Iglesia Que Dices de Ti Misma

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2.- Iglesia, ¿qué dices de ti misma?: Documento Lumen Gentium, Vat. II.

Esta pregunta es la que guía la reflexión sobre la Iglesia en la constitución dogmática


“Lumen Gentium” del Concilio Vaticano II. Esta constitución sobre la Iglesia es un
documento eclesial fundamental, importantísimo, porque va a cambiar la concepción y
la misión que se tenía de la Iglesia. Este documento consta de ocho capítulos.

La Iglesia deja de “estar a la defensiva”, deja de estar “encerrada sobre sí misma”, y


retoma lo que ésta siempre ha sido: “sacramento de salvación”, llamada a mostrar al
mundo la salvación que Dios, en Cristo, ofrece a toda la humanidad.

Precisamente por ello, la Iglesia, ante la pregunta metodológica que ella se hace: ¿Qué
dices de ti misma? ¿Quién eres, qué eres?, se contesta en el primer capítulo de este
documento: “la Iglesia es “misterio”. Con ello se nos quiere presentar “su naturaleza y
su misión universal” (LG 1).

Misterio, no en el sentido ordinario de algo enigmático o desconocido, sino en el sentido


bíblico-teológico. La palabra “misterium” (del griego) significa lo mismo que la palabra
latina “sacramentum”, que es la que ordinariamente usamos nosotros. Un sacramento (o
misterio) es aquella realidad que supone una donación de la gracia de Dios, a través de
signos o realidades materiales.

La Iglesia “es en Cristo como un sacramento”, o sea, signo e instrumento de la unión


íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano (LG 1). De hecho, la Lumen
Gentium nos afirma que la Iglesia es al mismo tiempo visible y espiritual. Es decir, que
procede de la Santísima Trinidad, y en Cristo –único mediador- ha sido instituida y
mantenida en la tierra como misterio de salvación universal, pero que se encarna en la
realidad humana, por lo que está compuesta de personas frágiles y limitadas, aunque
llenas de la fuerza y la gracia del Espíritu. Precisamente por esta dimensión humana, la
Iglesia “abraza con su amor a todos los afligidos por la debilidad humana; más aún,
reconoce en los pobres y en los que sufren la imagen de su Fundador pobre y paciente, y
se esfuerza por remediar sus necesidades y procura servir en ellos a Cristo” (LG 8).

En el segundo capítulo la Iglesia se define a sí misma como “Pueblo de Dios”. Se


trata de una “definición” bellísima pues tiene todo un trasfondo bíblico. Rescata la
dimensión de “pueblo”, es decir, la de comunidad o asamblea (reunión). Con ello se
recuerda que Dios ha querido “santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sin
conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo que le confesara en
verdad y le sirviera santamente” (LG 9).

A partir del pueblo de Israel, pueblo de la primera alianza (figura y preparación), se


habla de la Iglesia como “pueblo de la nueva y perfecta alianza” -que se pacta en Cristo
Jesús-. Este pueblo convocado por Cristo, es constituido “por judíos y gentiles”, que se
unifican no según la carne, sino en el Espíritu, por lo que constituyen el “nuevo Pueblo
de Dios” (LG 9). Todos los hombres son llamados a formar parte del nuevo Pueblo de
Dios.

Este pueblo mesiánico tiene por cabeza a Cristo, y sus miembros tienen la dignidad y la
libertad de los hijos de Dios. Su ley es el mandato nuevo del amor, a la medida de
Cristo. Y su finalidad será la de extender (al servicio de) el Reino de Dios que Jesús ha

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iniciado. Se pertenece a este pueblo, la Iglesia, por la recepción del bautismo, el cual
supone la fe en Jesús; una fe que implica la vivencia de los sacramentos, la oración y la
vida en el Espíritu, con los carismas que la adornan y enriquecen. Todo lo afirmado
sobre el Pueblo de Dios se dirige “por igual” a los laicos, los religiosos y los clérigos (y
no solo a los laicos).

Al pasar al tercer capítulo se nos presenta la estructura jerárquica de la Iglesia. Aquí


se habla de los “ministerios ordenados” (obispos, sacerdotes y diáconos), instituidos por
Cristo en su Iglesia, y que tienen como razón de ser y finalidad la de ser pastores, que
implica “apacentar al Pueblo de Dios y hacerlo crecer siempre” (LG 18).

Dicha jerarquía, y los ministerios ordenados que la ejercitan, tienen un “poder” que es y
debe ser “de servicio”. La razón que justifica esta “sacra potestad” es el servicio a sus
hermanos, a fin de que todos los que pertenecen al Pueblo de Dios y gozan de la
dignidad cristiana, tendiendo libre y ordenadamente a un mismo fin, alcancen la
salvación.

