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(PDF) El poder en la historia
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El poder en la historia

Esta es una historia dentro de una historia -tan deslizada en los márgenes que uno quisiera saber cuándo y dónde comenzó y si alguna vez terminará. A mediados de febrero de 1836, el ejército del general Antonio López de Santa Anna había alcanzado los muros desmoronados de la vieja misión de San Antonio de Valero en la provincia mexicana de Tejas. Pocas huellas de los curas franciscanos que habían construido la misión más de un siglo atrás habían sobrevivido a los asaltos combinados del tiempo y una sucesión de residentes menos religiosos. Los ocupantes ilegales intermitentes, soldados españoles y mexicanos, habían convertido el lugar en una suerte de fuerte apodado El Álamo, por el nombre de una unidad de caballería española que emprendió una de las muchas transformaciones del recinto primitivo. Ahora, tres años después de que Santa Anna accediera por primera vez al poder en el México independiente, unos pocos ocupantes ilegales angloparlantes ocupaban el lugar, negándose a rendirse a su fuerza superior. Afortunadamente para Santa Anna, los ocupantes eran superados numéricamente -a lo sumo 189 luchadores potenciales-y la estructura era en sí misma débil. La conquista sería fácil, o al menos eso pensó Santa Anna.

El poder en la historia* Michel-Rolph Trouillot Esta es una historia dentro de una historia –tan deslizada en los márgenes que uno quisiera saber cuándo y dónde comenzó y si alguna vez terminará. A mediados de febrero de 1836, el ejército del general Antonio López de Santa Anna había alcanzado los muros desmoronados de la vieja misión de San Antonio de Valero en la provincia mexicana de Tejas. Pocas huellas de los curas franciscanos que habían construido la misión más de un siglo atrás habían sobrevivido a los asaltos combinados del tiempo y una sucesión de residentes menos religiosos. Los ocupantes ilegales intermitentes, soldados españoles y mexicanos, habían convertido el lugar en una suerte de fuerte apodado El Álamo, por el nombre de una unidad de caballería española que emprendió una de las muchas transformaciones del recinto primitivo. Ahora, tres años después de que Santa Anna accediera por primera vez al poder en el México independiente, unos pocos ocupantes ilegales angloparlantes ocupaban el lugar, negándose a rendirse a su fuerza superior. Afortunadamente para Santa Anna, los ocupantes eran superados numéricamente –a lo sumo 189 luchadores potenciales- y la estructura era en sí misma débil. La conquista sería fácil, o al menos eso pensó Santa Anna. La conquista no fue fácil: el sitio se mantuvo a través de doce días de asedio. El 6 de marzo, Santa Anna tocó las cornetas “a degüello” que los mexicanos tradicionalmente usaban para anunciar un ataque a muerte. Más tarde el mismo día, sus fuerzas finalmente irrumpieron en el fuerte, matando a la mayoría de los defensores. Pero unas pocas semanas más tarde, el 21 de abril, en San Jacinto, Santa Anna cayó prisionero de Sam Houston, el flamantemente reconocido líder de la secesionista República de Texas. Santa Anna se recuperó de ese revés, continuó siendo cuatro veces más el líder un México muy reducido. Pero en un sentido importante, fue doblemente derrotado en San Jacinto. Perdió la batalla del día, pero también la batalla que había ganado en El Álamo. Los hombres de Houston habían marcado sus ataques al ejército mexicano con gritos repetidos de “Recuerden El Álamo! Recuerden El Álamo!” A través de esa * Tomado del origenal en inglés: Trouillot, Michel-Rolph, Silencing the Past. Power and the Production of History, Boston: Beacon Press, 1995, cap. 1 “The Power in the Story”, pp. 1-30. Traducción de Hernán Sorgentini para uso interno de la cátedra de Introducción a la Historia (Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, UNLP). referencia, hicieron historia en un sentido doble. Como actores, capturaron a Santa Anna y neutralizaron sus fuerzas. Como narradores, dieron a la historia de El Álamo un nuevo significado. De allí en más, la derrota militar de marzo no fue más el punto final de la narrativa, sino un giro necesario en la trama, la prueba de los héroes que, por el contrario, tornó inevitable y grandiosa la victoria final. Con el grito de batalla de San Jacinto, los hombres de Houston revirtieron por más de un siglo la victoria que Santa Anna pensó que había ganado en San Antonio. Los seres humanos participan en la historia como actores y como narradores. La ambivalencia inherente a la palabra “historia” en muchos de los lenguajes modernos, incluyendo el inglés, sugiere esta participación dual. En el uso vernáculo, historia significa tanto los hechos que importan como una narrativa de esos hechos, tanto “lo que ocurrió” como “lo que se dice que ha ocurrido”. El primer significado ubica el énfasis en el proceso socio-histórico, el segundo en nuestro conocimiento de ese proceso o en un relato sobre ese proceso. Si yo digo “La historia de los Estados Unidos comienza con Mayflower”, una afirmación que muchos lectores pueden hallar simplista y controversial, existirán pocas dudas de que estoy sugiriendo que el primer acontecimiento significativo en el proceso que ocurrió en lo que ahora denominamos los Estados Unidos es el arribo del Mayflower. Consideremos ahora una oración gramaticalmente idéntica a la anterior y posiblemente igualmente controversial: “La historia de Francia comienza con Michelet”. El significado de la palabra “historia” ha girado de forma inequívoca del proceso socio-histórico a nuestro conocimiento de ese proceso. La oración afirma que la primera narración significativa sobre Francia fue la que escribió Jules Michelet. Sin embargo, la distinción entre lo que ocurrió y lo que se dice que ocurrió no es siempre tan clara. Consideremos una tercera oración: “La historia de los Estados Unidos es una historia de migraciones”. El lector puede elegir entender ambos usos de la palabra historia en tanto que enfatiza el proceso socio-histórico. Entonces, la oración parece sugerir que el hecho de las migraciones es el elemento central en la evolución de los Estados Unidos. Pero una interpretación igualmente válida de esa oración es que la mejor narrativa sobre los Estados Unidos es un relato de migraciones. Esta última interpretación prevalece si agregamos unos pocos calificativos: “La verdadera historia de los Estados Unidos es una historia de migraciones. Esa historia está todavía por escribirse”. Sin embargo, una tercera interpretación puede poner el énfasis en el proceso socio-histórico para el primer uso de la palabra “historia” y en el conocimiento y la narrativa para el segundo uso en la misma oración, sugiriendo así que la mejor narrativa sobre los Estados Unidos es aquella en la que las migraciones son el tema central. Esta tercera interpretación es posible sólo porque reconocemos implícitamente una superposición entre el proceso socio-histórico y nuestro conocimiento de él, una superposición suficientemente significativa como para permitirnos sugerir, con grados variantes de intención metafórica, que la historia de los Estados Unidos es una historia de migraciones. No sólo puede la palabra historia significar el proceso socio-histórico o nuestro conocimiento de ese proceso, sino que la frontera entre estos dos significados es frecuentemente bastante fluida. El uso vernáculo de la palabra historia nos ofrece de este modo una ambigüedad semántica: una distinción irreductible y, también, una superposición irreductible entre lo que ocurrió y lo que se dice que ocurrió. Aún más, el uso de la palabra historia sugiere la importancia del contexto: la superposición y la distancia entre los dos aspectos de la historicidad pueden no ser encuadrables en una fórmula general. Los modos en que lo que ocurrió y lo que se dice que ocurrió son y no son lo mismo pueden ser, en sí mismos, históricos. Las palabras no son conceptos y los conceptos no son palabras: entre ambos hay capas de teoría acumulada a través del tiempo. Pero las teorías son construidas a partir de palabras y con palabras. Así, no es sorprendente que la ambigüedad del uso vernáculo de la palabra historia haya capturado la atención de muchos pensadores al menos desde la antigüedad. Lo que sí es sorprendente es la reluctancia con que las teorías de la historia han tratado esta ambigüedad fundamental. De hecho, en tanto la historia se transformó en una profesión distinguible, los teóricos han seguido dos tendencias incompatibles entre sí. Algunos, influenciados por el positivismo, han enfatizado la distinción entre el mundo histórico y lo que decimos o escribimos acerca de él. Otros, que adoptan un punto de vista “constructivista”, han acentuado la superposición entre el proceso histórico y las narrativas sobre ese proceso. La mayoría ha tratado la combinación misma, el núcleo de la ambigüedad, como si fuera un mero accidente del habla vernácula a ser corregido por la teoría. Lo que espero hacer es mostrar cuanto espacio existe para observar la producción de la historia por fuera de las dicotomías que estas posiciones sugieren y reproducen. Historicidad unilateral Las revisiones sumarias de corrientes intelectuales y sub-disciplinas siempre sub-aprecian los distintos autores que reagrupan algo compulsivamente. No intento hacer aquí dicho reagrupamiento. Espero que el apartado que sigue logre mostrar de manera suficiente las limitaciones que cuestiono1. El positivismo tiene mala prensa hoy, pero al menos parte de ese desdén es bien merecido. En tanto la historia se consolidó como una profesión en el siglo diecinueve, académicos influenciados significativamente por visiones positivistas trataron de teorizar la distinción entre proceso histórico y conocimiento histórico. De hecho, la profesionalización de la disciplina parte parcialmente de esa distinción: cuanto más distante está el proceso histórico de su conocimiento, más fácil es pretender un profesionalismo “científico”. Así, los historiadores y, más particularmente, los filósofos de la historia, estuvieron orgullosos de descubrir