Nicolson Nigel Retrato de Un Matrimonio

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Nigel Nicolson

RETRATO DE UN
MATRIMONIO
RETRATO DE UN MATRIMONIO (EN
PAPEL) LUMEN, 2011
DATOS DEL LIBRO
Nº de páginas: 336 págs.
Encuadernación: Tapa dura
Lengua: ESPAÑOL
ISBN: 9788426418937
COPIA PRIVADA PARA FINES EXCLUSIVAMENTE EDUCACIONALES

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Referencia :4525

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ÍNDICE

PRIMERA PARTE

SEGUNDA

PARTE TERCERA

PARTE CUARTA

PARTE QUINTA

PARTE
Prólogo a la edición original

AL morir mi madre, Vita Sackville-West, en 1962, como


albacea, me vi obligado a revisar sus papeles personales. Era muy
cuidadosa con ellos. Había archivado todo lo importante, incluso la
correspondencia que mantuvo durante los cincuenta años de
compromiso y matrimonio con Harold Nicolson, su propio diario y el
de su madre, lady Sackville. En los cuarenta cajones de un gran
armario italiano encontré cientos de cartas de los amigos que desde la
infancia más significaron en su vida. Entonces leí muy poco, pero
mentalmente tomé nota de que, si bien existía material para
reconstruir por completo su vida, era conveniente dejarlo en paz por
algún tiempo.
Di una última mirada a su salón privado de la torre de
Sissinghurst (habitación en la cual solo estuve una docena de veces en
los treinta años anteriores) y reparé en una maleta Gladstone, cerrada,
en la esquina de la salita de la pequeña torre anexa. La maleta
contenía algo —quizá una diadema en su estuche—. Como no
disponía de la llave, corté el cuero alrededor de la cerradura para
abrirla. Dentro encontré un gran cuaderno de cubierta flexible, lleno,
página a página, de su caligrafía clara y precisa. Lo llevé a su
escritorio y empecé a leer. Las primeras páginas eran esbozos
fracasados de un par de relatos breves; «23 de julio de 1920» era el
encabezamiento de la sexta página, al que seguía una narración en
primera persona que tenía otras ochenta. La leí hasta el final sin
separarme un instante del escritorio. Era una autobiografía escrita a
los veintiocho años, una confesión, un intento de purificar cabeza y
corazón, de liberarse de un amor que la había poseído, un amor a otra
mujer, Violet Trefusis.
Me conmovieron profundamente la sencillez, la franqueza, la
extraordinaria secuencia de hechos que revelaba, el ruego implícito de
compasión y perdón, de fortaleza para resistir estas tentaciones. Hacía
mucho que conocía las líneas vertebrales de la historia (pero no
gracias a ella) y ahora disponía de todos los detalles, escritos, sin
apenas correcciones ni tachaduras, en momentos en que la herida aún
estaba fresca y dolía. Aunque en las primeras páginas se observaba
inseguridad al rememorar la infancia, el relato crecía en intensidad y
fuerza al llegar al corazón del problema, afilado con las variaciones de
talante y velocidad propias del instinto del novelista, como si no
estuviera describiendo su propia experiencia sino la de un tercero.
Jamás se lo mostré a mi padre, aunque en el primer párrafo mi
madre había dejado escrito que era la única persona a la que se
hubiera atrevido a confiárselo con la seguridad de encontrar en él un
lector comprensivo. La muerte de mi madre le afectó terriblemente;
este recuerdo de la crisis de su matrimonio quizá hubiera aumentado
el sufrimiento de manera intolerable. Temí que destruyera el
manuscrito o que este lo destruyera a él. Cuando cité, en la
introducción a sus Diarios, unos cuantos párrafos inocuos de la
autobiografía que describían su infancia en Knole y sus primeros años
de matrimonio, nunca me pidió ver el resto. Ahora creo que debí
mostrárselo cuando el dolor por su pérdida dejó paso a una difusa
aceptación. Es muy posible que hubiera estado de acuerdo en que se
trata de un documento único en la vasta literatura amorosa existente y
una de las obras más emocionantes que jamás escribió; que, lejos de
oscurecer su memoria, la abrillanta, y que algún día, quizá, debería ser
publicado.
El lector no debe condenar en diez minutos una decisión que he
sopesado durante diez años. No se podía plantear su publicación en
vida de Harold Nicolson o de Violet. Él murió en 1968; Violet, en
1972. Consulté a varias personas, especialmente a mi hermano
Benedict y al íntimo amigo y albacea literario de Violet, John N.
Phillips, a quien debo agradecer su amabilidad y las copias de ciertas
cartas. Ambos estuvieron de acuerdo en publicarlo del modo que les
sugerí. Algunos amigos de mis padres me manifestaron sus dudas,
pero la mayoría me
confirmó la convicción cada vez más firme de que una experiencia de
esta índole ya no puede considerarse vergonzosa ni incomunicable: la
autobiografía está escrita con profunda emoción y posee una
integridad y una validez de significado universales.
Es la historia de dos personas que se casaron por amor y cuyo
amor creció de año en año, aunque cada uno, continuamente y de
mutuo acuerdo, fue infiel al otro. Ambos amaron a personas de su
mismo sexo, pero no exclusivamente. Su matrimonio no solo
sobrevivió a la infidelidad, a la incompatibilidad sexual y a las largas
ausencias, sino que, como resultado, aumentó en firmeza y
refinamiento. Cada uno terminó dando al otro plena libertad sin hacer
preguntas ni reproches. El honor echó raíces en la deshonra. Su
matrimonio tuvo éxito porque solo en la compañía del otro halló cada
uno de ellos una felicidad permanente y pura. Si contemplamos su
matrimonio como una bahía, sus aventuras fueron únicamente
puertos de paso. Cada uno regresaba a la bahía; allí era donde
anclaban y se afirmaban.
Este libro es, pues, un elogio del matrimonio, aunque describe
un matrimonio en apariencia fracasado por incompleto. Consiguieron
su ideal camaradería solo tras una larga lucha que aún no tocaba a su
fin cuando Vita Sackville escribió las últimas palabras de su
confesión; pero, una vez conseguida, fue inalterable durante toda la
vida y la convirtieron (como escribí en la introducción a los Diarios
de mi padre, pero sin revelar la amplitud de sus dificultades) en una de
las más extrañas y satisfactorias uniones de que jamás han disfrutado
dos personas de gran talento.
Si bien Vita Sackville-West no dejó instrucciones sobre su
autobiografía y, por lo que yo sé, jamás se la enseñó a nadie, creo que
la escribió pensando en una eventual publicación. Da por supuesto un
público. Sabía que yo la encontraría después de su muerte, y no la
destruyó. La escribió conscientemente como una obra de arte, de
modo que resultara comprensible a un extraño; el uso de seudónimos
es, por sí mismo, indicio de que esperaba, incluso ansiaba, que otros
ojos la leyeran algún día; con este artificio protegía la reputación de
sus amigos mientras ponía en peligro la suya. Hay pasajes del
manuscrito que indican que escribirlo fue para ella mucho más que un
acto de catarsis. Se refiere a sus «posibles lectores». Cree que «la
psicología de personas como yo cobrará interés» cuando la hipocresía
ceda lugar a «una actitud más abierta que cabe esperar se extienda con
el progreso del mundo». Ese tiempo ha llegado ya, más de cincuenta
años después de que escribiera esas palabras proféticas, y no creo que
ella lamentara la revelación de su secreto, consciente de que podría
ayudar y animar a quienes hoy se encuentran en una situación
semejante.
Presentar la autobiografía sin más explicaciones y sin su
continuación habría sido, no obstante, injusto para con mis padres,
pues se escribió en el octavo año de un matrimonio que duró cuarenta
y nueve. Concluí que debía publicarse como la primera parte, y la
principal, de una historia completa, y que, por tratarse de una historia
tan excepcional, necesitaba confirmarse y ampliarse; para ello contaba
con todo el material del armario italiano y de los archivos. Los hechos
que relata Vita Sackville-West debían volver a narrarse de acuerdo
con los puntos de vista de los otros actores del drama —Harold
Nicolson, Violet Trefusis, lady Sackville— y de los personajes
secundarios, como Rosamund Grosvenor, Denys Trefusis y Orazio
Pucci, y, retrospectivamente, de mí mismo, su hijo, que solo tenía tres
años cuando esa relación alcanzó su clímax en un hotel de Amiens en
febrero de 1920. Las cartas y los diarios de la época arrojan nueva luz
sobre ciertos incidentes y revelan otros que ella ignoraba, pero
confirman rigurosamente la verdad de lo que escribió. Sus recuerdos
de esos sucesos cataclísmicos eran exactos.
La historia se desarrolla en cinco partes, dos escritas por Vita y
las tres restantes por mí. La primera y tercera partes son su
autobiografía palabra por palabra, solo alterada por la división en dos
secciones separadas (por razones de equilibrio e inteligibilidad) y por
la sustitución de los nombres verdaderos por seudónimos que solo se
dan cuando aparecen por primera vez. La segunda y cuarta partes son
comentarios míos acerca de su relato, al que agrego hechos nuevos y
esenciales, así como citas de cartas y diarios. La quinta parte es la
justificación de todo el libro y de su título: resume los restantes años
de su matrimonio y muestra, especialmente en el contexto de las
breves aventuras de mi madre con Geoffrey Scott y Virginia Woolf,
cómo el amor mutuo de mis padres sobrevivió a todas las amenazas y
convirtió la negación de un matrimonio en un matrimonio que superó
todos sus sueños. El libro es una traición si no lo hace evidente.

Nigel Nicolson

Castillo de Sissinghurst, Kent, abril de 1973


Introducción a la edición de 1992

Retrato de un matrimonio es una historia acerca del triunfo del


amor sobre la pasión ciega. Así me lo pareció cuando leí por primera
vez la sorprendente autobiografía de mi madre, y ese es el motivo por
el que, tras diez años haciéndome preguntas y haciéndoselas a los
demás, decidí publicarla. Es una historia de amor, pero no del amor
entre Vita Sackville-West y Violet Trefusis, como mucha gente se
figuró, sino entre Vita y mi padre, Harold. La aventura de mi madre
con Violet duró tres años, entre 1918 y 1920, mientras que su
matrimonio duró casi cincuenta. La aventura puso a prueba su
matrimonio y, al escribir sobre ella cuando solo tenía veintiocho años,
Vita estaba celebrando el triunfo de que su matrimonio hubiera
superado la prueba. Harold, por su parte, nunca se regocijó por ello,
pues jamás lo consideró un triunfo. Era inevitable, como la
recuperación de un joven tras una gripe.
Me parecía una historia de final noble, pero en 1973 era
perfectamente consciente de que los demás podrían considerar su
publicación una nueva forma de matricidio. Un crítico, un académico
estadounidense, me censuró por no confesar abiertamente que odiaba
a mi madre: era evidente que el libro estaba escrito con ánimo de
venganza. Que el lector evalúe la verdad de esa acusación a partir de
las páginas que siguen. Ese no era mi problema. Mi problema era si
Vita habría querido que se publicara. En el prólogo aduje algunos de
los motivos que me llevaron a decidir que así lo habría querido ella, y
desde 1973 he oído de boca de uno de sus amigos más íntimos que
ella habló del manuscrito poco antes de su muerte, que dijo que yo lo
encontraría en su armario y que se fiaba de mi juicio con respecto a su
publicación. Me reconfortó esa información, pero no me la creí del
todo. Lo que me convenció en mayor medida fue un examen más
detallado del texto. Vita explica cosas que no tendría necesidad de
explicarse a sí misma ni de explicar a su familia y sus amigos de
confianza, como «Compramos una casita en el campo y Harold iba a
Londres todos los días»; o «Edward, mi primo, diez años menor que
yo». ¿Por qué iba a contarnos eso, a menos que esperara que unos
completos desconocidos lo leyeran? Además, me parecía probable que
algún día se escribieran biografías de Vita o de Harold, o de los dos, y
así fue. Victoria Glendinning y James Lees-Milne descubrirían por
muchas otras fuentes, sobre todo las cartas que se dirigieron Vita y
Harold, que la crisis de su matrimonio había culminado en la huida
de Vita con Violet. En su día había sido una habladuría extendida, y
desde entonces se había rumoreado repetidamente. Los biógrafos no
podían pasar por alto ese dato. Qué mejor, pues, que se enteraran de
la verdad por la confesión de la propia Vita, su De profundis, antes
que por las conjeturas de otras personas, y que yo situara la aventura
en el contexto de su matrimonio. No se trata de una historia salaz.
Desnuda el corazón humano, pero no el cuerpo. Sin embargo, es
innegable que resulta escandalosa.
Hubo críticos que escribieron que no debería haberla
publicado. El Daily Express declaró que la traición que había
cometido contra mi madre era repulsiva, y Rebecca West afirmó que
debería haber vuelto a meter el manuscrito en la maleta en que estaba
guardado. Bernard Levin fue más lejos. Calificó de «ridícula» la
historia; para él, la confesión de Vita era «la fantasía de una colegiala
que se ha enamorado de su profesora de hockey». Yo debería haberlo
quemado, escribió. Las críticas hostiles se recuerdan más vivamente
que los elogios. Al revisar las reseñas veinte años más tarde, he
descubierto para mi sorpresa que la mayoría fueron favorables, pero
solo citaré una, pues expresa exactamente lo que yo pretendía, la
opinión de Desmond Shawe-Taylor, que conoció bien a Vita y a
Harold: «Que los demás se burlen —escribió—. La pasión desbocada
por un lado, la paciencia infinita por el otro, combinadas con la unión
larga, afectuosa y creativa que siguió, me parecen conmovedoras y
maravillosas». En Estados Unidos el libro recibió alabanzas de todos
los críticos menos de uno, John Richardson, un inglés. La distancia y
el desconocimiento del escenario social inglés de hacía setenta años
conferían al libro el carácter de una novela. No podía ser la historia de
unas personas reales. Pero lo era.
Cuando en 1990 la BBC la adaptó a la televisión como una
serie de cuatro capítulos, no me invitaron a escribir el guión, y con
razón, pues carecía de experiencia. Se encomendó la tarea a una
anciana novelista, Penelope Mortimer, suegra de uno de los
productores. A Mortimer le inspiraban poca simpatía los personajes
principales. Para ella, Vita, que obtuvo varios galardones literarios
importantes y creó el jardín más famoso de Inglaterra, y Harold, que
de joven había sido confidente de hombres de Estado mundiales, autor
de cuarenta libros y principal crítico literario de su época, eran
«personas bobas». Cuando le rogué que permitiera al público hacerse
una idea de la felicidad que habían vivido antes y después de la breve
aventura de Violet (que constituía el tema y la moraleja del libro),
consideró que no venía al caso. Según ella, debía acabar, exceptuando
un engañoso apéndice, con Amiens. Su versión no era tanto el retrato
de un matrimonio como el retrato de una aventura amorosa. No había
nada en la serie que reflejara el arrepentimiento de Vita, que se pasó el
resto de su vida compensando a Harold por la crueldad de aquellos
tres años. Frank Kermode lo resumió acertadamente como «una
historia desagradable con final feliz». Sin el final, era tan solo
desagradable.
En ningún momento he negado que Vita fuera despiadada con
mi padre, y no es disculpa que Violet fuera todavía más despiadada.
No había nada en el comportamiento de Vita comparable al trato
despectivo que Violet dispensó a su marido Denys, ni al cínico intento
de Violet por destruir el matrimonio de su amiga más íntima. La
crueldad de Vita siempre se vio teñida por el sentimiento de culpa; la
de Violet, nunca. Con todo, más que la insensibilidad de las dos
mujeres, lo que preocupó a algunos lectores fue su esnobismo. En su
primer encuentro, cuando una tenía trece años y la otra once, solo
hablaron de su ascendencia, una competición que Vita tenía que ganar
forzosamente como hija de Knole y único retoño de los Sackville. Con
el paso de los años, su indiferencia hacia las personas de cuna más
humilde se convirtió en tolerancia, y la tolerancia en una conciencia
ligeramente avergonzada de sus privilegios. Durante toda su vida
Vita se aferró a la creencia de que la jerarquía social debía permanecer
inalterada. Una mujer tan liberada como ella podía ser muy
conservadora. Sin embargo, al juzgar su esnobismo durante el período
con Violet hay que evitar el anacronismo. Lo que hoy se consideraría
inadmisible (como el término «vulgar» empleado por los Sackville
para referirse a las personas de clase media, o el hecho de pasar por
encima de un cubo de agua con jabón sin dirigir una palabra a la
pobre chica que fregaba el suelo) era entonces corriente. Vita y Violet
tenían conciencia de clase por la educación que habían recibido, pero
la audacia, la temeridad, la imprevisión y el egoísmo, sus rasgos
dominantes durante aquellos años, no eran exclusivos de la clase alta.
Actuaban movidas por la perversidad y un vigor y deseo insaciables,
no sobre la base del supuesto de la superioridad de casta. Prueba de
ello es que a menudo anduvieron muy escasas de dinero. Durante la
primera de sus escapadas a Montecarlo, acabaron con cincuenta
céntimos entre las dos.
Estoy convencido de que Vita quería que la rescataran de su
enamoramiento, y que el clímax de este en el hotel de Amiens supuso
un alivio para ella. Como ha comentado Victoria Glendinning, ese
episodio salvó su matrimonio y su honor al mismo tiempo. Le brindó
la excusa para abandonar a Violet y regresar con Harold. La felicidad
de su matrimonio no volvería a verse jamás en peligro por una
amenaza tan grande, y después de haberla superado los dos pudieron
experimentar con aventuras románticas, manteniendo su amor
intacto. Cuando yo estaba a punto de casarme, mi padre me aconsejó
que «dormir con una sola persona toda la vida sería como decir:
“Cumbres borrascosas es la mejor novela en lengua inglesa y, por lo
tanto, no leeré otra”». Según él, y también según Vita, la infidelidad
no provocaba la ruptura de un matrimonio a menos que hubiera
motivos de mayor peso. A menudo lo enriquecía. En los años veinte
esa doctrina no era tan novedosa como nos imaginamos. Se ponía en
práctica, pero no se predicaba. En los años setenta Retrato de un
matrimonio la predicó. El libro sostenía que el apoyo mutuo en
momentos difíciles, los gustos e intereses comunes y un deseo
compartido de estar separados de vez en cuando constituían vínculos
más fuertes que la compatibilidad sexual. Hemos oído hablar del sexo
sin amor; aquí había amor sin sexo.
El libro, además, abogaba por la legitimidad del amor
homosexual entre parejas que lo deseaban. Pese a no ser en absoluto la
primera manifestación de esa doctrina ni la más persuasiva, la
proponía e ilustraba sus dificultades. Planteaba que era posible que en
el siglo XX llegáramos a aceptar que la mayoría de los matrimonios
necesita los estímulos de las relaciones emocionales, y seguramente
sexuales, fuera de él, sin que la unión se vea debilitada. Esa es la
justificación para publicar este libro y reeditarlo continuamente.
Representa un aumento del entendimiento humano, no una falta de
delicadeza. Coincido con Michael Ratcliffe, cuya reseña en The Times
fue la primera que leí, con enorme gratitud, en que «Vita escribió
pensando en la posteridad. La publicación no hace otra cosa que
honrar su honestidad y su pasión».

