Breve Guía Del Examen Diario de Conciencia
Breve Guía Del Examen Diario de Conciencia
Breve Guía Del Examen Diario de Conciencia
Segunda edición
1
INTRODUCCIÓN
No se puede negar que el examen diario de conciencia, para muchos de los que lo practican,
probablemente para la mayoría^ resulta un ejercicio pesado y de poco aliciente. Por una parte, un
examen de conciencia siempre es una cosa seria que reclama atención y recogimiento de espíritu, y
esto exige un esfuerzo que nosotros hemos de poner. Por otra parte, la recomendación insistente de
la Iglesia, nos obliga a practicarlo como elemento imprescindible para la perfección en la vida
espiritual, aunque nos cueste. Pero la dificultad mayor proviene de nosotros mismos: ponemos
demasiado la fuerza del examen en la letra, y olvidamos en exceso el espíritu. Tomamos el examen
como medicina infalible para quitarnos toda clase de faltas en un término de tiempo más o menas
largo, pero seguro, y no viendo este resultado en la práctica, llega el desengaño, el desaliento, y lo
abandonamos por inútil o no apto para nosotros. No atinamos a ver que nos sirve de incentivo y
renovación diarios de nuestro amor y de nuestra segura confianza en Dios.
El P. W. Páber señala este mal o defecto de poner equivocadamente la confianza en los medios o
prácticas de devoción, en lugar de ponerla sólo en Dios. “Tomemos otro ejemplo— dice en sus
“Conferencias espirituales”— : Queremos formarnos en ciertos hábitos de devoción; supongamos el
examen particular. Antes de haberlo ensayado, nadie es capaz de adivinar cuánta violencia y enojo
interminables hay en este ejercicio del examen particular. Es necesaria una cierta dosis de
mortificación para perseverar en él, de buen grado o de mal grado. El resultado es que abandonamos
nuestra resolución como si fuera un compromiso indiscreto. Y abandonándolo, nos perdemos
innumerables gracias, simplemente por falta de confianza en Dios.” Si acertamos, pues, el camino
de la confianza y del amor para practicar el examen diario de conciencia, habremos hallado la solu-
ción de este problema un tanto enojoso, y gustaremos la dulzura del trato humilde y confiado con
Jesús, estrechando cada día más los lazos de amor que a El nos unen, a pesar de nuestras diarias
faltas y miserias.
En otro libro anteriormente publicado sobre el examen diario de conciencia 1, se explica la teoría
y la práctica según la enseñanza tradicional del Santo Fundador de la Compañía de Jesús y de sus
hijos. A quien quiera aprenderlo y estudiarlo le remitimos a las explicaciones allí escritas.
Esta Breve Guia del Examen va principalmente destinada a todas aquellas personas que desde
varios añas vienen practicando el examen diario de conciencia, y experimentan las tentaciones de
cansancio, tedio, desconfianza y ganas de abandonarlo, porque creen que no lo saben hacer, ni sacan
de él fruto alguno, ni les sirve de nada porque se encuentran siempre iguales.
Efectivamente, a menudo se oyen quejas como éstas: “Yo no sé examinarme, porque no me hallo
faltas y tengo muchas. Me distraigo al hacerlo, quedo encallado, y no recuerdo lo que he pensado ni
lo que he dicho y hecho durante el día.” “A mí el examen no me sirve de nada; siempre me encuen-
tro las mismas faltas sin enmendarme de ellas, y aunque lo proponga, después entre día ya no me
acuerdo.”
A aquellos que dicen que no saben examinarse, esta pequeña guía les enseñará una manera fácil
y dulce de practicarlo.
A los que dicen que no sacan fruto alguno de él porque no ven la enmienda, les demostrará que
aun cuando no vean adelanto sensible, eso no les priva de santificarse y crecer cada día en el amor
de Dios, si hacen el examen diario con buena voluntad y constancia.
Unos y otros que repasen el antes mencionado Libro del Examen atentamente, y verán que el
examen no es para saber todas las faltas; ni solamente para deplorarlas: ni tiene la virtud de curarlas
todas; ni de hacerlas disminuir cada día sensiblemente. Verán que el examen es para mantener el
amor de Dios en nosotros, fortificarlo y hacerlo crecer en nuestro corazón; es para neutralizar el
veneno de las faltas diarias y privar de sus fatales consecuencias, dominándolas y evitando que
crezcan y se arraiguen en nosotros; para humillarnos y mantenernos en el dolor constante de
nuestras culpas y pecados; para ejercitar la confianza en Dios y desconfianza en nosotros mismos.
En una palabra, es un servicio de vigilancia o policía espiritual. Y estos resultados se obtienen
aunque no veamos brillantes victorias, pues da positivos resultados en nuestra alma con el aumento
1
LIBRO DEL EXAMEN, explicación del examen general y particular según el espíritu de San Ignacio de Loyola. Editorial
Balines, 4.a edición 1945.
2
diario de gracia y santidad, y por lo tanto de perfección espiritual.
Para no hacerse ilusiones sobre el examen diario de conciencia, conviene que recuerden las ideas
fundamentales allí expuestas:
Que tendremos faltas toda la vida porque es imposible evitarlas todas.
Que eso no nos dispensa de luchar contra ellas, antes bien, nos obliga, a ser más vigilantes y
cuidadosos combatiéndolas constantemente.
Que esto implica una lucha continua dentro de nosotros mismos que dura toda la vida.
Que el arma propia para esta lucha es el examen diario de conciencia.
Que la presencia o persistencia de las faltas no nos priva de adelantar en perfección y santidad.
Y teniendo presentes estas conclusiones, miremos de orientar la práctica de nuestro examen de
tal manera que nos sea más fácil y más provechoso. Para eso precisamente se ha escrito esta
Breve Guia del Examen diario de conciencia.
3
ESTUDIO PRELIMINAR
La perfección espiritual y nuestra humana imperfección
Un problema
Yendo por el camino de la santidad en busca de la perfección se hallan concurrencias que en la
práctica son difíciles de solucionar prudentemente. Y una de ellas, es el deber de procurar nuestra
perfección espiritual a pesar de saber que siempre seremos imperfectos. La exención de todo
pecado, falta e imperfección la Iglesia sólo lo asegura de María entre las puras criaturas; Ella tuvo la
impecabilidad más absoluta y la perfección de todas las virtudes. La sana teología nos enseña a los
demás que no nos es posible evitar todos los pecados o faltas veniales por toda la vida.
Nos imaginamos que en los Santos la ausencia de toda falta es cosa normal; es una deducción
lógica y sentimental que sacamos de la lectura de su vida, sin que nadie nos lo afirme
concretamente. Pero aun cuando en casos extraordinarios de santidad canonizada haya ejemplos
maravillosos de inocencia de espíritu y de vida, no nos pueden servir de modelo práctico para
nosotros, si Dios no nos da también unas gracias extraordinarias como a ellos.
Por otra parte, es cierto también que todos somos llamados por Dios a la perfección; nos lo dice
en el Antiguo Testamento: ‘‘Sed santos, porque Yo, vuestro Señor, lo soy. Sabed que os escogí
separándoos de todos los demás pueblos, para que fueseis míos.” (Lev. 11, 44-5; 19, 2; 20, 26.) En
el Evangelio de San Mateo (5. 48), nos dice lo mismo: “Sed perfectos como lo es vuestro Padre
celestial.” Y el apóstol San Pablo insiste en lo mismo (1. a Thes. 4): “La voluntad de Dios es que
seáis santos”, y lo tomamos en el mismo sentido de perfección cristiana.
Sentadas estas premisas que parecen contradictorias, ¿cómo hemos de resolver nuestra conducta
práctica? ¿Es que Dios nos exige una cosa imposible para nosotros, o es que no sabemos
comprender de qué perfección se trata? Que Dios nos exija una cosa imposible, no cabe ni pensarlo
sin incurrir en injuria a su Divina Bondad y Justicia; sólo es posible el otro término: que no penetra-
mos bien qué cosa sea esta perfección y santidad que Dios nos pide a todos.
Una cosa perfecta es una cosa acabada, completa, que no le falta nada de lo que por su naturaleza
debe tener para cumplir su fin propio. Es evidente, pues, que la perfección de un mineral, de una
planta o de un irracional no reclama las mismas cosas que requiere la perfección de un hombre o un
ángel. Es preciso, además, tener presente que la perfección absoluta sólo existe en Dios, porque es
el único que tiene todos los atributos y cualidades inherentes a la suma perfección y santidad. Fuera
de Dios, lo que llamamos perfección entre nosotros no pasa de ser una cosa relativa, es decir, lo que
cabe en una criatura, dentro la posibilidad humana.
Y con esta perfección relativa ya se contenta Dios de nosotros, que nunca exige más de lo que
podemos dar; y además cuenta con el desequilibrio y flaqueza de nuestra naturaleza caída.
En el orden espiritual, la perfección y santidad del alma está en su unión con Dios, por el amor
de caridad. Esto requiere por parte de Dios su gracia y por parte nuestra la cooperación de la
voluntad. Cuanto más perfectamente unida esté nuestra voluntad con la voluntad divina, más
perfecta en santidad es el alma. San Alfonso Ma Ligorio, doctor de la Iglesia, compendia estos
conceptos en una breve fórmula: “Toda la santidad consiste en amar a Dios, y todo el amor a Dios
consiste en hacer su voluntad”.
Ahora bien, esta unión de nuestra voluntad con la voluntad divina, el deseo de cumplir
perfectamente sus palabras, mandatos o consejos y de amarle con todo el corazón sin reservas en
esta vida está sujeta a flaquezas, olvidos, distracciones y hasta claudicaciones, porque el hombre
más santo del mundo vive en una naturaleza corruptible, teniendo la triste libertad de obrar el mal.