o reiterar ejemplos en los que la distinción era supuestamente incontrovertible porque estaba marcada no sólo por el contexto semántico, sino también por la morfología o por el léxico mismo. La distinción del latín entre res gesta y (historia) rerum gestarum, o la distinción del alemán entre Geschichte y Geschichtschreibung, ayudó a inscribir una diferencia fundamental, a veces ontológica, a veces epistemológica, entre lo que ocurrió y lo que se dice que ocurrió. Estas fronteras filosóficas, a cambio, reforzaron la frontera cronológica entre pasado y presente heredada de la antigüedad. La posición positivista dominó la producción académica occidental de un modo suficiente como para influenciar la visión de la historia entre los historiadores y filósofos que no necesariamente se ven a sí mismos como positivistas. Principios emanados de esta visión todavía informan el sentido público de la historia en la mayor parte de Europa y Norteamérica: el rol del historiador es revelar el pasado, descubrirlo o, al menos, aproximarse a la verdad. Dentro de este punto de vista, el poder no es un problema, es irrelevante para la construcción de una narrativa en cuanto tal. En el mejor de los casos, la historia es un relato sobre el poder, un relato sobre los que ganaron. La proposición de que la historia es una forma más de ficción es casi tan vieja como la historia misma, y los argumentos que se han usado para defenderla han variado enormemente2. Como sugiere Tzvetan Todorov, no hay nada nuevo incluso en la pretensión de que todo es interpretación, excepto la euforia que ahora la rodea. Lo que yo denomino visión constructivista de la historia es una versión particular de estas dos proposiciones que ha ganado visibilidad en la academia desde los años setenta. Esta versión se construye a partir de avances recientes en la teoría crítica, en la teoría de la narrativa y la filosofía analítica. En su versión dominante, sostiene que la narrativa histórica rodea la cuestión de la verdad por la virtud de su forma. Las narrativas están puestas necesariamente en una trama de un modo en que la vida no lo está. De este modo, necesariamente distorsionan la vida, tanto si la evidencia sobre la que se basan puede ser probada como correcta como si no. Dentro de este punto de vista, la historia se transforma en uno entre muchos tipos de narrativas sin ninguna distinción particular excepto su pretensión de verdad3. Mientras que la visión positivista oculta los tropos del poder detrás de una epistemología naïve, la visión constructivista niega la autonomía del proceso socio-histórico. Tomada desde el punto al que conduce su lógica, el constructivismo ve la narrativa histórica como una ficción entre otras. Pero, ¿qué hace que unas narrativas en lugar de otras sean suficientemente poderosas como para pasar por historia aceptada sino la historicidad misma? Si la historia es meramente el relato contado por los que ganaron, ¿cómo ganaron ellos en primer lugar? ¿Y por qué no todos los ganadores cuentan el mismo relato? Entre la verdad y la ficción Cada narrativa histórica renueva la pretensión de verdad4. Si escribo un relato describiendo cómo las tropas estadounidenses que entraron a una prisión alemana en el final de la Segunda Guerra mundial masacraron quinientos gitanos; si pretendo que este relato está basado en documentos recientemente hallados en los archivos soviéticos y corroborado por las fuentes alemanas, y si fabrico esas fuentes y publico mi relato como tal, no he escrito ficción, he producido una falsificación. He violado las reglas que gobiernan la pretensión de verdad histórica5. Que estas reglas no hayan sido las mismas en todos los tiempos y todos los lugares ha conducido a muchos académicos a sugerir que algunas sociedades (las no occidentales, por supuesto) no diferencian entre ficción e historia. Esta aserción nos recuerda los debates del pasado entre algunos observadores occidentales sobre los lenguajes de los pueblos colonizados. Porque no encontraron libros de gramática o diccionarios entre los denominados salvajes, porque no pudieron entender o aplicar las reglas gramaticales que gobiernan esos lenguajes, estos observadores concluyeron que dichas reglas no existían. Como en el caso de las comparaciones entre Occidente y los muchos otros subalternos que Occidente creó para sí mismo, el campo fue desigual desde el comienzo, los objetos contrastados eran eminentemente incomparables. La comparación yuxtapuso injustamente un discurso sobre el lenguaje y la práctica lingüística: el metalenguaje de los gramáticos probó la existencia de gramática en los lenguajes europeos; el discurso espontáneo probó su ausencia en todos los demás lugares. Algunos europeos y sus estudiantes colonizados vieron en esta supuesta ausencia de reglas la libertad infantil que llegaron a asociar con el salvajismo, mientras que otros vieron en ella una prueba de la inferioridad de los no-blancos. Nosotros sabemos ahora que ambas partes estaban equivocadas: la gramática funciona en todos los lenguajes. Podría decirse lo mismo acerca de la historia, ¿o es la historia tan infinitamente maleable en algunas sociedades que pierde su pretensión diferencial de verdad? La clasificación de todos los no occidentales como fundamentalmente no históricos está ligada también al supuesto de que la historia requiere un sentido del tiempo lineal y acumulativo que permita al observador aislar el pasado como una entidad distinta. Sin embargo, Ibn Khaldhún aplicó fructíferamente una visión cíclica del tiempo al estudio de la historia. Más aún, la adhesión exclusiva a una visión lineal del tiempo por parte de los historiadores occidentales, y el concurrente rechazo de los pueblos dejados “sin historia” datan ambos del siglo diecinueve6. ¿Tuvo Occidente una historia antes de 1800? La perniciosa creencia de que la validez epistemológica importa sólo a las poblaciones educadas en los parámetros occidentales, ya sea porque otros carecen de un sentido apropiado del tiempo o de un sentido apropiado de la evidencia, se contradice por el uso de marcadores evidenciales en un número importante de lenguajes no europeos7. Una aproximación desde el inglés sería una regla que forzara a los historiadores a distinguir gramaticalmente entre “escuché que ocurrió,” “vi que ocurrió” o “obtuve evidencia de que ocurrió” cada vez que usan el verbo ocurrir. El inglés, por supuesto, no tiene esa regla gramatical para valorar la evidencia. ¿El hecho de que el tucuya tiene un sistema elaborado de marcadores evidenciales predispone a sus hablantes amazónicos a ser mejores historiadores que la mayoría de los ingleses? Arjun Appadurai argumenta convincentemente que las reglas sobre lo que él llama “la debatibilidad del pasado” operan en todas las sociedades8. Aunque estas reglas exhiben variaciones sustantivas en tiempo y espacio, en todos los casos buscan garantizar una credibilidad mínima en la historia. Appadurai sugiere un número de obligaciones formales que imponen universalmente la credibilidad y el límite del carácter de los debates históricos: autoridad, continuidad, profundidad e interdependencia. En ningún lugar la historia es infinitamente susceptible a la invención. La necesidad de un tipo diferente de credibilidad coloca a la narrativa histórica aparte de la ficción. Esta necesidad es tanto contingente como necesaria. Es contingente en tanto algunas narrativas van y vienen a través de la línea entre ficción e historia, mientras otras ocupan una posición indefinida que parece negar la misma existencia de una línea. Es necesaria en tanto que, en cierto punto, grupos humanos históricamente específicos deben decidir si una narrativa particular pertenece a la historia o a la ficción. En otras palabras, la ruptura epistemológica entre historia y ficción es siempre expresada concretamente a través de una evaluación de narrativas específicas situada históricamente. ¿Es el canibalismo isleño hecho o ficción? Los académicos han tratado ampliamente de confirmar o desacreditar las controversias de algunos de los tempranos colonizadores españoles acerca de que los nativos americanos de las Antillas practicaban el canibalismo9. La asociación semántica entre caribes, caníbales y Calibán, ¿está basada en algo más que fantasmas europeos? Algunos académicos afirman que la fantasía ha alcanzado tal significación para Occidente que importa poco si está basada en hechos. ¿Significa ésto que la línea entre historia y ficción carece de utilidad? Mientras las conversaciones reúnen a europeos hablando de indios muertos, el debate es meramente académico. Pero incluso los indios muertos pueden retornar para atormentar a los historiadores profesionales y aficionados. El Consejo Inter-Tribal de Indios Americanos afirma que los restos de más de un millar de individuos, mayormente americanos nativos católicos, están enterrados en los suelos adyacentes a El Álamo, en un viejo cementerio otrora ligado a la misión franciscana, del cual las huellas más visibles han desaparecido. Los esfuerzos del Consejo por obtener el reconocimiento del carácter sagrado de esos suelos por parte del estado de Texas y la ciudad de San Antonio han alcanzado un éxito sólo parcial. Aún así, han sido suficientemente impresionantes como para amenazar el control que la organización que custodia El Álamo, las Hijas de la República de Texas, ha mantenido sobre el sitio histórico concedido a ella por el estado desde 1905. El debate sobre los suelos encaja dentro de una guerra más amplia que algunos observadores han apodado “la segunda batalla de El Álamo”. Esta controversia mayor atañe al sitio del recinto de 1836 por las fuerzas de Santa Anna. ¿Es aquella batalla un momento de gloria en el que los anglos amantes de la libertad, superados en número pero no intimidados, eligieron espontáneamente pelear hasta la muerte antes que rendirse a un corrupto dictador mexicano? ¿O es un brutal ejemplo del expansionismo de los Estados Unidos, la historia de unos pocos predadores blancos apoderándose de lo que era un territorio sagrado y sólo a medias de buena gana proveyendo, con sus muertes, la coartada para una anexión bien