El sendero salvaje del amor: Norteamérica Salvaje, #1
Por Dorothy Wiley
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Dos vidas. Un gran amor puesto a prueba por un traficante de esclavos despiadado y la aterradora naturaleza salvaje. Con el sueño de forjar una vida mejor, Stephen y Jane inician un viaje a través de la frontera Norteamericana en 1797 en busca de un lugar al que llamar hogar en una tierra de inimaginable belleza.
Tejiendo un tapiz con hilos de historia, romance y aventuras, la épica novela de Dorothy Wiley nos sumerge en un asombroso y conmovedor relato de amor y supervivencia en una Norteamérica emergente. Con un coraje impertérrito y una audacia sin límites, Stephen Wyllie, junto con sus cinco hermanos, se adentra con valentía en aterradoras tierras vírgenes. Pero este formidable viaje de más de mil seiscientos kilómetros amenaza todo lo que es importante para Stephen y su esposa Jane Wyllie. El valor de él es imperturbable, la pasión de ella es profunda, pero esas tierras salvajes están repletas de terror. Stephen es un héroe que no retrocede, pero ¿será el amor de Jane, aquello que más valora en la vida, el precio a pagar por sus sueños?
Esta fascinante historia lleva a los lectores a través de una heroica e impresionante búsqueda de tierras a través de un viaje de más de mil seiscientos kilómetros hasta llegar a las tierras vírgenes de Kentucky, un nuevo mundo para los valientes. Solo hay una cosa que Stephen desea más que nuevas tierras y es mantener a salvo a su esposa Jane y a sus jóvenes hijas. Pero necesita esas tierras para construir un futuro mejor para su familia y la frontera está abierta a la colonización en el nuevo estado de Kentucky. Tomar la decisión de partir no es fácil y Stephen sopesa cuidadosamente los riesgos antes de emprender lo que sabe que será un viaje peligroso.
Una sólida combinación de aventura y acción, angustia y humor, romance y pasión, EL SENDERO SALVAJE DEL AMOR es el primer libro de la premiada serie de romántica Norteamérica Salvaje de la autora Dorothy Wiley. Al igual que sus otras novelas de la serie, ambientadas en lo que entonces era el Oeste de los Estados Unidos de Norteamérica, esta inspiradora historia cautiva a los lectores al equilibrar las dificultades de la frontera con personajes divertidos, románticos y vívidos que cobran vida en cada página.
Las series Norteamérica Salvaje y Corazones Salvajes de Wiley cautivan a los lectores de westerns, novelas históricas y románticas. Los lectores de westerns temen por sus valientes personajes, los audaces colonos de la primera ola del indómito Oeste. Y, encantados por la belleza de las historias de amor de Wiley, los amantes del romance aplauden a sus entrañables héroes y heroínas. Y todos ellos aprecian la capacidad de Wiley para llevarlos en un viaje emocionante. Con su singular voz, su apasionada narrativa y sus emocionantes tramas, Wiley ha escrito una serie de westerns cautivadores, románticos y atemporales.
Cada libro es una novela independiente y completa que presenta a una pareja diferente. Para aquellos que disfrutan de la lectura de una serie completa, es posible que deseen comenzar con el Libro Uno – EL SENDERO SALVAJE DEL AMOR
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El sendero salvaje del amor - Dorothy Wiley
CAPÍTULO 1
Nuevo Hampshire, primavera de 1797
S
í, sería peligroso, quizás incluso mortal.
Pero al menos podría vivir su vida como Dios esperaba y construir un futuro mejor para su familia. ¿No sería mucho peor esconderse de la vida, morir sin haber hecho nada importante? Solo habiendo elegido aquello que no se deseaba hacer.
No es a la muerte a lo que un hombre le debe temer. Es a no vivir.
Casi a oscuras, Stephen Wyllie observó cómo las estrellas más atrevidas de la noche se abrían paso a través de un cielo despejado de color púrpura majestuoso. Resistió el impulso de correr hacia su casa. Necesitaba pensar. A veces, era más fácil pensar cuando se estaba montado a caballo. ¿Podría ser que la frase «dos cabezas piensan mejor que una» incluyera la de un caballo? Quizás en el caso de un corcel como George podría ser cierto. El semental negro era, por lejos, el mejor caballo que jamás hubiera montado: alto, fuerte y apacible.
