Yo, Marco Ulpio Trajano - Jesus Pardo PDF
Yo, Marco Ulpio Trajano - Jesus Pardo PDF
Yo, Marco Ulpio Trajano - Jesus Pardo PDF
AD ROMANORUM CIVIUM,
XAVIERIS ARCIS ET ENMANUELIS
BENDALAE, CONSIDERATIONEM,
HUNC LIBRUM MIITO. ITIREM, AB
HYPERBOREO GUALTERIO
TRILLMICHO APPELLATO, EJUS
BENEVOLUM JUDITIUM PETO. CUM
AMICITIA INVETERATA ET GRATO
ANIMO
***
Los elefantes de
Haníbal
As I lay dying.
WlLLIAM FAULKNER
Yo soy Marco Ulpio Trajano, un
espíritu vivo que trata de liberarse de un
cuerpo muerto.
Nací en el extremo occidental del
imperio y llegué, victorioso, a su
extremo oriental.
Los dioses me detuvieron cuando
estaba a punto de llegar al Indus, más
allá que ningún otro romano armado,
más allá que Alejandro mismo.
Ahora busco un cuerpo en el que
continuar mi avance hasta la cuna del
sol: los romanos, nacidos de la noche,
debemos rematar nuestra historia
consumiéndonos bajo el ardor del sol en
su cuna misma.
Desciendo de los Vulpios, los
descendientes de la zorra, cuya sangre
fructificó en tierra italiana hasta más
allá de Etruria, y luego fue a Bética,
donde su último portador, Lucio Ulpio
Rotundo, fue adoptado por el último de
los Trahio, que dio su casa, su fortuna y
su gloria de debelador de los turdetanos
al joven caído en la ruina, pero cuya
sangre era demasiado preciosa para
diluirse en el olvido.
De los Vulpios se dice que su primer
ascendiente había sido amamantado por
una zorra, y que Rómulo le retó a
singular combate porque el Lacio era
demasiado pequeño para ellos dos.
Ambos desistieron por igual en el último
momento, porque si Vulpio necesitaba
audacia, a Rómulo le urgía astucia, y se
dijeron que el hijo de la zorra y el del
lobo debieran ser aliados naturales. Así
comenzaron juntos sus hazañas, pero
Vulpio murió joven, dejando un hijo, a
quien Rómulo marginó, haciéndole
sacerdote, porque ya había aprendido de
Vulpio lo suficiente para ser también él
hijo de la zorra.
Rotundo cambió su nombre por
Lucio Ulpio Trahiano, y fue mi
bisabuelo. Yo llevo en mí, por tanto, la
sangre de los Ulpios y la de los Trahios,
debeladores, aquéllos, de sabinos y
etruscos, como éstos, de los turdetanos,
que ahora hablan latín, como también
llevan camino de hablarlo los dacios, y
como habrían acabado hablándolo todos
los orientales sometidos a Roma de
haberme dado los dioses más tiempo del
que me dieron.
Mi cuerpo, que ya no es mío, está
muerto, aunque los médicos sigan
creyéndolo vivo. Es la suya una vida
marginal e innecesaria, una pérdida de
tiempo que no inquieta a los dioses, para
quienes el tiempo sólo existe como
juguete o arma, y que yo ya no acepto.
Temo no poder entrar en el cuerpo
de mi sucesor, que será contrario a las
ideas impulsoras de nuestro imperio,
que yo encamé. Dejará Oriente en manos
de los bárbaros, pero no le permitiré
que abandone Dacia.
Los dioses me deben eso, y me lo
concederán.
Siempre me sometí a las leyes,
pudiendo no hacerlo, e impuse la
libertad porque me permitía mostrarme
tolerante. En libertad, la obediencia
brilla más, y honra más al que la recibe.
El castigo a la desobediencia no
dependía de mí, sometido como quería
estar a las leyes, que eran instrumento
mío; el castigado podía apelar a mi
clemencia, pero no a mi justicia.
Mi padre, Marco Ulpio Trajano, fue
el primero de los míos cuyo nombre
brilló en todo el imperio con luz propia,
llegando tanto a Bética como a nuestra
cuna capitolina, y hasta el extremo de
Asia, de la misma manera que la luz del
sol llega de Oriente a Occidente sin
dejar de pasar por el centro, iluminando
por doquier en igual medida.
