El Contrato Social
El Contrato Social
El Contrato Social
ADVERTENCIA
LIBRO PRIMERO
CAPITULO I: Asunto de este primer libro
El hombre ha nacido libre y, sin embargo, por todas partes se encuentra
encadenado. Tal cual se cree el amo de los demás, cuando, en verdad, no deja
de ser tan esclavo como ellos. ¿Cómo se ha verificado este camino? Lo ignoro.
¿Qué puede 'hacerlo legítimo? Creo poder resolver esta cuestión.
Grocio niega que todo poder humano sea Establecido en favor de los que son
gobernados, y cita como ejemplo la esclavitud. Su forma más constante de
razonar consiste en establecer el derecho por el hecho [1]. Se podría emplear
un método más consecuente.
Es, pues, dudoso para Grocio si el género humano pertenece a una centena de
hombres o si esta centena de hombres pertenece al género humano, y en todo
su libro parece inchnarse a la primera opinión; éste es también el sentir de
Hobbes. Ved de este modo a la especie humana dividida en rebaños de
ganado, cada uno de los cuales con un jefe que lo guarda para devorarlo.
Aristóteles tenía razón; pero tomaba el efecto por la causa: todo hombre nacido
en la esclavitud nace para la esclavitud, no hay nada más cierto. Los esclavos
pierden todo en sus cadenas, hasta el deseo de salir de ellas; aman su
servilismo, como los compañeros de Ulises amaban su embrutecimiento[3]; si
hay, pues, esclavos por naturaleza es porque ha habido esclavos contra
naturaleza. La fuerza ha hecho los primeros esclavos; su cobardía los ha
perpetuado.
No he dicho nada del rey Adán ni del emperador Noé, padre de tres grandes
monarcas, que se repartieron el universo como hicieron los hijos de Saturno, a
quienes se ha creído reconocer en ellos. Yo espero que se me agradecerá esta
moderación; porque, descendiendo directamente de uno de estos príncipes, y
acaso de la rama del primogénito, ¿qué sé yo si, mediante la comprobación de
títulos, no me encontraría con que era el legítimo rey del género humano? De
cualquier modo que sea, no se puede disentir de que Adán no haya sido
soberano del mundo, como Robinsón lo fue de su isla en tanto que único
habitante, y lo que había de cómodo en el imperio de éste era que el monarca,
asegurado en su trono, no tenía que temer rebelión ni guerras, ni a
conspiraciones.
[1] "Las sabias investigaciones sobre el derecho público no son, a menudo,
sino la historia de los antiguos abusos. y se obstina. con poca fortuna. quien se
esfuerza en estudiarlas demasiado" (Traité des intérlts de la France avec ses
voisins. por el marqués de Argenson: imp. de Rey, Amsterdam). He aquí
precisamente lo que ha hecho Grocio.
Se dirá que el déspota asegura a sus súbditos la tranquilidad civil. Sea. Pero
¿qué ganan ellos si las guerras que su ambición les ocasiona, si su avidez
insaciable y las vejaciones de su ministerio los desolan más que lo hicieran sus
propias disensiones? ¿Qué ganan, si esta tranquilidad misma es una de sus
miserias? También se vive tranquilo en los calabozos; ¿es esto bastante para
encontrarse bien en ellos? Los griegos encerrados en el antro del Cíclope
vivían tranquilos esperando que les llegase el tumo de ser devorados.
Pero es claro que este pretendido derecho de dar muerte a los vencidos no
resulta, en modo alguno, del estado de guerra. Por el solo hecho de que los
hombres, mientras viven en su independencia primitiva, no tienen entre sí
relaciones suficientemente constantes como para constituir ni el estado de paz
ni el estado de guerra, ni son por naturaleza enemigos. Es la relación de las
cosas y no la de los hombres la que constituye la guerra; y no pudiendo nacer
ésta de las simples relaciones personales, sino sólo de las relaciones reales, la
guerra privada o de hombre a hombre no puede existir, ni en el estado de
naturaleza, en que no existe ninguna propiedad constante, ni en el estado
social, en que todo se halla bajo la autoridad de las leyes.
Los combates particulares, los duelos, los choques, son actos y no constituyen
ningún estado; y respecto a las guerras privadas, autorizadas por los Estatutos
de Luis IX, rey de Francia, y suspendidas por la paz de Dios, son abusos del
gobierno feudal, sistema absurdo como ninguno, contrario a los principios del
derecho natural y a toda buena política.
La guerra no es, pues, una relación de hombre a hombre, sino una relación de
Estado a Estado, en la cual los particulares sólo son enemigos incidentalmente,
no como hombres, ni aun siquiera como ciudadanos [4], sino como soldados:
no como miembros de la patria, sino como sus defensores. En fin, cada Estado
no puede tener como enemigos sino otros Estados. y no hombres, puesto que
entre cosas de diversa naturaleza no puede establecerse ninguna relación
verdadera.
Este principio se halla conforme con las máximas establecidas en todos los
tiempos y por la práctica constante de todos los pueblos civilizados. Las
declaraciones de guerras no son tanto advertencias a la potencia cuanto a sus
súbditos. El extranjero, sea rey, particular o pueblo, que robe, mate o detenga a
los súbditos sin declarar la guerra al príncipe, no es un enemigo; es un ladrón.
Aun en plena guerra, un príncipe justo se apodera en país enemigo de todo lo
que pertenece al público; mas respeta las personas y los bienes de los
particulares: respeta los derechos sobre los cuales están fundados los suyos
propios. Siendo el fin de la guerra la destrucción del Estado enemigo, se tiene
derecho a dar muerte a los defensores en tanto tienen las armas en la mano;
mas en cuanto entregan las armas y se rinden, dejan de ser enemigos o
instrumentos del enemigo y vuelven a ser simplemente hombres, y ya no se
tiene derecho sobre su vida. A veces se puede matar al Estado sin matar a uno
solo de sus miembros. Ahora bien; la guerra no da ningún derecho que no sea
necesario a su fin. Estos principios no son los de Grocio; no se fundan sobre
autoridades de poetas, sino que se derivan de la naturaleza misma de las
cosas y se fundan en la razón.
El derecho de conquista no tiene otro fundamento que la ley del más fuerte. Si
la guerra no da al vencedor el derecho de matanza sobre los pueblos vencidos,
este derecho que no tiene no puede servirle de base para esclavizarles. No se
tiene el derecho de dar muerte al enemigo sino cuando no se le puede hacer
esclavo; el derecho de hacerlo esclavo no viene, pues, del derecho de matarlo,
y es, por tanto, un camino inicuo hacerle comprar la vida al precio de su
libertad, sobre la cual no se tiene ningún derecho. Al fundar el derecho de vida
y de muerte sobre el de esclavitud, y el de esclavitud sobre el de vida y de
muerte, ¿no es claro que se cae en un círculo vicioso?
[4] Los romanos, que han entendido y respetado el derecho de la guerra más
que ninguna otra nación del mundo, llevaban tan lejos los escrúpulos a este
respecto, que no estaba permitido a un ciudadano servir como voluntario sin
haberse comprometido antes a ir contra el enemigo y expresamente contra tal
enemigo. Habiendo sido reformada una legión en que Catón, el hijo, hacía sus
primeras armas bajo Popflio. Catón, el padre, escribió a éste que si deseaba
que su hijo continuase bajo su servicio era preciso hacerle prestar un nuevo
juramento militar: porque habiendo sido anulado el primero, no podía ya
levantar las armas contra el enemigo. Y el mismo Catón escribía a su hijo que
se guardara de presentarse al combate en tanto no hubiese prestado este
nuevo juramento. Sé que se me podrá oponer el sitio de Cluriam y otros
hechos particulares; mas yo cito leyes, usos. Los romanos son los que menos
frecuentemente han transgredido sus leyes y los que han llegado a tenerlas
más hermosas.
Ahora bien; como los hombres no pueden engendrar nuevas fuerzas, sino unir
y dirigir las que existen, notienen otro medio de conservarse que formar por
agregación una suma de fuerzas que pueda exceder a la resistencia, ponerlas
en juego por un solo móvil y hacerlas obrar en armonía.
Esta suma de fuerzas no puede nacer sino del concurso de muchos; pero
siendo la fuerza y la bbertad de cada hombre los primeros instrumentos de su
conservación, ¿cómo va a comprometerlos sin perjudicarse y sin olvidar los
cuidados que se debe? Esta dificultad, referida' a nuestro problema, puede
anunciarse en estos términos:
Las cláusulas de este contrato se hallan determinadas hasta tal punto por la
naturaleza del acto, que la menor modificación las haría vanas y de efecto nulo;
de suerte que, aun cuando jamás hubiesen podido ser formalmente
enunciadas, son en todas partes las mismas y doquiera están tácitamente
admitidas y reconocidas, hasta que, una vez violado el pacto social, cada cual
vuelve a la posesión de sus primitivos derechos y a recobrar su libertad natural,
perdiendo la convencional, por la cual renunció a aquélla.
Ahora bien; como los hombres no pueden engendrar nuevas fuerzas, sino unir
y dirigir las que existen, notienen otro medio de conservarse que formar por
agregación una suma de fuerzas que pueda exceder a la resistencia, ponerlas
en juego por un solo móvil y hacerlas obrar en armonía.
Esta suma de fuerzas no puede nacer sino del concurso de muchos; pero
siendo la fuerza y la bbertad de cada hombre los primeros instrumentos de su
conservación, ¿cómo va a comprometerlos sin perjudicarse y sin olvidar los
cuidados que se debe? Esta dificultad, referida' a nuestro problema, puede
anunciarse en estos términos:
Las cláusulas de este contrato se hallan determinadas hasta tal punto por la
naturaleza del acto, que la menor modificación las haría vanas y de efecto nulo;
de suerte que, aun cuando jamás hubiesen podido ser formalmente
enunciadas, son en todas partes las mismas y doquiera están tácitamente
admitidas y reconocidas, hasta que, una vez violado el pacto social, cada cual
vuelve a la posesión de sus primitivos derechos y a recobrar su libertad natural,
perdiendo la convencional, por la cual renunció a aquélla.
Es preciso hacer ver, además, que la deliberación pública, que puede obligar a
todos los súbditos respecto al soberano, a causa de las dos diferentes
relaciones bajo las cuales cada uno de ellos es considerado, no puede por la
razón contraria obligar al soberano para con él mismo, y, por tanto, que es
contrario a la naturaleza del cuerpo político que el soberano se imponga una
ley que no puede infringir. No siéndole dable considerarse más que bajo una
sola y misma relación, se encuentra en el caso de un particular que contrata
consigo mismo; de donde se ve que no hay ni puede haber ninguna especie de
ley fundamental obligatoria para el cuerpo del pueblo, ni siquiera el contrato
social. Lo que no significa que este cuerpo no pueda comprometerse por
completo con respecto a otro, en lo que no derogue este contrato; porque, en lo
que respecta al extranjero, es un simple ser, un individuo.
Ahora bien; no estando formado el soberano sino por los particulares que lo
componen, no hay ni puede haber interés contrario al suyo; por consiguiente, el
poder soberano no tiene ninguna necesidad de garantía con respecto a los
súbditos, porque es imposible que el cuerpo quiera perjudicar a todos sus
miembros, y ahora veremos cómo no puede perjudicar a ninguno en particular.
El soberano, sólo por ser lo que es, es siempre lo que debe ser.
En efecto; cada individuo puede como hombre tener una voluntad particular
contraria o disconforme con la voluntad general que tiene como ciudadano; su
interés particular puede hablarle de un modo completamente distinto de como
lo hace el interés común; su existencia, absoluta y naturalmente independiente,
le puede llevar a considerar lo que debe a la causa común, como una
contribución gratuita, cuya pérdida será menos perjudicial a los demás que
oneroso es para él el pago, y considerando la persona moral que constituye el
Estado como un ser de razón, ya que no es un hombre, gozaría de los
derechos del ciudadano sin querer llenar los deberes del súbdito, injusticia
cuyo progreso causaría la ruina del cuerpo político.
Por tanto, a fin de que este pacto social no sea una vana fórmula, encierra
tácitamente este compromiso: que sólo por sí puede dar fuerza a los demás, y
que quienquiera se niegue a obedecer la voluntad general será obligado a ello
por todo el cuerpo. Esto no significa otra cosa sino que se le obligará a ser
libre, pues es tal la condición, que dándose cada ciudadano a la patria le
asegura de toda dependencia personal; condición que constituye el artificio y el
juego de la máquina política y que es la única que hace legítimos los
compromisos civiles, los cuales sin esto serían absurdos, tiránicos y estarían
sujetos a los más enormes abusos.
