que fue
directo a mi pelo, y me quedé como Cameron Diaz en “Qué
pasa con Mary”... ¿Saben a qué me refiero?...

También están esas parejas que vienen a última hora,


me refiero a las diez menos cinco o en verano a las once
menos cinco, y se llevan todos los afrodisíacos y cremas
estimulantes como si se fuera a acabar el mundo. Les vendo
todo, les deseo suerte y les doy las “MUY buenas noches”,
con un guiño, esperando en el fondo que lo usen con
mesura. O la insólita pareja extranjera, mayor, que toca la
puerta a las 23:04 -¡Tocan la puerta, como si fuese una
gasolinera 24/7! Y lo peor: ¡Abrimos! -por miedo a la
reprimenda-. Preguntan por un Lelo, a lo mejor merece la
pena el esfuerzo. Pero ni con esas. Tenemos un sólo modelo
de Lelo en tienda, y cuesta doscientos euros. Hasta luego,
Lucas. Adopten una mascota por favor.

Los efectos de la primavera se empiezan a notar y


tengo más energía. Empecé a chatear con un muchacho de
cuarenta y tantos, que parece que está bien. Voy a por mi
Tinder número cinco, confiada y con una actitud más que
positiva. Él es divorciado, con una hija pequeña; es
deportista, abogado, argentino, bastante guapo. El orden de
los adjetivos -y sustantivo- es totalmente random. La charla
virtual es interesante, aunque a veces lo noto un tanto
forzado. Llevamos unos días chateando y vamos a quedar.

Llega el día de la cita y me invita a cenar a un sitio


Thai. Nunca he comido Thai, y no sé qué esperar. Me entrego
a la sorpresa. No repito outfit oriental: me decido por
pantalones rectos y un top no demasiado sexy. Este hombre
parece un tanto formal y no quiero asustarlo. Además,
encuentro cierta seguridad al llevar pantalones.
Le llamaré Daniel, por ponerle un nombre. Me pasa a
buscar en un buen coche -no sé qué coche es, pero es
bueno, y está impoluto, no como mi Super Sandero-. Lleva
vaqueros, una camisa blanca y ese perfume que usan los
hombres maduros, no los chicos -igual debo empezar a
asumir que no soy más una chica-.

Me da dos besos en la mejilla, y me abre la puerta del


coche. Me gusta. Esos gestos me gustan; igual estoy re-
chapada a la antigua. Las ultra feministas se me tirarán al
cuello, pero me encanta que me abran la puerta del coche,
que me hagan pasar primero, y que me separen la silla de la
mesa. No porque yo no pueda hacerlo, sino simplemente,
porque me gusta (¿O será que mi padre era de principios del
siglo veinte?) … También me gusta que carguen las bolsas, y
que maten a las cucarachas y recojan los cadáveres. Y si
pueden conducir ellos, mejor, que tengo el psoas ilíaco
derecho muy tocado de tanto conducir. Y puestas a pedir…
Que inviten la cena, aunque sea de vez en cuando, también.
Y que tengan iniciativa. Listo. Lo dije. Me atengo a las
consecuencias.

El restaurante Thai está en un primer piso y es divino:


muy mágico, mucho mimbre, poca luz, y cojines gordos en
el suelo para sentarse. Me pido una especie de tallarines
muy finos de arroz frito, con tofu y verduras, y la verdad es
que está riquísimo. Bebemos sato, un vino fermentado de
arroz. Ya que vengo a un Thai, pienso, no voy a pedir una
tónica, y aquí, convengamos, que no hay Guinness.
Comemos y charlamos de nosotros. Yo estoy distendida; no
siento en ningún momento la electricidad de la atracción, ni
de mi parte ni de la suya. La charla es más bien intelectual;
no sé si al ser él abogado, yo doy rienda suelta a mi
contadora, y estamos charlando totalmente desde la cabeza.
Por eso no hay electricidad, creo.

Luego de una cena muy agradable, donde no hubo en


ningún momento coquetería, ni seducción, al menos desde
mi punto de vista, al bajar la escalera, Daniel me da un beso
de sopetón, y me mete la lengua hasta la tráquea. Mátame
camión. Esto es un desastre. Me quedo casi paralizada, y
pretendo normalidad. Aunque, realmente, mi contadora
interna comienza a enumerar: “Uno, superaste los cuarenta
y no sabes besar; dos, tienes menos tacto que un cactus;
tres, no sabía que había quedado a cenar con un camaleón;
cuatro, qué poca sensibilidad; cinco, qué poca escucha; seis,
¿Sabe rica mi campanilla bañada en sato?...” En fin, la vida
te sorprende cada día.

Pero esto no acaba aquí. Cuando entramos en el


coche, se inclina con la firme intención de arrancarme los
pantalones y seguir con su lengua de camaleón explorando
otros lares. En alguna clase o libro de autoayuda, se les dijo
a los hombres que las mujeres amamos el cunnilingus, bajo
cualquier circunstancia y en cualquier momento, y ahí que
van. No importa si el timing es bueno o no. No importa si
estás en el cine, en el Mercadona o en un partido de pádel.
No importa si hay química o no, no importa si la mujer está
más tiesa que un Buda de piedra -para seguir con el rollo
Thai-. Flipo. Yo, ante el efecto sorpresa, suelo quedarme un
poco paralizada; cuando algo supera cientos de veces mi
racionalidad, no sé qué hacer. Ésta es una característica
bastante mala que ha jugado muchas veces en mi contra -y
ha dado lugar a abusos varios-. Por suerte, y porque escuché
una sirena que se acercaba, pude reaccionar y frenar su
impulso absurdo que no tenía nada de romántico ni de
erótico, ni de coherente. ¡Menos mal que me puse
pantalones! No es posible ir de cero a cien en electricidad,
en menos de un segundo. Este chico se sabrá de memoria el
Código Civil, pero de Física y Química, poco, o más bien cero
patatero.

La sirena era de un coche de policía, que pasó por al


lado nuestro a toda velocidad. Por suerte se cortó el rollo, y
Daniel arrancó el coche y me llevó a casa. La verdad, no
esperé a que me abriera la puerta; le di gracias por la cena,
y ya con medio cuerpo fuera del coche me dice:
“¿Quedamos otra noche para terminar lo que empezamos?”
Este… Guau… No… Con sonrisa falsa de por medio le suelto:
“Vamos hablando, si eso”... Y me voy.

Uf, cuesta reponerse de estas citas catástrofe. Una


amiga me habría dicho: “Haberle dejado que haga lo que
tenía que hacer, y por lo menos te llevas un par de orgasmos
además de la cena”. Pero no. No puedo ir tan en contra mío
y quedarme a gusto. Para meros orgasmos, acudo a mi
pingüino Tony.

Los días que siguieron, Daniel me escribió varios


mensajes. No le contesté por varios días hasta que
finalmente me sinceré con él y le dije lo que había sentido.
Me sorprendió mucho saber que él lo vivió de manera
totalmente diferente: él estaba seguro de que había
química, creía fervientemente que su beso lenguaraz me
había robado los sentidos, y pensaba sin un atisbo de duda,
que yo deseaba con todas mis células, tener una sesión
salvaje de sexo oral en el coche. Estábamos en páginas
totalmente diferentes.

