Presencia de José Antonio
Presencia de José Antonio
Presencia de José Antonio
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OPORTUNIDAD DE LA CONMEMORACION
AGRADEZCO al Mando, en primer lugar, su invitación para participar en este acto. Es para
mí siempre cosa grata venir a Barcelona, pues me encanta esta gran ciudad, que ha sabido
conservar con genial tino las reliquias de una civilización milenaria; todos esos edificios,
instituciones y costumbres que proclaman muy alto la grandeza y la belleza de Barcelona en
las diferentes épocas de su historia gloriosa; y todo ello, y el sosiego y el recato de un pueblo
con solera, con tradición, lo hace compatible con el pulso firme, recio, de su saludable y
prometedora modernidad. Que eso es la cultura, ese sentido en la asimilación de esfuerzos de
las generaciones sucesivas, el crecimiento, el desarrollo orgánico y armonioso. Y
especialmente grato, honroso y hasta emocionante para mí es hablar ahora al pueblo y a la
Falange de Barcelona, a una Falange tan distinguida en guerra y paz, en combate y trabajo,
como la Falange barcelonesa.
Que también sabe mucho de lealtad y de firmeza. Sabe, y está dispuesta a defenderlo con
la vida de cada uno de sus camaradas, que nuestra historia, la historia de nuestro Movimiento,
tejida de sacrificios y de gloria, no puede ser aventada como la paja en una era, ni
desvanecerse en el aire como el humo de un cohete.
Por eso estamos aquí hoy, a los veinticuatro años del sacrificio de nuestro Fundador, y, con
la gracia de Dios, estaremos dentro de otros tantos. El mantenernos firmes, que es una virtud
de consecuencia, de lealtad, de fortaleza, no quiere decir que estemos anquilosados ni
paralíticos, sino, por el contrario, flexibles, permeables, dispuestos a mejorar lo que sea
imperfecto. Como en el ejemplo que antes contemplábamos de Barcelona como ciudad
orgánica, todo organismo vivo se manifiesta por el movimiento, por la renovación de sus
células. Que a una escultura, terminada y perfecta, que ya no cambia ni varía, yerta en la
tallada belleza de su mármol, le podremos prestar admiración, pero no otra cosa, pues no nos
sirve para la vida. Y nuestro Movimiento no ha de ser sólo la más bella aventura política, la
doctrina más sugestiva y la historia más heroica y gloriosa, sino además algo que por estar vivo
sirve para la vida del pueblo español de hoy y de mañana.
Alguien por ahí nos podrá reprochar, con mala intención, que con actos de conmemoración
como éste pretendemos perpetuar recuerdos de guerra, de odios y de muerte. Pero vosotros
sabéis como yo que este acto es todo lo contrario: Un acto de paz, de hermandad entre
españoles, de unidad, de amor. Y ocurre además que no podría ser de otra manera. Un
dirigente marxista -me molesta repetir su nombre habla ahora de la que llama «generación
fratricida», la generación de la guerra, a la que quiere oponer la generación posterior, que
denomina «generación fraterna». Esto es una gran infamia, desde luego hábil desde su punto
de vista, porque a él le interesa cancelar la gloria del sacrificio y enfrentar a una generación con
otra. Pero constituye, como os decía, una gran infamia. La juventud de entonces fué a la guerra
no por culpas propias, sino ajenas. Fuimos a la guerra porque no había otro remedio para
salvar a España; fuimos con amor y con dolor, pensando siempre en lograr por caminos tan
heroicos y terribles la unidad de todos los españoles, para siempre.
Nosotros, en vez de confundir a la generación mártir en una condenación global,
reivindicamos el carácter palingenésico, fundacional, renovador, superador de viejas luchas,
que su total sacrificio representa. Nosotros, que no aceptamos ningún contacto ni compromiso
con ideologías ni organizaciones que pasaron para siempre, admitimos, en cambio, la buena fe
con que muchos españoles buscaron por caminos equivocados, y aun con el supremo sacrificio
de sus vidas, una España mejor; comprendemos la causa de sus errores y la justicia relativa de
sus razones parciales. Por eso, cuando llegó la Victoria se administró para todos; “sobre todo
para los vencidos” -como varias veces ha repetido Franco-; y por eso también, mientras aquel
capitoste derrotado habla de la generación fratricida, nosotros, por la inspiración y la voluntad
creadora de Franco, hemos levantado el Monumento del Valle de los Caídos como monumento
de nuestra unidad. Con él hemos izado en el corazón de España una Cruz de ciento cincuenta
metros, no por un afán de colosalismo, ni de vanidad, que entonces se habría elegido otro
símbolo, sino como un impulso salido del corazón, para exteriorizar la verdad que está dentro
de nosotros, para proclamar con este signo la realeza de Jesucristo en la ley de la Cruz, que es
ley de amor, de Redención y de fraternidad. Claro está que para asegurar el reinado de Cristo
no basta con proclamarlo y levantar un monumento, sino que es algo mucho más difícil, que
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tenemos que merecer todos los días. Pero con ello, con la elevación de la Cruz y nuestra
consagración a ese signo glorioso, se señala un propósito, un ideal al que hay que acercarse
en cada momento.
