Americana II 5
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Americana II 5
Se ha sugerido a veces que las estructuras sociales de las naciones latinoamericanas eran
poco propicias a la expansión de la democracia representativa. Sin embargo, es innegable
que existe un reducido número de países, dispersos por toda la región, donde el gobierno
civil ha predominado durante períodos relativamente largos. Los militares no
intervencionistas no son una especie totalmente desconocida en América Latina.
A finales del decenio de 1980, cuatro naciones latinoamericanas sobresalían por haber
disfrutado de treinta años de gobierno civil y subordinación militar ininterrumpidos. No
vamos a decir que estos cuatro países favorecidos hayan sido dechados de virtudes
democráticas, ni que en ellos no se hayan producido intentos de golpe de estado. Ocurre
sencillamente que:
Caso de Venezuela: durante el primer tercio del siglo fue el clásico país de tiranía tropical,
luego (durante más de treinta años después de 1958) fue una democracia modélica donde
la alternancia en el poder de socialdemócratas y democratacristianos iba acompañada de
niveles sin precedentes de participación electoral.
Sin embargo, no hay métodos infalibles para asegurar el ascendiente civil, del mismo modo
que no hay ningún modelo para la desmilitarización duradera y garantizada. En este
sentido, la única constante en América Latina ha sido el carácter efímero e inestable de los
regímenes militares de la región.
En otros momentos del siglo en curso, las dictaduras militares latinoamericanas han dado
paso a instituciones civiles, representativas. Con todo, es raro presenciar una retirada
militar general del poder como la que se produjo durante el decenio de 1980. En efecto, a
mediados de 1990 en ningún país de América Latina seguía en el poder un gobierno
militar en el sentido riguroso de la expresión. En estos países el traspaso del poder de los
presidentes civiles a sucesores también civiles y elegidos libremente puede interpretarse
como uno de los indicios de la solidez de la desmilitarización. En 1990 el poder ya había
cambiado de manos entre civiles trece veces en los primeros nueve países
“desmilitarizados”.
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El primero fue la crisis económica mundial, con sus repercusiones en América Latina,
entre las que destaca el problema de la deuda exterior. Generalmente los tiempos difíciles
favorecen los cambios de gobierno. Allí donde los militares habían subido al poder
prometiendo mejorar los índices de desarrollo mediante una reorganización y una
modernización, progresistas o conservadoras, del orden socioeconómico, la crisis tuvo
efectos deslegitimadores especialmente fuertes. La erosión del apoyo se reflejó, entre
otras maneras, en un aumento de la “reivindicación democrática” por parte de sectores
que antes habían dado pocas señales de desear niveles de participación más elevados.
El segundo de los elementos fue la política regional de los Estados Unidos a favor del
predominio (al menos superficial) de las formas civiles, representativas y democráticas.
Jimmy Carter (1977-1981), Ronald Reagan (1981-1989) y George Bush (1989-1993)
tenían una actitud de oposición al militarismo usurpador que había adoptado la
administración demócrata.
Aunque estos factores generales intervinieron en muchas de las transiciones del gobierno
militar al civil, el proceso siguió caminos distintos en cada uno de los diversos países que
volvieron al gobierno civil.
Cabe preguntarse qué grado de influencia política en general retuvieron los militares en
los países donde se eligieron presidentes y asambleas legislativas civiles.
Podría decirse que en los países donde se restauró el gobierno civil entre 1979 y 1990, los
regímenes acabados de instaurar no siempre dominaban por completo, o sencillamente
controlaban, sus fuerzas armadas. En particular, el período inicial después de la retirada
de los militares del poder solía caracterizarse por las fricciones declaradas entre las
autoridades militares y las civiles.
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GOBIERNOS AUTORITARIOS
Al escoger un modelo militar, una nación latinoamericana fundaba una relación especial
en la esfera diplomática, pero, sobre todo, en el comercio armamentístico.
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Gran Bretaña, la indiscutible metrópoli económica, se limitó a instruir al personal de la
marina y a construir buques de guerra.
En los decenios de 1920 y 1930 el activismo político de los militares como institución, que
era totalmente distinto de los tradicionales pronunciamientos de generales ambiciosos o
descontentos, aumentó de manera notable en gran número de países. Generalmente, los
oficiales se levantaban contra el statu quo y por ello puede decirse que las fuerzas
armadas entraron en la política por la izquierda del escenario. Por lo general, estas
intervenciones, en las cuales sólo participaban sectores minoritarios del estamento
militar, resultaban eficacísimas. En 1924 jóvenes oficiales chilenos obligó al Congreso a
promulgar leyes sociales de carácter progresista. El espíritu de los oficiales que
participaron en las revueltas de 1924-1925 se encarnó sucesivamente en la dictadura del
general Carlos Ibáñez del Campo (1927-1931) y luego fugazmente, aunque no sin brío, en
la efímera república socialista de junio de 1932, que fue instaurada por el coronel
Marmaduke Grove, oficial formado por los alemanes.
En Bolivia los oficiales jóvenes arrebataron el poder a los políticos tradicionales, a los que
juzgaban incompetentes y corruptos, un poco más tarde, después de que el país fuera
derrotado por Paraguay en la guerra del Chaco (1932-1935). Se propusieron llevar a cabo
reformas. De 1936 a 1939 los coroneles David Toro y Germán Busch presidieron un
régimen autoritario, progresista y antioligárquico con un matiz de xenofobia. En 1943 el
coronel Gualberto Villarroel, con el apoyo del Movimiento Nacionalista Revolucionario
(MNR), se apoderó del control del gobierno. Villaroel se esforzó de manera autoritaria por
movilizar a las masas desposeídas alrededor de un programa de reformas sociales.
El nacionalismo era tal vez, en este período, el común denominador que podía
identificarse en las orientaciones políticas de los diversos países latinoamericanos. Esta
corriente nacional-militarista, que no se oponía sistemáticamente al cambio si se lleva a
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cabo de manera ordenada, y tampoco a la mejora de las condiciones de las clases
trabajadoras si se efectuaba bajo la tutela del estado, parece que predominaba en las
fuerzas armadas.
A principios del decenio de 1960 la sombra del conflicto entre el Este y Occidente cayó
con retraso sobre América Latina. La revolución cubana, la ruptura del régimen
comunista a unos 140 kilómetros de Florida, en el Mediterráneo americano, crearon una
situación política totalmente nueva en América Latina. Un “gran temor” al castrismo
recorrió el continente entero al reactivarse la izquierda y aparecer la guerrilla en
numerosos países. Los Estados Unidos modificaron sus conceptos estratégicos. A su vez,
los ejércitos latinoamericanos, empujados por el Pentágono, adoptaron nuevas hipótesis
estratégicas y tácticas para ajustarse al tipo de amenaza que en lo sucesivo se cerniría
supuestamente sobre ellos. Ante el peligro de “subversión comunista”, las fuerzas
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armadas del continente se prepararon para la guerra contrarrevolucionaria. Entre 1962 y
1966, los nuevos “cruzados” de la guerra fría desencadenaron una serie de nueve golpes
de estado en la región. Como medida preventiva, las fuerzas armadas derrocaron a los
gobiernos a los que se juzgaba “blandos” como el comunismo o tibios en su solidaridad
con los Estados Unidos.