Decidí correr un estúpido velo después de esta cita-


fiasco, y, lejos de desanimarme, reforcé mi ánimo. Con tanto
sapo, ya estaba más cerca del príncipe -perdonad ultra
feministas, sabéis que es una manera de decir, no soy literal
y no creo en los príncipes-. Bueno, aunque el último, más
que sapo, resultó ser un camaleón.
SER O NO SER
Un camaleón. Eso es lo que he sido con cada pareja,
con cada jefe, con cada relación tóxica. Y no por tener la
lengua larga; sino por vestirme del color que me pedía cada
uno, o que yo creí que me pedían. Ser o no ser, ésa es la
cuestión. Por fin entiendo a Hamlet.

Previo a mi primera separación y posterior divorcio,


cuando ya estaba en etapa de duelo, que me duró al menos
un año, comencé un camino de búsqueda personal intenso y
profundo. No era normal estar siempre triste, deprimida,
carente de electricidad, sin esperanza. Menos aún teniendo
dos hermosos y fulgurantes soles alumbrándome. Mis bellos
hijos, llenos de vida, con ojos nuevos, y en estado constante
de maravilla y fascinación por el mundo, y yo, gris,
desesperanzada, y abatida. No era normal y no era justo, ni
para mí ni para ellos. Así que emprendí mi primer camino de
autoconocimiento, de la mano de una ángela-chamana,
comenzando con auriculoterapia, flores, respiración
psicoactiva, hasta llegar a la Ayahuasca. Yo quería ser una
mamá plena y radiante para ellos. Quería devolverles esa
cascada de amor cada día.
Solo la respiración, desmanteló mi mente,
conectándome por primera vez con mi amor propio,
sintiéndolo de verdad. ¡No sabía lo que era! También me
permitió batirme a duelo con mi mente: mi mente era un
tigre, y yo me medía con él. Y, por último aunque no menos
importante, me permitió deshacer tumores antes de que
éstos se gestaran. Expulsé “tumores cuánticos” mediante
profundos episodios de catarsis.

La Ayahuasca fue la llave maestra que terminó de


abrir todas las puertas. Descubrí que no sabía quién era
porque me adaptaba a todo y a todos: no tenía forma, ya
que no ponía límites. Algo que no se limita no tiene forma.
Yo era como una gelatina, pero sin molde. Luego de ver esto
con claridad, comprendí que esta falta de límites me había
hecho crecer espinas, como un puercoespín. Es decir, fui de
camaleón a puercoespín, sin darme cuenta. Necesitaba ser
mujer, y ser, en general, y saber cuál era mi materia prima.
Así que le pregunté a la abuelita, y me contestó. Le pedí que
me definiera y me definió. Fue entonces cuando aparecieron
con total claridad palabras e imágenes que constituían mi
materia prima: Fantasía Alegría. Vida. Luz. Ingenuidad-
sabia. Lucidez. Intuición. Y tres verbos: jugar, fluir y elegir.

Podría ahondar mucho más en esta etapa de mi vida,


el aprendizaje, las vivencias, incluso las críticas (mi ex-
marido le dijo a mi madre que yo era drogadicta, porque
había tomado Ayahuasca, a lo que mi madre adscribió sin
dudarlo ni un momento. Gracias por el crédito y la
confianza, Ma; de él no esperaba nada menos). Pero, lo
pasado, pisado, como se suele decir. Gracias a todas las
piedras del camino, soy quien soy, y conseguí, con esfuerzo,
romper el círculo vicioso de madre-niña, que traía de mi
herencia familiar. Algo hemos hecho.

A Daniel no le contesté más, y, aunque he estado


tentada alguna vez de llamar a Sergio, en plan “sexo de
emergencia”, siempre opté por mi pingüino Tony, para no
arrepentirme y crear confusión en mi cabeza.

Los días transcurren entre una primavera que se abre


camino y un otoño ya casi olvidado, de no ser porque el
escaparate parece otoñal. Es precioso, la verdad. La muñeca
mira de soslayo con un conjuntito blanco abierto en las
partes íntimas, con liguero y medias, y altísimos tacones.
Lleva el pelo rojo fuego, y una máscara veneciana, en tonos
dorados y ocres, con plumas y piedras incrustadas. El fondo
simula madera, y la rodean un sutil biombo dorado con su
bata blanca colgando y una mesita baja metálica, donde se
exhibe un juguete caro y bello, aunque muy poco práctico.
Ese juguete, con forma de U, pero absolutamente rígido, ha
sido la incógnita de muchos clientes. Lo he explicado sin
mucho convencimiento varias veces, y creo que solo he
conseguido venderlo una vez. Sin duda no es mi favorito. Me
cuesta vender algo en lo que no creo. Y desde ya, soy
incapaz de mentir -por eso no duré mucho en el negocio
inmobiliario-. Por ese motivo también me cuesta mucho
estar rodeada de personas falsas o con careta. A veces no lo
hacen de malos -a veces sí-. Yo, sin maldad, alguna vez
estuve allí. Cuando no sabía quién era me relacionaba con
los demás desde una construcción de mí misma, pero no
desde mi yo real. No era falsa en un mal sentido, sino que no
era. Suena complicado, pero es simple en realidad. Se
puede ser falso consciente o falso inconsciente. Cada uno
con su cruz. Hay personas que se pasan la vida luchando
contra su oscuridad. La luz es un don. Y, sin un atisbo de
duda, todo es mucho mejor cuando eres real. Seas lo que
seas y como seas, pero real.

Sigo pensando que quizás debería apuntarme a un


gimnasio. No sé por qué no lo hago y punto. Pienso
demasiado últimamente. Igual sigo mirando Tinder a ver si
aparece algo, aunque mi Pollyanna interior está
desencantada: ahí la veo, tejiendo una bufanda en un
rincón. Si mi Pollyanna interior está tejiendo una bufanda,
mala señal. Ya solo le falta adoptar dos gatos. Los otros dos,
Schopenhauer y Tony Robbins, hicieron la gran Elvis: “they
left the building” -se fueron del edificio-, sin dar
explicaciones. Mejor, así estoy más tranquila. Creo que sin
estas dos criaturas, seré más yo; iré más fluída. Haré mi
trabajo día a día diligentemente y el resto del tiempo,
descansaré. Disfrutaré los atardeceres que pueda, y el mar. Y
ya está. No tengo energía para grandes proezas. A veces
toca aceptar el bajón, y no combatirlo.

Llega fin de mes, y me voy de viaje relámpago para


ver a mis amores, que es su cumpleaños. Marzo es el mes
del amor. Un abrazo de mis dos grandes amores, no tiene
precio. Así que, on the road again, Super Sandero al ataque.
La única manera de cuadrar una escapada, esta vez, es en
coche. Ni trenes ni buses me cuadran. Tengo que trabajar
por la mañana, salir por la tarde a Madrid, cenar con mis
amores, dormir allí, desayunar con mis amores -y, por
supuesto, cantarles el cumpleaños feliz, con una velita
puesta en alguna tarta de chocolate o carrot cake- , y salir
otra vez, on the road again, directa al trabajo (todos estos
cambios de horario gracias a mi compañera maravillosa que
se deja las neuronas cuadrando los horarios para que yo se
los descuadre). El esfuerzo merece mucho la pena. Ya tiraré
mi psoas ilíaco a la basura cuando vuelva -y posiblemente
tenga que colgarme de un caño durante cuarenta y ocho
horas para descomprimir mis vértebras-. Es el único
momento de mi vida en que desearía ser murciélago.