Nigel Nicolson
PRIMERA PARTE

por V. Sackville-West
23 de julio de 1920

En realidad no tengo derecho a escribir la verdad sobre mi


vida, puesto que en ella se entrelaza, como es natural, la vida de
muchos otros, pero lo hago movida por la necesidad de decir la
verdad, porque no hay nadie que la conozca por completo. Puede que
alguien sepa una parte y otro conozca otro fragmento; pero nadie
tiene una idea cabal del conjunto. Una vez escrito esto, no se lo
confiaré a nadie. Solo tengo plena confianza en una persona, en cuyas
manos depositaría cada línea de esta confesión con la seguridad de
que, después de atravesar este pantano —porque mi vida es un
pantano, una ciénaga, un tremedal, una región engañosa con un único
punto brillante en su centro, un punto donde siempre se encuentra él
—, con la seguridad de que después de atravesarlo mantendrá intacta
su estima por mí. Esta sería la única prueba de mi confianza, que se
vería confirmada. No se lo mostraré a ella —¡peligrosa piedra de
toque!—, que con solo ver estas pocas líneas me diría dónde reside la
verdad. También yo sé dónde está, pero carezco de la fuerza necesaria
para comprenderla; heme aquí en mitad de mi debilidad.
He empezado a escribir sin haber reflexionado un minuto sobre
la tarea que me propongo. ¿La terminaré algún día? ¿En qué
circunstancias? La empiezo en la linde entre un bosque y un trigal
maduro, con las tenues sombras de espigas y tallos proyectadas sobre
las páginas. Bayas sin grano cuelgan detrás de mí, en el borde del
bosque. Estoy tumbada sobre helechos verdes, entre florecillas
amarillas y coloradas cuyos nombres desconozco. Estoy tan cerca del
suelo que solo alcanzo a ver una espiga muy alta y tan firme que se
agita en la brisa con un sonido semejante al frufrú de la seda. Todo el
día he estado de mal humor, pero ya se ha desvanecido. Aquí y ahora
no caben estados de ánimo ni variaciones temperamentales. Impera
una sola presencia personal: Deméter.
Ayer salí a navegar en un velero; el mar estaba embravecido y
por un momento me asusté mucho, pero ojalá no me hubiera
asustado, porque en teoría me gusta ver cómo la proa del barco se
hunde en las olas, contemplar la espuma que salta sobre la cubierta y
sentir a continuación la cara mojada y el sabor del agua salada en los
labios. El del mar es un mundo completamente distinto. Posee un
conjunto diferente de sonidos —el embate de las olas, el viento en la
jarcia, los crujidos del casco, los gritos de la tripulación— y tenemos
una suma distinta de deseos y preocupaciones: el deseo de que el
barco se aquiete siquiera cinco minutos para así descansar del
perpetuo balanceo, la preocupación de si el viento arreciará o
amainará; la inmensa, sobrecogedora importancia del clima, del
tiempo, en relación tanto con la comodidad como con el avance.
Soy consciente de que esta confesión, esta autobiografía o
como quiera llamársela, va a carecer por necesidad de toda
proporción. Debo fiarme de una memoria muy incierta y, mientras que
el presente ocupa un espacio enorme, el pasado resulta borroso. No
recuerdo gran cosa de mi infancia, aparte de que tenía las piernas
largas y el cabello lacio, razón por la cual a menudo mi madre me
ofendía diciéndome que no soportaba mirarme debido a mi fealdad. Sé
que no fui cobarde físicamente: recuerdo que hacía cosas peligrosas en
la bicicleta y me subía a los árboles más altos. Sin embargo, ahora
creo que ya entonces era cobarde, pues pasaba horas pensando en lo
valiente que sería al día siguiente cuando saliera a cabalgar, y que me
fascinaba en exceso ver a otras personas hacer lo que yo jamás me
habría atrevido a hacer. No me había dado cuenta hasta ahora. En
cualquier caso, no fui demasiado cobarde, lograba dominar mis
nervios y siempre aspiré a convertirme en una persona fuerte y más
semejante a un muchacho. Sé que fui cruel con otros niños: recuerdo
que les metía barro en la nariz y que azoté a uno con ortigas; de esa
forma perdí a casi todos mis amigos. Llegó un día en que ninguno de
los chiquillos del lugar quería venir a tomar el té conmigo, aparte de
mis aliados o mis lugartenientes.
No guardo muchos más recuerdos de mí cuando era niña.
Tengo precisa memoria de algunas cosas exteriores. No recuerdo con
demasiada claridad ni a mi padre ni a mi madre en esa época, salvo
que papá me llevaba a dar caminatas larguísimas y me hablaba de
ciencia, en especial de Darwin, y que lo quería mucho más que a mi
madre, cuyo mal genio me aterraba. Ni siquiera recuerdo que la
considerara guapa, como sin duda debía ser, incluso hermosa. La
impresión que tenía de ella era que no podía portarme mal en su
presencia; experimentaba un gran alivio cada vez que se marchaba. Y
recuerdo muy vivamente ciertas escenas terribles entre papá y mamá.
Era ella quien hacía la escena. Por lo general él no decía nada, o bien
se limitaba a decirle muy suavemente: «Oh, vamos, querida, ¿es eso
exacto?». Las afirmaciones de mi madre rara vez eran exactas; me di
cuenta muy, muy poco a poco, pero era sumamente obtusa a ese
respecto. De hecho, no lo advertí hasta hace poco. (Comienza a caer la
tarde y pronto tendré que dejar de escribir; esta noche estaré sola,
gracias a Dios.)
Me quedaba sola con el abuelo cada vez que se marchaban
papá y mamá. El abuelo era muy viejo, excéntrico y callado. No
soportaba a la gente y nunca hablaba con las personas que venían a
casa (Knole); de hecho, si tenía la oportunidad, se marchaba para
pasar el día en Londres cuando sabía que vendría alguna visita y yo
me quedaba sola para atenderlas. Años después, cuando me
obligaban a bajar para que fuéramos catorce, me divertía verlo
sentado y mudo entre dos desdichadas mujeres que intentaban trabar
conversación con él y a las que reducía al silencio. «Tiene unos
hermosos jardines, lord Northwood (Sackville).» «¿Y qué sabe usted
de jardines?», le espetaba. Pero al mismo tiempo fue siempre
sagacísimo a la hora de juzgar a las personas: nunca estimó a los que
no eran dignos de aprecio ni tuvo antipatía a quienes sí lo eran. A
menudo mi madre se enfurecía cuando demolía a sus amigos con un
par de frases, pero papá se reía y entonces ella la tomaba con él. De
todas formas, supongo que quería mucho al abuelo a su modo,
porque a pesar de las apariencias sus ideas sobre el deber son bastante
sólidas y, aunque sea la más incomprensible de las mujeres, es, sin
duda, la persona más encantadora del mundo. La adoro.
Al abuelo le gustaban los niños, y creía en las hadas. Todas las
noches, después de cenar, llenaba de frutas un plato para que yo lo
cogiera a la mañana siguiente; lo dejaba en un cajón de su salita, que
rotulaba Cajón de Diana (de Vita) con letras ornamentadas que
escribía con tizas de colores. Siempre se divertía así, discretamente,
casi en secreto. Pasaba horas y horas tallando trozos de madera,
dándoles formas caprichosas, puliéndolos con papel de lija hasta que
parecían de terciopelo. Tenía un repertorio de breves observaciones
que invariablemente hacía en cuanto se presentaba la ocasión: «Un
sabor agradable y fresco», solía decir a propósito de los primeros
espárragos; «pobre contramaestre», cada vez que alguien sufría un
revés. Nunca supe el origen de estas expresiones. Volviendo a la fruta,
era un ritual cotidiano que nadie le habría hecho olvidar y que nunca
supe que olvidara, ni siquiera, pobre anciano, al principio de su
última enfermedad. Aun cuando hubiera veinte personas invitadas a
cenar, siempre llenaba el plato de fruta y me lo dejaba en el cajón, y si
alguna vez olvidaba yo cogerlo a la mañana siguiente, se quejaba
hasta que la queja se volvía broma y el reproche, dulzura.
Del mismo modo, se preocupaba mucho si no bajaba por las
tardes a su habitación a jugar a las damas. Mi olvido trastornaba sus
hábitos, y creo además que me quería mucho; le gustaba tener niños
en la casa. Años después también se encariñó con Charles (Edward
Sackville-West), mi primo, diez años menor que yo, un genio que a
los cuatro años ya sabía interpretar a Wagner. (Era muy delicado,
siempre estaba enfermo, de manera que lo bajaban al salón, envuelto
en un enorme chal blanco de Shetland; así se sentaba al piano, tan
incapaz de alcanzar los pedales con sus escuálidas piernecillas como
de abarcar una octava con las manitas. Al abuelo le gustaban los niños
y las flores, pero la casa no le interesaba en lo más mínimo. Cuando
alguien le hacía preguntas sobre ella, acerca de los cuadros, la plata o
los muebles, lo enviaba a mi madre.
Mi madre sacaba el máximo partido de la casa; oyéndola hablar
de ella cualquiera habría creído que la había construido con sus
propias manos, aunque en realidad no la apreciaba en toda su
dignidad, como mi padre, que la adoraba profundamente, pero que
habría muerto antes de confesarlo. Creo que debió de resultarle muy
duro en aquel entonces vivir allí como heredero del abuelo pero
siendo solo el sobrino, y no el hijo, sin tener nada que decir sobre lo
que se hacía en la casa, los jardines o la finca, oyendo a mi madre
inventar leyendas sobre el lugar, algo por completo injustificado e
innecesario —¡el sitio era lo bastante bueno para no precisar leyendas!
—, y oyéndola atribuirse el mérito de todo, porque era de esas
personas que necesitan halagos. Ese era el resultado de la absoluta
implacabilidad y la falta de sentido crítico de mi madre y de su
encanto que cosechaba elogios, y de la sensibilidad y modestia de mi
padre. Había en efecto cierta crueldad en mi madre. Una de las cosas
que me dejaron una impresión más dura y dolorosa fue un breve y
horrible diálogo que alcancé a escuchar una vez en Londres cuando
estaba en la cama, a oscuras, en la habitación de al lado. Ella estaba
sola con el abuelo, a todas luces muy enfadada por algo, pues la oí
decirle cuánto importunaba a los demás, con ese tono peculiar que
hacía que me estremeciera. Él se vio obligado a protestar —él, que
nunca articulaba palabra— y oí su voz de anciano decir
lastimeramente: «Pero ¿qué hago yo? Ni siquiera toco el timbre».
Ojalá hubiera podido olvidar ese breve diálogo, pero no puedo; me
quema. Mi madre no se ablandó, del mismo modo que no se
ablandaba conmigo cuando yo lloraba, y, no obstante, puede
ablandarse como por arte de magia, pero solo si se sabe cómo tratarla.
He advertido esto mismo en otras personas. Se trata de una especie de
sentimentalismo que emerge emocionalmente por algo real o irreal, en
general por lo último.
Ese era mi abuelo, con sus pintorescas manías, la de tirar
siempre con extrema violencia su sombrero en el mismo sitio, la de
balancearse continua y enloquecedoramente sobre uno y otro pie; con
su antipatía hacia la gente, su timidez ante los sirvientes (decía la
verdad cuando afirmó que jamás tocaba el timbre), sus divertidas
sacudidas y frases, que muchas veces le daban el aspecto de un
anciano duendecillo travieso. Así era el abuelo al menos en apariencia,
pero solo Dios sabe cómo era por dentro. Era, a ciencia cierta, el más
inescrutable de los seres humanos. Viví dieciséis años con él y, de
haber vivido otros dieciséis a su lado, estoy segura de que habría
continuado siendo un enigma para mí. La gente podría haberlo
tachado de insensible, pero contradice esa observación un hecho muy
sorprendente que he guardado para el final: al promediar su juventud
vivió ilícitamente con una bailarina española muy hermosa, con la que
tuvo siete hijos en, me parece, otros tantos años.
Esta vieja historia, este «romance de la aristocracia» (véase el
Daily Mail), es tan conocida que al referirme a ella me parece estar
hablando de algo que le ocurrió a otra familia y no a la mía. La
expresión «romance de la aristocracia» es de por sí suficiente para que
tenga esa sensación. El «quién es quién» del relato, los personajes:
Asunción Ramón (Pepita), una hermosa gitana española que vivía con
lord Sackville, a la sazón Lionel Strangways (Sackville-West), como su
esposa y que se hacía llamar condesa de West (pobrecilla, ¿no es
penoso ese título?); Gloria (Victoria) (mi madre), su bella hija, ahora
casada con el actual lord Sackville; Baptiste (Henry), su hijo, que
ahora reclama el título de Sackville y las tierras de Knole, y por último
un artículo de fondo sobre Knole que concluía con el estilo
periodístico triunfante: «Demasiado sencillo para llamarse palacio,
demasiado palaciego para llamarse hogar». (Oh, querido Knole,
¡cuánta razón tenía ese periodista anónimo con su horrible jerga!
Me detengo en la esquina del muro, y te veo en la hondonada con
tus paredes grises y tu tejado ocre y me oigo decir la manida frase:
«Se tiene un buen panorama de la casa desde aquí…».)
La única ocasión en que mi abuelo rompió su reserva habitual
fue, según recuerdo, una mañana que seguí a mi madre a la sala
agarrada a su larga, larguísima trenza. Se puso en pie de un salto y
exclamó: «No quiero volver a ver a la niña haciendo eso, Victoria».
Escrita parece una frase demasiado melodramática, pero fue
exactamente lo que dijo. Al parecer, de niña mi madre tenía la
costumbre de agarrarse así a la cabellera de la abuela. Tengo dos
fotografías de esta última que muestran claramente lo hermosa que
debió ser; hermosa de facciones y expresión, no solo bonita, aunque se
trate de viejas fotografías desvaídas tomadas en Arcachon en torno a
1870. Era la hija ilegítima de una gitana y un duque español; la gitana,
su madre, había sido acróbata de circo y sin duda provenía de una
familia circense; el duque era descendiente de Lucrecia Borgia. Creo
que mi ascendencia materna es difícil de superar por su carácter
pintoresco. Explica en gran medida cómo es mi madre, que a veces se
comporta con gran tosquedad.
¡Pero mi abuelo! Qu’allait-il faire dans cette galère? ¿Cómo se
le ocurriría a él, el hombre callado, fugarse con la bailarina, que en
aquel entonces estaba respetablemente casada con otro? Daría el alma
por poder retroceder en el tiempo para contemplar alguna escena entre
ambos. Y cómo vivieron: cantando, felices, despreocupados, entre un
montón de niños pequeños; él, diplomático inglés, vástago de la más
correcta familia inglesa, heredero de Knole, con un carácter esquivo…
Por supuesto, no supe nada de todo esto en la infancia. El primer
indicio de algo malo en torno al nacimiento de mi madre lo tuve de un
modo cuyo esnobismo me avergüenza anotar: cuando le escribían,
algunas personas se dirigían a ella como la honorable señora
Sackville-West, y otras, no; yo, debido a algún oscuro instinto que
hace que me moleste cualquier ofensa contra mi madre, siempre le he
dado el tratamiento de rigor.
Pepita murió cuando mi madre tenía nueve años. Dejó al
abuelo con cinco hijos pequeños (los otros dos habían fallecido,
gracias a Dios), dos niños y tres niñas. Llevó a las niñas a un convento
(de París); no sé qué fue de los varones; supongo que los envió al
colegio. Mi madre sufrió mucho, y hasta el día de hoy no puede
hablar de la muerte de su madre sin que se le salten las lágrimas. De
ser una niña mimada, pasó a la dura vida conventual; solo veía a su
padre dos o tres veces al año e incluso pasaba las vacaciones en el
convento. Allí permaneció hasta los diecisiete años, cuando la
mandaron a otro convento, este en Inglaterra, para que aprendiera el
idioma. Cuando tenía dieciocho, se armó un gran revuelo en la
familia: ¿debían enviarlas a ella y a sus hermanas con su padre, a la
sazón ministro plenipotenciario británico en Washington? (Como más
tarde se crearía la embajada en Washington, mi madre se refiere
siempre a él como embajador británico, pues le parece un título más
impresionante.) Al final se decidió que debían partir, de modo que mi
madre —dieciocho años, hermosa, autoritaria, caprichosa, con un
inglés titubeante y marcado acento francés— viajó a Estados Unidos
con sus dos hermanas menores.
Reconstruyo todo esto a partir de los testimonios coincidentes
de testigos presenciales. Liberada de las reglas conventuales, por lo
visto se irguió de pronto como un arbolillo al que han tenido doblado,
triunfó en Washington y eclipsó a sus hermanas. Supongo que fue
entonces cuando en la mente de estas se plantaron las semillas del
resentimiento que brotaría años después en el caso de la sucesión.
Me estoy cansando y nada de esto guarda relación con mi
lamentable confusión mental. Pero todo está ahí, me afecta en el
fondo; de mi infancia recuerdo vagamente que una avinagrada tía
solterona (Amalia) vivía con nosotros en Knole e irritaba a mi madre
al darme cerezas confitadas aun sabiendo que me las tenía prohibidas,
y también a una persona llamada Henry que de vez en cuando venía a
la puerta y preguntaba por el abuelo, pero al que nunca dejaban
entrar. Supongo que oí sin querer las murmuraciones de los criados.
Me resulta un tanto difícil separar lo que sabía en aquel entonces de lo
que he sabido después. Pero ciertamente siempre hubo algo, cierto
misterio.
Ya ha caído la tarde; en la colina de enfrente, la luz del sol
poniente tiñe de rosa los trigales amarillos. He cenado en la terraza y
escrito esto con el cuaderno apoyado sobre las rodillas. Me gusta el
verano y siempre he temido el día de San Juan, por considerarlo el
punto límite del año. Era una de las bromas de mi abuelo: una vez
pasada la fecha, decía: «Ahora los días empiezan a acortarse», y en
este instante la frase tiene otro sentido para mí. Esta tarde he sabido
que Robin (Harold Nicolson) no volverá de París hasta dentro de
cinco días; esperaba que regresara mañana. ¿Habré conseguido para
entonces llevar este relato hasta el lamentable presente? Estoy muy
fatigada. Reina el silencio y me siento aislada y tranquila; sin
melancolía esta noche. El lugar es demasiado bonito para eso. Qué
suerte tengo de vivir en este rincón fértil y sereno: me contagia su
tranquilidad. Páramos y peñascos me matarían, supongo. El Weald es
un antídoto… alcalino o ácido, lo que sea. Debo irme a dormir.
Más tarde

Me he bañado y acostado. Estoy menos cansada. Me da vueltas


la cabeza con lo que escribo. (Soy una egoísta redomada, en resumidas
cuentas.) Sigo pensando en historias, personajes y lugares: mi vieja
niñera, a la que mi madre despidió después de quince años porque se
le metió en la cabeza que se había comido las codornices; Lilian
(Rosamund Grosvenor), cuatro años mayor que yo, quien pasó tres
días en casa para consolarme cuando papá se fue a la guerra de
Sudáfrica y que incluso en aquellos tiempos (yo tenía seis años y ella
diez) siempre iba limpia y perfecta, mientras que yo me las arreglaba
para ir sucia y andrajosa; mis perros, objeto de un amor absorbente;
mis conejos, que «corrían» en secreto con los perros y cuyas crías a
menudo arrojaba por encima del muro del jardín cuando ya eran
demasiados; las trincheras que cavé en el jardín cuando la guerra; el
«ejército» que organicé y dirigí con los aterrorizados niños del
vecindario; mi uniforme caqui y las lágrimas de ira vertidas porque
no me permitieron usar pantalones —no, solo una discreta falda
escocesa—; mi primera obra de teatro, cuyo ensayo general
destrozó despiadadamente mi madre después de que yo hubiera
gastado en muselina todo el dinero de mi asignación: todo esto,
supongo, hace que mi infancia resulte muy semejante a la de los
demás niños, pero hoy se me presenta tan vivida que me veo en el
jardín, siento el acostumbrado corte de mi navaja en la mesa de
madera del cenador donde estudiaba, veo la pequeña carreta a la
que solía enganchar tres perros, me veo a mí misma, fea, delgada,
morena, poco sociable, nada atractiva —¡horrible!—, brusca y
reservada. Me apasionaban los secretos; diría que por eso no
soportaba tener compañeros. En cualquier caso, es un rasgo
heredado de la familia. Así que no voy a maldecirme
excesivamente por eso. Olvidaba decir que dos o tres veces intenté
fugarme de casa, pero me trajeron de vuelta, y en una ocasión mi
madre me obligó a arrodillarme mientras rezaba por mí.
25 de julio de 1920

