La Casa en El Limite - William Hope Hodgson PDF

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originalmente en 1908, «La casa en el límite» es la obra maestra


del escritor británico William Hope Hodgson, y uno de los libros mas
importantes e influyentes del género de horror sobrenatural de todos los
tiempos. El mismísimo H. P. Lovecraft escribió sobre el libro de Hodgson en
su célebre ensayo Supernatural Horror in Literature, y debió reconocer en el
autor de esta páginas alucinantes una especie de alma gemela. la presente
edición ofrece una nueva traducción, un jugoso prólogo y notas textuales del
especialista Jesús Jiménez Varea.
Dos amigos van de vacaciones a Kraighten, una diminuta aldea situada en la
parte occidental de Irlanda. Explorando aquella zona yerma, despoblada, la
pareja llega hasta el umbrío caos de lo que en tiempos pretéritos debió ser un
jardín y, más tarde, descubren los restos de un edificio construido en el borde
de un abismo con forma de cráter. Al hurgar entre el montón de escombros,
hallan un libro estropeado por las piedras. Cuando comienzan a leerlo, este
resulta ser el diario de un hombre viejo, de identidad desconocida, que vivía
solo en la antigua casa con su hermana y su perro. Se trata del extraño e
inverosímil relato de «La casa en el límite». Y por él sabrán de la caverna que
existe bajo la casa, de los monstruosos seres porcinos que habitan más adentro
y de las planicies desoladas que se esconden en otra dimensión, más allá del
espacio-tiempo, a la que es transportado en una espantosa visión el
infortunado narrador del diario.

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William Hope Hodgson

La casa en el límite
ePub r1.0
Titivillus 26-04-2019

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Título original: The House on the Borderland
William Hope Hodgson, 1908
Traducción: Jesús Jiménez Varea

Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1

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William Hope Hodgson

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INTRODUCCIÓN

Podría decirse a estas alturas, cuando se plantea la ocasión de hablar de la


figura de William Hope Hodgson, que se trata de un ilustre desconocido y que
su novela La casa en el límite (The House on the Borderland) es un secreto a
voces. Durante décadas, en prólogos y textos de estudiosos y admiradores, se
ha convertido en un tópico referirse a Hodgson en términos de reivindicación
de un autor prácticamente olvidado cuya obra merecería un lugar más
destacado tanto en la historia de la literatura fantástica como en la memoria de
los seguidores de estas lecturas. No obstante, a fuerza de reclamarlo, este
escritor inglés se ha convertido ya en una referencia imprescindible a la hora
de trazar la evolución de este macrogénero, así como de disfrutar de algunas
de las experiencias lectoras más peculiares que jamás se hayan plasmado
sobre unas páginas. Tal vez la consagración de tal estatus pudiera venir
simbolizada por la publicación del volumen William Hope Hodgson: Voices
from the Borderland (2014), que reúne una colección de textos en torno a su
vida y su obra. Precisamente, el mencionado libro se abre con la siguiente
declaración de uno de los máximos especialistas en el tema, Sam Gafford:
«Han hecho falta casi cien años, pero por fin William Hope Hodgson está
empezando a ganarse un poco de respeto»[1].
La breve pero interesante vida de William Hope Hodgson comenzó el 15
de noviembre de 1877 en la iglesia de Wethersfield en Blakemore End, un
pueblo del condado inglés de Essex. Sus padres eran Samuel Hodgson, el
pastor anglicano a cargo de dicha parroquia, y su esposa, Lizzie Sarah, con
quien se había casado un par de años antes. Hope, como le conocían sus
íntimos, fue el segundo de una numerosa prole que llegaría a sumar un total
de doce hermanos, si bien tres de ellos fallecieron siendo todavía niños. Los
sucesivos cambios de destino del padre en su condición de religioso hicieron
que toda la familia se mudase frecuentemente durante los años siguientes a
distintos puntos de las islas británicas, incluida la localidad irlandesa de

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Ardrahan en el condado de Galway, a la que fue enviado como misionero en
1887. Las gentes y los paisajes de la zona impresionaron al joven Hope, pues
sería en esa zona donde situase la acción terrenal —aspecto este en el que hay
que hacer hincapié pues, por lo demás, los cruciales acontecimientos de
naturaleza astral o espiritual experimentados por el protagonista trascienden
las barreras de tiempo y espacio— de la novela que nos ocupa, La casa en el
límite.
Según sus biógrafos, Hope mantuvo una relación conflictiva con su padre
que tal vez contribuyó a reforzar su obsesión por huir para hacerse a la mar,
un deseo que trató de hacer realidad sin éxito en varias ocasiones antes de
terminar su formación escolar. En su introducción a una adaptación a
historieta de La casa en el límite, el célebre guionista Alan Moore especulaba
sobre cuáles podían ser las condiciones de vida en el hogar de los Hodgson en
los siguientes términos: «las tensiones y privaciones que existían en una
familia rústica y empobrecida de este periodo no son fáciles de imaginar.
Evidentemente, a la edad de catorce años, Hodgson sentía la necesidad de
romper con sus orígenes»[2]. Efectivamente, el 28 de agosto de 1891 el joven
Hodgson partió del hogar familiar para enrolarse con éxito como grumete en
un barco de la compañía naviera Shaw & Savill gracias a la mediación de un
tío suyo. De este modo comenzó una carrera en la marina mercante que se
extendería a lo largo de ocho años, en el curso de los cuales tendría
oportunidad de dar varias veces la vuelta al mundo, así como de conocer unas
facetas de la vida a bordo de un barco mucho menos amables que las que
probablemente había concebido en sus ensoñaciones infantiles. De nuevo,
Moore aventura que el joven Hodgson se encontró con «unas condiciones que
debieron de hacer que su anterior vida de hacinamiento con su familia
pareciese un idilio en comparación»[3]. Aquellos años surcando mares y
océanos marcaron profundamente al futuro autor en muchos sentidos, que se
reflejaron en gran medida en sus posteriores escritos ya fueran de ficción o
no. De hecho, en uno de sus textos publicados dentro de esta segunda
categoría, explícitamente titulado «Is the Mercantile Navy Worth Joining?»
(1905), respondía a dicho interrogante haciendo un balance que no dejaba
lugar alguno a duda sobre cuánto había aborrecido aquella experiencia:

¿Por qué no estoy en el mar?


No estoy en el mar porque me opongo a los malos tratos, a la mala comida, a los malos
salarios y a unas expectativas aún peores. No estoy en el mar porque descubrí muy pronto que
es una vida incómoda, agotadora e ingrata —una vida consistente en una penuria y una
sordidez tales que la gente que vive en tierra apenas puede concebirlas—. No estoy en el mar

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porque me disgusta ser un peón [de un juego] que tiene el mar por tablero y a los dueños de los
barcos como jugadores[4].

Cabría preguntarse entonces por qué llegó a permanecer casi una década
soportando tal suplicio y probablemente haya que localizar la respuesta en el
hecho de que su padre falleció de un cáncer de garganta al año siguiente de
que se embarcase por primera vez, de tal modo que quizá hubo de contribuir a
mantener a su familia o, por lo menos, evitó así ser una boca más que
alimentar. Por otra parte, resulta especialmente interesante el rechazo a ser un
mero peón que da fin a la cita anterior porque sugiere la lucha del individuo
ante condiciones extraordinarias que puede encontrarse en buena parte de la
ficción de Hodgson, como es el caso de La casa en el límite. En ese sentido,
en algunos de sus textos de carácter documental sobre la vida en el mar se
encuentran pasajes cuya expresión guarda una evidente afinidad estética con
la formulación de los asombrosos sucesos que presencia el protagonista de
esta novela. Eso ocurre, por ejemplo, con su siguiente retrato de la apariencia
del sol previa a la llegada de un ciclón: «un crepúsculo de una hermosura casi
indescriptible, en torno al cual me parecía advertir un brillo que no era
natural»[5]. Asimismo, abundan tanto en su prosa como en su poesía los
símiles, las metáforas y las alegorías relativas al océano, la navegación y los
diversos fenómenos y experiencias de los que fue testigo y partícipe según los
casos. Por eso se ha observado en cuanto a sus incursiones en el horror y la
fantasía, así como sobre esta novela en particular:

Los años de Hodgson en el mar influyeron muchísimo en su imaginación —todas las cosas
que había visto u oído en las noches de calma o mientras luchaba por su vida durante las
tormentas proporcionaron material para sus libros—. […] Está claro que Hodgson tomaba sus
visiones de estos momentos terroríficos en el mar, haciendo de La casa en el límite una
expresión muy personal de los horrores que nos rodean por todas partes […][6].

También es importante señalar que su detestado paso por la marinería


determinó otra constante de la vida de Hodgson: su dedicación al cultivo de la
musculación y al cuidado extremo de su salud física. Una vez más, se trató de
una reacción ante otro de los martirios a que se vio sometido, tal como
explicó más tarde en una supuesta entrevista que en realidad escribió él
mismo a modo de autopromoción:

Verá, me tuve que dedicar al desarrollo de mis músculos desde muy joven. Me hice a la mar
cuando tenía trece años y, como era un tipo pequeño y de físico ordinario, tuve la mala fortuna
de servir a las órdenes de un segundo de a bordo de la peor calaña posible. Era brutal y,
aunque puedo decir con franqueza que jamás le di motivo para ello, la tomó conmigo para

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maltratarme. Hizo mi vida tan desgraciada que acabé por reunir suficiente valor para vengarme
y fui a por él. Era exactamente igual que una pelea entre un mastín y un terrier, puesto que él
era poderoso y sabía cómo hacer daño. Por supuesto, recibí una paliza despiadada, pero
recuerdo lo orgulloso que me sentí al día siguiente, cuando tuve que comparecer ante el
capitán por insubordinación, al ver que le había dejado un encantador ojo morado.
Bueno, a partir de ese día tomé la determinación de dedicarme al desarrollo muscular,
trabajé muy duro y me formé en la cultura física, hasta que, al final de mis ocho años en la
mar, tenía la satisfacción de haberme convertido en lo que ahora puede ver[7].

No consta en parte alguna que Hodgson llegase a utilizar su poderío


contra el oficial que había abusado originalmente de él, pero, según uno de
sus biógrafos, la figura del fandom de la ciencia ficción Sam Moskowitz, el
rencor le acompañó durante el resto de su existencia: «Hay pruebas
suficientes de que una de las diversiones que más le deleitó a lo largo de su
vida fue vapulear a marineros hasta hacerles papilla ante la más mínima
provocación»[8]. Al margen de esta cruzada personal de revancha, la
exaltación del vigor físico se convirtió en un ingrediente esencial en la
trayectoria vital de Hodgson que le llevaría a desafiar sus propios límites en
numerosas ocasiones y, de hecho, probablemente contribuyó a que encontrase
la muerte demasiado pronto. Mucho antes, en 1899, cuando aún estaba en la
marina mercante, fue condecorado con una medalla de la Royal Humane
Society por haber salvado de los tiburones a un marinero que había caído por
la borda. La ficción de Hodgson también reflejaría con frecuencia la faceta
del autor como atleta y hombre de acción al relatar los esfuerzos físicos y las
proezas de los personajes en sus intentos de resistir y rechazar las amenazas
que se ciernen sobre ellos. Tales pasajes suelen gozar de gran eficacia
narrativa pese a hallarse en las antípodas de la incorporeidad intrínseca y la
pasiva impotencia de los viajes astrales y las visiones extraordinarias que son
algunos de los ingredientes más memorables de una obra como La casa en el
límite[9]. A este respecto, el representante del new weird China Mièville
comparaba los personajes de Hodgson con los de Lovecraft:

Esta muscularidad impregna su trabajo. A diferencia de los estudiosos afectados y los locos
gentiles de Lovecraft, los protagonistas de Hodgson son… bueno, fuertes. Un número
desproporcionado de ellos son marineros. El narrador de The Night Land se describe a sí
mismo como un atleta […] entregado a «Estudios y Ejercicios» (la simple idea de lo cual
podría haber atacado los nervios de Lovecraft más que una banda de Primordiales buscando
pelea). Incluso el héroe metido en años de La casa en el límite es un viejo duro de pelar. Todos
ellos demuestran una resistencia tenaz, si bien linda ocasionalmente con la imbecilidad[10].

En 1900, Hodgson abandonó definitivamente la marina y volvió a


instalarse en el hogar familiar, sito entonces en Blackburn, una localidad del

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condado inglés de Lancanshire que había sido el último destino de su difunto
padre. A finales de ese año, las terribles condiciones económicas en que se
encontraba la familia se vieron aliviadas por una herencia procedente del
recién fallecido abuelo paterno. Al mismo tiempo, Hodgson decidió amortizar
sus conocimientos de los procedimientos de musculación que tan buenos
resultados habían tenido sobre su propio cuerpo abriendo una escuela de
cultura física en Blackburn. Esta actividad también dio pie a que publicara su
primer texto, el artículo «Dr. Thomas’ Vibration Method versus Sandow’s»
(Sandow’s Magazine, 1901), al que seguirían otros relacionados con la misma
temática, algunos de ellos para promocionarse a sí mismo y a su escuela,
como la autoentrevista citada más arriba. La misma búsqueda de publicidad
condujo a hazañas como descender en bicicleta una empinada calle con
escalones[11] y, sobre todo, su sonado duelo con Houdini. El celebérrimo
escapista actuó en el Palace Theatre de Blackburn en octubre de 1902 y, como
había venido haciendo durante esa gira, anunció previamente en la prensa
local que entregaría una recompensa de veinticinco libras esterlinas a quien
fuera capaz de engrillarle con «sujeciones reglamentarias como las usadas por
la policía en Europa y Estados Unidos» de las que no pudiera zafarse[12]. En
esta ocasión, Hodgson recogió el guante y la función del día 24 en que tuvo
lugar el acontecimiento estuvo rodeada de una enorme expectación y
posteriormente de no menos controversia. Lo que parece claro es que
Hodgson, en virtud de su minucioso conocimiento de la anatomía humana,
inmovilizó a Houdini de tal modo que le hizo sufrir uno de los peores
momentos de su carrera como artista de la evasión[13].
En cualquier caso, la escuela de cultura física de Hodgson cerró al cabo de
un año, fecha a partir de la cual se concentró en su carrera como escritor,
ampliando su temática más allá de la musculación hacia su experiencia
náutica, a menudo en conjunción con su actividad como aventajado fotógrafo,
y progresivamente hacia la literatura. Corría el año 1904 y el panorama
editorial se hallaba inmerso ya en lo que se ha llegado a considerar la edad
dorada de las revistas compuestas por relatos de una gran diversidad de
géneros, tanto en Gran Bretaña como en Estados Unidos.

LOS CUENTOS DE HODGSON


Según un extenso ensayo biográfico por R. Alain Everts[14], Hodgson se
entregó a su carrera de escritor con tanto entusiasmo y dedicación como había

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abrazado la disciplina de la cultura física y la práctica de la fotografía.
Aprendió a mecanografiar y devoró cuanta literatura pudo encontrar sobre el
oficio literario y sobre ocultismo, así como toda la ficción de género
fantástico que estuvo a su alcance. Su trayectoria profesional en este último
terreno comenzó con la aparición de su cuento «The Goddess of Death» en las
páginas del número de abril de 1904 de The Royal Magazine, una publicación
periódica del magnate de la prensa Cyril Arthur Pearson, rival de George
Newnes, fundador de The Strand, conocida sobre todo por haber dado a
conocer al famosísimo Sherlock Holmes, de Arthur Conan Doyle.
Precisamente, a Newnes pertenecía The Grand Magazine, donde apareció
publicada la segunda historia de Hodgson, «A Tropical Horror» (junio de
1905). Es interesante considerar estas dos historias en su conjunto pues
determinan ya algunos de los parámetros dentro de los cuales se inscribe en
buena medida lo más recordado de la obra de Hodgson[15]. La primera
presenta una serie de asesinatos aparentemente cometidos por una estatua de
la diosa Kali que cobra vida, pero que resultan ser obra de un adorador de esta
deidad que se oculta en un pasadizo secreto bajo la efigie. Este tipo de
resoluciones mecanicistas, con frecuencia muy complejas, a una sucesión de
acontecimientos misteriosos que solo parecían poder achacarse a causas
sobrenaturales, caracterizaría a muchos otros relatos de Hodgson. Por su
parte, la segunda historia está firmemente emplazada en lo que había de
convertirse en el escenario predilecto de las ficciones de Hodgson: las
embarcaciones en alta mar y, por extensión, las islas y los ambientes
marineros. Además, «A Tropical Horror» presenta a la primera de las
criaturas monstruosas que habían de surgir de la pluma de este autor, en esta
ocasión en la forma poco definida de algo que se describe vagamente como
una colosal anguila provista de tentáculos que va acabando con toda la
tripulación de una embarcación, salvo el joven superviviente que relata la
terrorífica experiencia en primera persona.
Un tercer relato corto apareció en el número de febrero de 1906 de la
veterana y muy exitosa The Cornhill Magazine: «The Valley of the Lost
Children» es una conmovedora narración de carácter netamente fantástico en
la que los padres de un niño que acaba de fallecer se internan en el reino de
los muertos con la esperanza de recuperar a su hijo. La cuarta publicación de
Hodgson, «From the Tideless Sea», es interesante, para empezar, porque
supone su entrada directa en el mercado editorial estadounidense, pues está
incluida en el número de abril de 1906 de The Monthly Story Magazine,
conocida a partir del año siguiente como The Blue Book Magazine, que llegó

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a ser una de las cabeceras más populares del periodo de esplendor de los
pulps[16]. En cuanto al relato en sí, «From the Tideless Sea» constituye el
primero de los relatos de Hodgson que pueden incluirse en un grupo temático
muy definido en cuanto a que tiene lugar en un escenario determinado dentro
de su universo ficcional, su propia versión fantástica del Mar de los Sargazos,
transformado en un lugar infernal infestado de algas que atrapan a los barcos
que se aventuran en él y bajo cuya superficie habitan horripilantes criaturas
que buscan la destrucción de los desgraciados navegantes. El mismo Hodgson
reclamaba la originalidad de su creación en los siguientes términos: «Los
Sargazos de mis historias son mi propio y gozoso coto de caza. Yo lo he
inventado y tengo el derecho a cazar en él. Es verdad que ha habido otros
relatos de “algas”; pero no ha habido algo como el mundo de las algas que yo
he creado»[17]. El ciclo del Mar de los Sargazos consta de cinco relatos más,
repartidos a lo largo de años en varias revistas y terminado de publicar
después de la muerte de Hodgson[18], pero el ambiente náutico en general es
casi ubicuo en sus relatos cortos, ya fueran de horror, misterio, aventura o
incluso unos pocos de índole eminentemente sentimental.
Un segundo ciclo dentro de la obra de Hodgson está constituido por las
historias protagonizadas por Thomas Carnacki, el cazador de fantasmas. Este
personaje se inscribe en el linaje de los detectives psíquicos o investigadores
de lo oculto que cuenta como iniciadores a Harry Escott[19], de Fitz James
O’Brien, y sobre todo al doctor Martin Hesselius[20], creación del gran Joseph
Thomas Sheridan Le Fanu que inspiró al profesor Abraham van Helsing,
archienemigo de Drácula. Más cercano al personaje de Hodgson porque
surgió como consecuencia del éxito de Sherlock Holmes y acusa su influencia
es John Silence, nacido de la imaginación de otra figura fundamental de la
literatura de horror, Algernon Blackwood[21]. Un par de años después,
aparecieron prácticamente seguidas cinco historias de Carnacki en otros
tantos números consecutivos de la revista The Idler[22], que también revelan el
parentesco con la creación detectivesca de Arthur Conan Doyle en cuanto a la
enunciación de los relatos y ciertos rasgos de carácter del protagonista titular.
Al igual que Watson con Holmes, en la ficción de Carnacki es su buen amigo
Dodgson —un apellido evidentemente similar al del autor real— quien se
encarga de poner por escrito sus casos para la posteridad: invariablemente,
cada relato de este personaje viene enmarcado por una narrativa en que el
detective invita a cenar a un reducido círculo de cuatro íntimos en su
apartamento del número 472 de Cheyne Walk en el distrito londinense de
Chelsea; durante la sobremesa, entre humos de tabaco, les cuenta una de sus

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investigaciones; y, cuando concluye, despide a sus impresionados amigos con
cierta brusquedad para retirarse a descansar. La mayoría de las veces,
Carnacki es convocado a causa de fenómenos inexplicables que atormentan a
los habitantes de alguna vieja mansión: sonidos sin fuente aparente, puertas
que se abren y cierran por sí mismas, visiones aterradoras, etc. No siempre las
causas son genuinamente sobrenaturales, sino que, como señalábamos más
arriba, a veces responden a algún tipo de intriga humana, pero a menudo se
trata de fuerzas malignas que se introducen en este universo desde alguna
dimensión distinta con las peores intenciones. Sin embargo, cualquiera que
sea el caso, Carnacki procede con la misma meticulosidad, llevando a cabo
observaciones y mediciones con un gran despliegue de medios que pueden
ocuparle durante muchos días. Incluso cuando se enfrenta realmente a
ocurrencias de origen fantástico, las trata como fenómenos que responden a
algún tipo de leyes naturales, aun si no alcanza a comprenderlas plenamente.
A este respecto, el historiador de la ciencia ficción Mike Ashley ha afirmado:

Toda la ficción de [Hodgson] busca una explicación natural, a menudo científica, que acerca
su trabajo más a la ciencia ficción que a la fantasía, aunque la explicación no siempre es una
solución, de tal modo que queda la opción de lo sobrenatural[23].

En este sentido, el detective de Hodgson se vale de una variada gama de


accesorios que combina el ocultismo y la ciencia, tanto fantástica como real,
con particular predicción por: un tratado del siglo XIV llamado el Manuscrito
Sigsand que explica maneras de defenderse de los monstruos del mundo
exterior, como la Desconocida Última Línea del Ritual Saaamaaa; otro libro
igualmente imaginario, Experimentos con un médium, del Profesor Gardner, a
partir del cual Carnacki construye un pentáculo eléctrico que le permite
aislarse de las amenazas inmateriales contrarrestando las vibraciones emitidas
por esas entidades; y reflejando un interés real de Hodgson, la fotografía
también juega un papel fundamental en las investigaciones. Estos relatos más
un sexto, publicado un par de años más tarde[24], fueron recogidos en el libro
Carnacki the Ghost-Finder (Londres, Eveleigh Nash, 1913). Otra historia,
«The Haunted Jarvee», publicada en 1929, transcurridos más de diez años
desde la muerte de su autor, demuestra que ni siquiera Carnacki deja de pasar
por los escenarios marineros pues ha de embarcarse en la nave capitaneada
por un antiguo amigo suyo, donde se manifiestan unas aterradoras sombras
que incluso llegan a causar la muerte de algunos tripulantes. Las dos últimas
entregas conocidas de las andanzas de Carnacki debidas a Hodgson vieron la
luz en 1947: una de ellas, «The Find»[25], un caso de falsificación sin asomo

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de elementos sobrenaturales; y la otra, «The Hog»[26], un formidable ejemplo
de la capacidad de Hodgson para generar horror poniendo en juego algunos
elementos característicos de su universo particular, como el cerdo monstruoso
que da título al relato, y la exposición de una cosmología fantástica que puede
considerarse en conexión con los acontecimientos extraordinarios que ya
había presentado en La casa en el límite y otras de sus novelas, como
trataremos más adelante.
Pese a tener evidentes puntos de contacto con lo que sería más tarde la
obra de Lovecraft en cuanto a los libros inventados y los seres de otros planos
de existencia en lugar de los tradicionales demonios y fantasmas, el autor de
Providence consideraba los relatos de Carnacki como un exponente no
demasiado brillante de la obra de Hodgson:

En lo que atañe a calidad, está muy por debajo de los otros. Encontramos aquí la figura más o
menos convencional del «detective infalible» —descendiente de M. Dupin y Sherlock Holmes,
y pariente próximo del John Silence de Algernon Blackwood—, el cual se mueve en
escenarios y acontecimientos lamentablemente estropeados por una atmósfera de «ocultismo»
profesional. Sin embargo, hay unos pocos episodios que tienen innegable fuerza y destellos
fugaces del característico genio personal del autor[27].

En la misma línea, dentro de su serie de volúmenes dedicados a la historia


de los personajes que poblaron las páginas de los pulps de diversos géneros,
el especialista Robert Sampson dedica un capítulo a los investigadores de lo
sobrenatural y destaca el efecto anticlimático del marco narrativo constituido
por el relato de Carnacki a sus amigos, si bien concluye:

Pero a pesar del marco de la historia, a pesar del equipamiento pseudotécnico, a pesar de las
explicaciones incoherentes, a pesar de la espesa teatralidad de los horrores, la historia funciona
poderosamente. Es la sustancia de las pesadillas. Si tu inconsciente contiene el material
reprimido adecuado, las imágenes de Hodgson te producen un embarazoso desasosiego. De
alguna manera, apela directamente a esos elementos de rabia y miedo al castigo que se
ocultan, con diversa intensidad, bajo la luz diurna de nuestra mente consciente. Estas historias
te sacuden contra tu juicio. Comunican el miedo desde medio siglo de distancia y dejan en la
mente ecos persistentes y perturbadores[28].

Los otros tres ciclos de relatos cortos que pueden considerarse, entre
muchos independientes, dentro de la bibliografía de Hodgson están también
relacionados por el protagonismo de otros tantos personajes, todos ellos
directamente relacionados con las peripecias náuticas. En 1912 aparecieron
las dos únicas historias del Capitán Jat, un implacable cazatesoros que se hace
acompañar por un grumete, Pibby Tawles, al que no duda en amenazar y
maltratar físicamente, tal vez en recuerdo de las experiencias reales de

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Hodgson en la marina. En ambas aventuras, el argumento es muy similar: los
dos personajes se adentran en alguna isla movidos por la perspectiva de
hacerse con algunas riquezas protegidas por nativos de los que logran escapar
a duras penas. A falta de caracterización, esta trama sirve como pretexto para
la aventura con toques terroríficos, como mujeres salvajes con algunos rasgos
monstruosos —una de ellas parece tener pinzas como las de un cangrejo en
lugar de manos— que adoran a un extraño ser acuático. El siguiente personaje
recurrente de Hodgson, el Capitán Gault, fue el más popular de todos los que
creó a juzgar por el número de relatos protagonizados por él que llegó a
escribir y que vieron la luz[29]. En este caso se trata de un truhan de moral
ambigua dedicado sobre todo al contrabando y, como consecuencia de ello, a
burlar con rebuscadas tretas la vigilancia de los agentes de aduanas de
distintos puertos del mundo. No obstante, posee su propio código del honor
que incluye un particular sentimiento patriótico en la forma de una
pronunciada germanofobia compartida por su autor y natural teniendo en
cuenta que sus aventuras llegaron a aparecer iniciada ya la Primera Guerra
Mundial. Galante a la par que desconfiado de las mujeres, el Capitán Gault es
un individuo cultivado, intérprete de violín y flauta, aficionado a la buena
vida en general. Aunque en alguna ocasión se señala que está versado en las
materias del ocultismo, sus historias solo excepcionalmente presentan atisbos
de misterio y horror, tratándose de divertimentos ingeniosos que han hecho
que sea descrito como «Raffles en el mar»[30]. Finalmente, Hodgson aún creó
un tercer personaje náutico, D. C. O. Cargunka, cojo, pendenciero y émulo
risible de Lord Byron, al que empleó en dos historias de aventuras marcadas
eminentemente por el tono humorístico, con mucha acción y sin elementos
fantásticos[31].

LAS NOVELAS DE HODGSON


Hodgson se refería a sus relatos cortos como trabajos alimenticios (pot-
boilers), mientras que lo que realmente consideraba importante eran los textos
más extensos, esto es, sus cuatro novelas de género fantástico[32]. Aunque las
abordamos después del repaso a los cuentos para tratarlas con más
detenimiento, en particular La casa en el límite, que se presenta a
continuación, las novelas de Hodgson fueron publicadas relativamente pronto
en su carrera como autor profesional de ficción e incluso fueron escritas
mucho antes. A este respecto es importante destacar que el ya citado

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especialista Sam Gafford ha establecido, sobre todo a partir del examen de
cartas de Hodgson, que estos libros fueron escritos casi en orden inverso a la
secuencia cronológica en que fueron publicados[33]:

—The Boats of the Glen Carrig, Londres, Chapman & Hall, 1907. Es la
primera novela publicada, pero se trata de la cuarta y última escrita
por Hodgson, quien la terminó en septiembre de 1905.
—The House on the Borderland (La casa en el límite), Londres,
Chapman & Hall, 1908. Se trata de la segunda novela de Hodgson
tanto en el orden de publicación como en el de su composición, que
tuvo lugar en 1904.
—The Ghost Pirates, Londres, Stanley Paul & Co., 1909. También en
este caso coinciden —en el tercer lugar— las posiciones de
publicación y escritura, comprendida esta entre los años 1904 y
1905.
—The Night Land: A Love Tale, Londres, Eveleigh Nash, 1912. Por
sorprendente que pueda resultar, esta extensa epopeya fue la última
novela de Hodgson en ver la luz, pero la primera que escribió,
probablemente en 1903, cuando ni siquiera se había publicado su
primer cuento.

Esta revelación vuelve del revés por completo el entendimiento que hasta
ese momento se había planteado sobre la evolución de la carrera literaria de
Hodgson. Se solía pensar que había progresado desde relatos no exentos de
toques propios y originales pero relativamente convencionales como los que
trata en The Boats of the Glen Carrig para elevar después sus fantasías con las
otras tres novelas. Sin embargo, la realidad apunta a que, por difícil que
resulte de creer, dada su desmesura tanto en extensión —unas doscientas mil
palabras en inglés— como en su concepción y su proyección, Hodgson
comenzó por escribir The Night Land. Le siguió la obra que motiva el
presente prólogo, La casa en el límite, mucho más breve en cuanto a páginas
pero incluso más ambiciosa en el alcance de sus visiones y que, en su
conjunto, constituye una lectura peculiar y heterogénea. Ninguna de las dos
está ambientada literalmente en los ambientes náuticos característicos de la
mayor parte de la obra de Hodgson y ambas están redactadas en un estilo
difícil, sobre todo la primera como explicaremos a continuación. La tercera
novela escrita por Hodgson, The Ghost Pirates, se presenta con un estilo más
simple y, en una primera aproximación, tanto por el propio título como por el
contenido se asemeja considerablemente a un relato sobre un barco encantado

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poblado por apariciones espectrales en una tradición remontable al gótico
sobrenatural, si bien el autor no deja de subvertir esos cánones al
«racionalizarla» dentro de su personal cosmología fantástica.
A juzgar por las cartas en que se apoya Gafford, los reiterados rechazos
con que las editoriales contestaban a sus tentativas de publicar estos trabajos
fueron haciendo que recondujera tanto los temas como su tratamiento y el
modo de expresarlos a terrenos más comunes. Es probable que este último
aspecto hiciera que su primera novela aceptada por una editorial fuese The
Boats of the Glen Carrig, que describe la lucha por la supervivencia de los
náufragos de un barco hundido y, por tanto, se trata de un argumento menos
alienígeno para los editores y lectores de la época. Décadas después, la
recensión por Lovecraft de la primera novela publicada de Hodgson contenía
tanto elogios como críticas desfavorables que ponían de manifiesto algunas de
las fortalezas y debilidades habituales del escritor inglés:

En The Boats of the Glen Carrig (1907) se nos muestran diversas maravillas malignas y tierras
malditas y desconocidas con las que se tropiezan los supervivientes de un naufragio. Es
insuperable la velada sensación de amenaza de la primera parte del libro, aunque decepciona al
final al derivar hacia la aventura y el sentimentalismo ordinario. Su intento equivocado y
pseudorromántico de reproducir la prosa del siglo XVIII merma el efecto general, aunque la
erudición náutica profunda de que hace gala es un factor compensador[34].

Sobre su planteamiento básicamente aventurero, The Boats of the Glen


Carrig incluye muchos ingredientes característicos del peculiar universo de
Hodgson, sobre todo un «continente de algas» como el de su ciclo de relatos
del Mar de los Sargazos, donde los barcos han ido quedando atrapados a lo
largo de los siglos. En él habitan criaturas monstruosas —pulpos gigantes y
otros seres tentaculados indefinidos; enormes cangrejos; plantas con
repugnantes rasgos antropomórficos; y agresivos «hombres-alga»— sin que
quede claro cuál es su naturaleza, lo que ha llevado a algunos estudiosos a
preguntarse en qué género ubicar la obra:

Algunos de sus trabajos son más difíciles de clasificar [que La casa en el límite], en particular
porque la ciencia ficción aún no había evolucionado como un género separado con unas reglas
definidas. The Boats of the Glen Carrig (1907), por ejemplo, ha sido reclamada como horror,
fantasía, y como ciencia ficción porque las criaturas de su misteriosa isla desconocida podrían
ser interpretadas como mágicas o bien simplemente como mutaciones[35].

Esta novela de Hodgson fue publicada por la editorial londinense


Chapman & Hall, a la que Hodgson, en un alarde de excentricidad
característico de su desmedido entusiasmo, acudió con una propuesta para

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impulsar las ventas no demasiado boyantes: transportar por las calles y plazas
más concurridas de Londres una gran embarcación luciendo el título del libro
sobre su vela mayor y «tripulada» por una docena de dependientes ataviados
como marineros que vendiesen ejemplares a los viandantes. Cuando la
editorial se negó a llevar a cabo la extravagante idea de Hodgson, el autor
comenzó a buscar otra editorial para sus siguientes trabajos, si bien La casa
en el límite aún sería publicada por la misma Chapman & Hall[36]. Pero esta
obra la tratamos con mayor detenimiento un poco más adelante.
La siguiente novela de Hodgson vio la luz a través de la editorial Stanley
Paul & Co., gracias a la mediación de Arthur St. John Adcock, cuya revista de
crítica literaria, The Bookman, era publicada por la mencionada compañía. El
propio Hodgson había solicitado una breve entrevista con Adcock para
interesarle en su obra y este lo recordaba así:

Ya se había entregado tan plenamente y con tanto entusiasmo a una carrera literaria que toda la
conversación de nuestro primer encuentro estuvo dedicada por completo a libros y a sus
esperanzas como autor. Apuntaba alto y se tomaba su oficio muy en serio, con una confianza
sincera y sin afectaciones en sus capacidades, que se debía en parte a la espléndida arrogancia
de la juventud y en parte al legado de la experiencia, pues las había puesto a prueba y las había
demostrado[37].

Adcock se llevó tan buena impresión del autor que le dio la oportunidad
de escribir algunas reseñas para The Bookman y —lo más relevante para
nuestros intereses— hizo posible la publicación de The Ghost Pirates. En esta
novela, Hodgson volvió al escenario náutico para contar a través de la voz de
su único superviviente —un recurso habitual a lo largo de su obra— los
extraordinarios acontecimientos experimentados por la tripulación del
Mortzestus. Pese a las apariencias, ni se trata de un barco encantado ni los
fantasmas del título son seres sobrenaturales en un sentido clásico, sino que
vagamente —como en otros relatos de Hodgson— se expone la teoría de que
las terroríficas visiones y los hechos inexplicables se deben a que la
embarcación y quienes viajan a bordo de ella fluctúan entre dos planos de
existencia: uno el que consideraríamos la realidad material que conocemos; y
el otro poblado por criaturas malignas, ávidas de abrirse camino hacia el
primero. Se trata de un planteamiento que Hodgson, como buen profesional
de la literatura de consumo, retomaría en el ya mencionado caso de Carnacki
«The Haunted Jarvee».
Ausente en esta obra el ingrediente amoroso que Hodgson introdujo en
sus otras novelas y que Lovecraft tanto detestaba, su dictamen era netamente
favorable:

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[…] es un relato poderoso sobre un barco condenado y espectral en su último viaje, y sobre los
terribles demonios marinos […] que lo asedian y finalmente lo arrastran a un destino
desconocido. Con su dominio de la ciencia marinera y su hábil selección de alusiones e
incidentes para sugerir horrores latentes en la naturaleza, este libro alcanza a veces cimas
envidiables de fuerza[38].

Además se estructura sobre una trama particularmente consistente en


comparación con el conjunto de su obra, que suele anteponer el efecto y la
atmósfera. Así lo han destacado algunos observadores, como China Mièville:

Se acusa normalmente a la ciencia ficción y la fantasía de privilegiar el argumento por encima


de la caracterización, pero Hodgson fue uno de los visionarios pulp que demostró que el
argumento es una afectación, de la cual se puede prescindir en caso de que se interponga en el
camino de la estética implacable de la alienación. […] No es que Hodgson no supiera crear
una trama cuando quería. A veces se considera que The Ghost Pirates es su trabajo mejor
elaborado, con una sensación creciente y cuidadosamente sostenida de amenaza, una auténtica
línea argumental. Se sitúa en lo (ostensiblemente) Real, de tal modo que la intrusión de lo
ultramundano es una trasgresión impactante. En The Boats of the Glen Carrig, los
protagonistas se metían en un lugar malo. En The Ghost Pirates, lo malo viene a nosotros[39].

Aun plagada de términos marítimos, desde su publicación se ha señalado


que el modo de expresión de Hodgson en The Ghost Pirates es más fluido que
el de sus otras novelas: «una historia muy notable, contada con un estilo muy
directo que aumenta sustancialmente su poder para atrapar al lector. […] un
libro de elevadas cualidades literarias»[40]. En este mismo sentido, el erudito
Everett F. Bleiler ha considerado que: «Aunque las más espectaculares La
casa en el límite y The Night Land la eclipsan en cuanto a horror visionario,
[The Ghost Pirates] es mejor como trabajo artístico»[41].
A la vista de estos comentarios, no cabe sino imaginar la perplejidad de
quien pudiera estar siguiendo la trayectoria novelística de Hodgson al
encontrarse con que la siguiente y última adición a la misma era The Night
Land, un libro cuya ejecución estilística ha sido condenada de manera casi
unánime desde su primera publicación. En ese sentido, una reseña de 1912 ya
indica que su mayor debilidad es «un lenguaje pintoresco y arcaico que no
facilita la lectura»[42]. Por su parte, Lovecraft criticaba varios aspectos de la
novela:

Está contada de manera algo premiosa, como los sueños de un hombre del siglo XVII, cuya
mente se funde con su propia encarnación futura; y la estropean la verbosidad, las repeticiones
penosas, el sentimentalismo desagradablemente empalagoso y romántico, y un intento de
lenguaje arcaico aún más grotesco y absurdo que el de Glen Carrig[43].

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Y, por añadir una sola muestra más de lo que sería una larga lista de
detractores de algunas de las elecciones de Hodgson en esta obra, Mièville se
ha expresado de manera aún más contundente al respecto:

Los defectos de The Night Land son tan diversos y obvios que uno siente vergüenza por el
autor, a título póstumo. El libro está escrito en un estilo acartonado y asombrosamente inepto.
Las escenas de amor provocan aún más náuseas al leerlas que las de sus anteriores libros. Se
estira sin misericordia a lo largo de quinientas páginas. Si se hubiera formado un comité para
diseñar un libro ilegible, probablemente habrían llegado a The Night Land[44].

Efectivamente, se trata de una novela muy extensa y muy difícil de leer,


pero también de toda una experiencia por el despliegue de imaginación
desbordada que aplica un Hodgson que —ahora lo sabemos— era un escritor
novato e ignorante de los condicionantes reales del mercado editorial. Así, el
joven autor se embarcó en una epopeya fantástica ajena a toda convención, si
bien podemos apreciar la influencia —o cuando menos semejanzas— de los
trabajos de varios autores. The Night Land está narrada por su propio
protagonista, a quien tan solo conocemos como X y que, en el primer
segmento del relato, se nos revela como un hombre del siglo XVII que corteja
y logra casarse con una prima suya, la bella Mirdath. Sin embargo, su
felicidad se ve truncada cuando ella muere durante el parto del hijo de ambos
y X, desesperado, emprende una búsqueda espiritual de su amada a través de
las profundidades del tiempo. Al fin, su alma se aloja en el cuerpo de un joven
del futuro lejano, una era de oscuridad irreversible posterior a la muerte del
sol, deudora de las visiones de la Tierra moribunda de La máquina del tiempo
(The Time Machine, 1895), de H. G. Wells. En esa época, lo que queda de la
humanidad vive dentro del Gran Reducto, una descomunal pirámide metálica
de varios kilómetros de altura que se nutre a efectos energéticos de la llamada
Corriente de la Tierra, un flujo entre lo místico y lo físico, reminiscente de la
fuerza Vril empleada por la civilización subterránea de la novela de Edward
Bulwer-Lytton The Coming Race (1871). Fuera de esta construcción mora
una legión de criaturas, tanto materiales como etéreas, que ansían la perdición
de los seres humanos y cuya diversidad demuestra la enorme inventiva de
Hodgson:

Algunas son horribles monstruosidades físicas que se mueven furiosas por el paisaje muerto;
otras son potentes fuerzas espirituales que intentan atraer a los hombres fuera de la seguridad
de la pirámide. Hay enormes seres similares a estatuas de horror congelado que se aproximan
lentamente a la pirámide a razón de unos pocos pies cada millar de años; extraños humanoides
encapuchados que deambulan por un sendero establecido y destruyen a los humanos que se

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internan en él; voces de sirenas que surgen de la oscuridad; una casa iluminada en la que
habita una monstruosidad psíquica; y muchos otros horrores brillantemente concebidos[45].

El joven del futuro lejano que ahora es X posee poderes telepáticos que le
permiten «oír» la llamada de auxilio de Naani, una muchacha que vive a gran
distancia, en otra fortaleza, el Reducto Menor, fundado por un grupo de
emigrantes de los que no se había vuelto a tener noticias desde hacía miles de
años. X descubre que Naani no es otra que la reencarnación de su añorada
Mirdath y que la Corriente de la Tierra se está agotando en su refugio, por lo
que su población quedará pronto a merced de los horripilantes moradores de
la oscuridad. A partir de ese momento, sobre este extravagante escenario, se
plantea un clásico viaje del héroe en busca de una damisela en apuros,
descrita en todo detalle a lo largo de varios cientos de páginas. A este
respecto, Peter Wright, estudioso de la obra de Gene Wolfe, con admitidas
influencias de Hodgson, ha observado sobre The Night Land que

[…] todos los elementos de la novela, desde su prosa arcaica hasta su patrón de la búsqueda y
su idealizada (por no decir fetichista y sexista) historia de amor, cooperan para crear una
sensación de caballería medieval y romántica. […] Aunque puede que The Night Land fuera
construida como un pastiche de William Morris o de genuinos romances medievales, incluida
Le Morte D’Arthur de [Thomas] Malory, el estilo anticuado de la prosa de Hodgson […] es de
una importancia vital a la hora de crear el ambiente de un mundo en declive que, en los
espasmos de su disolución entrópica, podría situarse tanto en el pasado remoto como en el
futuro lejano, en una edad oscura que nunca existió[46].

Era simplemente lógico que un escritor primerizo no pudiera publicar una


novela tan extensa para empezar su carrera, a lo cual contribuyó sin duda la
tan criticada plasmación lingüística del relato. Al fin, The Night Land fue
publicada por la editorial Eveleigh Nash de Londres en agosto de 1912, casi
una década después de que Hodgson la hubiera terminado de escribir y, al
parecer, se vendió tan mal que no reportó a su autor beneficio alguno. Para
Hodgson supuso tal decepción que la que consideraba su magnum opus no
recibiera el reconocimiento de los lectores que renunció a escribir nuevas
novelas para concentrarse en la producción de relatos breves para revistas,
sobre todo aventuras marítimas con menor preponderancia de elementos
fantásticos. No obstante, The Night Land, como el resto de su obra, no dejaría
de tener una honda repercusión en las generaciones posteriores, pese a sus
debilidades formales. Así lo ponen de manifiesto las alabanzas de los mismos
autores cuyas críticas a su estilo hemos citado más arriba, empezando por
Lovecraft:

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Aun con todos estos defectos, es, sin embargo, una de las obras más poderosas de la
imaginación macabra jamás escrita. La descripción de un planeta muerto y oscuro […] es algo
que ningún lector puede olvidar. […] mientras que el paisaje de la tierra nocturna, con sus
abismos y laderas y volcanes agónicos, alcanza un terror casi palpable bajo el trazo del autor.
[…] hay una sensación de alienación cósmica, de misterio sobrecogedor, y de aterradora
expectación jamás igualada en la literatura[47].

Y Mièville se ha expresado en el mismo sentido:

Y aun así, The Night Land es una de las obras más extraordinarias en lengua inglesa. Es la
historia de la especie humana tratando de vivir mucho después de cuando debería haber
desaparecido, cuando el sol ya ha muerto, y el absoluto horror existencial de ese hecho es
simplemente el trasfondo. Se trata de un bestiario y de un atlas del pavor más deprimente que
quepa imaginar. Es un trabajo de un poder imaginativo tan impresionante, de una belleza tan
impresionante y terrible, de tal majestuosidad que desafía sus propios defectos y es una obra
maestra[48].

UNA NOVELA EN EL LÍMITE


Hodgson se entregó a su carrera literaria con un entusiasmo que la realidad
del panorama editorial fue doblegando hasta el punto de reconducir su afán
inicial por desarrollar narrativas extensas en forma de novelas, con estilos
arcanos y temas poco usuales hacia relatos breves para el floreciente mercado
de las revistas antológicas, con una expresión más cómoda para los lectores y
contenidos que se ajustasen mejor a las categorías genéricas establecidas. La
casa en el límite corresponde a una fase temprana en la trayectoria de
Hodgson como escritor y, de hecho, podría decirse que concentra, en muchas
menos páginas que The Night Land, la esencia de los planteamientos
originales de su autor, algunos de los cuales fue dosificando posteriormente
en sus ficciones cortas mientras que otros hubo de abandonarlos sin más. Al
mismo tiempo, la hostilidad de las editoriales ante sus novelas ya ejerció una
influencia importante sobre esta obra cuya forma final en muchos aspectos
evidencia los esfuerzos de un escritor inexperto por casar el idealismo de sus
inquietudes con el pragmatismo de satisfacer las exigencias de una industria
dentro de la que aspiraba a prosperar. Por más que siga provocando cierta
fricción entre quienes se aferran a una concepción romántica sobre la creación
artística por el arte mismo y en el vacío, tal tensión de fuerzas no
necesariamente es perjudicial. Para empezar, cabe señalar que el fascinante

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título en inglés de la obra, The House on the Borderland, no fue el que llevó
originalmente la propuesta de Hodgson durante muchas de sus infructuosas
idas y venidas por las editoriales de la época sino otro mucho menos
sugerente, tal como se deduce de una carta suya de 1905:

Tal vez te interese saber que The House of the Mysteries ha sido rechazada veintiuna veces y
The Ghost Pirates, catorce. Así que he mandado a los traviesos piratas a la casa de los
misterios y los dejaré reposar allí hasta que alguna editorial acuda a mí rogando que la
asalte[49].

En algún momento, Hodgson debió de considerar más apropiado


introducir la noción de ese límite, de esa tierra fronteriza, que tan bien
funciona con los contenidos de esta novela. Sin embargo, parece que no se
trató de una decisión puramente estética, sino que es muy probable que
estuviese apostando por incrementar la capacidad de reclamo de la obra
conectándola de manera explícita desde la propia portada con el interés que
una gran parte de la sociedad europea venía demostrando al menos desde
mediados del siglo anterior en todo lo que se percibía en la esfera del
ocultismo:

El amplio atractivo de lo oculto era evidente en la moda del entusiasmo por la astrología, la
quiromancia y la cristalomancia, mientras que nuevas publicaciones periódicas como
Borderland, de W. T. Stead, fundada en 1893, […] servían a un público general ávido de
discusiones sobre cualquier cosa desde la alquimia y el budismo hasta el hipnotismo y la
psicología. En particular, la Borderland de Stead estaba dirigida al mercado popular y al «gran
público»[50].

William Thomas Stead, uno de los pioneros del periodismo de


investigación y denuncia durante sus años al frente de la muy influyente Pall
Mall Gazette (1883-1889), fue uno de los muchos intelectuales de la época
cautivados por estos temas. Multitud de personalidades del terreno de la
cultura, la política y las ciencias manifestaron en aquellos años su interés, a
veces de manera muy intensa, por estos temas, tal vez como reacción a los
progresos del materialismo científico, que parecían dejar poco lugar para las
creencias trascendentes propias de la religión tradicional[51]. Es posible que
Stead escogiese el término «borderland» para bautizar su revista porque la
expresión ya circulaba dentro del ámbito de estas creencias, habiendo sido
empleado por el psicólogo e investigador psíquico Edmund Gurney para
denominar «el estado fronterizo entre la vigilia y el sueño»[52]. En cualquier
caso, lo que parece cierto es que, cuando Hodgson dio su título definitivo a la

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novela, tenía plena conciencia de la resonancia del término «borderland» en
la percepción popular y, en este sentido, el experto Darryl Jones se ha referido
a ella como un trabajo inmerso por completo en el maremágnum de estas
corrientes:

[…] una obra de horror teosófica […]. Desde su propio título que recuerda intencionadamente
al de la célebre publicación espiritualista de W. T. Stead en la década de 1890, la novela es un
compendio de temas e ideas ocultistas y espiritualistas, desde la hipótesis de los dos mundos y
los viajes astrales de los espiritualistas, hasta el «budismo esotérico» teosófico de Madame
Blavatsky y Alfred Perry Sinnett, pasando por el celticismo ocultista de la Orden Hermética de
la Aurora Dorada[53].

Figuras tan destacadas en el ámbito literario como Arthur Conan Doyle y


W. B. Yeats fueron miembros activos de la Sociedad para la Investigación
Psíquica y de la mencionada Orden de la Aurora Dorada, respectivamente; y
también formaron parte de esta última dos autores directamente relacionados
con Hodgson en la retrospectiva que hiciera Lovecraft sobre la evolución del
horror en la literatura, los fundamentales Algernon Blackwood y Arthur
Machen[54]. En cuanto a Hodgson, procede plantearse si, en ausencia de un
sentimiento religioso convencional, pudo, en cambio, como tantos de sus
contemporáneos, sentirse atraído por estas otras ideas sobre mundos y fuerzas
más allá de lo material. Se ha llegado incluso a apuntar a que él mismo tenía
—o creía tener— ciertas capacidades para conectar con esas otras hipotéticas
esferas[55], pero de lo que no cabe duda es de que, ya fuera por una genuina
convicción personal en la verdad de estas nociones o bien porque le
resultaban inspiradoras para desarrollar sus particulares universos de ficción,
La casa en el límite reúne efectivamente un repertorio de estos supuestos
fenómenos paranormales.
Según sus propias declaraciones, Hodgson consideraba que esta obra era
la entrega central de una trilogía que había comenzado con su primera novela
publicada, The Boats of the Glen Carrig, y que había de cerrarse con la
tercera, The Ghost Pirates: «aunque muy diferentes en magnitud, cada uno de
los tres libros trata unos conceptos que guardan una afinidad elemental»[56]. A
raíz de estas palabras, el crítico de literatura fantástica Gary K. Wolfe ha
propuesto lo que tienen en común estas tres novelas:

Lo central entre tales conceptos parece ser la noción de que la Tierra podría estar cohabitada
por seres de otras dimensiones y que algunas regiones sirven como «portales» que permiten a
los humanos encontrarse con estos seres. […] En The Ghost Pirates, un barco se separa de la
realidad «normal» para quedar atrapado entre dimensiones […]. En La casa en el límite, la
casa del título proporciona el portal entre realidades.

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Lo que estas distintas realidades pudieran significar para Hodgson es problemático, pero
en ninguna parte las explora más a fondo que en La casa en el límite. Más que cualquier otro
de sus trabajos (con la posible excepción de The Night Land), este sugiere que procuraba
imbuir su sobrenaturalismo con una carga metafórica que trasciende de lejos su función como
un mecanismo para generar terror. Pero no hay duda de que el terror es el tono dominante en el
grueso del relato[57].

En efecto, la idea de otros mundos a los que se podría tener acceso desde
el nuestro y viceversa es fundamental en la ficción fantástica de Hodgson,
pero no se trata, por más que su forma de desarrollar la idea resulte
especialmente sugerente y poderosa, de una absoluta excepción entre los
escritores de la época. De hecho, Marie Corelli, la autora de más éxito
comercial en la Inglaterra victoriana, por encima de Haggard, Doyle, Wells o
Kipling[58], se dio a conocer con la novela A Romance of Two Worlds (1886),
cuya protagonista se embarca en un viaje astral por el universo guiada por un
ángel que la conduce al centro mismo de la creación, donde se encuentra con
el propio Dios en forma de energía eléctrica. Existen semejanzas evidentes
con las experiencias extracorpóreas del personaje principal de La casa en el
límite, pues, si Marie Corelli fascinaba a los lectores con la doble realidad
material-espiritual aplicada al terreno de lo sentimental amoroso con tintes
neorreligiosos, toda una corriente de autores estaba explorando el potencial de
estos mismos conceptos en el género del horror fantástico:

Lo sobrenatural es una rama bien definida de la literatura inglesa. Esta categoría no se limita a
los fantasmas, los típicos esqueletos sangrantes y las damas espectrales que vuelven para posar
un beso helado sobre la frente de su amante. […] Menos obvios, y proporcionalmente más
efectivos que estos horrores, eran los temas desarrollados durante la segunda mitad del siglo
XIX y la primera década del siglo XX. En ellos, el impacto no se debía tanto a una cosa
específica —una mano cortada, un cadáver andante—, sino más bien en la maldad como una
poderosa y maligna intrusión en nuestra realidad. Tras la realidad que vemos se agitan fuerzas
poderosas, enormes y a menudo hostiles hacia la humanidad, indiferentes en el mejor de los
casos. Pueden ser fuerzas naturales o inteligencias cuyas pasiones perviven más allá de la
barrera de la muerte o una maldad que es la antítesis de lo espiritual en la humanidad. Todas
husmean lúgubremente al borde de la realidad, buscando la manera de pasar al mundo
material. […] A veces la maldad penetra en el mundo a través de un objeto de fuerza que
funciona al mismo tiempo como foco y como puerta de paso[59].

Esta idea del portal entre distintas realidades es la piedra angular de


diversos intentos de formalizar teóricamente el género fantástico, como es el
caso de Lori M. Campbell, quien también repara en el propósito explícito de
Hodgson en La casa en el límite, «cuyo título enfatiza la región intermedia
como tema y mecanismo en la novela»[60]. A partir de una amplia definición
de portal que abarca «todos aquellos seres vivos, lugares y objetos mágicos

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que actúan como agentes para que un protagonista viaje entre mundos y/o
acceda a planos superiores de consciencia»[61], Campbell hace una lectura de
su manifestación en esta obra de Hodgson como característica de un momento
de transformación cultural porque presenta:

[…] usos de este recurso específicos de tensiones sociales y espirituales que aumentaron a
medida que el siglo XIX fue dando paso al XX. En [La casa en el límite] Hodgson usa portales
simbólicos y concretos que expresan subversivamente casi todos los temas sobre los que otros
escritores de la época mostraron la misma preocupación: la fe contra la duda, los temibles
efectos secundarios del progreso científico y la creciente presión femenina por la igualdad. A
través de los viajes entre dimensiones del Anciano en La casa en el límite, Hodgson representa
con pesimismo el hondo desasosiego que sentía un hombre enfrentado al dificultoso
nacimiento del mundo moderno[62].

