La espada de la venganza
Por David Donachie
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La espada de la venganza - David Donachie
Prólogo
Consagrar un sepulcro a un gran hombre era una ocasión magnífica, y lo era el doble si la persona cuya vida se recordaba era considerada honesta, recta y amistosa con la gente corriente. Pocos dudaban de que el individuo al que se honraba aquel día había sido un hombre así; si tenía defectos que se pudieran demostrar, eran los del común de los mortales: por muy recto que un hombre intentara ser en su vida, nunca podría permanecer indemne frente a la naturaleza malintencionada o burlona de los dioses.
Nacido en una de las familias notables de Roma, Aulo Cornelio había sido un gran general, el hombre que había dirigido las legiones contra los herederos de Alejandro el Grande y los había humillado. Sus victorias en Grecia le habían granjeado el cognomen de Macedónico y una riqueza más allá de cualquier sueño de avaricia, pero no eran solo sus cualidades en la lucha las que lo hacían destacar. Era recordado como un administrador que, tanto en Roma como en provincias, no empleó la mano dura en las magistraturas que había desempeñado, incluidas las dos ocasiones en que había ocupado el cargo de cónsul, y nunca había oprimido a pobres y desposeídos en favor de los ricos, los nobles o los poderosos.
Muchos soldados veteranos vivían en la ciudad y podrían acordarse de haber servido bajo su mando, y recordarían sus modales tranquilos, su nobleza natural, al igual que su preocupación por su bienestar. No es que Aulo Cornelio fuera blando, cualquiera de las legiones que había comandado tenía renombre por su férrea disciplina y su buen orden. Pero, a decir de la mayoría, sus camaradas lo amaban por una característica que estimaban todos los combatientes: tenía éxito. Como culminación de una brillante carrera, Aulo Cornelio Macedónico había dejado tras de sí una estimulante historia para hacer que la población de la ciudad de Roma se sintiera orgullosa. Había sufrido una heroica muerte en la provincia de Illyricum, al mando de apenas setenta hombres que habían perecido con él, para contener, en un estrecho desfiladero, a un enemigo mucho más numeroso y para que, así, las legiones de su retaguardia pudieran prepararse para la batalla, combate en el que resultaron victoriosas.
—¿Es eso lo que andan diciendo? —preguntó Tito Cornelio, el hijo pequeño del fallecido, que había llegado de Hispania el día anterior—. ¿Que él y sus hombres murieron para dar tiempo a que se preparara la Décima Legión? ¿Que fue un sacrificio deliberado?
—Es el bulo que están haciendo correr el hombre que lo traicionó y sus amigos.
Claudia Cornelia, viuda de Aulo y madrastra de Tito, habló en voz baja, pues no estaba segura de que no pudieran oírla. Quinto, su otro hijastro, se preparaba para las ceremonias, sin que en apariencia le importasen las falsedades referidas a la muerte de su padre que se difundían abiertamente por la ciudad.
—¿Y esa mentira va a pasar sin ser contestada?
Claudia sonrió con pesar.
—Los seguidores de Vegecio Flámino han pagado a gente para que vaya a baños, calles, mercados y tabernas a propagar ese cuento. Y es inteligente, Tito, porque con ello no hacen de menos a tu padre. En todo caso, hacen de él un ejemplo aún mayor, y eso atañe también a los soldados que murieron con él. Consideran que cayeron como Leónidas y sus espartanos, que dieron sus vidas a propósito por un bien mayor. ¿Qué puede haber más atrayente para un soldado romano que ser comparado con los héroes de las Termópilas?
—Entonces, es el momento de desmentirlo.
Tito había conocido la verdad por el informe que lo hizo volver de sus obligaciones militares: cómo Vegecio Flámino, el gobernador corrupto y obeso de Illyricum, había provocado, con su rapacidad, un levantamiento entre los locales y, gracias a su ineptitud, había permitido que se unieran a las tribus dacias de más allá de las fronteras provinciales, de manera que se había producido una auténtica revuelta. Aulo Cornelio había encabezado una comisión senatorial para investigar a Vegecio y su archivo gubernamental. Al darse cuenta de las serias depredaciones de su compañero senador (impuestos abusivos, sobornos descarados y artimañas legales), así como la forma en que su ejército, más acostumbrado a las labores del campo que a las propias de los soldados, había dejado de ser efectivo, lo había sustituido.