Anoche fui feliz. Estuve despierta pensando en lo que escribo y


contemplando las formas que la luz de la luna, al colarse entre ramas
y rejas, dibujaba sobre la cama. Esta mañana he despertado
preguntándome si valía la pena continuar con una declaración egoísta
y directa; me aparta de Soap (The Dragon in Shallow Waters), que
tengo que terminar. He recibido una carta más bien triste de Harold.
Por norma general no deja traslucir que está deprimido. Su tristeza
siempre me conmueve. Es la única persona en la que pienso con
verdadera ternura. Puedo afirmar sin faltar a la verdad que nunca,
nunca he sentido hostilidad hacia él; en el peor de los casos me ha
irritado, pero siempre se ha percatado, y yo no me permitiría
enfadarme con él si no lo sabe o está ausente. Esto es rigurosamente
cierto. Tiene poder absoluto sobre mi corazón, aunque no sobre mi
espíritu. Me inspira verdadera ternura, una sensación constante de
«pisa con suavidad, pues estás pisando mis sueños». Pienso con
ternura en Dan (Benedict) algunas veces, en Basil (Nigel) raramente,
en Chloe (Violet Trefusis) nunca. Soy tan dura con ella que puedo
imaginarle cualquier dolor o sufrimiento sin sentir piedad alguna;
puedo y lo hago. Todo esto convierte el asunto en algo muy confuso y
doloroso.
Estaba en que mi madre se fue a Washington y cautivó a todo
el mundo, incluso a un jefe piel roja y al presidente de Estados
Unidos. Supongo que fue algo así como la reina de Washington, lo
que debió de ser una alternativa satisfactoria para una joven destinada
a ser institutriz. (Obtuvo su diploma de institutriz en el convento,
pero no creo que hubiera durado mucho en la profesión. He visto el
diploma. En él se la llama José Sackville-West, nombre por el que se
la conocía hasta entonces, pero, apenas fue presentada como la hija del
ministro plenipotenciario, utilizó el de pila, Gloria (Victoria), un
nombre que le queda de maravilla. Gloriosa Gloria (Victoriosa
Victoria), como alguien la llamó un día.) No se casó en Estados
Unidos. Cuando el abuelo heredó Knole y, al mismo tiempo, fue
expulsado del servicio diplomático por indiscreto, ella y sus dos
hermanas regresaron a Inglaterra con él y se instalaron en Knole. La
segunda hermana no se quedó mucho tiempo; se casó con un francés
y, tras divorciarse, se convirtió en bailarina de music-hall. Eran muy
pobres en Knole, pero mi madre, aunque tiene períodos de desaforado
derroche (períodos continuados, debo decir), es una buena
administradora en la vida cotidiana. No sé cuánto tiempo vivió allí
soltera, pero en algún momento conoció al sobrino del abuelo, el
heredero, y se casó con él, y yo nací dos años más tarde (1892). Dice
que se habría quitado la vida antes que tener otro hijo, por lo que
supongo que ya entonces era evidente su tendencia a la
autocompasión.
Me quiso cuando yo tenía pocos meses, pero no creo que
cuidara mucho de mí después, y no se lo reprocho. De ese tiempo
recuerdo sobre todo que solían llevarme a su habitación para que me
diera «el visto bueno» antes de bajar al comedor los días en que había
invitados, ocasiones en que me rizaban el pelo; y siempre me hallaba
en estado calamitoso, así que las fiestas solían fastidiarme. El odio
común a las reuniones constituía un lazo poderoso entre el abuelo y
yo, y solíamos bromear respecto a los invitados durante la comida. No
pretendo insinuar que mi madre no se ocupara de mí o que se portara
mal conmigo, solo trato de indicar que en mi existencia desempeñó
básicamente una función moderadora.
Creo que ella y mi padre fueron felices al principio,
especialmente después de que la solterona se marchara llena de
resentimiento, pero no se nada sobre sus relaciones aparte de lo que
ella misma me ha contado, lo cual es muy poco fiable. Dice que él
empezó a coquetear con otras mujeres, y sé que fue ella quien
introdujo en Knole a otro personaje cuando yo tenía seis o siete años,
una persona a la que llamábamos Seery, apodo que inventé yo. Seery
(sir John Murray Scott) medía más de dos metros y pesaba unos ciento
cincuenta kilos. Una vez medí lo que correspondía a su cintura: un
metro y medio. Tenía la cara redonda y sonrosada como un bebé,
patillas blancas y pelo entrecano y suave que mi madre solía
despeinarle. Era el hombre con mejor humor; más amable, cordial
y generoso que pueda imaginarse; todos le querían, incluso el
abuelo, que a sus espaldas decía: «Buen muchacho ese Johnny»,
aunque siempre se trataron mutuamente de «sir John» y «lord
Sackville» con la mayor puntillosidad Seery siempre estaba riendo
—cuando no dormía y diciendo «¡Ox!, ¡Ox!» al enjambre de
moscas que en verano zumbaban sin cesar en torno a su cara rolliza
y a las que trataba de espantar agitando un enorme pañuelo de seda.
Se enorgullecía de ser muy buen organizador y un hombre
metódico, pero en realidad desbarataba cualquier plan y perdía
todas sus pertenencias, a pesar de tener innumerables maletines de
cuero y cajones para guardarlas. Cada vez que pienso en Seery, lo
veo sentado ante un enorme escritorio, con las gafas sobre la frente,
haciendo tintinear un manojo de llaves mientras las probaba una a
una en cada cerradura, e interrumpiendo su labor para decir «Ox» a
las moscas. Cuando al fin conseguía abrir un cajón, venía mi madre
a cogerle un puñado de sellos y Seery gritaba: «Vete, pequeña
mendiga», o «Pequeña mendiga española»; pero, por supuesto, la
adoraba y la dejaba hacer lo que quería. (Y a veces ella quería
bastante.) A menudo se quedaba dormido en la silla después del
almuerzo, hasta que la punta del cigarrillo encendido empezaba a
quemar el mantel y mi madre le despertaba gritando: «Voyons,
voyons, Seery!», y entonces se levantaba y decía: «No estaba
dormido; estaba pensando». También solía dormirse en su asiento
portátil instalado en los campos de alfalfa mientras los pájaros
revoloteaban sobre él; se adaptaba bien a su gordura y salía a
pescar o a cazar con papá y los jóvenes, a veces a lomos de un poni
que terminaba con el lomo curvado.
Mi madre se convirtió en luz y aire de su vida. Lo incordiaba y
cautivaba, se peleaba con él, lo tenía hechizado, hasta el punto de que
Seery no podía existir sin ella. Si la hubiera perdido, creo que habría
languidecido y muerto, o por lo menos adelgazado, lo cual parece aún
más difícil. No sé si a esto se le puede llamar amor. En cierto modo
resulta grotesca la mera idea de que alguien tan gordo pueda
enamorarse en el sentido habitual del término. Ella era su vida, y
basta. Mi madre me decía que Seery estaba enamorado de ella y que,
en cuanto le era posible, iba a importunarla por la noche a la puerta
del dormitorio; llegó a acordar lo siguiente conmigo: si a Seery le
daba un ataque junto a su dormitorio —lo cual podía resultar
comprometedor—, vendría a despertarme para que entre las dos lo
bajáramos a su habitación, yo lo cogería por los pies y ella por los
hombros; creía que si le dejábamos deslizarse de escalón en escalón
conseguiríamos bajar esa enorme masa sin despertar a nadie. Estaba
tan acostumbrada a mi madre que jamás se me ocurrió que hubiera
nada extraño en ese plan; por el contrario, la consideraba muy lista
por tener semejante capacidad de previsión. Mi madre me decía esto,
pero dudo de la veracidad de sus palabras, ya que durante los años
que pasé con ellos (y en los últimos fui bastante observadora, aunque
no demasiado perspicaz) jamás vi nada que me lo confirmara.
¡Pobre Seery! Ella dirigió su vida. Pero al menos su
existencia dejó de ser el marasmo en que había vivido hasta
entonces, entre dos hermanas de edad madura y una multitud de
hermanos rapaces, a cual más burgués. Seery no era de clase media
por naturaleza, aunque lo fuera por nacimiento. Jamás he conocido
a nadie tan magnánimo ni tan distinguido. Era muy rico. Había sido
secretario e hijo adoptivo de un coleccionista famoso (sir Richard
Wallace), que al morir le legó toda su fortuna, buena parte de su
colección y varias casas. Dos de estas estaban en París. Después de
cumplir yo los ocho años solíamos pasar allí un par de meses al año
con él. La mayor parte de la casa (número 2 de la rue Lafitte)
estaba alquilada, así que vivíamos en un apartamento del primer
piso; era precioso, a su modo tanto como Knole, así que nunca supe
lo que es vivir en habitaciones feas. Si me situaba en un extremo
del apartamento, veía un largo panorama de habitaciones que
daban unas a otras, con un parquet impecable y
brillante, todas revestidas de boiserie Luis XV en tonos marfil y
dorado, o de antigua seda verde desvaída. Los muebles eran
franceses, con ricas piezas de bronce; había arañas de luces en todas
las habitaciones, apliques en las paredes y, en la gran galería, valiosos
tapices de Boucher. La galería estaba muy desarreglada cuando
llegamos la primera vez, pero mi madre la ordenó enseguida. Los
sirvientes eran todos viejos y magníficos; el mayordomo tenía unas
largas patillas níveas y había media docena de lacayos que llevaban
guantes blancos. Había asimismo muchísimos caballos gordos y
carruajes, todos igualmente antediluvianos; no había mujeres, salvo la
cocinera, esposa del mayordomo y cordon bleu, y la lingère, que solo
se ocupaba de la ropa blanca; debía de ser muy necesaria, pues cada
sábana parecía un pañuelo de la más fina batista. Seery tenía un
tremendo train de maison; cada flor, fruta y verdura parecían ser de
fuera de temporada y mayores de lo que habrían sido en cualquier
otra parte en su temporada. Sin embargo, no resultaba de ningún
modo ostentoso; todo parecía perfectamente adecuado y natural. Me
gustaba estar allí; es decir, me gustaba el apartamento, por donde
podía ir de habitación en habitación en una silla de ruedas que
encontré en un rincón de la galería, pero no me gustaban mucho las
tiendas, en las que debía permanecer horas y horas sentada en un
taburete alto mientras mi madre compraba chucherías que a mí no me
interesaban.
Por la tarde iban a veces al teatro y me dejaban sola, a menos
que el abuelo estuviera en París; entonces los dos jugábamos en la
ventana a ver quién atisbaba la cosa más rara en el bulevar. Cuando
no estaba el abuelo, me dedicaba a encender las luces de todas las
habitaciones y a recorrerlas sin descanso; me gustaba hacerlo. En
ocasiones iba a la gran galería y lloraba amargamente junto a un
spaniel disecado metido en una caja de cristal que, según imaginaba,
era mío y había muerto. Me entregaba a la pena con ese perro spaniel.
Cuando mi madre arregló la galería y quiso tirarlo, lo escondí en un
armario, de donde lo sacaba cada vez que necesitaba una excusa para
las lágrimas, y recuerdo que escribía mis oraciones y súplicas y las
dejaba bajo ese spaniel. Debía de ser muy sentimental, pero, como
nunca permití que nadie se enterara, no me importaba.
Seery tenía otra casa cerca de París (Bagatelle), en el Bois. Era
una joya construida para María Antonieta en medio de un gran jardín,
del tipo jardin anglais. La casa estaba vacía; íbamos allí de picnic. En
una gruta había una estatua de una ninfa que se lavaba los pies en el
agua, y muchas veces la adorné con hojas. Años después Seery la
vendió y un día que fui con mi madre a una gran tienda de Londres la
vi allí; como todavía era una niña, rompí a llorar. No se habían
atrevido a decirme que la habían vendido. Por este episodio y el del
spaniel puede dar la impresión de que en aquella época no hacía más
que llorar, pero no es cierto. En realidad era una niña más bien
atrevida; lo que pasaba es que quería mucho a la ninfa. Ojalá Seery me
la hubiera dejado en su testamento en lugar del collar de diamantes.
Además de ir a París, todos los años viajábamos a Escocia con
Seery. Casi siempre estaba con nosotros, o nosotros con él, ya que a su
familia parecía importarle muy poco. Teníamos una casa en
Aberdeenshire. Me obligaron a llevar un diario en francés como
castigo por haberme peleado con un niño del lugar. Al año siguiente
fuimos a un sitio más hermoso y agreste (Sluie), donde correteé a mis
anchas durante tres meses; estaba en el Dee, entre preciosas colinas
cubiertas de brezo y lagos pequeños. Conocía cada centímetro de esas
colinas y me portaba como los niños campesinos con quienes jugaba.
Tenía once años. El mozo de la casa tenía uno más, y durante los
largos días que pasamos en el río o en los brezales me contó muchas
cosas que no debía contarme; pero, francamente, yo no tenía la
mentalidad de otros niños y, como siempre había vivido en el campo,
daba por supuestas muchas cosas y jamás me preocupé ni me interesé
por ellas. Vivía prácticamente en la granja, donde me construí un
refugio. Era feliz allí. Mi madre estaba preocupada por mí. Me pasaba
el día al aire libre, bien con las armas, bien con los hijos varones del
granjero, o sola con los perros (tenía un terrier irlandés que saltaba
como un galgo). Dios mío, Dios mío, cómo me gustaría regresar allí, a
esas hermosas, hermosísimas colinas, esos crepúsculos cegadores,
esos arroyos helados en los que solía construir molinos de agua, esas
encantadoras tardes de verano en que pescaba en el lago, esos largos
días en que a menudo caminaba más de veinte kilómetros con las
armas y los guías; era joven, era saludable, era sencilla, los ojos se me
llenan de lágrimas al recordarlo. Tenía una falda escocesa y un jersey
azul, y no creo que vistiera más decentemente ni siquiera los
domingos. Mi madre también era feliz; solía caminar por el sendero
cantando para sí; allí empezó su pasión por el aire libre, que no la ha
abandonado desde entonces, y que la llevó a mandar que se colocaran
topes en todas las puertas de las habitaciones de Knole para que no se
cerraran.
Como decía, tenía once años en aquel entonces. Hasta que
cumplí quince o dieciséis, fuimos allí todos los otoños, desde
principios de agosto hasta finales de octubre. Empecé a escribir a los
doce años. (¡Descubrí las posibilidades de la literatura con Cyrano de
Bergerac!) A partir de ese instante no dejé de escribir: novelas
históricas, pretenciosas, carentes de interés, pedantes, todas escritas a
gran velocidad: terminaba una y al día siguiente empezaba otra. Creo
que entre los trece y los diecinueve años debía de ser horrible. Era fea,
amanerada, estudiosa (¡oh, mucho!), sin ninguna inspiración, rebelde,
alta y flaca; de hecho, lo único bueno que se podía decir de mí es que
no tenía relación alguna con las de mi clase. Como me resultaba
evidente mi impopularidad (nada extraño, dadas mis maneras
afectadas), no intentaba conseguir la aprobación de nadie. Esto me
preocupaba bastante pero, si bien lloraba en la cama al regresar de
alguna fiesta, me las arreglaba para adoptar una actitud desafiante.
No pretendo parecer digna de lástima en ningún sentido: no era
infeliz, solo solitaria, pero no me molestaba la soledad; fue más bien
una elección. (Si hago memoria, creo que soy un tanto cruel conmigo
misma al calificarme de carente de inspiración: tuve días estupendos,
oh sí, a veces pensaba que iba a electrizar el mundo; era como estar
ebria, y percibo algunos restos en los márgenes de todos esos
interminables y pesados libros que escribí —dos pequeñas letras, M.
F., «muy fácil»—, y los miro ahora y vuelvo a leer su plúmbeo
argumento y creo que encontré esos momentos de esplendor ahora
olvidados.)
Resulta tedioso escribir sobre esos años, tedioso e incierto. Me
refiero a los años entre los trece y los diecinueve. Ocurrieron cosas,
claro está, cosas que dejaron huella en mí y me cambiaron, aunque no
es que cambiara mucho ni me volviera más sofisticada. ¿Qué sucedió?
Dejadme recordar: escribía, siempre escribía, estaba malhumorada,
tenía períodos de gran aplicación y buenos resultados en el colegio de
Londres al que asistía en otoño e invierno. Me propuse triunfar en ese
colegio y lo logré; las gané a todas tarde o temprano, y en los
exámenes trimestrales no me daba por satisfecha si no obtenía por lo
menos seis u ocho primeros premios. Creo que tenía plena conciencia
de que, si no podía ser popular, sería inteligente; y conseguí labrarme
una reputación de persona inteligente, nada merecida, porque está
claro que no lo soy, pero duradera como todas las reputaciones. No
creo que haya desaparecido aún; la gente dice: «Oh, sí, escribe,
¿verdad?», como si hubiera que ser inteligente para escribir. Nadie me
odiaba en el colegio, o al menos eso creo; incluso me parece que
muchas me apreciaban. Pero me importaba bien poco que me
quisieran o no. Fueron mis años más rebeldes. Me empeñé en el
estudio y llegué a ser más pedante que nunca. Conseguí aspecto de
profesional del intelecto. Dejadme que me enfrente a esa condenada
verdad.
Sucedieron otras cosas. Hice una amiga, yo, la peor persona del
mundo para trabar amistad; simpaticé al instante, o casi al instante
(para ser exactos, la segunda vez que nos vimos) con Violet (Keppel,
después Trefusis). Tenía trece años, ella dos menos, pero todos sus
instintos correspondían a una persona seis años mayor que yo. Ahora
me parece un hecho tan significativo que debería evocar con toda
precisión la primera vez que la vi. Nos conocimos a la hora del té
junto a la cama de una conocida común que se había roto una pierna,
y ella me hizo algún comentario sobre las flores de la habitación. No
la estaba escuchando y no le respondí. Esto la molestó: ya estaba
impresionada. Le pidió a su madre que me invitara a tomar el té en su
casa. Fui. Nos sentamos en una habitación en penumbra, conversamos
sobre nuestros antepasados, sobre toda suerte de temas extraños, y en
el vestíbulo, cuando me disponía a marcharme, me besó. Esa tarde
compuse una breve canción, «¡Tengo una amiga!». La recuerdo muy
bien. La canté en el baño.
Ardo en deseos de detenerme en Violet… para decir cuánto la
admiraba en secreto, cuán orgullosa estaba de tener la amistad de esa
criatura brillante, extraordinaria, casi sobrenatural, y cómo la trataba
invariablemente con sarcasmo, única arma que sabía manejar y que
me permitía mantenerla cerca de un modo que no habría logrado con
ninguna prueba de devoción; pero voy a contar otras cosas primero,
porque el presente está lleno de Violet, y también aparece sin cesar en
el pasado. Me detendré solo para afirmar que desde el principio
estuve completamente segura de ella; podía ser esquiva,
desconcertante, incluso desleal, pero en cualquier circunstancia tuve
siempre la certeza (un tanto insolente, pero justificada) de que me
pertenecía. He oído hablar de ella con una sonrisa de superioridad, de
propietaria. Podría permanecer diez años sin saber nada de ella y al
cabo de esos diez años mantendría intacta mi confianza en nuestro
encuentro inevitable. No hay sombra de exageración en estas
afirmaciones; nada va a ser exagerado ni «planeado» en este relato; su
único mérito será la verdad, pero la verdad tan cruda como pueda
presentarla.
(En este punto he interrumpido la escritura porque Violet me
ha llamado por teléfono; apenas puedo discernir si era la Violet de
hace quince años o mi apasionada y tempestuosa Violet de hoy; me
habla con la misma voz encantadora.)
Sucedieron otras cosas en aquellos años. Viajé a Italia, a
Florencia. Allí estaba Violet, y de hecho fui a reunirme con ella. (¡Ved
cómo vuelve a aparecer de inmediato!) Era la primera vez que iba al
extranjero, aparte de París, y me abrió por completo los ojos. Y
Violet… ¿cuánto la conocía entonces? Las fechas son inciertas y
carezco de notas que me sirvan de guía. Debía de conocerla muy bien
—voy recordando poco a poco—, pues estudié italiano con ella en
Londres y habíamos estado juntas en París y actuado en una obra
teatral que escribí en francés, en cinco actos alejandrinos, sobre el
Hombre de la Máscara de Hierro; en esa época nos hablábamos
ostentosamente en francés para nous tutoyer y demostrar lo amigas
que éramos. Ahora lo recuerdo todo. Su madre (Alice Keppel) era la
amante del rey (lo cual añadía un toque de romanticismo a Violet), y
muchas veces, cuando iba a su casa, veía una pequeña calesa de un
caballo que esperaba fuera; y el mayordomo me llevaba a un rincón
oscuro del vestíbulo murmurando: «Un momento, señorita, que baja
un caballero», así que debía adivinar si era el rey o el médico. Con
frecuencia llamaban a Violet al salón —y las dos decíamos: «Oh, qué
incordio»—, del mismo modo que en casa me mandaban llamar a mí
para que fuera a ver a Seery. Lo uno me parecía tan natural como lo
otro.
Antes de marcharse a Florencia me dijo que me amaba, y yo,
sabiendo que se esperaba que estuviera a la altura de las
circunstancias, tartamudeé un insólito «querida». ¡Oh, Dios, recordar
esa primera confesión, esa primera declaración de amor! No volvimos
a vernos hasta mi llegada a Florencia, donde me regaló un anillo… Lo
tengo ahora, por supuesto, tal como la tengo a ella, y hundiría la cara
en las manos de vergüenza al recordar nuestra pasión infantil (que fue
demasiado intensa, incluso entonces, para ser sentimental) si no fuera
una justificación del presente.
Me doy cuenta de que estoy relatando muy mal esta parte, de
que resulta confusa, pero es muy difícil escribir sobre esto, ya que
temo tomar demasiado en serio lo que normalmente habría empezado
y terminado como esas amistades más bien histéricas que se crean en
la adolescencia, pero que contienen, afirmo, elementos mucho más
profundos que la mera histeria. Hay un lazo que me une a Violet, y
que une a Violet conmigo; nos unió no menos que nos une ahora, pero
solo Dios sabe qué es ese lazo; a veces tengo la impresión de que es
algo legendario. Violet es mía, siempre lo ha sido, eso es innegable.
Lo sabía ya entonces, aunque solo gracias a mi oscura y obstinada
actitud posesiva; ella también lo sabía, con mayor claridad, y tomó
todas las medidas para hacérmelo notar. El que no la secundara, y aun
así no temiera perderla a pesar de lo orgullosa y empecinada que era,
solo prueba mi certidumbre del control que ejercía sobre ella. Era mía.
No puedo expresarlo de un modo más preciso ni enfático, y tampoco
quiero convertir un hecho elemental en un largo circunloquio.
Ese otoño (1908) estuve con ella en Escocia. Me enviaron allí
para que me quedara con Seery y sus hermanas porque el abuelo
estaba enfermo y creo que mi madre y papá sabían que iba a morir y
no querían que estuviera en casa. Aún ahora me entristece recordar
nuestra despedida. El abuelo me hizo entrar en su salita y me pidió
que le besara. Le dije que esperaba que se hubiera recuperado a mi
regreso, y se limitó a mover la cabeza. Murió mientras yo estaba con
Seery. Una hermana de este —la mayor, a quien la familia llamaba la
duquesa— vino a mi habitación antes del desayuno con el telegrama;
llevaba puesta una bata de franela rosa, iba sin peluca, y recuerdo que
me pareció rarísima. Me besó de una manera muy estudiada. En ese
momento no me impresionó demasiado la muerte del abuelo; solo
más tarde asimilé lo ocurrido. Me cambié el lazo rojo por uno gris y
traté de rezar por el abuelo, pero ni siquiera pude pensar lo que debía
decir. Entonces bajé a la habitación de Seery, y jamás olvidaré su
aspecto, sentado junto al tocador, desamparado, con sus ciento
cincuenta kilos enfundados en un pijama ceñido. Allí estaba el
querido y cariñoso Seery, llorando desconsolado con el telegrama en
la mano. Pensé que debía llorar, puesto que Seery, que tenía casi
sesenta años, estaba llorando, pero a mis dieciséis años me impresionó
más su aspecto.
Después de eso estuve una temporada con Violet, más bien
orgullosa de mi dolor, y creo que mientras estuve con ella olvidé
sentir pena. Recuerdo varios detalles de la visita: que Violet llenó de
nardos mi habitación, que nos disfrazábamos, que me perseguía
armada con una daga por los largos pasillos del antiguo castillo
escocés (Duntreath) y terminaba el día pasando la noche en mi
habitación. Fue la primera vez que pasé la noche con alguien, aunque
Dios sabe que todo fue bastante decoroso: no dormíamos, pero
hablábamos toda la noche, mientras los búhos ululaban fuera. Ahora
no puedo oír a los búhos sin recordar su presencia, tierna y turbadora,
en la oscuridad de mi habitación.
Volví luego a Londres, donde encontré a mi madre de riguroso
luto, y por primera vez fui consciente del fallecimiento del abuelo,
cuando me contó lo mucho que había sufrido y que había muerto
pronunciando mi nombre (esto me satisfizo). No podíamos ir a Knole
sino extraoficialmente, porque un hermano de mi madre había
entablado un pleito contra papá reclamando la sucesión. Éramos
pobres en aquella época, porque el tribunal tenía retenido nuestro
dinero. Me llevaron un momento al juzgado en el curso del juicio, y vi
a los parientes españoles de mi madre sentados en la sala. Se
desestimó el caso y papá, mi madre y yo regresamos triunfantes a
Knole en un carruaje con guardia de honor y bajo arcos de bienvenida.
Ahorré dinero para regresar a Florencia en la primavera siguiente
(1909). A la sazón tenía diecisiete años, era menos fea (aunque
bastante todavía), y un italiano (Orazio Pucci) se enamoró de mí y
quiso casarse conmigo, lo que hizo que me sintiera adulta. Me
siguió a Roma y luego a París, donde me negué a verlo, pero lo
encontré esperándome en el muelle de Calais cuando pasé de vuelta a
Inglaterra. En el otoño de ese año viajé con mi madre y Seery a Rusia.
¡Cómo me gustó! No sé si relatar nuestra estancia o saltármela. Nos
alojamos en casa de un polaco que poseía una finca de cuarenta mil
hectáreas entre Varsovia y Kiev. En la frontera entre Austria y Rusia
mi madre se negó a bajar del tren para pasar por la aduana, hasta que
enviaron a dos soldados armados con fusiles, y al amanecer caminó
entre ambos por el andén, diciendo a todo aquel con quien se cruzaba,
a modo de protesta: «Ich bin eine grosse Dame in England», la única
frase en alemán que pudo articular. Finalmente llegamos a la estación,
donde nos esperaba un gran automóvil amarillo que nos llevó a lo
largo de ochenta kilómetros a través de un campo atroz (no había
camino, solo hoyos y baches; Seery no dejaba de decir entre sacudida
y sacudida —y las suyas eran mayores que las nuestras—, que
Napoleón debería haber construido carreteras decentes en Rusia, y yo
y mi madre nos reímos a carcajadas), hasta que llegamos a un castillo
francés (Antoniny) muy barroco que parecía fuera de lugar en medio
de la estepa. Allí encontramos, aparte de nuestros anfitriones, a cerca
de veinte polacos que jamás habíamos visto, todos muy cordiales; la
vida era allí magnífica. Había ochenta caballos de silla, una jauría
privada de perros de caza, carruajes para cuatro personas, cosacos al
servicio de cada huésped (dormían en el umbral de la puerta de
nuestras habitaciones), enanos que ofrecían cigarrillos, un gigante y
tokay de 1740. Destacaba en todo este espectáculo el anfitrión, que
había gozado de fama en toda Europa como jugador antes de dejar las
cartas; tenía dientes de lobo (de hecho, parecía un lobo), y cuando
bailaba mazurcas, como hacía invariablemente después del tokay de
1740, entrechocaban y parecían aumentar de tamaño y número.
He encontrado una especie de rapsodia que escribí poco
después: está en italiano (para mantener el secreto), pero traduzco:
«¡Cuánto amo Rusia! Los vastos campos, la vida feudal, el horizonte
ilimitado… ¡Oh, ojalá pudiera vivir en esta isla protegida! Quiero
expandirme». Y continúa: «Soy más feliz este invierno. Espero que
hayan terminado los terribles tiempos de tristeza. En el fondo todavía
estoy triste, y siempre lo estaré». Hay más, pero con esto basta. Debí
de sufrir un ataque de Weltschmerz, y de hecho acababa de terminar
una obra sobre Chatterton de melancolía inigualable.
De nuevo en Florencia aquella primavera, con el italiano aún
fiel. Vi muy poco a Violet en esa ocasión; los dos años que nos
llevábamos eran una barrera entre nosotras. Fui «presentada en
sociedad» —un proceso desagradable e inútil—, pero la muerte del
rey (Eduardo VII) me ahorró muchas fiestas. Así ayudan a la gente
corriente las tragedias de los grandes reyes.
26 de julio (1920)