La noción del portal adopta su forma más concreta en el misterioso


edificio de La casa en el límite, tal como lo formulara Lovecraft: «un caserón
solitario y temido de Irlanda que constituye el centro de espantosas fuerzas
del trasmundo»[63]. Así, a juicio de Farah Mendlesohn, que se apoya en la
utilización del portal dentro del relato para distinguir cuatro categorías de lo
fantástico, «el primer tercio de la novela es muy similar a posteriores historias
formales de fantasmas y a las modernas fantasías de intrusión»[64]. De hecho,
para Mendlesohn, esta obra es un hito en la evolución del horror hacia sus
formas modernas y se distingue particularmente del relato gótico porque «el
protagonista sin nombre se dirige al encuentro de la intrusión. Esta maniobra
no forzada no es la trayectoria a la que estábamos acostumbrados: en los
góticos, las circunstancias obligan al protagonista a moverse hacia la
intrusión»[65]. Se trata de rasgos distintivos de la narrativa de Hodgson que ya
se han mencionado: el tema del asedio y la determinación de sus personajes
frente a la manifestación física de tales amenazas. Así, este primer segmento
de la novela se desarrolla dentro de un mundo «real» donde el protagonista se
enfrenta a la irrupción de fuerzas hostiles y monstruosas procedentes de otro
dominio, exhibiendo una considerable competencia en sus esfuerzos para
contrarrestarlas, todo ello envuelto en una eficaz atmósfera de terror
inexplicable.
Sin embargo, tras ese primer tercio, Hodgson imprimió a La casa en el
límite un brusco viraje hacia «la exploración cósmica de la naturaleza de la
realidad»[66] que ha hecho que sea descrita como «una alegoría visionaria que
se extiende sobre las vastedades del tiempo y el espacio»[67]. Aun dentro de la
tendencia general de Hodgson a lo episódico en sus obras largas, tan brusco
es el cambio en este punto de la novela, así como al emprender el tramo final,

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que se ha llegado a plantear que ha sido construida a partir de un relato corto
que correspondería aproximadamente a los capítulos XXIV-XXVI, expandidos
por delante con toda la aventura del asedio en el primer tercio (V-XII), más los
insertos de la odisea astral (II-IV, XIV-XXIII)[68]. Por eso, el especialista en
literatura weird S. T. Joshi se ha referido a este arco en concreto como «una
de las mejores secuencias de la literatura de horror, pero no parece tener
conexión integral alguna con lo que la precede o lo que sigue. En conjunto,
La casa en el límite triunfa como serie de interludios de horror pero no como
novela unificada»[69]. No obstante, podría decirse que esta heterogeneidad
actúa realmente a favor del interés de la novela en cuanto genera en el lector
un sentido de extrañeza que, en cierta medida, refleja el asombro del
protagonista. La relación con el texto se complica aún más porque Hodgson
intentó dotar de alguna organicidad a la novela ensamblando los distintos
pasajes como si fueran los fragmentos supervivientes del diario del llamado
Recluso de la casa misteriosa. A su vez, esta historia principal se inscribe en
un marco narrativo que se abre con el hallazgo por dos excursionistas del
deteriorado manuscrito entre las ruinas del edificio en cuestión y se cierra con
su reacción a los contenidos que relata. Y aún añadió Hodgson otro nivel a
esta estructura en abismo al anteponer un prefacio firmado por él mismo
como supuesto último depositario del texto y responsable de ponerlo a
disposición del público. Este era un planteamiento muy del gusto personal de
Hodgson, quien lo empleó tanto en relatos extensos como breves, pero
también contaba con una gran tradición dentro de la novelística anglosajona,
con ejemplos tan célebres como Robinson Crusoe, que se presenta como las
crónicas autobiográficas del náufrago del título. Y, en un terreno genérico
más próximo a esta obra de Hodgson, basta recordar títulos tan significativos
de la novela gótica como El castillo de Otranto (1764), Frankenstein (1818) o
Melmoth el errabundo (1820). Sin duda, se trata de una de las razones por las
que Emily Alder, doctorada con una tesis sobre la vida y la obra de Hodgson,
ha calificado La casa en el límite como «la más obviamente gótica» de sus
novelas[70]. Aun así, como el edificio de su propio título, la novela de
Hodgson se halla en un terreno fronterizo donde se desdibujan los límites
entre distintos géneros:

En este punto, La casa en el límite se convierte en una obra que funde la tradición de la novela
gótica —la casa antigua, las amenazas sobrenaturales y la locura— con la moderna
preocupación del siglo XX por conocer —incluso temer también— la realidad. La idea
inolvidablemente dramatizada por [H. G.] Wells de que la Tierra llegará alguna vez a su fin se
encuentra aquí aumentada y enfatizada[71].

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El viaje cósmico que ocupa el cuerpo central de La casa en el límite de
Hodgson muestra la influencia de La máquina del tiempo, de Wells, que ya se
había reflejado en el planeta moribundo de The Night Land, y que aquí se
pone de manifiesto de manera obvia en las visiones que el Recluso —
innominado como el propio Viajero del Tiempo— percibe del devenir
acelerado mientras es catapultado, sin proponérselo, hacia el futuro.
Asimismo, diversos autores han señalado que tanto La máquina del tiempo
como La casa en el límite reflejan la repercusión de la segunda ley de la
termodinámica, sobre el crecimiento de la entropía en un sistema cerrado, y
en particular su aplicación a la duración del astro solar, de acuerdo con los
conocimientos científicos de la época:

Esto situaba el fin natural del mundo dentro del alcance potencial de la historia de la
humanidad, de tal modo que el fin del mundo, antes considerado un acontecimiento impuesto
desde fuera, era parte de su misma naturaleza y estaba fraguándose desde el principio. En
términos de relevancia cultural y de la ansiedad que generó, la entropía supera a las
preocupaciones modernas sobre el cambio climático global, en gran medida porque es
universal y aparentemente inexorable[72].

Por una parte, en cuanto a la especulación sobre la evolución del sistema


solar y del conjunto del universo es obvio que La casa en el límite se
aproxima al terreno de la ciencia ficción, en el que se inscribe de pleno la
obra de Wells y la de otros autores que le habían precedido, especialmente el
astrónomo Camille Flammarion con su libro La fin du monde (1894). Sin
embargo, como apuntara Les Daniels, «la intención de Hodgson era expresar
los misterios del espacio y el tiempo más que imaginar los resultados de
nuevos descubrimientos o inventos»[73]. Relacionándolo con Lovecraft y
Ambrose Bierce, Joshi ha acuñado el término «cuasi-ciencia ficción» para
denominar al planteamiento de «estos relatos [que] no son auténtica ciencia
ficción porque su propósito manifiesto es provocar horror»[74]. Desde esta
perspectiva pueden detectarse en la obra de Hodgson influencias rastreables
hasta Edgar Allan Poe, quien ya especulara literariamente sobre el destino de
la Tierra, el Sistema Solar y todo el universo en su ensayo Eureka (1848). El
conjunto de la obra de Poe inspiró a los decadentes franceses, a través de su
traductor Charles Baudelaire, y este movimiento, a su vez, influyó en autores
británicos cercanos a la onda fantástica de Hodgson, como Machen o M. P.
Shiel[75]. Añadida a este contexto, parece que el autor de La casa en el límite
sufría una particular obsesión por los temas de la enfermedad y el deterioro:

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Era un hipocondriaco, constantemente haciendo gárgaras porque su padre había muerto de un
cáncer de garganta. Después de abrir y leer las cartas, se lavaba las manos para matar los
gérmenes que pudiera haber recibido en el correo. Cuando, años más tarde, el menor de sus
hermanos, Chris, que iba a partir hacia Canadá, pidió consejo moral a su brillante hermano
mayor, le contestó con total seriedad: «¿Un consejo? Pues bien, jamás te sientes en un retrete
público»[76].
En tiempos más modernos, a Hodgson podrían haberle diagnosticado un trastorno obsesivo
compulsivo. La preocupación de Hodgson por la salud y la limpieza se refleja tanto en su
ficción como en su devoción por el ejercicio y lo que se conocía como «cultura física»[77].

El contagio y la descomposición constituyen efectivamente temas


centrales en la obra de Hodgson, a lo cual no es una excepción La casa en el
límite. Naturalmente, resulta inmediato interpretar la frenética resistencia del
Recluso contra las repugnantes criaturas que asedian su hogar como el
sistema inmunitario de un organismo vivo combatiendo las legiones de
anticuerpos que tratan de infestarlo. A continuación, el protagonista
experimenta un marcado cambio tras su paso de lo mundano, donde se
mostraba proactivo y dinámico, a lo cósmico, donde no es sino un testigo
pasivo e impotente del fin de la creación:

El viajero de Hodgson no tiene control alguno sobre lo que le ocurre en sus visiones […]. El
progreso humano es una idea que ni siquiera puede considerarse en el universo de Hodgson,
un cosmos de horror inexplicable donde el mundo físico es solo una sombra de planos más
perturbadores. […] Hodgson permaneció fascinado por el Abismo y el Sol muerto —la Nada
definitiva en la conclusión del tiempo—[78].

Por fin, el último segmento de La casa en el límite aborda directamente,


por más que lo haga en clave fantástica, el tema del contagio y el avance de la
enfermedad, ante la cual el protagonista se encuentra impotente. Se trata de
cuestiones recurrentes en su obra y que pueden encontrarse tratadas de
manera parecida en dos de sus más célebres cuentos de horror náutico: «The
Derelict»[79], sobre un barco a la deriva durante tanto tiempo que la nave
parece haberse fusionado con los hongos que la han envuelto hasta
convertirse en una nueva forma de vida que se alimenta de quien sube a
bordo; y sobre todo en «The Voice in the Night»[80], donde dos náufragos se
transforman en lastimeros híbridos monstruosos a causa de los extraños
hongos que han tenido que comer para sobrevivir. Tanto este relato como el
destino final del Recluso ponen de manifiesto una preocupación personal de
Hodgson compartida por sus contemporáneos:

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[…] la ruina del sujeto humano […], representada en los términos más violentos, absolutos y
frecuentemente repulsivos, se practica insistente, casi obsesivamente, en las páginas de la
ficción gótica británica de finales del siglo XIX y principios del siglo XX. […] la ruina de las
construcciones tradicionales de la identidad humana que acompañaba al modelado de otras
nuevas en el cambio de siglo. En lugar de un cuerpo humano estable e integral […], el gótico
finisecular ofrece el espectáculo de un cuerpo metamórfico e indiferenciado[81].

El cuento «The Voice in the Night» también ejemplifica cuál es la fuerza


antagónica de la entropía en la obra de Hodgson: el amor, cuya presencia es
fundamental en La casa en el límite. En este trabajo no solo se trata de un
recurso argumental que justifica la permanencia del protagonista en su hogar
pese a los fenómenos horripilantes que le atormentan, sino que este
sentimiento funciona como vínculo con otras dos de sus novelas, The Boats of
the Glen Carrig y The Night Land. En los tres casos existe lo que los
partidarios de la faceta más terrorífica de Hodgson han condenado casi
unánimemente con valoraciones como: «tendencia hacia concepciones
convencionalmente sentimentales del universo, y de la relación del hombre
con él y con sus semejantes»[82]; o la más radical de «atroces intentos de
romance»[83]. Respecto a las manifestaciones del amor en La casa en el límite
se ha observado que:

[…] hay dos tipos de relaciones amorosas bastante distintas en el relato: el amor entre el
narrador y su hermana, que es un tipo de amor bastante indiferente, distante; y el tipo de amor
más emocional, ya sea entre un hombre y su perro o el amor romántico entre un hombre y su
mujer[84].

De hecho, se ha criticado la incapacidad de Hodgson para apartarse del


camino trillado de los estereotipos a la hora de desarrollar los personajes y la
relación entre ellos, hasta el punto de que se ha considerado que el mejor
trabajo de caracterización en La casa en el límite corresponde al perro Pepper.
Los personajes femeninos salen especialmente malparados en este sentido, lo
cual se ha achacado a la impericia de Hodgson en cuanto al trato con mujeres
más allá de su madre y sus hermanas, sobre todo en esta fase temprana de su
carrera literaria: «A falta de experiencias personales de las que extraerlas,
puede que basara sus descripciones de relaciones románticas en otras
novelas»[85]. En cambio, hay fuentes según las cuales Hodgson tenía bastante
más bagaje en el terreno sentimental:

Al parecer, Hope estuvo comprometido durante algún tiempo con una hermosa joven en Borth.
Era muy popular con las chicas —vestía bien y pasaba muchísimo tiempo acicalándose por las

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mañanas— y era extremadamente guapo […] todo un donjuán; sin embargo, su compromiso
en Borth se rompió y Hope ya no se casaría hasta los treinta y cinco años de edad[86].

Algunos han achacado el tema del amor perdido, central en La casa en el


límite y recurrente en la obra de Hodgson, a dicho desengaño sentimental. En
cualquier caso, el escritor fue esquivando ocasiones de volver a
comprometerse durante años, hasta que la buena acogida de sus relatos
náuticos mejoró su situación financiera. Llegado ese momento, la afortunada
fue Bessie Gertrude Farnworth, una antigua conocida de sus días de juventud
con la que se reencontró en Londres, donde ella trabajaba como editora de la
publicación Woman’s Weekly. Contrajeron matrimonio el 26 de febrero de
1913 y seguidamente se instalaron en el sur de Francia, cerca de Marsella,
donde el coste de la vida era mucho más económico. Poco después de la boda,
Hodgson escribió una carta a una de sus hermanas, Mary, en la que se refería
así a su flamante esposa: «Somos de la misma edad, con solo un día de
diferencia. No es bien parecida en absoluto, pero somos muy felices»[87]. No
es difícil detectar una cierta falta de pasión en esta sucinta descripción, sobre
todo frente a las exaltadas descripciones de las amadas en sus novelas. Por
otra parte, se ha señalado que el tratamiento de las mujeres en algunas obras
más tardías de Hodgson no es tan desfavorable, o por lo menos tan
estereotipado, como el recibido por Mary, la hermana del protagonista de La
casa en el límite, a la que Terry Pratchett, en su habitual tono jocoso,
comparaba con un «pequeño roedor asustado»[88]. No obstante, cuando hubo
de escoger su libro de horror favorito, Pratchett se decidió por esta novela, a
la que dedicó las siguientes palabras:

Olvidaos de los vampiros y los derramamientos de sangre […] aquí es donde empiezan los
gritos de verdad, en el vacío exterior, donde nadie puede oírlos. Fue el Big Bang de mi
universo privado como lector de ciencia ficción/fantasía y, más adelante, como escritor[89].

MUERTE Y LEGADO DE HODGSON


En agosto de 1914, algo más de un año después de que Hodgson y su esposa
se mudasen a Francia, Gran Bretaña entró en la Primera Guerra Mundial y el
matrimonio volvió pronto a su país porque el escritor quería contribuir al
esfuerzo bélico. Siendo relativamente mayor para el reclutamiento, Hodgson
se unió a una sección del ejército vinculada a la Universidad de Londres y en

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1915 fue nombrado teniente del cuerpo de artillería. Pese a ser un excelente
jinete, al año siguiente sufrió una caída de su montura que le obligó a retirarse
durante varios meses, pero gracias a su excelente forma física logró
recuperarse y volvió a alistarse. Como en los pasajes más aventureros de sus
relatos, Hodgson estaba librando una batalla contra sus propios límites que,
por fin, le llevó al frente belga, cerca de Ypres, en la primavera de 1918. El
día 17 de abril se prestó voluntario para un servicio en un puesto de
observación donde murió a causa del fuego de mortero alemán con cuarenta
años de edad.
Bessie Hodgson se hizo cargo de la obra de su difunto esposo con mucha
energía hasta que ella misma falleció en 1943 y la relevó su cuñada Lissie.
Gracias a su labor, durante esos años siguieron apareciendo cuentos inéditos
en diversas revistas antológicas y se publicaron nuevas ediciones de sus
novelas así como colecciones de relatos. Probablemente igual de importante
para la perduración del legado de Hodgson y para la percepción actual del
mismo fue su entrada en contacto con Lovecraft y su red de corresponsales a
través del coleccionista de literatura fantástica Herman C. Koenig en verano
de 1934[90]. Si bien no puede hablarse de una influencia general sobre el autor
de Providence, pues a esas alturas ya había escrito la mayoría de sus trabajos
importantes, lo cierto es que debió de reconocer en Hodgson un alma gemela
en muchos aspectos. Tanto es así que Lovecraft dedicó al escritor inglés un
artículo que se publicó primero en el fanzine The Phantagraph (febrero de
1937) y después se incorporó a la edición revisada de su ensayo Supernatural
Horror in Literature. También se ha apreciado la repercusión de la lectura de
estos libros de Hodgson en la etapa final de Lovecraft, en particular en uno de
sus mejores relatos, «The Shadow Out of Time»[91]. Asimismo, parece que el
entusiasmo de Lovecraft por este autor durante sus últimos años de vida más
la insistencia continuada de Koenig fueron determinantes en la recuperación
posterior de gran parte de su obra por la editorial Arkham House, de August
Derleth, empezando por un mastodóntico volumen que reúne las cuatro
novelas: The House on the Borderland and Other Novels (1946). Poco
después apareció uno de los relatos todavía inéditos de Carnacki, «The Hog»,
en la revista Weird Tales, terminando de consagrar el lugar de Hodgson en la
constelación de los grandes autores del género homónimo. A la vista de estos
acontecimientos cabe hacerse eco de las cavilaciones de Darrell Schweitzer
en cuanto al rumbo que podría haber tomado la carrera literaria de no haber
fallecido tan pronto:

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Más adelante en su vida, Hodgson se decantó por los relatos cortos, la mayoría de ellos no
sobrenaturales, para lo que quiera que demandase el mercado de las revistas populares. Si
hubiera vivido más tiempo, con seguridad se habría convertido en un generalista de los pulps
[…], aunque puede que la aparición de Weird Tales le hubiese arrastrado de nuevo a la
escritura de fantasía weird[92].

La influencia de Hodgson sobre otros autores, ya sea directamente o a


través del círculo de Lovecraft, ha sido muy amplia. Last and First Men: A
Story of the Near and Far Future (1930), de Olaf Stapledon, tiene
importantes puntos en común con The Night Land y su obra posterior Star
Maker (1937) incluye un narrador realizando un viaje cósmico por toda la
historia del universo que no puede dejar de recordar a La casa en el límite.
Otro clásico británico, Dennis Wheatley, rindió homenaje a Hodgson en
varios de sus relatos, como The Devil Rides Out (1934) —con una adaptación
homónima de los estudios Hammer en 1968, dirigida por Terence Fisher y
protagonizada por Christopher Lee—, donde se construye un pentáculo y se
practica el Ritual Sussamma para protegerse de las fuerzas malignas, en claro
guiño a la parafernalia del detective de lo oculto Carnacki. También se apoyó
Wheatley en el ciclo hodgsoniano de los Sargazos, en particular la novela The
Boats of the Glen Carrig, para su obra Uncharted Seas (1938) —adaptada
también por Hammer como The Lost Continent (Michael Carreras, 1968)—.
La sombra de The Night Land se extiende por todo el subgénero de la
Tierra moribunda, incluido el conjunto de relatos ambientados en el último
continente habitado, Zothique, creado por Clark Ashton Smith, que entró en
contacto con los libros de Hodgson como parte del entorno de Lovecraft.
Asimismo, Diaspar, la metrópolis aislada de The City and the Stars (1956), de
Arthur C. Clarke, tiene claras reminiscencias del Último Reducto de The
Night Land. Asimismo, la epopeya en el fin del mundo de Hodgson y
deudoras suyas, como el mencionado ciclo de Zothique o la novela The Dying
Earth (1950), de Jack Vance, se proyectan sobre la tetralogía The Book of the
New Sun (1980-1983), de Gene Wolfe. La novela de Greg Bear City at the
End of Time (2008) no solo se asemeja argumentalmente a The Night Land
sino que contiene referencias explícitas al Último Reducto y una breve
aparición de Hodgson en la historia[93]. Sin duda para hacer la novela más
accesible a los lectores modernos, James Stoddard escribió una nueva versión
de la misma: The Night Land: A Story Retold (2011). Y más recientemente se
ha publicado una colección de cuatro novelas cortas ambientadas en el mundo
agonizante de Hodgson, Awake in the Night Land (2014), por John C. Wright.

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De los personajes recurrentes de la obra de Hodgson, Carnacki ha
demostrado ser el preferido para las apropiaciones por otros autores. Como en
los relatos de Sherlock Holmes, en los del detective de Hodgson se
mencionan ocasionalmente supuestos casos investigados anteriormente por el
personaje, que han servido como trampolines para que otros autores escriban
historias nuevas. Tal ha sido el caso de A. F. Kidd y Rick Kennett con la
colección 472 Cheyne Walk: Carnacki the Untold Story (1992). Este cazador
de fantasmas también ha compartido aventuras con otros héroes de la ficción
popular, como el segundo Doctor Who en la novela corta Foreign Devils
(2002), de Andrew Cartmel. Cambiando al medio de la historieta, el guionista
Alan Moore y el dibujante Kevin O’Neill lo hicieron miembro de la
alineación de The League of Extraordinary Gentlemen en el periodo ficcional
de 1909-1938, junto a Mina Murray, Allan Quatermain, Orlando y A. J.
Raffles[94]. Algunos de sus relatos también han sido llevados a la televisión:
«The Whistling Room»[95], con Carnacki interpretado por Alan Napier, más
conocido por su papel como Alfred, el mayordomo de Batman, en la teleserie
de este héroe en los años sesenta; y «The Horse of the Invisible»[96], donde lo
encarna Donald Pleasance.
«The Voice in the Night» —tal vez el más apreciado de los relatos breves
de Hodgson— ha sido objeto de varios trasvases a otros medios, empezando
por su uso como punto de partida para una historieta realizada por Al
Feldstein y Joe Orlando para la legendaria editorial EC[97]. Poco después fue
adaptada a televisión respetando su título como episodio de la serie Suspicion,
producida por Alfred Hitchcock y con los actores James Coburn y Patrick
Macnee en su reparto[98]. También sirvió como base para el largometraje
Matango (1963), un clásico del cine de horror japonés dirigido por Ishiro
Honda, el creador del monstruo gigante Godzilla. Volviendo a la historieta
estadounidense, Matango es el nombre de una entidad fúngica de origen
extraterrestre utilizada como villano en la serie de la Cosa del Pantano, de la
editorial DC, a finales de los años ochenta y principios de los noventa[99]. Y,
de nuevo en Japón, una entrega de la popular serie de dibujos animados
Naruto adapta libremente el argumento de Matango, y por tanto el del relato
de Hodgson en alguna medida[100].
En cuanto a la novela que se ofrece en el presente volumen, La casa en el
límite juega un importante papel en el ejercicio intertextual del libro de Roger
Zelazny The Changing Land (1981), donde el misterioso edificio es conocido
como el Castillo Intemporal, escenario de una competición entre magos, uno
de los cuales se llama directamente Hodgson. La trama de la novela Radon

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Daughters (1994), de Iain Sinclair, se desarrolla en torno a la búsqueda de
una hipotética secuela del manuscrito del Recluso de La casa en el límite. Y
el universo de esta se combina con el de The Night Land para proporcionar el
emplazamiento de dos antologías de cuentos de diversos autores editadas por
Andy W. Robertson: William Hope Hodgson’s Night Lands: Eternal Love
(2003) y William Hope Hodgson’s Night Lands: Nightmares of the Fall
(2007). En el año 2000, el sello Vertigo de la editorial DC publicó una
adaptación por Simon Revelstroke y el artista Richard Corben, cuya
interpretación es tan impactante como las que ya había realizado de Poe,
Lovecraft y Robert E. Howard.
Por último, no podemos dejar de plantearnos las posibles influencias de
las evocadoras descripciones de Hodgson en La casa en el límite sobre
algunas de las imágenes más poderosas de la cultura audiovisual
contemporánea, aunque solo sea a través de dos ejemplos. Cómo no pensar en
el periplo espacio-temporal del desdichado Recluso al contemplar algunas
secuencias de 2001: A Space Odyssey (1968), guionizada por su director,
Stanley Kubrick, y el ya mencionado Arthur C. Clarke. Y tampoco es difícil
advertir cómo el miedo al contagio y la frenética lucha del protagonista de La
casa en el límite se han perpetuado en el llamado survival horror, desde
clásicos como I Am Legend (1954), de Richard Matheson, y The Night of the
Living Dead (1968), de George A. Romero.

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La casa en el límite

www.lectulandia.com - Página 41
Del Manuscrito descubierto en 1877[101] por los Sres. Tonnison[102] y
Berreggnog en las Ruinas que se encuentran al Sur del Pueblo de Kraighten,
en el Oeste de Irlanda. Presentado a continuación con anotaciones.

I. El hallazgo del Manuscrito


II. La Planicie del Silencio
III. La casa en la arena
IV. La Tierra
V. La Cosa en el Pozo
VI. Los Seres Porcinos
VII. El ataque
VIII. Tras el ataque
IX. En las bodegas
X. El tiempo de espera
XI. El registro de los jardines
XII. El Pozo subterráneo
XIII. La trampilla de la gran bodega
XIV. El Mar del Sueño
Los fragmentos
XV. El ruido en la noche
XVI. El despertar
XVII. La rotación decreciente
XVIII. La Estrella Verde
XIX. El fin del Sistema Solar
XX. Los globos celestiales
XXI. El Sol Oscuro
XXII. La Nebulosa Oscura
XXIII. Pepper
XXIV. Las pisadas en el jardín
XXV. El Ser de la arena
XXVI. La mota luminosa
XXVII. Conclusión

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A mi padre

(Cuyos pies huellan los eones[103] perdidos)

¡Abrid la puerta
Y oíd!
El rugir sordo del viento apenas
Y ved relucir
Lágrimas en torno a la Luna.
E imaginad el sendero
De pisadas que se esfuma
En la noche con los muertos.

«¡Callad! Y escuchad
El lamento infeliz
Del viento en la oscuridad.
Callad y escuchad, sin suspirar ni gemir,
Pisadas que huellan los eones perdidos:
El sonido que os ordena morir.
¡Callad y escuchad! ¡Callad y escuchad!».

Las pisadas de los muertos.

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Introducción del autor al Manuscrito

Son muchas las horas durante las que he meditado sobre la historia que se
desarrolla en las siguientes páginas. Confío en que mis instintos no yerran al
impulsarme a dejar este relato sencillamente como me lo pasaron.
En cuanto al Manuscrito[104] en sí, me habrían de imaginar cuando me lo
acababan de encomendar, dándole vueltas con curiosidad mientras lo
examinaba rápida y nerviosamente. Es un libro pequeño, sí; pero grueso y,
salvo por sus últimas páginas, está escrito con una caligrafía peculiar pero
legible, muy apretada. Siento en mis fosas nasales su olor extraño y tenue a
agua posada en estos momentos, al escribir estas líneas, y vuelve a mis dedos
el recuerdo subconsciente del tacto suave y «apelmazado» de aquellas páginas
humedecidas por el tiempo.
Puedo recordar sin esfuerzo mi primera impresión de los contenidos
expresados en el libro: una impresión de lo fantástico, formada a partir de
vistazos fortuitos y una atención dispersa.
Así pues, imagínenme sentado cómodamente para pasar la tarde, con el
compacto librito como mi única e íntima compañía durante varias horas. ¡Y
qué cambio sobrevino a mi juicio! El surgimiento de una semicreencia. De lo
que solo parecía un fantaseo fue emergiendo, como recompensa a mi
concentración sin prejuicios, un conjunto coherente de ideas que captó mi
interés con mayor firmeza que el simple esqueleto del relato o la historia, y
confieso mi inclinación a usar el primer término. Encontré una historia mayor
dentro de la menor… y la paradoja no es tal paradoja.
Leí y, al leer, levanté el Telón de lo Imposible, que ciega la mente, y me
asomé a lo desconocido. Vagué entre frases sobrias y abruptas; y, de
inmediato, me lancé sin reparo contra sus abruptas narraciones; porque esta
historia mutilada es mucho más capaz que mis propias formulaciones
ambiciosas de evocar realmente lo que el viejo Recluso de la casa
desaparecida se esforzó por contar.
Poco tengo que decir sobre este recuento sencillo y expuesto con
sobriedad de asuntos extraños y extraordinarios. Lo tienen ante ustedes. Cada
lector ha de descubrir la historia interior por sí mismo, según su capacidad y

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su deseo. E incluso si alguien no alcanza a ver, como yo la veo ahora, la
imagen ensombrecida de lo que bien podrían denominarse el Cielo y el
Infierno; aun así le prometo emociones sin más que tomar la historia como
simplemente eso.
Por último, antes de dejar de importunar, no puedo sino señalar al relato
de los Globos Celestiales como un impactante ejemplo (¡qué cerca he estado
de decir «demostración»!) de la existencia de nuestros pensamientos y
emociones entre las Realidades. Pues, sin que parezca proponer la
aniquilación de la realidad duradera de la Materia como núcleo y marco de la
Máquina de la Eternidad, sí abre los ojos a la noción de que existen mundos
de pensamiento y emoción funcionando en subordinación al orden de la
creación material[105].

—William Hope Hodgson


«Glaneifion», Borth, Cardiganshire[106],
17 de diciembre de 1907

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Pesar[*]

¡Un hambre feroz en mi pecho mora,


Jamás soñé que, del mundo exprimido
Por la mano de Dios, hubiera manado
Tan amarga esencia de zozobra,
Tal dolor como la Pena ha escupido
De su pavoroso corazón desellado!

¡Cada sollozo es como gritar,


Cada pulso, un agónico tañido,
Y en mi cerebro solo hay una obsesión
Que en la vida no volveré jamás
(Salvo en el recuerdo dolorido)
A tocar vuestras[108] manos, que ya no son!

¡Busco en el vacío de la noche;


Sin sentido os voy llamando,
Pero no sois; y la noche, vasto trono,
Se torna iglesia enorme,
Con las estrellas doblando
Por mí, que en el espacio estoy solo!

¡Hambriento, me arrastro a la orilla,


Acaso me llegue algún amparo
Desde el corazón eterno del viejo Mar;
Mas he aquí que, desde la solemne sima,
Remotas voces del arcano
Parecen preguntar qué nos hizo separar!

Doquier vaya estoy solo.


Quien, con vos, todo lo tenía.
¡Mi pecho es un dolor violento
Por lo que fue y se ha perdido
En la ausencia a la que cae la vida
Donde nada es ni vuelve a serlo!

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I
El hallazgo del Manuscrito

En la parte occidental de Irlanda se encuentra una diminuta aldea llamada


Kraighten. Está situada sola al pie de una colina baja. La rodea un extenso
erial de campo estéril y completamente inhóspito; por él, muy espaciados
entre sí, puede uno toparse con los restos de alguna cabaña largo tiempo
abandonada, sin techo y desguarnecida. Toda la zona está yerma y
despoblada, con la propia tierra cubriendo apenas la roca que abunda bajo ella
y que emerge en algunos puntos formando crestas con forma de olas.
Pese a tal desolación, mi amigo Tonnison y yo elegimos pasar allí
nuestras vacaciones. Él se había tropezado con el lugar por pura casualidad el
año anterior, durante un largo viaje a pie, y había descubierto las
posibilidades para la pesca con caña que ofrecía un riachuelo sin nombre que
discurría más allá de los límites del pueblecito.
Como he dicho, el río carece de nombre; y podría añadir que en ninguno
de los mapas que he consultado hasta la fecha figuran el pueblo y el río.
Parecen haber pasado desapercibidos por completo: de hecho, bien podrían no
existir, a juzgar por lo que cualquier guía corriente llega a decir. Seguramente
esto puede atribuirse en parte al hecho de que la estación de ferrocarril más
próxima (Ardrahan[109]) se encuentra a unas cuarenta millas de distancia.
Mi amigo y yo llegamos a Kraighten al principio de un cálido atardecer.
La noche anterior habíamos llegado a Ardrahan, donde dormimos en unas
habitaciones alquiladas a la oficina de correos local[110], para partir por la
mañana temprano, sosteniéndonos como podíamos sobre uno de los carruajes
típicos de la zona[111].
Habíamos tardado todo el día en alcanzar nuestro destino recorriendo
algunos de los senderos más agrestes que puedan imaginarse, por lo que nos
encontrábamos exhaustos y un tanto malhumorados. No obstante, había que
montar la tienda y asegurar nuestros haberes antes de pararse a pensar en
comida o descanso. Así pues, nos pusimos manos a la obra, con la ayuda de
nuestro cochero, y pronto tuvimos la tienda plantada sobre una pequeña
porción de terreno justo a las afueras del pueblo y bastante cerca del río.

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Después, una vez guardadas nuestras pertenencias, despedimos al
cochero, pues había de realizar su viaje de regreso lo antes posible, no sin
antes decirle que volviese por nosotros al cabo de una quincena. Habíamos
traído suficientes víveres para ese tiempo y podíamos coger agua del arroyo.
No necesitábamos combustible porque nos habíamos equipado con un
pequeño hornillo de aceite y el tiempo era bueno y cálido.
Fue idea de Tonnison que acampáramos al aire libre en lugar de buscar
alojamiento en alguna de las cabañas. Como explicaba, no tenía mucha gracia
dormir en una habitación con una familia numerosa de lozanos irlandeses en
un rincón y la pocilga en otro, mientras sobre nuestras cabezas un puñado de
pollos sucios repartían sus bendiciones a diestro y siniestro, a la vez que el
humo de turba llenaba el lugar hasta el punto de que uno no podía parar de
estornudar desde el momento que asomaba la cabeza por la puerta.
Tonnison ya había encendido el hornillo y estaba ocupado cortando tiras
de bacón sobre la sartén; así pues, cogí la tetera y bajé a buscar agua al río.
Por el camino, tuve que pasar cerca de una pequeña reunión de lugareños, que
me observaron con curiosidad, aunque no de un modo hostil, si bien ninguno
se animó a hablarme en absoluto.
Al volver con la tetera llena, me acerqué a ellos y, tras una amistosa
inclinación de cabeza, que me devolvieron cumplidamente, les pregunté con
desenfado sobre la pesca; sin embargo, en vez de contestarme, sacudieron las
cabezas en silencio y se me quedaron mirando. Repetí la pregunta,
dirigiéndome en particular a un tipo grande y enjuto que tenía justo al lado;
esta vez tampoco obtuve respuesta. Entonces el hombre se volvió hacia uno
de sus compañeros y le dijo algo rápidamente en un idioma que no
comprendí; y, de pronto, todo el grupo empezó a parlotear en lo que, tras unos
instantes, tomé por irlandés puro. Al mismo tiempo lanzaban muchas miradas
en mi dirección. Durante lo que fue tal vez un minuto, hablaron entre ellos de
esta manera; a continuación, el hombre al que me había dirigido se volvió
hacia mí y me dijo algo. Por la expresión de su rostro supuse que, a su vez,
me estaba haciendo una pregunta; ahora fui yo quien tuve que sacudir la
cabeza para indicar que no comprendía lo que querían saber; y así nos
quedamos, mirándonos las caras, hasta que oí que Tonnison estaba
llamándome para que me diese prisa con la tetera. Entonces, con una sonrisa y
una inclinación de cabeza, les dejé, y todos en la pequeña reunión me
devolvieron la sonrisa y la inclinación, aunque sus rostros delataban su
perplejidad.

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Era evidente, reflexionaba mientras iba hacia la tienda, que los habitantes
de estas pocas cabañas en medio de los páramos no sabían una sola palabra de
inglés; y, cuando se lo dije a Tonnison, me comentó que ya era consciente de
ello y que no era raro que así ocurriese en aquella parte del país, donde la
gente solía vivir en sus aisladas aldeas hasta la muerte, sin llegar a entrar en
contacto con el mundo exterior.
—Ojalá el cochero nos hubiera servido de intérprete antes de marcharse
—comenté mientras nos sentábamos a comer—. Debe de ser tan extraño para
la gente de este lugar no saber siquiera para qué hemos venido.
Tonnison asintió roncamente y después permaneció en silencio un rato.
Más tarde, con nuestros apetitos saciados, comenzamos a hablar,
planeando lo que haríamos al día siguiente; después, tras fumar, cerramos la
tienda y nos dispusimos a dormir.
—Supongo que no habrá riesgo de que esos tipos de afuera se lleven algo,
¿verdad? —pregunté mientras nos envolvíamos en nuestras mantas[112].
Tonnison dijo que no creía que lo hubiera, al menos mientras
estuviéramos por allí; y, como siguió explicando, podríamos guardarlo todo,
salvo la tienda, bajo llave en el gran baúl que habíamos traído para nuestras
provisiones. Estuve de acuerdo con eso y pronto ambos nos quedamos
dormidos.
La mañana siguiente, nos levantamos temprano y fuimos a nadar al río;
tras lo cual nos vestimos y desayunamos. Entonces sacamos nuestros aparejos
de pesca y los estuvimos preparando hasta que, con nuestros desayunos ya
bastante asentados, lo aseguramos todo dentro de la tienda y partimos en la
dirección que mi amigo había explorado en su anterior visita.
Disfrutamos todo el día de la pesca, siempre a contracorriente, y al caer la
tarde habíamos reunido una de las cestas de pescado[113] más hermosas que
había visto en mucho tiempo. Tras regresar al pueblo, comimos a gusto de
nuestro botín del día y después, una vez reservadas algunas de las mejores
piezas para nuestro desayuno, regalamos el resto del pescado a los lugareños
que se habían reunido a una respetuosa distancia para observar nuestras
actividades. Nos parecieron extraordinariamente agradecidos, pues nos
cubrieron con una avalancha de lo que tomé por bendiciones irlandesas.
Así pasamos varios días, practicando deporte espléndidamente y con un
apetito de primera para dar buena cuenta de nuestras capturas. Estábamos
contentos de comprobar lo amistosos que tendían a ser los lugareños y que no
había indicios de que se hubieran atrevido a toquetear nuestras pertenencias
durante nuestras ausencias.

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Habíamos llegado a Kraighten un martes y fue el domingo siguiente
cuando hicimos un gran descubrimiento. Hasta entonces siempre habíamos
remontado la corriente; ese día, sin embargo, dejamos a un lado nuestras
cañas, cogimos algunos víveres y salimos a dar una larga caminata en la otra
dirección. El día era cálido y fuimos avanzando sin prisa hasta detenernos al
mediodía para almorzar sobre una gran roca plana cerca de la orilla del río.
Después nos quedamos sentados fumando y solo retomamos nuestra marcha
cuando ya nos había aburrido la propia inacción.
Seguimos tal vez durante una hora con nuestro vagabundeo, charlando
tranquila y cómodamente sobre diversos temas, y parando ocasionalmente
mientras mi compañero, que tiene cierto talento artístico, realizaba rápidos
bosquejos de algunas partes impresionantes de aquel paisaje salvaje.
Y entonces, sin aviso alguno, el río que habíamos estado siguiendo tan
confiadamente desapareció de pronto en el interior de la tierra.
—¡Santo Dios! —dije—. ¿Quién podría haber imaginado algo así?
Y me quedé contemplándolo con asombro; después me volví hacia
Tonnison. Estaba mirando, con rostro inexpresivo, hacia donde el río se
desvanecía.
Habló tras un instante.
—Sigamos un poco más; tal vez vuelva a aparecer. En cualquier caso,
vale la pena investigar.
Estuve de acuerdo, así que avanzamos de nuevo, aunque sin rumbo claro,
puesto que no teníamos certeza alguna de la dirección en que debíamos
proseguir nuestra búsqueda. Continuamos quizá una milla; entonces,
Tonnison, que iba explorando con curiosidad, se detuvo y se puso una mano
sobre los ojos a modo de visera.
—¡Mira! —dijo al cabo de un momento—. ¿No hay bruma o algo así allí
a la derecha, en la dirección de esa gran roca? —y señaló con la mano.
Después de un minuto mirando fijamente, me pareció ver algo, aunque no
sabía qué podía ser, y así se lo dije.
—De todos modos —contestó mi amigo—, nos acercaremos a echar un
vistazo.
Y se dirigió hacia donde había indicado mientras yo le seguía. No
tardamos en estar rodeados de arbustos y, después de un rato, asomamos
sobre la cima de una elevada ladera cubierta de peñascos, desde la cual
podíamos contemplar una frondosa espesura de árboles y matorrales.
—Se diría que nos hemos tropezado con un oasis en este desierto de
piedra —musitó Tonnison mientras observaba con interés. Después se quedó

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en silencio con la mirada fija; y yo también miré; pues de alguna parte cerca
del centro de aquellas boscosas tierras bajas se elevaba hacia el cielo sereno
una gran columna de rocío neblinoso, sobre la cual el Sol incidía formando un
sinfín de arcoíris.
—¡Qué hermoso! —exclamé.
—Sí —replicó Tonnison pensativo—. Debe de haber una catarata, o algo
así, al otro lado. Quizá sea nuestro río que vuelve a la superficie. Vayamos a
ver.
Bajamos por la inclinada ladera y nos internamos entre los árboles y los
matorrales. Los arbustos eran densos y los árboles nos cubrían, de tal modo
que el lugar era desagradablemente umbrío; pero no tan oscuro como para
impedirme apreciar que muchos de los árboles eran frutales y que podían
distinguirse esparcidos por allí los signos inequívocos de sembrados muertos
mucho tiempo atrás. Así se me ocurrió que nos estábamos abriendo camino a
través del caos en que se había convertido lo que antiguamente debió de ser
un gran jardín. Se lo dije a Tonnison, que estuvo de acuerdo en que mi idea
tenía bastante fundamento.
¡Qué agreste lugar, tan lúgubre y tenebroso! De algún modo, a medida
que avanzábamos, la impresión de silenciosa soledad y de abandono del viejo
jardín fue creciendo en mi interior hasta hacer que me estremeciera. Podías
imaginarte seres acechando entre los enmarañados arbustos; al tiempo que, en
el propio aire del lugar, parecía flotar algo ominoso. Creo que Tonnison
también lo advertía, aunque no lo dijera.
De repente, nos paramos en seco. A través de los árboles llegaba a
nuestros oídos un sonido con creciente intensidad. Tonnison se inclinó hacia
delante escuchando. Yo ya podía oírlo con claridad; era continuo y áspero:
una especie de rugido monótono que parecía venir de lejos. Experimenté una
leve pero insólita sensación de nerviosismo, imposible de describir. ¿Qué
clase de lugar era este en el que nos habíamos metido? Miré a mi compañero
para ver qué pensaba de este asunto; noté que su cara tan solo reflejaba
curiosidad; entonces, mientras observaba sus rasgos, una expresión de
conocimiento se dibujó sobre ellos, al tiempo que asentía con la cabeza.
—Es una cascada —exclamó convencido—. Ahora reconozco el sonido.
Y empezó a abrirse camino entre los matorrales enérgicamente, en la
dirección del ruido. Mientras avanzábamos, el sonido se hacía cada vez más
claro, indicando que íbamos directamente hacia su origen. El volumen y la
proximidad del rugido crecían constantemente, hasta que, como comenté a

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Tonnison, casi parecía surgir de debajo de nuestros pies. Y aun así seguíamos
rodeados de árboles y arbustos.
—¡Ten cuidado! —me instó Tonnison—. Mira por dónde vas.
Y entonces, de pronto, salimos de entre los árboles a un gran espacio
abierto donde, a menos de seis pasos ante nosotros, se abrían la fauces de un
tremendo precipicio, desde cuyas profundidades parecía elevarse el sonido,
junto con aquel chorro continuo de la especie de niebla que habíamos
vislumbrado desde lo alto del distante terraplén.
Nos quedamos en silencio alrededor de un minuto, contemplando con
perplejidad aquella imagen; después, mi amigo avanzó cautelosamente hacia
el borde del abismo. Le seguí hasta que los dos pudimos divisar, a través del
bullir de rocío, una enorme catarata de agua espumeante que brotaba a
chorros de la pared del precipicio, casi cien pies por debajo de nosotros.
—¡Santo Dios! —dijo Tonnison.
Yo permanecí callado y bastante sobrecogido. Así de imponente y
misteriosa era la imagen, aunque me fui dando cuenta de esta segunda
cualidad más tarde.
En aquel momento, elevé la mirada hacia el otro lado del abismo. Vi que
allí se erguía algo entre el rocío: parecía un fragmento de una gran ruina, y
toqué a Tonnison en un hombro. Se volvió sobresaltado y le señalé aquella
cosa. Su mirada siguió mi dedo y sus ojos se iluminaron con un repentino
destello de excitación cuando el objeto entró en su campo de visión.
—Vamos —gritó por encima del rugido de la catarata—. Echaremos un
vistazo. Este lugar tiene algo de extraño; lo siento en los huesos.
Y se puso en marcha, rodeando el borde de aquel abismo con aspecto de
cráter. A medida que nos acercábamos a aquel nuevo objetivo, comprobaba
que mi primera impresión no era errada. Se trataba, sin duda, de una porción
de algún edificio derruido; no obstante, ahora pude distinguir que no estaba
construido al mismo borde del abismo, como había supuesto al principio, sino
situada casi al extremo de un enorme espolón de roca que sobresalía unos
cincuenta o sesenta pies sobre el precipicio. En realidad, la dentada masa de
ruinas estaba literalmente suspendida en el aire.
Una vez frente a ella, seguimos caminando por el brazo de roca que se
proyectaba en el vacío, y debo confesar que experimenté una insoportable
sensación de terror al asomarme desde aquella vertiginosa posición hacia las
profundidades desconocidas que teníamos debajo: las profundidades desde las
que no dejaban de surgir el ruido atronador del agua cayendo y la nube de
rocío ascendente.

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Al alcanzar la ruina, la rodeamos con cuidado y, al otro lado, nos
encontramos con una masa de piedras y grava caídas. Ahora que podía
examinarla en detalle, me pareció que la ruina debía de ser una porción del
muro exterior de alguna estructura prodigiosa, dados su grosor y su sólida
construcción; sin embargo, por qué estaba situada en semejante punto era algo
que ni siquiera podía figurarme. ¿Dónde estaba el resto de la casa, el castillo o
lo que quiera que aquello hubiera sido?
Volví a la cara exterior del muro, y de allí al borde del precipicio,
mientras Tonnison se quedaba hurgando metódicamente entre el montón de
piedras y escombros del lado exterior. Empecé a examinar la superficie del
terreno cerca del borde del abismo por si veía otros restos del edificio al que
evidentemente pertenecía aquel fragmento ruinoso. No obstante, aunque
escudriñé la tierra con sumo cuidado, no fui capaz de hallar indicio alguno de
que jamás se hubiese erigido una edificación en aquel punto, ante lo cual me
sentí más intrigado que nunca.
Entonces oí gritar a Tonnison; estaba llamándome con gran excitación, así
que me apresuré inmediatamente por el promontorio rocoso hacia las ruinas.
Me pregunté si se habría herido, pero después se me ocurrió que tal vez
hubiera encontrado algo.
Alcancé el muro desmoronado y lo rodeé trepando. Allí me encontré a
Tonnison, de pie dentro de un pequeño hoyo que había excavado entre los
escombros: estaba sacudiendo la tierra de algo que parecía un libro, muy
maltrecho y estropeado por las piedras; cada uno o dos segundos, abría la
boca para gritar mi nombre. En cuanto vio que ya estaba allí, me entregó su
trofeo pidiéndome que lo guardara en mi morral para protegerlo de la
humedad mientras él seguía explorando. Así lo hice, no sin antes hojearlo y
comprobar que en sus páginas se apretaban los renglones de una caligrafía
nítida y anticuada, bastante legible, excepto en una porción donde muchas de
las páginas estaban casi destruidas por el barro y los escombros, como si el
libro hubiese estado doblado hacia fuera por esa parte. Según el propio
Tonnison, así era como se lo había encontrado, y el daño se debía
probablemente a la caída de cascotes sobre la parte abierta. Curiosamente, el
libro estaba bastante seco, lo que atribuí al hecho de que había quedado bien
cubierto por las ruinas.
Una vez guardé el volumen a buen recaudo, me dispuse a echar una mano
a Tonnison en la tarea de excavar que él mismo se había impuesto; no
obstante, pese a que invertimos más de una hora de trabajo duro en levantar
todas las piedras y escombros amontonados, no encontramos más que algunos

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fragmentos de madera rota que quizá habían formado parte de un escritorio o
de una mesa; así pues, abandonamos nuestra búsqueda y volvimos por la roca
hacia la seguridad de la tierra sólida.
A continuación hicimos un recorrido completo de aquella tremenda fosa,
cuya forma pudimos observar que era casi perfectamente circular, excepto por
el saliente de roca coronado por las ruinas, que rompía su simetría[114].
El abismo, tal como lo describió Tonnison, parecía, más que cualquier
otra cosa, un pozo o un foso gigantesco que se internaba directamente en las
entrañas de la Tierra.
Seguimos aún un rato más contemplando lo que nos rodeaba y luego, al
advertir que había un espacio abierto al Norte de la fosa, nos encaminamos
hacia él.
Allí, a varios cientos de yardas del colosal pozo, nos encontramos un gran
lago de aguas que eran mansas excepto en una zona donde borboteaban y
gorgoteaban incesantemente.
Ahora que nos habíamos alejado del ruido del caño de la catarata
podíamos oírnos el uno al otro cuando hablábamos y pregunté a Tonnison qué
pensaba de aquel sitio. Le dije que no me gustaba y que me encantaría que
saliésemos de allí lo antes posible.
Respondió con un asentimiento y dirigió una mirada furtiva a los bosques
de atrás. Le pregunté si había visto u oído algo. No contestó; en lugar de ello,
permaneció en silencio, como escuchando, y yo también me quedé callado.
De pronto, habló.
—¡Escucha! —dijo bruscamente.
Le miré primero y después hacia los árboles y los matorrales, aguantando
la respiración involuntariamente. Pasamos un minuto en tenso silencio; aun
así, no pude oír sonido alguno y me volví hacia Tonnison para decírselo; pero
entonces, cuando abría mis labios para hablar, llegó un extraño ruido quejoso
del bosque a nuestra izquierda… Parecía flotar a través de los árboles, se oyó
el crujir de hojas revueltas y, a continuación, silencio.
Tonnison habló a la vez que me ponía una mano en el hombro.
—Salgamos de aquí —dijo y empezó a moverse lentamente hacia donde
los árboles y los matorrales que nos rodeaban parecían menos espesos.
Mientras le seguía, advertí, de pronto, que el Sol estaba bajo y que había una
cruda sensación de frío en el aire.
Tonnison no dijo más, pero siguió avanzando a paso firme. Ya estábamos
entre los árboles cuando, nervioso, miré alrededor; pero no vi más que las
ramas y los troncos inmóviles, y los arbustos enmarañados. Continuamos la

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marcha, sin que sonido alguno rompiese nuestro silencio, salvo el ocasional
chasquido de alguna ramita quebrada bajo nuestros pies mientras
avanzábamos. Aun así, pese a la ausencia de ruido, tenía la horrible sensación
de que no estábamos solos y me mantenía tan cerca de Tonnison que dos
veces le pisé los talones torpemente, aunque nada me dijo. Pasaron los
minutos, uno tras otro, hasta que alcanzamos los límites del bosque para salir
a la desnudez del paisaje rocoso. Solo entonces pude quitarme de encima el
espanto que me había angustiado entre los árboles.
En una ocasión, mientras nos alejábamos, pareció sonar de nuevo un
lamento en la distancia y me quise convencer de que era el viento, aun cuando
esa tarde no soplaba brisa alguna.
Poco después, Tonnison empezó a hablar.
—Mira —dijo con decisión—, no pasaría la noche en ese lugar ni por
todo el oro del mundo. Allí hay algo impío, diabólico. ¿Sabes? ¡Me daba la
impresión de que los bosques estaban llenos de seres abyectos!
—Sí —le respondí, volviendo la mirada hacia aquel lugar; pero estaba
oculto tras la elevación del terreno.
—Tenemos el libro —le dije metiendo la mano en el morral.
—¿Lo llevas bien guardado? —me preguntó con un súbito acceso de
ansiedad.
—Sí —repliqué.
—Tal vez —continuó— nos permita averiguar algo cuando volvamos a
nuestro campamento. También deberíamos apresurarnos; todavía estamos a
mucha distancia y ahora no me apetece que la oscuridad nos sorprenda por
aquí.
Aún tardamos dos horas más en llegar al campamento; allí, sin demora,
nos pusimos a preparar la cena, pues llevábamos sin comer desde nuestro
almuerzo del mediodía.
Cuando hubimos cenado, apartamos los cacharros y encendimos las pipas.
Entonces Tonnison me pidió que sacase el Manuscrito de mi morral. Así lo
hice y, como los dos no podíamos leerlo a la vez, me propuso que lo leyese yo
en voz alta.
—Y escucha —me previno, sabedor de mis inclinaciones—, no vayas a
saltarte la mitad del libro.
Sin embargo, de haber sabido lo que contenía, se habría dado cuenta de
cuán innecesaria era tal advertencia, al menos en esa ocasión. Y allí, sentado
en la entrada de nuestra tienda, comencé el extraño relato de La casa en el

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límite (pues ese era el título del Manuscrito), tal cual se cuenta en las páginas
que siguen.

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II
La Planicie del Silencio

Soy un hombre viejo. Vivo en esta casa antigua, rodeada por unos jardines
enormes y descuidados.
Los campesinos que habitan los páramos de más allá dicen que estoy loco.
Es porque no tengo relación alguna con ellos. Vivo aquí solo con mi vieja
hermana, que también es mi ama de llaves. No tenemos sirvientes —los
detesto—. Tengo un único amigo, un perro; sí, antepondría al viejo Pepper a
todo el resto de la Creación. Al menos me comprende y tiene suficiente
sentido común para dejarme solo durante mis periodos de desánimo.
He decidido iniciar una especie de diario; tal vez me permita registrar
algunos de los pensamientos y los sentimientos que no puedo expresar a
otros; pero, más que eso, estoy ansioso por dejar constancia por escrito de las
cosas insólitas que he oído y visto, a lo largo de muchos años de soledad, en
este viejo y extraño edificio.
Hace un par de siglos que esta casa tiene cierta reputación, de las malas, y,
hasta que yo la compré, llevaba más de ochenta años deshabitada; en
consecuencia, me hice con este viejo lugar por una suma ridículamente
pequeña.
No soy supersticioso, pero he dejado de negar que en esta vieja casa pasan
cosas… cosas que no puedo explicar; y, por eso, necesito aliviar mi mente
recogiéndolas por escrito en la medida que me sea posible hacerlo; pero, en
caso de que este diario mío llegue a ser leído cuando yo ya no esté, los
lectores sacudirán sus cabezas, aún más convencidos de mi locura.
¡Qué antigua es esta casa! Y, sin embargo, llama menos la atención por su
antigüedad que por su pintoresca estructura, curiosa y fantástica en grado
sumo. Está dominada por pequeñas torres y pináculos curvados cuyos
contornos se antojan llamas vivas; mientras que el cuerpo del edificio tiene
forma circular[115].
He oído que se cuenta una historia entre las gentes de la zona de acuerdo
con la cual el diablo construyó este lugar. Sin embargo, eso da igual. Si es

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verdad o no, ni lo sé ni me importa salvo porque ayudó a rebajar su precio
antes de que yo llegara.
Debía de llevar ya unos diez años aquí cuando por fin vi algo que
justificaba la creencia en las historias que se contaban entre los lugareños
sobre esta casa. Es verdad que, al menos en una docena de ocasiones, había
visto vagamente cosas que me habían intrigado y tal vez las había sentido más
que visto. Después, a medida que los años pasaban y me avejentaban, con
frecuencia advertía que había algo que no podía ver pero que estaba
indiscutiblemente presente en las salas y los corredores desiertos. Aun así,
como he dicho, pasaron muchos años antes de que viese algunas
manifestaciones auténticas de lo que se suele llamar sobrenatural.
No era la Víspera de Todos los Santos[116]. Si estuviera contando una
historia con el afán de entretener, probablemente debería situarla en esa noche
entre las noches; pero esto es un relato verdadero de mis propias experiencias
y no las recogería por escrito para divertir a lector alguno. No. Fue después de
la medianoche, en la madrugada del día veintiuno de enero. Estaba sentado
leyendo, como acostumbro a hacerlo, en mi estudio. Pepper estaba acostado,
durmiendo, cerca de mi asiento.
Sin previo aviso, las llamas de las dos velas bajaron y empezaron a brillar
con un espectral resplandor verdoso[117]. Al alzar la mirada rápidamente, pude
ver cómo las luces se sumían en una atenuada tonalidad rojiza[118]; de tal
modo que la sala quedó iluminada por un extraño y pesado crepúsculo
carmesí que proyectaba una doble capa de oscuridad en las sombras tras las
sillas y las mesas; y donde quiera que incidía aquella luz era como si se
hubiera esparcido sangre luminosa por la habitación.
Escuché un gemido débil y temeroso, procedente del suelo, y algo se
apretó entre mis pies. Era Pepper, acobardado bajo mi bata. ¡Pepper, que solía
ser valiente como un león!
Creo que fue esa reacción del perro lo que me provocó la primera punzada
de auténtico miedo. Me había sobresaltado considerablemente cuando las
luces habían empezado a arder primero verdes y después rojas; por un
momento, había tenido la impresión de que el cambio se debía a la entrada de
algún gas nocivo en la habitación. Ahora, sin embargo, veía que no era así,
puesto que las velas ardían con una llama constante y no mostraban signos de
que fueran a apagarse, como habría ocurrido si el cambio se hubiera debido a
alguna contaminación en el aire.
No me moví. Estaba francamente asustado, pero no se me ocurría otra
cosa mejor que esperar. Pasé tal vez un minuto mirando nerviosamente a un

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lado y a otro de la habitación. Entonces advertí que las luces habían
comenzado a bajar, muy lentamente, hasta mostrar unas diminutas motas de
fuego rojo, como los destellos de rubíes en la oscuridad. Seguí sentado
observando, mientras una especie de ensoñación indiferente parecía
apoderarse de mí, disipando el miedo que había comenzado a atraparme.
Advertí que, al otro lado de aquella enorme y anticuada habitación, había
un leve fulgor. Fue aumentando hasta que el resplandor de una temblorosa luz
verde llenó la sala; después, se debilitó rápidamente y se transformó, como lo
habían hecho las llamas de las velas, en un carmesí oscuro y lúgubre que se
avivó hasta inundar la habitación con un terrible esplendor.
La luz, procedente de la pared del fondo, se hizo cada vez más intensa,
hasta que su insoportable brillo me provocó un dolor tan agudo en los ojos
que los cerré sin proponérmelo. Tardé quizá varios segundos en poder abrirlos
de nuevo. Lo primero que noté fue que la luz se había atenuado mucho, así
que ya no me lastimaba los ojos. Después, al apagarse aún más, advertí de
repente que, en lugar de mirar hacia aquel color rojo, estaba viendo a través
de él y también de la pared que había más allá.
A medida que asimilaba aquella idea, me di cuenta de que estaba
contemplando una planicie inmensa, iluminada por la misma especie de
crepúsculo mortecino que había impregnado la habitación. La vastedad de
aquella llanura era casi inconcebible. No podía encontrar sus confines por
parte alguna. Parecía ensancharse y extenderse de manera tal que el ojo no
alcanzaba a apreciar sus límites. Lentamente, los detalles de las porciones más
cercanas se fueron haciendo más claros; entonces, casi en un instante, la luz
se apagó y aquella visión —si es que lo era— se desvaneció hasta
desaparecer.
De pronto, advertí que ya no estaba en la silla. En lugar de eso, parecía
estar suspendido en el aire sobre ella, mirando hacia abajo a algo oscuro,
acurrucado y en silencio. Poco después, me golpeó una fría ráfaga y me
encontré fuera en la noche, flotando como una burbuja ascendente a través de
la oscuridad. Mientras me movía, pareció envolverme un frío helado que me
hizo estremecer.
Después de un rato, miré a izquierda y derecha, y pude ver la insoportable
negrura de la noche, perforada por remotos destellos de fuego. Me alejé. En
una ocasión, eché una mirada atrás y vi la Tierra, una pequeña medialuna de
luz azul, que se perdía en la distancia a mi izquierda. Aún más lejos, el Sol,
una explosión de llamas blancas, ardía con viveza sobre la oscuridad.