He venido a Barcelona desde Alicante. Ayer estuve en la Casa-Prisión participando en los
actos del día del Dolor. Algunos de vosotros conoceréis ya estos actos. Son de un enorme, de
un sobrio y entrañable patetismo. La coincidencia en el tiempo y en el espacio se conjuran para
lograr una evocación muy próxima y tremenda. Desde las doce de la noche, en que entramos
en capilla con José Antonio, en una verdadera comunión espiritual, hasta las siete menos
veinte -la hora exacta del fusilamiento-, en el patio de la enfermería, cuando la emoción
atenaza todos los corazones, firmes, con las luces apagadas, ante aquello que un poeta llamó:
... ese muro de cal, lívido espejo en que araña su luz la madrugada.
Pero a pesar de todo esto, incluso en ese acto de Alicante, tan especial, y en éste de igual
manera, debemos procurar sobreponernos a la simple emoción pasional sin trascendencia. Es
deber nuestro superar esa emoción, que es algo sólo del mundo de lo sensible, como una
conmoción orgánica, y remontarnos de lo efímero a lo permanente, de lo sensible a lo
espiritual, de la emoción a la construcción de doctrina, del hombre que muere al mensaje que
nos lega y la idea que permanece. Es el modo de servir una memoria sagrada y colaborar en
su obra, hacer que cuaje su siembra y grane su cosecha. En esta Patria nuestra, en donde -
según decía Miguel de Unamuno- la quejumbre es una institución, en donde casi todos los
españoles nos quejamos de vicio, sepamos continuar a José Antonio con serena y exacta
fidelidad. Procuremos cumplir la idea que estos versos expresan
No se ha roto el empuje de tu aliento. Tu anhelo, en soledades encendido, sigue su curso,
ya que no es vencido por la sorpresa del sudor sangriento.
... nunca es ceniza en valeroso sueño.
Pues bien, para servir ese pensamiento de José Antonio, su continuidad, su presencia entre
nosotros, sus posibilidades de futuro, son oportunas estas conmemoraciones, siempre que
acertemos a darles su sentido más conveniente. La conmemoración es necesaria -José
Antonio habló de que «hay que conservar la gracia histórica de las fechas»-, mas para que sea
oportuna no ha de significar un tributo a la nostalgia, ni siquiera un justificado homenaje de
gratitud a los fundadores y a los caídos. Ha de ser algo más: la más eficaz manera de servir el
presente, el momento actual, el «aquí» y el «ahora». Por las necesidades, permanentes y
cambiantes a la vez, de España y la perennidad militante del Movimiento, es preciso que estas
rememoraciones se liguen y relacionen de algún modo con las cosas de hoy: «Dies interpellat
pro homine» (Los días interpelados por el hombre).
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traicionar cosas sagradas. Otros no tienen que abandonar nada, ni traicionar nada, porque
nacieron ya traidores y torcidos.
Pero, en fin, dejemos ladrar a los perros del camino y sigamos nuestro razonamiento.
Existen muchas razones para que el pensamiento de José Antonio pueda conservar hoy
absoluta vigencia, lozanía inmarcesible y plena eficacia. De esto he hablado varias veces, y no
quiero repetirlo, aparte de que no habría tiempo para ello. Sí diré que fundamentalmente la
misma radicalidad innovadora del pensamiento de José Antonio le salvó de empequeñecer su
mensaje sobrecogedor con su programa político al uso, que, de modo indefectible, hubiese
envejecido hace ya muchos años. Tampoco pretendió ofrecer una ideología cerrada, construída
al modo racionalista, con soluciones concretas para todos los problemas.