Lo cual quiere decir que, aun teniendo su voluntad irrevocablemente puesta en Dios, está sujeto a
posibles caídas y miserias. Y cada una de estas caídas o flaquezas son imperfecciones que
desmerecen los actos en que se mezclan o manifiestan. Y se repite la contradicción desconcertante,
humillante, de tener una voluntad recta y resuelta a estar unida a Dios, y cometer a veces alguna
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falta por flaqueza o debilidad que no compagina con aquella voluntad habitual.
Todo esto lo sabe muy bien Dios, que es nuestro Padre celestial, y, a pesar de que quiere
formalmente nuestra perfección y santidad, y de que nos ama entrañablemente y, nos da con
generosidad su gracia, no ha querido librarnos de nuestra miseria innata ni de nuestras caídas.
Nuestra imperfección subsiste, pues, por permisión divina.
Dios ha querido que nuestra perfección y santidad, más que con la supresión de defectos y faltas,
se labrara, en lucha continua contra ellas, y aun a través de humillantes caídas. En el cielo le
serviremos y amaremos sin falta ni distracción ni interrupción; pero en este mundo tendremos que
luchar siempre y sin cesar para sostener el imperio de nuestra voluntad superior en los diversos
trances de la vida que nos ponen en ocasión de claudicar o fallar.
Hay, pues, de nuestra parte dos elementos para concurrir a nuestra perfección; el primero es nuestra
voluntad resuelta y firme en permanecer unida a la voluntad de Dios y cumplir en todo su
beneplácito; y el segundo es que nuestros actos deben ser conformes a esta voluntad de tal manera
que nuestra conducta sea conforme a la voluntad de Dios. Lo lógico y natural es que los actos sigan
la norma dictada por la voluntad racional o superior, pero en la práctica la parte inferior o sensible
falla miserablemente.
Debemos, por lo tanto, tener en cuenta la perfección de la voluntad, y en esto podemos y
debemos ser exigentes con nosotros mismos, no admitiendo excepción ni excusa; y luego la
perfección de los actos, y en esto segundo nos vemos precisados a ser pacientes y a humillarnos
cada vez que caigamos. Recordemos que la perfección de los actos o de la conducta es imposible
aun a los más perfectos, mientras que la perfección de la voluntad se nos da incluso a los más
imperfectos.
Admitidos y bien entendidos estos principios, veremos claramente cómo debemos procurar con
todo esfuerzo nuestra perfección aun sabiendo que seremos imperfectos toda la vida.
La Iglesia nos lo enseña con la doctrina de sus Doctores y Santos. “Para alcanzar la perfección
—dice San Francisco de Sales—■ es necesario sufrir nuestra imperfección. Lo primero que os
encomendaré será que, teniendo una general y universal resolución de servir a Dios de la mejor
manera que podáis, no os recreéis en examinar y escudriñar sutilmente cuál sea la mejor manera de
hacerlo. Siendo la santidad obligatoria para todos, ha de estar al alcance de los más rudos e ineptos
en saber humano; y por eso debemos proceder con sencillez.”
“Ser un buen siervo de Dios —continúa el Santo—- no es estar siempre consolado, siempre en
dulzura, siempre sin aversión y repugnancia para el bien; porque en este concepto, ni Santa Paula,
ni Santa Angela, ni Santa Catalina de Sena habrían servido bien a Dios. Ser siervo de Dios es ser
caritativo con el prójimo, tener en la parte superior del espíritu una inviolable resolución de seguir
la voluntad de Dios; tener una muy humilde humildad y sencillez para confiarse a Dios y levantarse
tantas veces como se cae; soportarse a sí mismo en sus abyecciones y soportar tranquilamente a los
otros en sus imperfecciones” (La vraie et solide piété.)
Lo práctico es mantener firme la voluntad de amar a Dios con la perfección posible, y
enfervorizarla con los medios que Dios nos da, que no son pocos ni escasos, con la frecuencia de los
Sacramentos, con la perseverancia en la oración, con jaculatorias, con actos de sacrificio y de otras
virtudes que seamos capaces de practicar con buena voluntad; perseverar en la lucha contra las
faltas y no admirarse de las caídas, antes bien levantarse cada vez con mayor confianza y humildad.
Esta es la perfección práctica al alcance de todo cristiano de buena voluntad, por pocas o ninguna
que sean sus dotes.
El cristiano práctico, mientras vive en estado de gracia aumenta constantemente su santidad, porque
todas sus acciones enderezadas a Dios son meritorias y le aumentan la gracia cada vez más. Todo lo
5
que hace con pureza de intención y con voluntad de agradar a Dios es excelente y hasta divinizado,
toda vez que va informado por la gracia divina.
“Todo cuanto hacéis sea de palabra o de obra, hacedlo todo en nombre de Nuestro Señor
Jesucristo” (Col. 3, 17.) “Ora comáis, ora bebáis, o hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo a
gloria de Dios” (1.a Cor. 10, 31.) •He aquí las palabras del Apóstol divino, las cuales como dice
Santo Tomás al explicarlas, “se practican suficientemente cuanto poseemos el hábito de la
caridad”, por el cual aunque no tengamos una explícita y atenta intención de hacer cada obra por
Dios, tal intención está contenida implícitamente en la unión y comunión que tenemos con Dios,
por la cual todo cuanto podamos hacer de bueno está dedicado, juntamente con nosotros mismos, a
su divina Bondad. No es necesario que un hijo, que está en la casa y bajo la potestad de su padre,
declare que todo cuanto adquiere es adquirido por éste, pues perteneciéndole su persona, también le
pertenece lo que depende de él. “Basta, pues, que seamos hijos de Dios por amor, para que todo
cuanto hacemos vaya enderezado a su gloria (San Francisco de Sales, Tratado del Amor a Dios, lib.
XII, cap. 8.)
Es lo que nos enseña la Teología, que no es necesario tener una intención actual para el mérito y
para la responsabilidad de todos nuestros actos en general, bastando la intención habitual no
retractada, para que nos sean imputables para mérito o castigo. El ofrecimiento a Dios de las obras y
demás intenciones que hacemos por la mañana, perdura todo el día y abarca todas las obras que
hemos ofrecido, aumentando nuestra santidad y perfección interior sin damos cuenta de ello, sin
pensarlo y aun sin saberlo.
Si a esto añadimos que uno de los elementos para aumentar la gracia santificante es la que
actualmente poseemos al hacer un acto cualquiera, comprenderemos claramente que la Comunión,
la oración, el cumplimiento de los deberes, los actos de virtud, las penas soportadas en el día de hoy,
nos han merecido mayor aumento de gracia santificante que las que practicamos en el día de ayer,
precisamente por esta razón, porque las hemos practicado con más grados de gracia; ya que
habíamos aumentado tales grados de gracia mediante los actos practicados ayer.
Esto es muy consolador y confortante, pues muchas almas piadosas se preocupan y apenan,
creyendo que, si no practican los actos con una intención actual o un especial fervor, no tienen
ningún mérito o muy menguado. Realmente, para esas almas y para todo cristiano, la muerte será
una sorpresa inefable al contemplarse tan hermoseadas por la gracia que apenas se reconocerán, lle-
nándolas de un gozo y alegría imponderables, pues por sus defectos y miserias cotidianas no podían
sospechar el gran caudal de gracia y santidad, es decir, de belleza y gozo celestes, que habían
merecido con sus obras ordinarias hechas en estado de gracia y con su acostumbrada devoción que
les parecía tan defectuosa y escasa.
Las personas consagradas a Dios, como sacerdotes y religiosos, igual que las personas piadosas
que siguen un orden de vida devota en el mundo, de cualquier estado que sean, verán, si bien lo
examinan, verán que todos los actos, ocupaciones, deseos, aspiraciones, contrariedades, van
enderezadas a Dios exclusivamente, pues en su orden de vida no hay cosa ni hora alguna destinada
a las vanidades mundanas y concurrencias peligrosas; todo se lo llevan los deberes del cristiano, de
familia, de trabajo, y obligaciones ordinarias de la vida. Aumentando cada día su caudal de santidad
según sus grados de gracia, y de fervor, más o menos, pero siempre en cantidad ingente, ¿quién es
capaz de calcular sus méritos sino sólo Dios? Sí, según creen algunos autores, el alma que actúa con
toda la amplitud de su gracia, es decir, con todo su fervor, dobla su gracia santificante por cada acto
así practicado, al cabo de unos cuantos años de vida sacerdotal, religiosa o devota en el mundo, ¿a
qué altura de santidad habrá llegado delante de Dios?2.
También la Teología nos corrobora esta creencia al asegurarnos que el pecado venial no quita
ningún grado de gracia al alma, aun siendo voluntario, ¡cuánto menos se lo quitarán sus faltas,
defectos y miserias cotidianas! Es cierto que el pecado venial voluntario entibia la caridad del que
lo comete aun sin quitarle ningún grado de gracia. Pero esto se entiende del alma que tiene afecto al
pecado y a las ocasiones, y no las evita ni deplora sus caídas, es decir, un alma tibia, y que por ser
2
Véase en los DOCUMENTOS AUTORIZADOS puestos al fin del librito, el n. 1 de San Francisco de Sales, “La caridad
perfecciona los actos virtuosos”.
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tal va camino de caídas graves que le harán perder el estado de gracia en un plazo más o menos
próximo. Pero en el alma de vida piadosa esas faltas y caídas son limpiadas cada día y recuperado el
fervor con la contrición y otros actos; y si alguna caída más voluntaria en pecado venial le ocurre, el
arrepentimiento le sigue tan de cerca, como dice un autor, que no tiene tiempo de cambiar su
corazón ni el de Dios.
¡Qué devoción deberíamos tener al estado de gracia que tan maravillosos frutos causa en nuestra
alma! ¡Cómo deberíamos cultivarlo con el máximo celo y cuidado!
Es evidente que no somos capaces de ver y contemplar nuestro estado espiritual con sus grados de
santidad y gracia, que es lo mismo, porque deberíamos tener una luz espiritual que no se nos dará
hasta el cielo con la visión beatífica; en este mundo nadie podría soportar la visión de la belleza
divina de un alma en estado de gracia ni, por tanto, de la suya propia.