El derecho de primer ocupante, aunque más real que el del más fuerte, no
adviene un verdadero derecho sino después del establecimiento del de
propiedad. Todo hombre tiene, naturalmente, derecho a todo aquello que le es
necesario; mas el acto positivo que le hace propietario de algún bien lo excluye
de todo lo demás. Tomada su parte, debe limitarse a ella, y no tiene ya ningún
derecho en la comunidad. He aquí por qué el derecho del primer ocupante, tan
débil en el estado de naturaleza, es respetable para todo hombre civil. Se
respeta menos en este derecho lo que es de otro que lo que no es de uno
mismo.
Puede ocurrir también que los hombres comiéncen a unirse antes de poseer
nada y que, apoderándose en seguida de un territorio suficiente para todos,
gocen de él en común o lo repartan entre ellos, ya por igual, ya según
proporciones establecidas por el soberano. De cualquier modo que se haga
esta adquisición, el derecho que tiene cada particular sobre el mismo fundo
está siempre subordinado al derecho que la comunidad tiene sobre todos, sin
lo cual no habría ni solidez en el vínculo social ni fuerza real en el ejercicio de
la soberanía.
Terminaré este capítulo y este libro con una indicación que debe servir de base
a todo el sistema social, a saber: que en lugar de destruir la igualdad natural, el
pacto fundamental sustituye, por el contrario, con una igualdad moral y legítima
lo que la Naturaleza había podido poner de desigualdad fisica entre los
hombres, y que, pudiendo ser desiguales en fuerza o en talento, advienen
todos iguales por convención y derecho [6].
LIBRO SEGUNDO
No quiere esto decir que las órdenes de los jefes no pueden pasar por
voluntades generales, en cuanto el soberano, libre para oponerse, no lo hace.
En casos tales, es decir, en casos de silencio universal, se debe presumir el
consentimiento del pueblo. Esto se explicará más detenidamente.
[1] Para que una voluntad sea general, no siempre es necesario que sea
unánime; pero es preciso que todas las voces sean tenidas en cuenta: una
exclusión formal rompe la generalidad.
Importa, pues, para poder fijar bien el enunciado de la voluntad general, que no
haya ninguna sociedad parcial en el Estado y que cada ciudadano opine
exclusivamente según él mismo [3]; tal fue la única y sublime institución del
gran Licurgo. Si existen sociedades parciales, es preciso multiplicar el número
de ellas y prevenir la desigualdad, como hicieron Solón, Numa y Servio. Estas
precauciones son las únicas buenas para que la voluntad general se manifieste
siempre y para que el pueblo no se equivoque nunca.
[3]Vera cose e -dice Maquiavelo- che alcuni divisani nuocono alle repubbliche,
e alcune glovano: quelle nuocono che seno dalle sette e da partigiani
accompagnate: quelle giovano che senza sette, senza partigiani. si
mantengono. Non potendo adunque provedere un fondatore d'una repubblica
che non siano nimicizie in quella, ha da proveder almeno che non vi siano
sette. (Hist. Florent.. lib. VII.)
Los compromisos que nos ligan al cuerpo social no son obligatorios sino
porque son mutuos, y su naturaleza es tal, que al cumplirlos no se puede
trabajar para los demás sin trabajar también para sí. ¿Por qué la voluntad
general es siempre recta, y por qué todos quieren constantemente la felicidad
de cada uno de ellos, si no es porque no hay nadie que no se apropie estas
palabras de cada uno y que no piense en sí mismo al votar para todos?. Lo que
prueba que la igualdad de derecho y la noción de justicia que produce se
derivan de la preferencia que cada uno se da y, por consiguiente, de la
naturaleza del hombre; que la voluntad general, para ser verdaderamente tal,
debe serlo en su objeto tanto como en su esencia; que debe partir de todos,
para aplicarse a todos, y que pierde su natural rectitud cuando tiende a algún
objeto individual y determisnado, porque entonces, juzgando de lo que nos es
extraño, no tenemos ningún verdadero principio de equidad que nos guíe.
Por cualquier lado que se eleve uno al principio, se llegará siempre a la misma
conclusión, a saber: que el pacto social establece entre los ciudadanos una
igualdad tal, que se comprometen todos bajo las mismas condiciones y, por
tanto, que deben gozar todos los mismos derechos. Así, por la naturaleza de
pacto, todo acto de soberanía, es decir, todo acto auténtico de la voluntad
general, obliga y favorece igualmente a todos los ciudadanos; de suerte que el
soberano conoce solamente el cuerpo de la nación y no distingue a ninguno de
aquellos que la componen. ¿Qué es propiamente un acto de soberanía? No es,
en modo alguno, una convención del superior con el inferior, sino una
convención del cuerpo con cada uno de sus miembros; convención legítima,
porque tiene por base el contrato social; equitativa, porque es común a todos;
útil, porque no puede tener más objeto que el bien general, y sólida, porque
tiene como garantía la fuerza pública y el poder supremo. En tanto que los
súbditos no se hallan sometidos más que a tales convenciones, no obedecen a
nadie sino a su propia voluntad; y preguntar hasta dónde se extienden los
derechos respectivos del soberano y de los ciudadanos es preguntar hasta qué
punto pueden éstos comprometerse consigo mismos, cada uno de ellos
respecto a todos y todos respecto a cada uno de ellos.
Una vez admitidas estas distinciones, es preciso afirmar que es falso que en el
contrato social haya de parte de los particulares ninguna renuncia verdadera;
pues su situación, por efecto de este contrato. es realmente preferible a la de
antes, y en lugar de una enajenación no han hecho sino un cambio ventajoso,
de una manera de vivir incierta y precaria, por otra mejor y más segura; de la
independencia natural, por la libertad; del poder de perjudicar a los demás, por
su propia seguridad, y de su fuerza, que otros podrían sobrepasar, por un
derecho que la unción social hace invencible. Su vida misma, que han
entregado al Estado, está continuamente protegida por él. Y, cuando la
exponen por su defensa, ¿qué hacen sino devolverle lo que de él han recibido?
¿Qué hacen que no hiciesen más frecuentemente y con más peligro en el
estado de naturaleza, cuando, al librarse de combatientes inevitables,
defendiesen con peligro de su vida lo que les sirve para conservarla?. Todos
tienen que combatir, en caso de necesidad, por la patria, es cierto; pero, en
cambio, no tiene nadie que combatir por sí. ¿Y no se va ganando, al arriesgar
por lo que garantiza nuestra seguridad, una parte de los peligros que sería
preciso correr por nosotros mismos tan pronto como nos fuese aquélla
arrebatada?
El contrato social tiene por fin la conservación de los contratantes. Quien quiere
el fin quiere también los medios, y estos medios son inseparables de algunos
riesgos e incluso de algunas pérdidas. Quien quiere conservar su vida a
expensas de los demás debe darla también por ellos cuando sea necesario.
Ahora bien; el ciudadano no es juez del peligro a que quiere la ley que se
exponga, y cuando el príncipe le haya dicho: "Es indispensable para el Estado
que mueras", debe morir, puesto que sólo con esta condición- ha vivido hasta
entonces seguro, y ya que su vida no es tan sólo una merced de la Naturaleza,
sino un don condicional del Estado.
La pena de muerte infligida a los criminales puede ser considerada casi desde
el mismo punto de vista: a fin de no ser la víctima de un asesino se consiente
en morir si se llega a serlo. En este pacto, lejos de disponer de la propia vida,
no se piensa sino en darle garantías, y no es de suponer que ninguno de los
contratantes premedite entonces la idea de dar motivo a que se le ajusticie.
Por lo demás, todo malhechor, al atacar el derecho social, hácese por sus
delitos rebelde y traidor a la patria; deja de ser miembro de ella al violar las
leyes, y hasta le hace la guerra. Entonces la conservación del Estado es
incompatible con la suya; es preciso que uno de los dos perezca, y cuando se
hace morir al culpable, es menos como ciudadano que como enemigo. Los
procedimientos, el juicio, son las pruebas y la declaración de que ha roto el
pacto social, y, por consiguiente, de que no es ya miembro del Estado. Ahora
bien; como él se ha reconocido como tal, a lo menos por su residencia. debe
ser separado de aquél, por el destierro, como infractor del pacto, o por la
muerte, como enemigo público; porque un enemigo tal no es una persona
moral, es un hombre, y entonces el derecho de la guerra es matar al vencido.
Mas cuando todo el pueblo estatuye sobre sí mismo, sólo se considera a sí, y
si se establece entonces una relación, es del objeto en su totalidad, aunque
desde un aspecto, al objeto entero, considerado desde otro, pero sin ninguna
división del todo, y la materia sobre la cual se estatuye es general, de igual
suerte que lo es la voluntad que estatuye. A este acto es al que yo llamo una
ley.
Cuando digo que el objeto de las leyes es siempre general, entiendo que la ley
considera a los súbditos en cuanto cuerpos y a las acciones como abstractos:
nunca toma a un hombre como individuo ni una acción particular. Así, la ley
puede estatuir muy bien que habrá privilegios; pero no puede darlos
especialmente a nadie. La ley puede hacer muchas clases de ciudadanos y
hasta señalar las cualidades que darán derecho a estas clases; mas no puede
nombrar a éste o a aquél para ser admitidos en ellas; puede establecer un
gobierno real y una sucesión hereditaria, mas no puede elegir un rey ni
nombrar una familia real: en una palabra, toda función que se relacione con
algo individual no pertetenece al Poder legislativo.
De conformidad con esta idea, es manifiesto que no hay que preguntar a quién
corresponde hacer las leyes, puesto que son actos de la voluntad general, ni si
el príncipe está sobre las leyes, puesto que es miembro del Estado, ni si la ley
puede ser injusta, puesto que no hay nada injusto con respecto a sí mismo, ni
cómo se está libre y sometido a las leyes, puesto que no son éstas sino
manifestaciones externas de nuestras voluntades.
Llamo, pues, república a todo Estado regido por leyes, sea bajo la forma de
administración que sea; porque entonces solamente gobierna el interés público
y la cosa pública es algo. Todo gobierno legítimo es republicano [5]; a
continuación explicaré lo que es gobierno.
Las leyes no son propiamente sino las condiciones de la asociación civil. El
pueblo sometido a las leyes debe ser su autor; no corresponde regular las
condiciones de la sociedad sino a los que se asocian. Mas ¿cómo la regulan?
¿Será de común acuerdo, por una inspiración súbita? ¿Tiene el cuerpo político
un órgano para enunciar sus voluntades? ¿Quién le dará la previsión necesaria
para formar con ellas las actas y publicarlas previamente, o como las
pronunciará en el momento necesario?. Una voluntad ciega, que con
frecuencia no sabe lo que quiere, porque rara vez sabe lo que le conviene,
¿cómo ejecutaría, por sí misma, una empresa tan grande, tan difícil, como un
sistema de legislación? El pueblo, de por sí, quiere siempre el bien; pero no
siempre lo ve. La voluntad general es siempre recta: mas el juicio que la guía
no siempre es claro, Es preciso hacerle ver los objetos tal como son, y algunas
veces tal como deben parecerle: mostrarte el buen camino que busca; librarle
de las seducciones de las voluntades particulares; aproximar a sus ojos los
lugares y los tiempos; contrarrestar el atractivo de las ventajas presentes y
sensibles con el peligro de los males alejados y ocultos. Los particulares ven el
bien que rechazan; el público quiere el bien que no ve. Todos necesitan
igualmente guías. Es preciso obligar a los unos a conformar sus voluntades a
su razón; es preciso enseñar al otro a conocer lo que quiere. Entonces, de las
luces públicas resulta la unión del entendimiento y de la voluntad en el cuerpo
social; de aquí el exacto concurso de las partes y, en fin, la mayor fuerza del
todo. He aquí de dónde nace la necesidad de un legislador.
[5]No entiendo solamente por esta palabra una aristocracia o una democracia,
sino, en general, todo gobierno guiado por la voluntad general, que es la ley.
Para ser legítimo, no es preciso que el gobierno se confunda con el soberano,
sino que sea su ministro: entonces la monarquía misma es república. Esto se
aclarará en el Libro siguiente.
Cuando Licurgo dio leyes a su patria comenzó por abdicar de la realeza. Era
costumbre, en la mayor parte de las ciudades griegas, confiar a extranjeros el
establecimiento de las suyas. Las repúblicas modernas de Italia imitaron con
frecuencia este uso: la de Génova hizo lo mismo, con éxito [9]. Roma, en su
más hermosa edad, vio brotar en su seno todos los crímenes de la tiranía, y
estuvo próxima a perecer por haber reunido sobre las mismas cabezas la
autoridad legislativa y el poder soberano.
Quien redacta las leyes no tiene, pues, o no debe tener, ningún derecho
legislativo, y el pueblo mismo no puede, cuando quiera, despojarse de este
derecho incomunicable; porque, según el pacto fundamental, no hay más que
la voluntad general que obligue a los particulares, y no se puede jamás
asegurar que una voluntad particular está conforme con la voluntad general
sino después de haberla sometido a los sufragios Libres del pueblo. Ya he
dicho esto, pero no es inútil repetirlo.