Aulo había devuelto la capacidad de lucha a la legión de Illyricum, la Décima, mediante una buena instrucción y su ejemplo personal, de forma que una rebelión que se había enconado durante años pareció desvanecerse. Pero Illyricum no había acabado aún de pacificarse cuando estalló otra revuelta en el sur, en la vecina provincia romana de Épiro, que la Décima Legión, al ser la fuerza militar grande más cercana, estaba obligada a sofocar. A la cabeza de una avanzadilla, con la intención de contener lo que consideraba un levantamiento local, Aulo Cornelio había descubierto la verdad de aquello a lo que se enfrentaba: un ejército enemigo lo bastante grande como para presentar batalla. Envió a buscar refuerzos, pero Vegecio Flámino se había negado a enviárselos, dejando a Aulo aislado con su cohorte de reconocimiento en una estrecha garganta llamada el paso de Thralaxas, y forzándolo a luchar y a asumir bajas antes de que él estuviera preparado de verdad.
Si él y sus hombres hubieran recibido el apoyo que deberían haber recibido, su situación no habría sido grave, pero, con sus actos, el gobernador titular había condenado a muerte a aquellos que no pudieron huir. Incluso cuando estaba claro que no iban a recibir ayuda, Aulo habría podido rehuir el peligro con la conciencia tranquila (no formaba parte de las obligaciones de un general romano quedar aislado de su mando), pero, como era típico en él, no habría abandonado a los hombres a los que había conducido a aquella ratonera para salvar su pellejo.
—El resto de la comisión...
Claudia interrumpió a Tito.
—Cobardes defensores de Vegecio Flámino, o don nadies a los que les encantaría disfrutar del glorioso reflejo de su triunfo venidero. Tu padre era el único hombre honesto en la comisión que presidía. Los demás son lobos como Vegecio, o corderos con demasiado miedo como para balar la verdad.
Mientras hablaban, el continuo murmullo del gentío, que se iba congregando fuera de la casa en la oscuridad que precede al alba, había crecido, y el grito siniestro de una plañidera atravesaba los muros. Algunos de los congregados habían estado bebiendo y se habían unido a los espectadores con la esperanza de que el nuevo cabeza de familia de los Cornelio arrojara monedas a sus pies: tal era la costumbre en los ritos funerarios de los adinerados, que eran tanto la celebración de una vida vivida, como la aflicción por una pérdida. Apareció un esclavo para informarles de que Quinto estaba preparado para empezar con las oraciones a los manes, los dioses de los seres queridos que habían muerto, en el altar de la familia. Tito y Claudia se cubrieron la cabeza con capuchas y después se dirigieron hacia la pequeña capilla que había junto al atrio, hogar de los lares de los Cornelio, repositorio de los genios de la familia.
El capataz casi pilló a Áquila. En su puesto antes del amanecer, Nicos había cambiado de táctica, y esperaba en silencio a que el furtivo apareciera en lo profundo del bosque, en vez de intentar rastrearlo mientras cazaba, con trampas las piezas pequeñas, con lanza las grandes, y robaba lo que no era suyo por derecho de la tierra vallada que pertenecía a Casio Barbino. Él y los hombres a su mando se aseguraron de quedar a favor del viento, de forma que cuando el chico se detuvo bien cerca de la primera de sus trampas, no estaba seguro de la razón. Era la ausencia de ruido en un lugar que no debería estar en silencio: algo semejante significaba amenaza. Inmóvil, no veía pájaros al vuelo ni en los árboles, y una mirada al cielo de la mañana no reveló halcones ni cernícalos, ni siquiera un águila volando alto. Si los pájaros no cantaban en el bosque, pero tampoco estaban callados por temor a un ave rapaz al vuelo, eso quería decir que allí había algo más, algo lo suficientemente grande como para imponer silencio.
