Leyendas de Loja
Leyendas de Loja
Leyendas de Loja
Hace varios años vivía en la ciudad de Loja, el joven Andrés González el cual en sus tiempos mozos estaba prendado
de una jovencita que era muy hermosa, a quien todas las noches la visitaba en su morada.
La historia cuenta que el galán tenía que recorrer un largo camino y atravesar un corrientoso río para luego pasar por
una casa abandonada con el fin de llegar a casa de la jovencita.
Un día como cualquiera, Andrés se encontraba camino a visitar a su amada y en el momento en el que llegaba a aquella
casa abandonada sintió temor debido a que escuchó un fuerte bramido parecido al de un toro furioso, el muchacho
muy asustado se dirigió al lugar donde procedían los ruidos. Al llegar al lugar se llevó tremenda sorpresa ya que al
animal expulsaba espuma por su nariz y al verlo al mismo tiempo le arrojó varias monedas de oro a los pies de aquel
joven quien presuroso las recogió y las puso a buen recaudo. Prosiguió a su lugar de destino, pero no pudo cumplir su
meta porque durante el trayecto se sintió mal hasta tal punto de desplomarse y quedarse profundamente dormido.
Cuando despertó ya había amanecido y se dirigió camino a casa donde vivía con sus padres.Pero antes de regresar,
en la mitad del camino se encontró con un viejo amigo comentándole acerca de lo que le había sucedido la noche
anterior, quien le respondió que él conocía aquella historia y que se trataba de algo diabólico.
Este viejo amigo le comentó que aquel que cogía las monedas de oro tenía una maldición que se trataba de despilfarrar
todo ese dinero en vicios, mujeres y disfrutar al máximo la fortuna, y luego de algunos años morir pobre y abandonado.
Todo lo expuesto por su amigo se hizo realidad en aquel hombre que inconscientemente tomó las monedas ignorando
que aquellas monedas en efecto le traerían consecuencias muy graves a su vida pues la maldición se cumplió al pie de
la letra.
Andrés se hizo millonario, sin embargo; gastó todo su dinero en vicios que con el tiempo lo llevaron a morir pobre y
abandonado.
En una época antigua una epidemia se apodero de la ciudad de Loja, la lepra, todos aquellos que la padecían eran
aislados en el hospital San Juan de Dios. Los médicos que los atendían tomaban todas las precauciones posibles aunque
casi nadie quería trabajar allí por el temor a contagiarse de dicha enfermedad, a excepción de las personas en
circunstancias desesperadas lo cual los obligaba a trabajaren aquel lugar, tal fue el caso de Luz Marina a quién sus
padres echaron de su casa por cometer un pecado de amor, por tal motivo salió del campo a la ciudad con su hija
recién nacida para que la sanaran, como Luz Marina no tenía en donde quedarse las hermanas de la caridad le
ofrecieron que trabajase en el aislado, Luz Marina aceptó quedarse y vivió para siempre allí con su hija quien ya curada
recibió instrucción primaria y se capacitó para desempeñarse como enfermera.
A los 26 años Ana María era muy alegre, cumplía con sus obligaciones y luego salia a divertirse con sus amigos por los
terrenos de la parte posterior del edificio, donde se extendía una colina llena de eucaliptos y remataba en una cima
cortada a pico sobre el camino que más tarde empataría con los caminos de casería de Borja y Belén. Desde la cima
hasta el camino había una altura de al menos 50 metros y por un estrecho sendero oblicuo sobre el farallón transitaban
solo chivos y cabras que se alimentaban de la poca vegetación. Pero por ahí pasaba Ana María todos los días luego del
almuerzo, muy alegre por el placer de estirar sus ágiles piernas y desafiar el peligro. En uno de sus paseos Ana María
se encontró con Luis Felipe un joven que estudiaba derecho, con tal solo verse se amaron, no necesitaron hablarse con
tan solo mirarse supieron que estarían siempre juntos. Su amor era casto y puro, llevaban ya casi dos años de amarse
con locura reuniéndose en aquel solitario camino. Cuando murió Luz Marina por la lepra Ana María se quedó sin
familiares, pero con el gran amor de su vida a su lado. Tenían grandes planes pero un gran obstáculo se atravesó en
su camino. Un día Ana María luego del almuerzo arreglaba sus uñas en la ventana, sintió que su uña estaba desprendida
sin causarle ningún dolor. Ana María temía estar contagiada pero tras unos estudios se lo confirmaron, tenía lepra,
desesperada corrió hacia el camino en donde tendría su cita, Felipe aún no llegaba. Ana María busco en su delantal
una libreta en donde le escribió a Felipe que la perdonara por el dolor que le causaría y diciéndole que lo esperaría en
la eternidad, luego colocó en papel en su delantal mostrando parte de el para que sea visible y tomó varias cabuyas e
hizo una soga con la cual se subió a un árbol, la amarró a su cuello y se lanzó al vacío. Felipe al llegar y ver a su amada
en esas condiciones dio un gritó desesperado, trato de ayudarla pero era demasiado tarde. Hizo las mismas trenzas de
cabuya, las unió entre sí y amarró el de un extremo a su cuello y el otro a la rama del árbol del cual colgaba el amor de
su vida. Así se encontraron los dos cuerpos, desde ese entonces se lo llamo "El camino de los Ahorcados", casi nadie
se atrevía a transitar por aquella zona ya que se decía que en las noches se veía un bulto blanco y dos fantasmas que
corrían y jugaban por este camino hasta el amanecer.