Pero, se dirá, a lo menos debemos deducir nuestro aprovechamiento espiritual por los vicios que
vamos curando, los defectos de que nos vamos corrigiendo, las virtudes que pugnamos por adquirir,
y, si no vemos estos indicios, hemos de deducir que nuestro avance en la virtud es nulo.
Veámoslo. El crecimiento en virtud y santidad estará siempre sujeto a fallas y retrocesos y aun a
ruina completa; por santa que sea una persona puede caer en pecado porque siempre tendrá la
libertad que le hace responsable.
De manera que las pequeñas faltas en que las personas piadosas suelen caer por sorpresa o por
fragilidad, no demuestran en manera alguna que el alma deja de avanzar en perfección y santidad;
aun alguna caída más advertida y voluntaria, que suele ser más prontamente borrada y expiada, tam-
poco es ninguna demostración segura en contra de la santidad y virtud general de aquella persona.
Por otra parte, nuestra perfección interior no se hace de una manera tan rápida y visible que se
pueda comprobar tan fácilmente con estas señales meramente externas y materiales. Dos personas
distintas pueden caer en una falta exteriormente igual, pero con una responsabilidad y culpa muy
diferente una de otra, y esto es precisamente lo que no se puede ver ni comprobar.
Un cristiano que aplique un esfuerzo constante y verdadero en corregirse de un defecto, al cabo
de largo tiempo podrá comprobar que tiene más dominio de sí en aquel punto, que le es más fácil
practicar la virtud que él quería, que no cae tantas veces. Según de qué defectos se trate podrá hacer
una comprobación a plazo corto con el examen particular. Pero en los defectos morales y que tienen
más arraigo en el carácter y temperamento de cada uno, necesitará mucho más tiempo, y
probablemente sin llegar a la extirpación absoluta y radical de un defecto, tendrá la satisfacción de
dominarlo suficientemente.
Entretanto, no dude que todo este tiempo de lucha perseverante con su vicio o falta, ha crecido
más en perfección y santidad que si no hubiere tenido tal defecto con que combatir aunque él no vea
mejora sensible.
Debemos tener en cuenta que un mismo vicio o defecto, a una persona le es relativamente fácil
de curar o corregir, y a otra se le hace dificilísimo. Y aun hay casos en que, prácticamente, un
defecto resulta incorregible, sin que por ello el cristiano pueda desentenderse de combatirlo, ni le
prive de perfeccionarse, pues Dios ha puesto nuestra santificación más en el trabajo de la lucha
constante que en la satisfacción del éxito triunfante3.
Hay otra razón fundamental por la que Dios no quiere que podamos ver nuestros adelantos en
virtud. Si ahora, estando llenos de defectos, miserias y caídas, nos cuesta tanto ser humildes, ¿cómo
lo podría ser aquel cristiano que se viese libre de defectos y adornado con las virtudes que se ha
propuesto? Esto sería, no lo dudemos, nuestra ruina espiritual más profunda y difícil de curar; esto
nos apartaría de Dios muchísimo más que todas nuestras faltas, que son piedras necesarias para
edificar nuestra humildad, pues nada hay que nos humille tanto. En la hora de la muerte, Dios nos
dejará ver el verdadero estado de nuestra alma, tan hermosa, que nos sería difícil de reconocerla por
su celestial belleza,, nosotros que nos vemos tan afeados de culpas y miserias.
3
Véase en los DOCUMENTOS AUTORIZADOS el n. 2 del P. W. Faber. “Hay cosas incurables en la vida espiritual”.
7
Y es que no reflexionamos bastante en el milagro continuo que la gracia divina va obrando
constantemente en nuestra alma durante toda la vida. Ciertamente hallaremos lo que nos dice San
Pablo: que no están en proporción nuestros pequeños actos de piedad y de virtud con los méritos y
belleza de que está adornada nuestra alma. Y es que estos méritos propiamente son de Jesús nuestro
Redentor, que los ha ganado con su Sangre preciosísima y nos los comunica con la gracia divina, y,
a cambio de esta pequeña cooperación de nuestra buena voluntad, nos los retribuye como si fueran
méritos nuestros. ¡Qué bondad y ternura tan paternal la de Dios para con nosotros!
“Después de nuestra muerte tendremos una multitud de revelaciones —dice el P. Fáber—. Me
atrevo a creer que el secreto que envuelve nuestro crecimiento espiritual en este mundo será para
algunos una causa de elevación. ¡Cuál será la sorpresa de una multitud de corazones humildes a la
vista de la deslumbrante belleza de sus almas cuando la muerte les habrá desprendido de los lazos
del cuerpo! Es cierto que estamos muy lejos de tener conciencia de todo lo que se opera en
nosotros.”
A la luz de la doctrina expuesta nos será fácil, en las siguientes páginas, ver cómo debemos
practicar nuestro examen diario de conciencia, para no desalentamos al chocar con la persistencia
de las mismas faltas, y practicarlo con más devoción y mayor provecho; y otro tanto para estimar
mejor nuestra oración, a pesar de los defectos en que estemos al practicarla.
8
Guía breve del examen diario de conciencia
4
Véase en los DOCUMENTOS AUTORIZADOS puestos al fin del librito, el n o 3 del Venerable Blosio “Los defectos
incorregibles”.
9
Dos ideales distintos de perfección
Hay personas para quienes el ideal de perfección consiste en la propia perfección personal, es
decir, en verse libres de toda falta y defecto, y llenas de virtudes manifiestas; y, en consecuencia, ser
la admiración y edificación de los demás. Pero como no llegan nunca a tal altura, porque es
imposible llegar a ella, están en constante inquietud y se desalientan por cada caída o fracaso; per-
manecen tristes al verse tan lejos de aquella perfección soñada, viviendo en realidad una vida sin
paz ni alegría. Evidentemente no puede ser éste el ideal de perfección que nos propone el Evan-
gelio.
En cambio, hay otras personas que ponen la perfección y todo su cuidado y afán en unir
amorosamente su voluntad con la voluntad de Dios, sabiendo adaptarse a todo, incluso a las inevita-
bles faltas y defectos, fracasos y humillaciones, acudiendo en todo tiempo y circunstancia al
Corazón de Jesús con entera confianza especialmente para las faltas de cada día, mirando a Dios
como a un Padre que no se cansa jamás de sus hijos porque siempre los ama, y más cuando los ve
caídos; y hasta les manifiesta un gozo particular cada vez que acuden a Él con aquella humildad y
confianza que llega a serles connatural.
El examen diario de conciencia resulta muy diferente según que el alma se proponga uno u otro
de estos dos ideales de perfección. Para aquel que se propone únicamente buscar la voluntad de
Dios para unirse a ella amorosamente, el examen es un tranquilo ejercicio de humildad y confianza,
ungido de amor, y lleno de gozo por comunicarse con Dios, Bondad infinita. Para aquel que pone el
ideal en su propia perfección, el examen suele ser un martirio, porque las faltas no acaban nunca de
marchar, ni las virtudes llegan nunca a arraigar de una manera segura. Este fracaso diario le
entristece, le inquieta y le desanima, porque la obsesión de su perfección personal le tiene absorbido
de tal manera que, espiritualmente hablando, podríamos decir, se pasa el día delante del espejo
mirando si se perfecciona.
Evidentemente no es éste el espíritu que ha de vivificar el examen de conciencia; atendiendo casi
exclusivamente a las faltas, es como si nos quedásemos en la letra que mata, dejando demasiado
olvidado el espíritu que vivifica.
Renunciemos a este ideal engañador de vernos sin faltas ni imperfecciones y llenos de virtudes, y
pongámoslo en cumplir amorosamente la voluntad de Dios, uniéndonos a ella” tan perfectamente
como nos sea posible, y con esto nos habremos puesto en el camino seguro de la perfección y
santidad, y habremos sentado una piedra fundamental de nuestro examen diario de conciencia5.
10
cuanto más avanza en ella, más ve lo poco que vale lo que ha adelantado, si es que cree haber
adelantado algo.
Si conservamos claro el juicio, y ¡sano el criterio espiritual!, hemos de comprender que no puede
llegar nunca este triunfo tan completo que nos haga exclamar: “ya soy bastante humilde; ya tengo
oración perfecta; ya domino todas mis pasiones; ya no falto en nada; ya amo perfectamente a Dios”.
El día que tal cosa creyéramos (Dios nos libre) habríamos caído en la más profunda y estúpida
ilusión. Nos ha de suceder, proporcionalmente, como a los Santos: cuanto más nos acerquemos a
Dios, más distante de Él nos veremos. O sea, dicho de otra manera, cuanto más hayamos avanzado
en el camino de la virtud, veremos cuánto más nos falta andar todavía, para llegar a la suspirada
cumbre. Aun cuando llegáramos a un grado muy perfecto de humildad, por ejemplo, como toda la
vida sentiremos vivo en nosotros el amor propio y el orgullo, por fuerza nos ha de parecer y hemos,
de sentir que no somos humildes. Igualmente, por mucho que amemos a Dios y con un amor muy
perfecto, siempre hallaremos que no le amamos como es preciso amarle, cosa muy verdadera. Y así
de todo lo demás6.
Este descontento de nosotros mismos y este deseo de amar más perfectamente a Dios, y la pena
consiguiente de ver que no lo conseguimos son una pura gracia de Dios, que nos demuestra que
andamos por el buen camino y adelantamos espiritualmente. Y si llegáramos a morir de pena y
sentimiento de ver que no amamos bastante a Dios, seríamos muy dichosos, porque eso sería ya mo-
rir de amor. Pero todos estos piadosos sentimientos no nos hacen perder la paz del alma, esa paz que
es toda de Jesús y sin la cual no hay gozo posible en la vida espiritual.
