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Resumen ““El conflicto de las identidades y el debate de la representació n”

de Eduardo Grü ner


I.

El concepto de identidad es uno de los más resbaladizos, confusos y contradictorios inventados por la modernidad.
Desde le punto de vista teórico-ideológico la figura del individuo, figura que constituye la base filosófica, política y
económica de toda construcción social de la burguesía europea a partir del Renacimiento. Esta imagen dominante de
la modernidad, apoyada por la “identidad” individual, no es la única posible. Hay una imagen crítica de la
modernidad, contrapuesta desde el propio interior de esa misma modernidad europea expresada por el
pensamiento de Marx, Nietzsche o Freud, que cuentan implacablemente ese universalismo de la identidad
individual, ese esencialismo del sujeto moderno. Semejante cuestionamiento supone una imagen colectiva y
fracturad del Sujeto moderno, ya sea por la lucha de clases, por la “voluntad de poder” agazapada detrás de la moral
convencional, o por pulsiones irrefrenables del inconsciente.
En todo caso, esta noción de “identidad”, pensada inicuamente para describir la interioridad individual es, una cierta
representación de los sujetos. Representación novedosa y consagrada, en el campo del arte, por la generalización
del género “retrato” en la pintura renacentista, o del género “novela” en la literatura moderna. Esta representación
generada para hablar de los individuos, pronto se trasladó al ámbito de las sociedades, y a partir del romanticismo
alemán empezó a hablarse también de la identidad nacional. Se trata de otra necesidad burguesa vinculada a la
construcción moderna de los estados nacionales, en el contexto del emergente modo de producción capitalista, la
representación de una “identidad nacional” en la que todos los súbditos de un Estado pudieron reconocerse
simbólicamente en una cultura, una lengua y una tradición histórica comunes. Y, desde el principio las imágenes y la
lengua, por lo tanto el arte y la literatura: eran movimientos indispensables para el logro de aquella identificación del
pueblo con “su” estado-nación.
Por supuesto, la historia y, por ende, la historia de la representación como la de la idéntica nacional, no es un
proceso lineal y homogéneo. La predisposición del capitalismo, al expandirse mundialmente para asegurar las bases
de su reproducción, tuvo como rápido efecto la promoción por los Estados europeos de la empresa colonial, que
supuso el más gigantesco genocidio de la historia, un igualmente gigantesco etnocidio con el arrasamiento de
lenguas y culturas a veces milenarias, y su sustitución reforzada por la lengua, la cultura y la religión del Estado
metropolitano.
Mediante la violencia se transformaron radicalmente formas de representación identitaria de esos pueblos. Esas
guerras fueron llevadas a cabo fundamentalmente bajo la dirección de las elites trasplantadas, de la nueva
burguesías coloniales que habían desarrollado intereses propios y localistas. Y sus intelectuales orgánicos, se
aplicaron a generar representaciones nacionales allí donde no había existido verdaderas naciones, en el sentido
moderno de la palabra.
Pero esto produjo una extraordinaria paradoja: si por una parte ese proceso de definición un tanto artificial de
“culturas nacionales” tuvo mucho de ficción, por el otro cumplió un rol ideológico nada despreciable en la lucha
anticolonial. Esta tensión creó, para las nuevas sociedades así “inventadas”, una situación particular y altamente
conflictiva bajo la cual la propia noción de “cultura nacional” se transformó en un campo de batalla. Pero aunque
durante los siglos XIX y XX la cuestión de la identidad nacional o latinoamericana construyó un debate político,
ideológico e intelectual permanente, no se puso en cuestión, en interrogación profunda, aquél origen ficcional de la
idea misma de una cultura nacional, se dio por sentada. Quizás esto explique por qué si bien en todo intento de
definir una cultura “nacional” o “regional”, la literatura o el arte, el universo de las representaciones, tienen un papel
decisivo, en la cultura latinoamericana se puede decir que, en buena medida, esas representaciones literarias y
estéticas fueron un espacio dominante de construcción de representaciones identitarias colectivas. La construcción
de una verdad a partir de materiales representacionales-ficcionales no es ninguna operación insólita: es el
mecanismo descubierto por Freud para el funcionamiento del inconsciente.