He aquí lo que obligó en todos los tiempos a los padres de la nación a recurrir
a la intervención del cielo y a honrar a los dioses con su propia sabiduría, a fin
de que los pueblos, sometidos a las leyes del Estado como a las de la
Naturaleza, y reconociendo el mismo poder en la formación del hombre y en la
de la ciudad, obedeciesen con Libertad y llevasen dócilmente el yugo de la
felicidad pública.
Esta razón sublime, que se eleva por encima del alcance de los hombres
vulgares, es la que induce al legislador a atribuir las decisiones a los
inmortales, para arrastrar por la autoridad divina a aquellos a quienes no podría
estremecer la prudencia humana [10]. Pero no corresponde a cualquier hombre
hacer hablar a los dioses ni ser creído cuando se anuncie para ser su
intérprete. La gran alma del legislador es el verdadero milagro, que debe
probar su misión. Todo hombre puede grabar tablas de piedra, o comprar un
oráculo, o fingir un comercio secreto con alguna divinidad, o amaestrar un
pájaro para hablarle al oído, o encontrar medios groseros para imponer
aquéllas a un pueblo. El que no sepa más que esto, podrá hasta reunir un
ejército de insensatos; pero nunca fundará un imperio, y su extravagante obra
perecerá en seguida con él. Vanos prestigios forman un vínculo pasajero: sólo
la sapiencia puede hacerlo duradero. La ley judaica, siempre subsistente; la del
hijo de Ismael, que desde hace diez siglos rige la nútad del mundo, pregona
aún hoy a los grandes hombres que las han dictado: y mientras que la
orgullosa filosofia o el ciego espíritu de partido no ven en ellos más que
afortunados impostores, el verdadero político admira en sus instituciones este
grande y poderoso genio que preside a las instituciones duraderas.
[7] Véase el diálogo de Platón que, en las traducciones latinas, lleva por título
Politicus o Vir civilis. Algunos lo han titulado De Regno. (Ed.)
Mil naciones han florecido que nunca habrían podido tener buenas leyes, y aun
las que las hubiesen podido soportar sólo hubiese sido durante breve tiempo.
La mayor parte de los pueblos, como de los hombres, no son dóciles más que
en su juventud: se hacen incorregibles al envejecer. Una vez que las
costumbres están establecidas y los prejuicios arraigados, es una empresa
peligrosa y vana el querer reformarlos: el pueblo no puede consentir que se
toque a sus males para destruirlos de un modo semejante a esos enfermos
estúpidos y sin valor que tiemblan a la vista del médico.
Por otra parte, el Estado debe proporcionarse una cierta base para tener
solidez, para resistir las sacudidas que no dejará de experimentar y los
esfuerzos que se verá obligado a realizar para sostenerse; porque todos los
pueblos tienen una especie de fuerza centrífuga, mediante la cual ellos obran
unos sobre otros y tienden a agrandarse a expensas de sus vecinos, como los
torbellinos de Descartes. Así, los débiles están expuestos a ser devorados en
seguida, y apenas puede nadie conservarse sino poniéndose con todos en una
especie de equilibrio, que hace le empuje aproximadamente igual en todos
sentidos.
Se ve, pues, que hay razones así para extenderse como para reducirse. Y no
es el menor talento del político encontrar entre unas y otras la solución más
ventajosa para la conservación del Estado. Se puede decir, en general, que los
primeros, no siendo sino exteriores y relativos, deben ser subordinados a los
otros, que son internos y absolutos. Una sana y fuerte constitución es la
primera cosa que es preciso buscar. Y se debe contar, más con el vigor que
nace de un buen gobierno, que con los recursos que proporciona un gran
territorio.
Por lo demás, se han visto Estados de tal modo establecidos que la necesidad
de conquistar entraba en su misma constitución, y que para mantenerse se
veían obligados a ensancharse sin cesar. Acaso se regocijasen demasiado por
esta feliz necesidad, que les señalaba, sin embargo, con el término de su
grandeza, el inevitable momento de su caída.
CAPÍTULO X: Continuación
Se puede medir un cuerpo político de dos maneras, a saber: por la extensión
del territorio y por el número de habitantes, y existe entre ambas medidas una
relación conveniente para dar al Estado su verdadera extensión. Los hombres
son los que hacen el Estado, y el territorio el que alimenta a los hombres. Esta
relación consiste, pues, en que la tierra baste a la manutención de sus
habitantes, y que haya tantos como la tierra pueda alimentar. En esta
proporción es en la que se encuentra el máximum de fuerza de un número
dado de pueblo: porque si hay terreno excesivo, su custodia es onerosa: su
cultivo, insuficiente; su producto, superfluo; es la causa próxima de las guerras
defensivas. Si no fuese el territorio bastante, el Estado se encuentra, con
respecto al suplemento que necesita, a discreción de sus vecinos; es la causa
próxima de las guerras ofensivas. Todo pueblo que, por su posición, no tiene
otra alternativa que el comercio o la guerra, es débil en sí mismo; depende de
sus vecinos; depende de los acontecimientos; no tiene nunca sino una
existencia incierta y breve. Subyuga y cambia de situación o es subyugado y
no es nada. No puede conservarse libre si no es a fuerza de insignificancia o
de extensión.
[12] Si de dos pueblos vecinos uno no pudiese prescindir del otro, sería una
situación muy dura para el primero y muy peligrosa para el segundo. Toda
nación prudente. en un caso semejante, se esforzará en seguida enlibrar al
otro de esta dependencia. La República de Tiascala, enclavada en el Imperio
de Méjico, prefirió pasarse sin sal a comprarla a los mejicanos y hasta a
aceptarla gratuitamente. Los sabios tlasealtecas vieron el lazo oculto bajo esta
liberalidad. Se conservaron libres, y este pequeño Estado, encerrado en este
gran Imperio. fue por fin el instrumento de su ruina.
Mas estos objetos generales de toda buena constitución deben ser modificados
en cada país por las relaciones que nacen tanto de la situación local como del
carácter de los habitantes. y en estos respectos es en lo que se debe asignar a
cada pueblo un sistema particular de institución que sea el mejor, acaso no en
sí mismo, sino para el Estado a que está destinado. Por ejemplo: si el suelo es
ingrato y estéril o el país demasiado estrecho para sus habitantes, volveos del
lado de la industria, de las artes, con las cuales cambiaréis las producciones
con los géneros que os falten. Por el contrario, ocupad ricas llanuras y costas
fértiles; en un buen terreno, careced de habitantes; prestad todos vuestros
cuidados a la agricultura, que multiplica los hombres, y desterrad las artes, que
no harían sino acabar de despoblar el país, agrupando en algún punto del
territorio los pocos habitantes que haya [14]. Ocupad costas extensas y
cómodas, cubrid el mar de barcos, cultivad el comercio y la navegación y
tendréis una existencia breve, pero brillante. El mar no baña en vuestras costas
sino rocas casi inaccesibles; permaneced bárbaros e ictiófagos, entonces
viviréis más tranquilos, mejor, quizá, y seguramente más felices. En una
palabra: además de las máximas comunes a todos, cada pueblo encierra en sí
alguna causa que le ordena de una manera particular y hace su legislación
propia para sí solo. Así es como en otro tiempo los hebreos, y recientemente
los árabes, han tenido como principal objeto la refigión: los atenienses, las
letras; Cartago y Tiro, el comercio; Rodas, la marina; Esparta, la guerra, y
Roma, la virtud. El autor de El espíritu de las leyes ha mostrado, en multitud de
ejemplos, de qué artes se vale el legislador para dirigir la institución respecto a
cada uno de estos objetos.
[13] Si queréis. pues, dar al Estado consistencia, aproximad los extremos todo
lo posible: no sufráis, ni gentes opulentas, ni mendigos. Estos dos estados,
naturalmente inseparables, son igualmente funestos para el bien común: del
uno salen los factores de la tiranía, y del otro los tiranos. Entre ambos vive el
tráfico de la libertad pública: uno, la compra, y otro, la vende.
Las leyes que regulan esta relación llevan el nombre de leyes políticas, y se
llaman también leyes fundamentales, no sin alguna razón, si estas leyes son
sabias; porque si no hay en cada Estado más que una buena manera de
ordenar, el pueblo que la ha encontrado debe atenerse a ella; mas si el orden
establecido es malo, ¿por qué se han de tomar como fundamentales leyes que
nos impiden ser buenos? De otra parte, un pueblo es siempre, en todo
momento, dueño de cambiar sus leyes, hasta las mejores. Porque si le gusta
hacerse el mal a sí mismo, ¿quién tiene derecho a impedirlo?
A estas tres clases de leyes se añade una cuarta, la más importante de todas,
y que no se graba ni sobre mármol ni sobre bronce, sino en los corazones de
los ciudadanos, que es la verdadera constitución del Estado; que toma todos
los días nuevas fuerzas; que, en tanto otras leyes envejecen o se apagan, ésta
las reanima o las suple; que conserva a un pueblo en el espíritu de su
institución; que sustituye insensiblemente con la fuerza del hábito a la
autoridad. Me refiero a las costumbres, a los hábitos y, sobre todo, a la opinión;
elemento desconocido para nuestros políticos, pero de la que depende el éxito
de todas las demás y de la que se ocupa en secreto el gran legislador,
mientras parece fimitarse a reglamentos particulares, que no son sino la cintra
de la bóveda, en la cual las costumbres, más lentas en nacer, forman, al fin, la
inquebrantable clave.
De entre estas diversas clases de leyes, las políticas, que constituyen la forma
de gobierno, son las únicas en que he de ocuparme.
LIBRO TERCERO
Toda acción libre tiene dos causas que concurran a producirla; una moral, a
saber: la voluntad, que determina el acto; otra risica, a saber: el poder, que la
ejecuta. Cuando marcho hacia un objeto es preciso primeramente que yo
quiera ir; en segundo lugar, que mis piernas me lleven. Si un paralítico quiere
correr o si un hombre ágil no lo quiere, ambos se quedarán en su sitio. El
cuerpo político tiene los mismos móviles; se distinguen en él, del mismo modo,
la fuerza y la voluntad: ésta, con el nombre de poder legislativo; la otra, con el
de poder ejecutivo. No se hace, o no debe hacerse, nada sin el concurso de
ambos.
Para procurar dar una idea de las múltiples relaciones que pueden existir entre
estos dos extremos, tomaré, a modo de ejemplo, el número de habitantes de
un pueblo como una relación más fácil de expresar.
Si, poniendo este sistema en ridículo, se dijera que para encontrar esta media
proporcional y formar el cuerpo del gobierno no es preciso, según yo, más que
sacar la raíz cuadrada del número de hombres, sino, en general, por la
cantidad de acción, que se combina por multitud de causas; por lo demás, si
para explicarme en menos palabras me sirvo un momento de términos de
geometría, no es porque ignore que la precisión geométrico no tiene lugar en
las cantidades morales.
Existe una diferencia esencial entre estos dos cuerpos: que el Estado existe
por sí mismo, y el gobierno no existe sino por el soberano. Así, la voluntad
dominante del príncipe no es, o no debe ser, sino la voluntad general, es decir,
la ley: su fuerza, la fuerza pública concentrada en él; tan pronto como éste
quiera sacar de sí mismo algún acto absoluto e independiente, la unión del
todo comienza a relajarse. Si ocurriese, en fin, que el príncipe tuviese una
voluntad particular más activa que la del soberano y que usase de ella para
obedecer a esta voluntad particular de la fuerza pública que está en sus
manos, de tal modo que hubiese, por decirlo así, dos soberanos, uno de
derecho y otro de hecho, en el instante mismo la unión social se desvanecería
y el cuerpo político sería disuelto.
Sin embargo, para que el cuerpo del gobierno tenga una existencia, una vida
real, que lo distinga del cuerpo del Estado; para que todos sus miembros
puedan obrar en armonía y responder al fin para que fueron instituidos,
necesita un yo particular, una sensibilidad común a sus miembros, una fuerza,
una voluntad propias, que tiendan a su conservación. Esta existencia particular
supone asambleas, consejos, sin poder de deliberar, de resolver: derechos,
títulos, privilegios, que corresponden a un príncipe exclusivamente y que hacen
la condición del magistrado más honrosa a medida que es más penosa. Las
dificultades radican en la manera de ordenar dentro del todo este todo
subalterno de modo que no altere la constitución general al afirmar la suya; que
distinga siempre su fuerza particular, destinada a la conservación del Estado, y
que, en una palabra, esté siempre pronta a sacrificar el gobierno al pueblo y no
el pueblo al gobierno.
Por lo demás, aunque el cuerpo artificial del gobierno sea obra de otro cuerpo
artificial y no tenga más que algo como una vida subordinada, esto no impide
para que no pueda obrar con más o menos vigor o celeridad y gozar, por
decirlo así, de una salud más o menos vigorosa. Por último, sin alejarse
directamente del fin de su institución, puede apartarse en cierta medida de él,
según el modo de estar constituidos.