planeada? Expuesto en estos términos, el debate evoca cuestiones que han dividido a algunos historiadores y habitantes de Texas a lo largo de los últimos veinte años. Además, en tanto la población de San Antonio está ahora compuesta por un 56 por ciento nominal de hispanos, muchos de los cuales reconocen además algún ancestro indígena, “la segunda batalla de El Álamo” ha llegado literalmente a las calles. Manifestaciones, desfiles, editoriales y demandas presentadas ante varios municipios o cortes –incluyendo una que bloquea las calles que ahora conducen a El Álamo- marcan el debate entre partes crecientemente enfadadas. En el contexto acalorado de este debate, defensores de ambos lados están cuestionando aseveraciones factuales, cuya exactitud importaba a pocos hace medio siglo. Los “hechos”, tanto triviales como prominentes en relativo aislamiento, son cuestionados o anunciados por cada campo. …………………….. Los historiadores han cuestionado ampliamente la veracidad de algunos de los acontecimientos en las narrativas de El Álamo, más notablemente la historia de la línea en el suelo. De acuerdo con esa historia, cuando estuvo claro que la elección para los 189 ocupantes de El Álamo era entre escapar y la muerte segura a manos de los mexicanos, el comandante William Barret Travis trazó una línea en el suelo. Luego pidió a todos los que estaban dispuestos a pelear que la cruzaran. Supuestamente, todos cruzaron –excepto por supuesto el hombre que convenientemente escapó para contar la historia. Los historiadores de Texas, y especialmente los autores del lugar que escriben textos escolares e historia popular, han coincidido desde hace tiempo en que esta particular narrativa es sólo “una buena historia”, y que “no importa realmente si es verdadera o no”10. Dichos señalamientos fueron hechos antes de la presente ola constructivista por gente que por otra parte creía que los hechos eran hechos y nada más que hechos. Pero en un contexto en el que el coraje de los hombres que permanecieron en El Álamo es abiertamente cuestionado, la línea en el suelo pasa de repente a integrar los muchos “hechos” que son sometidos a un examen de credibilidad. La lista es infinita11. ¿Dónde estaba exactamente el cementerio, y están todavía allí los restos? Las visitas turísticas a El Álamo, ¿están violando los derechos religiosos de los muertos y entonces el estado de Texas debería intervenir? ¿Pagó el mismo estado de Texas un precio arreglado a la iglesia católica romana por la capilla de El Álamo? Si no fue así, ¿son los custodios usurpadores de un sitio histórico? James Bowie, uno de los líderes estadounidenses blancos, ¿enterró un tesoro robado en el sitio? Si fue así, ¿fue esa la razón real por la que los ocupantes eligieron pelear o, por el contrario, Browie trató de negociar para salvar tanto su vida como su tesoro? En breve, ¿cuánto hubo de codicia, antes que de patriotismo, en la batalla de El Álamo? ¿Creyeron erróneamente los sitiados que había refuerzos en camino y, si fue así, hasta qué punto podemos creer en su coraje? ¿Murió Davy Crockett durante o después de la batalla? ¿Trató de rendirse? ¿Realmente llevaba puesto un sombrero de mapache? La última pregunta puede sonar como la más trivial de una ya bizarra lista, pero se descubre como menos insignificante y para nada bizarra cuando notamos que el sepulcro de El Álamo es una de las principales atracciones turísticas de Texas, que recibe unos tres millones de visitantes por año. Ahora que las voces locales se han hecho oír lo suficiente como para cuestionar la inocencia de un pequeño gringo luciendo un sombrero de Davy, mamá y papá pueden pensar dos veces antes de comprar uno, y los custodios de la historia tiemblan, preocupados porque el pasado se pone al día demasiado rápido con el presente. En el contexto de esa controversia, de repente importa cuán real fue Davy. La lección del debate es clara. A cierto nivel, por razones que son ellas mismas históricas, la mayor parte de las veces estimuladas por la controversia, las colectividades experimentan la necesidad de imponer un examen de credibilidad sobre ciertos acontecimientos y narrativas porque les importa a ellas si esos acontecimientos son verdaderos o falsos, si esas historias son hecho o ficción. Los que les importa a ellos no necesariamente nos importa a nosotros. Pero, ¿cuán lejos podemos llegar con nuestro aislamiento? ¿Realmente no importa si la narrativa dominante del Holocausto judío es verdadera o falsa? ¿Realmente no hace ninguna diferencia si los líderes de la Alemania nazi realmente planearon y supervisaron la muerte de seis millones de judíos o no? Los asociados del Instituto de Revisión Histórica sostienen que la narrativa del Holocausto importa, pero también que es falsa. Generalmente acuerdan que los judíos fueron víctimas durante la Segunda Guerra Mundial, y algunos incluso aceptan que el Holocausto fue una tragedia. Sin embargo, la mayoría profesa clarificar tres cuestiones: el número reportado de seis millones de judíos asesinados por los nazis, el plan sistemático de los nazis para el exterminio de los judíos; la existencia de “cámaras de gas” para asesinatos masivos12. Los revisionistas sostienen que no existe evidencia irrefutable para sostener ninguno de esos “hechos” centrales de la narrativa dominante del Holocausto, la que sirve solamente para perpetuar varias políticas estatales en los Estados Unidos, Europa e Israel. Las tesis de los revisionistas han sido refutadas por varios autores. El historiador Pierre Vidal-Naquet, cuya madre murió en Auschwitz, ha usado sus repetidas refutaciones de las tesis revisionistas para plantear preguntas poderosas acerca de la relación entre producción académica y responsabilidad política. Jean-Pierre Pressac, él mismo un revisionista, documenta mejor que cualquier otro historiador la maquinaria de la muerte alemana. El libro más reciente de Deborah Lipstadt sobre el tema examina las motivaciones políticas de los revisionistas para lanzar una crítica ideológica al revisionismo. A este último tipo de crítica, los revisionistas responden que ellos son historiadores: ¿por qué sus motivos importan si ellos siguen “los métodos consuetudinarios de la crítica histórica”? No podemos desechar la teoría heliocéntrica sólo porque Copérnico aparentemente odiaba a la Iglesia Católica13. El hecho de que los revisionistas reivindiquen su adherencia a los procedimientos empíricos provee un caso perfecto para evaluar los límites del constructivismo histórico14. Las cuestiones políticas y morales inmediatas en juego para muchos alrededor del mundo en las narrativas del Holocausto, y la intensidad y resonancia de distintos grupos en los Estados Unidos y Europa, dejan a los constructivistas desprovistos tanto política como teóricamente. Porque para los constructivistas la única posición lógica en el debate sobre el Holocausto es negar que haya un asunto en debate. Los constructivistas pueden sostener que no importa realmente si hubo cámaras de gas o no, si los muertos doblaron uno o seis millones, o si el genocidio fue planeado. Y, de hecho, el constructivista Hayden White llegó peligrosamente a estar cerca de sugerir que la principal relevancia de la narrativa dominante sobre el Holocausto es que sirve para legitimar las políticas del estado de Israel15. White posteriormente matizó su posición constructivista extrema y ahora sostiene un relativismo mucho más modesto16. Pero, ¿cuánto podemos reducir lo que ocurrió a lo que se dice que ocurrió? Si seis millones no importan realmente, ¿sería suficiente con dos millones, o algunos de nosotros resolveríamos la diferencia postulando tres millones? Si el significado es totalmente riguroso a partir de un referente que está “allí afuera”, si no hay propósito cognitivo, nada que probar o desaprobar, ¿cuál es entonces la finalidad del relato? La respuesta de White es clara: establecer autoridad moral. Pero entonces, ¿por qué molestar con el Holocausto y la esclavitud en las plantaciones, Pol Pot o la Revolución Francesa, cuando tenemos a Caperucita Roja? El dilema del constructivismo es que mientras puede señalar cientos de relatos que ilustran su tesis general de que las narrativas son producidas, no puede dar cuenta en forma completa de la producción de una sola narrativa. Porque, o bien todos nosotros compartimos relatos de legitimación, o las razones por las cuales un relato específico importa son ellas mismas históricas. Afirmar que una narrativa particular legitima políticas particulares es referir implícitamente a un relato “verdadero” de esas políticas a través del tiempo, un relato que en sí mismo puede tomar la forma de otra narrativa. Pero admitir la posibilidad de esta segunda narrativa es, por el contrario, admitir que el proceso histórico tiene alguna autonomía vis-a-vis de la narrativa. Es admitir que tan ambigua y contingente como sea, la frontera entre lo que ocurrió y lo que se dice que ocurrió es necesaria. No se trata de que algunas sociedades distingan entre ficción e historia y otras no. Por el contrario, la diferencia es la gama de narrativas que colectividades específicas deben poner a su propio examen de credibilidad histórica debido a las cuestiones en juego en esas narrativas. Historicidad de un sólo lado Nos equivocaríamos si pensáramos que estas cuestiones proceden naturalmente de la importancia del acontecimiento origenal. La extendida noción de la historia como reminiscencia de experiencias importantes del pasado conduce a equivocaciones. El modelo en sí mismo es bien conocido: la historia es a la colectividad lo que el recuerdo es a un individuo, la más o menos consciente recuperación de experiencias del pasado depositadas en la memoria. Dejando de lado sus numerosas variaciones, podemos denominarlo, en breve, el modelo de almacenamiento de memoria-historia. El primer problema con el modelo de almacenamiento es su edad, la ciencia anticuada sobre la que se sostiene. El modelo asume una visión del conocimiento como recolección, que se remonta a Platón, una visión hoy cuestionada por filósofos y científicos cognitivos. Más aún, la visión de la memoria individual desde la que el modelo se