La Cumbia Nos Dice Mucho de La Realidad Social
La Cumbia Nos Dice Mucho de La Realidad Social
La Cumbia Nos Dice Mucho de La Realidad Social
–Hace más de cuarenta años que la cumbia es un género musical socialmente masivo. ¿Por qué se tardó tanto en abordarla
desde lo académico como usted y Pablo Vila lo hicieron en el libro Cumbia. Nación, etnia y género en Latinoamérica?
–En un principio, creo que existe una cuestión de prejuicio con la cumbia. El prestigio que adquieren los objetos sociales tiene que ver
con los lugares por los cuales circulan. Muchas veces, los sociólogos y antropólogos que se dedican a estudiar fenómenos que poseen
una baja valoración cultural hacen lo más fácil: convertirse en denunciadores de un acabose; profetas del apocalipsis. Si se analiza un
hecho considerado de baja jerarquía, lo mejor es refugiarse en la descalificación. Pero para abordar la cumbia es necesario dejar esa
lógica atrás. Se debe comprender que no se trata de un objeto menor, sino de un producto cultural que nos dice mucho con respecto a
la realidad social argentina. La sociología de la música no puede limitarse a estudiar a un compositor de música clásica como es
Alberto Ginastera. Para conocer la forma en la que se educa sentimentalmente una buena parte de la población del país, debemos
conocer la cumbia.
–En el libro se recopilan varios artículos que hablan sobre la “negritud” como un elemento crucial en la construcción de la
identidad de los grupos sociales en Latinoamérica. ¿Cómo se lleva a cabo este proceso?
–Lo que nos interesó no es tanto resaltar el tema del origen africano del género, sino en cómo se utiliza la identificación con lo negro.
Por un lado, se le asigna a la cumbia una carga negativa, al identificarla como música de mala calidad, para gente de mala calidad, que
genera consecuencias sociales desastrosas. Es una música de negros. Pero desde otro aspecto, lo negro también puede ser reivindicado
como un valor positivo, exaltando los ámbitos de goce de los pibes que hacen cumbia villera. En definitiva, lo que debemos tener en
claro es que la música es parte de la trama de producción y conjugación de los sujetos sociales.
–Algunos consideran que se trata de un género impuesto por una maquinaria publicitara. ¿Es así?
–Todos los géneros masivos tienen apoyos de las discográficas y de las estrategias publicitarias, pero hay un sistema de preferencias
que es innegable. Acercarse a la cumbia es indagar en un fenómeno demográfico y territorial que determina una mirada sobre la vida.
Lo que sucede es que muchas veces aproximarse al fenómeno puede resultar incómodo por las razones que mencioné antes. Ahora,
¿desde cuándo el lugar del investigador social debe ser cómodo? Pero además, es necesario decir que algunos de los fenómenos que se
dan actualmente con la cumbia y con otros géneros es que surgen o se relanzan a través de las discográficas en un momento de crisis
de esa industria.
–El rock nacional comenzó a estudiarse sociológicamente a partir de los años ’80. ¿Ahora le llegó el turno a la cumbia?
–El rock sirvió para modificar cierta visión que la sociología tenía sobre lo que debía estudiarse. Hasta hace treinta años, la disciplina
estudiaba cuestiones como el trabajo, la política y la educación. Pero surgió la necesidad de comprender a los grupos sociales que
manifestaban vocación de cambio. Se creía que ésa era una función que el rock debía desempeñar, se lo problematizaba de esa
manera. Lo concreto es que esa mirada abrió la posibilidad de estudiar la influencia de otros fenómenos, como el de la música
electrónica, lo indie, el rock chabón-barrial y también la cumbia. Digamos que el abordaje de la cumbia se agrega a una tendencia
sociológica que se inició en los ’80 con el análisis de otros géneros.
–Usted fue uno de los primeros sociólogos que se preocuparon en indagar sobre el rock chabón. ¿Qué emparienta a ese estilo
con la cumbia?
–El rock chabón es producto de un cambio que se produjo en los años ’90, con la llegada al género de otras voces, de otros oídos.