Pasando por densos rodales de bosques, miró hacia el oeste, hacia las escarpadas montañas oscuras.
—Es tiempo de ver el mundo detrás de esas cumbres, George.
Acababa de hacer una confidencia a sus cuatro hermanos, les había contado lo que no había discutido con nadie más, ni siquiera con Jane. Ir en dirección al oeste. ¿Locura o gloria? Durante meses, la pregunta había dado vueltas por su mente una y otra vez, como una especie de trompo dentro de su cabeza. Pero ahora ya tenía la respuesta.
Quería mudar a su familia a Kentucky.
No le sorprendió que su hermano del medio, Edward, se burlara de la idea. El hombre no estaba hecho para la aventura. Stephen había expuesto su corazón con franqueza solo para encontrar en él una negatividad extrema. Esto lo hacía enardecer. Era una decisión lo suficientemente difícil como para que Edward la hiciera aún más. El cínico de su hermano del medio se había mofado ante su idea de ir a Kentucky y le había vaticinado que sus cabezas colgarían de las manos de algún salvaje, como el hermano decapitado de Daniel Boone.
Pero sus otros tres hermanos apoyaban la idea. Es más, Sam estaba ansioso por partir. Y tanto John como William querían alejarse de Nueva Hampshire por sus propias razones.
Viajar hacia el oeste le daría la oportunidad de probarse a sí mismo, de ver lo que era capaz de enfrentar. Él celebraba la idea. La frontera lo enfrentaría a él y a sus hermanos a innumerables peligros: kilómetros y kilómetros de tierras inhóspitas, de los peores elementos, bestias feroces y hombres salvajes. Todos tratando de robarles la vida. Dejarían atrás la civilización. Sus vidas dependerían exclusivamente de ellos mismos. La vida de su querida esposa Jane y las de sus cuatro jóvenes hijas estarían en manos de Stephen. El pensamiento casi detuvo su corazón. ¿Podría él mantenerlas a salvo?
Él podría y lo haría. Tendría que hacerlo.
Le dio unas palmadas a George en el cuello, ansioso por compartir con alguien su entusiasmo, incluso si solo podía hacerlo con su caballo. La perspectiva de tener la oportunidad de acceder a tierras que le permitieran criar buenos caballos y ganado hacía que su espíritu se elevara. Por primera vez, creía que tendría la posibilidad de ir adónde sus sueños ya lo habían llevado.
Tragó saliva ante el nudo en la garganta al darse cuenta de lo mucho que esto significaba para él.
Era difícil encontrar tierras para pastorear en Nueva Hampshire o en el resto de las colonias y eran muy costosas. Y, demonios, pagaba impuestos por casi todo, hasta por su caballo. Y el importe recaudado se elevaba cada año sin falta.
Montañas de granito y colinas, abundantes bosques de pino, abetos y madera dura, y gran cantidad de arroyos destellantes y ríos plateados hacían que el territorio se viera pintoresco, pero desalentador para los hombres que necesitaban la tierra para su sustento. En cambio, la nueva frontera ofrecía a los colonizadores praderas ricas y abundantes. El único problema era llegar hasta allí... bueno, quizás no fuera el único obstáculo. Apretó los labios y luego se limpió el ceño fruncido.
¿Y qué hay de Jane? ¿Estaría dispuesta a dejar su acogedora casa? A la mayoría de los hombres no les importaba demasiado lo que deseaban las mujeres de la casa. Él no pensaba así.
Necesitaba que Jane compartiera su sueño.
Tomó una bocanada profunda del aire terroso y fresco de la tarde. ¿Cómo podría él hacerle entender? Dios sabía que ella podía ser más que obstinada y que no dudaría en desafiarlo. Estaría preocupada por las niñas y su bienestar. No la culpaba. A él también se le hacía un nudo en el estómago al pensar en la seguridad de sus hijas.