En 1968 empezó a tomar forma de coyuntura nueva que haría sentir sus efectos en las
orientaciones políticas de los militares latinoamericanos hasta 1973. Este período de
distensión fue resultado de varias causas distintas y concurrentes. Cuba, encerrada en sí
misma, había empezado un período durante el cual los problemas nacionales tendrían
precedencia sobre las solidaridades internacionalistas.
Fue en estas circunstancias cuando los militares latinoamericanos, que se hicieron con el
poder en varios estados entre 1968 y 1972, retomaron durante un tiempo los hilos del
militarismo nacionalista y reformista de un período anterior. Había sonado la hora de “la
revolución por parte del estado mayor”, a juicio de los oficiales peruanos, que
capitaneados por el general Juan Velasco Alvarado, derrocaron a las autoridades civiles
del país en octubre de 1968. En Bolivia, la oportunista desviación hacia la izquierda de un
régimen militarizado conservador bajo el general Alfredo Ovando Candía dio paso en
1970 al fugaz gobierno popular del general Juan José Torres González. En Argentina,
durante los primeros meses que sucedieron al retorno del peronismo al poder en 1973 se
produjo un efímero avance del nacionalismo militar. Sin embargo, estos “días más
luminosos” (o esta aventura) duraron poco.
En el año 1973 la Unidad Popular chilena sucumbió ante unos militares que hasta
entonces habían respetado la democracia. En marzo de 1976 una nueva intervención
militar en Argentina enterró toda esperanza de instaurar una democracia duradera en el
país. La coyuntura histórica volvía a estar en manos del militarismo conservador o incluso
contrarrevolucionario.
Si bien todos los regímenes militares se parecen, aunque sea solamente por la naturaleza
de la institución que usurpa el poder, los regímenes militares latinoamericanos del
período comprendido entre los años treinta y ochenta eran, de hecho, muy diversos. No
obstante, es posible elaborar una útil tipología de los regímenes militares. Al elaborar
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dicha tipología, dejaremos a un lado las dictaduras patrimoniales o sultánicas de América
Central y el Caribe durante el período de entreguerras, ya que su naturaleza militar es
como mínimo discutible.
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MODELO BASADO EN LA INDUSTRIALIZACIÓN
POR SUSTITUCIÓN DE IMPORTACIONES
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bienes y servicios no sustituibles. Estos cambios constituyeron la base de un crecimiento
significativo del comercio intrarregional a comienzos de los cuarenta, cuando se les
bloqueó el acceso a las importaciones del resto del mundo. Podemos decir que el decenio
de 1930 señaló la transición del desarrollo guiado por las exportaciones al desarrollo
dirigido hacia adentro, aún cuando al final de la década la mayoría de los países no habían
concluido ese proceso.
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El nuevo modelo dirigido hacia adentro implicaba fijar restricciones a las importaciones,
lo cual se logró por medio de permisos de importación, gravámenes más altos y un
complejo sistema cambiario que reservaba el tipo más bajo a los insumos esenciales, y el
más alto a los bienes suntuarios.
El modelo que miraba hacia el exterior sobrevivió, pero quedó limitado a las repúblicas de
menor importancia. Sin embargo, a mediados de los sesenta todas las repúblicas
latinoamericanas -aun las que promovían las exportaciones- incluían en su arsenal una
formidable batería de instrumentos para restringir las importaciones y alentar a los
sectores que competían con la importación.
El Nuevo Orden Económico Internacional
Hubo dinamismo del comercio internacional en el período de posguerra. La reducción de
la participación latinoamericana en el comercio mundial no se debió exclusivamente a su
política dirigida hacia adentro, y en todo caso no todas las repúblicas eludieron el
crecimiento guiado por las exportaciones. Una parte del problema fue la concentración de
las exportaciones latinoamericanas en productos primarios, en una época en que el
comercio de los mismos crecía con menor rapidez que el mundial.
Un problema adicional al que se enfrentaron los exportadores latinoamericanos de
productos primarios fue la protección a la agricultura en los países desarrollados, y la
discriminación de las potencias europeas en favor de sus ex colonias.
Aunque el comercio mundial de muchos productos primarios (como el algodón) seguía
siendo relativamente libre, América Latina siguió dependiendo de un puñado de artículos
con los cuales resultó imposible mantener -ya no digamos aumentar- su participación en
el mercado.
Casi todos los años a partir de 1945 el comercio mundial aumentó con mayor rapidez que
el PIB mundial, ofreciéndoles una oportunidad a aquellos países cuya estructura
exportadora se había adaptado al nuevo patrón de demanda. Las ramas más dinámicas
del comercio mundial fueron las de artículos manufacturados, y los países
latinoamericanos tardaron en despertar a la nueva realidad. Incluso donde el desempeño
de las exportaciones en la posguerra fue satisfactorio se especializaron en productos
primarios.
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De este modo, las repúblicas que miraban hacia adentro se vieron obligadas -en algunos
casos de mal grado- a revisar su legislación sobre la inversión extranjera directa, y a crear
las condiciones que parecían apropiadas para atraer a grandes empresas multinacionales
(EMN).
A falta de suficientes inversiones del sector privado interno se organizaron empresas de
propiedad del Estado (EPE) para apoyar el programa de industrialización. Aunque las
principales inversiones públicas se hicieron en infraestructura social -energía,
transportes y comunicaciones-, algunas ramas de la industria también se consideraron
apropiadas para la inversión pública, ya que el sector privado interno no podía o no
quería aportar el financiamiento y los productos eran demasiado importantes para
dejarlos bajo el control de empresas extranjeras.
Con tanta insistencia de las LA6 en el sector manufacturero no es sorprendente que se
ampliara con rapidez. Como sector punta su tasa de crecimiento superó la del PIB, con lo
que aumentó la participación de las manufacturas en el producto neto total. A finales de
los sesenta los países que miraban hacia adentro habían visto crecer la participación de
las manufacturas en el PIB a un nivel similar al de los países desarrollados. Además, la
estructura de la producción industrial se había alejado del procesamiento de alimentos y
textiles para dirigirse hacia las industrias metalúrgicas y de productos químicos.
Alto fue el precio que hubo que pagar por este éxito industrial. Protegido contra la
competencia internacional, gran parte del sector industrial era al mismo tiempo de alto
costo e ineficiente en todos los sentidos. Los altos costos por unidad no sólo se debieron la
necesidad de pagar por los insumos importables más caro que el precio mundial, sino
también porque el mercado interno solía ser demasiado pequeño para mantener
empresas del tamaña óptimo.
La ineficiencia se derivó de las distorsiones del factor precio, de la falta de competencia en
el mercado interno y de la tendencia a una estructura oligopólica, con elevadas barrera de
ingreso.
El alto costo de la producción industrial dificultó el ingreso de los bienes manufacturados
al comercio internacional. A mediados de los sesenta la proporción de la producción
manufacturera exportada y la contribución de las manufacturas al total de las
exportaciones seguían siendo pequeñas.
La incapacidad de la industria para penetrar en los mercados mundiales hizo que las
ganancias por exportación dependieran de los productos primarios. Pero para los países
que miraban hacia adentro las exportaciones de productos primarios se vieron
negativamente afectadas. Obligados por los altos gravámenes a comprar insumos más
caros que en el mercado mundial, los exportadores de productos primarios tenían que
vender su producción en los mercados mundiales a precios internacionales. La
diversificación de las exportaciones fue limitada, y los ingresos por ventas al exterior
siguieron estando dominados por una veintena de productos tradicionales.
