La Casa en El Limite - William Hope Hodgson PDF
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William Hope Hodgson
La casa en el límite
ePub r1.0
Titivillus 26-04-2019
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Título original: The House on the Borderland
William Hope Hodgson, 1908
Traducción: Jesús Jiménez Varea
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1
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William Hope Hodgson
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INTRODUCCIÓN
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Ardrahan en el condado de Galway, a la que fue enviado como misionero en
1887. Las gentes y los paisajes de la zona impresionaron al joven Hope, pues
sería en esa zona donde situase la acción terrenal —aspecto este en el que hay
que hacer hincapié pues, por lo demás, los cruciales acontecimientos de
naturaleza astral o espiritual experimentados por el protagonista trascienden
las barreras de tiempo y espacio— de la novela que nos ocupa, La casa en el
límite.
Según sus biógrafos, Hope mantuvo una relación conflictiva con su padre
que tal vez contribuyó a reforzar su obsesión por huir para hacerse a la mar,
un deseo que trató de hacer realidad sin éxito en varias ocasiones antes de
terminar su formación escolar. En su introducción a una adaptación a
historieta de La casa en el límite, el célebre guionista Alan Moore especulaba
sobre cuáles podían ser las condiciones de vida en el hogar de los Hodgson en
los siguientes términos: «las tensiones y privaciones que existían en una
familia rústica y empobrecida de este periodo no son fáciles de imaginar.
Evidentemente, a la edad de catorce años, Hodgson sentía la necesidad de
romper con sus orígenes»[2]. Efectivamente, el 28 de agosto de 1891 el joven
Hodgson partió del hogar familiar para enrolarse con éxito como grumete en
un barco de la compañía naviera Shaw & Savill gracias a la mediación de un
tío suyo. De este modo comenzó una carrera en la marina mercante que se
extendería a lo largo de ocho años, en el curso de los cuales tendría
oportunidad de dar varias veces la vuelta al mundo, así como de conocer unas
facetas de la vida a bordo de un barco mucho menos amables que las que
probablemente había concebido en sus ensoñaciones infantiles. De nuevo,
Moore aventura que el joven Hodgson se encontró con «unas condiciones que
debieron de hacer que su anterior vida de hacinamiento con su familia
pareciese un idilio en comparación»[3]. Aquellos años surcando mares y
océanos marcaron profundamente al futuro autor en muchos sentidos, que se
reflejaron en gran medida en sus posteriores escritos ya fueran de ficción o
no. De hecho, en uno de sus textos publicados dentro de esta segunda
categoría, explícitamente titulado «Is the Mercantile Navy Worth Joining?»
(1905), respondía a dicho interrogante haciendo un balance que no dejaba
lugar alguno a duda sobre cuánto había aborrecido aquella experiencia:
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porque me disgusta ser un peón [de un juego] que tiene el mar por tablero y a los dueños de los
barcos como jugadores[4].
Cabría preguntarse entonces por qué llegó a permanecer casi una década
soportando tal suplicio y probablemente haya que localizar la respuesta en el
hecho de que su padre falleció de un cáncer de garganta al año siguiente de
que se embarcase por primera vez, de tal modo que quizá hubo de contribuir a
mantener a su familia o, por lo menos, evitó así ser una boca más que
alimentar. Por otra parte, resulta especialmente interesante el rechazo a ser un
mero peón que da fin a la cita anterior porque sugiere la lucha del individuo
ante condiciones extraordinarias que puede encontrarse en buena parte de la
ficción de Hodgson, como es el caso de La casa en el límite. En ese sentido,
en algunos de sus textos de carácter documental sobre la vida en el mar se
encuentran pasajes cuya expresión guarda una evidente afinidad estética con
la formulación de los asombrosos sucesos que presencia el protagonista de
esta novela. Eso ocurre, por ejemplo, con su siguiente retrato de la apariencia
del sol previa a la llegada de un ciclón: «un crepúsculo de una hermosura casi
indescriptible, en torno al cual me parecía advertir un brillo que no era
natural»[5]. Asimismo, abundan tanto en su prosa como en su poesía los
símiles, las metáforas y las alegorías relativas al océano, la navegación y los
diversos fenómenos y experiencias de los que fue testigo y partícipe según los
casos. Por eso se ha observado en cuanto a sus incursiones en el horror y la
fantasía, así como sobre esta novela en particular:
Los años de Hodgson en el mar influyeron muchísimo en su imaginación —todas las cosas
que había visto u oído en las noches de calma o mientras luchaba por su vida durante las
tormentas proporcionaron material para sus libros—. […] Está claro que Hodgson tomaba sus
visiones de estos momentos terroríficos en el mar, haciendo de La casa en el límite una
expresión muy personal de los horrores que nos rodean por todas partes […][6].
Verá, me tuve que dedicar al desarrollo de mis músculos desde muy joven. Me hice a la mar
cuando tenía trece años y, como era un tipo pequeño y de físico ordinario, tuve la mala fortuna
de servir a las órdenes de un segundo de a bordo de la peor calaña posible. Era brutal y,
aunque puedo decir con franqueza que jamás le di motivo para ello, la tomó conmigo para
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maltratarme. Hizo mi vida tan desgraciada que acabé por reunir suficiente valor para vengarme
y fui a por él. Era exactamente igual que una pelea entre un mastín y un terrier, puesto que él
era poderoso y sabía cómo hacer daño. Por supuesto, recibí una paliza despiadada, pero
recuerdo lo orgulloso que me sentí al día siguiente, cuando tuve que comparecer ante el
capitán por insubordinación, al ver que le había dejado un encantador ojo morado.
Bueno, a partir de ese día tomé la determinación de dedicarme al desarrollo muscular,
trabajé muy duro y me formé en la cultura física, hasta que, al final de mis ocho años en la
mar, tenía la satisfacción de haberme convertido en lo que ahora puede ver[7].
Esta muscularidad impregna su trabajo. A diferencia de los estudiosos afectados y los locos
gentiles de Lovecraft, los protagonistas de Hodgson son… bueno, fuertes. Un número
desproporcionado de ellos son marineros. El narrador de The Night Land se describe a sí
mismo como un atleta […] entregado a «Estudios y Ejercicios» (la simple idea de lo cual
podría haber atacado los nervios de Lovecraft más que una banda de Primordiales buscando
pelea). Incluso el héroe metido en años de La casa en el límite es un viejo duro de pelar. Todos
ellos demuestran una resistencia tenaz, si bien linda ocasionalmente con la imbecilidad[10].
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condado inglés de Lancanshire que había sido el último destino de su difunto
padre. A finales de ese año, las terribles condiciones económicas en que se
encontraba la familia se vieron aliviadas por una herencia procedente del
recién fallecido abuelo paterno. Al mismo tiempo, Hodgson decidió amortizar
sus conocimientos de los procedimientos de musculación que tan buenos
resultados habían tenido sobre su propio cuerpo abriendo una escuela de
cultura física en Blackburn. Esta actividad también dio pie a que publicara su
primer texto, el artículo «Dr. Thomas’ Vibration Method versus Sandow’s»
(Sandow’s Magazine, 1901), al que seguirían otros relacionados con la misma
temática, algunos de ellos para promocionarse a sí mismo y a su escuela,
como la autoentrevista citada más arriba. La misma búsqueda de publicidad
condujo a hazañas como descender en bicicleta una empinada calle con
escalones[11] y, sobre todo, su sonado duelo con Houdini. El celebérrimo
escapista actuó en el Palace Theatre de Blackburn en octubre de 1902 y, como
había venido haciendo durante esa gira, anunció previamente en la prensa
local que entregaría una recompensa de veinticinco libras esterlinas a quien
fuera capaz de engrillarle con «sujeciones reglamentarias como las usadas por
la policía en Europa y Estados Unidos» de las que no pudiera zafarse[12]. En
esta ocasión, Hodgson recogió el guante y la función del día 24 en que tuvo
lugar el acontecimiento estuvo rodeada de una enorme expectación y
posteriormente de no menos controversia. Lo que parece claro es que
Hodgson, en virtud de su minucioso conocimiento de la anatomía humana,
inmovilizó a Houdini de tal modo que le hizo sufrir uno de los peores
momentos de su carrera como artista de la evasión[13].
En cualquier caso, la escuela de cultura física de Hodgson cerró al cabo de
un año, fecha a partir de la cual se concentró en su carrera como escritor,
ampliando su temática más allá de la musculación hacia su experiencia
náutica, a menudo en conjunción con su actividad como aventajado fotógrafo,
y progresivamente hacia la literatura. Corría el año 1904 y el panorama
editorial se hallaba inmerso ya en lo que se ha llegado a considerar la edad
dorada de las revistas compuestas por relatos de una gran diversidad de
géneros, tanto en Gran Bretaña como en Estados Unidos.
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abrazado la disciplina de la cultura física y la práctica de la fotografía.
Aprendió a mecanografiar y devoró cuanta literatura pudo encontrar sobre el
oficio literario y sobre ocultismo, así como toda la ficción de género
fantástico que estuvo a su alcance. Su trayectoria profesional en este último
terreno comenzó con la aparición de su cuento «The Goddess of Death» en las
páginas del número de abril de 1904 de The Royal Magazine, una publicación
periódica del magnate de la prensa Cyril Arthur Pearson, rival de George
Newnes, fundador de The Strand, conocida sobre todo por haber dado a
conocer al famosísimo Sherlock Holmes, de Arthur Conan Doyle.
Precisamente, a Newnes pertenecía The Grand Magazine, donde apareció
publicada la segunda historia de Hodgson, «A Tropical Horror» (junio de
1905). Es interesante considerar estas dos historias en su conjunto pues
determinan ya algunos de los parámetros dentro de los cuales se inscribe en
buena medida lo más recordado de la obra de Hodgson[15]. La primera
presenta una serie de asesinatos aparentemente cometidos por una estatua de
la diosa Kali que cobra vida, pero que resultan ser obra de un adorador de esta
deidad que se oculta en un pasadizo secreto bajo la efigie. Este tipo de
resoluciones mecanicistas, con frecuencia muy complejas, a una sucesión de
acontecimientos misteriosos que solo parecían poder achacarse a causas
sobrenaturales, caracterizaría a muchos otros relatos de Hodgson. Por su
parte, la segunda historia está firmemente emplazada en lo que había de
convertirse en el escenario predilecto de las ficciones de Hodgson: las
embarcaciones en alta mar y, por extensión, las islas y los ambientes
marineros. Además, «A Tropical Horror» presenta a la primera de las
criaturas monstruosas que habían de surgir de la pluma de este autor, en esta
ocasión en la forma poco definida de algo que se describe vagamente como
una colosal anguila provista de tentáculos que va acabando con toda la
tripulación de una embarcación, salvo el joven superviviente que relata la
terrorífica experiencia en primera persona.
Un tercer relato corto apareció en el número de febrero de 1906 de la
veterana y muy exitosa The Cornhill Magazine: «The Valley of the Lost
Children» es una conmovedora narración de carácter netamente fantástico en
la que los padres de un niño que acaba de fallecer se internan en el reino de
los muertos con la esperanza de recuperar a su hijo. La cuarta publicación de
Hodgson, «From the Tideless Sea», es interesante, para empezar, porque
supone su entrada directa en el mercado editorial estadounidense, pues está
incluida en el número de abril de 1906 de The Monthly Story Magazine,
conocida a partir del año siguiente como The Blue Book Magazine, que llegó
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a ser una de las cabeceras más populares del periodo de esplendor de los
pulps[16]. En cuanto al relato en sí, «From the Tideless Sea» constituye el
primero de los relatos de Hodgson que pueden incluirse en un grupo temático
muy definido en cuanto a que tiene lugar en un escenario determinado dentro
de su universo ficcional, su propia versión fantástica del Mar de los Sargazos,
transformado en un lugar infernal infestado de algas que atrapan a los barcos
que se aventuran en él y bajo cuya superficie habitan horripilantes criaturas
que buscan la destrucción de los desgraciados navegantes. El mismo Hodgson
reclamaba la originalidad de su creación en los siguientes términos: «Los
Sargazos de mis historias son mi propio y gozoso coto de caza. Yo lo he
inventado y tengo el derecho a cazar en él. Es verdad que ha habido otros
relatos de “algas”; pero no ha habido algo como el mundo de las algas que yo
he creado»[17]. El ciclo del Mar de los Sargazos consta de cinco relatos más,
repartidos a lo largo de años en varias revistas y terminado de publicar
después de la muerte de Hodgson[18], pero el ambiente náutico en general es
casi ubicuo en sus relatos cortos, ya fueran de horror, misterio, aventura o
incluso unos pocos de índole eminentemente sentimental.
Un segundo ciclo dentro de la obra de Hodgson está constituido por las
historias protagonizadas por Thomas Carnacki, el cazador de fantasmas. Este
personaje se inscribe en el linaje de los detectives psíquicos o investigadores
de lo oculto que cuenta como iniciadores a Harry Escott[19], de Fitz James
O’Brien, y sobre todo al doctor Martin Hesselius[20], creación del gran Joseph
Thomas Sheridan Le Fanu que inspiró al profesor Abraham van Helsing,
archienemigo de Drácula. Más cercano al personaje de Hodgson porque
surgió como consecuencia del éxito de Sherlock Holmes y acusa su influencia
es John Silence, nacido de la imaginación de otra figura fundamental de la
literatura de horror, Algernon Blackwood[21]. Un par de años después,
aparecieron prácticamente seguidas cinco historias de Carnacki en otros
tantos números consecutivos de la revista The Idler[22], que también revelan el
parentesco con la creación detectivesca de Arthur Conan Doyle en cuanto a la
enunciación de los relatos y ciertos rasgos de carácter del protagonista titular.
Al igual que Watson con Holmes, en la ficción de Carnacki es su buen amigo
Dodgson —un apellido evidentemente similar al del autor real— quien se
encarga de poner por escrito sus casos para la posteridad: invariablemente,
cada relato de este personaje viene enmarcado por una narrativa en que el
detective invita a cenar a un reducido círculo de cuatro íntimos en su
apartamento del número 472 de Cheyne Walk en el distrito londinense de
Chelsea; durante la sobremesa, entre humos de tabaco, les cuenta una de sus
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investigaciones; y, cuando concluye, despide a sus impresionados amigos con
cierta brusquedad para retirarse a descansar. La mayoría de las veces,
Carnacki es convocado a causa de fenómenos inexplicables que atormentan a
los habitantes de alguna vieja mansión: sonidos sin fuente aparente, puertas
que se abren y cierran por sí mismas, visiones aterradoras, etc. No siempre las
causas son genuinamente sobrenaturales, sino que, como señalábamos más
arriba, a veces responden a algún tipo de intriga humana, pero a menudo se
trata de fuerzas malignas que se introducen en este universo desde alguna
dimensión distinta con las peores intenciones. Sin embargo, cualquiera que
sea el caso, Carnacki procede con la misma meticulosidad, llevando a cabo
observaciones y mediciones con un gran despliegue de medios que pueden
ocuparle durante muchos días. Incluso cuando se enfrenta realmente a
ocurrencias de origen fantástico, las trata como fenómenos que responden a
algún tipo de leyes naturales, aun si no alcanza a comprenderlas plenamente.
A este respecto, el historiador de la ciencia ficción Mike Ashley ha afirmado:
Toda la ficción de [Hodgson] busca una explicación natural, a menudo científica, que acerca
su trabajo más a la ciencia ficción que a la fantasía, aunque la explicación no siempre es una
solución, de tal modo que queda la opción de lo sobrenatural[23].
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de elementos sobrenaturales; y la otra, «The Hog»[26], un formidable ejemplo
de la capacidad de Hodgson para generar horror poniendo en juego algunos
elementos característicos de su universo particular, como el cerdo monstruoso
que da título al relato, y la exposición de una cosmología fantástica que puede
considerarse en conexión con los acontecimientos extraordinarios que ya
había presentado en La casa en el límite y otras de sus novelas, como
trataremos más adelante.
Pese a tener evidentes puntos de contacto con lo que sería más tarde la
obra de Lovecraft en cuanto a los libros inventados y los seres de otros planos
de existencia en lugar de los tradicionales demonios y fantasmas, el autor de
Providence consideraba los relatos de Carnacki como un exponente no
demasiado brillante de la obra de Hodgson:
En lo que atañe a calidad, está muy por debajo de los otros. Encontramos aquí la figura más o
menos convencional del «detective infalible» —descendiente de M. Dupin y Sherlock Holmes,
y pariente próximo del John Silence de Algernon Blackwood—, el cual se mueve en
escenarios y acontecimientos lamentablemente estropeados por una atmósfera de «ocultismo»
profesional. Sin embargo, hay unos pocos episodios que tienen innegable fuerza y destellos
fugaces del característico genio personal del autor[27].
Pero a pesar del marco de la historia, a pesar del equipamiento pseudotécnico, a pesar de las
explicaciones incoherentes, a pesar de la espesa teatralidad de los horrores, la historia funciona
poderosamente. Es la sustancia de las pesadillas. Si tu inconsciente contiene el material
reprimido adecuado, las imágenes de Hodgson te producen un embarazoso desasosiego. De
alguna manera, apela directamente a esos elementos de rabia y miedo al castigo que se
ocultan, con diversa intensidad, bajo la luz diurna de nuestra mente consciente. Estas historias
te sacuden contra tu juicio. Comunican el miedo desde medio siglo de distancia y dejan en la
mente ecos persistentes y perturbadores[28].
Los otros tres ciclos de relatos cortos que pueden considerarse, entre
muchos independientes, dentro de la bibliografía de Hodgson están también
relacionados por el protagonismo de otros tantos personajes, todos ellos
directamente relacionados con las peripecias náuticas. En 1912 aparecieron
las dos únicas historias del Capitán Jat, un implacable cazatesoros que se hace
acompañar por un grumete, Pibby Tawles, al que no duda en amenazar y
maltratar físicamente, tal vez en recuerdo de las experiencias reales de
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Hodgson en la marina. En ambas aventuras, el argumento es muy similar: los
dos personajes se adentran en alguna isla movidos por la perspectiva de
hacerse con algunas riquezas protegidas por nativos de los que logran escapar
a duras penas. A falta de caracterización, esta trama sirve como pretexto para
la aventura con toques terroríficos, como mujeres salvajes con algunos rasgos
monstruosos —una de ellas parece tener pinzas como las de un cangrejo en
lugar de manos— que adoran a un extraño ser acuático. El siguiente personaje
recurrente de Hodgson, el Capitán Gault, fue el más popular de todos los que
creó a juzgar por el número de relatos protagonizados por él que llegó a
escribir y que vieron la luz[29]. En este caso se trata de un truhan de moral
ambigua dedicado sobre todo al contrabando y, como consecuencia de ello, a
burlar con rebuscadas tretas la vigilancia de los agentes de aduanas de
distintos puertos del mundo. No obstante, posee su propio código del honor
que incluye un particular sentimiento patriótico en la forma de una
pronunciada germanofobia compartida por su autor y natural teniendo en
cuenta que sus aventuras llegaron a aparecer iniciada ya la Primera Guerra
Mundial. Galante a la par que desconfiado de las mujeres, el Capitán Gault es
un individuo cultivado, intérprete de violín y flauta, aficionado a la buena
vida en general. Aunque en alguna ocasión se señala que está versado en las
materias del ocultismo, sus historias solo excepcionalmente presentan atisbos
de misterio y horror, tratándose de divertimentos ingeniosos que han hecho
que sea descrito como «Raffles en el mar»[30]. Finalmente, Hodgson aún creó
un tercer personaje náutico, D. C. O. Cargunka, cojo, pendenciero y émulo
risible de Lord Byron, al que empleó en dos historias de aventuras marcadas
eminentemente por el tono humorístico, con mucha acción y sin elementos
fantásticos[31].
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especialista Sam Gafford ha establecido, sobre todo a partir del examen de
cartas de Hodgson, que estos libros fueron escritos casi en orden inverso a la
secuencia cronológica en que fueron publicados[33]:
—The Boats of the Glen Carrig, Londres, Chapman & Hall, 1907. Es la
primera novela publicada, pero se trata de la cuarta y última escrita
por Hodgson, quien la terminó en septiembre de 1905.
—The House on the Borderland (La casa en el límite), Londres,
Chapman & Hall, 1908. Se trata de la segunda novela de Hodgson
tanto en el orden de publicación como en el de su composición, que
tuvo lugar en 1904.
—The Ghost Pirates, Londres, Stanley Paul & Co., 1909. También en
este caso coinciden —en el tercer lugar— las posiciones de
publicación y escritura, comprendida esta entre los años 1904 y
1905.
—The Night Land: A Love Tale, Londres, Eveleigh Nash, 1912. Por
sorprendente que pueda resultar, esta extensa epopeya fue la última
novela de Hodgson en ver la luz, pero la primera que escribió,
probablemente en 1903, cuando ni siquiera se había publicado su
primer cuento.
Esta revelación vuelve del revés por completo el entendimiento que hasta
ese momento se había planteado sobre la evolución de la carrera literaria de
Hodgson. Se solía pensar que había progresado desde relatos no exentos de
toques propios y originales pero relativamente convencionales como los que
trata en The Boats of the Glen Carrig para elevar después sus fantasías con las
otras tres novelas. Sin embargo, la realidad apunta a que, por difícil que
resulte de creer, dada su desmesura tanto en extensión —unas doscientas mil
palabras en inglés— como en su concepción y su proyección, Hodgson
comenzó por escribir The Night Land. Le siguió la obra que motiva el
presente prólogo, La casa en el límite, mucho más breve en cuanto a páginas
pero incluso más ambiciosa en el alcance de sus visiones y que, en su
conjunto, constituye una lectura peculiar y heterogénea. Ninguna de las dos
está ambientada literalmente en los ambientes náuticos característicos de la
mayor parte de la obra de Hodgson y ambas están redactadas en un estilo
difícil, sobre todo la primera como explicaremos a continuación. La tercera
novela escrita por Hodgson, The Ghost Pirates, se presenta con un estilo más
simple y, en una primera aproximación, tanto por el propio título como por el
contenido se asemeja considerablemente a un relato sobre un barco encantado
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poblado por apariciones espectrales en una tradición remontable al gótico
sobrenatural, si bien el autor no deja de subvertir esos cánones al
«racionalizarla» dentro de su personal cosmología fantástica.
A juzgar por las cartas en que se apoya Gafford, los reiterados rechazos
con que las editoriales contestaban a sus tentativas de publicar estos trabajos
fueron haciendo que recondujera tanto los temas como su tratamiento y el
modo de expresarlos a terrenos más comunes. Es probable que este último
aspecto hiciera que su primera novela aceptada por una editorial fuese The
Boats of the Glen Carrig, que describe la lucha por la supervivencia de los
náufragos de un barco hundido y, por tanto, se trata de un argumento menos
alienígeno para los editores y lectores de la época. Décadas después, la
recensión por Lovecraft de la primera novela publicada de Hodgson contenía
tanto elogios como críticas desfavorables que ponían de manifiesto algunas de
las fortalezas y debilidades habituales del escritor inglés:
En The Boats of the Glen Carrig (1907) se nos muestran diversas maravillas malignas y tierras
malditas y desconocidas con las que se tropiezan los supervivientes de un naufragio. Es
insuperable la velada sensación de amenaza de la primera parte del libro, aunque decepciona al
final al derivar hacia la aventura y el sentimentalismo ordinario. Su intento equivocado y
pseudorromántico de reproducir la prosa del siglo XVIII merma el efecto general, aunque la
erudición náutica profunda de que hace gala es un factor compensador[34].