Despacio y sin hacer ruido, se echó hacia atrás, mirando con cuidado dónde pisaban sus sandalias en el suelo del bosque cubierto de hojas, palitos y ramas caídas. Si era un gran depredador el que hacía que el bosque estuviera callado, no tenía deseos de enfrentarse a él; si era un humano, pocas posibilidades había de que fuera amistoso. Áquila sabía bien lo enfadado que estaba el capataz de Barbino por su caza furtiva, porque Nicos le había dicho a todo el mundo en el distrito que sabía lo que estaba pasando y lo que pretendía hacer con el látigo cuando agarrara al culpable.
El conocimiento que tenía de este mundo boscoso no había abandonado a Áquila tras los acontecimientos de hacía cuatro estaciones; era difícil que pudiera ser de otra forma con la constante compañía de Minca. El enorme can yacía en silencio, respirando apenas, mientras Áquila revisaba sus trampas, pero se levantó en cuanto su amo volvió hacia él, con sus puntiagudas orejas tiesas al presentir el peligro, y siguió a Áquila sin hacer ruido cuando este pasó a su lado. Enseguida estaban en campo abierto, jugando como suelen hacer un niño y un perro, enzarzados en una batalla de tirones en torno a un palo grueso, mientras el sol se elevaba sobre las montañas del este para alumbrar los campos de pasto y el ganado que pastaba en calma.
Áquila fingió que no había visto a los hombres que acechaban en el límite del bosque, un grupo que, una vez se movió, hizo un sonido que no habría avergonzado a una manada de aquel mismo ganado. La visión de Minca los mantendría allí; enorme y aterrador para un extraño, el animal era tan dulce con su amigo como los corderos que solía cuidar. Ahora también era el perro de Áquila. A Gadoric, el pastor esclavo celta que lo había criado desde cachorrillo, se lo habían llevado hacia el sur, a un lugar llamado Sicilia, donde era probable que sufriera una muerte lenta y agotadora mientras labraba los campos, mal alimentado y trabajando bajo un sol abrasador.
Cuando el chico pensaba en Gadoric, tuerto, alto y rubio, y en realidad un guerrero y no un pastor, las lágrimas asomaban por los rabillos de sus ojos. Había sido una de las las pocas personas en el mundo a las que Áquila había querido. Otra era Sosia, una joven y bella muchacha, esclava, como Gadoric, de Casio Barbino. Y al fin, Fúlmina, la mujer a la que creía su madre. Los tres habían salido de su vida un día horrible: Gadoric para ir a Sicilia, Sosia, a Roma, y Fúlmina, al Hades.
Antes de morir, Fúlmina le había contado la verdad sobre su nacimiento, que las personas a las que llamaba mamá y papá no eran sus verdaderos padres, que lo habían encontrado en medio del bosque, bien lejos de cualquier población, allí tirado, la mañana después del festival de Lupercalia, abandonado por alguien que no lo quería vivo. Ahora lo único que tenía era el anhelo de la única persona de quien podía decir que se sentía cercano, el hombre al que llamaba papá, Clodio Terencio, que había servido durante años en la legión de Illyricum, y seguramente había pasado mucho tiempo desde el momento en que tendría que haber vuelto a casa.
Fúlmina insistía en que había sido un milagro que lo encontraran en aquel claro del bosque. Primero, que Clodio estuviera en el bosque, despertándose de una pesada borrachera; después, el débil sol de una mañana de febrero, que iluminaba la zona donde yacía él. Quienquiera que lo hubiese abandonado en el suelo, lo había dejado con los paños en los que lo habían envuelto después de su nacimiento, lo bastante gruesos como para detener el frío de la noche. Cuando aquellos sentimientos de pérdida y añoranza se volvían insoportables, Áquila visitaba el lugar donde lo habían encontrado junto al borboteante río y se preguntaba por la clase de gente que lo había abandonado. En el ojo de su mente veía fantasmales figuras a caballo (Clodio había visto huellas de cascos), figuras cuyos rostros eran máscaras mortuorias indefinidas u horribles apariciones encapuchadas que hablaban del Hades y de profanación. Después alzaba la vista hacia las distantes montañas por las que salía el sol cada día; una de ellas, que tenía una extraña cima en forma de copa votiva, era el hogar de las águilas que se elevaban en los cielos, por las que había recibido su nombre.