José Antonio posee una inteligencia rigurosa, pero no es un intelectual, sino algo más
profundo y entrañable. Un pensador español hizo, sobre textos de San Pablo, una clarividente
clasificación de los hombres en tres grupos: los carnales, los psíquicos e intelectuales y los
espirituales. Los intelectuales manejan la lógica del mundo, y con ella pueden construir
atrevidos andamiajes racionales. Pero los espirituales saben discurrir hasta con el corazón, y
por eso les son reveladas las verdades más profundas. Son los más grandes poetas, que
llegan por inefable intuición al fondo de las cosas.
Y esto es obra y producto del amor. Podemos ser carnales. Es más, somos carnales.
“Aunque te laves con salitre y jabón no serás limpio”, sentencia Jeremías. Pero los poetas nos
dicen que en tanto dura nuestro amor vivimos de manera inequívoca y radiante la única
eternidad que aquí en la tierra se pueda conseguir. Hay en el amor una ampliación de la
personalidad que absorbe otras cosas dentro de esta misma personalidad, que las funde con
nosotros. Amor es un divino arquitecto que bajó al mundo, según Platón,
a fin de que el universo entero viva en conexión
Y el amor se define por las exigencias de unidad y totalidad que nos hace sentir. En José
Antonio resulta innegable su cualidad no simplemente racionalista o intelectual, sino creadora,
poética, de vaticinio y de amor. Por eso encuentra, como en una suprema armonía musical y
religiosa, la cabal concordancia entre el hombre y el cosmos, esa unidad, esa divina y universal
conexión.
De ahí deriva toda la gracia unitaria de su pensamiento. La proporción de todas las partes
de que se compone con el todo. Su distribución exacta. Sitúa a España en el mundo; al
español, en su contorno; a la mujer, en el hogar; la propiedad, en su función; el trabajo, en la
suya; el Estado, como instrumento, pero instrumento eficaz; el Sindicato, como unidad orgánica
de convivencia; las corporaciones todas, con vida propia, institucional; la libertad, en el orden;
la jerarquía, en el servicio; la educación, como forja de ideales; el Ejército, en la guardia de
honor. Y siempre el hombre como sistema, y todo girando alrededor del hombre, portador y
realizador de valores y fines trascendentes.
Pero todo esto no son cosas aisladas ni fórmulas que baste recetar de una vez para siempre
y después elaborarlas según arte. Lo fundamental es el modo de ser. Un místico dominico -
Eckehart- llegaba hace siglos a una conclusión sorprendentemente parecida: «Las personas no
deben pensar tanto lo que han de hacer, como lo que deben ser>. Es esto lo que infundió José
Antonio: una nueva actitud, un talante nuevo y distinto; un temple heroico, ardiente, ilusionado;
un justo desvío por todo lo que no sea nuestro patriotismo tenaz, a veces amargo. El concepto
de «amamos a España porque no nos gusta>, aún hay quien no lo entiende, pero es de una
hondura y de una claridad estremecedoras. Por eso, porque lo más importante es el modo de
ser, el estilo de vida, nuestro afán de superación, de exigencia, de rigor, resulta indispensable
la existencia del Movimiento como organización. No basta la proclamación de unos principios
que queden como flotando en el vacío, ni guardados en un arca santa para que obren como por
una irradiación de mágicos poderes. Es preciso que formaciones adecuadas, mediante el
entrenamiento y la preparación ascética, aseguren la perduración de ese modo de ser, que,
naturalmente, implica un estar. Como el mismo Caudillo dijo en Castellón, a los pocos días de
la proclamación de la ley de Principios Fundamentales en las Cortes, de 17 de mayo de 1958,
“una nación para tener unidad, continuidad y proyectarse en el futuro necesita de la existencia
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de un Movimiento Político, del Movimiento como organización para guarda y permanencia de
los mismos ideales y principios”.
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ron las viejas divisiones, los añejos partidismos, las dos Españas enfrentadas y divididas.
Que lo aprendan quienes todavía lo ignoran. Es algo para siempre, como el 14 de julio lo es
para Francia, por ejemplo, aun con la enorme diversidad de sus sucesivas situaciones políticas,
que ya veis ponen número a sus Repúblicas, y ya van por la V, que estos días anda un poco
revuelta, pero también podéis observar que los mismos «ultras» de la Argelia francesa siguen
cantando la “Marsellesa” y enarbolan como única bandera la tricolor, o sea, una continuidad
con su 14 de julio.