De todas estas diferencias es de donde nacen las distintas relaciones que debe
el gobierno mantener con el cuerpo del Estado, según las relaciones
accidentales y particulares por las cuales este mismo Estado se halla
modificado. Porque, con frecuencia, el mejor gobierno en sí llegará a ser el
más vicioso, si sus relaciones se alteran conforme a los defectos del cuerpo
político a que pertenece.
Por tanto, mientras más numerosos son los magistrados, más débil es el
gobierno. Como esta máxima es fundamental, dediquémonos a aclararla mejor.
Podemos distinguir en la persona del magistrado tres voluntades
esencialmente diferentes: primero, la voluntad propia del individuo, que no
tiende sino a su ventaja particular; segundo, la voluntad común de los
magistrados, que se refiere únicamente a la ventaja del príncipe, y que se
puede llamar voluntad de cuerpo, que es general con relación al gobierno y
particular con relación al Estado, del cual forma parte el gobierno; en tercer
lugar, la voluntad del pueblo o la voluntad soberana, que es general, tanto en
relación con el Estado, considerado como un todo, cuanto en relación con el
gobierno, considerado como parte del todo.
Una vez esto sentado, si todo el gobierno está en manos de un solo hombre,
aparecen la voluntad particular y la de cuerpo perfectamente unidas, y, por
consiguiente, en el más alto grado de intensidad que pueden alcanzar. Ahora
bien; como el uso de la fuerza depende del grado de la voluntad, y como la
fuerza absoluta del gobierno no varía nunca, se sigue que el más activo de los
gobiernos es el de uno solo.
El soberano puede, en primer lugar, entregar las funciones del gobierno a todo
el pueblo o a la mayor parte de él, de modo que haya más ciudadanos
magistrados que ciudadanos simplemente particulares. Se da a esta forma de
gobierno el nombre de democracia.
Debe observarse que todas estas formas, o al menos las dos primeras, son
susceptibles de más o de menos amplitud, alcanzándola bastante grande:
porque la democracia puede abrazar a todo el pueblo o limitarse a la mitad. La
aristocracia, a su vez, puede formarla un pequeño número indeterminado, que
no llegue a la mitad. La realeza misma es susceptible de alguna división.
Esparta tuvo constantemente dos reyes por su constitución; y se ha visto en el
Imperio romano hasta ocho emperadores a la vez, sin que se pudiese decir que
el Imperio estuviese dividido. Así, existe un punto en que cada forma de
gobierno se confunde con la siguiente, y se ve que, bajo tres solas
denominaciones, el gobierno es realmente susceptible de tantas formas
diversas como ciudadanos tiene el Estado.
No conviene que el que hace las leyes, las ejecute, ni que el cuerpo del pueblo
separe su atencion de las miras generales para fijarla en objetos particulares.
Nada mas peligroso que la influencia de los intereses particulares en los
negocios públicos; y el abuso que el gobierno puede hacer de las leyes, es un
mal menor que la corrupcion del legislador, consecuencia indispensable de las
miras particulares. Alterandose entonces el estado en su substancia, toda
reforma llega a ser imposible. Un pueblo tan perfecto que no abusase jamás
del gobierno, tampoco abusaria de la independencia; un pueblo que siempre
gobernase bien, no tendria necesidad de ser gobernado.
Por esta razón un célebre autor ha designado la virtud por principio a toda
república, pues sin ella no pueden subsistir todas estas condiciones; pero, por
no haber hecho las distinciónes necesarias, este hombre de talento ha escrito a
menudo sin exactitud, y a veces sin claridad, y no ha visto que siendo la
autoridad soberana en todas partes la misma, debe regir el mismo principio en
todo estado bien constituido; si bien es cierto que con mayor o menor extensión
según fuere la forma del gobierno.
Añádase a esto que no hay gobierno tan espuesto a las guerras civiles y a las
agitaciónes interiores como el democrático o popular, porque no hay ninguno
que tienda con tanto ímpetu y con tanta frecuencia a mudar de forma, ni que
exija mas vigilancia y valor para ser mantenido en la suya. En esta constitución
es donde el ciudadano debe armarse de mayor fuerza y constancia, y repetir
todos los dias de su vida en el fondo de su corazón lo que decia un virtuoso
palatino en la dieta de Polonia: Malo periculosam libertatem quam quietum
servitium.
CAPÍTULO V: De la aristocracia
Tenemos aquí dos personas morales muy distintas. a saber: el gobierno y el
soberano; y, por consiguiente, dos voluntades generales, una con relación a
todos los ciudadanos, y otra solamente con respecto a los miembros de la
administración. Así, aunque el gobierno pueda reglamentar su política interior
como le plazca, no puede nunca hablar al pueblo sino en nombre del soberano,
es decir, en nombre del pueblo mismo: no hay que olvidar nunca esto.
En una palabra: es el orden mejor y más natural aquel por el cual los más
sabios gobiernan a la multitud, cuando se está seguro que la gobiernan en
provecho de ella y no para el bien propio. No es necesario multiplicar en vano
estos resortes, ni hacer con veinte mil hombres lo que ciento bien elegidos
pueden hacer aún mejor. Pero es preciso reparar en que el interés de cuerpo
comienza ya aquí a dirigir menos la fuerza pública sobre la regla de la voluntad
general y que otra pendiente inevitable arrebata a las leyes una parte del poder
ejecutivo.
Por lo demás, si esta forma de gobierno lleva consigo una cierta desigualdad
de fortuna es porque, en general, la administración de los asuntos públicos
está confiada a los que mejor pueden dar todo su tiempo; pero no, como
pretende Aristóteles, porque los ricos sean siempre preferidos. Por el contrario,
importa que una elección opuesta enseñe algunas veces al pueblo que hay en
el mérito de los hombres razones de preferencia más importantes que la
riqueza.
[ 4]Es claro que la palabra optimates, entre los antiguos, no quiere decir los
mejores, sino los más poderosos.
Así, la voluntad del pueblo y la voluntad del príncipe y la fuerza pública del
Estado y la fuerza particular del gobierno, todo responde al mismo móvil, todos
los resortes de la máquina están en la misma mano, todo marcha al mismo fin;
no hay movimientos opuestos que se destruyan mutuamente. No se puede
imaginar un tipo de constitución en el cual un mínimum de esfuerzo produzca
una acción más considerable. Arquímedes. sentado tranquilamente en la playa
y sacando sin trabajo un barco a flote, se me representa como un monarca
hábil, gobernando desde su gabinete sus vastos Estados y haciendo moverse
todo con actitud de inmovilidad.
Mas si no hay gobierno que tenga más vigor, no hav otro tampoco en que la
voluntad particular tenga más imperio y domine más fácilmente a los demás;
todo marcha al mismo fin, es cierto, pero este fin no es el de la felicidad
pública, y la fuerza misma de la administración vuelve sin cesar al prejuicio del
Estado.
Los reyes quieren ser absolutos, y desde lejos se les grita que el mejor medio
de serlo es hacerse amar de sus pueblos. Esta máxima es muy bella y hasta
muy verdadera en ciertos respectos; desgraciadamente, será objeto de burla
en las cortes. El poder que i,-iene del amor a los pueblos es, sin duda, el
mayor: pero es precario, condicional, y nunca se conformarán con él los
príncipes. Los mejores reyes quieren poder ser malos si les place, sin dejar de
ser los amos. Será inútil que un serrnoneador político les diga que, siendo la
fuerza del pueblo la suya, su mayor interés es que el pueblo sea floreciente,
numeroso, temible; ellos saben muy bien que no es cierto. Su interés personal
es, en primer lugar, que el hombre sea débil, miserable y que no pueda nunca
resistírsele. Confieso que, suponiendo a los súbditos siempre perfectamente
sometidos, el interés del príncipe sería entonces que el pueblo fuese poderoso,
a fin de que, siendo suyo este poder, le hiciese temible para sus vecinos; pero
como este interés no es sino secundado y subordinado, y las dos suposiciones
son incompatibles, es natural que los príncipes den siempre la preferencia a la
máxima que es más íntimamente útil. Esto es lo que Samuel representaba en
grado suino para los hebreos, y lo que Maquiavelo ha hecho ver con evidencia.
Fingiendo dar lecciones a los reyes, se las ha dado muy grandes a los pueblos.
Del Príncípe, de Maquiavelo, es el libro de los republicanos [ 6].
Pero si es difícil que un Estado grande sea bien gobernado, lo es mucho más
que lo sea por un solo hombre, nadie ignora lo que sucede cuando el rey se
nombra sustitutos.
Para que un Estado monárquico pudiese estar bien gobernado, sería preciso
que su extensión o su tamaño fuese adecuado a las facultades del que
gobierna. Es más fácil conquistar que gobernar. Mediante una palanca
suficiente. se puede conmover al mundo con un dedo; mas para sostenerlo
hacen falta los hombros de Hércules. Por escasa que sea la extensión de un
Estado, el príncipe, casi siempre, es demasiado pequeño para él. Cuando, por
el contrario, sucede que el Estado es excesivamente diminuto para su jefe, lo
cual es muy raro, también está mal gobernado; porque el jefe, atento siempre a
su grandeza de miras, olvida los intereses de los pueblos y no los hace menos
desgraciados por el abuso de su ingenio que un jefe intelectuahnente limitado
por carecer de cualidades. Sería preciso que un reino se extendiese o se
limitase, por decirlo así, en cada reinado según los alcances del príncipe; en
cambio, tratándose de un Senado, con atribuciones más fijas, puede el Estado
ofrecer límites constantes y la administración no marchar menos bien.
¿Qué se ha hecho para prevenir estos males? Se han instituido las coronas
hereditarias en ciertas fanúlias y se ha establecido un orden de sucesión que
prevé toda disputa a la muerte de los reyes; es decir, que sustituyendo el
inconveniente de las regencias al de las elecciones, se ha preferido una
aparente tranquilidad a una administración prudente, y asimismo el exponerse
a tener por jefes niños, monstruos o imbéciles, a tener que discutir sobre la
elección de buenos reyes. No se ha reflexionado que, exponiéndose de este
modo a los riesgos de la alternativa, casi todas las probabilidades están en
contra. Era una respuesta muy sensata la del joven Denys, a quien su padre,
reprochándole una acción vergonzosa, decía: ";Te he dado yo ejemplo de
ello?" "¡Ah -respondió el hijo-, vuestro padre no era un rey !" [ 7].
Pero si, según Platón, el rey, por naturaleza, es un personaje tan raro,
¿cuántas veces concurrirán la naturaleza y la fortuna a coronarlo? Y si la
educación real corrompe necesariamente a los que la reciben, ¿qué debe
esperarse de una serie de hombres educados para reinar?. Es, pues, querer
engañarse confundir el gobierno real con el de un buen rey. Para ver lo que es
este gobierno en sí mismo es preciso considerarlo sometido a príncipes
limitados o malos, porque, sin duda, llegarán tales al trono o el trono les hará
tales.
En ocasiones hay una división igual, bien cuando las partes constitutivas están
en una dependencia mutua, como en el gobierno de Inglaterra, ya cuando la
autoridad de cada parte es independiente, pero imperfecta, como en Polonia.
Esta última forma es mala, porque no hay ninguna unidad en el gobierno y el
Estado carece de unión.
Ahora bien; este sobrante no es el mismo en todos los países del mundo. En
muchos es considerable: en otros, mediano; en algunos, nulo, y no faltan otros
en los que es negativo. Esta relación depende de la fertilidad del clima, de la
clase de trabajo que la tierra exige, de la naturaleza de sus producciones, de la
fuerza de sus habitantes, del mayor o menor consumo que les es necesario y
de otras muchas relaciones semejantes, de las cuales se compone.
De otra parte, no todos los gobiernos son de la misma naturaleza: los hay más
o menos devoradores, y las diferencias se fundan sobre el principio de que
mientras más se alejan de su origen, las contribuciones públicas son más
onerosas. No es por la cantidad de las imposiciones por lo que hay que medir
esta carga, sino por el camino que han de recorrer para volver a las manos de
donde han salido. Cuando esta circulación es rápida y está bien establecida, no
importa pagar poco o mucho, pues el pueblo es siempre rico y los fondos van
bien. Por el contrario, por poco que el pueblo dé, cuando este poco no se le
devuelve, como está siempre dando, pronto se agota: el Estado nunca es rico y
el pueblo siempre mendigo.
He aquí cómo en cada clima existen causas naturales, en vista de las cuales
se puede determinar la forma de gobierno que le corresponde, dada la fuerza
del clima, y hasta decir qué especie de habitantes debe haber.