Fue entonces, sin embargo, cuando conocí a Harold. Llegó


tarde a una cena antes de una obra teatral, muy joven, brioso y
encantador; el primer comentario que le oí decir fue «Qué divertido»
cuando le pidieron que actuara de anfitrión. Todo era diversión para
su energía, vitalidad y alegría. Me gustaron sus indomables rizos
castaños, sus ojos risueños, su encantadora sonrisa, su aire infantil.
Pero no nos hicimos muy amigos. Creo que me vio más niña de lo que
en realidad era y, en lo que a mí respecta, jamás pienso en la gente,
especialmente en los hombres, desde un punto de vista personal, a
menos que tomen la iniciativa y se acerquen a mí de un modo
amistoso; e incluso entonces a veces me pregunto qué pretenden.
Yo tenía dieciocho años y él veintitrés.
Ese verano (1910) contraje una neumonía que me vino como
caída del cielo. Me ordenaron ir al extranjero y pasamos todo el
invierno, desde abril a noviembre, en el sur de Francia, cerca de
Montecarlo. La enfermedad avivó mi intimidad con Violet —guardo
la carta que me escribió aterrada tras conocer una versión exagerada
de mi enfermedad—, y supongo que la vi varias veces ese otoño,
porque recuerdo que paseamos en coche en torno a Hyde Park una
noche al salir del teatro, dos o tres días antes de su partida a Ceilán, y
que al final del paseo me besó, otra de las contadas y turbadoras
ocasiones en que lo hizo. Probablemente mi vida habría sido muy
distinta si me hubiera marchado con ella a Ceilán. ¡Dios mío! ¿Qué es
esta triste vida que llevo? Solo parece interesante porque estas páginas
manuscritas relatan su historia.
Bien, teníamos una gran villa blanca en Montecarlo (Château
Malet), donde disfruté de una felicidad perfecta durante esos seis
meses. Harold vino a pasar una temporada, y se creó entre nosotros
una especie de compañerismo infantil. Me sentí bastante herida
cuando se despidió de mí sin manifestar pena alguna. Le eché de
menos —era el mejor compañero de juegos que había conocido hasta
entonces—, y su exuberante juventud, combinada con una inteligencia
brillante, atrajo a la muchacha más bien melancólica que yo era y que
apenas comprendía qué significaba ser joven. Más tarde empecé a
llamarlo «el guía alegre», que quizá sea su mejor descripción:

And in the dews beside me

Behold a youth that trod

With feathered cap on

forehead, And poised a golden

rod,

With mien to match the morning,

And gay delightful guise… [1]

Así era Harold ante la vida. «Talante alegre, encantador…» No


puedo, no puedo, llenar de tristeza esos ojos.
Violet regresó de Ceilán en primavera, me trajo rubíes y
pasamos un par de días en San Remo. Vino también a verme a la villa.
¡Qué poco preveíamos, mientras paseábamos bajo los olivos en la
parte silvestre del jardín (recuerdo que admiraba su espesa y hermosa
cabellera), qué poco preveíamos la próxima vez que estaríamos juntas
en el mismo lugar! Cuando la visité en San Remo, vimos un acróbata
sin brazos ni piernas. Nos habíamos escrito mucho durante todo el
invierno y, cuando se marchó a vivir a Munich, reanudamos la
correspondencia. Violet me apremiaba a que fuera a verla, pero no lo
hice.
Entretanto, Harold estaba en Madrid y, salvo un intermedio en
que arrastré a una quejumbrosa y abnegada madre a Florencia en
primavera, el resto del año fue una repetición de la experiencia de ser
«debutante». Pero entonces ocurrió algo, algo… que —quiero
subrayarlo— empezó con toda inocencia por mi parte. Quiero ser
franca. Creo haber insinuado que los hombres no me atraían, que no
pensaba en ellos de la forma que llaman «ese modo»; las mujeres sí.
Rosamund sí. Ya he mencionado a Rosamund, la niña que vino a
jugar conmigo cuando papá se marchó a Sudáfrica. Vino a la villa de
Montecarlo, invitada por mi madre, no por mí; nunca se me habría
ocurrido pedir a nadie que se quedara conmigo; ni siquiera Violet
había pasado más de una semana en Knole: me parecía una invasión.
No obstante, cuando llegó Rosamund, una vez que estuvo allí, pasaba
la mayor parte del día con ella, como es natural, y cuando regresé a
Inglaterra supongo que se mantuvo la relación. No lo recuerdo con
claridad, pero lo cierto es que hacia la mitad del verano éramos
inseparables; más aún, vivíamos en la mayor intimidad posible. Pero
quiero reiterar que todo empezó con la mayor inocencia. Debo
confesar que era más o menos consciente de que no tenía por qué
dormir con Rosamund y que evidentemente jamás permití que nadie
se enterara, pero mi sentimiento de culpa no pasaba de ahí.
En todo caso, me enamoré de Rosamund en serio.
Harold volvió de Madrid al terminar el verano (1911). Había
estado muy enfermo, y lo recuerdo como una figura bastante
lastimosa con una chaqueta de lana en un cálido día de verano,
apenas capaz de caminar lentamente conmigo por el jardín. Toda esa
época de «debutante» me resulta ahora muy vaga, creo que en gran
medida debido a que llevaba una especie de vida falsa que no dejaba
huella alguna en mí. Incluso mi relación con Rosamund era, en cierto
sentido, superficial. Quiero decir que era casi exclusivamente física,
ya que, para ser franca, me aburría como compañera. Sin embargo, la
quería mucho; era de carácter dulce, pero bastante necia.
Harold no. Seguía tan alegre e inteligente como siempre, yo
amaba su juventud y su cerebro, y me halagaba su inclinación por mí.
Vino a Knole muchas veces durante el otoño y el invierno, y la gente
empezó a decirme que estaba enamorado de mí, a lo que yo no daba
crédito, aunque me hubiera gustado creerlo. No estaba enamorada de
él entonces —estaba Rosamund por medio—, pero lo apreciaba más
que a nadie como compañero y amigo, así como por su inteligencia y
su encantadora disposición de ánimo. Abrigaba la esperanza de que
me propusiera matrimonio antes de marcharse a Constantinopla,
aunque sin mucha confianza y con bastante escepticismo.
En enero (1912) acudí con papá a una gran casa de campo
(Burghley) para participar en una cacería y asistir al baile que se
celebró por la noche. Cuando desperté al día siguiente en una
habitación grande como un establo, con un frío que me congeló la
nariz y las rodillas, leí conmocionada una carta de mi madre que
empezaba así: «Querida niña, no te he mandado un telegrama para
comunicarte la terrible noticia de la muerte del pobre Seery…». Quedé
horrorizada y muy, muy apenada. Me costaba pensar que esa masa de
buen humor y bondad hubiera muerto. Me quedé muy triste, y al
mismo tiempo me preguntaba si me permitirían ir al día siguiente a
un baile con Harold (en Hatfield), como teníamos previsto. Parece un
pensamiento egoísta, dadas las circunstancias, pero él se marchaba a
Turquía, donde permanecería seis meses por lo menos, y yo quería
saber.
Bien, bajé al comedor apenas me hube vestido y encontré a
papá sirviéndose un plato de riñones. Me debatía entre dos factores
contrarios: el pobre Seery muerto, y el apremiante asunto de
Harold. No me atreví a preguntarle si me permitiría ir. Parecía
demasiado irónico que ambas cosas coincidieran de ese modo.
Después del desayuno regresamos en tren a Londres entre la nieve,
y durante todo el trayecto estuve mirando por la ventanilla y
preguntándome si me dejarían salir con Harold. Cuando llegamos a
Londres fuimos directamente al hotel (ese invierno vivíamos en un
hotel, por razones de economía), donde nos reunimos con mi
madre, que llevaba un espeso velo negro; era evidente que había
estado llorando. Al cabo de unos minutos llegó lady Blanche (lady
Constance Hatch), una inglesa delgada y nerviosa digna del music-
hall francés, de la que mi padre,
inexplicablemente para mí, estuvo enamorado durante muchos años,
y de inmediato rompió a llorar, lo que me pareció bastante tonto,
pues, aunque había conocido muy bien a Seery y estado con él y con
nosotros tanto en París como en Escocia, no era posible que sintiera su
muerte hasta ese extremo. Mi madre se retiró a su dormitorio. Traté
de percibir lo que ocurría como algo real, no como si todos
estuviéramos en un escenario teatral. Harold llegó después; estaba
muy serio. Me sentí importante; era la única persona que tenía acceso
al dormitorio de mi madre, y me gustó que los demás me preguntaran
cómo se encontraba. Mi madre no lloraba; siempre trata de no llorar,
porque el llanto le produce dolor de cabeza. Bajamos luego a almorzar
—papá, mi madre, Harold y yo—, y en todo momento temí que mi
madre perdiera la entereza en el restaurante; no fue así. Ya se había
dispuesto que papá, Harold y yo nos iríamos al campo después de
comer. Estaba contenta, pero también un poco asustada, porque tenía
la certeza de que Harold me propondría matrimonio y sabía que le iba
a responder que sí. Nunca me había besado y me preguntaba si esa
noche lo haría.
1 de agosto (1920)