Pero su hermano mayor, Sam, le había dicho muchas veces que el peligro consigue la forma de encontrarnos, no importa el lugar. Como Capitán en la Guerra de la Independencia, el peligro había sido y, a menudo seguía siendo, algo constante en la vida de Sam. Nunca vacilaba cuando tenía que enfrentarse a un peligro. Justo esa misma tarde, Sam le había dicho a su hermano Edward que no se podía sobrevolar la vida en una seguridad consentida.
Él estaba de acuerdo. ¿Pero lo estaría Jane? Ni siquiera quería mencionar la idea de mudarse antes de estar seguro de que era lo correcto. Fue por eso que buscó primero el consejo de sus cuatro hermanos mayores. Si no podía convencerlos, no tenía oportunidad de que Jane lo aceptara. Podía ser más testaruda que los cuatro juntos.
En su opinión, era una de las mujeres más hermosas de Nueva Hampshire, no se cansaba de decírselo. Ella tan solo se reiría y diría que él lo decía porque Nueva Hampshire era un estado demasiado pequeño. Su linaje escocés le había regalado unos ojos tan verdes como las hojas primaverales de los nogales americanos y unos rizos rojos refulgentes en los que él amaba enredar sus dedos mientras la besaba. La tez clara y aterciopelada de Jane era casi resplandeciente, sin ninguna marca excepto por el comienzo de las bien ganadas líneas de expresión a ambos lados de sus deliciosos labios.
George levantó la cabeza y retomó el trote. Stephen se rio entre dientes. Su granja se encontraba justo del otro lado de la colina y la perspectiva de que lo alimentaran impulsaba hacia delante al caballo siempre hambriento.
Pronto se bajó de los estribos y condujo a George hacia los establos sin dejar de observar la luna llena que brillaba entre los enormes arces. Sam le habían dicho alguna vez que las tribus algonquinas tenían un nombre para cada luna llena. ¿Cuál sería el de esta? Luna llena del hambre, ya que la comida era tan escasa hacia el final del invierno y el comienzo de la primavera. La comida almacenada para el invierno pronto se acabaría y era tiempo de comenzar a plantar nuevos cultivos.
La yegua de Jane relinchó para dar la bienvenida a George y eso lo devolvió a los pensamientos hacia su esposa. Era una excelente amazona y había insistido en tener su propia montura, no contenta con limitarse a un carro o a una calesa como la mayoría de las mujeres locales. Era tan solo una de las tantas características de su mujer que él amaba. Ciertamente no era una mujer frágil y mimada, como algunas que él conocía. Cuando se vieron por primera vez, el espíritu indomable de la mujer lo impresionó. Quizás esa osadía la impulsara también a ir hacia el oeste. O quizás, no. Frunció el ceño. Lo irritaba admitir no poder predecir su reacción y suponía que esa era la razón por la que aún no le había contado su plan. Pero pronto lo haría. Solo tenía que encontrar el momento perfecto.
Desensilló a George y le sirvió su ración en un balde de madera. El caballo mordió el grano y, dando un bufido de satisfacción, relajó las orejas en señal de agradecimiento.
—Por nada —dijo Stephen. Acarició el largo y musculoso cuello de su corcel, caliente y húmedo por el viaje.
Mientras se dirigía a su casa, bien iluminada por las velas y la luz del fuego, el familiar y suave olor a humo que salía de la chimenea le recordó lo mucho que su familia amaba la casa confortable. La pequeña vivienda de dos pisos de ladrillo rojo, construida con la ayuda de sus hermanos y de vecinos, se alzaba frente a él como un santuario acogedor. Jane tendría a sus hijas arriba metidas en sus camas y cubiertas con colchas de colores, bordadas por ambas abuelas, que mantenían alejado el frío de las tardes de primavera.
Cada una de las cuatro niñas ocupaba un lugar distinto en su corazón. Con el nacimiento de cada una, su corazón parecía crecer. Quería darles lo mejor de la vida. Podría hacerlo con más tierras.
