Palmasola
Palmasola
Palmasola
En el primer ámbito, las cifras revelan que Bolivia tiene la mayor cantidad
de presos sin sentencia en toda Latinoamérica, con un 84%, seguido de
Paraguay que tiene 71% en esta situación; mientras que el caso menor lo
registra Chile con el 16% .
Hace un año, en nuestro informe del año 2012, sobre el ejercicio de los
derechos humanos, la Defensoría del Pueblo señalaba que “La
vulneración de derechos humanos tiene una mayor incidencia y se
evidencia con niveles alarmantes en algunos espacios como los centros
penitenciarios donde, además de la privación de libertad, las personas allí
destinadas sufren de altos grados de discriminación y racismo, violencia
física y sicológica, carencias materiales y extorsión permanente”.
Sin una justicia real, palpable y evidente, todos los demás derechos
alcanzados no encuentran mecanismos para asegurar su respeto,
vigencia y defensa. La administración de justicia, y especialmente la
garantía de un acceso libre, gratuito, pleno, oportuno, equitativo e
indiscriminado, tiene que ver no solo con la posibilidad de ser escuchado
y atendido cuando nuestros derechos son vulnerados, sino también de la
presunción de inocencia, la libertad, la dignidad, la tranquilidad y la
seguridad.
La magnitud del problema que tiene que ver con un serio problema en la
administración de justicia con múltiples y variados orígenes como la
sobrecarga procesal con más de 500.000 causas pendientes ; la ausencia
de mecanismos efectivos para disminuirla; el insuficiente número de
juzgados y de jueces (actualmente hay 815 jueces en todo el país), las
constantes acefalías; el desconocimiento de los recursos por parte de los
acusados; el asesoramiento jurídico deficiente y a veces malintencionado
de los abogados defensores; el aumento sostenido de las detenciones por
narcotráfico que, al ser la mayoría in fraganti, dificultan la posibilidad de
implementar medidas cautelares y el incremento anual de las causas que
según informes del Consejo de la Judicatura bordea el 10% anual.
El Magistrado Dr. Wilber Choque informó que a fines del 2011 se había
recibido un 61% de causas pasadas, lo que generaba una mora procesal
gigantesca. Existen 800 juzgados y un déficit de 426. Las oficinas de
derechos reales tienen 388 funcionarios para atender diariamente decenas
de miles de casos, lo que también genera una crisis que termina siempre
afectando al ciudadano o ciudadana y con mayor frecuencia a los más
pobres y desprotegidos.
"En la cárcel que fue construida para 30 detenidos viven 320. Más de 20 presos se
encuentran actualmente en "El Bote”, una pequeña celda de apenas unos 10 metros
cuadrados”.
"En Bolivia se respetan los derechos humanos”, dijo Rodolfo Calle, presidente de la
Comisión de Derechos Humanos de la Cámara de Diputados de Bolivia, el 22 de octubre
pasado. Ese día, Bolivia ingresó como miembro del Consejo de Derechos Humanos de las
Naciones Unidas. Para Bolivia esa elección "significa un reconocimiento internacional del
compromiso del país con los derechos humanos a partir de la constitucionalización de los
mismos y el trabajo activo para incluirlos en todos los ámbitos internacionales y
regionales”.
Al escuchar esta declaración, Juan Pérez (nombre ficticio) sólo puede reír. Pero no tiene
ganas de reír. Desde hace siete meses, el hombre de 33 años está encarcelado en "El Bote”,
la celda más estrecha de una pequeña cárcel en la ciudad de Montero, Santa Cruz.
En la cárcel que fue construida para 30 detenidos viven 320. Más de 20 presos se
encuentran actualmente en "El Bote”, una pequeña celda de apenas unos 10 metros
cuadrados. A veces son más de 40 detenidos en esta celda, dicen los reos a través de las
rejas.
Uno no se puede imaginar lo que sucedería si allí se produce una disputa. Es inimaginable
que alguien allí pueda sufrir de una enfermedad sin infectar a sus compañeros. Seis de ellos
duermen en tres hamacas, el resto en el suelo.
"Anda a comprarnos chicle”, dice Pérez con una sonrisa amarga, "así podemos pegar a
algunos colegas en la pared”. Durante una hora al día, un grupo de prisioneros tiene
permiso para estar en el patio, entre las 11 de la mañana y mediodía. En ese lapso, el resto
permanece tras las rejas. En la tarde pueden salir por 15 minutos para orinar. Eso es todo.
No es que en "El Bote” estén los que han cometido los delitos más graves. Para nada. Allí
está, por ejemplo, un joven que robó unos palos de madera; otro, de 15 años -porque no hay
separación entre jóvenes y adultos- por haber dormido ilegalmente en una casa abandonada.