En otros tiempos, habría ido a donde estuvo la choza en la que lo habían criado. Delante de aquel sitio, habría tocado el amuleto de cuero que había sido el último regalo que le había hecho Fúlmina, algo que había mantenido escondido toda su vida. De cuero bien curtido y reluciente por la cera de abeja, llevaba la forma resaltada de un águila al vuelo con las alas extendidas. Nunca se lo quitaba del brazo, porque Fúlmina le había dicho que lo que contenía cosido en su interior era el heraldo de su destino. También le había hecho jurar que no lo descosería hasta que fuera tan mayor como para no temer a ningún hombre, juramento que él había hecho delante del altar de turba de su minúscula vivienda, un voto que nunca rompería.
También se sentía culpable cuando se detenía y recordaba, dado el poco tiempo que había pasado aquí el último año de vida de Fúlmina. En Gadoric había encontrado a alguien que era como el padre soldado al que tanto extrañaba. Cada momento de vigilia, y más de uno por la noche, lo había pasado en su compañía. Gadoric, que fingía ser corto de ingenio y más viejo de lo que en realidad era, caminaba encorvado, con el rostro escondido bajo un ancho sombrero de paja, cuando cuidaba del rebaño de ovejas de Casio Barbino. Lo cierto es que había engañado a Áquila el día que se conocieron: su intento de darle un susto a un viejo pastor dio un gran giro sorprendente para el chico, redoblado por el perro que nunca había visto ni esperado. Minca podría haberle desgarrado la garganta si el pastor tuerto no hubiese intervenido.
Intrigado por el extraño color del pelo del muchacho, Gadoric se había confiado a Áquila y le había revelado la verdad: que sólo deseaba una cosa, una oportunidad de volver a su patria. También se aficionó a un chico con muchas ganas de aprender y tiempo para hacerlo, hasta que, como un trío que incluía a Minea, se hicieron inseparables. El celta enseñó a Áquila cómo usar la lanza que había robado, cómo disparar una flecha de punta de pedernal y usar una espada de madera para apuñalar, rechazar, cortar y aturdir con la empuñadura. Le enseñó a Áquila algo de su lengua bárbara a cambio de mejorar con el latín rústico del chico, algo que el celta necesitaría en caso de escapar. A la luz de una vela de sebo, le había relatado extensas sagas celtas que el chaval se esforzaba por entender del todo, aunque sabía que eran relatos del tipo de coraje y fortaleza con los que él soñaba.
Aprendió que debía dejar los huevos en los nidos para que los empollaran, pues los pollos eran mejor alimento; que debía cuidarse de no matar un cachorro, fuese de oso, de lobo, de zorro, de armiño o de hurón, pues estos animales vivían en consonancia con los árboles, el cielo y los ríos, que eran parte de la religión de Gadoric. Le animó a comer sólo peces crecidos del tofo y a que, cuando cazara pájaros o bestias, tomara sólo lo que fuese necesario, para que la tierra continuase prosperando y produciendo hasta la eternidad.
Cuando el sol iluminó la cercana Vía Apia, Áquila dejó atrás el bosque y se dirigió hacia el lugar donde ahora vivía, la casa a medio construir de Piscio Dabo. No llamaría hogar a la casa de Dabo, pues nunca podría serlo. Era un techo bajo el que podría descansar hasta el día en que Clodio, su padre adoptivo, volviera a casa. Entonces, juntos podrían reconstruir la choza que había sido pira funeraria de Fúlmina, y la vida podría volver a ser parecida a lo que había sido antes.
Capítulo uno
Quienes se habían reunido para la consagra-ción de la tumba eran los familiares y los amigos más cercanos al fallecido, hombres de alta posición social; incluido, por supuesto, el compañero de infancia de Aulo, Lucio Falerio Nerva, uno de los dos censores en servicio y, en el presente, el senador más poderoso de Roma. Mientras la mayoría permanecía por allí, con la cabeza gacha, él miraba a su alrededor con un aspecto que lindaba con la impiedad, como si examinara a cada uno de los presentes para medir la profundidad y la honestidad de su respeto, y su actitud, aunque no lo pretendiera, implicaba que Tito Cornelio carecía de tal atributo.
