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Mujeres de cine: La mirada de 10 directoras españolas
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Libro electrónico117 páginas1 hora

Mujeres de cine: La mirada de 10 directoras españolas

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Nada hay más complementario y enriquecedor para el hombre que la mirada femenina. Su modo de contemplar la vida detrás de la cámara proporciona al espectador nuevos coloridos de la misma realidad, y contribuye a que el cine siga reuniendo en su seno, más aún si cabe, la pintura, la escultura y la fotografía, la música y el teatro, la literatura y la poesía.

Enrique Chuvieco ha reunido la mirada sincera de diez directoras de cine españolas, sus criterios en el rodaje y su estilo propio al dirigir actores.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento3 nov 2014
ISBN9788432144592
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    Mujeres de cine - Enrique Chuvieco Salinero

    Índice

    Portadilla

    Índice

    Mujeres directoras de cine

    Nota del editor

    Icíar Bollaín

    Judit Colell

    María Ripoll

    Ana Rodríguez Rosell

    Paula Ortiz

    Amanda Castro

    Alexia Muiños

    Adriana Hoyos

    Áurea Martínez

    Andrea Jaurrieta

    Créditos

    Mujeres directoras de cine

    William Blake dejó escrito que la mujer es obra directa de Dios. Hago mía esta apreciación. Vivimos un periodo de transición humana, donde el varón ha tenido que deponer las armas viriles por miedo a los misiles, la fuerza muscular por las máquinas y, por último, después de dos guerras mundiales, deponer también la patética autoafirmación de ser eje del universo y admitir sin nebulosas ni enigmas que la mujer fue, es y será un ser superior por decreto de la naturaleza.

    En mi ancianidad, no puedo sino apreciar que el hombre se difumina década a década en su travesía del desierto, en busca de su nuevo lugar en el mundo.

    Al tiempo que la mujer, siempre en el claroscuro del poder, ha decidido emerger con radiante esplendor y manifestar su eterna pujanza, haciéndose merecidamente con los mandos del devenir histórico. Alguien dijo que el hombre desea ser mujer; esperemos que solo sea un porcentaje asumible. El maestro Luis García Berlanga, en un rasgo de humor, decía de sí mismo que le gustaría haber sido lesbiana, tan alta era su fascinación por el enigma llamado mujer. Disculpen los lectores este preámbulo del prólogo, pero no he podido evitar este golpe de sangre en alabanza de la mujer, «vademécum» del misterio humano.

    Pasemos al exhaustivo cuestionario que Enrique Chuvieco ha presentado a diez directoras españolas. Leyendo sus respuestas, podemos intuir que nos encontramos ante una generación de directoras con un futuro esperanzador. Apreciamos que todas ellas tienen un perfil similar de capacitación. Valoramos primero su vocación, honda y sincera, luego, su deseo de que sus películas sirvan para hacer posible un mundo más social humano y habitable.

    Todas las directoras muestran una visión poliédrica de la creatividad. Pienso que el director masculino generalmente no alcanza los matices sutiles de los que una mujer cineasta es capaz. Ellas realizan un viaje iniciático de gran valor anímico —maternidad, lactancia, entrega a la prole, protección asumida de los mayores— lo que las facilita su integración en el absoluto humano. Nada le es ajeno a la mirada femenina: sentimiento y dolor, alegría y tristeza, surgen espontáneamente en la directora de cine. Una anécdota puede servir de ejemplo, de la sensibilidad tan sentida, que la mujer suele aportar a sus creaciones. Ana Mariscal, directora de Segundo López, un aventurero urbano, rodada en 1953, y que es para mí una de las películas más significativas del cine español, me contó, con la emoción que conlleva el recuerdo, que la dijeron —cuando era una niña de once años con calcetines— que llevara un encargo a la casa de García Lorca en la Calle Alcalá. Le abrió la puerta el mismísimo Federico, que vestía bata y zapatillas. Lorca y Ana Mariscal charlaron, se sintieron amigos y acabaron jugando al escondite. Ana, preciosa con sus ojos azules y pelo rubio, se escondió debajo de una cama. Lorca la descubrió, se introdujo bajo la cama y la besó. Ana Mariscal me narró el suceso con profunda emotividad, a pesar de haber pasado cinco décadas. Dudo de que un varón tuviera sensibilidad suficiente para recordar los detalles y la emoción del momento.