Nunca me había hecho la corte —ni siquiera de palabra— y yo


solo sabía que le gustaba porque siempre procuraba estar conmigo y
me escribía cada vez que se marchaba. Por otra parte, la gente me
había inducido a creerlo. Siempre había pensado que se equivocaban,
pero no era así, y esa noche, en el baile (en Hatfield), me pidió que me
casara con él y le dije que sí. Se mostró muy turbado, tiraba, uno por
uno, de los botones de sus guantes, y yo estaba asustada y traté de
evitar que fuera al grano.
No me besó. Nos sentamos, bastante desconcertados, a cenar y
hablamos animada y vagamente del piso que tendríamos en Roma. Yo
llevaba un vestido nuevo.
Faltaban dos o tres días para que Harold partiera hacia
Constantinopla. Regresé a Londres al día siguiente y le dije a mi
madre que estábamos prometidos; pero nos prohibieron escribirnos,
salvo como simples amigos, porque éramos muy jóvenes y, además,
estaba el problema del dinero. Estuvimos juntos esos dos o tres días
en Knole, y tengo la impresión de que pasábamos el tiempo
caminando a gran velocidad por los prados húmedos. Después se
marchó y yo enfermé; me sentía muy deprimida, muy triste. Mi
madre venía a mi habitación una o dos veces al día sujetando una
botellita verde de desinfectante bajo la nariz, decía que había
trescientos pasos entre su dormitorio y el mío, y que era una lata
sentirse obligado a visitar a una persona enferma porque esta así lo
esperaba, de modo que en cuanto se marchaba yo rompía a llorar
deprimida.
Cuando mejoré, me sentí más animada, y mi relación con
Rosamund se estrechó. Resultaba irónico que nuestra amistad
hubiera empezado en la misma casa (The Grove, en Watford)
donde dormí la noche en que Harold me propuso matrimonio. Esa
primavera me fui con ella a Florencia, donde compartimos una
casita de tres habitaciones con una vieja y ridícula institutriz que
tenía hinchada la mitad de la cara y siempre nos decía: «Oh,
queridas, tened presente la nobleza de vuestros apellidos». Yo era
del todo inocente en la aventura con Rosamund. Nunca me pareció
malo estar más o menos comprometida con Harold y, al mismo
tiempo, muy enamorada de Rosamund. Lo cierto es que veía a
Harold poco más que como un compañero. Nuestra relación era tan
fresca, tan intelectual, tan poco física, que nunca pensé en él de
ninguna otra manera. En gran medida él tenía la culpa: siempre me
trató con excesivo respeto. El mejor modo de expresarlo es decir
que me parece el polo opuesto, en todos los sentidos, al amante.
Algunos hombres parecen haber nacido para ser amantes; otros,
para ser maridos, y Harold pertenece a esta última categoría.
Rosamund no estaba celosa de él: Harold se hallaba muy lejos y
nuestro compromiso era demasiado vago; sabía que, si bien yo lo
apreciaba mucho, estaba apasionadamente enamorada de ella, y
uso a propósito la palabra «apasionadamente». Era pasión lo que a
veces me nublaba la mente, incluso de día; pero nunca hicimos el
amor.
Harold vino de permiso en agosto y pasamos la mayor parte de
los dos meses siguientes en Knole, pero nuestro compromiso se
mantuvo en secreto y nos portamos de manera irreprochable. Para
entonces Rosamund sí estaba celosa. Ojalá pudiera recordar mejor las
cosas. Durante ese año no se ejecutó el testamento de Seery, pero se
sabía que le había dejado a mi madre todo el contenido de la casa de
París y ciento cincuenta mil libras; su familia estaba furiosa y quería
impugnarlo. Por eso Harold y yo no podíamos concretar nada. No
deseaba demasiado que las cosas se arreglaran; era muy feliz tal como
estaba. Una tarde, cuando salimos al jardín mojado después de un día
de lluvia, me besó por primera vez y, haciendo honor a su carácter, ya
entonces me llamó esposa. Al recordarlo me doy cuenta de cuán típico
de él era pensar en mí de ese modo desde el principio, pero debo
confesar que en aquel momento me emocionó. Enseguida planteamos
la cuestión de que nos autorizaran a escribirnos como prometidos y lo
conseguimos. Rosamund se quedó muy afectada, tanto por la envidia
como por los celos. En octubre los tres —ella, Harold y yo— fuimos a
Italia. Viajamos juntos hasta Bolonia, donde Harold siguió camino
hacia Constantinopla en el Orient Express y Rosamund y yo nos
dirigimos a Florencia.
Odio escribir esto, pero debo hacerlo. Cuando empecé el relato
juré que no eludiría nada, y eso voy a hacer. Así pues, he aquí la
verdad: nunca estuve tan enamorada de Rosamund como durante
esas semanas que pasamos en Italia y los meses siguientes. Podría
pensarse que tendría que haber añorado más a Harold. Lo acepto
todo, para mi vergüenza, pero nunca he pretendido disimular mi
carácter vil y despreciable. Al parecer nunca he podido ser fiel, ni
ahora ni entonces. Pero, como única justificación, puedo separar mis
amores en dos mitades: Harold, inalterable, perenne, el mejor; nunca
ha habido nada más que absoluta pureza en mi amor hacia él, del
mismo modo que nunca ha habido más que pureza en su
personalidad. Por otra parte, está mi naturaleza perversa, que amó y
tiranizó a Rosamund, que terminó por abandonarla sin ningún dolor,
y que ahora está unida irremediablemente a Violet. Tengo aquí un
trozo de papel en el que Violet, psicóloga intuitiva escribió: «La parte
superior de tu rostro es pura y serena, casi infantil; la parte inferior es
dominante, sensual, casi brutal…, se trata del contraste más
disparatado, un símbolo extraordinario de tu personalidad, que aúna
al Dr. Jekyll y a Mr. Hyde». Este es el quid de la cuestión, y ahora me
resulta evidente que toda mi maldición ha estribado en esa dualidad
contra la cual he sido demasiado débil y cobarde para luchar.
En aquel entonces adoraba a Rosamund. Viajamos en coche por
toda Italia, y creo que fue nuestra época más feliz. Entretanto, se
acercaban los nubarrones del juicio (Scott), cuya fecha se fijó para
junio (1913). Esa primavera no fui a Italia. Viajé a España, país que
consideraba en parte mío y donde, en tres semanas, conseguí dominar
bastante el español. Me encantó España. Habría dado mi alma por
poder viajar allí con Violet… ¡Violet! ¡Violet! Qué pálida me parece
ahora mi relación con Rosamund bajo el resplandor de mi afinidad
con Violet; qué seráficos e infantiles mis años de matrimonio con
Harold, en los cuales esa parte de mí permaneció sumergida. Esa
parte me asusta mucho a veces…, es brutal, dura y salvaje, y Harold
no sabe nada de ella; le aplastaría el alma como un tanque. Se ha
enfurecido al respecto un par de veces, pero no la comprende, no
puede comprenderla, de la misma forma que Ben es incapaz de
comprender el álgebra.
Los acontecimientos se precipitaron a mi regreso de España. El
retraso de la boda empezó a irritarme, y un día le escribí a Harold
para decirle que tal vez fuera preferible abandonar la idea. Me
respondió con un telegrama desesperado, y apenas entiendo ahora
qué sucedió en mi interior; algo me impresionó y desde ese día amé a
Harold; creo que me conmovió su decisión y energía al enviarme el
telegrama, tal como me emocionó que me siguiera en avión cuando
huí de casa. En cualquier caso, le respondí con otro en el que decía
que todo continuaba igual, y la carta que siguió al telegrama me
conmovió más aún: advertí hasta qué punto me quería. Pero continué
mi relación con Rosamund. Lo digo sumamente avergonzada.
A continuación vino el juicio. Duró quince días, y su resultado
inmediato fue que renové la adoración por mi madre, que había sido
incipiente durante varios años. No soportaba que la atacaran, y la
admiré por subir tan guapa al estrado de los testigos, por desarmar
con su encanto al juez, al jurado y al público, por desconcertar de tal
forma al contrario que este terminó aturdido, sin saber si tenía la
cabeza sobre los hombros. Como es lógico, ganó el caso y todos
quedamos contentos, excepto papá, para quien el proceso debió de ser
una tortura, si bien no reparé en ello entonces, lo cual demuestra lo
inexperta que era en las lides del mundo a mis veintiún años. Papá se
había librado de la delgada y nerviosa lady Constance, y de esos días
data su amistad con otra mujer, Rebecca (Olive Rubens), que pasaba
mucho tiempo en Knole con su marido.
Harold regresó antes de que terminara el juicio y vino conmigo
al juzgado los últimos días. Resultaba curioso ver a toda la familia de
Seery, a la que conocía muy bien, sobre todo a las hermanas, una de
las cuales me había dado la noticia de la muerte del abuelo. Deseaba
que Seery apareciera milagrosamente en la sala y dijera a su familia lo
que pensaba de ellos, en especial cuando nos acusaron a mi madre y a
mí de haber destruido otro testamento de Seery que nos era
desfavorable. Al oírlo me enfurecí, y traté de dejar claro mi enfado
cuando me llegó el turno de declarar como testigo.
Debo señalar que Violet llevaba un año en Inglaterra y que la
había visto algunas veces, pero no muy a menudo. Rosamund estaba
mucho más celosa de ella que de Harold y me impedía acercarme a
ella. Solo la veía cuando venía a fiestas en Knole, pero siempre era
consciente de la emoción latente de antaño y por esa razón jamás le
hablé de ella a Harold; él era algo aparte. Una vez Violet vino a mi
habitación en plena noche y me preguntó si estaba enamorada; pero
eso fue un poco antes y le respondí que no sin faltar a la verdad.
Siempre se me acercaba de ese modo cuando podía y a menudo me
besaba entonces —en los labios—, pero nunca lo hicimos en otras
circunstancias. Violet se divertía mucho en esa época, flirteaba con un
hombre, luego con otro. Solía coquetear en los salones, pero nunca fui
testigo de nada comprometedor, ya que se interrumpía apenas
entraba yo; si alguna vez nos encontrábamos por casualidad, palidecía
hasta los mismos labios. A menudo intentaba pillarla por sorpresa
para divertirme. Papá, en su inocencia, me decía en broma: «¿Se ha
puesto pálida?».
Bien, apenas terminado el juicio, mi madre dijo que podíamos
prometernos oficialmente y casarnos en otoño. Así se anunció.
Rosamund casi se muere de pena. Pasaba las noches enteras llorando,
como bien sabía yo, pues en Knole dormíamos en habitaciones
contiguas, pero, como había dejado de interesarme por ella y solo
pensaba en Harold, sus lágrimas me exasperaban y traté de detenerlas
enfadándome, en lugar de recurrir a la comprensión. Fui fría como el
hielo con ella, y ahora advierto lo cruel de mi comportamiento y lo
patético de su situación, pues realmente me adoraba y, aparte de saber
que entonces me interesaba otra persona, debió de sufrir mucho
porque nadie mostraba interés por ella, a excepción de un marino que
no le gustaba. Me marché de Knole con destino a Suiza (Interlaken)
—un verdadero alivio—, acompañada de mi madre, Harold y un viejo
millonario (W. W. Astor) a quien mi madre había conquistado. Ella
aún estaba nerviosa por los dos días de declaración en el juzgado,
donde todo cuanto decía, aunque cierto, podía resultar equívoco, y
donde debía recordar con precisión lo que había dicho la víspera o
incluso una hora antes para no caer en contradicciones. No obstante,
estuvo tranquila y feliz en Suiza, y en cuanto a Harold y a mí,
estábamos en la gloria.
Cuando regresamos a Knole, la vida se transformó en una
confusión de cartas, regalos de boda y trajes; todo abundantemente
regado por las lágrimas de Rosamund. Pocas veces he visto a
alguien
más desesperado, pero no me conmovió en lo más mínimo. Mi madre
me inundaba de joyas. Harold y yo maldecíamos cada hora que
estábamos separados. Paso por alto esta parte; a todo el mundo le
sucede lo mismo. El 1 de octubre (1913) nos casamos en la capilla de
Knole, decorada como un teatro por mí. Mi madre, a quien no le gusta
sentirse émotionée, se quedó en la cama. Lloré amargamente la noche
anterior ante la perspectiva de dejar Knole y perder mi libertad, pero
cuando llegó el día había dejado atrás todos mis temores. Rosamund
se las arregló para sobrevivir a mi boda y, de un modo bastante
espléndido, consiguió ocultar su pena; en realidad, es bastante
espléndida en algunos sentidos. Violet no vino. Yo no le había dicho
nada de mi compromiso; se enteró por los periódicos y me escribió
cartas sarcásticas que dejaban traslucir su ira.
Esa fue mi boda.
Nos fuimos tres días al campo y después pasamos una noche
en Londres, yo con mi madre y papá, Harold con sus padres. Vi a
Rosamund y me despedí de ella, lo cual me desagradó mucho, ya
que no podía estar a la altura de su emoción. A primera hora del día
siguiente Harold pasó a recogerme en un coche y nos fuimos a
Florencia, donde vivimos en la casita que dieciocho meses antes
habíamos compartido Rosamund y yo. Es esta una de las cosas que
más me avergüenzan. Fue desagradable por mi parte. Además de
ser un acto desleal hacia Rosamund, delataba una espantosa
manque de délicatesse.
Creo que los años que siguieron, no han tenido paralelo ni han
sido superados en cuanto a pura alegría y compañerismo. La mitad de
mi naturaleza estaba tan dormida que llegué a pensar que jamás
despertaría. Era amable, abnegada, casta; demasiado buena, si cabe,
pues me volví intolerante con las debilidades ajenas. (Ahora creo que
puedo perdonar todo a todos.) Éramos algo así como la
personificación de la felicidad y de la unión. ¡Nunca nos cansábamos
del otro! Tenía la impresión de que me habían rescatado de todo
cuanto era vicioso y violento. Harold era para mí un refugio de sol
radiante. Todo era franco, sincero, seguro, y aunque nunca conocí la
pasión física que había sentido por Rosamund, en realidad no la eché
en falta. Esto permaneció intacto cuatro años y medio.
Pasamos un mes en Italia y Egipto, y después nos fuimos a
Constantinopla, donde supe que iba a tener un hijo. Me alegré, pero
más se alegró Harold. Su actitud un tanto médica era lo único que me
molestaba, y traté de neutralizarla prohibiéndole comunicar la noticia
a nadie excepto a sus padres y a los míos. Le escribió una carta a mi
madre para decírselo y la rompí furiosa, cosa que no comprendo en
absoluto. Aun así, en general me mostraba muy bien-pensant sobre el
asunto, como sobre casi todo…, ¡inmutablemente bien-pensant! Creo
que no lamento mi modo de ser en aquella época; solo lamento que la
persona con la que Harold se había casado no fuera del todo quien él
creía, y que la persona que ama y posee a Violet no sea otra, pues
ambas son la misma.
La correcta y adorable joven esposa del brillante diplomático
regresó a Inglaterra en junio. Recuerdo una divina travesía desde
Constantinopla a Marsella; una segunda luna de miel en el Egeo. Nos
reunimos con mi madre en París y a ambos nos pareció que había
perdido la cabeza, pues era evidente su desequilibrado estado mental.
Nos fuimos a Knole. El 4 de agosto estalló la guerra y Ben nació el 6.
De inmediato comenzaron las discusiones con mi madre respecto al
nombre del niño, las cuales culminaron con nuestra decisión de
buscar una casa en Londres, pues era imposible continuar junto a ella.
Pasamos el invierno en Londres y me convertí en una persona muy
sociable. En realidad estaba completamente domesticada. Apenas vi a
Violet (quien, a sarcástica petición suya, fue la madrina de Ben), en
parte por sus celos y en parte porque yo estaba demasiado
domesticada para su gusto. Fue el único período de mi vida en que
conseguí algo parecido a la popularidad. Ya no era fea, me
preocupaba por resultar agradable. A Harold le apreciaban cuantos le
conocían; éramos una joven pareja muy simpática para invitar a cenar.
¡Dios mío, qué horror! Era tan feliz que incluso me olvidé de que
sufría Wanderlust.
Y luego llegaron aquellos años. Dejadme pensar. Durante todo
el invierno mi madre se mostró quisquillosa e insoportable, intratable,
y nada podía hacerse con ella. Creíamos que viajaría a Roma, pero la
víspera de su partida nos dijo que no iría. Nos quedamos
consternados, porque el viaje nos parecía una solución caída del cielo.
Por fortuna papá estaba con su regimiento, así que no sufrió mucho
con todo aquello. Finalmente, visitó a un médico que le hizo mucho
bien. ¿Qué más? Compramos una casita en el campo (Long Barn),
donde pasamos el verano. Harold iba a Londres todos los días y
considerábamos una tragedia las noches que debía quedarse en la
ciudad. Solo una vez estuvimos tres días separados porque se fue a
navegar; nunca más. La vida doméstica no podía ser mejor. Ben crecía
deprisa, y esperábamos otro hijo para finales de septiembre.
Aún me duran los efectos de la pesadilla de esos meses de
septiembre y octubre. Papá se marchó a Gallipoli en septiembre y yo
esperaba y esperaba a que naciera el niño. Esperé todo octubre; los
días se hicieron más cortos y fríos. Harold tuvo dos semanas de
vacaciones, y esa fue mi única alegría. El niño vino al mundo la
primera semana de noviembre. Nació muerto. Estuve muy enferma
tras dos días y dos noches en que parecía observar continuamente
cómo las llamas de las velas de la habitación palidecían con la luz del
alba.
En cuanto pude moverme nos fuimos a Londres. Me dolía
sobremanera lo del niño, y mi dolor empeoraba en lugar de mejorar.
Nunca supe por qué sucedió, pero creo que se debió a una fuerte
impresión que tuve meses antes: se desencadenó un terrible vendaval
mientras cenábamos (en Knole); se colocaron biombos alrededor
nuestro para protegernos del viento cuyas ráfagas levantaban la
alfombra del suelo, e intuí que algo malo iba a ocurrir. (Siempre fui, y
aún soy, muy aprensiva respecto a Harold.) El mayordomo entró de
repente para comunicarnos que el coche había tenido un accidente.
Era el coche que traía a Rosamund del hospital donde trabajaba y a
Harold de la estación. Tomé un abrigo y salí corriendo, pero era
imposible avanzar con el fuerte viento y la noche era oscura como
boca de lobo. Esperé en la puerta medio muerta de miedo.
Finalmente llegaron dos hombres que traían a Rosamund; estaba
ensangrentada, con la nariz rota, y hablaba de modo incoherente.
Ni rastro de Harold. Durante una hora no supe si iba o no en el
coche; trajeron malherido al chófer, y Rosamund seguía
trastornada. Una hora más tarde se presentó Harold, que vino
andando desde la estación en esa noche siniestra. La angustia que
sentí por Harold y la aparición macabra de Rosamund me
impresionaron profundamente. Estoy segura de que esa fue causa
de la muerte del niño.
Deseo continuar, quiero acabar de relatar estos años que bien
podrían haber sido la vida de otra persona. Quiero llegar al presente.
Hay pocos sucesos en esos años, salvo los acontecimientos
bélicos. Nuestra vida personal era corriente: pasábamos el invierno en
Londres y el verano en la casita de campo, veíamos cómo Ben crecía y
aprendía a hablar, y yo escribía. Debiera pensar que apenas era
posible que dos personas fueran más completa e indudablemente
felices. Nunca hubo ningún nubarrón, ni una sola pelea. Sabía que si
Harold moría yo también moriría; eso hacía que la vida fuera algo
muy simple. Veía a Violet de vez en cuando, pero me era más ajena
que nunca y, no obstante, en cierto modo nuestra amistad era más
cordial; la extraña corriente subterránea entre nosotras jamás fue
menos perceptible.
Violet es muy orgullosa, y capaz de un disimulo casi perfecto.
Nigel nació en el invierno (1917), y, poco después la madre de
Rosamund murió de cáncer. Estuve con Rosamund durante la
operación (era solo por una apendicitis), y también cuando el médico
le refirió con detalles desagradables que habían descubierto un cáncer.
La mujer me dejó una carta en la que me encargaba que cuidara de
Rosamund. No he cumplido su petición.
Volvimos a pasar el verano en el campo, con Ben y Nigel. Fue
el último de nuestros veranos tranquilos, pero no lo sabía entonces;
nada me hacía presentir los acontecimientos que vendrían después. La
guerra proseguía y pesaba en el ánimo de todos, aunque a nadie
afectó menos que a nosotros, con excepción de papá, que estaba en el
extranjero desde 1915.
Cronología Primera y segunda partes

1827
Nace el «viejo» Lionel Sackville-West.
1830
Nace Pepita en Málaga.
1852
Lionel conoce a Pepita en París.
1862
SEPTIEMBRE: Victoria, hija ilegítima, nace en París.
1871
Pepita muere en Arcachon.
1873 — 1880
Victoria en un convento de París.
1881 — 1888
Victoria en la legación británica de Washington.
1886
21 DE NOVIEMBRE: Nace Harold Nicolson en la
legación británica de Teherán.
1888
SEPTIEMBRE: La carta Murchison pone fin a la carrera
diplomática del «viejo» Lionel.
OCTUBRE: Muere Mortimer, y el «viejo» Lionel se convierte
en lord Sackville.
1890
JUNIO: Victoria y el «joven» Lionel se casan en Knole.
1892
9 DE MARZO: Vita nace en Knole.
1894
JUNIO: Nace Violet Keppel.
1897
Victoria conoce a Seery, sir John Murray Scott.
1904
Vita conoce a Violet
Keppel. 1905 — 1908
Vita asiste al colegio de la señorita Wolff en Londres.
1906 — 1910
Primeras novelas y obras teatrales.
Violet. 1908
MAYO: Vita visita por primera vez Florencia, con Rosamund y