Hombre delgado, de rasgos afilados y cabello ralo, el ex cónsul era tan temido como respetado. Había sido amigo de Aulo desde la época en que ambos aprendieron a hablar, y las pocas ocasiones en que el padre de Tito había mencionado a aquel hombre, siempre lo había hecho con admiración por sus habilidades como administrador, si bien con reservas respecto al uso del poder que ejercía en el Senado. Cuando sus ojos de color de avellana se posaron sobre la viuda, el rostro del Falerio expresó un ligero desdén. Claudia Cornelia, que no podía ver a los lados de su capucha, no observó la mirada, pero Tito sí. Lucio nunca había aceptado del todo el segundo matrimonio de Aulo Cornelio, y veía como parte de una grosera insensatez que un hombre cercano a los cuarenta, y tan famoso y próspero como Macedónico, cometiera el error de casarse con una cría que, en sus nupcias, apenas tenía dieciséis años.
Tito tenía doce en el momento de la boda, pero nadie podía circular por una calle romana sin ver los salaces grafitis o sin oír los procaces comentarios de las clases bajas acerca del casamiento; las opiniones de los colegas de su padre llegaron a Tito como bromas de sus alegres compañeros mientras practicaban artes marciales en el Campo de Marte. Al observar ahora a Lucio, Tito veía a un hombre seco y envarado que miraba y actuaba como si la pasión sensual fuese algo ajeno a su naturaleza; resultaba difícil creer que él mismo hubiera engendrado un hijo. Aunque no había sido el único: Quinto había estado muy en contra de los esponsales, y había hecho saber a su hermano menor lo mucho que le molestaba que reemplazase a su difunta madre una chica más joven que él, a la que veía como una don nadie que buscaba regodearse en la fama y la fortuna de su padre.
La mirada de Lucio pasó al final de Claudia a Tito, mientras su expresión cambiaba a una débil sonrisa, atemperada con un matiz de curiosidad, como si aquel hombre mayor dijera: «Sé quién eres, pero ¿cómo eres?». Él le devolvió la mirada de una forma tan directa que hizo que el censor bajara la cabeza en actitud reverente, mientras Quinto empezaba las oraciones a Júpiter y Juno, el dios y la diosa principales del panteón romano. Tito, con un ruego silencioso a Honos, dios del valor marcial, del honor y de la justicia militar, alzó la vista a las máscaras mortuorias de sus antepasados, encendidas desde detrás con titilantes lamparillas de aceite, la de su padre la más prominente de un linaje que databa de cientos de años. Sintió una oleada de orgullo, porque en su mundo la familia lo era todo (era el medio por el que un hombre alcanzaba la inmortalidad) y rezó junto a la diosa del futuro, Antevorta, para que un día sus propias hazañas ensalzaran el nombre de los Cornelio y para que, cuando sus descendientes rezaran en aquel mismo altar ante una máscara parecida a él, lo hicieran con el mismo espíritu con que él lo hacía ahora.
La primera ceremonia terminó rápidamente y el grupo, guiado por Quinto, salió al atrio. Allí estaban reunidos quienes habían acudido a presentar sus respetos pero no eran de la sangre de los Cornelio, o no eran tan cercanos como para ser incluidos en los rezos privados de la familia. Cholón Pyliades se mantenía a un lado de la fila de esclavos de la familia. Había estado muy cerca de Aulo, más incluso que Claudia, sirviéndole como esclavo personal en Grecia, Hispania, aquí en Roma y en Illyricum. El griego fue enviado lejos del desastre de Thralaxas por su amo, con un codicilo para el testamento de los Cornelio que se leería aquella tarde, obligación que le había salvado la vida. Dado lo unido que había estado al hombe cuya muerte estaban conmemorando, fue una decepción que Quinto no considerase apropiado permitir que Cholón asitiese a la ceremonia privada en el altar familiar. Habría sido lo adecuado para un sirviente tan leal, pero, conociendo a su hermano como lo conocía, Tito sospechaba que algo así, un acto de pura nobleza que habría sido algo natural en su padre, nunca se le ocurriría a Quinto.