Algunos de sus trabajos son más difíciles de clasificar [que La casa en el límite], en particular
porque la ciencia ficción aún no había evolucionado como un género separado con unas reglas
definidas. The Boats of the Glen Carrig (1907), por ejemplo, ha sido reclamada como horror,
fantasía, y como ciencia ficción porque las criaturas de su misteriosa isla desconocida podrían
ser interpretadas como mágicas o bien simplemente como mutaciones[35].
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impulsar las ventas no demasiado boyantes: transportar por las calles y plazas
más concurridas de Londres una gran embarcación luciendo el título del libro
sobre su vela mayor y «tripulada» por una docena de dependientes ataviados
como marineros que vendiesen ejemplares a los viandantes. Cuando la
editorial se negó a llevar a cabo la extravagante idea de Hodgson, el autor
comenzó a buscar otra editorial para sus siguientes trabajos, si bien La casa
en el límite aún sería publicada por la misma Chapman & Hall[36]. Pero esta
obra la tratamos con mayor detenimiento un poco más adelante.
La siguiente novela de Hodgson vio la luz a través de la editorial Stanley
Paul & Co., gracias a la mediación de Arthur St. John Adcock, cuya revista de
crítica literaria, The Bookman, era publicada por la mencionada compañía. El
propio Hodgson había solicitado una breve entrevista con Adcock para
interesarle en su obra y este lo recordaba así:
Ya se había entregado tan plenamente y con tanto entusiasmo a una carrera literaria que toda la
conversación de nuestro primer encuentro estuvo dedicada por completo a libros y a sus
esperanzas como autor. Apuntaba alto y se tomaba su oficio muy en serio, con una confianza
sincera y sin afectaciones en sus capacidades, que se debía en parte a la espléndida arrogancia
de la juventud y en parte al legado de la experiencia, pues las había puesto a prueba y las había
demostrado[37].
Adcock se llevó tan buena impresión del autor que le dio la oportunidad
de escribir algunas reseñas para The Bookman y —lo más relevante para
nuestros intereses— hizo posible la publicación de The Ghost Pirates. En esta
novela, Hodgson volvió al escenario náutico para contar a través de la voz de
su único superviviente —un recurso habitual a lo largo de su obra— los
extraordinarios acontecimientos experimentados por la tripulación del
Mortzestus. Pese a las apariencias, ni se trata de un barco encantado ni los
fantasmas del título son seres sobrenaturales en un sentido clásico, sino que
vagamente —como en otros relatos de Hodgson— se expone la teoría de que
las terroríficas visiones y los hechos inexplicables se deben a que la
embarcación y quienes viajan a bordo de ella fluctúan entre dos planos de
existencia: uno el que consideraríamos la realidad material que conocemos; y
el otro poblado por criaturas malignas, ávidas de abrirse camino hacia el
primero. Se trata de un planteamiento que Hodgson, como buen profesional
de la literatura de consumo, retomaría en el ya mencionado caso de Carnacki
«The Haunted Jarvee».
Ausente en esta obra el ingrediente amoroso que Hodgson introdujo en
sus otras novelas y que Lovecraft tanto detestaba, su dictamen era netamente
favorable:
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[…] es un relato poderoso sobre un barco condenado y espectral en su último viaje, y sobre los
terribles demonios marinos […] que lo asedian y finalmente lo arrastran a un destino
desconocido. Con su dominio de la ciencia marinera y su hábil selección de alusiones e
incidentes para sugerir horrores latentes en la naturaleza, este libro alcanza a veces cimas
envidiables de fuerza[38].
Está contada de manera algo premiosa, como los sueños de un hombre del siglo XVII, cuya
mente se funde con su propia encarnación futura; y la estropean la verbosidad, las repeticiones
penosas, el sentimentalismo desagradablemente empalagoso y romántico, y un intento de
lenguaje arcaico aún más grotesco y absurdo que el de Glen Carrig[43].
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Y, por añadir una sola muestra más de lo que sería una larga lista de
detractores de algunas de las elecciones de Hodgson en esta obra, Mièville se
ha expresado de manera aún más contundente al respecto:
Los defectos de The Night Land son tan diversos y obvios que uno siente vergüenza por el
autor, a título póstumo. El libro está escrito en un estilo acartonado y asombrosamente inepto.
Las escenas de amor provocan aún más náuseas al leerlas que las de sus anteriores libros. Se
estira sin misericordia a lo largo de quinientas páginas. Si se hubiera formado un comité para
diseñar un libro ilegible, probablemente habrían llegado a The Night Land[44].
Algunas son horribles monstruosidades físicas que se mueven furiosas por el paisaje muerto;
otras son potentes fuerzas espirituales que intentan atraer a los hombres fuera de la seguridad
de la pirámide. Hay enormes seres similares a estatuas de horror congelado que se aproximan
lentamente a la pirámide a razón de unos pocos pies cada millar de años; extraños humanoides
encapuchados que deambulan por un sendero establecido y destruyen a los humanos que se
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internan en él; voces de sirenas que surgen de la oscuridad; una casa iluminada en la que
habita una monstruosidad psíquica; y muchos otros horrores brillantemente concebidos[45].
El joven del futuro lejano que ahora es X posee poderes telepáticos que le
permiten «oír» la llamada de auxilio de Naani, una muchacha que vive a gran
distancia, en otra fortaleza, el Reducto Menor, fundado por un grupo de
emigrantes de los que no se había vuelto a tener noticias desde hacía miles de
años. X descubre que Naani no es otra que la reencarnación de su añorada
Mirdath y que la Corriente de la Tierra se está agotando en su refugio, por lo
que su población quedará pronto a merced de los horripilantes moradores de
la oscuridad. A partir de ese momento, sobre este extravagante escenario, se
plantea un clásico viaje del héroe en busca de una damisela en apuros,
descrita en todo detalle a lo largo de varios cientos de páginas. A este
respecto, Peter Wright, estudioso de la obra de Gene Wolfe, con admitidas
influencias de Hodgson, ha observado sobre The Night Land que
[…] todos los elementos de la novela, desde su prosa arcaica hasta su patrón de la búsqueda y
su idealizada (por no decir fetichista y sexista) historia de amor, cooperan para crear una
sensación de caballería medieval y romántica. […] Aunque puede que The Night Land fuera
construida como un pastiche de William Morris o de genuinos romances medievales, incluida
Le Morte D’Arthur de [Thomas] Malory, el estilo anticuado de la prosa de Hodgson […] es de
una importancia vital a la hora de crear el ambiente de un mundo en declive que, en los
espasmos de su disolución entrópica, podría situarse tanto en el pasado remoto como en el
futuro lejano, en una edad oscura que nunca existió[46].
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Aun con todos estos defectos, es, sin embargo, una de las obras más poderosas de la
imaginación macabra jamás escrita. La descripción de un planeta muerto y oscuro […] es algo
que ningún lector puede olvidar. […] mientras que el paisaje de la tierra nocturna, con sus
abismos y laderas y volcanes agónicos, alcanza un terror casi palpable bajo el trazo del autor.
[…] hay una sensación de alienación cósmica, de misterio sobrecogedor, y de aterradora
expectación jamás igualada en la literatura[47].
Y aun así, The Night Land es una de las obras más extraordinarias en lengua inglesa. Es la
historia de la especie humana tratando de vivir mucho después de cuando debería haber
desaparecido, cuando el sol ya ha muerto, y el absoluto horror existencial de ese hecho es
simplemente el trasfondo. Se trata de un bestiario y de un atlas del pavor más deprimente que
quepa imaginar. Es un trabajo de un poder imaginativo tan impresionante, de una belleza tan
impresionante y terrible, de tal majestuosidad que desafía sus propios defectos y es una obra
maestra[48].
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título en inglés de la obra, The House on the Borderland, no fue el que llevó
originalmente la propuesta de Hodgson durante muchas de sus infructuosas
idas y venidas por las editoriales de la época sino otro mucho menos
sugerente, tal como se deduce de una carta suya de 1905:
Tal vez te interese saber que The House of the Mysteries ha sido rechazada veintiuna veces y
The Ghost Pirates, catorce. Así que he mandado a los traviesos piratas a la casa de los
misterios y los dejaré reposar allí hasta que alguna editorial acuda a mí rogando que la
asalte[49].
El amplio atractivo de lo oculto era evidente en la moda del entusiasmo por la astrología, la
quiromancia y la cristalomancia, mientras que nuevas publicaciones periódicas como
Borderland, de W. T. Stead, fundada en 1893, […] servían a un público general ávido de
discusiones sobre cualquier cosa desde la alquimia y el budismo hasta el hipnotismo y la
psicología. En particular, la Borderland de Stead estaba dirigida al mercado popular y al «gran
público»[50].
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novela, tenía plena conciencia de la resonancia del término «borderland» en
la percepción popular y, en este sentido, el experto Darryl Jones se ha referido
a ella como un trabajo inmerso por completo en el maremágnum de estas
corrientes:
[…] una obra de horror teosófica […]. Desde su propio título que recuerda intencionadamente
al de la célebre publicación espiritualista de W. T. Stead en la década de 1890, la novela es un
compendio de temas e ideas ocultistas y espiritualistas, desde la hipótesis de los dos mundos y
los viajes astrales de los espiritualistas, hasta el «budismo esotérico» teosófico de Madame
Blavatsky y Alfred Perry Sinnett, pasando por el celticismo ocultista de la Orden Hermética de
la Aurora Dorada[53].
Lo central entre tales conceptos parece ser la noción de que la Tierra podría estar cohabitada
por seres de otras dimensiones y que algunas regiones sirven como «portales» que permiten a
los humanos encontrarse con estos seres. […] En The Ghost Pirates, un barco se separa de la
realidad «normal» para quedar atrapado entre dimensiones […]. En La casa en el límite, la
casa del título proporciona el portal entre realidades.
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Lo que estas distintas realidades pudieran significar para Hodgson es problemático, pero
en ninguna parte las explora más a fondo que en La casa en el límite. Más que cualquier otro
de sus trabajos (con la posible excepción de The Night Land), este sugiere que procuraba
imbuir su sobrenaturalismo con una carga metafórica que trasciende de lejos su función como
un mecanismo para generar terror. Pero no hay duda de que el terror es el tono dominante en el
grueso del relato[57].
En efecto, la idea de otros mundos a los que se podría tener acceso desde
el nuestro y viceversa es fundamental en la ficción fantástica de Hodgson,
pero no se trata, por más que su forma de desarrollar la idea resulte
especialmente sugerente y poderosa, de una absoluta excepción entre los
escritores de la época. De hecho, Marie Corelli, la autora de más éxito
comercial en la Inglaterra victoriana, por encima de Haggard, Doyle, Wells o
Kipling[58], se dio a conocer con la novela A Romance of Two Worlds (1886),
cuya protagonista se embarca en un viaje astral por el universo guiada por un
ángel que la conduce al centro mismo de la creación, donde se encuentra con
el propio Dios en forma de energía eléctrica. Existen semejanzas evidentes
con las experiencias extracorpóreas del personaje principal de La casa en el
límite, pues, si Marie Corelli fascinaba a los lectores con la doble realidad
material-espiritual aplicada al terreno de lo sentimental amoroso con tintes
neorreligiosos, toda una corriente de autores estaba explorando el potencial de
estos mismos conceptos en el género del horror fantástico:
Lo sobrenatural es una rama bien definida de la literatura inglesa. Esta categoría no se limita a
los fantasmas, los típicos esqueletos sangrantes y las damas espectrales que vuelven para posar
un beso helado sobre la frente de su amante. […] Menos obvios, y proporcionalmente más
efectivos que estos horrores, eran los temas desarrollados durante la segunda mitad del siglo
XIX y la primera década del siglo XX. En ellos, el impacto no se debía tanto a una cosa
específica —una mano cortada, un cadáver andante—, sino más bien en la maldad como una
poderosa y maligna intrusión en nuestra realidad. Tras la realidad que vemos se agitan fuerzas
poderosas, enormes y a menudo hostiles hacia la humanidad, indiferentes en el mejor de los
casos. Pueden ser fuerzas naturales o inteligencias cuyas pasiones perviven más allá de la
barrera de la muerte o una maldad que es la antítesis de lo espiritual en la humanidad. Todas
husmean lúgubremente al borde de la realidad, buscando la manera de pasar al mundo
material. […] A veces la maldad penetra en el mundo a través de un objeto de fuerza que
funciona al mismo tiempo como foco y como puerta de paso[59].
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que actúan como agentes para que un protagonista viaje entre mundos y/o
acceda a planos superiores de consciencia»[61], Campbell hace una lectura de
su manifestación en esta obra de Hodgson como característica de un momento
de transformación cultural porque presenta:
[…] usos de este recurso específicos de tensiones sociales y espirituales que aumentaron a
medida que el siglo XIX fue dando paso al XX. En [La casa en el límite] Hodgson usa portales
simbólicos y concretos que expresan subversivamente casi todos los temas sobre los que otros
escritores de la época mostraron la misma preocupación: la fe contra la duda, los temibles
efectos secundarios del progreso científico y la creciente presión femenina por la igualdad. A
través de los viajes entre dimensiones del Anciano en La casa en el límite, Hodgson representa
con pesimismo el hondo desasosiego que sentía un hombre enfrentado al dificultoso
nacimiento del mundo moderno[62].
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que se ha llegado a plantear que ha sido construida a partir de un relato corto
que correspondería aproximadamente a los capítulos XXIV-XXVI, expandidos
por delante con toda la aventura del asedio en el primer tercio (V-XII), más los
insertos de la odisea astral (II-IV, XIV-XXIII)[68]. Por eso, el especialista en
literatura weird S. T. Joshi se ha referido a este arco en concreto como «una
de las mejores secuencias de la literatura de horror, pero no parece tener
conexión integral alguna con lo que la precede o lo que sigue. En conjunto,
La casa en el límite triunfa como serie de interludios de horror pero no como
novela unificada»[69]. No obstante, podría decirse que esta heterogeneidad
actúa realmente a favor del interés de la novela en cuanto genera en el lector
un sentido de extrañeza que, en cierta medida, refleja el asombro del
protagonista. La relación con el texto se complica aún más porque Hodgson
intentó dotar de alguna organicidad a la novela ensamblando los distintos
pasajes como si fueran los fragmentos supervivientes del diario del llamado
Recluso de la casa misteriosa. A su vez, esta historia principal se inscribe en
un marco narrativo que se abre con el hallazgo por dos excursionistas del
deteriorado manuscrito entre las ruinas del edificio en cuestión y se cierra con
su reacción a los contenidos que relata. Y aún añadió Hodgson otro nivel a
esta estructura en abismo al anteponer un prefacio firmado por él mismo
como supuesto último depositario del texto y responsable de ponerlo a
disposición del público. Este era un planteamiento muy del gusto personal de
Hodgson, quien lo empleó tanto en relatos extensos como breves, pero
también contaba con una gran tradición dentro de la novelística anglosajona,
con ejemplos tan célebres como Robinson Crusoe, que se presenta como las
crónicas autobiográficas del náufrago del título. Y, en un terreno genérico
más próximo a esta obra de Hodgson, basta recordar títulos tan significativos
de la novela gótica como El castillo de Otranto (1764), Frankenstein (1818) o
Melmoth el errabundo (1820). Sin duda, se trata de una de las razones por las
que Emily Alder, doctorada con una tesis sobre la vida y la obra de Hodgson,
ha calificado La casa en el límite como «la más obviamente gótica» de sus
novelas[70]. Aun así, como el edificio de su propio título, la novela de
Hodgson se halla en un terreno fronterizo donde se desdibujan los límites
entre distintos géneros:
En este punto, La casa en el límite se convierte en una obra que funde la tradición de la novela
gótica —la casa antigua, las amenazas sobrenaturales y la locura— con la moderna
preocupación del siglo XX por conocer —incluso temer también— la realidad. La idea
inolvidablemente dramatizada por [H. G.] Wells de que la Tierra llegará alguna vez a su fin se
encuentra aquí aumentada y enfatizada[71].
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El viaje cósmico que ocupa el cuerpo central de La casa en el límite de
Hodgson muestra la influencia de La máquina del tiempo, de Wells, que ya se
había reflejado en el planeta moribundo de The Night Land, y que aquí se
pone de manifiesto de manera obvia en las visiones que el Recluso —
innominado como el propio Viajero del Tiempo— percibe del devenir
acelerado mientras es catapultado, sin proponérselo, hacia el futuro.
Asimismo, diversos autores han señalado que tanto La máquina del tiempo
como La casa en el límite reflejan la repercusión de la segunda ley de la
termodinámica, sobre el crecimiento de la entropía en un sistema cerrado, y
en particular su aplicación a la duración del astro solar, de acuerdo con los
conocimientos científicos de la época:
Esto situaba el fin natural del mundo dentro del alcance potencial de la historia de la
humanidad, de tal modo que el fin del mundo, antes considerado un acontecimiento impuesto
desde fuera, era parte de su misma naturaleza y estaba fraguándose desde el principio. En
términos de relevancia cultural y de la ansiedad que generó, la entropía supera a las
preocupaciones modernas sobre el cambio climático global, en gran medida porque es
universal y aparentemente inexorable[72].
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Era un hipocondriaco, constantemente haciendo gárgaras porque su padre había muerto de un
cáncer de garganta. Después de abrir y leer las cartas, se lavaba las manos para matar los
gérmenes que pudiera haber recibido en el correo. Cuando, años más tarde, el menor de sus
hermanos, Chris, que iba a partir hacia Canadá, pidió consejo moral a su brillante hermano
mayor, le contestó con total seriedad: «¿Un consejo? Pues bien, jamás te sientes en un retrete
público»[76].
En tiempos más modernos, a Hodgson podrían haberle diagnosticado un trastorno obsesivo
compulsivo. La preocupación de Hodgson por la salud y la limpieza se refleja tanto en su
ficción como en su devoción por el ejercicio y lo que se conocía como «cultura física»[77].
El viajero de Hodgson no tiene control alguno sobre lo que le ocurre en sus visiones […]. El
progreso humano es una idea que ni siquiera puede considerarse en el universo de Hodgson,
un cosmos de horror inexplicable donde el mundo físico es solo una sombra de planos más
perturbadores. […] Hodgson permaneció fascinado por el Abismo y el Sol muerto —la Nada
definitiva en la conclusión del tiempo—[78].
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[…] la ruina del sujeto humano […], representada en los términos más violentos, absolutos y
frecuentemente repulsivos, se practica insistente, casi obsesivamente, en las páginas de la
ficción gótica británica de finales del siglo XIX y principios del siglo XX. […] la ruina de las
construcciones tradicionales de la identidad humana que acompañaba al modelado de otras
nuevas en el cambio de siglo. En lugar de un cuerpo humano estable e integral […], el gótico
finisecular ofrece el espectáculo de un cuerpo metamórfico e indiferenciado[81].
[…] hay dos tipos de relaciones amorosas bastante distintas en el relato: el amor entre el
narrador y su hermana, que es un tipo de amor bastante indiferente, distante; y el tipo de amor
más emocional, ya sea entre un hombre y su perro o el amor romántico entre un hombre y su
mujer[84].
Al parecer, Hope estuvo comprometido durante algún tiempo con una hermosa joven en Borth.
Era muy popular con las chicas —vestía bien y pasaba muchísimo tiempo acicalándose por las
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mañanas— y era extremadamente guapo […] todo un donjuán; sin embargo, su compromiso
en Borth se rompió y Hope ya no se casaría hasta los treinta y cinco años de edad[86].
Olvidaos de los vampiros y los derramamientos de sangre […] aquí es donde empiezan los
gritos de verdad, en el vacío exterior, donde nadie puede oírlos. Fue el Big Bang de mi
universo privado como lector de ciencia ficción/fantasía y, más adelante, como escritor[89].
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1915 fue nombrado teniente del cuerpo de artillería. Pese a ser un excelente
jinete, al año siguiente sufrió una caída de su montura que le obligó a retirarse
durante varios meses, pero gracias a su excelente forma física logró
recuperarse y volvió a alistarse. Como en los pasajes más aventureros de sus
relatos, Hodgson estaba librando una batalla contra sus propios límites que,
por fin, le llevó al frente belga, cerca de Ypres, en la primavera de 1918. El
día 17 de abril se prestó voluntario para un servicio en un puesto de
observación donde murió a causa del fuego de mortero alemán con cuarenta
años de edad.
Bessie Hodgson se hizo cargo de la obra de su difunto esposo con mucha
energía hasta que ella misma falleció en 1943 y la relevó su cuñada Lissie.
Gracias a su labor, durante esos años siguieron apareciendo cuentos inéditos
en diversas revistas antológicas y se publicaron nuevas ediciones de sus
novelas así como colecciones de relatos. Probablemente igual de importante
para la perduración del legado de Hodgson y para la percepción actual del
mismo fue su entrada en contacto con Lovecraft y su red de corresponsales a
través del coleccionista de literatura fantástica Herman C. Koenig en verano
de 1934[90]. Si bien no puede hablarse de una influencia general sobre el autor
de Providence, pues a esas alturas ya había escrito la mayoría de sus trabajos
importantes, lo cierto es que debió de reconocer en Hodgson un alma gemela
en muchos aspectos. Tanto es así que Lovecraft dedicó al escritor inglés un
artículo que se publicó primero en el fanzine The Phantagraph (febrero de
1937) y después se incorporó a la edición revisada de su ensayo Supernatural
Horror in Literature. También se ha apreciado la repercusión de la lectura de
estos libros de Hodgson en la etapa final de Lovecraft, en particular en uno de
sus mejores relatos, «The Shadow Out of Time»[91]. Asimismo, parece que el
entusiasmo de Lovecraft por este autor durante sus últimos años de vida más
la insistencia continuada de Koenig fueron determinantes en la recuperación
posterior de gran parte de su obra por la editorial Arkham House, de August
Derleth, empezando por un mastodóntico volumen que reúne las cuatro
novelas: The House on the Borderland and Other Novels (1946). Poco
después apareció uno de los relatos todavía inéditos de Carnacki, «The Hog»,
en la revista Weird Tales, terminando de consagrar el lugar de Hodgson en la
constelación de los grandes autores del género homónimo. A la vista de estos
acontecimientos cabe hacerse eco de las cavilaciones de Darrell Schweitzer
en cuanto al rumbo que podría haber tomado la carrera literaria de no haber
fallecido tan pronto:
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Más adelante en su vida, Hodgson se decantó por los relatos cortos, la mayoría de ellos no
sobrenaturales, para lo que quiera que demandase el mercado de las revistas populares. Si
hubiera vivido más tiempo, con seguridad se habría convertido en un generalista de los pulps
[…], aunque puede que la aparición de Weird Tales le hubiese arrastrado de nuevo a la
escritura de fantasía weird[92].
