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Me casé con él
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Libro electrónico107 páginas1 hora

Me casé con él

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Información de este libro electrónico

Cuando dos almas de fuerte temperamento como son Beatriz y Pablo son obligadas a casarse, cualquier cosa puede pasar. En su aldea los matrimonios son así, concertados y sin tener en cuenta si se conocen menos aún si se aman, pero Beatriz si ama a Pablo. Una dura vida en el campo, con sus costumbres y tradiciones, marcará el destino de su matrimonio.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento14 feb 2017
ISBN9788491623007
Me casé con él
Autor

Corín Tellado

Corín Tellado es la autora más vendida en lengua española con 4.000 títulos publicados a lo largo de una carrera literaria de más de 56 años. Ha sido traducida a 27 idiomas y se considera la madre de la novela de amor. Además, bajo el seudónimo de Ada Miller, cuenta con varias novelas eróticas. Es la dama de la novela romántica por excelencia, hace de lo cotidiano una gran aventura en busca del amor, envuelve a sus protagonistas en situaciones de celos, temor y amistad, y consigue que vivan los mismos conflictos que sus lectores.

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    Me casé con él - Corín Tellado

    CAPÍTULO PRIMERO

    Pablo Lera Siraz, mayorazgo y único heredero de los Lera Siraz de la Colina Alta, entró bufando en el salón biblioteca, a donde había sido requerido por su padre. Miró a un lado y a otro con el ceño fruncido. Era un hombretón alto y fornido, de adusto semblante, curtido por el sol de la pradera y el rudo aire de la montaña. Su pelo castaño oscuro, un tanto aclarado por el sol, estaba enmarañado, y le caía por la cuadrada frente, tapando un tanto ésta, partida en dos profundas arrugas. Su mirada gris, de fría expresión, buscó a su padre, y además de éste, halló el rostro impasible de tía Elvira.

    —¿Qué pasa? — preguntó con voz alterada—. He interrumpido mi trabajo y no me gusta.

    —Siéntate, muchacho.

    —Maldita la gana que tengo —replicó con su habitual dureza—. Di lo que sea de una vez.

    Ernesto Lera no se asombró. Conocía a su hijo lo suficiente para saber que no podía esperar de él mayor amabilidad. Había sido así desde niño y ya tenía treinta años. A juicio de Ernesto Lera Siraz, no hay árbol que a los treinta años pueda enderezarse. El cura también lo sabía. Miró a su hermano y alzóse de hombros, como diciendo: «Díselo sin preámbulos. Por muy delicado que seas, Pablo no va a agradecértelo.»

    —Muchacho, he conseguido ultimar los detalles de tu boda.

    —¿Mi…? ¡Ah! —y soltó una brutal carcajada—. ¿Qué tal es ella?

    —No es buena moza —dijo tímidamente Elvira.

    —¡Ah, ah, ah!

    Y con esta triple exclamación, Pablo se derrumbó sobre una silla, haciéndola crujir de modo alarmante. Vestía ropa de montar, pantalón de pana, altas polainas, y una camisa a cuadros desabrochada, que dejaba ver el pecho velludo hasta casi la cintura. Tenía una retorcida pipa entre los dientes, y la mordía con saña. Los grises ojos, de mirada lujuriosa, fueron del semblante de su tía al de su padre alternativamente. Ni uno ni otro dijeron nada. Al fin, sin quitar la pipa de la boca, Pablo exclamó:

    —Me gustan las buenas mozas, y bien lo sabéis los dos.

    Los hermanos se miraron.

    —Bueno —dijo el padre tras un titubeo—. Emparentar con la casa Marastur no es poca cosa. Muchos hay en la comarca que lo hubieran deseado. No creas —añadió sin que su hijo le interrumpiera— que fue fácil. Te salva el que Pedro Marastur es hombre que detesta a las mujeres solteras. Ejem…

    —Sigue, sigue —pidió la solterona tranquilamente—. No soy mujer de su familia. Por tanto…

    —Bueno —se aturdió el hacendado—. Lo cierto es que la dote es espléndida. Yo creo, Pablo..

    —¡Al grano! ¿Es tuerta? ¿Es jorobada? ¿Es coja?

    Ernesto Lera limpió el sudor que perlaba su frente. Hizo una pausa que empleó en encender un cigarrillo, y al fin prosiguió:

    —La chica es fina. No tiene defectos físicos, pero es algo… Bueno, ¿cómo diré? Paradita.

    —Mejor —bramó con su brutalidad habitual—. Para amantes me gustan las mozas bravas del valle. Para esposa prefiero una tonta.

    —Tiene estudios. Se educó con las monjas.