Senadores, magistrados y soldados con rango de legado, tribuno y centurión estaban allí reunidos, todos con las cabezas cubiertas y prestos a inclinarse ante Quinto. También estaban presentes miembros de la clase de los equites, así como representantes de las provincias itálicas aliadas. En realidad, Aulo Cornelio nunca había defendido la causa de los caballeros y aliados que buscaban compartir el poder romano, aunque había tendido a escuchar sus quejas sin rechazarlos de inmediato. Otros hombres estaban allí por motivos menos respetuosos: al ser el hombre más rico de Roma, Aulo había prestado dinero para apoyar más de una empresa especulativa. Aquellos deudores debían preguntarse ahora si su hijo y heredero les exigiría unos intereses tan altos por los préstamos.
Al ser el hijo pequeño, Tito recibía escasas miradas de comprensión, que seguían a las dirigidas a su madrastra. Su hermano era ahora el cabeza de la familia de los Cornelio, y como tal, se le concedía el respeto debido a un hombre de inmensa riqueza y gran linaje, alguien que seguramente con el tiempo se alzaría para ser poderoso en la tierra.
El grupo del funeral salió a la calle para ser recibido por algún que otro grito, pero sobre todo por un murmullo reverencial que provenía de quienes llenaban las calles, y aquello continuó mientras descendían de la colina Palatina, en un trayecto que los llevaba por la Vía Sacra hasta la puerta Querquetulana. Fuera de aquella puerta, en la muralla Serviana, se había erigido un sarcófago que recogía por escrito, en unos bajorrelieves esculpidos en mármol, las hazañas del gran Macedónico, lugar apropiado sólo por ser aquella la puerta que emplearía un general triunfante que hubiera recibido permiso para conducir a sus victoriosas legiones dentro de la ciudad. Detrás de Quinto iban dos sacerdotes del templo de Apolo que llevaban una segunda máscara mortuoria y un pequeño cofre sobre un cojín.
La máscara era similar que la que había sobre el altar, de un gran parecido, tomado de una de las muchas estatuas del héroe que se habían esculpido. El cofre tendría que haber contenido las cenizas de Aulo, pero estas habían sido pisoteadas junto con el polvo en Thralaxas, mientras las victoriosas legiones comandadas por Vegecio Flámino perseguían a los restos de las fuerzas rebeldes hacia el sur a través de aquel mismo desfiladero, tras derrotar a su ejército principal. En su lugar contenía tierra de aquel lugar, traída por Cholón, que sería colocada en el sarcófago, pues en alguna parte de ella habría una partícula de los huesos machacados de Aulo Cornelio Macedónico, mezclada con ceniza de la empalizada de madera a la que él había prendido fuego justo antes de morir, así como restos de los hombres a su cargo.
Junto a aquel sarcófago había un monumento conmemorativo cuadrado y más pequeño, coronado por una columna puntiaguda, con una lista de los nombres de los legionarios que habían muerto con él. Encargado y pagado por Claudia, ella sabía que se trataba de algo que su difunto marido habría aprobado, había sido un hombre al que le gustaba aclarar que por muy competente que fuera como comandante, sólo era tan bueno como los hombres a sus órdenes. Tito y Cholón se detuvieron junto al monumento para leer la lista de hombres, cuyas familias sabrían cuando se leyese el testamento, que el general que los había conducido a la muerte no había olvidado a sus familiares.
Los afligidos se reunieron en torno al sarcófago, un rectángulo con una pesada piedra plana encima y un panel a cada lado que describía alguna faceta de la vida de Aulo, situado en un camino entre las murallas de la ciudad y la Vía Tusculana, para que cada viajero que entrara y saliera de Roma pudiera maravillarse ante sus hazañas. Sus servicios como cónsul y magistrado se mostraban en uno de los paneles más pequeños, y en el opuesto, la medida de su riqueza, representada por abundante grano y esclavos que trabajaban duro. Los dos paneles más grandes se habían reservado para sus hazañas marciales; el que se veía desde la Vía Tusculana estaba dedicado a su mayor logro, la derrota de Perseo, el rey macedonio: mostraba a aquel monarca encadenado tras el carro del victorioso Aulo, así como la enorme cantidad de botín que había llegado con el triunfo. Y en la última parte del panel, Perseo arrodillado y Aulo detrás de él, tirando con fuerza de la cuerda con la que estrangulaba a su cautivo real.