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De los personajes recurrentes de la obra de Hodgson, Carnacki ha
demostrado ser el preferido para las apropiaciones por otros autores. Como en
los relatos de Sherlock Holmes, en los del detective de Hodgson se
mencionan ocasionalmente supuestos casos investigados anteriormente por el
personaje, que han servido como trampolines para que otros autores escriban
historias nuevas. Tal ha sido el caso de A. F. Kidd y Rick Kennett con la
colección 472 Cheyne Walk: Carnacki the Untold Story (1992). Este cazador
de fantasmas también ha compartido aventuras con otros héroes de la ficción
popular, como el segundo Doctor Who en la novela corta Foreign Devils
(2002), de Andrew Cartmel. Cambiando al medio de la historieta, el guionista
Alan Moore y el dibujante Kevin O’Neill lo hicieron miembro de la
alineación de The League of Extraordinary Gentlemen en el periodo ficcional
de 1909-1938, junto a Mina Murray, Allan Quatermain, Orlando y A. J.
Raffles[94]. Algunos de sus relatos también han sido llevados a la televisión:
«The Whistling Room»[95], con Carnacki interpretado por Alan Napier, más
conocido por su papel como Alfred, el mayordomo de Batman, en la teleserie
de este héroe en los años sesenta; y «The Horse of the Invisible»[96], donde lo
encarna Donald Pleasance.
«The Voice in the Night» —tal vez el más apreciado de los relatos breves
de Hodgson— ha sido objeto de varios trasvases a otros medios, empezando
por su uso como punto de partida para una historieta realizada por Al
Feldstein y Joe Orlando para la legendaria editorial EC[97]. Poco después fue
adaptada a televisión respetando su título como episodio de la serie Suspicion,
producida por Alfred Hitchcock y con los actores James Coburn y Patrick
Macnee en su reparto[98]. También sirvió como base para el largometraje
Matango (1963), un clásico del cine de horror japonés dirigido por Ishiro
Honda, el creador del monstruo gigante Godzilla. Volviendo a la historieta
estadounidense, Matango es el nombre de una entidad fúngica de origen
extraterrestre utilizada como villano en la serie de la Cosa del Pantano, de la
editorial DC, a finales de los años ochenta y principios de los noventa[99]. Y,
de nuevo en Japón, una entrega de la popular serie de dibujos animados
Naruto adapta libremente el argumento de Matango, y por tanto el del relato
de Hodgson en alguna medida[100].
En cuanto a la novela que se ofrece en el presente volumen, La casa en el
límite juega un importante papel en el ejercicio intertextual del libro de Roger
Zelazny The Changing Land (1981), donde el misterioso edificio es conocido
como el Castillo Intemporal, escenario de una competición entre magos, uno
de los cuales se llama directamente Hodgson. La trama de la novela Radon
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Daughters (1994), de Iain Sinclair, se desarrolla en torno a la búsqueda de
una hipotética secuela del manuscrito del Recluso de La casa en el límite. Y
el universo de esta se combina con el de The Night Land para proporcionar el
emplazamiento de dos antologías de cuentos de diversos autores editadas por
Andy W. Robertson: William Hope Hodgson’s Night Lands: Eternal Love
(2003) y William Hope Hodgson’s Night Lands: Nightmares of the Fall
(2007). En el año 2000, el sello Vertigo de la editorial DC publicó una
adaptación por Simon Revelstroke y el artista Richard Corben, cuya
interpretación es tan impactante como las que ya había realizado de Poe,
Lovecraft y Robert E. Howard.
Por último, no podemos dejar de plantearnos las posibles influencias de
las evocadoras descripciones de Hodgson en La casa en el límite sobre
algunas de las imágenes más poderosas de la cultura audiovisual
contemporánea, aunque solo sea a través de dos ejemplos. Cómo no pensar en
el periplo espacio-temporal del desdichado Recluso al contemplar algunas
secuencias de 2001: A Space Odyssey (1968), guionizada por su director,
Stanley Kubrick, y el ya mencionado Arthur C. Clarke. Y tampoco es difícil
advertir cómo el miedo al contagio y la frenética lucha del protagonista de La
casa en el límite se han perpetuado en el llamado survival horror, desde
clásicos como I Am Legend (1954), de Richard Matheson, y The Night of the
Living Dead (1968), de George A. Romero.
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La casa en el límite
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Del Manuscrito descubierto en 1877[101] por los Sres. Tonnison[102] y
Berreggnog en las Ruinas que se encuentran al Sur del Pueblo de Kraighten,
en el Oeste de Irlanda. Presentado a continuación con anotaciones.
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A mi padre
¡Abrid la puerta
Y oíd!
El rugir sordo del viento apenas
Y ved relucir
Lágrimas en torno a la Luna.
E imaginad el sendero
De pisadas que se esfuma
En la noche con los muertos.
«¡Callad! Y escuchad
El lamento infeliz
Del viento en la oscuridad.
Callad y escuchad, sin suspirar ni gemir,
Pisadas que huellan los eones perdidos:
El sonido que os ordena morir.
¡Callad y escuchad! ¡Callad y escuchad!».
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Introducción del autor al Manuscrito
Son muchas las horas durante las que he meditado sobre la historia que se
desarrolla en las siguientes páginas. Confío en que mis instintos no yerran al
impulsarme a dejar este relato sencillamente como me lo pasaron.
En cuanto al Manuscrito[104] en sí, me habrían de imaginar cuando me lo
acababan de encomendar, dándole vueltas con curiosidad mientras lo
examinaba rápida y nerviosamente. Es un libro pequeño, sí; pero grueso y,
salvo por sus últimas páginas, está escrito con una caligrafía peculiar pero
legible, muy apretada. Siento en mis fosas nasales su olor extraño y tenue a
agua posada en estos momentos, al escribir estas líneas, y vuelve a mis dedos
el recuerdo subconsciente del tacto suave y «apelmazado» de aquellas páginas
humedecidas por el tiempo.
Puedo recordar sin esfuerzo mi primera impresión de los contenidos
expresados en el libro: una impresión de lo fantástico, formada a partir de
vistazos fortuitos y una atención dispersa.
Así pues, imagínenme sentado cómodamente para pasar la tarde, con el
compacto librito como mi única e íntima compañía durante varias horas. ¡Y
qué cambio sobrevino a mi juicio! El surgimiento de una semicreencia. De lo
que solo parecía un fantaseo fue emergiendo, como recompensa a mi
concentración sin prejuicios, un conjunto coherente de ideas que captó mi
interés con mayor firmeza que el simple esqueleto del relato o la historia, y
confieso mi inclinación a usar el primer término. Encontré una historia mayor
dentro de la menor… y la paradoja no es tal paradoja.
Leí y, al leer, levanté el Telón de lo Imposible, que ciega la mente, y me
asomé a lo desconocido. Vagué entre frases sobrias y abruptas; y, de
inmediato, me lancé sin reparo contra sus abruptas narraciones; porque esta
historia mutilada es mucho más capaz que mis propias formulaciones
ambiciosas de evocar realmente lo que el viejo Recluso de la casa
desaparecida se esforzó por contar.
Poco tengo que decir sobre este recuento sencillo y expuesto con
sobriedad de asuntos extraños y extraordinarios. Lo tienen ante ustedes. Cada
lector ha de descubrir la historia interior por sí mismo, según su capacidad y
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su deseo. E incluso si alguien no alcanza a ver, como yo la veo ahora, la
imagen ensombrecida de lo que bien podrían denominarse el Cielo y el
Infierno; aun así le prometo emociones sin más que tomar la historia como
simplemente eso.
Por último, antes de dejar de importunar, no puedo sino señalar al relato
de los Globos Celestiales como un impactante ejemplo (¡qué cerca he estado
de decir «demostración»!) de la existencia de nuestros pensamientos y
emociones entre las Realidades. Pues, sin que parezca proponer la
aniquilación de la realidad duradera de la Materia como núcleo y marco de la
Máquina de la Eternidad, sí abre los ojos a la noción de que existen mundos
de pensamiento y emoción funcionando en subordinación al orden de la
creación material[105].
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Pesar[*]
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I
El hallazgo del Manuscrito
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Después, una vez guardadas nuestras pertenencias, despedimos al
cochero, pues había de realizar su viaje de regreso lo antes posible, no sin
antes decirle que volviese por nosotros al cabo de una quincena. Habíamos
traído suficientes víveres para ese tiempo y podíamos coger agua del arroyo.
No necesitábamos combustible porque nos habíamos equipado con un
pequeño hornillo de aceite y el tiempo era bueno y cálido.
Fue idea de Tonnison que acampáramos al aire libre en lugar de buscar
alojamiento en alguna de las cabañas. Como explicaba, no tenía mucha gracia
dormir en una habitación con una familia numerosa de lozanos irlandeses en
un rincón y la pocilga en otro, mientras sobre nuestras cabezas un puñado de
pollos sucios repartían sus bendiciones a diestro y siniestro, a la vez que el
humo de turba llenaba el lugar hasta el punto de que uno no podía parar de
estornudar desde el momento que asomaba la cabeza por la puerta.
Tonnison ya había encendido el hornillo y estaba ocupado cortando tiras
de bacón sobre la sartén; así pues, cogí la tetera y bajé a buscar agua al río.
Por el camino, tuve que pasar cerca de una pequeña reunión de lugareños, que
me observaron con curiosidad, aunque no de un modo hostil, si bien ninguno
se animó a hablarme en absoluto.
Al volver con la tetera llena, me acerqué a ellos y, tras una amistosa
inclinación de cabeza, que me devolvieron cumplidamente, les pregunté con
desenfado sobre la pesca; sin embargo, en vez de contestarme, sacudieron las
cabezas en silencio y se me quedaron mirando. Repetí la pregunta,
dirigiéndome en particular a un tipo grande y enjuto que tenía justo al lado;
esta vez tampoco obtuve respuesta. Entonces el hombre se volvió hacia uno
de sus compañeros y le dijo algo rápidamente en un idioma que no
comprendí; y, de pronto, todo el grupo empezó a parlotear en lo que, tras unos
instantes, tomé por irlandés puro. Al mismo tiempo lanzaban muchas miradas
en mi dirección. Durante lo que fue tal vez un minuto, hablaron entre ellos de
esta manera; a continuación, el hombre al que me había dirigido se volvió
hacia mí y me dijo algo. Por la expresión de su rostro supuse que, a su vez,
me estaba haciendo una pregunta; ahora fui yo quien tuve que sacudir la
cabeza para indicar que no comprendía lo que querían saber; y así nos
quedamos, mirándonos las caras, hasta que oí que Tonnison estaba
llamándome para que me diese prisa con la tetera. Entonces, con una sonrisa y
una inclinación de cabeza, les dejé, y todos en la pequeña reunión me
devolvieron la sonrisa y la inclinación, aunque sus rostros delataban su
perplejidad.
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Era evidente, reflexionaba mientras iba hacia la tienda, que los habitantes
de estas pocas cabañas en medio de los páramos no sabían una sola palabra de
inglés; y, cuando se lo dije a Tonnison, me comentó que ya era consciente de
ello y que no era raro que así ocurriese en aquella parte del país, donde la
gente solía vivir en sus aisladas aldeas hasta la muerte, sin llegar a entrar en
contacto con el mundo exterior.
—Ojalá el cochero nos hubiera servido de intérprete antes de marcharse
—comenté mientras nos sentábamos a comer—. Debe de ser tan extraño para
la gente de este lugar no saber siquiera para qué hemos venido.
Tonnison asintió roncamente y después permaneció en silencio un rato.
Más tarde, con nuestros apetitos saciados, comenzamos a hablar,
planeando lo que haríamos al día siguiente; después, tras fumar, cerramos la
tienda y nos dispusimos a dormir.
—Supongo que no habrá riesgo de que esos tipos de afuera se lleven algo,
¿verdad? —pregunté mientras nos envolvíamos en nuestras mantas[112].
Tonnison dijo que no creía que lo hubiera, al menos mientras
estuviéramos por allí; y, como siguió explicando, podríamos guardarlo todo,
salvo la tienda, bajo llave en el gran baúl que habíamos traído para nuestras
provisiones. Estuve de acuerdo con eso y pronto ambos nos quedamos
dormidos.
La mañana siguiente, nos levantamos temprano y fuimos a nadar al río;
tras lo cual nos vestimos y desayunamos. Entonces sacamos nuestros aparejos
de pesca y los estuvimos preparando hasta que, con nuestros desayunos ya
bastante asentados, lo aseguramos todo dentro de la tienda y partimos en la
dirección que mi amigo había explorado en su anterior visita.
Disfrutamos todo el día de la pesca, siempre a contracorriente, y al caer la
tarde habíamos reunido una de las cestas de pescado[113] más hermosas que
había visto en mucho tiempo. Tras regresar al pueblo, comimos a gusto de
nuestro botín del día y después, una vez reservadas algunas de las mejores
piezas para nuestro desayuno, regalamos el resto del pescado a los lugareños
que se habían reunido a una respetuosa distancia para observar nuestras
actividades. Nos parecieron extraordinariamente agradecidos, pues nos
cubrieron con una avalancha de lo que tomé por bendiciones irlandesas.
Así pasamos varios días, practicando deporte espléndidamente y con un
apetito de primera para dar buena cuenta de nuestras capturas. Estábamos
contentos de comprobar lo amistosos que tendían a ser los lugareños y que no
había indicios de que se hubieran atrevido a toquetear nuestras pertenencias
durante nuestras ausencias.
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Habíamos llegado a Kraighten un martes y fue el domingo siguiente
cuando hicimos un gran descubrimiento. Hasta entonces siempre habíamos
remontado la corriente; ese día, sin embargo, dejamos a un lado nuestras
cañas, cogimos algunos víveres y salimos a dar una larga caminata en la otra
dirección. El día era cálido y fuimos avanzando sin prisa hasta detenernos al
mediodía para almorzar sobre una gran roca plana cerca de la orilla del río.
Después nos quedamos sentados fumando y solo retomamos nuestra marcha
cuando ya nos había aburrido la propia inacción.
Seguimos tal vez durante una hora con nuestro vagabundeo, charlando
tranquila y cómodamente sobre diversos temas, y parando ocasionalmente
mientras mi compañero, que tiene cierto talento artístico, realizaba rápidos
bosquejos de algunas partes impresionantes de aquel paisaje salvaje.
Y entonces, sin aviso alguno, el río que habíamos estado siguiendo tan
confiadamente desapareció de pronto en el interior de la tierra.
—¡Santo Dios! —dije—. ¿Quién podría haber imaginado algo así?
Y me quedé contemplándolo con asombro; después me volví hacia
Tonnison. Estaba mirando, con rostro inexpresivo, hacia donde el río se
desvanecía.
Habló tras un instante.
—Sigamos un poco más; tal vez vuelva a aparecer. En cualquier caso,
vale la pena investigar.
Estuve de acuerdo, así que avanzamos de nuevo, aunque sin rumbo claro,
puesto que no teníamos certeza alguna de la dirección en que debíamos
proseguir nuestra búsqueda. Continuamos quizá una milla; entonces,
Tonnison, que iba explorando con curiosidad, se detuvo y se puso una mano
sobre los ojos a modo de visera.
—¡Mira! —dijo al cabo de un momento—. ¿No hay bruma o algo así allí
a la derecha, en la dirección de esa gran roca? —y señaló con la mano.
Después de un minuto mirando fijamente, me pareció ver algo, aunque no
sabía qué podía ser, y así se lo dije.
—De todos modos —contestó mi amigo—, nos acercaremos a echar un
vistazo.
Y se dirigió hacia donde había indicado mientras yo le seguía. No
tardamos en estar rodeados de arbustos y, después de un rato, asomamos
sobre la cima de una elevada ladera cubierta de peñascos, desde la cual
podíamos contemplar una frondosa espesura de árboles y matorrales.
—Se diría que nos hemos tropezado con un oasis en este desierto de
piedra —musitó Tonnison mientras observaba con interés. Después se quedó
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en silencio con la mirada fija; y yo también miré; pues de alguna parte cerca
del centro de aquellas boscosas tierras bajas se elevaba hacia el cielo sereno
una gran columna de rocío neblinoso, sobre la cual el Sol incidía formando un
sinfín de arcoíris.
—¡Qué hermoso! —exclamé.
—Sí —replicó Tonnison pensativo—. Debe de haber una catarata, o algo
así, al otro lado. Quizá sea nuestro río que vuelve a la superficie. Vayamos a
ver.
Bajamos por la inclinada ladera y nos internamos entre los árboles y los
matorrales. Los arbustos eran densos y los árboles nos cubrían, de tal modo
que el lugar era desagradablemente umbrío; pero no tan oscuro como para
impedirme apreciar que muchos de los árboles eran frutales y que podían
distinguirse esparcidos por allí los signos inequívocos de sembrados muertos
mucho tiempo atrás. Así se me ocurrió que nos estábamos abriendo camino a
través del caos en que se había convertido lo que antiguamente debió de ser
un gran jardín. Se lo dije a Tonnison, que estuvo de acuerdo en que mi idea
tenía bastante fundamento.
¡Qué agreste lugar, tan lúgubre y tenebroso! De algún modo, a medida
que avanzábamos, la impresión de silenciosa soledad y de abandono del viejo
jardín fue creciendo en mi interior hasta hacer que me estremeciera. Podías
imaginarte seres acechando entre los enmarañados arbustos; al tiempo que, en
el propio aire del lugar, parecía flotar algo ominoso. Creo que Tonnison
también lo advertía, aunque no lo dijera.
De repente, nos paramos en seco. A través de los árboles llegaba a
nuestros oídos un sonido con creciente intensidad. Tonnison se inclinó hacia
delante escuchando. Yo ya podía oírlo con claridad; era continuo y áspero:
una especie de rugido monótono que parecía venir de lejos. Experimenté una
leve pero insólita sensación de nerviosismo, imposible de describir. ¿Qué
clase de lugar era este en el que nos habíamos metido? Miré a mi compañero
para ver qué pensaba de este asunto; noté que su cara tan solo reflejaba
curiosidad; entonces, mientras observaba sus rasgos, una expresión de
conocimiento se dibujó sobre ellos, al tiempo que asentía con la cabeza.
—Es una cascada —exclamó convencido—. Ahora reconozco el sonido.
Y empezó a abrirse camino entre los matorrales enérgicamente, en la
dirección del ruido. Mientras avanzábamos, el sonido se hacía cada vez más
claro, indicando que íbamos directamente hacia su origen. El volumen y la
proximidad del rugido crecían constantemente, hasta que, como comenté a
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Tonnison, casi parecía surgir de debajo de nuestros pies. Y aun así seguíamos
rodeados de árboles y arbustos.
—¡Ten cuidado! —me instó Tonnison—. Mira por dónde vas.
Y entonces, de pronto, salimos de entre los árboles a un gran espacio
abierto donde, a menos de seis pasos ante nosotros, se abrían la fauces de un
tremendo precipicio, desde cuyas profundidades parecía elevarse el sonido,
junto con aquel chorro continuo de la especie de niebla que habíamos
vislumbrado desde lo alto del distante terraplén.
Nos quedamos en silencio alrededor de un minuto, contemplando con
perplejidad aquella imagen; después, mi amigo avanzó cautelosamente hacia
el borde del abismo. Le seguí hasta que los dos pudimos divisar, a través del
bullir de rocío, una enorme catarata de agua espumeante que brotaba a
chorros de la pared del precipicio, casi cien pies por debajo de nosotros.
—¡Santo Dios! —dijo Tonnison.
Yo permanecí callado y bastante sobrecogido. Así de imponente y
misteriosa era la imagen, aunque me fui dando cuenta de esta segunda
cualidad más tarde.
En aquel momento, elevé la mirada hacia el otro lado del abismo. Vi que
allí se erguía algo entre el rocío: parecía un fragmento de una gran ruina, y
toqué a Tonnison en un hombro. Se volvió sobresaltado y le señalé aquella
cosa. Su mirada siguió mi dedo y sus ojos se iluminaron con un repentino
destello de excitación cuando el objeto entró en su campo de visión.
—Vamos —gritó por encima del rugido de la catarata—. Echaremos un
vistazo. Este lugar tiene algo de extraño; lo siento en los huesos.
Y se puso en marcha, rodeando el borde de aquel abismo con aspecto de
cráter. A medida que nos acercábamos a aquel nuevo objetivo, comprobaba
que mi primera impresión no era errada. Se trataba, sin duda, de una porción
de algún edificio derruido; no obstante, ahora pude distinguir que no estaba
construido al mismo borde del abismo, como había supuesto al principio, sino
situada casi al extremo de un enorme espolón de roca que sobresalía unos
cincuenta o sesenta pies sobre el precipicio. En realidad, la dentada masa de
ruinas estaba literalmente suspendida en el aire.
Una vez frente a ella, seguimos caminando por el brazo de roca que se
proyectaba en el vacío, y debo confesar que experimenté una insoportable
sensación de terror al asomarme desde aquella vertiginosa posición hacia las
profundidades desconocidas que teníamos debajo: las profundidades desde las
que no dejaban de surgir el ruido atronador del agua cayendo y la nube de
rocío ascendente.
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Al alcanzar la ruina, la rodeamos con cuidado y, al otro lado, nos
encontramos con una masa de piedras y grava caídas. Ahora que podía
examinarla en detalle, me pareció que la ruina debía de ser una porción del
muro exterior de alguna estructura prodigiosa, dados su grosor y su sólida
construcción; sin embargo, por qué estaba situada en semejante punto era algo
que ni siquiera podía figurarme. ¿Dónde estaba el resto de la casa, el castillo o
lo que quiera que aquello hubiera sido?
Volví a la cara exterior del muro, y de allí al borde del precipicio,
mientras Tonnison se quedaba hurgando metódicamente entre el montón de
piedras y escombros del lado exterior. Empecé a examinar la superficie del
terreno cerca del borde del abismo por si veía otros restos del edificio al que
evidentemente pertenecía aquel fragmento ruinoso. No obstante, aunque
escudriñé la tierra con sumo cuidado, no fui capaz de hallar indicio alguno de
que jamás se hubiese erigido una edificación en aquel punto, ante lo cual me
sentí más intrigado que nunca.
Entonces oí gritar a Tonnison; estaba llamándome con gran excitación, así
que me apresuré inmediatamente por el promontorio rocoso hacia las ruinas.
Me pregunté si se habría herido, pero después se me ocurrió que tal vez
hubiera encontrado algo.