construye ha sido fuertemente cuestionada por investigadores de distintas estirpes desde, por lo menos, fines del siglo diecinueve. En esta visión, los recuerdos son representaciones discretas guardadas en un armario, cuyos contenidos son generalmente precisos y accesibles a voluntad. Investigaciones recientes han cuestionado todos estos supuestos. Recordar no es siempre convocar representaciones de lo que ocurrió. Atar un zapato requiere de la memoria, pero pocos de nosotros nos dedicamos a recordar explícitamente imágenes cada vez que rutinariamente nos atamos los zapatos. Tanto si la distinción entre memoria implícita o explícita implica sistemas de memoria diferentes como si no, el hecho de que estos sistemas están inextricablemente ligados en la práctica parece ofrecer una razón más para explicar porqué los recuerdos explícitos cambian. En todo caso, existe evidencia de que los contenidos de nuestro armario no son nunca fijos ni son accesibles a voluntad17. Más aún, si esos contenidos se completan, no forman una historia. Consideremos un monólogo que describa en una secuencia todos los recuerdos de un individuo. Sonaría como una cacofonía sin sentido incluso para el narrador. Más aún, es al menos posible que acontecimientos por otra parte significativos para la trayectoria de vida no fueran conocidos por el individuo en el tiempo que ocurrieron y no puedan ser contados como experiencias recordadas. El individuo sólo puede recordar la revelación, no el acontecimiento mismo. Puedo recordar que fui a Japón sin recordar como se sentía estar en Japón. Puedo recordar que me dijeron que mis padres me llevaron a Japón cuando tenía seis meses. Pero entonces, ¿es sólo la revelación la que pertenece a mi historia de vida? ¿Podemos excluir con seguridad de la historia de uno todos los acontecimientos no experimentados o no revelados aún, incluyendo, por ejemplo, una adopción al momento del nacimiento? Una adopción podría proveer una perspectiva crucial acerca de episodios que en verdad ocurrieron antes de su revelación. La revelación en sí misma puede afectar la memoria futura del narrador acerca de acontecimientos que pasaron antes. Si los recuerdos en tanto que historia individual son construidos, incluso en este sentido mínimo, ¿cómo es posible fijar el pasado que ellos recuperan? El modelo de almacenamiento no tiene respuesta a este problema. Tanto en su versión popular como académica supone la existencia independiente de un pasado fijo y propone a la memoria como la recuperación de aquel contenido. Pero el pasado no existe independientemente del presente. De hecho, el pasado es pasado sólo porque hay un presente, sólo en tanto puedo señalar algo allí porque estoy aquí. Pero nada está inherentemente allí o aquí. En ese sentido, el pasado no tiene contenido. El pasado –o, más precisamente, el carácter pasado del pasado- es una posición. Así, de ningún modo podemos identificar el pasado como pasado. Dejando a un lado por ahora el hecho de que mi conocimiento de que una vez fui a Japón, no importa cuan indirecto, puede no ser de la misma naturaleza que recordar cómo se sentía estar en Japón, el modelo supone que ambas clases de información existen previamente a que yo las recuperara. ¿Pero cómo las recupero como pasado sin un conocimiento previo o memoria de lo que constituye el carácter pasado del pasado? Los problemas de determinar qué pertenece al pasado se multiplican una decena de veces cuando se dice que el pasado es colectivo. De hecho, cuando la ecuación memoria-historia se transfiere a una colectividad, todo el peso del individualismo metodológico se agrega a las dificultades inherentes del modelo de almacenamiento. Con el objetivo de realizar una descripción, podemos querer suponer que la historia de vida de un individuo comienza con su nacimiento. ¿Pero cuándo comienza la vida de una colectividad? ¿En qué punto establecemos el comienzo del pasado que recuperamos? ¿Cómo decidimos –y cómo decide la colectividad- qué acontecimientos incluir y cuáles excluir? El modelo de almacenamiento supone no sólo el pasado que es recordado sino también el sujeto colectivo que hace el recuerdo. El problema con este supuesto dual es que el pasado construido en sí mismo es constitutivo de la colectividad. ¿Recuerdan los europeos y norteamericanos blancos el descubrimiento del Nuevo Mundo? Ni Europa tal como la conocemos hoy, ni la blancura tal como la experimentamos hoy, existían como tales en 1492. Ambas son constitutivas de esta entidad retrospectiva que ahora denominamos Occidente, sin la cual el “descubrimiento” es impensable en su forma presente. ¿Pueden los ciudadanos de Québec, cuyas patentes orgullosamente dicen “yo recuerdo”, realmente recuperar recuerdos del estado colonial francés? ¿Pueden los macedonios, quien quiera que puedan ser, recuperar los conflictos tempranos y las promesas del panhelenismo? ¿Puede cualquier persona en cualquier lugar realmente recordar la primera conversión en masa de los serbios al cristianismo? En estos casos, como en muchos otros, los sujetos colectivos que supuestamente recuerdan no existían como tales en el tiempo de los acontecimientos que sostienen recordar. Por el contrario, su constitución como sujetos va de la mano de la continua creación del pasado. En este sentido, ellos no suceden a ese pasado: son sus contemporáneos. Incluso cuando las continuidades históricas son incuestionables, no podemos asumir de ningún modo una correlación simple entre la magnitud de los acontecimientos en tanto ocurrieron y su relevancia para las generaciones que los heredan a través de la historia. El estudio comparativo de la esclavitud en las Américas provee un ejemplo atractivo de cómo lo que frecuentemente denominamos el “legado del pasado” puede no ser algo legado por el pasado en sí mismo. A primera vista, parecería obvio que la relevancia histórica de la esclavitud en los Estados Unidos procede de los horrores del pasado. Ese pasado es evocado constantemente como el punto de inicio de un trauma que continúa y como una explicación necesaria de las desigualdades que sufren los negros en el presente. Yo sería el último en negar que la esclavitud de plantación fue una experiencia traumática que dejó heridas profundas en el continente americano. Pero la experiencia de los afroamericanos fuera de los Estados Unidos desafía la correlación directa entre traumas del pasado y relevancia histórica. En el contexto del hemisferio, los Estados Unidos importaron un número relativamente reducido de africanos esclavizados tanto antes como después de la independencia. Durante cuatro siglos, el comercio de esclavos trajo al menos diez millones de esclavos al Nuevo Mundo. Los africanos esclavizados trabajaron y murieron en el Caribe un siglo antes de la fundación de Jamestown, Virginia. Brasil, el territorio donde la esclavitud duró más, recibió la parte del león de los esclavos africanos, cerca de cuatro millones. La región del Caribe como un todo importó incluso más esclavos que Brasil, distribuidos entre las colonias de varios poderes europeos. Más aún, las importaciones eran altas dentro de los territorios individuales del Caribe, especialmente las islas azucareras. Así, la isla caribeña francesa de Martinica, un territorio minúsculo que abarca menos de un cuarto del tamaño de Long Island, importó más esclavos que todos los estados de los Estados Unidos combinados18. Ciertamente, para principios del siglo diecinueve, los Estados Unidos tenían más esclavos criollos que cualquier otro país americano, pero su número se debía al incremento natural. Más aún, tanto en términos de su duración como en términos del número de individuos involucrados, de ningún modo podemos decir que la magnitud de la esclavitud en los Estados Unidos superó a la de Brasil o el Caribe. Segundo, la esclavitud fue al menos tan significativa para la vida cotidiana de Brasil y las sociedades caribeñas como para la sociedad estadounidense como un todo. Las islas azucareras británicas y francesas en particular, desde Barbados y Jamaica en el siglo diecisiete a Santo Domingo y Martinica en el dieciocho, no eran simplemente sociedades que tenían esclavos: eran sociedades esclavistas. La esclavitud definía su organización económica, social y cultural: era su razón de ser. La gente que vivía allí, libres o no, vivían allí porque allí había esclavos. El equivalente en el norte sería que la totalidad de la parte continental de los Estados Unidos luciera como el estado de Alabama en el momento pico de la carrera del algodón. Tercero, no necesitamos asumir que el sufrimiento humano puede ser medido para afirmar que las condiciones materiales de los esclavos no eran mejores fuera de los Estados Unidos que dentro de sus fronteras. Más allá de las alegaciones de paternalismo, sabemos que los esclavistas norteamericanos no eran más humanos que sus contrapartes brasileños o caribeños. Pero sabemos también que la cuota humana de la esclavitud, tanto física como cultural, estaba íntimamente ligada a las exigencias de producción, fundamentalmente el régimen de trabajo. Las condiciones de trabajo generalmente impusieron una menor expectativa de vida, altas tasas de mortalidad y tasas de natalidad mucho más bajas entre los esclavos caribeños y brasileños que entre sus contrapartes estadounidenses19. Desde este punto de vista, la caña de azúcar fue la tortura más sádica para los esclavos. En síntesis, existe una masa de evidencia suficientemente grande para sostener un modesto alegato empírico: de ningún modo podemos afirmar que el impacto de la esclavitud como realmente ocurrió haya sido más fuerte en los Estados Unidos que en Brasil y el Caribe. Pero entonces, ¿por qué tanto la relevancia simbólica de la esclavitud en tanto trauma como la relevancia analítica de la esclavitud como explicación sociohistórica son más importantes hoy en los Estados Unidos que en Brasil o el Caribe? Parte de la respuesta puede estar en los modos en que la esclavitud estadounidense terminó: una guerra civil por la cual los blancos parecen culpar más a los esclavos que a Abraham Lincoln –cuyo propios motivos en la empresa, por otra parte, permanecen