Los lugares ingratos y estériles, donde los productos no valen el trabajo que
exigen, deben quedar incultos o desiertos, o solamente poblados de salvajes;
los lugares donde el trabajo de los hombres no dé exactamente más que lo
preciso, deben ser habitados por pueblos bárbaros: toda civilidad sería
imposible en ellos: los lugares en que el exceso del producto sobre el trabajo
es mediano, convienen a los pueblos libres: aquellos en que el terreno,
abundante y fértil, rinde mucho producto con poco trabajo, exigen ser
gobernados monárquicamente, a fin de que el lujo del príncipe consuma el
exceso de lo que es superfluo a los súbditos; porque más vale que este exceso
sea absorbido por el gobierno que disipado por los particulares. Hay
excepciones, ya lo sé: pero estas mismas excepciones confirman la regla,
porque producen, antes o después, revoluciones, que llevan la cuestión otra
vez al orden de la Naturaleza.
Supongamos que de dos terrenos iguales, uno produce cinco y otro diez. Si los
habitantes del primero consumen cuatro y los del segundo nueve, el exceso del
primer producto será un quinto y el del segundo una décima. Siendo la relación
de estos dos excesos inversa a la de los productos, el terreno que no produce
más que cinco dará un exceso doble que el del terreno que produzca diez.
Cuanto más se aproxima uno a la línea del Ecuador, con menos viven los
pueblos; casi no se come carne: el arroz, el maíz, el cuzcuz, el mijo, el cazabe
son sus alimentos ordinarios. Hay en la India millones de hombres cuyo
alimento no cuesta cinco céntimos diarios. Vemos, hasta en Europa,
diferencias sensibles en el apetito entre los pueblos del Norte y los del Sur. Un
español viviría ocho días con la comida de un alemán. En el país en que los
hombres son más voraces, el lujo se inclina también hacia las cosas de
consumo: en Inglaterra se manifiesta sobre una mesa cubierta de viandas; en
Italia se os regala azúcar y flores.
Los alimentos son mucho más sustanciosos y suculentos en los países cálidos;
es una tercera diferencia que no puede dejar de influir en la segunda. ¿Por qué
se comen tantas legumbres en ltalia? Porque son buenas, nutritivas, de
excelente gusto. En Francia, donde no se las alimenta más que de agua, no
nutren nada y casi no se cuenta con ellas para la mesa; sin embargo, no por
eso ocupan menos terreno ni dejan de costar tanto trabajo el cultivarlas. Es una
cosa experimentada que los trigos de Berbería, por lo demás inferiores a los de
Francia, rinden mucha más harina que los de Francia, y a su vez dan más que
los trigos del Norte. De donde se puede inferir que se observa una gradación
análoga, generalmente en la misma dirección, desde el Ecuador al Polo. Ahora
bien; ¿no es una desventaja visible tener en un producto igual menor cantidad
de alimento?.
Pero si se preguntase por qué signo se puede conocer que un pueblo dado
está bien o mal gobernado, sería otra cosa, y la cuestión, de hecho, podría
resolverse.
Sin embargo, no se la resuelve, porque cada cual quiere hacerlo a su manera.
Los súbditos alaban la tranquilidad pública; los ciudadanos, la libertad de los
particulares: uno prefiere la seguridad de las posesiones y otro la de las
personas; uno quiere que el mejor gobierno sea el más severo, otro sostiene
que es el más dulce; éste desea que se castiguen los crímenes, y aquél que se
les prevenga; uno encuentra bien que se sea temido por los pueblos vecinos,
otro prefiere que se viva ignorado por ellos; uno está contento cuando el dinero
circula, otro exige que el pueblo tenga pan. Aunque se estuviese de acuerdo
cobre estos puntos y otros semejantes, ¿se habría adelantado algo?
Careciendo de medida precisa las cualidades morales, aunque se estuviese de
acuerdo respecto del signo, ¿cómo estarlo respecto a la estimación de ellas?
[ 10] Se debe juzgar sobre el mismo principio de los siglos que merecen la
preferencia para la prosperididad del género humano. Han sido demasiado
admirados aquellos en que se ha visto florecer las letras y las artes, sin que se
haya penetrado el objeto secreto de su cultura ni considerado su funesto
efecto: "ldque apud imperitos humanitas vocabatur quum pars sevitutis esse,
"(*).
No veremos nunca en las máxmas de los libros el grosero interés que hace
hablar a los autores? No; aunque ellos lo digan, cuando, a pesar de su
esplendor, un país se despuebla, no es verdad que todo prospere. y no basta
que un poeta tenga cien mil libras de renta para que su siglo sea el mejor de
todos. Es preciso considerar más el bienestar de las naciones enteras y, sobre
todo, de los Estados más poblados que el reposo aparente y la tranquilidad de
sus jefes. Las granizadas desolan algunas regiones: pero rara vez producen
escasez. Los motines. las guerras civiles. amedrentan mucho a los jefes; pero
no constituyen las verdaderas desgracias de los pueblos. que pueden hasta
tener descanso mientras discuten quién los va a tiranizar. De un Estado
permanente es del que nacen prosperidades o calamidades reales para él:
cuando todo está sometido al yugo es cuando todo decae: entonces es cuando
los jefes. destruyéndolos a su gusto, "libi solitudinem faciunt, pacem appellant"
(**). Cuando las maquinaciones de los grandes agitaban el reino de Francia y
el coadjutor de París llevaba al Parlamento un puñal en el bolsillo. esto no
impedía que el pueblo francés viviese feliz y numeroso en un honesto y libre
bienestar. En otro tiempo. Grecia florecía en el seno de las más crueles
guerras: la sangre corría a ríos, y todo el país estaba cubierto de hombres:
parecía -dice Maquiavelo- que en medio de los crímenes, de las
proscripciones, de las guerras civiles. nuestra república advenía más pujante:
la virtud de sus ciudadanos, sus costumbres. su independencia. tenia más
efecto para reforzarla que todas sus discusiones para debilitarla.
En efecto, el gobierno jamás cambia de forma más que cuando, gastadas sus
energías, queda ya debilitado para poder conservar la suya. Ahora bien; si se
relajase, además, extendiéndose. su fuerza llegaría a ser completamente nula
y más difícil le sería subsistir. Es preciso, pues, fortificar y apretar el resorte a
medida que cede: de otra suerte, el Estado que sostiene sucumbirá.
Cuando el Estado se disuelve, el abuso del gobierno, cualquiera que sea, toma
el nombre común de anarquía. Distinguiendo, la democracia degenera en
oclocracia: la aristocracia. en oligarquía. Yo añadiría que la realeza degenera
en tiranía, pero esta última palabra es equívoca y exige explicación.
En el sentido vulgar, un tirano es un rey que gobierna con violencia y sin tener
en cuenta la justicia ni las leyes. En el sentido extracto, un tirano es un
particular que se arroga la autoridad real sin tener derecho a ello. Así es como
entendían los griegos la palabra tirano: la aplicaban indistintamente a los
buenos y a los malos príncipes cuya autoridad no era legítima [ 12]. Así, tirano
y usurpador son dos voces perfectamente sinónimos.
El cuerpo político, lo mismo que el cuerpo del hombre, comienza a morir desde
el nacimiento, y lleva en si mismo las causas de su destrucción. Pero uno y
otro pueden tener una constitución más o menos robusta y apropiada para
conservarla más o menos tiempo. La constitución del hombre es la obra de la
Naturaleza: la del Estado, la del Arte. No depende de los hombres el prolongar
su propia vida; pero sí, en cambio, el prolongar la del Estado tanto como es
posible, dándole la mejor constitución que pueda tener. El más perfectamente
constituido morirá, pero siempre más tarde que otro, si ningún accidente
imprevisto ocasiona su muerte antes de tiempo.
No es por las leyes por lo que subsiste el Estado, sino por el poder legislativo.
La ley de ayer no obliga hoy; pero el consentimiento tácito se presume por el
silencio, y el soberano está obligado a confirmar incesantemente las leyes que
no deroga, pudiendo hacerlo. Todo lo que se ha declarado querer una vez lo
quiere siempre, a menos que lo revoque.
¿Por qué, pues, se tiene tanto respeto a las leyes antiguas? Por esto mismo.
Se debe creer que sólo la excelencia de las voluntades antiguas ha podido
conservarlas tanto tiempo: si el soberano no las hubiese reconocido
constantemente beneficiosas, las hubiese revocado mil veces. He aquí por
qué, lejos de debilitarse las leyes, adquieren sin cesar una fuerza nueva en
todo Estado bien constituido; el prejuicio de la antigüedad las hace cada día
más venerables, mientras que dondequiera que las leyes se debilitan al
envejecer es prueba de que no hay poder legislativo y de que el Estado no vive
ya.
Los límites de lo posible en las cosas morales son menos estrechos de lo que
pensamos; nuestras debilidades, nuestros vicios, nuestros prejuicios son lo que
restringen. Las almas bajas no creen en los grandes hombres; viles esclavos,
sonríen con un aire burlón a la palabra libertad.
Pero fuera de estas asambleas jurídicas, por estar su fecha determinada, toda
asamblea del pueblo que no haya sido convocada por los magistrados
previamente nombrados a este efecto, y según las formas prescriptas, debe ser
considerada como ilegítima, y cuanto se haga en ellas como nulo, porque la
orden misma de reunión debe emanar de la ley.
Se me dirá que esto puede ser conveniente para una sola ciudad; pero ¿qué
hacer cuando el Estado comprende varias? ¿Se dividirá la autoridad soberana
o se la debe concentrar en una sola ciudad y someter a ella las restantes ?
Contesto, además, que siempre es un mal unir varias ciudades en una sola y
que, queriendo hacer esta unión, no debe uno alabarse de evitar sus
inconvenientes naturales. No se debe argumentar con el abuso de los grandes
Estados a quien sólo quiere los pequeños. Pero ¿cómo dar a los pequeños
Estados bastante fuerza para resistir a los grandes? Como en otro tiempo las
ciudades griegas resistieron el gran rey y como, más recientemente, Holanda y
Suiza han resistido a la Casa de Austria.
Acordaos de que los muros de las ciudades no se hacen sino del cascote de
las casas de campo. Por cada palacio que veo edificar en la capital, me parece
ver derrumbarse todo un país.
La soberanía no puede ser representada, por la misma razón que no puede ser
enajenada; consiste esencialmente en la voluntad general, y ésta no puede ser
representada: es ella misma o es otra; no hay término medio. Los diputados del
pueblo no son, pues, ni pueden ser, sus representantes; no son sino sus
comisarios: no pueden acordar nada definitivamente. Toda ley no ratificada en
persona por el pueblo es nula; no es una ley. El pueblo inglés cree ser libre: se
equivoca mucho: no lo es sino durante la elección de los miembros del
Parlamento; pero tan pronto como son elegidos es esclavo, no es nada. En los
breves momentos de su Libertad, el uso que hace de ella merece que la pierda.
La idea de los representantes es moderna: procede del gobierno feudal, de ese
inicuo y absurdo gobierno en el cual la especie humana se ha degradado y en
la cual el nombre de hombre ha sido deshonrado. En las antiguas repúblicas y
en las monarquías, el pueblo no tuvo jamás representantes; no se conocía esta
palabra. Es muy singular que en Roma, donde los tribunas eran tan sagrados,
no se haya ni siquiera imaginado que pudiesen usurpar las funciones del
pueblo, y que en medio de tan grande multitud no hayan intentado nunca
sustraer a su jefe un solo plebiscito. júzguese, sin embargo, de las dificultades
que originaba algunas veces la multitud por lo que ocurrió en tiempo de los
Gracos, en que una parte de los ciudadanos daban su sufragio desde los
tejados.
Entre los griegos, cuanto tenía que hacer el pueblo, lo hacía por sí mismo:
constantemente estaba reunido en la plaza. Disfrutaba de un clima suave, no
era ansioso, los esclavos hacían sus trabajos, su gran preocupación era la
libertad. No teniendo las mismas ventajas, ¿cómo conservar los mismos
derechos? Vuestros climas, más duros, os crean más necesidades [ 14] ;
durante seis meses del año la plaza pública no está habitable; vuestras
lenguas sordas no se dejan oír al aire libre: concedéis más importancia a
vuestra ganancia que a vuestra libertad, y teméis mucho menos la esclavitud
que la miseria.
No creo en modo alguno, por cuanto va dicho, que sea preciso tener esclavos
ni que el derecho de esclavitud sea legítimo, puesto que he probado lo
contrario; digo solamente las razones por las cuales los pueblos modernos, que
se creen Libres, tienen representantes y por qué los pueblos antiguos no los
tenían. De cualquier modo que sea, en el instante en que un pueblo se da
representantes ya no es Libre, ya no existe.
Examinando todo bien, no veo que sea desde ahora posible al soberano el
conservar entre nosotros el ejercicio de sus derechos si la ciudad no es muy
pequeña' Pero si es muy pequeña, ¿será subyugada, No. Haré ver a
continuación cómo se puede reunir el poder exterior de un gran pueblo con la
civilidad (police) fácil y el buen orden de un pequeño Estado.