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Transcurrió un periodo indefinido. Después vi la Tierra por última vez: un
persistente glóbulo de un azul radiante, nadando en la eternidad del éter. Y yo
mismo, un frágil copo de polvo de alma, titilaba en silencio por ese vacío,
procedente del distante azul y rumbo a donde se extendía lo desconocido.
Me pareció que había pasado mucho tiempo y ya nada podía ver por parte
alguna. Había dejado atrás las estrellas fijas[119] para zambullirme en la
inmensa negrura que aguarda más allá. Durante todo ese tiempo había
experimentado poca cosa, salvo una sensación de levedad y frío malestar.
Ahora, sin embargo, la atroz oscuridad pareció hacer mella en mi alma y me
sentí lleno de miedo y desesperación. ¿Qué iba a ser de mí? ¿A dónde iba?
Mientras se formaban estos pensamientos, empezó a crecer sobre la
impalpable negrura que me envolvía una ligera pincelada de sangre. Parecía
extraordinariamente remota y difusa; aun así, la sensación opresiva se alivió y
ya no me sentí desesperado.
Lentamente, aquel distante color rojo se hizo más nítido y mayor; hasta
que, al acercarme, se expandió como un enorme y lúgubre fulgor de una
tremenda tristeza. No obstante, volé hacia él y pronto estuve tan cerca que
parecía extenderse por debajo de mí como un gran océano de un lúgubre color
rojo. Poco podía ver, salvo que parecía expandirse sin cesar en todas las
direcciones.
Pasado más tiempo, me encontré descendiendo sobre aquello y pronto me
hundí en un gran mar de sombrías nubes de tono rojizo. Lentamente, emergí
de ellas, y allí, por debajo de mí, vi la inmensa planicie que ya había visto
desde mi habitación de esta casa que se erige en las fronteras de los Silencios.
En un instante había aterrizado y estaba de pie en medio de una gran
llanura inhóspita. El lugar estaba iluminado por una especie de crepúsculo
mortecino que producía una impresión de indescriptible desolación.
Lejos a mi derecha, en el cielo, ardía un gigantesco anillo de fuego rojo
oscuro, desde cuyo borde irradiaban enormes llamaradas serpenteantes de
formas afiladas y dentadas. El interior de este anillo era negro, negro como la
oscuridad de la noche exterior. Comprendí al instante que, de este
extraordinario sol, surgía la lúgubre luz de aquel lugar.
Dejé de observar aquella extraña fuente de luz para mirar de nuevo en
torno a mí. Adondequiera que dirigiese la vista, no veía más que aquella
monotonía plana de la llanura interminable. Por ninguna parte podía distinguir
signos de vida; ni siquiera las ruinas de algún lugar antaño habitado.
Poco a poco, advertí que era transportado, flotando a través de aquella
llanura. Me desplacé durante lo que me pareció una eternidad. Estaba ajeno a

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cualquier sensación de gran impaciencia, si bien me acompañaban en todo
momento cierta curiosidad y un enorme asombro. No dejaba de ver la
amplitud de aquella vasta planicie que me rodeaba; ni dejaba de buscar alguna
novedad que rompiese su monotonía; sin embargo, no había cambio alguno…
nada más que soledad, silencio y desierto.
Por un instante, de manera semiinconsciente, noté una ligera neblina de
tono rojizo que cubría su superficie. No obstante, cuando miré con más
atención, fui incapaz de apreciar que fuera en realidad tal niebla, pues parecía
mezclarse con la llanura, confiriéndole un aspecto peculiarmente irreal que
comunicaba a los sentidos una idea de insustancialidad.
Poco a poco, comenzó a hastiarme aquella invariabilidad. Aun así, pasó
mucho tiempo antes de que percibiera indicios algunos del lugar hacia donde
estaba siendo transportado.
Al principio, lo vi a lo lejos, al frente, como un montículo alargado sobre
la superficie de la Planicie. Después, a medida que iba estando más cerca, me
di cuenta de que estaba equivocado, puesto que, en lugar de una colina baja,
ahora podía distinguir una cadena de grandes montañas, cuyos picos distantes
se elevaban hacia la penumbra roja hasta casi perderse de vista.

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III
La casa en la arena[120]

Así, pasado un tiempo, llegué a las montañas. Entonces, mi viaje vio alterado
su curso, y comencé a moverme a la altura de sus bases, hasta que, de pronto,
vi que me encontraba frente a una enorme grieta que se abría entre las
montañas. Me moví a lo largo de ella a no demasiada velocidad. Me
flanqueaban unas altísimas y escarpadas paredes de roca rosada que se
elevaban en vertical. A gran distancia sobre mí, divisé una fina franja roja,
donde se abría la boca de la fosa entre picos inaccesibles. El interior era
lóbrego, profundo y sombrío, sumido en un silencio helado. Seguí un rato en
línea recta, hasta que, por fin, vi al frente una luminosidad roja que me
anunciaba la cercanía del otro extremo del desfiladero.
Al cabo de un minuto, había llegado a la salida de la fosa y podía
contemplar un enorme anfiteatro montañoso. Pero no me inquietaban las
montañas ni la grandiosidad de aquel lugar, pues estaba demasiado aturdido
por el asombro de distinguir, a una distancia de varias millas y situada en el
centro del coliseo, una colosal estructura que parecía construida con jade
verde. Mas no era el propio descubrimiento de la edificación lo que me había
asombrado tanto, sino el hecho, cada vez más patente, de que, salvo su color y
su enorme tamaño, aquella solitaria estructura no se diferenciaba en detalle
alguno de esta casa donde vivo.
Seguí contemplándola fijamente un rato más. Aun entonces apenas podía
creer lo que veía. En mi mente se formó una pregunta que se repetía
incesantemente: «¿Qué significa? ¿Qué significa?»; pero era incapaz de
contestarla, ni siquiera desde lo más profundo de mi imaginación. Era como si
no alcanzara más que a sentir asombro y temor. Miré durante algún tiempo
más sin dejar de advertir nuevas semejanzas que me llamaban la atención.
Finalmente, hastiado y enojado por la curiosidad, aparté la mirada de aquello
para dirigirla al resto del extraño lugar donde me había internado.
Hasta ese momento, había estado tan enfrascado en mi examen de la Casa
que tan solo había echado un somero vistazo alrededor. Ahora, al mirarlo,
comencé a darme cuenta de la clase de lugar al que había llegado. La arena,

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pues así había dado en llamarla, parecía ser un círculo perfecto de unas diez o
doce millas de diámetro, con la Casa, como mencioné antes, situada en su
centro. La superficie de aquel lugar, como la de la Planicie, tenía un peculiar
aspecto neblinoso que, sin embargo, no era niebla.
En un veloz reconocimiento, mi mirada se dirigió rápidamente hacia
arriba por las laderas de las montañas circundantes. Qué silenciosas eran.
Creo que esta quietud abominable me afectaba más que cualquiera de las
cosas que había visto o imaginado hasta entonces. Desde arriba, la impalpable
rojez confería una apariencia borrosa a todas las cosas.
Y entonces, mientras observaba con curiosidad, se me infundió un nuevo
terror, pues, arriba a lo lejos, entre las cumbres tenebrosas, divisé una vasta
forma oscura, de dimensiones formidables. Creció ante mis ojos. Tenía una
enorme cabeza equina, con orejas gigantescas, y parecía mantener su mirada
imperturbable hacia la arena. Algo en su postura me dio la impresión de una
vigilancia eterna, como si llevara un sinfín de eternidades guardando aquel
desolado lugar. Lentamente, fui distinguiendo mejor la imagen del monstruo;
entonces, de pronto, mi mirada saltó desde él hacia algo a mayor distancia y
altura entre los riscos. Pasé un largo minuto mirándolo con temor. Tenía la
extraña sensación de que no carecía de algún elemento familiar, como si algo
se removiera en el fondo de mi mente. Era una cosa negra que tenía cuatro
brazos grotescos. Sus rasgos no eran nítidos; distinguí varios objetos de color
claro alrededor de su cuello. Poco a poco, pude apreciar los detalles y advertí,
con un escalofrío, que eran cráneos. En torno a una zona inferior del cuerpo
tenía arrollado otro cinto, de aspecto menos oscuro sobre el tronco negro.
Entonces, mientras me preguntaba qué era aquella cosa, un recuerdo se
deslizó en mi mente y no me cupo duda de que estaba mirando a una
monstruosa representación de Kali, la diosa hindú de la muerte[121].
Otras evocaciones de mis días de estudiante arribaron a mis pensamientos.
Mi mirada descendió hasta la enorme Cosa con cabeza de animal. En el
mismo instante, la reconocí como el antiguo dios egipcio Set, o Seth, el
Destructor de Almas[122]. El conocimiento me llenó de interrogantes… «¡Dos
de los…!». Me detuve y me esforcé en pensar. Cosas que superaban mi
imaginación se asomaban a mi mente asustada. Lo vi vagamente. «¡Los viejos
dioses de la mitología!». Traté de comprender qué significaba aquello. Mi
mirada vacilaba entre los dos. «Si…».
En un instante se me ocurrió algo; me volví y miré sin dilación hacia
arriba, buscando entre los tenebrosos riscos a mi izquierda. Algo sobresalía
bajo un gran pico, una forma de color gris. Me pregunté si no la había visto

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antes y entonces recordé que aún no había mirado hacia esa zona. Ahora lo
veía con más claridad. Era, como he dicho, gris. Tenía una cabeza tremenda,
pero carecía de ojos. Esa parte de su rostro estaba vacía.
Ahora podía ver que había otras cosas allá arriba entre las montañas. Más
distante, reclinada sobre un elevado antepecho, distinguí una masa lívida,
irregular y macabra[123]. Parecía carecer de forma, salvo por un rostro impuro,
medio animal, que asomaba, vil, desde alguna parte cerca de su centro. Y
después vi otros… había cientos de ellos. Parecían brotar de las sombras. De
inmediato reconocí a varios como deidades mitológicas; otros me resultaban
extraños, inalcanzablemente extraños, más allá de lo que una mente humana
pueda concebir.
Miraba a un lado y a otro, y cada vez veía más. Las montañas estaban
llenas de cosas extrañas: los Dioses-bestia y unos Horrores tan atroces y
bestiales que la posibilidad y la decencia rechazan todo intento de
describirlos. Y yo… yo estaba sobrecogido por una terrible sensación de
horror, miedo y repugnancia, pese a la cual no dejaba de interrogarme:
¿Había, después de todo, en los viejos cultos paganos algo más que la mera
deificación de los hombres, los animales y los elementos? El pensamiento me
atenazaba: ¿lo había?
Después, una pregunta se repetía. ¿Qué eran los Dioses-bestia y las otras
cosas? Al principio me habían parecido tan solo Monstruos esculpidos y
colocados indiscriminadamente entre los picos y los precipicios inaccesibles
de las montañas circundantes. Ahora, al examinarlos con más detenimiento,
mi mente comenzó a llegar a nuevas conclusiones. Tenían algo, una especie
indescriptible de vitalidad silenciosa que sugería a mi consciencia en
expansión un estado de vida en muerte… algo que ni en lo más mínimo era
vida tal como la comprendemos; sino más bien una forma inhumana de
existencia que podría asemejarse en buena medida a un trance imperecedero:
una condición en la que era posible imaginar que continuasen eternamente.
«¡Inmortal!», la palabra surgió espontáneamente en mis pensamientos y de
inmediato comencé a preguntarme si aquello podría ser la inmortalidad de los
dioses[124].
Y entonces, mientras me preguntaba y cavilaba, ocurrió algo. Hasta ese
momento, había permanecido dentro de la sombra de la salida de la gran
grieta. Ahora, de modo ajeno a mi voluntad, me vi arrastrado fuera de la
semioscuridad y empecé a moverme lentamente a través de aquel coliseo…
hacia la Casa. Al suceder esto, abandoné todo pensamiento sobre las Formas
prodigiosas de arriba y lo único que podía hacer era observar con miedo la

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tremenda estructura hacia la que estaba siendo conducido tan
inexorablemente. Aun así, pese a que busqué con gran atención, nada
descubrí que no hubiese visto ya, por lo que me fui calmando gradualmente.
Pronto estuve más allá de la mitad de la distancia entre la Casa y el
barranco. En torno a mí, por todas partes, se extendían la baldía desolación de
aquel lugar y el silencio ininterrumpido. Me aproximaba constantemente al
gran edificio. Entonces, de repente, algo captó mi atención, algo que venía de
detrás de uno de los enormes contrafuertes de la casa para dejarse ver por
entero. Era una cosa gigantesca que avanzaba de manera curiosa, casi erguida,
como lo haría un hombre. Apenas llevaba ropa y destacaba su aspecto
luminoso. Aun así, fue su rostro lo que más me llamó la atención y me asustó.
Era el rostro de un cerdo[125].
Silenciosa y fijamente, observé a aquella horrible criatura, con tanto
interés en sus movimientos que, por un momento, olvidé mi temor. Avanzaba
pesadamente en torno al edificio y se detenía ante cada ventana para mirar por
ella y probar los barrotes que, como en esta casa, la protegían; y, cada vez que
llegaba a una puerta, la empujaba y hurgaba furtivamente su cerradura. Era
obvio que estaba buscando algún modo de entrar en la Casa.
Me encontraba ya a menos de un cuarto de milla de la gran estructura y
seguía siendo transportado hacia ella. Bruscamente, la Cosa se volvió para
lanzar una espantosa mirada hacia donde yo me encontraba. Abrió su boca y,
por primera vez, la quietud de aquel abominable lugar se vio interrumpida por
una nota honda y resonante que hizo que me recorriera un nuevo escalofrío de
aprensión. Entonces, de inmediato, advertí que se dirigía hacia mí rápida y
silenciosamente. Al instante, había recorrido la mitad de la distancia que nos
separaba. Y, al mismo tiempo, yo seguía siendo transportado impotente a su
encuentro. A solo cien yardas, la brutal ferocidad de ese rostro gigantesco me
entumecía con una sensación de horror sin paliativos. Podría haber chillado,
pues tal era la magnitud de mi miedo; entonces, cuando me hallaba al límite
de la desesperación, me di cuenta de que estaba mirando a la arena desde
arriba, desde una altura que aumentaba rápidamente. Me elevaba más y más.
En un lapso inconcebiblemente breve, me encontré a muchos cientos de pies
de altura. Por debajo, en el punto que acababa de abandonar se encontraba la
repugnante Criatura Porcina. Se había puesto a cuatro patas para olfatear y
hozar como un auténtico cerdo la superficie de la arena. Al momento se irguió
sobre los pies y extendió sus zarpas hacia arriba, con una expresión de ansia
en el rostro como nunca he visto en este mundo.

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Seguí ascendiendo cada vez más. En lo que parecieron unos pocos
minutos, me había elevado sobre las grandes montañas, flotando solitario en
la lejanía del cielo rojo. A una distancia tremenda por debajo se veía muy
imprecisa la arena; la formidable Casa no parecía más que un diminuto punto
verde. Ya no se podía ver al Ser Porcino.
Pronto había dejado atrás las montañas y me encontraba sobre la enorme
extensión de la Planicie. A lo lejos, sobre su superficie, en la dirección del sol
en forma de anillo, aparecía un borrón confuso. Lo miré con indiferencia. Me
recordó, en cierta medida, a mi primera visión del anfiteatro montañoso.
Con una sensación de hastío, elevé la mirada hacia el inmenso anillo de
fuego. ¡Qué cosa tan extraña! Entonces, mientras lo contemplaba, de su
oscuro centro brotó un destello de fuego extraordinariamente intenso. En
comparación con el tamaño del centro negro, era insignificante; en sí mismo,
era descomunal. Avivado mi interés, lo observé con detenimiento, reparando
en su extraña forma de bullir y brillar. Entonces, en un instante, todo aquello
se volvió impreciso e irreal, y se perdió de vista. Con gran asombro, eché un
vistazo a la Planicie de abajo, sobre la que seguía elevándome. Eso me
reportó otra sorpresa. La Planicie… todo se había desvanecido y, muy lejos
debajo de mí, no se extendía más que un mar de niebla roja. Progresivamente,
mientras lo contemplaba se fue haciendo más remoto hasta disiparse en un
lejano y profundo misterio de rojo contra una noche insondable. Después de
un rato, incluso eso había desaparecido y me encontré envuelto en una
penumbra impalpable, sin luz alguna.

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IV
La Tierra

En esa situación me encontraba y únicamente el recuerdo de haber


sobrevivido ya una vez a la oscuridad lograba animar mi pensamiento. Pasó
mucho tiempo… una eternidad. Y entonces una estrella solitaria se abrió paso
en la oscuridad. Era la primera de uno de los cúmulos periféricos de este
universo[126]. Pronto la había dejado muy atrás y todo lo que me rodeaba
brillaba con el esplendor de innumerables estrellas. Después de lo que
parecieron años, vi el Sol, un coágulo de llamas. En torno a él distinguí
entonces varias motas de luz a lo lejos: los planetas del Sistema Solar. Y así
volví a ver la Tierra, azul e increíblemente diminuta. Crecía y se hacía más
definida.
Pasó mucho tiempo y por fin entré en la sombra del mundo,
zambulléndome de cabeza en la oscura y bendita noche de la Tierra. Por
encima estaban las viejas constelaciones y la Luna en cuarto creciente.
Entonces, mientras me aproximaba a la superficie de la Tierra, la oscuridad se
apoderó de mí y me pareció hundirme en una niebla negra.
No supe más durante un rato. Estaba inconsciente. Poco a poco, fui
advirtiendo un gimoteo débil y lejano. Se fue haciendo más perceptible. Me
poseyó una sensación desesperada de agonía. Me esforcé furiosamente por
tomar aliento y traté de gritar. Un instante después pude respirar con más
facilidad. Era consciente de que algo me estaba lamiendo la mano. Algo
húmedo me pasó por la cara. Oí un jadeo y después, de nuevo, el gimoteo.
Ahora parecía que resultaba familiar a mis oídos, y abrí los ojos. Todo estaba
oscuro, pero la sensación opresiva me había abandonado. Estaba sentado
mientras algo gimoteaba lastimeramente y me lamía. Me sentí extrañamente
confundido e instintivamente intenté protegerme de la cosa que me estaba
lamiendo. Tenía la cabeza curiosamente ausente y, en ese momento, parecía
incapaz de cualquier acción o pensamiento. Entonces, volví en mí y llamé a
Pepper débilmente. Me respondió con un ladrido gozoso y renovadas caricias
frenéticas.

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Al poco tiempo me sentí más fuerte y alargué una mano en busca de
cerillas. Tras palpar a ciegas durante unos instantes, mis manos dieron con
ellas; encendí una y miré alrededor confuso. Todo lo que veía en torno a mí
eran cosas viejas y conocidas. Pero permanecí allí sentado, aturdido de
asombro, hasta que la llama de la cerilla me quemó el dedo y la dejé caer; al
mismo tiempo, una rápida expresión de dolor y enojo escapó de mis labios,
sorprendiéndome con el sonido de mi propia voz.
Después de un momento, prendí otra cerilla y, dando tumbos por la
habitación, fui encendiendo las velas. Mientras lo hacía, me di cuenta de que
no habían ardido por completo, sino que se habían apagado antes.
Mientras las llamas se avivaban, me volví para contemplar el estudio; mas
nada había fuera de lo usual y me invadió un repentino soplo de irritación.
¿Qué había ocurrido? Sostuve mi cabeza entre las manos tratando de recordar.
¡Ah, la gran Planicie silenciosa y el sol de fuego rojo en forma de anillo!
¿Dónde estaban? ¿Dónde los había visto? ¿Cuánto tiempo hacía? Me sentí
aturdido y confuso. En una o dos ocasiones recorrí el cuarto tambaleándome.
Mi memoria parecía adormecida y solo con mucho esfuerzo logré evocar lo
que había presenciado.
Me recuerdo maldiciendo malhumorado en mi ofuscación. De repente, me
sentí desfallecido y mareado, y tuve que agarrarme a la mesa para apoyarme.
Por unos instantes, me sostuve débilmente de ese modo y, a continuación, me
las arreglé para dejarme caer, de lado, en una silla. Después de un rato, me
sentí un poco mejor y logré alcanzar un armario donde suelo guardar brandy y
galletas. Me serví un poco del estimulante y me lo bebí. Después, cogí un
puñado de galletas y volví a mi asiento, donde comencé a devorarlas con
avidez. Estaba vagamente sorprendido por mi propio apetito. Me sentía como
si llevara una infinidad de tiempo sin comer.
Mientras comía, mi mirada recorría el cuarto, asimilando su variedad de
detalles, pero sin dejar de buscar, casi inconscientemente, algo tangible a lo
que asirse entre los misterios invisibles que me envolvían. «Seguramente —
pensé— debe de haber algo…». Y, en ese mismo instante, mi mirada recaló
en la esfera del reloj del rincón opuesto. Enseguida, dejé de comer y me limité
a observarlo. Si bien su tictac indicaba con toda certeza que seguía
funcionando, las manecillas marcaban una hora un poco anterior a la
medianoche; pero yo sabía bien que había sido bastante después cuando
presencié el primero de los extraños sucesos que acabo de describir.
Me quedé extrañado y perplejo por un momento. Si se hubiese tratado de
la misma hora que cuando había visto por última vez el reloj, habría

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concluido que las manecillas se habían atascado en una posición mientras el
mecanismo interno seguía funcionando con normalidad; pero eso no
explicaría en modo alguno que las manecillas se hubieran movido hacia atrás.
Entonces, en tanto daba vueltas al asunto en mi agotado cerebro, me llegó
como un fogonazo el pensamiento de que era casi la madrugada del día
veintidós, y que había pasado ajeno al mundo visible la mayor parte de las
últimas veinticuatro horas. Ese pensamiento acaparó mi atención durante todo
un minuto; después volví a comer. Seguía teniendo mucha hambre.
Por la mañana, durante el desayuno, pregunté casualmente a mi hermana
por la fecha y confirmé mi suposición. En efecto, me había ausentado, al
menos en espíritu, durante casi un día y una noche.
Mi hermana no me hizo preguntas, pues no era, ni mucho menos, la
primera vez que me pasaba un día entero, y a veces incluso un par de días
seguidos, en mi estudio cuando me encontraba particularmente enfrascado en
mis libros o mi trabajo.
Y pasaron los días, pero no dejo de preguntarme por el significado de todo
lo que vi aquella noche memorable. Sin embargo, sé que es poco probable que
mi curiosidad llegue a ser satisfecha.

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V
La Cosa en el Pozo

Como ya he contado, esta casa se halla rodeada por una enorme finca con
jardines salvajes, sin cultivar.
Detrás, a unas trescientas yardas de distancia, hay un profundo y oscuro
barranco conocido como el «Pozo» entre los campesinos. Por su sima discurre
un manso riachuelo, tan cubierto por los árboles que apenas se ve desde
arriba.
A este respecto, he de explicar que dicho río tiene su origen en el
subsuelo, de modo que emerge repentinamente en el extremo oriental del
barranco y desaparece, igual de abruptamente, por debajo de los precipicios
que forman su límite occidental.
Fue algunos meses después de mi visión (si es que fue tal visión) de la
gran Planicie que sentí mi atención particularmente atraída por el Pozo.
Un día, mientras caminaba por su borde Sur, ocurrió que, de pronto, se
desprendieron varios trozos de roca y esquisto[127] de la pared del precipicio
que estaba justo por debajo de mí y se precipitaron chocando luctuosamente
entre los árboles. Oí el sonido de su caída en el agua del río del fondo y,
después, silencio. No habría dedicado a este incidente más que un
pensamiento pasajero si, al instante, Pepper no se hubiera puesto a ladrar con
fiereza; y no se callaba aunque se lo ordenase, lo cual es un comportamiento
muy poco habitual en él.
Pensando que debía de haber alguien o algo en el Pozo, volví rápidamente
a la casa para coger un palo. Cuando regresé, Pepper ya había dejado de
ladrar y se encontraba gruñendo y olisqueando intranquilo en el borde.
Silbándole para que me siguiera, comencé a bajar con precaución. El Pozo
debe de tener unos ciento cincuenta pies de profundidad, así que necesitamos
algún tiempo y considerable precaución para llegar al fondo a salvo.
Una vez abajo, Pepper y yo empezamos a explorar a lo largo de las orillas
del río. Aquello estaba muy oscuro a causa de los árboles que lo cubrían, por
lo que me movía con cautela, atento a cuanto me rodeaba y con mi palo
preparado.

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Ahora Pepper estaba en silencio y se mantenía pegado a mí todo el
tiempo. Así fuimos inspeccionando un lado del río sin ver ni oír cosa alguna.
Después, cruzamos a la otra parte con un simple salto y comenzamos a
regresar abriéndonos camino entre el sotobosque.
Habríamos recorrido quizá la mitad de la distancia cuando volví a oír el
sonido de piedras cayendo desde el otro lado, de donde acabábamos de venir.
Una gran roca atravesó como un trueno las copas de los árboles para golpear
la orilla opuesta y rebotar hacia dentro del río, proyectando una cortina de
agua justo sobre nosotros. Pepper reaccionó emitiendo un profundo gruñido;
después se detuvo y levantó las orejas. Yo también escuché.
Un segundo más tarde, se oyó un sonoro berrido, entre humano y porcino,
procedente de los árboles, aparentemente desde más o menos la mitad de la
altura del precipicio del Sur. Le respondió un sonido similar desde el fondo
del Pozo. Pepper reaccionó con un ladrido breve y agudo; y cruzó el río a
brincos para desaparecer entre los arbustos.
Enseguida, oí que sus ladridos aumentaban en gravedad y número,
mezclándose con el sonido de un parloteo confuso. Cesó y del silencio
posterior surgió un chillido semihumano de agonía. Casi de inmediato, Pepper
emitió un prolongado aullido de dolor; después los matorrales se agitaron
violentamente y apareció corriendo con la cola gacha sin dejar de mirar hacia
atrás. Cuando me alcanzó, vi que estaba sangrando a causa de lo que parecía
ser un gran zarpazo en un costado que había estado a punto de descubrirle las
costillas.
Al ver a Pepper mutilado de este modo, se apoderó de mí una furiosa
sensación de cólera y haciendo girar mi vara salté adelante para internarme
entre los arbustos de los que Pepper acababa de salir. Mientras me abría
camino, me pareció oír el sonido de una respiración. Un momento después,
había llegado a un pequeño espacio abierto, justo a tiempo de ver algo de un
lívido color blanco desaparecer entre los arbustos del extremo opuesto. Con
un grito, corrí hacia aquello, pero, por más que golpeé y tanteé entre los
arbustos con mi palo, no vi ni oí otra cosa; así pues, regresé con Pepper. Tras
limpiarle la herida en el río, rodeé su cuerpo con mi pañuelo humedecido;
cuando acabé, volvimos a ascender por el barranco hacia la luz del día.
Al llegar a la casa, mi hermana preguntó qué le había sucedido a Pepper y
le dije que había estado luchando con un gato montés, de los cuales había
oído que existían algunos en aquellos derredores.
Me pareció que sería mejor no contarle lo que había sucedido en realidad;
si bien, a decir verdad, yo tampoco lo sabía apenas; lo que sí sabía era que la

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cosa que había visto perderse entre los arbustos no era un gato montés. Era
demasiado grande y tenía, en lo que había alcanzado a verlo, una piel como la
de un puerco, aunque de un malsano y muerto color blanco. Además, había
corrido erguido, o casi, sobre sus patas traseras, con un movimiento que
recordaba al de un ser humano. Eso era lo que había podido distinguir en mi
breve vistazo y, a decir verdad, sentía bastante inquietud, pero también
curiosidad mientras daba vueltas al tema en mi cabeza.
El antedicho incidente había ocurrido por la mañana.
Más tarde, después de la cena, mientras estaba sentado leyendo, ocurrió
que, al levantar la vista, de repente advertí que algo de lo que solo asomaban
los ojos y las orejas sobre la repisa de la ventana estaba mirando hacia dentro.
—¡Por Júpiter, un cerdo! —dije mientras me ponía de pie. Entonces pude
ver a esa cosa más completamente; pero no era un cerdo… solo Dios sabe qué
era aquello. Me recordó vagamente a la Cosa horrible que acechaba en la gran
arena. Su boca y su mandíbula eran grotescamente humanas pero carecía de
algo que pudiera llamarse una barbilla. La nariz se prolongaba en un morro;
eso, junto con los ojillos y las extrañas orejas, le daba un aspecto
extraordinariamente parecido al de un puerco. Frente tenía poca y todo el
rostro era de un enfermizo color blanco.
Pasé tal vez un minuto de pie mirando a aquella cosa con una creciente
sensación de asco y algo de miedo. Su boca farfullaba constantemente sin
sentido y, en una ocasión, emitió un gruñido medio porcino. Creo que sus
ojos fueron lo que más llamó mi atención; a veces, parecían brillar con una
inteligencia horriblemente humana y no dejaban de moverse rápidamente
desde mi rostro hacia los detalles de la habitación, como si mi mirada le
molestase.
Parecía estar apoyándose en el alféizar con dos manos semejantes a
zarpas. Estas zarpas, a diferencia del rostro, eran de un tono marrón arcilloso
y recordaban ligeramente a manos humanas en cuanto tenían cuatro dedos y
un pulgar; sin embargo, estaban unidos por membranas hasta la primera
articulación, de modo muy parecido a los de los patos[128]. También tenía
uñas, pero tan largas y poderosas que se asemejaban a las garras de un águila
más que a cualquier otra cosa.
Como ya he dicho, sentía algo de miedo, aunque era de una clase
impersonal. Podría explicar mi sentimiento mejor diciendo que se trataba más
bien de una sensación de aborrecimiento; como la que cabría experimentar al
encontrarse con algo de una repugnancia sobrehumana, algo impuro…
perteneciente a algún estado de existencia hasta entonces jamás soñada.

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Pasé tal vez un minuto contemplando a la criatura; después, cuando mis
nervios se templaron un poco, me sacudí de encima el impreciso temor que
me embargaba y di un paso hacia la ventana. En cuanto lo hice, la Cosa se
agachó y desapareció. Me apresuré hacia la puerta y miré alrededor con
celeridad; pero ante mi vista solo había arbustos y matorrales enmarañados.
Volví corriendo al interior de la casa y, tras coger mi arma, inicié la
búsqueda por los jardines. Mientras marchaba, me preguntaba si la criatura
que acababa de ver podría ser la misma que había entrevisto por la mañana.
Me inclinaba a pensar que sí.
Habría llevado a Pepper conmigo, pero consideré más adecuado dejar que
se le curase la herida. Además, si la criatura que acababa de ver era, como
imaginaba, su antagonista de la mañana, lo más probable es que no fuera de
mucha ayuda.
Comencé un registro sistemático. Estaba decidido a encontrar y acabar
con aquel ser porcino si era posible. ¡Al menos este era un Horror material!
Al principio, busqué con cautela, teniendo en cuenta la herida de Pepper;
pero, a medida que pasaron las horas sin hallar signo alguno de vida en los
grandes y solitarios jardines, mi aprensión fue disminuyendo. Casi sentía que
me alegraría avistarlo. Cualquier cosa parecía mejor que ese silencio, con la
sensación constante de que la criatura tal vez estuviera acechando en cada
matorral junto al que yo pasaba. Más tarde, me despreocupé del peligro, hasta
el punto de que me abría paso directamente entre los matorrales, tanteando
con el cañón de mi arma mientras avanzaba.
Grité en algunas ocasiones, pero solo me respondió el eco de mi propia
voz. Pensé que tal vez así asustaría o incitaría a la criatura para que se dejase
ver; pero solo logré que acudiese mi hermana Mary para averiguar qué
ocurría. Le dije que había visto al gato montés que había herido a Pepper y
que estaba intentando cazarlo entre los matorrales. Pareció quedarse conforme
solo a medias y volvió al interior de la casa con una expresión de duda en el
rostro. Me pregunté si habría visto o adivinado algo. Proseguí la búsqueda
ansiosamente durante el resto de la tarde. Sentía que no sería capaz de dormir
con aquella cosa bestial rondando entre los arbustos, pero, cuando cayó la
tarde, aún no había visto nada. Entonces, cuando me dirigía a casa, oí un
breve ruido ininteligible en los matorrales a mi derecha. Me volví al instante
y, tras apuntar rápidamente, disparé en la dirección del sonido.
Inmediatamente oí que algo se escabullía entre los matorrales. Se movió con
velocidad y, al cabo de un minuto, ya no se le oía. Tras unos cuantos pasos

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abandoné la persecución, consciente de su futilidad en la creciente oscuridad;
y así, con una curiosa sensación de desaliento, entré en la casa.
Esa noche, cuando mi hermana ya estaba acostada, repasé todas las
ventanas y las puertas de la planta baja para comprobar que estaban bien
cerradas. Esta precaución apenas era necesaria en cuanto a las ventanas
porque todas las de aquella planta tenían barrotes muy resistentes; pero sí fue
buena idea hacerlo en el caso de las puertas pues ninguna de las cinco que
había tenía el pestillo echado.
Cuando las hube asegurado, fui a mi estudio, pero, de algún modo, por
primera vez, ese lugar me incomodó; parecía enorme y con demasiado eco.
Pasé un rato intentando leer; pero, por fin, al resultarme imposible, me fui con
el libro a la cocina, donde ardía un buen fuego, y me senté allí.
Me atrevería a decir que llevaba un par de horas leyendo cuando, de
repente, oí un sonido que me hizo bajar el libro y escuchar con atención. Era
el ruido de algo restregando y toqueteando la puerta trasera. En una ocasión,
la puerta crujió mucho, como si la presionaran con fuerza. Durante esos
breves momentos, experimenté una indescriptible sensación de terror, como
nunca creí posible. Me temblaron las manos, me bañó un sudor frío y me
estremecí violentamente.
Me calmé poco a poco. Los movimientos furtivos del exterior habían
cesado.
Después me pasé una hora sentado, vigilando. De pronto, me volvió a
embargar la sensación de miedo. Me sentía como imagino que debe de estar
un animal bajo la mirada de una serpiente. Sin embargo, no oía sonido
alguno. Aun así, no cabía duda de que había alguna influencia desconocida en
acción.
Poco a poco, casi imperceptiblemente, empecé a escuchar algo… un
sonido que se fue definiendo como un tenue murmullo. Rápidamente aumentó
hasta convertirse en un coro, amortiguado pero espantoso, de chillidos
bestiales. Parecía surgir de las entrañas de la Tierra.
Escuché un ruido sordo y mi mente embotada apenas alcanzó a
comprender que se me había caído el libro. Después me quedé sentado y así
me encontró la luz del día cuando comenzó a penetrar pálidamente a través de
las altas ventanas con barrotes de la gran cocina.
Mi sensación de estupor y miedo se disipó con la luz del alba; y recobré
mayor control de mis facultades.
A continuación, recogí mi libro y me arrastré hasta la puerta para
escuchar. Ni un solo sonido rompió el frío silencio. Permanecí allí varios

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minutos; después, poco a poco y con mucho cuidado, descorrí el cerrojo y
abrí la puerta para mirar afuera.
Mi precaución era innecesaria. No se veía más que el paisaje gris de
árboles y arbustos tristes y enmarañados que se extendía hasta los distantes
sembrados.
Con un estremecimiento, cerré la puerta y me dirigí en silencio hacia la
cama.

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VI
Los Seres Porcinos

Había pasado una semana y era por la tarde. Mi hermana estaba sentada en el
jardín, cosiendo. Yo caminaba de acá para allá mientras leía. Mi arma estaba
apoyada contra el muro de la casa pues, desde la aparición de aquel extraño
ser en los jardines, había juzgado oportuno tomar precauciones. Sin embargo,
no había visto u oído motivo alguno para alarmarme en toda la semana; por
eso, podía contemplar el incidente con calma, si bien todavía con una
desmesurada sensación de asombro y curiosidad.
Como he dicho, estaba caminando de un lado para otro y bastante absorto
en mi libro. De pronto, oí un estruendo procedente de la zona del Pozo. Me
volví con un rápido movimiento y vi una tremenda nube de polvo elevándose
hacia el cielo vespertino.
Mi hermana se había puesto de pie con una aguda exclamación de
sorpresa y susto.
Le dije que se quedara donde estaba, agarré mi arma y corrí hacia el Pozo.
Mientras me acercaba, oía un ruido grave y continuo que se fue intensificando
rápidamente hasta convertirse en un estrépito, interrumpido por el sonido de
golpes más profundos, y del Pozo surgió una nueva polvareda.
El ruido cesó, aunque el polvo seguía ascendiendo turbulentamente.
Llegué al borde y miré hacia abajo; pero no pude ver más que un bullir de
nubes de polvo arremolinándose aquí y allá. El aire estaba tan cargado de
pequeñas partículas que me cegaba y asfixiaba; al final, tuve que apartarme de
aquel sofoco para respirar.
Poco a poco, la materia en suspensión fue bajando hasta formar una
panoplia sobre la boca del Pozo.
Solo podía especular sobre lo que había ocurrido.
No me cabía duda de que debía de haberse producido algún tipo de
corrimiento de tierra cuya causa escapaba a mi conocimiento. Aun así, no
dejaba de imaginar cosas, pues ya estaba acordándome de aquellas rocas que
cayeron y de la Cosa del fondo del Pozo. Sin embargo, en los primeros

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minutos de confusión, no acerté a alcanzar la conclusión natural a la que
apuntaba aquella catástrofe.
Lentamente, el polvo se fue depositando, hasta que pude acercarme al
borde para mirar hacia abajo.
Observé impotente durante un rato, tratando de ver a través de la calima.
Al principio era imposible distinguir algo. Después, al seguir mirando, pude
ver algo allí abajo, a mi izquierda, que se movía. Continué observando con
atención y, de pronto, distinguí otra cosa y, entonces, otra más: tres formas
borrosas que parecían estar trepando por la pared del Pozo. No las veía con
detalle. Mientras miraba preguntándome qué podían ser, oí un tintín de
piedras en alguna parte a mi derecha. Volví la mirada hacia allá rápidamente;
pero no vi nada. Me incliné hacia delante para mirar en el Pozo y vi, justo por
debajo de mí, nada menos que un rostro de cerdo, blanco y espantoso, que
había escalado hasta apenas un par de yardas de mis pies. Más abajo, pude
distinguir otros varios. Al verme, la Cosa emitió un berrido brusco y
destemplado, al que respondieron desde todos los puntos del Pozo. Ante eso,
sentí un arrebato de horror y miedo, e, inclinándome, descargué mi arma
contra su rostro. Inmediatamente, la criatura desapareció entre un repiqueteo
de tierra y piedras desprendidas.
Por un momento se hizo el silencio, a lo que probablemente debo mi vida;
pues entonces pude oír las pisadas de muchos pies y, al volverme
rápidamente, vi un pelotón de aquellas criaturas corriendo hacia mí. Al
instante, levanté el arma y disparé contra el más adelantado, que se desplomó
de inmediato, con un aullido espantoso. Después eché a correr. A más de la
mitad del camino entre mi casa y el Pozo, vi a mi hermana… venía hacia mí.
No podía distinguir su rostro porque ya había caído la tarde; pero había miedo
en su voz mientras preguntaba por qué estaba disparando.
—¡Corre! —le grité como respuesta—. ¡Corre por tu vida!
Sin más dilación, se volvió y huyó, levantándose las faldas con las dos
manos. Mientras la seguía, miré hacia atrás. Los brutos corrían sobre sus patas
traseras y a veces se apoyaban sobre las cuatro.
Creo que debió de ser el terror en mi voz lo que espoleó a Mary para
correr de ese modo; pues estoy convencido de que aún no había llegado a ver
a aquellas criaturas infernales que nos perseguían.
Continuamos adelante, con mi hermana en cabeza.
A cada momento, el sonido más próximo de las pisadas me indicaba que
los brutos estaban recortando la distancia rápidamente. Por suerte, estoy

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acostumbrado a llevar una vida activa en algunos aspectos. Aun así, estaba
empezando a acusar seriamente el esfuerzo de la carrera.
Al frente, podía ver la puerta trasera… afortunadamente estaba abierta. Ya
me encontraba más o menos a media docena de yardas por detrás de Mary, y
la respiración se me entrecortaba en la garganta. Entonces algo me tocó un
hombro. Giré la cabeza rápidamente y vi uno de aquellos monstruosos y
pálidos rostros muy cerca del mío. Una de las criaturas había sacado ventaja a
sus compañeros y casi me había alcanzado. Mientras me volvía, me agarró de
nuevo. Con un esfuerzo súbito, salté hacia un lado y, blandiendo mi arma por
el cañón, la estrellé contra la cabeza de la horrible criatura. La Cosa se
derrumbó con un gemido casi humano.
Este breve retraso estuvo a punto de bastar para que me alcanzara el resto
de los brutos; por eso, sin desperdiciar un solo instante, eché a correr hacia la
puerta.
Al alcanzarla, me lancé dentro de la entrada; a continuación, me giré
rápidamente, pegué un portazo y corrí el cerrojo, justo cuando la primera de
aquellas criaturas se topaba bruscamente contra la puerta.
Mi hermana estaba sentada en una silla, jadeando. Parecía al borde del
desmayo, pero yo no podía dedicarle tiempo en aquellos momentos. Tenía
que asegurarme de que todas las puertas estuvieran bien cerradas. Por suerte
lo estaban. La que conducía desde mi estudio hacia los jardines fue la última a
la que me dirigí. Acababa de comprobar que tenía echado el cerrojo cuando
me pareció oír un ruido fuera. Permanecí por completo en silencio y escuché.
¡Sí! Ahora podía distinguir el sonido de unos susurros y de algo que se
deslizaba sobre la puerta haciendo un ruido áspero y rasposo. Evidentemente,
alguno de los brutos estaba tanteando la puerta con aquellas zarpas que tenían
por manos, tratando de descubrir algún modo de entrar.
El hecho de que las criaturas hubieran encontrado la puerta tan pronto
demostraba, a mi juicio, sus capacidades de razonamiento. Me confirmaba
que no se les podía considerar, en absoluto, como meros animales. Ya lo
había intuido antes, cuando aquella primera Cosa se había asomado por mi
ventana. Entonces le apliqué la calificación de sobrehumano, con un
conocimiento casi instintivo de que la criatura era algo diferente de una bestia
bruta. Algo más allá de lo humano, aunque no en buen sentido, sino algo
terrible y hostil a lo que hay de elevado y bueno en la humanidad. En
resumen, algo inteligente y, sin embargo, inhumano. Simplemente pensar en
las criaturas me llenaba de asco.

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Entonces me acordé de mi hermana y me acerqué a la alacena por una
botella de brandy y una copa. Bajé con ellas a la cocina, llevando además una
vela encendida. Ya no estaba sentada en la silla sino que había caído y yacía
bocabajo en el suelo.
Le di la vuelta con mucha delicadeza y levanté un poco su cabeza.
Después vertí un poco de brandy entre sus labios. Al cabo de un rato se
estremeció ligeramente. Un poco más tarde, boqueó varias veces y abrió los
ojos. Me miró inconsciente, entre sueños. Después sus ojos se cerraron
lentamente y le di un poco más de brandy. Siguió en silencio tal vez durante
un minuto más, respirando rápidamente. De repente, sus ojos volvieron a
abrirse y me pareció que tenía las pupilas dilatadas, como si el miedo hubiera
llegado al recuperar la consciencia. Entonces se sentó, con un movimiento tan
inesperado que me hizo retirarme. Advirtiendo que estaba aturdida, alargué
una mano para tranquilizarla. Ella reaccionó con un sonoro grito y,
poniéndose a toda prisa de pie, salió corriendo de la habitación.
Permanecí allí de rodillas por un momento, mientras sostenía la botella de
brandy. Estaba extremadamente intrigado y asombrado.
¿Podía estar asustada de mí? ¡No! ¿Por qué iba a estarlo? Solo se me
ocurría que sus nervios hubiesen quedado gravemente afectados y que
estuviera sufriendo un trastorno temporal. Oí un portazo escaleras arriba y
supe que se había refugiado en su dormitorio. Dejé la botella de brandy sobre
la mesa. Un sonido procedente de la puerta trasera me llamó la atención. Me
dirigí hacia ella y escuché. Parecía sacudida, como si algunas de las criaturas
estuvieran intentando forzarla con sigilo; pero tanto su construcción como su
instalación eran demasiado sólidas para que se moviera con facilidad.
Fuera, en los jardines, se incrementaba un sonido continuo. Un oyente
ocasional podría haberlo tomado erróneamente por gruñidos y berridos de una
piara de cerdos. Sin embargo, mientras estuve allí detecté una razón de ser en
aquellos sonidos porcinos. Poco a poco, me pareció advertir que se
asemejaban a un habla humana pastosa y pegajosa, como si pronunciaran
cada sonido con dificultad; aun así, cada vez estaba más convencido de que
no se trataba de un mero batiburrillo de sonidos, sino de un rápido
intercambio de ideas.
A esas alturas, los pasillos estaban ya bastante oscuros y de ellos surgían
todos los diversos quejidos y gemidos que abundan en una casa vieja después
de caer la noche. Eso ocurre, sin duda, porque entonces hay más silencio y
uno tiene más tiempo para escuchar. Además, podría ser correcta la teoría
según la cual, al ocultarse el Sol, el cambio repentino de temperatura afecta a

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la estructura de la casa de algún modo, haciéndola contraerse y asentarse
durante la noche. Como quiera que sea, aquella noche en particular, habría
prescindido con placer de todos aquellos ruidos extraños. Me parecía que
cada chirrido y cada crujido anunciaban la llegada de alguna de esas Cosas
por los oscuros corredores; si bien sabía en el fondo que no podía ser así, pues
yo mismo había comprobado que las puertas estaban bien cerradas.
Sin embargo, estos sonidos fueron haciendo mella en mis nervios
paulatinamente hasta el punto de que me pareció que, aunque solo fuera como
castigo a mi cobardía, debería hacer una ronda por la planta inferior y, si
había algo por allí, hacerle frente. Después subiría al estudio, pues sabía que
me resultaría imposible dormir con la casa rodeada por criaturas en parte
animales y en parte algo completamente diferente, y del todo impías.
Descolgando la lámpara de la cocina de su gancho, recorrí bodega tras
bodega, y una habitación tras otra; atravesé la despensa y la carbonera;
también los corredores así como los innumerables pasillos sin salida y los
recovecos ocultos que conforman la planta inferior de la vieja casa. Después,
cuando estuve seguro de haber revisado todos los rincones y huecos
suficientemente grandes como para que algo de cierto tamaño pudiera
esconderse, me dirigí a las escaleras.
Ya con un pie en el primer escalón, me detuve. Me pareció oír un
movimiento en la bodega a la izquierda de la escalera. Era uno de los
primeros sitios que había inspeccionado, pero estaba seguro de que mis oídos
no me habían engañado. Mis nervios ya estaban muy tensos y, sin dudarlo,
me dirigí a la puerta sosteniendo la lámpara por encima de mi cabeza. De un
vistazo comprobé que el lugar estaba vacío, salvo por las pesadas baldas de
piedra apoyadas sobre pilares de ladrillo; y estaba a punto de marcharme,
convencido de que me había equivocado, cuando, al volverme, mi luz se
reflejó en dos puntos brillantes fuera de la ventana. Me quedé observando
unos instantes. Entonces se movieron… giraron lentamente y lanzaron
destellos alternos de rojo y verde; al menos, eso me pareció. Supe entonces
que eran ojos.
Lentamente, distinguí el sombrío contorno de una de las Cosas.
Aparentemente estaba agarrada a los barrotes de la ventana en una postura
que parecía de escalada. Me acerqué a la ventana y alcé más la luz. No había
razón para temer a la criatura; los barrotes eran fuertes y existía poco riesgo
de que lograra moverlos. Sin embargo, de repente, a pesar de saber que el
bruto no podía alcanzarme para hacerme daño, volvió a embargarme la
horrible sensación de miedo que me había asaltado aquella noche de la

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semana anterior. Era el mismo sentimiento de temor desamparado y
estremecedor. Advertí confusamente que la criatura tenía sus ojos clavados en
los míos con una mirada fija y alucinante. Traté de mirar a otra parte, pero no
pude. Ahora me parecía ver la ventana a través de una niebla. A continuación
pensé que llegaban otros ojos para observarme, y aún más; hasta que me
pareció que una galaxia entera de orbes malignos me subyugaba con sus
miradas.
La cabeza empezó a darme vueltas y a palpitar violentamente. Entonces,
noté un agudo dolor físico en mi mano izquierda. Se hizo más intenso hasta
que me obligó literalmente a prestarle atención. Haciendo un esfuerzo
tremendo bajé la vista, de tal modo que se rompió el trance que me tenía
atrapado. Me di cuenta entonces de que, en mi agitación, inconscientemente
había agarrado la lámpara por el vidrio caliente y me había hecho una
quemadura importante en la mano. Volví a alzar la mirada hacia la ventana.
Había perdido su aspecto neblinoso y ahora podía ver que en ella se apiñaban
docenas de rostros bestiales. Con un repentino arrebato de ira, levanté la
lámpara y la arrojé contra la ventana. Golpeó el vidrio (y rompió una de las
hojas), y pasó entre dos de los barrotes hacia el jardín, derramando aceite
ardiente en su trayecto. Oí varios alaridos de dolor y, cuando mis ojos se
acomodaron a la oscuridad, descubrí que las criaturas habían abandonado la
ventana.
Tras recobrar la compostura, busqué a tientas la puerta y, cuando la
encontré, me dirigí a las escaleras, tropezando a cada paso. Me sentía
aturdido, como si hubiese recibido un golpe en la cabeza. Al mismo tiempo,
me escocía mucho la mano y me embargaba una rabia nerviosa y sorda contra
aquellas Cosas.
Al llegar a mi estudio, encendí las velas. Cuando las llamas se avivaron,
su luz se reflejó sobre el estante de armas de fuego del muro lateral. Su visión
me recordó que, gracias a ellas, disponía de un poder que, como ya había
podido comprobar, era tan fatal para aquellos monstruos como para los
animales más corrientes; y decidí que iba a pasar a la ofensiva.
En primer lugar me vendé la mano, puesto que el dolor no había tardado
en volverse insoportable. Después de hacerlo, pareció aliviarse y crucé la
habitación hacia el estante de los fusiles. De allí escogí un pesado fusil —un
arma vieja y de confianza—, me aprovisioné de munición y subí a una de las
pequeñas torres que coronan la casa.
Descubrí que no tenía visibilidad desde allí. Los jardines parecían un
difuso borrón de sombras, tal vez un poco más negro donde estaban los

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árboles. Eso era todo y sabía que era inútil disparar hacia aquella oscuridad.
Lo único que podía hacer era esperar hasta que la Luna se elevase y tal vez
entonces podría matar a algunos.
Mientras tanto, me quedé sentado, con los oídos atentos. Ahora los
jardines estaban relativamente tranquilos, y solo escuché algunos gruñidos y
berridos esporádicos. No me gustaba ese silencio; me hacía pensar en qué
maldad estarían tramando las criaturas. Bajé dos veces de la torre para
recorrer la casa, pero todo estaba tranquilo.
En una ocasión, escuché un sonido procedente de donde estaba el Pozo,
como si hubiera caído más tierra. A continuación, durante unos quince
minutos, se produjo una conmoción abajo entre los merodeadores de los
jardines. Una vez cesó, todo volvió a quedar en silencio.
Alrededor de una hora más tarde, la luz de la Luna asomó por encima del
lejano horizonte. Desde donde estaba sentado, podía verla más allá de los
árboles; pero no fue hasta que se elevó del todo sobre ellos que alcancé a
distinguir los jardines que tenía debajo con más detalle. Ni siquiera entonces
podía ver a los brutos; hasta que se me ocurrió estirar el cuello hacia fuera y
vi a varios tendidos bocabajo contra el muro de la casa. No podía distinguir lo
que hacían. Era, sin embargo, una oportunidad demasiado buena para dejarla
pasar, así que apunté y disparé al que tenía directamente por debajo de mí. Se
oyó un chillido estridente y, cuando se despejó el humo, vi que estaba tendido
sobre su espalda, retorciéndose casi sin fuerzas. Después se hizo el silencio.
Los otros habían desaparecido.
Inmediatamente después escuché un fuerte berrido, procedente del Pozo.
Obtuvo un centenar de respuestas desde todos los puntos del jardín. Eso me
dio una idea del número de criaturas y comencé a entender que todo aquel
asunto era aún más grave de lo que había imaginado.
Mientras estaba allí sentado en silencio y ojo avizor, me puse a pensar.
¿Por qué estaba pasando todo esto? ¿Qué eran estas Cosas? ¿Qué significaba
esto? Entonces mis pensamientos se remontaron a la visión (aunque ni
siquiera ahora estoy seguro de que fuera una visión) de la Planicie del
Silencio. ¿Qué significaba aquello? Me lo preguntaba. ¿Y la Cosa de la
arena? ¡Puaj! Por último, pensé en la casa que había visto en aquel remoto
lugar. Aquella casa, tan parecida a esta en cada detalle de su estructura
externa que podría haber sido modelada a partir de ella; o esta a partir de
aquella. Nunca lo había pensado…
En ese momento, llegó otro prolongado berrido desde el Pozo, seguido, un
segundo después, por otros dos más breves. De inmediato, el jardín se llenó

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de gritos de respuesta. Me puse de pie rápidamente y miré por encima del
parapeto. A la luz de la Luna, parecía como si los arbustos estuviesen vivos.
Estaban revueltos por acá y por allá, como si los sacudiera un viento fuerte e
irregular; al mismo tiempo, llegó a mis oídos un murmullo continuo y un
ruido de pies al trote. En varias ocasiones, vi la luz lunar resplandecer sobre
figuras blancas que corrían entre los matorrales y les disparé un par de veces.
La segunda, mi disparo fue seguido por un breve berrido de dolor.
Un minuto después, los jardines quedaron en silencio. Desde el Pozo
llegaba un profundo y ronco babel de parloteo porcino. En ocasiones, unos
gritos airados batían el aire y les respondían unos gruñidos multitudinarios. Se
me ocurrió que estaban celebrando algún tipo de asamblea, tal vez para
discutir el problema de la entrada en la casa. También pensé que parecían
muy enfurecidos, probablemente a causa de los disparos que había acertado.
Se me ocurrió que ese era un buen momento para hacer una revisión final
de nuestras defensas. Procedí a hacerlo de inmediato, visitando de nuevo la
planta inferior y examinando todas las puertas. Por suerte, igual que la trasera,
todas estaban hechas de roble macizo tachonado de hierro. Después subí al
estudio. Esa puerta me preocupaba más. Era evidente que se trataba de una
fabricación más moderna que las demás y, aun siendo una pieza robusta,
carecía de la sólida firmeza de las otras.
Aquí debo explicar que, a este lado de la casa, el terreno se eleva en una
pequeña porción de césped hacia la cual conduce esta puerta y por eso tienen
barrotes las ventanas del estudio. Todas las demás entradas —a excepción del
gran portal, que nunca se abre— están en la planta inferior.