    —¡Oh! —rió—. Será muy divertido convivir con una académica. ¿Y dices que la dote merece la pena?

    —Por supuesto —se animó el padre—. Y la necesitamos Hemos de levantar la hipoteca que pesa sobre la hacienda, antes de fin de año.

    Pablo se puso en pie y se aproximó a la ventana. Sacudió la pipa en el alféizar, y sin mirar a su padre y a su tía, exclamó riendo:

    —De acuerdo. Arreglado todo.

    Los hermanos se miraron esperanzados.

    —¿Cuándo quieres casarte?

    —Cuanto antes —se alejó hacia la puerta—. Me parece bien en el mes de mayo. Es un buen mes.

    —Oye, Pablo.

    Se volvió desde el umbral.

    —¿Qué?

    —¿No quieres conocerla?

    —El día de la boda es bastante pronto.

    Y esta vez salió caminando a grandes zancadas.

    Ernesto y Elvira se miraron.

    —Bueno —exclamó el hombre—. Indudablemente salió todo mejor de lo que esperábamos.

    —Emparentar con la opulenta familia Marastur no es poca cosa y Pablo ha sido siempre un buen tratante.

    —Eso es verdad.

    figure

    Don Pedro Marastur miró impaciente a su hija Eugenia y a su yerno Ricardo. Con dureza dijo:

    —Tú serás un médico y sabrás mucha gramática latina, y muchas malas cosas de medicina, pero de bodas de aldea no sabes nada.

    —Oiga usted, Pedro…

    —Te he dicho en todos los tonos, Ricardo, que nadie te dio vela en este entierro.

    —Padre —se indignó Eugenia—, has sido siempre un buen padre, y temo que ahora…

    —¡Paparruchas! ¡Y nada más que paparruchas! Los Lera son gente que saben llevar una hacienda. ¿Qué mejor marido para Beatriz? Cuando su madre murió, me dije: «Llévate a la pequeña a un convento. Que se cultive». Me pareció una tontería. Pero tu madre estaba muriendo y yo se lo prometí. La llevé. Allí estuvo un mentón de años. ¿Y qué? Vino tonta de remate. Es tímida, mojigata, simple. ¿Casarla con otro médico como tu marido? ¡Claro que no! La dinastía de los Marastur ha de continuar. No puede morir. Y quiero castellanas, no mujeres de ciudad. Tú ya eres una mujer elegante, ¿no? Te codeas con el cerdo del alcalde, con el aprovechado gobernador, con los cochinos de los concejales, con el embustero del farmacéutico…

    —Pedro…

    —No terminé, Ricardo —bramó el hacendado que, como se ve, era una fiera—. Y aquí, en mi casa, yo tengo la prioridad en todo. ¿Está claro? Tú ve a mandar a tus enfermos y a tu casa. Aquí, el que manda soy yo. Beatriz se casa con Pablo Lera, y ella está conforme.

    —Lo está —saltó Eugenia indignada— porque te tiene miedo. Porque tanto tú como Patricio sois unos atrasados. Porque si no tuviera miedo…

    —¿Y tú, monina, no me lo tienes?

    Eugenia se detuvo en seco parpadeante. No supo qué decir Claro que se lo tenía. Siempre se lo había tenido, hasta que se casó con Ricardo, el médico rural que le hacía la corte a distancia, y con el cual se casó después de seis años de horribles relaciones. El cómo logró convencer a su padre, aún hoy lo ignoraba. Deseaba casarla con un hacendado… Aquella lucha fue agotadora, pero no se hizo ilusiones. Si venció fue porque a su padre le dio la gana.

    —Bueno… yo creo.

    —Tú sólo crees lo que dice tu matasanos.

    —Oiga, Pedro…

    —A callar, Ricardo…

    Entró Patricio en la estancia en aquel momento. Era moreno y tan rudo como su padre. Estaba casado con una aldeana fuerte y robusta, de la cual esperaba pronto un heredero. Era el mayorazgo, el único varón de la familia, y su padre estaba muy orgulloso de él. De semblante adusto, parecido al de Pablo Lera, manchado de barro, sudoroso y curtido por el sol, ni siquiera se molestó en saludar. Derrumbóse en una silla y estiró las piernas, echando la gorra hacia atrás.

    —¿Qué pasa aquí? —preguntó.

    A Pedro le dio la risa.

    —Estos dos, que se ponen como energúmenos porque tu hermana se va a casar con Pablo Lera.

    Patricio soltó una risotada.

    —Vosotros, los que vivís en la villa, no entendéis de estas cosas —dijo—. Las costumbres del campo son sanas, qué diantre. Yo me casé con Lina porque mi padre me lo mandó. Traía una buena dote, era sana

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