6
Véase en los DOCUMENTOS AUTORIZADOS al fin del librito, el n.o 5 de San Francisco de Sales. “No examinemos
nunca si somos perfectos”.
7
Véase en los DOCUMENTOS AUTORIZADOS el n.a 6, de Santa Gertrudis “Provecho de las faltas y de la obediencia
humilde” y “Las faltas nos hacen ejercitar en la virtud”.
11
nuestras faltas diarias, va también inseparablemente el propósito de no volverlas a cometer y de
trabajar para dominarlas. Esto implica necesariamente una lucha continua que dura toda la vida. No
es el éxito lo que nos perfecciona en la virtud y santidad, sino el esfuerzo que ponemos para
conseguirlo, aun cuando en esta vida no veamos nunca cumplido nuestro deseo. Sólo la
perseverancia es coronada: Aquel que persevere hasta el fin, será salvo.
Esto no es extraño, porque Dios no ha dejado nada inactivo en la Creación, ni cosa alguna en
reposo absoluto. Todo tiene vida o movimiento, o al menos movimiento interno de lentísimas
transformaciones que duran miles de años, ya en la profundidad de la tierra, ya en las esferas
inconmensurables de los astros. Si Dios, pues, no ha querido dejar inactiva ni en reposo cosa alguna
en el mundo material, mucho menos lo permite en el mundo espiritual de las almas. Es una ley de
nuestro perfeccionamiento; poner nuestro trabajo y esfuerzo. Dios nos ha señalado como lugar de
reposo y felicidad completa la eternidad del Cielo; y nos ha puesto en esta vida para que lo
merezcamos con nuestro esfuerzo y trabajo: No olvidemos la sentencia bíblica de que la vida del
hombre sobre la tierra es una lucha.
A fin de ejercitarnos forzosamente en esta lucha, y esfuerzo, tan provechosos y sanos para
nuestra alma, Dios ha querido dejarnos con nuestros defectos y caídas. Así como son necesarios
perseguidores y verdugos para que haya mártires, así también son necesarios las caídas y
tentaciones para que un cristiano pueda luchar y vencerse a si mismo. “El hombre que no es tentado
—nos dice la Biblia—¿qué puede saber?” (Eccli. 34,11, 9.) Procuremos comprender bien el fin
amoroso y glorioso que pretende Dios dejando subsistir las faltas y las luchas consiguientes. Este
ejercicio de caer y levantarse cada vez con más valor, por sí solo santifica y perfecciona al hombre.
“Bastaría con esta sola práctica —dice San Juan Eudes— para hacer llegar un alma a la más alta
perfección”8.
3. ° Que acudamos cada vez con mayor confianza al Buen Jesús. Cuando en esta lucha
sostenida dentro de nosotros mismos nos vemos tantas veces derrotados y humillados,
instintivamente buscamos una tabla segura de salvación que nos sostenga y dé confianza, y no la
hallamos sino en Dios. '‘¿Dónde iremos, Señor, si Vos tenéis palabras de vida eterna?” es la
exclamación que nos sale espontáneamente del corazón, como a San Pedro. ¿Quién sino Él puede
darnos fuerzas superiores a nosotros mismos? ¿Quién, sino sólo El, puede perdonarnos y
alentarnos? ¿Quién nos ama mis que El? Tanto nos ama Dios que nos cierra todos los caminos
menos el que a El conduce. Todos los demás que podríamos libremente seguir, no nos sostienen, y
nos llevan a perdición. Entonces es la hora de practicar este acto de confianza pura y absoluta en El,
que tanto lo desea. Para hacerlo no podemos apoyarnos en ninguna otra cosa; ni en nuestras fuerzas
que fallan, ni en nuestra voluntad que claudica, ni en nuestros propósitos que no cumplimos.
Solamente Dios nos puede salvar; ni nuestras buenas obras, tan menguadas, ni las virtudes que no
tenemos pueden apoyarnos y mucho menos hacer firme nuestra confianza. Sólo Dios puede sal-
varnos del naufragio y solamente en Él podemos y debemos confiar; es éste un acto de la más pura
confianza, porque no se apoya, más que en su Amor, Bondad y Misericordia.
Estos tres actos: aceptar de corazón la humillación de nuestras faltas, confesarlas
confiadamente y con todo amor a los pies de Jesús y querer perseverar en la lucha toda la vida, son
los que constituyen la parte más esencial del examen diario porque incluyen la confesión humilde y
confiada de nuestras culpas y el reafirmarnos en el amor de Dios proponiendo la perseverancia
infatigable en la lucha.
Si consideramos bien el examen así practicado, veremos cómo de él sacamos un tesoro
incalculable de santidad y perfección a pesar de que subsistan faltas e imperfecciones. Por una
parte, ni los pecados veniales ni las faltas disminuyen grado alguno de gracia en nuestra alma; y de
otra parte hacemos con plena conciencia unos actos de perfecta humildad y sincera confianza y un
propósito de permanecer en el amor de Dios luchando aunque sea toda la vida. Todo esto nos
merece muchos más grados de gracia y nos aumenta en gran manera la unión con Dios.
¡Ciertamente vale la pena sufrir las faltas toda la vida si sacamos de ellas tales frutos! Y depende de
8
Véase en los DOCUMENTOS AUTORIZADOS el n.o -7 de San Juan Eudes “Lo que pueden significar las tres caídas”.
12
nosotros que lo obtengamos 9.
13
en la que aquella alma humilde y perseverante se acerca a El en busca de consuelo y fortaleza. Qué
poco cuesta practicar el examen y confesar las caídas con un Dios que es Padre tan amoroso, tan
bueno y misericordioso, teniendo seguro el perdón y sabiendo que le da gran gozo y alegría!
Ciertamente, ¡la hora del examen por la noche es una hora de intimidad y amor con Dios, tanto
como pueda serlo la meditación más fervorosa de la mañana!
Cada uno por experiencia sabe sobradamente los puntos en que suele caer o que le cuesta más
vencer, y no le hace falta mucho examen para encontrarlos en seguida. Pero conviene no entrete-
nerse demasiado en este examen; basta con lo que le vendrá a la memoria fácilmente, con
naturalidad. Si tuviere algo extraordinario, sin necesidad de tenerlo que recordar, se le haría
presente. Prácticamente, un minuto puede bastar.
Hay muchas personas piadosas, principalmente entre las que ya cuentan algunos años, que,
llevando una vida metódica, siempre igual, cuando hacen el examen de conciencia no encuentran
falta alguna. Esto es debido a su misma conducta, ordenada y cristiana, a la falta de tentaciones y
ocasiones, al estar libres de obligaciones familiares o sociales a no tener grandes contradicciones
que perturben su espíritu; y en tales circunstancias nada tiene de particular que carezcan de faltas
positivas. Y así resulta que el examen propiamente dicho se les hace difícil y enojoso.
Será preciso que estas personas simplifiquen aun más su examen, y que en vez de buscar sus
faltas, miren si se han aplicado a tener su espíritu íntimamente unido a Dios, haciendo actos de
conformidad y aceptación amorosa de la voluntad divina, levantando su corazón a Dios, cuando les
venga al pensamiento, con una mirada interior, o con cualquiera aspiración de virtud. Vean si son
fieles en aprovechar los pequeños sacrificios que se les presentan durante el día, para ofrecerlos al
buen Jesús, como gestos de amor para darle gusto, consolarle y ganarle almas. Pueden examinar
también, si mantienen el espíritu de sacrificio y la abnegación necesaria para afianzarse y adelantar
14
en el camino de la perfección y santidad; o pueden hacer alguna mortificación voluntaria, sencilla y
oculta, para avivar su celo y devoción. Este examen ha de ser, como hemos dicho, igualmente breve
y sin preocupaciones, sencillo y afectuoso.
15
El espíritu: el examen general de conciencia
Puesto que el examen de las faltas es simplemente la letra, o materia de este ejercicio,
estudiemos su espíritu y fruto principal.
1. Lo primordial del examen no es buscar las faltas y deplorarlas, sino que es mantener en
nuestro corazón el amor a Dios bien vivo y puro, y para ello nos será preciso antes que todo,
examinarnos cada día cómo estamos de firmes y decididos en nuestra resolución de amarlo tan
perfectamente como podamos, uniendo nuestra voluntad a su voluntad divina y cumpliéndola
amorosamente. La primera pregunta' que nos haremos en este examen sobre nuestras disposiciones
de espíritu será: ¿Mantenemos una voluntad firme y resuelta de perfeccionarnos y santificarnos,
deseando cumplir perfectamente y amorosamente la voluntad de Dios? ¿Deseamos amar a Dios
con amor perfecto?
Mientras tengamos la voluntad puesta firmemente en Dios, démonos por seguros y amados de
Dios, que se complace en nosotros. Y nuestras faltas ¿no están en contradicción con esta voluntad?
Ciertamente; pero no la destruyen. Por esto es preciso distinguir y entender claramente que una cosa
es la voluntad habitual de buscar la unión con Dios y otra los actos de esta voluntad, que a inter-
mitencias, son unas veces generosos y otras humillantes: y estos actos humillantes o caídas no nos
privan de tender de todo corazón a la perfección y unión con Dios (Card. Mercier, La vida interior,
conf. 3.a). Aunque nuestras faltas ofendan y desagracien a Dios, no le cambian el Corazón, que
continua amándonos ardientemente, sobre todo cuando nos arrepentimos, las confesamos
humildemente a El mismo y luchamos con buena voluntad para enmendarnos.
San Francisco de Sales recomienda especialmente esta disposición de mantener en la parte
superior del espíritu una inviolable resolución de seguir la voluntad de Dios, teniendo la humildad
y sencillez de confiarnos a Dios, soportarnos a nosotros mismos y a los otros, levantándonos tantas
veces como caigamos.
