Iglesia Que Dices de Ti Misma
Iglesia Que Dices de Ti Misma
Iglesia Que Dices de Ti Misma
Precisamente por ello, la Iglesia, ante la pregunta metodológica que ella se hace: ¿Qué
dices de ti misma? ¿Quién eres, qué eres?, se contesta en el primer capítulo de este
documento: “la Iglesia es “misterio”. Con ello se nos quiere presentar “su naturaleza y
su misión universal” (LG 1).
Este pueblo mesiánico tiene por cabeza a Cristo, y sus miembros tienen la dignidad y la
libertad de los hijos de Dios. Su ley es el mandato nuevo del amor, a la medida de
Cristo. Y su finalidad será la de extender (al servicio de) el Reino de Dios que Jesús ha
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iniciado. Se pertenece a este pueblo, la Iglesia, por la recepción del bautismo, el cual
supone la fe en Jesús; una fe que implica la vivencia de los sacramentos, la oración y la
vida en el Espíritu, con los carismas que la adornan y enriquecen. Todo lo afirmado
sobre el Pueblo de Dios se dirige “por igual” a los laicos, los religiosos y los clérigos (y
no solo a los laicos).
Dicha jerarquía, y los ministerios ordenados que la ejercitan, tienen un “poder” que es y
debe ser “de servicio”. La razón que justifica esta “sacra potestad” es el servicio a sus
hermanos, a fin de que todos los que pertenecen al Pueblo de Dios y gozan de la
dignidad cristiana, tendiendo libre y ordenadamente a un mismo fin, alcancen la
salvación.
Colaborando estrechamente con los obispos están los presbíteros (o sacerdotes), que
dependen de los obispos en el ejercicio de su potestad. En virtud del sacramento del
orden han sido consagrados como verdaderos sacerdotes del Nuevo Testamento, a
imagen de Cristo, sumo y eterno Sacerdote (Hebr 5,1-10; 7,24), para predicar el
Evangelio, apacentar a los fieles y celebrar el culto divino, particularmente la Eucaristía.
Los laicos, por el bautismo han sido incorporados a Cristo y han sido integrados al
Pueblo de Dios, por lo cual son partícipes, a su modo, de la función sacerdotal, profética
y real de Cristo, y por lo mismo ejercen en la Iglesia y en el mundo la misión de todo el
pueblo cristiano, en la parte que a ellos corresponde. Poseen, por tanto, la misma
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dignidad y la misma llamada a la santidad que los demás miembros de la Iglesia
(ministros ordenados y religiosos).
La Lumen Gentium destaca, entre otras cosas, el carácter “secular” como propio y
peculiar de los laicos. Por ello, a los laicos corresponde, por propia vocación, tratar de
obtener el Reino de Dios gestionando los asuntos temporales y ordenándolos según
Dios. Será por tanto en las realidades humanas, sociales, y familiares donde los laicos,
prioritariamente, deben dar testimonio de Cristo, guiados por el espíritu evangélico.
Sin embargo, también los laicos pueden ser llamados de diversos modos a una
colaboración más inmediata con el apostolado de la Jerarquía; incluso, pueden ser
solicitados para ciertos cargos eclesiásticos, que habrán de desempeñar con una
finalidad espiritual. En cualquier caso, incumbe a todos los laicos la empresa de
colaborar para que el designio de salvación de Dios alcance más y más a todas las
personas en todo el mundo.
El capítulo quinto recuerda que en la Iglesia, todos los miembros, lo mismo quienes
pertenecen a la Jerarquía, como los que son apacentados por ella, están llamados a la
santidad. Se resalta así la “común vocación” de todos los bautizados. Es común la
gracia de la filiación (todos hijos en el Hijo); es común la llamada a la perfección, que
implica participar de una sola salvación, de una única esperanza y de la misma caridad;
es común la fe que supone la justificación.
Esta santidad, a la que todos somos llamados desde el bautismo, se manifiesta (y debe
manifestarse sin cesar) en los frutos de gracia que el Espíritu produce en los fieles (cfr.
Gal 5,22; Rom 6,22), particularmente en los frutos del amor. Se expresa, eso sí de forma
diversa en cada uno de acuerdo a su propia vocación y misión.
Será hasta el capítulo sexto en que se habla de los religiosos y religiosas. Esta forma
de vida cristiana, caracterizada por los “consejos evangélicos” (castidad consagrada a
Dios, pobreza evangélica y obediencia religiosa) es descrita por la Lumen Gentium
como “un don divino que la Iglesia recibió de su Señor, y que con su gracia conserva
siempre” (LG 43). Consiste básicamente en el estado de vida cristiana que “imita más
de cerca y representa perennemente en la Iglesia el género de vida que el Hijo de Dios
tomó cuando vino a este mundo” (LG 44).
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El Concilio pedirá a la vida religiosa que inicie un proceso de renovación y
actualización. En concreto, se deberá buscar la adecuada renovación de esta forma de
vida cristiana, adaptándola a los tiempos actuales. Y para ello, el Concilio –en el
Documento Perfectae Caritatis- pedirá a los religiosos “una vuelta” al Evangelio y al
carisma de sus fundadores, pues con el correr de los años se fueron adhiriendo muchas
“costumbres y prácticas”, a veces nada evangélicas.
El capítulo siete recuerda y reafirma que la Iglesia, aunque se inicia aquí en este
mundo, está llamada a una plenitud en la eternidad. Se nos presenta entonces la “índole
escatológica de la Iglesia”.
La Iglesia “no alcanzará su consumada plenitud sino en la gloria celeste, cuando llegue
el tiempo de la restauración de todas las cosas (Hch 3,21) y cuando, junto con el género
humano, también la creación entera… será perfectamente renovada en Cristo” (Ef 1,10;
Col 1,20; 2Pe 3,10-13), (LG 48).
Con Cristo y el don de su Espíritu, la plenitud de los tiempos ha llegado (1Cor 10,11) y
la renovación del mundo está irrevocablemente decretada. Pero mientras llegan “los
cielos nuevos y la tierra nueva, donde habita la justicia” (2Pe 3,13), la Iglesia peregrina
lleva en sus sacramentos e instituciones pertenecientes a este tiempo, la imagen de este
mundo que pasa (Rom 8,19-22). Pero unidos a Cristo en la Iglesia y sellados con el
Espíritu Santo, ya recibimos el nombre de hijos de Dios, pues lo somos (1Jn 3,1),
aunque todavía no se ha realizado nuestra manifestación con Cristo en la gloria (Col
3,4). Por eso procuramos agradar en todo al Señor (2Cor 5,9), velando constantemente,
según la amonestación del Señor (Mt 25,31-46).
También se nos recuerda la comunión que existe entre la Iglesia celestial y la Iglesia
peregrinante. Debe existir una comunión particular con los Santos, y con los hermanos
que han muerto “en el Señor” (los difuntos).
A modo de conclusión podemos afirmar que el documento Lumen Gentium nos ofrece,
en su conjunto, una visión de la Iglesia más cercana al modelo del Nuevo Testamento
(como veremos a continuación), y por lo mismo, más rica en contenidos evangélicos,
fraternos y misionales, porque la Iglesia “no es para ella misma”, sino para el mundo
que debe ser evangelizado.