Mi padre recibió el premio a la
obediencia, que, en el soldado, es la
victoria, y supo hacerse obedecer de los
que estaban a sus órdenes. Al final de su
vida vio su gloria reflejada en mí, hasta
el punto de reconocer su rostro en el
mío: había podido soportar el peso de
su propia gloría, pero, cuando a ésta se
añadió la mía, cayó abrumado, y ahora
me espera entre los dioses: junto a
Marciana, mi hermana, donde yo les
puse a ambos.
Tienen allí un hueco dispuesto para
mí, que yo, sin embargo, no ocuparé,
porque el mío, cuando termine lo que
aún me queda por hacer en la tierra,
estará junto a Alejandro, a la derecha de
Marte, patrono de gladiadores y de
bandidos.
Nací el día 13 antes de las calendas
de octubre del año 807 de la fundación
de Roma, en Itálica, colonia fundada por
Escipión para sus veteranos. Aunque los
Trahios formaron parte de sus primeros
colonos, los Vulpios, llegados más
tarde, aportaron sangre latina a gentes ya
mezcladas con turdetanos como los
Senicios, la familia de mi madre.
Los turdetanos del campo y las
montañas todavía hablaban su idioma,
pero los que nos rodeaban ya lo habían
perdido en aras del latín, aunque
conservando su acento, que penetró en el
latín que hablábamos hasta deformarlo
ligeramente. Este acento yo lo llevé toda
mi vida: ha espantado a Decébalo y lo
ha oído el Mar Parto. Nunca traté de
corregírmelo, al contrario que Hadriano,
y ahora, cuando estoy a punto de
reunirme con Quirino, temo ver la
disolución de mis conquistas a manos de
un sucesor ajeno a lo que debe ser
Roma, y pienso que mi acento, del que
tanto se burlaban algunos senadores,
detonaría en la Roma que se prepara.
Estoy desde hace tres días en
Selinonte de Cilicia, en cuyo puerto
hubo de atracar urgentemente el barco
que me conducía a Roma, porque mi
condición empeoraba de tal manera que
el mar ya no podía llevarme.
Yazgo en una estancia grande y
oscura que da al cielo azul y al mar
verde de Bética. No hay nadie en la
estancia ni ésta tiene paredes, techo,
suelo o puerta. Tuvo todo eso, pero ya
no lo tiene.
Yo mismo yazgo en el aire, en
oscuridad impenetrable, y no veo nada
que pueda servirme de cuerpo desde el
que continuar mi obra inconclusa: la
gente que me rodeaba ha desaparecido,
veo formas inciertas solamente, que
también podrían ser dioses, o sus
mensajeros.
Antes de instalarme en esta estancia,
tan infinita como debiera ser nuestro
imperio, Attiano mandó registrar la casa
y sus alrededores, en busca de tumbas y
objetos nefastos, y debajo del piso, y
entre las paredes de la estancia se
encontró una colección de objetos que
en seguida se sospechó que hubieran
sido puestos allí por alguien deseoso de
apresurar mi muerte.
Restos de cuerpos humanos,
conjuros, maldiciones, tabletas de
plomo con mi nombre, cenizas
empapadas en sangre todavía fresca.
Yo me río de esto, porque a los
muertos no se les puede matar, y mi
nueva sutileza me dice que los culpables
son los partos, cuyos agentes me
preceden por todas partes, buscando la
forma de acabar conmigo y con mi
memoria.
Temen que resucite, que mi recuerdo
mantenga viva la guerra, sé que están
tratando de apoderarse de mi cadáver
para cerciorarse de que desapareceré,
pero no saben que mi cadáver y yo
somos ya dos cosas totalmente ajenas la
una a la otra.
Itálica me recordó siempre dos
colores: el blanco del sol contra el
mármol y el azul del cielo fundiéndose
con el verde del agua en una larga línea
incolora. Cuando cerraba los ojos, esas
sensaciones de color se fundían en la
imagen de mi madre, estilizada como
una fíbula cubierta de esmaltes
contrastantes. Esa imagen me ha
acompañado siempre, recordándome el
gran poder de las mujeres, y la
necesidad de tener siempre una propia
al lado.
El contraste entre mi madre, Senicia,
grande y siempre atada a su silla por
piernas incapaces de movimiento, y mi
hermana Marciana, alta y esbelta, ágil y
móvil siempre, me llenaba de asombro
cuando me paraba a pensar en lo que
habría sido de nuestra casa sin ellas, y
en lo que habría sido de ellas sin mi
abuela:
«Las mujeres», me decía yo de niño,
«dan coherencia a la casa».