Ya de regreso, me planteo seriamente lo del gimnasio.


Como os comenté, siempre el gimnasio me ha traído
alegrías. A mi ex pareja -el compañero vital que mencioné
antes- lo conocí en el gimnasio: típico cliché -otra vez- ,
profesor y alumna. Yo venía de la separación y divorcio, con
dos hijos pequeños, construyendo lentamente mi
autoestima, mi imagen personal, y despertando a mi ser, a
mi esencia, y al “ser mujer”. Y ahí estaba él. Lleno de
energía, vitalidad, y mostrando un inusitado interés por una
mujer mayor, divorciada y con hijos -yo me sentía mayor, ya
que sólo le saco un año, y él no sabía lo de divorciada y con
hijos en ese momento-.
De a poco compartimos intereses: él estudiaba para
fotógrafo, yo era actriz y cantante, -siempre necesitaba un
book (en la jerga de actores y artistas en general, es un
portfolio de fotos para venderte)-, era una colaboración
perfecta. Así empezó un hermoso romance, que devino en
historia de amor, convivencia, aventuras, vida, cambios,
mudanzas, muchos viajes a IKEA, bicicletas, mascotas,
sueños, frustraciones, un sinfín de seminarios de gurús de
libertad financiera, fracturas, pandemia, encuentros y
desencuentros. Gracias a él me hice mujer. Compartimos
mucha vida y también un abrupto adiós -abrupto
aparentemente, pero tejido durante años, a base de
desencuentros y falta de evolución-. Lo que no avanza,
retrocede, dicen.

La única manera de dejar de reparar algo que se está


resquebrajando continuamente, es tirándolo al contenedor.
Suena duro, pero, peor es el desgaste continuo y sin sentido.
Una gran historia de amor que duró doce años. Sí que viví el
amor hombre-mujer (aunque a la distancia creo que era un
hombre-adolescente). Pero llegó a su fin. Suena fácil y
simplista, pero os aseguro que no lo es. De todos modos, yo
tengo una especie de resorte que me levanta siempre, y sigo
adelante. Como todos, supongo. La resiliencia no es
exclusiva de unos pocos, sino que es algo natural en el ser
humano. De todos modos es curioso cómo la vida cambia y
las personas se esfuman de tu vida, y uno sigue y sigue. Me
pregunto si es para todos así, o si soy una freaking guerrera
espartana sin remedio (parece ser que los miomas en el
útero pueden deberse a un cúmulo de duelos no hechos; de
eso sé un poco).

De momento, la guerrera espartana está en una


tienda erótica, armada con un trapito y un producto químico
oleoso, y se afana por remover óxido de los soportes de las
baldas: algo hay que hacer para justificar el sueldo, cuando
todo lo demás ya está hecho y re-hecho. Evidentemente el
óxido no sale, porque el producto no es antióxido. Queda
brilloso, eso sí. Me voy marcando objetivos: las baldas de
bondage, luego las de lencería. Descanso. Las baldas de
dildos, masturbadores y arneses. Descanso. Procuro ir y
volver del mostrador a cada balda, sólo para caminar y que
la circulación de mis piernas no se resienta tanto. Tengo
veintidós pasos del mostrador a la lencería, voy sumando y
multiplicando, -siempre seré un poco contadora-, para más
o menos llegar a la meta de cinco mil pasos diarios que me
puso el nutricionista. No llego ni de coña. Desde que trabajo
aquí me han salido arañitas en las piernas, y me duelen. A
veces me duelen los pies también. Me he comprado por
Amazon unas medias de compresión y ahí voy tirando. Pero
es verdad que el cuerpo se va comprimiendo cuando pasas
tantas horas de pie. La espalda baja duele, aunque haga un
ejercicio hipopresivo cada tanto. Me anclo al mostrador, y
ahí mismo: apnea, abro costillas y vacío abdominal. Crezco,
decoapto mis escápulas para no ser cada vez más pequeña
y encorvada. Y sigo.

Estaba yo en mi rutina de limpieza y cardio


encubierto, cuando entra una clienta extranjera buscando
un juguete muy específico: quería un vibrador que además
de vibrar, tuviera succión para el clítoris y movimiento finger
para el punto G. Como no tenemos en tienda nada
semejante, de momento, me ofrezco a buscarle uno online,
en nuestra enorme selección de productos de la tienda
virtual. Encontramos uno que le gusta, lo encarga y se va
muy contenta, y haciendo alarde con su amiga de la
maravilla que acaba de comprar.

Dos días más tarde viene a recogerlo y se lo entrego


bien empaquetado y con un lubricante a base de agua de
regalo. Lo que yo no imaginé es que un día más tarde,
volvería a la tienda con intención de devolverlo, porque no
estaba satisfecha (a ver, la garantía no cubre mal uso ni
carencia de orgasmos). Cuando le dije que eso no era
posible, con su medio español de Europa del este, me dijo
de todo menos bonita, y se fue ofuscada y gruñendo.
(¿Realmente la gente no se da cuenta de que este tipo de
productos no se pueden devolver? ¿Qué les pasa?... A mí me
daría vergüenza presentarme con un vibrador usado en una
tienda, y refregárselo a la dependienta por la cara, como si
ella fuera la culpable de mi insatisfacción. Una cosa es que
no funcione; otra es que no te satisfaga sexualmente.
¿Estamos tontos o qué?... )

Como cuando aquel cliente mayor, extranjero


también, me tiró sobre el mostrador un Womanizer-
Premium-Super-Eco-Plus-Max de doscientos euros, porque
no funcionaba y no tenía el ticket. Sin ticket se sabe que no
se puede tramitar una garantía. Así y todo, me lo tiró allí,
con desprecio, como si su gilipollez y el hecho de que su
mujer estuviera insatisfecha, fuera mi culpa. Vuelvo aquí a
citar aquel dicho fantástico: “Hay gente que es para echarle
de comer aparte”.

Cuando comento estas anécdotas con mi


compañera/ayudante de dependienta/encargada, que
coincidimos en el cambio de turno, no podemos más que
abrir los ojos, no ya como platos, sino como soles. “¡Madre
mía cómo está la peña!”, me suelta. Y nosotras creemos que
estamos para encerrar. Anda que esta gente… Gracias a
Dios existe mi compañera. Mi compañera y yo, nos
consolamos mutuamente.
ABRIL. I WANT TO BREAK FREE
Mi compañera y yo, nos consolamos mutuamente. El
bucle nos tiene un tanto agotadas. Creo que ambas
necesitamos vacaciones.

Hoy voy tarde otra vez. (Maticemos: “tarde” son veinte


minutos antes de la hora de apertura en lugar de
veinticinco, -en mi caso, porque vivo cerca; para mi
compañera es al menos una hora, y eso si no tiene que ir
antes al banco a por cambio-).

