Una Alternativa A La Pena de Prisión - La Mediación Penal
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LA MEDIACIÓN PENAL
Elías NEUMAN
I. LA PRISIÓN, HOY
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El preso pasa a ser uno más para el recuento y esa cosificación hace
perder la posibilidad de goce de derechos humanos que le son inherentes
como persona y por su virtualidad de ser. De tal modo va perdiendo la es-
casa autoestima que aún le reste.
La contracara la presentan prisiones que son dirigidas o codirigidas
por reclusos con poder económico. Corrompen a funcionarios y a otros
reclusos y logran manejar el penal mientras que con elementos tecnotró-
nicos que fueran ingresados subrepticiamente, dirigen a sus sicarios y
grupos delictivos que les obedecen en extra muros. Logran exportar la
revuelta o el motín como ocurrió en San Pablo en el mes de mayo pasa-
do. Cuando los reclusos dominan el penal o pabellones de éste se decreta
la ausencia del Estado, por la perdida del monopolio del poder.1 En
cárceles arracimadas de seres humanos existen sitios inexpugnables donde
nadie puede llegar, sólo ciertos presos.
En las provincias se advierte que el 100% de la población es de similar
extracción social: están los de debajo, personas de humilde condición, con
hambre, sin educación, desempleo, inasistencia sanitaria, a los que se vuelve
a segregar esta vez en un absurdo escenario. Hoy se advierte cómo un siste-
ma, el neoliberalismo, que trajo al capitalismo financiero y, conjuntamente,
el desempleo, la precariedad laboral y la exclusión, ha poblado los estableci-
mientos carcelarios con seres que nada tienen, ni siquiera proyecto de vida.
Seres no exitosos, y, por eso, resistentes al sistema sociopolítico en que vi-
ven. Que en su desesperación tomaron el atajo de las adicciones a drogas o
bien la delincuencia para arrebatar aquello que, a su vez, el sistema les ha
arrebatado. No significa que la pobreza se sinonimice con la delincuencia si-
no que la desesperación por causas sociales puede llevar a la delincuencia.
Resultará difícil efectuar un tratamiento o terapia en prisión donde la
población alojada se siente constreñida por la represión diaria o no tiene
que comer o donde dormir. Es frecuente que los reclusos hayan pasado
años de encierro sin condena. ¿Cómo efectuar una evaluación honrada de
la situación? ¿Cómo apreciar a un individuo que ha vivido más cercano a
las teorías del reflejo condicionado que a normas civilizadas de convi-
vencia social? La ciencia social no debería ser una satrapía del poder ca-
paz de proporcionar respuestas institucionalizadas.
El tratamiento carcelario es sumamente oneroso y los pronósticos sobre
la personalidad y situación de un individuo recuerda a los futurólogos. En
especial cuando hablan de “peligrosidad” sin especificar si es delictiva o
carcelaria o es que el detenido no se atiene a las normas disciplinarias o se
refiere a una cruel delincuencia futura sin explicitarse cuáles son los pará-
metros utilizados para tal diagnóstico. El etiquetamiento de alguien que vi-
ve en un ambiente provocador de infortunios como es el carcelario, se si-
túa dentro de la esfera del abuso de poder. Ese tratamiento efectuado en
lóbregas e insalubres prisiones, perpetúa las relaciones sociales de domina-
ción como regulador del conflicto legitimando a la privación de libertad y
su ámbito, sólo que no logra éxito alguno pues la reincidencia continúa.
Todo aquello que puede ser materia de reparación por fuera del siste-
ma penal no debería ingresar en él.
Esos delitos de bagatela, en buena parte de los países europeos y en Ca-
nadá, los Estados Unidos y la Unión Sudafricana, son derivados a la media-
ción y conciliación penal, utilizando legalmente el principio de oportunidad.
La rapidez que supone el arreglo de la controversia, y el hecho de que nadie
pierda y, por ende, nadie gane, contrasta con las dimensiones y dispendio
jurisdiccional que, abruman al juicio penal escritural u oral.
La víctima, la gran olvidada, reaparece para revivir o repersonalizar el
drama penal frente al victimario y cabe convenir en que será exitosa la
mediación en la medida que se reparen las fases económica y moral por
el daño irrogado. Y muy exitosa si genera o restituye el diálogo, que implica
un rumbo hacia la armonía social.
No es posible alzarse de hombros frente a la víctima. En leyes sub-
stanciales y formales el delincuente tuvo y tiene muchos más derechos y
garantías. Derechos que emergen del principio de legalidad o reserva, de
defensa en juicio, de inocencia... entre tantos otros. Y, al menos en la letra
de la ley, las posibilidades de un hábitat carcelario digno, el tratamiento,
la readaptación social… la libertad condicional. Entretanto la víctima na-
vega en la indiferencia, librada a la suerte y bajo la pesada losa de sus
necesidades insatisfechas, sin contención moral, emocional, psíquica y
material.
La justicia debe ser bipolar y entender que es parte inexcusable de su
cometido la ineludible reparación a la víctima. Es un deber extremo y así
la justicia ganará en credibilidad con la conciencia pública.
Una persona víctima de delito requiere de un inmediato servicio que aco-
ja e intente restaurar su situación y el desequilibrio de todo orden que se
produce en su persona, previniendo o evitando alguna nueva victimización
u otras consecuencias. Nadie está exento de ser víctima y ese servicio de-
bería ser una exigencia de la ciudadanía. La víctima debe ser tan impor-
tante a la administración de justicia como el delincuente y la ley penal
debe recaer sobre aquellos que la conculcan, pero también gravitar en be-
neficio de las víctimas, que la han respetado.
