No te hago de menos
Por Corín Tellado
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Corín Tellado
Corín Tellado es la autora más vendida en lengua española con 4.000 títulos publicados a lo largo de una carrera literaria de más de 56 años. Ha sido traducida a 27 idiomas y se considera la madre de la novela de amor. Además, bajo el seudónimo de Ada Miller, cuenta con varias novelas eróticas. Es la dama de la novela romántica por excelencia, hace de lo cotidiano una gran aventura en busca del amor, envuelve a sus protagonistas en situaciones de celos, temor y amistad, y consigue que vivan los mismos conflictos que sus lectores.
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No te hago de menos - Corín Tellado
CAPITULO PRIMERO
—Estoy harta. Nunca estás dispuesto. Que si yo decido salir, tú te pasas la vida metido en tu clínica. Que si yo tengo un compromiso, tú te eludes siempre. ¿Qué debo hacer? ¿Sabes lo que te digo?
Lo sabía.
Siempre sabía lo que decía Beatriz antes de que abriera la boca.
Sintió un súbito cansancio.
Tenía pendientes seis visitas. Un recorrido por el hospital y después su consulta.
En cierto modo su consulta era como un remanso de paz pese al trabajo que suponía.
—No puedo quedar jamás bien ante mis amigos —continuaba Beatriz malhumorada.
Jorge siempre la vio hermosa.
¿Siempre?
Siendo su novio y después de recién casados.
¿Cuándo se habían casado?
Apenas dos años antes.
—Mis amigos se reirán de mí. Tú jamás me acompañas. Aunque quedes de ir a este o aquel sitio, a la hora de la verdad, no apareces. Una llamada telefónica, un pretexto y te quedas como un pachá.
Jorge bebió el último sorbo de café.
—Lo siento, Bea.
—¿Que lo sientes?
—¿No te lo estoy diciendo?
—Mira, te lo digo de verdad, si esta tarde no apareces en casa de los Guzmán, piensa que haré lo que me dé la gana.
Que lo hiciera.
Tiempo antes podía doler.
En aquellos momentos, no.
Todo era distinto.
A fuerza de oírla protestar, su entusiasmo personal se había esfumado. Beatriz era su mujer, pero él no se sentía marido.
—Jorge, ¿me oyes?
—Claro, claro. Pero tengo que irme.
—¿Ves?
La miró.
Seguía siendo bella, tenía clase. Era elegante.
Sus padres acaudalados.
Ella una niña bien...
Pero él era un médico vocacional y nada más. Es decir, había sido marido complaciente. Pero Beatriz nunca supo amoldarse a su modo de actuar, a su trabajo, a sus obligaciones.
—Te digo que si hoy no me acompañas...
—No me amenaces, Bea.
—Es que no pienso ir sola. Buscaré compañía.
Mejor para él.
¿Mejor?
Bueno, pues sí...
Ya estaba más que harto.
Aun a su pesar evocó a Paula.
Frágil, bonita, joven...
¿Cuántos años?
Dieciocho.
Se mordió los labios.
¿Qué cosas absurdas pasaban por su cabeza?
—Déjate de acertijos, Bea. Tengo mucho que hacer.
La mujer se le puso delante.
Era tan alta como él. El no era alto. Era un hombre, ni más ni menos. Más bien vulgar. De pelo negro y ojos castaños muy oscuros.
Tenía las facciones acusadas, algo irregulares.
Vestía en aquel momento un traje gris claro. Era de verano. De fina tela masculina. Camisa blanca y corbata azul oscuro.
Tenía el maletín de piel sobre la consola, y varias cosas, ¡muchas!, que hacer, y su consulta particular.
—Jorge..., esta vez tendrás que acompañarme.
—Soy médico.
—¿Crees que en esas reuniones no hay médicos?
—No lo dudo, pero yo nunca hago cosas porque las hagan los demás. Yo me debo a mi profesión y no pienso abandonarla. Lo que te ocurre a ti, Bea, es que no sabes ser la esposa de un médico. Has de saber que la mujer de un médico es ella algo médico también, ¿entiendes?
—Ni lo sueñes. Yo soy una mujer mundana. Me gusta la vida cómoda. ¿Por qué tengo que sacrificarme?