Entre finales de los ’80 y principios de 2000, el rock generó múltiples variantes, procesos de diferenciación y se arraigó
definitivamente en los sectores populares, extendiéndose hacia el segundo y tercer cordón del conurbano, algo que no había sucedido
en los años ’70. Esta difusión fue posible también porque se hicieron accesibles los soportes, los equipos. Entonces, muchos pibes se
largaron a tocar por todos lados. Ese proceso de ampliación por abaratamiento de los instrumentos es, en definitiva, lo que está
presente en la cumbia, ahí existe un rasgo en común con el rock chabón, sin dudas. Otro es que los tópicos que abordaban las letras de
ambos géneros son muy parecidos y tienen muchas cosas en común: básicamente, son crónicas de una crisis que el menemismo
agudizó.
–Mirémoslo así: cuando a mitad de los ’80, los Redondos cantaban “todo preso es político” en un recital para estudiantes de psicología
en Palladium o en Cemento, todos sabíamos que se trataba de un concepto acuñado por teóricos anarquistas como Bakunin o
Kropotkin. Pero diez años después, cuando el Indio Solari entona la misma canción en la cancha de Huracán, ante diez mil personas,
ahí no hay anarquismo. Se trata de miradas comprensivas con respecto a quien sale a robar. El delincuente es percibido como una
víctima de un sistema que lo marginó, que lo expulsó y no le dejó otra opción más que robar para sobrevivir. Ese mensaje también está
latente en la cumbia villera, que se retroalimenta de y con el rock chabón. De ahí emerge una temática común sobre policías, drogas,
miseria.
–¿La tragedia de Cromañón acercó más público a la cumbia en detrimento del rock barrial?
–No lo creo. El proceso por el cual los jóvenes se acercaron al rock chabón o la cumbia es similar y está emparentado. Pero es cierto
que el rock chabón quedó cuestionado después de lo que pasó en Once, en diciembre de 2004. Hubo incluso músicos que dijeron que
la tragedia estuvo directamente asociada con la calidad de lo que escuchaban esos jóvenes. Lo cual es, a mi entender, un despropósito.
Ni la cumbia villera ni el rock chabón matan a la gente. Además, el juicio de un sociólogo no puede quedar pegado a criterios
estéticos.
–La verdad, cuando empecé a analizar este tema también afloró ese prejuicio en mí. Es algo así como decir “las letras son simples, la
música también”. ¿Pero es verdaderamente así? Realmente, en términos estéticos no lo puedo precisar, no es la tarea de la sociología y
sería aventurado hacerlo. Sin embargo, me parece que ése es un concepto que se lanza en el contexto de una sociedad en conflicto,
donde parece que alguna gente debe ser reeducada, readaptada en función de sus consumos culturales. Esa visión no tiene en cuenta
que la cumbia villera desarrolló temáticas distintas de las que abordó la cumbia colombiana y la santafesina, y que dialogó con el rock
y la música electrónica. Allí, en esa intersección, existe un grado de complejidad que no puede ser desestimado desde la cultura “de lo
culto”.
–¿La cumbia que estalló masivamente en los ’90, con figuras como Alcides, Pocho “La Pantera”, Ricki Maravilla o Gladys “la
Bomba Tucumana”, era una expresión menemista opuesta al género que hoy se desarrolla en los barrios de los grandes
núcleos urbanos del país?
–La cumbia casi siempre fue menoscabada. Es algo que viene desde los años ’50. Constantemente hubo una mirada censora, propia de
las elites culturales y sociales. En los ’90 se genera un movimiento cultural de acercamiento entre las clases medias y los sectores
populares. Hubo sectores que arribaron a la cumbia desde una postura paródica, bizarra. Y esto fue algo que explotó Menem, en parte
como una estrategia de seducción que pretendía acercar a los sectores postergados y los más acomodados con las políticas de su
gobierno. Eso es algo que pasó, efectivamente, mas no explica por sí sólo la gran ampliación que comenzó a darse con la cumbia hace
veinte años.