[ 14] Adoptar en los países fríos el lujo y la molicie de los orientales es querer
encadenarse a sí mismo. es someterse a las cadenas aun de un modo más
necesario que aquéllos.
CAPÍTULO XVI: La institución del gobierno no es
un contrato
Una vez bien establecido el poder legislativo se trata de establecer del mismo
modo el poder ejecutivo: porque éste, que sólo opera por actos particulares, no
siendo de la misma esencia que el otro, se halla, naturalmente, separado de él.
Si fuese posible que el soberano, considerado como tal, tuviese el poder
ejecutivo, el derecho y el hecho estarían confundidos de tal modo que no se
sabría decir lo que es ley y lo que no lo es, y el cuerpo político, así
desnaturalizado, pronto sería presa de la violencia, contra la cual fue instituido.
Siendo todos los ciudadanos iguales por el contrato social, lo que todos deben
hacer todos pueden prescribirlo, así como nadie tiene derecho a exigir que
haga otro lo que él mismo no hace. Ahora bien; es propiamente este derecho,
indispensable para hacer vivir y para mover el cuerpo político, el que el
soberano da al príncipe al instituir el gobierno.
Muchos han pretendido que el acto de esta institución era un contrato entre el
pueblo y los jefes que éste se da; contrato por el cual se estipulaba entre las
dos partes condiciones bajo las cuales una se obligaba a mandar y la otra a
obedecer. Estoy seguro de que se convendrá que ésta es una manera extraña
de contratar. Pero veamos si es sostenible esta opinión.
Además, es evidente que este contrato del pueblo con tales o cuales personas
sería un acto particular; de donde se sigue que este contrato no podría ser una
ley ni un acto de soberanía, y que, por consiguiente, sería ilegítimo.
Se ve, además, que las partes contratantes estarían entre sí sólo bajo la ley de
naturaleza y sin ninguna garantía de sus compromisos recíprocos: lo que
repugna de todos modos al estado civil. El hecho de tener alguien la fuerza en
sus manos, siendo siempre el dueño de la ejecución, equivale a dar el título de
contrato al acto de un hombre que dijese a otro: "Doy a usted todos mis bienes
a condición de que usted me entregue lo que le plazca." No hay más que un
contrato en el Estado: el de la asociación, y éste excluye cualquier otro. No se
podría imaginar ningún contrato público que no fuese una violación del primero.
Por tanto, cuando sucede que el pueblo instituye un gobierno hereditario, sea
monárquico en una familia, sea aristocrático en una clase de ciudadanos, no
contrae un compromiso, sino que da una forma provisional a la administración,
hasta que le place ordenarla de otra manera.
Es cierto que estos cambios son siempre peligrosos y que no conviene nunca
tocar al gobierno establecido sino cuando adviene incompatible con el bien
público: pero esta circunspección es una máxima política y no una regla de
derecho, y el Estado no está más obligado a dejar la autoridad civil a sus jefes
de lo que lo está de entregar la autoridad militar a sus generales.
También es cierto que no se sabría, en semejante caso, observar con rigor las
formalidades que se requieren para distinguir un acto regular y legítimo de un
tumulto sedicioso y la voluntad de un pueblo de los clamores de una facción.
Es preciso, sobre todo, no dar al caso ocioso sino lo que no se le puede
rehusar en todo el rigor del derecho, y de esta obligación es también de donde
el príncipe saca una gran ventaja para conservar su poder, a pesar del pueblo,
sin que se pueda decir que lo haya usurpado; porque, apareciendo no usar
sino de sus derechos, le es muy fácil extenderlos e impedir, bajo el pretexto de
la tranquilidad pública, las asambleas destinadas a restablecer el orden; de
suerte que se prevale de un silencio que él impide se rompa, o de las
irregularidades que hace cometer, para suponer en su favor la confesión de
aquellos a quienes el temor hace callar y para castigar a los que se atreven a
hablar. Así es como los decenviros, habiendo sido elegidos al principio por un
año, después prorrogado su cargo por otro, intentaron retener perpetuamente
su poder, no permitiendo que los comicios se reuniesen; y este fácil medio es
el que han utilizado todos los gobiernos del mundo. una vez revestidos de la
fuerza pública, para usurpar, antes o después, la autoridad soberana.
Doy por supuesto lo que creo haber demostrado, a saber: que no hay en el
Estado ninguna ley fundamental que no se pueda revocar, ni el mismo pacto
social: porque si todos los ciudadanos se reuniesen para romper ese pacto, de
común acuerdo, no se puede dudar de que estaría legítimamente roto. Grocio
cree incluso que cada cual puede renunciar al Estado de que es miembro. y
recobrar su Libertad natural y sus bienes saliendo del país [ 15]. Ahora bien;
sería absurdo que todos los ciudadanos, reunidos, no pudiesen hacer lo que es
factible a cada uno de ellos separadamente.
[ 15] Bien entendido que no sea para eludir su deber y librarse de servir a la
patria en el momento en que tiene necesidad de nosotros. La huida sería
entonces criminal y punible: ya no sería retirada, sino deserción.
LIBRO CUARTO
Un Estado gobernado de este modo necesita muy pocas leyes, y a medida que
se hace preciso promulgar algunas, esta necesidad se siente universalmente.
El primero que las propone no hace sino decir lo que todos han sentido, y no es
cuestión, pues, ni de intrigas ni de elocuencia para dar carácter de ley a lo que
cada cual ha resuelto hacer, tan pronto como esté seguro de que los demás lo
harán como él.
Lo que engaña a los que piensan sobre esta cuestión es que, no viendo más
que Estados mal constituidos desde su origen, les impresiona la imposibilidad
de mantener en ellos una civilidad semejante; se ríen de imaginar todas las
tonterías de qué un pícaro sagaz, un charlatán insinuante, podrían persuadir al
pueblo de París o de Londres. No saben que Cromwell hubiese sido castigado
a ser martirizado por el pueblo de Berna, y al duque de Beaufort le habrían sido
aplicadas las disciplinas por los genoveses.
En fin: cuando el Estado, próximo a su ruina, no subsiste sino por una fórmula
ilusoria y vana; cuando el vínculo social se ha roto en todos los corazones;
cuando el más vil interés se ampara descaradamente en el nombre sagrado del
bien público, entonces la voluntad general enmudece: todos, guiados por
motivos secretos, no opinan ya como ciudadanos, como si el Estado no
hubiese existido jamás, y se hace pasar falsamente por leyes decretos inicuos,
que no tienen por fin más que el interés particular.
¿Se sigue de aquí que la voluntad general esté aniquilada o corrompida? No.
Ésta es siempre constante, inalterable, pura; pero está subordinada a otras que
se hallan por encima de ella. Cada uno, separando su interés del interés
común, se ve muy bien que no puede separarlo por completo; pero su parte del
mal público no le parece nada, en relación con el bien exclusivo que pretende
apropiarse. Exceptuando este bien particular, quiere el bien general, por su
propio interés, tan fuertemente como ningún otro. Aun vendiendo su sufragio
por dinero, no extingue en sí la voluntad general; la elude. La falta que comete
consiste en cambiar el estado de la cuestión y en contestar otra cosa de lo que
se le pregunta; de modo que en vez de decir, respecto de un sufragio: "Es
ventajoso para tal hombre o para tal partido que tal o cual opinión se acepte."
Así, la ley de orden público, en las asambleas, no consiste tanto en mantener
la voluntad general como en hacer que sea en todos los casos interrogada y
que responda siempre.
Tendría que hacer aquí muchas reflexiones sobre el simple derecho a votar en
todo acto de soberanía, derecho que nadie puede quitar a los ciudadanos, y
sobre el de opinar, proponer, dividir, discutir, que el gobierno tiene siempre
gran cuidado en no dejar sino a sus miembros; pero este importante asunto
exigiría un tratado aparte y no puedo decirlo todo en éste.
No hay más que una sola ley que por su naturaleza exija un consentimiento
unánime: el pacto social, porque la asociación civil es el acto más voluntario del
mundo: habiendo nacido libre todo hombre y dueño de sí mismo, nadie puede,
con ningún pretexto, sujetarlo sin su asentimiento. Decidir que el hijo de una
esclava nazca esclavo es decidir que no nace hombre.
Fuera de este contrato primitivo, la voz del mayor número obliga siempre a
todos los demás: es una consecuencia del contrato mismo. Pero se pregunta
cómo un hombre puede ser libre y obligado a conformarse con las voluntades
que no son las suyas. ¿Cómo los que se oponen son libres, aun sometidos a
leyes a las cuales no han dado su consentimiento?
Esto supone que todos los caracteres de la voluntad general coinciden con los
de la pluralidad, y si cesan de coincidir, cualquiera que sea el partido que se
adopte, ya no hay libertad.
Dos máximas generales pueden servir para reglamentar estas relaciones: una,
que cuanto más graves e importantes son las deliberaciones, más debe
aproximarse a la unanimidad la opinión dominante; la otra, que cuanta más
celebridad elige el asunto debatido, más estrechas deben ser las diferencias de
las opiniones; en las deliberaciones que es preciso terminar inmediatamente, la
mayoría de un solo voto debe bastar. La primera de estas máximas parece
convenir más a las leyes y la segunda a los asuntos. De cualquier modo que
sea, sobre su combinación es sobre lo que se establecen las mejores
relaciones que se pueden conceder a la pluralidad para pronunciarse en uno u
otro sentido.
[ 1] Hist.. 1. 85 (Ed.)
Si se fija uno en que la elección de los jefes es una función del gobierno y no
de la soberanía, se verá por qué el procedimiento de la suerte está más en la
naturaleza de la democracia, en la cual la administración es tanto mejor cuanto
menos se repiten los actos.
[ 4] Es claro que la palabra optimates, entre los antiguos, no quiere decir los
mejores, sino los más poderosos.
Dobló de este modo las tres antiguas centurias de caballería y añadió otras
doce, pero siempre bajo los antiguos nombres; medio simple y juicioso por el
cual acabó de distinguir el cuerpo de los caballeros del pueblo sin hacer que
murmurase este último.
A estas cuatro tribus urbanas añadió Servio otras quince, llamadas tribus
rústicas, porque estaban formadas de los habitantes del campo, repartidas en
otros tantos cantones. A continuación se hicieron otras tantas nuevas, y el
pueblo romano se encontró al fin dividido en treinta y cinco tribus, número a
que quedaron reducidas hasta el final de la república.
De esta distinción de las tribus de la ciudad y de las tribus del campo resultó un
efecto digno de ser observado, porque no hay ejemplo semejante y porque
Roma le debió, a la vez, la conservación de sus costumbres y del crecimiento
de su Imperio. Se podría creer que las tribus urbanas se arrogaron en seguida
el poder y los honores y no tardaron en envilecer las tribus rústicas: fue todo lo
contrario. Es sabido el gusto de los primeros romanos por la vida campestre.
Esta afición provenía del sabio fundador, que unió a la libertad los trabajos
rústicos y militares y relegó, por decirlo así, a la ciudad las artes, los oficios, las
intrigas, la fortuna y la esclavitud.
Así, todo lo que Roma tenía de ilustre procedía de vivir en los campos y de
cultivar las tierras, y se acostumbraron a no buscar sino allí el sostenimiento de
la república. Este Estado, siendo el de los más dignos patricios, fue honrado
por todo el mundo; la vida sencilla y laboriosa de los aldeanos fue preferida a la
vida ociosa y cobarde de los burgueses de Roma, y aquel que no hubiese sido
sino un desgraciado proletario en la ciudad, labrando los campos llegó a ser un
ciudadano respetado. No sin razón -dice Varron- establecieron nuestros
magnánimos antepasados en la ciudad un plantel de estos robustos y valientes
hombres, que los defendían en tiempo de guerra y los alimentaban en los de
paz. Plinio dice positivamente que las tribus de los campos eran honradas a
causa de los hombres que las componían, mientras que se llevaba como signo
de ignominia a las de la ciudad a los cobardes, a quienes se quería envilecer.
El sabino Apio Claudio, habiendo ido a establecerse a Roma, fue colmado de
honores e inscrito en una tribu rústica, que tomó desde entonces el nombre de
su familia. En fin, los libertos entraban todos en las tribus urbanas, jamás en las
rurales; y no hay durante toda la república un solo ejemplo de ninguno de estos
libertos que llegase a ninguna magistratura, aunque hubiese llegado a ser
ciudadano.
Esta máxima era excelente; pero fue llevada tan lejos, que resultó, al fin, un
cambio y ciertamente un abuso en la vida pública.
Ocurrió, además, que estando más al alcance de todos las tribus de la ciudad,
llegaron con frecuencia a ser las más fuertes en los comicios y vendieron el
Estado a los que compraban los sufragios de la canalla que las componían.