Hoy la víctima vaga con su dolor e insatisfacción. En ciertas ocasio-
nes no tiene introyectada la idea de punición en especial en los casos en
que la pena será de ejecución condicional. A su vez, hay delitos en que el
victimario desconoce a su víctima y las consecuencias de sus acto lesivo
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e ignora sobre los gastos que tuvo que efectuar (lo sabrá en el improba-
ble caso de que le llegue una demanda civil) tampoco los días que debió
faltar a su trabajo y las consecuencias que ello le acarreó, sus reales pro-
blemas de salud, el abandono temporal de su familia y el recuerdo
lacerante del trauma sufrido.
X. LA REPARACIÓN
litos de escasa relevancia. Sentir que el conflicto les pertenece antes que
nada ni nadie.
Adviértase que la justicia penal indaga al justiciable sobre el hecho delic-
tivo y acumula todos los elementos de convicción a la mano. Salvo en deli-
tos específicos, no se le interroga sobre la responsabilidad que le cabe con
respecto a la víctima. Luego deviene una sentencia condenatoria y se le pri-
va del derecho deambulatorio o locomotivo y es alojado en la cárcel. Pierde
entonces la posibilidad de tomar conocimiento de las consecuencias de su
acto disvalioso, y del sufrimiento que ha causado. Se convierte de inmediato
en alguien alejado, ajeno a su propio acto y a su responsabilidad social. Al
monopolizar el Estado el conflicto, el problema del victimario es con la jus-
ticia penal no con la víctima.
Cabe insistir: no se privatiza el conflicto penal sino que se lo repersona-
liza. Vuelve a las partes y éstas pueden entrar en comunicación de modo
directo o indirecto, siempre con el mediador, y expresarse con amplitud
sobre lo ocurrido y cómo repercute en su espíritu y psiquismo, en la esfera
moral y material.
La carencia de toda información entre víctima y victimario acarrea su-
puestos imprecisos y drásticos. Para la víctima el odio, el desprecio se vuel-
ven míticos. Y, el victimario, por estrategia de supervivencia, se sumerge en
especulaciones y recurre a sofismas para su justificación, alejándose de la
esencia del acto y de la verdad.
La experiencia indica que en no pocas ocasiones la víctima desea pre-
guntar y repreguntar al autor del hecho sobre cuestiones que la abruman,
recibir respuestas que le ayuden a comprender. Y, de parte del victima-
rio, es importante que esté dispuesto a dialogar con su víctima, lo que
implica recibir reproches y cuestionamientos.
Roxin ofrece una lúcida exposición en que ubica el modelo consensual
—en todos los casos— como formando parte del sistema penal, a la mano
del Ministerio Público y del juez. Recuerda que el delito es siempre un
conflicto social y que por lo tanto debe atender los problemas e intereses
de la víctima y del Estado, superando la rutina del mero castigo. Cabe em-
plear la intervención estatal para una ayuda efectiva, individual y social.
¿Será difícil conjuntar casos extremos en que la víctima expresa su de-
seo de perdonar, con lo implementado por la ley? El perdón, tanto como
el arrepentimiento, son categorías morales que no sólo subliman el estig-
ma y el dolor sin límites producido por el delito y, en verdad, superan o
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acotan los límites de lo jurídico. Dunkel indica que “…la función pacifi-
cadora, que en el derecho penal se ha perdido en gran medida, puede al-
canzarse del modo más consecuente evitando los conocidos efectos nega-
tivos de la sanción penal...”. Es hora de advertir que la hiper
criminalización a nada conduce, sólo a receptar, una vez más, la crisis de
la punición y del instituto cárcel.
jueces? De ahí que como un feudo inexpugnable y aun para los delitos de
acción pública más menudos, proceda —cual tradición insondable— la
actividad compulsiva del Ministerio Público y la justicia que hoy como
ayer tenían y tienen el deber de la persecución y el juzgamiento de los
delitos.
Cabría preguntar ¿cuánto dura la ofuscación social, la ofensa y cuánto
un juicio penal? Esa postura ¿acompasa a los tiempos actuales?
Nadie pretende suprimir un principio de garantía, tan preciado como
el de legalidad, sólo que se acepte la convivencia con el de oportunidad
para ciertos delitos. El asalto a un banco o el hurto de un sandwich, de
frutas, golosinas o un kilogramo de fideos, se persiguen y condenan judi-
cialmente por igual. Es una tradición establecida que choca con la reali-
dad. Por otra parte existen múltiples ilicitudes penales que no tienen sig-
nificación o muy menguado interés e inhiben la investigación de delitos
graves de la delincuencia organizada y los white collar ligados muchas
veces a la corrupción. Esperanzas vanas sobre una ineficiencia que con-
mueve a la inteligencia dolorida y a la política criminal.
Habrá que apartarse del principio de legalidad en esos casos bagatela-
res sin temer el ultraje a los mitos fundadores. Se trata de evolucionar no
de destruir. Es la tendencia mundial que hoy se proyecta en las legisla-
ciones reflexivas frente a realidad concreta de no querer asumir el lastre
de la derrota de la obligatoriedad de la acción pública.
Cabría preguntarse si no existe un pequeño campo de acción reservado
a la convivencia de otras concepciones que no requieran de sentencia ju-
dicial. Y tener en claro que la justicia restaurativa no viene a recoger des-
hechos judiciales sino, en todo caso, como nueva alternativa de avance
hacia el minimalismo penal.
XV. BIBLIOGRAFÍA