Y esto bastaría, por sí solo, para
justificar su existencia.
Mis primeros contactos fueron con
esclavas, lo cual indujo en mí un gran
despego, repulsión casi, hacia las
mujeres como objeto de deseo. Pienso
que ésta sea la causa de la timidez de
muchos romanos con las mujeres:
comienzan con esclavas, y eso imprime
carácter, con frecuencia vitalicio. Tal
fue mi caso: hice voto, desde el
principio, de no buscar en la mujer más
de lo que realmente puede dar:
seguridad, continuidad, serenidad ante
lo incierto, como mi madre desde su
silla: la recuerdo como tallada en
mármol.
Mi padre era muy distinto de mi
abuelo, para quien el ocio era mejor que
no hacer nada: mi abuelo distribuía su
tiempo en distintas formas de reflexión y
contemplación.
Se pasaba el día dictando a su
secretario largas obras que luego
destruía: él decía que todo lo que se
hace permanece, aunque se destruya en
apariencia, porque los dioses lo
registran y lo conservan. Murió lleno de
impaciencia por volver: él decía volver,
a la eternidad a fin de disfrutar allí de la
relectura interminable de sus obras
completas.
Mi padre, en cambio, era la acción
misma, y veía en las imágenes humosas
del atrio de nuestra casa su única
esperanza de inmortalidad, cuya sed me
pasó a mí, aunque yo no espero que mi
efigie vaya a añadirse a las de nuestro
atrio, de donde también falta la de mi
padre, llamado, como yo, a empresas
más altas.
Mi padre me indujo desde niño el
amor a las armas.
—Son causa —me decía— de que
Roma esté en todo el mundo habitado,
porque nosotros —añadía— somos
romanos de manera distinta a la mayor
parte de la gente: es decir, no sólo
somos de Roma, sino que hemos
ayudado a hacer Roma, de la que, por
tanto, somos parte inseparable, y ello
nos hace también partícipes en la obra y
los planes de los dioses.
También me enseñó a ver en los
esclavos dóciles algo más que meras
herramientas parlantes.
—Son —me decía— padres de
futuros ciudadanos romanos.
Los manumitía generosamente,
porque él quería que su país, Bética,
mejorase de todas las maneras posibles,
pero, sobre todo, con nuevos
ciudadanos, el mejor ornamento que
pueden recibir las ciudades, hasta el
punto de que, cuando se fue de Itálica
para no volver, seguía instando a sus
administradores a observar bien a los
esclavos de nuestras tierras y elegir para
la manumisión a cuantos mostraran
indicios de talento o virtudes cívicas.
A los demás les permitió siempre
hacer testamento, que, a sus ojos, tenía
una validez que las leyes no
confirmaban, y que él cumplía
religiosamente, a condición de que
dejasen sus cosas, las cuales sólo a ojos
de mi padre les pertenecían, a gente de
nuestra casa, porque pensaba que, para
los esclavos, la casa ocupa el lugar que
tienen para nosotros la ciudad y la
república.
Yo le he imitado siempre en esto, y
muchos amigos míos han tomado modelo
de mí: algunos por halagarme, pero
otros, sin duda, convencidos del buen
sentido y la humanidad de tal actitud.
Mi padre jugaba mucho conmigo.
Me levantó solemnemente del suelo,
aceptándome como hijo suyo en su casa
ante toda la familia, y luego me palpó
los músculos, riendo mucho y
diciéndome que se iba a arrepentir:
—¡Te voy a vender!, y yo, cuando él
me decía estas cosas, le respondía con
maldiciones aprendidas de memoria de
mi nodriza:
—¡Vendré todas las noches a saciar
en ti mi venganza; te desgarraré con mis
uñas; pesaré sobre tu pecho; arrojaré de
ti el sueño; seré para ti una verdadera
pesadilla!
Y en esta maldición había una o dos
palabras turdetanas que hacían reír a mis
padres, que las entendían. Mi padre
decía que yo era muy listo, y llegaría
muy lejos.
A mi padre le debo mucho.
Me dio la idea de la necesidad de
alimentar bien a los niños italianos
desde muy pequeños, preparando así a
futuros legionarios, y me explicó que el
desprecio tradicional de los romanos
hacia los pobres debe excluir, por buena
política, a los pobres de Roma e Italia,
porque nuestro imperio los necesita para
defender a los dóciles contra los
soberbios.