Alcancé el muro desmoronado y lo rodeé trepando. Allí me encontré a
Tonnison, de pie dentro de un pequeño hoyo que había excavado entre los
escombros: estaba sacudiendo la tierra de algo que parecía un libro, muy
maltrecho y estropeado por las piedras; cada uno o dos segundos, abría la
boca para gritar mi nombre. En cuanto vio que ya estaba allí, me entregó su
trofeo pidiéndome que lo guardara en mi morral para protegerlo de la
humedad mientras él seguía explorando. Así lo hice, no sin antes hojearlo y
comprobar que en sus páginas se apretaban los renglones de una caligrafía
nítida y anticuada, bastante legible, excepto en una porción donde muchas de
las páginas estaban casi destruidas por el barro y los escombros, como si el
libro hubiese estado doblado hacia fuera por esa parte. Según el propio
Tonnison, así era como se lo había encontrado, y el daño se debía
probablemente a la caída de cascotes sobre la parte abierta. Curiosamente, el
libro estaba bastante seco, lo que atribuí al hecho de que había quedado bien
cubierto por las ruinas.
Una vez guardé el volumen a buen recaudo, me dispuse a echar una mano
a Tonnison en la tarea de excavar que él mismo se había impuesto; no
obstante, pese a que invertimos más de una hora de trabajo duro en levantar
todas las piedras y escombros amontonados, no encontramos más que algunos
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fragmentos de madera rota que quizá habían formado parte de un escritorio o
de una mesa; así pues, abandonamos nuestra búsqueda y volvimos por la roca
hacia la seguridad de la tierra sólida.
A continuación hicimos un recorrido completo de aquella tremenda fosa,
cuya forma pudimos observar que era casi perfectamente circular, excepto por
el saliente de roca coronado por las ruinas, que rompía su simetría[114].
El abismo, tal como lo describió Tonnison, parecía, más que cualquier
otra cosa, un pozo o un foso gigantesco que se internaba directamente en las
entrañas de la Tierra.
Seguimos aún un rato más contemplando lo que nos rodeaba y luego, al
advertir que había un espacio abierto al Norte de la fosa, nos encaminamos
hacia él.
Allí, a varios cientos de yardas del colosal pozo, nos encontramos un gran
lago de aguas que eran mansas excepto en una zona donde borboteaban y
gorgoteaban incesantemente.
Ahora que nos habíamos alejado del ruido del caño de la catarata
podíamos oírnos el uno al otro cuando hablábamos y pregunté a Tonnison qué
pensaba de aquel sitio. Le dije que no me gustaba y que me encantaría que
saliésemos de allí lo antes posible.
Respondió con un asentimiento y dirigió una mirada furtiva a los bosques
de atrás. Le pregunté si había visto u oído algo. No contestó; en lugar de ello,
permaneció en silencio, como escuchando, y yo también me quedé callado.
De pronto, habló.
—¡Escucha! —dijo bruscamente.
Le miré primero y después hacia los árboles y los matorrales, aguantando
la respiración involuntariamente. Pasamos un minuto en tenso silencio; aun
así, no pude oír sonido alguno y me volví hacia Tonnison para decírselo; pero
entonces, cuando abría mis labios para hablar, llegó un extraño ruido quejoso
del bosque a nuestra izquierda… Parecía flotar a través de los árboles, se oyó
el crujir de hojas revueltas y, a continuación, silencio.
Tonnison habló a la vez que me ponía una mano en el hombro.
—Salgamos de aquí —dijo y empezó a moverse lentamente hacia donde
los árboles y los matorrales que nos rodeaban parecían menos espesos.
Mientras le seguía, advertí, de pronto, que el Sol estaba bajo y que había una
cruda sensación de frío en el aire.
Tonnison no dijo más, pero siguió avanzando a paso firme. Ya estábamos
entre los árboles cuando, nervioso, miré alrededor; pero no vi más que las
ramas y los troncos inmóviles, y los arbustos enmarañados. Continuamos la
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marcha, sin que sonido alguno rompiese nuestro silencio, salvo el ocasional
chasquido de alguna ramita quebrada bajo nuestros pies mientras
avanzábamos. Aun así, pese a la ausencia de ruido, tenía la horrible sensación
de que no estábamos solos y me mantenía tan cerca de Tonnison que dos
veces le pisé los talones torpemente, aunque nada me dijo. Pasaron los
minutos, uno tras otro, hasta que alcanzamos los límites del bosque para salir
a la desnudez del paisaje rocoso. Solo entonces pude quitarme de encima el
espanto que me había angustiado entre los árboles.
En una ocasión, mientras nos alejábamos, pareció sonar de nuevo un
lamento en la distancia y me quise convencer de que era el viento, aun cuando
esa tarde no soplaba brisa alguna.
Poco después, Tonnison empezó a hablar.
—Mira —dijo con decisión—, no pasaría la noche en ese lugar ni por
todo el oro del mundo. Allí hay algo impío, diabólico. ¿Sabes? ¡Me daba la
impresión de que los bosques estaban llenos de seres abyectos!
—Sí —le respondí, volviendo la mirada hacia aquel lugar; pero estaba
oculto tras la elevación del terreno.
—Tenemos el libro —le dije metiendo la mano en el morral.
—¿Lo llevas bien guardado? —me preguntó con un súbito acceso de
ansiedad.
—Sí —repliqué.
—Tal vez —continuó— nos permita averiguar algo cuando volvamos a
nuestro campamento. También deberíamos apresurarnos; todavía estamos a
mucha distancia y ahora no me apetece que la oscuridad nos sorprenda por
aquí.
Aún tardamos dos horas más en llegar al campamento; allí, sin demora,
nos pusimos a preparar la cena, pues llevábamos sin comer desde nuestro
almuerzo del mediodía.
Cuando hubimos cenado, apartamos los cacharros y encendimos las pipas.
Entonces Tonnison me pidió que sacase el Manuscrito de mi morral. Así lo
hice y, como los dos no podíamos leerlo a la vez, me propuso que lo leyese yo
en voz alta.
—Y escucha —me previno, sabedor de mis inclinaciones—, no vayas a
saltarte la mitad del libro.
Sin embargo, de haber sabido lo que contenía, se habría dado cuenta de
cuán innecesaria era tal advertencia, al menos en esa ocasión. Y allí, sentado
en la entrada de nuestra tienda, comencé el extraño relato de La casa en el
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límite (pues ese era el título del Manuscrito), tal cual se cuenta en las páginas
que siguen.
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II
La Planicie del Silencio
Soy un hombre viejo. Vivo en esta casa antigua, rodeada por unos jardines
enormes y descuidados.
Los campesinos que habitan los páramos de más allá dicen que estoy loco.
Es porque no tengo relación alguna con ellos. Vivo aquí solo con mi vieja
hermana, que también es mi ama de llaves. No tenemos sirvientes —los
detesto—. Tengo un único amigo, un perro; sí, antepondría al viejo Pepper a
todo el resto de la Creación. Al menos me comprende y tiene suficiente
sentido común para dejarme solo durante mis periodos de desánimo.
He decidido iniciar una especie de diario; tal vez me permita registrar
algunos de los pensamientos y los sentimientos que no puedo expresar a
otros; pero, más que eso, estoy ansioso por dejar constancia por escrito de las
cosas insólitas que he oído y visto, a lo largo de muchos años de soledad, en
este viejo y extraño edificio.
Hace un par de siglos que esta casa tiene cierta reputación, de las malas, y,
hasta que yo la compré, llevaba más de ochenta años deshabitada; en
consecuencia, me hice con este viejo lugar por una suma ridículamente
pequeña.
No soy supersticioso, pero he dejado de negar que en esta vieja casa pasan
cosas… cosas que no puedo explicar; y, por eso, necesito aliviar mi mente
recogiéndolas por escrito en la medida que me sea posible hacerlo; pero, en
caso de que este diario mío llegue a ser leído cuando yo ya no esté, los
lectores sacudirán sus cabezas, aún más convencidos de mi locura.
¡Qué antigua es esta casa! Y, sin embargo, llama menos la atención por su
antigüedad que por su pintoresca estructura, curiosa y fantástica en grado
sumo. Está dominada por pequeñas torres y pináculos curvados cuyos
contornos se antojan llamas vivas; mientras que el cuerpo del edificio tiene
forma circular[115].
He oído que se cuenta una historia entre las gentes de la zona de acuerdo
con la cual el diablo construyó este lugar. Sin embargo, eso da igual. Si es
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verdad o no, ni lo sé ni me importa salvo porque ayudó a rebajar su precio
antes de que yo llegara.
Debía de llevar ya unos diez años aquí cuando por fin vi algo que
justificaba la creencia en las historias que se contaban entre los lugareños
sobre esta casa. Es verdad que, al menos en una docena de ocasiones, había
visto vagamente cosas que me habían intrigado y tal vez las había sentido más
que visto. Después, a medida que los años pasaban y me avejentaban, con
frecuencia advertía que había algo que no podía ver pero que estaba
indiscutiblemente presente en las salas y los corredores desiertos. Aun así,
como he dicho, pasaron muchos años antes de que viese algunas
manifestaciones auténticas de lo que se suele llamar sobrenatural.
No era la Víspera de Todos los Santos[116]. Si estuviera contando una
historia con el afán de entretener, probablemente debería situarla en esa noche
entre las noches; pero esto es un relato verdadero de mis propias experiencias
y no las recogería por escrito para divertir a lector alguno. No. Fue después de
la medianoche, en la madrugada del día veintiuno de enero. Estaba sentado
leyendo, como acostumbro a hacerlo, en mi estudio. Pepper estaba acostado,
durmiendo, cerca de mi asiento.
Sin previo aviso, las llamas de las dos velas bajaron y empezaron a brillar
con un espectral resplandor verdoso[117]. Al alzar la mirada rápidamente, pude
ver cómo las luces se sumían en una atenuada tonalidad rojiza[118]; de tal
modo que la sala quedó iluminada por un extraño y pesado crepúsculo
carmesí que proyectaba una doble capa de oscuridad en las sombras tras las
sillas y las mesas; y donde quiera que incidía aquella luz era como si se
hubiera esparcido sangre luminosa por la habitación.
Escuché un gemido débil y temeroso, procedente del suelo, y algo se
apretó entre mis pies. Era Pepper, acobardado bajo mi bata. ¡Pepper, que solía
ser valiente como un león!
Creo que fue esa reacción del perro lo que me provocó la primera punzada
de auténtico miedo. Me había sobresaltado considerablemente cuando las
luces habían empezado a arder primero verdes y después rojas; por un
momento, había tenido la impresión de que el cambio se debía a la entrada de
algún gas nocivo en la habitación. Ahora, sin embargo, veía que no era así,
puesto que las velas ardían con una llama constante y no mostraban signos de
que fueran a apagarse, como habría ocurrido si el cambio se hubiera debido a
alguna contaminación en el aire.
No me moví. Estaba francamente asustado, pero no se me ocurría otra
cosa mejor que esperar. Pasé tal vez un minuto mirando nerviosamente a un
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lado y a otro de la habitación. Entonces advertí que las luces habían
comenzado a bajar, muy lentamente, hasta mostrar unas diminutas motas de
fuego rojo, como los destellos de rubíes en la oscuridad. Seguí sentado
observando, mientras una especie de ensoñación indiferente parecía
apoderarse de mí, disipando el miedo que había comenzado a atraparme.
Advertí que, al otro lado de aquella enorme y anticuada habitación, había
un leve fulgor. Fue aumentando hasta que el resplandor de una temblorosa luz
verde llenó la sala; después, se debilitó rápidamente y se transformó, como lo
habían hecho las llamas de las velas, en un carmesí oscuro y lúgubre que se
avivó hasta inundar la habitación con un terrible esplendor.
La luz, procedente de la pared del fondo, se hizo cada vez más intensa,
hasta que su insoportable brillo me provocó un dolor tan agudo en los ojos
que los cerré sin proponérmelo. Tardé quizá varios segundos en poder abrirlos
de nuevo. Lo primero que noté fue que la luz se había atenuado mucho, así
que ya no me lastimaba los ojos. Después, al apagarse aún más, advertí de
repente que, en lugar de mirar hacia aquel color rojo, estaba viendo a través
de él y también de la pared que había más allá.
A medida que asimilaba aquella idea, me di cuenta de que estaba
contemplando una planicie inmensa, iluminada por la misma especie de
crepúsculo mortecino que había impregnado la habitación. La vastedad de
aquella llanura era casi inconcebible. No podía encontrar sus confines por
parte alguna. Parecía ensancharse y extenderse de manera tal que el ojo no
alcanzaba a apreciar sus límites. Lentamente, los detalles de las porciones más
cercanas se fueron haciendo más claros; entonces, casi en un instante, la luz
se apagó y aquella visión —si es que lo era— se desvaneció hasta
desaparecer.
De pronto, advertí que ya no estaba en la silla. En lugar de eso, parecía
estar suspendido en el aire sobre ella, mirando hacia abajo a algo oscuro,
acurrucado y en silencio. Poco después, me golpeó una fría ráfaga y me
encontré fuera en la noche, flotando como una burbuja ascendente a través de
la oscuridad. Mientras me movía, pareció envolverme un frío helado que me
hizo estremecer.
Después de un rato, miré a izquierda y derecha, y pude ver la insoportable
negrura de la noche, perforada por remotos destellos de fuego. Me alejé. En
una ocasión, eché una mirada atrás y vi la Tierra, una pequeña medialuna de
luz azul, que se perdía en la distancia a mi izquierda. Aún más lejos, el Sol,
una explosión de llamas blancas, ardía con viveza sobre la oscuridad.
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Transcurrió un periodo indefinido. Después vi la Tierra por última vez: un
persistente glóbulo de un azul radiante, nadando en la eternidad del éter. Y yo
mismo, un frágil copo de polvo de alma, titilaba en silencio por ese vacío,
procedente del distante azul y rumbo a donde se extendía lo desconocido.
Me pareció que había pasado mucho tiempo y ya nada podía ver por parte
alguna. Había dejado atrás las estrellas fijas[119] para zambullirme en la
inmensa negrura que aguarda más allá. Durante todo ese tiempo había
experimentado poca cosa, salvo una sensación de levedad y frío malestar.
Ahora, sin embargo, la atroz oscuridad pareció hacer mella en mi alma y me
sentí lleno de miedo y desesperación. ¿Qué iba a ser de mí? ¿A dónde iba?
Mientras se formaban estos pensamientos, empezó a crecer sobre la
impalpable negrura que me envolvía una ligera pincelada de sangre. Parecía
extraordinariamente remota y difusa; aun así, la sensación opresiva se alivió y
ya no me sentí desesperado.
Lentamente, aquel distante color rojo se hizo más nítido y mayor; hasta
que, al acercarme, se expandió como un enorme y lúgubre fulgor de una
tremenda tristeza. No obstante, volé hacia él y pronto estuve tan cerca que
parecía extenderse por debajo de mí como un gran océano de un lúgubre color
rojo. Poco podía ver, salvo que parecía expandirse sin cesar en todas las
direcciones.
Pasado más tiempo, me encontré descendiendo sobre aquello y pronto me
hundí en un gran mar de sombrías nubes de tono rojizo. Lentamente, emergí
de ellas, y allí, por debajo de mí, vi la inmensa planicie que ya había visto
desde mi habitación de esta casa que se erige en las fronteras de los Silencios.
En un instante había aterrizado y estaba de pie en medio de una gran
llanura inhóspita. El lugar estaba iluminado por una especie de crepúsculo
mortecino que producía una impresión de indescriptible desolación.
Lejos a mi derecha, en el cielo, ardía un gigantesco anillo de fuego rojo
oscuro, desde cuyo borde irradiaban enormes llamaradas serpenteantes de
formas afiladas y dentadas. El interior de este anillo era negro, negro como la
oscuridad de la noche exterior. Comprendí al instante que, de este
extraordinario sol, surgía la lúgubre luz de aquel lugar.
Dejé de observar aquella extraña fuente de luz para mirar de nuevo en
torno a mí. Adondequiera que dirigiese la vista, no veía más que aquella
monotonía plana de la llanura interminable. Por ninguna parte podía distinguir
signos de vida; ni siquiera las ruinas de algún lugar antaño habitado.
Poco a poco, advertí que era transportado, flotando a través de aquella
llanura. Me desplacé durante lo que me pareció una eternidad. Estaba ajeno a
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cualquier sensación de gran impaciencia, si bien me acompañaban en todo
momento cierta curiosidad y un enorme asombro. No dejaba de ver la
amplitud de aquella vasta planicie que me rodeaba; ni dejaba de buscar alguna
novedad que rompiese su monotonía; sin embargo, no había cambio alguno…
nada más que soledad, silencio y desierto.
Por un instante, de manera semiinconsciente, noté una ligera neblina de
tono rojizo que cubría su superficie. No obstante, cuando miré con más
atención, fui incapaz de apreciar que fuera en realidad tal niebla, pues parecía
mezclarse con la llanura, confiriéndole un aspecto peculiarmente irreal que
comunicaba a los sentidos una idea de insustancialidad.
Poco a poco, comenzó a hastiarme aquella invariabilidad. Aun así, pasó
mucho tiempo antes de que percibiera indicios algunos del lugar hacia donde
estaba siendo transportado.
Al principio, lo vi a lo lejos, al frente, como un montículo alargado sobre
la superficie de la Planicie. Después, a medida que iba estando más cerca, me
di cuenta de que estaba equivocado, puesto que, en lugar de una colina baja,
ahora podía distinguir una cadena de grandes montañas, cuyos picos distantes
se elevaban hacia la penumbra roja hasta casi perderse de vista.
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III
La casa en la arena[120]
Así, pasado un tiempo, llegué a las montañas. Entonces, mi viaje vio alterado
su curso, y comencé a moverme a la altura de sus bases, hasta que, de pronto,
vi que me encontraba frente a una enorme grieta que se abría entre las
montañas. Me moví a lo largo de ella a no demasiada velocidad. Me
flanqueaban unas altísimas y escarpadas paredes de roca rosada que se
elevaban en vertical. A gran distancia sobre mí, divisé una fina franja roja,
donde se abría la boca de la fosa entre picos inaccesibles. El interior era
lóbrego, profundo y sombrío, sumido en un silencio helado. Seguí un rato en
línea recta, hasta que, por fin, vi al frente una luminosidad roja que me
anunciaba la cercanía del otro extremo del desfiladero.
Al cabo de un minuto, había llegado a la salida de la fosa y podía
contemplar un enorme anfiteatro montañoso. Pero no me inquietaban las
montañas ni la grandiosidad de aquel lugar, pues estaba demasiado aturdido
por el asombro de distinguir, a una distancia de varias millas y situada en el
centro del coliseo, una colosal estructura que parecía construida con jade
verde. Mas no era el propio descubrimiento de la edificación lo que me había
asombrado tanto, sino el hecho, cada vez más patente, de que, salvo su color y
su enorme tamaño, aquella solitaria estructura no se diferenciaba en detalle
alguno de esta casa donde vivo.
Seguí contemplándola fijamente un rato más. Aun entonces apenas podía
creer lo que veía. En mi mente se formó una pregunta que se repetía
incesantemente: «¿Qué significa? ¿Qué significa?»; pero era incapaz de
contestarla, ni siquiera desde lo más profundo de mi imaginación. Era como si
no alcanzara más que a sentir asombro y temor. Miré durante algún tiempo
más sin dejar de advertir nuevas semejanzas que me llamaban la atención.
Finalmente, hastiado y enojado por la curiosidad, aparté la mirada de aquello
para dirigirla al resto del extraño lugar donde me había internado.
Hasta ese momento, había estado tan enfrascado en mi examen de la Casa
que tan solo había echado un somero vistazo alrededor. Ahora, al mirarlo,
comencé a darme cuenta de la clase de lugar al que había llegado. La arena,
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pues así había dado en llamarla, parecía ser un círculo perfecto de unas diez o
doce millas de diámetro, con la Casa, como mencioné antes, situada en su
centro. La superficie de aquel lugar, como la de la Planicie, tenía un peculiar
aspecto neblinoso que, sin embargo, no era niebla.
En un veloz reconocimiento, mi mirada se dirigió rápidamente hacia
arriba por las laderas de las montañas circundantes. Qué silenciosas eran.
Creo que esta quietud abominable me afectaba más que cualquiera de las
cosas que había visto o imaginado hasta entonces. Desde arriba, la impalpable
rojez confería una apariencia borrosa a todas las cosas.
Y entonces, mientras observaba con curiosidad, se me infundió un nuevo
terror, pues, arriba a lo lejos, entre las cumbres tenebrosas, divisé una vasta
forma oscura, de dimensiones formidables. Creció ante mis ojos. Tenía una
enorme cabeza equina, con orejas gigantescas, y parecía mantener su mirada
imperturbable hacia la arena. Algo en su postura me dio la impresión de una
vigilancia eterna, como si llevara un sinfín de eternidades guardando aquel
desolado lugar. Lentamente, fui distinguiendo mejor la imagen del monstruo;
entonces, de pronto, mi mirada saltó desde él hacia algo a mayor distancia y
altura entre los riscos. Pasé un largo minuto mirándolo con temor. Tenía la
extraña sensación de que no carecía de algún elemento familiar, como si algo
se removiera en el fondo de mi mente. Era una cosa negra que tenía cuatro
brazos grotescos. Sus rasgos no eran nítidos; distinguí varios objetos de color
claro alrededor de su cuello. Poco a poco, pude apreciar los detalles y advertí,
con un escalofrío, que eran cráneos. En torno a una zona inferior del cuerpo
tenía arrollado otro cinto, de aspecto menos oscuro sobre el tronco negro.
Entonces, mientras me preguntaba qué era aquella cosa, un recuerdo se
deslizó en mi mente y no me cupo duda de que estaba mirando a una
monstruosa representación de Kali, la diosa hindú de la muerte[121].
Otras evocaciones de mis días de estudiante arribaron a mis pensamientos.
Mi mirada descendió hasta la enorme Cosa con cabeza de animal. En el
mismo instante, la reconocí como el antiguo dios egipcio Set, o Seth, el
Destructor de Almas[122]. El conocimiento me llenó de interrogantes… «¡Dos
de los…!». Me detuve y me esforcé en pensar. Cosas que superaban mi
imaginación se asomaban a mi mente asustada. Lo vi vagamente. «¡Los viejos
dioses de la mitología!». Traté de comprender qué significaba aquello. Mi
mirada vacilaba entre los dos. «Si…».
En un instante se me ocurrió algo; me volví y miré sin dilación hacia
arriba, buscando entre los tenebrosos riscos a mi izquierda. Algo sobresalía
bajo un gran pico, una forma de color gris. Me pregunté si no la había visto
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antes y entonces recordé que aún no había mirado hacia esa zona. Ahora lo
veía con más claridad. Era, como he dicho, gris. Tenía una cabeza tremenda,
pero carecía de ojos. Esa parte de su rostro estaba vacía.