La falta de dinamismo de los ingresos por exportación podría no haber tenido
importancia si el modelo hacia adentro hubiese logrado eliminar la necesidad de las
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importaciones; pero no fue así. Aunque una parte de la nueva producción industrial
pretendía remplazar los bienes importados, la industria en sí era intensiva en
importaciones. Aunque se pudieran sustituir los artículos de consumo, seguía siendo
necesario importar bienes intermedios y de capital. Se requerían divisas para el pago de
permisos, regalías y trasferencia de tecnología, por no mencionar siquiera las remesas de
utilidades. Y muchos de los bienes y servicios relacionados y no sustituibles, como los
transportes y las telecomunicaciones, eran asimismo intensivos en importaciones. La
necesidad de suprimir importaciones para proteger la balanza de pagos produjo grandes
distorsiones, y casi cualquier plan de sustitución de aquéllas -por ineficiente que fuera-
obtenía apoyo oficial.
La falta de dinamismo de las exportaciones, aunada a la necesidad de importaciones
crecientes, causó una serie casi interminable de problemas de la balanza de pagos en los
países que miraban hacia adentro.
Los problemas de la balanza de pagos y la inflación obligaron a los países que miraban
hacia adentro a entrar en acuerdos constantes con el FMI. Estos programas fueron en
general un fracaso, el problema yacía en el conflicto entre las preferencias por el modelo
de desarrollo hacia afuera del FMI, y el modelo de desarrollo hacia adentro adoptado por
los LA6 siguieron comprometidos con una política destinada a eliminar el problema a
través de la supresión de las importaciones. No es sorprendente que el compromiso con
las políticas inspiradas por el FMI fuese de dientes para afuera, y la caída a corto plazo de
los salarios reales, la producción y el empleo, asociada con esas medidas políticas, a
menudo anuló todo aumento de las exportaciones relacionado con la devaluación.
El modelo es indefendible. En los países semi-industrializados no tuvo sentido la
supresión de las importaciones; hubo que expandir las exportaciones para pagar por las
importaciones adicionales necesarias para mantener al aparato productivo
tecnológicamente actualizado y eficiente. La naturaleza semi-cerrada de las economías
acentuó las presiones inflacionarias a las que habían estado sometidas las repúblicas que
miraban hacia adentro desde el principio de la Segunda Guerra Mundial. Además, el
modelo fue adoptado en forma explícita precisamente en el momento en que la economía
mundial y el comercio internacional entraban en su período de expansión más largo y
rápido. La ocasión no pudo ser peor.
Los Países que miraban hacia afuera
Aunque no se opusieran a la industrialización, las restantes repúblicas de América Latina
(LA14) no consideraban que a finales de los cuarenta fuese viable un modelo basado
exclusivamente en un desarrollo hacia adentro. El cambio estructural había sido modesto
desde los veinte, y estas 14 repúblicas aún mostraban los rasgos clásicos de las economías
cuyo desarrollo estaba guiado por las exportaciones y donde la producción, el ingreso, el
empleo y el ingreso público estaban muy correlacionados con los altibajos de un puñado
de productos primarios de exportación.
En estas naciones el sector industrial era especialmente débil. Incapaz de aprovechar las
oportunidades que brindaron las restricciones a las importaciones en dos guerras
mundiales y durante los treinta, el sector manufacturero a finales de los cuarenta era
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demasiado frágil para servir de trampolín a un nuevo modelo dirigido hacia adentro. La
infraestructura social siguió concentrándose básicamente en las necesidades del sector
exportador, y el abasto de energía era inadecuado para lograr una expansión importante
de las actividades secundarias. Aunque la aceleración del ritmo de crecimiento
demográfico, aunada a la migración rural-urbana, había convertido en excedente la
anterior escasez de mano de obra, seguía escaseando el tipo de fuerza de trabajo
calificada necesariamente para las manufacturas modernas.
Además, la élite económica de muchas de estas repúblicas seguía teniendo poder político.
Aunque estuviera dispuesta a añadir a su cartera accionaria inversiones en actividades
secundarias y terciarias, no lo estaba a tolerar una política abiertamente hostil al sector
de exportaciones primarias, que seguía siendo su base tradicional.
Uno tras otro, y con diversos grados de entusiasmo, los países que miraban hacia afuera
empezaron a reafirmar su política hacia el sector industrial. La experiencia de los que
seguían el modelo opuesto fue cuidadosamente analizada en los países vecinos, y la
CEPAL, en la cúspide de su influencia a finales de los cincuenta, era escuchada con
respeto. Sin abandonar al sector exportador, los LA14 vieron cómo se podría injertar la
promoción industrial en el crecimiento guiado por las exportaciones. En general el
instrumento clave fue una ley de promoción industrial que diera privilegios especiales a
los nuevos establecimientos manufactureros. Se permitió a las empresas importar
maquinaria y partes con gravámenes bajos o nulos, y se dieron "vacaciones fiscales" a las
ganancias del comercio. Se establecieron bancos de desarrollo para canalizar créditos
baratos al sector manufacturero, pero se cuidó que se siguieran atendiendo plenamente
los requisitos financieros del sector exportador.
El resultado fue la proliferación de industrias ineficientes, de alto costo, que sin embargo
resultaron sumamente lucrativas. Concentradas sobre todo en los bienes de consumo, las
nuevas industrias fueron protegidas de las importaciones por aranceles generalmente
más bajos que los de los países que miraban hacia adentro, pero aún lo bastante altos para
generar grandes distorsiones.
Por tanto, la ISI finalmente llegó a ser importante en las repúblicas más pequeñas, aun si
éstas se resistieron a la adopción en gran escala del modelo que miraba hacia adentro.
La integración regional
A finales de los cincuenta todas las repúblicas latinoamericanas habían entrado en la
primera etapa de industrialización, y algunas ya hasta se habían vuelto semi-
industrializadas. Sin embargo, la industria en general fue ineficiente y de alto costo, pese a
la abundancia de mano de obra barata no calificada. Las series de producción eran
pequeñas, el tamaño de las plantas era subóptimo, y los costos unitarios en las nuevas
industrias dinámicas -aun en las empresas más grandes- eran altos para los niveles
internacionales. Como resultado, los bienes manufacturados no entraron en la lista de
exportaciones, y la obtención de divisas siguió dependiendo de un puñado de productos
primarios. El comercio intrarregional que se había desarrollado en los años de guerra -y
que había incluido bienes manufacturados- casi había desaparecido, y la producción
industrial se limitaba mayoritariamente al mercado interno. La estrechez de este
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mercado, exacerbada por la concentración de ingresos en los decibles superiores,
permitió que pocas empresas pudieran satisfacer la demanda de muchos productos, por
lo que la estructura de la mayoría de las industrias se aproximó a las condiciones
requeridas para un oligopolio.
Los países más grandes habían ampliado la producción industrial más allá de los bienes
de consumo no duraderos, estableciendo fábricas de bienes de consumo duraderos e
intermedios (incluso básicos). Sin embargo, aun en los países grandes de la industria fue
intensiva en importaciones, por lo que el rápido desarrollo económico se asoció con
frecuencia con dificultades de la balanza de pagos. Las industrias de bienes de capital -
restringidas por las dimensiones del mercado- se desarrollaron con lentitud, y una
proporción creciente de la cuenta de importaciones consistió en maquinaria y equipo.