Pero si le pedía a Jane que dejara esta hermosa casa, ¿él se arrepentiría? ¿Se arrepentiría ella? Eso sería peor. Él podía vivir con su propia decepción, pero no con la de su mujer. Sin embargo, la idea de tener dificultades para generar ingresos suficientes de su exigua granja para la familia le hacía sentir un nudo en el corazón y un malestar en el estómago. Aquí no podía proveer para ellos como debería. Tenía que hacer un cambio.
¿Cómo iba a decírselo a ella?
Jane se acercó por el camino a saludarlo. Su cálida sonrisa y el brillo de sus ojos salvaban la distancia entre ellos de una manera en que miles de palabras no podrían. Al encontrarse, ella deslizó sus brazos de abajo de la capa y lo abrazó por la cintura. El gesto de cariño le hizo sentir un cálido pulso que lo atravesó.
Miró dentro de sus ojos color esmeralda que brillaban con felicidad. Él haría lo que fuera por mantenerla feliz. La abrazó por los hombros y la sintió temblar. Se quitó el abrigo y colocó la larga y pesada capa de lana, aún tibia de su cuerpo, alrededor de los hombros de su mujer.
—No hace falta, estamos solo a unos pasos de la puerta principal —protestó.
—No hemos llegado allí aún —dijo él con una sonrisa.
Jane alzó la cabeza para observar el cielo. Los suaves rayos de la luna la bañaban en un brillante resplandor, haciendo que el cabello alrededor de su cabeza brillara como el halo de una vela.
De repente, una sombra oscureció su rostro. Parecía preocupada.
Él acarició la suave mejilla de su mujer con la palma de la mano y ella volvió los ojos pensativos hacia él.
—¿Hay algún problema? —preguntó.
—Tuve un extraño sentimiento al mirar la luna llena. Como si algo no estuviera bien. No conmigo, algo por allí, en algún lugar.
Rodeó con su brazo los hombros de su mujer.
—No pasa nada. Todo está bien. Estamos juntos.
Jane sacudió la cabeza como para olvidar el sentimiento y levantó la vista para mirarlo.
—Solo necesitas amor, eso es todo. —Tomó su mano, la llevó hasta sus labios y besó cada uno de sus nudillos. Sabían deliciosos y lo dejaron con ganas de probar más de ella.
Entraron a la casa y él la ayudó a quitarse el abrigo, dejando que cayera al piso. Presionó su boca contra la de ella. El frío de la noche abandonó su cuerpo en un instante y cada milímetro de ella le respondió. La calidez de ambos penetró sus ropas. Pero esa barrera no duró mucho tiempo.
Jane le quitó la levita y comenzó a jugar con la pajarita del cuello.
—Te extrañé. —Ella le dedicó una sonrisa que insinuaba sus deseos.
—Solo me ausenté un par de horas —dijo él.
—Aun así te extrañé.
—¿Cuánto? —preguntó vacilando—. ¿Poquito o mucho? —Esperaba que fuera mucho.
Luego obtuvo su respuesta. Ella desató los lazos de la camisa de su esposo y le pasó sus dedos largos y finos muy despacio a través del pecho. Una sensación de cosquilleo le recorrió el torso cuando ella le tomó la mandíbula con la mano y le acarició el lóbulo de la oreja, antes de dejar un rastro de suaves besos por el cuello, la mejilla y, por último, la boca. Después de besarla a fondo, ella le mordió pícaramente el labio inferior, haciendo que su estómago se agitara y que ondas de calor recorrieran sus venas. Luego ella le abrió los labios en un beso que le llegó al alma y le acarició todo el cuerpo.
Se apartó para tomar aire y lo miró con ojos brillantes y pícaros.
En fin, ella lo había extrañado. Él también la había extrañado. Siempre lo hacía, incluso cuando trabajaba en los campos cercanos. A veces, hacía un descanso en sus tareas solo para escuchar su voz sensual. Ese sonido siempre renovaba su energía y fortalecía su corazón.