II
En los últimos tiempos nos hemos acostumbrado a hablar de una profunda crisis en lo que se suele llamar el
“sistema de representación”. El término “representación” tiene el ambiguo y polisémico interés de ser un concepto
que no pertenece sólo al discurso de la política sino también al discurso de la estética, de la teoría del arte o la
filosofía de las formas simbólicas en general.
Haremos un breve rodeo histórico. En la Edad Media europea el término representatio empezó por designar a las
efigies escultóricas que acompañaban en la procesión fúnebre al féretro del rey muerto.
La lógica de la representatio en tanto representación simbólica incorruptible del Rey, al mismo tiempo sustituye y es
el cuerpo del poder. Y lo hace con la ambigüedad del desplazamiento llamado “metonímico en el cual la imagen “re-
presentante” hace presente al objeto “representado” precisamente por su propia ausencia. En otras palabras, la
propia condición de posibilidad de existencia de la representación es la eliminación visual del objeto, allí donde está
la representación, por definición, sale de la escena el objeto representado. Y al mismo tiempo la existencia virtual del
objeto es el determinante último de la representación. En toda representación, por lo tanto, se pone en juego una
paradójica dialéctica entre presencia y ausencia. Entre lo visible y lo invisible, donde lo invisible es parte constitutiva
de lo visible, así como en la música el silencio son parte constitutiva de articulación de los sonidos. No se trata de
cualquier invisibilidad: si lo visible está determinado por lo invisible, lo contrario es igualmente cierto, lo visible
produce lo invisible como una determinación concreta y específica de invisibilidad.
En determinadas circunstancias históricas y sociales, este juego de visibilidad/invisibilidad puede ser producido con
objetos políticos ideológicos bien precisos al servicio de una reconstrucción de una reconstrucción de las
representaciones e identidades colectivas con fines de resistencia a la opresión. El análisis que hace Fanon de la
función del velo entere las mujeres argelinas del FLN en la lucha anticolonial a principio de los 60s, interpreta que
ellos perciben perfectamente que ese velo que para los occidentales ilustrados fue siempre símbolo del
sometimiento de la mujer, es ahora resinificado como índice de resistencia cultural. LA mujer argelina puede mirar a
sus nuevos amos sin ser mirada por ellos. Hay allí una “desaparición” de la imagen, de la representación que permite
que ese cuerpo no pueda der simbólicamente violado por el escrutinio permanente de los opresos.
Pero en la segunda etapa, el FLN hace que sus mujeres, se quiten el velo. Las mujeres del FLN lo hacen para hacerse
menos sospechosas, menos misteriosas a los ojos del ocupante.
Esta es la estrategia que hemos llamado de intermitencia dialéctica. Cómo toda dialéctica es una lógica que se
despliega en tres momentos: en el primero, la ausencia del rostro sigue siendo un síntoma y la afirmación de un
dominio, una subordinación o una exclusión “bárbara”. En un segundo momento, esa misma ausencia,
inversamente, es la negación determinada de esa exclusión. En un tercer momento, el de la negación de la
anegación, la reaparición del rostro, es el desplazamiento del ocultamiento de los instrumentos de liberación. Se ve
aquí pues, cómo la alternancia entre presencia y ausencia de las representaciones de lo civilizado y lo bárbaro es
resinificada críticamente como una política de llenado de los vacíos de representación. Pero esa política se monta
sobre la lógica de que el “representante” supone, al menos en principio, la desaparición de lo representado.