Ahora podía ver que había otras cosas allá arriba entre las montañas. Más
distante, reclinada sobre un elevado antepecho, distinguí una masa lívida,
irregular y macabra[123]. Parecía carecer de forma, salvo por un rostro impuro,
medio animal, que asomaba, vil, desde alguna parte cerca de su centro. Y
después vi otros… había cientos de ellos. Parecían brotar de las sombras. De
inmediato reconocí a varios como deidades mitológicas; otros me resultaban
extraños, inalcanzablemente extraños, más allá de lo que una mente humana
pueda concebir.
Miraba a un lado y a otro, y cada vez veía más. Las montañas estaban
llenas de cosas extrañas: los Dioses-bestia y unos Horrores tan atroces y
bestiales que la posibilidad y la decencia rechazan todo intento de
describirlos. Y yo… yo estaba sobrecogido por una terrible sensación de
horror, miedo y repugnancia, pese a la cual no dejaba de interrogarme:
¿Había, después de todo, en los viejos cultos paganos algo más que la mera
deificación de los hombres, los animales y los elementos? El pensamiento me
atenazaba: ¿lo había?
Después, una pregunta se repetía. ¿Qué eran los Dioses-bestia y las otras
cosas? Al principio me habían parecido tan solo Monstruos esculpidos y
colocados indiscriminadamente entre los picos y los precipicios inaccesibles
de las montañas circundantes. Ahora, al examinarlos con más detenimiento,
mi mente comenzó a llegar a nuevas conclusiones. Tenían algo, una especie
indescriptible de vitalidad silenciosa que sugería a mi consciencia en
expansión un estado de vida en muerte… algo que ni en lo más mínimo era
vida tal como la comprendemos; sino más bien una forma inhumana de
existencia que podría asemejarse en buena medida a un trance imperecedero:
una condición en la que era posible imaginar que continuasen eternamente.
«¡Inmortal!», la palabra surgió espontáneamente en mis pensamientos y de
inmediato comencé a preguntarme si aquello podría ser la inmortalidad de los
dioses[124].
Y entonces, mientras me preguntaba y cavilaba, ocurrió algo. Hasta ese
momento, había permanecido dentro de la sombra de la salida de la gran
grieta. Ahora, de modo ajeno a mi voluntad, me vi arrastrado fuera de la
semioscuridad y empecé a moverme lentamente a través de aquel coliseo…
hacia la Casa. Al suceder esto, abandoné todo pensamiento sobre las Formas
prodigiosas de arriba y lo único que podía hacer era observar con miedo la
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tremenda estructura hacia la que estaba siendo conducido tan
inexorablemente. Aun así, pese a que busqué con gran atención, nada
descubrí que no hubiese visto ya, por lo que me fui calmando gradualmente.
Pronto estuve más allá de la mitad de la distancia entre la Casa y el
barranco. En torno a mí, por todas partes, se extendían la baldía desolación de
aquel lugar y el silencio ininterrumpido. Me aproximaba constantemente al
gran edificio. Entonces, de repente, algo captó mi atención, algo que venía de
detrás de uno de los enormes contrafuertes de la casa para dejarse ver por
entero. Era una cosa gigantesca que avanzaba de manera curiosa, casi erguida,
como lo haría un hombre. Apenas llevaba ropa y destacaba su aspecto
luminoso. Aun así, fue su rostro lo que más me llamó la atención y me asustó.
Era el rostro de un cerdo[125].
Silenciosa y fijamente, observé a aquella horrible criatura, con tanto
interés en sus movimientos que, por un momento, olvidé mi temor. Avanzaba
pesadamente en torno al edificio y se detenía ante cada ventana para mirar por
ella y probar los barrotes que, como en esta casa, la protegían; y, cada vez que
llegaba a una puerta, la empujaba y hurgaba furtivamente su cerradura. Era
obvio que estaba buscando algún modo de entrar en la Casa.
Me encontraba ya a menos de un cuarto de milla de la gran estructura y
seguía siendo transportado hacia ella. Bruscamente, la Cosa se volvió para
lanzar una espantosa mirada hacia donde yo me encontraba. Abrió su boca y,
por primera vez, la quietud de aquel abominable lugar se vio interrumpida por
una nota honda y resonante que hizo que me recorriera un nuevo escalofrío de
aprensión. Entonces, de inmediato, advertí que se dirigía hacia mí rápida y
silenciosamente. Al instante, había recorrido la mitad de la distancia que nos
separaba. Y, al mismo tiempo, yo seguía siendo transportado impotente a su
encuentro. A solo cien yardas, la brutal ferocidad de ese rostro gigantesco me
entumecía con una sensación de horror sin paliativos. Podría haber chillado,
pues tal era la magnitud de mi miedo; entonces, cuando me hallaba al límite
de la desesperación, me di cuenta de que estaba mirando a la arena desde
arriba, desde una altura que aumentaba rápidamente. Me elevaba más y más.
En un lapso inconcebiblemente breve, me encontré a muchos cientos de pies
de altura. Por debajo, en el punto que acababa de abandonar se encontraba la
repugnante Criatura Porcina. Se había puesto a cuatro patas para olfatear y
hozar como un auténtico cerdo la superficie de la arena. Al momento se irguió
sobre los pies y extendió sus zarpas hacia arriba, con una expresión de ansia
en el rostro como nunca he visto en este mundo.
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Seguí ascendiendo cada vez más. En lo que parecieron unos pocos
minutos, me había elevado sobre las grandes montañas, flotando solitario en
la lejanía del cielo rojo. A una distancia tremenda por debajo se veía muy
imprecisa la arena; la formidable Casa no parecía más que un diminuto punto
verde. Ya no se podía ver al Ser Porcino.
Pronto había dejado atrás las montañas y me encontraba sobre la enorme
extensión de la Planicie. A lo lejos, sobre su superficie, en la dirección del sol
en forma de anillo, aparecía un borrón confuso. Lo miré con indiferencia. Me
recordó, en cierta medida, a mi primera visión del anfiteatro montañoso.
Con una sensación de hastío, elevé la mirada hacia el inmenso anillo de
fuego. ¡Qué cosa tan extraña! Entonces, mientras lo contemplaba, de su
oscuro centro brotó un destello de fuego extraordinariamente intenso. En
comparación con el tamaño del centro negro, era insignificante; en sí mismo,
era descomunal. Avivado mi interés, lo observé con detenimiento, reparando
en su extraña forma de bullir y brillar. Entonces, en un instante, todo aquello
se volvió impreciso e irreal, y se perdió de vista. Con gran asombro, eché un
vistazo a la Planicie de abajo, sobre la que seguía elevándome. Eso me
reportó otra sorpresa. La Planicie… todo se había desvanecido y, muy lejos
debajo de mí, no se extendía más que un mar de niebla roja. Progresivamente,
mientras lo contemplaba se fue haciendo más remoto hasta disiparse en un
lejano y profundo misterio de rojo contra una noche insondable. Después de
un rato, incluso eso había desaparecido y me encontré envuelto en una
penumbra impalpable, sin luz alguna.
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IV
La Tierra
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Al poco tiempo me sentí más fuerte y alargué una mano en busca de
cerillas. Tras palpar a ciegas durante unos instantes, mis manos dieron con
ellas; encendí una y miré alrededor confuso. Todo lo que veía en torno a mí
eran cosas viejas y conocidas. Pero permanecí allí sentado, aturdido de
asombro, hasta que la llama de la cerilla me quemó el dedo y la dejé caer; al
mismo tiempo, una rápida expresión de dolor y enojo escapó de mis labios,
sorprendiéndome con el sonido de mi propia voz.
Después de un momento, prendí otra cerilla y, dando tumbos por la
habitación, fui encendiendo las velas. Mientras lo hacía, me di cuenta de que
no habían ardido por completo, sino que se habían apagado antes.
Mientras las llamas se avivaban, me volví para contemplar el estudio; mas
nada había fuera de lo usual y me invadió un repentino soplo de irritación.
¿Qué había ocurrido? Sostuve mi cabeza entre las manos tratando de recordar.
¡Ah, la gran Planicie silenciosa y el sol de fuego rojo en forma de anillo!
¿Dónde estaban? ¿Dónde los había visto? ¿Cuánto tiempo hacía? Me sentí
aturdido y confuso. En una o dos ocasiones recorrí el cuarto tambaleándome.
Mi memoria parecía adormecida y solo con mucho esfuerzo logré evocar lo
que había presenciado.
Me recuerdo maldiciendo malhumorado en mi ofuscación. De repente, me
sentí desfallecido y mareado, y tuve que agarrarme a la mesa para apoyarme.
Por unos instantes, me sostuve débilmente de ese modo y, a continuación, me
las arreglé para dejarme caer, de lado, en una silla. Después de un rato, me
sentí un poco mejor y logré alcanzar un armario donde suelo guardar brandy y
galletas. Me serví un poco del estimulante y me lo bebí. Después, cogí un
puñado de galletas y volví a mi asiento, donde comencé a devorarlas con
avidez. Estaba vagamente sorprendido por mi propio apetito. Me sentía como
si llevara una infinidad de tiempo sin comer.
Mientras comía, mi mirada recorría el cuarto, asimilando su variedad de
detalles, pero sin dejar de buscar, casi inconscientemente, algo tangible a lo
que asirse entre los misterios invisibles que me envolvían. «Seguramente —
pensé— debe de haber algo…». Y, en ese mismo instante, mi mirada recaló
en la esfera del reloj del rincón opuesto. Enseguida, dejé de comer y me limité
a observarlo. Si bien su tictac indicaba con toda certeza que seguía
funcionando, las manecillas marcaban una hora un poco anterior a la
medianoche; pero yo sabía bien que había sido bastante después cuando
presencié el primero de los extraños sucesos que acabo de describir.
Me quedé extrañado y perplejo por un momento. Si se hubiese tratado de
la misma hora que cuando había visto por última vez el reloj, habría
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concluido que las manecillas se habían atascado en una posición mientras el
mecanismo interno seguía funcionando con normalidad; pero eso no
explicaría en modo alguno que las manecillas se hubieran movido hacia atrás.
Entonces, en tanto daba vueltas al asunto en mi agotado cerebro, me llegó
como un fogonazo el pensamiento de que era casi la madrugada del día
veintidós, y que había pasado ajeno al mundo visible la mayor parte de las
últimas veinticuatro horas. Ese pensamiento acaparó mi atención durante todo
un minuto; después volví a comer. Seguía teniendo mucha hambre.
Por la mañana, durante el desayuno, pregunté casualmente a mi hermana
por la fecha y confirmé mi suposición. En efecto, me había ausentado, al
menos en espíritu, durante casi un día y una noche.
Mi hermana no me hizo preguntas, pues no era, ni mucho menos, la
primera vez que me pasaba un día entero, y a veces incluso un par de días
seguidos, en mi estudio cuando me encontraba particularmente enfrascado en
mis libros o mi trabajo.
Y pasaron los días, pero no dejo de preguntarme por el significado de todo
lo que vi aquella noche memorable. Sin embargo, sé que es poco probable que
mi curiosidad llegue a ser satisfecha.
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V
La Cosa en el Pozo
Como ya he contado, esta casa se halla rodeada por una enorme finca con
jardines salvajes, sin cultivar.
Detrás, a unas trescientas yardas de distancia, hay un profundo y oscuro
barranco conocido como el «Pozo» entre los campesinos. Por su sima discurre
un manso riachuelo, tan cubierto por los árboles que apenas se ve desde
arriba.
A este respecto, he de explicar que dicho río tiene su origen en el
subsuelo, de modo que emerge repentinamente en el extremo oriental del
barranco y desaparece, igual de abruptamente, por debajo de los precipicios
que forman su límite occidental.
Fue algunos meses después de mi visión (si es que fue tal visión) de la
gran Planicie que sentí mi atención particularmente atraída por el Pozo.
Un día, mientras caminaba por su borde Sur, ocurrió que, de pronto, se
desprendieron varios trozos de roca y esquisto[127] de la pared del precipicio
que estaba justo por debajo de mí y se precipitaron chocando luctuosamente
entre los árboles. Oí el sonido de su caída en el agua del río del fondo y,
después, silencio. No habría dedicado a este incidente más que un
pensamiento pasajero si, al instante, Pepper no se hubiera puesto a ladrar con
fiereza; y no se callaba aunque se lo ordenase, lo cual es un comportamiento
muy poco habitual en él.
Pensando que debía de haber alguien o algo en el Pozo, volví rápidamente
a la casa para coger un palo. Cuando regresé, Pepper ya había dejado de
ladrar y se encontraba gruñendo y olisqueando intranquilo en el borde.
Silbándole para que me siguiera, comencé a bajar con precaución. El Pozo
debe de tener unos ciento cincuenta pies de profundidad, así que necesitamos
algún tiempo y considerable precaución para llegar al fondo a salvo.
Una vez abajo, Pepper y yo empezamos a explorar a lo largo de las orillas
del río. Aquello estaba muy oscuro a causa de los árboles que lo cubrían, por
lo que me movía con cautela, atento a cuanto me rodeaba y con mi palo
preparado.
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Ahora Pepper estaba en silencio y se mantenía pegado a mí todo el
tiempo. Así fuimos inspeccionando un lado del río sin ver ni oír cosa alguna.
Después, cruzamos a la otra parte con un simple salto y comenzamos a
regresar abriéndonos camino entre el sotobosque.
Habríamos recorrido quizá la mitad de la distancia cuando volví a oír el
sonido de piedras cayendo desde el otro lado, de donde acabábamos de venir.
Una gran roca atravesó como un trueno las copas de los árboles para golpear
la orilla opuesta y rebotar hacia dentro del río, proyectando una cortina de
agua justo sobre nosotros. Pepper reaccionó emitiendo un profundo gruñido;
después se detuvo y levantó las orejas. Yo también escuché.
Un segundo más tarde, se oyó un sonoro berrido, entre humano y porcino,
procedente de los árboles, aparentemente desde más o menos la mitad de la
altura del precipicio del Sur. Le respondió un sonido similar desde el fondo
del Pozo. Pepper reaccionó con un ladrido breve y agudo; y cruzó el río a
brincos para desaparecer entre los arbustos.
Enseguida, oí que sus ladridos aumentaban en gravedad y número,
mezclándose con el sonido de un parloteo confuso. Cesó y del silencio
posterior surgió un chillido semihumano de agonía. Casi de inmediato, Pepper
emitió un prolongado aullido de dolor; después los matorrales se agitaron
violentamente y apareció corriendo con la cola gacha sin dejar de mirar hacia
atrás. Cuando me alcanzó, vi que estaba sangrando a causa de lo que parecía
ser un gran zarpazo en un costado que había estado a punto de descubrirle las
costillas.
Al ver a Pepper mutilado de este modo, se apoderó de mí una furiosa
sensación de cólera y haciendo girar mi vara salté adelante para internarme
entre los arbustos de los que Pepper acababa de salir. Mientras me abría
camino, me pareció oír el sonido de una respiración. Un momento después,
había llegado a un pequeño espacio abierto, justo a tiempo de ver algo de un
lívido color blanco desaparecer entre los arbustos del extremo opuesto. Con
un grito, corrí hacia aquello, pero, por más que golpeé y tanteé entre los
arbustos con mi palo, no vi ni oí otra cosa; así pues, regresé con Pepper. Tras
limpiarle la herida en el río, rodeé su cuerpo con mi pañuelo humedecido;
cuando acabé, volvimos a ascender por el barranco hacia la luz del día.
Al llegar a la casa, mi hermana preguntó qué le había sucedido a Pepper y
le dije que había estado luchando con un gato montés, de los cuales había
oído que existían algunos en aquellos derredores.
Me pareció que sería mejor no contarle lo que había sucedido en realidad;
si bien, a decir verdad, yo tampoco lo sabía apenas; lo que sí sabía era que la
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cosa que había visto perderse entre los arbustos no era un gato montés. Era
demasiado grande y tenía, en lo que había alcanzado a verlo, una piel como la
de un puerco, aunque de un malsano y muerto color blanco. Además, había
corrido erguido, o casi, sobre sus patas traseras, con un movimiento que
recordaba al de un ser humano. Eso era lo que había podido distinguir en mi
breve vistazo y, a decir verdad, sentía bastante inquietud, pero también
curiosidad mientras daba vueltas al tema en mi cabeza.
El antedicho incidente había ocurrido por la mañana.
Más tarde, después de la cena, mientras estaba sentado leyendo, ocurrió
que, al levantar la vista, de repente advertí que algo de lo que solo asomaban
los ojos y las orejas sobre la repisa de la ventana estaba mirando hacia dentro.
—¡Por Júpiter, un cerdo! —dije mientras me ponía de pie. Entonces pude
ver a esa cosa más completamente; pero no era un cerdo… solo Dios sabe qué
era aquello. Me recordó vagamente a la Cosa horrible que acechaba en la gran
arena. Su boca y su mandíbula eran grotescamente humanas pero carecía de
algo que pudiera llamarse una barbilla. La nariz se prolongaba en un morro;
eso, junto con los ojillos y las extrañas orejas, le daba un aspecto
extraordinariamente parecido al de un puerco. Frente tenía poca y todo el
rostro era de un enfermizo color blanco.
Pasé tal vez un minuto de pie mirando a aquella cosa con una creciente
sensación de asco y algo de miedo. Su boca farfullaba constantemente sin
sentido y, en una ocasión, emitió un gruñido medio porcino. Creo que sus
ojos fueron lo que más llamó mi atención; a veces, parecían brillar con una
inteligencia horriblemente humana y no dejaban de moverse rápidamente
desde mi rostro hacia los detalles de la habitación, como si mi mirada le
molestase.
Parecía estar apoyándose en el alféizar con dos manos semejantes a
zarpas. Estas zarpas, a diferencia del rostro, eran de un tono marrón arcilloso
y recordaban ligeramente a manos humanas en cuanto tenían cuatro dedos y
un pulgar; sin embargo, estaban unidos por membranas hasta la primera
articulación, de modo muy parecido a los de los patos[128]. También tenía
uñas, pero tan largas y poderosas que se asemejaban a las garras de un águila
más que a cualquier otra cosa.
Como ya he dicho, sentía algo de miedo, aunque era de una clase
impersonal. Podría explicar mi sentimiento mejor diciendo que se trataba más
bien de una sensación de aborrecimiento; como la que cabría experimentar al
encontrarse con algo de una repugnancia sobrehumana, algo impuro…
perteneciente a algún estado de existencia hasta entonces jamás soñada.
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Pasé tal vez un minuto contemplando a la criatura; después, cuando mis
nervios se templaron un poco, me sacudí de encima el impreciso temor que
me embargaba y di un paso hacia la ventana. En cuanto lo hice, la Cosa se
agachó y desapareció. Me apresuré hacia la puerta y miré alrededor con
celeridad; pero ante mi vista solo había arbustos y matorrales enmarañados.
Volví corriendo al interior de la casa y, tras coger mi arma, inicié la
búsqueda por los jardines. Mientras marchaba, me preguntaba si la criatura
que acababa de ver podría ser la misma que había entrevisto por la mañana.
Me inclinaba a pensar que sí.
Habría llevado a Pepper conmigo, pero consideré más adecuado dejar que
se le curase la herida. Además, si la criatura que acababa de ver era, como
imaginaba, su antagonista de la mañana, lo más probable es que no fuera de
mucha ayuda.
Comencé un registro sistemático. Estaba decidido a encontrar y acabar
con aquel ser porcino si era posible. ¡Al menos este era un Horror material!
Al principio, busqué con cautela, teniendo en cuenta la herida de Pepper;
pero, a medida que pasaron las horas sin hallar signo alguno de vida en los
grandes y solitarios jardines, mi aprensión fue disminuyendo. Casi sentía que
me alegraría avistarlo. Cualquier cosa parecía mejor que ese silencio, con la
sensación constante de que la criatura tal vez estuviera acechando en cada
matorral junto al que yo pasaba. Más tarde, me despreocupé del peligro, hasta
el punto de que me abría paso directamente entre los matorrales, tanteando
con el cañón de mi arma mientras avanzaba.
Grité en algunas ocasiones, pero solo me respondió el eco de mi propia
voz. Pensé que tal vez así asustaría o incitaría a la criatura para que se dejase
ver; pero solo logré que acudiese mi hermana Mary para averiguar qué
ocurría. Le dije que había visto al gato montés que había herido a Pepper y
que estaba intentando cazarlo entre los matorrales. Pareció quedarse conforme
solo a medias y volvió al interior de la casa con una expresión de duda en el
rostro. Me pregunté si habría visto o adivinado algo. Proseguí la búsqueda
ansiosamente durante el resto de la tarde. Sentía que no sería capaz de dormir
con aquella cosa bestial rondando entre los arbustos, pero, cuando cayó la
tarde, aún no había visto nada. Entonces, cuando me dirigía a casa, oí un
breve ruido ininteligible en los matorrales a mi derecha. Me volví al instante
y, tras apuntar rápidamente, disparé en la dirección del sonido.
Inmediatamente oí que algo se escabullía entre los matorrales. Se movió con
velocidad y, al cabo de un minuto, ya no se le oía. Tras unos cuantos pasos
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abandoné la persecución, consciente de su futilidad en la creciente oscuridad;
y así, con una curiosa sensación de desaliento, entré en la casa.
Esa noche, cuando mi hermana ya estaba acostada, repasé todas las
ventanas y las puertas de la planta baja para comprobar que estaban bien
cerradas. Esta precaución apenas era necesaria en cuanto a las ventanas
porque todas las de aquella planta tenían barrotes muy resistentes; pero sí fue
buena idea hacerlo en el caso de las puertas pues ninguna de las cinco que
había tenía el pestillo echado.
Cuando las hube asegurado, fui a mi estudio, pero, de algún modo, por
primera vez, ese lugar me incomodó; parecía enorme y con demasiado eco.
Pasé un rato intentando leer; pero, por fin, al resultarme imposible, me fui con
el libro a la cocina, donde ardía un buen fuego, y me senté allí.
Me atrevería a decir que llevaba un par de horas leyendo cuando, de
repente, oí un sonido que me hizo bajar el libro y escuchar con atención. Era
el ruido de algo restregando y toqueteando la puerta trasera. En una ocasión,
la puerta crujió mucho, como si la presionaran con fuerza. Durante esos
breves momentos, experimenté una indescriptible sensación de terror, como
nunca creí posible. Me temblaron las manos, me bañó un sudor frío y me
estremecí violentamente.
Me calmé poco a poco. Los movimientos furtivos del exterior habían
cesado.
Después me pasé una hora sentado, vigilando. De pronto, me volvió a
embargar la sensación de miedo. Me sentía como imagino que debe de estar
un animal bajo la mirada de una serpiente. Sin embargo, no oía sonido
alguno. Aun así, no cabía duda de que había alguna influencia desconocida en
acción.
Poco a poco, casi imperceptiblemente, empecé a escuchar algo… un
sonido que se fue definiendo como un tenue murmullo. Rápidamente aumentó
hasta convertirse en un coro, amortiguado pero espantoso, de chillidos
bestiales. Parecía surgir de las entrañas de la Tierra.