Un grupo de caballeros lojanos se encontraba en horas de la noche tomando en una cantina, ubicada en la calle Bolívar,
cerca de la Plaza de la Independencia de San Sebastián. Ellos escuchaban que un vehículo subía a toda velocidad y
parecía tener las ruedas de palo.
Los trasnochadores al escuchar el tremendo ruido dejaron sus botellas y vasos para ir a observar que es lo que sucedía.
Se sorprendieron al ver un carro negro, que parecía carroza fúnebre, que estaba rodeado de velas de colores que
arrojaba una luz fosforescente. Además, un cofre mortuorio que iluminaba al conductor que estaba vestido de negro
y parecía arrojar fuego de su rostro.
A los clientes de la cantina se les quitó hasta la borrachera al ver tremendo espectáculo. Uno de ellos se desmayó,
botaba espuma por la boca y perdió el conocimiento. Al día siguiente la noticia se regó en el pueblo.
Nadie ponía en tela de duda que era el diablo que venía en su carro hasta Loja para llevarse en cuerpo y alma a los que
habían muerto en pecado mortal.
Luego de ello, se estableció una costumbre entre los lojanos de acompañar a los difuntos durante las 24 horas del día
hasta el sepelio, sin fallar ningún solo minuto, y rezando para ahuyentar a Satanás para que no llegara en su fatídico
carro a llevarse a los muertos antes de recibir cristiana sepultura.
Algunas personas no creían en fantasmas, peor en el diablo, y adoptaron llamarse los liberales, quienes desafiaron a
aquella creencia y se reunieron para libar en la misma cantina de la esquina y afrontar aquel hecho sobrenatural.
A las 19:00 estuvieron instalados en una mesa con licor, mientras una guitarra entonaba pasillos. El silencio fue
evidente cuando sonaron las 12 campanadas de la torre de la iglesia de San Sebastián. De pronto se escuchó el alboroto
de aquel carro que hacía sonar sus ruedas de palo sobre la calle Bolívar. Cada vez se acercaba más.
De repente el “auto del diablo” se detuvo frente a la cantina. Vino una ráfaga de viento, abrió las puertas y apagó las
velas que iluminaban el sitio. Las ceras fueron cambiadas con aquellas que estaban dentro de la carroza y que arrojaban
una luz resplandeciente de diversos colores. La incredulidad y valentía de los jóvenes liberales se esfumó de un
momento a otro y enseguida salieron en precipitada carrera, muy asustados, junto a los dueños del local, en busca de
un refugio.
Lo curioso del caso es que al otro día se reunió la comunidad para dirigirse a la cantina, con el fin de inspeccionar la
calidad de velas dejadas allí la noche anterior, pero para esa hora no existía ninguna vela, sino unos largos huesos que
correspondían a un muerto.
Autoridades eclesiásticas recogieron los restos humanos, luego de echar agua bendita sobre el sitio y en devota
procesión con el pueblo los enterraron en el cementerio. Desde aquel día no se volvió a ver ni a escuchar sobre este
famoso carruaje fúnebre.