Entré en el parking del Centro Comercial como por un


tubo. Ni reduje velocidad -cualquier día me la pego contra el
muro o la primera columna-. Seguí conduciendo y moviendo
la cintura cual joystick humano, como si el coche me
siguiera el movimiento. Puse las luces y subí las ventanillas
al mismo tiempo. Con un tercer dedo, apagué la radio que
ya era sólo un zumbido. Justo empezaba “el” temazo de A-
ha. Shit.

¿Os suena?... Os dije que vivo en un bucle.

Avancé en el parking a 40 km/h, debería ir a 20. Salté


los badenes, y con una maniobra final de campeona de F1,
me clavé en I13. “Recuerda: amarillo I-13”. Salí y mientras
me encaramaba hacia las escaleras mecánicas, cerré el
coche con el mando. Corrí escaleras arriba saltando
escalones de a dos. Si la escalera mecánica se parara de
repente, me la pego. Vislumbré la puerta de la tienda. Le di
al mando para abrir y atravesé la puerta.

Tiré el bolso sobre el mostrador mientras subí los


plomos y fui encendiendo las luces, ordenador, detector de
billetes falsos e impresora. Corrí escaleras arriba, llené el
cubo de agua. Puse el desinfectante. Bajé corriendo pero
atenta a mis pasos. Llegué abajo, respiré, resoplé, respiré.
Encendí la cortina de aire y fregué con frenesí desde la
puerta hasta el final de la tienda, pasando por todos los
recovecos. Moví el expositor de huevos, asegurándome de
que no quedara ni una sola pelusa detrás; ni una sola. Seguí
con buen ritmo fregando y fregando, con movimientos
coreografiados. Repasé alguna mancha rebelde. Retiré algún
cabello largo. Maté alguna hormiga. Bronte ya no está y no
tengo ningún nuevo favorito.

Quedaba sólo el último rincón. Desenchufé la


aspiradora y la metí en el hueco de la escalera para
limpiarla luego. Terminé la zona de caja. Coloqué
cuidadosamente dos trocitos de papel de cocina en el suelo
para pisar y no manchar, y acabé de fregar el último
centímetro cuadrado. Abrí el programa. Pinché mi usuario.
Conté monedas a toda velocidad. Conté billetes. Todo
correcto. Abrí la caja.

Subí volando la escalera con el cubo de agua. Tiré el


agua sucia por el WC. Ya que estaba, hice pis. Apreté el
botón y me lavé las manos. Bajé las escaleras. Subí otra vez
con el bolso, y me pinté los labios de rojo. Bajé de nuevo. Y
ya por fin, abrí la puerta. Después encendí las teles y puse
los vídeos corporativos. Respiré. Resoplé. Apagué la cortina
de aire. Puse el palo en el hueco de la escalera. Bajé los
hombros que llevaba pegados a las orejas. Y arranqué la
jornada, cómo no -sin pedido aún a la vista y sin clientes aún
a la vista-, abriendo el Trello. Destiqué las tareas diarias para
comenzar a tiquear, diligentemente.

Espero que hoy venga San Nacex, y me salve del


aburrimiento crónico. Se acerca Semana Santa y
necesitaremos muchos productos: la ciudad se llenará de
turistas, sobre todo madrileños. No son los que más gastan,
pero al menos son curiosos: entran, preguntan, y la cosa se
hace amena.

Hay clientes que son muy agradables, y el tiempo se


pasa divertido. Se arman degustaciones de líquido vibrador
en torno al mostrador, y es muy gracioso ver las reacciones
de cada uno. Y es muy gratificante, cuando les gusta y se lo
llevan. Esas ganas de jugar y experimentar que tienen
algunas personas, es contagiosa. Me alegra poder contribuir
al menos un poquito en eso.

Vuelve a sonar I want to break free en versión


lacónica, y me recuerda cómo necesito vacaciones. Me dan
ganas de cantarla a viva voz, como Freddie. Hace mucho
que no canto. Extraño mi voz; sé que está ahí. De vez en
cuando se cuela un fino hilo de voz siguiendo alguna de las
versiones lacónicas del hilo musical de la tienda, y me
sorprendo: mi voz es bonita. Tiene alma de fondo y tengo
lindos armónicos. Puedo decir que es una voz artesanal. La
he ido moldeando, y aún sigo en ello: es una escultura de
arcilla siempre en proceso.

En general la tienda marcha bien. Los días, aunque


pueden ser muy aburridos, transcurren apacibles -excepto
cuando alguien gruñe porque no puede devolver un vibrador
usado, o cuando alguien gruñe porque la etiqueta del precio
está pegada un milímetro por debajo de donde debería
estar-. Por eso digo “en general”, siempre que no haya
regañinas absurdas y paranoia y persecución, todo va
bastante bien. Pero, a veces la gente se aburre, y necesita su
dosis de paranoia y persecución. Y esto me produce un gran
estrés y cansancio. No tengo ganas de paranoia y
persecución: yo quiero una vida apacible, en todos los
ámbitos de esta vida. APA-CIBLE. ¿Es po-sible?...
Refuerzo este deseo con el irrefutable hecho de que ya
dos personas me han dicho que posiblemente yo sea una
PAS. Yo no sabía lo que era. Una amiga me soltó un día: “Soy
PAS, así que esto me afecta más que a otros”. Como buena
argentina que no distingue el sonido de la “s” y la “z”, pensé
que se refería a la palabra PAZ; pensé que quería decir que
es una persona pacífica. Pero luego, el osteópata me lo dijo
también. Y tuve que googlearlo. Y sí; tengo todas las
papeletas de una PAS: Persona Altamente Sensible. Hice el
test para confirmarlo, y sí: soy 93% PAS.

Es bueno comprenderse mejor, porque sino crees que


estás fallado, que tienes una tara. ¿Cómo me puede hacer
tanto daño la mirada o el mal gesto de un sujeto, sea
exmarido, madre, jefe, o el almacenero de la esquina?...
¿Soy boba? … Ni te cuento lo que puede afectarme un
comentario, sea de frente o por la espalda… Llegué -junto
con mi terapeuta de la época- a pensar que era bipolar, y
¡hasta me han medicado! … Nooooo… No soy bipolar, ni
gilipollas, ni boba, ni tengo la regla ni estoy pre-
menopáusica: soy humana y PAS. Además de ser inocente y
nada retorcida. Por eso quiero una vida APACIBLE, porque
soy PAS y porque quiero PAZ. Supongo que a las PAS se les
hace muy difícil convivir con manipuladores, narcisistas y
psicópatas integrados. Hay que joderse. ¡Se me repiten
estos personajes en la vida! (Un exnovio, el del nombre raro,
me lee una noticia del periódico una vez: “Un niño -no
recuerdo de qué país de medio oriente era- explotó al pisar
una mina antipersona”. Yo me largué a llorar
desconsoladamente y de manera instantánea, como si los
ángeles abrieran las compuertas del llanto ancestral
humano. Y él me suelta: “¿Por qué lloras si no le conoces?”...
¿Tengo que explicar más sobre esto?...)