Respecto a las curias, habiendo hecho el fundador diez de cada tribu, se halló
todo el pueblo romano encerrado en los muros de la ciudad y se encontró
compuesto de treinta curias, cada una de las cuales tenía sus templos, sus
dioses, sus oficiales, sus sacerdotes y sus fiestas, llamadas compitalia,
análogas a la paganalia que tuvieron posteriormente las tribus rústicas.
No pudiendo repartiese por igual este número de treinta entre las cuatro tribus
en el nuevo reparto de Servio, no quiso éste tocarlas, y las curias
independientes de las tribus llegaron a ser otra división de los habitantes de
Roma; pero no se trató de curias, ni en las tribus rústicas ni en el pueblo que
las componía, porque habiéndose convertido las tribus en instituciones
puramente civiles, y habiendo sido introducida otra organización para el
reclutamiento de las tropas, resultaron superfluas las divisiones militares de
Rómulo. Así, aunque todo ciudadano estuviese inscrito en una tribu, distaba
mucho de estarlo en una curia.
Servio hizo una tercera división que no tenía ninguna relación con las dos
precedentes, y esta tercera llegó a ser por sus efectos la más importante de
todas. Distribuyó el pueblo romano en seis clases, que no distinguió ni por el
lugar ni por los hombres, sino por los bienes: de modo que las primeras clases
las nutrían los ricos: las últimas, los pobres, y las medias, los que disfrutaban
una fortuna intermedia. Estas seis clases estaban subdivididas en ciento
noventa y tres cuerpos, llamados centurias, y estos cuerpos distribuidos de tal
modo que la primera clase comprendía ella sola más de la mitad de aquéllos, y
la última exclusivamente uno. De esta suerte resulta que la clase menos
numerosa en hombres era la más numerosa en centurias, y que la última clase
no contaba más que una subdivisión, aunque contuviese más de la mitad de
los habitantes de Roma.
Sin decidir aquí si este último empadronamiento era bueno o malo en sí mismo,
creo poder afirmar que sólo las costumbres sencillas de los primeros romanos,
su desinterés, su gusto por la agricultura, su desprecio por el comercio y por la
avidez de las ganancias, podían hacerlo practicable. ¿Dónde está el pueblo
moderno en el cual el ansia devoradora, el espíritu inquieto, la intriga, los
cambios continuos, las perpetuas revoluciones de las fortunas, puedan dejar
subsistir veinte años una organización semejante sin transformar todo el
Estado?. Es preciso notar bien que las costumbres y la censura, más fuertes
que esta misma institución, corrigieron los vicios de ella en Roma, y que hubo
ricos que se vieron relegados a la clase de los pobres por haber ostentado
demasiado su riqueza.
De todo esto se puede colegir fácilmente por qué no se ha hecho mención, casi
nunca, más que de cinco clases, aunque realmente haya habido seis. La sexta,
como no proveía ni de soldados al ejército ni de votantes al campo de Marte [
9], y como además no era casi de ninguna utilidad en la república, rara vez se
contaba con ella para nada.
Tales fueron las diferentes divisiones del pueblo romano. Veamos ahora el
efecto que producían en las asambleas. Estas asambleas, legítimamente
convocadas, se llamaban comicios, tenían lugar ordinariamente en la plaza de
Roma o en el campo de Marte, y se distinguían en comicios por curias,
comicios por centurias y comicios por tribus, según cuál de estas tres formas le
servía de base. Los comicios por curias habían sido instituidos por Rómulo; los
por centurias, por Servio, y los por tribus, por los tribunos del pueblo. Ninguna
ley recibía sanción, ningún magistrado era elegido sino en los comicios, y como
no había ningún ciudadano que no fuese inscrito en una curia, en una centuria
o en una tribu, se sigue que ningún ciudadano era excluido del derecho de
sufragio y que el pueblo romano era verdaderamente soberano, de derecho y
de hecho.
Las leyes y la elección de los jefes no eran los únicos puntos sometidos al
juicio de los comicios. Habiendo usurpado el pueblo romano las funciones más
importantes del gobierno, se puede decir que la suerte de Europa estaba
reglamentada por sus asambleas. Esta variedad de objetos daba lugar a las
diversas formas que tomaban aquéllas según las materias sobre las cuales
tenía que decidir.
El haber subsistido bajo los reyes hasta Servio esta misma forma de las curias,
y el no ser considerado como legítimo el reinado del último Tarquino, fueron la
causa de que se distinguiesen generalmente las leyes reales con el nombre de
leges cariatae.
El segundo medio consistía en que, en vez de hacer primero votar las centurias
según su orden, lo que habría obligado a comenzar siempre por la primera, se
sacaba una a la suerte, y aquélla [ 10] procedía sola a la elección; después de
lo cual todas las centurias, Ramadas otro día, según su rango, repetían la
misma elección, y por lo común la confirmaban. Se quitó así la autoridad del
ejemplo al rango para dársela a la suerte, según el principio de la democracia.
Resultaba de este uso otra ventaja aún: que los ciudadanos del campo tenían
tiempo, entre dos elecciones, de informarse del mérito del candidato nombrado
provisionalmente, a fin de dar su voto con conocimiento de causa. Mas, con
pretexto de celeridad, se acabó por abolir este uso, y las dos elecciones se
hicieron el mismo día.
Los comicios por tribus eran propiamente el Consejo del pueblo romano. No se
convocaba más que por los tribunos: los tribunos eran allí elegidos y llevaban a
cabo sus plebiscitos. No solamente no tenía el Senado ninguna autoridad en
estos comicios, sino ni siquiera el derecho de asistir; y obligados a obedecer
leyes sobre las cuales no habían podido votar, los senadores eran, en este
respecto, menos libres que los últimos ciudadanos.
Esta injusticia estaba muy mal entendida, y bastaba ella sola para invalidar
derechos de un cuerpo en que no todos sus miembros eran admitidos. Aun
cuando todos los patricios hubiesen asistido a estos comicios, por el derecho
que tenían a ello dada su calidad de ciudadanos, al advenir simples
particulares, no hubiesen influido casi nada en una forma de sufragios que se
recogían por cabeza y en que el más insignificante proletario podía tanto como
el príncipe del Senado.
Se ve, pues, que, además del orden que resultaba de estas diversas
distribuciones para recoger los sufragios de un pueblo tan numeroso, estas
distribuciones no se reducían a formas indiferentes en sí mismas, sino que
cada una tenía efectos relativos a los aspectos que la hacían preferible.
Sin entrar en más detalles, resulta de las aclaraciones precedentes que los
comicios por tribus eran los más favorables para el gobierno popular, y los
comicios por centurias, para la aristocracia. Respecto a los comicios por curias,
en que sólo el populacho de Roma formaba la mayoría, como no servían sino
para favorecer la tiranía y los malos propósitos, cayeron en el descrédito,
absteniéndose los mismos sediciosos de utilizar un medio que ponía
demasiado al descubierto sus proyectos. Es cierto que toda la majestad del
pueblo romano no se encontraba más que en los comicios por centurias,
únicos completos; en tanto que en los comicios por curias faltaban las tribus
rústicas, y en los comicios por tribus, el Senado y los patricios.
Se distribuyó, pues, a los ciudadanos unas tabletas, mediante las cuales cada
uno podía votar sin que se supiese cuál era su opinión; se establecieron
también nuevas formalidades para recoger las tabletas, el recuento de los
votos, la comparación de los números, etc.; lo cual no impidió que la fidelidad
de los oficiales encargados de estas funciones fuese con frecuencia
sospechosa [ 11]. Se hicieron, en fin, para impedir las intrigas y el tráfico de los
sufragios, edictos, cuya inutilidad demostró la multitud.
[ 9] Esto no contradice lo que he dicho antes (lib. II, cap. IX) sobre los
inconvenientes de los grandes Estados, porque se retrataba allí a la autoridad
gubernativa sobre sus miembros y se trata de su fuerza contra los súbditos.
Sus miembros dispersos le sirven de punto de apoyo para obrar de lejos sobre
el pueblo; pero no tiene ningún punto de apoyo para obrar directamente sobre
sus miembros mismos. Así, en uno de los casos, la longitud de la palanca es
causa de su debilidad, y de fuerza en el otro.
[ 10] Se debe juzgar sobre el mismo principio de los siglos que merecen la
preferencia para la prosperididad del género humano. Han sido demasiado
admirados aquellos en que se ha visto florecer las letras y las artes, sin que se
haya penetrado el objeto secreto de su cultura ni considerado su funesto
efecto: "ldque apud imperitos humanitas vocabatur quum pars sevitutis esse,
"(*).
No veremos nunca en las máxmas de los libros el grosero interés que hace
hablar a los autores? No; aunque ellos lo digan, cuando, a pesar de su
esplendor, un país se despuebla, no es verdad que todo prospere. y no basta
que un poeta tenga cien mil libras de renta para que su siglo sea el mejor de
todos. Es preciso considerar más el bienestar de las naciones enteras y, sobre
todo, de los Estados más poblados que el reposo aparente y la tranquilidad de
sus jefes. Las granizadas desolan algunas regiones: pero rara vez producen
escasez. Los motines. las guerras civiles. amedrentan mucho a los jefes; pero
no constituyen las verdaderas desgracias de los pueblos. que pueden hasta
tener descanso mientras discuten quién los va a tiranizar. De un Estado
permanente es del que nacen prosperidades o calamidades reales para él:
cuando todo está sometido al yugo es cuando todo decae: entonces es cuando
los jefes. destruyéndolos a su gusto, "libi solitudinem faciunt, pacem appellant"
(**). Cuando las maquinaciones de los grandes agitaban el reino de Francia y
el coadjutor de París llevaba al Parlamento un puñal en el bolsillo. esto no
impedía que el pueblo francés viviese feliz y numeroso en un honesto y libre
bienestar. En otro tiempo. Grecia florecía en el seno de las más crueles
guerras: la sangre corría a ríos, y todo el país estaba cubierto de hombres:
parecía -dice Maquiavelo- que en medio de los crímenes, de las
proscripciones, de las guerras civiles. nuestra república advenía más pujante:
la virtud de sus ciudadanos, sus costumbres. su independencia. tenia más
efecto para reforzarla que todas sus discusiones para debilitarla.
Este cuerpo, que llamaré tribunado, es el conservador de las leyes y del poder
legislativo. Sirve, a veces, para proteger al soberano contra el gobierno, como
hacían en Roma los tribunos del pueblo: otras, para sostener al gobierno contra
el pueblo, como hace ahora en Venecia el Consejo de los Diez, y en otras
ocasiones, para mantener el equilibrio de ambas partes, como los éforos en
Esparta.
El tribunado no es una parte constitutiva de la ciudad, y no debe tener parte
alguna del poder legislativo ni del ejecutivo; pero, por esto mismo, es mayor la
suya, porque no pudiendo hacer nada, puede impedirlo todo. Es más sagrado y
más reverenciado, como defensor de las leyes, que el príncipe que las ejecuta
y que el soberano que las da. Esto se vio claramente en Roma cuando los
soberbios patricios, que despreciaron siempre al pueblo entero, fueron
obligados a doblegarse ante un simple funcionario del pueblo que no tenía ni
auspicios ni jurisdicción.
El mejor medio de prevenir las usurpaciones de tan temible cuerpo, medio del
cual ningún gobierno se ha dado cuenta hasta ahora, sería no hacer este
cuerpo permanente, sino reglamentar los intervalos durante los cuales
permanecería suprimido. Estos intervalos, que no deberían ser tan grandes
que dejasen tiempo de que se consolidasen los abusos, pueden ser fijados por
la ley, de manera que resulte fácil reducirlos, en caso de necesidad, a
comisiones extraordinarias.
Este error les hizo cometer grandes faltas; por ejemplo, la de no haber
nombrado un dictador en el asunto de Catilina, pues como se trataba de una
cuestión del interior de la ciudad y, a lo más, de alguna provincia de Italia, dada
la autoridad sin límites que las leyes concedían al dictador, hubiese disipado
fácilmente la conjura, que sólo fue ahogada por un concurso feliz de azares
que nunca debe esperar la prudencia humana.
Por lo demás, de cualquier modo que sea conferida esta importante comisión,
es preciso limitar su duración a un término muy corto, a fin de que no pueda
nunca ser prolongado. En las crisis que dan lugar a su implantación, el Estado
es inmediatamente destruido o salvado y, pasada la necesidad apremiante, -la
dictadura, o es tiránica, o vana. En Roma, los dictadores no lo eran más que
por seis meses; pero la mayor parte de ellos abdicaron antes de este plazo. Si
éste hubiese sido más largo, acaso habrían tenido la tentación de prolongarlo,
como lo hicieron los decenviros con el de un año. El dictador no disponía de
más tiempo que el que necesitaba para proveer a la necesidad que había
motivado su elección; mas no lo tenía para pensar en otros proyectos.