–Entre 1970 y 1990 se produjo un crecimiento demográfico en el conurbano que superó incluso la gran transformación que se produjo
en la región durante el primer peronismo. Hubo en ese período un montón de gente que se divertía como podía. Eran pibes que
escuchaban y tocaban cumbia, otros hacían rock y a veces iban juntos a una iglesia pentecostal que había empezado a funcionar en el
barrio. Se trató de un proceso que se impuso de hecho y se hizo muy visible. La cumbia comenzó a estar presente en el Gran Buenos
Aires, desde hace por lo menos treinta años y en un momento no pudo disimularse más. De ahí que surgieran lugares como Terremoto
Bailable y cientos de grandes boliches en el GBA. Podríamos decir que la cumbia ganó espacio hasta por peso demográfico.
–Su caldo es la convertibilidad, explota entre 2000 y 2001, pero aparece hacia 1997, cuando la convertibilidad entró en declive. Es un
género que vino a imponer una ruptura con el estilo paródico y glamoroso de cumbia que se había impuesto con el menemismo. Las
letras empezaron a ser más duras, crudas y a reflejar temáticas sexuales. En los barrios las cosas se pusieron duras y la música lo
testimonió. A pesar de todo eso, la cumbia villera llegó a la TV, porque era negocio, desde luego, y comenzó a recibir críticas
lapidarias. Se la identificaba con la marginalidad, el desaliento de la cultura del trabajo, la apología de la delincuencia, etc. Ahí se
produjo un fenómeno interesante. Por un lado, el entonces Comfer amonestaba el contenido de las letras y, por el otro, los grupos
como Guachín, Pibes Chorros o Piola Vago crecían en audiencia televisiva.
–¿En ese momento surge su interés por analizar la problemática de este género?
–Exactamente. Si la mirada académica sobre ese fenómeno era que “esos pibes no quieren laburar, son todos machistas y reivindican
el delito”, había un problema. Mi mirada como sociólogo no podía ser tan coincidente con lo que expresaba el Comfer, había algo que
estaba mal. Si eso era así, los investigadores sociales nos habíamos convertido en el brazo intelectual de la Policía. Había que
entender, que interpretar, dar cuenta de un fenómeno nuevo. No nos podíamos quedar con lo que nos resultaba chocante e instalarnos
en la comodidad del denuesto fácil.
–Pappo dijo una vez que cuando una sociedad escucha cumbia es porque está en crisis. ¿Cómo se explica un argumento tan
descalificador haya venido desde el rock?
–También se postuló esa idea desde distintos lugares del rock, no fue sólo Pappo. Creo que la reacción contra la cumbia se basaba en
la necesidad de defender una posición en el mercado ante la emergencia de otro estilo musical que comenzaba a ganar posiciones.
También se daba esto de sostener que el rock era el único estilo capaz de portar un mensaje, cuando en verdad eso es común a todos
los géneros. Lo que existía en esos discursos eran estrategias de autolegitimación. Sin embargo, creo que eso cambió.
–¿Por qué?
–La idea de que los géneros y los estilos son compartimientos estancos está cada vez más en cuestión. Hoy por hoy, las personas que
consumen música lo hacen desde un gusto muy diversificado. El criterio de legitimidad que actualmente existe está basado en la
heterodoxia. Hace diez años, cuando Pappo dijo eso, tal vez había una necesidad de sentirse identificado con una sola cosa, con una
tribu. El que escuchaba metal escuchaba sólo eso y nada más. Ya no es así. Asistimos a un diálogo de géneros y clases, que se verifica,
por ejemplo, en los jóvenes de clase media o media alta cuando tocan cumbia electrónica. Desde una actitud paternalista, puede ser,
pero el intercambio cultural cruza hoy todos los niveles. Eso es lo interesante.
–La cumbia villera expresa en sus letras cuestiones que también están presentes en músicas que se interpretan en otros lugares
del mundo. ¿Es una versión argentina de un fenómeno global?