Escuché un ruido sordo y mi mente embotada apenas alcanzó a
comprender que se me había caído el libro. Después me quedé sentado y así
me encontró la luz del día cuando comenzó a penetrar pálidamente a través de
las altas ventanas con barrotes de la gran cocina.
Mi sensación de estupor y miedo se disipó con la luz del alba; y recobré
mayor control de mis facultades.
A continuación, recogí mi libro y me arrastré hasta la puerta para
escuchar. Ni un solo sonido rompió el frío silencio. Permanecí allí varios
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minutos; después, poco a poco y con mucho cuidado, descorrí el cerrojo y
abrí la puerta para mirar afuera.
Mi precaución era innecesaria. No se veía más que el paisaje gris de
árboles y arbustos tristes y enmarañados que se extendía hasta los distantes
sembrados.
Con un estremecimiento, cerré la puerta y me dirigí en silencio hacia la
cama.
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VI
Los Seres Porcinos
Había pasado una semana y era por la tarde. Mi hermana estaba sentada en el
jardín, cosiendo. Yo caminaba de acá para allá mientras leía. Mi arma estaba
apoyada contra el muro de la casa pues, desde la aparición de aquel extraño
ser en los jardines, había juzgado oportuno tomar precauciones. Sin embargo,
no había visto u oído motivo alguno para alarmarme en toda la semana; por
eso, podía contemplar el incidente con calma, si bien todavía con una
desmesurada sensación de asombro y curiosidad.
Como he dicho, estaba caminando de un lado para otro y bastante absorto
en mi libro. De pronto, oí un estruendo procedente de la zona del Pozo. Me
volví con un rápido movimiento y vi una tremenda nube de polvo elevándose
hacia el cielo vespertino.
Mi hermana se había puesto de pie con una aguda exclamación de
sorpresa y susto.
Le dije que se quedara donde estaba, agarré mi arma y corrí hacia el Pozo.
Mientras me acercaba, oía un ruido grave y continuo que se fue intensificando
rápidamente hasta convertirse en un estrépito, interrumpido por el sonido de
golpes más profundos, y del Pozo surgió una nueva polvareda.
El ruido cesó, aunque el polvo seguía ascendiendo turbulentamente.
Llegué al borde y miré hacia abajo; pero no pude ver más que un bullir de
nubes de polvo arremolinándose aquí y allá. El aire estaba tan cargado de
pequeñas partículas que me cegaba y asfixiaba; al final, tuve que apartarme de
aquel sofoco para respirar.
Poco a poco, la materia en suspensión fue bajando hasta formar una
panoplia sobre la boca del Pozo.
Solo podía especular sobre lo que había ocurrido.
No me cabía duda de que debía de haberse producido algún tipo de
corrimiento de tierra cuya causa escapaba a mi conocimiento. Aun así, no
dejaba de imaginar cosas, pues ya estaba acordándome de aquellas rocas que
cayeron y de la Cosa del fondo del Pozo. Sin embargo, en los primeros
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minutos de confusión, no acerté a alcanzar la conclusión natural a la que
apuntaba aquella catástrofe.
Lentamente, el polvo se fue depositando, hasta que pude acercarme al
borde para mirar hacia abajo.
Observé impotente durante un rato, tratando de ver a través de la calima.
Al principio era imposible distinguir algo. Después, al seguir mirando, pude
ver algo allí abajo, a mi izquierda, que se movía. Continué observando con
atención y, de pronto, distinguí otra cosa y, entonces, otra más: tres formas
borrosas que parecían estar trepando por la pared del Pozo. No las veía con
detalle. Mientras miraba preguntándome qué podían ser, oí un tintín de
piedras en alguna parte a mi derecha. Volví la mirada hacia allá rápidamente;
pero no vi nada. Me incliné hacia delante para mirar en el Pozo y vi, justo por
debajo de mí, nada menos que un rostro de cerdo, blanco y espantoso, que
había escalado hasta apenas un par de yardas de mis pies. Más abajo, pude
distinguir otros varios. Al verme, la Cosa emitió un berrido brusco y
destemplado, al que respondieron desde todos los puntos del Pozo. Ante eso,
sentí un arrebato de horror y miedo, e, inclinándome, descargué mi arma
contra su rostro. Inmediatamente, la criatura desapareció entre un repiqueteo
de tierra y piedras desprendidas.
Por un momento se hizo el silencio, a lo que probablemente debo mi vida;
pues entonces pude oír las pisadas de muchos pies y, al volverme
rápidamente, vi un pelotón de aquellas criaturas corriendo hacia mí. Al
instante, levanté el arma y disparé contra el más adelantado, que se desplomó
de inmediato, con un aullido espantoso. Después eché a correr. A más de la
mitad del camino entre mi casa y el Pozo, vi a mi hermana… venía hacia mí.
No podía distinguir su rostro porque ya había caído la tarde; pero había miedo
en su voz mientras preguntaba por qué estaba disparando.
—¡Corre! —le grité como respuesta—. ¡Corre por tu vida!
Sin más dilación, se volvió y huyó, levantándose las faldas con las dos
manos. Mientras la seguía, miré hacia atrás. Los brutos corrían sobre sus patas
traseras y a veces se apoyaban sobre las cuatro.
Creo que debió de ser el terror en mi voz lo que espoleó a Mary para
correr de ese modo; pues estoy convencido de que aún no había llegado a ver
a aquellas criaturas infernales que nos perseguían.
Continuamos adelante, con mi hermana en cabeza.
A cada momento, el sonido más próximo de las pisadas me indicaba que
los brutos estaban recortando la distancia rápidamente. Por suerte, estoy
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acostumbrado a llevar una vida activa en algunos aspectos. Aun así, estaba
empezando a acusar seriamente el esfuerzo de la carrera.
Al frente, podía ver la puerta trasera… afortunadamente estaba abierta. Ya
me encontraba más o menos a media docena de yardas por detrás de Mary, y
la respiración se me entrecortaba en la garganta. Entonces algo me tocó un
hombro. Giré la cabeza rápidamente y vi uno de aquellos monstruosos y
pálidos rostros muy cerca del mío. Una de las criaturas había sacado ventaja a
sus compañeros y casi me había alcanzado. Mientras me volvía, me agarró de
nuevo. Con un esfuerzo súbito, salté hacia un lado y, blandiendo mi arma por
el cañón, la estrellé contra la cabeza de la horrible criatura. La Cosa se
derrumbó con un gemido casi humano.
Este breve retraso estuvo a punto de bastar para que me alcanzara el resto
de los brutos; por eso, sin desperdiciar un solo instante, eché a correr hacia la
puerta.
Al alcanzarla, me lancé dentro de la entrada; a continuación, me giré
rápidamente, pegué un portazo y corrí el cerrojo, justo cuando la primera de
aquellas criaturas se topaba bruscamente contra la puerta.
Mi hermana estaba sentada en una silla, jadeando. Parecía al borde del
desmayo, pero yo no podía dedicarle tiempo en aquellos momentos. Tenía
que asegurarme de que todas las puertas estuvieran bien cerradas. Por suerte
lo estaban. La que conducía desde mi estudio hacia los jardines fue la última a
la que me dirigí. Acababa de comprobar que tenía echado el cerrojo cuando
me pareció oír un ruido fuera. Permanecí por completo en silencio y escuché.
¡Sí! Ahora podía distinguir el sonido de unos susurros y de algo que se
deslizaba sobre la puerta haciendo un ruido áspero y rasposo. Evidentemente,
alguno de los brutos estaba tanteando la puerta con aquellas zarpas que tenían
por manos, tratando de descubrir algún modo de entrar.
El hecho de que las criaturas hubieran encontrado la puerta tan pronto
demostraba, a mi juicio, sus capacidades de razonamiento. Me confirmaba
que no se les podía considerar, en absoluto, como meros animales. Ya lo
había intuido antes, cuando aquella primera Cosa se había asomado por mi
ventana. Entonces le apliqué la calificación de sobrehumano, con un
conocimiento casi instintivo de que la criatura era algo diferente de una bestia
bruta. Algo más allá de lo humano, aunque no en buen sentido, sino algo
terrible y hostil a lo que hay de elevado y bueno en la humanidad. En
resumen, algo inteligente y, sin embargo, inhumano. Simplemente pensar en
las criaturas me llenaba de asco.
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Entonces me acordé de mi hermana y me acerqué a la alacena por una
botella de brandy y una copa. Bajé con ellas a la cocina, llevando además una
vela encendida. Ya no estaba sentada en la silla sino que había caído y yacía
bocabajo en el suelo.
Le di la vuelta con mucha delicadeza y levanté un poco su cabeza.
Después vertí un poco de brandy entre sus labios. Al cabo de un rato se
estremeció ligeramente. Un poco más tarde, boqueó varias veces y abrió los
ojos. Me miró inconsciente, entre sueños. Después sus ojos se cerraron
lentamente y le di un poco más de brandy. Siguió en silencio tal vez durante
un minuto más, respirando rápidamente. De repente, sus ojos volvieron a
abrirse y me pareció que tenía las pupilas dilatadas, como si el miedo hubiera
llegado al recuperar la consciencia. Entonces se sentó, con un movimiento tan
inesperado que me hizo retirarme. Advirtiendo que estaba aturdida, alargué
una mano para tranquilizarla. Ella reaccionó con un sonoro grito y,
poniéndose a toda prisa de pie, salió corriendo de la habitación.
Permanecí allí de rodillas por un momento, mientras sostenía la botella de
brandy. Estaba extremadamente intrigado y asombrado.
¿Podía estar asustada de mí? ¡No! ¿Por qué iba a estarlo? Solo se me
ocurría que sus nervios hubiesen quedado gravemente afectados y que
estuviera sufriendo un trastorno temporal. Oí un portazo escaleras arriba y
supe que se había refugiado en su dormitorio. Dejé la botella de brandy sobre
la mesa. Un sonido procedente de la puerta trasera me llamó la atención. Me
dirigí hacia ella y escuché. Parecía sacudida, como si algunas de las criaturas
estuvieran intentando forzarla con sigilo; pero tanto su construcción como su
instalación eran demasiado sólidas para que se moviera con facilidad.
Fuera, en los jardines, se incrementaba un sonido continuo. Un oyente
ocasional podría haberlo tomado erróneamente por gruñidos y berridos de una
piara de cerdos. Sin embargo, mientras estuve allí detecté una razón de ser en
aquellos sonidos porcinos. Poco a poco, me pareció advertir que se
asemejaban a un habla humana pastosa y pegajosa, como si pronunciaran
cada sonido con dificultad; aun así, cada vez estaba más convencido de que
no se trataba de un mero batiburrillo de sonidos, sino de un rápido
intercambio de ideas.
A esas alturas, los pasillos estaban ya bastante oscuros y de ellos surgían
todos los diversos quejidos y gemidos que abundan en una casa vieja después
de caer la noche. Eso ocurre, sin duda, porque entonces hay más silencio y
uno tiene más tiempo para escuchar. Además, podría ser correcta la teoría
según la cual, al ocultarse el Sol, el cambio repentino de temperatura afecta a
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la estructura de la casa de algún modo, haciéndola contraerse y asentarse
durante la noche. Como quiera que sea, aquella noche en particular, habría
prescindido con placer de todos aquellos ruidos extraños. Me parecía que
cada chirrido y cada crujido anunciaban la llegada de alguna de esas Cosas
por los oscuros corredores; si bien sabía en el fondo que no podía ser así, pues
yo mismo había comprobado que las puertas estaban bien cerradas.
Sin embargo, estos sonidos fueron haciendo mella en mis nervios
paulatinamente hasta el punto de que me pareció que, aunque solo fuera como
castigo a mi cobardía, debería hacer una ronda por la planta inferior y, si
había algo por allí, hacerle frente. Después subiría al estudio, pues sabía que
me resultaría imposible dormir con la casa rodeada por criaturas en parte
animales y en parte algo completamente diferente, y del todo impías.
Descolgando la lámpara de la cocina de su gancho, recorrí bodega tras
bodega, y una habitación tras otra; atravesé la despensa y la carbonera;
también los corredores así como los innumerables pasillos sin salida y los
recovecos ocultos que conforman la planta inferior de la vieja casa. Después,
cuando estuve seguro de haber revisado todos los rincones y huecos
suficientemente grandes como para que algo de cierto tamaño pudiera
esconderse, me dirigí a las escaleras.
Ya con un pie en el primer escalón, me detuve. Me pareció oír un
movimiento en la bodega a la izquierda de la escalera. Era uno de los
primeros sitios que había inspeccionado, pero estaba seguro de que mis oídos
no me habían engañado. Mis nervios ya estaban muy tensos y, sin dudarlo,
me dirigí a la puerta sosteniendo la lámpara por encima de mi cabeza. De un
vistazo comprobé que el lugar estaba vacío, salvo por las pesadas baldas de
piedra apoyadas sobre pilares de ladrillo; y estaba a punto de marcharme,
convencido de que me había equivocado, cuando, al volverme, mi luz se
reflejó en dos puntos brillantes fuera de la ventana. Me quedé observando
unos instantes. Entonces se movieron… giraron lentamente y lanzaron
destellos alternos de rojo y verde; al menos, eso me pareció. Supe entonces
que eran ojos.
Lentamente, distinguí el sombrío contorno de una de las Cosas.
Aparentemente estaba agarrada a los barrotes de la ventana en una postura
que parecía de escalada. Me acerqué a la ventana y alcé más la luz. No había
razón para temer a la criatura; los barrotes eran fuertes y existía poco riesgo
de que lograra moverlos. Sin embargo, de repente, a pesar de saber que el
bruto no podía alcanzarme para hacerme daño, volvió a embargarme la
horrible sensación de miedo que me había asaltado aquella noche de la
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semana anterior. Era el mismo sentimiento de temor desamparado y
estremecedor. Advertí confusamente que la criatura tenía sus ojos clavados en
los míos con una mirada fija y alucinante. Traté de mirar a otra parte, pero no
pude. Ahora me parecía ver la ventana a través de una niebla. A continuación
pensé que llegaban otros ojos para observarme, y aún más; hasta que me
pareció que una galaxia entera de orbes malignos me subyugaba con sus
miradas.
La cabeza empezó a darme vueltas y a palpitar violentamente. Entonces,
noté un agudo dolor físico en mi mano izquierda. Se hizo más intenso hasta
que me obligó literalmente a prestarle atención. Haciendo un esfuerzo
tremendo bajé la vista, de tal modo que se rompió el trance que me tenía
atrapado. Me di cuenta entonces de que, en mi agitación, inconscientemente
había agarrado la lámpara por el vidrio caliente y me había hecho una
quemadura importante en la mano. Volví a alzar la mirada hacia la ventana.
Había perdido su aspecto neblinoso y ahora podía ver que en ella se apiñaban
docenas de rostros bestiales. Con un repentino arrebato de ira, levanté la
lámpara y la arrojé contra la ventana. Golpeó el vidrio (y rompió una de las
hojas), y pasó entre dos de los barrotes hacia el jardín, derramando aceite
ardiente en su trayecto. Oí varios alaridos de dolor y, cuando mis ojos se
acomodaron a la oscuridad, descubrí que las criaturas habían abandonado la
ventana.
Tras recobrar la compostura, busqué a tientas la puerta y, cuando la
encontré, me dirigí a las escaleras, tropezando a cada paso. Me sentía
aturdido, como si hubiese recibido un golpe en la cabeza. Al mismo tiempo,
me escocía mucho la mano y me embargaba una rabia nerviosa y sorda contra
aquellas Cosas.
Al llegar a mi estudio, encendí las velas. Cuando las llamas se avivaron,
su luz se reflejó sobre el estante de armas de fuego del muro lateral. Su visión
me recordó que, gracias a ellas, disponía de un poder que, como ya había
podido comprobar, era tan fatal para aquellos monstruos como para los
animales más corrientes; y decidí que iba a pasar a la ofensiva.
En primer lugar me vendé la mano, puesto que el dolor no había tardado
en volverse insoportable. Después de hacerlo, pareció aliviarse y crucé la
habitación hacia el estante de los fusiles. De allí escogí un pesado fusil —un
arma vieja y de confianza—, me aprovisioné de munición y subí a una de las
pequeñas torres que coronan la casa.
Descubrí que no tenía visibilidad desde allí. Los jardines parecían un
difuso borrón de sombras, tal vez un poco más negro donde estaban los
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árboles. Eso era todo y sabía que era inútil disparar hacia aquella oscuridad.
Lo único que podía hacer era esperar hasta que la Luna se elevase y tal vez
entonces podría matar a algunos.
Mientras tanto, me quedé sentado, con los oídos atentos. Ahora los
jardines estaban relativamente tranquilos, y solo escuché algunos gruñidos y
berridos esporádicos. No me gustaba ese silencio; me hacía pensar en qué
maldad estarían tramando las criaturas. Bajé dos veces de la torre para
recorrer la casa, pero todo estaba tranquilo.
En una ocasión, escuché un sonido procedente de donde estaba el Pozo,
como si hubiera caído más tierra. A continuación, durante unos quince
minutos, se produjo una conmoción abajo entre los merodeadores de los
jardines. Una vez cesó, todo volvió a quedar en silencio.
Alrededor de una hora más tarde, la luz de la Luna asomó por encima del
lejano horizonte. Desde donde estaba sentado, podía verla más allá de los
árboles; pero no fue hasta que se elevó del todo sobre ellos que alcancé a
distinguir los jardines que tenía debajo con más detalle. Ni siquiera entonces
podía ver a los brutos; hasta que se me ocurrió estirar el cuello hacia fuera y
vi a varios tendidos bocabajo contra el muro de la casa. No podía distinguir lo
que hacían. Era, sin embargo, una oportunidad demasiado buena para dejarla
pasar, así que apunté y disparé al que tenía directamente por debajo de mí. Se
oyó un chillido estridente y, cuando se despejó el humo, vi que estaba tendido
sobre su espalda, retorciéndose casi sin fuerzas. Después se hizo el silencio.
Los otros habían desaparecido.
Inmediatamente después escuché un fuerte berrido, procedente del Pozo.
Obtuvo un centenar de respuestas desde todos los puntos del jardín. Eso me
dio una idea del número de criaturas y comencé a entender que todo aquel
asunto era aún más grave de lo que había imaginado.
Mientras estaba allí sentado en silencio y ojo avizor, me puse a pensar.
¿Por qué estaba pasando todo esto? ¿Qué eran estas Cosas? ¿Qué significaba
esto? Entonces mis pensamientos se remontaron a la visión (aunque ni
siquiera ahora estoy seguro de que fuera una visión) de la Planicie del
Silencio. ¿Qué significaba aquello? Me lo preguntaba. ¿Y la Cosa de la
arena? ¡Puaj! Por último, pensé en la casa que había visto en aquel remoto
lugar. Aquella casa, tan parecida a esta en cada detalle de su estructura
externa que podría haber sido modelada a partir de ella; o esta a partir de
aquella. Nunca lo había pensado…
En ese momento, llegó otro prolongado berrido desde el Pozo, seguido, un
segundo después, por otros dos más breves. De inmediato, el jardín se llenó
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de gritos de respuesta. Me puse de pie rápidamente y miré por encima del
parapeto. A la luz de la Luna, parecía como si los arbustos estuviesen vivos.
Estaban revueltos por acá y por allá, como si los sacudiera un viento fuerte e
irregular; al mismo tiempo, llegó a mis oídos un murmullo continuo y un
ruido de pies al trote. En varias ocasiones, vi la luz lunar resplandecer sobre
figuras blancas que corrían entre los matorrales y les disparé un par de veces.
La segunda, mi disparo fue seguido por un breve berrido de dolor.
Un minuto después, los jardines quedaron en silencio. Desde el Pozo
llegaba un profundo y ronco babel de parloteo porcino. En ocasiones, unos
gritos airados batían el aire y les respondían unos gruñidos multitudinarios. Se
me ocurrió que estaban celebrando algún tipo de asamblea, tal vez para
discutir el problema de la entrada en la casa. También pensé que parecían
muy enfurecidos, probablemente a causa de los disparos que había acertado.
Se me ocurrió que ese era un buen momento para hacer una revisión final
de nuestras defensas. Procedí a hacerlo de inmediato, visitando de nuevo la
planta inferior y examinando todas las puertas. Por suerte, igual que la trasera,
todas estaban hechas de roble macizo tachonado de hierro. Después subí al
estudio. Esa puerta me preocupaba más. Era evidente que se trataba de una
fabricación más moderna que las demás y, aun siendo una pieza robusta,
carecía de la sólida firmeza de las otras.
Aquí debo explicar que, a este lado de la casa, el terreno se eleva en una
pequeña porción de césped hacia la cual conduce esta puerta y por eso tienen
barrotes las ventanas del estudio. Todas las demás entradas —a excepción del
gran portal, que nunca se abre— están en la planta inferior.
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VII
El ataque
Pasé algún tiempo dando vueltas a cómo reforzar la puerta del estudio.
Finalmente, bajé a la cocina y, con cierta dificultad, subí varios pesados
trozos de madera. Los coloqué oblicuamente haciendo cuña contra la puerta
desde el suelo, y los clavé arriba y abajo. Tras media hora de trabajo duro, la
tuve apuntalada a mi gusto.
Después, más tranquilo, recogí mi abrigo, que había dejado a un lado, y
me dispuse a atender un par de asuntos antes de regresar a la torre. Fue
mientras estaba ocupado en eso cuando oí que toqueteaban la puerta y que
comprobaban el picaporte. Permanecí en silencio, a la espera. Al poco, oí a
varias de las criaturas por fuera. Se gruñían unos a otros quedamente.
Después se hizo el silencio durante un minuto. De pronto, sonó un gruñido
grave y rápido, y la puerta crujió bajo una tremenda presión. Habría reventado
hacia el interior de no ser por los refuerzos que había colocado. La carga cesó
tan rápidamente como había empezado y volvieron a parlotear.
Repentinamente, una de las Cosas berreó quedamente y oí cómo se
aproximaban otras. Tras una breve deliberación, volvió a hacerse el silencio;
me di cuenta de que habían llamado a varias más para que les ayudasen.
Presintiendo que ese era el momento de la verdad, me preparé, con mi rifle
dispuesto. Si la puerta cedía, al menos acabaría con tantos de ellos como me
fuera posible.
Una vez más se oyó la señal grave; y, una vez más, la puerta crujió bajo
una fuerza enorme. Durante lo que fue tal vez un minuto, la presión se
mantuvo; y yo aguardé nervioso, esperando que la puerta cayera con un
golpe. Pero no; los puntales resistieron y el intento se vio frustrado. A
continuación volvió a oírse su horrible habla a gruñidos y, en el transcurso,
me pareció distinguir el ruido de nuevas incorporaciones.
Tras una larga discusión, durante la cual sacudieron varias veces la puerta,
se callaron de nuevo y supe que iban a hacer un tercer intento de echarla
abajo. Estaba casi desesperado. Los soportes ya habían sufrido un serio
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castigo en los dos ataques anteriores y mucho me temía que esta vez
demostrase ser más de lo que podían resistir.