En "El Bote” de Montero se evidencia que en Bolivia, generalmente, no es la gravedad del
delito la que decide las condiciones carcelarias. Casi a todos los que llegan a la cárcel de
Montero se los lanza, primero, a "El Bote”. Así pagan lo más rápido posible para poder irse
a otro lado. "Más de mil bolivianos cuesta un lugar en otra celda”, dicen los reos. Los que
no tienen este dinero se quedan en allí.
"El coronel siempre trata de chantajearnos”, dice Juan Pérez, "pero cuando no hay familia o
amigos que puedan traer dinero, tampoco hay mucho para chantajear”. Y así, muchos se
quedan en la celda, hombro a hombro, expuestos a los caprichos del coronel.
"Si él quiere plata, tiene problemas con su mujer o no sé qué nos hace sufrir. A veces no
nos deja salir por dos días”, dice otro de los encarcelados. Entonces, el que no quiere orinar
como el resto en una botella de plástico tiene que pagar.
La única esperanza de muchos reos pobres para salir de su miseria es la Defensa Pública; es
decir: los abogados que defienden a quienes no tienen medios para pagar su propio
defensor.
El servicio de la Defensa Pública es una de las pocas cosas que no cuesta nada en las
cárceles bolivianas. En Palmasola, por ejemplo, cada viernes por la mañana, los abogados
de la Defensa Pública se sientan en los bancos de la Iglesia Evangélica Cristiana del PC
cuatro, "Esperanza Viva”, para atender a los reos sin recursos.
En la mesa de adelante -el viernes que este medio visitó el penal- está sentada Zumaya
Toco Guarachi, abogada de 30 años. Sus clientes hacen fila. Han esperado una semana para
hablar con la "doctora Zumaya”, como todos la llaman. Pero, la palabra que la doctora más
utiliza es "paciencia”. Allí, en la iglesia de Palmasola, uno puede ver -en vivo y directo-
cuánto afecta el retraso de la justicia a los reos más pobres.
"No”, dice la doctora, "su confirmación de trabajo todavía no ha llegado, por favor tenga un
poco de paciencia”. A otro reo le dice: "Su papel ya estaría listo, pero la secretaria de la
Fiscalía ha sido despedida, tenemos que esperar”.
"Gracias, doctora”, dice el preso y se va. Uno de ellos ha traído salteñas; otro le ha
construido una nave de madera dentro de una botella de vidrio, abajo de la cual ha escrito:
"Ayúdeme, mi libertad está en sus manos”.
No es tanto lo que la doctora puede hacer. Las condiciones en las que trabajan los
defensores públicos son precarias. Hay 84 de ellos en todo el país, y entre ellos defienden
4.470 presos. Más de 50 cada uno. Los abogados de la Defensa Pública reciben poco más
de 4.000 bolivianos por mes, ni siquiera la mitad de lo que gana un fiscal.
De su sueldo incluso tienen que pagar las fotocopias de actas y el transporte, y muchas
veces cuando tienen una audiencia, el fiscal o el juez simplemente no aparece.
Los defensores cruceños comparten viejas computadoras llenas de virus y hay una sola
impresora para todos.
Por eso, Zumaya Toco Guarachi comparte dos rasgos con todos sus colegas: es joven y va
a dejar este trabajo en cuanto se le presente otra opción.
"Trabajar en la Defensa Pública es como una escuela para conocer el sistema”, dice. Pero,
¿qué abogado quiere permanecer durante años en esta escuela?
Un simple enunciado
"El Estado garantiza el derecho al debido proceso, a la defensa y a una justicia plural,
pronta, oportuna, gratuita, transparente y sin dilaciones”, dice el articulo 115 de la
Constitución Política del Estado. "Toda persona sometida a cualquier forma de privación de
libertad será tratada con el debido respeto a la dignidad humana”, dice el artículo 73 de la
misma.
"Hay una brecha enorme entre la normativa y su aplicación”, dice el defensor del Pueblo,
Rolando Villena, "lo que genera que el cumplimiento de los derechos humanos de los y las
privadas de libertad se haya convertido en un simple enunciado”. Según Villena es
"indudable que hay una evidente discriminación en la administración de justicia, que afecta
de manera más negativa a las personas que no cuentan con dinero para encarar un proceso
judicial”.
Desde hace tres años, todos los establecimientos públicos del país deben tener un letrero
que dice "Todos somos iguales ante la ley”. Con todo parece que los que no tienen dinero
muchas veces no llegan hasta la ley. Juan Pérez y sus compañeros en "El Bote” de
Montero ni se atreven a pensar en un juicio justo, ni en el cumplimiento de los artículos de
la Constitución, o en una garantía de derechos humanos. Ellos tienen un solo deseo: que
acabe el ciclo, y que cada tres meses otro sargento sea el encargado de la cárcel de Montero
para que no sean siempre los mismos los que sean maltratados.