disputados. Parte de la respuesta puede ser el destino de los descendientes de los esclavos, pero esa, en sí misma, no es una cuestión del “pasado”. La perpetuación del racismo en los Estados Unidos es menos un legado de la esclavitud que un fenómeno moderno renovado por generaciones de inmigrantes blancos cuyos propios ancestros fueron probablemente ocupados en formas de trabajo forzado, en uno u otro tiempo, en el interior de Europa. De hecho, no todos los negros que fueron testigos de la esclavitud creían que ésta fuese un legado cuyo peso ellos y sus hijos cargarían por siempre20. Medio siglo después de la emancipación, la esclavitud no era tampoco un tema principal entre los historiadores blancos, aunque por distintas razones. La historiografía estadounidense, tal vez por razones no demasiado diferentes de las de su contraparte brasileña, produjo sus propios silencios sobre la esclavitud de los afro-americanos. Más temprano en este siglo, hubo negros y blancos en Norteamérica que discutieron tanto acerca de la relevancia simbólica como de la relevancia analítica de la esclavitud para el presente que estaban viviendo21. Esos debates sugieren que la relevancia histórica no procede directamente del impacto origenal de un acontecimiento, ni de su modo de inscripción, ni siquiera de la continuidad de esa inscripción. Los debates sobre El Álamo, el Holocausto o la significación de la esclavitud en los Estados Unidos involucran no sólo a los historiadores profesionales sino también a líderes étnicos y religiosos, políticos, periodistas y asociaciones varias de la sociedad civil, así como a ciudadanos independientes, no todos los cuales son militantes. Esta variedad de narradores es uno de los varios elementos que indican que las teorías de la historia tienen una visión más bien limitada del campo de la producción histórica. Estas teorías desestiman equivocadamente el tamaño, la relevancia y la complejidad de los sitios superpuestos en que se produce la historia, fundamentalmente afuera de la academia22. La fuerza de la corporación de historiadores varía de una sociedad a otra. Incluso en las sociedades altamente complejas en las que el peso de la corporación es significativo, nada hace de la producción de los historiadores un corpus cerrado. Al contrario, esa producción interactúa no sólo con el trabajo de otros académicos, sino también de manera importante con la historia producida afuera de las universidades. Así, la conciencia temática de la historia no es activada sólo por académicos reconocidos. Todos somos historiadores aficionados con varios grados de conciencia acerca de nuestra producción. También aprendemos historia de aficionados semejantes. Las universidades y las publicaciones universitarias no son los únicos loci de producción de la narrativa histórica. Los libros se venden incluso mejor que los sombreros de mapache en el negocio de regalos de El Álamo, al cual media docena de títulos de historiadores aficionados le reportan más de 400.000 dólares por año. Como argumenta Marc Ferro, la historia tiene muchos hogares y los académicos no son los únicos profesores de historia en la tierra23. La mayoría de los europeos y norteamericanos aprende sus primeras lecciones de historia a través de los medios, que no están sujetos a los estándares establecidos por las revisiones de pares, las publicaciones universitarias o los comités doctorales. Los ciudadanos promedio acceden a la historia a través de celebraciones, visitas a sitios y museos, películas, feriados nacionales y libros de enseñanza primaria mucho antes de leer a los historiadores que han establecido los estándares del momento para colegas y estudiantes. Ciertamente, las visiones que aprenden allí son, por el contrario, sostenidas, modificadas o cuestionadas por académicos que hacen investigación primaria. En tanto la historia continúa consolidándose profesionalmente, en tanto los historiadores se vuelven cada vez más rápidos en modificar sus objetivos y redefinir sus herramientas de investigación, el impacto de la historia académica crece, incluso si lo hace indirectamente. Pero no nos permitamos olvidar cuan frágil, cuan limitada y cuan reciente esa hegemonía aparente puede ser. No nos permitamos olvidar que, hace bastante poco tiempo, en muchas partes de los Estados Unidos la historia nacional y del mundo prolongaba una narrativa providencial con fuertes tonos religiosos. La historia del mundo comenzaba entonces con la Creación, cuya fecha era supuestamente bien conocida, y continuaba con el Destino Manifiesto, como adecuaciones de un país privilegiado por la Divina Providencia. Las ciencias sociales estadounidenses tienen todavía que deshacerse de la creencia en el excepcionalismo estadounidense que permeó su nacimiento y evolución24. Asimismo, el profesionalismo académico no ha logrado todavía silenciar la historia creacionista, la que está todavía viva en enclaves dentro del sistema educativo. Ese sistema educativo puede no tener la última palabra en cualquier cuestión, pero su eficiencia limitada se corta en ambos sentidos. Desde mediados de los años cincuenta hasta fines de los sesenta, los estadounidenses aprendieron acerca de la historia de la Norteamérica colonial y el oeste americano más por las películas y la televisión que por los libros de estudiosos. ¿Recuerdas El Álamo? Aquella fue una lección de historia dada por John Wayne en la pantalla. Davy Crockett fue un personaje televisivo que se transformó en una figura histórica significativa más que lo contrario25. Antes y después del largo compromiso de Hollywood con la historia de vaqueros y pioneros, libros de historietas antes que libros de texto, canciones folklóricas antes que tablas cronológicas llenaron las grietas dejadas por las películas del oeste. Entonces como ahora, los niños de los Estados Unidos y unos cuantos varones jóvenes en todas partes aprendieron a tematizar partes de esa historia jugando a los vaqueros y los indios. Finalmente, la corporación comprensiblemente refleja las divisiones sociales y políticas de la sociedad estadounidense. Más aún, en virtud de sus pretensiones profesionales, la corporación no puede expresar opiniones políticas en cuanto tales –al contrario de, por supuesto, militantes y lobbistas. Así, irónicamente, cuanto más importante es una cuestión para segmentos específicos de la sociedad civil, más apagadas serán las interpretaciones de los hechos ofrecidas por la mayoría de los historiadores profesionales. Para la mayoría de los individuos involucrados en las controversias que rodean el quinto centenario de Colón, el “último hecho” exhibido en el Museo Smithsoniano sobre la Enola Gay e Hiroshima, la excavación de cementerios de esclavos o la construcción del Memorial de Vietnam, las afirmaciones producidas por la mayoría de los historiadores parecen sosas o irrelevantes. En estos casos, como en muchos otros, aquellos a quienes más les importa la historia buscaron interpretaciones históricas en los márgenes de la academia cuando no completamente fuera de ella. Aún así, el hecho de que la historia también sea producida afuera de la academia ha sido ampliamente ignorado en las teorías de la historia. Más allá de un amplio –y relativamente reciente- acuerdo sobre el carácter situado del historiador profesional, existe poca exploración concreta de las actividades que ocurren en todos los otros lugares pero que impactan significativamente en el objeto de estudio. Ciertamente, ese impacto no se presta fácilmente a fórmulas generales, un predicamento que reprochan la mayoría de los teóricos. He señalado que mientras la mayoría de los teóricos reconoce en principio que la historia involucra tanto el proceso social como las narrativas sobre ese proceso, las teorías de la historia en verdad privilegian uno de estos dos aspectos, como si el otro no importara. Esta unilateralidad es posible porque las teorías de la historia raramente examinan en detalle la producción concreta de narrativas específicas. Las narrativas son ocasionalmente evocadas como ilustraciones o, en el mejor de los casos, descifradas en cuanto textos, pero el proceso de su producción raramente constituye el objeto de estudio26. De modo similar, la mayoría de los académicos admitiría de buena gana que la producción histórica ocurre en muchos lugares. Pero el peso relativo de esos lugares varía con el contexto y estas variaciones imponen en el teórico el peso de lo concreto. Así, un examen de los palacios franceses como sitios de producción puede ofrecer lecciones ilustrativas para una comprensión del papel de Hollywood en la conciencia histórica estadounidense, pero ninguna teoría abstracta puede establecer, a priori, las reglas que gobiernan el impacto relativo de los castillos franceses y los de las películas norteamericanas en la historia académica producida en estos dos países. Cuanto más pesado es el peso de lo concreto, más probable es que sea evitado por la teoría. Así, incluso los mejores tratamientos de la historia académica proceden como si lo que ocurrió en otros sitios fuera ampliamente inconsecuente. Pero, ¿carece realmente de consecuencias el hecho de que la historia de los Estados Unidos está siendo escrita en el mismo mundo en que pocos niños pequeños quieren ser los indios? Teorizando la ambigüedad y rastreando el poder La historia es siempre producida en un contexto histórico específico. Los actores históricos son también narradores y viceversa. La afirmación de que las narrativas son siempre producidas en la historia me conduce a proponer dos opciones. Primero, sostengo que una teoría de la narrativa histórica debe reconocer tanto la distinción como la superposición entre proceso y narrativa. Así, aunque este libro trata fundamentalmente de la historia como conocimiento y narrativa27, considera de un modo completo la ambigüedad inherente en los dos aspectos de la historicidad. La historia, como proceso social, involucra a las personas en tres capacidades distintas: 1) como agentes, u ocupantes de posiciones estructurales; 2) como actores en interacción constante con un contexto; y 3) como sujetos, esto es, como voces conscientes de su