Además, dado que una gran parte de la tecnología estaba encarnada en bienes de capital,
la región siguió teniendo una fuerte dependencia de una tecnología importada del
extranjero y diseñada para el mercado de los países industrializados.
En otros países en desarrollo los programas de industrialización tropezaron con
problemas similares. En 1967 un documento de la CEPAL declaraba que "los países en
vías de desarrollo no tienen los recursos ni la capacidad técnica necesarias para competir
con otros, aun en la zona en desarrollo, y mucho menos en las regiones industrializadas. Y
en la medida en que logren hacerlo, la experiencia está demostrando que encontrarían
una oposición muy enérgica.
Según la CEPAL, cuya influencia ya era considerable en toda América Latina, la solución
era la integración regional (IR). La CEPAL consideró que la abolición de las barreras
nacionales arancelarias y no arancelarias en América Latina sería el instrumento para
ampliar el mercado interno y permitir la explotación de economías de escala, así como la
reducción de los costos unitarios, mientras mantenía una protección contra las
importaciones de terceros países. Según la visión de la CEPAL, la IR daría un nuevo
impulso a la industrialización de toda América Latina, y representaría para los países más
grandes la oportunidad de construir una moderna industria de bienes de capital,
tecnológicamente autónoma. La expansión de las exportaciones intrarregionales
permitiría crecer a las importaciones intrarregionales, reduciendo así las limitaciones que
la balanza de pagos imprimía al desarrollo. También se pensaba que el comercio
intrarregional estaría sujeto a mucha menor inestabilidad que la extra-regional, por lo
cual los choques externos tendrían menos importancia.
El comercio intrarregional aumentó rápidamente en los dos decenios posteriores a 1960.
A comienzos de los sesenta, aunque el comercio intrarregional había estado dominado
por los productos primarios, éstos fueron perdiendo importancia, y en 1975 el comercio
de productos manufacturados representaba casi la mitad de las exportaciones
intrarregionales, en marcado contraste con las exportaciones extra-regionales, entre las
cuales casi no tenía importancia.
El comercio intrarregional de bienes industriales fue particularmente rápido en
maquinaria y equipo, confirmando así el argumento de la CEPAL de que la IR podría
emplearse como base para construir una industria regional de bienes de capital. Durante
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los sesenta las exportaciones de manufacturas avanzadas dependían mucho del mercado
regional: 70% de las exportaciones de maquinaria y equipo de transporte y de diversos
bienes manufacturados iban a otras repúblicas latinoamericanas. Estas proporciones se
redujeron después, durante los setenta, cuando las empresas de los países más grandes
empezaron a exportar artículos equivalentes al resto del mundo. Podría decirse así, con
cierta justificación, que el mercado regional fue el trampolín para las exportaciones extra-
regionales de bienes de tecnología avanzada.
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EXPLOSIÓN URBANA Y CAMBIOS SOCIALES
El crecimiento urbano
En 1930, América Latina era todavía una región predominantemente rural tanto en
términos del área donde residía su población como en términos de la actividad
económica. Las ciudades importantes dependían, con pocas excepciones, de sus vínculos
con el sector agrícola.
Los años treinta y cuarenta vieron los inicios de cambios fundamentales en la distribución
espacial de la población en la región. América Latina estaba todavía vinculada a la
economía mundial, aunque ahora menos firmemente, mediante la exportación de
materias primas y la importación de bienes manufacturados. La depresión de 1929 y la
segunda guerra mundial estimularon la industrialización de sustitución de importaciones.
Combinada con la modernización de la agricultura, esta industrialización dio lugar a la
rápida urbanización basada en la migración del campo a la ciudad que comenzó en gran
escala en los años cuarenta.
Hubo un gran crecimiento urbano en América Latina. En 1940, sólo el 37,7 por 100 de la
población de los seis países que estamos analizando vivía en áreas urbanas, y muchas de
éstas eran poco más que pueblos que servían de centros administrativos de un área rural.
En contraste, la cifra se había elevado al 69,4 por 100 hacia 1980.
El crecimiento de los pueblos era más lento que el de las ciudades durante el período,
sugiriendo que gran parte de la migración del campo a la ciudad evitó los centros urbanos
más pequeños para dirigirse directamente a las ciudades.
Las ciudades intermedias tenían la tasa más alta de crecimiento durante el período,
aumentando mucho más rápido que los pequeños pueblos y los centros metropolitanos.
El crecimiento de las ciudades intermedias se asoció con la mayor especialización urbana
que acompañó las nuevas fases de la industrialización. En los años setenta, la creciente
complejidad de la estructura industrial, con la producción de bienes intermedios y de
capital, resultó en la ubicación de nuevas plantas fuera de las grandes ciudades. Por
ejemplo, las grandes plantas siderúrgicas de México se establecieron en ciudades
secundarias. La industria del automóvil y la ingeniería pesada también se instalaron fuera
de los centros metropolitanos: Córdoba en Argentina; Puebla, Toluca y Saltillo en México.
Este cambio de la concentración de las actividades en unos cuantos emplazamientos
urbanos hacia un sistema urbano más diversificado y especializado tuvo lugar en toda la
región. No ocurrió en la misma medida en cada país, ni siguió el mismo modelo,
produciéndose algunas diferencias entre los sistemas urbanos y dentro de ellos.
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Entre 1940 y 1980 hubo diferencias en los niveles de urbanización y las tasas de
crecimiento urbano. Las diferencias más importantes se dan entre los países que,
comenzando con altos niveles de urbanización, tuvieron tasas relativamente bajas de
crecimiento urbano durante las cuatro décadas, y aquellos que comenzando con un nivel
bajo de urbanización posteriormente consiguieron altas tasas de crecimiento urbano. En
el primer grupo están Argentina y Chile, que en los años cuarenta eran los más
urbanizados.
Brasil, Colombia, México y Perú alcanzaron las tasas más altas de crecimiento urbano
entre 1940 y 1980. El período de más rápido crecimiento urbano fue diferente según cada
país: México lo experimentó en los años cuarenta, Colombia y Brasil en los años cincuenta
y Perú en los sesenta.
Aunque estas diferencias en el ritmo son importantes, igualmente fuertes fueron las
diferencias entre los sistemas urbanos de cada país. La contribución al crecimiento
urbano de los centros metropolitanos, de las ciudades intermedias y de los pueblos
mostró contrastes sobresalientes de un país a otro.
Una gran parte del crecimiento demográfico urbano en América Latina entre 1930 y 1990
se debía a la migración, y aquí, también, los modelos se distinguían según los países. La
diferencia entre la tasa de aumento de la población total y la tasa de crecimiento de la
población urbana proporciona una estimación aproximada del peso de la migración en el
crecimiento urbano. Hubo amplios cambios en el papel de la migración durante el
período. En los años cincuenta, cuando el crecimiento urbano estaba en su apogeo, una
parte considerable de ese crecimiento (aproximadamente un 44 por 100) se debía a la
migración de las áreas rurales. En las décadas siguientes, la contribución de la migración
del campo a la ciudad disminuyó relativamente. Este proceso era más notorio en el caso
de los centros metropolitanos. Allí la migración contribuyó con más de la mitad a su
incremento en los años cuarenta, mientras que hacia los setenta, su contribución había
bajado a un tercio.