–Es probable. En el momento que surge la cumbia villera en el conurbano también cobra gran masividad el hip-hop en Estados
Unidos, el funky en Brasil y los narcocorridos en México. Son versiones que se remiten a la reconstitución de la experiencia urbana.
Se trata de expresiones de sujetos que son excluidos del mundo del trabajo e incluidos en circuitos de criminalidad, pero también de
consumo y de producción. Versiones que reflejan un quiebre de una forma de organización social, pero a su vez, que pueden ser
posibles porque se da una democratización de los artefactos de producción. Son géneros que exhiben una contradicción entre la
exclusión social y la habilitación a producir música en función de los bajos costos que se verifican.
–¿El sexismo también es algo que está presente?
–Es un elemento presente en todos los géneros, sobre todo en el rock. ¿Alguien podría decir que “El blus del levante” no tiene una
temática sexista? Se presupone que las mujeres que escuchan esas letras en el rock tienen elementos culturales que les permiten
identificar eso como un juego, en cambio, las chicas que son receptoras de esos mismos tópicos en las bailantas no pueden hacerlo,
porque no pueden jugar. Eso es falso. La sociedad argentina vive un proceso de agitación de la temática sexual que es independiente
de los sectores sociales. El sexo es tema de interés por sí mismo. Cito un caso: haciendo una investigación de campo, en un barrio del
sur del Gran Buenos Aires, me encontré un día en una iglesia pentecostal donde una pastora organizaba cumpleaños colectivos para
las chicas de 15 años y les regalaba lencería erótica. Si eso pasa en una iglesia, en un templo, demuestra lo presente que está la
sexualidad como tema en la vida cotidiana. No entenderlo así es quedarse en una visión cómoda y decadentista sobre el sexismo. La
cumbia no hace más que mostrar un proceso de activación sexual, presente en los sectores populares, pero que se extiende hacia otros
estratos. No estamos solo ante el machismo de los cumbieros. El tema es que sexo, placer y emancipación no son la misma cosa,
sencillamente, porque mucha gente siente el goce en la subordinación.
–En investigaciones anteriores se abocó a indagar sobre las creencias populares. ¿Qué relación existe entre la religiosidad y la
cumbia en el conurbano?
–Las transformaciones que tuvieron lugar en ese espacio demográfico fueron muy rápidas y las instituciones tradicionales aún no
pueden satisfacer de forma eficaz las demandas que surgen en el GBA. La multiplicidad de los templos pentecostales en la región
tiene que ver con que los pastores llegan a los barrios más rápido que la Iglesia católica. Abrir una parroquia requiere un
procedimiento eclesiástico muy largo, que puede llevar hasta décadas. No obstante, las necesidades espirituales siguen presentes, y la
gente acude a quien les ofrece una respuesta, una contención. Ahí aparecen los cultos evangélicos o los santos populares. Con la
cumbia pasa lo mismo, la industria del entretenimiento también llega tarde a los lugares en los cuales se demandan bienes culturales.
Los que sucede entonces es que la gente de los barrios, y sobre todo los jóvenes, van generando sus propios espacios para divertirse.
En La Matanza, en Lomas de Zamora o Don Torcuato hay lugares donde la gente la pasa bien y disfruta, y estoy seguro de que los
teóricos que definen a la cumbia como sexista, simple o pobre, no tienen ni idea de lo que sucede en esas localidades en un fin de
semana. Después de mucho ver estas cosas creo que la producción cultural debe ser observada desde el punto de vista de la existencia
de una producción local y no sólo acentuando determinantes externos de otras escalas.
–¿La escala tradicional de lo que se percibe como altos valores culturales está perdiendo prestigio?
–Me parece que ya son pocos lo que necesitan que una figura intelectual les diga si está bien o mal consumir determinadas expresiones
artísticas. No hay una visión cultural unificada y la gente tiene menos vergüenza de producir sus productos culturales y difundirlos. Y
lo mismo sucede con lo espiritual, los fieles se acercan a una liturgia que los representa, que interpreta sus vivencias y sentimientos y
lo hacen sin culpa.