Lo que conecta al representante con lo representado es una infinita lejanía entre ambos. Es la percepción de dos
mundos que nunca podrán coexistir en el mismo espacio, y cuya relación consiste precisamente en esa diferencia
radical. Hay aquí una coincidencia, con otra famosa noción benjaminiana: la del aura, de la obra de arte clásica, cuya
idealización implica asimismo en esa apirética experiencia de una estrecha identificación y una inmensa distancia
simultaneas. Y a la hipótesis de Benjamin: que podría elaborarse toda una historia social y política del arte, y por lo
tanto del concepto de representación, sobre el eje de las sucesivas transformaciones históricas y antropológicas de
esas “experiencias del aura”; desde su carácter “cultual”, pasando por su transformación en mercancía hasta llegar a
lo que Benjamin llama la “decadencia del aura” bajo la lógica de las modernas técnicas de reproducción.
III.

Erwin Panofsky, nos instruye sobre un cambio importante en los propios criterios de representación estética, que se
produce en el pasaje de la Edad Media al Renacimiento. Mientras la representación medieval mantiene
simultáneamente una identificación y una distancia con el objeto representado, el arte renacentista (con su
descubrimiento de la perspectiva, con su impulso mimético y realista) se apropia del objeto, sustituye su presencia
física y material, pero también ilusoriamente, sustituye y por lo tanto elimina su ausencia: su pretensión de ´´última
instancia es la fusión de la representación con lo representado, conservando la identificación pero eliminando
imaginariamente la distancia.
Hay aquí también una obscenidad, pero que se encuentra legalizada. El cambio de época ha comenzado ya a
producir su propia distancia entre el sujeto y la naturaleza, separación que, hará posible a la ciencia moderna, pero
también a nunca actitud puramente contemplativa frente al arte y a las representaciones. Uno de los componentes
decisivos de este cambio en la imagen del mundo es la promoción del protagonismo del individuo expresado e n la
historia de los estilos artísticos por el prestigio, renovada en la modernidad con el retrato. A partir del renacimiento,
el individuo es mostrado en primer plano respecto de su entorno, mientras que en la representación medieval típica,
el ser humano queda también “aplanado”, “sumergido” en el continuum de la imagen, de manera similar a cómo, en
la concepción ideológico-filosófica dominante en la época, el ser humano quedaba sumergido en el continuum de la
trascendía divina.
Pero la era del incipiente capitalismo burgués y liberalismo económico, requería además una nueva idea de la
legitimidad del poder, hecha posible por aquel cambio de identidad: fundada en el contrato laico entre los individuos
como tales, y no entre lo humano y lo divino. Para eso, el individuo tiene que ser puesto en el centro de la escena, en
el centro de una escena toda ella organizada alrededor de esa centralidad individual: “el hombre es la medida de
todas las cosas”.
Por supuesto, en las formas de representación visual y estética de la modernidad no sólo hay individuos, sino
también objetos de la “realidad”. Pero también en ellos es la perspectiva geométrica de la mirada individual del
espectador la que concentra la atención en el objeto como espectáculo y como objeto de potencial apropiación,
puesto que hemos entrado en la era de la propiedad.
El realismo convertido así en ideología estética hegemónica es en este terreno el pendan exacto del individualismo:
es desde la perspectiva del individuo que la realidad se organiza como espectáculo a consumir. En la ideología
“burguesa” de la modernidad hasta fines de siglo XIX el mundo se presenta como algo ya terminado, pero que ya no
requiere ni es pasible de ser esencialmente transformado. Una vez que la nueva clase dominante está plenamente
afirmada como tal, el eje dela imagen de la realidad pasa de la esfera de la producción a la esfera del consumo. Lo
cual es perfectamente lógico: La “identidad” de la clase dominante como tal está asegurada sólo si ella no puede
concebir posibles futuras transformaciones de la realidad que pudieran suponer su propio reemplazo en la posición
dominante. La misma separación entre el sujeto y el objeto que decíamos, hace posible la ciencia moderna, hace
posible a su vez una forma de representación en la cual, en el límite, toda la “realidad” está ya hecha y disponible
para su captura por el representante.