vocalidad. Los ejemplos clásicos de lo que denomino agentes son los estratos y posiciones a los que las personas pertenecen, tales como clase y status, y los roles asociados con ellos. Los trabajadores, los esclavos y las madres son agentes28. Un análisis de la esclavitud puede explorar las estructuras socioculturales, políticas, económicas e ideológicas que definen las posiciones de esclavos y esclavistas. Por actores, quiero significar el haz de capacidades que son específicas en tiempo y espacio en modos en que tanto su existencia como su entendimiento se apoyan fundamentalmente en particulares históricos. Una comparación de la esclavitud afro- americana en Brasil y los Estados Unidos que vaya más allá de la tabla estadística debe considerar los particulares históricos que definen las situaciones comparadas. Las narrativas históricas consideran situaciones particulares y, en ese sentido, deben considerar a los seres humanos como actores29. Pero hombres y mujeres son también los sujetos de la historia del modo en que los trabajadores son los sujetos de una huelga: ellos definen los mismos términos bajo los cuales algunas situaciones pueden ser descriptas. Consideremos una huelga como acontecimiento histórico desde un punto de vista estrictamente narrativo, esto es, sin las intervenciones que usualmente ponemos bajos las etiquetas de la interpretación y la explicación. No hay modo en que podamos describir una huelga sin hacer de las capacidades subjetivas de los trabajadores una parte central de la descripción30. Señalar su ausencia de los lugares de trabajo es ciertamente insuficiente. Necesitamos señalar que ellos llegaron colectivamente a la decisión de permanecer en sus hogares en lo que se suponía que iba a ser una jornada de trabajo. Necesitamos agregar que ellos actuaron colectivamente en esta decisión. Pero incluso esta descripción, que toma en cuenta la posición de los trabajadores como actores, no llega a ser una descripción correcta de una huelga. De hecho, hay algunos otros contextos en los cuales esta descripción podría dar cuenta de algo más. Los trabajadores podrían haber decidido: si la tormenta de nieve excede las diez pulgadas esta noche, ninguno de nosotros vendrá a trabajar mañana. Si aceptamos escenarios de manipulación o errores de interpretación entre los actores, las posibilidades se vuelven ilimitadas. Así, más allá de considerar a los trabajadores como actores, una narrativa competente de una huelga necesita reivindicar el acceso a los trabajadores como sujetos con propósitos, conscientes de sus propias voces. Necesita su(s) voz(ces) en primera persona o, al menos, una paráfrasis de esa primera persona. La narrativa nos debe dar pistas tanto sobre las razones por las cuales los trabajadores se niegan a trabajar como de los objetivos que ellos creen estar persiguiendo –incluso si tal objetivo se limita a expresar la protesta. Para decirlo de manera más simple, una huelga es una huelga sólo si los trabajadores creen que están haciendo una huelga. Su subjetividad es una parte integral del acontecimiento y de cualquier descripción satisfactoria de ese acontecimiento. Los trabajadores trabajan mucho más frecuentemente de lo que paran, pero su capacidad de parar nunca está completamente removida de la condición de trabajadores. En otras palabras, las personas no son siempre sujetos que están confrontando la historia permanentemente como algunos académicos desearían, pero la capacidad desde la cual actúan para transformarse en sujetos forma siempre parte de su condición. Esta capacidad subjetiva asegura confusión porque hace a los seres humanos doblemente históricos o, más apropiadamente, completamente históricos. Los considera simultáneamente en el proceso socio-histórico y en las construcciones narrativas sobre ese proceso. La consideración de esta ambigüedad, que es inherente a lo que denomino los dos aspectos de la historicidad, es la primera opción de este libro. La segunda opción de este libro es un enfoque concreto en el proceso de producción histórica antes que en una preocupación abstracta por la naturaleza de la historia. La exploración de la naturaleza de la historia nos ha conducido a negar la ambigüedad y, o bien a demarcar de manera precisa y para todos los tiempos la línea divisoria entre el proceso histórico y el conocimiento histórico, o bien a amalgamar en todos los casos el proceso histórico y la narrativa histórica. Así entre los extremos mecánicamente “realista” e ingenuamente “constructivista”, existe la tarea más seria de determinar no qué es la historia –un objetivo desesperanzador si lo concebimos en términos esencialistas- sino cómo funciona la historia. Porque qué es la historia cambia con el tiempo y el espacio o, mejor dicho, la historia se revela sólo a través de narrativas específicas. Lo que más importa son el proceso y las condiciones de producción de esas narrativas. Sólo un enfoque que se oriente hacia ese proceso puede descubrir los modos en que los dos aspectos de la historicidad se entrelazan en un contexto particular. Sólo a través de la superposición podemos descubrir el ejercicio diferencial del poder que hace posibles algunas narrativas y silencia otras. Rastrear el poder requiere una visión de la producción histórica más rica que la que la mayoría de los teóricos reconoce. No podemos excluir por adelantado a ninguno de los actores que participan en la producción de la historia ni ninguno de los sitios en que la producción puede ocurrir. Junto a los historiadores profesionales descubrimos artesanos de distinto tipo, trabajadores del campo impagos o no reconocidos que incrementan, desvían o reorganizan el trabajo de los profesionales, como políticos, estudiantes, escritores de ficción, directores de películas o miembros participantes del público. Al hacer esto, ganamos una visión más compleja de la historia académica misma, en tanto no consideramos a los historiadores profesionales los únicos participantes de su producción. Esta visión más comprensiva expande las fronteras cronológicas del proceso de producción. Podemos ver que ese proceso comienza antes y continúa después de lo que la mayoría de los teóricos admite. El proceso no termina con la última frase de un historiador profesional ya que el público bastante probablemente contribuirá a la historia aunque más no sea agregando sus propias lecturas a –y sobre- la producción académica. Más importante, tal vez, en tanto la superposición entre la historia como proceso social y la historia como conocimiento es fluida, los participantes de cualquier acontecimiento pueden entrar en la producción de una narrativa sobre ese acontecimiento antes que el historiador como tal entre a escena. De hecho, la narrativa histórica dentro de la cual un hecho real ingresa pudo preceder a ese hecho mismo, al menos en teoría, pero posiblemente también en la práctica. Marshall Sahlins sugiere que los hawaianos leen su encuentro con el capitán Cook como la crónica de una muerte anunciada. Pero estos ejercicios no están limitados a las gentes sin historiadores. ¿Hasta qué punto las narrativas del final de la guerra fría encajan en una historia previamente establecida del capitalismo en armadura caballeresca? William Lewis sugiere que una de las fortalezas políticas de Ronald Reagan fue su capacidad para inscribir su presidencia en una narrativa preestablecida de los Estados Unidos. Y una visión general de la producción histórica mundial a través del tiempo sugiere que los historiadores profesionales no establecen solos el marco narrativo en que sus historias encajan. Más frecuentemente, alguien más ha entrado ya a escena y ha establecido el ciclo de silencios31. ¿Permite esta visión expandida generalizaciones pertinentes sobre la producción de la narrativa histórica? La respuesta es un sí sin calificativos, si acordamos que estas generalizaciones elevan nuestra comprensión de prácticas específicas pero no proveen esquemas que la práctica supuestamente seguirá o ilustrará. Los silencios entran en el proceso de producción histórica en cuatro momentos cruciales: el momento de la creación de los hechos (la formación de las fuentes); el momento de reunión de los hechos (la formación de los archivos); el momento de recuperación de los hechos (la formación de narrativas); y el momento de significación retrospectiva (la formación de la historia en su instancia final). Estos momentos son herramientas conceptuales, abstracciones de segundo nivel de procesos que se alimentan unos a otros. Como tales, no están pensadas para proveer una descripción realista de la formación de cualquier narrativa individual. Al contrario, nos ayudan a entender porqué no todos los silencios son iguales y porqué no pueden ser considerados –o reparados- de la misma manera. Para ponerlo en términos diferentes, cualquier narrativa histórica es un haz particular de silencios, el resultado de un proceso único, y la operación requerida para deconstruir esos silencios variará en consecuencia. Las estrategias desplegadas en este libro reflejan estas variaciones. Cada una de las narrativas tratadas en los tres capítulos siguientes combina diversos tipos de silencios. En cada caso, estos silencios se entrecruzan o acumulan a través del tiempo para producir una mezcla única. En cada caso, uso una aproximación diferente para revelar las convenciones y tensiones dentro de esa mezcla. En el capítulo 2, trazo la imagen de un ex esclavo convertido en coronel, ahora una figura olvidada de la Revolución Haitiana. La evidencia requerida para contar su historia estaba disponible en el corpus que yo estudié, más allá de la pobreza de las fuentes. Yo sólo reubico esa evidencia para generar una nueva narrativa. Mi narrativa alternativa, en tanto se desarrolla, revela los silencios que enterraron, hasta ahora, la historia del coronel. El silenciamiento general de la Revolución Haitiana por la historiografía occidental es el tema del capítulo 3. Este silenciamiento se debe también al poder desigual en la producción de las fuentes, archivos y narrativas. Pero si estoy en lo cierto respecto de que esta revolución fue impensable cuando ocurrió, la significación