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VII
El ataque

Pasé algún tiempo dando vueltas a cómo reforzar la puerta del estudio.
Finalmente, bajé a la cocina y, con cierta dificultad, subí varios pesados
trozos de madera. Los coloqué oblicuamente haciendo cuña contra la puerta
desde el suelo, y los clavé arriba y abajo. Tras media hora de trabajo duro, la
tuve apuntalada a mi gusto.
Después, más tranquilo, recogí mi abrigo, que había dejado a un lado, y
me dispuse a atender un par de asuntos antes de regresar a la torre. Fue
mientras estaba ocupado en eso cuando oí que toqueteaban la puerta y que
comprobaban el picaporte. Permanecí en silencio, a la espera. Al poco, oí a
varias de las criaturas por fuera. Se gruñían unos a otros quedamente.
Después se hizo el silencio durante un minuto. De pronto, sonó un gruñido
grave y rápido, y la puerta crujió bajo una tremenda presión. Habría reventado
hacia el interior de no ser por los refuerzos que había colocado. La carga cesó
tan rápidamente como había empezado y volvieron a parlotear.
Repentinamente, una de las Cosas berreó quedamente y oí cómo se
aproximaban otras. Tras una breve deliberación, volvió a hacerse el silencio;
me di cuenta de que habían llamado a varias más para que les ayudasen.
Presintiendo que ese era el momento de la verdad, me preparé, con mi rifle
dispuesto. Si la puerta cedía, al menos acabaría con tantos de ellos como me
fuera posible.
Una vez más se oyó la señal grave; y, una vez más, la puerta crujió bajo
una fuerza enorme. Durante lo que fue tal vez un minuto, la presión se
mantuvo; y yo aguardé nervioso, esperando que la puerta cayera con un
golpe. Pero no; los puntales resistieron y el intento se vio frustrado. A
continuación volvió a oírse su horrible habla a gruñidos y, en el transcurso,
me pareció distinguir el ruido de nuevas incorporaciones.
Tras una larga discusión, durante la cual sacudieron varias veces la puerta,
se callaron de nuevo y supe que iban a hacer un tercer intento de echarla
abajo. Estaba casi desesperado. Los soportes ya habían sufrido un serio

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castigo en los dos ataques anteriores y mucho me temía que esta vez
demostrase ser más de lo que podían resistir.
En ese momento, como una inspiración, una idea se iluminó en mi
atribulado cerebro. Al instante, pues no había tiempo para dudas, salí
corriendo de la habitación y subí una escalera tras otra. Esta vez no me dirigí
a una de las torres, sino al propio tejado plano y emplomado. Lo crucé a toda
velocidad hasta el parapeto que lo rodea y miré hacia abajo. Al hacerlo, oí la
breve señal en forma de gruñido e, incluso desde allí arriba, sentí el chasquido
de la puerta ante la acometida.
No había un solo momento que perder, así que me incliné hacia delante y,
apuntando rápidamente, disparé. Se oyó un potente estampido al que siguió,
casi mezclándose con él, el fuerte ruido de la bala hundiéndose en su blanco.
De abajo llegó un chillido de lamento y la puerta dejó de crujir. Entonces, al
levantarme del parapeto, un gran trozo de piedra del tejadillo se deslizó
debajo de mí para ir a estrellarse sobre la multitud desorganizada de abajo.
Varios alaridos horribles temblaron en el aire nocturno y, a continuación,
escuché el sonido de pies corriendo. Me asomé con cuidado. A la luz de la
Luna, pude ver la gran piedra del tejadillo justo delante del umbral de la
puerta. Me pareció que había algo bajo ella —varias cosas blancas—, pero no
podía estar seguro.
Y así pasaron unos cuantos minutos.
Mientras observaba, vi que algo salía de la sombra de la casa. Era una de
las Cosas. Fue hasta la piedra en silencio y se agachó. No podía ver lo que
hacía. Al cabo de un minuto, se puso de pie. Tenía algo en las garras, se lo
llevó a la boca y le arrancó un bocado…
Por un momento, no me di cuenta. Después, lentamente, lo comprendí. La
Cosa se inclinó de nuevo. Era horrible. Empecé a cargar mi fusil. Cuando
volví a mirar, el monstruo estaba tirando de la piedra para moverla hacia un
lado. Apoyé el fusil en el tejadillo y apreté el gatillo. El bruto se desplomó
sobre su rostro y pataleó ligeramente.
Casi al mismo tiempo que el estampido del disparo, oí otro sonido, el de
vidrios rompiéndose. Tan pronto como tuve recargada el arma, corrí por el
tejado y bajé los dos primeros tramos de escaleras.
Allí me detuve a escuchar. En eso, sonó otro tintineo de vidrios cayendo.
Parecía proceder de la planta de abajo. Alarmado, bajé a saltos la escalera y,
guiado por el repiqueteo de la hoja de la ventana, llegué a la puerta de uno de
los dormitorios desocupados que había en la parte trasera de la casa. La abrí
de un empujón. La habitación estaba débilmente iluminada por la Luna; la

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mayor parte de la luz era bloqueada por figuras que se movían en la ventana.
Incluso conmigo allí, uno trató de colarse por ella en la habitación. Elevé mi
arma hacia aquello y le disparé a quemarropa, llenando la habitación con un
estallido ensordecedor. Cuando se disipó el humo, pude ver que el cuarto
estaba vacío y que la ventana estaba despejada. La habitación estaba mucho
más iluminada. El aire nocturno entraba, frío, a través de las hojas destrozadas
de las ventanas. Abajo, en la noche, sonaban un débil gemido y un murmullo
confuso de voces porcinas.
Me situé a un lado de la ventana, recargué y me quedé allí de pie, a la
espera. De pronto, escuché un sonido de forcejeo. Desde donde estaba, entre
las sombras, podía ver sin que me vieran.
Los sonidos se aproximaron y entonces vi que algo asomaba sobre el
alféizar para agarrarse al marco roto de la ventana. Asió un trozo de madera; y
ahora podía distinguir que se trataba de una mano y un brazo. Un momento
después, se dejó ver el rostro de una de las criaturas porcinas. Antes de que
pudiera usar mi fusil o hacer cualquier otra cosa, se oyó un agudo crujido: cr-
ac-k; y el marco de la ventana cedió al peso de la Cosa. Al instante, un golpe
seco de aplastamiento y un sonoro quejido me indicaron que había caído al
suelo. Con un anhelo salvaje de que se hubiera matado, acudí a la ventana. La
Luna había quedado oculta tras una nube, así que no pude ver; sin embargo, el
rumor constante del parloteo, justo desde debajo de donde yo me encontraba,
significaba que había varios más de los brutos muy cerca.
Mientras permanecía allí, mirando hacia abajo, me maravillaba cómo las
criaturas habían podido trepar tan alto; pues el muro es relativamente liso,
mientras que la distancia al suelo debe de ser, al menos, de ochenta pies.
De repente, allí inclinado observando, vi vagamente que una línea negra
cortaba la sombra gris del costado de la casa. Pasaba a la izquierda de la
ventana, a una distancia de un par de pies. Me acordé de que era una tubería
conectada a la canaleta que se había instalado hacía algunos años para
evacuar el agua de lluvia. Me había olvidado de ella. Ahora entendía cómo las
criaturas habían logrado alcanzar la ventana. Aún estaba explicándomelo
cuando oí un débil sonido de algo reptando y arañando, y supe que se
acercaba otro de los brutos. Esperé un poco; después, me asomé por la
ventana y tanteé la tubería. Descubrí para mi deleite que estaba bastante suelta
y, haciendo palanca con el cañón del fusil, conseguí separarla de la pared.
Trabajé con rapidez. Entonces, sujetándola con las dos manos, arranqué toda
la tubería y la dejé caer al jardín, con la Cosa aún agarrada a ella.

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Esperé allí unos minutos más, escuchando; pero no oí más que la primera
protesta general. Ahora sabía que ya no tenía por qué temer un nuevo ataque
desde aquel flanco. Había eliminado la única manera de alcanzar la ventana y,
puesto que no había tuberías adyacentes a las restantes ventanas que pudieran
facilitar las habilidades trepadoras de los monstruos, empecé a sentir mayor
confianza en poder escapar de sus garras.
Salí de la habitación y me dirigí al estudio. Estaba ansioso por comprobar
cómo había sobrellevado la puerta el reto de aquel último asalto. Cuando
entré, encendí dos velas y después cerré la puerta. Uno de los grandes
puntales había sido desplazado y la puerta había cedido unas seis pulgadas
hacia dentro por ese lado.
¡Había sido providencial que lograra ahuyentar a los brutos justo cuando
lo hice! ¡Y la piedra del tejadillo! Me preguntaba, vagamente, cómo había
logrado hacerla caer. No había notado que estuviera suelta cuando disparé; sin
embargo, al ponerme de pie, se deslizó por debajo de mí… Tenía la impresión
de que el rechazo de la fuerza atacante se había debido más a esa oportuna
caída que a mi fusil. Entonces se me ocurrió que lo mejor sería que
aprovechase la ocasión para apuntalar la puerta de nuevo. Era evidente que las
criaturas no habían vuelto desde la caída de la piedra del tejadillo; ¿pero quién
podía saber cuánto tiempo se mantendrían alejados?
Sin perder tiempo, me puse a reparar la puerta, trabajando duro y con
ansiedad. En primer lugar, bajé al sótano y, rebuscando, encontré varios
trozos de unos pesados tablones de roble. Regresé con ellos al estudio y, tras
retirar los puntales, coloqué las tablas contra la puerta. Entonces, clavé sobre
ellas los extremos superiores de los maderos, los encajé firmemente por
debajo y los volví a clavar.
Así dejé la puerta mejor asegurada que nunca; había quedado firmemente
reforzada con las tablas y estaba convencido de que soportaría aún más
presión que hasta entonces sin ceder.
Después de eso, encendí la lámpara que había traído de la cocina y fui a
ver las ventanas de abajo.
Ahora que había visto un ejemplo de la fuerza que poseían las criaturas,
sentía una gran intranquilidad por las ventanas de la planta baja pese a la
firmeza de sus barrotes.
Primero fui a la bodega junto a la escalera, pues recordaba vívidamente mi
reciente aventura allí. Hacía frío dentro y el susurro del viento al entrar por
los vidrios rotos producía una nota espeluznante. Aparte del ambiente tétrico
en general, el lugar estaba tal como yo lo había dejado esa noche. Fui hasta la

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ventana y examiné los barrotes de cerca; al hacerlo, comprobé su
reconfortante grosor. Aun así, al estudiarla más detenidamente, me pareció
que el barrote central estaba ligeramente doblado; no obstante, era casi
inapreciable y quizá llevase años así. Nunca antes les había prestado especial
atención.
Pasé una mano a través de la ventana rota y probé la barra. Estaba tan
firme como una roca. Tal vez las criaturas habían tratado de «moverla» y, al
descubrir que eran incapaces de hacerlo, habían desistido. Después de eso,
hice una ronda para revisar todas las ventanas, una tras otra; las examiné
atentamente, pero en ninguna otra parte pude hallar indicio alguno de que las
hubieran intentado forzar. Cuando acabé mi repaso, regresé al estudio y me
serví un poco de brandy. Después me fui a la torre a vigilar.

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VIII
Tras el ataque

Eran alrededor de las tres de la mañana cuando el cielo del Este ya empezaba
a palidecer con la llegada del alba. Poco a poco, se iba haciendo de día y, bajo
su luz, pude examinar los jardines detenidamente; sin embargo, no hallé rastro
de los brutos por parte alguna. Me incliné hacia delante y miré hacia la base
del muro para ver si el cuerpo de la Cosa a la que había disparado seguía allí.
No estaba. Supuse que otros de esos monstruos lo habrían retirado durante la
noche.
Entonces bajé al tejado y fui hasta el hueco de la piedra del tejadillo que
se había desprendido. Cuando lo alcancé, miré hacia abajo. Sí, allí estaba la
piedra, tal como la había visto por última vez; pero no parecía haber nada bajo
ella; tampoco podía ver a las criaturas que su caída había matado.
Evidentemente, también se las habían llevado. Me volví y bajé a mi estudio.
Allí me senté, agotado. Estaba completamente exhausto. Ya había bastante
luz; si bien el calor de los rayos del Sol aún no se hacía notar. Un reloj dio las
cuatro.
Me desperté sobresaltado y miré alrededor a toda prisa. El reloj del rincón
marcaba las tres. Ya era por la tarde. Debía de haber pasado casi once horas
durmiendo.
Con una especie de espasmo, me incorporé en el asiento y escuché. La
casa estaba en absoluto silencio. Me puse de pie despacio y bostecé. Como
seguía sintiéndome desesperadamente cansado, volví a sentarme mientras me
preguntaba qué me había despertado.
Pronto llegué a la conclusión de que debía de haber sido el reloj dando la
hora; y estaba empezando a cabecear cuando un sonido repentino me
devolvió, otra vez, a la consciencia. Era el sonido de una pisada, como si
alguien se moviera cautelosamente por el corredor que conducía a mi estudio.
Me puse en pie al instante y agarré mi fusil. Esperé sin hacer ruido. ¿Habrían
logrado entrar las criaturas mientras dormía? Me lo estaba preguntando
cuando las pisadas llegaron a mi puerta, se detuvieron por un momento y
después continuaron por el pasillo. Silenciosamente, fui de puntillas hasta la

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puerta y eché un vistazo fuera. Entonces experimenté una sensación de alivio
tal como la de un criminal indultado: era mi hermana. Se dirigía a las
escaleras.
Salí al corredor y estaba a punto de llamarla cuando se me ocurrió que era
muy extraño que hubiera pasado de largo ante mi puerta con tanto sigilo.
Estaba intrigado y, por un breve instante, acaparó mi pensamiento la idea de
que no se trataba de ella sino de algún nuevo misterio de la casa. No obstante,
en cuanto alcancé a ver su vieja enagua, la idea se desvaneció tan rápidamente
como se había formado y reí para mis adentros. Era imposible confundir
aquella antigua prenda. Aun así, me preguntaba qué estaría haciendo y, al
recordar su estado mental del día anterior, me pareció que tal vez fuera mejor
seguirla en silencio, con cuidado de no alarmarla, para ver qué iba a hacer. Si
se comportaba racionalmente, todo bien; si no, tendría que tomar medidas
para controlarla. No podía correr riesgos innecesarios, teniendo en cuenta el
peligro que nos amenazaba.
Llegué rápidamente al principio de la escalera y me detuve un momento.
Entonces oí un sonido que me hizo bajar a brincos, a un ritmo frenético: eran
pestillos deslizándose. La insensata de mi hermana estaba abriendo los
cerrojos de la puerta trasera.
La alcancé justo cuando tenía su mano sobre el último pestillo. No me
había visto y, antes de que pudiera reaccionar, la tenía sujeta por el brazo. Me
lanzó una mirada, como un animal asustado, y soltó un alarido.
—¡Venga, Mary! —dije severo—. ¿Qué significa esta tontería? ¡No
querrás decirme que no entiendes el peligro, que intentas tirar nuestras vidas
por la borda de esta manera!
Ella no me respondió; tan solo se estremeció violentamente, jadeando y
sollozando, como si experimentara un miedo supremo.
Razoné con ella durante varios minutos, señalando la necesidad de ser
cautos y pidiéndole que tuviese valor. Ahora había poco que temer —le
expliqué, queriendo creer que decía la verdad— pero debía ser sensata y no
intentar salir de la casa en unos cuantos días.
Desesperado, terminé por desistir. Era inútil hablar con ella;
evidentemente se encontraba fuera de sí en aquellos momentos. Al final, le
dije que debería irse a su habitación ya que no podía comportarse
racionalmente.
Sin embargo, no me hizo caso alguno. Así pues, sin más dilación, la tomé
en mis brazos y la llevé hasta allí. Al principio gritó como una loca, pero ya

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había recaído en un estado de estremecimiento silencioso cuando alcancé la
escalera.
Al llegar a su habitación, la dejé en la cama. Se quedó allí acostada,
bastante silenciosa, sin hablar ni sollozar, tan solo temblando en un auténtico
escalofrío de miedo. Tomé una manta de una silla cercana y se la puse por
encima. No podía hacer más por ella, así que crucé la habitación hasta la gran
cesta donde yacía Pepper. Mi hermana se había hecho cargo de curarlo desde
que sufrió la herida, pues esta había demostrado ser más grave de lo que yo
había creído, y me agradaba comprobar que, pese a su estado mental, había
cuidado del viejo perro con esmero. Me agaché para hablarle y, en respuesta,
lamió mi mano débilmente. Estaba demasiado enfermo para hacer más.
Después fui hacia la cama y me incliné sobre mi hermana para preguntarle
cómo se encontraba; pero no hizo sino temblar más, así que, por mucho que
me doliese, tuve que aceptar que mi presencia parecía perjudicarla.
Así pues, la dejé con el pestillo de la puerta echado y guardé la llave en mi
bolsillo. Parecía la única opción razonable[129].
Estuve el resto del día entre la torre y mi estudio. Para comer, subí de la
despensa una pieza de pan, que, con un poco de clarete[130], fue todo mi
sustento de esa jornada.
Qué día tan largo y agotador. Si al menos hubiese podido salir a los
jardines, como acostumbro a hacer, me habría conformado; pero estar
enjaulado en esta casa silenciosa, sin más compañía que la de una mujer loca
y un perro enfermo, bastaba para hacer mella incluso en los nervios más
resistentes. Y fuera, entre los matorrales enmarañados que rodeaban la casa,
estaban acechando —hasta donde yo podía saber— aquellas infernales
criaturas porcinas, a la espera de una oportunidad. ¿Había estado alguna vez
un hombre en semejante apuro?
Visité a mi hermana una vez por la tarde y volví a hacerlo después. La
segunda vez, la encontré atendiendo a Pepper; pero, al acercarme, se deslizó
discretamente hasta el rincón opuesto, con una expresión que me entristeció
hasta lo indecible. ¡Pobre muchacha! Su miedo me producía un dolor
insoportable y no quería importunarla sin necesidad. Confiaba en que estaría
mejor al cabo de unos días; entretanto, nada podía hacer y juzgué preciso, por
duro que pareciera, mantenerla confinada en su habitación. Solo un detalle
logró animarme: se había tomado algo de la comida que le había llevado en
mi primera visita.
Y así transcurrió el día.

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Al avanzar la tarde, el aire se enfrió y comencé a hacer preparativos para
pasar una segunda noche en la torre: subí un par de fusiles más y un grueso
capote[131]. Cargué los fusiles y los coloqué junto al otro, pues estaba
decidido a ponérselo difícil a cualquiera de las criaturas que pudiera aparecer
durante la noche. Tenía munición en abundancia y pensaba dar a los brutos tal
lección que aprenderían la futilidad de intentar entrar por la fuerza.
A continuación, hice otra ronda por la casa prestando especial atención a
los puntales que reforzaban la puerta del estudio. Después, convencido de que
había hecho cuanto estaba en mi poder para garantizar nuestra seguridad,
volví a la torre; por el camino, hice una última visita a mi hermana y a
Pepper. Estaba dormido, pero se despertó cuando entré y movió la cola al
reconocerme. Me pareció que estaba un poco mejor. Mi hermana estaba
echada sobre la cama, aunque me resultaba imposible saber si estaba dormida
o no; y así les dejé.
Al llegar a la torre, me puse tan cómodo como lo permitían las
circunstancias y me dispuse a pasar la noche de guardia. Oscureció
gradualmente y pronto los detalles de los jardines se fundieron en las
sombras. Pasé las primeras horas sentado alerta, atento a cualquier sonido que
pudiese indicarme si algo se movía por abajo. Estaba demasiado oscuro para
que los ojos me fueran de gran utilidad.
Las horas transcurrieron lentamente sin que sucediera algo fuera de lo
normal. La Luna, al elevarse, me permitió ver los jardines, aparentemente
vacíos y en silencio. Y así pasó la noche, sin altercado o ruido alguno.
Hacia la madrugada, empecé a sentirme agarrotado y a tener frío, tras mi
larga vigilia; además, me desasosegaba mucho el continuado silencio por
parte de las criaturas. No me inspiraba confianza y habría preferido, de lejos,
que atacasen la casa abiertamente. En tal caso, por lo menos, conocería el
peligro y sería capaz de afrontarlo; pero esperar así durante una noche entera,
imaginando toda clase de maldades desconocidas ponía a prueba la cordura de
cualquiera. En una o dos ocasiones, se me ocurrió que quizás se hubiesen
marchado; pero, en el fondo, sabía que no podía creerlo.

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IX
En las bodegas

Por fin, entre el cansancio y el frío, más el desasosiego que me embargaba,


me decidí dar una vuelta por la casa pasando en primer lugar por el estudio
para calentarme con un vaso de brandy. Así lo hice y, mientras estaba allí,
examiné la puerta cuidadosamente, pero lo hallé todo tal como la había dejado
esa noche.
Estaba empezando a amanecer cuando me fui de la torre; sin embargo, el
interior de la casa estaba aún demasiado oscuro para poder ver algo sin una
luz, así que llevé una de las velas del estudio conmigo durante mi ronda.
Cuando terminé con la planta baja, la luz del día ya estaba filtrándose
lánguidamente a través de las ventanas protegidas con barrotes. El registro no
me reveló novedad alguna. Todo parecía en orden, así que estaba a punto de
apagar la vela cuando se me ocurrió echar otro vistazo por las bodegas. Si mi
memoria era correcta, no había estado allí desde mi apresurada inspección
durante la tarde del ataque.
Dudé durante lo que tal vez fue medio minuto. Con gusto habría
renunciado a aquella tarea —como, de hecho, me inclino a pensar que lo
habría hecho cualquier hombre—, puesto que, por grandes e impresionantes
que sean todas las salas de esta casa, las bodegas son las más enormes y
extrañas. Se asemejan a grandes cavernas tenebrosas, a las que no llega luz
alguna del exterior. Aun así, no eludiría la labor. Me parecía que hacer eso
olería a cobardía pura. Además, como me tranquilizaba pensar, las bodegas
eran los lugares donde menos probabilidad había de que me encontrara con
algo peligroso; dado que solo se puede acceder a ellas a través de una sólida
puerta de roble cuya llave siempre llevo encima.
La más pequeña de ellas es donde conservo mi vino; un agujero tenebroso
cerca de la base de la escalera de las bodegas; y rara vez he ido más allá de
ese punto. De hecho, dudo que jamás hubiera recorrido las bodegas antes de
la ronda de reconocimiento que ya he mencionado.
Al abrir la gran puerta, me detuve un momento en el extremo superior de
la escalera, nervioso a causa del olor desolado y extraño que invadió mis

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fosas nasales. Después, con el cañón de mi arma por delante, descendí
lentamente hacia la oscuridad de las regiones subterráneas.
Cuando llegué al pie de la escalera, permanecí allí durante un minuto,
escuchando. Todo estaba en silencio, salvo por un tenue sonido de agua
goteando, cayendo gota a gota en alguna parte a mi izquierda. Mientras
permanecía allí, advertí lo regularmente que ardía la vela, sin un parpadeo ni
una llamarada, pues así de completa era la ausencia de corrientes de aire en
aquel lugar.
Fui de una bodega a otra en silencio. No tenía más que un débil recuerdo
de su distribución. Las impresiones que me había dejado mi primer
reconocimiento eran confusas. Me parecía recordar una sucesión de grandes
bodegas y, entre ellas, una más grande que el resto, cuyo techo se apoyaba en
unos pilares; más allá, mi mente se nublaba y predominaba una sensación de
frío, oscuridad y sombras. Ahora, sin embargo, era diferente; pues, pese a los
nervios, estaba suficientemente sereno como para mirar alrededor y fijarme en
la estructura y el tamaño de las diferentes bóvedas en las que entraba.
Por supuesto, con la cantidad de luz que proporcionaba mi vela, no era
posible examinar aquel lugar minuciosamente, pero me permitía advertir,
mientras avanzaba, que los muros parecían estar construidos con una
precisión y un acabado prodigiosos; ocasionalmente, aquí y allá, se alzaba
algún pilar masivo para soportar el techo abovedado.
Así llegué, por fin, a la gran bodega que recordaba. Se accede a ella a
través de una enorme entrada arqueada, sobre la cual observé unas tallas
extrañas, fantásticas, que proyectaban sombras insólitas bajo la luz de mi
vela. Allí de pie, examinándolas detenidamente, se me ocurrió lo extraño que
era que estuviese tan poco familiarizado con mi propia casa. Aun así, resulta
fácil de entender cuando uno cae en la cuenta del tamaño de esta antigua mole
y del hecho de que tan solo mi hermana y yo vivimos en ella, ocupando unas
pocas de las habitaciones, de acuerdo con nuestras necesidades.
Sosteniendo la luz en alto, entré en la bodega y, manteniéndome a la
derecha, fui avanzando lentamente hasta que alcancé el extremo opuesto.
Caminé en silencio, mirando precavidamente alrededor mientras marchaba.
Sin embargo, hasta donde la luz permitía ver, nada parecía fuera de lo normal.
En el extremo, giré a la izquierda, aún pegado a la pared, y así continué
hasta atravesar toda la vasta cámara. Mientras me desplazaba, observé que el
suelo estaba compuesto por roca sólida, cubierta de moho húmedo en algunas
partes y en otras, desnuda o casi, salvo por una fina capa de polvo gris claro.

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Me había detenido en la entrada. Ahora, sin embargo, me volví para
dirigirme hasta el centro de aquel lugar, pasando entre los pilares y mirando a
derecha e izquierda mientras avanzaba. Aproximadamente a mitad de la
bodega, mi pie topó con algo que hizo un ruido metálico. Me incliné
rápidamente con la vela y vi que el objeto que había golpeado era una gran
argolla de metal. Agachándome más, quité el polvo que la rodeaba y, al
momento, descubrí que estaba unida a una pesada trampilla, ennegrecida por
el tiempo.
Excitado y preguntándome a dónde conduciría, dejé mi fusil en el suelo y,
tras encajar la vela en el guardagatillo, tomé la argolla con las dos manos y
tiré. La trampilla emitió un ruidoso crujido —el sonido reverberó
confusamente por el enorme espacio— y se abrió pesadamente.
Apoyando el borde sobre una rodilla, agarré la vela y la sostuve en la
abertura, moviéndola a derecha e izquierda; sin embargo, no pude ver nada.
Estaba intrigado y sorprendido. No había signos de pisadas, ni parecía que
jamás las hubiera habido. Nada, salvo una negrura vacía. Era como si mirase
hacia un pozo sin fondo ni paredes. Entonces, mientras seguía mirando, lleno
de perplejidad, me pareció oír, muy abajo, como a unas profundidades
indecibles, el débil susurro de un sonido. Rápidamente incliné más la cabeza
hacia la abertura y escuché atentamente. Tal vez solo fueran imaginaciones,
pero habría jurado que oí una suave risita disimulada que se fue convirtiendo
en una espantosa risa entre dientes, tenue y distante. Sobresaltado, me
incorporé de un respingo, dejando caer la trampilla con un retumbo hueco que
llenó de ecos el lugar. Incluso entonces me parecía seguir oyendo aquella risa
burlona e insinuante; pero estaba seguro de que ahora sí debía de ser mi
imaginación. El sonido que había oído antes era demasiado débil para que
pudiese atravesar la gruesa trampilla.
Permanecí allí un minuto entero, tembloroso y mirando nerviosamente
atrás y adelante; pero la gran bodega estaba tan silenciosa como una tumba,
así que, poco a poco, me sacudí de encima aquella sensación de miedo. Con la
mente más serena, volví a sentir curiosidad por saber a dónde conducía la
trampilla; sin embargo, en ese momento, no logré reunir suficiente valor para
seguir investigando. Sí pensé, no obstante, que debería asegurar la trampilla.
Así lo hice, colocando sobre ella varias piezas de piedra «labrada» que había
visto durante mi recorrido por el muro oriental.
Después, tras un último reconocimiento del resto del lugar, desanduve mi
camino a través de las bodegas hasta las escaleras y así alcancé la luz del día

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con una infinita sensación de alivio por haber completado la desagradable
tarea.

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X
El tiempo de espera

El Sol ya calentaba y brillaba con esplendor, creando un asombroso contraste


con las oscuras y lúgubres bodegas; y fue con un ánimo relativamente bueno
que subí a la torre para revisar los jardines. Una vez allí, lo encontré todo
tranquilo y, pasados unos minutos, bajé a la habitación de Mary.
Tras llamar y recibir respuesta, abrí la puerta. Mi hermana estaba sentada
tranquilamente en la cama, como si esperara. Parecía haber recuperado
bastante la cordura y no hizo intento alguno de apartarse cuando me acerqué;
aun así, observé que estudiaba mi rostro ansiosamente, como si dudase y solo
estuviera convencida a medias de que no tenía por qué temerme.
Respondió con bastante buen juicio a mis preguntas sobre cómo se sentía,
explicando que tenía hambre y le gustaría bajar a preparar el desayuno, si yo
no tenía inconveniente. Medité durante un minuto hasta qué punto sería
seguro dejar que saliese. Al fin, le dije que podía ir, con la condición de que
no intentase salir de la casa ni trasteara las puertas que daban al exterior. Ante
mi mención de las puertas, una súbita expresión de miedo le atravesó el
rostro; no obstante, se limitó a prometer lo que le había exigido y, después,
dejó la habitación silenciosamente.
Cruzando la sala, me acerqué a Pepper. Se había despertado cuando entré,
pero, aparte de un leve jipido de placer y un suave golpeteo con la cola, no se
movió. Ahora, al darle unas palmaditas, hizo un intento de levantarse y lo
logró, pero solo para caer sobre un costado, con un pequeño aullido de dolor.
Le hablé para ordenarle que se quedara acostado, sin moverse. Me
alegraban enormemente su mejoría y la amabilidad natural del corazón de mi
hermana, que tan bien había cuidado de él, pese al trastorno mental que ella
misma había sufrido. Después de un rato, le dejé para bajar a mi estudio.
Al poco, apareció Mary, portando una bandeja sobre la cual humeaba un
desayuno caliente. Cuando entró en la habitación, vi que su mirada se posaba
sobre los puntales que aguantaban la puerta del estudio; sus labios se tensaron
y me pareció que palidecía ligeramente, pero eso fue todo. Tras dejar la
bandeja a mi alcance, se estaba marchando de la habitación sin decir palabra

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cuando le pedí que volviera. Me pareció que venía con cierta timidez, incluso
sobresaltada; y advertí que una de sus manos agarraba su delantal
nerviosamente.
—Vamos, Mary —le dije—. ¡Anímate! Parece que las cosas están
mejorando. Llevo desde la madrugada de ayer sin ver una sola de esas
criaturas.
Me miró de una manera curiosamente perpleja, como si no alcanzara a
comprender. Entonces, su mirada expresó conocimiento y también miedo;
pero de su boca no salió más que un ininteligible susurro de aquiescencia.
Después de eso, guardé silencio; era evidente que cualquier mención de los
Seres Porcinos era más de lo que sus alterados nervios podían soportar.
Cuando acabé el desayuno, subí a la torre. Pasé allí la mayor parte del día,
manteniendo una estricta vigilancia de los jardines. Bajé una o dos veces para
ver cómo le iba a mi hermana. En todas las ocasiones, la hallé callada y
curiosamente sumisa. En realidad, la última vez, incluso se atrevió a dirigirse
a mí por iniciativa propia en relación con algún asunto doméstico que había
que atender. Aunque lo hizo con una extraordinaria timidez, lo recibí con
alegría, pues se trataba de lo primero que hablaba voluntariamente desde el
momento crítico en que la había sorprendido descorriendo el pestillo de la
puerta trasera para salir al encuentro de aquellos brutos que aguardaban fuera.
Me intrigaba si sería consciente de lo que había intentado hacer y de lo poco
que había faltado para que lo consiguiera; sin embargo, me contuve de
preguntarle porque me pareció que sería mejor dejarlo estar.
Esa noche dormí en una cama por primera vez desde hacía dos noches.
Por la mañana, me levanté temprano y di una vuelta por la casa. Todo estaba
como debía y subí a la torre para mirar los jardines. También los encontré
perfectamente tranquilos.
En el desayuno, al encontrarme con Mary, me agradó mucho ver que
había recobrado suficiente control de sí misma como para saludarme con
completa naturalidad. Habló con sensatez y calma; tan solo evitando
cuidadosamente toda mención del pasado par de días. Le seguí la corriente a
este respecto, evitando dirigir la conversación en ese sentido.
Antes, esa misma mañana, había ido a ver a Pepper. Se estaba
recuperando con rapidez; no era aventurado pensar que podría sostenerse
sobre sus cuatro patas con seguridad en uno o dos días. Antes de dejar la mesa
del desayuno, hice alguna referencia a su mejoría. En la breve discusión que
siguió, me sorprendió deducir, por los comentarios de mi hermana, que seguía
pensando que la herida había sido causada por el gato montés de mi

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invención. Casi me hizo avergonzarme de mí mismo por engañarla. No
obstante, le había contado aquella mentira para evitar que se asustase. Y,
además, estaba seguro de que tuvo que darse cuenta de la verdad más tarde,
cuando aquellos brutos atacaron la casa.
Durante el día, me mantuve alerta y pasé gran parte de mi tiempo en la
torre, como el día anterior; sin embargo, no vi signo alguno de las Criaturas
Porcinas ni oí sonido alguno. En varias ocasiones, me había venido a la mente
la posibilidad de que las Cosas nos hubieran dejado en paz por fin; pero, hasta
ese momento, me había resistido a considerar seriamente la idea; ahora, sin
embargo, empezaba a sentir que había motivo para la esperanza. Pronto
habrían pasado tres días desde la última vez que había visto a alguna de las
Cosas; aun así, tenía la intención de extremar las precauciones. Hasta donde
alcanzaba a saber, este prolongado silencio bien podía ser una treta para
tentarme a salir de la casa… quizás directo a sus garras. Bastaba el
pensamiento de semejante posibilidad para ponerme circunspecto.
Y fue así que pasaron los días cuarto, quinto y sexto sin que yo intentara
salir de la casa.
Al sexto día, tuve la alegría de ver a Pepper de nuevo sobre sus patas; y,
pese a encontrarse aún muy débil, se las apañó para hacerme compañía
durante toda la jornada.

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XI
El registro de los jardines

Qué despacio pasaba el tiempo y en ningún momento hubo indicio alguno de


que los brutos aún plagasen los jardines.
Fue al noveno día cuando, por fin, decidí correr el riesgo, si es que lo
había, de hacer una salida. A tal fin, cargué cuidadosamente una de las
escopetas, escogida por ser más mortífera a corta distancia que un fusil;
después, tras una última inspección del terreno desde la torre, llamé a Pepper
para que me siguiera y me dirigí a la planta baja.
He de confesar que dudé por un momento en la puerta. El pensamiento de
lo que me podía estar esperando entre los oscuros matorrales no contribuía en
absoluto a mi determinación. Sin embargo, no fue más que un segundo,
pasado el cual había descorrido el cerrojo y ya me encontraba al otro lado de
la puerta.
Pepper me siguió, deteniéndose en el umbral para olfatear con
desconfianza, recorriendo las jambas con su hocico, como si rastrease algo.
Entonces, de pronto se volvió bruscamente y empezó a correr a un lado y a
otro, describiendo semicírculos y círculos, siempre alrededor de la puerta;
finalmente, regresó al umbral. Allí, empezó a olisquear de nuevo.
Hasta ese momento, había permanecido observando al perro, aunque todo
el tiempo con un ojo puesto en la maleza salvaje de los jardines que se
extendían alrededor. Ahora fui hasta él e, inclinándome, examiné la superficie
de la puerta, donde estaba olfateando. Observé que la puerta estaba cubierta
por una trama de arañazos que se cruzaban una y otra vez, en un desorden
inextricable. Además, advertí que las propias jambas estaban roídas por
algunas partes. No pude encontrar más que eso, así que me incorporé para
empezar mi recorrido en torno al muro de la casa.
En cuanto comencé a caminar, Pepper abandonó la puerta y corrió
adelante, sin dejar de hocicar y olfatear mientras marchaba. En ocasiones, se
detenía a investigar. Alguna vez, podía tratarse de un agujero de bala en el
camino o quizás de un taco de cartucho manchado de pólvora. A
continuación, podía ser una porción de césped arrancada o una zona revuelta

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del camino cubierto de maleza; sin embargo, no encontró más que esas
nimiedades. Le analizaba mientras avanzaba, pero no detecté inquietud alguna
en su comportamiento que pudiera indicar que sentía la cercanía de alguna de
las criaturas. Eso me garantizaba que los jardines estaban libres, al menos en
esos momentos, de aquellos Seres odiosos. Pepper no era fácil de engañar y
me tranquilizaba saber que percibiría cualquier posible peligro y me avisaría
oportunamente.
Cuando llegué al sitio donde había disparado contra la primera criatura,
me detuve para examinarlo en detalle, pero no vi nada. Desde allí, continué
hasta donde cayó la gran piedra del tejadillo. Estaba sobre un lado,
aparentemente tal como había quedado cuando disparé al bruto que la estaba
moviendo. Un par de pies a la derecha del extremo más cercano, había una
gran hendidura en el suelo que señalaba el punto en que había impactado. El
otro extremo seguía medio clavado. Me aproximé para mirar la piedra más de
cerca. ¡Qué enorme pieza de mampostería! Y esa criatura la había movido sin
ayuda alguna en su afán de alcanzar lo que yacía debajo.
Rodeé la piedra hacia su otro extremo. Allí descubrí que era posible ver
por debajo de ella hasta una distancia de casi un par de pies. Aun así, no pude
encontrar a las criaturas golpeadas y me sentí muy sorprendido. Como dije
antes, ya había supuesto que los restos habían sido retirados, pero no podía
imaginar que se hubiera hecho tan exhaustivamente que, bajo la piedra, no
quedase señal alguna del destino que habían corrido. Había visto cómo varios
de los brutos eran aplastados por ella con tanta fuerza que debieron de quedar
literalmente clavados en la tierra; pero ahora no quedaba vestigio alguno de
ellos —ni tan siquiera una mancha de sangre—.
Me sentí más perplejo que nunca mientras daba vueltas al asunto en mi
cabeza; sin embargo, no se me ocurrió explicación plausible alguna, así que
acabé por dejarlo como una más de las cosas que eran inexplicables.
Desde allí, mi atención pasó a la puerta del estudio. Ahora podía ver
incluso con mayor claridad los efectos de la tremenda presión a que había
sido sometida; y me maravilló que, incluso con el refuerzo proporcionado por
los puntales, hubiera soportado las acometidas tan bien. No había marcas de
golpes —de hecho, no los habían dado— pero la puerta había sido arrancada
literalmente de las bisagras mediante la aplicación de una fuerza enorme y
silenciosa. Observé algo que me perturbó profundamente: la cabeza de uno de
los puntales sobresalía a través de un panel. Esto bastaba para mostrar el
enorme esfuerzo que las criaturas habían hecho para derribar la puerta y lo
cerca que habían estado de lograrlo.

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Continué mi recorrido alrededor de la casa para encontrar poco más de
interés; a excepción de la parte trasera, donde me topé con el trozo de tubería
que había arrancado de la pared, tirado entre la hierba alta, al pie de la
ventana rota.
Después, volví a la casa y, una vez echado el pestillo de la puerta trasera,
subí a la torre. Pasé la tarde allí, leyendo y echando un vistazo a los jardines
de vez en cuando. Había decidido que, si la noche transcurría con
tranquilidad, iría hasta el Pozo al día siguiente. Tal vez allí podría averiguar
algo sobre lo que había ocurrido. Pasó el día y llegó la noche, que transcurrió
de manera similar a como lo habían hecho las anteriores.
Cuando me levanté, la mañana ya había abierto, con un tiempo bueno y
despejado; y decidí llevar a cabo mi plan. Sopesé el asunto seriamente durante
el desayuno; tras lo cual, fui al estudio a por mi escopeta. Además, cargué una
pistola pequeña pero pesada y me la metí en el bolsillo. Tenía bastante claro
que, si había algún peligro, estaría en la dirección del Pozo así que quería
estar preparado.
Salí del estudio y bajé a la puerta trasera, seguido por Pepper. Una vez
fuera, hice un reconocimiento rápido de los jardines circundantes y, a
continuación, partí hacia el Pozo. Por el camino, me mantuve alerta y con el
arma preparada. Advertí que Pepper corría por delante de mí sin aparentar
vacilación alguna. Eso me permitió augurar que no había un peligro
inminente al que enfrentarse, así que caminé con mayor velocidad tras él. Ya
había alcanzado la parte alta del Pozo y estaba hocicando por el borde.
Un minuto después, me encontraba junto a él, mirando hacia el fondo del
Pozo. Por un momento, apenas pude creer que se tratase del mismo lugar,
dado lo mucho que había cambiado. El barranco oscuro y poblado de
vegetación que había dos semanas antes, con el arroyo que discurría
perezosamente por su fondo, oculto bajo el follaje, ya no existía. En su lugar,
mis ojos me mostraban un abismo escarpado, ocupado en parte por un oscuro
lago de agua turbia. Todo un lado del barranco estaba desprovisto de
sotobosque y la roca estaba a la vista.
Un poco a mi izquierda, el lado del Pozo parecía haberse colapsado para
formar una profunda grieta en forma de V sobre la cara del rocoso precipicio.
Esta fisura iba desde el borde superior del barranco hasta casi la altura del
agua, y penetraba en la pared del Pozo una distancia de unos cuarenta pies. Su
abertura tenía, al menos, seis yardas de ancho y después parecía ir
estrechándose hasta quedar en aproximadamente dos. Pero lo que llamó mi
atención, incluso más que el descomunal tajo en sí, fue un gran agujero a

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alguna distancia por debajo de la grieta y justo en el ángulo de la V[132].
Estaba claramente definido, con una forma no muy distinta a la de una puerta
arqueada; si bien, al encontrarse en la sombra como era el caso, no podía
distinguirla bien.
El lado opuesto del Pozo aún conservaba su vegetación; pero estaba tan
desgarrada por algunas partes y tan cubierta de polvo y escombros por todas
que apenas resultaba reconocible.
Empecé a darme cuenta de que mi primera impresión, la de que había
habido un corrimiento de tierra, no bastaba para explicar todos los cambios de
que era testigo. ¿Y el agua? Me volví súbitamente, pues acababa de advertir
que, en algún lugar a mi derecha, sonaba una corriente de agua. No podía
verla, pero, ahora que había captado mi atención, distinguía con facilidad que
procedía de alguna parte del extremo oriental del Pozo.
Lentamente, me dirigí hacia allá; el sonido se iba haciendo más claro a
medida que avanzaba hasta que, al poco, me encontré justo encima de él. Ni
siquiera entonces pude detectar la causa, hasta que me puse de rodillas y
asomé la cabeza sobre el borde del precipicio. Así, el sonido me llegó con
claridad; y vi, por debajo de mí, un torrente de agua clara que brotaba de una
pequeña fisura en la pared del Pozo y se precipitaba entre las rocas para ir a
parar al lago de abajo. Vi otro un poco más lejos sobre el precipicio y, aún
más allá, otros dos más pequeños. Esto ayudaba a explicar la cantidad de agua
en el Pozo; y, si la caída de rocas y tierra había bloqueado el curso de la
corriente del fondo, cabía poco lugar a duda de que esta también estaba
contribuyendo en gran medida.
Aun así, seguía forzando mi mente para explicar el aspecto sacudido que
tenía el lugar en general: ¡las pequeñas corrientes de agua y la enorme grieta
de más allá en el barranco! Me parecía que hacía falta algo más que un
corrimiento de tierra para explicarlas. Imaginaba que un terremoto, o una gran
explosión, podía provocar una situación como aquella; pero ninguna de las
dos cosas había ocurrido. Entonces me puse de pie rápidamente, recordando
aquel estruendo y la nube de polvo que siguió, elevándose en el aire. Pero
sacudí la cabeza con incredulidad. ¡No! Lo que oí tuvo que ser el sonido de
las rocas y la tierra cayendo; por supuesto, se habría levantado polvo,
naturalmente. Aun así, pese a mi razonamiento, tenía una sensación de
desasosiego, de que esta teoría no satisfacía mi sentido de lo probable; y sin
embargo, ¿se me ocurría alguna otra que fuese la mitad de plausible? Pepper
había estado sentado en la hierba mientras realizaba mi reconocimiento.
Ahora, al dirigirme a la parte Norte del barranco, se levantó y me siguió.

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Lentamente y esmerando la vigilancia en todas las direcciones, rodeé el
Pozo completo; pero poco encontré que aún no hubiera visto. Desde el
extremo occidental, pude ver sin obstáculos las cuatro cascadas. Estaban a
una considerable altura sobre la superficie del lago: unos cincuenta pies,
según mis cálculos.
Deambulé por allí un rato más, con los ojos y los oídos bien atentos, pero
no vi ni oí nada sospechoso. Todo el lugar estaba maravillosamente tranquilo;
de hecho, salvo por el murmullo continuo del agua al otro lado, no había otro
sonido de tipo alguno que rompiese el silencio.
Durante todo este tiempo, Pepper no había mostrado signo alguno de
intranquilidad. Me parecía que esto indicaba que, al menos por el momento,
ninguna de las Criaturas Porcinas se hallaba por los alrededores. Hasta donde
podía distinguir, su atención parecía haberse centrado principalmente en
rascar y olisquear entre la hierba del borde del Pozo. En ocasiones,
abandonaba el borde y corría en dirección a la casa, como si estuviera
siguiendo rastros invisibles; pero, en todos los casos, volvía al cabo de unos
minutos. Me cabía poca duda de que realmente estaba rastreando las pisadas
de los Seres Porcinos; y el propio hecho de que siempre le condujeran de
vuelta al Pozo me parecía una prueba de que todos los brutos habían
regresado al sitio de donde habían salido.
A mediodía, volví a casa para comer. Por la tarde, llevé a cabo un registro
parcial de los jardines, acompañado de Pepper; pero no hallé indicio alguno
de la presencia de las criaturas.
En una ocasión, mientras marchábamos a través de los arbustos, Pepper se
abalanzó entre unos matorrales con un aullido fiero. Eso hizo que retrocediera
de un salto, con un miedo súbito, y que apuntase el cañón de mi arma hacia
delante por lo que pudiera ocurrir; pero todo quedó en una risa nerviosa
cuando Pepper reapareció persiguiendo a un desdichado gato. Hacia el final
de la tarde, abandoné el registro y regresé a la casa. De pronto, Pepper
desapareció en una gran masa de arbustos que estábamos dejando a nuestra
derecha; y podía oír cómo olisqueaba y gruñía entre ellos de un modo
sospechoso. Con el cañón de mi arma, aparté los matorrales que me
entorpecían y miré detrás. Lo único que podía verse era que muchas de las
ramas estaban aplastadas y rotas, como si algún animal se hubiera guarecido
allí no hacía mucho tiempo. Imaginé que probablemente era uno de los
lugares donde algunas de las Criaturas Porcinas se habían apostado durante la
noche del ataque.

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Al día siguiente, reemprendí mi registro de los jardines, pero sin
resultados. Avanzada la tarde, ya los había recorrido y sabía, sin lugar a duda,
que ninguna de aquellas Cosas estaba escondida por allí. De hecho, desde
entonces, a menudo he pensado que estaba en lo correcto cuando supuse que
se habían marchado poco después del ataque.

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XII
El Pozo subterráneo

Transcurrió otra semana, durante la cual pasé buena parte de mi tiempo en la


boca del Pozo. Unos días antes, había llegado a la conclusión de que el
agujero arqueado en el ángulo de la gran grieta era por donde los Seres
Porcinos habían salido, procedentes de algún lugar impío en las entrañas del
mundo. Más adelante, descubriría lo cerca que estaba de la probable verdad.
Es fácil entender que sintiese una tremenda curiosidad, si bien de un modo
temeroso, por saber a qué lugar infernal conducía aquel agujero; no obstante,
por el momento, aún no me había planteado seriamente la posibilidad de
llevar a cabo una investigación. Estaba demasiado imbuido de una sensación
de horror hacia las Criaturas Porcinas como para aventurarme
voluntariamente donde hubiera posibilidad alguna de entrar en contacto con
ellas.
Sin embargo, poco a poco, con el paso del tiempo, ese sentimiento se fue
debilitando imprudentemente; así que, cuando, unos días más tarde, se me
ocurrió que podría descolgarme hasta el agujero y echar un vistazo dentro, no
la rechacé tan radicalmente como habría cabido imaginar. Aun así, creo que
ni siquiera entonces tenía realmente intención de embarcarme en una aventura
tan insensata. Por cuanto alcanzaba a saber, entrar por aquella abertura de
aspecto siniestro bien podía significar una muerte segura. Y, sin embargo, tan
pertinaz es la curiosidad humana que, al final, mi principal afán era averiguar
qué había más allá de esa entrada tenebrosa.
Lentamente, a medida que pasaban los días, mi miedo a los Seres
Porcinos se fue convirtiendo en una emoción del pasado, más parecido a un
recuerdo desagradable e increíble que a cualquier otra cosa.
Así, llegó un día en que dejé que mis pensamientos y figuraciones se
fueran al garete, me hice con una cuerda de la casa, la até a un árbol robusto
situado a poca distancia del borde del Pozo, sobre la grieta, y dejé caer el otro
cabo hacia esta hendidura hasta que pasó colgando por delante de la boca del
oscuro agujero.

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Entonces, con cautela y muchos recelos en cuanto a si no sería una locura
lo que trataba de hacer, me descolgué lentamente, sujeto a la cuerda, hasta
que llegué al agujero. Me quedé allí, agarrado todavía a la cuerda, y miré
hacia dentro. Estaba completamente oscuro y no salía sonido alguno. Sin
embargo, un momento después, me pareció oír algo. Contuve la respiración y
escuché; pero todo estaba tan silencioso como una tumba y pude volver a
respirar libremente. En ese mismo instante, oí el sonido de nuevo. Sonaba
como una respiración trabajosa, profunda y arrastrada. Durante un breve
segundo, me quedé petrificado, incapaz de moverme. Pero los sonidos
cesaron otra vez y ya no pude oír más.
Mientras permanecía allí, lleno de ansiedad, mi pie movió un guijarro, que
cayó hacia dentro, a la oscuridad, con un tintineo hueco. Inmediatamente, el
sonido se repitió una veintena de veces; cada eco sucesivo era más débil y
parecía alejarse de mí, como si se perdiese en una distancia remota. Después,
cuando volvió a hacerse el silencio, oí esa respiración sigilosa. Por cada
aliento mío, escuchaba otro a modo de respuesta. Los sonidos parecían venir
cada vez desde más cerca; y, entonces, oí varios más; aunque más débiles y
distantes. Por qué no agarré la cuerda y trepé lejos del peligro es algo que no
puedo explicar. Era como si estuviese paralizado. Rompí a sudar
profusamente e intenté humedecer mis labios con la lengua. La garganta se
me secó de repente y me sobrevino una tos ronca. Su sonido me fue devuelto
burlonamente en una docena de horribles tonos guturales. Miré impotente
hacia la oscuridad, pero seguía sin verse nada. Tenía una extraña sensación de
sofoco y volví a toser secamente. De nuevo, se produjo el eco, ascendiendo y
decayendo de manera grotesca hasta extinguirse lentamente en un silencio
ahogado.
Entonces, de pronto, se me ocurrió algo y contuve el aliento. La otra
respiración se detuvo. Volví a respirar y recomenzó una vez más. Pero ya no
me causaba temor. Sabía que los extraños sonidos no se debían a una Criatura
Porcina al acecho sino que eran simplemente el eco de mi propia respiración.
Aun así, había pasado tanto miedo que me alegré de escalar grieta arriba y
de recoger la cuerda. Estaba demasiado agitado y nervioso como para pensar
en entrar por el oscuro agujero en ese momento, así que regresé a la casa. Me
sentí más repuesto a la mañana siguiente pero ni siquiera entonces pude reunir
suficiente valor para explorar aquel sitio.
Durante todo este tiempo, el nivel del agua del Pozo había ido subiendo
lentamente y ya se encontraba tan solo un poco por debajo de la abertura. Al
ritmo al que ascendía, se encontraría al nivel del suelo en menos de una

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semana; y me di cuenta de que, a menos que realizara mi exploración pronto,
probablemente nunca lo llegaría a hacer; puesto que el agua subiría más y
más, hasta que la propia abertura quedase sumergida.
Tal vez este pensamiento me empujó a actuar; cualquiera que fuese la
razón, un par de días después, me encontré de pie por encima de la grieta,
completamente equipado para la tarea.
Esta vez, estaba decidido a sobreponerme a mi remoloneo y abordar el
asunto directamente. A tal fin, había llevado conmigo, además de la cuerda,
un atado de velas que pensaba usar como antorcha; también tenía mi escopeta
de dos cañones. En el cinturón, llevaba una pesada pistola de arzón[133],
cargada con perdigones.
Como la vez anterior, aseguré la cuerda al árbol. Después, una vez me
hube atado el arma sobre los hombros con un trozo de cordón resistente,
empecé a descender por el borde del Pozo. Ante este movimiento, Pepper, que
había estado siguiendo mis acciones atentamente, se levantó y corrió hacia mí
emitiendo un sonido a medio camino entre un ladrido y un lamento, que me
pareció una señal de aviso. Pero estaba decidido a continuar mi empresa y le
ordené que se echase. Me habría gustado mucho llevarle conmigo; pero era
prácticamente imposible, dadas las circunstancias. Cuando mi rostro bajó al
nivel del borde del Pozo, me lamió justo sobre la boca; y después, agarrando
una de mis mangas entre sus dientes, empezó a tirar con fuerza. Era evidente
que no quería que me fuese. Aun así, estaba decidido y no tenía intención de
desistir de mi intento; así que, tras ordenar secamente a Pepper que me
soltase, continué mi descenso, dejando a mi viejo camarada allí en lo alto,
ladrando y llorando como un cachorro abandonado.
Con cuidado, me fui descolgando de un saliente a otro. Sabía que un
resbalón podía significar un chapuzón.
Al alcanzar la entrada, solté la cuerda y me desaté el arma de los hombros.
Después, tras una última mirada al cielo —que noté que se estaba nublando
rápidamente—, avancé un par de pasos para resguardarme del viento y así
poder encender una de las velas. Sosteniéndola sobre mi cabeza y con mi
arma firmemente agarrada, empecé a moverme despacio, mirando en todas las
direcciones.
Durante el primer minuto, pude oír el sonido melancólico del aullido de
Pepper, que llegaba hasta allí abajo. Poco a poco, a medida que me adentraba
en la oscuridad, se fue debilitando; hasta que, al poco rato, ya no podía oírlo.
El camino tenía una cierta pendiente descendente y viraba un tanto a la

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izquierda. Desde allí se mantenía igual, aún hacia la izquierda, hasta que
descubrí que me estaba conduciendo justo en dirección a la casa.
Seguí avanzando con mucha cautela, deteniéndome cada varios pasos para
escuchar. Quizá hubiera recorrido unas cien yardas cuando, de pronto, me
pareció captar un sonido débil procedente de algún punto del camino que
había dejado atrás. Con el corazón golpeando pesadamente, me mantuve a la
escucha. El sonido se fue haciendo más nítido y parecía aproximarse
rápidamente. Ahora podía distinguirlo. Eran las suaves palmadas de unos pies
corriendo. Durante los primeros instantes de miedo, me quedé indeciso; sin
saber si debería avanzar o retroceder. Después, con una súbita conciencia de
lo que más me convenía hacer, reculé hacia la pared de roca que tenía a mi
derecha y, sosteniendo la vela sobre mi cabeza, esperé —arma en mano—
maldiciendo a mi insensata curiosidad por haberme puesto en tal aprieto.
No tuve que esperar más que unos segundos antes de que, desde las
sombras, dos ojos reflejaran la luz de mi vela. Alcé mi arma, empleando tan
solo mi mano derecha, y apunté rápidamente. Mientras lo hacía, algo salió de
un salto de la oscuridad, con un triunfal ladrido de gozo que resonó como un
trueno. Era Pepper. Cómo se las había apañado para descender por la grieta
no me cabía en la cabeza. Al pasarle la mano nerviosamente sobre el pelaje,
noté que estaba chorreando; y deduje que debía de haber caído al agua
intentando seguirme; desde allí no le habría resultado muy difícil escalar.
Tras esperar alrededor de un minuto hasta tranquilizarme, continué mi
camino con Pepper siguiéndome en silencio. Sentía una curiosa alegría por
tener a mi viejo camarada conmigo. Me hacía compañía y, de algún modo,
con él siguiéndome de cerca estaba menos asustado. Además, sabía lo pronto
que sus finos oídos detectarían la presencia de cualquier criatura indeseable,
si es que había alguna en la oscuridad que nos envolvía.
Continuamos lentamente durante varios minutos por el camino, que
seguía conduciéndonos directamente hacia la casa. Calculé que pronto nos
encontraríamos justo debajo de ella, si es que el camino se prolongaba lo
suficiente. Seguí encabezando la marcha con cautela durante unas cincuenta
yardas más. Entonces me detuve y alcé la vela: tuve sobradas razones para
estar agradecido por haberlo hecho, puesto que, a menos de tres pasos por
delante, el camino desaparecía y, en su lugar, se abría una negrura vacía que
hizo que un miedo repentino me recorriera el cuerpo.
Con suma cautela, avancé muy despacio y miré hacia abajo; pero no pude
ver nada. Después, fui hasta la parte izquierda del túnel para ver si había
alguna continuación del camino. Allí, pegado al muro, encontré un paso