Estamos ante una transformación ideológica de primera importancia, mediante la cual ahora se trata de disimular la
brecha, la diferencia irreductible, entre el “representante” y el “representado”. La representación comienza a partir
de aquí a ocupar el ligar de lo representado, con el mismo gesto con el que se instaura el criterio de representación
como presencia de lo real, representado, en tanto el criterio anterior era, como vimos, el de su ausencia. Una
metafísica de la presencia que alcanza a la propia “auto representación” subjetiva a partir de un Yo cartesiano que
en efecto aparece como presente ante sí mismo, fuente “clara y distinta” de todo conocimiento, transparencia y
posibilidad, y cuyo desmentido recién llegará con la teoría psicoanalítica del inconsciente infligida por Sigmund
Freud.
IV.
Baste para nuestros propósitos mencionar, al pasar, que la modernidad “filosófica” se hace empezar, en los
manuales al uso, precisamente en el siglo XVII, con la representación identitaria de ese sujeto cartesiano monódico,
encerrado en su propia transparencia y en su propia presencia ante sí mismo, que será el “núcleo” durante siglos de
toda teoría de la representación tanto simbólica como estética y política. Muy diferente sería tal representación si
aquella historia filosófica de la modernidad se hiciera empezar un siglo y medio antes. Con la conquista de América y
los debates sobre el estatuto de “humanidad” de esos Otros súbitamente incorporados a (o “violados” por) la
modernidad europea. Ya no tendríamos allí entonces esa representación cartesiana que funda la subjetividad
moderna sobre el solipsismo auto engendrado del sujeto monádico, sino una representación estrictamente dialógica
atravesada por el conflicto permanente e inestable implícito en el “diálogo” de los sujetos colectivos y las culturas:
una representación que mutatis mutandis y paradójicamente, estaría mucha más cerca de la representación
freudiana de la subjetividad moderna.
Una representación dialógica y “descentrada” que parece estar paradójicamente preanunciada en la “excentricidad”,
por ejemplo, del barroco.
Transformación dialógica y también, política. Puesto que es imposible olvidar que esta misma época que instituye a
la representación con su pretendidamente pleno valor de realidad, es la época de constitución del Estado Moderno
que consagra la forma de gobierno llamada “representativa”. El sistema representativo produce el efecto imaginario
de suprimir la diferencia representante/representado, diferencia Objetiva sin la cual, paradójicamente, el propio
concepto de representación carece absolutamente de sentido. Pero es que esa es justamente la eficacia del Mito: de
esa máquina de eliminar la Historia, como la llama Levi-Strauss, que permite “resolver”, en el plano de lo imaginario,
los conflictos que no se pueden resolver en el plano de lo real.
Las ventajas de ese efecto imaginario de supresión de la diferencia representante/representado, sin indudables.
Pero no necesariamente eternas: podría llegar el momento en que una dialéctica negativa, inherente a la propia
lógica de las transformaciones del sistema, corrompiera la eficacia de ese efecto imaginario y pusiera manifiesto el
carácter estructuralmente imposible de la noción moderna de representación, al menos en su versión dominante de
sustitución o equivalencias entre representante y representado, sacando a la luz esa distancia insalvable, esa
diferencia irreductible entre los dos términos de la ecuación de la Edad Media ni siquiera se planteaba, como
problema, puesto que la representatio no hacía más que confirmar y reforzar sin disimulos la diferencia
inconmensurable, sin equivalencia posible ni imaginable, entre el dominante y el dominado, entre el amo y el sirvo.
Es solo en el Edad Moderna que puede desnudarse el conflicto de las equivalencias generales, el conflicto de las
representaciones, dado que sólo ese modo de producción puede hacer entrar en crisis lo que él mismo ha generado.
Sabemos que antes de esto, como modo inconsciente de maquillar esa crisis, la eliminación del objeto por parte de
la representación fue llevada a sus consecuencias extremas por eso que dio en llamarse la “posmodernidad”, en la
cual la dominación de las fuerzas productivas y reproductivas de las nuevas tecnologías representacionales nos
hicieron pasar de la identificación entre lo representante y lo representado, característica de la modernidad, a la
liquidación lista y llana de lo representado, a una desmaterialización “globalizada” del mundo por la cual hasta las
guerras más atroces, injustas y sangrientas pudieron reducirse a un colorido espectáculo televisivo.

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