Lucio Falerio Nerva permaneció ligeramente distante al principio, mientras observaba de nuevo no la ceremonia, sino a quienes a ella asistían: Cholón, el esclavo personal griego, con su piel tersa, su cabello bien cuidado y su belleza afeminada; Quinto, todo gravitas y pomposidad, un hombre a medio hacer que Lucio sabía que tendría que cultivar; Tito, tan parecido en lo físico y en lo moral a su padre, que podría ser tanto una bendición como un problema, por lo que tendría que esperar y ver. Después estaba la dama Claudia, ahora una viuda que se acercaba a los treinta años, aún notablemente bella. Si Aulo había sido un tonto al casarse con ella, Lucio sospechaba que no sería el último, pues el paso de los años y su posición le habían dado presencia y belleza. Sonrió, aunque no por Claudia, sino por el conocimiento que tenía sobre ella y su difunto marido.
Años atrás, cuando niños, Aulo Cornelio y él se habían hecho un juramento de sangre que los obligaba a cuidar uno del otro en tiempos de necesidad y a ayudarse en la prosecución de sus carreras, pero Aulo había fallado a la hora de apoyar a Lucio en un momento en que debía estar presente: en el nacimiento del hijo de Lucio, Marcelo, la noche del festival de Lupercalia. Peor aún, con el edificio completo del imperio en peligro, había sido necesario un acto impío, la extirpación sangrienta de un tribuno de la plebe, para proteger aquel imperium. Entre toda la gente, Lucio buscó a Aulo para que lo respaldara; su amigo de infancia no había cumplido sus obligaciones ni había ofrecido una explicación por aquella falta, levantando así la sospecha de que lejos de ser partidario de la facción que Lucio lideraba, la de los optimates, se había unido a las filas de sus enemigos, los populares. Aquello era malo, pero no tan problemático como lo que vino a continuación: delante del Senado al completo, tras haber defendido a Lucio de una acusación de asesinato, Aulo se había declarado a continuación independiente de toda facción. Había abandonado a Lucio y la causa patricia justo en el momento en que su apoyo era vital para el éxito.
Enfadado y herido, Lucio había permitido que se infiltrara un espía en casa de los Cornelio (de hecho, el esclavo aún estaba allí) con el objetivo de asegurarse de que Aulo era un enemigo pasivo y no activo. Thoas, un númida alto y atractivo, se había emparejado con la esclava personal de Claudia, situándose así muy cerca del centro de la familia y aún más cerca de la propia dama, y resultó que era ella la clave del misterio de que Aulo hubiera faltado a las oraciones en el nacimiento de su hijo. Había llevado varios años descubrirlo, pero al fin había aflorado la verdad, y ahora estaba escrita en un rollo que Lucio mantenía bajo llave en su caja fuerte, y si bien exculpaba a Aulo de toda sospecha de conspiración, en nada servía para aumentar la estima que tenía por él el hombre al que había fallado.
En la campaña de Hispania, Claudia había sido capturada por los rebeldes celtíberos. Cuando la encontraron, tras dos temporadas de campaña, estaba encinta y era evidente que Aulo no era el padre. Sin duda había sido el juguete de sus captores, que la habían usado y habían abusado de ella a voluntad, y aunque él no era un hombre sensual, el pensamiento le produjo, como en el pasado, cierta pulsación de la sangre en las entrañas, mientras la imaginaba tomada una y otra vez contra su voluntad, quizá por varios participantes. Ella debió de haber sido un premio tal, con sólo diecisiete años y tan atractiva, que él asumió que quien hubiese engendrado a su bastardo habría sido de los estratos más altos en la sociedad tribal, quizá un caudillo.
Daba lo mismo. Aulo, que tendría que haberla matado nada más verla, había rechazado prescindir de ella, y la misma noche que nació Marcelo, había supervisado un nacimiento secreto en una villa desierta de las colinas Albanas, antes de tomar al niño y abandonarlo en un lugar donde su muerte era segura. Lucio tuvo que reprimir un pensamiento que le habría hecho reír en voz alta de haberlo seguido. Estaba evocando otro panel esculpido para el sarcófago, uno que mostraría al gran Macedónico adornado con un par de cuernos, como un cornudo.