Nos dice el Santo Doctor: “Mientras vuestra voluntad y el fondo de vuestro espíritu esté bien
resuelto a ser todo de Dios, nada hay que temer, puesto que eso son imperfecciones naturales, y
más bien enfermedades que pecados o defectos espirituales. No obstante, conviene excitar y
provocar el valor y la actividad del espíritu, tanto como os sea posible” (Collot, La vraie et solide
piété, part. 2.a, cap. 4).
Al hacer el examen de conciencia, arraiguemos esta voluntad cada día, y procuremos fortalecerla
y enfervorizarla; y así estaremos seguros de nuestra disposición fundamental de espíritu. “Lo
importante — dice Santa Teresa del Niño Jesús — es guardar el corazón para Jesús, y esto se hace,
a despecho de nuestras caídas y de nuestra fragilidad, por la pureza de intención renovada cada día.”
(Vide A Vécole de Sainte Thérése de VEnfant-Jésus, pág. 29.)
16
amabilidad con todos, se encuentra, sin darse cuenta, contestando con mal humor o con brusquedad,
aunque procura enmendarlo y pedir perdón; si es fiel en combatir, obtendrá el premio de los
caritativos y buenos de corazón.
Y así de todas las virtudes: trabajar sinceramente para practicar una virtud, en cierta manera, es
ya haberla conseguido; y los que así lo hacen, aun cuando no hayan pasado de la categoría de
aprendices, en el cielo serán colocados junto a los maestros en el gremio de aquella virtud. Y
bien podría ser que uno que no ha pasado de aprendiz en este mundo, pero ha trabajado mucho
para obtener una virtud, en el cielo tendrá más gloria que otro que fue maestro de ella en la tierra
con muy poco trabajo y esfuerzo.
Por lo tanto, la segunda pregunta que nos haremos en este examen de espíritu será: ¿Sostenemos.
la lucha constante contra pecados y faltas, siendo fieles en poner los medios y ejercicios de piedad
que nos hemos propuesto y los actos de virtud que nos vemos capaces de practicar? Si podemos
darnos la respuesta afirmativa, debemos estar contentísimos, pues nos da la seguridad y corrobora la
primera pregunta sobre la firmeza y resolución de nuestra voluntad. Agradezcámoslo a Dios, pues
es gracia suya.
Recordemos lo que nos dice Santa Teresita sobre este punto: "Esperando que Jesús mismo, el
divino Ascensor de los pequeños, os levante hasta El, en la cima de la escala de la perfección,
continuad simplemente levantando el piececito, y no creáis que podréis subir el primer escalón
siquiera, no; pero el buen Dios no os pide más que la buena voluntad” (A l’éccle de Ste. Thérése de
l’Enfant- Jesús.)
3. Después de examinar estos puntos y reafirmar nuestra voluntad, debemos mirar cómo
reacciona nuestra alma ante las faltas cometidas; y esto ya es más costoso de enmendar.
Al contemplar cada día rotos nuestros propósitos y recayendo en las mismas faltas, sin enmienda
aparente, nuestro amor propio se extraña y admira primero, y luego decae y se desanima, cuando no
se enfada y quiere abandonarlo todo. La vanidad y presunción sobre nuestras fuerzas morales, se
sienten confusas y humilladas al comprobar nuestra innata flaqueza, y el alma abatida y
avergonzada se siente sin aliento para continuar.
Esta es la reacción vulgar del alma humana ante sus propias miserias y faltas, y sus interminables
reincidencias. Pero todo esto no pasa de ser un sentimiento puramente natural, nacido únicamente
de nuestro amor propio, orgullo y presunción; y si nos dejamos llevar de estos sentimientos, caemos
en una serie de faltas mucho peores que las que han determinado esta vulgar reacción.
Pero si queremos mantener el espíritu del examen de conciencia y sacar de él el fruto debido,
debemos elevarnos al orden sobrenatural para contemplar nuestras repetidas caídas y faltas diarias,
y reaccionar en el orden espiritual humillándonos sinceramente y confesando de buen grado nuestra
debilidad y miseria. No nos debemos admirar de nuestras caídas diarias, antes bien debemos juzgar-
las muy naturales y propias de nuestra flaqueza, sin desanimarnos nunca, por años que dure la lucha
y por muchos fracasos que tengamos que sufrir. Esto es importantísimo y esencial para sacar fruto
del examen diario y mantener la paz de espíritu.
Por lo cual, la tercera pregunta que nos haremos en este examen de nuestras disposiciones será:
¿Aceptamos dulcemente y con paz de espíritu la humillación de nuestras caídas y fracasos diarios,
aunque no veamos adelanto ni enmienda? Sin esta aceptación no podemos aspirar a ser agradables a
Dios y entrar en su dulce intimidad y unión.
Santa Teresita, con aquella transparencia y ungida sencillez suyas, resume en una frase esta
doctrina clásica cristiana: “Basta con humillarse a soportar dulcemente sus imperfecciones: he
aquí la verdadera santidad para nosotros”. Y explicándolo más detalladamente a una determinada
persona, dice: Ofreced a Dios, si es preciso, el sacrificio de no recoger nunca frutos. Si El quiere
que toda la vida sintáis repugnancia a sufrir, a ser humillada; si permite que todas las flores de
vuestros deseos y buena voluntad caigan al suelo sin producir nada. En un abrir y cerrar de ojos,
cuando llega el momento de vuestra muerte, El sabrá muy bien hacer madurar hermosos frutos en el
árbol de nuestra alma. (A Vécole de Ste. Thérése de VEn- fant-Jesús.)
Aquellas personas que no tienen faltas positivas, como se ha dicho al hablar del examen diario de
las faltas, tienen también motivo de humillarse, pensando que el no tener faltas no es de gran mérito
17
cuando no se tienen ocasiones ni, tentaciones para luchar, razón por la cual ha de considerarse una
cosa en cierta manera negativa. La Iglesia no canoniza a nadie por el mero hecho de no tener faltas,
sino que reclama las virtudes positivas y en grado heroico. La Iglesia, para otorgar el honor de los
altares a un cristiano, prescinde de que haya tenido algunas faltas o imperfecciones, pero no puede
prescindir de tener la seguridad de que practicó las virtudes en grado heroico. De modo que nadie
puede tener vanidad de esta ausencia de faltas, que no es muy difícil cuando Dios ayuda; en cambio,
se hallan tan pobres de virtudes (no digamos heroicas, pero ni tan sólo ordinarias), tan débiles en el
amor a Dios, tan cobardes ante el sacrificio. Que se humillen al ver cómo corresponden con tan
poca generosidad a los continuos beneficios innumerables que Dios les hace, y sobre todo al amor y
predilección con que les concede dichos beneficios. Piensen lo que hubieran hecho otras almas si
Dios les hubiese concedido las gracias que a ellas concede de continuo y vean lo que sería un alma
generosa y encendida en el amor a Dios con tantas gracias, comparada con otras del nivel espiritual
en que ellas se encuentran. Que sepan, sin embargo, humillarse dulcemente en paz y confianza, y
hasta alegres y agradecidas al amor que Dios les manifiesta y a la providencia especial con que las
guarda.
4. Examinadas las faltas y reconocidas humildemente, en paz y quietud, es preciso ir con plena
confianza a Jesús y volcar a sus pies no solamente las faltas, sino todos los afectos de nuestro
corazón con toda nuestra voluntad. Este es el punto más esencial del examen: confesar a Dios
nuestras faltas humildemente y hablarle con entera confianza de todas nuestras miserias,
completamente seguros de su amor, de su perdón, de su consuelo y de su gracia. No creamos jamás,
en este acto, que hallamos a Jesús triste y disgustado; al contrario, nos abraza lleno de gozo como al
hijo pródigo y nos festeja con todos sus ángeles. Podemos haberle apenado y ofendido cuando he-
mos pecado y le hemos abandonado; pero cuando volvemos a El nos recibe siempre contento y
gozoso; ha olvidado nuestros pecados y “los ha echado todos al fondo del mar”, como dice el
profeta Miqueas (7, 19), para “no acordarse de ellos nunca más” según el profeta Jeremías (31,
34). Y también, según la expresión del profeta Isaías, como si “se hubiera echado a la espalda
todos nuestros pecados” (38, 17). No es hora, pues, de estar tristes, sino expresivos y animados al
ver la efusión de amor, el gozo y la alegría de Jesús.
No gastemos, por lo tanto, todo el rato en hablarle sólo de nuestros pecados y faltas; hablémosle
también de nuestro amor y buena voluntad; de nuestros buenos deseos, sobre todo del más grande
de todos, que es el de amarle perfectamente y tenerle contento; démosle gracias por el amor que nos
tiene y por los beneficios y gracias que nos hace continuamente; pidámosle que nos haga más
generosos y valientes para el sacrificio, y más piadosos y fieles a su amor 12.
Con esta conversación confiada y amorosa con Jesús, se cumplen los dos últimos puntos de los
cinco que propone San Ignacio en el examen: la contrición y el propósito. Todo va junto en esta
efusión íntima de nuestra alma a los pies de Jesús. Tengamos siempre presente, con vivo recuerdo,
que en este acto tenemos a Jesús propicio y amable, contento y complacido por nuestra humildad y
confianza. No nos imaginemos jamás que, por la reincidencia en las mismas faltas, Jesús se canse y
fastidie de nosotros, que eso es gran injuria que inferimos a su Corazón de Padre, Hermano, Amigo
y Salvador.
Cada perdón que nos concede Jesús es una nueva prueba de amor que nos da; y tiene tantas
ganas de darnos pruebas de su amor, que espera cada día y a cada momento que le pidamos perdón
para podérnoslo manifestar. Sabe que aquel a quien más se le perdona, más ama; y Jesús quiere que,
a fuerza de perdones, le amemos cada día más.