3 DE SEPTIEMBRE: Muere el «viejo» Lionel Sackville.


1909
ABRIL: Vita conoce a Pucci en Florencia.
OTOÑO: Vita viaja a Rusia con su madre y Seery.
1910
FEBRERO: El juicio sobre la legitimidad se resuelve en favor de
los Sackville.
ABRIL-MAYO: Vita otra vez en Florencia con
Pucci. JUNIO: Vita «debuta»; conoce a Harold.
NOVIEMBRE: Vita en Montecarlo, con su madre y Rosamund,
hasta abril de 1911.
1911
ENERO: Harold y Pucci la visitan en Montecarlo; Harold
marcha a la embajada de Madrid.
NAVIDAD: Harold en Knole.
1912
17 DE ENERO: Muere Seery.
18 DE ENERO: Harold le propone matrimonio a Vita en el
baile de Hatfield.
24 DE ENERO: Harold parte a
Constantinopla. ABRIL-MAYO: Vita y
Rosamund en Florencia. AGOSTO: Harold
vuelve de permiso.
OCTUBRE-NOVIEMBRE: Vita y Rosamund regresan a Italia.
1913
ABRIL-MAYO: Vita viaja a España e Italia.
18 DE MAYO: «Crisis» de telegramas entre Vita y Harold.
24 DE JUNIO: Empieza el juicio Scott.
3 DE JULIO: Harold regresa a Inglaterra.
7 DE JULIO: El caso Scott se resuelve en favor de los
Sackville. 5 DE AGOSTO: Se anuncia el compromiso de Vita
y Harold.
Mediados de AGOSTO: Interlaken.
1 DE OCTUBRE: Vita y Harold contraen matrimonio en
Knole; luna de miel en Italia y Egipto.
OTOÑO: Vita y Harold permanecen en Constantinopla hasta la
primavera de 1914.
1914
21 DE JUNIO: Vita y Harold llegan a Inglaterra desde
Constantinopla.
4 DE AGOSTO: Estalla la guerra.
6 DE AGOSTO: Nace Benedict (Ben) en Knole.
28 DE DICIEMBRE: Accidente de Rosamund en
Knole. 1915
MARZO: Vita y Harold compran Long Barn.
3 DE NOVIEMBRE: Nace muerto el segundo hijo de Vita.
1916
ENERO: Vita y Harold compran una residencia en el 182 de
Ebury Street, Londres.
1917
19 DE ENERO: Nace Nigel en Ebury Street.
1919
19 DE MAYO: Lady Sackville abandona a su esposo y Knole
para siempre.
SEGUNDA PARTE

por Nigel Nicolson


Mi madre (a quien, salvo excepciones, llamaré Vita en
adelante) no conocía bien, como es comprensible, el origen de la suya,
y solo en 1936, cuando leyó documentos de la época para su libro
Pepita, los hechos vinieron a remplazar la leyenda de que se había
nutrido desde la infancia. Pepita no era hija ilegítima de una gitana y
de un duque español. Tanto Vita como su madre lo hubieran preferido
así, desde luego, y en una dramatización posterior de la leyenda el
duque se convirtió en el de Osuna. Tampoco era acróbata Catalina
Ortega, la madre de Pepita. Tenía, qué duda cabe, sangre gitana, pero
estaba felizmente casada con Pedro Duran, barbero de Málaga, y tras
la temprana muerte del esposo se dedicó a zurcir y vender ropa usada
para mantener a la familia. Pepita nació en Málaga en 1830; tenía un
hermano menor, Diego. No logró triunfar en sus primeros años. Le
rescindieron su primer contrato en Madrid, y su maestro de baile
afirmó: «En mi opinión, carecía de talento artístico para la danza, pero
no hay duda de que sus encantos personales podían fascinar al
público extranjero. Es posible que fuera lo bastante buena para los
alemanes, pero no lo era en España».
La belleza de Pepita parece indudable. No hay fotografías de su
época de plenitud, y las oleografías que anunciaban sus actuaciones
por toda Europa hacen poca justicia a la «estrella de Andalucía», cuyo
rostro y figura quedaron grabados en la memoria de cuantos la
vieron. A los veinte años se casó con otro bailarín español, Juan de la
Oliva, pero el matrimonio acabó entre peleas a los pocos meses, de
manera que quedó libre para elegir al amante que quisiera, y eligió a
muchos. En ocasiones lady Sackville daba a la historia un giro
adicional al afirmar que era hija natural del príncipe Yusupov; podría
haber sido así si la fecha de su nacimiento, 1862, hubiera coincidido
con la de aquella breve aventura, ya que en su certificado de
nacimiento constaba como «fille de père inconnu», lo que dejaba
abiertas las opciones respecto al padre. Sin embargo Lionel Sackville-
West, que se vio obligado por los abogados, en contra de su voluntad,
a dejar constancia escrita de los hechos, reconoció la
paternidad de los dos hijos y las tres hijas de Pepita, así como la de
otros dos niños que murieron en la infancia.
Lionel conoció a Pepita en París durante un permiso de su
cargo diplomático de Stuttgart, y desde ese momento, con algunos
pocos intervalos, fueron amantes hasta la muerte de ella. Nunca
vivieron en Inglaterra, aunque Pepita bailó una vez en el teatro de su
majestad en Londres. Se alojaron en una serie de villas del continente
que se hallaban convenientemente equidistantes de las distintas
legaciones de Lionel y de las ciudades que quedaban subyugadas por
los encantos de Pepita. Esta se retiró a Arcachon, en el sur de Francia,
donde murió en 1871 al dar a luz su séptimo hijo, que solo vivió seis
días.
La madre de Vita fue bautizada con el nombre de Victoria
Josefa Dolores Catalina. Llevó el apellido de su padre, Sackville-
West. Poco después de la muerte de Pepita, Lionel fue nombrado
ministro plenipotenciario británico en Buenos Aires, y Victoria fue
enviada, junto con sus hermanas, Flora y Amalia, al convento de San
José, en París, donde permaneció siete años, sin amigos y triste. A sus
hermanos varones, Maximilien y Henry, los mandaron primero al
colegio Stoneyhurst y luego a aprender agricultura a Sudáfrica. A
Victoria no se le dijo nada sobre su condición de hija ilegítima hasta
que la trasladaron del convento de París a otro de Londres en 1880;
fue entonces cuando se enteró de que tenía un tío llamado Mortimer,
lord Sackville, que vivía en una casa enorme llamada Knole, otro tío,
lord De la Warr, y dos tías, la duquesa de Bedford y la condesa de
Derby. Fue una sorpresa. No sabía nada del mundo. Apenas sabía
hablar inglés. Se consideraba una expósita, apta solo para ser
institutriz como Jane Eyre, y fue a esta expósita a quien su padre
propuso de pronto viajar a Washington como anfitriona de la legación
británica, donde llegaría a ocupar una posición dominante en la
sociedad diplomática.
Durante alguna de sus infrecuentes visitas a París, Lionel debía
de haber apreciado en su hija mayor cualidades latentes que lo
convencieron de que conseguiría desenvolverse con éxito en esa tarea
peligrosa, pues los riesgos para su carrera diplomática eran inmensos.
Se vio obligado a admitir públicamente lo que durante mucho tiempo
había sido objeto de murmuraciones: que, aunque soltero, tenía cinco
hijos, uno de los cuales era la que proponía como anfitriona, a pesar
de que era una joven inexperta de diecinueve años. La reina Victoria
aprobó divertida el extraño plan con la condición de que en
Washington no hubiera objeción alguna, y en la capital
estadounidense se formó una comisión de damas, presidida por la
esposa del presidente, la señora Garfield, para tratar el asunto. Más
tarde un miembro de este tribunal diría: «Recibimos una carta de lady
Derby en la que explicaba la situación: que el señor Sackville-West
quería mucho a su hija y solicitaba se la aceptara. Se decidió acogerla
cordialmente como hija de su padre». Victoria llegó sola en diciembre
de 1881. La autobiografía de Vita yerra al decir que la acompañaban
sus hermanas. Flora y Amalia no se reunieron con ella hasta varios
años después, y su incorporación al ménage estadounidense de
Sackville-West se consideró «un tanto excesivo», según la misma
testigo, pero a esas alturas Victoria ya había conseguido para su
familia una posición inmune a la censura. La apreciaban.
Mi abuela me habló muchas veces de los siete años que pasó en
Washington como su primer gran triunfo en la vida, y su jactancia
está plenamente justificada. Creí que exageraba cuando me dijo que la
segunda proposición matrimonial que tuvo fue la del mismísimo
presidente de Estados Unidos, el presidente Arthur, un viudo
(Garfield había sido asesinado antes de que mi abuela llegara), pero
más tarde descubrí que su afirmación era lo bastante cierta para
merecer un mentís oficial por parte del hermano del presidente: «Esa
historia sobre el compromiso del presidente y la señorita West es
absurda y carece de fundamento; el presidente no tiene intenciones de
casarse». Mi abuela decía que rechazó la propuesta al atardecer,
después de su primer banquete en la Casa Blanca. «Me eché a reír
—escribió en su libro de memorias cuando tenía sesenta años—, y le
dije: “Señor presidente, tiene usted un hijo mayor que yo, y es usted
de la misma edad que mi padre”.»
Lo que es indiscutible es que cautivó a Washington desde el
principio. La prensa de aquella época era despiadada con otras
personas, incluso con el padre de Victoria, a quien describieron más
tarde como «reservado y taciturno, tildado de aburrido por quienes
no simpatizaban con él. En cualquier caso, poseía la insólita facultad
del silencio». Sin embargo, había unanimidad respecto a ella. «Se ha
convertido en la reina del momento. Su belleza es tan notoria como su
inteligencia, y a esas excepcionales cualidades se añade algo exótico
que aumenta su encanto.» «Es sumamente agradable de aspecto y
maneras. Posee la grácil figura de una adolescente y un rostro muy
atractivo con grandes ojos azul oscuro de lo más seductores.» «Ha
causado una excelente impresión por su belleza, encanto, modestia,
elegancia, atuendo y buen gusto.» «La dignidad de una mujer con la
alegría inconsciente de una niña.» La prensa se abstuvo galantemente
de mencionar su insólito origen. Se referían a Lionel como a un viudo,
y la única alusión a Pepita era de este tenor: «La aspereza del inglés de
la señorita West queda suavizada por la gracia heredada de su madre
española».
Muy pronto desarrolló otra cualidad: la eficiencia. Se hizo
cargo del numeroso personal de la legación, tanto del diplomático
como del doméstico, y, puesto que sabía perfectamente lo que quería,
no toleraba que se discutieran ni desobedecieran sus órdenes. Era una
anfitriona y organizadora nata, refinada con las personas distinguidas
y, careciendo de todo rasgo de timidez, muy considerada con los
tímidos. En el convento no le habían enseñado ni a bailar ni a
comportarse en sociedad, pero parecía dominar todo esto de manera
instintiva. En su primera temporada presidió cinco bailes, cada uno
con quinientos invitados, y comenzó a alterar las convenciones e
incluso el protocolo de esas ceremonias, para alegría de los jóvenes
agregados y secretarios que pululaban a su alrededor, al principio por
considerarla una novedad, y muy pronto como la líder de esas
improvisaciones. Al advertir que en Washington no se conocía cierto
baile escocés (ella misma había oído hablar de él solo seis meses
antes), organizó cursos en la legación, a los cuales una invitación
significaba tanto un honor como una orden. Dado que era la más
popular de las jóvenes, no tuvo dificultad alguna en terminar con la
costumbre que obligaba a los muchachos a enviar a sus parejas ramos
de flores que muchas veces apenas podían pagar. Jugaba a tenis,
montaba a caballo, bajaba por los rápidos en canoa, iba a pescar,
hablaba con el general Sherman de sus campañas, cazaba con pieles
rojas; visitó muchos lugares de Estados Unidos, y todos los inviernos
pasaba dos meses en Canadá, donde rompió otra docena de
corazones. Aun así, era una joven a la que costaba conocer bien.
Cuando salía por la tarde en un elegante carruaje tirado por dos
caballos, atendida por el cochero y un lacayo, unas veces la
acompañaba su padre y otras alguna amiga; jamás un joven. A
quienes intentaban coquetear con ella enseguida les paraba los pies:
«Retírese, por favor. Me desagrada este tipo de conversación». Fue
totalmente inocente hasta que se casó, y durante toda su vida
continuó siendo orgullosa y altiva.
La indiscreción que terminó con la carrera de Lionel en 1888 se
conoce en la historia diplomática como la «carta Murchison». Un ex
ciudadano británico llamado Charles F. Murchison que vivía en
California le escribió para pedirle consejo sobre la próxima elección
presidencial. Lionel fue lo bastante insensato para responderle que
prefería el regreso del presidente Cleveland para un segundo
mandato. Su carta se publicó con titulares como «El león británico
mete la zarpa en la política estadounidense», y el Departamento de
Estado solicitó su dimisión. Afortunadamente, su hermano Mortimer
falleció un mes después, de manera que pudo regresar a Inglaterra
con la excusa de que sus nuevas responsabilidades como lord
Sackville le obligaban a retirarse. Victoria dejó entonces la dirección
de la legación para asumir la de Knole, la mayor casa británica aún en
manos privadas.
Entre sus muchos pretendientes escogió a su primo hermano
Lionel, con quien se casó en junio de 1890. Su única hija, mi madre,
nació en Knole el 9 de marzo de 1892. La bautizaron con el nombre de
Victoria Mary, pero siempre la llamaron Vita para distinguirla de su
madre, que tenía el mismo nombre, Victoria Sackville-West; lo mismo
ocurría con su padre y abuelo, ambos Lionel Sackville-West y luego
lord Sackville. Conviene aclarar la relación entre las dos Victoria y los
dos Lionel, ya que es una clave del famoso caso judicial. Se añade aquí
un sencillo árbol genealógico útil al efecto:
La familia de Victoria no vio con buenos ojos el matrimonio
con su primo, salvo su padre —pues de inmediato consideró que le
permitiría mantener en Knole a su hija favorita y, en cierto sentido,
«legitimar» al menos a uno de sus hijos— y lady Derby, que adoraba a
su sobrina. Los demás menearon la cabeza y reprobaron la extensión
del escándalo familiar a una nueva generación; deploraban la
continuidad de la «mala sangre española» y temían la terrible
progenie que este matrimonio podía engendrar. No se atrevieron a
decir nada de esto a los dos Lionel, pero señalaron lo inadecuado de
un matrimonio entre primos hermanos, la diferencia de edad entre
ambos (ella tenía veintisiete, él veintitrés) y lo desventajoso de la
unión de un protestante con una católica romana. Victoria superó
audazmente esta última dificultad desobedeciendo el edicto papal que
obligaba a educar en la religión católica a los hijos de tales
matrimonios. Por esta desobediencia —de la que más tarde se
enorgullecería, pues agregaba otra faceta a su historia («Quel roman
est ma vie!»)—, el cardenal Manning la excomulgó después de una
tormentosa entrevista.
Tanto en su autobiografía como en Pepita, Vita ofrece un
retrato de sus padres que ensalza demasiado al padre y disminuye en
exceso a la madre. Subraya las excentricidades maternas en
detrimento de sus notables cualidades y dones naturales. Aún la temía
mucho cuando escribió su autobiografía; al escribir Pepita ansiaba
ligar las dos mitades de su historia argumentando que la sangre gitana
de su abuela persistía en su madre, lo que la llevaba a pasar
bruscamente de la generosidad a la parsimonia, de la afectuosidad a la
egolatría, de la determinación a la incapacidad. De hecho, Victoria
Sackville fue una mujer de voluntad fuerte matizada por su encanto y
suavizada en exceso por el sentimentalismo. Fue dueña y señora de
Knole en tiempos de su padre y de su esposo. El «viejo» Lionel no se
interesaba por la casa y apenas prestaba atención a los asuntos
económicos, y el joven Lionel carecía de empuje y de energía.
Victoria empezó su largo reinado en Knole con un programa de
modernización: introdujo
electricidad, calefacción central y cuartos de baño, cambió la
disposición de los muebles, sustituyó los viejos coches por carruajes
nuevos. Al advertir que sus decisiones en esta materia se imponían sin
obstáculos, poco a poco empezó a controlar la hacienda y las finanzas.
Poseía un indudable sentido práctico. Era la estratega de la familia.
Fue ella quien especuló con éxito en la bolsa cuando necesitaban
dinero; quien abrió en Londres una tienda llamada Spealls donde se
vendían pantallas de lámpara y artículos de papelería, negocio que
resultó muy lucrativo; quien consultó continuamente a los abogados
para conocer los entresijos de las demandas judiciales, quien ganó
ambos juicios, quien salvó Knole.
Al principio estaba muy enamorada de su marido. Fue el único
hombre al que profesó un amor absoluto. «Lionel era perfecto para mí
en esa época —escribió en su libro de memorias—. Me dio diez años
de la más completa felicidad y de apasionado amor, que correspondí
con toda el alma. Lo adoraba y me adoraba.» Hasta 1905 no hay en
sus diarios una sola crítica a su marido, a pesar de la creciente
negligencia de este. Vita idolatraba a su padre, en el que veía todos los
atributos de un caballero terrateniente, a quien se exige muy poco,
aparte de buenos modales y cierto interés por la hacienda. Pero le
habría admirado mucho menos si no hubiera sido su padre y el
poseedor del título de Sackville. Esto le bastaba: tenía que ser bueno.
A nosotros, los nietos, nos parecía investido de todos los droits de
seigneur. Con el tiempo he llegado a verlo de otro modo. No cabe
duda de que era amable y nada ostentoso, era un hombre que vivía
solo para el placer, un esnob (prisionero y beneficiario de su posición
y su tiempo) que miraba con indiferencia a los labradores de las
Midlands mientras su vagón de primera clase lo llevaba a toda
velocidad hacia el norte, adonde iba a cazar y a pescar. Desempeñaba
sin entusiasmo sus deberes en el Consejo del Condado de Kent. Solo
durante sus dos guerras descubrió la dignidad del trabajo cumplido.
Pasó divirtiéndose el resto de su vida. Vita escribe que durante varios
años estuvo «inexplicablemente» enamorado de lady Constance
Hatch. A
mí no me parece inexplicable en absoluto. Se había distanciado cada
vez más de Victoria, a quien debía tanto, no le interesaban sus
actividades, le aburrían sus inteligentes amigos. Prefería una mujer
nada crítica ni exigente a la esposa que siempre planteaba preguntas,
necesarias pero incómodas, sobre la hacienda y que en la mediana
edad se había vuelto un tanto obesa. El fracaso del matrimonio fue
culpa tanto del uno como del otro. Quería mucho a Vita, pero nunca
acabó de comprender su complicada personalidad ni hizo nada por
estimular las aficiones de la niña. «Ojalá —se quejaba siempre a
Victoria—, ojalá Vita fuera más normal.»
Durante años Victoria toleró el desinterés y la voluptuosidad
de su marido, tal como toleraba el carácter taciturno y rudo de su
padre. Poco a poco fue formando un círculo de personas más
estimulantes y atractivas. No había mujeres ni hombres jóvenes entre
sus íntimos. Se hizo un hueco entre millonarios y artistas solitarios de
cierta edad. La lista de sus conquistas desmiente la impresión que
ofrece Pepita respecto a que no era más que una mujer encantadora y
frívola, pues hombres como sir John Murray Scott, Pierpont Morgan,
Kipling, lord Kitchener, W. W. Astor, J. L. Garvin, Auguste Rodin, sir
Edwin Lutyens, lord Leverhulme, Henry Ford y Gordon Selfridge no
habrían buscado su compañía una y otra vez tras el primer encuentro
a menos que Victoria tuviera tanto que brindarles como ellos a ella.
Continuaba siendo muy atractiva incluso después de los cincuenta
años. Cecil Spring-Rice, uno de sus admiradores, le escribió: «Se lo
digo, es usted encantadora, fascinante, el cielo sabe qué más. Sus
perfecciones no tienen fin… En el amor es usted una amante
incomparable. Juega con el amor, lo usa y lo maneja como una gaviota
usa y maneja el viento, donde flota sin dejarse nunca arrastrar por él».
Prosperó gracias a la desagradable costumbre eduardiana de hacer
una leve caricia a un antiguo amor y recibir un ramo de orquídeas al
día siguiente. Gozaba con la adulación, pero en la madurez le repelía
el placer físico. Le encantaba el lujo y no era tan orgullosa como para
no pedirlo. Amaba el poder, pero se le debía entregar; no lo imponía.
Podía ser cruel. Era a un tiempo tierna y altiva, rápida para las
lágrimas y aún más para las réplicas mordaces.
Varios de sus nuevos amigos se enamoraron profundamente de
ella —entre ellos Pierpont Morgan, Astor y Rodin—, pero en su
diario, donde es bastante franca sobre los requerimientos amorosos de
esos hombres, se muestra reservada acerca de su respuesta. Guardó
todas las cartas de William Waldorf Astor en un sobre que llevaba esta
significativa frase rotulada (porque, sí, era vanidosa): «Para que Vita
lo lea después de mi muerte»; en ellas se dejaba muy poco a la
imaginación: «Una mujer en la flor de la vida necesita una relación
romántica. El corazón se mantiene joven cuando sabe que hay alguien
que piensa en ti, que te desea, que ansia el contacto de tu hermoso
cuerpo. Adiós, amada». Sobre un encuentro con Pierpont Morgan en
1912, escribió en su diario: «Me cogió las manos con mucho afecto y
me dijo que nunca se interesaría por mí de un modo que yo no
aprobara, que lamentaba ser tan viejo, pero que yo era la única mujer
a la que había amado y que él jamás cambiaría». Sin que esto la
intimidara, la semana siguiente lo invitó a Knole: «Tenía una
personalidad maravillosa. Jamás he conocido a nadie tan atractivo. A
los pocos minutos una se olvida de su nariz. Me dijo que cumpliría los
setenta y cinco en abril». Ella tenía cincuenta años entonces y pesaba
setenta y seis kilos. De las cartas de Rodin se desprende claramente
que la colmó de halagos en su estudio (todos recogidos con detalle en
su diario) mientras tallaba en mármol su busto. Durante varios años
estuvo prendado de ella. Victoria le permitió ciertas libertades, pero
no licenciosas. Hay algo desagradable en este aspecto de su
personalidad. Los escarceos de Lionel con jóvenes hermosas eran
preferibles.
El más permanente de sus admiradores fue Seery, sir John
Murray Scott. Vita lo ha descrito con tanto detalle en su autobiografía
y en Pepita que no hace falta insistir en que fue leal compañero de
lady Sackville desde 1897 hasta su muerte en 1912. Si bien discutían
sin cesar, no soportaban estar separados, y cuando esto sucedía se
escribían dos veces al día. Ambos tenían algo de latinos, ella por
nacimiento y él por haber residido largo tiempo en Francia. Eran una
pareja de aristocráticos conservadores de arte, ella en Knole, él con la
mitad de la colección Wallace. Compraban, vendían, especulaban,
tasaban… y sabían que había suficiente dinero —de Seery— para
adquirir cualquier cosa que quisieran. Él compartía con Victoria su
dinero: comprarle algo a ella era como comprárselo para sí mismo.
Naturalmente, ella apreciaba a Seery por su dinero; si no hubiera sido
rico, habría perdido la mitad de su gracia. Su fortuna le confería
grandeur… ¡y qué pied—à—terre era la casa de la rue Lafitte, qué
casita de campo Bagatelle, qué finca de recreo Sluie! En Londres se
visitaban a menudo, y él era asiduo en Knole. En Sluie pasaban largas
horas a solas mientras el viejo Lionel dormía, el joven Lionel cazaba y
pescaba y Vita jugaba en el campo con el mozo de la casa.
Este era el aspecto visible de sus relaciones. El oculto no fue
amor físico —acepto el juicio de mi madre: nunca lo hubo, aparte de
palmaditas en la mano—, sino la continua ayuda económica de Seery
a Knole. Los datos al respecto se hicieron públicos después de su
muerte. Knole tenía una renta anual de trece mil libras, que bastaban
para mantener el edificio, pagar el sueldo de los sesenta sirvientes y
las cuentas de la casa. Pero no alcanzaban para costear las mejoras
introducidas por Victoria, la espaciosa casa de Hill Street, las
expediciones de caza de Lionel, las continuas fiestas de fin de semana,
el dispendio de Victoria en ropa y bibelots, ni los enormes gastos del
juicio (solo los honorarios de los abogados ascendieron a cuarenta mil
libras). Knole tenía muchas deudas. Cuando Seery supo de tales
dificultades, ofreció ayuda, primero mediante préstamos, que pronto
reemplazó por regalos, y prometió a Victoria que su testamento la
libraría de toda preocupación económica. En vida entregó a Victoria y
a Lionel ochenta y cuatro mil libras. Ella nunca le pidió dinero, pero
tampoco lo rechazó, y se cuidaba de que Seery supiera de sus apuros
económicos. Lionel la animaba a hacerlo. «He pasado muchos
momentos desagradables con mi querido Seery —escribió en 1904 en
su diario—, pero Lionel me aconseja que sea muy diplomática y
procure complacerlo. Dice que debo pensar en el futuro.» Victoria
sabía que Seery podía ayudarles y que eso le satisfacía, y llegó a
convencerse de que no era con ella con quien se mostraba tan
generoso, sino con Knole, residencia que Seery amaba. La familia de
este, viendo que su fortuna se fundía en manos de una mujer a la que
consideraban una advenediza y aventurera, no era tan benévola.
Llamaban «las langostas» a los Sackville, incluso antes de saber nada
del testamento.