Bajó sus labios a la dulzura de la boca de su mujer y envolvió sus sedosos mechones en sus manos. Sus labios volvieron a capturar los de ella y la estrechó entre sus brazos, atrayéndola contra su estruendoso corazón. El beso provocativo hizo que una tempestad de pasión rugiera por su cuerpo, como una tormenta repentina.
Listo para igualar su hambre con la de ella, la miró a los ojos luminosos y la mirada de su esposa se clavó en la suya expresándole el mismo anhelo que lo llenaba a él. Quería llegar a ella y satisfacer esa necesidad de una manera que no dejara dudas de cuánto la amaba. Cuánto deseaba protegerla.
—Te extraño cada momento en el que no estás en mis brazos —murmuró entre sus rizos.
—Y yo te extraño cada momento en el que no estás en mi cama —dijo ella con voz ronca, su cara enrojecida por la pasión que crecía en ella.
Un secreto, algo casi mágico en su matrimonio: la pasión enlazaba más y más sus corazones con cada unión. Para su sorpresa, el deseo que sentía el uno por el otro crecía año a año. Esta noche no era la excepción. La sola cercanía de ella hacía vibrar sus sentidos y los volvía a la vida. El deseo de Stephen se encendió con un intenso anhelo y el propio aire que los rodeaba pareció calentarse.
Pero la intensidad de la necesidad que él sentía era más que meramente atracción física, aunque su encanto era innegable y absoluto. La relación que los unía estaba enraizada en un amor tan profundo y tan completo que él comprendía lo que las escrituras querían decir con que los dos se convertirían en uno. Era más que una sola carne, era un solo espíritu. Jane solía bromear con que con el correr de los tiempos se convertirían en una sola persona, si llegaban juntos a viejos.
Esta noche, sin embargo, eran jóvenes y estaban llenos de deseos por el otro.
Ella se zafó de sus brazos y lo arrastró como en un juego hacia el dormitorio, con una cálida sonrisa. No tuvo que hacer demasiado esfuerzo. Esa hermosa sonrisa provocaba que él quisiera correr hasta su cama. Al vislumbrar las curvas de su trasero, sus dedos se morían de ganas de deshacerse de la ropa que aún le quedaba puesta... y de la de ella.
Cerrando con llave la puerta del dormitorio detrás de él, la alzó, ligera en sus brazos y la llevó a la cama.
Casados desde hacía ocho años, ella aún lo hacía sentir como si pudiera conquistar el mundo.
¿Pero podría ir a Kentucky?
¿Y aceptaría Jane acompañarlo?
CAPÍTULO 2
Las Montañas Blancas, Nueva Hampshire, primavera de 1797
L
a brisa fresca azotaba el sucio cabello rubio dejando al descubierto su cara hinchada. Al jefe Wanalancet le parecía que a ella incluso el viento le hacía daño. Mientras Bomazeen guiaba la yegua que la joven montaba, ella tenía la mirada perdida al frente, centrándose en nada, ajena a la poblada aldea de Pennacook.
Al ver a Bomazeen, los pequeños corrieron alborotados a esconderse detrás de sus madres, todas ellas trabajaban duro curtiendo pieles o cuidando los sembrados. Las mujeres de la tribu trataban de no mirar a la mujer blanca, aunque el Jefe sabía que no podían evitar compadecerse de ella. Comprendían lo que la joven había soportado, a lo que apenas había sobrevivido como cautiva de un hombre inhumano y sin piedad al que eso no le pesaba ni un ápice en su conciencia.
Conocido por su brutalidad descontrolada, la espeluznante reputación de Bomazeen se extendía mucho más allá de la tribu de Wanalancet. Los blancos lo consideraban un fantasma cruel que aparecía de la nada y hacía que sus mujeres se esfumaran, dejando tras de sí sólo el inquietante frío del miedo cuando se corría la voz de la desaparición de alguna de ellas.
Su tribu murmuraba el nombre de Bomazeen, llamándolo Mal Errante, ya que dejaba un rastro de violencia por donde fuera que anduviera. Incluso los jóvenes guerreros se mantenían alejados del hombre debido a las condiciones en las que llevaba hasta la tribu tanto a blancos como a nativos cautivos para comerciar. Esta no se diferenciaba del resto.
