El Caballero Carmelo Un Día
El Caballero Carmelo Un Día
El Caballero Carmelo Un Día
dirección a la casa.
-¡Roberto! ¡Roberto!
estaba la alforja rebosante; sacaba él, uno a uno, los objetos que
traía y los iba entregando a cada uno de nosotros. ¡Qué cosas tan
blanco, tejas rellenas, y una traba de gallo con los colores blanco y
entregárnoslo:
-Nada...
-¡El Carmelo!
A poco volvió éste con una jaula y sacó de ella un gallo, que,
estentóreamente:
-¡Cocorocóoooo! ...
II
sus mohosos goznes; oíase el canto del gallo que era contestado a
dirección a la casa.
-¡Roberto! ¡Roberto!
estaba la alforja rebosante; sacaba él, uno a uno, los objetos que
traía y los iba entregando a cada uno de nosotros. ¡Qué cosas tan
blanco, tejas rellenas, y una traba de gallo con los colores blanco y
entregárnoslo:
-Nada...
-¡El Carmelo!
A poco volvió éste con una jaula y sacó de ella un gallo, que,
estentóreamente:
-¡Cocorocóoooo! ...
II
sus mohosos goznes; oíase el canto del gallo que era contestado a
que llegaba todos los días, a la misma hora, con el pan calentito
que llegaba todos los días, a la misma hora, con el pan calentito
y apetitoso, montado en su burro, detrás de los dos "capachos"
nuestra limitada vajilla.traba de gallo con los colores blanco y rojo. Todos recibíamos el
obsequio, y él iba diciendo al entregárnoslo: -Para mamá... para Rosa... para Jesús...
para Héctor... -¿Y para papá? -le interrogamos, cuando terminó: -Nada... -¿Cómo?
¿Nada para papá? ... Sonrió el amado, llamó al sirviente y le dijo: -¡El Carmelo! A poco
volvió éste con una jaula y sacó de ella un gallo, que, ya libre, estiró sus cansados
miembros, agitó las alas y cantó estentóreamente: -¡Cocorocóoooo! ... -¡Para papá! -dijo
mi hermano. Así entró en nuestra casa este amigo íntimo de nuestra infancia ya pasada,
a quien acaeciera historia digna de relato, cuya memoria perdura aún en nuestro hogar
como una sombra alada y triste: el Caballero Carmelo. II Amanecía, en Pisco,
alegremente. A la agonía de las sombras nocturnas, en el frescor del alba, en el radiante
despertar del día, sentíamos los pasos de mi madre en el comedor, preparando el café
para papá. Marchábase éste a la oficina. Despertaba ella a la criada, chirriaba la puerta
de la calle con sus mohosos goznes; oíase el canto del gallo que era contestado a
intervalos por todos los de la vecindad; sentíase el ruido del mar, el frescor de la
mañana, la alegría sana de la vida. Después mi madre venía a nosotros, nos hacía rezar,
arrodillados en la cama con nuestras blancas camisas de dormir; vestíanos luego, y, al
concluir nuestro tocado, se anunciaba a lo lejos la voz del panadero. Llegaba éste a la
puerta y saludaba. Era un viejo dulce y bueno, y hacía muchos años, al decir de mi
madre, que llegaba todos los días, a la misma hora, con el pan calentito y apetitoso,
montado en su burro, detrás de los dos "capachos" de cuero, repletos de toda clase de
pan: hogazas, pan francés, pan de mantecado, rosquillas... Madre escogía el que
habíamos de tomar y mi hermana Jesús lo recibía en el cesto. Marchábase el viejo, y
nosotros, dejando la provisión sobre la mesa del comedor, cubierta de hule brillante,
íbamos a dar de comer a los animales. Cogíamos las mazorcas de apretados dientes, las
desgranábamos en un cesto y entrábamos al corral donde los animales nos rodeaban.
Volaban las palomas, picoteábanse las gallinas por el grano, y entre ellas, escabullíanse
los conejos. Después de su frugal comida, hacían grupo alrededor nuestro. Venía hasta
nosotros la cabra refregando su cabeza en nuestras piernas; piaban los pollitos;
tímidamente se acercaban los conejos blancos, con sus largas orejas, sus redondos ojos
brillantes y su boca de niña presumida; los patitos, recién "sacados", amarillos como
yema de huevo, trepaban en un panto de agua; cantaba, desde su rincón, entrabado, el
Carrnelo, y el pavo, siempre orgulloso, alharaquero y antipático, hacía por desdeñarnos,
mientras los patos, balanceándose como dueñas gordas, hacían, por lo bajo, comentarios
sobre la actitud poco gentil del petulante. Aquel día, mientras contemplábamos a los
discretos animales, escapóse del corral el Pelado, un pollón sin plumas, que parecía uno
de aquellos jóvenes de diez y siete años, flacos y golosos. Pero el Pelado, a más de eso,
era pendenciero y escandaloso, y aquel día, mientras la paz era en el corral y los otros
comían el modesto grano, él, en pos de mejores viandas, habíase encaramado en la mesa
del comedor y roto varias piezas de nuestra limitada vajilla.