Ahora bien, esa misma continuidad exige una gran amplitud para asegurar, sin
anquilosamientos ni particularismos, la necesaria fluidez de la vida política. La amplitud de un
doble sentido, en el orden de las personas y en el orden de las ideas. Que no seamos
exclusivistas, sino que mantengamos una actitud abierta. Y esta actitud abierta no obedece a
ningún oportunismo, a ninguna táctica, ni mucho menos representa una desviación. Por el
contrario, una actitud abierta es la nuestra de siempre, que nunca fuimos un partido, sino un
antipartido -en palabras de José Antonio-, un Movimiento, cuya razón de ser es precisamente la
incorporación de todos los españoles a un quehacer colectivo, a la empresa en marcha de la
Patria, que España no es sólo nuestra madre, sino también hija nuestra, hija de nuestras obras,
de las obras de todos. Por eso nosotros no profesamos ninguna doctrina de despotismo
ilustrado, que lo quería todo para el pueblo, pero sin el pueblo, sino que aspiramos a la
.participación de ese pueblo, su incorporación por medio de una democracia orgánica, en el
Gobierno y en la administración. No somos partidarios de un «paternalismo>, que considere al
pueblo como en perpetua menor edad.
Y con esta actitud abierta en las personas, una actitud también abierta, permeable, racional
en las ideas. Salvados los principios fundamentales, la discrepancia en lo opinable no sólo es
legítima, sino que pertenece a la esencia de la función política, pues la coincidencia plena de
voluntades respecto de todos los problemas de la vida pública, sobre no ser posible, tampoco
constituye ningún régimen ideal.
Pues bien, para asegurar esa continuidad necesaria, cuyo presupuesto es la amplitud en las
personas y en las ideas, tiene enorme importancia que no se hagan pasar por dogmas las
cosas opinables. Que nadie nos atribuya, ni nos cuelgue como propio nuestro aquello que se le
ocurra, sino que sólo han de ser para nosotros ideas esenciales las que proclamamos como
medula de nuestra personalidad, como razón de ser de nuestra existencia política. Puede
haber gentes de mala fe a quienes no interese la unidad, sino la división de los españoles, y
que intenten arrinconarnos, arrinconar al Movimiento, como cosa pasada, adscrita a ideologías
que ya periclitaron. Y hemos de salir al paso de todo eso y afirmar que en el pensamiento de
José Antonio, aparte de lo que pudo tener de circunstancial y episódico. sometido a la
coyuntura del momento, existe y resplandece una modernidad absolutamente vigente, y en su
esencial y pura desnudez nos proporciona las líneas maestras para el edificio majestuoso y
funcional, podríamos decir, capaz de albergar la unidad y la convivencia de los españoles.
NO SOMOS NACIONALISTAS
Así, existe hoy una tendencia en el mundo que postula un civismo supranacional. La tierra
ha encogido, se ha quedado pequeña por el progreso de las comunicaciones y de la técnica y
por la superpoblación que nos apiña y hacina. Queramos o no, somos ya ciudadanos del
mundo. De 275 millones de habitantes probables en los comienzos de la Era Cristiana, hasta
cerca de 5.200 millones de hombres calculados, y hay quien dice más, para finales de este
siglo. No podemos vivir desconociéndonos unos pueblos de otros, abroquelados en nuestras
fronteras, con un cuchillo entre los dientes, esperando la guerra o la agresión. No hace falta
creer en un Estado universal, pero sí en un orden internacional, en unas relaciones justas entre
los pueblos, en un bien común internacional. Se empezó por las uniones de tipo económico: en
Europa existen el Mercado Común, la Zona de libre Cambio y la O. E. C. E., y ya sabéis cómo
en la O. E. C. E. se está buscando una integración más completa, no sólo en
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lo que se refiere a los países miembros, sino también en orden a la colaboración con los
otros pueblos de la tierra, con los países subdesarrollados. Nuestro Pontífice Juan XXIII ha
recogido estas preocupaciones en su discurso ante el Consistorio secreto, y el historiador
filósofo Toynbee observa que «la minoría rica de la Humanidad tiene la alternativa de dividir
sus riquezas con la mayoría pobre o de ser odiada por ella».
Pues bien, esta colaboración internacional en nada puede repugnar a nuestra ideología.