El impacto de la migración era diferente según los países. El aporte de la migración al
crecimiento urbano fue el más grande durante la mayor parte del período en Brasil,
seguido por Chile y Colombia. Era menos importante en México, en Perú (excepto de 1960
a 1970) y en Argentina (excepto de 1950 a 1960).
En 1930, el patrón normal para pueblos y ciudades, en Hispanoamérica por lo menos, era
organizarse alrededor de una plaza central, cerca o alrededor de la cual se encontraban
las principales oficinas gubernamentales, los principales edificios religiosos, las
mansiones de la élite y los principales establecimientos comerciales. La mayor distancia
respecto a este centro comportaba, en general, una importancia social decreciente; las
personas de oficios urbanos respetables habitaban el área inmediata a este centro, en
casas que podían servir tanto de viviendas como de locales comerciales. En las afueras de
la ciudad se encontraban los habitantes urbanos más pobres que trabajaban como
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jornaleros, vendedores ambulantes u ofreciendo una variedad de servicios personales. La
proximidad al campo indicaba que los suburbios de la ciudad se fundían económica y
espacialmente con el mundo rural, en el que los habitantes cultivaban huertas o
trabajaban como jornaleros en la agricultura.
Este informe es más exacto para las ciudades más antiguas y menos dinámicas que para
aquellas que se estaban industrializando en los años veinte y treinta. Las élites de
ciudades tales como Buenos Aires y Ciudad de México ya habían comenzado a mudarse
lejos del centro, a vecindarios que estuvieran libres del ruido y la contaminación. Las
ciudades de «frontera» de los años treinta eran ya espacialmente heterogéneas: la
industria, los negocios y las viviendas compartían el espacio y los pobres y los ricos vivían
en estrecha proximidad.
Rara vez se edificaban viviendas expresamente para las clases trabajadoras, incluso en las
pocas ciudades donde tales viviendas aparecieron (Buenos Aires, Monterrey), abarcaban
apenas a una fracción de esa población. Las clases trabajadoras encontraron las viviendas
que podían —mediante la subdivisión de las mansiones abandonadas como las
«vecindades» de Ciudad de México o mediante la ocupación intensiva de otros espacios
céntricos''
Cada vez más buscaron formas alternativas de vivienda barata, tales como la
autoconstrucción después de invasiones de tierras o la compra semilegal a especuladores
urbanos. Pese a la autoconstrucción, el alquiler continuó siendo el principal medio de
acceso que los pobres tenían a la vivienda.
La fuga de las clases media y alta del centro de las ciudades fue amortiguada por la escasa
comunicación y la inadecuada infraestructura en las potenciales áreas suburbanas.
Asimismo, la proximidad de asentamientos precarios a la mayoría de suburbios de clase
media disminuyó su exclusividad social.
Hacia los años ochenta y noventa, las tendencias conflictivas eran evidentes en la
organización espacial urbana. Aunque un progreso sustancial se había hecho hasta 1980
en el suministro de servicios urbanos básicos, tales como agua potable, electricidad y
alcantarillado, el acceso era aún inadecuado para una parte importante de la población
urbana en la mayoría de las principales ciudades latinoamericanas.
La vivienda existente no era adecuada para satisfacer el aumento de la población urbana,
y los asentamientos precarios se convirtieron en este período en un rasgo familiar del
paisaje urbano de América Latina.
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aumentaron en número más rápidamente; entre los estratos de trabajadores manuales,
fueron los obreros de la construcción y las industrias de servicios, tales como los talleres
de reparaciones, el sector restaurador y hotelero y los servicios de conserjería.
Una clase media «nueva» surgió constituida por oficinistas, gerentes y profesionales
empleados por el gobierno y las organizaciones empresariales, y que para ello necesitaba
estudios. La creciente importancia de la educación para la movilidad social fue una de las
principales modificaciones que los cambios económicos del período 1940-1960 indujeron
en los patrones de estratificación urbana, creando oportunidades y, a veces, frustrándolas
cuando las cohortes recién ingresadas se encontraban excesivamente cualificadas para los
trabajos disponibles.
La industrialización (así como la consolidación de la economía exportadora) introdujo
otra importante modificación con la formación de un considerable proletariado industrial
en algunas de las grandes ciudades (así como en los pueblos mineros y en las haciendas).
Cuando nuevas regiones comenzaron a ser el centro del desarrollo económico y las
industrias rurales y de los pequeños pueblos fueron desplazadas por las mejores
comunicaciones y la competencia de productos producidos en fábricas nacionales y
extranjeras, algunos lugares prosperaron, mientras otros se estancaron.
En los años cuarenta y cincuenta, los trabajadores alcanzaron la cima de su importancia
relativa, pues las manufacturas comenzaron a expandirse para abarcar la producción de
bienes de capital, empleando más trabajadores fabriles en grandes y medianas empresas,
mientras que los artesanos eran desplazados por la competencia de las fábricas. Es
probable que el proletariado clásico (trabajadores industriales asalariados empleados en
grandes empresas) estuviera más consolidado en 1960 que en 1940. Hacia 1960, una
proporción más grande de trabajadores manufactureros estaban empleados en medianas
y grandes empresas, antes que en pequeñas empresas. El empleo fabril en empresas de
100 o más personas comprendía, hacia 1960, la mitad o más del total de la fuerza de
trabajo industrial en países tales como Brasil, Colombia y Chile.
25
INTERVENCIÓN NORTEAMERICANA Y ANTICOMUNISMO.
LA OEA. ALIANZA PARA EL PROGRESO.
28
la construcción de viviendas, subsanar el subdesarrollo de Iberoamérica y, de esta forma,
eliminar también el malestar social que se vivía en todo el subcontinente. Con este fin se
anunció la puesta en práctica de una serie de reformas sociales conducentes al logro de un
cambio social controlado.
Para llevar a cabo las reformas citadas se necesitaba ante todo medios materiales. En
mayo de 1961, Kennedy firmó una ley de ayuda a Iberoamérica, en la que se prevería la
entrega de 600 millones a los países iberoamericanos. En junio de ese mismo año
suscribió un acuerdo con el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) (el cual había sido
fundado, tras muchos intentos, en mayo de 1959) con el fin de que, en nombre de la
Alianza, se hiciera cargo de la administración de la mayor parte del dinero (en un primer
momento, de unos 394 millones de dólares). En agosto, durante la Conferencia Social y
Económica Interamericana celebrada en Punta del Este (Uruguay), todos los países
miembros de la OEA, a excepción de Cuba, se adhirieron al programa instituido por
Kennedy, mediante la firma de la "Declaración de los Pueblos de América" (en la que se
fijaban los objetivos de la Alianza y entre los cuales se encontraba la democratización de
los países iberoamericanos) y de la "Carta de Punta del Este" (en la que se contenían los
métodos por lo que se habría de regir dicho programa).
La Alianza para el Progreso se perfilaba como el mayor programa de ayuda al extranjero
que hubiese existido nunca y, por este motivo, parecía infundado el temor de los países
iberoamericanos a que dicho programa no fuese más que la continuación de la política
hegemónica de los Estados Unidos por otros medios y de que este país pudiera socavar,
valiéndose del instrumento de la ayuda económica, una parte de su soberanía y de su
autonomía nacionales.