Centro de Rehabilitación Palmasola, la
ciudadela de los presos
Más de 5.000 reclusos, algunos con sus familias, viven en esta prisión, la tercera más
violenta de América Latina, fundada en 1989 y que refleja el hacinamiento carcelario de
Bolivia. El 80% no han sido condenados.
Las reglas para la entrada al Centro de Rehabilitación Palmasola (Santa Cruz, Bolivia),
desglosadas letra a letra con pintura precaria en un costado del portal principal, establecen
con la firmeza de un decálogo sagrado que no se permite a los visitantes el ingreso de
teléfonos celulares, bebidas alcohólicas, artefactos, armas (sean cuchillos, sean activos de
pólvora) o cualquier objeto que afecte la salud de los internos y sus familias.
Del otro lado, en letras mayúsculas y negras, las autoridades advierten que todo visitante
debe presentar su documento de identidad y que nadie –nadie– debe pagar nada por ningún
concepto.
La realidad, sin embargo, suele ser una opositora obstinada de las reglas. Palmasola, la
cárcel, la ciudadela energúmena, la favela ruin construida en 1989 en las afueras de Santa
Cruz para distanciar a los presos de la pulpa urbana, es un centro de tolerancia abundante:
se sabe bien que los presos tienen armas y que en una ocasión una monja entró con un
televisor en cuyo interior había una pistola y estuvo a punto de ser encarcelada en el acto.
Se sabe que para tener un colchón hay que pagar –por concepto de comodidad– US$100. Se
sabe, con detalle, que en agosto de 2013 los presos del bloque B abrieron un boquete en el
muro que los separaba de sus iguales del bloque A y que en la rebatiña de ánimo lóbrego
explotaron tanques de propano y unos a otros se atacaron con cuchillos de hoja breve,
machetes y palos. Murieron 36. Murió un niño de 18 meses, hijo de un preso. Los cuerpos
quedaron calcinados; otros 37 presos tenían la piel a medio florecer.
El papa ha visitado cárceles en Argentina y en Italia. En abril lavó los pies de 12 presos en
Roma; cada tanto llama a una cárcel de Buenos Aires para hablar con algunos. El acto –que
se ha convertido en costumbre– tiene origen en el lavatorio que Jesús ejecutaba con sus
discípulos y que suponía una muestra de humildad y servidumbre. En medio, el papa
Francisco ha encontrado el modo de predicar, como suele, de manera política: ha dicho que
los presos tienen los mismos derechos que el resto de la humanidad y que sus condiciones,
por lo general indigentes, deben mejorar.
En 2004 eran 2.300 presos: once años después el total se dobló. Dicen que los presos
duermen en los pasillos y en los baños, y que el derecho a una celda es proporcional a la
robustez de las arcas personales. Palmasola es uno de los 16 grandes centros de reclusión de
Bolivia, y separados en bloques están los violadores, asesinos, narcotraficantes, mulas,
expolicías y criminales de poca monta. El hacinamiento en Palmasola se debe, en buena
parte, al 80% de detenciones preventivas; dicho de otro modo, más de 4.000 presos tienen
condenas pendientes –no se ha probado su culpabilidad–, cuyo proceso ha acelerado la
visita del papa. El Ministerio Público aumentó hace unas semanas el número de jueces para
que, cuando llegue el papa, haya por lo menos lugar para una bendición pública. Para 2013,
por ejemplo, 754 jueces tenían que encargarse de 591.000 causas. En un artículo de ese
entonces en El País de España, el fiscal general de Bolivia, Ramiro Guerrero, admitió que
la política judicial carecía de efectividad. En Bolivia, de los más de 14.000 presos que
existen, sólo un número cercano a los 3.000 tiene condenas.
El español Julio Picazo estuvo preso un año en Palmasola, acusado por robo y extorsión. El
sevillano Javier Villanueva estuvo cinco años en la cárcel –por asesinato, sin juicio– y solía
permanecer en su celda porque le habían dicho, sin mucho reparo, que no duraría mucho
allí dentro. Ambos, con palabras distintas, describieron el modo de vida en Palmasola como
una predisposición absoluta al vil trueque: todo, o casi todo, podía comprarse. Villanueva,
cuando su pena se modificó a prisión domiciliaria en 2006, tuvo que rentar un piso y
pagarle a los guardianes para que lo vigilaran. La paradoja se repite cíclica en el caso de
Picazo, que compraba la comida a los jefes de la prisión –los más respetados entre los
criminales– porque la alimentación de la prisión era pírrica, infecciosa, fétida, y dormía
donde encontraba un espacio disponible. Ambos, con palabras distintas, alegaron que el
método esencial era la tortura.