Nunca fuimos nacionalistas. Es cierto que en los albores de nuestro Movimiento, hacia enero
de 1933, Onésimo Redondo hablaba de Nacionalismo y proclama a Menéndez y Pelayo «padre
del nacionalismo español revolucionario». Pero puede con esto juzgarse cuál era el signo de un
nacionalismo de esa filiación, pues el gran D. Marcelino, españolísimo, fué, por serlo, el espíritu
más anchamente europeo, cristiano y ecuménico. En sazón más avanzada del nacional-
sindicalismo, en 1935, José Antonio llega a definir sin ambages que «no somos nacionalistas»,
sino españoles, que es una de las pocas cosas serias que se puede ser en el mundo. Acertaba
Eugenio d'Ors, ese gran catalán, ese gran español universal, al relacionar este pensamiento
con el de Menéndez y Pelayo, que no fué nunca nacionalista, sino imperialista -claro está, de
un imperio que nada tiene que ver con los imperios coloniales capitalistas. “Imperialistas -
concluye- como iba acabando por ser, a punto de terminar su combate con el Angel, nuestro
Jacob, es decir, José Antonio. Creyente en lo absoluto de la cultura (que esto significa ser
“clásico” y en la relatividad de la Nación.”
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estilo de vida, pero ante la ciencia y la técnica padecemos un complejo de inferioridad. Cierto
que no corresponde a una incapacidad auténtica, y por eso es un complejo, pero no por ello
deja de constituir causa real y suficiente para enervar nuestro espíritu de creación y de
iniciativa.
En los estudios que sirven de base al proyectado Congreso Sindical se establece con toda
claridad que el problema fundamental de España no es el mayor o menor grado de desarrollo,
con ser este aspecto importante. Sí lo es la honda discrepancia que existe entre dicho
desarrollo en el aspecto material y el grado de madurez humana que tiene nuestro pueblo. Su
mentalidad no es la de un país subdesarrollado, sino la de nivel medio europeo, quizás con
menos erudición técnica promedia, pero muy aguda en todo lo que se relaciona con las
cuestiones de los problemas relativos al hombre. Tiene voluntad creadora y de propósitos,
como ha demostrado en los últimos veinte años. Pero el haber comenzado a resolver los
problemas económicos pendientes desde hacía un siglo, le ha hecho ver que tienen solución
total. Y ahora está impaciente por lograr cuanto antes que se corone la honda transformación
en curso.
No se trata, pues, según esos estudios, de un problema de plena ocupación solamente, con
ser esta premisa insoslayable, sino de lo que podríamos llamar «promoción social». El
campesino que tiene que trabajar con medios de cultivo anacrónicos aspira a convertirse en
tractorista u obrero industrial, porque ha visto que una fracción de la población campesina lo ha
hecho. El obrero industrial capacitado e inteligente, pero que se ve forzado a un trabajo de tipo
inferior, aspira a convertirse en especialista y desea la multiplicación de nuevas fábricas que
creen nuevas oportunidades. Y el profesional, que sufre en muchas ramas de la actividad de
una plétora de aspirantes a un nuevo puesto de trabajo que el progreso económico no ha
ampliado en cantidad suficiente, siente la frustración derivada de no poder desarrollar
plenamente su capacidad de trabajo. Todos estos problemas no son privativos de nuestro país.
Pero la madurez humana de nuestra población hace que se sientan con mayor agudeza.
Para todo esto es preciso que se logre esa transformación de nuestro campo y la
industrialización de nuestra Patria. La industrialización de España, que se emprende con un
paso que quiere recobrar el tiempo perdido, no es uno entre los caminos que cabe elegir, sino
el último posible. No significa el menosprecio del campo; en su complemento necesario, pues
no se concibe hoy la agricultura sin base y colaboración industrial.
Esta es la tarea emprendida, y en ese sentido la estabilización es algo que en absoluto
puede estar en contra del necesario desarrollo. No puede significar estancamiento ni retroceso.
Se trata de recontar y reagrupar nuestras fuerzas después de veinte años de continua batalla.
De practicar en la meseta los necesarios ejercicios respiratorios para acompasar el ritmo de
nuestro corazón y lanzarnos después a la conquista de más altas cumbres.
Claro está que en la doctrina de José Antonio no podemos buscar lo que pensaba sobre la
estabilización económica, pues éstas son actitudes y medidas de oportunidad ante
circunstancias cambiantes e imprevisibles. Pero sí podemos encontrar en el pensamiento de
José Antonio, y debemos hacerlo, claves eficaces de conducta para comportarnos
políticamente dentro de esta situación de estabilización que como tal fenómeno nuevo era
imprevisible. Y así las ideas de José Antonio sobre la economía al servicio del hombre y no a la
inversa, toda su idea de función, de servicio, de la dignidad del hombre y de unidad entre los
españoles, nos dan las normas de conducta adecuadas. Nos señalarán la meta de la
transformación económica y social de España.