Por eso distribuí leche entre los
niños de Italia y traté de modificar
nuestra tendencia a juzgar a la gente
estrictamente por el dinero que tiene;
ésta es una cuña capaz de dividir a
nuestro pueblo en su base misma, lo cual
frustraría los designios de los dioses:
temo que mis sucesores no capten esto.
Mi padre se fue a Roma, y
constantemente nos llegaban cartas suyas
y amigos que nos contaban maravillas de
lo que hacía en Roma y en las fronteras
de Siria.
A mí no hacía más que llamarme,
pero yo no podía abandonar a mi madre,
clavada en su silla. Cuando murió mi
madre me sentí libre de seguirle, y en
nuestra casa quedó sola Marciana, cuyos
ojos me acompañaron toda mi vida,
hasta el punto de que ahora me es
imposible distinguir los de ambas, y
veces hay en que mi memoria responde a
mis llamadas brindándome una sola
mujer que participa de las virtudes de
mi madre y de mi hermana.
A veces encuentro los ojos de las
dos en los de Plotina, y esto se debe,
quizá, a que mi deseo ha echado raíz en
ella, pero ya no en los de Matidia, que,
aunque hija de Marciana, no me
pertenece por otro vínculo que él de mi
voluntad y su aquiescencia.
La carta en que mi padre respondía a
mi deseo de irme, por fin, con él, decía
así:
«No sales de Roma por mucho que
viajes, pues del orbe hemos hecho urbe.
Seguimos en Roma si vamos a
Lissabona como si vamos a Antioquía.
Yo te escribo a Roma desde Roma.»
Y su carta me llegaba de la
lejanísima Siria, la cual, sin embargo,
no es ya, como era entonces, el suburbio
más lejano de Roma, y esto Roma me lo
debe a mí, y, a través de mí, a mi padre.
Fui en barco hasta Italia, y estuve un
mes en Roma antes de seguir a Siria.
Pude ver entre los amigos de mi padre
un ambiente propicio a la expansión de
la ecúmene, paralizada desde Carras y
Teotoburgo, que a algunos les parecen
avisos de los dioses de no seguir
adelante, y hasta ha habido augurios en
este sentido, pero un viejo político y
general amigo de mi padre se reía
mucho oyendo esto.
—Los romanos, muchacho —me
dijo—, interrogamos a los dioses, pero
conservando siempre nuestra libertad de
acción.
Idea que me ayudó mucho en años
siguientes.
Yo, entonces, la interpreté así:
«Los romanos somos dueños de
nuestro destino, y si éste no coincide con
el que nos trazan los dioses, aceptamos
las consecuencias, por duras que sean,
pero a los dioses les gustan los que los
retan, y a veces suspenden sus juicios,
dejando que el futuro se forje a punta de
espada.»
Roma me pareció llena de estímulos
eróticos: una gigantesca erección de
Príapo en unos jardines públicos
ofendieron mi pudor, pero vi a
muchachas núbiles pasar junto a ella sin
apenas fijarse. En el triclinio de un
amigo de mi padre había una gran
pintura mural de copulaciones no por
mitológicas menos sugestivas: Atalanta,
por ejemplo, cometiendo felacio con
Meleagro, porque éste le había rendido
los despojos de la caza calidonia.
El baile desenfrenado de una
gaditana, en una cena celebrada en mi
honor, me indujo a cometer, por segunda
vez en mi vida, primero osculación, y
luego carnalidad con una mujer: esclava,
como la anterior; menos mal que el
arrepentimiento también me salió gratis,
y tomé la decisión de no repetirlo,
excepto cuando el uso conyugal lo
exigiese. Por primera vez obtuve lo que
realmente deseaba: mi anfitrión, riendo
mucho de mi repugnancia, envió a mi
cama a un joven liberto suyo, y esto me
dio ánimos para proseguir el viaje hasta
Siria.
El último día de mi estancia en
Roma, una joven se apretó contra mí en
una muchedumbre que se agolpaba ante
una procesión nupcial y me arrancó un
hilo de la toga:
—Quiero tener parte en tu felicidad,
me dijo, y, sin más, desapareció,
dejándome un excelente augurio de mi
futuro. Luego la he buscado por toda
Roma, sin encontrarla; deduzco que, si
no murió, era una mensajera de los
dioses, para darme ánimos.
Todos me decían:
—Imita a tu padre y no te
equivocarás.
En Siria no noté el mismo ambiente
favorable a la expansión de la ecúmene
que había visto en Roma, y que
alimentaba mis sueños bélicos en
Itálica, donde ya mi padre me había
enseñado a no ver en la guerra otra cosa
que una forma de entender las relaciones
con los bárbaros.
