Chantal Mouffe
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Chantal Mouffe
En las últimas décadas, la buena disposición para contar con categorías como la
«naturaleza humana», la «razón universal» y el «sujeto autónomo racional» se ha
puesto en duda cada vez con mayor frecuencia. Desde distintos puntos de vista,
pensadores muy diversos han criticado la idea de una naturaleza humana universal,
de un canon universal de racionalidad a través del cual pueda conocerse dicha
naturaleza, así como la posibilidad de una verdad universal. Esta crítica del
racionalismo y del universalismo, a la que a veces se denomina «posmoderna», es
considerada por autores como Jürgen Habermas como una amenaza al ideal
democrático moderno. Afirman que existe un vínculo necesario entre el proyecto
democrático de la Ilustración y su enfoque epistemológico y que, por consiguiente,
criticar el racionalismo y el universalismo significa socavar los propios cimientos de
la democracia. Esto explica la hostilidad de Habermas y sus seguidores hacia las
distintas formas de posmarxismo, postestructuralismo y posmodernismo.
Mi propósito aquí es discrepar con esta tesis y sostener que sólo sacando todas las
consecuencias de la crítica al esencialismo —que constituye el punto de
convergencia de todas las llamadas tendencias post— será posible captar la
naturaleza de lo político y reformular y radicalizar el proyecto democrático de la
Ilustración. Creo que resulta apremiante comprender que el marco racionalista y
universalista en el que ese proyecto fue formulado hoy se ha convertido en un
obstáculo para la adecuada comprensión de la etapa actual de la política
democrática. Este marco debería descartarse y esto puede hacerse sin tener que
abandonar el aspecto político de la Ilustración, representado por la revolución
democrática.
Creo que es importante subrayar que esta crítica de las identidades esenciales no
se limita a cierta corriente de la teoría francesa sino que se encuentra en las
filosofías más importantes del siglo XX. Por ejemplo, en la filosofía del lenguaje del
último Wittgenstein también hallamos una crítica de la concepción racionalista del
sujeto que indica que éste no puede ser el origen de significados lingüísticos, ya
que el mundo se nos revela a través de la participación en distintos juegos del
lenguaje. Encontramos la misma idea en la hermenéutica filosófica de Gadamer, en
la tesis de que existe una unidad fundamental entre el pensamiento, el lenguaje y
el mundo, y que es en el interior del lenguaje donde se constituye el horizonte de
nuestro presente. En otros autores encontramos otras críticas similares de la
centralidad del sujeto en la metafísica moderna y de su carácter unitario, por lo que
podemos afirmar que, lejos de limitarse al postestructuralismo o al posmodernismo,
la crítica del esencialismo constituye el punto de convergencia de las corrientes
filosóficas contemporáneas más importantes.
El antiesencialismo y la política.
En Hegemonía y estrategia socialista(2) intentamos extraer las consecuencias de
esta crítica del esencialismo en favor de una concepción radical de la democracia
articulando algunas de sus perspectivas con la concepción gramsciana de
hegemonía. Esto nos llevó a situar la cuestión del poder y el antagonismo y su
carácter indeleble en el centro de nuestro enfoque. Una de las principales tesis del
libro es que la objetividad social está constituida a través de los actos de poder.
Esto significa que, en última instancia, cualquier objetividad social es política y
tiene que mostrar los indicios de exclusión que gobierna su constitución: lo que,
siguiendo a Derrida, denominamos su «exterior constitutivo». No obstante, si un
objeto ha inscrito en su propia esencia algo que no forma parte de sí mismo; si,
como resultado, todo es construido como diferencia, su esencia no puede
concebirse como pura «presencia» u «objetividad». Esto indica que la lógica de la
constitución de lo social es incompatible con el objetivismo y el esencialismo
dominantes en las ciencias sociales y el pensamiento liberal.
Otro rasgo diferenciado de nuestro enfoque tiene que ver con la cuestión de la
desuniversalización de los sujetos políticos. Lo que intentamos es romper con todas
las formas de esencialismo. No sólo el esencialismo que se adentra en gran medida
en las categorías básicas de la sociología moderna y el pensamiento liberal, según
el cual toda identidad social está perfectamente definida en el proceso histórico del
despliegue del ser, sino también con su opuesto total: cierto tipo de extrema
fragmentación posmoderna de lo social, que rechaza otorgar a los fragmentos
cualquier tipo de identidad relacional. Dicha visión nos deja con una multiplicidad
de identidades sin denominador común alguno y hace imposible distinguir entre las
diferencias que existen pero que no deberían existir y las diferencias que no existen
pero que deberían existir. En otras palabras, al poner un énfasis exclusivo en la
heterogeneidad y la inconmensurabilidad, nos impide reconocer que ciertas
diferencias se construyen como relaciones de subordinación y, por lo tanto, que
deberían ser desafiadas por una política democrática radical.