En los ministros de la Iglesia, y particularmente en la persona de los obispos (sucesores


de los Apóstoles), el Señor Jesucristo está presente en medio de sus fieles. Así pues, los
obispos son ministros de Cristo y dispensadores de los misterios de Dios. Poseen en la
Iglesia el oficio de gobernar, enseñar y santificar (haciendo las veces del mismo Cristo y
actuando en su lugar), pero este oficio debe ejercerse en comunión jerárquica con la
Cabeza (el Papa) y los miembros del Colegio Episcopal.

Colaborando estrechamente con los obispos están los presbíteros (o sacerdotes), que
dependen de los obispos en el ejercicio de su potestad. En virtud del sacramento del
orden han sido consagrados como verdaderos sacerdotes del Nuevo Testamento, a
imagen de Cristo, sumo y eterno Sacerdote (Hebr 5,1-10; 7,24), para predicar el
Evangelio, apacentar a los fieles y celebrar el culto divino, particularmente la Eucaristía.

Y finalmente, dentro de la jerarquía de la Iglesia están también los diáconos, quienes en


comunión con el obispo y su presbiterio, sirven al Pueblo de Dios en el ministerio de la
liturgia, de la palabra y de la caridad. Ha sido el Concilio Vaticano II, en este
documento Lumen Gentium, quien ha restablecido el “diaconado permanente” (No. 29).

En el capítulo cuarto de la Lumen Gentium, el Concilio “vuelve su atención al estado


de aquellos fieles cristianos que se llaman laicos” (No. 30). Con ello, la Iglesia les da a
los laicos oficialmente “carta de ciudadanía” (negada durante mucho tiempo). Ahora, se
afirma claramente que los laicos, “por razón de su condición y misión, les atañen
particularmente ciertas cosas”, es decir, se les reconoce un espacio y una misión
concreta en la Iglesia. De hecho, el Concilio ha marcado el inicio de una nueva etapa de
los laicos en la Iglesia, con una mayor participación y proyección en las diversas
realidades eclesiales. Ha ayudado la aparición de movimientos eclesiales, muchos de
ellos netamente laicales. Sin embargo, la fuerte mentalidad clerical reinante en la
Iglesia, ha limitado –no pocas veces- esta participación laical.

Los laicos, por el bautismo han sido incorporados a Cristo y han sido integrados al
Pueblo de Dios, por lo cual son partícipes, a su modo, de la función sacerdotal, profética
y real de Cristo, y por lo mismo ejercen en la Iglesia y en el mundo la misión de todo el
pueblo cristiano, en la parte que a ellos corresponde. Poseen, por tanto, la misma

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dignidad y la misma llamada a la santidad que los demás miembros de la Iglesia
(ministros ordenados y religiosos).

La Lumen Gentium destaca, entre otras cosas, el carácter “secular” como propio y
peculiar de los laicos. Por ello, a los laicos corresponde, por propia vocación, tratar de
obtener el Reino de Dios gestionando los asuntos temporales y ordenándolos según
Dios. Será por tanto en las realidades humanas, sociales, y familiares donde los laicos,
prioritariamente, deben dar testimonio de Cristo, guiados por el espíritu evangélico.

Sin embargo, también los laicos pueden ser llamados de diversos modos a una
colaboración más inmediata con el apostolado de la Jerarquía; incluso, pueden ser
solicitados para ciertos cargos eclesiásticos, que habrán de desempeñar con una
finalidad espiritual. En cualquier caso, incumbe a todos los laicos la empresa de
colaborar para que el designio de salvación de Dios alcance más y más a todas las
personas en todo el mundo.

El capítulo quinto recuerda que en la Iglesia, todos los miembros, lo mismo quienes
pertenecen a la Jerarquía, como los que son apacentados por ella, están llamados a la
santidad. Se resalta así la “común vocación” de todos los bautizados. Es común la
gracia de la filiación (todos hijos en el Hijo); es común la llamada a la perfección, que
implica participar de una sola salvación, de una única esperanza y de la misma caridad;
es común la fe que supone la justificación.

Por consiguiente, en Cristo y en la Iglesia no hay ninguna desigualdad entre los


miembros por razón de raza, de nacionalidad, de condición social o de sexo (cfr. Gal
3,28; Col 3,11). Al contrario, existe una auténtica igualdad entre todos en cuanto a la
dignidad y a la vocación fundamental: la llamada a la santidad.

Esta santidad, a la que todos somos llamados desde el bautismo, se manifiesta (y debe
manifestarse sin cesar) en los frutos de gracia que el Espíritu produce en los fieles (cfr.
Gal 5,22; Rom 6,22), particularmente en los frutos del amor. Se expresa, eso sí de forma
diversa en cada uno de acuerdo a su propia vocación y misión.