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estrecho, de unos tres pies de ancho, que seguía adelante. Cuidadosamente,
empecé a moverme sobre él; pero no llegué muy lejos antes de arrepentirme
de haberme aventurado por allí. Pues, tras unos pocos pasos, el camino, ya de
por sí estrecho, se reducía a una mera cornisa, a un lado de la cual estaba la
roca, sólida e implacable, elevándose como una gran pared hasta un techo que
no alcanzaba a ver, y, al otro lado, aquella enorme sima. No pude dejar de
reflexionar sobre lo indefenso que me encontraría en caso de sufrir un ataque
allí, sin lugar al que ir y donde incluso el retroceso de mi arma bastaría para
mandarme de cabeza a las profundidades de abajo.
Para gran alivio mío, un poco más adelante, el paso volvía a ensancharse
hasta recuperar su amplitud original. Poco a poco, a medida que lo seguía,
noté que el camino se torcía continuamente hacia la derecha y así, tras unos
minutos, descubrí que no estaba avanzando; sino simplemente rodeando el
colosal abismo. Evidentemente, había llegado al final del túnel.
Cinco minutos después, me encontraba en el punto del que había partido;
había rodeado por completo lo que ahora imaginaba que era un vasto pozo
cuya boca debía de tener, como mínimo, unas cien yardas de ancho.
Me quedé allí un poco de tiempo, sumido en pensamientos perplejos.
«¿Qué significa todo esto?» era el grito que había comenzado a repetirse en
mi cerebro.
De pronto, tuve una idea y busqué una piedra. No tardé en encontrar un
trozo de roca, aproximadamente del tamaño de una hogaza pequeña. Encajé la
vela de pie en una grieta del suelo, me retiré alguna distancia del borde y,
tomando impulso, lancé la piedra hacia el interior de la sima con la idea de
arrojarla lo bastante lejos como para que no chocase con las paredes. A
continuación, me incliné hacia delante y me dispuse a escuchar; sin embargo,
aunque guardé silencio total durante, por lo menos, un minuto completo, no
me llegó sonido alguno desde la oscuridad.
Supe entonces que la profundidad del agujero debía de ser inmensa; pues
la piedra, en caso de haber golpeado algo, era suficientemente grande para
provocar ecos en aquel extraño lugar que habrían seguido resonando durante
un tiempo indefinido. La caverna incluso había devuelto el sonido de mis
pisadas multiplicado muchas veces. El lugar era impresionante y, muy
gustosamente, habría vuelto atrás sobre mis pasos para dejar sin resolver los
misterios de su soledad; salvo que hacerlo habría significado aceptar la
derrota.
Entonces, tuve la idea de intentar ver el abismo. Se me ocurrió que, si
colocaba velas alrededor del borde del agujero, debería ser capaz de

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conseguir, por lo menos, alguna vista imprecisa del sitio.
Al contarlas, comprobé que había traído quince velas en el atado —como
ya he dicho, mi primera intención había sido hacer una antorcha con todas
ellas—. Procedí a colocarlas alrededor de la boca del Pozo, a intervalos de
unas veinte yardas.
Una vez completado el círculo, me quedé de pie en el pasillo y me esforcé
por hacerme una idea del aspecto del lugar. Sin embargo, descubrí de
inmediato que eran absolutamente insuficientes para mi propósito. Sirvieron
para poco más que hacer visible la penumbra. Sí sirvieron, no obstante, para
confirmar mi opinión del tamaño de la abertura; y, aunque no me mostraron
nada de lo que quería ver, el contraste que proporcionaban sobre la densa
oscuridad me complació curiosamente. Era como si quince diminutas estrellas
resplandecieran a través de la noche subterránea.
Entonces, mientras yo seguía allí de pie, Pepper emitió un aullido
repentino, que provocó ecos y se repitió en espantosas variaciones hasta ir
extinguiéndose lentamente. Con un rápido movimiento, alcé la única vela que
había conservado y bajé la mirada hacia el perro; al mismo tiempo, me
pareció oír un ruido, como una risita diabólica, ascender desde las
profundidades del Pozo, hasta entonces silenciosas. Me sobresalté; después
recordé que probablemente era el eco del aullido de Pepper.
Pepper se había apartado de mí varios pasos pasillo arriba; iba
hociqueando por el suelo rocoso; y me pareció oírle dar lengüetazos. Fui
hacia él sosteniendo la vela baja. Mientras marchaba, oía el chapoteo de mis
botas; y la luz se reflejaba sobre algo que brillaba y se escurría entre mis pies
rápidamente hacia el Pozo. Me agaché más para mirar; entonces dejé escapar
una expresión de sorpresa. Desde algún lugar camino arriba, fluía una
corriente de agua que discurría veloz en la dirección de la gran abertura y
aumentaba de caudal a cada segundo.
De nuevo, Pepper soltó aquel aullido profundo y, corriendo hacia mí, me
atrapó por el abrigo para tratar de arrastrarme camino arriba hacia la entrada.
Me lo quité de encima con un gesto nervioso y me pasé rápidamente a la
pared de la izquierda. Si venía algo, pensaba tener la espalda contra la pared.
Después, mientras miraba ansiosamente pasillo arriba, mi vela se reflejó
en algo mucho más allá. En ese mismo instante, advertí un rugido susurrante
cuya intensidad creció hasta llenar toda la caverna con un sonido
ensordecedor. Desde el Pozo llegó un eco profundo y hueco, como el sollozo
de un gigante. Había saltado a un lado sobre la estrecha cornisa que rodeaba
el abismo y, al volverme, vi un gran muro de espuma pasar junto a mí para

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caer ruidosamente hacia la sima expectante. Una nube de vapor me bañó,
apagando mi vela y empapándome hasta la piel. Aún sostenía mi arma. Las
tres velas más cercanas se apagaron pero las más alejadas solo parpadearon
un instante. Tras la primera avenida, el flujo de agua se redujo a una corriente
constante de tal vez un pie de profundidad; aunque no pude verla hasta que
me hice con una de las velas encendidas para empezar a hacer un
reconocimiento. Por suerte, Pepper me había seguido cuando salté a la cornisa
y, ahora mucho más calmado, se mantenía muy cerca detrás de mí.
Una breve exploración me mostró que el agua bajaba por el pasillo y fluía
a una velocidad tremenda. Mientras estaba allí ya se había hecho más
profunda. Tan solo podía especular sobre lo que había ocurrido.
Evidentemente, el agua del barranco había irrumpido en el pasillo de algún
modo. Si había sido así, su caudal iría aumentando hasta que me resultara
imposible abandonar aquel lugar. El pensamiento era aterrador. Era evidente
que tenía que salir de allí lo antes posible.
Tomando mi arma por la culata, sondeé el agua. Llegaba un poco por
debajo de la rodilla. El ruido que hacía al precipitarse por el Pozo era
ensordecedor. Entonces, con una llamada a Pepper, me metí en la corriente,
empleando el arma como bastón. Al instante, el agua comenzó a borbotear
por encima de mis rodillas, casi hasta el principio de mis muslos, tal era la
velocidad a la que discurría. Por un momento, estuve a punto de perder pie;
pero el pensamiento de lo que me esperaba detrás me hizo esforzarme
fieramente y, paso a paso, fui avanzando.
Al principio, no supe nada de Pepper. Hacía cuanto podía para
mantenerme en pie; y me llenó de alegría que apareciera junto a mí. Vadeaba
enérgicamente corriente arriba. Es un perro grande, de patas largas y
delgadas, así que supongo que el agua les ofrecía menos resistencia que a las
mías. En cualquier caso, se las apañaba mucho mejor que yo; iba por delante
de mí, como un guía, y, lo supiera o no, me ayudaba, en cierto modo,
amortiguando la fuerza del agua. Seguimos adelante, paso a paso,
esforzándonos y jadeando, hasta que habíamos recorrido a salvo unas cien
yardas. Entonces, no sabría decir si fue porque estaba teniendo menos cuidado
o porque había una parte resbaladiza sobre el suelo de roca; pero el caso es
que, de repente, resbalé y caí de bruces. Inmediatamente, el agua se me vino
encima como una catarata, arrastrándome hacia aquel agujero sin fondo a una
velocidad temible. Forcejeé frenéticamente, pero me resultaba imposible
hallar asidero. Estaba indefenso, jadeando y ahogándome. De golpe, algo me
agarró por el abrigo y me detuvo. Era Pepper. Al echarme de menos, debió de

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volverse a toda velocidad a través de aquella oscura turbulencia para
encontrarme y, entonces, me agarró, sujetándome hasta que pude ponerme de
pie.
Tengo un vago recuerdo de haber visto, por un momento, los destellos de
varias luces; pero nunca he podido tener certeza de eso. Si mis impresiones
son correctas, debía de haber sido arrastrado hasta el mismo borde de aquel
terrible abismo antes de que Pepper lograra frenarme. Así que las luces, por
supuesto, no podían ser sino las llamas distantes de las velas que habían
quedado encendidas. Sin embargo, como he dicho, no estoy ni mucho menos
seguro. Tenía los ojos llenos de agua y me había llevado un buen vapuleo.
Y allí me encontraba, sin mi servicial arma, sin luz y tristemente
desorientado, con el nivel del agua subiendo; y dependiente por completo de
mi viejo amigo Pepper para que me ayudase a salir de aquel lugar infernal.
Me estaba enfrentando al torrente. Naturalmente, era la única manera en
que podía haber mantenido mi posición por un momento; puesto que ni
siquiera el viejo Pepper habría podido sostenerme mucho tiempo contra
aquella corriente sin que yo pusiera de mi parte, aunque fuera a ciegas.
Transcurrió quizá un minuto durante el cual mi situación fue crítica;
después, poco a poco, reinicié mi tortuoso camino pasillo arriba. Así comenzó
un durísimo pulso con la muerte del que no creía que pudiese salir victorioso.
Me esforcé lenta, furiosa, casi desesperadamente; y el fiel Pepper me condujo,
me arrastró, hacia arriba y adelante, hasta que, por fin, vi al frente un destello
de bendita luz. Era la entrada. Tras solo unas pocas yardas, alcancé la
abertura, con el agua agitándose y borboteando ávidamente en torno a la
altura de mis riñones.
Ya pude entender la causa de la catástrofe. Estaba cayendo una lluvia
intensa, literalmente torrencial. La superficie del lago estaba a ras con la parte
inferior de la abertura… ¡No! Más que a ras, la había rebasado.
Evidentemente, la lluvia había alimentado el lago hasta provocar esta crecida
prematura; pues, al ritmo que el barranco se había estado llenando, aún habría
tardado un par de días en alcanzar la entrada.
Por suerte, la cuerda con la que había descendido estaba ondeando en la
abertura, sobre la tromba de agua que entraba. Agarrando el extremo, lo até
fuertemente alrededor del cuerpo de Pepper y, después, reuniendo mis últimas
fuerzas, comencé a ascender por la pared del precipicio. Alcancé el borde del
Pozo al límite del agotamiento. Aun así, todavía tenía que hacer un esfuerzo
más para tirar de Pepper hasta que estuviese a salvo.

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Despacio y exhausto, tiré de la cuerda. En una o dos ocasiones, pareció
que habría de abandonar, puesto que Pepper es un perro pesado y yo me
encontraba absolutamente extenuado. Sin embargo, haberla soltado habría
supuesto una muerte cierta para mi viejo camarada y esa sola idea me impelía
a esforzarme todavía más. Solo tengo un vago recuerdo del final. Me acuerdo
de estar jalando durante instantes que se dilataban anormalmente. También
tengo cierto recuerdo de ver asomar el hocico de Pepper por el borde del
Pozo, tras lo que pareció un periodo indefinido de tiempo. Después, todo se
oscureció de repente.

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XIII
La trampilla de la gran bodega

Supongo que debí de desvanecerme, puesto que lo siguiente que recuerdo es


que abrí los ojos y ya había anochecido. Estaba acostado bocarriba, con una
pierna doblada sobre la otra, y Pepper me estaba lamiendo las orejas. Me
sentía terriblemente agarrotado y tenía la pierna entumecida desde la rodilla
hacia abajo. Yací durante unos minutos en aquel estado de aturdimiento;
después, lentamente me senté con esfuerzo y miré a mi alrededor.
Había dejado de llover, pero los árboles seguían goteando
melancólicamente. Desde el pozo llegaba un murmullo continuo de agua
fluyendo. Estaba tiritando de frío. Tenía la ropa empapada y todo el cuerpo
dolorido. Muy despacio, fui recuperando la sensibilidad en la pierna
entumecida y, después de un poco, probé a ponerme de pie. Lo logré al
segundo intento, pero apenas me tenía en pie y estaba particularmente débil.
Me pareció que iba a enfermar y me dispuse a ir dando tumbos hasta la casa.
Mi caminar era errático y tenía la cabeza desorientada. A cada paso que daba,
unos dolores agudos me recorrían los miembros.
Habría recorrido unos treinta pasos cuando un quejido de Pepper atrajo mi
atención y me volví, agarrotado, hacia él. El viejo perro trataba de seguirme,
pero ya no podía avanzar más porque la cuerda con la que lo había izado aún
estaba atada en torno a su cuerpo y no había soltado el otro extremo del árbol.
Forcejeé torpemente con los nudos por un momento; pero estaban húmedos y
apretados, así que de nada me valió. Entonces, me acordé de mi cuchillo y, al
minuto, había cortado la cuerda.
Apenas sé cómo llegué a la casa y recuerdo aún menos de los días que
siguieron. Lo que sé con certeza es que, sin el amor y el cuidado incansables
de mi hermana, no estaría escribiendo en este momento.
Cuando volví en mí, descubrí que llevaba casi dos semanas en la cama.
Aún tuvo que pasar otra semana antes de que hubiese reunido las fuerzas para
adentrarme a tumbos por los jardines. Incluso entonces, seguía sin ser capaz
de caminar hasta el Pozo. Me habría gustado preguntar a mi hermana hasta
qué altura había crecido el agua; pero me pareció más acertado no

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mencionarle el tema. De hecho, desde entonces, he adoptado la norma de
jamás hablarle de las cosas extrañas que ocurren en este viejo caserón.
No fue hasta un par de días más tarde que me las apañé para llegar hasta
el Pozo. Una vez allí, me encontré con que, durante mis varias semanas de
ausencia, se había obrado un cambio prodigioso. En lugar del barranco lleno
en sus tres partes, podía contemplar un gran lago, cuya plácida superficie
reflejaba fríamente la luz. El agua había crecido hasta menos de una docena
de pies del borde del Pozo. Solo una parte del lago estaba agitada: la que se
encontraba sobre el lugar donde, muy por debajo de las silenciosas aguas, se
abría la entrada al vasto Pozo subterráneo. Allí había un burbujeo continuo; y,
ocasionalmente, una curiosa especie de sollozo borboteante se abría paso
desde las profundidades. Más allá de eso, nada podía adivinarse de lo que
había escondido abajo. Mientras permanecía allí, se me ocurrió pensar en lo
asombroso que había sido el desarrollo de los acontecimientos. La entrada al
lugar de donde habían venido las Criaturas Porcinas había quedado sellada
por un poder que me hacía sentir que ya no había que tener más miedo de
ellos. Y sin embargo, junto a ese sentimiento, tenía la sensación de que ya
jamás podría averiguar más sobre el lugar del que habían venido aquellos
terribles seres. Había quedado completamente cerrado y vedado a la
curiosidad humana para siempre.
Era curioso, sabiendo de la existencia de aquella fosa infernal, lo
apropiada que había sido la denominación del Pozo. Hacía que uno se
preguntara cómo y cuándo se había originado. Naturalmente, se llegaba a la
conclusión de que la forma y la profundidad del barranco habían sugerido el
nombre de «Pozo». Sin embargo, daba que pensar si no era posible que, todo
el tiempo, hubiera encerrado un significado más profundo, una pista del Pozo
más grande y tremendo que se halla muy en el interior de la Tierra, por debajo
de la vieja casa. ¡Bajo esta casa! Incluso ahora, la idea me resulta extraña y
terrible. Pues he comprobado, sin lugar a duda, que el Pozo se abre justo
debajo de la casa, que evidentemente se apoya, en algún lugar por encima de
su centro, sobre un inmenso techo arqueado de roca sólida.
Así fue cómo, al tener ocasión de bajar a las bodegas, tuve la idea de
hacer una visita a la gran bóveda, donde se encuentra la trampilla, para ver si
todo estaba como lo había dejado.
Cuando llegué al lugar, caminé despacio hacia el centro, hasta alcanzar la
trampilla. Allí estaba, con las piedras apiladas sobre ella, tal como la última
vez que la había visto. Llevaba una linterna conmigo y se me ocurrió que era
un buen momento para investigar lo que quiera que hubiese bajo la gran

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plancha de roble. Tras colocar la linterna en el suelo, retiré las piedras de la
trampilla, agarré la argolla y tiré de ella hasta abrir la puerta. Al hacerlo, la
bodega se llenó del sonido de un murmullo atronador que procedía de muy
abajo. Al mismo tiempo, un viento húmedo, cargado de un fino vapor de
agua, sopló sobre mi rostro. A continuación, dejé caer la puerta de la trampilla
apresuradamente, con una sensación un tanto atemorizada de asombro.
Me quedé perplejo por un momento. No estaba especialmente asustado. El
miedo obsesionante a los Seres Porcinos me había abandonado hacía tiempo;
pero, desde luego, estaba nervioso y atónito. Entonces, un pensamiento
repentino se apoderó de mí y levanté la pesada puerta con un sentimiento de
excitación. Tras dejarla de pie sobre su base, agarré la linterna, me arrodillé y
la introduje por la abertura. Al hacerlo, el viento húmedo y el vapor se me
metieron en los ojos, impidiéndome ver durante unos instantes. Ni siquiera
cuando mis ojos se aclararon pude ver otra cosa que no fueran la oscuridad y
el vapor arremolinándose.
Al ver que era inútil esperar a distinguir algo con la luz a tanta altura, me
busqué en los bolsillos un trozo de cordel con el cual bajarla más por la
abertura. Mientras hurgaba, la linterna se me escurrió entre los dedos y se
precipitó a la oscuridad. Durante un breve instante, observé su caída y vi la
luz brillar sobre una turbulencia de espuma blanca, a unos ochenta o cien pies
por debajo de mí. Después desapareció. Mi súbita conjetura era correcta y ya
sabía la causa de la humedad y del sonido. La gran bodega estaba conectada
con el Pozo a través de la trampilla, que se abría justo por encima de él; y la
humedad era el vapor que ascendía desde el agua que estaba cayendo hacia
las profundidades.
Al instante, pude explicarme ciertas cuestiones que me habían tenido
perplejo hasta entonces. Ya comprendía por qué los sonidos durante la
primera noche de la invasión parecían producirse directamente bajo mis pies.
¡Y la risita que se oyó la primera vez que abrí la trampilla! Evidentemente,
uno de los Seres Porcinos debía de estar justo por debajo de mí.
Me impactó otra idea. ¿Se habían ahogado todas las criaturas? ¿Acaso
podían ahogarse? Recordé que no había sido capaz de hallar evidencia alguna
de que mis disparos hubiesen sido realmente mortales. ¿Tenían vida tal como
la entendemos o eran gules?[134]. Estos pensamientos relampagueaban en mi
cerebro mientras permanecía en la oscuridad, buscando cerillas en mis
bolsillos. Cuando tuve la caja en la mano, encendí una, me acerqué a la puerta
de la trampilla y la cerré. Después, volví a apilar las piedras sobre ella; a
continuación, salí de las bodegas.

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Y así, supongo que el agua sigue cayendo atronadoramente por esa
infernal fosa sin fondo. A veces, siento el deseo inexplicable de bajar a la
gran bodega, abrir la trampilla y mirar hacia aquella impenetrable oscuridad,
húmeda por el vapor. En ocasiones, el deseo se vuelve casi superior a mí, tal
es su intensidad. No es mera curiosidad lo que me empuja, sino que más bien
es como si me encontrara bajo alguna influencia sin explicación. Aun así,
nunca voy; y tengo la intención de combatir ese extraño anhelo hasta
aplastarlo; tal como lo haría con el impío pensamiento de la autodestrucción.
Esta idea de que alguna fuerza intangible pudiera estar actuando sobre mí
puede parecer irracional. No obstante, mi instinto me advierte de que no es
así. En estos temas, la razón me parece menos de fiar que el instinto.
En definitiva, hay algo que no dejo de pensar, con cada vez mayor
insistencia. Se trata de que vivo en una casa muy extraña; una casa muy
terrible. Y he comenzado a preguntarme si hago lo más acertado al
permanecer aquí. Aun así, si me marchase, ¿a dónde podría ir que me
proporcionara soledad y el sentido de su presencia[*], que es lo único que hace
soportable mi vejez?

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XIV
El Mar del Sueño[136]

Durante un periodo de tiempo considerable tras el último incidente que he


narrado en mi diario, me planteé seriamente abandonar esta casa, y tal vez lo
habría hecho de no haber sido por la cosa estupenda y maravillosa sobre la
que estoy a punto de escribir.
Qué bien hice, en el fondo, al quedarme aquí pese a esas visiones e
imágenes de cosas desconocidas e inexplicables; pues, de no haberme
quedado, no habría vuelto a ver el rostro de mi amada. Sí, aunque ya solo mi
hermana Mary lo sabe, tuve un amor y —¡ay, pobre de mí!— lo perdí.
Pondría por escrito el relato de aquellos dulces días de antaño, pero sería
como abrir antiguas heridas. Aun así, ¿por qué debería preocuparme después
de lo que ha ocurrido? Pues ella ha venido a mí desde lo desconocido.
Curiosamente, ella me avisó; me avisó apasionadamente en contra de esta
casa; me rogó que la abandonara; pero, cuando la interrogué, reconoció que
no podría haber venido a mí si yo hubiera estado en otro lugar. Pese a esto,
ella siguió avisándome con gravedad; me dijo que aquel lugar había sido
consagrado al mal mucho tiempo atrás y estaba sometido a leyes macabras, de
las cuales nadie tenía conocimiento alguno. Y yo… yo tan solo le pregunté si
vendría a mí en otro lugar pero ella se limitó a permanecer en silencio.
Así fue que llegué a donde se encontraba el Mar del Sueño, tal como ella
lo llamó en su dulce conversación conmigo. Me quedé hasta tarde en mi
estudio, leyendo; y debí de adormilarme durante la lectura. De pronto, me
desperté y me incorporé en el asiento, sobresaltado. Durante un instante, miré
alrededor con la sensación perpleja de algo fuera de lo común. La habitación
tenía un aspecto brumoso que confería una curiosa suavidad a las mesas, las
sillas y el mobiliario.
Poco a poco, la bruma se hizo más intensa; surgía, de hecho, de la nada.
Después, lentamente, una suave luz blanca comenzó a resplandecer en la
habitación. Las llamas de las velas brillaban pálidamente a través de ella.
Miré de un lado a otro y comprobé que podía ver todos los muebles; pero de

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una manera extrañamente irreal, como si el fantasma de cada mesa y de cada
silla hubiese tomado el lugar del objeto sólido.
Poco a poco, mientras los miraba, vi cómo se iban desvaneciendo más y
más; hasta disiparse en la nada. Entonces, volví a mirar a las velas. Brillaban
lánguidamente y, mientras las observaba, se fueron haciendo más irreales para
desaparecer al fin. Ahora la habitación estaba llena de una media luz blanca,
suave pero radiante, como una ligera neblina de luz. Nada podía ver más allá
de ella. Incluso las paredes habían desaparecido.
Entonces, advertí que un sonido débil y continuo vibraba a través del
silencio que me envolvía. Escuché atentamente. Se fue haciendo más claro,
hasta que me pareció estar oyendo la respiración de un gran mar. No sé decir
cuánto tiempo transcurrió de esta manera; sin embargo, al cabo de un rato,
parecía que podía ver a través de la bruma; y lentamente me di cuenta de que
me encontraba en la orilla de un mar inmenso y silencioso. Esta orilla era lisa
y se extendía a izquierda y derecha hasta desaparecer extremadamente lejos.
Al frente, flotaba la inmensidad inerte de un mar durmiente. En ocasiones, me
pareció captar algún débil destello de luz bajo su superficie; pero es algo que
no puedo asegurar. Detrás de mí, unos acantilados negros y adustos se
elevaban hasta una altura extraordinaria.
Sobre mí, el cielo era de un uniforme color gris; todo el lugar estaba
iluminado por un tremendo globo de fuego pálido que flotaba un poco por
encima del lejano horizonte y derramaba una luz de aspecto espumoso sobre
las tranquilas aguas.
Aparte del suave murmullo del mar, reinaba una intensa quietud.
Permanecí en aquel lugar mucho rato, contemplando lo extraño que era.
Entonces, ante mi vista, pareció que una burbuja de espuma blanca emergiera
desde las profundidades y, de pronto, aunque sigo sin saber cómo, me
encontré mirando al rostro… no, mirando dentro del rostro de ella. ¡Sí!
Dentro de su rostro, dentro de su alma. Y ella me devolvió la mirada, con tal
combinación de gozo y tristeza que corrí hacia ella ciegamente; mientras le
gritaba, en una extraña agonía de recuerdo, terror y esperanza, que viniese a
mí. Sin embargo, pese a mis gritos, permaneció allí, sobre el mar, y tan solo
sacudió la cabeza con pesadumbre; pero en sus ojos tenía la familiar luz
cenicienta de ternura que yo había llegado a reconocer por encima de todas
las cosas, otrora cuando no estábamos separados.
Su obstinación me desesperó hasta el punto de intentar meterme en el
agua para llegar hasta ella; pero, aunque quería hacerlo, no pude. Algo,
alguna barrera invisible, me retuvo, obligándome a permanecer donde estaba,

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y le grité con toda mi alma: «¡Oh, querida mía, querida mía…!», pero no pude
decir más, de tan intensa como era mi pasión. Y entonces se acercó
rápidamente y, cuando me tocó, fue como si el cielo se hubiera abierto. Sin
embargo, al extender mis manos hacia ella, me rechazó con las suyas, tiernas
pero severas, y me sentí consternado…[137].

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Los fragmentos[*]

(Las porciones legibles de las hojas mutiladas)


… a través de las lágrimas… ruido de la eternidad en mis oídos, nos
separamos… Ella a quien amo. ¡Oh, Dios mío…!
Pasé mucho tiempo aturdido y, después, me encontré solo en la negrura de
la noche. Sabía que había regresado, una vez más, al universo conocido.
Pronto emergí de esa inmensa oscuridad. Me encontraba entre las estrellas…
tiempo vasto… el Sol, lejano y remoto.
Entré en el abismo que separa nuestro Sistema de los soles exteriores.
Mientras atravesaba a gran velocidad aquella oscuridad divisoria,
contemplaba fijamente cómo el brillo y el tamaño de nuestro Sol crecían
continuamente. En una ocasión, volví la mirada hacia las estrellas y vi cómo
se movían, por así decirlo, a mi paso, tal era la velocidad a la que viajaba mi
espíritu[139].
Seguí aproximándome a nuestro sistema y ya podía ver el brillo de
Júpiter. Más tarde, distinguí el fulgor frío y azul de la Tierra… Experimenté
un instante de perplejidad. En torno al Sol parecía haber unos objetos
brillantes que describían rápidas órbitas. Dentro, cerca de la gloria furiosa del
Sol, dos puntos de luz daban vueltas a gran velocidad y, a mayor distancia,
volaba una brillante mota azul que me constaba que era la Tierra. Cada una de
sus vueltas alrededor del Sol no parecía tardar más de un minuto.
… más cerca rápidamente. Vi los resplandores de Júpiter y Saturno,
girando a velocidad increíble en enormes órbitas. Seguía acercándome y
contemplando esta extraña imagen: el movimiento visible de los planetas en
torno a su Sol madre. Era como si el tiempo hubiese sido destruido por
completo para mí; de tal modo que un año no era para mi espíritu incorpóreo
más de lo que es un instante para un alma anclada a la Tierra.
La velocidad de los planetas pareció aumentar; y pronto estaba
observando el Sol, rodeado de anillos de fuego de distintos colores, tan finos
como cabellos: las sendas de los planetas, moviéndose a velocidad formidable
en torno a la llama central…

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… el Sol se volvió inmenso, como si saltase a mi encuentro… Ya me
encontraba dentro de las órbitas de los planetas exteriores[140] y me
precipitaba rápidamente hacia donde la Tierra refulgía a través del esplendor
azul de su órbita, como si una bruma ardiente diese vueltas al Sol a una
velocidad monstruosa…[*].

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XV
El ruido en la noche

Y ahora llego al más extraño de los extraños sucesos que me han acontecido
en esta casa de los misterios. Ocurrió bastante recientemente —este mismo
mes— y no me cabe duda de que lo que vi no fue sino el fin de todas las
cosas. No obstante, paso a contarlo.
No sé por qué; pero, hasta el momento, nunca he podido poner estas cosas
por escrito directamente después de que sucedieran. Es como si hubiese
tenido que esperar algún tiempo para recuperar mi buen juicio y digerir —por
así decirlo— las cosas que había oído o visto. Sin duda, no podía ser de otra
manera; pues, al esperar, contemplo los incidentes más objetivamente y
escribo sobre ellas en un estado mental más sereno y sensato. Dicho sea esto
de paso.
Ahora estamos a finales de noviembre. Mi historia relata lo que sucedió
durante la primera semana de este mes.
Era de noche, alrededor de las once. Pepper y yo nos hacíamos compañía
en el estudio, esa habitación vieja y grande en la que leo y trabajo.
Curiosamente, estaba leyendo la Biblia. En estos últimos días, he empezado a
desarrollar un interés creciente por ese gran y antiguo libro[142].
Repentinamente, un temblor sacudió la casa y se oyó un tenue y remoto
zumbido vibrante que fue aumentando rápidamente para convertirse en un
lejano chillido ahogado. Me recordaba, en una versión extraña y gigantesca,
al ruido que hace un reloj cuando se le suelta el resorte y se deja que se le
acabe la cuerda. El sonido parecía proceder de alguna altura distante, de algún
lugar elevado en la noche. La sacudida no se repitió. Miré a Pepper. Dormía
tranquilamente.
Poco a poco, el sonido vibrante fue disminuyendo, hasta que se hizo un
prolongado silencio.
Al mismo tiempo, un resplandor iluminó la ventana del fondo, que
sobresale pronunciadamente de la fachada de la casa, de tal modo que desde
ella se puede mirar tanto a Este como a Oeste. Me sentí intrigado y, tras un
momento de duda, crucé la habitación y aparté la celosía. Al hacerlo, vi cómo

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salía el Sol desde detrás del horizonte. Se elevaba con movimiento constante
y perceptible. Podía verlo moverse hacia arriba. Al cabo de un minuto, había
sobrepasado las copas de los árboles a través de los cuales lo había observado.
El Sol ascendió más y más, hasta que fue completamente de día. Podía
percibir un zumbido como el de un mosquito detrás de mí. Miré alrededor y
descubrí que procedía del reloj. Ante mis ojos, recorrió una hora completa. La
manecilla del minutero se movía sobre la esfera más veloz de lo que lo haría
la de un segundero normal. La manecilla de las horas se movía rápidamente
de una posición a otra. Me sentía entumecido por el asombro. Un momento
después, o eso pareció, las dos velas se apagaron casi a la vez. Me giré
velozmente de nuevo hacia la ventana; puesto que había visto la sombra de
los marcos de la ventana proyectándose sobre el cielo hacia mí, como si
hubiera ascendido una gran lámpara por delante de la ventana.
Ahora podía ver que el Sol se encontraba muy alto en el cielo y seguía
moviéndose visiblemente. Pasó por encima de la casa, como si se tratase de
una nave extraordinaria. Las nubes de buen tiempo no cruzaban el cielo
tranquilamente, sino que se perdían como si soplase un viento de cien millas
por hora. Al pasar, cambiaban de forma mil veces por minuto, como si se
retorcieran con una extraña vida; y así desaparecían. Y, al instante, llegaban
otras que se esfumaban del mismo modo.
Vi cómo el Sol caía al Oeste en un movimiento increíble, suave y rápido a
la vez. Al Este, las sombras de todo lo visible se arrastraban hacia la grisura
que se avecinaba. Podía apreciar cómo se movían las sombras: los árboles
agitados por el viento proyectaban sombras que se arrastraban retorciéndose
con sigilo. Era una visión extraña.
La habitación empezó a oscurecerse rápidamente. El Sol se escurrió tras el
horizonte y me pareció, por así decirlo, que desaparecía de mi vista casi con
un espasmo. A través de la grisura de aquel precipitado atardecer, vi la
medialuna plateada descolgándose en el cielo del Sur, hacia el Oeste. El
atardecer pareció fundirse en una noche casi instantánea. Por encima de mí,
las distintas constelaciones pasaron hacia el Oeste en un extraño tránsito
«insonoro». La Luna descendió el último millar de brazas del abismo
nocturno y solo quedó la luz de las estrellas…
Más o menos entonces, el zumbido del rincón cesó, indicándome que el
reloj se había parado. Al cabo de unos minutos, vi que el cielo se iluminaba
por el Este. Una mañana gris y triste se extendió a través de la oscuridad y
ocultó la marcha de las estrellas. Sobre mi cabeza, un cielo vasto y continuo
de nubes grises se movía con un vaivén pesado e interminable: un cielo de

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nubes que habría parecido inmóvil durante todo un día ordinario. No podía
ver el Sol; pero, por momentos, el mundo se iluminaba y se oscurecía, una y
otra vez, bajo olas de luz sutil y sombra…
La luz se fue desplazando siempre hacia el Oeste, hasta que cayó la noche
sobre la Tierra. Con ella parecieron llegar una lluvia tremenda y un viento
extraordinariamente ruidoso, como si los aullidos de toda una noche de
temporal se hubieran concentrado en menos de un minuto de tiempo.
El ruido pasó casi inmediatamente y las nubes se despejaron; así, pude ver
el cielo de nuevo. Las estrellas estaban volando hacia el Oeste a una
velocidad asombrosa. Entonces se me ocurrió por primera vez que, aunque el
ruido del viento había pasado, seguía oyendo un constante sonido
«impreciso». Ahora que lo había advertido, era consciente de que me había
acompañado todo el tiempo. Era el sonido del mundo[143].
Y entonces, mientras asimilaba tal conocimiento, apareció la luz por el
Este. En apenas unos latidos de corazón, el Sol salió rápidamente. Lo vi a
través de los árboles y, poco después, estaba por encima de ellos. Siguió
elevándose más y más, hasta que todo el mundo estuvo iluminado. En una
curva continua y veloz, alcanzó su posición más alta y desde allí cayó hacia el
Oeste. Podía ver cómo pasaba el día sobre mi cabeza. Unas cuantas nubes
ligeras revolotearon al Norte y desaparecieron. El Sol descendió en un
clavado rápido y limpio, y me cubrió, durante unos segundos, el gris cada vez
más oscuro del crepúsculo.
La Luna se estaba hundiendo rápidamente por el Suroeste. Ya se había
hecho de noche. En un minuto, la Luna descendió las brazas que le restaban
del cielo oscuro. Al cabo de otro minuto aproximadamente, el cielo del Este
resplandecía con el alba que se acercaba. El Sol se abalanzó sobre mí con una
brusquedad terrorífica y se elevó cada vez más rápido hacia su cénit.
Entonces, de pronto, vi algo nuevo. Desde el Sur, avanzaba a toda velocidad
una nube negra de tormenta y pareció tardar un solo instante en recorrer
completamente el cielo. Mientras se acercaba, podía ver cómo se agitaba su
extremo frontal, como si un monstruoso trapo negro se retorciese y ondease
rápidamente en el cielo, presagiando algo terrible. En un momento, el aire se
llenó de lluvia y pareció caer un centenar de relámpagos, como en un solo y
tremendo chaparrón. En ese mismo instante, el ruido del mundo fue ahogado
por el rugido del viento y el impresionante impacto del trueno me lastimó los
oídos.
En plena tormenta, se hizo de noche; después, al cabo de otro minuto, la
tormenta había pasado y ya no oía más que el constante e «impreciso» sonido

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del mundo. Sobre mí, las estrellas se deslizaban rápidamente hacia el Oeste; y
algo, quizás la velocidad particular que habían alcanzado, me hizo ser
consciente, por primera vez y de manera nítida, de que era el mundo lo que
estaba rotando. De pronto, me pareció ver el mundo: una inmensa masa
oscura rotando apreciablemente contra las estrellas.
El alba y el Sol parecieron llegar juntos, pues tal era la velocidad a la que
estaba rotando el mundo. El Sol ascendió en una curva continua y prolongada;
pasó por su punto más alto y se precipitó hacia el cielo occidental hasta
desaparecer. El atardecer fue tan breve que apenas me di cuenta. A
continuación estaba contemplando el vuelo de las constelaciones mientras la
Luna se apresuraba por el Oeste. En lo que pareció cuestión de segundos, se
descolgó rápidamente a través del cielo nocturno y desapareció. Y casi
inmediatamente llegó la mañana.
Entonces pareció producirse una extraña aceleración. El Sol recorrió el
cielo en una nítida trayectoria hasta desaparecer tras el horizonte por el Oeste,
y la noche vino y se fue igual de veloz.
Mientras el día siguiente se abría y cerraba sobre el mundo, advertí una
repentina capa de nieve sobre la tierra. Llegó la noche y, casi inmediatamente,
el día. Durante el breve vuelo del Sol, vi que la nieve ya había desaparecido y
después se volvió a hacer de noche.
Así eran las cosas; y, aun con todos los hechos increíbles que he
presenciado, no dejaba de experimentar un profundo asombro. Todo aquello
era más de lo que uno podía creer: ver cómo el Sol salía y se ponía en
cuestión de segundos; contemplar, poco después, cómo la Luna —un orbe
pálido y creciente— saltaba al cielo nocturno y surcaba la inmensidad azul a
una velocidad inusitada; de pronto, ver que la sucedía el Sol, surgido del cielo
oriental, como si la persiguiera; y, otra vez, la noche, con su veloz y espectral
procesión de constelaciones. Sin embargo, así era: el día escabulléndose del
alba al ocaso y la noche deslizándose veloz hacia el día cada vez más
rápidamente.
Las tres últimas rondas del Sol me mostraron un mundo cubierto de nieve
que, durante los segundos de la noche, adquiría una apariencia increíblemente
extraña bajo la luz en rápido desplazamiento que procedía de la Luna en sus
acelerados ascensos y bajadas. Ahora, sin embargo, por un breve espacio de
tiempo, el Sol quedó oculto tras un mar de nubes cuyo color oscilaba entre el
blanco y el gris plomizo, aclarándose y oscureciéndose alternativamente con
la sucesión de días y noches.

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Las nubes se agitaron y desaparecieron, de tal modo que volví a tener ante
mí la visión de los veloces vuelos del Sol y del paso fugaz de las noches como
si fueran sombras.
El mundo giraba cada vez más rápido. A estas alturas, cada día con su
noche transcurría en cuestión de apenas unos segundos y aun así la velocidad
seguía aumentando.
Un poco después, advertí que el Sol había comenzado a dejar tras de sí un
incipiente rastro de fuego. Era evidente que se debía a la velocidad con la que
parecía surcar los cielos. Y a medida que los días siguieron acelerándose,
cada uno más rápido que el anterior, el Sol comenzó a adoptar la apariencia
de un inmenso cometa llameante[*] que atravesaba resplandeciente el cielo en
breves intervalos periódicos. Durante las noches, la Luna se asemejaba aún
más genuinamente a un cometa: una forma de fuego, pálida y singularmente
nítida, que viajaba a gran velocidad, dejando un rastro de llamas frías a su
paso. Las estrellas se mostraban ya como tan solo unos delgados filamentos
de fuego sobre la oscuridad.
En una ocasión, me retiré de la ventana para mirar a Pepper. Bajo el
fogonazo de luz de un día, pude ver que dormía tranquilamente y me apliqué
de nuevo a mi observación.
En ese momento, el Sol estaba emergiendo por el horizonte oriental como
un formidable cohete, sin que pareciera tardar más de un segundo o dos en
saltar del Este al Oeste. Ya no podía percibir el paso de las nubes por el cielo,
que parecía haberse oscurecido en cierta medida. Las breves noches no
presentaban la oscuridad propia del cielo nocturno; de tal modo que los
filamentos de fuego que las estrellas formaban en sus vuelos aún eran
apreciables, pero con poca nitidez. Al aumentar todavía más la velocidad, el
Sol comenzó a oscilar muy lentamente en el cielo, de Sur a Norte, y después,
también lentamente, de Norte a Sur.
Y así pasaron las horas, sumido en un estado mental de extraña confusión.
Pepper llevaba todo este tiempo durmiendo. Entonces, al sentirme falto de
compañía y consuelo, le llamé con suavidad; pero no reaccionó. Volví a
llamarle, levantando un poco la voz; pero siguió sin moverse. Caminé hasta
donde estaba echado y le toqué con un pie para despertarlo. Este gesto, pese a
que fue muy delicado, lo hizo pedazos. Eso es lo que ocurrió; exacta y
literalmente se desmoronó en un montón de huesos y polvo.
Durante lo que tal vez fuera un minuto, me quedé mirando a aquel montón
informe que antes fuera Pepper. Permanecí inmóvil de puro asombro. ¿Qué
puede haber sucedido?, me preguntaba, incapaz aún de asimilar el triste

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significado de aquella pequeña colina de cenizas. Entonces, mientras removía
el montón con un pie, se me ocurrió que esto solo podía suceder al cabo de
una gran cantidad de tiempo. Años y años.
Fuera, la luz palpitante y oscilante abarcaba el mundo entero. Dentro, yo
trataba de entender qué significaba aquello… qué significaba aquel pequeño
cúmulo de polvo y huesos secos que había sobre la alfombra. Pero no
conseguía pensar de manera coherente. Miré a mi alrededor y, por primera
vez, me di cuenta de lo polvorienta y vieja que parecía la habitación. Había
polvo y suciedad por todas partes, acumulada en montoncitos en los rincones
y esparcida sobre los muebles. La alfombra en particular estaba
completamente oculta bajo una capa de ese mismo material que lo cubría
todo. Al caminar, mis pisadas levantaron pequeñas nubes de esa sustancia,
cuyo olor seco y amargo invadió mis fosas nasales provocándome un
resoplido ronco.
De repente, al posar de nuevo la mirada sobre los restos de Pepper, me
detuve y verbalicé mi confusión preguntándome en voz alta si los años
estaban pasando realmente; si esto que había tomado la forma de una visión
era, de hecho, una realidad. Hice una pausa. Un nuevo pensamiento me había
sobrecogido. Con unos andares que noté tambaleantes por primera vez, crucé
la habitación hacia el gran espejo de pared y me miré en él. Estaba demasiado
cubierto de mugre para reflejar algo, así que, con las manos temblorosas, me
puse a frotarlo para quitar la suciedad. Al poco, ya podía verme. Mi sospecha
quedó confirmada. En lugar de un hombre apuesto y saludable que apenas
aparentaba cincuenta años, estaba mirando a un viejo decrépito y encorvado,
con los hombros encogidos y el rostro surcado de arrugas centenarias. El
cabello, que apenas unas horas atrás era casi tan negro como el carbón, era
ahora de un blanco plateado. Solo los ojos mantenían su brillo. Poco a poco,
rastreé en aquel anciano un ligero recuerdo de mi propio ser de otro tiempo.
Me aparté y caminé bamboleante hasta la ventana. Ahora que sabía que
era viejo, entendía la razón de mis pasos temblorosos. Durante un breve
espacio de tiempo, contemplé, abatido, la imagen borrosa del paisaje
cambiante en el exterior. Incluso un tiempo así de corto equivalió a un año y
me alejé de la ventana con un gesto malhumorado. Al hacerlo, advertí que la
mano me temblaba a causa de la parálisis senil[145]; y un breve sollozo se
escurrió entre mis labios.
Pasé un poco de tiempo caminando, trémulo, entre la ventana y la mesa;
mi mirada vagaba de un lado a otro con inquietud. Qué deteriorada estaba la
habitación. Todo estaba cubierto por aquel polvo espeso, inerte y negro. El

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guardafuego de la chimenea no era más que una forma oxidada. Las cadenas
de las que solían pender las pesas del reloj habían sido corroídas por el óxido
mucho tiempo atrás y ahora las pesas yacían debajo, en el suelo, convertidas
en dos conos de verdín.
Al mirar alrededor, me pareció que podía ver los propios muebles de la
habitación pudriéndose y descomponiéndose ante mis ojos. Y no eran
imaginaciones mías; pues, de repente, la estantería de libros que recorría la
pared lateral se desmoronó con el crujido de la madera podrida al partirse y
dejó caer todo su contenido sobre el suelo, llenando la habitación con una
nube asfixiante de partículas de polvo.
Qué cansado me sentía. Al caminar me parecía oír cómo crujían y
chasqueaban mis secas articulaciones a cada paso. Me preguntaba qué habría
sido de mi hermana. ¿Estaría muerta igual que Pepper? Todo había ocurrido
tan rápida y repentinamente. ¡De hecho, esto debía de ser el principio del fin
de todas las cosas! Pensé en ir a buscarla; pero me sentía demasiado exhausto.
Además, se había comportado de un modo tan extraño durante los recientes
acontecimientos. ¡Recientes! Repetí la palabra y me reí lánguidamente, sin
alegría, al adquirir conciencia de que estaba hablando de un tiempo pasado
hacía medio siglo. ¡Medio siglo! ¡O tal vez hiciera el doble!
Me desplacé lentamente hacia la ventana y volví a contemplar el mundo
exterior. La descripción más aproximada que puedo proporcionar de la
sucesión del día y la noche, en esta fase, es la de una especie de parpadeo
gigantesco y pesado. La aceleración del tiempo aumentaba continuamente; de
tal modo que ahora, por las noches, veía la Luna solo como un rastro
fluctuante de fuego pálido que variaba de una mera línea de luz a una
trayectoria nebulosa, para después volver a menguar hasta desaparecer
periódicamente.
El parpadeo de los días y las noches se aceleró. Los días se habían
oscurecido notablemente y la atmósfera estaba impregnada de una cualidad
crepuscular, por así decirlo. Las noches se habían aclarado tanto que apenas
se veían estrellas, salvo algún filamento de fuego ocasional, aquí o allá, que
parecía oscilar un poco con la Luna.
Los días y las noches siguieron parpadeando cada vez más rápidamente;
hasta que me di cuenta de que el parpadeo había acabado de un modo que me
pareció súbito y, en su lugar, reinaba una luz relativamente uniforme que se
derramaba sobre el mundo desde un eterno río de llamas que se mecía arriba y
abajo, de Norte a Sur, en un vaivén formidable y poderoso.

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El cielo ya se había vuelto muchísimo más oscuro y en su color azul había
una densa oscuridad, como si, a través de él, se proyectara una inmensa
negrura sobre la Tierra. Sin embargo, también había en él una claridad y un
vacío extraños y terribles. Periódicamente, divisaba un espectral rastro de
fuego que fluctuaba débil y oscuramente hacia la corriente solar; se
desvanecía y reaparecía. Era la corriente lunar, apenas visible.
Mirando al paisaje, volví a advertir una especie de fluctuación difusa que
podía deberse a la luz del pesado vaivén de la corriente solar, o bien a los
cambios increíblemente rápidos de la superficie terrestre. Y cada pocos
instantes, o eso parecía, la nieve cubría repentinamente el mundo, para
desaparecer después con la misma brusquedad, como si un gigante invisible
extendiera y recogiese sucesivamente una sábana blanca sobre la Tierra.
El tiempo se escapaba y mi propio agotamiento se hacía insoportable.
Dejé la ventana y crucé la habitación mientras el grosor del polvo
amortiguaba el sonido de mis pisadas. Cada paso que daba me exigía más
esfuerzo que el anterior. Sentía un dolor insoportable en cada una de mis
articulaciones y mis extremidades a medida que recorría mi camino con una
agotada indecisión.
Antes de alcanzar la pared opuesta, la debilidad me obligó a hacer una
pausa y me pregunté, confuso, qué pretendía. Miré a mi izquierda y vi mi
vieja silla. La idea de sentarme en ella alivió mi perpleja desdicha con una
ligera sensación de bienestar. No obstante, estaba tan agotado, viejo y
cansado que apenas podía proponerme otra cosa que no fuera seguir de pie y
desearme suerte para superar ese par de yardas. Me tambaleaba allí de pie. El
suelo incluso se antojaba un buen lugar para descansar, de no ser por la capa
de polvo, tan gruesa, inerte y negra. Haciendo un gran esfuerzo de voluntad,
me volví y llegué hasta mi silla. La alcancé con un gemido de agradecimiento.
Me senté.
Todo parecía desdibujarse en torno a mí. Qué extraño e impensable era
aquello. La noche anterior, yo era un hombre relativamente fuerte para mi
edad madura; y ahora, tan solo unas cuantas horas más tarde… Miré al
montoncito de polvo que una vez fuera Pepper. ¡Horas! Y me reí, con una risa
lánguida y amarga: unas carcajadas chillonas que sobrecogieron mis aturdidos
sentidos.
Creo que me quedé dormido un rato. Después, abrí los ojos con
sobresalto. En algún punto al otro lado de la habitación, se oyó el sonido
ahogado de algo al caer. Miré y vi vagamente una nube de polvo flotando
sobre un montón de escombros. Más cerca de la puerta, algo se estrelló en el

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suelo. Era uno de los aparadores; pero estaba cansado y le presté poca
atención. Cerré los ojos y me quedé allí sentado, en un estado de somnolienta
semiinconsciencia. Una o dos veces, oí unos sonidos débiles, como si llegasen
hasta mí a través de una espesa niebla. Entonces debí de quedarme dormido.

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XVI
El despertar

Me desperté sobresaltado. Por un instante, me pregunté dónde estaba.


Entonces empecé a recordar…
La habitación seguía estando iluminada por aquella extraña luz entre solar
y lunar. Me sentía descansado y el dolor del puro agotamiento había
desaparecido. Me dirigí lentamente hasta la ventana y miré fuera. En el cielo,
el río de llamas fluía arriba y abajo, de Norte a Sur, formando un semicírculo
de fuego danzante. De pronto, se antojó a mi fantasía la imagen de una
formidable lanzadera que hiciera pasar los hilos de los años en el telar del
tiempo[146]. Pues tan inmensamente se había acelerado el paso del tiempo que
ya no se podía apreciar el tránsito del Sol de Este a Oeste. El único
movimiento aparente era la oscilación del Sol entre el Norte y el Sur, que era
ya tan rápida que más valía describirla como una palpitación.
Mientras miraba por la ventana, me vino a la mente un recuerdo súbito e
inconsecuente de aquel último viaje entre los mundos exteriores. Recordé la
imagen que me sobrevino, al aproximarme al Sistema Solar: los planetas
girando rápidamente en torno al Sol, como si el principio organizador del
tiempo se hallase en suspenso y la Maquinaria del Universo[147] fuera libre de
cubrir una eternidad en cuestión de instantes u horas. El recuerdo se esfumó,
junto con la impresión, no del todo asimilada, de que había tenido la
oportunidad de asomarme a eras aún más remotas. Volví a mirar afuera, al
temblor que asemejaba la corriente solar. La velocidad parecía aumentar ante
mis ojos. Mientras observaba, pasó el tiempo de varias vidas.
De pronto, reparé, con grotesca solemnidad, en que seguía vivo. Pensé en
Pepper y me pregunté por qué no había sufrido yo su mismo destino. Le había
llegado la hora de morir y había muerto, probablemente de pura vejez. Y, sin
embargo, allí estaba yo, aún con vida cientos de miles de siglos después de
los años que me deberían haber correspondido.
Me distraje algún tiempo en la meditación. «Ayer…». Me detuve
bruscamente. ¡Ayer! No había ayer alguno. El ayer del que hablaba había sido

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engullido por el abismo de los años, una eternidad atrás. Tanto pensar
comenzó a aturdirme.
Enseguida, di la espalda a la ventana y observé la habitación alrededor.
Parecía extraña y completamente diferente. Entonces advertí por qué tenía un
aspecto tan extraño. Estaba desnuda: no había mueble alguno en la
habitación; ni tan siquiera un solo accesorio de cualquier clase. Mi asombro
se fue disipando a medida que recordaba que aquello no era sino el desenlace
inevitable del proceso de descomposición, de cuyo comienzo había sido
testigo, antes de quedarme dormido. ¡Miles de años! ¡Millones de años!
El suelo estaba cubierto por una espesa capa de polvo que llegaba hasta la
mitad de la altura del asiento de la ventana. Había crecido desmesuradamente
mientras dormía; y representaba el polvo de un sinfín de siglos. No cabía
duda de que las partículas de los viejos muebles deshechos habían contribuido
a aumentar su volumen; y allí dentro, en alguna parte, se descomponía
Pepper, muerto desde hacía tanto tiempo.
De pronto, caí en la cuenta de que no recordaba que el polvo me llegase
hasta las rodillas cuando desperté. Cierto, había pasado un número increíble
de años desde que me acercara a la ventana; pero, evidentemente, aquello no
podía compararse con la cantidad incalculable de tiempo que cabía suponer
que se había esfumado mientras dormía. Me acordé entonces de que me había
quedado dormido sentado en mi vieja silla. ¿También se había…? Miré hacia
donde solía estar. Por supuesto, ya no había silla alguna que ver. No lograba
decidir si había desaparecido después de que yo despertara o antes. Si se
hubiera descompuesto bajo mi cuerpo, está claro que me habría despertado al
hundirse. Pero me acordé de que el polvo espeso que cubría el suelo habría
sido suficiente para amortiguar mi caída; así que era bastante posible que
hubiera pasado un millón de años o más durmiendo sobre el polvo.
Mientras estos pensamientos rondaban por mi cerebro, volví a mirar,
casualmente, hacia donde había estado la silla. Entonces noté, por primera
vez, que no había rastro, en el polvo, de mis pisadas desde allí hasta la
ventana. ¡Eso significaba que habían pasado muchísimos años desde mi
despertar… decenas de miles de años!
Mi mirada volvió a posarse, pensativa, en el lugar donde antaño estuviera
la silla. De pronto, pasé de la abstracción a la atención; pues, en ese mismo
punto, distinguí una larga ondulación, redondeada por el grosor del polvo.
Pero no estaba tan oculta como para que no pudiera reconocer lo que la había
causado. Sabía —y ese conocimiento me hacía estremecer— que lo que yacía
allí, debajo de donde yo había estado durmiendo, era un cuerpo humano,

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muerto hacía muchísimo tiempo. Estaba echado sobre su lado derecho, de
espaldas a mí. Incluso gastados y descompuestos, podía distinguir cada curva
y cada contorno en el polvo negro. Con cierta confusión, traté de explicarme
su presencia allí. Mi desconcierto fue creciendo lentamente a medida que caía
en la cuenta de que se encontraba exactamente donde yo debía de haber caído
cuando la silla se desmoronó.
Poco a poco, fue tomando forma en mi mente un pensamiento que sacudió
mi espíritu. Parecía espantoso e insoportable, pero fue creciendo en mi
interior hasta que estuve convencido. El cuerpo bajo aquella cobertura,
aquella mortaja de polvo, no era otra cosa que mi propio cadáver. No intenté
comprobarlo. Ya lo sabía y me pregunté si no llevaba mucho tiempo
sabiéndolo. Era un ser incorpóreo.
Me quedé un rato tratando de adaptar mis pensamientos a este nuevo
problema. Al cabo de un tiempo —no sé cuántos miles de años—, me sosegué
lo suficiente para poder prestar atención a lo que acontecía en torno a mí.
Ahora veía que ese montón alargado se había hundido, desmoronado,
hasta quedar a ras con el polvo de toda la habitación. Y ya se habían
depositado nuevas partículas sobre aquella mezcla de restos mortales que los
eones habían pulverizado. Me mantuve apartado de la ventana durante un
buen rato. Gradualmente, recuperé un poco de compostura, mientras el mundo
se deslizaba a través de los siglos hacia el futuro.
Enseguida, comencé a inspeccionar la habitación. Ahora veía que el
tiempo estaba iniciando su labor destructiva incluso sobre este viejo y extraño
edificio. Que hubiera permanecido en pie a lo largo de todos estos años me
parecía prueba suficiente de que era diferente a cualquier otra casa. De algún
modo, no creo que hubiera pensado antes en su descomposición. Aunque la
razón no sabría decirla. No fue hasta después de haber meditado el asunto
durante un tiempo considerable que reparé por completo en que el
extraordinario espacio de tiempo que había permanecido en pie habría
bastado para pulverizar totalmente las propias piedras con las que había sido
construida, si hubieran sido extraídas de cualquier cantera terrenal. Sí, era
indudable que ahora se estaba deteriorando. Todo el enlucido había
desaparecido de las paredes; igual que le había ocurrido a toda la madera de la
habitación muchísimo tiempo antes.
Mientras permanecía contemplativo, una pieza de cristal, de una hoja de
una de las ventanitas con forma de rombo, cayó con un golpe sordo en el
polvo que cubría el alféizar detrás de mí y se deshizo en un montoncito de
partículas. Al dejar de contemplarlo, vi luz entre un par de las piedras que

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formaban el muro exterior. Evidentemente, el mortero se estaba
desprendiendo…
Después de un rato, me volví de nuevo hacia la ventana y miré afuera.
Descubrí entonces que la velocidad del tiempo se había hecho enorme. La
palpitación transversal que era la corriente solar se había acelerado tanto que
había provocado que el semicírculo danzante de fuego se fundiese para
desaparecer en un manto de fuego que cubría la mitad del cielo del Sur desde
el Este hasta el Oeste.
Del cielo, bajé la mirada a los jardines. Solo eran un borrón de un verde
sucio y más bien pálido. Tenía la impresión de que estaban más altos que en
los viejos tiempos; la impresión de que se encontraban más cerca de mi
ventana, como si se hubieran elevado físicamente. Aun así, seguían estando
bastante por debajo de mí; pues la roca por encima de la boca del pozo, sobre
la cual se erige esta casa, se curva hasta una gran altura.
Tardé un poco más en advertir un cambio en el color uniforme de los
jardines. El verde sucio y pálido se estaba haciendo más y más pálido,
aproximándose al blanco. Al final, después de un prolongado lapso, se
volvieron de un blanco grisáceo y permanecieron así muchísimo tiempo. Por
último, no obstante, la grisura comenzó a desteñirse, igual que lo había hecho
el verde, hasta volverse completamente blanca. Y así se quedó, constante e
inmutable. De este modo, supe que, al final, la nieve cubría todas las regiones
del Norte.
Y así, durante millones de años, continuó el tiempo su vuelo hacia delante
a través de la eternidad, hasta el fin… el fin al cual, en los días de la antigua
Tierra[148], no había dedicado más que algún pensamiento remoto y
vagamente especulativo. Y, sin embargo, ahora se aproximaba de una manera
que nadie soñó jamás.
Recuerdo que, más o menos entonces, empecé a sentir una curiosidad viva
aunque morbosa sobre lo que ocurriría cuando llegase el fin, pero me hallé
extrañamente falto de imaginación.
Durante todo este tiempo, el proceso de descomposición proseguía
invariablemente. Hacía mucho que las pocas piezas de cristal restantes habían
desaparecido; y, de vez en cuando, un golpe amortiguado y una nubecilla de
polvo ascendente indicaban la caída de otro trozo de mortero o piedra.
Volví a mirar hacia arriba, al manto ardiente que palpitaba en los cielos
sobre mí y se extendía en la distancia hacia el Sur. Al mirarlo, tuve la
impresión de que había perdido algo de su luminosidad original y su tono era
más apagado, más oscuro.