    Quiero señalar que, posiblemente, el gran cine siempre adquiere sentido cuando el actor hace creíble la película, y matizo aún más, en relación a la mujer. Considero a las grandes actrices, auténticas cineastas. Desde los comienzos, la génesis de la película nacía por y para la actriz, fuera Francesca Bertini o Mary Pickford. Lo mismo podemos decir del varón actor como Douglas Fairbanks. Si nos centramos en las actrices del sonoro, Greta Garbo es la película, su aura lo llenaba todo. Jean Harlow y Betty Davis conforman la creatividad y la razón de la película con su sola presencia, como tantas otras estrellas.

    Resumiendo y centrándonos en España, Miguel Picazo tuvo el acierto de construir La tía Tula por y para Aurora Bautista, referente catalizador de toda la estructura dramática de la película. No volvió a brillar Picazo tanto como cuando confió plenamente en Aurora Bautista. Icíar Bollaín creó con Laia Marull el prodigio de emotividad que encierra Te doy mis ojos. En La reina Isabel en persona, confié en Isabel Ordaz la base y el pináculo de toda la película: no necesitaba más. Las sublimes Anna Magnani e Ingrid Bergman realizaron con su sola interpretación del texto de Jean Cocteau, dos películas que son referentes del cine de autor: La voz humana.

    Las mujeres, desde el comienzo del cine, son creadoras incuestionables de películas que no olvidamos; el hecho de que estén al mismo tiempo detrás de la cámara es una circunstancia más que no invalida su aportación centenaria al cine.

    He tenido claro siempre que los intérpretes son los que definen el resultado final de todo proyecto dramático. Pongo el ejemplo de Hamlet, la madre nutricia de todo proyecto narrativo. Pues bien, si Hamlet no es interpretado por actores capacitados, deviene en una patética pieza de arqueología. Recordemos el fracaso del Hamlet del gran Franco Zefirelli, cuando Mel Gibson naufragó interpretando al «Príncipe de la duda», como fracasaron otros muchos en el intento. Aún contando con todo los medios posibles y los mejores técnicos, nadie puede asegurar el resultado artístico de una película.

    Termino haciendo un comentario sobre el aprendizaje en las escuelas de cine, pues todas o casi todas las directoras que aparecen han estudiado en ellas, especialmente en Estados Unidos. Grandes directores pasaron por escuelas de cine, por ejemplo, en España, la creadora Josefina Molina. Reconociendo lo útil que son para el primer encuentro con el mistérico mundo de la imagen, tengo la inquietud de que las escuelas ofrecen un mimetismo en la creatividad que puede clonar el viaje personal de cada alumno.

    Charles Chaplin reconoce en sus memorias que el hizo todas sus películas conociendo tan solo una ley cinematográfica: «Cuando el personaje salga de cámara por la derecha en el plano, debe volver al plano por la izquierda». Supongo que el resto lo pone el talento.

    En mi insistencia por focalizar la causa primigenia de la génesis de una película, me remito al divino Federico Fellini: «Hacía tiempo que quería hacer una película para Giulietta Masina; me parece una actriz singularmente dotada para expresar con espontaneidad los estupores, los sustos, las frenéticas alegrías y los cómicos berrinches de un payaso. Así, pues, se me presentó Gelsomina en el vestido de un payaso». Fellini tenía 34 años cuando rodó La strada, solo necesitó una furgoneta con un equipo reducido, y talento.

    Un saludo final a Helena Cortesina (1904-1984), valenciana y bailarina clásica, que en 1921 dirige la película Flor de España o La leyenda de un torero, convirtiéndose en la primera mujer en dirigir cine en nuestro país y en conocer el fracaso, pues la película tardó dos años en estrenarse con escasa acogida en taquilla. Estamos en el mismo punto que en 1921: la ilusión realiza la película y la realidad hace que esta duerma el sueño eterno del artista en las filmotecas.

    RAFAEL GORDON

    Mayo de 2014

    Nota del editor

    Como afirma una de las participantes de este libro, no somos nada sin deseos. En el caso de este, partió de ese movimiento afectivo hacia algo que desconocía, aunque estaba latente, y que apareció como un imprevisto con el que me sacudió la realidad. Concretamente, me sucedió poco después de sacar un libro de la biblioteca municipal de mi barrio que reunía entrevistas con distintos directores (hombres)

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