Será hasta el capítulo sexto en que se habla de los religiosos y religiosas. Esta forma
de vida cristiana, caracterizada por los “consejos evangélicos” (castidad consagrada a
Dios, pobreza evangélica y obediencia religiosa) es descrita por la Lumen Gentium
como “un don divino que la Iglesia recibió de su Señor, y que con su gracia conserva
siempre” (LG 43). Consiste básicamente en el estado de vida cristiana que “imita más
de cerca y representa perennemente en la Iglesia el género de vida que el Hijo de Dios
tomó cuando vino a este mundo” (LG 44).

Durante mucho tiempo la vida religiosa se “adueñó” en exclusiva de una serie de


realidades cristianas: santidad, consagración, seguimiento o imitación de Cristo,
vocación y misión. Ahora, en esta nueva concepción de Iglesia que nos presenta la
Lumen Gentium, donde todos sus miembros, por el bautismo, tienen la misma dignidad
y vocación cristiana, la vida religiosa es ubicada muy acertadamente: “el estado
constituido por la profesión de los consejos evangélicos, aunque no pertenece a la
estructura jerárquica de la Iglesia, pertenece, sin embargo de manera indiscutible, a su
vida y santidad” (LG 44).

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El Concilio pedirá a la vida religiosa que inicie un proceso de renovación y
actualización. En concreto, se deberá buscar la adecuada renovación de esta forma de
vida cristiana, adaptándola a los tiempos actuales. Y para ello, el Concilio –en el
Documento Perfectae Caritatis- pedirá a los religiosos “una vuelta” al Evangelio y al
carisma de sus fundadores, pues con el correr de los años se fueron adhiriendo muchas
“costumbres y prácticas”, a veces nada evangélicas.

El capítulo siete recuerda y reafirma que la Iglesia, aunque se inicia aquí en este
mundo, está llamada a una plenitud en la eternidad. Se nos presenta entonces la “índole
escatológica de la Iglesia”.

La Iglesia “no alcanzará su consumada plenitud sino en la gloria celeste, cuando llegue
el tiempo de la restauración de todas las cosas (Hch 3,21) y cuando, junto con el género
humano, también la creación entera… será perfectamente renovada en Cristo” (Ef 1,10;
Col 1,20; 2Pe 3,10-13), (LG 48).

Con Cristo y el don de su Espíritu, la plenitud de los tiempos ha llegado (1Cor 10,11) y
la renovación del mundo está irrevocablemente decretada. Pero mientras llegan “los
cielos nuevos y la tierra nueva, donde habita la justicia” (2Pe 3,13), la Iglesia peregrina
lleva en sus sacramentos e instituciones pertenecientes a este tiempo, la imagen de este
mundo que pasa (Rom 8,19-22). Pero unidos a Cristo en la Iglesia y sellados con el
Espíritu Santo, ya recibimos el nombre de hijos de Dios, pues lo somos (1Jn 3,1),
aunque todavía no se ha realizado nuestra manifestación con Cristo en la gloria (Col
3,4). Por eso procuramos agradar en todo al Señor (2Cor 5,9), velando constantemente,
según la amonestación del Señor (Mt 25,31-46).

También se nos recuerda la comunión que existe entre la Iglesia celestial y la Iglesia
peregrinante. Debe existir una comunión particular con los Santos, y con los hermanos
que han muerto “en el Señor” (los difuntos).

Y, finalmente, en el capítulo octavo, el documento Lumen Gentium cierra esta


descripción de “lo que es la Iglesia” presentándonos a la Santísima Virgen María en el
misterio de Cristo y de la Iglesia (no fuera o aparte de ésta, como a veces pareciera que
se le presenta en ciertas afirmaciones o devociones marianas).

Es una manera bellísima de presentarnos a la Virgen María, primero, como miembro


exiguo y singular de la Iglesia: primera discípula y primera redimida por Cristo; y
luego, como figura, imagen y modelo, de lo que es la Iglesia, o mejor, de lo que la
Iglesia está llamada a ser. En María ya se ve realizado lo que en la Iglesia todavía es una
aspiración, por eso se afirma que María es “signo de esperanza cierta y de consuelo”
para el Pueblo peregrinante de Dios. La razón de esta dignidad tan grande de María es
por ser “la madre del Mesías”, a quien concibió por la fe y el amor. Esta maternidad se
prolonga y concretiza de una manera especial en la maternidad espiritual de María (en el
orden de la gracia) en favor de la Iglesia, más aún, de toda la humanidad.

A modo de conclusión podemos afirmar que el documento Lumen Gentium nos ofrece,
en su conjunto, una visión de la Iglesia más cercana al modelo del Nuevo Testamento
(como veremos a continuación), y por lo mismo, más rica en contenidos evangélicos,
fraternos y misionales, porque la Iglesia “no es para ella misma”, sino para el mundo
que debe ser evangelizado.

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