EL MUERTO DEL CONFESIONARIO
Parte de historia, parte de tradición, veamos lo que nos han contado acerca de un hombre que después de muerto
acudió a un confesionario.
En los albores del siglo XX era párroco de San Sebastián un sacerdote ilustre, sabio y virtuoso: el Dr Eliseo Alvarez quien
recorrió campos y poblados recogiendo limosnas para la edificación de la actual iglesia de San Sebastián y por lo tanto
a él se debe la realización de esa obra así como la instauración de la feria religioso comercial del 8 de diciembre,
aniversario de la Fundación de Loja.
En los mejores años de esta feria dicen que fue igual o mejor que la del 8 de septiembre, pero decayó notablemente
desde el saqueo ocurrido en 1906 que se conoce con el nombre de “Saqueo del Ocho” por haber ocurrido en 8 de
diciembre del citado año.
Y aunque cueste creerlo dicen que dicho saqueo se realizó por orden de un alta autoridad que, apremiaba porque no
llegaban las cuotas del gobierno para el rancho (comida de los soldados) que servían al ejército acantonado en esta
plaza, en vez de acudir a medios lícitos e inclusive a la filantropía de nuestra sociedad que siempre dio muestras de
magnanimidad, ordenó a la soldadesca que procediera a “saquear la ciudad por el lapso de dos horas”.
Como es fácil de imaginar, aquella tropa hambrienta prácticamente se desbocó y arrasó la ciudad tanto en el aspecto
material como moral, de modo que después de ese atrevido crimen lo único que le faltó a Loja fue arder igual que
Roma en tiempos de Nerón para que así se lave y se purifique tanta miseria, pues los soldados no sólo robaron todo
lo que pudieron, especialmente en las casas de las familias más acomodadas, sino que muchas mujeres fueron violadas
y casi toda la gente ultrajada de una u otra manera.
Por no con poca razón la voz de Loja se levantó altiva y pidió todo el rigor del castigo especialmente para la autoridad
que dio esa orden fatídica. Pero el mal ya quedó hecho y la que anteriormente fue una gran feria religioso-comercial,
como se dijo antes, después del saqueo quedó convertida en un asombra de lo que fue.
Lo narrado anteriormente pertenece al campo de la historia. Veamos ahora lo que nos cuenta la tradición y que la
gente asegura fue un hecho verídico que ocurrió algunos años después del “Saqueo del Ocho”.
Cuando el presbítero Dr. Eliseo Alvarez envejeció, perdió la vista y se quedó casi ciego, de modo que ya no podía
trabajar y pasaba la mayor parte en la iglesia de San Sebastián ya sea orando delante del altar o sentado en el
confesionario aliviando la conciencia de los fieles, de modo que allí lo encontraban a toda hora del día e inclusive la
noche entera del jueves santo feche especial a la que hoy concurren la mayor parte de los fieles católicos para borrar
sus pecados mediante el Sacramento de la Penitencia.
Y fue precisamente en la noche de un Jueves Santo cuando ocurrió lo inesperado. Faltaban pocos minutos para las
doce de la noche cuando salió en último penitente que se había reconciliado con Dios y el sacerdote iba a levantarse
del confesionario porque creyó que ya no había más personas a quienes prestarles su ayuda espiritual cuando escuchó
una voz desde el otro lado de la rejilla del confesionario, la cual le dijo:
Yo soy un alma de la otra vida. Un hombre que murió hace tiempo sin poder confesarse y especialmente sin poder
arreglar un grave asunto de conciencia…
¿Y ahora que es lo que desea?
Nadie supo que le dijo el muerto al sacerdote, pero en cambio trascendió en los medios eclesiásticos y luego en toda
la ciudad que al día siguiente fue el Dr. Eliseo Alvarez a consultarle al señor obispo el grave asunto que le había
planteado esa alma de la otra vida y cuya respuesta debí llevarle esa misma noche a las 24 horas al confesionario de
la iglesia.
Después de cenar fue el santo sacerdote a sentarse en el confesionario y al sonar las campanadas de la media noche
oyó la voz del mueto que le decía.
Señor Obispo?
¡Si!
Comenzó el sacerdote a rezar en latín las palabras que rompen las cadenas del pecado y cuando terminó sintió que ya
nadie estaba en la iglesia.