El flujo de dinero llegado a dichos países -que, por lo demás seguían desempeñando el
papel de simples proveedores de materias primas- no bastó para equilibrar sus pérdidas
nacidas del deterioro de las condiciones de intercambio comercial. Los Estados Unidos
continuaron alzando barreras a la entrada de productos iberoamericanos en el país, lo
cual dificultaba el acceso de los mismos al mercado norteamericano.
Además, el significado de la ayuda económica proporcionada por los Estados Unidos se
veía mermado por sus condiciones de entrega. A modo de ejemplo, podemos decir que la
mayor parte del dinero entregado tenía que ser utilizado obligatoriamente en la compra
de productos norteamericanos. El 80 por ciento de la ayuda estadounidense sirvió para la
financiación de tales compras. Este requisito no fue abolido hasta 1969, a instancias del
presidente Nixon. A esto se añadía el hecho de que los Estados Unidos vendían a
Iberoamérica aquellos artículos que por haberse quedado obsoletos apenas tenían salida
en el mercado norteamericano. Se ponía de manifiesto de nuevo el viejo modelo de
relaciones comerciales; Iberoamércia no era más que un mercado donde los
norteamericanos podían colocar sus productos A la postre, la Alianza para el Progreso,
concebida y dirigida por los Estados Unidos, favoreció más el desarrollo de este país que
el de los Estados Iberoamericanos y, al mismo tiempo, representó una forma indirecta de
intervención en los asuntos internos de éstos en los campos social y económico.
29
A los mecanismos de intervención de carácter financiero y económico, ya de por sí
negativos para los países iberoamericanos, se les unió otro de carácter político que
desvirtuó aún más la ayuda norteamericana concedida dentro del marco de la Alianza.
Nos estamos refiriendo a la enmienda Hickenlooper del año 1962 relativa a la ley de
ayuda a países extranjeros, en la que se afirmaba que se debía suspender la ayuda
económica a aquellos gobiernos que atacasen -ya fuese mediante nacionalizaciones o
expropiaciones- las propiedades de los ciudadanos norteamericanos. De esta manera,
dicha ayuda se convertía en un instrumento mediante el cual se podía influir de forma
indirecta sobre los Estados iberoamericanos e inmiscuirse en sus asuntos internos. A
pesar del carácter multilateral de la Alianza, los Estados Unidos disponían de medios
suficientes para influir sobre los demás países y, de esa forma, imponer unilateralmente
sus puntos de vista. Entre dichos medios se encontraba, por ejemplo, el derecho al voto
con el que se contaban en el Banco de Desarrollo Interamericano. Además, la Agencia para
el Desarrollo Internacional (AID), organismo que se hallaba bajo el control de los Estados
Unidos y que se encargaba de distribuir la mayor parte del dinero de la Alianza, se
encontraba en condiciones de limitar la soberanía de los países receptores, condicionando
la entrega del mismo a la aceptación por parte de éstos de unas determinadas condiciones
(compromiso de comprar productos americanos, garantía de defender los intereses
americanos frente a posibles tumultos de carácter social, etc.).
En tales circunstancias era imposible que se consumara el ansiado cambio social y político
y que se realizara la tan cacareada democratización. Resultaba imposible armonizar los
intereses de los Estados Unidos con los de Iberoamérica. Los mecanismos de intervención
siguieron en pie, aun después de la desaparición de la Alianza (1970/1974). A partir de
ese momento, los Estados Unidos sólo se preocuparon de defender sus inversiones, de
asegurarse el envío de materias primas, de afianzar su posición en el mercado
iberoamericano y -con el fin de poner coto a la expansión del comunismo- de mantener,
en el seno de los países iberoamericanos, una situación política estable que favoreciera la
salvaguardia de sus intereses. Dentro del marco de una organización internacional como
la OEA, formas más sutiles de intervención directa continuaron garantizando la existencia
de una pax americana en el Hemisferio Occidental.
2. Intervenciones Militares
El hecho más notable de la política anticomunista de los Estados Unidos tuvo lugar en el
año 1954, merced a la intervención de esa país, o mejor dicho, a la participación del
mismo en la intervención militar en Guatemala aprobada por la OEA. Los Estados Unidos
tratarían de repetir el éxito de la misma con la invasión de Cuba.
En 1951 el gobierno de Guatemala pasó a manos del coronel Jacobo Arbenz Guzmán. Su
objetivo principal consistía en que el desarrollo de Guatemala fuese más rápido y, sobre
todo, más independiente desde un punto de vista económico.
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La medida que el gobierno estadounidense y la United Fruit Company consideraron como
más peligrosa para sus propiedades y su seguridad fue la reforma agraria iniciada por
Arbenz en 1952. En la misma se preveía la expropiación de las tierras no cultivadas y de
los latifundios cuya extensión fuera superior a las 90 hectáreas. Desde 1952 hasta 1954 se
expropiaron un total de un millón y medio de hectáreas, de las que 169.000,
aproximadamente, era tierras no cultivadas propiedad de United Fruit Company.
Las reformas sociales emprendidas por Arbenz, tanto el proyecto de infraestructura como
la reforma agraria -medidas que el gobierno guatemalteco tomó, haciendo uso de su
soberanía y con el fin de eliminar el poder económico extranjero en beneficio de los
campesinos y agricultores- iban en contra de los intereses de la United Fruit Company. En
consecuencia, la CIA, con el fin de contrarrestar la "amenaza comunista", intervino,
colaborando, en 1954, en el derrocamiento del gobierno de Arbenz.
La acción estuvo bien preparada, tanto desde un punto de vista diplomático como político.
En la Décima Conferencia Interamericana celebrada en Caracas en marzo de 1954, el
secretario de Estado norteamericano, John F. Dulles, consiguió la aprobación de una
resolución, la CXII concretamente, en la que se otorgaba a los Estados Unidos el derecho a
intervenir en los asuntos internos de otros países con el fin de conjurar la amenaza del
"comunismo internacional" en el continente americano. De forma simultánea, su hermano
Allan Dulles, a la sazón de director de la CIA, preparaba la intervención militar con el
conocimiento del gobierno norteamericano.
En Cuba, los Estados Unidos utilizaron también, al igual que en Guatemala, una forma
solapada de intervención militar, complementada con una serie de medidas de boicot y
bloqueo económico. El caso de Cuba, por lo tanto, constituye un ejemplo de intervención
militar y económica al mismo tiempo. Su finalidad consistió en eliminar el foco
revolucionario surgido en Cuba. Fidel Castro emprendió la tarea de liberar a la isla de la
dependencia de los Estados Unidos. El detonante del conflicto, de la guerra económica y
cuasi militar, fue la primera ley de reforma agraria, promulgada el 17 de mayo de 1959. La
misma reducía las posesiones de las compañías norteamericanas, sobre todo las de
aquellas que poseían latifundios y las que se dedicaban a la producción de azúcar. Fidel
Castro se atrevió, en junio de 1960, a nacionalizar las compañías petrolíferas
norteamericanas Shell, Texaco y Esso, provocando así una serie de acciones y reacciones
de carácter económico.
Un mes más tarde, los Estados Unidos suspendieron sus importaciones de azúcar,
producto de importancia vital para Cuba; de esta forma el gobierno norteamericano
atacaba a Cuba sirviéndose del bien exportable más importante de la isla.