Después de haber reconocido humildemente nuestras culpas y miserias y pedirle perdón de ellas;
después de reiterarle la sinceridad y buena voluntad de nuestro amor; después de pedirle que nos lo
aumente y purifique, renovémosle también nuestros propósitos de perseverar en la lucha toda la
vida, tal como es su voluntad, y de poner los medios que a El place que pongamos: vigilar y orar,
porque no nos podemos fiar de nosotros mismos, que por esto nos advierte que aun cuando el
espíritu se halle dispuesto y decidido, la carne es flaca. Prometámosle que no dejaremos de vigilar
con este examen diario, y que le pediremos la perseverancia y fortaleza con la oración diaria y
12
Véase los DOCUMENTOS AUTORIZADOS el no. 11, del P. Aban Goodier, S. J. “Oración y confianza amorosa”.
18
continua 13.
¡Qué dulce paz y tranquilidad nos ha de dar el examen hecho así amistosamente con Jesús! ¡Qué
refuerzo y aliento es para nuestro espíritu! Este intercambio de afectos con Jesús, el Esposo ena-
morado de nuestras almas, nos santifica y nos hace avanzar en el camino de la perfección y unión
con Dios, a pesar de todos nuestros pecados y faltas. Pensemos a qué grado de santidad y unión con
Dios ha de llegar un cristiano después de tener cada día este rato de plática amorosa con Jesús,
durante años y años, toda la vida, aunque sea luchando y combatiendo siempre con los mismísimos
defectos y faltas. ¡Ojalá que seamos uno de ellos!
Toda la resistencia que muchas almas oponen para aceptar esta fórmula más dulce y amorosa del
examen diario, en el fondo gira alrededor de los mismos prejuicios. El primero y más fundamental
es no querer aceptar el estado de humillación en que nos colocan nuestras faltas. Nuestro amor
propio se opone de un modo tan apasionado, que cegándonos nos priva de ver la razón lógica que
tenemos de admitirlo resignada y pacíficamente, como dice Santa Teresita. En modo alguno están
dispuestos a ver caer a tierra cada día las flores de nuestros buenos propósitos sin dar fruto
alguno. No escuchan y entienden a la Santa cuando nos dice que basta con humillarse, con
sobrellevar dulcemente las propias imperfecciones. Esta es la santidad para nosotros, Natural-
mente, mientras no modifiquen su criterio en tal situación de espíritu, no pueden hallar aliciente
alguno en el examen, ni sacar abundante fruto; antes bien, se colocan en camino de dejarlo tarde o
temprano, por tedio y desaliento.
En segundo lugar, persisten en querer ver unos resultados materiales, que ellos se habían
imaginado fruto seguro del examen, y en un plazo más o menos próximo. Para ellos no existe otra
comprobación demostrativa del fruto del examen diario que la que resulta de los hechos visibles y
palpables; es inútil que se les diga que el orden espiritual tiene otras comprobaciones muy distintas,
y que siendo espirituales no caen tan fácilmente bajo el dominio de nuestros sentidos.
Finalmente, en su estrecha y errónea ideología, sacan una consecuencia que a ellos les parece
natural y lógica, y que en realidad es del todo injuriosa a Dios y contraria a su amor y bondad
infinita y es, de pensar que Dios ya está cansado de perdonarles tantas veces las mismas faltas sin
ver enmienda alguna; de lo cual se origina un aborrecimiento entrañable al examen, y se marchita la
piedad en general.
Cuando somos fieles a Dios nuestro Señor, le damos gusto y Él, se complace en nuestra
fidelidad. Cuando somos infieles a la gracia, le desagradamos en aquello en que faltamos. Pero
siempre y en todos los casos, nos ama y desea que hagamos la pequeña reparación de confesar
humildemente nuestra culpa, y que la borremos mediante un nuevo acto de amor y confianza. Y es
así como hemos de ver y tratar al buen Jesús, que siempre está tranquilo, inmutable, bondadoso,
pacífico, condescendiente, lleno de amor y misericordia.
No conviene, bajo ningún aspecto, que el alma mantenga una atención excesiva sobre sus
defectos y virtudes; y es un camino peligroso el de buscar la santificación y perfección, poniéndola
en la ausencia de faltas y en las virtudes visibles. Este camino es pesado, costoso y muy
desalentador; es preferible el de la humildad y confianza, tal como lo enseñan San Francisco de
Sales, Santa Teresita y todos los santos en general. El hombre sencillo y humilde de corazón
siempre encuentra a Jesús, y esto le aumenta constantemente su amor y unión con Dios. Siempre es
más fácil y suave alcanzar las virtudes por el amor a Dios, que no alcanzar el amor a Dios por las
virtudes.
Procuremos cada día amar más a Jesús, y unir nuestra voluntad a la voluntad divina del modo
más perfecto que sepamos y podamos, y no nos espanten nuestras faltas, pues a medida que
aumentamos en el amor divino, las faltas tienen cada vez menos alcance y nos mantienen suave-
mente en la humildad en que nos quiere ver siempre Dios.
Consideremos el examen tal como es y como debe ser: un acta de amor y reparación, un acto de
13
Véase en los DOCUMENTOS AUTORIZADOS el no. 12 de Santa Gertrudis “Méritos de los propósitos”. '
19
humildad y confianza, una renovación de nuestra buena voluntad y amor, un aumento de fervor en
nuestros deseos de santidad; y no, en manera alguna, un juicio estricto y riguroso, y mucho menos,
condenatorio; ni tampoco una fría relación y cuenta de los actos del día, antes bien, una
conversación íntima con Jesús, intensamente afectuosa por ambas partes, sobre nuestra innata
flaqueza, debilidades y miserias; pero muy particularmente, una renovación del amor puro y
verdadero, de nuestra buena voluntad, de nuestros sinceros deseos de perfección y unión con Dios.
¡Qué dulce y santificador es el examen hecho con amor, confianza, humildad y paz! Qué importan
nuestras faltas, por numerosas y repetidas que sean, si no pueden estorbar, antes bien, como
consecuencia, pueden favorecer esta renovación de buena voluntad y amor entre Dios y nuestra
alma!
20
Práctica del examen diario de conciencia
Siguiendo los cinco puntos propuestos por San Ignacio de Loyola
Conviene, y es lo mejor, dejar hablar al alma con Dios espontáneamente, tal como sienta en
su corazón y de la manera que sepa expresarlo, puesto que Dios la entiende perfectamente con
cualesquiera palabras y también sin palabra alguna. Sin embargo, hay días o momentos en
que no sabemos coordinar ningún pensamiento ni acertamos a expresar lo que querríamos; y
en tales ocasiones el libro es un auxiliar y un descanso para el espíritu si dice precisamente
aquello que nosotros quisiéramos expresar y no acertamos a decir. Para estos casos que han
puesto estas fórmulas prácticas, y también para aquellas personas que sientan devoción en
expresarlas tal como están.
En el primer punto están puestas con mayor extensión para aquellas personas que tienen
de regla emplear un cuarto de hora para el examen, y así, hallen fácilmente temas abundantes
para emplear mayor tiempo sin cansar el espíritu.
Punto primero: Dar gracias a Dios por los beneficios recibidos. Os doy gracias, Señor, por todos
los beneficios que me habéis otorgado hasta ahora y en particular por los que he recibido en el
día de hoy. Gracias, primeramente, por haberme conservado la vida del alma, la gracia
santificante con las maravillas y beneficios que me trae: mi incorporación a Jesucristo; mi
filiación divina, reflejando la imagen viva de Jesucristo en mi alma; haciéndome morada de la
Santísima Trinidad y templo del Espíritu Santo; dando valor sobrenatural a todos mis actos y
divinizando mi vida entera. En todo instante habéis conservado para mí y renovado aquel amor
eterno con que me creasteis, el mismo con que me quisisteis después de redimir y santificar. Ni
por un sólo momento del día habéis dejado de amarme, y tener providencia de mí; y (casi no me
atrevo a decirlo) habéis tenido vuestra delicia en estar conmigo. ¡Cómo debería derretirme de
amor y de gratitud!
Gracias, Señor y Dios mío, por la Santa Misa que he podido ofreceros.
Por la Sagrada Comunión que he podido recibir.
Por la oración y comunicación con Vos que me habéis permitido.
Por el amor maternal, y constante intercesión de la Virgen Santísima, vuestra Madre que habéis
constituido también Madre mía.
Por la continua guardia y asistencia de mi Ángel de la Guarda.
Por haberme hecho participante de la Comunión de los Santos, de los Sacramentos, de las
oraciones, penitencias, buenas obras, doctrina, ejemplos, enseñanzas y virtudes de vuestra Santa
Iglesia.
Por el deseo que me dais de santificarme, de amaros y de unirme enteramente a Vos.
Por los actos de amor que he podido ofreceros y por todas las veces que por gracia vuestra me he
acordado de Vos.
Por todas las inspiraciones y ocasiones de hacer el bien que me habéis concedido.
Por tantas veces como me habéis perdonado y me perdonas cada día, mis pecados, ofensas y
negligencias.
Por la vocación que me habéis dado, llamándome a una vida de mayor perfección, más devota y
piadosa y de mayor intimidad con Vos.
Por la disposición de vuestro dulcísimo Corazón a concederme cada día mayores gracias.
Gracias también, mi Dios y mi Padre bondadosísimo, por todas las maravillas de mi vida natural,
conservándome el uso de las potencias de mi alma y los sentidos de mi cuerpo para comunicarme
con mis hermanos.
Por toda la Creación y en particular por todas las criaturas que Vos, Padre amantísimo, sostenéis
y destináis a servirme de alimento, de vestido, de medicina, de recreo y de recurso a Vos.
Por la salud y fuerzas convenientes para cumplir mis deberes, y también por la enfermedad que
me priva de ello temporal o parcialmente, según los designios de vuestra paternal Providencia.
Por los sufrimientos, privaciones y molestias de la cruz que me habéis asignado.
21
Gracias por todos los males de que me habéis librado y que yo no sé.
Por todos los beneficios que me habéis otorgado y yo todavía ignoro o no recuerdo y no sabré
hasta llegar al Cielo.
Y, finalmente, mi agradecimiento por esta acción de gracias que ahora sinceramente os quiero
dar con todo el amor de que es capaz mi corazón...