—Roma —me decía— debe buscar
nuevas provincias allá donde los
bárbaros estén más maduros para el
gobierno; por eso hay que vigilar, sobre
todo, a dacios y partos.
Aunque otros, tanto en Roma como
en Siria, veían en los germanos una
madurez más honda para entrar en la
ecúmene.
La madurez de la larga contigüidad,
engendradora del amor que induce a la
conquista y la posesión.
Yo, de niño, dividía a los hijos de
nuestros esclavos en dos contingentes:
partos y dacios, y los vencía a todos yo
solo. En los germanos no pensaba nunca.
Cuando subí al imperio pude
interpretar el deseo de Roma iniciando
campañas en todas las fronteras: tomé
ante todo la precaución de situar fuertes
y atalayas en lo más hondo del territorio
germano, preparando así la presencia de
Roma en el mar hiperbóreo y su futura
frontera en los ríos Oder y Neisse.
De los diez años que pasé como
tribuno militar, los primeros fueron en
Siria, con mi padre, y participé en la
guerra de Judea, bajo el mando del que
luego sería emperador modelo de
emperadores: Vespasiano. Este me
animó con su hosca afabilidad, en la que
mi padre veía un ejemplo a imitar.
—Lo que no debes imitar —me
decía— es su preocupación por el
dinero, propia de un arrendador de
impuestos helvético; verlo todo a través
del dinero es impropio de un verdadero
romano.
Pero Vespasiano era hombre recto, y
tenía cierto humor sombrío.
A un veterano que le pidió permiso
para morir porque sus numerosas
heridas le quitaban el sueño, le dijo:
—Pero ¿estás seguro de estar vivo?,
y le permitió matarse, y situó bien a su
viuda y a sus hijos.
En una ocasión en que un perro con
una mano humana en la boca interrumpió
unas deliberaciones suyas, Vespasiano
se echó a reír.
—Ved —dijo—, su dueño es
demasiado tímido para venir a pedirme
ayuda, y me manda su mano abierta con
su perro.
Notando en uno de los dedos un
anillo que parecía de oro, se lo quitó, y
devolvió la mano sin anillo al perro:
comprobó que era de oro y se lo guardó,
comentando:
—Y además es la primera persona
que me da oro desde que soy emperador;
pedírmelo, todos me lo piden, pero
nadie me lo da.
Los soldados veían en Vespasiano un
padre severo, pero siempre solícito y
justo, y los enemigos un hombre ajeno a
cuanto no fuese su sumisión como
prefacio de cualquier negociación,
tratado o perdón. Yo, en esto, he querido
ser como él.
Recuerdo avenidas de cruces de las
que colgaban judíos, muchos de ellos
cantando sus himnos religiosos, los más
silenciosos. A veces descolgábamos de
las cruces cuerpos cuya vida convenía
restituir por razones de política o de
guerra. A algunos de éstos los vimos
luego de nuevo en las filas enemigas,
luchando con más ahínco que antes
contra nosotros. De los judíos se decía
entonces que eran víctimas de un
demonio que llevaba siglos haciéndose
pasar por su dios y les tenía envenenada
la inteligencia.
Algo de eso debe de haber, porque
los judíos, con sus parientes los
cristianos, son los únicos realmente
intratables del imperio en materia de
interpretación de dioses según un
criterio ecuménico. Yo, en cuanto me vi
emperador, pensé quitar a los judíos el
privilegio de no quemar incienso a los
dioses: que no son, estrictamente, los
dioses de Roma, sino de todo el
imperio, bajo un nombre romano, pero
todos mis consejeros me disuadieron a
una.
—Señor —me decían—, en menudo
avispero nos meteríamos, y me
recordaban el providencial asesinato de
Calígula, justo cuando iba a poner una
estatua colosal suya en el templo de
Jerusalén; y es cierto que el emperador
está para resolver problemas, no para
suscitarlos.
En Siria vi yo palpablemente que el
honor del soldado está en la obediencia,
y cuanto haga obedeciendo no debe
mancillar su carácter ni influir en su
humanidad frente a la vida cotidiana. Y
el emperador, en tanto que soldado,
debe obediencia, ante todo, a los
intereses de Roma, y luego a sí mismo
como encarnación que es de éstos.
Al soldado los dioses le dan dos
caras, como a Jano: una mira al enemigo
y asume la expresión que requiera el
bien de Roma; la otra, en cambio, es
suya, y refleja sus propios sentimientos.