Tito se había desplazado al otro lado de la tumba mientras los sacerdotes comenzaban sus plegarias, previas al sacrificio de una cabra, para mirar el panel que representaba aquella campaña ibérica, además de la heroica muerte de su padre en Illyricum. Lucio Falerio se unió a él allí para examinar aquellas mismas imágenes, curioso y un poco atribulado al notar en el cuello del hombre que Aulo había combatido en Iberia un adorno, que en una inspección más cuidadosa parecía un águila al vuelo. De pie junto a Tito, no pudo evitar una alusión tanto a aquello como a su portador.
—Breno, el caudillo de los duncanes.
—¿Has visto el adorno?
—No. Sólo he oído hablar de él por cien bocas diferentes. Nadie menciona al hombre sin hacer referencia a su talismán.
Lucio movió la cabeza, como si algo oscuro se hubiese aclarado.
—Tu padre me habló bastante mal de Breno después de su primer encuentro, y por los dioses que lo odiaba. Dijo que ese hombre era la mayor amenaza para Roma desde Aníbal.
—Juzgo, por tu tono, que no estabas de acuerdo con él.
—Pensé que estaba obsesionado.
—Entonces, yo también debo de estarlo.
—He leído todos los informes llegados de Hispania estos últimos tres años, Tito. Son, cuando menos, alarmistas, y sé que has intervenido en la recopilación de muchos de ellos. Se los mostré a Aulo antes de que partiera para Illyricum y él apoyaba todo lo que decías.
—Mi padre no exageraba ni yo tampoco. Breno es una grave amenaza para Roma.
Lucio hizo un gesto de incertidumbre; no quería mostrar abiertamente su desacuerdo con el joven en un día semejante y en aquel escenario.
—Soy lo bastante aprensivo como para asegurar que sé lo que está tramando ese tipo. Le espían constantemente, como bien sabes.
Tito estuvo tentado de insistir en que el Senado debería hacer más, pero no era el lugar para hablar de aquella forma al hombre que dirigía Roma. Era probable que Breno fuera una amenaza mayor que la que Lucio pudiera entender: el censor no había combatido con aquel hombre, y, tanto Tito como su padre, lo habían hecho en diferentes momentos. Aquel druida de las islas del norte difundía un mensaje que, de ser puesto en práctica, lo haría, de hecho, mucho más peligroso que Aníbal, y su propio nombre ya era una advertencia. Otro Breno, a la cabeza de una gran confederación céltica, había asolado Grecia y quemado media ciudad de Roma cientos de años antes. Su tocayo estaba decidido a reunir esa misma confederación, con la intención no de quemar parcialmente la ciudad, sino de destruir todo el imperio. La escultura del sarcófago lo mostraba derrotado, aunque Breno no lo estaba ni de lejos. Sí, había perdido una campaña, había sido aplastado por Aulo, pero aquello no parecía haber hecho más que inspirarle para continuar. En todo caso, ahora era más poderoso que lo que había sido en los años anteriores.
—Me encontré con Breno en mi última acción, justo antes de que se me informara de la muerte de mi padre.
—Ah, ¿sí? —respondió Lucio medio ausente, con los ojos fijos todavía en la escultura y, más en concreto, en el adorno del águila de su cuello.
—Dirigió una partida de asalto dentro del área que está bajo mi mando. El idiota de un centurión, que debería haberlo sabido mejor, los persiguió con una cohorte completa hasta las colinas, ignorando las órdenes estrictas de evitar algo semejante. Los atrapó en un desfiladero del que no había forma de escapar. Les cortaron la mano derecha a todos los soldados y nos los enviaron de vuelta.
—¿Y el centurión?
—Breno lo descuartizó ante mis ojos.
—Esa cosa que lleva al cuello, ¿qué piensas de ella?
¿Qué le pasaba a la voz de Lucio? Tito no podía identificar aquel tono, pero carecía de la seguridad con la que el censor se había expresado antes.
—Es una especie de talismán. Me han contado que proviene del templo de Apolo en Delfos, que lo tomó su tocayo cuando saqueó Grecia, y que lo lleva por causa de una profecía.
Hubo un temblor evidente en la voz de Lucio cuando repitió la palabra.
—¿Profecía?
—Se dice que algún día un hombre que llevará eso al