En ese momento, como una inspiración, una idea se iluminó en mi
atribulado cerebro. Al instante, pues no había tiempo para dudas, salí
corriendo de la habitación y subí una escalera tras otra. Esta vez no me dirigí
a una de las torres, sino al propio tejado plano y emplomado. Lo crucé a toda
velocidad hasta el parapeto que lo rodea y miré hacia abajo. Al hacerlo, oí la
breve señal en forma de gruñido e, incluso desde allí arriba, sentí el chasquido
de la puerta ante la acometida.
No había un solo momento que perder, así que me incliné hacia delante y,
apuntando rápidamente, disparé. Se oyó un potente estampido al que siguió,
casi mezclándose con él, el fuerte ruido de la bala hundiéndose en su blanco.
De abajo llegó un chillido de lamento y la puerta dejó de crujir. Entonces, al
levantarme del parapeto, un gran trozo de piedra del tejadillo se deslizó
debajo de mí para ir a estrellarse sobre la multitud desorganizada de abajo.
Varios alaridos horribles temblaron en el aire nocturno y, a continuación,
escuché el sonido de pies corriendo. Me asomé con cuidado. A la luz de la
Luna, pude ver la gran piedra del tejadillo justo delante del umbral de la
puerta. Me pareció que había algo bajo ella —varias cosas blancas—, pero no
podía estar seguro.
Y así pasaron unos cuantos minutos.
Mientras observaba, vi que algo salía de la sombra de la casa. Era una de
las Cosas. Fue hasta la piedra en silencio y se agachó. No podía ver lo que
hacía. Al cabo de un minuto, se puso de pie. Tenía algo en las garras, se lo
llevó a la boca y le arrancó un bocado…
Por un momento, no me di cuenta. Después, lentamente, lo comprendí. La
Cosa se inclinó de nuevo. Era horrible. Empecé a cargar mi fusil. Cuando
volví a mirar, el monstruo estaba tirando de la piedra para moverla hacia un
lado. Apoyé el fusil en el tejadillo y apreté el gatillo. El bruto se desplomó
sobre su rostro y pataleó ligeramente.
Casi al mismo tiempo que el estampido del disparo, oí otro sonido, el de
vidrios rompiéndose. Tan pronto como tuve recargada el arma, corrí por el
tejado y bajé los dos primeros tramos de escaleras.
Allí me detuve a escuchar. En eso, sonó otro tintineo de vidrios cayendo.
Parecía proceder de la planta de abajo. Alarmado, bajé a saltos la escalera y,
guiado por el repiqueteo de la hoja de la ventana, llegué a la puerta de uno de
los dormitorios desocupados que había en la parte trasera de la casa. La abrí
de un empujón. La habitación estaba débilmente iluminada por la Luna; la
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mayor parte de la luz era bloqueada por figuras que se movían en la ventana.
Incluso conmigo allí, uno trató de colarse por ella en la habitación. Elevé mi
arma hacia aquello y le disparé a quemarropa, llenando la habitación con un
estallido ensordecedor. Cuando se disipó el humo, pude ver que el cuarto
estaba vacío y que la ventana estaba despejada. La habitación estaba mucho
más iluminada. El aire nocturno entraba, frío, a través de las hojas destrozadas
de las ventanas. Abajo, en la noche, sonaban un débil gemido y un murmullo
confuso de voces porcinas.
Me situé a un lado de la ventana, recargué y me quedé allí de pie, a la
espera. De pronto, escuché un sonido de forcejeo. Desde donde estaba, entre
las sombras, podía ver sin que me vieran.
Los sonidos se aproximaron y entonces vi que algo asomaba sobre el
alféizar para agarrarse al marco roto de la ventana. Asió un trozo de madera; y
ahora podía distinguir que se trataba de una mano y un brazo. Un momento
después, se dejó ver el rostro de una de las criaturas porcinas. Antes de que
pudiera usar mi fusil o hacer cualquier otra cosa, se oyó un agudo crujido: cr-
ac-k; y el marco de la ventana cedió al peso de la Cosa. Al instante, un golpe
seco de aplastamiento y un sonoro quejido me indicaron que había caído al
suelo. Con un anhelo salvaje de que se hubiera matado, acudí a la ventana. La
Luna había quedado oculta tras una nube, así que no pude ver; sin embargo, el
rumor constante del parloteo, justo desde debajo de donde yo me encontraba,
significaba que había varios más de los brutos muy cerca.
Mientras permanecía allí, mirando hacia abajo, me maravillaba cómo las
criaturas habían podido trepar tan alto; pues el muro es relativamente liso,
mientras que la distancia al suelo debe de ser, al menos, de ochenta pies.
De repente, allí inclinado observando, vi vagamente que una línea negra
cortaba la sombra gris del costado de la casa. Pasaba a la izquierda de la
ventana, a una distancia de un par de pies. Me acordé de que era una tubería
conectada a la canaleta que se había instalado hacía algunos años para
evacuar el agua de lluvia. Me había olvidado de ella. Ahora entendía cómo las
criaturas habían logrado alcanzar la ventana. Aún estaba explicándomelo
cuando oí un débil sonido de algo reptando y arañando, y supe que se
acercaba otro de los brutos. Esperé un poco; después, me asomé por la
ventana y tanteé la tubería. Descubrí para mi deleite que estaba bastante suelta
y, haciendo palanca con el cañón del fusil, conseguí separarla de la pared.
Trabajé con rapidez. Entonces, sujetándola con las dos manos, arranqué toda
la tubería y la dejé caer al jardín, con la Cosa aún agarrada a ella.
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Esperé allí unos minutos más, escuchando; pero no oí más que la primera
protesta general. Ahora sabía que ya no tenía por qué temer un nuevo ataque
desde aquel flanco. Había eliminado la única manera de alcanzar la ventana y,
puesto que no había tuberías adyacentes a las restantes ventanas que pudieran
facilitar las habilidades trepadoras de los monstruos, empecé a sentir mayor
confianza en poder escapar de sus garras.
Salí de la habitación y me dirigí al estudio. Estaba ansioso por comprobar
cómo había sobrellevado la puerta el reto de aquel último asalto. Cuando
entré, encendí dos velas y después cerré la puerta. Uno de los grandes
puntales había sido desplazado y la puerta había cedido unas seis pulgadas
hacia dentro por ese lado.
¡Había sido providencial que lograra ahuyentar a los brutos justo cuando
lo hice! ¡Y la piedra del tejadillo! Me preguntaba, vagamente, cómo había
logrado hacerla caer. No había notado que estuviera suelta cuando disparé; sin
embargo, al ponerme de pie, se deslizó por debajo de mí… Tenía la impresión
de que el rechazo de la fuerza atacante se había debido más a esa oportuna
caída que a mi fusil. Entonces se me ocurrió que lo mejor sería que
aprovechase la ocasión para apuntalar la puerta de nuevo. Era evidente que las
criaturas no habían vuelto desde la caída de la piedra del tejadillo; ¿pero quién
podía saber cuánto tiempo se mantendrían alejados?
Sin perder tiempo, me puse a reparar la puerta, trabajando duro y con
ansiedad. En primer lugar, bajé al sótano y, rebuscando, encontré varios
trozos de unos pesados tablones de roble. Regresé con ellos al estudio y, tras
retirar los puntales, coloqué las tablas contra la puerta. Entonces, clavé sobre
ellas los extremos superiores de los maderos, los encajé firmemente por
debajo y los volví a clavar.
Así dejé la puerta mejor asegurada que nunca; había quedado firmemente
reforzada con las tablas y estaba convencido de que soportaría aún más
presión que hasta entonces sin ceder.
Después de eso, encendí la lámpara que había traído de la cocina y fui a
ver las ventanas de abajo.
Ahora que había visto un ejemplo de la fuerza que poseían las criaturas,
sentía una gran intranquilidad por las ventanas de la planta baja pese a la
firmeza de sus barrotes.
Primero fui a la bodega junto a la escalera, pues recordaba vívidamente mi
reciente aventura allí. Hacía frío dentro y el susurro del viento al entrar por
los vidrios rotos producía una nota espeluznante. Aparte del ambiente tétrico
en general, el lugar estaba tal como yo lo había dejado esa noche. Fui hasta la
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ventana y examiné los barrotes de cerca; al hacerlo, comprobé su
reconfortante grosor. Aun así, al estudiarla más detenidamente, me pareció
que el barrote central estaba ligeramente doblado; no obstante, era casi
inapreciable y quizá llevase años así. Nunca antes les había prestado especial
atención.
Pasé una mano a través de la ventana rota y probé la barra. Estaba tan
firme como una roca. Tal vez las criaturas habían tratado de «moverla» y, al
descubrir que eran incapaces de hacerlo, habían desistido. Después de eso,
hice una ronda para revisar todas las ventanas, una tras otra; las examiné
atentamente, pero en ninguna otra parte pude hallar indicio alguno de que las
hubieran intentado forzar. Cuando acabé mi repaso, regresé al estudio y me
serví un poco de brandy. Después me fui a la torre a vigilar.
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VIII
Tras el ataque
Eran alrededor de las tres de la mañana cuando el cielo del Este ya empezaba
a palidecer con la llegada del alba. Poco a poco, se iba haciendo de día y, bajo
su luz, pude examinar los jardines detenidamente; sin embargo, no hallé rastro
de los brutos por parte alguna. Me incliné hacia delante y miré hacia la base
del muro para ver si el cuerpo de la Cosa a la que había disparado seguía allí.
No estaba. Supuse que otros de esos monstruos lo habrían retirado durante la
noche.
Entonces bajé al tejado y fui hasta el hueco de la piedra del tejadillo que
se había desprendido. Cuando lo alcancé, miré hacia abajo. Sí, allí estaba la
piedra, tal como la había visto por última vez; pero no parecía haber nada bajo
ella; tampoco podía ver a las criaturas que su caída había matado.
Evidentemente, también se las habían llevado. Me volví y bajé a mi estudio.
Allí me senté, agotado. Estaba completamente exhausto. Ya había bastante
luz; si bien el calor de los rayos del Sol aún no se hacía notar. Un reloj dio las
cuatro.
Me desperté sobresaltado y miré alrededor a toda prisa. El reloj del rincón
marcaba las tres. Ya era por la tarde. Debía de haber pasado casi once horas
durmiendo.
Con una especie de espasmo, me incorporé en el asiento y escuché. La
casa estaba en absoluto silencio. Me puse de pie despacio y bostecé. Como
seguía sintiéndome desesperadamente cansado, volví a sentarme mientras me
preguntaba qué me había despertado.
Pronto llegué a la conclusión de que debía de haber sido el reloj dando la
hora; y estaba empezando a cabecear cuando un sonido repentino me
devolvió, otra vez, a la consciencia. Era el sonido de una pisada, como si
alguien se moviera cautelosamente por el corredor que conducía a mi estudio.
Me puse en pie al instante y agarré mi fusil. Esperé sin hacer ruido. ¿Habrían
logrado entrar las criaturas mientras dormía? Me lo estaba preguntando
cuando las pisadas llegaron a mi puerta, se detuvieron por un momento y
después continuaron por el pasillo. Silenciosamente, fui de puntillas hasta la
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puerta y eché un vistazo fuera. Entonces experimenté una sensación de alivio
tal como la de un criminal indultado: era mi hermana. Se dirigía a las
escaleras.
Salí al corredor y estaba a punto de llamarla cuando se me ocurrió que era
muy extraño que hubiera pasado de largo ante mi puerta con tanto sigilo.
Estaba intrigado y, por un breve instante, acaparó mi pensamiento la idea de
que no se trataba de ella sino de algún nuevo misterio de la casa. No obstante,
en cuanto alcancé a ver su vieja enagua, la idea se desvaneció tan rápidamente
como se había formado y reí para mis adentros. Era imposible confundir
aquella antigua prenda. Aun así, me preguntaba qué estaría haciendo y, al
recordar su estado mental del día anterior, me pareció que tal vez fuera mejor
seguirla en silencio, con cuidado de no alarmarla, para ver qué iba a hacer. Si
se comportaba racionalmente, todo bien; si no, tendría que tomar medidas
para controlarla. No podía correr riesgos innecesarios, teniendo en cuenta el
peligro que nos amenazaba.
Llegué rápidamente al principio de la escalera y me detuve un momento.
Entonces oí un sonido que me hizo bajar a brincos, a un ritmo frenético: eran
pestillos deslizándose. La insensata de mi hermana estaba abriendo los
cerrojos de la puerta trasera.
La alcancé justo cuando tenía su mano sobre el último pestillo. No me
había visto y, antes de que pudiera reaccionar, la tenía sujeta por el brazo. Me
lanzó una mirada, como un animal asustado, y soltó un alarido.
—¡Venga, Mary! —dije severo—. ¿Qué significa esta tontería? ¡No
querrás decirme que no entiendes el peligro, que intentas tirar nuestras vidas
por la borda de esta manera!
Ella no me respondió; tan solo se estremeció violentamente, jadeando y
sollozando, como si experimentara un miedo supremo.
Razoné con ella durante varios minutos, señalando la necesidad de ser
cautos y pidiéndole que tuviese valor. Ahora había poco que temer —le
expliqué, queriendo creer que decía la verdad— pero debía ser sensata y no
intentar salir de la casa en unos cuantos días.
Desesperado, terminé por desistir. Era inútil hablar con ella;
evidentemente se encontraba fuera de sí en aquellos momentos. Al final, le
dije que debería irse a su habitación ya que no podía comportarse
racionalmente.
Sin embargo, no me hizo caso alguno. Así pues, sin más dilación, la tomé
en mis brazos y la llevé hasta allí. Al principio gritó como una loca, pero ya
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había recaído en un estado de estremecimiento silencioso cuando alcancé la
escalera.
Al llegar a su habitación, la dejé en la cama. Se quedó allí acostada,
bastante silenciosa, sin hablar ni sollozar, tan solo temblando en un auténtico
escalofrío de miedo. Tomé una manta de una silla cercana y se la puse por
encima. No podía hacer más por ella, así que crucé la habitación hasta la gran
cesta donde yacía Pepper. Mi hermana se había hecho cargo de curarlo desde
que sufrió la herida, pues esta había demostrado ser más grave de lo que yo
había creído, y me agradaba comprobar que, pese a su estado mental, había
cuidado del viejo perro con esmero. Me agaché para hablarle y, en respuesta,
lamió mi mano débilmente. Estaba demasiado enfermo para hacer más.
Después fui hacia la cama y me incliné sobre mi hermana para preguntarle
cómo se encontraba; pero no hizo sino temblar más, así que, por mucho que
me doliese, tuve que aceptar que mi presencia parecía perjudicarla.
Así pues, la dejé con el pestillo de la puerta echado y guardé la llave en mi
bolsillo. Parecía la única opción razonable[129].
Estuve el resto del día entre la torre y mi estudio. Para comer, subí de la
despensa una pieza de pan, que, con un poco de clarete[130], fue todo mi
sustento de esa jornada.
Qué día tan largo y agotador. Si al menos hubiese podido salir a los
jardines, como acostumbro a hacer, me habría conformado; pero estar
enjaulado en esta casa silenciosa, sin más compañía que la de una mujer loca
y un perro enfermo, bastaba para hacer mella incluso en los nervios más
resistentes. Y fuera, entre los matorrales enmarañados que rodeaban la casa,
estaban acechando —hasta donde yo podía saber— aquellas infernales
criaturas porcinas, a la espera de una oportunidad. ¿Había estado alguna vez
un hombre en semejante apuro?
Visité a mi hermana una vez por la tarde y volví a hacerlo después. La
segunda vez, la encontré atendiendo a Pepper; pero, al acercarme, se deslizó
discretamente hasta el rincón opuesto, con una expresión que me entristeció
hasta lo indecible. ¡Pobre muchacha! Su miedo me producía un dolor
insoportable y no quería importunarla sin necesidad. Confiaba en que estaría
mejor al cabo de unos días; entretanto, nada podía hacer y juzgué preciso, por
duro que pareciera, mantenerla confinada en su habitación. Solo un detalle
logró animarme: se había tomado algo de la comida que le había llevado en
mi primera visita.
Y así transcurrió el día.
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Al avanzar la tarde, el aire se enfrió y comencé a hacer preparativos para
pasar una segunda noche en la torre: subí un par de fusiles más y un grueso
capote[131]. Cargué los fusiles y los coloqué junto al otro, pues estaba
decidido a ponérselo difícil a cualquiera de las criaturas que pudiera aparecer
durante la noche. Tenía munición en abundancia y pensaba dar a los brutos tal
lección que aprenderían la futilidad de intentar entrar por la fuerza.
A continuación, hice otra ronda por la casa prestando especial atención a
los puntales que reforzaban la puerta del estudio. Después, convencido de que
había hecho cuanto estaba en mi poder para garantizar nuestra seguridad,
volví a la torre; por el camino, hice una última visita a mi hermana y a
Pepper. Estaba dormido, pero se despertó cuando entré y movió la cola al
reconocerme. Me pareció que estaba un poco mejor. Mi hermana estaba
echada sobre la cama, aunque me resultaba imposible saber si estaba dormida
o no; y así les dejé.
Al llegar a la torre, me puse tan cómodo como lo permitían las
circunstancias y me dispuse a pasar la noche de guardia. Oscureció
gradualmente y pronto los detalles de los jardines se fundieron en las
sombras. Pasé las primeras horas sentado alerta, atento a cualquier sonido que
pudiese indicarme si algo se movía por abajo. Estaba demasiado oscuro para
que los ojos me fueran de gran utilidad.
Las horas transcurrieron lentamente sin que sucediera algo fuera de lo
normal. La Luna, al elevarse, me permitió ver los jardines, aparentemente
vacíos y en silencio. Y así pasó la noche, sin altercado o ruido alguno.
Hacia la madrugada, empecé a sentirme agarrotado y a tener frío, tras mi
larga vigilia; además, me desasosegaba mucho el continuado silencio por
parte de las criaturas. No me inspiraba confianza y habría preferido, de lejos,
que atacasen la casa abiertamente. En tal caso, por lo menos, conocería el
peligro y sería capaz de afrontarlo; pero esperar así durante una noche entera,
imaginando toda clase de maldades desconocidas ponía a prueba la cordura de
cualquiera. En una o dos ocasiones, se me ocurrió que quizás se hubiesen
marchado; pero, en el fondo, sabía que no podía creerlo.
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IX
En las bodegas
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fosas nasales. Después, con el cañón de mi arma por delante, descendí
lentamente hacia la oscuridad de las regiones subterráneas.
Cuando llegué al pie de la escalera, permanecí allí durante un minuto,
escuchando. Todo estaba en silencio, salvo por un tenue sonido de agua
goteando, cayendo gota a gota en alguna parte a mi izquierda. Mientras
permanecía allí, advertí lo regularmente que ardía la vela, sin un parpadeo ni
una llamarada, pues así de completa era la ausencia de corrientes de aire en
aquel lugar.
Fui de una bodega a otra en silencio. No tenía más que un débil recuerdo
de su distribución. Las impresiones que me había dejado mi primer
reconocimiento eran confusas. Me parecía recordar una sucesión de grandes
bodegas y, entre ellas, una más grande que el resto, cuyo techo se apoyaba en
unos pilares; más allá, mi mente se nublaba y predominaba una sensación de
frío, oscuridad y sombras. Ahora, sin embargo, era diferente; pues, pese a los
nervios, estaba suficientemente sereno como para mirar alrededor y fijarme en
la estructura y el tamaño de las diferentes bóvedas en las que entraba.
Por supuesto, con la cantidad de luz que proporcionaba mi vela, no era
posible examinar aquel lugar minuciosamente, pero me permitía advertir,
mientras avanzaba, que los muros parecían estar construidos con una
precisión y un acabado prodigiosos; ocasionalmente, aquí y allá, se alzaba
algún pilar masivo para soportar el techo abovedado.
Así llegué, por fin, a la gran bodega que recordaba. Se accede a ella a
través de una enorme entrada arqueada, sobre la cual observé unas tallas
extrañas, fantásticas, que proyectaban sombras insólitas bajo la luz de mi
vela. Allí de pie, examinándolas detenidamente, se me ocurrió lo extraño que
era que estuviese tan poco familiarizado con mi propia casa. Aun así, resulta
fácil de entender cuando uno cae en la cuenta del tamaño de esta antigua mole
y del hecho de que tan solo mi hermana y yo vivimos en ella, ocupando unas
pocas de las habitaciones, de acuerdo con nuestras necesidades.
Sosteniendo la luz en alto, entré en la bodega y, manteniéndome a la
derecha, fui avanzando lentamente hasta que alcancé el extremo opuesto.
Caminé en silencio, mirando precavidamente alrededor mientras marchaba.
Sin embargo, hasta donde la luz permitía ver, nada parecía fuera de lo normal.
En el extremo, giré a la izquierda, aún pegado a la pared, y así continué
hasta atravesar toda la vasta cámara. Mientras me desplazaba, observé que el
suelo estaba compuesto por roca sólida, cubierta de moho húmedo en algunas
partes y en otras, desnuda o casi, salvo por una fina capa de polvo gris claro.
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Me había detenido en la entrada. Ahora, sin embargo, me volví para
dirigirme hasta el centro de aquel lugar, pasando entre los pilares y mirando a
derecha e izquierda mientras avanzaba. Aproximadamente a mitad de la
bodega, mi pie topó con algo que hizo un ruido metálico. Me incliné
rápidamente con la vela y vi que el objeto que había golpeado era una gran
argolla de metal. Agachándome más, quité el polvo que la rodeaba y, al
momento, descubrí que estaba unida a una pesada trampilla, ennegrecida por
el tiempo.
Excitado y preguntándome a dónde conduciría, dejé mi fusil en el suelo y,
tras encajar la vela en el guardagatillo, tomé la argolla con las dos manos y
tiré. La trampilla emitió un ruidoso crujido —el sonido reverberó
confusamente por el enorme espacio— y se abrió pesadamente.
Apoyando el borde sobre una rodilla, agarré la vela y la sostuve en la
abertura, moviéndola a derecha e izquierda; sin embargo, no pude ver nada.
Estaba intrigado y sorprendido. No había signos de pisadas, ni parecía que
jamás las hubiera habido. Nada, salvo una negrura vacía. Era como si mirase
hacia un pozo sin fondo ni paredes. Entonces, mientras seguía mirando, lleno
de perplejidad, me pareció oír, muy abajo, como a unas profundidades
indecibles, el débil susurro de un sonido. Rápidamente incliné más la cabeza
hacia la abertura y escuché atentamente. Tal vez solo fueran imaginaciones,
pero habría jurado que oí una suave risita disimulada que se fue convirtiendo
en una espantosa risa entre dientes, tenue y distante. Sobresaltado, me
incorporé de un respingo, dejando caer la trampilla con un retumbo hueco que
llenó de ecos el lugar. Incluso entonces me parecía seguir oyendo aquella risa
burlona e insinuante; pero estaba seguro de que ahora sí debía de ser mi
imaginación. El sonido que había oído antes era demasiado débil para que
pudiese atravesar la gruesa trampilla.