Fidel Castro, había replicado expropiando y nacionalizando el resto de las empresas
norteamericanas presentes en el país. En contrapartida, el gobierno estadounidense
prohibió la exportación a Cuba de cualquier producto norteamericano, a excepción de los
artículos alimenticios no subvencionados y de los medicamentos, comenzando de esta
forma un bloqueo económico que había de durar hasta 1975 y al que se adhirieron la
mayoría de los países miembros de la OEA.
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Kennedy intensificó el embargo comercial contra la isla. En 1962, el embargo se amplió
también al transporte marítimo: los barcos que tocaban puertos cubanos eran excluidos
del comercio con los Estados Unidos. Este país retiró su ayuda económica a los que no
prohibían a sus barcos el transporte de mercancías a Cuba.
Una vez agotadas las sanciones de tipo económico, los Estados Unidos tomaron en
consideración la posibilidad de llevar a cabo una intervención militar con el fin de evitar
que otros países pusiesen en práctica el principio de autodeterminación y con el
propósito, también, de castigar a Cuba. En 1960, durante la reunión consultiva celebrada
en San José de Puerto Rico por los ministros de Asuntos Exteriores de los países
pertenecientes a la OEA, los Estados Unidos se habían mostrado favorables a la adopción
de medidas enérgicas contra el comunismo. Los Estados Unidos, más tarde, habrían de
participar de forma indirecta en los preparativos militares para la invasión de la isla,
proporcionando entrenamiento a los exiliados cubanos y a los mercenarios que se
disponían a llevarla a cabo. El 16 de abril de 1961 tuvo lugar la tristemente famosa
invasión a Bahía Cochinos, mediante la cual 1.500 "patriotas" intentaron liberar a Cuba.
La invasión fracasó debido a que los Estados Unidos no les proporcionaron el apoyo aéreo
y marítimo necesario. Los Estados Unidos, tras un intento inicial de negar su participación
en la invasión, se vieron obligados a reconocer que habían ayudado a los agresores
económica y militarmente. Según el presidente, los Estados Unidos cumplirían el
compromiso que habían asumido a defender su propia seguridad. Hacia este fin apuntaba
también la decisión tomada por el Congreso en septiembre de 1962, por la que se
otorgaba al presidente el derecho a intervenir en Cuba en el caso de que desde ésta se
amenazase la seguridad de Estados Unidos. En octubre de 1962, la instalación en Cuba de
misiles soviéticos de alcance medio agudizó aún más la situación. Este hecho provocó el
que los Estados Unidos impusiesen un bloque naval alrededor de la isla. La crisis se
solucionó con el desmantelamiento de los misiles. Después, no obstante, la política de
Estados Unidos hacia Cuba continuó siendo la misma de antes, una política, en definitiva,
no consistente tan sólo en medidas y acciones de carácter unilateral, sino dirigida,
asimismo, a recabar cada vez más el apoyo de los Estados miembros de la OEA.
En 1962, durante la reunión consultiva que celebraron los ministros de Asuntos
Exteriores de la OEA en Punta del Este, Cuba fue expulsada de dicha organización, a
instancias de Estados Unidos, aduciéndose que un régimen marxista-lininista era
incompatible con ésta. Durante la novena reunión consultiva celebrada en Washington en
julio de 1964, los ministros de Asuntos Exteriores de los países pertenecientes a la OEA
tomaron la decisión de recomendar a los Estados signatarios del Tratado de Río la
aplicación de las siguientes sanciones: ruptura de relaciones diplomáticas o consulares,
ruptura de las relaciones comerciales, ya fuesen directas o indirectas (a excepción hecha
del suministro de productos alimenticios y de medicinas) y prohibición a los barcos de
cada país de tocar puertos cubanos. En 1975, con ocasión de la reunió plenaria de la
organización celebrada en Washington, los Estados Unidos cambiaron de postura en
relación al problema de Cuba, toda vez que, desde 1970, el aislamiento de dicho país era
cada vez menor debido a las iniciativas del gobierno de Allende. A partir de ese momento
los miembros de la OEA eran libres de reanudar o no sus relaciones comerciales con dicho
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país. En julio de 1975, en San José de Costa Rica, la OEA decretó en forma oficial el
levantamiento del bloqueo.
Mientras que en el caso de Cuba existió más bien una amenaza de invasión por parte de
los Estados Unidos que una invasión real, la República Dominicana hubo de sufrir, en
1965, una intervención directa seguida de una intensa ocupación militar.
La Constitución liberal promulgada por Bosch, y la legalización de los partidos políticos,
incluidos los de ideología comunista, suscitaron, no obstante, las críticas de los Estados
Unidos. La adopción de estas medidas provocó que el presidente adquiriera la reputación
de ser comunista, en incluso, de ser un segundo Castro.
En 1963, Bosch fue derrocado y los militares se hicieron con el poder. Estallaron motines
que condujeron al derrocamiento de la junta gobernante. Los grupos políticos que
apoyaban la Constitución se hicieron con el poder. Se restableció la Constitución de 1963
y Rafael Molina asumió la presidencia interinamente hasta la vuelta del presidente Bosch.
En ese momento fue cuando intervinieron los Estados Unidos en los asuntos internos de
la República Dominicana. En primer lugar, para proteger, como de costumbre, las vidas y
las posesiones de los extranjeros presentes en la isla, entre los que se encontraban unos
2.300 norteamericanos, pero también para evitar la vuelta del presidente constitucional
Bosch y para oponerse a "la infiltración comunista". En 1965, el presidente Lyndon B.
Johnson ordenó el envío de marines con el fin de que participaran en las luchas que vivía
el país. Paulatinamente el número de éstos fueron aumentando.
Para justificar su acción, los Estados Unidos formularon una nueva doctrina. Una vez más,
dicho derecho se basaba en la necesidad de defenderse frente a una amenaza exterior, en
este caso el comunismo. El hecho de que los Estados Unidos viesen detrás de las reformas
políticas y sociales planeadas en la República Dominicana la mano del comunismo y de
que, en consecuencia, las considerase como una amenaza para su seguridad, llevó al
presidente Johnson a afirmar, en mayo de 1965, que los Estados del continente americano
no permitirían el establecimiento de otro régimen comunista en el Hemisferio Occidental.
Según él, una revolución era ciertamente algo que competía exclusivamente al Estado
afectado por la misma, pero se convertía en un asunto en el que se podía intervenir, si su
objetivo consistía en el establecimiento de una dictadura comunista. En virtud de la
llamada Doctrina Johnson, los Estados Unidos se arrogaban el derecho a intervenir en un
momento dado -empleando incluso la fuerza militar- allí donde, en su opinión, existiera el
peligro de que surgiera un régimen comunista.
En la Décima Reunión Consultiva de la OEA, celebrada en Washington en mayo de 1965,
algunos países iberoamericanos, en especial Chile, México y Venezuela, protestaron
contra la forma de proceder norteamericana. A lo largo de todo el tiempo que duró la
invasión, Nicaragua, Honduras, Costa Rica y Brasil fueron los únicos países que enviaron
contingentes de tropas a la República Dominicana. De esta forma la OEA perdió una gran
parte de su credibilidad.