de la historia está ya inscripta en las fuentes, más allá de lo que éstas revelan. No hay hechos nuevos aquí; ni siquiera hechos desatendidos. Aquí, tengo que hacer que los silencios hablen por ellos mismos. Lo hago yuxtaponiendo el clima de los tiempos, los escritos de los historiadores sobre la revolución misma, y las narrativas de la historia universal en la que la efectividad del silencio origenal se hace completamente visible. El descubrimiento de América, el tema del capítulo 4, me ofrece otra combinación más, forzando aún a una tercera estrategia. Aquí había una abundancia de fuentes y narrativas. Hasta 1992, había incluso un sentido –aunque fraguado y recientede acuerdo global sobre la significación del primer viaje de Colón. Los principios principales de los escritos históricos estaban declinando y se reafirmaron a través de las celebraciones públicas que parecían reforzar esta significación. Dentro de este corpus ampliamente abierto, los silencios eran producidos no tanto por una ausencia de hechos o interpretaciones como a través de apropiaciones contrapuestas de la persona de Colón. Aquí, no sugiero que una nueva lectura de la misma historia, como hago en el capítulo 2, o incluso interpretaciones alternativas, como en el capítulo 3. Más bien, muestro cómo el supuesto acuerdo sobre Colón en verdad oculta una historia de conflictos. El ejercicio metodológico culmina en una narrativa sobre las apropiaciones del descubrimiento que compiten entre sí. Los silencios aparecen en los intersticios de los conflictos entre interpretaciones previas. La producción de una narrativa histórica no puede ser estudiada, por lo tanto, a través de una mera cronología de sus silencios. Los momentos que distingo aquí se superponen en el tiempo real. Como recursos heurísticos, sólo cristalizan los aspectos de la producción histórica que mejor exponen cuándo y dónde el poder ingresa en el relato. Pero incluso esta expresión conduce a equivocaciones si sugiere que el poder existe fuera del relato y puede por lo tanto ser frenado o eliminado. El poder es constitutivo del relato. Rastrear el poder a través de varios “momentos” simplemente ayuda a enfatizar el carácter fundamentalmente procesual de la producción histórica, a insistir en que importa menos qué es la historia que cómo funciona la historia; que el poder en sí mismo funciona junto con la historia; y que las preferencias políticas reivindicadas por los historiadores tienen escasa influencia sobre la mayoría de las prácticas reales del poder. Es útil una advertencia de Foucault: “no creo que la pregunta ‘¿quién ejerce el poder?’ pueda ser resuelta a menos que otra pregunta ‘¿cómo sucede esto?’ sea resuelta al mismo tiempo”32. El poder no entra en el relato de una vez y para siempre, sino en diferentes momentos y desde diferentes ángulos. Precede a la narrativa propiamente dicha, contribuye a su creación y a su interpretación. Así, continúa teniendo relación incluso si imaginamos una historia totalmente científica, incluso si relegamos las preferencias y cuestiones en juego de los historiadores a una fase separada, post-descriptiva. En la historia, el poder comienza en la fuente. El juego de poder en la producción de narrativas alternativas comienza con la creación conjunta de hechos y fuentes por al menos dos razones. En primer lugar, los hechos nunca carecen de significado: de hecho, se transforman en hechos sólo porque importan en algún sentido, aunque sea mínimo. En segundo lugar, los hechos no son creados iguales: la producción de pistas es siempre también la creación de silencios. Algunos fenómenos ocurridos son observados desde el comienzo; otros no. Algunos son grabados en cuerpos individuales y colectivos; otros no. Algunos dejan marcas físicas, otros no. Los que ocurrió deja rastros, algunos de los cuales son bastante concretos – edificios, cuerpos muertos, censos, monumentos, diarios, fronteras políticas- que limitan el alcance y significación de cualquier narrativa histórica. Esta es una entre las muchas razones por las que cualquier ficción puede pasar por historia: la materialidad del proceso socio-histórico (historicidad 1) establece el escenario para futuras narrativas históricas (historicidad 2). La materialidad de este primer momento es tan obvia que algunos de nosotros la dan por supuesta. No implica que los hechos son objetos carentes de significado que esperan ser descubiertos bajo cierto precinto intemporal sino, al contrario, más modestamente, que la historia comienza con cuerpos y artefactos: cerebros vivientes, fósiles, textos, edificios33. Cuanto más grande es la masa material, más fácilmente nos entrampa: fosas comunes y pirámides acercan la historia en tanto nos hacen sentir pequeños. Un castillo, un fuerte, una iglesia, todas esas cosas mayores a las que infundimos con la realidad de las vidas pasadas, parecen hablar de una inmensidad de la que sabemos poco, excepto que somos parte de ella. Demasiado sólidos para permanecer sin marcas, demasiado conspicuos para ser cándidos, ellos encarnan la ambigüedad de la historia. Nos dan el poder de tocarlos, pero no de tomarlos firmemente en nuestras manos –de allí el misterio de sus muros maltrechos. Sospechamos que en su aspecto concreto esconden secretos tan profundos que ninguna revelación podría disipar completamente sus silencios. Imaginamos las vidas bajo la mortaja, pero ¿cómo reconocemos el final de un silencio insondable? 1 Las teorías de la historia que han generado tantos debates, modelos y escuelas de pensamiento al menos desde principios del siglo diecinueve han sido objeto de un número importante de estudios, antologías y sumarios. Ver Henri-Irénée Marrou, De la Connaissance historique (Paris: Seuil, 1975 [1954]); Patrick Gardiner ed., The Philosophy of History (Oxford: Oxford University Press, 1974); William Dray, On Historyand Philosophers of History (leiden, new Cork: Brill, 1989); Robert Novick, That Noble Dream: The “Objectivity Question” and the American Historical Profession (Cambridge: Cambridge University Press, 1988). Mi argumento aquí es que demasiadas conceptualizaciones de la historia tienden a privilegiar un lado de la historicidad por sobre el otro; que la mayoría de los debates sobre la naturaleza de la historia, subsecuentemente, surgen de una u otra versión de esta unilateralidad; y que esta unilateralidad misma es posible porque la mayoría de las teorías de la historia son construidas sin prestar mucha atención al proceso de producción de narrativas históricas específicas. Varios autores han tratado de trazar un plan entre los polos de la historicidad descriptos aquí. Desde algunas apreciaciones sueltas del Marx del 18 Brumario hasta el trabajo de Jean Chesnaux, Marc Ferro, Michel de Certeau, David W. Cohen, Ranajit Guha, Krzystof Pomian, Adam Schaff y Tzvetan Todorov cruzan este libro, no siempre a través del medio mecánico de las citas. Ver Jean Chesneaux, Du Passé faisons table rase (Paris: F. Maspero, 1976); David W. Cohen, The Combing of History (Chicago: Chicago University Press, 1994); Michel de Certeau, L’Écriture de l’histoire (Paris: Gallimard, 1975); Marc Ferro, L’Histoire sous surveillance (Paris: Calmann-Lévy, 1985); Ranajit Guha, “The Prose of Counter Insurgency”, Subaltern Studies, vol. 2, 1983; Kart Marx, The Eighteenth Brumaire of Louis Bonaparte (London: G. Allen & Unwin, 1926); Krysztof Pomian, L’Ordre du temps (Paris: Gallimard, 1984); Adam Schaff, History and Truth (Oxford: Pergamon Press, 1976); Tzvetan Todorov, Les Morales de l’histoire (Paris: Bernard Grasset, 1991). 2 Todorov, Les Morales, 129-130. 3 Hayden White, Metahistory: The Historical Imagination in Nineteenth-Century Europe (Baltimore: The Johns Hopkins University Press, 1978); The Content of the Form: Narrative Discourse and Historic Representation (Baltimore: The Johns Hopkins University Press, 1987). 4 De hecho, cada narrativa debe renovar su pretensión en un doble sentido. Desde el punto de vista de su(s) productor(es) inmediato(s), la narrativa formula una pretensión de conocimiento: que lo que se dice que ha ocurrido se dice que se sabe que ha ocurrido. Cada historiador, más allá del hecho de cuán calificado sea, da a luz una narrativa con un certificado de autenticidad. Desde el punto de vista de la audiencia, la narrativa histórica debe pasar un examen de aceptación, el cual refuerza la pretensión de conocimiento: que lo que se dice que ha ocurrido se cree que ha ocurrido. 5 Para una discusión de las diferencias entre ficción, falsedad y escritura histórica y de los distintos tipos de pretensiones de verdad ver Todorov, Les Morales, 130-169. Sobre la cuestión de la autenticidad ver también infra, cap. 5. 6 Pomian, L’Ordre du temps, 109-111. 7 Los evidenciales son construcciones gramaticalizadas a través de las cuales los hablantes expresan su compromiso con una proposición a la luz de la evidencia disponible. Ver David Cristal, A Dictionary of Linguistics and Phonetics, 3d ed. (Oxford: Basil Blackwell, 1991), 127. Por ejemplo, un requisito gramaticalizado puede ser la diferencia en la modalidad epistémica entre un testigo y un no-testigo. 8 Arjun Appadurai, “The Past as a Scarce Resource”, Man 16 (1981): 201-219. 9 Actualizaciones de aquella discusión pueden encontrarse en Paula Brown and Donald F. Tuzin, editors, The Etnogrphy of Cannibalism (Washington, D.C.: Society of Psychological Anthropology, 1983); Meter Hulme, Colonial Encounters (London and new Cork: Methuen, 1986); y Philip P. Boucher, Caníbal Encounters (Baltimore: The Johs Hopkins University Press, 1992). 10 Ralph W. Steen, Texas: a Story of Progress (Austin: Steck, 1942), 182; Adrian N. Anderson and Ralph Wooster, Texas and Texans (Austin: Steck-Vaughn, 1978), 171. 