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Una vez más, bajé la mirada al blanco borroso del paisaje. A veces, mis
ojos se dirigían de nuevo al manto en llamas de fuego moribundo que era, y a
la vez ocultaba, el Sol. A veces, miraba hacia atrás, al progresivo declive de la
gran habitación silenciosa, con su alfombra de polvo depositado a lo largo de
eones…
Así, continué observando mientras las eras se esfumaban, perdido en
pensamientos y especulaciones que me consumían el alma, y poseído otra vez
por el agotamiento.

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XVII
La rotación decreciente

Tal vez fuera un millón de años más tarde cuando percibí, más allá de toda
duda, que el manto ardiente que iluminaba el mundo estaba efectivamente
oscureciéndose.
Transcurrido otro vasto espacio de tiempo, toda la enorme llama se había
atenuado hasta un intenso color cobre. Gradualmente, se fue oscureciendo, del
cobre al cobre rojizo y de ahí a un intenso y pesado tinte púrpura que contenía
un ominoso matiz de sangre.
Aunque la luz se estaba apagando, no percibía disminución alguna de la
velocidad aparente del Sol. Aún seguía extendiéndose como un velo con
rapidez deslumbrante.
El mundo, hasta donde alcanzaba a verlo, había adoptado un horrible tono
de penumbra, como si realmente se estuviera acercando el mismísimo fin de
los mundos.
El Sol se moría; de eso cabía poca duda; y la Tierra seguía girando, a
través del espacio y de todos los eones. Recuerdo que, en ese momento, me
embargó una extraordinaria sensación de desconcierto. Más tarde, me
encontré vagando mentalmente en el seno de un raro caos compuesto de
fragmentarias teorías modernas y el antiguo relato bíblico sobre el fin del
mundo[149].
Entonces, por primera vez, recordé como un fogonazo que el Sol, con su
sistema de planetas, estaba, y había estado, viajando a través del espacio a una
velocidad increíble. La pregunta surgió bruscamente: ¿Hacia dónde? Pasé
mucho tiempo meditando sobre ese asunto pero, al fin, con una cierta
sensación de que mis cavilaciones eran fútiles, dejé que mis pensamientos
vagaran hacia otras cosas. Comencé a preguntarme cuánto tiempo aún
seguiría la casa en pie. También me planteé si estaría condenado a pasar sobre
la Tierra, sin cuerpo, la era de oscuridad que sabía que se aproximaba. De
estos pensamientos volví a las especulaciones sobre el posible rumbo del Sol
en su viaje por el espacio… Y así pasó otro largo rato.

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Poco a poco, a medida que el tiempo se esfumaba, empecé a sentir la
gelidez del gran invierno. Entonces recordé que, con el Sol moribundo, el frío
debía de ser, por fuerza, extraordinariamente intenso. Muy, muy lentamente,
mientras los eones se escurrían hacia la eternidad, la Tierra se iba sumiendo
en una penumbra más densa y más roja. La llama mortecina del firmamento
adquirió un tono más oscuro, muy sombrío y turbio.
Entonces, por fin, me di cuenta de que algo había cambiado. La ardiente y
oscura cortina de llamas que pendía temblorosa desde las alturas sobre mi
cabeza hasta el cielo del Sur comenzó a estrecharse y contraerse; y en ella,
igual que se pueden ver las rápidas vibraciones de una cuerda de arpa rasgada,
vi una vez más la corriente solar palpitando vertiginosamente a Norte y Sur.
Lentamente, la semejanza con un manto de fuego desapareció y vi con
claridad el latido decreciente de la corriente solar. Pero, incluso entonces, la
velocidad de su oscilación era inconcebiblemente elevada. Y, durante todo el
tiempo, la luminosidad del arco llameante se iba apagando cada vez más.
Abajo, el mundo se iba oscureciendo: una región indistinta y fantasmal.
Arriba, el río de llamas fluctuaba cada vez más lentamente; hasta que
finalmente oscilaba entre el Norte y el Sur en latidos grandes y pesados que
duraban varios segundos. Transcurrido un tiempo largo, cada oscilación de la
gran banda duraba cerca de un minuto; de tal modo que, mucho después, dejé
de distinguirlo como un movimiento visible; y la corriente de fuego fluía
como un río de fuego oscuro a través del cielo de aspecto mortecino.
Tras pasar un periodo indefinido de tiempo, me pareció que el arco de
fuego se iba haciendo menos nítido. Me daba la impresión de que se atenuaba
y creí apreciar que mostraba ocasionales vetas negruzcas. Pronto, ante mis
ojos, el suave flujo hacia delante cesó; y pude percibir un oscurecimiento
fugaz, pero uniforme, del mundo. Aumentó hasta que la noche volvió a caer a
intervalos breves, pero periódicos, sobre la Tierra exhausta.
Las noches se fueron alargando cada vez más y los días se les
equiparaban; de tal manera que, por fin, la duración del día y la noche se
prolongó a unos segundos; y el Sol volvió a mostrarse como una bola casi
invisible de un color rojo cobrizo, dentro de la bruma brillante de su vuelo. En
lugar de las líneas oscuras que a veces aparecían en su estela, ahora podían
distinguirse sobre el propio Sol semivisible unas grandes bandas oscuras.
Los años se esfumaban, uno tras otro, en el pasado, mientras los días y las
noches se extendían a minutos. El Sol ya no dejaba un rastro tras de sí, sino
que volvía a salir y ponerse: una tremenda esfera de una resplandeciente
tonalidad entre el cobre y el bronce; rodeada en algunas partes por anillos

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rojos como la sangre; y en otras, por los negruzcos que ya he mencionado.
Estos círculos —tanto los rojos como los negros— variaban de grosor. Pasé
algún tiempo sin explicación alguna para su presencia. Después se me ocurrió
que era muy poco probable que el Sol se enfriase de manera uniforme, por lo
que estas marcas debían de ser causadas por las diferencias de temperatura
entre las distintas áreas; el rojo indicaba aquellas partes donde el calor aún era
abrasador y las negras, aquellas que ya se encontraban relativamente frías.
Me sorprendió como algo peculiar que el enfriamiento del Sol se
produjese por anillos nítidamente definidos; hasta que me acordé de que
probablemente se trataba de parches aislados a los que la enorme velocidad de
rotación del Sol daba el aspecto de bandas. El propio Sol parecía mucho más
grande que el que yo había conocido en los tiempos del viejo mundo; y de eso
deduje que estaba considerablemente más cerca.
Por las noches, seguía apareciendo la Luna[*], aunque pequeña y remota; y
la luz que reflejaba era tan tenue y débil que parecía poco más que el
fantasma pequeño y apagado de la antigua Luna que yo había conocido.
Poco a poco, los días y las noches se fueron alargando hasta durar algo
menos que una de las antiguas horas terrestres; con el Sol saliendo y
poniéndose como un gran disco rubicundo de bronce, surcado por vetas
negras como la tinta. A esas alturas, descubrí que volvía a ser capaz de ver los
jardines con claridad, puesto que el mundo se había vuelto muy constante y
sin cambios. No obstante, me he equivocado al decir «jardines», ya que no
había tales jardines ni cosa alguna que yo conociera o recordara. En su lugar,
contemplaba una vasta planicie que se perdía en la distancia. Un poco a mi
izquierda había una pequeña cadena de colinas. Todo estaba cubierto por una
capa blanca y uniforme de nieve que, en algunas partes, se elevaba formando
montes y crestas.
Solo entonces me percaté de lo grande que había sido la nevada en
realidad. En algunas partes, la capa era inmensamente gruesa, como
demostraba una gran colina con forma de ola que se alzaba en la distancia a
mi derecha; si bien no es imposible que esta se debiese, en parte, a alguna
elevación de la superficie del terreno. Curiosamente, la cadena de colinas
bajas a mi izquierda que ya he mencionado no estaba toda ella cubierta por la
ubicua nieve; sino que sus laderas desnudas y oscuras asomaban en varios
puntos. Y, por todas partes y en todo momento, reinaban la desolación y un
silencio de muerte. Era el mutismo terrible e inalterable de un mundo
moribundo.

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Durante todo este tiempo, los días y las noches seguían alargándose de
manera apreciable. Cada día podía durar ya unas dos horas desde el alba hasta
el ocaso. Por las noches, me sorprendí al descubrir que había muy pocas
estrellas y las que había eran pequeñas, aunque de una extraordinaria
luminosidad que atribuí a la despejada negrura del cielo nocturno.
A lo lejos hacia el Norte, pude divisar una especie nebulosa de bruma, de
aspecto no muy distinto a una pequeña porción de la Vía Láctea. Tal vez se
tratase de un cúmulo estelar extremadamente remoto; o quizá fuera —se me
ocurrió de repente— el firmamento que había conocido y que ahora había
quedado atrás para siempre —una nubecilla de estrellas brillando tenuemente
en las profundidades del espacio—.
En cualquier caso, los días y las noches se alargaban lentamente. El Sol se
alzaba cada vez más oscuro que como se había ocultado el día previo. Y las
bandas oscuras se iban ensanchando.
Más o menos entonces, ocurrió algo novedoso. El Sol, la Tierra y el cielo
se oscurecieron de pronto y aparentemente se perdieron de vista por un breve
espacio de tiempo. Tenía la sensación, la certeza (poco podía saber por lo que
veía), de que estaba cayendo una gran nevada sobre la Tierra. Entonces, en un
instante, el velo que lo había oscurecido todo desapareció y volví a mirar al
exterior. Ante mis ojos se presentaba una vista maravillosa. El hueco donde
solía hallarse esta casa con sus jardines estaba ahora lleno de nieve[*].
Rebasaba el alféizar de mi ventana. Por todas partes se extendía una gruesa
capa blanca que reflejaba tristemente los destellos sombríos y cobrizos del Sol
moribundo. El mundo se había convertido en una planicie sin sombras de un
horizonte a otro.
Dirigí una mirada al Sol. Brillaba con una extraordinaria claridad
apagada. En ese momento, lo vi como alguien que hasta entonces solo lo
hubiera visto a través de un medio que lo oscureciera parcialmente. El cielo
alrededor de él se había tornado de una negrura nítida e intensa que
atemorizaba por su proximidad, su inconmensurable profundidad y su
absoluta hostilidad. Volví a mirarlo durante mucho rato, estremecido y
asustado. Estaba tan cerca. Si hubiera sido un niño, podría haber expresado
una parte de la sensación que me afligía diciendo que el cielo se había
quedado sin techo.
Después, me di la vuelta y miré la habitación que me rodeaba. Por doquier
la cubría una fina mortaja de aquel blanco que lo impregnaba todo. Solo podía
verla vagamente, a causa de la luz apagada que ahora iluminaba el mundo.
Parecía adherirse a los muros ruinosos; y la espesa capa de suave polvo

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depositado por los años que había llegado a cubrir el suelo hasta la altura de
las rodillas ya no podía verse por parte alguna. La nieve debía de haberse
colado a través de los marcos abiertos de las ventanas. Sin embargo, no se
había acumulado en punto alguno; sino que se encontraba distribuida lisa y
uniformemente por toda la habitación grande y antigua. Es más, no había
habido viento en todos aquellos milenios. No obstante, sí estaba la nieve[*],
como ya he dicho.
Y la Tierra entera se encontraba en silencio. Y hacía un frío como el que
ningún hombre vivo pudo haber conocido jamás.
De día, la Tierra estaba iluminada ahora por una luz tan extremadamente
triste que describirla está más allá de mis posibilidades. Era como si
contemplase la gran llanura a través de un mar teñido de bronce.
Resultaba evidente que el movimiento rotatorio de la Tierra estaba
cesando progresivamente.
Finalizó de repente. Había sido la noche más larga hasta entonces; y
cuando el Sol moribundo apareció, por fin, sobre el borde del mundo, la
oscuridad me había hastiado tanto que le di la bienvenida como a un amigo.
Se elevó constantemente, hasta unos veinte grados sobre el horizonte.
Entonces se detuvo súbitamente y, después de un extraño movimiento de
retroceso, se quedó suspendido e inmóvil como un gran escudo en el cielo[*].
Solo el borde circular del Sol se mostraba brillante… nada más que eso y una
fina franja de luz cerca de su ecuador.
Poco a poco, incluso ese hilo de luz se extinguió; y, después, lo único que
quedó de la gloriosa grandeza de nuestro Sol fue un inmenso disco muerto
contorneado por un fino anillo de luz de un rojo broncíneo.

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XVIII
La Estrella Verde

El mundo estaba sumido en una penumbra brutal, fría e insoportable. En el


exterior, solo había silencio… ¡silencio! Desde la oscura habitación a mi
espalda, llegaba ocasionalmente el sonido amortiguado[*] de material que
caía: fragmentos de roca podrida. Así transcurrió el tiempo hasta que la noche
atrapó al mundo, envolviéndolo en una negrura impenetrable.
No había un cielo nocturno tal como lo conocemos. Incluso las pocas
estrellas dispersas se habían desvanecido definitivamente. A juzgar por lo que
alcanzaba a ver, bien podría haberme encontrado dentro de una habitación
cerrada, sin luz alguna. En la impalpable penumbra que tenía ante mí, tan solo
ardía aquel inmenso filamento circular de fuego mortecino. Aparte de esto, no
había un solo destello en toda la inmensidad de la noche que me rodeaba;
salvo en el Norte, a lo lejos, donde aún brillaba aquel fulgor suave y
neblinoso.
Los años se sucedieron en silencio. Nunca sabré cuánto tiempo
transcurrió. Me parecía, mientras aguardaba allí, que pasaban eternidades
sigilosamente; y seguía observando. Solo podía ver el brillo del contorno del
Sol en algunas ocasiones, puesto que ahora había empezado a parpadear,
iluminándose un rato para apagarse a continuación.
De pronto, durante uno de estos periodos de vida, una súbita llamarada
atravesó la noche: un rápido resplandor que iluminó brevemente la Tierra
muerta, permitiéndome entrever su plana desolación. La luz pareció proceder
del Sol, emitida en diagonal desde algún lugar cercano a su centro. Por un
instante, lo observé con sorpresa. Después, la proyección llameante se
extinguió y volvió a caer la penumbra. Pero ya no era tan oscura; y el Sol
estaba surcado por una delgada línea de intensa luz blanca. La contemplé
atentamente. ¿Había brotado un volcán en el Sol? Sin embargo, rechacé ese
pensamiento tan pronto como se formó. Consideraba que la intensa blancura y
el tamaño de la luz habían excedido con mucho lo que cupiera atribuir a tal
causa.

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Se me planteó otra idea. Era la de que uno de los planetas interiores se
hubiera precipitado hacia el Sol y se hubiera vuelto incandescente con el
impacto. Esta teoría me atraía más porque era más plausible y explicaba más
satisfactoriamente el tamaño y el resplandor extraordinarios de la llamarada,
que había iluminado el mundo muerto de forma tan inesperada.
Lleno de interés y emoción, contemplé, a través de la oscuridad, aquella
línea de fuego blanco que cortaba la noche. Me indicaba una cosa
inequívocamente: el Sol seguía rotando a enorme velocidad[*]. Así, sabía que
los años seguían esfumándose a un ritmo incalculable; si bien en lo que a la
Tierra se refiere, la vida y la luz y el tiempo correspondían a una época
perdida una eternidad atrás.
Tras ese único brote de llamas, la luz se había mostrado solo como una
banda circundante de fuego brillante. Ahora, sin embargo, mientras la
observaba, comenzó a sumirse en un tono rubicundo y, más tarde, en un
oscuro color rojo cobrizo; de un modo muy similar a lo que le había ocurrido
al Sol. Pronto se sumió en una tonalidad más apagada; y, pasado aún más
tiempo, empezó a fluctuar, brillando durante un periodo para apagarse a
continuación. Así, después de un buen rato, desapareció.
Mucho antes de eso, el contorno ardiente del Sol se había atenuado hasta
la negrura. Y de ese modo, en ese tiempo supremamente futuro, el mundo,
oscuro e intensamente silencioso, proseguía su tenebrosa órbita en torno a la
tremenda masa del Sol muerto.
Mis pensamientos de este periodo apenas son descriptibles. Al principio,
eran caóticos y de escasa coherencia. Sin embargo, después, con el paso de
tantísimo tiempo, mi alma pareció imbuirse de la propia esencia de la
desolación y la monotonía opresivas que embargaban a la Tierra.
Este sentimiento trajo consigo una prodigiosa claridad de pensamiento y
reparé, con desesperación, en que tal vez el mundo seguiría vagando para
siempre a través de aquella inmensa noche. Durante un rato, esta idea malsana
me llenó de una sensación de soledad tan abrumadora que podría haberme
puesto a llorar como un niño. Con el tiempo, este sentimiento menguó hasta
hacerse casi imperceptible y se apoderó de mí una esperanza irracional.
Pacientemente, seguí aguardando.
De vez en cuando, llegaba a mis oídos el sonido amortiguado de partículas
que caían en la habitación, detrás de mí. En una ocasión, oí un choque más
sonoro y me volví instintivamente a mirar, olvidando por un momento la
noche impenetrable en la que estaba inmerso todo detalle. Al cabo de un rato,
mi mirada buscó los cielos, dirigiéndose inconscientemente hacia el Norte. Sí,

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el resplandor neblinoso aún era visible. De hecho, casi podría haber
imaginado que parecía algo más claro. Mantuve la mirada fija sobre él
durante mucho tiempo; con la sensación, en mi alma solitaria, de que su suave
bruma era, de algún modo, un vínculo con el pasado. ¡Qué extraño que uno
pueda buscar amparo en tales nimiedades! Y, aun así, si hubiera sabido…
Pero volveré a eso en el momento adecuado.
Pasé mucho tiempo observando, sin experimentar en absoluto el deseo de
dormir, que tan pronto me habría visitado en los días de la antigua Tierra.
Cuánto habría celebrado su llegada; aunque solo fuera por pasar algún tiempo
apartado de perplejidades y pensamientos.
Varias veces, el fastidioso sonido de algún gran trozo de mampostería al
caer perturbó mis meditaciones; y, en una ocasión, me pareció oír unos
susurros en la habitación, detrás de mí. Sin embargo, era completamente inútil
tratar de ver algo. Apenas puede concebirse tal negrura. Era palpable y
espantosamente brutal para los sentidos; como si tuviera sobre mí la presión
de algo muerto… algo blando y de un frío gélido.
Por debajo de eso, fue creciendo dentro de mi mente un abrumador
desasosiego que me abandonó, pero solo para hacerme caer en una incómoda
melancolía. Sentí que debía combatirla; y, rápidamente, para distraer mis
pensamientos, me volví hacia la ventana para mirar hacia el Norte, en busca
de la blancura neblinosa, que continuaba creyendo el brillo remoto y brumoso
del universo que habíamos abandonado. Tan pronto como elevé la mirada, me
sobrecogió una sensación de maravilla; pues, ahora, la borrosa luz se había
concretado en una sola gran estrella de un verde intenso.
Mientras contemplaba asombrado, un pensamiento sacudió mi mente: que
la Tierra debía de estar viajando hacia la estrella y no alejándose de ella,
como había imaginado. Lo siguiente fue que no podía tratarse del universo
que la Tierra había dejado atrás, sino posiblemente de una estrella exterior,
perteneciente a algún vasto cúmulo estelar, oculto en las enormes
profundidades del espacio. Sintiendo una mezcla de sobrecogimiento y
curiosidad, observé, preguntándome qué nueva cosa me sería revelada.
Pasé un rato ocupado en vagos pensamientos y especulaciones, mientras
mi mirada incidía insaciable sobre aquel único punto de luz en la oscuridad,
por lo demás, abisal. En mi interior creció una esperanza que disipó la
oprimente desesperación que parecía haberme sofocado. Adondequiera que la
Tierra estuviese viajando, al menos iba otra vez hacia los dominios de la luz.
¡Luz! Uno ha de pasar una eternidad envuelto por la noche sin sonido para
comprender todo el horror de no tenerla.

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Lenta pero firmemente, la estrella fue creciendo ante mis ojos, hasta que
llegó un momento en que resplandecía con tanto brillo como lo hiciera el
planeta Júpiter en tiempos de la antigua Tierra. Con el aumento de tamaño, su
color se volvió más impresionante; me recordaba a una enorme esmeralda
lanzando destellos de fuego por el mundo.
Se sucedieron años en silencio y la estrella creció hasta convertirse en una
gran mancha de fuego en el cielo. Poco después, vi algo que me llenó de
asombro. Era el espectral contorno de una inmensa medialuna creciente en la
noche; una nueva luna gigantesca que parecía estar surgiendo de la penumbra
que la rodeaba. La contemplé con un desconcierto extremo. Daba la
impresión de estar relativamente próxima y no podía dejar de preguntarme
cómo la Tierra se había acercado tanto a ella sin que yo la hubiera visto antes.
La luz emitida por la estrella se hizo más fuerte; y pronto me di cuenta de
que podía verse el paisaje terrestre otra vez; aunque sin nitidez. Lo contemplé
durante un rato por ver si era capaz de distinguir algún detalle de la superficie
del mundo, pero comprobé que no había suficiente luz. Al poco, desistí de ese
empeño y volví a mirar hacia la estrella. Incluso el breve lapso de tiempo en
que había dejado de prestarle atención había bastado para que aumentara
considerablemente y parecía, para mis ojos perplejos, que tuviera
aproximadamente la cuarta parte del tamaño de un plenilunio. La luz que
emitía era extraordinariamente potente; aunque su color era tan
abominablemente desconocido que lo que alcanzaba a ver del mundo tenía un
aspecto irreal; lo que contemplaba se parecía más a un paisaje de sombras que
a cualquier otra cosa.
Durante todo ese tiempo, el brillo de la gran medialuna había ido en
aumento y ahora comenzó a resplandecer con una evidente tonalidad verde.
La estrella no dejaba de hacerse más grande y radiante, hasta que pareció
tener la mitad del tamaño de un plenilunio; y, mientras seguía creciendo y
haciéndose más brillante, también la inmensa medialuna despedía más y más
luz, si bien de un tono verde cada vez más oscuro. Bajo el fulgor de sus
luminosidades combinadas, el desierto que se extendía ante mí se fue
haciendo cada vez más visible. Pronto me pareció que podía contemplar todo
el mundo, que, bajo aquella extraña luz, tenía el aspecto terrible de una
inhóspita llanura, fría y espantosa.
Fue algo más tarde cuando me llamó la atención el hecho de que la gran
estrella de fuego verde se estaba poniendo lentamente desde el Norte hacia el
Este. Al principio, apenas podía creer que estuviera viendo correctamente;
pero pronto dejó de haber duda de que era así. Se fue poniendo poco a poco y,

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mientras descendía, la inmensa medialuna de verde brillante comenzó a
menguar y menguar, hasta convertirse en un mero arco de luz sobre el cielo
de color lívido. Después se desvaneció, perdiéndose de vista exactamente en
el mismo punto del que la había visto emerger lentamente.
A esas alturas, la estrella se había situado a menos de treinta grados sobre
el oculto horizonte. Su tamaño podía rivalizar ya con el de un plenilunio;
pero, aun así, no podía distinguir su disco. Ese hecho me llevó a considerar
que estaba todavía a una distancia extraordinaria; y, siendo así, sabía que su
tamaño debía de ser enorme, más allá de lo que un hombre pudiera entender o
imaginar.
De pronto, mientras la observaba, el borde inferior de la estrella
desapareció, cortado por una oscura línea recta. Pasó un minuto —o un siglo
— y se hundió aún más, hasta que la mitad se perdió de vista. A lo lejos por la
gran planicie, vi derramarse una sombra monstruosa que avanzaba
rápidamente. Ya solo podía verse un tercio de la estrella. Entonces, como un
relámpago, se me reveló la explicación a este extraordinario fenómeno. La
estrella se estaba poniendo tras la enorme masa del Sol muerto. O, más bien,
el Sol, sometido a su atracción, estaba ascendiendo hacia ella[*], arrastrando a
la Tierra en su estela. Mientras estos pensamientos se desarrollaban en mi
mente, la estrella desapareció; había quedado completamente oculta tras el
tremendo volumen del Sol. Sobre la Tierra cayó, una vez más, la triste noche.
Con la oscuridad llegó una sensación insoportable de soledad y pavor. Por
primera vez, pensé en el Pozo y en sus reclusos. Después de eso, me vino a la
memoria la Cosa aún más terrible que había rondado las orillas del Mar del
Sueño y había acechado en las sombras de este viejo edificio. Me preguntaba
dónde estarían y me estremecía con pensamientos desdichados. Pasé algún
tiempo sobrecogido por el miedo y recé, de un modo alocado e incoherente,
para que algún rayo de luz disipase la fría negrura que envolvía al mundo.
Soy incapaz de decir cuánto tiempo estuve esperando pero, con certeza,
fue muchísimo. Después, de pronto, divisé una luz que brillaba frente a mí en
la distancia. Poco a poco, se fue haciendo más nítida. Súbitamente, un rayo de
un verde intenso atravesó la oscuridad como un relámpago. En ese mismo
momento, vi una delgada línea de fuego lívido en la lejanía de la noche. En lo
que solo pareció un instante, se había convertido en un gran coágulo de fuego;
el mundo que se extendía bajo él quedó bañado por el llamear de una luz
verde esmeralda. Sin embargo, ya apenas se le podía llamar estrella, pues
había crecido hasta unas proporciones inmensas, inconmensurablemente
mayores que las del Sol de antaño.

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Entonces, mientras observaba, reparé en que podía ver el contorno del Sol
sin vida, brillando como una gran Luna creciente. Lentamente, su superficie
iluminada se fue ensanchando ante mí, hasta que la mitad de su diámetro se
hizo visible; y la estrella comenzó a descender a mi derecha. Con el paso del
tiempo, la Tierra siguió atravesando lentamente el tremendo rostro del Sol
muerto[*].
Poco a poco, a medida que la Tierra continuaba su viaje, la estrella fue
quedando cada vez más a la derecha; hasta que, finalmente, brillaba desde
detrás de la casa, enviando un aluvión de rayos rotos a través de las paredes
esqueléticas. Al mirar hacia arriba, vi que gran parte del techo había
desaparecido, permitiéndome ver que las plantas superiores estaban aún más
deterioradas. Evidentemente, faltaba todo el tejado; y podía ver cómo la
refulgencia verde de la luz estelar penetraba oblicuamente.

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XIX
El fin del Sistema Solar

Desde el contrafuerte, donde otrora estuvieran las ventanas, a través de las


cuales había contemplado aquel primer y fatal amanecer, podía ver que el Sol
era inmensamente mayor de lo que había sido la primera vez que la Estrella
iluminó el mundo. Tan grande era que su borde inferior casi parecía tocar el
lejano horizonte. Mientras lo miraba, tuve la impresión de que se acercaba
aún más. El resplandor verde que iluminaba la Tierra congelada se hacía cada
vez más intenso.
Así fueron las cosas por un prolongado espacio de tiempo. Después, de
pronto, vi que el Sol estaba cambiando de forma y menguando, tal como solía
hacer la Luna en el pasado. Un rato después, solo un tercio de la parte
iluminada estaba mirando hacia la Tierra. La Estrella se alejaba a la izquierda.
Poco a poco, al continuar el movimiento del mundo, la Estrella volvió a
brillar sobre la fachada frontal de la casa; mientras que el Sol se mostraba tan
solo como un gran arco de fuego verde. Después de lo que no pareció más
que un instante, el Sol había desaparecido. La Estrella era todavía
completamente visible. Después la Tierra se internó en la sombra negra del
Sol hasta que se hizo completamente de noche… una noche sin estrellas,
negra e insoportable.
Aguardé lleno de pensamientos turbulentos mientras examinaba la noche.
Tal vez pasaran años antes de que la quietud coagulada del mundo se
rompiese en la oscura casa a mi espalda. Me pareció oír las pisadas suaves de
muchos pies y un débil susurro inarticulado que se volvía cada vez más
audible. Miré la negrura alrededor y vi una multitud de ojos. Mientras los
observaba, aumentaron y parecieron venir hacia mí. Permanecí en el sitio,
incapaz de moverme. Entonces un espantoso ruido porcino[*] se elevó en la
noche; y, al oírlo, salté por la ventana hacia el mundo helado. Tengo la
confusa impresión de que corrí durante un rato y después me limité a
esperar… esperar. Escuché chillidos en varias ocasiones, pero siempre
parecían venir de lejos. Salvo por esos sonidos, no tenía idea alguna de la

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localización de la casa. El tiempo siguió pasando. Era consciente de poco más
que una sensación de frío, desaliento y miedo.
Tras lo que pareció una eternidad, comenzó un resplandor que anunciaba
la luz venidera. Fue aumentando lentamente. Después, el primer rayo de la
Estrella Verde incidió con la apariencia amenazadora de una gloria
sobrenatural sobre el borde del Sol oscuro e iluminó el mundo. Cayó sobre
una gran estructura en ruinas a unas doscientas yardas de distancia. Era la
casa. Al observarla, capté una imagen temible: sobre sus muros reptaba una
legión de seres impíos que cubría casi por completo el viejo edificio, desde
las torres tambaleantes hasta la base. Podía verlos con claridad; eran las
Criaturas Porcinas.
El mundo se internó en la luz de la Estrella y vi que esta se extendía ahora
sobre una cuarta parte del cielo. La gloria de su lívida luz era tan tremenda
que parecía llenar el cielo de llamas palpitantes. Entonces vi el Sol. Estaba tan
próximo que la mitad de su diámetro quedaba por debajo del horizonte; y,
mientras el mundo se desplazaba por encima de su superficie, parecía elevarse
hacia el cielo como una formidable cúpula de fuego de color esmeralda. De
vez en cuando, miraba hacia la casa; pero los Seres Porcinos parecían
ignorantes de mi proximidad.
Pareció que pasaban años lentamente. La Tierra casi había alcanzado el
centro del círculo solar. La luz del Sol Verde —como ahora había que
llamarlo— brillaba a través de los intersticios que se abrían en las paredes
descompuestas de la vieja casa, confiriéndole la apariencia de estar envuelta
en llamas verdes. Las Criaturas Porcinas seguían reptando por los muros.
De pronto, se elevó un sonoro rugido de voces porcinas y, desde el centro
de la casa sin techo, brotó una inmensa columna de fuego rojo como la
sangre. Vi cómo se inflamaban los torreones y las torres; aunque aún
conservaban su forma retorcida. Los rayos del Sol Verde azotaban la casa
entremezclándose con sus intensos brillos; de modo tal que parecía una
caldera ardiendo con un fuego rojo y verde.
Observé fascinado hasta que la abrumadora sensación de un peligro
próximo reclamó mi atención. Miré hacia arriba e inmediatamente me di
cuenta de que el Sol estaba más cerca; de hecho, tan cerca que parecía pender
sobre el mundo. Entonces —no sé cómo—, me encontré elevado a extrañas
alturas, flotando como una burbuja en la terrible refulgencia.
Muy por debajo de mí, podía ver la Tierra, con la casa ardiente
sumiéndose en una creciente montaña de llamas; alrededor de ella, el terreno
parecía brillar y, en algunas partes, unas densas espirales de humo amarillo

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ascendían desde el suelo. Era como si el mundo estuviese entrando en
ignición, contagiado por ese único foco de fuego. Apenas podía distinguir a
los Seres Porcinos. A juzgar por su aspecto, estaban bastante indemnes.
Entonces, el suelo debió de ceder repentinamente y la casa, con su carga de
criaturas repulsivas, desapareció en las profundidades de la Tierra, haciendo
que se elevara una extraña nube de color sangre. Recordé el Foso infernal que
había bajo la casa[159].
Al rato, miré alrededor. La enorme masa del Sol se cernía sobre mí desde
las alturas. La distancia que lo separaba de la Tierra disminuía rápidamente.
De pronto, la Tierra pareció salir disparada. En un momento había cubierto el
trayecto hasta el Sol. No oí sonido alguno; pero, de la superficie del Sol,
emanó una lengua cada vez mayor de llamas deslumbrantes. Pareció saltar
hasta estar a punto de alcanzar al distante Sol Verde, abriéndose paso a través
de la luz esmeralda como una auténtica catarata de fuego cegador. Tras
alcanzar su máximo, se vino abajo; y sobre el Sol brilló una gran mancha de
un blanco ardiente… la tumba de la Tierra.
El Sol ya estaba muy cerca de mí. De repente, sentí que me elevaba más;
hasta que me encontré por encima de él, en el vacío. El Sol Verde era ahora
tan enorme que su extensión parecía llenar todo el cielo que tenía delante.
Miré hacia abajo y advertí que el Sol estaba pasando directamente por debajo
de mí.
Tal vez pasé un año —o un siglo— flotando en soledad. A lo lejos, ante
mí, se hallaba el Sol: una masa negra circular, recortada sobre el esplendor
fundido del gran Orbe Verde. Observé que, cerca de su borde, había aparecido
un brillo intenso que señalaba el lugar donde había caído la Tierra. Gracias a
eso podía saber que el Sol, muerto desde hacía tanto tiempo, seguía girando,
si bien con gran lentitud.
Lejos a mi derecha, me parecía percibir, a veces, el débil resplandor de
una luz blanquecina. Pasé mucho tiempo sin saber si debía atribuirlo a una
figuración mía o no. Por eso, la contemplé durante un largo rato con renovada
curiosidad; hasta que finalmente estuve seguro de que no era algo imaginario,
sino una realidad. Se hizo más brillante y, de pronto, se desprendió del verdor
un pálido globo de luz blanca. Al acercarse, pude ver que parecía estar
rodeado por un manto de nubes que resplandecía suavemente. El tiempo
siguió pasando…
Miré hacia el Sol, cada vez más pequeño. Ya solo se veía como una
mancha oscura sobre la faz del Sol Verde. Mientras lo observaba, vi cómo
encogía constantemente, como si se precipitase hacia el orbe mayor a una

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velocidad inmensa. Lo contemplé con atención. ¿Qué ocurriría? Experimenté
emociones extraordinarias al darme cuenta de que impactaría contra el Sol
Verde. No abultaba más que un guisante mientras yo tenía toda mi alma
puesta en observarlo como testigo del destino final de nuestro Sistema… Ese
sistema que había albergado el mundo durante tantos eones, con sus
multitudinarias penas y alegrías; y ahora…
De repente, algo se atravesó en mi visión, impidiendo ver cualquier
vestigio del espectáculo que observaba con un interés tan hondo. Lo que fuera
que le sucedió al Sol muerto no llegué a verlo; pero no tengo razón alguna —
a juzgar por lo que vi después— para dejar de pensar que pereció al caer en el
extraño fuego del Sol Verde.
Y entonces, de repente, surgió en mi mente una pregunta extraordinaria: si
este formidable globo de fuego verde no sería acaso el vasto Sol Central; el
gran Sol en torno al cual giraban nuestro universo y un sinnúmero de otros.
Me sentí confundido. Pensar en el probable fin del Sol muerto me sugirió otra
cuestión silenciosa: ¿tendrían las estrellas muertas su tumba en el Sol Verde?
La idea no se me antojó en absoluto grotesca; sino, más bien, tan posible
como probable.

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XX
Los globos celestiales

Durante un rato, se agolparon en mi mente tantos pensamientos que nada


pude hacer salvo mirar ciegamente hacia delante. Me sentía inmerso en un
mar de duda, asombro y recuerdos desdichados.
No fue hasta más tarde que salí de mi perplejidad. Aturdido, miré en torno
a mí. Así, vi una imagen tan extraordinaria que, durante un rato, apenas podía
creer que no siguiese atrapado en el tumulto visionario de mis propios
pensamientos. Del verdor predominante había surgido un río inagotable de
globos con un tenue resplandor, cada uno de ellos envuelto por un prodigioso
vellón de pura nube. Se extendían tanto por encima como por debajo de
donde yo me encontraba hasta una distancia desconocida; y no solo ocultaban
el brillo del Sol Verde sino que proporcionaban, en su lugar, una luz suave
que se propagaba alrededor de mí como nada que haya visto antes o después.
Al poco tiempo, noté que había en torno a estas esferas una especie de
claridad, casi como si estuviesen formadas por cristal turbio en cuyo interior
ardiese un fulgor suave y amortiguado. Seguían moviéndose más allá de
donde yo me encontraba, flotando hacia delante a una velocidad no muy
grande, sino más bien como si tuviesen toda la eternidad por delante. Las
observé durante largo rato y no alcancé a percibir que tuvieran límite. En
ocasiones, me pareció distinguir rostros en aquella turbiedad; si bien
extrañamente indiferenciados, como si en parte fueran reales y en parte
formados por la misma bruma a través de la cual se dejaban ver.
Esperé mucho tiempo pasivamente, con una sensación creciente de
agrado. Ya no tenía aquel sentimiento de soledad indecible; sino que, en su
lugar, sentía que estaba menos solo de lo que había estado en kalpas[160] de
años. Este sentimiento de agrado aumentó hasta tal punto que me habría
sentido satisfecho de flotar en compañía de aquellos glóbulos celestiales para
siempre.
El tiempo pasaba muy rápidamente y cada vez veía los rostros borrosos
más a menudo y también con mayor nitidez. Si se debía a que mi alma se
estaba volviendo más receptiva a su entorno no sabría decirlo pero

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probablemente era por eso. Sin embargo, como quiera que fuese, ahora solo
estoy seguro de que me volvía progresivamente más consciente de que me
rodeaba un nuevo misterio, indicándome que, de hecho, había cruzado el
límite de alguna región jamás imaginada… un lugar o un modo sutil e
intangible de existencia.
La enorme corriente de esferas luminosas continuaba discurriendo más
allá de mí, a un ritmo invariable de incontables millones; y aún salían más sin
mostrar señales de que estuviera agotándose o siquiera disminuyendo.
Entonces, mientras era transportado en silencio por aquel éter sin
sustancia[161], me sentí atraído de manera súbita e irresistible hacia delante, en
dirección a uno de los globos que pasaban. En un instante, estaba a su lado.
Entonces, me deslicé a su interior, sin experimentar siquiera una mínima
resistencia. Aguardé con curiosidad durante unos breves momentos sin poder
ver en absoluto.
De pronto, advertí que un sonido rompía la inconcebible quietud. Era
como el murmullo de un gran mar en calma que respirase mientras dormía.
Poco a poco, la niebla que me oscurecía la vista comenzó a despejarse; y así,
transcurrido un tiempo, mi visión volvió a posarse sobre la silenciosa
superficie del Mar del Sueño.
Pasé un poco de tiempo mirando, pero sin terminar de creer que realmente
lo estuviera viendo. Miré a un lado y a otro. Allí estaba el gran globo de fuego
pálido, flotando, como ya lo viera anteriormente, a escasa distancia por
encima del borroso horizonte. De pronto, muy lejos a mi izquierda, al otro
lado del mar, distinguí una línea tenue, como hecha de una bruma fina, que
supuse que debía de ser la orilla donde mi amor y yo nos habíamos
encontrado durante aquellos maravillosos periodos en los que se había
permitido a mi alma vagabundear en los días de la antigua Tierra.
Mas también volvió otro recuerdo, esta vez inquietante: el de la Cosa
Informe que había merodeado por las orillas del Mar del Sueño. El guardián
de aquel silencioso lugar sin ecos. Recordé este y otros detalles, y no me cupo
duda alguna de que estaba contemplando aquel mismo mar. La certeza me
llenó de una incontenible sensación de sorpresa y alegría, así como de una
estremecedora expectación al considerar la posibilidad de estar a punto de ver
a mi Amor una vez más. Miré alrededor con atención; pero no logré divisarla.
Eso me hizo desesperar por un momento. Recé con fervor y seguí
escudriñando ansiosamente… ¡Qué manso estaba el mar!
A gran distancia por debajo de mí, podía ver los numerosos rastros de
fuego cambiante que antes habían llamado mi atención. Me pregunté

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vagamente qué los causaría; también recordé que había querido preguntar
sobre ellos a mi Amada, así como sobre tantas otras cuestiones… pero me
había visto obligado a dejarla sin haber dicho la mitad de lo que había
deseado.
Mis pensamientos regresaron, de un salto, al presente. Era consciente de
que algo me había tocado. Me volví rápidamente. Dios, en verdad sois
misericordioso: ¡era Ella! Elevó su mirada hacia mis ojos, anhelante, y yo la
correspondí con toda mi alma. Me habría gustado abrazarla; pero la gloriosa
pureza de su rostro me mantuvo a distancia. Entonces, extendió sus amados
brazos desde la bruma que la rodeaba. Me llegó su susurro, tan suave como el
murmullo de una nube al pasar. «¡Amadísimo!» —dijo. Eso fue todo; pero lo
había oído y, al momento, la estaba abrazando… Cómo rezaba por poder
seguir así para siempre.
En poco tiempo, habló de muchas cosas y yo la escuché. Con gusto, lo
habría hecho durante la eternidad que estuviera por venir. En ocasiones, le
susurraba algo como respuesta y mis susurros traían a su rostro espiritual, de
nuevo, un tono indescriptiblemente delicado: el rubor del amor. Más tarde,
hablé con más libertad, mientras ella atendía a cada palabra y respondía
deliciosamente; de tal modo que ya me encontraba en el Paraíso.
Ella y yo; y nada más, salvo el vacío extenso y silencioso para vernos; y
las tranquilas aguas del Mar del Sueño para oírnos.
Mucho antes, la flotante multitud de esferas envueltas en nubes se había
desvanecido en la nada. Así pues, contemplábamos la superficie de las
aletargadas profundidades en completa soledad. ¡Soledad, Dios, habría
permanecido en tal soledad para siempre y, aun así, jamás me habría sentido
solo! La tenía a ella y, aún más importante, ella me tenía. Sí, a mí, envejecido
por los eones; y a este y unos pocos pensamientos más quiero aferrarme
durante los pocos años que todavía nos separen.

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XXI
El Sol Oscuro

No sabría decir cuánto tiempo yacieron nuestras almas en brazos de la alegría;


pero, de pronto, me despertó de aquella felicidad una disminución de la pálida
y suave luz que alumbraba el Mar del Sueño. Me volví hacia el enorme Orbe
Blanco con la premonición de que se avecinaba un problema. Uno de sus
lados se estaba curvando hacia dentro, como si una sombra negra y convexa
se extendiese sobre él. Recuperé aquel recuerdo. Así era como había
comenzado la oscuridad, antes de nuestra última separación. Me volví hacia
mi Amor inquisitivamente. Con un súbito sentimiento de aflicción, advertí lo
lánguida e irreal que se había tornado en ese breve instante. Su voz parecía
proceder de muy lejos. El tacto de sus manos ya no era más que la suave
presión de una brisa de verano y se hizo aún menos perceptible.
Ya estaba tapada la mitad del inmenso globo. Me embargó un sentimiento
de desesperación. ¿Ella iba a abandonarme? ¿Tendría que marcharse, como lo
había hecho antes? Le pregunté, ansioso, asustado; y, acurrucándose contra
mí, me explicó, con aquella voz extraña y remota, que era imperativo que me
abandonara antes de que el Sol de la Oscuridad —como ella lo denominaba—
ocultase la luz. Al confirmarse así mis temores, me sobrecogió la
desesperación; y solo era capaz de contemplar, sin habla, las tranquilas
llanuras del mar silencioso.
Con cuánta velocidad se extendió la oscuridad sobre la faz del Orbe
Blanco. Y, sin embargo, en realidad debió de ser mucho tiempo, más allá de
la comprensión humana.
Al fin, tan solo una medialuna de fuego pálido alumbraba el ahora oscuro
Mar del Sueño. Durante todo este tiempo, ella me había estado abrazando, si
bien con una caricia tan leve que apenas la advertía. Aguardamos allí, juntos,
ella y yo; mudos por la propia tristeza. Bajo la luz mortecina, su rostro perdía
nitidez al mezclarse con la oscura neblina que nos rodeaba.
Entonces, cuando lo único que iluminaba el mar era una fina línea de
suave luz, me soltó apartándome de su lado con suavidad. Su voz sonaba en

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mis oídos: «Ya no puedo quedarme más, Querido Mío» —acabó con un
sollozo.
Pareció alejarse de mí flotando hasta hacerse invisible. Su voz llegaba
hasta mí desde las sombras, débilmente; aparentemente, desde muy lejos:
«Un poco de tiempo…». Se perdió en la distancia. En un abrir y cerrar de
ojos, la noche cubrió el Mar del Sueño. A lo lejos, a mi izquierda, me pareció
ver un suave resplandor durante un breve instante. Desapareció y, en ese
mismo momento, me di cuenta de que ya no me encontraba sobre el manso
mar; sino suspendido, otra vez, en el espacio infinito, con el Sol Verde —
ahora eclipsado por una inmensa esfera oscura— ante mí.
Completamente perplejo, me quedé mirando, casi sin ver, al anillo de
llamas verdes que asomaba del borde oscuro. Incluso sumido en el caos de
mis pensamientos, me maravillaba, confuso, ante sus extraordinarias formas.
Me asaltaba una multitud de preguntas. Pensaba más en ella, a quien había
visto tan recientemente, que en la imagen que tenía ante mí. Estaba lleno de
dolor y preocupaciones por el futuro. ¿Estaba condenado a permanecer
perpetuamente separado de ella? Incluso durante mi antigua vida terrenal, ella
había sido mía durante muy poco tiempo; después me dejó, como yo creí,
para siempre. Desde entonces, no la había visto más que en estas ocasiones
sobre el Mar del Sueño.
Me sentí lleno de un feroz resentimiento y de preguntas desdichadas. ¿Por
qué no pude marcharme con mi Amor? ¿Qué razón había para separarnos?
¿Por qué tenía que esperar en soledad mientras ella pasaba los años aletargada
en el seno inerte del Mar del Sueño? ¡El Mar del Sueño! Sin lógica alguna,
mis pensamientos se desviaron de su cauce de amargura hacia nuevos y
desesperados interrogantes. ¿Dónde estaba el Mar? ¿Dónde estaba? Parecía
que apenas me había separado de mi amor sobre su tranquila superficie
cuando se desvaneció por completo. ¡No podía estar lejos! ¡Y el Orbe Blanco
que había visto cubierto por la sombra del Sol de la Oscuridad! Mi mirada se
posó sobre el eclipsado Sol Verde. ¿Qué lo había eclipsado? ¿Había una
inmensa estrella muerta orbitando en torno a él? ¿Era el Sol Central —como
había dado en llamarlo— una estrella doble? Este pensamiento había surgido
casi espontáneamente, pero ¿por qué no iba a serlo?
Mis pensamientos regresaron al Orbe Blanco. Qué extraño hubiera sido
que… y me detuve. De repente, se me había ocurrido algo. ¡El Orbe Blanco y
el Sol Verde! ¿Podían ser una misma y única cosa? Mi imaginación
retrocedió hasta el recuerdo del globo luminoso que me había atraído
inexplicablemente. Era curioso que lo hubiese podido olvidar, incluso aunque

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solo hubiera sido por un momento. ¿Dónde estaban los otros? Volví a pensar
en el globo a cuyo interior había accedido. Lo medité durante algún tiempo y
empecé a ver las cosas más claras. Imaginé que, al penetrar en aquel glóbulo
impalpable, había pasado inmediatamente a alguna dimensión más lejana e
invisible hasta entonces; en ella, aún se podía ver el Sol Verde, pero como
una formidable esfera de pálida luz blanca… casi como si se mostrase su
fantasma, en lugar de su parte material.
Pasé mucho tiempo reflexionando sobre esta cuestión. Recordé cómo, al
penetrar en la esfera, inmediatamente perdí de vista todas las demás. Continué
aún más tiempo dando vueltas a los diferentes detalles en mi cabeza.
Al cabo de un rato, mis pensamientos se dirigieron a otras cosas. Me
concentré más en el momento presente y empecé a mirar alrededor de mí con
consciencia de lo que veía. Por primera vez, advertí que innumerables rayos
de un sutil tono violeta perforaban la extraña semioscuridad en todas las
direcciones. Emanaban del borde llameante del Sol Verde. Parecían
multiplicarse ante mis ojos, de tal modo que, en poco tiempo, hubo un
sinnúmero de ellos. Llenaban la noche extendiéndose en abanico desde el Sol
Verde. Llegué a la conclusión de que era capaz de verlos porque el eclipse
había bloqueado el esplendor del Sol. Se alejaban en el espacio y
desaparecían.
Poco a poco, mientras los miraba, me fui dando cuenta de que unos
puntitos de luz intensamente brillantes recorrían los rayos. Muchos parecían
moverse desde el Sol Verde hacia la distancia. Otros surgían del vacío en
dirección al Sol, pero cada uno de ellos se limitaba estrictamente al rayo
dentro del cual se movía. Su velocidad era inconcebiblemente alta; y tan solo
cuando se aproximaban al Sol Verde, o bien cuando salían de él, podía verlos
como motas de luz independientes. Más lejos del Sol, se convertían en finas
líneas de fuego vívido dentro de los rayos de color violeta.
El descubrimiento de estos rayos y de las chispas en movimiento me
interesó extraordinariamente. ¿A dónde se dirigían con tan ilimitada
profusión? Pensé en los mundos del espacio… ¡Y aquellas chispas!
¡Mensajeros! Posiblemente, la idea fuese fantástica; pero yo no era consciente
de ello. ¡Mensajeros! ¡Mensajeros del Sol Central!
Se fue formando un pensamiento lentamente. ¿Podía habitar en el Sol
Verde una Inteligencia inmensa? La idea era asombrosa. Vagamente, fueron
surgiendo visiones de lo Innombrable. ¿Me había encontrado realmente con la
morada de lo Eterno? Pasé algún tiempo empeñado en rechazar ese
pensamiento. Era demasiado tremendo. Aun así…

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Dentro de mí se habían originado pensamientos enormes e imprecisos. De
pronto, me sentí terriblemente desnudo. Y una Inminencia espantosa[162] me
hizo estremecer.
¡Y el Cielo[163]…! ¿Era una ilusión?
Mis pensamientos iban y venían, erráticos. El Mar del Sueño… ¡y ella! El
Cielo… Volví de un salto al presente. Desde alguna parte en el vacío detrás
de mí se me venía encima un inmenso cuerpo oscuro y silencioso. Era una
estrella muerta que se precipitaba al cementerio de las estrellas. Pasó entre mi
posición y los Soles Centrales, ocultándolos a mi vista y sumiéndome en una
noche impenetrable.
Al cabo de una eternidad, volví a ver los rayos violetas. Mucho más tarde
—debieron de ser eones—, surgió un brillo circular al frente en el cielo y vi
cómo se recortaba sobre él el oscuro contorno de la estrella que se alejaba.
Supe así que se estaba acercando a los Soles Centrales. Pronto pude ver que el
brillante anillo del Sol Verde lucía nítidamente en la noche. La estrella había
entrado en la sombra del Sol Muerto. Después de eso, me limité a aguardar.
No podía dejar de observar con interés mientras aquellos años extraños
pasaban lentamente
Por fin lo que había estado esperando ocurrió súbita y espantosamente:
una inmensa llamarada de fuego deslumbrante se elevó durante un tiempo
indefinido, formando un gigantesco hongo de fuego[164]. Cuando dejó de
crecer, se fue viniendo abajo lentamente. Ahora podía ver que procedía de un
enorme punto brillante cerca del centro del Sol Oscuro. Desde él, seguían
elevándose llamas poderosas. Sin embargo, pese a su tamaño, la tumba de la
estrella no era mayor que el resplandor de Júpiter sobre la superficie de un
océano[165] en comparación con la masa inconcebible del Sol Muerto.
Debo señalar aquí, una vez más, que no hay palabras capaces de trasladar
a la imaginación el enorme volumen de los dos Soles Centrales.