Democracia e identidad
Tras haber presentado un breve resumen de los principios básicos de nuestro
enfoque antiesencialista y de sus repercusiones generales para la política, ahora me
gustaría abordar algunos problemas específicos relativos a la construcción de las
identidades democráticas. Voy a examinar cómo puede formularse dicha cuestión
dentro de un marco que rompa con la problemática liberal racionalista tradicional y
que incorpore nuevas perspectivas cruciales de la crítica del esencialismo. Uno de
los principales problemas del marco liberal es que reduce la política a un cálculo de
intereses. Se presenta a los individuos como actores racionales movidos por la
búsqueda de la maximización de su interés personal. Es decir, se percibe que
actúan en el campo de la política de una forma básicamente instrumental. La
política se concibe a través de un modelo elaborado para estudiar la economía,
como un mercado interesado por la asignación de recursos, en el que se alcanzan
compromisos entre intereses definidos independientemente de su articulación
política. Otros liberales, los que se rebelan contra este modelo y desean crear un
vínculo entre política y ética, creen que es posible crear un consenso universal y
racional por medio del libre debate. Creen que al relegar los temas problemáticos a
la esfera privada, será suficiente con un acuerdo racional sobre los principios para
administrar el pluralismo de las sociedades modernas. Para ambos tipos de
liberales, todo lo que tenga que ver con las pasiones y los antagonismos, todo lo
que pueda llevar a la violencia es percibido como arcaico e irracional, como
residuos del pasado, de una era en que el «dulce comercio» aún no había
establecido la preeminencia del interés por encima de las pasiones.
Este intento de aniquilar lo político, sin embargo, está condenado al fracaso porque
no puede domesticarse de esta forma. Como señaló Carl Schmitt, la energía de lo
político puede proceder de las fuentes más diversas y surgir de múltiples relaciones
sociales diferentes: religiosas, morales, económicas, étnicas o de otro tipo. Lo
político tiene que ver con la dimensión del antagonismo presente en las relaciones
sociales, con la posibilidad siempre presente de que la relación «nosotros/ellos» se
construya en términos de «amigo/enemigo». Negar esta dimensión de antagonismo
no la hace desaparecer, sólo lleva a la impotencia al reconocer sus distintas
manifestaciones y al tratar con ellas. Esto explica que un enfoque democrático
tenga que aceptar el carácter indeleble del antagonismo. Una de sus tareas
principales es plantearse modos de distender las tendencias a la exclusión
presentes en todas las construcciones de identidad colectiva.
Para aclarar la perspectiva que estoy presentando, propongo distinguir entre «lo
político» y la «política». Con la expresión «lo político» me estoy refiriendo a la
dimensión de antagonismo inherente a toda sociedad humana, un antagonismo
que, como he dicho, puede adoptar múltiples formas y puede surgir en relaciones
sociales muy diversas. La «política», por otra parte, se refiere al conjunto de
prácticas, discursos e instituciones que intentan establecer un cierto orden y
organizar la coexistencia humana en condiciones que siempre son potencialmente
conflictivas porque se ven afectadas por la dimensión de «lo político». En mi
opinión, esta visión —que intenta mantener unidos los dos significados de polemos
y polis, de donde deriva la idea de política— es crucial si queremos ser capaces de
proteger y consolidar la democracia.
Una vez se reconozca que toda identidad es relacional y que se define en función de
la diferencia, ¿cómo podemos desactivar la posibilidad de exclusión que conlleva?
De nuevo aquí la noción del «exterior constitutivo» puede resultarnos de utilidad. Al
subrayar el hecho de que el exterior es constitutivo, se pone de manifiesto la
imposibilidad de trazar una distinción absoluta entre interior y exterior. La
existencia del otro se convierte en una condición de posibilidad de mi identidad, ya
que sin el otro yo no podría tener una identidad. Por consiguiente, toda identidad
queda irremediablemente desestabilizada por su exterior y el interior aparece como
algo siempre contingente. Esto cuestiona cualquier concepción esencialista de la
identidad y excluye cualquier intento de definir de manera concluyente la identidad
o la objetividad. Dado que la objetividad siempre depende de una otredad ausente,
siempre se hace eco y se ve necesariamente contaminada por esta otredad. La
identidad, por lo tanto, no puede pertenecer a una persona sola, y nadie pertenece
a una sola identidad. Podríamos ir más allá y afirmar que no sólo no existen
identidades «naturales» y «originales», puesto que toda identidad es el resultado
de un proceso constitutivo, sino que este proceso en sí debe verse como un proceso
de hibridación y nomadización permanentes. La identidad es, efectivamente, el
resultado de una multitud de interacciones que tienen lugar dentro de un espacio
cuyo contorno no está claramente definido. Numerosos estudios feministas o
investigaciones inspiradas por el enfoque poscolonial han demostrado que se trata
siempre de un proceso de «sobredeterminación», que establece vínculos altamente
intrincados entre las múltiples formas de identidad y una compleja red de
diferencias. Para una definición apropiada de identidad, tenemos que tomar en
consideración la multiplicidad de discursos y la estructura de poder que la afectan,
así como la compleja dinámica de complicidad y resistencia que hace hincapié en
las prácticas en las que dicha identidad está implicada. En lugar de ver las distintas
formas de identidad como lealtades hacia un lugar o como una propiedad,
deberíamos comprender que se trata de lo que está en juego en cualquier lucha
política.
Chantal Mouffe