La última intervención directa de carácter militar llevaba a cabo por los Estados Unidos
fue la invasión en 1983, de Granada, una pequeña isla del Caribe. El peligro no procedía
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tanto del gobierno socialista de Maurice Bishop como de la construcción de un nuevo
aeropuerto realizada con ayuda de técnicos cubanos. Su finalidad era la de incorporar a la
isla a las corrientes del turismo internacional. Los norteamericanos se sintieron
amenazados debido a que desde ese aeropuerto se podían controlar las rutas marítimas
por las que le llegaba a los Estados Unidos la mayor parte del petróleo importado por ese
país, por lo que pusieron el grito en el cielo, pues el aeropuerto podía ser controlado por
comunistas. El estallido, en octubre de 1983, de una serie de conflictos en la isla, en los
que los Estados Unidos vieron la mano de la Unión Soviética y de Cuba, le dieron el
pretexto (consistente, una vez más, en la protección de los ciudadanos norteamericanos)
para invadir Granada. Sin que existiera una amenaza exterior, los norteamericanos, una
vez más, intervinieron en los asuntos internos de un Estado del Hemisferio Occidental con
el propósito de salvaguardar sus intereses estratégicos y económicos.
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Ya en 1953, los Estados Unidos habían entregado a Bolivia una ayuda económica de 11
millones de dólares (ayuda que, durante cada uno de los dos años siguientes, habría de
alcanzar los 20 millones) con el fin, entre otras cosas, de capacitar a dicho país para
enfrentarse al comunismo. Bolivia recibió, por lo tanto, ayuda financiera de los Estados
Unidos, pero su estrecha vinculación con este país -la ayuda se extendió a todos los
sectores de la economía- limitó al mismo tiempo su libertad de acción. De esta forma se
perdió la posibilidad de lograr un desarrollo autóctono. En octubre de 1955 se promulgó
una ley sobre el petróleo redactada por expertos estadounidenses, en virtud de la cual se
suprimía el monopolio estatal existente desde 1937 y se favorecía a las inversiones
extranjeras, en especial a las norteamericanas. La compañía Gulf Oil de Pittsburg recibió
una serie de concesiones para la explotación de los yacimientos petrolíferos de Los Monos
y de Agua Salada.
A finales del año 1960, el presidente Paz Estensoro recibió una oferta de la Unión
Soviética relativa a la concesión de unos créditos por valor de 150 millones de dólares con
el fin de modernizar la minería de cinc, de crear una compañía petrolífera de propiedad
estatal y de llevar a cabo reformas en la infraestructura del país. Sin embargo, los Estados
Unidos y los bancos internacionales presionaron sobre Paz Estensoro para que rechazara
la oferta. Presentaron en 1961 un plan de financiación, el llamado plan triangular. Merced
del plan, Bolivia recibió más de 37 millones de dólares en concepto de ayuda económica,
pero, a cambio, el país se vio vinculado económicamente de una forma más estrecha a los
Estados Unidos, pasó a depender de la buena voluntad de esa nación y, por añadidura,
hubo de sufrir tensiones de carácter político.
El gobierno se vio obligado, para seguir en el poder, a recurrir al ejército, que había sido
reconstruido con ayuda de los norteamericanos. En 1964, un golpe de estado llevado a
cabo por el ejército puso punto final a la revolución.
La renuncia por parte de algunos sectores bolivianos a seguir poniendo en práctica
iniciativas de carácter revolucionario y el creciente influjo económico y político de los
Estados Unidos y de los bancos internacionales, merced a la concesión de ayudas
económicas, condujeron a una involución de la revolución.
El alzamiento militar que tuvo lugar en Chile el 11 de septiembre de 1973, que costó la
vida al presidente Allende y dio origen a una dictadura militar, ha puesto de manifiesto lo
difícil que resulta realizar en Iberoamérica las necesarias reformas estructurales por
métodos democráticos. No se puede ocultar la fragilidad del experimento de Allende de
alcanzar el socialismo por una vía pacífica. No obstante, es fácil darse cuenta de que los
enemigos, tanto de afuera como de dentro, del experimento del presidente Allende
pusieron todos los medios para hacerlos fracasar.
Entre estos enemigos se encontraba también los Estados Unidos, quienes estaban
interesados en Chile no sólo por el valor estratégico de este país como avanzadilla del
Hemisferio Occidental, sino también desde un punto de vista económico.
Cuando Allende emprendió la tarea de nacionalizar todo el sector minero, la reacción de
los Estados Unidos no se hizo esperar. En cierta manera, la intervención de los Estados
Unidos se había iniciado ya durante la campaña electoral del año 1964, cuando apoyó de
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forma masiva al cristianodemócrata Eduardo Frei en detrimento del socialista Salvador
Allende. Frei recibió unos 20 millones de dólares procedentes de fuentes
norteamericanas. Chile fue uno de los principales receptores de los fondos procedentes de
la Alianza para el Progreso. No obstante, esta ayuda significó un enorme endeudamiento
exterior, el cual habría de pesar como una losa sobre el gobierno de Allende al alcanzar
éste el poder en 1970.
Cuando el gobierno de Allende llegó al poder en octubre de 1970, los créditos y la ayuda
proporcionada por los Estados Unidos -que continuaba siendo muy importantes para la
economía chilena- dejaron de fluir hacia el país, debido a que éstos veían como un peligro
para el mundo libre y para la economía de mercado el programa de reformas preconizado
por Allende y, asimismo, veían amenazada su seguridad por el posible efecto que el
experimento socialista chileno podía tener sobre los países vecinos -la llamada teoría del
dominó. Dicho programa contenía algunos puntos que iban en contra de los intereses de
los Estados Unidos: nacionalización total de las compañías mineras norteamericanas, de
los banco, de la industria textil, química y del cemento, de la energía y de los transportes;
y establecimiento de relaciones diplomáticas con la República Popular de China, con
Corea, con Vietnam, con la República Democrática Alemana y con Cuba -país que, como se
recordará, había sido expulsado de la OEA.
El gobierno de los Estados Unidos suspendió la entrega de créditos a Chile. Durante el
gobierno de Allende, el Exim-Bank, redujo el volumen de sus créditos a una cantidad
insignificante. El Banco Mundial interrumpió la concesión de créditos y el Banco
Interamericano de Desarrollo redujo también su ayuda financiera de forma drástica.
Además, los Estados Unidos se negaron a iniciar conversaciones para negociar la enorme
deuda exterior acumulada por Chile, que, por lo demás, ya existía en los tiempos de Frei.
Esto provocó que Chile tuviese grande dificultades para conseguir nuevos créditos. El
boicot financiero impuesto por los Estados Unidos a raíz de la nacionalización de las
minas de cobre -boicot que dificultó de manera directa o indirecta la entrega de
empréstitos por parte de las instituciones internacionales -dañó la imagen de Chile en el
mundo de las finanzas y ocasionó dificultades cada vez mayores a la balanza de pagos del
país. Entretanto, los créditos norteamericanos al ejército chileno aumentaron.
Las sanciones financieras y económicas tuvieron efectos contundentes sobre la situación
política y social de Chile, dieron lugar a disturbios y huelgas, y condujeron al golpe militar
del 11 de septiembre de 1973. Un experimento socialista que, al parecer, no se amoldaba
al "sistema" preconizado por los Estados Unidos para el Hemisferio Occidental, que había
tratado de conseguir cambios políticos y sociales merced a un programa de gobierno
antiimperialista y anti-oligárquico, fracasó gracias a las maniobras de desestabilización de
ese país. El desenlace de todo este proceso fue la implantación de una dictadura militar.
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