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XXII
La Nebulosa Oscura

Años, siglos y eones se fundieron en el pasado. La luz de la estrella


incandescente descendió a un rojo furioso.
Fue más tarde cuando vi la nebulosa oscura: al principio, una nube
impalpable situada lejos a mi derecha; creció rápidamente para convertirse en
un coágulo de negrura en la noche. Me resulta imposible decir cuánto tiempo
estuve observando, pues el tiempo tal como lo medimos era algo del pasado.
Se acercó más, una informe monstruosidad de sombras… algo tremendo.
Parecía fluir a través de la noche soñolientamente, como una auténtica niebla
infernal. Lentamente, se fue deslizando cada vez más cerca, hasta situarse en
el vacío que me separaba de los Soles Centrales. Era como si se hubiera
corrido una cortina ante mis ojos. Experimenté un extraño estremecimiento de
miedo y también una renovada curiosidad.
El crepúsculo verde que había predominado durante tantos millones de
años había dejado paso a la oscuridad impenetrable. Inmóvil, miré alrededor.
Tras pasar un siglo, me pareció detectar unas amortiguadas luces rojas que
pasaban junto a mí a intervalos.
Me afané en la observación y pronto me pareció ver unas masas circulares
de un rojo turbio dentro de la opaca negrura. Aparentemente, estaban
brotando de la nebulosa lobreguez. Ganaron en nitidez a medida que mi
visión se fue acostumbrando. Ya podía distinguirlos con bastante detalle: unas
esferas con un matiz rojizo, similares en tamaño a los globos luminosos que
ya había visto tanto tiempo atrás.
Pasaban flotando junto a mí continuamente. Poco a poco, me embargó un
peculiar desasosiego. Advertí una sensación creciente de repugnancia y
horror. Se dirigía contra aquellos globos que pasaban y parecía deberse más a
algún conocimiento intuitivo que a una causa o una razón real.
Algunas de las esferas que pasaban eran más brillantes que otras; y fue en
una de estas donde apareció repentinamente un rostro. Era un rostro humano
en su contorno; pero tan torturado por la aflicción que me quedé mirándolo
con pavor. Nunca había pensado que pudiera haber una tristeza como la que

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vi allí. Experimenté una sensación añadida de dolor al advertir que los ojos
que miraban tan espantados no podían ver. Lo observé un rato más, hasta que
pasó y se perdió en la oscuridad que nos rodeaba. Después, observé otros,
todos ellos con esa expresión de tristeza desesperada y también ciegos.
Al cabo de mucho tiempo, me di cuenta de que estaba más cerca de los
orbes que antes. Eso me inquietó, aunque ahora temía a aquellos extraños
glóbulos menos que cuando aún no había visto a sus desdichados habitantes,
pues la simpatía había atemperado mi miedo.
Más tarde, no cupo duda alguna de que estaba siendo transportado hacia
las esferas rojas y pronto me encontré flotando entre ellas. Poco después,
advertí que una se me venía encima. Era incapaz de apartarme de su
trayectoria. En lo que pareció un minuto, estaba sobre mí y quedé inmerso en
una densa bruma roja. Cuando se aclaró, pude contemplar, confuso, la
inmensa extensión de la Planicie del Silencio. Tenía el mismo aspecto que
cuando la vi por primera vez. Avanzaba a velocidad constante sobre su
superficie. Al frente, muy lejos, brillaba el inmenso anillo de color rojo
sangre[*] que iluminaba aquel lugar. Alrededor, por todas partes, se extendía
la extraordinaria desolación de quietud que tanto me había impresionado en
mi anterior vagar a través de su aridez.
Pronto vi, elevándose hacia la rojiza penumbra, los lejanos picos del
poderoso anfiteatro de las montañas, donde, una eternidad atrás, fui testigo
por primera vez de los terrores que subyacen a muchas cosas; y donde,
inmensa y silenciosa, vigilada por un millar de dioses mudos, se erige la
réplica de esta casa de los misterios… esta casa que había visto consumirse
hasta desaparecer para siempre en las llamas del infierno originado cuando la
Tierra besó al Sol.
Aunque podía ver las cimas del anfiteatro montañoso, todavía pasó mucho
tiempo antes de que sus regiones inferiores fueran visibles. Posiblemente se
debiera a la extraña bruma rojiza que parecía adherirse a la superficie de la
Planicie. En cualquier caso, las vi por fin.
Pasado aún más tiempo, me había acercado tanto a las montañas que
parecía que las tenía encima. No tardé en ver la gran grieta abriéndose ante mí
y fui arrastrado hacia ella, sin intervención alguna de mi voluntad.
Más tarde, salí a la extensión de la enorme arena. Allí, a una distancia
aparente de cinco millas, se erigía la Casa, descomunal, monstruosa y
silenciosa, situada justo en el centro de aquel formidable anfiteatro. Hasta
donde alcanzaba a ver, no había cambiado en absoluto; de hecho, era como si
no hubiera pasado más de un día desde que la vi por última vez. Alrededor,

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las oscuras y adustas montañas me observaban con desaprobación desde su
altivo mutismo.
Lejos a mi derecha, entre los picos inaccesibles, se cernía la enorme
corpulencia del gran Dios-Bestia. Más arriba, vi la forma espantosa de la
terrible diosa, alzándose miles de brazas por encima de mí a través de la
penumbra roja. A la izquierda, divisé la monstruosa Cosa-sin-Ojos, gris e
inescrutable. Más lejos, reclinada sobre su elevada cornisa, se encontraba la
lívida Forma Macabra: un borrón de color siniestro entre las oscuras
montañas.
Lentamente, me moví a través de la gran arena, flotando. Durante mi
marcha, divisé las figuras de muchos de los otros Horrores que acechaban
desde aquellas alturas incomparables.
Mientras me iba aproximando a la casa, mis pensamientos retrocedían
como un relámpago a través del abismo de los años. Me acordé del horrible
Espectro del Lugar. Al cabo de poco tiempo, comprobé que estaba siendo
arrastrado directamente hacia la enorme masa del silencioso edificio.
Más o menos entonces, advertí, con cierta indiferencia, una sensación
creciente de entumecimiento que me privaba del miedo que debería haber
sentido al aproximarme a aquella imponente Construcción[167]. En lugar de
eso, lo contemplaba con calma, de modo muy similar a como un hombre
contemplaría una calamidad a través de la nube de humo de su tabaco.
Poco después, estaba tan cerca de la Casa que podía distinguir muchos de
sus detalles. Cuanto más la miraba, más me reafirmaba en mi antiquísima
impresión de su absoluta semejanza con la extraña casa. Salvo por su enorme
tamaño, no podía encontrar diferencia alguna.
De pronto, mientras la observaba, me embargó un gran sentimiento de
asombro. Me encontraba frente a la parte donde se sitúa la puerta exterior que
conduce al estudio. Allí, caída justo delante del umbral, había una gran
porción de tejadillo, idéntica —excepto en tamaño y color— al trozo que yo
había desprendido durante mi enfrentamiento con las criaturas del Pozo.
Floté más cerca y mi perplejidad aumentó al reparar en que la puerta
estaba parcialmente rota por sus goznes, tal como la puerta de mi estudio
había sido forzada hacia dentro por las acometidas de los Seres Porcinos. Esta
imagen puso en marcha una secuencia de pensamientos que me llevó a intuir
confusamente que el ataque a esta casa tal vez tuviera una significación
mucho más profunda de lo que había imaginado hasta entonces. Recordé
cómo, tanto tiempo atrás, durante mi antigua vida terrenal, ya tuve alguna
sospecha de que, de un modo inexplicable, esta casa en la que vivo estaba en

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sintonía —por emplear un término reconocido[168]— con esa otra tremenda
estructura, perdida en medio de esa incomparable Planicie.
Ahora, sin embargo, comencé a darme cuenta de que no había concebido
sino vagamente lo que implicaba que mis sospechas fueran ciertas. Comencé
a comprender, con una lucidez más que humana, que el ataque que yo había
repelido estaba, de alguna manera extraordinaria, conectado con un ataque a
este extraño edificio.
Con una rara falta de lógica, mis pensamientos abandonaron bruscamente
este asunto; para atender, curiosos, al peculiar material del que estaba
construida la Casa. Era —como ya he mencionado— de un intenso color
verde. Sin embargo, ahora que lo tenía tan cerca, advertí que fluctuaba en
ocasiones, brillando y apagándose de un modo muy parecido a como lo hacen
los vapores del fósforo cuando se frota con la mano en la oscuridad.
Muy pronto dejé de prestar atención a esto porque había llegado a la gran
entrada. Allí tuve miedo por primera vez, pues las enormes puertas se
abrieron repentinamente hacia el interior y me vi arrastrado entre ellas,
impotente. Dentro solo había una negrura impalpable. En un instante, crucé el
umbral y las puertas se cerraron silenciosamente, dejándome atrapado en
aquel lugar sin luz.
Durante un rato, me pareció que colgaba, inmóvil; suspendido en la
oscuridad. Después, fui consciente de que estaba moviéndome otra vez; hacia
dónde no lo sabía. De repente, muy por debajo de mí, creí oír el ruido
susurrante de la risa de los Seres Porcinos. Cuando cesó, el silencio posterior
parecía cargado de horror.
Entonces se abrió una puerta en algún sitio al frente; a través de ella
penetró una bruma blanca de luz y floté lentamente hacia el interior de una
sala que me resultaba extrañamente familiar. Contemplé un borroso panorama
de visiones ante mis ojos. Mis sentidos estuvieron aturdidos durante un
instante eterno. Después comencé a recuperar la visión. La sensación de
mareo y desmayo se me fue pasando hasta que pude ver con claridad.

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XXIII
Pepper

Estaba sentado en mi silla, de nuevo en mi viejo estudio. Mi mirada vagó por


la habitación. Durante un minuto, su aspecto fue extraño y trémulo… irreal y
etéreo. Esta impresión pasó y vi que nada en absoluto había cambiado. Miré
hacia la ventana del fondo, cuya celosía estaba levantada.
Me puse de pie, tembloroso. Mientras lo hacía, un sonido tenue que
procedía de la puerta atrajo mi atención. Miré en esa dirección. Por un breve
instante, me pareció que alguien la estaba cerrando suavemente. Al
observarla, comprobé que debía de haberme equivocado pues parecía cerrada
del todo.
Con un esfuerzo tras otro, recorrí el camino hasta la ventana y miré
afuera. Estaba saliendo el Sol, iluminando la maleza enmarañada de los
jardines. Estuve allí de pie observando durante tal vez un minuto.
Confundido, me pasé una mano por la frente.
De pronto, en medio del caos de mis sentidos, me asaltó un pensamiento
repentino; me volví rápidamente y llamé a Pepper. No hubo respuesta y,
súbitamente preso del miedo, recorrí a tumbos la habitación. Mientras lo
hacía, traté de pronunciar su nombre, pero mis labios estaban entumecidos.
Llegué a la mesa y, con un pellizco en el corazón, me agaché hasta él. Estaba
acostado a la sombra de la mesa, por lo que no había sido capaz de verlo con
detalle desde la ventana. Ahora, al agacharme, contuve la respiración por un
instante. Pepper ya no existía; en su lugar, había un montoncito alargado de
polvo gris ceniciento.
Debí de permanecer así, a medio agachar, durante varios minutos. Estaba
aturdido, anonadado. Pepper había pasado realmente a la tierra de las
sombras.

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XXIV
Las pisadas en el jardín

¡Pepper está muerto! Todavía hay ocasiones en las que apenas puedo creer
que sea verdad. Hace ya muchas semanas que regresé de aquel extraño y
terrible viaje a través del tiempo y el espacio. A veces, mientras duermo,
sueño con él y repaso, en mi imaginación, el conjunto de esa temible
experiencia. Cuando me despierto, mis pensamientos siguen obsesionados
con lo mismo. El Sol… esos Soles, ¿eran de verdad los grandes Soles
Centrales en torno a los cuales gira todo el universo de los Cielos
desconocidos? ¿Quién puede decirlo? ¡Y los glóbulos brillantes, girando para
siempre a la luz del Sol Verde! ¡Y el Mar del Sueño sobre el cual flotan! Qué
increíble es todo. De no ser por Pepper, incluso después de todas las cosas
extraordinarias de que he sido testigo, me inclinaría a pensar que no ha sido
sino un sueño gigantesco. También está esa terrible nebulosa oscura (con su
infinidad de esferas rojas) moviéndose siempre a la sombra del Sol Oscuro,
deslizándose sobre su formidable órbita, eternamente envuelta en la
penumbra. ¡Y esas caras que me miraban! ¿Dios, realmente existen y hay algo
así? Ese montoncito de ceniza gris sigue en el suelo de mi estudio. Lo dejaré
intacto.
En ocasiones, cuando estoy más calmado, me he preguntado qué fue de
los planetas exteriores del Sistema Solar. Se me ha ocurrido que quizás se
liberaron de la atracción del Sol y salieron despedidos al espacio. Esto, desde
luego, es solo una conjetura. Hay tantas cosas sobre las que debo
preguntarme.
Ahora que estoy escribiendo, he de dejar constancia de mi certeza de que
algo horrible está a punto de suceder. Anoche, ocurrió algo que me ha llenado
de un terror aún mayor que el miedo que me provocó el Pozo. Lo dejaré por
escrito ahora y, si sucede algo más, trataré de anotarlo inmediatamente. Tengo
la sensación de que hay algo más en este último incidente que en todos los
anteriores. Sigo tembloroso y nervioso incluso ahora, mientras escribo. De
algún modo, creo que la muerte no está muy lejos. No es que yo tema a la

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muerte tal como esta se entiende. Sin embargo, hay algo en el aire que me
infunde miedo… un horror frío e intangible. Lo sentí anoche. Fue así:
Anoche estaba sentado aquí, en mi estudio, escribiendo. La puerta que
conduce al jardín estaba medio abierta. En ocasiones, sonaba débilmente el
tintineo metálico de la cadena de un perro. Pertenece al perro que he
comprado tras la muerte de Pepper. No quiero tenerlo en la casa… no después
de Pepper. Aun así, he considerado conveniente tener un perro por aquí. Son
unas criaturas maravillosas.
Estaba enfrascado en mi trabajo y el tiempo pasaba rápidamente. De
pronto, oí un ruido suave que venía del sendero del jardín —pad, pad, pad—
avanzando con un curioso sigilo. Me enderecé en el asiento con un
movimiento rápido y miré hacia fuera a través de la puerta abierta. De nuevo,
llegó el ruido: pad, pad, pad. Parecía aproximarse. Con una ligera sensación
de nerviosismo, miré a los jardines; pero la noche lo ocultaba todo.
Entonces, el perro emitió un prolongado aullido y me sobresalté. Pasé
quizá un minuto mirando con atención; pero no pude oír nada. Un poco
después, recogí la pluma, la cual había dejado, y volví a mi trabajo. La
sensación nerviosa había desaparecido; pues imaginé que el sonido que había
oído no era más que el perro caminando alrededor de su caseta hasta donde la
longitud de su cadena se lo permitía.
Tal vez hubiera pasado un cuarto de hora cuando, de pronto, el perro
volvió a aullar y ahora con un dejo tan dolorosamente lastimero que me puse
de pie de un salto, dejando caer la pluma y manchando de tinta la página
sobre la que estaba trabajando.
—¡Maldito sea ese perro! —mascullé al ver lo que había hecho por su
culpa. Aún estaba pronunciando esas palabras cuando volvió a sonar aquel
extraño pad, pad, pad. Estaba horriblemente próximo… casi en la puerta, me
pareció. Ahora sabía que no podía ser el perro; su cadena no le permitiría
acercarse tanto.
Se volvió a oír el ladrido del perro y advertí subconscientemente que el
sonido estaba impregnado de miedo.
Fuera, sobre el alféizar, pude ver a Tip, el gato de mi hermana. Mientras
lo miraba, se levantó sobre sus cuatro patas de un brinco y su cola se erizó
visiblemente. Permaneció así por un instante; parecía estar mirando fijamente
a algo en dirección a la puerta. A continuación, comenzó a retroceder
rápidamente a lo largo de la repisa, hasta que alcanzó el muro de su extremo y
ya no pudo ir más lejos. Se quedó allí, rígido, como si se hubiera quedado
congelado en una pose de extraordinario terror.

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Asustado e intrigado, agarré un palo del rincón y fui hacia la puerta en
silencio, llevando una de las velas conmigo. Ya me encontraba a pocos pasos
de ella cuando, de repente, me recorrió una peculiar sensación de miedo… un
miedo palpitante y real. No sabía el cómo ni el porqué. Tan grande era el
terror que sentía que no perdí tiempo alguno sino que retrocedí
directamente… caminé hacia atrás sin dejar de mirar a la puerta con temor.
Ojalá hubiera podido correr hacia ella para cerrarla con los pestillos; pues
había hecho que la reparasen y reforzasen, de tal modo que ahora es mucho
más resistente de lo que jamás había sido. Pero, como Tip, continué mi
retroceso casi inconsciente hasta que la pared me detuvo. Eso hizo que me
sobresaltara nerviosamente y miré alrededor con aprensión. Al hacerlo, mi
mirada se posó, por un momento, sobre el estante de las armas de fuego y
avancé un paso hacia él, pero me detuve con la curiosa sensación de que sería
superfluo. Fuera, en los jardines, el perro emitía extraños gemidos.
Repentinamente, se oyó un largo y violento chillido del gato. Nervioso,
miré en su dirección: algo luminoso y fantasmal lo rodeaba mientras ganaba
nitidez ante mis ojos. Se concretó en una mano brillante y transparente,
envuelta en una centelleante llama verdosa que titilaba sobre ella. El gato
emitió un último y horrible maullido y vi cómo se deshacía en humo y llamas.
Mi respiración se entrecortó y me apoyé contra la pared. Sobre esa parte de la
ventana se extendió una mancha verde y fantástica que me impedía ver
aquella cosa, aunque el resplandor atenuado del fuego la atravesaba. Un hedor
a quemado se coló en la habitación.
Pad, pad, pad… Algo recorrió el sendero del jardín y pareció que una
tenue pestilencia de moho entraba por la puerta abierta, mezclándose con el
olor a quemado.
El perro llevaba unos momentos en silencio. Entonces, oí que emitía un
aullido agudo, como de dolor. A continuación, se calló, salvo por algún
gimoteo de miedo, ocasional y apagado.
Un minuto más tarde, se oyó un portazo distante, procedente de la cancela
de la parte Oeste de los jardines. Después de eso, nada; ni siquiera el lloriqueo
del perro.
Debí de permanecer en el sitio durante varios minutos. Entonces, una
pizca de valor se abrió paso hasta mi corazón, de tal modo que me lancé hacia
la puerta, la cerré y eché los pestillos. Después de eso, me pasé media hora
sentado, incapaz de cualquier cosa, mirando al frente con rigidez.
Lentamente, la vida volvió a mí y me logré dirigir, escaleras arriba, hasta
la cama.

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Eso es todo.

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XXV
El Ser de la arena

Esta mañana temprano, recorrí los jardines pero no hallé cosa alguna fuera de
lo habitual. Cerca de la puerta, examiné el sendero en busca de pisadas,
aunque, una vez más, nada había que pudiera indicarme si había soñado o no
lo de la noche anterior.
Fue solo cuando fui a decir algo al perro que descubrí una prueba tangible
de que sí había sucedido algo. Cuando me acerqué a su caseta, se quedó
dentro, acurrucado en un rincón, y tuve que insistir para hacerle salir. Cuando,
por fin, consintió en acudir, lo hizo de una manera extrañamente acobardada y
sumisa. Mientras le daba unas palmaditas, me llamó la atención una mancha
verdosa en su costado izquierdo. Al examinarla, descubrí que el pelo y la piel
parecían haber sido quemados, pues la zona estaba en carne viva y
chamuscada. La marca tenía una forma curiosa que me recordaba a la huella
de una gran garra o mano.
Me puse de pie, pensativo. Mi mirada se dirigió hacia la ventana del
estudio. Los rayos del Sol naciente titilaban sobre la mancha humeante de la
esquina inferior, provocando una rara fluctuación entre el verde y el rojo.
¡Ah! Sin duda, era otra prueba; de repente, el Ser horrible que había visto
anoche volvió a mi mente. Miré al perro de nuevo. Ahora sabía la causa de
esa herida de aspecto odioso en su costado… También sabía que lo que había
visto anoche había sucedido realmente. Me inundó un gran malestar. ¡Pepper!
¡Tip! ¡Y ahora este pobre animal…! Volví a mirarlo y advertí que se estaba
lamiendo la herida.
—¡Pobre bestia! —mascullé, y me incliné para darle unas palmaditas en
la cabeza. Al hacerlo, se levantó, olisqueando y lamiendo mi mano con
tristeza.
A continuación, le dejé, pues tenía otros asuntos que atender.
Tras la comida, fui a verle de nuevo. Parecía tranquilo y reacio a dejar su
caseta. Por mi hermana, he sabido que se ha negado a comer en todo el día.
Parecía extrañada al contármelo, aunque poco podía sospechar que hubiera
algo que temer.

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El día ha transcurrido sin incidentes dignos de mencionar. Después del té,
fui, de nuevo, a echar un vistazo al perro. Parecía apenado y algo inquieto; sin
embargo, insistía en quedarse dentro de su caseta. Antes de cerrar las puertas
para pasar la noche, separé su caseta del muro para poder observarla durante
la noche. Consideré la posibilidad de tenerlo dentro de la casa durante la
noche; pero decidí dejarlo fuera. No puedo asegurar que la casa tenga, en
absoluto, menos que temer que los jardines. Pepper estaba dentro de la casa y
aun así…
Ahora son las dos de la mañana. Llevo desde las ocho vigilando la caseta
a través de la ventanita lateral de mi estudio. Sin embargo, nada ha ocurrido y
estoy demasiado cansado para seguir vigilando. Me acostaré…
Pasé la noche inquieto. Esto es raro en mí, pero llegué a dormir algunas
horas cerca ya de la mañana.
Me levanté temprano y, después de desayunar, visité al perro. Estaba
tranquilo pero taciturno y se negaba a salir de la perrera. Ojalá hubiera algún
veterinario cerca de aquí; haría que viese a la pobre bestia. No ha comido en
todo el día; pero sí muestra unas ganas evidentes de agua, que sorbe con
ansiedad. Me reconfortaba observar esto.
Ha atardecido y me encuentro en mi estudio. Tengo la intención de seguir
el mismo plan de anoche y vigilar la caseta. La puerta que conduce al jardín
está cerrada, con los pestillos echados. Celebro que las ventanas tengan
barrotes…
Es de noche… Ha pasado la medianoche. El perro ha estado en silencio
hasta el momento. A través de la ventana lateral, a mi izquierda, alcanzo a
vislumbrar, entre las sombras, el contorno de la caseta. Por primera vez, el
perro se mueve y puedo oír el tintineo de su cadena. Rápidamente, miro hacia
fuera. Mientras lo observo, el perro vuelve a moverse, inquieto, y veo una
pequeña mancha luminosa que brilla desde el interior de la caseta. Se
desvanece; entonces, el perro se revuelve de nuevo y el resplandor aparece
otra vez. Estoy intrigado. El perro se detiene y puedo ver el origen de la luz
con claridad. Se ve nítidamente. Hay algo familiar en su forma. Tras darle
vueltas durante un momento, caigo en que se parece a los cuatro dedos y el
pulgar de una mano. ¡Como una mano! Y me acuerdo de la temible herida en
el costado del perro. Comprendo que debe de ser la herida. Se ilumina de
noche… ¿Por qué? Pasan minutos. No dejo de pensar en esta novedad…
De repente, oigo un sonido procedente de los jardines. Cómo me hace
estremecer. Se aproxima. Pad, pad, pad. Una sensación de erizamiento recorre
mi columna y parece subir reptando por mi cabellera. Dentro de su caseta, el

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perro se mueve y gimotea de miedo. Debe de haberse dado la vuelta porque
ya no veo la silueta de su brillante herida.
Fuera, los jardines vuelven a estar en silencio y escucho con temor. Pasa
un minuto, y otro más; entonces vuelvo a oír el sonido de las suaves pisadas.
Procede de muy cerca y parece aproximarse por el camino de gravilla. El
ruido es curiosamente medido y deliberado. Se detiene fuera de la puerta y me
pongo de pie para, a continuación, quedarme paralizado. Se oye un leve
sonido procedente de la puerta: están levantando la aldaba muy lentamente.
Me zumban los oídos y siento una presión sobre la cabeza…
La aldaba vuelve a caer en el candado con un agudo clic. El sonido vuelve
a sobresaltarme, haciendo una mella horrible en mis nervios ya tensos.
Después, permanezco en pie durante mucho rato, en medio de una creciente
quietud. De repente, mis rodillas comienzan a temblar y he de sentarme
rápidamente.
Pasa una cantidad indefinida de tiempo y, poco a poco, me voy librando
de la sensación de terror que me ha poseído. Aun así, continúo sentado.
Parece que he perdido la capacidad de moverme. Siento un extraño cansancio
y empiezo a dar cabezadas. Mis ojos se abren y se cierran hasta que, pronto,
me encuentro durmiendo y despertando entre espasmos y respingos.
Algún tiempo después, advierto, somnoliento, que una de las velas se está
agotando. Cuando vuelvo a despertar, ya se ha consumido y la habitación está
muy sombría, iluminada tan solo por la única vela restante. La oscuridad no
me preocupa demasiado. Ya no siento aquel terrible pavor y parece que no
tengo más deseo que dormir… Dormir.
De pronto, pese a no oír ruido alguno, me despierto completamente. Soy
intensamente consciente de la proximidad de un misterio, de una Presencia
abrumadora. El propio aire parece impregnado de terror. Permanezco
acurrucado en mi asiento y me limito a escuchar atentamente. Sin embargo,
no hay sonido alguno. La naturaleza misma parece muerta. Entonces, la
opresiva quietud se rompe cuando un chillido ultramundano[169] del viento
rodea la casa y se pierde a lo lejos.
Dejo que mi mirada vague por la habitación a media luz. Junto al gran
reloj del rincón opuesto, hay una sombra alta y oscura. Por un breve instante,
la miro con terror. Después, me doy cuenta de que no hay nada y siento un
alivio momentáneo.
A continuación, un pensamiento surca mi mente: ¿por qué no dejar esta
casa… esta casa de misterio y terror? Después, a modo de respuesta, pasa ante
mis ojos una visión del maravilloso Mar del Sueño… el Mar del Sueño donde

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ella y yo tenemos la posibilidad de reunirnos tras los años de separación y
pena; y sé que permaneceré aquí, pase lo que pase.
A través de la ventana lateral, reparo en la tenebrosa negrura de la noche.
Mi mirada se aparta y deambula por la habitación, posándose en un sombrío
objeto tras otro. De repente, me vuelvo para mirar hacia la ventana a mi
derecha; al hacerlo, mi respiración se entrecorta y me inclino para observar,
asustado, algo que está fuera pero próximo a los barrotes de la ventana. Lo
que veo es un rostro de cerdo, inmenso y brumoso, sobre el cual fluctúa una
extraña llama de tonalidad verdosa. Es el Ser de la arena. De su boca
temblona parece colgar un hilo continuo de baba fosforescente. Sus ojos
miran fijamente al interior de la habitación, con una expresión inescrutable.
Yo no puedo sino sentarme rígidamente, congelado.
El Ser ha empezado a moverse. Se está volviendo lentamente hacia donde
yo estoy. Su rostro se gira hacia mí. Me ve. Dos ojos enormes,
inhumanamente humanos, me miran a través de la penumbra. Estoy helado de
frío, pero, incluso en un momento así, advierto el hecho irrelevante de que la
masa del gigantesco rostro impide ver las distantes estrellas.
Me asalta un nuevo horror. Sin quererlo, me estoy levantando del asiento.
Estoy sobre mis pies y algo me impulsa hacia la puerta que conduce a los
jardines. Quiero detenerme, pero no puedo. Algún poder inmutable se opone a
mi voluntad y avanzo lentamente, contra mis deseos e intentando
resistirme[170]. Impotente, miro por toda la habitación hasta reparar en la
ventana. El gran rostro porcino ha desaparecido y vuelvo a oír el sigiloso pad,
pad, pad. Se detiene al otro lado de la puerta… la puerta hacia la que estoy
siendo arrastrado…
Sigue un silencio breve e intenso; a continuación se oye algo. Es el sonido
de la aldabilla al ser levantada lentamente. Me desespera. No pienso avanzar
un paso más. Hago un esfuerzo enorme por retroceder, pero es como si tratara
de mover un muro invisible. Agonizando de miedo, gimo en voz alta y el
sonido es aterrador. De nuevo, oigo el ruido de la aldabilla y me estremezco,
pegajoso por el sudor. Lo intento… Sí, me debato y lucho por contenerme,
pero es inútil…
Estoy en la puerta y observo cómo, de manera mecánica, mi mano se
alarga para descorrer el cerrojo de arriba. Lo hace sin que yo se lo ordene.
Aún estoy alcanzando el cerrojo cuando la puerta sufre una fuerte sacudida y
siento un nauseabundo soplo de aire mohoso que parece colarse a través de
los intersticios. Lentamente, tiro del cerrojo mientras trato de resistirme en
vano. Termina de salir de su agujero con un clic y yo empiezo a temblar de

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angustia. Aún quedan otros dos cerrojos: uno en la parte baja de la puerta; el
otro, un artilugio masivo, está en medio.
Durante quizá un minuto, permanezco de pie, con los brazos colgando,
lacios, a los lados. La influencia que me hacía manipular los cierres de la
puerta parece haberse desvanecido. De pronto, se oye el repentino tintineo de
metal a mis pies. Bajo la mirada rápidamente y descubro, con indecible terror,
que mi pie está descorriendo el cerrojo inferior. Un espantoso sentimiento de
indefensión se apodera de mí… El pestillo sale de su hueco con un leve
campanilleo y, al tambalearme, me agarro al gran cerrojo central en busca de
apoyo. Pasa un minuto que parece una eternidad; después otro… ¡Que Dios
me ayude! Estoy siendo obligado a manipular el último cierre. ¡No lo haré!
Prefiero morir antes que abrir la puerta al Terror que se encuentra al otro lado.
¿Es que no hay escapatoria…? ¡Que Dios me ayude, ya he descorrido la
mitad del pestillo! De mis labios surge un ronco grito de terror: tres cuartas
partes del pestillo están fuera y mis manos inconscientes siguen colaborando
para mi perdición. Solo una fracción de acero se interpone entre mi alma y
Eso. Grito dos veces, en la incomparable agonía de mi miedo; después, con
un esfuerzo enloquecido, consigo arrancar mis manos del cerrojo. Mis ojos
parecen cegados. Me cubre una gran negrura. La naturaleza ha venido en mi
auxilio. Siento que mis rodillas ceden. La puerta recibe un sonoro y rápido
golpe, y yo caigo, caigo…
Debo de haber yacido allí durante, al menos, un par de horas. Mientras me
recupero, advierto que la otra vela se ha agotado y la habitación se encuentra
sumida en una oscuridad casi total. No logro ponerme de pie porque me he
enfriado y tengo unos calambres terribles. Sin embargo, mi mente está clara y
ya no siento la presión de aquella influencia impía.
Con cautela, me pongo de rodillas y busco a tientas el cerrojo central.
Cuando lo encuentro, vuelvo a correr el pestillo hasta el fondo; después, hago
lo mismo con el de la parte inferior de la puerta. En esos momentos, ya puedo
ponerme de pie, así que consigo asegurar también el cierre de arriba. Después
de eso, vuelvo a arrodillarme y gateo entre los muebles en dirección a las
escaleras. De este modo, estoy a salvo de ser observado a través de la ventana.
Llego a la otra puerta y, mientras estoy saliendo del estudio, lanzo una
mirada nerviosa por encima del hombro, hacia la ventana. Me parece atisbar
algo impalpable allí fuera, en la noche; pero tal vez solo sea una imaginación.
Después, recorro el pasillo y las escaleras.
Una vez en mi dormitorio, trepo dentro de la cama completamente vestido
y me tapo. Cuando llevo un rato allí, comienzo a recuperar un poco de

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confianza. Me resulta imposible dormir, pero agradezco la calidez
proporcionada por la ropa de cama. Trato de repasar los acontecimientos de la
noche; pero, aunque no puedo dormir, me doy cuenta de que es inútil tratar de
pensar lógicamente. Mi mente parece curiosamente en blanco.
Hacia la mañana, empiezo a dar vueltas en la cama, inquieto. No puedo
descansar, así que, un rato después, salgo de la cama y me pongo a dar vueltas
por la habitación. El alba invernal está comenzando a penetrar por las
ventanas y revela la incómoda desnudez del viejo dormitorio. Es curioso que,
en todos estos años, nunca haya pensado en lo deprimente que es este lugar en
realidad. Y así transcurre algún tiempo.
Oigo un sonido procedente de algún punto de la planta inferior. Me acerco
a la puerta del dormitorio para escuchar. Es Mary, yendo y viniendo por la
gran cocina mientras prepara el desayuno. No me interesa. No tengo hambre.
Sin embargo, mis pensamientos siguen centrados en Mary. Qué poco parecen
preocuparla los extraños sucesos de esta casa. Salvo por el incidente con las
criaturas del Pozo, ha parecido ajena a todo acontecimiento fuera de lo
normal. Es vieja, como yo, pero qué poco tenemos que ver los dos. ¿Será
porque no tenemos nada en común o solo que, al ser viejos, nos importa
menos la sociedad que el sosiego? Estos y otros asuntos rondan por mi cabeza
mientras medito; y así distraigo mi atención, durante un rato, de los
agobiantes pensamientos sobre la noche.
Pasado un tiempo, me dirijo a la ventana y la abro para mirar afuera. El
Sol está ya por encima del horizonte y el aire, aunque frío, es agradable y
tonificante. Poco a poco, mi mente se despeja y experimento una nueva
sensación de seguridad, al menos por el momento. Un poco más alegre, bajo
las escaleras y salgo al jardín para echar un vistazo al perro.
Al aproximarme a la caseta, me recibe el mismo hedor mohoso que me
asaltó anoche en la puerta. Quitándome de encima una momentánea sensación
de miedo, llamo al perro; pero no me atiende, así que, después de una segunda
llamada, arrojo una piedrecita dentro de la caseta. Eso hace que se mueva con
inquietud y vuelvo a gritar su nombre, pero no me acerco más. Pronto, mi
hermana sale y se une a mis esfuerzos para hacerle salir de la caseta.
Poco después, la pobre bestia se levanta y sale, arrastrando las patas y
dando extraños tumbos. Bajo la luz del Sol, se tambalea de un lado a otro
mientras parpadea como un idiota. Reparo en que la horrible herida está más
grande, mucho más grande, y tiene un aspecto blanquecino y fungoso[171]. Mi
hermana se dispone a acariciarlo, pero la detengo y le explico que me parece

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mejor que no nos acerquemos demasiado a él en unos cuantos días: puesto
que es imposible saber qué le ocurre, más vale ser cautos.
Un minuto después, se marcha; vuelve con un cuenco lleno de diversos
trozos de comida. Lo deja en el suelo cerca del perro y, con una rama
arrancada de un arbusto, lo empujo hasta que está a su alcance. Sin embargo,
pese a que la carne debería tentarle, no le presta atención y se retira a su
caseta. Aún le queda agua en el bebedero, así que, después de hablar unos
instantes, volvemos a la casa. Puedo ver que mi hermana está muy intrigada
por lo que pueda estar ocurriendo al animal; no obstante, sería una locura
darle siquiera un indicio de la verdad.
El día transcurre sin incidente y llega la noche. Tenía la firme intención de
repetir mi experimento de la noche anterior. No puedo decir que sea lo más
sabio, pero había tomado esa decisión. Aun así, he tomado precauciones,
puesto que he hecho pasar unos gruesos clavos por detrás de cada uno de los
cerrojos que aseguran la puerta que comunica el estudio con los jardines. Al
menos, eso evitará que corra el mismo peligro de anoche.
Vigilo desde las diez hasta las dos y media, pero no pasa nada, así que, al
final, me retiro, dando traspiés, a la cama, donde no tardo en dormirme.

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XXVI
La mota luminosa

Me despierto repentinamente. Aún está oscuro. Doy una o dos vueltas en la


cama, intentando dormirme otra vez, pero no puedo. Tengo un ligero dolor de
cabeza; y, a ratos, paso del frío al calor. Poco después, dejo de intentarlo y
alargo una mano hacia las cerillas. Encenderé la vela y leeré un rato; tal vez
más tarde pueda volver a dormir. Busco a tientas durante unos instantes, hasta
que mi mano toca la caja; pero, al abrirla, me sobresalta la visión de una mota
fosforescente de fuego brillando en medio de la oscuridad. Saco la otra mano
y la toco. Está sobre mi muñeca. Con una vaga sensación de alarma, me
apresuro a encender un cerillo y me miro, pero no puedo ver más que un
diminuto rasguño.
—¡Imaginaciones! —mascullo, con medio suspiro de alivio. Entonces, el
cerillo me quema el dedo y lo suelto rápidamente. Mientras tanteo en busca
de otro, esa cosa vuelve a brillar. Ahora sé que no lo estoy imaginando. Esta
vez, enciendo la vela y me hago un examen más detenido. Hay una leve
decoloración verdosa alrededor del rasguño. Estoy perplejo y preocupado.
Entonces caigo en la cuenta de algo. Recuerdo la mañana después de que
apareciera el Ser. Recuerdo que el perro me lamió una mano. Era esta, la del
rasguño; aunque ni siquiera he advertido el daño hasta ahora. Me ha entrado
un miedo horrible. Se abre paso en mi mente: la herida del perro brilla en la
noche. Con una sensación de mareo, me siento en un lado de la cama y trato
de pensar, pero no puedo. Mi mente parece entumecida por el puro horror de
este nuevo miedo.
El tiempo transcurre sin que le preste atención. En una ocasión, me animo
a intentar convencerme de que me equivoco, pero es inútil. En el fondo, no
tengo duda alguna.
Paso una hora tras otra sentado a oscuras y en silencio, estremeciéndome
sin esperanza…
El día llega y pasa, y vuelve a ser de noche.
Esta mañana temprano, disparo al perro y lo entierro entre los matorrales.
Mi hermana está sobresaltada y asustada, pero yo estoy desesperado. Además,

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es mejor así. El asqueroso tumor[172] ya le cubría casi todo el costado
izquierdo. En cuanto a mí… Lo de mi muñeca ha crecido visiblemente. En
varias ocasiones me he sorprendido a mí mismo farfullando oraciones…
cosillas que aprendí de niño. ¡Dios, Dios Todopoderoso, ayúdame! Voy a
enloquecer.
Han pasado seis días y no he comido. Es de noche. Estoy sentado en mi
silla. ¡Ah, Dios! Me pregunto si alguien habrá experimentado una vida tan
horrible como esta que yo he llegado a conocer. El terror me envuelve. No
dejo de sentir el ardor de este espantoso tumor. Ya ha cubierto mi brazo y mi
costado derechos por completo, y ahora está empezando a ascender por mi
cuello. Mañana me carcomerá el rostro. Me convertiré en una terrible masa de
putrefacción viviente. No hay escapatoria. Sin embargo, se me ha ocurrido
una idea al ver el estante de las armas en el lado opuesto de la habitación. He
vuelto a mirarlo… con el más extraño de los sentimientos. La idea gana
fuerza en mi interior. Dios, vos lo sabéis, debéis saberlo, que la muerte es
mejor, sí, mil veces mejor que esto. ¡Esto! ¡Jesús, perdóname porque no
puedo vivir, no puedo, no puedo! ¡No me atrevo! Estoy más allá de cualquier
remedio… nada queda ya. Al menos, me evitaré ese horror final…
Creo que debo de haber estado dormitando. Me siento muy débil y…
¡oh!… tan desdichado y cansado… cansado. El roce del papel pone a prueba
mi cerebro. Mi oído parece preternaturalmente agudo. Me sentaré un rato para
pensar…
¡Silencio! Oigo algo abajo… abajo en las bodegas. Es un sonido
chirriante. Dios mío, es la gran trampilla de roble abriéndose. ¿Qué puede
estar causándolo? Mi pluma raspando el papel me ensordece… Debo
escuchar… Se oyen pisadas por las escaleras; extrañas pisadas amortiguadas
que suben hacia aquí… Jesús, ten compasión de mí, de un viejo. Algo está
manoseando el picaporte. ¡Oh, Dios, ayudadme ahora! Jesús… La puerta se
abre… despacio. Alg…
Eso es todo[*].

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XXVII
Conclusión

Puse el Manuscrito a un lado y miré hacia Tonnison: estaba sentado,


contemplando fijamente la oscuridad. Aguardé un minuto; después, hablé.
—¿Y bien? —dije.
Se volvió despacio y me miró. Sus pensamientos parecían estar viajando
muy lejos de él.
—¿Estaba loco? —pregunté, señalando el Manuscrito con un leve
movimiento de cabeza.
Tonnison me miró fijamente sin verme por un momento; después, volvió
en sí y, de repente, comprendió mi pregunta.
—¡No! —dijo.
Abrí los labios para opinar en contra, pues mi sentido de la cordura de las
cosas no me permitía tomarme el relato literalmente; pero volví a cerrarlos sin
decir más. De algún modo, la confianza en la voz de Tonnison me provocó
dudas. De pronto, me sentí menos seguro, si bien aún no estaba convencido
en absoluto.
Tras unos minutos de silencio, Tonnison se levantó rígidamente y empezó
a desvestirse. Parecía poco dispuesto a hablar, así que no dije nada y seguí su
ejemplo. Estaba agotado, pero no podía dejar de pensar en la historia que
acababa de leer.
De algún modo, mientras me envolvía en mis mantas, se abrió camino en
mi mente el recuerdo de los viejos jardines tal como los habíamos visto.
Rememoré el extraño miedo que ese lugar había infundido en nuestros
corazones y creció en mi interior la convicción de que Tonnison tenía razón.
Era muy tarde cuando nos levantamos, casi mediodía, puesto que
habíamos empleado la mayor parte de la noche en la lectura del Manuscrito.
Tonnison estaba de mal humor y yo me sentía de manera parecida. Era un día
algo sombrío y había un punto de frío en el aire. Ninguno de los dos
mencionó la posibilidad de salir a pescar. Comimos y, después, simplemente
nos sentamos a fumar en silencio.

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De pronto, Tonnison me preguntó por el Manuscrito: se lo entregué y se
pasó la mayor parte de la tarde leyéndolo para sí.
Mientras él estaba dedicado a eso, se me ocurrió algo:
—¿Qué me dices de que echemos otro vistazo a…? —dije mientras, con
un movimiento de la cabeza, señalaba río abajo.
Tonnison alzó la mirada.
—¡Ni hablar! —dijo bruscamente; y, por alguna razón, me sentí menos
enojado que aliviado por su respuesta.
Después de eso, le dejé en paz.
Un poco antes de la hora del té, me miró de un modo extraño.
—Lo lamento, viejo amigo, si he sido un poco seco contigo hace un
momento. —¡Hace un momento, seguro! Llevaba tres horas sin hablar—;
pero no volvería allí —y señaló con la cabeza—, por nada que me pudieras
ofrecer. ¡Uf! —y dejó aquel relato del terror, la esperanza y la desesperación
de un hombre.
La mañana siguiente, nos levantamos temprano y nos dimos nuestro
acostumbrado baño: en parte, nos habíamos quitado de encima la depresión
del día anterior, así que, cuando terminamos de desayunar, nos hicimos con
nuestras cañas y pasamos el día dedicados a nuestro deporte favorito.
Desde ese día, disfrutamos nuestras vacaciones al máximo, no obstante,
los dos esperábamos con ganas el momento en que nuestro conductor había
de venir por nosotros. Estábamos tremendamente ansiosos por preguntarle, y
a través de él también a la gente de la diminuta aldea, si alguno de ellos podía
darnos información sobre aquel extraño jardín, perdido en el corazón de una
extensión casi desconocida de aquella región.
Por fin, fue el día en que estaba previsto que nos recogiera el conductor.
Llegó temprano, mientras todavía estábamos acostados. Nos dimos cuenta de
su llegada cuando se asomó a la puerta de nuestra tienda, preguntándonos si
habíamos tenido buena pesca. Le contestamos afirmativamente y, entonces,
los dos a la vez, casi al unísono, le hicimos la pregunta que dominaba
nuestros pensamientos: ¿sabía algo de un viejo jardín, un gran pozo y un lago
situados unas millas río abajo?; ¿y había oído algo sobre una gran casa por
esos alrededores?
No, ni sabía de aquellos ni había oído sobre esta. Aunque, aguarden, una
vez oyó un rumor sobre una casa grande y antigua que se erigía solitaria en
mitad de los páramos. Pero, si recordaba correctamente, era un lugar
encantado[174] o, al menos, estaba seguro de que le pasaba algo extraño[175].
En cualquier caso, llevaba mucho tiempo sin volver a oír sobre ella —desde

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que era aún un muchacho—[176]. No, no podía recordar detalle alguno sobre
el tema; de hecho, no sabía que recordara «nada de nada» hasta que le
preguntamos.
—Mire —dijo Tonnison, a la vista de que no nos podía contar más—,
dese un paseo por el pueblo, mientras nos vestimos, y trate de averiguar algo
si puede.
Con un saludo indefinido, el hombre partió a cumplir su encargo, mientras
nosotros nos apresurábamos a ponernos la ropa, tras lo cual comenzamos a
preparar el desayuno.
Nos estábamos sentando para tomarlo cuando regresó.
—Esos malditos vagos siguen en la cama, señor[177] —dijo mientras
repetía su saludo y admiraba las buenas viandas dispuestas sobre nuestro baúl
de las provisiones, que solíamos usar a modo de mesa.
—Oh, bueno, siéntese —respondió mi amigo— y coma algo con nosotros.
—Y el hombre lo hizo sin demora.
Después del desayuno, Tonnison volvió a encomendarle la misma tarea
mientras nos sentábamos a fumar. Estuvo fuera unos tres cuartos de hora y,
cuando regresó, era evidente que había averiguado algo. Al parecer, había
entablado conversación con un anciano del pueblo, quien probablemente
sabía más, aunque era bastante poco, sobre la extraña casa que cualquier otra
persona viva.
Esencialmente, ese conocimiento era que, cuando el «anciano» aún era
joven, y sabe Dios cuánto tiempo podía hacer de eso, se alzaba una gran casa
en medio de los jardines, donde ahora solo quedaba un resto de ruinas. Esta
casa llevaba mucho tiempo vacía, desde años antes del nacimiento del
anciano. Era un lugar evitado por la gente del pueblo, igual que lo habían
evitado sus padres antes que ellos. Se decían muchas cosas sobre él y todas
eran malas. Nadie se acercaba por allí, ni de día ni de noche. En el pueblo era
sinónimo de todo lo impío y pavoroso.
Y entonces, un día, un hombre, un forastero, atravesó el pueblo a caballo
y continuó río abajo, hacia la Casa, como siempre la llamaron los lugareños.
Unas horas más tarde, regresó, tomando el mismo camino por el que había
venido, en dirección a Ardrahan. Después, durante unos tres meses, nada más
se supo. Al cabo de ese tiempo, reapareció, esta vez acompañado de una
mujer entrada en años y un gran número de burros cargados con diversos
artículos. Atravesaron el pueblo sin detenerse y bajaron por la orilla del río en
dirección a la Casa.

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Desde entonces, nadie volvió a verlos jamás, salvo el hombre encargado
de traerles de Ardrahan las provisiones que necesitaban cada mes. Y ninguno
de los dos llegó a darle conversación, aunque era evidente que debían de
pagarle bien por su trabajo.
Los años transcurrieron sin incidentes dignos de mención en la pequeña
aldea, mientras el hombre hacía sus viajes mensuales puntualmente.
Un día apareció, como de costumbre, para hacer su mandado habitual.
Pasó por el pueblo sin intercambiar con los habitantes más que un hosco
movimiento de cabeza a modo de saludo y siguió hacia la Casa.
Normalmente, ya había atardecido cuando volvía a pasar en su viaje de
regreso. En esta ocasión, sin embargo, reapareció en el pueblo al cabo de
pocas horas, en un estado de extraordinaria agitación, con la pasmosa noticia
de que la Casa entera había desaparecido y en su lugar se abría ahora un pozo
impresionante.
Al parecer, esta información espoleó la curiosidad de los aldeanos hasta
tal punto que se sobrepusieron a sus miedos y marcharon, todos a una, hacia
aquel lugar. Allí lo encontraron tal como el recadero se lo había descrito.
Esto fue cuanto pudimos averiguar. Sobre el autor del Manuscrito, quién
era y de dónde había venido, nunca podremos saber.
Su identidad ha quedado enterrada para siempre, como parece que era su
deseo.
Ese mismo día nos marchamos del solitario pueblo de Kraighten. Nunca
hemos vuelto por allí.
A veces, en sueños, veo aquel enorme pozo, rodeado por todas partes de
árboles y arbustos salvajes. Y desde él se eleva el sonido del agua y se mezcla
en mi sueño con otros sonidos más profundos, mientras pende sobre todo ello
la eterna nube de rocío.

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NOTAS

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[1]
Sam Gafford, «Introduction», en Massimo Berruti, S. T. Joshi y Sam
Gafford (eds.), William Hope Hodgson: Voices from the Borderland, Nueva
York, Hippocampus Press, 2014, pág. 7. <<

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[2] Alan Moore, «Introduction», en Richard Corben y Simon Revelstroke, The

House on the Borderland, Nueva York, Vertigo DC Comics, 2000. <<

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[3] Ídem. <<

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[4] William Hope Hodgson, «Is the Mercantile Navy Worth Joining?», en

Grand Magazine, núm. 7 (septiembre de 1905). Hemos tomado la cita de la


recuperación del artículo en la colección: Sam Gafford (ed.), Demons of the
Sea, West Garwick, Necronomicon Press, 1995, pág. 52. <<

www.lectulandia.com - Página 186


[5] William Hope Hodgson, «Through the Vortex of a Cyclone», en Cornhill

Magazine, vol. 3, núm. 137 (noviembre de 1907). Hemos tomado la cita de la


recuperación del artículo en la colección: Jane Frank (ed.), The Wandering
Soul: Glimpses of a Life: A Compendium of Rare and Unpublished Works by
William Hope Hodgson, Leyburn, Tartarus Press, 2005, pág. 121. <<

www.lectulandia.com - Página 187


[6]
Mike Ashley, «Introduction to the Dover Edition», en William Hope
Hodgson, The House on the Borderland, Mineola, Dover, 2008, págs. VI-VII.
<<

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[7] «Physical Culture: A Talk with an Expert», en Blackburn Weekly
Telegraph (7 de septiembre de 1901). Hemos tomado la cita de la
recuperación del artículo en la colección: Sam Gafford (ed.), The Uncollected
William Hope Hodgson, Vol. 1, Bristol, Hobgoblin Press, 1992, págs. 12-13.
<<

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[8] Sam Moskowitz, «William Hope Hodgson», en Sam Moskowitz (ed.), Out

of the Storm: Uncollected Fantasies, West Kingston, Donald M. Grant, 1975,


pág. 18. <<

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[9] Esta dialéctica entre lo cósmico y lo mundano en la obra de Hodgson ha

sido descrita como su «dualidad narrativa», Jeremy Lassen, «The Cosmic


Circle of Wonder and Imagination», en William Hope Hodgson, The
Collected Fiction of William Hope Hodgson, Vol. 2: The House on the
Borderland and Other Mysterious Places, San Francisco, Night Shade Books,
2004, pág. IX. <<

www.lectulandia.com - Página 191


[10] China Mièville, «‘And Yet’: The Antinomies of William Hope Hodgson»,

en William Hope Hodgson, The House on the Borderland and Other Novels,
Londres, Orion House, 2002, pág. VII. <<

www.lectulandia.com - Página 192


[11] «Downstairs on a Bicycle», en Blackburn Weekly Telegraph (30 de agosto

de 1902) y recuperado en la colección: Jane Frank, op. cit., pág. 59. <<

www.lectulandia.com - Página 193


[12] Roger Wood y Brian Lead, Houdini the Mythmaker: The Unmasking of

Harry Houdini, Woods & Leads, 1987, pág. 14. <<

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[13] Ibídem, pág. 19. <<

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[14] R. Alain Everts, «Some Facts in the Case of William Hope Hodgson:

Master of Phantasy», en Shadow, núms. 19 (abril de 1973) y 20 (octubre de


1973). Disponible en: https://williamhopehodgson.wordpress.com/ <<

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[15] Estos cuentos corresponden respectivamente a dos de los cuatro vértices

entre los que se enmarca el relato gótico como precursor del género de horror:
«el gótico natural presenta lo que parecen ser fenómenos sobrenaturales tan
solo para explicarlos después. Los misterios de Udolfo (1794), de Ann
Radcliffe, es un clásico de esta categoría. […] Mayor importancia para la
evolución de lo que es propiamente el género de horror tuvo el gótico
sobrenatural, en el cual se establece abiertamente la existencia y cruel
funcionamiento de fuerzas no naturales. […] La aparición del demonio y el
horrible empalamiento del sacerdote al final de El monje (1797), de Matthew
Lewis, son los auténticos heraldos del género de horror», Noël Carroll, The
Philosophy of Horror, or Paradoxes of the Heart, Nueva York y Londres,
Routledge, 1990, pág. 4. <<

www.lectulandia.com - Página 197


[16] Otra muestra de la conciencia del mercado estadounidense que tenía
Hodgson fue su preocupación por asegurarse la propiedad de sus obras en ese
país: «Para obtener protección completa del copyright en Estados Unidos, una
publicación británica tenía que ser publicada físicamente dentro de los dos
años a partir de su registro o, de lo contrario, pasaría a ser de dominio
público», Everett F. Bleiler, The Guide to Supernatural Fiction, Kent, The
Kent University Press, 1983, pág. 220. Con esa finalidad, Hodgson publicó al
menos media docena de colecciones de relatos, artículos y poemas, así como
ediciones, a menudo abreviadas, de sus trabajos más extensos a través de las
editoriales neoyorquinas P. R. Reynolds y R. H. Paget entre 1909 y 1914. <<

www.lectulandia.com - Página 198


[17] En una carta fechada el 17 de noviembre de 2015 a su amigo, el novelista

Coulson Kernahan, incluida en Sam Gafford (ed.), op. cit., págs. 38-39. <<

www.lectulandia.com - Página 199


[18] «The Mystery of the Derelict» (Story-teller, abril de 1907); «More News

of the Homebird» (The Blue Book Magazine, agosto de 1907), secuela directa
de «From the Tideless Sea»; «The Thing in the Weeds» (Story-teller, enero de
1913); «The Finding of the Graiken» (The Red Magazine, 15 de febrero de
1913); y «The Voice in the Dawn» (Premier Magazine, 5 de noviembre de
1920). <<

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[19] En los relatos «The Pot of Tulips» (Harper’s Monthly, noviembre de

1855) y «What Was It? A Mystery» (Harper’s Monthly, marzo de 1859). <<

www.lectulandia.com - Página 201


[20] Presentado en «Green Tea» (23 de octubre a 13 de noviembre de 1869) y

empleado para conectar, a modo de casos en los archivos de este personaje,


los cinco relatos incluidos en la colección In a Glass Darkly (1872), uno de
los cuales es el clásico del vampirismo «Carmilla». <<

www.lectulandia.com - Página 202


[21]
Aparecido en la colección de seis relatos John Silence, Physician
Extraordinary (1908). <<

www.lectulandia.com - Página 203


[22] «The Gateway of the Monster» (The Idler, enero de 1910), «The House

among the Laurels» (The Idler, febrero de 1910), «The Whistling Room»
(The Idler, marzo de 1910), «The Horse of the Invisible» (The Idler, abril de
1910) y «The Searcher of the End House» (The Idler, mayo de 1910). Según
Sam Moskowitz, Hodgson «interesó a Robert Barr, editor de The Idler, en la
serie, por cada una de cuyas piezas recibiría treinta y tres dólares [se entiende
que Moskowitz convirtió la suma en libras a moneda estadounidense]. The
Idler, fundada en 1891 por Robert K. Jerome y Robert Barr, había sido una
revista literaria de prestigio en Inglaterra durante algunos años, pero Jerome
terminó dejándola y Barr la continuó solo. Llevaba algún tiempo en declive y
no sobreviviría al final de aquel año. Las historias de Hodgson no eran
precisamente lo más apropiado para alargar la vida de The Idler», Sam
Moskowitz, «William Hope Hodgson», en op. cit., pág. 79. <<

www.lectulandia.com - Página 204


[23] Mike Ashley, «Hodgson, William Hope», en John Clute y John Grant

(eds.), The Encyclopedia of Fantasy, Londres, Orbit Books, 1997, pág. 471.
<<

www.lectulandia.com - Página 205


[24] «The Thing Invisible», en The New Magazine (enero de 1912). <<

www.lectulandia.com - Página 206


[25] En la edición Carnacki the Ghost-Finder, Sauk City, Mycroft & Moran,

1947. <<

www.lectulandia.com - Página 207


[26] En el pulp Weird Tales, vol. 39, núm. 9 (enero de 1947). <<

www.lectulandia.com - Página 208


[27] H. P. Lovecraft, El horror en la literatura, Madrid, Alianza Editorial,

1984, pág. 83. Traducción de Francisco Torres Oliver. <<

www.lectulandia.com - Página 209


[28] Robert Sampson, Yesterday Faces. A Study of Series Characters in the

Early Pulp Magazines, Vol. 2: Strange Days, Bowling Green, Bowling Green
University Popular Press, 1984, pág. 81. <<

www.lectulandia.com - Página 210


[29] Doce de las historias del Capitán Gault fueron publicadas en las páginas

de The London Magazine en vida de Hodgson: «Contraband of War» (julio de


1914), «The Diamond Spy» (agosto de 1914), «The Red Herring»
(septiembre de 1914), «The Case of the Chinese Curio Dealer» (octubre de
1914), «The Drum of Saccharine» (noviembre de 1914), «From Information
Received» (diciembre de 2014), «He ‘Assists’ the Enemy» (enero de 1915),
«The Problem of the Pearls» (mayo de 1915), «The Painted Lady»
(noviembre de 1915), «The Adventure of the Garter» (septiembre de 1916),
«My Lady’s Jewels» (diciembre de 1916) y «Trading with the Enemy»
(octubre de 1917). El décimo tercer relato, «The Plans of the Reefing Bi-
Plane», apareció mucho después de su muerte dentro del volumen: Sam
Moskowitz (ed.), Terrors of the Sea. Unpublished Fantasies of William Hope
Hodgson, Hampton Falls, Donald M. Grant, 1996. <<

www.lectulandia.com - Página 211


[30] Georges T. Dodds, citado en Mark Valentine, «The ‘Wonder
Unlimited‘—The Tales of Captain Gault», en Massimo Berruti, S. T. Joshi y
Sam Gafford (eds.), op. cit., pág. 153. Naturalmente, Dodds se refiere al
elegante ladrón de guante blanco creado en 1898 por E. W. Hornung como
una inversión del famoso detective creado por su cuñado, Arthur Conan
Doyle. <<

www.lectulandia.com - Página 212


[31] Las dos aparecieron en las páginas de The Red Magazine: «The Bells of

the Laughing Sally» (15 de abril de 1914) y «The Adventure with the Claim
Jumpers» (15 de enero de 1915). <<

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[32] R. Alain Everts, op. cit. <<

www.lectulandia.com - Página 214


[33]
Sam Gafford, «Writing Backwards: The Novels of William Hope
Hodgson», en Studies in Weird Fiction, núm. 11 (primavera de 1992). <<

www.lectulandia.com - Página 215


[34] H. P. Lovecraft, op. cit., págs. 81-82. <<

www.lectulandia.com - Página 216


[35] Don D’Ammassa, Encyclopedia of Science Fiction, Nueva York, Facts

On File, 2005, pág. 189. <<

www.lectulandia.com - Página 217


[36] R. Alain Everts, op. cit. <<

www.lectulandia.com - Página 218


[37] Ídem. <<

www.lectulandia.com - Página 219


[38] H. P. Lovecraft, op. cit., pág. 82. <<

www.lectulandia.com - Página 220


[39] China Mièville, op. cit., pág. VIII. <<

www.lectulandia.com - Página 221


[40] Aparecida en el número de octubre de 1909 de la revista Bookman. Citada

en A. Langley Searles, «William Hope Hodgson: In His Own Day», en


Massimo Berruti, S. T. Joshi y Sam Gafford (eds.), op. cit., págs. 27-28. <<

www.lectulandia.com - Página 222


[41] Everett F. Bleiler, op. cit., pág. 246. <<

www.lectulandia.com - Página 223


[42] Reseña aparecida en el número de junio de 1912 de The Bookman. Citada

en A. Langley Searles, op. cit., pág. 29. <<

www.lectulandia.com - Página 224


[43] H. P. Lovecraft, op. cit., págs. 82-83. <<

www.lectulandia.com - Página 225


[44] China Mièville, op. cit., pág. IX. <<

www.lectulandia.com - Página 226


[45] Everett F. Bleiler, op. cit., pág. 246. <<

www.lectulandia.com - Página 227


[46] Peter Wright, Attending Daedalus: Gene Wolfe, Artifice and the Reader,

Liverpool, Liverpool University Press, 2003, págs. 94-95. <<

www.lectulandia.com - Página 228


[47] H. P. Lovecraft, op. cit., pág. 83. <<

www.lectulandia.com - Página 229


[48] China Mièville, op. cit., pág. IX. <<

www.lectulandia.com - Página 230


[49]
Carta fechada el 25 de septiembre de 1905, citada en Sam Gafford,
«Writing Backwards…», pág. 13. <<

www.lectulandia.com - Página 231


[50] Alex Owen, The Place of Enchantment: British Occultism and the Culture

of the Modern, Chicago y Londres, The University of Chicago Press, 2004,


pág. 28. <<

www.lectulandia.com - Página 232


[51] Janet Oppenheim, The Other World: Spiritualism and Psychical Research

in England, 1850-1914, Cambridge, Nueva York y Melbourne, 1985, pág. 62.