Necesitaba controlar la crueldad de Bomazeen o encontrar otro traficante de esclavos.
Bomazeen desató las tiras de cuero crudo que ataban los tobillos y muñecas de la mujer, que estaban en carne viva.
—Abajo perra —siseó. Al ver que ella no se movía, la agarró del pelo y la tiró del caballo.
Las piernas de la mujer se doblaron tan pronto como puso el peso sobre ellas y Wanalancet la vio desplomarse hasta el suelo.
Mientras maldecía, Bomazeen medio la arrastró, medio la cargó hasta los comerciantes de la tribu y la arrojó a los pies de sus mocasines.
Los comerciantes rodearon a la joven inspeccionando los daños cometidos por Bomazeen.
Manchas oscuras cubrían la parte delantera del corpiño de la mujer. Un desgarro en la tela exponía una herida de cuchillo. Más allá de sus heridas, el barro y la mugre oscurecían lo que quedaba de su vestido azul y su tocado blanco, lo que le dificultaba a Wanalancet tener una idea de cómo se habría visto tan solo unos días antes.
La mujer se encontraba en un estado tan deprimente que los traficantes le ofrecieron a Bomazeen la mitad de las pieles de castor que solían pagar por un esclavo.
Detrás de la sangre y el lodo, la joven podría ser agraciada, incluso hermosa. Wanalancet se preguntó si alguien la amaría. Sacudió la cabeza en señal de pena por la joven mujer. ¿Cuándo aprendería Bomazeen que se pagaba un precio por la crueldad? Algún día, pagaría un precio aún mayor.
Maldiciendo por lo bajo, Bomazeen se la vendió a los traficantes.
—Trata de escapar y volveré a cortarte las tetas. Y tus bebés se morirán de hambre. —Terminó su amenaza con una patada en las nalgas al pasar y la hizo caer de cara a la tierra.
—¡Suficiente! —Wanalancet le gritó a Bomazeen. Luego le ordenó a uno de sus traficantes que la entregara a los curanderos de la tribu.
Las lágrimas caían por el rostro de la mujer y humedecían la sangre seca que cubría sus numerosos rasguños y cortes. Bajó la cabeza y el cabello largo ocultó su rostro inflamado. Les llevaría sus mejores medicinas y muchas semanas reparar la vil obra de Bomazeen. Wanalancet se aseguraría de que las mujeres de la tribu curaran a esta mujer antes de que alguno de los guerreros la tocara. Se arrodilló cerca de ella.
—¿Cuál es tu nombre? —le preguntó y Bomazeen lo tradujo.
—Lucy —dijo con voz temblorosa.
Cuando los traficantes la pusieron de pie, Wanalancet pudo ver cómo la luz dejaba sus ojos al tiempo que la esperanza abandonaba su corazón. Su mirada apagada y apática era típica de alguien que sabe que el rescate es imposible. Probablemente se quería morir. Era un problema común de los nuevos esclavos que pensaban que el cautiverio era peor que la muerte.
Los traficantes se la llevaron. Lucy era ahora una esclava.
Entre las tribus de Pennacook, Mal Errante intimidaba a todos menos a Wanalancet. El hombre despreciable vivía del intercambio. Y, aunque odiaba admitirlo, aparte de proveerles esclavos para reemplazar a aquellos que habían muerto por la viruela, Bomazeen también les proveía cosas a las que su gente ya se había acostumbrado: tabaco, licor, mantas, calderas de cobre, armas, hachas y chucherías, cuentas de colores que intercambiaban para adornar sus vestimentas.
A cambio, Bomazeen comercializaba pieles y cueros de toda clase y recibía mucho más que los bienes que le vendían a su pueblo. Wanalancet recordaba a muchos otros que se habían beneficiado a costa de su tribu. Los comerciantes franceses, que repartían enfermedades junto con el whisky y las armas, estuvieron a punto de acabar con los Pennacook. Otros saqueaban las pequeñas aldeas y muchas veces arrasaban con sus acopios de comida en vísperas de inviernos duros. A medida que el número disminuía, a Wanalancet se le hacía difícil controlar el mundo cambiante.