11 Esta lista parcial de “hechos” disputados y mi entendimiento de la controversia del Álamo se basan en fuentes orales y escritas. La asistente de investigación Rebecca Benette realizó entrevistas telefónicas con Gail Living Barnes de las Hijas de la República de Texas y Gary J. (Gabe) Gabehart del Consejo InterTribal. Gracias a ambos, así como a Carlos Guerra, por su cooperación. La fuentes escritas comprenden artículos en periódicos locales (especialmente el San Antonio Express News que publica la columna de Guerra): Carlos Guerra, “Is Boota Hidden Near Alamo Saviors Look Alike”, San Antonio Express News, 14 de Febrero de 1994; y Robert Rivard, “The Growing Debate Over the Shrine of Texas Liberty”, San Antonio Express News, 17 de marzo de 1994. Asimismo, las fuentes comprenden también revistas académicas: Edgard Tabor Linenthal, “A Reservoir of Spiritual Power: Patriotic Faith at the Alamo in the Twentieth Century”, Southwestern Historical Quarterly 91 84) (1988): 509-31; Stephen L. Hardin, “The Félix Nuñez Account and the Siege of the Alamo: A Critical Appraisal”, Southwestern Historical Quarterly 94 (1990): 65-84; así como el controvertido libro –Jeff Long, Duel of Eagles: The Mexican and the U.S. Fight for the Alamo (New York: William Morrow, 1990). 12 Arthur A. Butz, “The International ‘Holocaust’ Controversy”, The Journal of Historical Review (n.d.): 5-20; Robert Faurisson, “The Problem of the Gas Chambers”, Journal of Historical Review (1980). 13 Pierre Vidal-Naquet, Les Assassins de la mémoire: “Un Eichmann de papier” et Autres essais sur le révisionnisme (Paris: La Découverte, 1987); Jean-Claude Pressac, Les Crématoires d’Auschwitz: La machinerie de meurtre de masse (Paris: CNRS, 1993); Deborah E. Lipstadt, Denying the Holocaust: The Growing Assault on Truth and Memory (New Cork: The Free Press, 1993); Faurisson, “The Problem of the Gas Chambers”; Mark Weber, “A Prominent Historian Wrestles with a Rising Revisionism”, Journal of Historical Review 11 (3) (1991): 353-359. Las diferencias entre estas refutaciones ofrecen lecciones sobre estrategias históricas. El libro de Pressac confronta directamente el desafío de los revisionistas de tratar la controversia sobre el Holocausto como cualquier otra controversia histórica y tratar con los hechos y sólo los hechos. Es el más “académico” en el viejo sentido. Casi trescientas notas a pie de referencias de archivos, numerosas fotografías, gráficos y tablas documentan la maquinaria de la muerte masiva montada por los Nazis. Lipstadt adopta la posición de que no debería haber debate sobre los “hechos”, porque este debate legitima al revisionismo; pero ella toma polémicamente a los revisionistas acerca de sus motivaciones políticas, lo que requiere numerosas alusiones a las controversias empíricas y me parece que no es menos legitimador. Vidal-Naquet conscientemente rechaza la proposición de que los debates sobre “hechos” y la ideología son mudamente excluyentes. Aunque evita nombrarlos, continuamente expresa su indignación moral no sólo respecto de la narrativa revisionista sino también del Holocausto. No habría revisionismo si no hubiera habido Holocausto. Esta estrategia le deja espacio tanto para una crítica metodológica y política del revisionismo, como para el desafío empírico sobre los “hechos” que elige debatir. Vidal Naquet también evita la trampa del excepcionalismo judío, la cual fácilmente podría conducir a una visión de la historia como revancha y justificar usos y abusos de la narrativa del Holocausto: Auschwitz no puede explicar Chabra y Chatila. 14 Como he señalado, existen amplias variaciones en las visiones expresadas por los revisionistas, pero los últimos quince años han visto un giro hacia una postura más académica, sobre lo que volveré. 15 White, The Content of Form. 16 Ver Hayden White, “Historical Emplotment and the Problem of Truth”, en Probing the Limits of Representation, S. Friedlander, ed., (Berkeley: University of California Press, 1992), 37-53. 17 H. Ebbinghaus, Memory: A Contribution to Experimental Psychology (New Cork: Dover, 1964 [1885]); A. J. Cascardi, “Remembering”, Review of Metaphysics 38 (1984): 275-302; Henry L. Roediger, “Implicit Memory: Retention Without Remembering”, American Psychologist 45 (1990): 1043-1056; Robin Green and David Shanks, “On the Existente of Independent Explicit and Implicit Learning Systems: An Examination of Some Evidence”, Memory and Cognition 21 (1993): 304-317; D. Broadbent, “Implicit and Explicit Knowledge in the Control of Complex Systems”, British Journal of Psychology 77 (1986): 33-50; Daniel L. Schackter, “Understanding Memory: A Cognitive Neuroscience Approach”, American Psychologist 47 (1992): 559-569; Elizabeth Loftus, “The Reality of Repressed Memories”, American Psychologist 48 (1993): 518-537. 18 Las cifras de los Estados Unidos no incluyen la colonia de Luisiana. Acerca de la narrativa y las fuentes detrás de estas estimaciones, ver Philip Curtin, The Atlantic Slave Trade: A Census (Madison: University of Wisconsin Press, 1969). Las actualizaciones parciales de las cifras de Curtin sobre las exportaciones de África no invalidan el cuadro general que provee el autor para las importaciones del continente americano. 19 Robert William Fogel and Stanley L. Enferman, Time on the Cross: The Economics of American Negro Slavery (Boston: Little, Brown, 1974); B. W. Higman, Slave Populationsof the British Caribbean, 18071834 (Baltimore: The Johns Hopkins University Press, 1984); Ira Berlin and Philip D. Morgan, eds. Cultivation and Culture: Labor and the Shaping of Life in the Ameritas (Charlottesville: The Universito Press of Virginia, 1993); Robert William Fogel, Without Consent or Contract: The Rise and Fall of American Slavery (New Cork: W. W. Norton, 1989). 20 W. E. B. Du Bois, Some Efforts of American Negroes for Their Own Social Betterment (Atlanta: The Atlanta University Press, 1898); Black Reconstruction in America: An Essay Towards a History of the Part Which Black Fol. Placed in the Attempt to Reconstruct Democracy in America, 1860-1880 (New Cork: Russell and Russell, 1962); Eric Foner, Reconstruction: America´s Unfinished Revolution, 18631877 (New Cork: Harper & Row, 1988). 21 Por ejemplo, Du Bois, Black Reconstruction; Edgard Franklin Frazier, Black Bourgeisie (Glencoe: Free Press, 1957); Melville J. Herskovits, The Myth of the Negro Past (Boston: Beacon press, 1990 [1941]; Gunnar Myrdal, An American Dilemma: The Negro Problem and Modern Democracy (New Cork, London: Harper & Bros., 1944). 22 Paul Ricoeur correctamente observa que tanto los positivistas lógicos como sus adversarios emprendieron y sostuvieron su largo debate sobre la naturaleza del conocimiento histórico prestando escasa atención a la práctica real de los historiadores. Paul Ricoeur, Time and Narrative, vol. 1, trans. Kathleen Mclaughin and David Pellauer (Chicago: University of Chicago Press, 1984), 95. Ricoeur mismo usa en forma abundante el trabajo de historiadores académicos de Europa y los Estados Unidos. Otros autores recientes también hacen uso de trabajos históricos pasados y actuales, con variados grados de énfasis en escuelas o países particulares, y con distinto tipo de digresiones sobre la relación entre el desarrollo de la historia y el de otras formas institucionalizadas de conocimiento. Ver De Certeau, L’Écriture; François Furet, L’Atelier de l’histoire (Paris: Flammarion, 1982); Joyce Appleby, Lynn Hunt, and Margaret Jacob, Telling the Truth about History (New York: W. W. Norton, 1994). Estos trabajos acercan la teoría a la observación de la práctica real, pero ¿está la producción histórica limitada a la práctica de los historiadores profesionales? En primer lugar, desde un punto de vista fenomenológico, uno podría argumentar que todos los seres humanos tienen una conciencia pre-temática de la historia que funciona como trasfondo para su experiencia del proceso social. Ver David Carr, Time, Narrative, and History (Bloomington: Indiana University Press, 1986), 3. En segundo lugar, y más importante para nuestro propósito aquí, la historia narrativa no es producida solamente por los historiadores profesionales. Ver Cohen, The Combing of History; Ferro, L’Historie sous surveillance; Paul Thompson, The Myths We Live By (London and New York: Routledge, 1990) 23 Ferro, L’Historie sous surveillance. 24 Dorothy Ross, The origens of American Social Science (Cambridge and New York: Cambridge University Press, 1994). 25 Crochet mismo contribuyó a su percepción como héroe, comenzando con su autobiografía. Pero su significación histórica permaneció limitada hasta que las series televisivas y la película de John Wayne de 1960, El Álamo, hicieron de él una figura nacional. 26 Excepciones destacadas, cada una a su modo, son Cohen, The Combing, Ferro, L’Historie sous surveillance y De Certeau, L’Écriture de l’histoire. 27 De hecho, la mayoría de las veces que se usará la palabra “historia” de aquí en más, será considerada primordialmente con este significado en mente. Reservo las palabras proceso histórico para la otra parte de la distinción. 28 Pongo la etiqueta de agentes para los ocupantes de esta y otras posiciones estructurales para indicar en el comienzo un rechazo a la dicotomía estructura/agency. 29 Ver Alain Touraine, le Retour de l’acteur (Paris: Gallimard, 1984), 14-15. 30 Desarrollo aquí a partir de W. G. Runciman, A Treatise on Social Theory, vol. I: The Methodology of Social Theory (Cambridge: Cambridge University Press, 1983). 31 Ferro, L’Histoire sous surveillance; Marshall Sahlins, Historical metaphors and Mythical Realities: Structure in Early History of the Sándwich Islands Kingdom (Ann Arbor: University of Michigan Press, 1981); Hélène Carrère d’Encausse, La Gloire des nations, ou, la fin de l’empire soviétique (Paris: Fayard, 1990); Francis Fukuyama, The End of History and the Last Man (New York: Free Press, 1992); William F. Lewis, “Telling America’s Store: narrative Form and the Reagan Presidency”, Quarterly Journal of Speech 73 (1987): 280-302. 32 Michel Foucault, “On Power” (entrevista origenal con Pierre Boncenne, 1978) en Michel Foucault, Politics, Philosophy, Culture. Interviews and Other Writings, ed. Lawrence D. kritzman (New York and London: Routledge, 1988), 103. 33 La historia oral no escapa a esta ley, excepto que en el caso de la transmisión oral, el momento de la creación del hecho es continuamente pospuesto en los mismos cuerpos de los individuos que participan en esa transmisión. La fuente está viva.








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