Vita creció en un ambiente de crisis inminente. Tres amenazas


se cernían sobre su futuro: era posible que el abuelo se hubiera casado
en secreto con Pepita, como sostenía el tío de Vita, Henry, quien, si
conseguía probarlo, heredaría Knole; en segundo lugar, cabía la
posibilidad de que un día su madre y Seery riñeran para siempre y
este cambiara su testamento; por último, aun en el caso de que Seery
mantuviera el testamento, su familia podía impugnarlo y ganar el
pleito. Vita se enteró poco a poco de estas cuestiones familiares, pues
se hablaba largo y tendido sobre ellas durante las comidas; pero su
infancia, si bien solitaria, fue por lo demás apacible.
Los documentos que se conservan confirman en general el
esquemático relato que ofrece de sus primeros años. No era muy
amistosa con otros niños, pero tampoco tan brutal como da a
entender. Cuando tenía cinco años, lady Winchilsea le escribió a su
madre quejándose de que «Vita se mostró brusca con el pequeño
Mountjoy», y seis años después Victoria le reprochaba: «Papá me dijo
después que temía que te estuvieras volviendo un poco maleducada y
brusca, así que debes intentar, querida niña, imitar a tu madre y
recordar que los demás sufren si no los tratas con cariño y
consideración». Aun así, Victoria solía ser muy indulgente con Vita:
«Es sumamente inteligente y una niña muy dulce»; «Es una niña muy
buena»; «Habla el francés muy bien y progresa bastante con el
alemán». Vita prefería una imagen más negra de su infancia. En 1912
le describió a Harold cómo era diez años antes: «Era una niña poco
sociable y complicada, con una larga cabellera morena, largas piernas
morenas, vestidos muy cortos, uñas sucias y ropa descosida. Me
escondía durante horas en las ramas de los árboles y no me
encontraban hasta que les lanzaba a la cabeza los huevos que había en
los nidos». Violet Trefusis, entonces Keppel, recordaba en su
autobiografía, Don't Look Round, su primera impresión de Vita:

Era alta para su edad, desgarbada, vestida de modo muy


inadecuado con lo que parecía ropa vieja de su madre. Ambas éramos
unas esnobs consumadas y hablábamos sobre todo de nuestros
antepasados. Hice unas cuantas alusiones a París para ver su reacción.
No se dejó impresionar. Se refirió de pasada a su magnífica casa de
campo, a sus perros, a sus conejos. Me pareció simpática, pero un
tanto infantil. Vita era entonces descarada y esencialmente británica.
En su mirada opaca y fija no había el menor trazo de Wanderlust.

Entre los primeros manuscritos de Vita que se conservan hay


un testamento redactado en 1901, cuando tenía nueve años, que
confirma la impresión de que sus aficiones eran más propias de un
niño que de una niña:

A mamá: La cuarta parte de mi dinero del banco y mi


diamante V (un broche de esa forma).
A papá: La cuarta parte de mi dinero del banco. Mi poni y mi
carreta. Mi equipo de criquet. Mi balón de fútbol.
A Seery: Mi uniforme militar. Mi miniatura. Mi jarra. Mi fusta.
A Bentie (la institutriz): Mi perla V. La mitad de mi dinero del
banco. Mis barcos.
A Ralph (Battiscombe, un niño de Sevenoaks): Mi armadura.
Mis espadas y pistolas. Mi fuerte. Mis soldados. Mis herramientas. Mi
arco y mis flechas. El dinero de mi asignación. Mi diana.
Ralph Battiscombe, por lo visto su heredero residual, ya que
añadió las últimas tres cosas cuando las adquirió, desaparece de esta
historia, pero su existencia demuestra que Vita no carecía por
completo de amigos de su edad. «Hier les Battiscombe sont venu
prendre le thé —le escribió a su madre en 1903—. Nous avons joué au
cricket, et après le thé, Ralph et moi, nous avons pris le fusil—à—air
et pendant que Sylvia et Queenie se promenaient avec Fie (la nueva
institutriz de Vita, después de que despidieran a Bentie), nous les
perseguimos.» En los diarios de su madre se mencionan fiestas
infantiles en Knole con hasta veinte niños, y cada tarde Vita conseguía
estar lo bastante presentable para que le permitieran bajar, y para
asistir a los doce años a un banquete en el gran salón de Knole en
honor al regimiento de West Kent, del que su padre era oficial. Fue
dama de honor en dos ocasiones: en la boda de su tío Charles y en la
del duque de Westminster.
Pronto empezaron a manifestarse otros aspectos de su
personalidad. «Je suis très contente de ne pas être à Londres», le
escribió a su madre, sentimiento que repetiría a lo largo de su vida.
«Vita —escribió Victoria— trabaja mucho en el jardín, donde cultiva
sobre todo verduras y hortalizas para el abuelo.» Su primer jardín fue
una gran V de berros. En 1904, en Sluie, «tuve que regañar
severamente a Vita por ser tan irresponsable cada vez que le hago un
encargo. Lo olvida y pierde el tiempo terriblemente. Anoche estuvo
llorando, cosa poco habitual en ella. Me hace caso, es muy obediente,
pero también muy distraída, descuidada y desaseada…». Así empieza
a formarse la siguiente imagen: Vita se sometía a su madre cuando la
tenía cerca y se descontrolaba cuando ella no estaba, amaba el campo
y los deportes, las niñeras la mimaban, era la niña consentida de la
casa, un tanto obstinada y ansiosa de aventuras solitarias. En los
diarios de su madre no se mencionan «las dos o tres veces que intenté
fugarme de casa»; estos intentos, por tanto, no debieron de ser muy
serios. Era feliz en Knole, que desde luego no era una prisión. La
noche anterior al día de su boda, Vita rememoró su infancia:
Pictures and galleries and empty rooms,
Small wonder that my games were played alone;
Half of the rambling house to call my own,
And wooded gardens with mysterious glooms…
This I remember, and the carven oak,
The long and polished floors, the many stairs,
Th'heraldic windows, and the velvet chairs,
And portraits that I knew so well, they almost spoke [2]

Gracias a Knole y a la soledad deseada, descubrió el placer de


la escritura. El diario que inició en 1907 tiene un principio
desconcertante: «Tv wv ivhgzfizi oz uligfnz wv ñr uzñrorz». Es un
código muy fácil de desentrañar, pues solo hay que sustituir la z por
la a, la y por la b, y así sucesivamente. Descodificado, dice: «He de
restaurar la fortuna de mi familia»: acababa de cobrar una libra por un
poema publicado en el Onlooker, el primer dinero que ganó en su
vida. El diario continúa así: «Mi madre me ha reñido esta mañana
porque dice que escribo demasiado, y que papá le dijo que no
aprobaba que escribiera. Me temo que mi libro no se publicará. Mi
madre ignora lo mucho que me gusta escribir». El libro era The King’s
Secret, una novela de setenta y cinco mil palabras sobre Knole en los
tiempos de Carlos II. Contiene una descripción, sin duda
autobiográfica, del héroe niño entregado a la misma tarea que ella:

En un cenador del jardín de Knole, un niño con una bufanda


azul estaba atareado escribiendo algo en un voluminoso libro. El
cenador estaba provisto tan solo de un asiento de madera y una mesa,
y sus únicos ocupantes eran el niño y un gran mastín tendido a sus
pies. Fuera había una gruesa capa de nieve. El suelo del cenador era
de piedra y el muchacho tabaleaba impaciente sobre él con el pie
cuando tenía alguna dificultad… Como apenas había convivido con
niños mayores, en cuya compañía se sentía incómodo, había
convertido en amigos sus propios pensamientos. Temía que se
mofaran de él si expresaba sus opiniones, así que se mordía la lengua
y solo confiaba sus pensamientos al papel. Escribía desde la mañana
hasta el atardecer.

En poco más de cuatro años, entre 1906 y 1910, Vita escribió


ocho novelas largas (una en francés) y cinco obras de teatro; casi
todos los manuscritos se conservan en Sissinghurst. Tomaba los
argumentos de lo que tenía más a mano: la historia de Knole y de los
Sackville. The King’s Secret no es su primera obra. Empezó su carrera
literaria a los once años con baladas a la manera del Horatius:

The good Queen Bess was wond’ring

What noble she could send

To take to Mary Queen of Scots

The tidings of her end.

When up rose Thomas

Sackville, A doughty man and

true… [3]

Vino luego una sanguinaria dramatización de la historia de Alí


Babá (trasladando el escenario a Knole, claro está), y más tarde
Edward Sackville: The Tale of a Cavalier, novela de sesenta y cinco
mil palabras escrita con letra infantil tan clara que puede leerse como
si fuera de imprenta, sin apenas correcciones. Resulta admirable su
facilidad para la escritura. Aprendió las técnicas narrativas y de
diálogo mediante la atenta observación de cuanto leía, pues no tenía
mentor literario y aún no iba al colegio. Se advierte la fuerte
influencia del Cyrano. Los
Sackville, que en realidad eran una recatada familia dada a los
ataques de melancolía, se transformaron gracias a Vita en trovadores
que interpretaban papeles románticos en los momentos más
dramáticos de la historia de Inglaterra, y en todas las situaciones se
comportaban con la mayor caballerosidad. He aquí a lord Dorset
hablando con su hijo:

—Nunca pensé —dijo con tristeza el orgulloso y anciano conde


— que tendría un hijo que traería la deshonra a nuestra casa. Dime tu
nombre.
—¿Por qué, señor?
—¿Cómo te llamas?
—Buckhurst —respondió sorprendido su hijo.
—Tu nombre completo. ¿Cómo te llamas?
—Richard Sackville, lord Buckhurst.
—¿Y puedes llevar ese nombre, el nombre de Sackville, y aun
así cometer una acción tan deshonrosa? ¿No te avergüenzas, no te
sonrojas? No, ¡soy yo quien se sonroja, avergonzado de ti! Ve a tus
aposentos. No quiero saber nada de ti.
Buckhurst se marchó sin decir palabra y se arrojó sobre su
lecho, pero no consiguió conciliar el sueño. Las palabras de su padre
resonaban en su cabeza. Había cometido un acto deshonroso; él, un
Sackville.

La acción deshonrosa era que lo habían descubierto


coqueteando con su prima.
Cuando Vita viajó a Francia e Italia, sus novelas pasaron a
versar sobre Richelieu, Robespierre y los Médici, pero en todos los
países y épocas sus personajes hablaban según la versión novecentista
del inglés del siglo XVII. Solo dejó inacabada una novela, The Life of
Alcibiades, que abandonó al caer en la cuenta de que la Atenas de
Pericles debía de ser bastante distinta del Knole de los tiempos de
Cromwell. No se advierte en la novela que hubiera leído todavía El
banquete. Alcibíades aparece en plena juventud, atado a una esposa.
A los diecisiete años, tras conseguir en Sevenoaks una edición
privada de su sombría Chatterton, se propuso escribir una obra más
ambiciosa: la novela Behind the Mask, de ciento veinte mil palabras,
ambientada en la época moderna. Su estilo aún no había madurado.
Así empieza el libro: «La baronesa d’Arquailles poseía un magnífico
castillo en el corazón de las montañas de Auvernia. Lejos de otras
moradas, lejos de cualquier ciudad, la baronesa debía recorrer las
murallas como la esposa de un valiente caballero del pasado»; el
relato cobra vuelo y audacia a medida que avanza. Se trata de una
historia de amor de increíble austeridad, cuya frase clave refleja la
actitud que tenía entonces respecto a los hombres: «A ella le gustaba
por el respeto que le mostraba, mezclado con la fría autoridad de la
futura posesión». Y después esto: «Es preferible que vivamos
separados y nos amemos toda la vida a que nos casemos y nos
peleemos a los pocos meses. El amor es demasiado intolerante. El
amor no tolera imperfecciones». La moraleja es clara: nunca hay que
casarse con la persona a quien se ama, a menos que se quiera
estropearlo todo; hay que casarse con alguien a quien no se ame; así
no hay nada que estropear. «No había rastro de pasiones vulgares. Su
amor era demasiado puro.» Ella le dice: «Te amo completamente, por
entero, tanto que podría renunciar a ti sin el menor dolor». Él le
responde: «Y yo te amo tanto que obedezco y me marcho». Se trata de
un libro disparatado y desaforadamente romántico.

En Knole, en 1907, cuatro personas unidas por estrechos lazos


de parentesco y un futuro común, pero de personalidad
completamente distinta, empezaban a distanciarse poco a poco. El
diario de Victoria ofrece un atisbo de esa existencia de apariencia
plácida pero turbulenta en el fondo:

Me gustaría que Vita fuera más abierta. Parece indiferente: la


causa es la vida que lleva como hija única. Se entrega tanto a la
escritura que se vuelve muy olvidadiza. En general es muy buena
niña, pero con tendencia a mostrar una excesiva seguridad en sí
misma y a ser un tanto severa. Ha cambiado mucho desde que sus
«cosas» se desarrollaron. Ojalá se hubiera vuelto un poco más
cariñosa. Me ha resultado bastante difícil vivir toda la vida con papá y
con Lionel, ambos tan fríos por fuera, y ahora descubro el mismo
carácter en mi hija. Aprecio al bueno de Seery porque es tan
sympathique y necesito simpatía, dada mi naturaleza española. No me
gusta flirtear ni mostrarme frívola con los hombres, y Lionel lo sabe.
He perdido la esperanza de que sea más franco; es amable, gentil, de
natural tranquilo, pero nunca toma la iniciativa ni el mando, y es
terriblemente reservado. Mi padre es igual.