Lejos, pues, de que el tribunal censorias sea el árbitro de la opinión del pueblo,
no es sino su declarador, y tan pronto como se aparte de él sus decisiones son
vanas y no surten efecto.
Se sigue de aquí que la censura puede ser útil para conservar las costumbres,
jamás para restablecerlas. Estableced censores durante el vigor de las leyes;
mas tan pronto como éstas lo hayan perdido, todo está perdido: nada legítimo
tendrá fuerza cuando carezcan de ella las leyes.
[ 14] No hago más que indicar en este capítulo lo que ya he tratado más
extensamente en la Lettre a M. d'Alambert.
[ 16] Eran de otra isla, que la delicadeza de la lengua francesa prohibe nombrar
en esta ocasión. Se comprende difícilmente cómo el nombre de una isla puede
herir la delicadeza de la lengua francesa. Para comprenderlo, hay que saber
que Rousseau ha tomado este rasgo de Plutarco (Dicts notables des
Lacédémoniens), quien lo cuenta con toda su crudeza y lo atribuye a los
habitantes de Chio. Rousseau, al no nombrar esta isla, ha querido evitar un
juego de palabras y no excitar la risa en un asunto serio.
Aelien (lib. Il, cap. XV) refiere también este hecho: pero aminora el bochorno
diciendo que el tribunal de los éforos fue cubierto de hollín. (Nota de M.
Petitain.).
Del solo hecho de que a la cabeza de esta sociedad política se pusiese a Dios
resultó que hubo tantos dioses como pueblos. Dos pueblos extraños uno a
otro, y casi siempre enemigos, no pudieron reconocer durante mucho tiempo
un mismo señor; dos ejércitos que se combaten, no pueden obedecer al mismo
jefe. Así, de las divisiones nacionales resultó el politeísmo, y de aquí la
intolerancia teológico y civil, que, naturalmente, es la misma, como se dirá a
continuación.
La fantasía que tuvieron los griegos para recobrar sus dioses entre los pueblos
bárbaros provino de que se consideraban también soberanos naturales de
estos pueblos. Pero existe en nuestros días una erudición muy ridícula, como
es la que corre sobre la identidad de los dioses de las diversas naciones.
¡Como si Moloch, Saturno y Cronos pudiesen ser el mismo dios! ¡Como si el
Baal de los fenicios, el Zeus de los griegos y el Júpiter de los latinos pudiesen
ser el mismo! ¡Como si pudiese quedar algo de común a seres quiméricos que
llevan diferentes nombres!
Pero cuando los judíos, sometidos a los reyes de Babilonia y más tarde a los
reyes de Siria, quisieron obstinarse en no reconocer más dios que el suyo, esta
negativa, considerada como una rebelión contra el vencedor, les atrajo las
persecuciones que se leen en su historia, y de las cuales no se ve ningún otro
ejemplo antes del cristianismo [ 18].
Estando, pues, unida cada religión únicamente a las leyes del Estado que las
prescribe, no había otra manera de convertir a un pueblo que la de someterlo,
ni existían más misioneros que los conquistadores, y siendo ley de los vencidos
la obligación de cambiar de culto, era necesario comenzar por vencer antes de
hablar de ello. Lejos de que los hombres combatiesen por los dioses, eran,
como en Homero, los dioses los que combatían por los hombres: cada cual
pedía al suyo la victoria y le pagaba con nuevos altares. Los romanos, antes de
tomar una plaza, intimaban a sus dioses a abandonarla, y cuando dejaban a
los tarentinos con sus dioses irritados es que consideraban a estos dioses
como sometidos a los suyos u obligados a rendirles homenaje. Dejaban a los
vencidos sus dioses, como les dejaban sus leyes. Una corona al Júpiter del
Capitobo era con frecuencia el único tributo que les imponían.
En fin: habiendo extendido los romanos su culto y sus dioses al par que su
Imperio, y habiendo adoptado con frecuencia ellos mismos los de los vencidos,
concediendo a unos y a otros el derecho de ciudad, halláronse insensiblemente
los pueblos de este vasto Imperio con multitud de dioses y de cultos, los
mismos próximamente, en todas partes; y he aquí cómo el paganismo no fue al
fin en el mundo conocido sino una sola y misma religión.
De todos los autores cristianos, el filósofo Hobbes es el único que ha visto bien
el mal y el remedio; que se ha atrevido a proponer reunir las dos cabezas del
águila y reducir todo a unidad política, sin lo cual jamás estará bien constituido
ningún Estado ni gobierno. Pero ha debido ver que el espíritu dominador del
cristianismo era incompatible con su sistema, y que el interés del sacerdote
sería siempre más fuerte que el del Estado. Lo que ha hecho odiosa su política
no es tanto lo que hay de horrible y falso en ella cuanto lo que encierra de justo
y cierto [ 20].
Yo creo que desarrollando desde este punto de vista los hechos históricos se
refutaría fácilmente los sentimientos opuestos de Bayle y de Warburton, uno de
los cuales pretende que ninguna religión es útil al cuerpo político, en tanto
sostiene el otro, por el contrario, que el cristianismo es el más firme apoyo de
él. Se podría probar al primero que jamás fue fundado un Estado sin que la
religión le sirviese de base, y al segundo, que la ley cristiana es en el fondo
más perjudicial que útil a la fuerte constitución del Estado. Para terminar de
hacerme entender, sólo hace falta dar un poco más de precisión a las ideas
demasiado vagas de religión relativas a mi asunto.
La religión, considerada en relación con la sociedad, que es o general o
particular, puede también dividirse en dos clases, a saber: la religión del
hombre y la del ciudadano. La primera, sin templos, sin altares, sin ritos,
limitada al culto puramente interior del Dios supremo y a los deberes eternos
de la Moral, es la pura y simple religión del Evangelio, el verdadero teísmo y lo
que se puede llamar el derecho divino natural. La otra, inscrita en un solo país,
le da sus dioses, sus patronos propios y tutelares; tiene sus dogmas, sus ritos y
su culto exterior, prescrito por leyes. Fuera de la nación que la sigue, todo es
para ella infiel, extraño, bárbaro; no entiende los deberes y los derechos del
hombre sino hasta donde llegan sus altares. Tales fueron las religiones de los
primeros pueblos, a las cuales se puede dar el nombre de derecho divino, civil
o positivo.
Existe una tercera clase de religión, más rara, que dando a los hombres dos
legislaciones, dos jefes, dos patrias, los somete a deberes contradictorios y les
impide poder ser a la vez devotos y ciudadanos. Tal es la religión de los lamas,
la de los japoneses y el cristianismo romano. Se puede llamar a esto la religión
del sacerdote, y resulta de ella una clase de derecho mixto e insociable que no
tiene nombre.
Pero es mala porque, estando fundada sobre el error y la mentira, engaña a los
hombres, los hace crédulos, supersticiosos y ahoga el verdadero culto de la
Divinidad en un vano ceremonial. Es mala, además, porque al ser exclusiva y
tiránica hace a un pueblo sanguinario e intolerante, de modo que no respira
sino ambiente de asesinatos y matanzas, y cree hacer una acción santa
matando a cualquiera que no admite sus dioses. Esto coloca a un pueblo
semejante en un estado natural de guerra con todos los demás, muy perjudicial
para su propia seguridad.
Mas no teniendo esta religión ninguna relación con el cuerpo político, deja que
las leyes saquen la fuerza de sí mismas, sin añadirle ninguna otra, y de aquí
que uno de los grandes lazos de la sociedad particular quede sin efecto. Más
aún; lejos de unir los corazones de los ciudadanos al Estado, los separa de él
como de todas las cosas de la tierra. No conozco nada más contrario al espíritu
social.
Digo más: que esta supuesta sociedad no sería, con toda esta perfección, ni la
más fuerte ni la más durable; en fuerza de ser perfecta, carecería de unión, y
su vicio destructor radicaría en su perfección misma.
Cada cual cumpliría su deber: el pueblo estaría sometido a las leyes; los jefes
serían justos y moderados; los magistrados, íntegros, incorruptibles; los
soldados despreciarían la muerte; no habría ni vanidad ni lujo. Todo esto está
muy bien; pero miremos más lejos.
Se nos dice que las tropas cristianas son excelentes: yo lo niego: que se me
muestre alguna. Por lo que a mí toca, no conozco tropas cristianas. Se me
citarán las Cruzadas. Sin discutir el valor de las Cruzadas, haré notar que, lejos
de ser cristianos, eran soldados del sacerdote, eran ciudadanos de la Iglesia,
se batían por su país espiritual, que él había convertido en temporal no se sabe
cómo. Interpretándolo como es debido, esto cae dentro del paganismo; puesto
que el Evangelio no establece en parte alguna una religión nacional, toda
guerra sagrada se hace imposible entre los cristianos.
Bajo los emperadores paganos, los soldados cristianos eran valientes; todos
los autores cristianos lo afirman, y yo lo creo; se trataba de una emulación de
honor contra las tropas paganas. Desde que los emperadores fueron cristianos,
esta emulación desapareció, y cuando la cruz hubo desterrado al águila. todo
el valor romano dejó de existir.
[ 17] "Nonne ea quac possidet Chamos deus tuus. tibi jure debentur? ", (jug.,
XI, 24.) Tal es el texto de la Vulgata. El P. de Carriéres lo ha traducido: "¿No
creéis tener derecho a poseer lo que pertenece a Chamos, vuestro dios?" Yo
ignoro la fuerza del texto hebreo: pero veo que, en la Vulgata, Jefté reconoce
positivamente el derecho del dios Chamos, y que el traductor francés debilita
este reconocimiento por un según vosotros que no está en el latín.
[ 18] Es evidente que la guerra de los focenses, llamada guerra sagrada, no era
una guerra de religión: tenía por objeto castigar sacrilegios y no someter
infieles.
[ 19] Es preciso notar bien que no son tanto asambleas formales, cuales las de
Francia, las que unen el clero en un cuerpo, como la comunión de las Iglesias.
La comunión y la excomunión son el pacto social del clero: pacto con el cual
será siempre el dueño de los pueblos y de los reyes. Todos los sacerdotes que
comulgan juntos son ciudadanos, aunque estén en los dos extremos del
mundo. Esta invención es una obra maestra en política. No había nada
semejante entre los sacerdotes paganos: por ello no hicieron nunca del clero
un cuerpo.
[ 20] Ved, entre otras, en una carta de Grotius a su hermano, del 11 de abril de
1643, lo que este sabio aprueba y lo que censura respecto del libro De Cive. Es
cierto que, llevado por la indulgencia, parece perdonar al autor el bien en aras
del mal; pero todo el mundo no es tan clemente.
[ 23] Siendo, por ejemplo, un contrato civil el matrimonio, tiene efectos civiles,
sin los cuales es imposible que exista la sociedad. Supongamos que un clero
termina por atribuirse a sí exclusivamente el derecho de autorizar este acto,
derecho que necesariamente debe usurpar en toda religión intolerante, ¿no es
evidente que al hacer valer para ello la autoridad de la Iglesia hará vana la del
príncipe, que no tendría más súbditos que los que el clero les quiere dar?
Dueño de casar o no casar a las personas, según tengan o no tal o cual
doctrina, según admitan o rechacen tal o cual formulario. según le sean más o
menos sumisos. conduciéndose prudentemente y manteniéndose firmes, ¿no
es claro que dispondría sólo él de las herencias, de los cargos, de los
ciudadanos, del Estado mismo, que no podría subsistir una vez compuesto sólo
de bastardos? Pero se dirá: se estimará esto abuso, se aplazará, se decretará
y se te someterá al poder temporal. ¡Qué lástima! El clero, por poco que tenga,
no digo de valor, sino de buen sentido, dejará hacer y seguirá su camino:
dejará tranquilamente apelar, aplazar, decretar, embargar, y acabará por ser
dueño. Me parece que no es un sacrificio muy grande abandonar una parte
cuando se está seguro de apoderarse de todo.
[ 24] Un historiador refiere que, habiendo hecho celebrar el rey una conferencia
ante él entre doctores de una y otra Iglesia, y viendo que un ministro estaba de
acuerdo en que se podía salvar uno en la religión de los católicos, tomó Su
Majestad la palabra y dijo a este ministro: "¡Cómo! ¿Estáis de acuerdo en que
se puede uno salvar en la religión de estos señores?"Al responderle el ministro
que no lo dudaba, siempre que se viviese bien, le contestó muy juiciosamente:
"La prudencia quiere, pues, que yo sea de su religión y no de la vuestra:
porque siendo de la suya me salvo, según ellos y según vos, y siendo de la
vuestra, me salvo, según vos, pero no según ellos. Por tanto, la prudencia me
aconseja que siga lo más seguro."(Pereflxe, Hist. d'Henri IV.)