—Errante, trajiste mujer de pocos años esta vez, pero está muy herida —dijo Wanalancet. Se ajustó la capa de piel de mapache ante el fresco viento de la montaña, cubriendo los largos lazos de perlas que colgaban sobre su pecho desnudo—. Quiero esclavos. No heridos. No me traigas más gente que haya sufrido así por tu mano.
Bomazeen protestó.
—La corté un poco —respondió en algonquino, la lengua madre del Jefe. El mal vagaba detrás de los ojos oscuros del hombre.
Wanalancet permaneció en silencio, sin revelar su disgusto.
Una mueca cruzó el rostro curtido de Bomazeen.
—Mostraba mucha rebeldía. Pero ya no te ocasionará problemas.
—¿Por qué desgarras los cuerpos de los esclavos con tu odio? Un hombre no debería envenenar su corazón con animadversión. Parte de la gente nueva en nuestras tierras son mis enemigos, pero el odio no se roba mi corazón hasta que sea la hora de pelear.
—Mi mente es como una piedra. No hay punto débil allí —le respondió Bomazeen, mientras pasaba lentamente una uña amarillenta a través de su frente.
El corazón de Bomazeen también estaba hecho de piedra.
—Los blancos caminan en el mundo de los blancos —le dijo Wanalancet—. Mi gente camina en el mundo de Pennacook. Tú, un mestizo, vas y vienes entre esos dos mundos.
—Sí, soy un mestizo. Mi sangre es mitad nativa, mitad francesa. Pero mi espíritu no es ni uno ni el otro. Para los nativos, soy diferente pero existo. Para los blancos soy un paria, sin alma. Como un perro vagabundo al que le tiras piedras para que huya. —Los ojos de Bomazeen se oscurecieron aún más—. Ellos me tratan como a un animal así que yo los ataco como si lo fuera.
Los comentarios amargos hicieron que el Jefe casi le tuviera lástima. Bomazeen jamás conocería el amor de una mujer. El hombre despiadado estaba condenado a vivir en la fría soledad.
Wanalancet comprendía la soledad. Anhelaba sentir la calidez de la carne de la mujer amada contra su cuerpo. El último verano, su mujer, como muchas más, había muerto de viruela. Él la había honrado durante la Fiesta de Todos los Muertos con ofrendas de sepultura y muchos regalos. Pero ahora ya era tiempo volcar su honra hacia una mujer viva, cantar su canción de las estrellas.
—En tu próxima incursión a la tierra de los blancos, consígueme una linda mujer. Te daré muchas pieles por ella, pero sin cortes ni golpes ni violaciones —le advirtió—. Deberá ser una gran mujer entre todas las mujeres porque será la madre de nuestra gente.
—Conozco una mujer así. Vive cerca del pueblo de Barrington Ahora vive mucha gente allí. Pero, por la mujer de un gran Jefe, iré. Su rostro hará que todos los demás jefes te envidien. Su cabello es del color del sol cuando aparece en el horizonte. Hace tiempo la vi desde lo lejos, es distinta a todas las demás mujeres. Es alta y fuerte. Te costará mucho. Tus guerreros deberán conseguir tres veces más que lo habitual de pieles y cuero de castores —negociaba Bomazeen—. Y tus mujeres deberán lavar y teñir las pieles.
Wanalancet estaba muy interesado. Ya casi podía imaginar a su nueva esposa.
—El trueque será como tú digas. Ven, vamos a beber algo y a fumar.
Esperó a que Bomazeen buscara tabaco y licor de la parte de atrás de la mula, luego entraron a la cabaña de Wanalancet, llena de humo. Hechos de corteza y pieles, numerosos cestos tejidos llenos de pedernales especiales, mica, conchas y otros objetos valiosos se alineaban en su interior. Se sentaron en el suelo cubierto de pieles y Wanalancet extrajo su Calumet. Diseñada con una extraña cabeza de mármol catlinita rojo, la pipa tenía un caño largo hecho de caña, forrado de piel de ante y adornado con cuentas, plumas de todos los colores y mechones de pelo de mujer tanto, oscuros como rubios.