22
1. ¿Mantienes firme y resuelta la voluntad de santificarte más y más, de amar a Dios con amor
perfecto, cumpliendo total y amorosamente su voluntad? ¿Guardas tu corazón para Jesús?
2. ¿Eres fiel a las prácticas de piedad propuestas y a los actos de virtud que te sientes capaz de
hacer, para luchar contra pecados, faltas y defectos? ¿Levantas el pie para subir el primer escalón?
Dios te pide sólo buena voluntad. ¿Se la demuestras?
3. ¿Aceptas dulcemente y en paz de espíritu la humillación de tus faltas y fracasos diarios,
aunque no veas ningún adelanto ni enmienda? Esta es la verdadera santidad para nosotros. ¿Ofreces
a Dios el sacrificio de no recoger nunca frutos, si Él permite que todas las flores de tus deseos y de
tu buena voluntad caigan al suelo sin producir nunca nada?
4. ¿Mantienes la confianza en Jesús por encima de tus faltas y miserias? ¿Crees en el amor que
Él tiene por ti y en el gozo que le das con este acto? ¿Quieres perseverar en la lucha contra faltas y
defectos, renovando los propósitos y manteniendo la buena voluntad toda la vida, por años que
dure?
Arrodíllate, pues, a sus pies, confiésale tus culpas y háblale de su amor para contigo y de tu
amor para con Él prometiendo una vez más tu fidelidad y renovando tus propósitos, cosa que
practicarás en los últimos puntos del examen, o sea, con la Contrición y el Propósito.
Si ves que te mantienes firme en estas disposiciones de espíritu, alégrate y da gracias a Dios por
ello, porque tu santificación avanza, no obstante las apariencias contrarias que muestra la
persistencia en tus faltas. De todos modos, arraiga y aviva cada día estas disposiciones,
afirmándolas en los dos puntos siguientes.
23
quiero amaros por encima de mis faltas y pecados, que detesto vivamente. Es cosa misteriosa para
mí, que Vos hayáis preferido antes sacar bien del mal, que privar el mal enteramente; y que para
gloria vuestra y para nuestro bien, queráis sacar provecho de nuestras mismas caídas tan
humillantes. Es que preferís la humildad a todo, y queréis que mi amor por Vos vaya creciendo cada
día con el perdón, como dijisteis de Magdalena. Quien conoce que le han perdonado mayor deuda
se siente más amado, y también ama más. Y a quien más ama, más se le perdona. ¡Qué ingenioso y
magnánimo es vuestro amor, que aun de las mismas ofensas recibidas, sacáis motivo más
apremiante para haceros amar de nosotros! Haced, Señor, que de tal manera os ame, que no sea ya
posible que os ofenda jamás. Y si cayere nuevamente, la humillación de mi caída, la confesión
sincera de mi culpa, y el agradecimiento por vuestro perdón, me aumentarán el amor a Vos. Así sea.
De luchar y orar
Vos manifestáis, buen Jesús, que conocéis nuestra flaqueza y al mismo tiempo nos enseñáis el
remedio que debemos usar, al advertirnos: Velad y orad para que no entréis en la tentación. El espí-
ritu está pronto en verdad, mas la carne es débil (Mat. XXVI, 41.) Quiero y propongo cumplir
fielmente vuestra advertencia: vigilaré continuamente mis inclinaciones y pasiones, las ocasiones, y
peligros de caer en que me he de encontrar. Lucharé para vencerme y así complaceros. También
oraré; por nada del mundo quiero dejar la oración diaria ni las prácticas de piedad, insistiendo
sobre todo en pediros vuestro amor y vuestra gracia. Así cumpliré en verdad vuestro precepto de
vigilar y orar. Perseverando en ello cada día, obtendré indefectiblemente la perseverancia final.
24
Documentos autorizados
1. La caridad perfecciona los actos virtuosos
El motivo de la divina caridad ejerce un influjo de particular perfección sobre los actos virtuosos
de los que están especialmente consagrados a Dios, con el fin de servirle para siempre. Tales son los
obispos y los sacerdotes, que por la consagración sacramental y el carácter espiritual, que no puede
ser borrado, se ofrecen como siervos estigmatizados y marcados al servicio perpetuo de Dios. Tales
los religiosos, que por sus votos, solemnes o simples, se inmolan a Dios en calidad de hostias vivas
y razonables. Tales son todos los que forman parte de las asociaciones piadosas dedicadas para
siempre a la gloria divina. Tales son los que, a propósito, hacen profundas y firmes resoluciones de
seguir la voluntad de Dios, haciendo con este fin retiros de algunos días para excitar sus almas con
diversas prácticas espirituales a la entera reforma de su vida.
Sé que algunos no creen que esta consagración tan general de nosotros mismos extienda su
virtud y deje sentir su influencia sobre todos los actos que después practicamos, sino a medida que
en su ejercicio aplicamos en particular el motivo del amor, dedicándolos especialmente a la gloria
de Dios. Pero a pesar de ello, todos reconocemos, con San Buenaventura, tan alabado por todos en
esta materia, que si yo he resuelto en mi corazón dar cien escudos por Dios, aunque después
distribuya esta suma a mi antojo con el ánimo distraído y sin atención, no por ello dejará de hacerse
toda la distribución por amor, pues procede de la primera resolución que el amor divino me ha
hecho hacer de dar esta suma.
Dime ahora, Teótimo: ¿qué diferencia hay entre el que ofrece a Dios cien escudos y el que le
ofrece todas sus acciones? Ciertamente no hay ninguna, sino que el uno ofrece una suma de dinero
y el otro una suma de actos. ¿Por qué, pues, no hay que creer que tanto el uno como el otro, al hacer
la distribución de las partes de sus sumas, obran en virtud de sus primeros propósitos y de su
fundamentales resoluciones? Y si el uno, al distribuir sus escudos sin atención, no deja de gozar del
influjo del primer designio, ¿por qué el otro al distribuir sus acciones no ha de gozar del fruto de su
primera intención? El que de intento se ha hecho esclavo de la divina Bondad, le ha consagrado, por
lo mismo, todas sus acciones.
San Francisco de Sales., Tratado del Amor a Dios, Lib. XII, cap. 8.
25
absurda, nos conduce al desaliento, a las fantasías y a las ilusiones. Incluso con gran número de
autores espirituales hay que andar con cautela en este punto.
¡ Hay algo tan tentador en ser sistemático, en señalar remedios para cada llaga, antídoto para
cada veneno, en mostrar su botica completa, en dar alientos, en popularizarse, en exagerar sus
intenciones, en gloriarse de su bálsamo! Es lo que llamamos charlatanería cuando se trata del
cuerpo; pues, ¿por qué hemos de darle otro nombre más fino cuando se trata del alma?
Los Santos nos dicen que debemos tener paciencia con nosotros mismos hasta el fin; y tener
paciencia quiere decir sufrir. Esto quiere decir que más o menos cosas permanecerán en nosotros y
nos ejercitarán hasta el fin; o dicho en otras palabras, que hay cosas incurables. Nos dicen que
debemos tener paciencia, no con nuestros pecados, sino solamente ccn nuestras enfermedades, esas
enfermedades del alma que nos hacen hallar la santificación en el combate y no en la curación. El
hombre práctico es el que hace lo que buenamente puede o lo mejor que sabe, según las
circunstancias.
26
sistema y glorificar su propia voluntad. Bajo tales auspicios, jamás llegará a ser un hombre ascético,
todo lo más será un hombre moral. Y, sin embargo, {cuántas personas se colocan en este miserable
punto de vista! ¡ Y estas personas viven en el seno de un sistema tan eminentemente sobrenatural
como el de la Iglesia Católica!
Por el contrario, el hombre que se coloca en el punto de vista de la voluntad de Dios, todo lo
refiere al Señor, cuidando solamente de la diligencia y buena voluntad con que corresponde a la
divina gracia. No busca hacerse un camino a fu gusto, sino que sigue la guía de Dios. Todo lo mide
y lo regla según el modelo de Jesús, que procura imitar con todo empeño. Pretende dar gusto a
Dios, y el amor es su único móvil. Las contrariedades que encaienti’a en su camino, las
imperfecciones de su conducta, no le admiran ni le entristecen. La imperfección le aflige, no por la
fealdad que cause en. él, sino porque contrista al Espíritu Santo. Los Sacramentos, las ceremonias,
las devociones, todo halla en su espíritu su lugar y su afecto; en él, el mundo natural y el
sobrenatural se confunden. Dics está siempre contento de un alma que busca agradarle por los
medios aprobados por la Iglesia. De ahí proviene que este hombre toma sus faltas con tranquilidad y
continúa lleno de gozo y de esperanza. El gozo que le da un éxito sin fin hace palpitar su corazón.
Dios es para él un Padre.
El hombre, en cambio, que sólo busca su perfeccionamiento, no llega a hacerse mejor, o llega
muy tarde a su fin propuesto, pues pierde por un lado lo que gana por el otro. Para las personas de
esta categoría la edificación es el zenit de la virtud, y si no llegan a edificar, ya creen que todo está
perdido. Por esto, la vista de sus faltas les vuelve inquietos, morosos y tristes. En el fondo de su
corazón se encuentra esta amargura que deja tras sí un largo fracaso, un monumento penosamente
construido que se derrumba cayendo piedra por piedra.
P. W. Páber. Progrés de 1’d.me dans ?a vie svirituelle, cap XX.
5. No examinemos jamás si somos perfectos
No examinéis ni un momento tan cuidadosamente si estáis o no en la perfección; he ahí dos
razones. Una, es inútil que examinemos esto, puesto que aun cuando fuéramos los más perfectos del
mundo, no debiéramos saberlo ni conocerlo nunca, antes bien estimarnos siempre imperfectos;
nuestro examen no debe jamás tender a conocer si somos imperfectos, no debiendo dudar de ello.