Propuse esta idea en un banquete que
dio mi padre en honor mío a la vuelta de
una incursión que llegó hasta las
primeras casas de Jerusalén, y todos los
comensales me elogiaron; el mismo
Vespasiano, enterado de mis palabras,
me mandó un mensaje de aprobación.
Vespasiano, una vez que hablé con
él, me dio una clave importante.
—Muchacho —me dijo—, recuerda
esto siempre: el jefe es como el
banquero: gobierna por medio de la
curiosidad. Su misión está en hacer
preguntas, cuantas más preguntas mejor;
ahora bien, el verdadero jefe sabe
conseguir que le respondan a todo sin
necesidad de preguntar nada.
Él era así: nunca he conocido a
nadie mejor informado de todo, y que
menos lo aparentase cuando no era
necesario hacerlo ver. Al contrario, su
aspecto entonces era de un hombre
profundamente confiado y ajeno a todo.
Bajo el imperio de Vespasiano fui
enviado a Germania y recorrí muchas
provincias fronterizas. Participé en
pequeñas acciones bélicas, de castigo o
de aviso, contra bárbaros inquietos. Mi
única lectura era entonces, y ha sido
siempre, Virgilio, porque sabe resumir
el destino de Roma como ningún otro
poeta. De él yo solía decir:
—Si no está en Virgilio, no merece
ser leído; y si está, ya tenemos a
Virgilio.
Mis adulones, siendo yo emperador,
hacían gala de ir leyendo a Virgilio por
las calles de Roma, para que llegase a
mis oídos, pero yo hacía tanto caso de
ellos como de los que imitaban mi
flequillo turdetano. A uno, que hizo
erigir en su casa una estatua de sí mismo
leyendo a Virgilio y peinado como yo, le
advertí, por intermedio de amigos
comunes, que la destruyera o le
cambiara el rostro, dándole el mío,
aunque yo, personalmente, prefería lo
primero, «porque», le expliqué, «ese
tipo de imitaciones, más frecuentes en
monos que en seres humanos, no es
propio de nuestro tiempo». Él destruyó
la estatua y me mandó los fragmentos
con un lacrimario rebosante de su
arrepentimiento.
Esos años de servicio activo, guiado
siempre, presente o ausente, por mi
padre, me hicieron pensar que los ríos
no deben ser frontera más que el tiempo
necesario para reponer fuerzas y
cruzarlos. Las fuerzas que no se usan se
enmohecen en seguida, y ese peligro
corrieron las nuestras hasta mi subida al
imperio.
El que lo dude no tiene más que
observar los triunfos ficticios de
Domiciano y sus peligrosas
complacencias con los dacios, a quienes
envió maestros de disciplina, estrategas
e ingenieros que enseñasen a sus hordas
las cosas de la guerra.
Mi padre, la única vez que nos
vimos después de nuestra separación en
Siria, me dijo:
—Cuando un emperador da a los
bárbaros armas o ideas que éstos puedan
usar contra nosotros, es justo y pío
acabar con su vida, porque, al hacer eso,
va en contra de los designios divinos,
pero ha de ser siempre mano ajena, y
nunca, ni lejanamente, la tuya, la que se
manche con sangre imperial.
Yo recordé esta frase toda mi vida, y
la tuve presente cuando me sentí
amenazado por ese injusto e impío
emperador.
No quiere decir esto que haya que
exponerse inútilmente, desobedeciendo
de manera pública al tirano. Durante los
años de tiranía de Domiciano yo fui
modelo de obediencia, ejecutando con
rapidez y pericia ejemplares todo cuanto
se me ordenaba, aunque sin poner de mi
parte más que lo que se exigía de mí en
cada momento. Se ha dicho que durante
esos años de terror gocé de la
protección de los dioses, y parece
cierto; cuando hube de ir a Roma supe
mantenerme al margen, sin comentar otra
cosa que el tiempo y los dacios, ni
elogiar los actos del emperador más allá
del buen sentido: por ejemplo, cuando
Domiciano convocó al senado y le pidió
consejo sobre la mejor manera de guisar
un rodaballo, yo alegué mi frugalidad
militar y mi poca afición por el pescado
como razón para no juzgar de la
necesidad de tan aparatosa medida.
Esta prudencia me valió cierto
recelo entre los amigos del emperador,
pero también algunas muestras de favor
por parte de éste; sin embargo, en cuanto
pude, volví al ejército.
Lusio Quieto