También me ayudó mucho a comprenderme un libro


llamado “Agridulce”, donde se normaliza el hecho de no
estar siempre “joya”, como en modo “Instagram”, sino en
habitar el Humano: arriba, abajo, alegría, tristeza, logro,
desazón, fracaso, aprendizaje, ganas, deseo, inapetencia,
miedo, fuerza, debilidad, duda, certeza… (Ya lo dice
Cheyenne -no se trata sólo de citar a Schopenhauer- en su
bachata: “Subimos, bajamos, lloramos, reímos”)... Agridulce.
Por algo me gusta la tónica; la original.

Es bueno comprenderse más. Que toda esta


introspección e hibernación sirvan para algo. Si conozco
algún muchacho que valga la pena, iré por delante con mi
PASaporte PAS, para evitar sorpresas y malentendidos a
posteriori.

Hice match con un muchacho en Tinder y voy a


quedar. Cualquier cosa con tal de que mi Pollyanna interior
no adopte dos gatos. Es español, dos años menor que yo, se
lo ve en forma y muy entusiasmado. Un poco modo
“Instagram” para mi gusto, pero bueno; vamos a darle una
oportunidad.

Quedamos para cenar en un restaurante italiano, en la


terraza, aprovechando este tiempo primaveral estupendo.
Es una terraza enorme y se ve el mar. Es muy bonito, la
verdad. Él es elegante, con ese estilo de político de partido
liberal; compruebo en vivo y en directo que está muy en
forma y es muy vital, casi rozando el hiper entusiasmo. Eso
ya no mola tanto. La cita transcurre amena, con una rica
cena -siendo vegetariana y anti lácteos, en un restaurante
italiano, sólo puedo entrarle a la insalata o a la pasta rellena
de espinaca y nueces, sin queso, y sin salsa. “Un chorrito de
aceite de oliva y pimienta negra, por favor”, le digo al
camarero y el muchacho, al que llamaré Alberto, me mira
extrañado (no lo hago por ahorrarme los diez euros de la
salsa gorgonzola, señores, es que me sientan mal los
lácteos). Es difícil ser vegetariana y anti lácteos. Casi tan
difícil como ser anti abdominales. La gente te mira como
con pena:
-Ay, qué penita… ¿No puedes comer queso?-...
-Sí, puedo. No sufras; es que no me apetece”.

Alberto lleva el ochenta por ciento de la conversación,


y yo me esfuerzo cada vez menos en colar un bocadillo de
diálogo. Me agota intentar colar líneas cuando la gente no
escucha, no le interesa, están muy ocupados hablando de sí
mismos, y no se enteran, o cuando ya tienen su idea
preconcebida de lo que vas a decir y lo que van a responder.
Me agota. Yo no necesito alimentar mi ego. Así que,
alimento mi estómago comiendo ravioli bañados en olio,
lentamente.

Alberto me suelta frasecitas estudiadas en los cursos


estos que están tan de moda, de liderazgo y libertad
financiera, que me irritan levemente (porque yo he estado
ahí demasiado tiempo; incluso les ponía a los chicos el
audiolibro de Robert Kiyosaki, “Padre rico, padre pobre”,
para dormir). Frases hechas de gurús varios. No digo que no
haya aprendido. A partir de los cuarenta me empezó a
obsesionar la idea de la libertad financiera. Si mis hijos han
aprendido algo, y pueden forjarse esa libertad antes de la
edad jubilatoria, mejor. Que sirva para algo tanto dinero,
tiempo y energía invertidos en estos cursos de diversos
gurús.

¿Acaso no es el bien más preciado del ser humano la


libertad? … Pues, trabajar a destajo, por muy poco dinero,
no es libertad. La frase “El trabajo dignifica”, está super
obsoleta. Si mi padre viviera, -creo que él me enseñó esa
frase-, hoy estaría de acuerdo en que no es verdad. Es una
maniobra de manipulación para avalar esta esclavitud
moderna encubierta. Dolly Parton con su “9 to 5” tiene toda
la razón. Y no por nada el tango Cambalache está siempre
vigente.

Pero, convengamos que tampoco hay que irse de


mambo y llenarse de estas frasecitas, y poner en peligro la
economía familiar, y la familia en sí, por esta obsesión.
Habrá que poner pan sobre la mesa, y pagar las facturas
primero, y comprar una caldera nueva si ésta se rompe, e ir
construyendo esa libertad de a poco. Salvo que te hayas
dado cuenta a los veinte, y hace al menos diez años y seas
un famoso YouTuber. No es mi caso.

Alberto cree fervientemente en ello, y me habla de


todas sus ideas para conseguirla: pisos en alquiler -adscribo,
excepto cuando te toca un okupa, o se te rompen todos los
electrodomésticos juntos-; criptomonedas -perdí plata-;
trading -no lo entiendo y no tengo paciencia-; vender por
Amazon -podría ser-; curso online -no me funcionó de
momento-; derechos de autor -algo llega-; y así puedo
seguir. Pero de momento, después de un okupa, una
pandemia, un cambio de ciudad, y una bancarrota
emocional y financiera, toca currar/trabajar.

Alberto es arquitecto, pero además está construyendo


su libertad financiera. Claro que es más fácil siendo soltero y
sin hijos. Intento que la conversación vaya para otro lado,
antes de irritarme del todo y de que se me acaben los
ravioles. Pero ni con esas. Cuando por fin consigo que
cambie de tercio, media hora más tarde, me sale con el rollo
espiritual aprendido en cursos también. Uf, todo me suena,
y me agota. Estuve allí también bastante tiempo, por suerte,
no demasiado. Se me acabaron los ravioles y estoy en
peligro de quedarme dormida. “Todos somos energía;
incluso he tenido una conversación con una palmera”, me
suelta Alberto en plan revelación. Me saltan todas las
alarmas: me quiero ir. Todo mi cuerpo tintinea; espero no
estar parpadeando a lo loco para que no se dé cuenta.
Mátame camión.

Creo que he apagado mis receptores auditivos, porque


veo a Alberto mover los labios pero no me entero de lo que
está diciendo. Sólo veo un movimiento, y yo entro como en
un estado de hipnosis, en una nebulosa, un estado de
relajación profundo, como si estuviese en un bote a la deriva
en alta mar, pero sin miedo. Es ahí cuando tengo una
revelación: se acabó el Tinder para mí. No está aquí mi
amor; no doy una.

Pero seguiré buscando. El gimnasio se me resiste y el


pádel también. Quizás es hora de emprender un viaje. Mi
último esfuerzo será la campaña de Semana Santa, y
después, me tomaré unas merecidas vacaciones.
MUERTE Y RESURRECCIÓN
“¡Vacaciones!”, parece chillar la horda de turistas
madrileños cuando entran en el Centro Comercial. Nosotras
vamos al revés del mundo: cuando la gente tiene vacaciones
es cuando más trabajamos, claro está. Pero no pasa nada,
luego tendremos nuestra vendetta. Y será mejor aún,
porque, vayamos donde vayamos, no habrá atascos y será
todo más barato. (¡Ey! ¡Qué positiva! ¿Son éstas palabras de
una resurgida Pollyanna?... Esto es alentador).