En este sentido, y considerando el actual momento como un instante concreto, un tiempo,
dentro de una acción conjunta, de un proceso de secuencia ininterrumpida, adquieren toda su
significación las palabras del Jefe del Estado cuando habla de otros veinte años de esfuerzos
para coronar la gigantesca obra emprendida. No se refiere a veinte años bajo su mando, pues
sólo Dios dispone del destino y de la vida de los hombres, ni tampoco quiere decir que, una vez
cumplidos, podrá dilapidarse el fruto cosechado, sino que otros cuatro lustros de unidad, de
tensión y de impulso son precisos para que llegue a su destino lo que tantas fatigas costó
arrancar del atasco. Este plazo no es un estupefaciente, ni una prórroga caprichosa, es una
certera previsión económica. Así, desde un campo muy distinto, el economista Jesús Prados
Arrarte, ha elaborado su tesis «La Economía Española en los próximos veinte años>. España,
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merced a la tarea realizada, se encuentra actualmente al borde del último escalón para
transformarse en un país más de la Europa Occidental, tanto por la diversidad de las
actividades industriales que se realizan en su territorio, como por la cuantía de su producto
nacional por habitante -no quiere decir esto que estemos cerca ahora de esa cuantía sino que
podemos estar cerca en el tiempo de conseguirlo, si el desarrollo continúa. Por el contrario, si
nuestro país no logra convertirse en exportador de productos industriales verá frustrado su
destino. A través de esos cuatro quinquenios, en un programa de desarrollo, España se
encontrará con capacidad plena para competir en un plano de igualdad con el resto de Europa.
LA JUVENTUD, HOY
Muchas veces creemos que son cosas exclusivas de España lo que en realidad son
fenómenos más amplios. No hace mucho leía en un periódico un artículo de Arturo Koestler, el
célebre autor de «El cero y el infinito». Titulaba su artículo «Retrato de un joven europeo».
Viene a decir que los fenómenos de gamberrismo y de delincuencia juvenil no pueden
caracterizar a la juventud europea. Son simples brotes patológicos, minoritarios. Lo que
caracteriza a esa juventud es su escepticismo hacia la política, su carácter de juventud neutra y
no comprometida, con ideales privados, de tener una familia limitada en el número de hijos,
cultivar cada cual su parcela individual y, si es posible, estrenar de cuando en cuando un
automóvil. Un italiano, Cantieri Mora, en un artículo titulado «Han muerto las viejas banderas»,
escribía también algo parecido: «Es la nuestra una juventud mecánica, seducida tan sólo por la
velocidad de la época y el brillo del oro y el ruido».
Pues bien, yo no quiero para la juventud española ese aire neutral y no comprometido,
aunque, no hace mucho, le parecía muy bien a José María Pemán en un artículo del «A B C»,
en el que alababa la actitud «pancista». Claro está que no deseo que la generosidad juvenil
pueda ser desviada hacia ideas que, para nosotros, estaban ya fracasadas en 1934, destruidas
y sin vigencia. Pero la quisiera ver ilusionada por tantos problemas como España tiene y que
para su solución requieren la unidad y el entusiasmo de todos. Problemas de transformación
económica, problemas de fraguar la convivencia entre los españoles sobre bases más justas.
Los dos escritores más «políticos» de la generación del 98, Unamuno y Maeztu, insistieron
mucho en que estaba en la falta de ideales, más que en la pobreza, la gravedad de nuestro
mal.
Que no les falte ahora ideales a nuestros jóvenes. Además, nadie les pide conformismo, ni
una fe estática, sino una fe viva, dinámica, acuciante. Las nuevas generaciones disponen,
pues, de ancho campo para su originalidad creadora, hasta donde les alcance el fuelle en su
galopada histórica. Pero tienen que luchar, porque es milicia la vida del hombre sobre la tierra,
y estamos en una época de crisis, de pugna entre el materialismo marxista o capitalista y el
espiritualismo social.
José Antonio es, sobre todo esto, un ejemplo constante. En su vida y en su muerte. El poeta
Juan Maragall termina su Cántico Espiritual diciendo:
¡Sea mi muerte un nuevo nacimiento!
Hay muertes, como la de José Antonio, que promueven un nuevo nacimiento, una vida
nueva de inmortalidad. José Antonio fué mártir, testigo de su fe, de nuestra fe.
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Cumplamos, cada uno, el deber de cada hora, y así podrá ser realidad la idea que sobre
José Antonio expresó un poeta con esperanzadora elocuencia:
y al fin cayó, pero su muerte es vida.
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