<<

www.lectulandia.com - Página 233


[52] Owen, op. cit., pág. 172. <<

www.lectulandia.com - Página 234


[53] Darryl Jones, «Borderlands: Spiritualism and the Occult in Fin de Siècle

and Edwardian Welsh and Irish Horror», en Irish Studies Review, vol. 17,
núm. 1 (2009), pág. 40. <<

www.lectulandia.com - Página 235


[54] «Se formaron numerosos grupos para el estudio de los fenómenos
psíquicos, algunos de una credulidad vergonzosa y otros con rigor
investigador; pero ninguno tuvo un impacto sobre las ficciones fantásticas
comparable al de la Orden de la Aurora Dorada», Les Daniels, Living in Fear:
A History of Horror in the Mass Media, Nueva York, Da Capo Press, 1975,
pág. 76. <<

www.lectulandia.com - Página 236


[55] Según su principal biógrafo, «el propio Hope era en realidad Carnacki y

muchas de sus aventuras eran auténticas aventuras de Hope, que era él mismo
sensible (en el sentido psíquico de la palabra)», R. Alain Everts, op. cit. <<

www.lectulandia.com - Página 237


[56] Hodgson citado en A. Langley Searles, op. cit., pág. 27. <<

www.lectulandia.com - Página 238


[57] Gary K. Wolfe citado en Harold Bloom, Modern Horror Writers, Nueva

York y Filadelfia, Chelsea House, 1995, pág. 100. <<

www.lectulandia.com - Página 239


[58] «Aunque menospreciada por los críticos, su ficción romántica,
extremadamente recargada, alcanzó una popularidad extraordinaria. […]
Aunque la Reina Victoria estaba convencida de que su fama perduraría, sus
libros han caído en el olvido», Ian Ousby, The Wordsworth Companion to
Literature in English, Hertfordshire, Wordsworth, 1994, pág. 209. <<

www.lectulandia.com - Página 240


[59] Robert Sampson, op. cit., pág. 72. <<

www.lectulandia.com - Página 241


[60] Lori M. Campbell, Portals of Power. Magical Agency and
Transformation in Literary Fantasy, Jefferson, McFarland, 2010, pág. 104.
<<

www.lectulandia.com - Página 242


[61] Ibídem, pág. 6. <<

www.lectulandia.com - Página 243


[62] Ibídem, pág. 104. <<

www.lectulandia.com - Página 244


[63] H. P. Lovecraft, op. cit., pág. 82. <<

www.lectulandia.com - Página 245


[64] Farah Mendlesohn, Rhetorics of Fantasy, Middletown, Wesleyan
University Press, 2008, pág. 137. Según esta autora, hay cuatro tipos de
fantasía: «En la búsqueda del portal nos invitan a entrar en lo fantástico; en la
fantasía de intrusión, lo fantástico penetra en el mundo de la ficción; en la
fantasía liminal, lo fantástico ronda de refilón; mientras que en la fantasía de
inmersión no se nos deja escapatoria», ibídem, pág. XIV. <<

www.lectulandia.com - Página 246


[65] Ibídem, pág. 138. <<

www.lectulandia.com - Página 247


[66] Jeremy Lassen, op. cit., pág. IX. <<

www.lectulandia.com - Página 248


[67] Ian Ousby, op. cit., pág. 439. <<

www.lectulandia.com - Página 249


[68] Brian Stableford, «The Composition of The House on the Borderland», en

Ian Bell (ed.), William Hope Hodgson: Voyages and Visions, Oxford, I. Bell
& Sons, 1987, págs. 29-36. <<

www.lectulandia.com - Página 250


[69]
S. T. Joshi, Unutterable Horror: A History of Supernatural Fiction,
Hornsea, PS Publishing, 2012, pág. 451. <<

www.lectulandia.com - Página 251


[70]
Emily Alder, «Hodgson, William Hope», en William Hughes, David
Punter y Andrew Smith (eds.), The Encyclopedia of the Gothic, Oxford,
Wiley Blackwell, 2016, pág. 322. La mencionada tesis doctoral de esta
investigadora es: William Hope Hodgson’s Borderlands: Monstrosity, Other
Worlds, and the Future at the Fin de Siècle, Edimburgo, Edinburgh Napier
University, 2009. <<

www.lectulandia.com - Página 252


[71] Andy Sawyer, «Time Machines Go Both Ways: Past and Future in H. G.

Wells and W. H. Hodgson», en Massimo Berruti, S. T. Joshi y Sam Gafford


(eds.), op. cit., pág. 175. <<

www.lectulandia.com - Página 253


[72] Brett Davidson, «The Long Apocalypse: The Experimental Eschatologies

of H. G. Wells and William Hope Hodgson», en Massimo Berruti, S. T. Joshi


y Sam Gafford (eds.), op. cit., pág. 183. <<

www.lectulandia.com - Página 254


[73] Les Daniels, op. cit., pág. 64. <<

www.lectulandia.com - Página 255


[74] S. T. Joshi, The Weird Tale, Holicong, Wildside Press, 2003, pág. 8. <<

www.lectulandia.com - Página 256


[75] «El breve movimiento decadente británico se vio truncado por la
catastrófica caída en desgracia de su líder tácito, Oscar Wilde, pero influyó a
notables escritores de fantasía como Arthur Machen, M. P. Shiel […]», Brian
Stableford, «Decadence», en John Clute y John Grant (eds.), The
Encyclopedia of Fantasy, Londres, Orbit Books, 1997, pág. 257. <<

www.lectulandia.com - Página 257


[76] Sam Moskowitz, Out of the Storm, pág. 25. <<

www.lectulandia.com - Página 258


[77]
Sam Gafford, «Decay and Disease in the Fiction of William Hope
Hodgson», en Massimo Berruti, S. T. Joshi y Sam Gafford (eds.), op. cit.,
pág. 110. <<

www.lectulandia.com - Página 259


[78] Andy Sawyer, «Time Machines Go Both Ways: Past and Future in H. G.

Wells and W. H. Hodgson», en Massimo Berruti, S. T. Joshi y Sam Gafford


(eds.), op. cit., pág. 173. <<

www.lectulandia.com - Página 260


[79] Aparecida por primera vez en el número del 1 de diciembre de 1912 de

Red Magazine. <<

www.lectulandia.com - Página 261


[80] Publicada originalmente en el número de noviembre de 1907 de Blue

Book Magazine. <<

www.lectulandia.com - Página 262


[81] Kelly Hurley, The Gothic Body: Sexuality, Materialism, and
Degeneration at the Fin de Siècle, Cambridge, Cambridge University Press,
1996, pág. 3. <<

www.lectulandia.com - Página 263


[82] H. P. Lovecraft, op. cit., pág. 81. <<

www.lectulandia.com - Página 264


[83] China Mièville, op. cit., pág. VIII. <<

www.lectulandia.com - Página 265


[84]
Henrik Harksen, «The House on the Borderland: On Humanity and
Love», en Massimo Berruti, S. T. Joshi y Sam Gafford (eds.), op. cit., pág.
162. <<

www.lectulandia.com - Página 266


[85] Sam Gafford, «Hodgson‘s Women», en Massimo Berruti, S. T. Joshi y

Sam Gafford (eds.), op. cit., pág. 119. <<

www.lectulandia.com - Página 267


[86] R. Alain Everts, op. cit. <<

www.lectulandia.com - Página 268


[87] Ídem. <<

www.lectulandia.com - Página 269


[88] Terry Pratchett, «The House on the Borderland», en Stephen Jones y Kim

Newman (eds), Horror: 100 Best Books, Londres y Nueva York, Xanadu y
Carroll & Graf, 1988, pág. 72. <<

www.lectulandia.com - Página 270


[89] Ídem. <<

www.lectulandia.com - Página 271


[90] S. T. Joshi, A Dreamer and a Visionary. H. P. Lovecrat in His Time,

Liverpool, Liverpool University Press, 2001, pág. 338. <<

www.lectulandia.com - Página 272


[91] Publicado originalmente en el número de junio de 1936 del pulp
Astounding Stories. La hipótesis de la influencia de Hodgson sobre este relato
es defendida, entre otros, por John D. Haefele, «Shadow out of Hodgson», en
Massimo Berruti, S. T. Joshi y Sam Gafford (eds.), op. cit., págs. 193-197. <<

www.lectulandia.com - Página 273


[92] Darrell Schweitzer, «A Note about Hodgson», en William Hope Hodgson,

The William Hope Hodgson Megapack: 35 Classic Works, Maryland,


Wildside Press, 2014, pág. 21. <<

www.lectulandia.com - Página 274


[93] También Brian Stableford había usado a Hodgson como personaje,
rescatándole de su muerte en la Primera Guerra Mundial para enviarle de
vuelta a Irlanda en el relato «The Gateway of Eternity», seriado en los
números de enero y febrero de 1999 de Interzone. <<

www.lectulandia.com - Página 275


[94] En The League of Extraordinary Gentlemen: Century 1910, Marietta y

Londres, Top Shelf y Knockabout Comics, 2009. <<

www.lectulandia.com - Página 276


[95] En el episodio emitido originalmente el 18 de julio de 1954 de la serie The

Pepsi-Cola Playhouse (ABC). <<

www.lectulandia.com - Página 277


[96] En el episodio emitido originalmente el 18 de octubre de 1971 de la serie

The Rivals of Sherlock Holmes (Thames-ITV). Esta serie se apoyaba en la


selección de relatos de la serie de antologías iniciada con Hugh Greene (ed.),
The Rivals of Sherlock Holmes, Nueva York, Pantheon Books, 1970. <<

www.lectulandia.com - Página 278


[97]
«Forbidden Fruit», en The Haunt of Fear, núm. 9, Nueva York, EC
Comics, septiembre-octubre de 1951. <<

www.lectulandia.com - Página 279


[98] «The Voice in the Night», episodio de Suspicion (NBC) emitido
originalmente el 24 de marzo de 1958. <<

www.lectulandia.com - Página 280


[99] Stephen Bissette y Pat Broderick lo introducen como una mortal infección

de hongos que azota Gotham, la ciudad de Batman, en la historia «Threads»,


Swamp Thing Annual, núm. 4, Nueva York, DC Comics, 1988. Después lo
desarrollan Doug Wheeler y Mike Hoffman en un arco argumental publicado
en los núms. 102 a 109 de Swamp Thing, vol. 2, entre diciembre de 1990 y
julio de 1991. <<

www.lectulandia.com - Página 281


[100] Titulado en castellano «¡Comer o morir! Los hongos del infierno» y

emitido originalmente el 22 de septiembre de 2011 (Naruto, TV Tokyo


Network). <<

www.lectulandia.com - Página 282


[101]
Obsérvese que Hodgson hace coincidir el año del hallazgo del
Manuscrito en la ficción con el de su propio nacimiento, 1877. <<

www.lectulandia.com - Página 283


[102] La experta en literatura fantástica Lori M. Campbell sugiere que el
nombre de este personaje es una alusión a Alfred Tennyson (1809-1892) a
modo de reconocimiento por parte de Hodgson de la influencia de dicho autor
sobre su obra. Campbell asocia la pieza elegiaca «In Memoriam: A. H. H»
(1850), escrita por Tennyson como homenaje a su amigo fallecido Arthur
Henry Hallam, con La casa en el límite en cuanto a la presencia en ambas de
algún tipo de portal entre el plano material y el espiritual. En particular,
Campbell señala la «extraordinaria semejanza» entre la mencionada obra de
Tennyson y el poema «Pesar» («Grief»), incluido en la presente novela, si
bien compara el mensaje de redención en la prolongada elegía de Tennyson
con la deriva pesimista de la novela de Hodgson, achacando la diferencia al
cambio de actitud respecto a la fe religiosa a lo largo de las décadas que
separan los dos trabajos, Lori M. Campbell, Portals of Power. Magical
Agency and Transformation in Literary Fantasy, Jefferson, McFarland, 2010,
págs. 105-107. <<

www.lectulandia.com - Página 284


[103] El término empleado en el original inglés, aeon, significa «largos
periodos de tiempo» según el Cambridge Dictionary. Esta es una de las
acepciones en castellano que recoge el DRAE: «Periodo indefinido de tiempo
de larga duración». El uso de esta palabra se fue haciendo más frecuente
dentro de la literatura fantástica a causa de lo que se ha detectado como una
tendencia a describir lapsos temporales muy extensos: «A medida que
avanzaba el siglo XX, el mayor número de series y secuelas también
significaba un incremento del tamaño y la complejidad de los mundos.
Incluso novelas independientes de la época abarcaban vastos escenarios
temporales, como The Night Land (1912), de William Hope Hodgson», Mark
J. P. Wolf, Building Imaginary Worlds: The Theory and History of
Subcreation, Nueva York y Londres, Routledge, 2012, pág. 126. <<

www.lectulandia.com - Página 285


[104] En el original, Hodgson emplea la abreviación MS, correspondiente a las

iniciales de la expresión latina manu scriptum, de la que proceden el inglés


manuscript y el castellano «manuscrito» empleado en la traducción. Por
ejemplo, dentro del subgénero literario ficcional de los manuscritos
encontrados, uno de los más célebres es el relato de Edgar Allan Poe: «MS
Found in a Bottle», publicado originalmente en el periódico Baltimore
Saturday Visiter del 19 de octubre de 1833. <<

www.lectulandia.com - Página 286


[105] Las distintas corrientes ocultistas compartían la creencia en otros planos

de realidad contiguos al mundo material: «Las ciencias ocultas actúan sobre


una realidad invisible, que puede ser una historia invisible en la que entra el
individuo (a través de la iniciación) o bien entidades invisibles y fuerzas
psíquicas que el operador manipula (mediante magia). En el ocultismo, hay
un mundo invisible paralelo al mundo que conocemos. Este mundo solo es
invisible porque hace falta poseer ciertos poderes para percibirlo o, más
precisamente, para que deje de ser virtual y llegue a manifestarse. […] El
hermetismo nos dice que las almas de los muertos duermen en lo invisible y
que allí residen fuerzas insospechadas y poderes mágicos. Para formularlo de
otro modo, la noción de lo invisible proviene de una dimensión de la psique
que no se ha expresado ni desarrollado. O lo que es lo mismo, lo invisible
podrían ser simplemente sueños rellenando los huecos del mundo real»,
André Nataf, The Wordsworth Dictionary of the Occult, Hertfordshire,
Wordsworth, 1994, pág. 46. <<

www.lectulandia.com - Página 287


[106] Esta fue realmente la residencia familiar de Hodgson entre 1904 y 1910,

año en que él se mudó a Londres para estar más próximo a los círculos
literarios y a las editoriales. La casa, llamada Glaneifion, se encontraba en la
vía High Street de Borth, una localidad costera de la región central de Gales,
concretamente en la actual autoridad unitaria de Ceredigion. Dicha
subdivisión territorial sustituyó en 1994 a Cardiganshire, uno de los trece
condados históricos galeses, con cuyo territorio se corresponde
aproximadamente. <<

www.lectulandia.com - Página 288


[*] Encontré estas estrofas, a lápiz, en un trozo de folio pegado tras la guarda

del Manuscrito. Tienen aspecto de haber sido escritas en fecha más temprana
que el Manuscrito.—Ed. <<

www.lectulandia.com - Página 289


[108] En el original se emplea la palabra thy, correspondiente a una antigua

forma singular de la segunda persona del determinante posesivo que el inglés


moderno engloba en your, indistinto respecto al número singular o plural de la
persona. Asimismo, los correspondientes pronombres de sujeto (thou) y
objeto (thee), cayeron en desuso y fueron reemplazados por you para toda la
segunda persona. A partir de cierto momento, estas formas (thou, thee, thy) se
reservaron bien para subrayar el pretendido carácter arcaico de una locución o
bien para tratamientos extremadamente respetuosos: «Es probable que el uso
en inglés medio [desde finales del siglo XI hasta finales del XV] del plural
[you] para designar el singular surgiese primero en contextos formales,
aunque en el inglés relativamente reciente es el uso de thou en lugar de you lo
que se ha convertido en un signo de formalidad, como ocurre en el lenguaje
religioso», Richard Hogg, An Introduction to Old English, Edimburgo,
Edinburgh University Press, 2002, págs. 20-21. El protagonista emplea estas
formas para dirigirse a su amor perdido y ocasionalmente a Dios. En la
traducción se han empleado los equivalentes castellanos: «vos» y sus
derivados. <<

www.lectulandia.com - Página 290


[109] Mientras que Kraighten parece ser una localidad inventada por Hodgson,

o al menos es cierto que no figura en mapa alguno, la ciudad de Ardrahan sí


existe. De hecho, el autor vivió allí varios años de su infancia porque su padre
fue destinado a ese territorio predominantemente católico en calidad de
misionero de la Iglesia anglicana. Ardrahan se encuentra en el condado de
Galway, que fue parte de Gran Bretaña hasta 1922, cuando se independizó la
República de Irlanda, a la cual pertenece en la actualidad. <<

www.lectulandia.com - Página 291


[110] Esta práctica, que se presenta en el texto como algo normal, podría estar

relacionada con la función de alojamiento de los encargados del correo que


desempañaban las antiguas casas de postas que precedieron a las oficinas
postales. <<

www.lectulandia.com - Página 292


[111] En el original, jaunting car: carruaje sobre dos ruedas tirado por un

caballo que se caracteriza porque sus pasajeros viajan a los lados de la zona
posterior, sentados espalda contra espalda y mirando hacia fuera; es típico de
Irlanda. <<

www.lectulandia.com - Página 293


[112] La desconfianza de este personaje hacia los lugareños podría deberse a

las experiencias desagradables que vivió el propio Hodgson durante sus años
juveniles en esa zona de Irlanda: «Algunos acontecimientos desgraciados
acabaron obligando a que la familia abandonase Ardrahan: la presencia de
Hodgson [padre] molestaba a los católicos y los campesinos, espoleados por
los líderes católicos locales, amenazaron a la familia en varias ocasiones. [Los
Hodgson] temían que los lugareños pudieran secuestrar a los niños pequeños
y, una tarde, el reverendo Hodgson fue herido gravemente en la cabeza por
una pedrada anónima, mientras que los huertos de la finca fueron arrancados
por orden de la autoridad católica local», R. Alain Everts, «Some Facts in the
Case of William Hope Hodgson: Master of Phantasy», en Shadow, núm. 19
(abril de 1973) y núm. 20 (octubre de 1973). Disponible en:
https://williamhopehodgson.wordpress.com/ <<

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[113] En el original, creel: pequeño cesto de mimbre empleado por los
practicantes de la pesca con caña para guardar sus capturas. <<

www.lectulandia.com - Página 295


[114] Tanto esta fosa (chasm) como otras geometrías circulares descritas en el

relato han sido relacionadas con la figura simbólica del ónfalo (omphalos),
entendida como «zona de paso entre dos mundos», Darryl Jones,
«Borderlands: Spiritualism and the Occult in Fin de Siècle and Edwardian
Welsh and Irish Horror», en Irish Studies Review, vol. 17, núm. 1 (2009), pág.
40. <<

www.lectulandia.com - Página 296


[115] Según uno de sus biógrafos, Hodgson se inspiró en dos edificios reales

en los que había vivido: «la ‘casa’ de La casa en el límite es una mezcla de la
casa de Blackburn y de la vieja casa parroquial de Ardrahan», R. Alain
Everts, op. cit. <<

www.lectulandia.com - Página 297


[116] En el original aparece el término Halloween, que deriva de All Hallow’s

Even, cuyo significado es «Víspera de Todos los Santos», la noche del 31 de


octubre. Cuenta con una importante tradición en Irlanda, pues la principal
influencia sobre la celebración contemporánea es la festividad celta del año
nuevo, a la que también debe su faceta sobrenatural e incluso terrorífica:
«Como frontera entre dos años, se creía que era una noche en que se abrían
las puertas al Otro Mundo y los espíritus de los muertos deambulaban en
libertad. Se homenajeaba a los difuntos […] y se acostumbraba a poner
comida para los espíritus que volvían a sus hogares. Sin embargo, los muertos
podían ser pícaros maliciosos, igual que las entidades sobrenaturales no
humanas, por lo que la Víspera del Samhain era una noche para quedarse en
casa. La visión celta del más allá era principalmente amable […]; pero
también podía estar lleno de peligros porque los mortales que entrasen en el
Otro Mundo podían encontrarse con monstruos horripilantes y a menudo
estaban condenados a permanecer allí sin envejecer hasta que intentaban
volver a su tierra, donde morían instantáneamente», Lisa Morton, The
Halloween Encyclopedia, Jefferson y Londres, McFarland, 2011, pág. 171.
<<

www.lectulandia.com - Página 298


[117] Los colores rojo y verde aparecen una y otra vez a lo largo de la novela

durante las experiencias visionarias del protagonista. La codificación de los


significados de los colores atiende sobre todo a parámetros culturales y a
menudo encierran sentidos contradictorios. En cuanto al color verde como
presagio de desgracias en el ámbito anglosajón se ha observado: «La idea de
que el verde da mala suerte ha ganado fuerza de manera sostenida desde
finales del siglo XVIII (cuando se registró por primera vez) hasta la actualidad,
extendiéndose desde Escocia y los condados del norte a toda Inglaterra. Al
principio se aplicaba solo a la ropa, pero […] ahora quienes temen al verde
suelen aplicar el tabú a cualquier clase de objetos […]. Hay dos ideas
especialmente bien documentadas: que vestir de verde atrae la muerte al
hogar de un individuo (“Viste de verde y pronto vestirás de negro” es un
dicho común), y que no se debe vestir de verde en una boda, sobre todo la
novia. […]. Se ha especulado mucho en cuanto a por qué un color tan
agradable, asociado con la naturaleza y con la vida, ha adquirido tal
reputación. Una posibilidad es que el verde represente la muerte porque las
tumbas están bajo la hierba. La explicación preferida (originalmente
escocesa) es que el verde es el color de las hadas y estas castigan a quien lo
lleve, aunque hay que decir que ninguna leyenda tradicional hace referencia a
eso y que las hadas también suelen vestir de marrón o de rojo.
Independientemente de que esta explicación sea válida o no, actualmente es
muy habitual que acompañe a la creencia», Jacqueline Simpson y Steve Roud,
A Dictionary of English Folklore, Oxford, Oxford University Press, 2000,
pág. 153. <<

www.lectulandia.com - Página 299


[118] «En la mayoría de los contextos, el rojo suele asociarse con la buena

suerte, la salud y la alegría, presumiblemente porque es el color de la sangre


y, por tanto, del cuerpo vivo en contraste con el cadáver. […] Sin embargo,
algunas creencias asocian el rojo con los malos presagios […]. La asociación
con la sangre puede tornarse siniestra, como cuando se interpreta que el
emblema heráldico de una mano roja significa que el fundador de la familia
era un asesino o la leyenda que afirma que, tras una batalla, un río local corrió
rojo de sangre. En el arte y la tradición escénica, el Diablo podía ser rojo,
aunque el negro es más normal. El simbolismo por el que el rojo significa
“peligro” o “alto” es moderno y no parece tener raíces folklóricas»,
Jacqueline Simpson y Steve Roud, op. cit., pág. 291. <<

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[119] Del latín stella fixae, las «estrellas fijas» son aquellas luces celestes

cuyas posiciones parecen invariables unas respecto a otras, en contraposición


a las «estrellas errantes», que son básicamente los planetas, la Luna y el Sol.
Esta clasificación obsoleta proviene de la Antigüedad clásica e implica un
modelo astronómico según el cual dichos astros fijos forman parte de la
llamada bóveda celeste, cuyo centro es la Tierra. En este sentido, puede
interpretarse que el viaje cósmico del protagonista de la novela le había
llevado más allá de dicha esfera. <<

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[120] También arena en el original pues en inglés corresponde a la siguiente

acepción de la RAE: «En un circo, anfiteatro o recinto similar, lugar del


combate, lucha o espectáculo». Como la narración aclara más adelante, se
refiere al círculo de la gran Planicie a la que el protagonista se siente
transportado. <<

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[121] «El nombre Kali tiene dos fuentes. El significado “la que es negra”

deriva de kala (negro). El significado “la que gobierna el tiempo” procede de


kala (tiempo, que se escribe de manera ligeramente distinta en sánscrito). Kali
es la más aterradora de las diosas y la que peor entienden los no hindúes […].
Su apariencia es terrible, aterradora. Es originalmente negra (aunque suele ser
más clara en las representaciones modernas), normalmente desnuda,
demacrada, con el cabello largo y desgreñado. Lleva una falda hecha de
brazos cortados, zarcillos de cadáveres de niños y un collar de calaveras
humanas. En una mano tiene un instrumento cortante y en la otra, la cabeza
cortada de un hombre. Tiene largos colmillos afilados, labios sangrientos y la
lengua colgante y sangrienta. […] Se dice que suele frecuentar los campos en
llamas donde abundan los cadáveres quemados o no, acompañada siempre por
hembras de chacal. […] La devoción a Kali exige una entrega total y la
capacidad para ver que su aspecto temible y caótico solo es una barrera para
el devoto, que debe tener el valor de buscar las profundidades interiores de su
compasión y […] el poder universal que representa», Constance A. Jones y
James A. Ryan, Encyclopedia of Hinduism, Nueva York, Facts On File, 2007,
págs. 220-221. Hodgson también utilizó la figura de Kali en su primer relato
publicado, «The Goddess of Death» (The Royal Magazine, abril de 1904),
donde parece que una estatua suya cobra vida y comete asesinatos. El autor se
inspiró en una estatua de la diosa romana de la primavera, Flora, situada en un
estanque del parque de la localidad de Blackburn, donde residió su familia
entre 1890 y 1904. La decisión de introducir a Kali tanto en este cuento como
en La casa en el límite bien podría estar relacionada con la fuerte influencia
oriental sobre el ámbito ocultista desde finales del siglo XIX: «Esta
orientalización del ocultismo occidental se debió sobre todo a Helena
Blavatsky y la Sociedad Teosófica. La meta de la Sociedad Teosófica era
“reconciliar todas las religiones, sectas y naciones bajo un sistema común de
ética basado en verdades eternas”. Se ha argüido que el resultado fue “el
ocultismo del renacimiento con un cierto revestimiento hindú”. Sin embargo,
este revestimiento era de un grosor impenetrable y, con la teosofía de
Blavatsky, se llega al momento en que el ocultismo occidental comienza a
desmoronarse para ser reemplazado por el gnosticismo de oriente», B. J.
Gibbons, Spirituality and the Occult, Londres y Nueva York, Routledge,
2001, pág. 120. <<

www.lectulandia.com - Página 303


[122] «Seth era el “Rojo”, el desabrido dios que encarnaba la ira, la rabia y la

violencia, a quien se solía considerar el mal personificado. Como dios del


caos se oponía a la armonía de maat (la verdad) y era el auténtico lado oscuro
del tejido del universo. Como dios del desierto o la “Tierra Roja”, se oponía y
amenazaba a la vegetación de la que depende la vida; y como enemigo de
Osiris, legítimo rey de Egipto, representaba la rebelión y el conflicto. […] se
le asociaba con la violación y el deseo sexual antinatural. […] Se le asociaba
con las tormentas y toda clase de mal tiempo; y se pensaba que era el dios del
mar abierto y furioso. Mitológicamente se podía identificar con otras deidades
malignas de Egipto, como la gran serpiente del caos Apofis y los griegos lo
identificaron con su propio dios rebelde, Tifón. […] Seth era representado
originalmente como un animal de cabeza curvada, con largas orejas tiesas de
punta cuadrada y una cola erecta con forma de flecha. […] Con el tiempo,
también se representó a Seth con aspecto semiantropomórfico como un
hombre con la cabeza del animal Seth […] Además de la propia criatura Seth,
animales como el antílope, el asno, la cabra, el cerdo, el hipopótamo, el
cocodrilo y algunos peces eran considerados simbólicamente nocivos por los
antiguos egipcios, así que el dios Seth también podía ser representado con la
apariencia de cualquiera de estas aborrecidas criaturas», Richard H.
Wilkinson, The Complete Gods and Goddesses of Ancient Egypt, Nueva
York, Thames & Hudson, 2003, págs. 197-199. <<

www.lectulandia.com - Página 304


[123] Se ha traducido como «macabro» el término inglés ghoulish, al que el

Cambridge Dictionary asigna los significados: «feo y desagradable, o


aterrador»; «relacionado con la muerte y cosas desagradables». Este adjetivo
proviene del sustantivo ghoul: «La palabra ghoul deriva de la palabra árabe
ghala, que significa “agarrar” y se refiere tradicionalmente a un demonio u
otra entidad sobrenatural que merodea por los cementerios y se alimenta de
restos humanos. […] Probablemente la palabra se incorporó al idioma inglés a
principios del siglo XVIII, cuando aparecieron las primeras traducciones de Las
mil y una noches. Ya era definitivamente parte del inglés en 1786, cuando
William Beckford se refiere a los gouls [sic] en Vathek […] Edward Lucas
White tiene gran parte del mérito (o la culpa) de introducir al ghoul en la
literatura de horror. En fecha tan temprana como 1897, White escribió el
poema “The Ghoul”, contado desde la perspectiva de una criatura que devora
seres humanos. […] podría deberse a que White había leído La máquina del
tiempo (1895), de H. G. Wells, donde los subterráneos morlocks crían y se
alimentan de los eloi […] Lovecraft separó al ghoul de sus orígenes en el
Medio Oriente y lo convirtió en un monstruo tan universal como los vampiros
y los hombres lobo, dos temas generalmente ausentes de su obra», Scott
Connors, «The Ghoul», en S. T. Joshi (ed.), Icons of Horror and the
Supernatural: An Encyclopedia of Our Worst Nightmares, Westport,
Greenwood Press, 2007, págs. 244-250. <<

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[124] Estas reflexiones traen a la mente los versos de Lovecraft dentro de «La

llamada de Cthulhu» en relación con sus Primordiales: «Que no está muerto


lo que puede yacer eternamente, / Y con los evos extraños aun la muerte
puede morir», H. P. Lovecraft, Relatos de Cthulhu I, Barcelona, Bruguera,
1983, pág. 48. Traducción de Francisco Torres Oliver. Aunque el escritor de
Providence escribió estas líneas antes de conocer la obra de Hodgson, no es
difícil imaginar que halló en ella intereses muy afines a los suyos propios. <<

www.lectulandia.com - Página 306


[125] A pesar de las impresionantes visiones cósmicas descritas por Hodgson,

probablemente las imágenes más recordadas de La casa en el límite sean las


de los feroces cerdos humanoides que acosan al protagonista. No es
descabellado asumir que este animal entrañaba unas connotaciones
particularmente negativas para el autor, ya que volvió a emplearlo con similar
intención en uno de los relatos protagonizados por el investigador Carnacki:
«The Hog» (Weird Tales, vol. 39, núm. 9, enero de 1947), donde una entidad
con la apariencia de un puerco enorme intenta penetrar en el mundo material.
Tan solo se puede especular en cuanto a por qué Hodgson recurrió a esta
criatura para encarnar lo odioso y lo terrorífico. Si bien podrían citarse otros
tantos contraejemplos, existe una larga lista de representaciones desfavorables
del cerdo en distintas culturas. Ya se ha indicado que se trata de una de las
formas que puede adoptar el terrible dios egipcio Seth [véase nota 21]. Esta
deidad se identificaba con el gigante griego Tifón, que fue padre con Equidna
de la temible Cerda de Cromión, a la que dio muerte Teseo; y, a su vez, esta
había parido al Jabalí de Calidón, uno de los monstruos llamados ctónicos o
telúricos porque viven en el interior de la Tierra, como las criaturas porcinas
de esta novela. La caza de otro jabalí, el de Erimanto, fue uno de los retos a
que se enfrentó Heracles como parte de sus doce trabajos legendarios. Y
todavía dentro de la cultura helénica, La Odisea describe cómo los hombres
de Ulises ceden a sus apetitos y son transformados en cerdos por la seductora
hechicera Circe. Pasando a los mitos judeocristianos, los Evangelios de
Marcos (5, 1-20) y de Mateo (8, 28-34) cuentan que Jesucristo liberó a un
endemoniado de Gadara haciendo que la Legión de diablos que le poseía
pasara a una piara de cerdos, que seguidamente se despeñaron por un
barranco. En la Isla de Man, el folklore predominantemente celta incluye la
figura fantástica de Jimmy Squarefoot: «El fantasma de un hombre con
cabeza de cerdo y dos enormes colmillos como los de un jabalí salvaje. El
hombre que se convirtió en este extraño fantasma se llamaba Jimmy
Squarefoot y ronda por el distrito de Grenaby en la Isla de Man, situada entre
Inglaterra e Irlanda. Según la tradición, en otro tiempo fue un cerdo gigante
sobre el cual cabalgaba un gigante lanzador de piedras, un Foawr. Cuando era
mortal, Jimmy también lanzaba piedras y su blanco favorito era su esposa.
Ella acabó abandonándole y él adoptó su forma semihumana, con la que vaga
por el territorio», Rosemary Ellen Guiley, The Encyclopedia of Ghosts and

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Spirits, Nueva York, Facts On File, 2007, pág. 254. Y en el condado irlandés
de Cardiganshire, donde se encuentra Ardrahan: «Varias tradiciones de
Halloween mencionan a unas aterradoras “cerdas negras”», Lisa Morton, op.
cit., pág. 181. Por otra parte, en relación con los años de Hodgson en la
marina mercante, existen supersticiones británicas contra los cerdos en esos
ambientes: «Los pescadores no querían oír que los nombraban. Unos
pescadores de New Haven se encontraron un cerdo entre sus aparejos y aquel
día no salieron a pescar. Los pescadores de Filey no se hacen a la mar si se
cruzan antes con un cerdo», Fletcher S. Bassett, Legends and Superstitions of
the Sea and Sailors, Chicago y Nueva York, Belford, Clarke & Co., 1885,
pág. 279. Por último, también se ha contemplado la lectura de estos híbridos
de hombre y cerdo en clave de desprecio por parte del inglés Hodgson hacia
los irlandeses: «Los terroríficos hombres bestia que son a la vez moradores
del otro mundo y versiones grotescas de los nativos de Irlanda. Kraighton es
un pueblo de irlandeses monóglotas, tan aislado que prácticamente ha perdido
contacto con el mundo exterior. […] Lo que más repugna al autor es que los
hombres cerdo […] hablan su propio idioma subhumano, que se describe en
términos idénticos a los que antes en la novela se han usado para describir el
irlandés», Darryl Jones, «Borderlands: Spiritualism and the Occult in Fin de
Siècle and Edwardian Welsh and Irish Horror», en Irish Studies Review, vol.
17, núm. 1 (2009), pág. 40. <<

www.lectulandia.com - Página 308


[126] Los cúmulos estelares (star clusters) son grupos de estrellas, algunos de

los cuales se vienen observando desde la antigüedad. <<

www.lectulandia.com - Página 309


[127]
El DRAE describe el esquisto (shale) como: «Roca de color negro
azulado que se divide con facilidad en hojas». <<

www.lectulandia.com - Página 310


[128]
El carácter palmípedo de estos seres podría estar inspirado por los
machos de las merrows, las sirenas de los mitos celtas, a los que se atribuían
rasgos de cerdo y membranas entre los dedos. <<

www.lectulandia.com - Página 311


[129] En este punto de la novela cabe preguntarse si los sucesos extraordinarios

que han ocurrido, y los que están por acontecer, no son sino resultado de la
percepción trastornada del protagonista, en cuyo caso se trataría de una
modalidad de narrador no fiable y el relato cambiaría de género por completo.
En este sentido, el escritor Terry Pratchett bromeaba respecto al terror que el
protagonista inspira a su hermana, que aparece ajena a los peligros que
corren: «es comprensible que, durante tal vez el primer tercio del libro, el
lector moderno se plantee que eso se debe a que su hermano se pasa la noche
en vela disparando contra cerdos luminosos invisibles», Terry Pratchett, «The
House on the Borderland», en Stephen Jones y Kim Newman (eds.), Horror:
100 Best Books, Londres y Nueva York, Xanadu y Carroll & Graf, 1988, pág.
72. <<

www.lectulandia.com - Página 312


[130] Vino tinto de la región francesa de Burdeos. <<

www.lectulandia.com - Página 313


[131] El DRAE define «capote» como: «Capa de abrigo hecha con mangas y

con menor vuelo que la capa común». Por eso se ha escogido el término para
traducir el original Ulster, que hace referencia a una prenda de abrigo típica
de la era victoriana, con mangas y una capa, hecha normalmente de tejido
resistente. <<

www.lectulandia.com - Página 314


[132] Se han equiparado el accidente en forma de V y el orificio sobre la pared

del foso con la vagina y el ano respectivamente en una lectura psicosexual del
relato: «Las criaturas acosadoras son unos pálidos seres porcinos que
merodean por los bosques como los amantes transformados de Circe, pero son
tan salvajes como esos otros símbolos del ansia erótica, los cerdos de Gadara.
Están asociados a imágenes de carnalidad, repugnancia y genitales femeninos:
su hogar está “en las entrañas del mundo” y surgen de un pozo que se
ensancha misteriosamente», Sid Birchby, «Sexual Symbolism in W. H.
Hodgson», en Massimo Berruti, S. T. Joshi y Sam Gafford (eds.), William
Hope Hodgson: Voices from the Borderland, Nueva York, Hippocampus
Press, 2014, pág. 147. <<

www.lectulandia.com - Página 315


[133] El original, horse pistol, se refiere a una pistola de gran tamaño que

solían portar los jinetes. Por eso se ha traducido como «pistola de arzón»: «En
la caballería, cada una de las dos pistolas que se llevaban en el arzón de la
silla de montar», DRAE. Y «arzón» significa: «Parte delantera o trasera que
une los dos brazos longitudinales del fuste de una silla de montar», ídem. <<

www.lectulandia.com - Página 316


[134] El término inglés ghoul se ha castellanizado a «gul». Véase la nota 22.

<<

www.lectulandia.com - Página 317


[*] Una interpolación aparentemente no intencionada. No puedo hallar
referencia previa alguna a este asunto en el Manuscrito. Se aclara más, sin
embargo, a la luz de los incidentes siguientes.—Ed. <<

www.lectulandia.com - Página 318


[136] En el original, sleep, en referencia al acto o el hecho de dormir y no al de

soñar [dream]. Esta concepción de Hodgson responde en primer lugar a su


costumbre de recurrir al imaginario marítimo para construir metáforas y
alegorías en sus escritos, lo cual se manifiesta en muchos pasajes de esta obra.
Por otra parte, en relación con el motivo del sueño, «los gustos modernos no
suelen encontrar atractiva la tendencia de finales del siglo XIX y principios del
XX a interpretar las experiencias más allá de la vida en términos de
espiritualismo. Con demasiada frecuencia el más allá se percibía […] como
un estado de sopor encantado», John Grant y John Clute, «Afterlife», en John
Clute y John Grant (eds.), The Encyclopedia of Fantasy, Londres, Orbit
Books, 1997, pág. 11. <<

www.lectulandia.com - Página 319


[137] Se ha interpretado esta aversión al contacto en términos psicosexuales:

«El amor físico es algo animal y sucio que lo envuelve todo. Nada bueno
puede resultar del coito, salvo las ansias salvajes de los cerdos […]. El Amor
Auténtico desprecia el contacto físico […]. El lugar de donde ella emerge es
la imagen del útero […]. El amor auténtico es virginal como un bebé recién
nacido y solo se puede atisbar mientras se duerme», Sid Birchby, op. cit., pág.
147. <<

www.lectulandia.com - Página 320


[*] Aquí la escritura se vuelve indescifrable a causa del deterioro de esta parte

del Manuscrito. Abajo he transcrito los fragmentos que son legibles.—Ed. <<

www.lectulandia.com - Página 321


[139] La experiencia del personaje parece corresponder a la noción teosófica de

la proyección astral: «Denominación popular de la capacidad para viajar fuera


del cuerpo físico en estado de sueño o trance, también llamada proyección
etérica o viaje extracorporal. La proyección astral implica el movimiento de la
consciencia, a menudo visualizada como un cuerpo o un doble astral, hasta
alguna distancia del cuerpo físico», J. Gordon Melton, Encyclopedia of
Occultism & Parapsychology, Farmington Hills, Gale, 2001, pág. 101. <<

www.lectulandia.com - Página 322


[140] Los ocho planetas del Sistema Solar se dividen en dos grandes grupos

separados por un cinturón de asteroides: los planetas interiores (Mercurio,


Venus, la Tierra y Marte) y los exteriores (Júpiter, Saturno, Urano y
Neptuno). Cuando Hodgson escribió esta novela ya se conocían todos pues
seis de ellos se venían observando desde la antigüedad, mientras que Urano y
Neptuno fueron descubiertos en el siglo XVII. <<

www.lectulandia.com - Página 323


[*] Ni el más exhaustivo escrutinio me ha permitido descifrar más de la
porción deteriorada del Manuscrito. Vuelve a ser legible con el capítulo
titulado «El Ruido en la Noche».—Ed. <<

www.lectulandia.com - Página 324


[142] Resulta interesante contrastar esta nueva inquietud del personaje con el

recuerdo que una de sus hermanas guardaba del autor: «Era completamente
ateo y bastante desdeñoso respecto a la Iglesia y la religión en general», R.
Alain Everts, op. cit. <<

www.lectulandia.com - Página 325


[143] Puede referirse a la llamada «música o armonía de las esferas» (musica

universalis), una teoría de origen pitagórico en virtud de la cual cada cuerpo


celeste emite su propio tono, inaudible para los seres humanos y dependiente
de su órbita de traslación. <<

www.lectulandia.com - Página 326


[*] El Recluso utiliza esta expresión a modo de ilustración, evidentemente en

el sentido de la concepción popular de un cometa.—Ed. <<

www.lectulandia.com - Página 327


[145] Por los temblores que provoca en la mano del personaje, la «parálisis

senil» (palsy of old age) debe de corresponder a la «parálisis agitante», que


actualmente se conoce como Mal de Parkinson, a raíz del artículo publicado
en 1817 donde el investigador James Parkinson describe la enfermedad: «An
Essay on the Shaking Palsy». <<

www.lectulandia.com - Página 328


[146] En el original: «As a mighty sleigh in the loom of time it seemed —in a

sudden fancy of mine— to be beating home to the picks of year». La figura


del telar del tiempo (loom of time) puede remontarse hasta la mitología
grecorromana, de acuerdo con la cual los destinos de los seres humanos se
entrecruzan en el tejido creado por las tres Moiras o Parcas: Cloto o Nona, la
hiladora de las hebras que son las vidas; Láquesis o Décima, que dicta el
porvenir de cada mortal al medir la longitud de su hilo; y la implacable
Átropos o Morta, que pone fin a las existencias con sus tijeras. <<

www.lectulandia.com - Página 329


[147] La gran máquina del universo era la denominación clásica del conjunto

de las esferas celestes concéntricas con la Tierra sobre las que se repartían los
distintos astros fijos y móviles según el modelo astronómico de la antigüedad.
<<

www.lectulandia.com - Página 330


[148]
Esta nostálgica expresión acuñada por Hodgson (the old-earth days)
aparece en varias ocasiones en el relato de esta visión del futuro lejano. <<

www.lectulandia.com - Página 331


[149] Probablemente la aportación científica más determinante a ese respecto

en aquella época fuese la esperanza de vida del Sol que había calculado el
físico Lord Kelvin en su desconocimiento de las reacciones nucleares que se
verifican dentro de las estrellas: «En cuanto al futuro, podemos decir con
igual certeza que los habitantes de la Tierra no podrán seguir disfrutando de la
luz y el calor imprescindibles para la vida durante muchos millones de años
más, a menos que el gran almacén de la creación disponga de otras fuentes
que no conocemos», citado en John D. Barrow y Frank J. Tipler, The
Anthropic Cosmological Principle, Oxford y Nueva York, Clarendon Press y
Oxford University Press, 1986, pág. 161. <<

www.lectulandia.com - Página 332


[*] No se menciona más a la Luna. Por lo que se dice aquí, es evidente que la

distancia entre nuestro satélite y la Tierra se había incrementado en gran


medida. Posiblemente, en una era posterior incluso hubiera llegado a escapar
a nuestra atracción. No puedo sino lamentar que no se arroje más luz sobre
este asunto.—Ed. <<

www.lectulandia.com - Página 333


[*] Posiblemente, aire congelado.—Ed. <<

www.lectulandia.com - Página 334


[*]
Véase la nota previa. Esto podría explicar la nieve (¿?) dentro de la
habitación.—Ed. <<

www.lectulandia.com - Página 335


[*]
Me confunde que ni aquí ni más adelante vuelve el Recluso a hacer
mención alguna del movimiento continuado entre Norte y Sur (aparente, por
supuesto) del Sol desde un solsticio a otro.—Ed. <<

www.lectulandia.com - Página 336


[*] En esos momentos, la atmósfera por la que había de propagarse el sonido

debía de ser increíblemente tenue o incluso —lo más probable— inexistente.


A la luz de esto, no puede suponerse que estos o cualesquiera otros sonidos
fuesen perceptibles por oídos vivos —por el oído, tal como entendemos este
sentido en el cuerpo material—.—Ed. <<

www.lectulandia.com - Página 337


[*] Solo puedo suponer que la duración del viaje anual de la Tierra había

dejado de mantener su actual proporción relativa al periodo de rotación del


Sol.—Ed. <<

www.lectulandia.com - Página 338


[*] Una lectura detenida del Manuscrito sugiere que el Sol estaba describiendo

una órbita de gran excentricidad o bien se estaba aproximando a la estrella


verde en una órbita decreciente. Y en este momento, entiendo que fue
arrancada finalmente de su trayectoria oblicua por la fuerza gravitatoria de la
inmensa estrella.—Ed. <<

www.lectulandia.com - Página 339


[*] Debe señalarse aquí que la Tierra estaba «atravesando lentamente el
tremendo rostro del Sol muerto». No se da explicación alguna al respecto y
solo podemos concluir que la velocidad del tiempo se había reducido o bien
que la Tierra estaba realmente avanzando en su órbita a un ritmo lento en
relación con los estándares existentes. Sin embargo, un estudio detenido del
Manuscrito me lleva a concluir que la velocidad del tiempo había ido
decreciendo de manera constante durante un considerable periodo de tiempo.
—Ed. <<

www.lectulandia.com - Página 340


[*] Véase la primera nota del capítulo XVIII. <<

www.lectulandia.com - Página 341


[159] Una posible lectura psicosexual del relato llega a la conclusión de que la

humanidad solo podrá liberarse de sus instintos más básicos con su propia
desaparición: «En La casa en el límite se nos dice que rechacemos nuestras
ansias bestiales de pasión física: es un pozo cavado bajo la especie humana
desde tiempos inmemoriales. Siempre estará ahí hasta que el mundo acabe»,
Sid Birchby, op. cit., pág. 149. <<

www.lectulandia.com - Página 342


[160] El término de origen sánscrito kalpa deriva de la raíz kala, que significa

«tiempo»: «El hinduismo divide el tiempo en ciclos llamados kalpas. Un


kalpa consta de mil ciclos de 4.320.000 años», Bill Cooke, «God as Creator»,
en H. James Birx (ed.), Encyclopedia of Time. Science, Philosophy, Theology,
& Culture, Thousand Oaks, Sage, 2009, pág. 606. <<

www.lectulandia.com - Página 343


[161] El adjetivo utilizado en el original (unbuoying) podría ser una
construcción del propio Hodgson. La palabra buoy significa «boya» o
«flotar»; y buoyant significa «flotante». Así, unbuoying parece sugerir el
carácter de un medio tan poco denso que no permite que un objeto flote sobre
él. Por eso, a falta de un término más específico, lo hemos traducido como
«insustancial». <<

www.lectulandia.com - Página 344


[162] Traducción directa del original: «an awful Nearness». También se ha

respetado la inicial mayúscula que aparece en el texto fuente, si bien cabe


preguntarse por qué Hodgson elige hacerlo así y a qué presencia cercana se
refiere con esta expresión: ¿a la «Inteligencia inmensa» de unas líneas atrás o
bien a la estrella muerta de un poco más adelante? <<

www.lectulandia.com - Página 345


[163] Estas cuestiones del protagonista han suscitado interpretaciones del
modelo de los dos soles centrales de Hodgson y sus correspondientes
dominios —el Mar del Sueño y la Planicie del Silencio— en términos
metafísicos: «Son muchos órdenes de magnitud mayores que el sol de la
Tierra [y] también de una calidad mayor y más extraña: no son simples
fuentes de los fenómenos físicos de la luz y la gravedad sino que son soles
metafísicos. Los soles centrales presiden versiones del Cielo y el Infierno
construidas por la excéntrica imaginación de Hodgson […]. Cada sol está
acompañado por nubes de orbes que resultan ser una especie de “universos de
bolsillo” […] La simetría es impactante. Son opuestos en que uno es oceánico
y el otro árido, pero ambos son lugares de silencio y quietud, unos atributos
comunes que después son valorados positiva o negativamente según las
naturalezas profundas de sus soles: el principio de vida del Sol Verde produce
satisfacción en su quietud; el principio de muerte del Sol Oscuro produce
desolación y pavor», Brett Davidson, «The Long Apocalypse: The
Experimental Eschatologies of H. G. Wells y William Hope Hodgson», en
Massimo Berruti, S. T. Joshi y Sam Gafford (eds.), op. cit., págs. 186-187. <<

www.lectulandia.com - Página 346


[164] Es casi seguro que la figura de «un gigantesco hongo de fuego» (a
gigantic mushroom of fire) trae a la mente de cualquier lector actual la imagen
del hongo atómico (atomic mushroom) que ha marcado la cultura
contemporánea. Es imposible saber cuál fue la inspiración de Hodgson a la
hora de hacer tal elección de palabras, pero lo cierto es que este tipo de
formación, llamada pirocúmulo, no es resultado exclusivo de la detonación de
artefactos atómicos o nucleares, que no existían aún en tiempos de este autor.
Explosiones por otras causas, así como incendios y erupciones volcánicas,
pueden originar nubes con esta forma característica como consecuencia de los
movimientos de convección de las masas de aire ante el calentamiento
repentino a partir de un foco. Aun así, sorprende comprobar que la clásica
descripción que hiciera el periodista William L. Lawrence de la primera
explosión atómica bien podría pasar por un pasaje de La casa en el límite: «Y
en ese preciso instante, pareció surgir de las entrañas de la Tierra una luz que
no era de este mundo, la luz de muchos soles en uno. Era un amanecer como
el mundo nunca había visto, un gran supersol verde que ascendió en una
fracción de segundo a más de ocho mil pies de altura y siguió elevándose
hasta tocar las nubes, mientras iluminaba el cielo y la tierra en torno a él con
un brillo cegador. Aquel gran muro de fuego de aproximadamente una milla
de diámetro continuó subiendo, cambiando de colores mientras seguía
proyectándose hacia arriba, de un intenso violeta a un naranja, expandiéndose,
creciendo, ascendiendo mientras se expandía, una fuerza elemental liberada
de sus ataduras tras haber pasado miles de millones de años encadenada»,
citado en A. Truman Schwartz, Chemistry: Imagination and Implication,
Nueva York y Londres, Academic Press, 1973, pág. 501. Por otra parte, cabe
preguntarse si Hodgson conocía el fenómeno de las fulguraciones solares, que
observara por primera vez el astrónomo Richard Christopher Carrington en
1859. <<

www.lectulandia.com - Página 347


[165] Después del llamado lucero del alba (Venus), Júpiter es el planeta que

mejor se puede observar a simple vista en el cielo nocturno. En esta


referencia, Hodgson recurre una vez más al repertorio visual de su pasado
marinero. <<

www.lectulandia.com - Página 348


[*] Sin duda, era el borde llameante del Sol Central Muerto, visto desde otra

dimensión.—Ed. <<

www.lectulandia.com - Página 349


[167] En el original se emplea la palabra Pile, cuya traducción directa sería

«Montón» o «Pila». <<

www.lectulandia.com - Página 350


[168] La expresión en el original es en rapport, que podría traducirse como «en

sintonía» o «en conexión», pues, según el Cambridge Dictionary, el término


de origen francés rapport quiere decir: «relación amistosa en la que las
personas se respetan y se entienden muy bien entre sí». No obstante, dado el
contexto en la novela, el autor debe de haberlo elegido por sus significados en
el ámbito ocultista: «Una conexión mística de simpatía o antipatía entre dos
personas. Se solía creer que, para que una bruja pudiera dañar a sus víctimas,
primero tenía que entrar en conexión [rapport] con ella por contacto con la
persona o con alguna prenda que hubiera llevado. […] En la práctica del
magnetismo animal, se consideraba que el único síntoma invariable y
característico del trance genuino era la conexión entre el paciente y el
operador. Consistía en una comunión de sensaciones: el sujeto percibía las
sensaciones del magnetizador y también adivinaba su pensamiento», J.
Gordon Melton, op. cit., págs. 1285-1286. <<

www.lectulandia.com - Página 351


[169] Se ha traducido el adjetivo de origen escocés eldritch, popularizado
después por Lovecraft en sus escritos, como «ultramundano». Aunque se solía
considerar que deriva etimológicamente de la unión de dos términos que
vendría a significar «dominio de los elfos», la investigación reciente ha
reorientado los orígenes y el sentido de la palabra: «Es improbable que la
etimología de eldritch contuviera elf-, sino más bien alja-, “extranjero,
extraño” […]. El significado etimológico otherworldly [“ultramundano”] se
ajusta bien a la mayoría de las citas para eldritch en el [Dictionary of the
Older Scottish Tongue], explicando la colocación frecuente de eldritch junto a
“elfo” sin imponer una tautología indebida en algunos ejemplos», Alaric Hall,
«The Etymology and Meanings of Eldritch», Scottish Languag, núm. 26
(2007), pág. 22. <<

www.lectulandia.com - Página 352


[170] Como buen profesional de la literatura de consumo, Hodgson recicló con

frecuencia tanto situaciones como argumentos. En relación con este pasaje, la


idea de una entidad que amenaza con tomar el control del protagonista
reaparece en el primer relato publicado de Carnacki, «The Gateway of the
Monster» (The Idler, enero de 1910), donde el detective se enfrenta a una
gigantesca mano negra que se materializa cada noche en una habitación de
una antigua mansión. Carnacki se encuentra protegido físicamente por sus
características combinaciones de ocultismo y tecnología moderna de la época,
pero tiene que esforzarse por controlar sus propias acciones porque la
misteriosa mano parece ejercer algún tipo de influencia sobre sus
movimientos que hace peligrar sus defensas. <<

www.lectulandia.com - Página 353


[171] En el original se usa el adjetivo fungoid: «como un hongo» (Cambridge

Dictionary). El término «fungoide» se emplea dentro del ámbito médico en


castellano, pero el DRAE no lo recoge. En su lugar se ha traducido como
«fungoso»: «Perteneciente o relativo a los hongos»; «Esponjoso, fofo,
ahuecado y lleno de poros». <<

www.lectulandia.com - Página 354


[172] Según el Cambridge Dictionary, el término original (growth) admite la

acepción: «algo indeseado que crece». Hace referencia, por tanto, a la


proliferación perjudicial de un tejido que se puede traducir como «tumor». <<

www.lectulandia.com - Página 355


[*] Desde la palabra interrumpida, se puede distinguir, en el Manuscrito, un

tenue trazo de tinta, lo que hace pensar que la pluma patinó sobre el papel,
posiblemente a causa del miedo y la debilidad.—Ed. <<

www.lectulandia.com - Página 356


[174] La traducción directa del original («given over to the fairies») podría ser:

«entregado a las hadas». Según la mitología celta, estos seres inmortales y


eternamente jóvenes gobernaron Irlanda como los descendientes de la diosa
Danu. En las leyendas irlandesas, se les conoce como áes síde, el pueblo de la
colina hueca, porque se supone que habitan bajo tierra, como los monstruos
porcinos de esta novela, y también están relacionados con anomalías en el
tiempo: «El mundo de las hadas solía estar bajo tierra o en alguna dimensión
fantástica. Allí el tiempo sufría una transformación mística: una noche en ese
lugar podía equivaler a toda una vida en el mundo humano. Algunos de los
cuentos populares más románticos y conmovedores trataban sobre mortales
que se enamoraban de una reina de las hadas y eran trasladados a su mundo
mágico, donde todos sus deseos se hacían realidad. Sin embargo, por haber
roto algún tabú o por sentir nostalgia de la existencia terrenal, el mortal era
devuelto repentinamente a su mundo, en el que habían pasado muchísimo
años», J. Gordon Melton, op. cit., pág. 536. <<

www.lectulandia.com - Página 357


[175] En el original se emplea el término quare, procedente de la palabra

queer, modificada por la pronunciación rural irlandesa. <<

www.lectulandia.com - Página 358


[176]
En el original aparece la expresión irlandesa gossoon, derivada del
francés garçon. <<

www.lectulandia.com - Página 359


[177] La frase original recrea la pronunciación del personaje, característica de

la zona donde transcurren los acontecimientos, así como los errores


gramaticales de un registro inculto: «It’s all in bed the lazy divvils is, sor». <<

www.lectulandia.com - Página 360

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