En Semana Santa un ejército de dildos realistas se


prepara para salir marchando -la Semana Santa no tiene
nada de santa; yo me los imagino en filita saliendo por la
puerta-, junto con otros productos populares como
lubricantes de sabores, geles vibradores, y plugs anales -
sobre todo los pequeños; hay mucha iniciación anal estos
días-. También está la situación incómoda donde, en una
pareja heterosexual, ella no se atreve ni a mirar los plugs, y
ellos inisten en comprar uno y que sea lo más grande
posible. Que sí, que no, que sí, que no. ¡Chicos! ¡Hablad
estas cositas antes de entrar a la tienda, que me siento
como en un partido de tenis! Yo, por las dudas, doy una
monodosis de lubricante y otra de serum de regalo, y
marchando. ¡Cuarto y mitad de plug anal!

La Semana Santa me hace reflexionar acerca de la


muerte y la resurrección: la vida está llena de pequeñas
muertes y resurrecciones. Incluso al orgasmo femenino, se
le llama petite mort. Pero no me referiré a esta pequeña
muerte. Sino a todas las pequeñas muertes de la vida: una
ruptura, una desilusión -una desilusión es como arrancar
una flor-, la muerte de un ser querido. O cuando sientes que
vas a morir, física o espiritualmente, y resurges. (¿Alguna
vez habéis sentido al alma en peligro de extinción?... Yo sí.
Es muy doloroso). Cuando desmantelas un antiguo yo
egoico, y renaces. Así, se me antoja que muertes y
resurrecciones, van tejiendo el patchwork de la vida.

He eliminado el Tinder de mi móvil en un acto de


valentía, y he estado mirando gimnasios. Igual, con calma:
primero me iré de vacaciones. Avanzo en la Liga de
Duolingo casi hasta Diamante otra vez. Igual no quiero
obsesionarme: que el pájaro verde no se flipe. Como
empiece a regañarme lo quito también. Buscamos una vida
apacible, ¿recuerdan?... No necesito a nadie que me regañe.
Y ya no necesito demostrar nada a nadie tampoco. No creo
que al fantasma de Edith Piaf le importe si estoy en la Liga
Diamante o Carbón.

En un acto de rebeldía esta mañana quito el hilo


musical de la tienda y pongo a Elton John. Oye, esto sí que
me motiva. ¡La música lacónica adormece y produce bajón!
Unas chicas entran a comprar y no pueden dejar de moverse
al son de “I´m still standing”. Me agradecen la buena
música y compran: ya he hecho felices hoy a dos personas.
¡Vamos!

Ya a las doce, vuelvo al hilo musical, porque empieza a


entrar gente y no vaya a ser que se active la vigilancia. Justo
una señora de mi edad, quizás un poco menos, entra
buscando bolas chinas que le mandó la ginecóloga para
fortalecer el suelo pélvico, porque se le escapa la orina. Le
explico todo lo referente a la bola, y además, le explico los
ejercicios hipopresivos -no sólo porque mi libro se vende en
la tienda, sino porque me importa de verdad-, ya que son lo
mejor para este problema. Me suelta que ya los conoce, que
son muy difíciles, y que a ella le encanta hacer abdominales.
Además, si no hace abominables, le crecerá la barriga. Hay
que joderse. Le vendo la bola china con su lubricante,
aunque me siento desanimada. No digo ni una sola palabra
más: lo que no se quiere cambiar no se cambia, con las
consecuencias que sean. Debo reprimir el Braveheart del
suelo pélvico que llevo en mi interior.

Hacía mucho que no pasaba Jake por la tienda. Yo creo


que desde aquella cita fiasco, no le quedaron muchas ganas
de sex shop. La cuestión es que vino, con la excusa de que
tenía que hacer un regalo, pero creo yo que venía a ver si
había chance de algo. Por supuesto que me contó los
problemas con su exmujer, lo linda que le quedó la
decoración de su baño, todo lleno de flores, me recordó su
signo del zodíaco, horóscopo chino y tótem, me tarareó la
melodía que tocaba su abuela en el piano, me preguntó si
seguía en Tinder, si seguía sola, si quería quedar para otra
Guinness, me volvió a hablar de su contacto que me sacará
de la tienda porque yo lo valgo, me recomendó tomar
triptófano, y así en bucle hasta que entró otro cliente. Me
despedí de Jake, mediante la amenaza de las cámaras, y se
marchó. Jake sigue teniendo un grave problema de
locuacidad.

Más tarde entró un cliente todo rayado porque quería


comprar un anillo para el pene pero no sabía cuál, ni el
tamaño adecuado. Un chico joven, treintañero; alto,
cuerpazo, muy guapo. Le abrí varios modelos, estiramos la
silicona y seguía dubitativo. De repente me suelta, así sin
preliminares, que si se lo puede probar en el vestidor.
“Este… guau. No.” Tomo aire, trago saliva y continúo.
-“Como te imaginarás por cuestiones de higiene esto no se
puede probar”. Entonces va y me suelta: “A lo mejor tú la
ves y me sabes decir, por tu experiencia, qué anillo me
conviene”... (¿En serio? ¿Crees que aquí nos la pasamos
mirando y midiendo penes? No doy crédito. Mátame
camión). Le respondo, no sé ni cómo, que no, que no es
posible lo que me pide. Y se marcha. Respiro y resoplo.
Lareconchadelalora y lareputisimamadre que lo
remilreparió. Me quedo a gusto.

A los cinco minutos vuelve a entrar. Me pregunta cuál


es la talla de preservativos más grande que tengo, ya que la
69mm le aprieta. La de 69mm es la XXL, la más grande que
tengo. Le ofrezco mirar en la web, y encuentro unos de
74mm que se podrían pedir. Dice que 5mm no harán mucha
diferencia y decide probar con los de 69mm pero de una
marca diferente a los que suele probar. No sé si espera un
aplauso o una medallita. Insiste un poco en si puedo echar
un vistazo para estar seguro, pero ya ni siquiera pronuncio
palabras, sólo meneo la cabeza de lado a lado con cara de
póker: eso debería bastar. Por fin se marcha no muy
convencido pero orgulloso de su miembro viril. Hay que
joderse. ¿Ven que hay gente para echarle de comer
aparte?... Necesito dos minutos en el baño para reponerme
de ésta. Aprovecho y hago el mini break.

Mini break hecho, dos minutos cronometrados -soy


una enferma de las mediciones, y además me siento
observada-, reposición de productos express, y ya estoy lista
trapito en mano para seguir. Al final tengo que soltar el
trapo porque empieza a haber mucho movimiento. Es
política de empresa hacer la mariposa: os explico lo que es.
Es revolotear por la tienda observando a los clientes para
evitar robos. Es decir, finges que haces algo aquí y allá, para
que parezca natural, pero en realidad, sólo estás
observándoles. Tocas una caja, meneas un huevo, pasas un
dedo a la estantería, o simplemente estás ahí, puesta,
repartiendo alternativamente el peso de tu cuerpo de una
pierna a la otra, y esperando. Por supuesto, todo esto
después de haber ofrecido tu ayuda. Y atenta a que no
entren más de tres, porque hay que llamar por teléfono
urgente para que vean las cámaras, por las dudas que
alguien decida robar. Si justo entran tres, cuatro o cinco y te
pilla hablando con algún cliente, estás en el horno. Debes
excusarte, correr al teléfono, y llamar. A veces esto es
complicado. Sobre todo cuando tu prioridad está en el
cliente. Pero al final, aunque me agota, hago la mariposa.
Me siento como un asesino en serie a acecho, pero ejecuto
esta función de todas formas.