Nadie respondió.
Entonces salió del confesionario y tomando su bastoncillo de no vidente, fue arrastrando los pies hasta llegar a la
Sacristía, en donde tocó la campanilla para que acudiera alguien a llevarlo hasta su habitación en el Convento.
A poco de este extraño suceso y agobiado por la edad y por las emociones que le causó haber confesado a un muerto,
falleció el Dr. Eliseo Alvarez y todos dijeron que fue un santo y un gran patriota, motivo por el cual su esclarecido
nombre con justicia fue puesto a una prestigiosa escuela lojana.
EL TESORO DE QUINARA
Quinara es un poblado ubicado a 50 kilómetros de la ciudad de Loja, se cuenta que el botín por el rescate de Atahualpa
aún se encuentra en la viejas haciendas de esta zona.
Todo comienza cuando Francisco Pizarro, teniendo cautivo a Atahualpa, pidió por el un aposento llenos de oro hasta
la máxima altura del Inca y todavía un brazo levantado, los indios que apreciaban más la liberta de su líder que el oro,
rápidamente reunieron todo el oros del imperio inca y lo acomodaron en fardos, con el peso que un inca puede
soportar, se dice que una larga caravana de siete mil indios con aquel precioso metal, listos para reclamar la liberación
de Atahualpa, partieron rápidamente y al llegar al Valle de Piscobamba, recibieron la trágica noticia de la muerte de
Atahualpa en manos de Francisco Pizarro, entonces el jefe de la expedición “Quinara” tomo la resolución de jamás
entregarle el oro, por semejante crimen cometido.
Para esto en el lugar más apartado que encontraron realizaron en una distancia calculada, realizaron un inmenso
agujero, donde enterraron los siete mil fardos de oro, después la sellaron con amargasa amarilla, sobre piedras y
finalmente tierra. Después se alejaron lo suficiente hasta escuchar una quipa (corneta indígena), en ese lugar pusieron
un Mascaron que se dice que la gran nariz de su rostro apunta al “tesoro de quinara”.
Hicieron esto debido a que ellos albergaban la esperanza de que algún día los invasores se marcharían, dejándolos en
Paz, con el tiempo poco a poco se fue olvidando cierto acontecimiento, debido a que nadie hispano visitaba el valle se
Piscobamba pero un día cierto lego jesuita llego con todo el ánimo de encontrar algo, pero nunca se atrevió a hablar
por si acaso las moscas, así se quedó solitario y mudo y antes de morir decidió contar a algunos piadosos cristianos
que uno de los indios que caraba uno fardo de oro se había quedado en el colegio de jesuitas de Lima hasta muy
avanzada edad y que a punto de morir le había escrito u croquis del sitio de entierro, esto dejo perplejos a los
piscobambas, y así murió el jesuita.
Desde entonces varias personas han buscado el tesoro, pero el más nombrado fue el de Antonio Sánchez de Orellana,
que se dice encontró el bello metal tras el desprendimiento de la tierra, y que enseguida dispuso a comprar el
marquesado con algunos gramos de Oro, pero los pobres lojanos, realizaron un razonamiento “Si el Márquez Antonio
Sánchez trajo 120 mulas cargadas de oro, pero si eran 7000 indios con lo que más podían cargar, así que el resto del
tesoro sigue estando ahí”.
Y con este pensamiento marcharon en expediciones, varios empíricos, fueron en busca del tesoro sin impórtales
romper cualquier piedra en el proceso, así pues después de tanto escavar llegaron al mascaron de piedra, entonces
alegres creyendo que habían encontrado el tesoro, echaron a rodar el pobre mascaron y cavaron cada quien por su
lado, estallaron de euforia al encontrar la quipa, y hubiesen seguido así cavando si rumbo de no haber sido por alguien
que seguramente les recordó las palabras del humilde jesuita “ en línea recta de donde apunte el mascaron” entonces
se preguntaron varios cosas pero no lograron responder ninguna, después empezaron a dar ideas cada una más
descabellada que la anterior, y finalmente comenzaron a pelear, cundo terminaron todos estaban confundidos cada
quien había echado la culpa a otro, así que todos se retiraron con unas rocas para no quedar mal. Así es como se perdió
tanto el tesoro como el mascaron, ojala algún día se sepa dónde están.