Siempre que iba a mediar por la paz, Wanalancet llevaba su pipa ceremonial con orgullo. Corría por sus venas la sangre del gran Jefe Passaconaway y la de su hijo, el jefe Wanalancet, por quien su padre lo había nombrado. Como era la costumbre de sus nobles ancestros, mostrar este precioso emblema de comercio y confianza suponía que podía caminar a salvo incluso entre sus enemigos. También usaba la pipa, como lo haría ahora, para cerrar tratos y celebrar importantes decisiones en la vida con el Gran Espíritu.
Wanalancet llenó con cuidado el Calumet y luego encendió el tabaco. Tan pronto como las primeras volutas grises ondularon, le rogó al humo sagrado que llegara hasta el espíritu de esta mujer y se la llevara hasta él. Este acto sagrado haría que su fuerza vital se uniera a la de él. Pronto, el cuerpo de la mujer también sería de él y abrigaría su corazón y su carne.
A través de la suave bruma gris, Wanalancet vio una vez más en su mente a la mujer con el color de cabello que él más preciaba. Cabello del mismo color que el de la cazoleta de mármol de su pipa. Ya empezaba a amar el espíritu de la mujer, pero tendría que esperar a que Bomazeen cumpliera su promesa.
En silencio, Wanalancet se prometió soñar con ella esa y todas las noches hasta que la mujer compartiera su cabaña.
Mientras sostenía la lustrosa cazoleta roja de su pipa, tallada con ranuras que honraban las cuatro direcciones: norte, sur, este y... oeste, envió el humo sagrado hacia arriba en dirección a la luna llena.
CAPÍTULO 3
J
ane se sentó con sus hijas, haciendo su mayor esfuerzo por ser paciente mientras les enseñaba a coser. Muy cerca, Stephen descansaba en su silla y leía su libro favorito, Aventuras, una vez más. El fuego del hogar proyectaba luz suficiente como para que todos pudieran ver y la proximidad de su marido calentaba su corazón como ningún fuego podía hacerlo.
Ha leído ese libro tantas veces que ya debería sabérselo de memoria, bromeó para sí. Decidió que le compraría un libro nuevo para el cumpleaños.
Estudió el atractivo rostro de su esposo, observando el ceño fruncido y la mirada preocupada que cruzaba sus rasgos de vez en cuando. Algo le preocupaba y era tiempo de descubrirlo.
Jane apoyó la costura sobre la mesa.
—Niñas, hora de ir a la cama. Digan hasta mañana a su padre y luego se lavan la cara y se preparan para acostarse a dormir —ordenó, mientras levantaba a Mary, la beba, del moisés.
—Sí, madre —respondió Martha obediente. Su hija mayor se puso de pie de un salto— Polly y Amy, ¡vamos! —Después de que las tres niñas plantaran varios besos en las mejillas de Stephen, Martha tomó la manito de Amy.
Jane sonrió ante el gesto de Martha. La niña de siete años no desperdiciaba la oportunidad de asumir el rol de hermana mayor.
Sin discusión, porque ella no permitía ninguna, las niñas comenzaron a subir las escaleras. Jane siguió a las tres, con la beba a cuestas, y notó lo fuerte que sonaba el desfile de pasos en las escaleras de madera. Sus hijas crecían día a día, incluso sus pies.
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Dicen que es un paraíso, todo lo que tengo que hacer es conseguir que lleguemos hasta allá.
Stephen puso a un lado su ejemplar ajado del libro Aventuras de Daniel Boone y sacudió la cabeza. Lo que él se acababa de decir a sí mismo contradecía la cruda verdad. Llegar hasta allí iba a ser la empresa más difícil y peligrosa que ninguno de ellos hubiera experimentado jamás. Como el auténtico Paraíso, morir podría ser el costo. Pero su corazón estaba a punto de estallar ante la