Lo que queda del día y de las vacaciones de Semana


Santa, es desenfrenado. No paramos de atender, envolver,
despachar, cobrar, limpiar, reponer, comprobar vibradores, y
hacer la mariposa.

Hablando de mariposas… Justo entra una clienta


preguntándome en francés por “un papillon”. Esa la sé. La
he repetido en Duolingo un sinfín de veces. Una mariposa.
Es un estimulador del clítoris planito, como para poder
utilizarlo durante la penetración. O, si es con mando remoto,
llevarlo puesto y jugar en público (de este tipo de juguetes
hay un montón y están muy de moda). Esta clienta en
concreto quería un papillon sencillo y barato, con mando no
remoto. Acabo encargándoselo online ya que en tienda no
hay. Aunque, es tan barato que tengo que cobrarle gastos de
transporte. La señora reniega en francés, mascullando cosas
como “incroyable” y “ce n´est pas possible”, que entiendo
perfectamente y con una sonrisa le digo “Je suis desolé,
politique d´entreprise” -lo siento, política de empresa-, y me
quedo tan ancha, ya que yo no hago las reglas. Al final la
convenzo de que le sale más a cuenta comprar un
lubricante, y así no paga gastos de envío. Y su malestar se
disipa, a la par que pronuncia un “merci beaucoup”, y se
marcha feliz. Prueba superada. Estos son los momentos en
que adoro al pájaro verde.

Con respecto a estos juguetes para jugar a distancia,


se venden como churros en todas sus variantes: huevo
vibrador, estimulador doble, estimulador triple -ya tú sabes-,
desde veinte eurillos con pilas hasta ciento cincuenta,
dependiendo, marca, modelo, prestaciones, mando remoto
o aplicación móvil. “Que sí. Que puedes estar aquí y tu novio
o novia en China, y puede manejarlo”, comento, y la gente
se queda atónita. Hay mujeres que se lo regalan al marido
para “hacer el fútbol más ameno” -literal-. Ya que el marido
no se despega de la pantalla, por lo menos que le dé al
botoncito mientras tanto, y eso que se llevan. Hay alguna
pareja gay que se ha llevado un huevo vibrador con mando
remoto y app. ¡El huevo no tiene tope! Si acabaron en
urgencias, ya no lo sé. Pero, no se puede estar en todo.
Somos adultos. No puedo cuidar a los clientes como si
fueran mis hijos. Como veis, las notas de color son muchas y
variopintas.

Ya solo queda el domingo de resurrección, y


milagrosamente, seguimos vivas y con el espíritu, la
paciencia y la moral intactas, o casi. ¡Somos una joya!
Debemos estar orgullosas de nosotras como dependientas:
cuando uno ve tanto pasota, tanto dependiente que no le
importa nada, que trata mal al cliente, carente de tacto y/o
educación, ahí vemos realmente lo bien que estamos
haciendo nuestro trabajo. ¡Un ole por nosotras!

Ha estado bien la avalancha de clientes: no echo de


menos en absoluto a “don trapito” y al desinfectante. Mi
cuerpo está cansado, eso sí. Hay que tener en cuenta, que
no es sólo el cansancio físico de estar de pie tantas horas y
de hacer todas las tareas que tenemos que hacer; sino el
cansancio mental, de hablar con tanta gente, en tantos
idiomas, de resolver dudas, problemas, quejas, consultas,
agobios varios… De estar observadas, y ser juzgadas a
diario… Comer mal y rápido, o no comer. Y el cansancio
energético que sin duda ocurre en un plano sutil, ya que
estamos en contacto con una enorme cantidad de personas
por día, y cada uno trae su energía. Así que, aunque ha
estado bien un poco de acción, ya deseo que se acabe la
Semana Santa.
MAYO. HUELE A VACACIONES.
Acaba la Semana Santa y quedo crucificada: menos
mal que vendrá la resurrección. Estoy tan cansada que mi
Face ID del móvil no me reconoce. Hago un chequeo rápido
de mi Pollyanna interior: se está poniendo las botas -
expresión española que significa algo así como “hartarse de
algo placentero”. Pero además, literal: se está poniendo las
botas de montaña porque se viene el Camino de Santiago.
Está decidido. Vamos a caminar y respirar, respirar y
caminar. Sin Tinder. Sin Duolingo. Sin dildos, ni
succionadores, ni plugs. Sin cámaras de vigilancia. Sin
regañinas. Una auténtica comunión con la naturaleza y de
cierta manera, un acto de fe y valentía, ya que abrazaré la
incertidumbre total. Un pie delante de otro, sin saber lo que
me traerá el camino, ni el destino. Me tomaré dos semanas
de vacaciones para caminar. Aunque aún me queda.

Tres semanitas más faltan para mi reset, así que tengo


que ponerle onda. Intentaré no exigirme tanto en la tienda:
si la simetría en las estanterías no es perfecta, bueno. Si hay
una pelusa detrás del expositor, me lo perdonaré también. Y
si alguien me regaña, respiraré y lo mandaré a la reconcha
de la lora mentalmente.

Tengo que contaros que he mejorado en muchos


aspectos. Por ejemplo, mis uñas ya no son un cacho de
plástico: he conseguido que a base de esmalte efecto gel de
Mercadona -por supuesto-, vayan creciendo. Alguna vez se
me rompe alguna, pero bueno. Es un mal menor.

Otra cosa es que sin Tinder, tengo más tiempo para


Duolingo: llevo dos semanas en la Liga Diamante y el pájaro
verde está feliz. En cuanto a mi aprendizaje de francés,
bueno, si puedo usar algún día en mi vida frases como “Mon
cochon est noir”-mi cerdo es negro- o “Je mange une
pomme vert” -yo como una manzana verde-, habrá valido la
pena.

Y sigo enumerando cosas positivas. La bola gigante en


mi útero ya se sabe que será extirpada, con su envase
incluído. Aún no se sabe cuándo, pero al menos he
conseguido que me agenden una laparoscopia, y no me
rajen al medio: esto es motivo de alegría. Da un poco de
miedo; pero confiaré en el proceso y despediré con gratitud
al órgano maravilloso que me ha permitido crear a mis
bellos hijos.

Hago un repaso de mis citas, y no ha estado mal


después de todo: he aprendido mucho de mí. Estoy
tranquila y llena de esperanza.

Carlos ha venido un día a ayudarme con una lámpara


en casa. No me desatascó las tuberías -mal pensados-.
Dimos una vuelta con Bobby y la pasamos bien. Al final,
gané un amigo, un manitas y un perro.

El Super Sandero, después de casi mil euros de


mantenimiento y reparaciones, está listo para llegar a los
quinientos mil kilómetros. ¡Vamos!

Mi romance con el mar va viento en popa y no echo


nada de menos a Bronte.