De ahí se sigue que no debemos admirarnos en lo más mínimo de vernos imperfectos, puesto que no
debemos vernos nunca de otra manera en esta vida; ni entristecemos por ello, puesto que no hay
remedio; pero sí, humillarnos profundamente, porque así repararemos nuestros defectos y nos
corregiremos suavemente; por eso nos son dejadas nuestras imperfecciones, para ejercitamos ; y,
por tanto, ni somos excusables si no procuramos la enmienda, ni tampoco inexcusables de no
enmendarnos enteramente; puesto que no es lo mismo tratándose de imperfecciones que tratándose
de pecados.
La otra razón es que este examen cuando se hace con esta ansiedad y perplejidad, es una pura
pérdida de tiempo; y los que así lo hacen, se parecen^ a aquellos músicos que enronquecen a fuerza
de ensayarse a cantar un motete; porque el espíritu se cansa de este examen tan fijo y tan continuo,
y cuando llega el tiempo de la ejecución ya no puede más...
“Si tu ojo es sencillo todo tu cuerpo lo será”, dice el Salvador. Simplificad vuestro juicio; no
hagáis tanta» reflexiones ni réplicas, sino marchad con sencillez y eficacia; para vos no hay más que
Dios y vos en este mundo. Todo lo demás no os debe preocupar sino a medida que Dios os lo manda
y tal como os lo manda.
Os recomiendo que no andéis mirando aquí y allá; tened vuestra mirada recogida en Dios y en
vos, y no veréis jamás a Dios sin bondad, ni a vos sin miseria; y veréis su bondad propicia a
vuestra miseria y vuestra miseria objeto de su bondad y misericordia. No miréis, pues, nada más
que esto, quiero decir con mirada fija y atenta, y todo lo demas, de paso. ..
Collot, La vraie et solide píete exphquee par Saint Frangois de Sales.
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cabeza de esta Congregación tan amada, tienen todas algunos defectos? Nadie aquí bajo está exento
ae ellos. Esto es un efecto de la bondad, de la dulzura y de la ternura excesiva con que yo lie
escogido esta Congregación. Sus méritos adquirirán por ello maravillosos aumentos, porque
precisa mucha más virtud para someterse a una persona de la cual se conocen los defectos, que a
otra que parece irreprochable en sus acciones” Ella contestó:) “Si bien experimento un extremado
gozo, oh Señor, al ver aumentarse los#méritos de los inferiores, yo también desearía no obstante que
los su- neriores no se encontrasen con falta, y me temo aue¡ esto les ocurre alguna vez por fra-
gilidad.” El Señor le respondió: “Yo, que conozco todos sus defectos,, .permito que en los diversos
trabajos de su cargo se manifieste algo de ellos; sin esto no llegarían quizá jamás a poseer una
gran humildad. De esta manera, por el contrario, los méritos de los súbditos se aumentan por los
defectos y las cualidades de los superiores, y los méritos de los superiores aumentan tanto por los
defectos como por los progresos de los inferiores, como todos los miembros de un mismo cuerpo
contribuyen a su bienestar general.,,
La Santa comprendió entonces la bondad y la sabiduría infinitas del Señor, que prepara con tanto
cuidado el triunfo de sus elegidos, sirviéndose maravillosamente de los defectos para hacer
progresar las virtudes. Si la radiante misericordia de Dios no se hubiese mostrado a ella más que:
en esta sola circunstancia, aun así, todas las criaturas- no podrían alabar bastante al Señor.
Revelacions de Santa Gertrudis, lib. III, cap. 83.
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el peso de su cruz y levantémonos a una con Él con humildad y' 'confianza.
Jesús, Meditaciones sacadas de las- obras de S. Juan Eudes, t. II.
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Santa Teresa del Niño Jesús, Cartas a un Misionero, 13 de julio de 1897.
11. Oración y confianza amorosa
¿Meditar?..., Sí; ¿Orar?... Sí, Dad a vuestra sedienta alma lo más de esto que podáis; pero no
gastéis todo el tiempo en lamentar vuestras pequeñeces y defectos, en remendarlas deshechas
resoluciones y en recoger esos volanderos ideales que, como nos lo ha enseñado una experiencia
cotidiana los erigimos hoy para que se derrumben mañana. En vez de esto, dad más y más lugar a
vuestra oración, al embeberos en la presencia de Jesucristo, fortificaros con su compañía, ena-
moraros de la belleza del más hermoso de los hijos de los hombres, alegrándoos de su amistad,
interpretando sus sentimientos, simpar tizando con las alegrías y tristezas de su Corazón...
¿Hemos de examinar nuestra conciencia? Ciertamente; pero no convirtamos el examen en un
continuo regañar y atormentar nuestra alma, cosa bien poco recomendable, como nos Jo enseña una
larga experiencia. Dejemos en su lugar, que Jesús nos mire con sus divinos ojos; mirémonos a
nosotros mismos a través de esos ojos suyos; veamos la alegría que le causamos, para animarnos; la
tristeza, para nuestra contrición confiada; la sonrisa que brota de su faz al vernos en su presencia, o
el entristecido dolor de compasión que le causamos... y, cosa extraña sería que esta constante vista
de Jesús no produjese un efecto perdurable.
P. A. Goodier, S. J., Arzobispo de Bombay, Un mejor camino de santidad, págs. 36-37.
13 bis Cuáles son los buenos deseos que merecen premio y cuáles son los inútiles
Hay dos clases de buenos deseos; una, es de aquellos deseos cjue aumentan la gracia y la gloria
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de los siervos de Dios; otra, es de aquellos que no obran nada. Les de la primera clase se expresan
así: Desearía, por ejemplo, dar limosna; pero no la doy porque no tongo con qué; y estos deseos
acrecen en gran manera la caridad y santifican al alma. De esta manera, las almas piadosas desean
el martirio, Jos oprobios y la cruz, cosas que sin embargo ellas no pueden obtener. Los deseos de la
segunda clase se expresan así: Desearía dar limosna pero no la quiero dar; y estos deseos no son
pecado por imposibilidad sino por cobardía, tibieza y falta de valor; por esto son inútiles y no
santifican en absoluto el alma, y no dan ninr gún aumento de gracia; y estos son los deseos de los
cuales dice San Bernardo, que está lleno el infierno.
La vxaie et solide piété. Expliquée par Saint Frangois de Sales. I part. cap. 2.
14. Que no se debe omitir la Comunión cuando se han cometido faltas ligeras
Rogaba la Santa por una persona que se había abstenido de la santa Comunión por el temor de
escandalizar a los que la hubieren visto comulgar. El Señor le respondió con una comparación;
Cuando uno nota una mancha en sus manos, las lava en seguida. Entonces no solamente ha
desaparecido la mancha, sino que las manos enteras han quedado más limpias. Es lo que sucede
algunas veces a mis elegidos: permito que caigan en faltas ligeras a fin de que su arrepentimiento y
su humildad los hagan más agradables a mis ojos. Pero los hay que contrarían este designio de mi
Amor, no apreciando bastante la belleza interior que se adquiere por la penitencia y hace agradable
a mis ojos, y buscan una rectitud enteramente exterior, únicamente basada en el' juicio de los
hombres. Esto sucede cuando ellos se privan de la inmensa gracia que les aporta la Sagrada
Comunión, por el temor de ser censurados por aquellos que han sido testigos de sus ligeras faltas y
no han visto el arrepentimiento que las ha lavado.
Revelaciones de Sta. Gertrudis,, 1. III, c. 18.
15. Confianza en el deseo perseverante
Que el principiante en el arte espiritual se ejercite cada día de la manera dicha en la unión divina;
que se esfuerce sin cesar en coloquios interiores y amorosos deseos de unirse a Dios; que persevere
con constancia en la abnegación y en la mortificación; sin que ni las caídas frecuentes, ni las
innumerables divagaciones del espíritu le hagan abandonar su santa resolución; él llegará con
certeza a la perfección y a la unión mistica, si no en su vida, al morir. Y si no hubiere llegado a ella
en este momento supremo, la obtendrá después. Porque en el Cielo su felicidad será más o menos
perfecta, según que en la tierra sus deseos y su aspiración a la perfección hayan sido mas o menos
intensos. Efectivamente, Dios reserva a las santas aspiraciones una eterna recompensa, aun en el
caso de que durante su peregrinación terrestre no hubiere conseguido jamás su objeto.
Ven. L. Blosio, Directorio espiritual, c. 1-2.
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deleitoso.
Venerable L. Blosio, Espejo del alma, c. VII.
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sea grande, sea pequeña, aun cuando la hubieses cometido más de mil veces en un día, y esto no
solamente empujado por la ocasión, sino de propósito deliberado.
Esta regla debes aplicarla sin excepción alguna. Y es que viéndote caído en algún pecado o
defecto no te detengas ni un momento en inquietarte, ni en perturbarte, ni fantasear sin fin en ello.
Al contrario, tan pronto como te habrás apercibido de lo que has hecho, considera tu flaqueza con
humildad y confianza, y al mismo tiempo dirige tu mirada a Dios con grande amor. Y dile de
corazón o de palabra la siguiente plegaria:
“Señor, he pecado, y de mí no se podía esperar más que estas faltas y otras todavía. Yo no daría
un solo paso- sin caer, si me abandonarais a mí mismo. También os doy infinitas gracias por
haberme concedido el arrepentimiento. Me pesa de haber pecado contra Vos. Os suplico que me
perdonéis y me deis la gracia de jamás ofenderos y de volverme vuestra amistad.”
Terminada esta plegaria no pierdas el tiempo en afligirte de nuevo; ni te preguntes ya más si Dios
te ha perdonado. Antes bien descansa en la buena, voluntad de que Dios está animado hacia ti.
Prosigue tus prácticas ordinarias de devoción y tus ejercicios acostumbrados de la misma manera, y
con la misma calma que si no hubiese caído en defecto alguno.
Bonilla. La paz del alma, cap. XIV.
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