Claro.
Ahí estaba la diferencia entre ambos.
—Lo siento, tengo que irme. Mi obligación me espera.
—¿Y yo?
—Tú eres mi esposa y debieras de comprenderme.
—Me han educado para gran dama.
—Pues no entiendo por qué te casaste con un médico.
Se fue sin esperar respuesta.
* * *
Se sentía fatigado.
Dejó el maletín en el consultorio y casi en seguida apareció la enfermera.
—Buenos días, doctor.
El lanzó sobre ella una mirada distraída.
—¿Aún son buenos días, Paula?
—Sí, señor. Tenemos seis enfermos en la consulta.
Jorge pasó los dedos por el pelo con gesto de fatiga.
—Trabaja usted demasiado.
El contraste.
Aquella criatura llamada Paula se preocupaba por él. Era una cría, deliciosa cría, llena de comprensión y sensibilidad.
En cambio su mujer, que tenía su edad (treinta años), estaba loca perdida.
Y, sobre todo, carecía de comprensión para su trabajo.
—Vengo del hospital —comentó al tiempo de despojarse de la chaqueta.
En seguida la tuvo tras de sí con la bata abierta ayudándole a ponérsela.
—Gracias, Paula.
—De nada, doctor.
—Que pase el primero.
—¿No quiere antes una taza de café?
Era deliciosa.
Siempre pendiente de los menores detalles. Adivinando sus necesidades.
—Pues sí, Paula. Creo que lo necesito.
—Lo sospeché y lo tengo recién hecho. Se lo sirvo en seguida. Ahí tiene los cigarrillos.
Jorge se hundió en el sillón tras su mesa, echó la cabeza hacia atrás, cerró los ojos.
Aquello era paz.
Pensó en sus dos años de casado.
¡Siglos! ¡Le parecían siglos!
Lo peor de todo no era eso. Lo peor era que ni siquiera le apetecía acostarse con su mujer. Era superior a sus fuerzas.
Al principio, no.
Se sentía feliz.
¡Qué corta es la felicidad!
¿Existe la felicidad?
Paula apareció con la bandeja.
—Su café, doctor.
La miró.
De una forma analítica.
Bonita, rubia, frágil, de ojos verdosos.
Llena de encanto, de femineidad.
Era toda una mujer pese a sus pocos años.
¿Qué atrocidades pensaba?
Tenía ganas de hablar. De contar su vida...
—Paula..., ¿tienes familia?
—¿Familia?
—Sí, ¿vives con alguien?
—Con mi madre.
—¿Sólo?
—Sí. Tengo un hermano casado lejos de España. Tiene dos hijos. Mamá no anda muy bien.
—¿Qué eres, además de enfermera?
Ella rió.
Tenía una risa llana.
Pero bajo ella había algo.
Como un conato de timidez.
—Sólo eso, señor. Me titulé el año pasado y hace seis meses que trabajo con usted.
Le entregaba el café.
Jorge asió la taza y dio vueltas al líquido con la pequeña cucharilla.
—Es que no sé apenas nada de ti. Puse un anuncio en el periódico y la primera que apareciste fuiste tú. Así te elegí, sin más preámbulos.
—Gracias, señor.
—No me las des. Nunca me ha pesado —y sin transición—: ¿Tienes novio?
—No, doctor.
—Raro, ¿verdad?
—No, señor. No quiero ligaduras. Soy joven. Tengo tiempo. Prefiero dedicarme a esto, me gusta. Pienso que un día lograré plaza en un hospital.
—Te ayudaré a encontrarla.
Después ya no hizo más preguntas.
Le entregó la taza vacía y dio orden de que pasara el primer cliente.
—Tenemos trabajo por lo menos hasta las tres, ¿no?
—Supongo que sí, doctor.
El consultó una agenda. Con la bata blanca parecía austero, lleno de una rara sobriedad. Grave de continente.
Cerró la agenda y comentó:
—Después tengo pendientes seis visitas. No sé a qué hora almorzaré hoy.
Paula ya estaba al quite.
—¿Le pido el almuerzo aquí, doctor?
Una buena idea.