Ya no tomo Maca ni triptófano (de momento). Aunque


la B12 es impepinable siendo vegetariana.

Mi pingüino Tony está bien. Gracias.


Mis queridos hijos están sanos y construyendo sus
sueños. Los echo de menos, pero, apenas pueda, me
escaparé a Madrid a verles. O, aguantamos un tironcito más,
y que vengan ellos a verme a la playita. Mucho mejor.

Me doy cuenta de las innumerables razones que tengo


para estar -ser- agradecida y feliz. Pollyanna se viste de
fiesta y yo, con una sonrisa, realizo día a día mis
quehaceres. Sobre todo porque se ha disipado el miedo, y
un oleaje de confianza y esperanza llega a la playa de mi
mente, transformándola poco a poco.

Mientras transcurren los últimos días de trabajo antes


de las merecidas vacaciones, procuro caminar cada día para
no hacer el camino tan novata. Mi cuerpo se siente más
liviano y el trabajo se hace más llevadero. Al final, sólo se
trata de respirar y caminar, y me olvido de esto una y otra
vez.

Empiezo a cantar, cada vez más alto. Mi voz se va


abriendo camino. Como cuando la luz se va colando por
rendijas y pequeños orificios, y lo va inundando todo. Incluso
en la tienda, cuando no hay nada de movimiento, canto. Ya
no canto tan bajito. Canto. Los vibradores y plugs me
sonríen. Los dildos parece que se ponen más derechitos. Las
luces de colores se hacen más brillantes. Parece que las
muñecas se mecen también al compás. Me siento como
Blancanieves pero en una peli XXX.

He descubierto una nueva canción en el hilo musical


que me encanta; no es tan lacónica y la estoy aprendiendo.
“And I'll rise up, I'll rise like the day, I'll rise up, I'll rise
unafraid,I'll rise up, And I'll do it a thousand times again.
And I'll rise up, high like the waves, I'll rise up, in spite of the
ache, I will rise, And I'll do it a thousand times again” (Y me
levantaré, me levantaré como el día, me levantaré sin
miedo, me levantaré. Y lo haré mil veces más. Y me
levantaré, alto como las olas. Me levantaré a pesar del dolor.
Me levantaré, y lo haré mil veces más). Gracias Andra Day.

Pronto escribiré una canción sobre mi camino vital. Se


llamará “Yo soy”, y sé que algún día verá la luz.
EL CAMINO
La luz de mayo es hermosa. La primavera está super
instalada y todo huele a jazmines y a galán de noche.
Caminar por la calle es embriagador.

Resumiendo mi vida animalista, he sido camaleón,


puercoespín, murciélago -¡y vampiresa!-, morsa, oso, pájaro,
oruga, mariposa, y pronto seré caracol: llevaré mi casa a
cuestas recorriendo el camino. Ya queda menos.

Los últimos días, preparo el viaje, sin prisa pero sin


pausa. Tengo una mochila, y algo de ropa. Mi poca
experiencia peregrina me ha llevado a poner vaqueros
cortos y largos y camisetas de algodón; luego sabré que es
la peor ropa para el camino. Tengo botas de montaña y unas
zapatillas gastadas, de esas que sé que no volverán a casa. Y
un neceser importante con cosmética: no quiero volver
arrugada y seca como un papiro.

Planifico mis etapas sin mucho conocimiento y con


una alta dosis de optimismo: un promedio de treinta
kilómetros diarios para que me dé tiempo a conocer
Finisterre luego de Santiago. Luego sabré que me he pasado
de rosca, y que pueden doler las rodillas y salir ampollas, y
tendré que re-planificar las etapas. Como en la vida misma:
prueba y error, ajustar el rumbo, y adaptarse.

He elegido el camino del norte porque quiero estar


más bien sola y porque está más cerca del mar. Y también
porque quiero volver a Ribadeo, lugar donde estuve hace
muchos años, cuando estaba de gira con un musical, y que
me ha encantado.
Tengo el billete de ida a San Sebastián, que siempre
quise conocer, aunque luego iré a Gijón, donde comenzaré a
caminar. Y tengo la vuelta en avión desde Santiago. Tengo
una fe ciega en que conseguiré caminar todo el Camino,
valga la redundancia, y que será maravilloso. Luego sabré
que así fue.

No contaré en este relato mi Camino de Santiago; ése es


otro relato aparte. Pero sí contaré que me trajo el amor.
Eso que andaba buscando al principio de este relato, y
desde mucho antes también -aunque casi lo tuve, no digo
que no-. Ese tipo de amor, hombre-mujer, mujer-hombre.

El Camino transcurrió con ups and downs, peregrinos y


peregrinas, piedras en el camino, cuestas, pendientes, barro
y mucha lluvia; risa y llanto; canciones, amaneceres y
atardeceres; comidas ricas y copiosas, y algunas pobres; sin
interrupciones del bendito-maldito teléfono móvil, y mucha
paz. Algún encontronazo con perros salvajes, y algún dolor
físico, pero nada imposible de superar. El Camino trajo
aprendizaje y paz.

El día previo a llegar a Santiago vi a un muchacho tomando


un café, solo, en un bar en el camino. Una fuerza superior
hizo que lo viera; es como si su alma me hubiese llamado.
Le comenté a mis compañeras un poco en broma, -en las
últimas etapas sí que me uní a unos peregrinos y unas
peregrinas encantadoras, no soy tan antisocial-, “Éste es mi
tipo de hombre: nórdico”.

Más tarde, ese mismo día, cerca del albergue, fuimos a


comer, y allí estaba él, en la mesa de al lado. Una de las
peregrinas me introdujo y se fue. Cruzamos cuatro palabras
y una mirada. Yo creo que la niña en mí vio al niño en él.
Porque, convengamos, que ninguno de los dos estábamos
en nuestro mejor momento: sudados, pelo terrible; unas
pintas de linyera que no veas; mis piernas todas cubiertas
de arañazos -tuve un episodio de cuerpo a tierra y
arrastrarme por zarzas unos días antes que no puedo contar
aquí-, las uñas, ni te digo: no cachos de plástico ni gel de
Mercadona. En fin. Un cuadro de Picasso. Pero ambos nos
vimos, creo, de manera inocente. Una semilla se plantó en
nuestros corazones con esa mirada. Y la semilla fue regada
con dos frases: la primera, decía que él vivía en la misma
ciudad que yo -¡por suerte no vivía en Estocolmo!, que es lo
que mi mente prejuiciosa pensó-. Y la segunda frase, me
pedía el teléfono -en inglés, ya que no domino el sueco ni él
el español- para salir, algún día, una vez acabado el Camino
y recuperadas las piernas.

Yo no sabía si llamaría o no, pero no importaba. No


tenía expectativas. Es el efecto Camino. Pero, mientras
terminábamos el camino, cada uno por su lado, y volvíamos
a nuestras vidas, y recuperábamos las piernas, se tejía otro
plan, fuera de mi mente. Sí pude oír a unos angelotes reírse.
Menudos cabritos: yo acá comiéndome el coco durante un
año, y ya lo tenían todo pensado.

Fin.

Y, cómo no, un nuevo comienzo.

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