Permanecí allí un minuto entero, tembloroso y mirando nerviosamente
atrás y adelante; pero la gran bodega estaba tan silenciosa como una tumba,
así que, poco a poco, me sacudí de encima aquella sensación de miedo. Con la
mente más serena, volví a sentir curiosidad por saber a dónde conducía la
trampilla; sin embargo, en ese momento, no logré reunir suficiente valor para
seguir investigando. Sí pensé, no obstante, que debería asegurar la trampilla.
Así lo hice, colocando sobre ella varias piezas de piedra «labrada» que había
visto durante mi recorrido por el muro oriental.
Después, tras un último reconocimiento del resto del lugar, desanduve mi
camino a través de las bodegas hasta las escaleras y así alcancé la luz del día
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con una infinita sensación de alivio por haber completado la desagradable
tarea.
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X
El tiempo de espera
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cuando le pedí que volviera. Me pareció que venía con cierta timidez, incluso
sobresaltada; y advertí que una de sus manos agarraba su delantal
nerviosamente.
—Vamos, Mary —le dije—. ¡Anímate! Parece que las cosas están
mejorando. Llevo desde la madrugada de ayer sin ver una sola de esas
criaturas.
Me miró de una manera curiosamente perpleja, como si no alcanzara a
comprender. Entonces, su mirada expresó conocimiento y también miedo;
pero de su boca no salió más que un ininteligible susurro de aquiescencia.
Después de eso, guardé silencio; era evidente que cualquier mención de los
Seres Porcinos era más de lo que sus alterados nervios podían soportar.
Cuando acabé el desayuno, subí a la torre. Pasé allí la mayor parte del día,
manteniendo una estricta vigilancia de los jardines. Bajé una o dos veces para
ver cómo le iba a mi hermana. En todas las ocasiones, la hallé callada y
curiosamente sumisa. En realidad, la última vez, incluso se atrevió a dirigirse
a mí por iniciativa propia en relación con algún asunto doméstico que había
que atender. Aunque lo hizo con una extraordinaria timidez, lo recibí con
alegría, pues se trataba de lo primero que hablaba voluntariamente desde el
momento crítico en que la había sorprendido descorriendo el pestillo de la
puerta trasera para salir al encuentro de aquellos brutos que aguardaban fuera.
Me intrigaba si sería consciente de lo que había intentado hacer y de lo poco
que había faltado para que lo consiguiera; sin embargo, me contuve de
preguntarle porque me pareció que sería mejor dejarlo estar.
Esa noche dormí en una cama por primera vez desde hacía dos noches.
Por la mañana, me levanté temprano y di una vuelta por la casa. Todo estaba
como debía y subí a la torre para mirar los jardines. También los encontré
perfectamente tranquilos.
En el desayuno, al encontrarme con Mary, me agradó mucho ver que
había recobrado suficiente control de sí misma como para saludarme con
completa naturalidad. Habló con sensatez y calma; tan solo evitando
cuidadosamente toda mención del pasado par de días. Le seguí la corriente a
este respecto, evitando dirigir la conversación en ese sentido.
Antes, esa misma mañana, había ido a ver a Pepper. Se estaba
recuperando con rapidez; no era aventurado pensar que podría sostenerse
sobre sus cuatro patas con seguridad en uno o dos días. Antes de dejar la mesa
del desayuno, hice alguna referencia a su mejoría. En la breve discusión que
siguió, me sorprendió deducir, por los comentarios de mi hermana, que seguía
pensando que la herida había sido causada por el gato montés de mi
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invención. Casi me hizo avergonzarme de mí mismo por engañarla. No
obstante, le había contado aquella mentira para evitar que se asustase. Y,
además, estaba seguro de que tuvo que darse cuenta de la verdad más tarde,
cuando aquellos brutos atacaron la casa.
Durante el día, me mantuve alerta y pasé gran parte de mi tiempo en la
torre, como el día anterior; sin embargo, no vi signo alguno de las Criaturas
Porcinas ni oí sonido alguno. En varias ocasiones, me había venido a la mente
la posibilidad de que las Cosas nos hubieran dejado en paz por fin; pero, hasta
ese momento, me había resistido a considerar seriamente la idea; ahora, sin
embargo, empezaba a sentir que había motivo para la esperanza. Pronto
habrían pasado tres días desde la última vez que había visto a alguna de las
Cosas; aun así, tenía la intención de extremar las precauciones. Hasta donde
alcanzaba a saber, este prolongado silencio bien podía ser una treta para
tentarme a salir de la casa… quizás directo a sus garras. Bastaba el
pensamiento de semejante posibilidad para ponerme circunspecto.
Y fue así que pasaron los días cuarto, quinto y sexto sin que yo intentara
salir de la casa.
Al sexto día, tuve la alegría de ver a Pepper de nuevo sobre sus patas; y,
pese a encontrarse aún muy débil, se las apañó para hacerme compañía
durante toda la jornada.
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XI
El registro de los jardines
Y ahora llego al más extraño de los extraños sucesos que me han acontecido
en esta casa de los misterios. Ocurrió bastante recientemente —este mismo
mes— y no me cabe duda de que lo que vi no fue sino el fin de todas las
cosas. No obstante, paso a contarlo.
No sé por qué; pero, hasta el momento, nunca he podido poner estas cosas
por escrito directamente después de que sucedieran. Es como si hubiese
tenido que esperar algún tiempo para recuperar mi buen juicio y digerir —por
así decirlo— las cosas que había oído o visto. Sin duda, no podía ser de otra
manera; pues, al esperar, contemplo los incidentes más objetivamente y
escribo sobre ellas en un estado mental más sereno y sensato. Dicho sea esto
de paso.
Ahora estamos a finales de noviembre. Mi historia relata lo que sucedió
durante la primera semana de este mes.
Era de noche, alrededor de las once. Pepper y yo nos hacíamos compañía
en el estudio, esa habitación vieja y grande en la que leo y trabajo.
Curiosamente, estaba leyendo la Biblia. En estos últimos días, he empezado a
desarrollar un interés creciente por ese gran y antiguo libro[142].
Repentinamente, un temblor sacudió la casa y se oyó un tenue y remoto
zumbido vibrante que fue aumentando rápidamente para convertirse en un
lejano chillido ahogado. Me recordaba, en una versión extraña y gigantesca,
al ruido que hace un reloj cuando se le suelta el resorte y se deja que se le
acabe la cuerda. El sonido parecía proceder de alguna altura distante, de algún
lugar elevado en la noche. La sacudida no se repitió. Miré a Pepper. Dormía
tranquilamente.
Poco a poco, el sonido vibrante fue disminuyendo, hasta que se hizo un
prolongado silencio.
Al mismo tiempo, un resplandor iluminó la ventana del fondo, que
sobresale pronunciadamente de la fachada de la casa, de tal modo que desde
ella se puede mirar tanto a Este como a Oeste. Me sentí intrigado y, tras un
momento de duda, crucé la habitación y aparté la celosía. Al hacerlo, vi cómo
Tal vez fuera un millón de años más tarde cuando percibí, más allá de toda
duda, que el manto ardiente que iluminaba el mundo estaba efectivamente
oscureciéndose.
Transcurrido otro vasto espacio de tiempo, toda la enorme llama se había
atenuado hasta un intenso color cobre. Gradualmente, se fue oscureciendo, del
cobre al cobre rojizo y de ahí a un intenso y pesado tinte púrpura que contenía
un ominoso matiz de sangre.
Aunque la luz se estaba apagando, no percibía disminución alguna de la
velocidad aparente del Sol. Aún seguía extendiéndose como un velo con
rapidez deslumbrante.
El mundo, hasta donde alcanzaba a verlo, había adoptado un horrible tono
de penumbra, como si realmente se estuviera acercando el mismísimo fin de
los mundos.
El Sol se moría; de eso cabía poca duda; y la Tierra seguía girando, a
través del espacio y de todos los eones. Recuerdo que, en ese momento, me
embargó una extraordinaria sensación de desconcierto. Más tarde, me
encontré vagando mentalmente en el seno de un raro caos compuesto de
fragmentarias teorías modernas y el antiguo relato bíblico sobre el fin del
mundo[149].
Entonces, por primera vez, recordé como un fogonazo que el Sol, con su
sistema de planetas, estaba, y había estado, viajando a través del espacio a una
velocidad increíble. La pregunta surgió bruscamente: ¿Hacia dónde? Pasé
mucho tiempo meditando sobre ese asunto pero, al fin, con una cierta
sensación de que mis cavilaciones eran fútiles, dejé que mis pensamientos
vagaran hacia otras cosas. Comencé a preguntarme cuánto tiempo aún
seguiría la casa en pie. También me planteé si estaría condenado a pasar sobre
la Tierra, sin cuerpo, la era de oscuridad que sabía que se aproximaba. De
estos pensamientos volví a las especulaciones sobre el posible rumbo del Sol
en su viaje por el espacio… Y así pasó otro largo rato.
¡Pepper está muerto! Todavía hay ocasiones en las que apenas puedo creer
que sea verdad. Hace ya muchas semanas que regresé de aquel extraño y
terrible viaje a través del tiempo y el espacio. A veces, mientras duermo,
sueño con él y repaso, en mi imaginación, el conjunto de esa temible
experiencia. Cuando me despierto, mis pensamientos siguen obsesionados
con lo mismo. El Sol… esos Soles, ¿eran de verdad los grandes Soles
Centrales en torno a los cuales gira todo el universo de los Cielos
desconocidos? ¿Quién puede decirlo? ¡Y los glóbulos brillantes, girando para
siempre a la luz del Sol Verde! ¡Y el Mar del Sueño sobre el cual flotan! Qué
increíble es todo. De no ser por Pepper, incluso después de todas las cosas
extraordinarias de que he sido testigo, me inclinaría a pensar que no ha sido
sino un sueño gigantesco. También está esa terrible nebulosa oscura (con su
infinidad de esferas rojas) moviéndose siempre a la sombra del Sol Oscuro,
deslizándose sobre su formidable órbita, eternamente envuelta en la
penumbra. ¡Y esas caras que me miraban! ¿Dios, realmente existen y hay algo
así? Ese montoncito de ceniza gris sigue en el suelo de mi estudio. Lo dejaré
intacto.
En ocasiones, cuando estoy más calmado, me he preguntado qué fue de
los planetas exteriores del Sistema Solar. Se me ha ocurrido que quizás se
liberaron de la atracción del Sol y salieron despedidos al espacio. Esto, desde
luego, es solo una conjetura. Hay tantas cosas sobre las que debo
preguntarme.
Ahora que estoy escribiendo, he de dejar constancia de mi certeza de que
algo horrible está a punto de suceder. Anoche, ocurrió algo que me ha llenado
de un terror aún mayor que el miedo que me provocó el Pozo. Lo dejaré por
escrito ahora y, si sucede algo más, trataré de anotarlo inmediatamente. Tengo
la sensación de que hay algo más en este último incidente que en todos los
anteriores. Sigo tembloroso y nervioso incluso ahora, mientras escribo. De
algún modo, creo que la muerte no está muy lejos. No es que yo tema a la
Esta mañana temprano, recorrí los jardines pero no hallé cosa alguna fuera de
lo habitual. Cerca de la puerta, examiné el sendero en busca de pisadas,
aunque, una vez más, nada había que pudiera indicarme si había soñado o no
lo de la noche anterior.
Fue solo cuando fui a decir algo al perro que descubrí una prueba tangible
de que sí había sucedido algo. Cuando me acerqué a su caseta, se quedó
dentro, acurrucado en un rincón, y tuve que insistir para hacerle salir. Cuando,
por fin, consintió en acudir, lo hizo de una manera extrañamente acobardada y
sumisa. Mientras le daba unas palmaditas, me llamó la atención una mancha
verdosa en su costado izquierdo. Al examinarla, descubrí que el pelo y la piel
parecían haber sido quemados, pues la zona estaba en carne viva y
chamuscada. La marca tenía una forma curiosa que me recordaba a la huella
de una gran garra o mano.
Me puse de pie, pensativo. Mi mirada se dirigió hacia la ventana del
estudio. Los rayos del Sol naciente titilaban sobre la mancha humeante de la
esquina inferior, provocando una rara fluctuación entre el verde y el rojo.
¡Ah! Sin duda, era otra prueba; de repente, el Ser horrible que había visto
anoche volvió a mi mente. Miré al perro de nuevo. Ahora sabía la causa de
esa herida de aspecto odioso en su costado… También sabía que lo que había
visto anoche había sucedido realmente. Me inundó un gran malestar. ¡Pepper!
¡Tip! ¡Y ahora este pobre animal…! Volví a mirarlo y advertí que se estaba
lamiendo la herida.
—¡Pobre bestia! —mascullé, y me incliné para darle unas palmaditas en
la cabeza. Al hacerlo, se levantó, olisqueando y lamiendo mi mano con
tristeza.
A continuación, le dejé, pues tenía otros asuntos que atender.
Tras la comida, fui a verle de nuevo. Parecía tranquilo y reacio a dejar su
caseta. Por mi hermana, he sabido que se ha negado a comer en todo el día.
Parecía extrañada al contármelo, aunque poco podía sospechar que hubiera
algo que temer.
en William Hope Hodgson, The House on the Borderland and Other Novels,
Londres, Orion House, 2002, pág. VII. <<
de 1902) y recuperado en la colección: Jane Frank, op. cit., pág. 59. <<
entre los que se enmarca el relato gótico como precursor del género de horror:
«el gótico natural presenta lo que parecen ser fenómenos sobrenaturales tan
solo para explicarlos después. Los misterios de Udolfo (1794), de Ann
Radcliffe, es un clásico de esta categoría. […] Mayor importancia para la
evolución de lo que es propiamente el género de horror tuvo el gótico
sobrenatural, en el cual se establece abiertamente la existencia y cruel
funcionamiento de fuerzas no naturales. […] La aparición del demonio y el
horrible empalamiento del sacerdote al final de El monje (1797), de Matthew
Lewis, son los auténticos heraldos del género de horror», Noël Carroll, The
Philosophy of Horror, or Paradoxes of the Heart, Nueva York y Londres,
Routledge, 1990, pág. 4. <<
Coulson Kernahan, incluida en Sam Gafford (ed.), op. cit., págs. 38-39. <<
of the Homebird» (The Blue Book Magazine, agosto de 1907), secuela directa
de «From the Tideless Sea»; «The Thing in the Weeds» (Story-teller, enero de
1913); «The Finding of the Graiken» (The Red Magazine, 15 de febrero de
1913); y «The Voice in the Dawn» (Premier Magazine, 5 de noviembre de
1920). <<
1855) y «What Was It? A Mystery» (Harper’s Monthly, marzo de 1859). <<
among the Laurels» (The Idler, febrero de 1910), «The Whistling Room»
(The Idler, marzo de 1910), «The Horse of the Invisible» (The Idler, abril de
1910) y «The Searcher of the End House» (The Idler, mayo de 1910). Según
Sam Moskowitz, Hodgson «interesó a Robert Barr, editor de The Idler, en la
serie, por cada una de cuyas piezas recibiría treinta y tres dólares [se entiende
que Moskowitz convirtió la suma en libras a moneda estadounidense]. The
Idler, fundada en 1891 por Robert K. Jerome y Robert Barr, había sido una
revista literaria de prestigio en Inglaterra durante algunos años, pero Jerome
terminó dejándola y Barr la continuó solo. Llevaba algún tiempo en declive y
no sobreviviría al final de aquel año. Las historias de Hodgson no eran
precisamente lo más apropiado para alargar la vida de The Idler», Sam
Moskowitz, «William Hope Hodgson», en op. cit., pág. 79. <<
(eds.), The Encyclopedia of Fantasy, Londres, Orbit Books, 1997, pág. 471.
<<
1947. <<
Early Pulp Magazines, Vol. 2: Strange Days, Bowling Green, Bowling Green
University Popular Press, 1984, pág. 81. <<
the Laughing Sally» (15 de abril de 1914) y «The Adventure with the Claim
Jumpers» (15 de enero de 1915). <<
and Edwardian Welsh and Irish Horror», en Irish Studies Review, vol. 17,
núm. 1 (2009), pág. 40. <<
muchas de sus aventuras eran auténticas aventuras de Hope, que era él mismo
sensible (en el sentido psíquico de la palabra)», R. Alain Everts, op. cit. <<
Ian Bell (ed.), William Hope Hodgson: Voyages and Visions, Oxford, I. Bell
& Sons, 1987, págs. 29-36. <<
Newman (eds), Horror: 100 Best Books, Londres y Nueva York, Xanadu y
Carroll & Graf, 1988, pág. 72. <<
año en que él se mudó a Londres para estar más próximo a los círculos
literarios y a las editoriales. La casa, llamada Glaneifion, se encontraba en la
vía High Street de Borth, una localidad costera de la región central de Gales,
concretamente en la actual autoridad unitaria de Ceredigion. Dicha
subdivisión territorial sustituyó en 1994 a Cardiganshire, uno de los trece
condados históricos galeses, con cuyo territorio se corresponde
aproximadamente. <<
del Manuscrito. Tienen aspecto de haber sido escritas en fecha más temprana
que el Manuscrito.—Ed. <<
caballo que se caracteriza porque sus pasajeros viajan a los lados de la zona
posterior, sentados espalda contra espalda y mirando hacia fuera; es típico de
Irlanda. <<
las experiencias desagradables que vivió el propio Hodgson durante sus años
juveniles en esa zona de Irlanda: «Algunos acontecimientos desgraciados
acabaron obligando a que la familia abandonase Ardrahan: la presencia de
Hodgson [padre] molestaba a los católicos y los campesinos, espoleados por
los líderes católicos locales, amenazaron a la familia en varias ocasiones. [Los
Hodgson] temían que los lugareños pudieran secuestrar a los niños pequeños
y, una tarde, el reverendo Hodgson fue herido gravemente en la cabeza por
una pedrada anónima, mientras que los huertos de la finca fueron arrancados
por orden de la autoridad católica local», R. Alain Everts, «Some Facts in the
Case of William Hope Hodgson: Master of Phantasy», en Shadow, núm. 19
(abril de 1973) y núm. 20 (octubre de 1973). Disponible en:
https://williamhopehodgson.wordpress.com/ <<
relato han sido relacionadas con la figura simbólica del ónfalo (omphalos),
entendida como «zona de paso entre dos mundos», Darryl Jones,
«Borderlands: Spiritualism and the Occult in Fin de Siècle and Edwardian
Welsh and Irish Horror», en Irish Studies Review, vol. 17, núm. 1 (2009), pág.
40. <<
en los que había vivido: «la ‘casa’ de La casa en el límite es una mezcla de la
casa de Blackburn y de la vieja casa parroquial de Ardrahan», R. Alain
Everts, op. cit. <<
que han ocurrido, y los que están por acontecer, no son sino resultado de la
percepción trastornada del protagonista, en cuyo caso se trataría de una
modalidad de narrador no fiable y el relato cambiaría de género por completo.
En este sentido, el escritor Terry Pratchett bromeaba respecto al terror que el
protagonista inspira a su hermana, que aparece ajena a los peligros que
corren: «es comprensible que, durante tal vez el primer tercio del libro, el
lector moderno se plantee que eso se debe a que su hermano se pasa la noche
en vela disparando contra cerdos luminosos invisibles», Terry Pratchett, «The
House on the Borderland», en Stephen Jones y Kim Newman (eds.), Horror:
100 Best Books, Londres y Nueva York, Xanadu y Carroll & Graf, 1988, pág.
72. <<
con menor vuelo que la capa común». Por eso se ha escogido el término para
traducir el original Ulster, que hace referencia a una prenda de abrigo típica
de la era victoriana, con mangas y una capa, hecha normalmente de tejido
resistente. <<
del foso con la vagina y el ano respectivamente en una lectura psicosexual del
relato: «Las criaturas acosadoras son unos pálidos seres porcinos que
merodean por los bosques como los amantes transformados de Circe, pero son
tan salvajes como esos otros símbolos del ansia erótica, los cerdos de Gadara.
Están asociados a imágenes de carnalidad, repugnancia y genitales femeninos:
su hogar está “en las entrañas del mundo” y surgen de un pozo que se
ensancha misteriosamente», Sid Birchby, «Sexual Symbolism in W. H.
Hodgson», en Massimo Berruti, S. T. Joshi y Sam Gafford (eds.), William
Hope Hodgson: Voices from the Borderland, Nueva York, Hippocampus
Press, 2014, pág. 147. <<
solían portar los jinetes. Por eso se ha traducido como «pistola de arzón»: «En
la caballería, cada una de las dos pistolas que se llevaban en el arzón de la
silla de montar», DRAE. Y «arzón» significa: «Parte delantera o trasera que
une los dos brazos longitudinales del fuste de una silla de montar», ídem. <<
<<
«El amor físico es algo animal y sucio que lo envuelve todo. Nada bueno
puede resultar del coito, salvo las ansias salvajes de los cerdos […]. El Amor
Auténtico desprecia el contacto físico […]. El lugar de donde ella emerge es
la imagen del útero […]. El amor auténtico es virginal como un bebé recién
nacido y solo se puede atisbar mientras se duerme», Sid Birchby, op. cit., pág.
147. <<
del Manuscrito. Abajo he transcrito los fragmentos que son legibles.—Ed. <<
recuerdo que una de sus hermanas guardaba del autor: «Era completamente
ateo y bastante desdeñoso respecto a la Iglesia y la religión en general», R.
Alain Everts, op. cit. <<
de las esferas celestes concéntricas con la Tierra sobre las que se repartían los
distintos astros fijos y móviles según el modelo astronómico de la antigüedad.
<<
en aquella época fuese la esperanza de vida del Sol que había calculado el
físico Lord Kelvin en su desconocimiento de las reacciones nucleares que se
verifican dentro de las estrellas: «En cuanto al futuro, podemos decir con
igual certeza que los habitantes de la Tierra no podrán seguir disfrutando de la
luz y el calor imprescindibles para la vida durante muchos millones de años
más, a menos que el gran almacén de la creación disponga de otras fuentes
que no conocemos», citado en John D. Barrow y Frank J. Tipler, The
Anthropic Cosmological Principle, Oxford y Nueva York, Clarendon Press y
Oxford University Press, 1986, pág. 161. <<
humanidad solo podrá liberarse de sus instintos más básicos con su propia
desaparición: «En La casa en el límite se nos dice que rechacemos nuestras
ansias bestiales de pasión física: es un pozo cavado bajo la especie humana
desde tiempos inmemoriales. Siempre estará ahí hasta que el mundo acabe»,
Sid Birchby, op. cit., pág. 149. <<
dimensión.—Ed. <<
tenue trazo de tinta, lo que hace pensar que la pluma patinó sobre el papel,
posiblemente a causa del miedo y la debilidad.—Ed. <<