Al año siguiente, en septiembre de 1908, murió el viejo lord


Sackville y la tormenta que llevaba años incubándose estalló de
pronto. Henry presentó pruebas de que era hijo legítimo de su padre
y, por tanto, heredero legal de Knole. El caso llegó al tribunal supremo
en febrero de 1910. La historia tenía todos los ingredientes para
entusiasmar a la prensa. Una familia de la alta aristocracia eduardiana
se disputaba públicamente una herencia —la herencia de una de las
casas y uno de los títulos más importantes de Inglaterra, y una gran
suma de dinero—, y todo porque sesenta años antes un joven
diplomático se había enamorado de una bailarina española y la había
hecho su amante. Lo mejor era que la nueva lady Sackville se veía
obligada a negar la veracidad de las pruebas de su hermano y a
afirmar abierta y claramente que ella y los demás hijos de su padre
eran bastardos. Si Henry conseguía demostrar su legitimidad, ella y
su esposo perderían Knole y se verían en la miseria.
El punto débil de la demanda de Henry residía en que no podía
probar de forma concluyente que Lionel y Pepita se hubieran casado
y, en el caso de que lo hubieran hecho, el matrimonio no tendría
validez, pues ella ya estaba casada con Oliva. Se habían separado,
pero no divorciado (no podía ser de otro modo en la España del siglo
XIX), y Oliva sobrevivió dieciocho años a Pepita. En cambio, tenía a
su favor el hecho de que Lionel había manifestado en varias ocasiones
que Pepita era su esposa y cinco de los siete hijos de esta, legítimos
(incluido Henry). Nunca dijo nada semejante acerca de Victoria («filie
de père inconnu») ni de su hijo mayor, Maximilien, que llegó al
mundo como «hijo de Oliva y Pepita», afirmación cuya falsedad
reconocían ambas partes. Todos los demás poseían partidas de
nacimiento y bautismo en las que figuraban como vástagos de «Lionel
Sackville-West y de su esposa Josefa (Pepita) Durán». Lionel había
firmado en 1869 una declaración en el mismo sentido ante el alcalde
de Arcachon, y el certificado de defunción de Pepita la describía, una
vez más, como su esposa. Cuando las chicas se casaron, se las
inscribió como hijas de Lionel, sin más. Por fortuna, todas estas
pruebas se conocían antes de la muerte del viejo Lionel, quien en 1897
había firmado un largo démenti que empezaba con un «soy soltero» y
en el cual afirmaba haber hecho esas declaraciones falsas «solo para
salvar la reputación de Pepita y a petición expresa de ella». No veía
razón alguna para perpetuar la mentira después de la muerte de
Pepita, ya que ahora había de por medio una considerable fortuna, un
título y las leyes de su país, y Lionel desempeñaba un cargo
importante en el Ministerio de Asuntos Exteriores británico. Le
escribió a Henry en términos inequívocos antes de partir hacia
Washington: «Nunca me casé con tu madre y, en consecuencia, tanto
tú como tus hermanos y hermanas sois hijos ilegítimos».
Ante la negación de todas las pruebas por parte del hombre
que más sabía del asunto, y que no podía tener ningún motivo para
quitar la herencia a un hijo en favor de un sobrino, Henry recurrió
al fraude. Presentó al tribunal una supuesta copia de la partida de
nacimiento de Amalia, en la que se habían añadido con
posterioridad las palabras «Padres casados en Frankfurt del Main»;
estas palabras no aparecían en el original, y en Frankfurt no se
encontró ningún documento relativo a dicho matrimonio. En
segundo lugar, él o sus agentes (los peritos calígrafos dijeron que
fue Henry) falsificaron el
registro de la iglesia de Madrid a fin de dar a entender que no hubo
matrimonio entre Pepita y Oliva. Por desgracia para Henry, aún
vivían muchos testigos de esa boda, que además figuraba en otros
cuatro libros oficiales que no había tenido en cuenta. Su demanda se
vino abajo. Al tercer día de la audiencia despidió a su abogado, sir
Edward Clarke, por haber «llevado mal su testimonio» y se presentó
ante el juez para empezar así su interpelación: «Si su señoría me da
tiempo, proseguiré yo mismo con mi defensa. Sé que voy a perder,
pero haré lo posible para que no sea así». Al quinto día se dio por
vencido: «No puedo hacer nada más, su señoría. He terminado. No
puedo defenderme más. Retiro mi petición». El tribunal falló en su
contra y lo condenó a pagar las costas. Hasta el día de hoy nadie sabe
cómo Henry, un granjero modesto, reunió el dinero suficiente para
iniciar el proceso; probablemente le financiaron especuladores que
confiaban en sacar provecho de su victoria. Los Sackville nunca
pagaron las costas del juicio.
A su regreso a Knole, lady Sackville, su esposo y su hija, ahora
limpios de toda duda, tuvieron un recibimiento más apropiado para
alguien que acababa de probar su legitimidad, no lo contrario. En
Sevenoaks se declaró festivo ese día. En las proximidades del pueblo
se quitaron los arneses a los caballos, y la brigada de bomberos tiró
del carruaje por las calles y el parque hasta las puertas de Knole, bajo
arcos de triunfo y entre multitudes que aplaudían. El turbado cortejo
avanzaba precedido de bandas de música, y de vez en cuando la gente
detenía el carruaje para hacer entrega de documentos
conmemorativos y ramos de flores. Vita dice que se divirtió, pero las
fotografías de aquel día son más veraces: se la ve abatida y
avergonzada.

Ese fue «el caso». Tres años después vino «el otro caso», aún
más dramático. En virtud de ambos los Sackville se convirtieron
durante un tiempo en la familia más conocida del país, y Vita, para
desgracia suya, en la preferida de las multitudes. El apodo de Kidlet
que le dio Seery bastó durante años para identificarla en los titulares,
y la publicidad y las murmuraciones que en el futuro rodearon sus
actividades y la publicación de sus primeros libros fueron mucho más
lejos de sus deseos y sueños juveniles. Anticipándome a la cronología
real, paso a describir el caso Scott a fin de apartar del relato de la vida
personal de Vita un acontecimiento que podría haberla dejado en la
ruina.
Seery murió el 17 de enero de 1912, sentado en una silla de
Hertford House. En su testamento le dejó a lady Sackville ciento
cincuenta mil libras en efectivo «como muestra de gratitud por todo
su cariño y bondad», así como el contenido de la casa de la rue
Lafitte, cuyo valor se estimaba en trescientas cincuenta mil libras.
A Vita le dejó un collar de diamantes y la «esperanza» de que su
madre le entregara el grueso de su fortuna al morir. El legado
quedaba exento de impuestos; estos debían deducirse del resto de
su hacienda, que, junto con la casa de Londres y su contenido,
habían de repartirse entre sus hermanos y hermanas, porque era
soltero. La familia de Seery impugnó el testamento argumentando
que lady Sackville había usado una influencia indebida para
arrebatarles el cariño de su hermano y asegurarse una parte
desproporcionada de sus propiedades. La defensa se basó en que sir
John tenía todo el derecho a dejar su fortuna a quien quisiera y que,
habiendo sido, como fue, un hombre de mente ágil y lúcida hasta el
día de su muerte, estaba en perfectas condiciones de resistirse a
cualquier influencia y podría haber cambiado el testamento en
cualquier momento. Su cariño por lady Sackville era sencillamente
el de un connaisseur que gozaba con la encantadora compañía de
alguien que compartía sus gustos, y había deseado librar a Victoria
y a Knole de toda preocupación económica después de su
fallecimiento.
El juicio empezó el 24 de junio de 1913, y duró nueve días.
Atrajo a más gente y de mayor distinción aún que el de Pepita, pues
los abogados más prestigiosos del momento, sir Edward Carson y E E.
Smith, representaban a los Sackville y a los Scott, respectivamente.
Además, el tema que se trataba era más jugoso, más reciente, más
escandaloso y la cantidad de dinero en disputa, mayor. Las damas del
público se vestían como si fueran a Ascot, llevaban cojines a fin de
soportar la desacostumbrada dureza de los bancos y cestas de picnic
para no tener que salir de la sala a la hora del almuerzo y evitar que
quienes habían llegado tarde les quitaran el asiento.
La primera intervención de F. E. Smith duró nueve horas.
Presentó la imagen de una mujer rapaz que recurría a toda clase de
artimañas para hacerse con el dinero de sir John. Relató con todo lujo
de detalles los catorce años de amistad a fin de demostrar cómo se las
había arreglado para apartar gradualmente de su camino a los Scott.
Según él, lady Sackville empezó por humillarlos disfrazando de
amabilidad sus intenciones. Cambió la disposición del mobiliario de
las casas; invitaba a sus amigos a las fiestas de Seery «para que
resultaran más animadas»; luego aconsejó a Seery que asistiera a ellas
solo una de sus hermanas, y finalmente ninguna, «porque la gente no
viene a ver a tus hermanas»; se encargaba de hacer las presentaciones
entre los invitados «porque las hermanas no saben quién es quién»;
actuó de anfitriona cuando el rey Eduardo fue a comer a la rue Lafitte,
y a las hermanas se les dijo que almorzaran en un hotel; escogía la
música de las veladas; utilizaba los carruajes de los Scott sin pedir
permiso y se llevó a Knole al cocinero de Seery; no dejaba que los
hermanos se acercaran a Sluie. Y llegó mucho más lejos. Aduló a
Seery, lo «hipnotizó», le sacó dinero mientras vivió y más o menos le
dictó el testamento imponiendo su fuerza femenina a la debilidad
masculina, no porque apreciara a Seery (oh, no, lo encontraba bastante
aburrido), sino porque era una mercenaria y él «un hombre ingenuo y
muy influenciable».
Cuando los Scott declararon uno tras otro para corroborar estas
acusaciones, el contraste entre ellos y la adorable mujer a la que se
enfrentaban en el juicio fue tan patente que prácticamente lady
Sackville ganó el caso antes de que ella o su abogado hubieran
pronunciado una sola palabra. Era como un yate entre un montón de
botes de pesca. Saltaba a la vista que la única razón por la que Seery
había preferido su compañía a la de sus parientes estribaba en que
estos eran desabridos y ella encantadora. Era verdad que les había
dejado en la sombra, pero lo cierto es que ya eran gente sombría, y sus
celos los volvían aún menos atractivos para Seery. Lady Sackville
había modelado la vida social de Seery del modo que este deseaba, y
al hacerlo no pudo evitar que quedaran a la vista los defectos de las
hermanas. Aportó un rayo de originalidad a la monótona vida de su
amigo, quien se lo agradeció de la mejor manera que sabía. Por otra
parte, no era el dinero de los Scott ni el patrimonio familiar lo que
Seery entregaba a un extraño, sino la fortuna de los Wallace y la
colección Wallace (en rigor, la parte que no estaba en Hertford
House). ¿Acaso también había conseguido Seery esa herencia gracias
a una «influencia indebida» sobre sir Richard y lady Wallace? Las
hermanas jamás habían afirmado tal cosa durante los largos años en
que se beneficiaron del legado. No obstante, Seery lo había obtenido
exactamente por los mismos motivos que lo llevaron a él a dejar una
parte de su riqueza a lady Sackville: porque la pareja lo había
apreciado y él apreciaba a lady Sackville. Por otro lado, no había
excluido del testamento ni a sus hermanos ni a sus hermanas; cubriría
generosamente sus necesidades, tal como había hecho en vida, cuando
les había permitido utilizar su casa y su soberbio contenido, lo mismo
que ahora les entregaba. Si se hubiera casado y hubiese tenido hijos,
se habrían considerado afortunados de haber heredado algo de él.
Estos fueron los argumentos que esgrimió Carson día tras día,
y sus principales testigos fueron lady Sackville y Vita. El
interrogatorio de E E. Smith a lady Sackville es un clásico de la
historia judicial inglesa. Duró dos días. Las ásperas réplicas de lady
Sackville («¿Cómo se atreve a decirme eso?» «Al parecer, señor
Smith, ignora usted que Knole es más grande que Hampton Court»)
no impresionaron tanto al jurado como sus razonables respuestas a las
preguntas bastante brutales sobre su vida privada, sus cartas íntimas e
incluso la amistad de su marido con lady Constance. Fue una
actuación que igualaba al triunfo de sus primeros meses en
Washington, y estaba basada en la tranquilidad interior, en sus
nervios de acero y en su asombrosa memoria para fechas, cifras y
(como señala Vita) «para lo que había dicho la víspera o incluso una
hora antes». No falló una sola vez.
Vita consideraba que el testimonio de su madre, «aunque
cierto, podía resultar equívoco». Creo que esta afirmación es
demasiado exagerada. En sus continuas peleas con Seery, lady
Sackville nunca fue la primera en hacer las paces; muchas veces lo
amenazó con abandonarle, sobre todo en los últimos años de la vida
de su amigo, cuando su interés por conservar la amistad era aún
mayor. Seery esgrimía el testamento para amedrentarla, pero ella
nunca capituló. Unos meses antes del fallecimiento de Seery, le
escribió lo siguiente: «Sería mucho mejor que se abstuviera de
regañarme y de pedirme que me enmiende. No puedo ni deseo
someterme a sus exigencias». Seis semanas después, cuando él renovó
las amenazas de dejar todas sus posesiones a la colección Wallace,
ella le replicó: «Bien, decídase de una vez y no hablaremos más al
respecto. Me las arreglaré con Spealls (su tienda)». No es el lenguaje
de una mujer aduladora e intrigante. Sin duda deseaba el dinero, pero
imponiendo sus propias condiciones. «Viejo tonto», le decía ella.
«Pequeña granuja», le replicaba Seery. Pero ninguno de los dos quería
ofender al otro. La Pall Mall Gazette expresó lo máximo que podía
decirse contra ella: «Sir John estaba dispuesto a dar y lady Sackville
no dudaba en recibir».
La intervención de Vita en el juicio tuvo que ver sobre todo con
el testimonio del más extraño de los testigos de los Scott, el señor
Arbuthnot, quien afirmó que una tarde visitó a Seery en su casa de
Londres y abrió por error la puerta de la biblioteca:
Había dos damas en la habitación y registraban los cajones del
escritorio de sir John, sin duda buscando algún documento. Retrocedí
y una de las damas dijo «¡Vamos!», y lady Sackville salió, seguida de
la señorita Sackville-West, y caminaron de puntillas por el pasillo, con
la cabeza gacha, como para que no las vieran. La señorita Sackville-
West alzó la mano así (indica el gesto) al salir. Se lo conté a sir John
después de cenar. Se mostró asombrado. Juntó las manos y exclamó:
«Ah, mon Dieu, c’est incroyable».

De sus palabras cabía deducir que estaban buscando un


codicilo que modificaba por completo el testamento. Cuando se le
preguntó por este incidente, Vita declaró, presentando como prueba
su diario y el de su madre, que aquel día estaba enferma y que su
madre se había quedado con ella. Tampoco Seery mencionaba nada en
su detallado diario personal, y no se presentó ningún sirviente para
confirmar las afirmaciones del testigo. Tanto el aspecto de Vita y sus
modales en el estrado de los testigos —«una niña alta y morena, muy
joven y nerviosa, con recatado sombrero gris adornado con cerezas y
un fichu blanquísimo»— como sus palabras convencieron al jurado de
que no podía haber participado en una maniobra tan ridícula y que su
madre, aunque fuera culpable sin duda habría sido lo bastante sensata
para no hacerse acompañar de una niña inocente. Cuando Vita hubo
terminado su declaración, el juez (sir Samuel Evans) le preguntó
cariñosamente: «¿Quién te puso Kidlet?». «No me acuerdo. Creo que
fue sir John.»
En su recapitulación, sir Samuel se inclinó decididamente a
favor de los Sackville. «Si se trataba de la influencia de la amistad
—dijo al jurado—, de la influencia que nace de la comunidad de
gustos, de la afinidad de naturalezas…, era perfectamente legítima, y
así deben decirlo ustedes en su veredicto.» Lo hicieron. Se reunieron
solo doce minutos y fallaron a favor de los Sackville.
Lady Sackville era ahora una mujer rica. Vendió el contenido
de la rue Lafitte por doscientas setenta mil libras, y quizá este fuera el
único detalle de mal gusto de todo el asunto, ya que Seery (como ella
bien sabía) esperaba que sus «cosas hermosas» enriquecieran la
colección de Knole, no que ella las vendiera para obtener dinero en
efectivo.

Entre quienes testificaron a favor de los Sackville se encontraba


Rosamund Grosvenor. Violet Keppel y Harold Nicolson presenciaron
el testimonio de Vita.
Rosamund era hija de Algernon Grosvenor, pariente del duque
de Westminster. Su familia vivió hasta 1908 en Sevenoaks. Venía
todos los días a Knole para recibir clases con Vita, aunque era cuatro
años mayor que ella, y el viejo Lionel compuso un pareado:
Rosamund Grosvenor got nearly run ovner, que molestaba a Vita
porque no rimaba. Rosamund se quedaba a menudo en Knole los fines
de semana, fue un par de veces a Sluie y una vez a la rue Lafitte. Las
primeras referencias que de ella hace Vita en su diario son poco
entusiastas: «Es bastante agradable, pero muy ordinaria». «Carece de
personalidad, eso es todo.» Las cartas de Rosamund no podían ser
menos adecuadas al talante de Vita durante los que llama en su
autobiografía «mis años rebeldes». Empiezan con un «queridísima» y
terminan con un «tu pequeña Rose». Incluso durante la breve pero
intensa relación amorosa, sus cartas resultan desacertadas por su
exceso de deferencia, su empalagoso sentimentalismo, su tono
posesivo, su falsa ira. «Te echo de menos, querida, y deseo ver tu
rostro suave y frío entre esa masa de pelo sedoso.» «Me empieza a
doler mi pobre cabecita. He estado triste, pero te perdono.» «Qué
suerte más inexplicable esta de poseerte. Pensaré en ti, en ti, en ti y en
nada más mañana, al otro día, el domingo y el lunes, todos los días,
horas y minutos.»
Violet tenía dos años menos que Vita, pero leer una de sus
cartas infantiles después de las de Rosamund es como coger un cohete
tras haber tenido en la mano una bengala. Esta, por ejemplo, escrita
cuando tenía quince años, en inglés por una vez, quizá porque le
pareció adecuado al tema gótico, describe la visita de Vita a Escocia el
año anterior, después de la muerte de su abuelo:

Llegué ayer (al castillo Duntreath). También he llegado a la


conclusión de que prefiero este lugar a cualquier otro. ¿Lo recuerdas?
¿Recuerdas los pavos reales que corrían alrededor de la casa a primera
hora de la mañana profiriendo gritos penetrantes pero nada
musicales, los maravillosos crepúsculos llameantes que encendían los
cerros por todo el mundo como si fueran rubíes cabochon?
¿Recuerdas a la niña formal y estúpida —lejana pariente mía— cuyo
cumpleaños celebramos en el castillo de Lennox? ¿Recuerdas el
ejercicio à travers pluie et tempête que consideré mi deber obligarte a
realizar? ¿Y la escalera secreta y las amenazas de Sonia de
acompañarnos aunque carecía de la ropa adecuada? ¿Y el intenso
enamora miento de Willie, del que por entonces pensaba que nunca se
curaría? ¿Y la habitación de los fantasmas y el terrateniente bobo tras
las cortinas del comedor?
¿Y la «Víbora de Milán» y el diluvio de Deucalión que nos inundaba
cada vez que cruzábamos las puertas? ¿No recuerdas el incesante
sonido de las patas de las palomas en el tejado, los grajos que volaban
de la torre a la ventana y los gritos intermitentes de los búhos por la
noche?

Esta otra carta, traducida de su exquisito francés, la escribió en


octubre de 1910, cuando tenía dieciséis años:

Te amo, Vita, porque he tenido que luchar mucho por ti. Te


amo porque nunca me devolviste el anillo que te presté. Te amo
porque nunca te darás por vencida. Te amo por tu aguda inteligencia,
por tu ambición literaria, por tus coqueteos inocentes. Y te amo
porque al parecer nunca has dudado de mi amor. Amo en ti lo que sé
que también hay en mí, es decir, imaginación, facilidad para los
idiomas, buen gusto, intuición y gran cantidad de otras cosas. Te amo,
Vita, porque he visto tu alma.
Violet a los diecisiete años:

Ah, Vita, me entristezco cuando pienso en cuánto nos


parecemos a dos jugadores, ávidos de ganar, que no se arriesgan a
tirar una carta si el otro no hace lo propio al mismo tiempo… Tú no
quieres decirme «te quiero» porque temes (y te equivocas casi
siempre) que yo no te diga lo mismo en un impulso simultáneo…

Esta, escrita un mes más tarde, también traducida del francés,


anticipa mucho lo que vendría después:

Me gustaría arrancarte de tu Italia, abofetearte las mejillas y


llevarte en viaje de placer muy lejos, lejos de todo cuanto actúa como
narcótico sobre una naturaleza que en tus dos últimas cartas parece
medio dormida. ¡Dios mío, Dios mío, cómo puedo romper esa calma
olímpica que borra los recuerdos púrpura y escarlata que guardo de
ti! En primer lugar debemos viajar a España, tú como mi alumna, yo
como tu cicerone. Te enseñaré el Manzanares con sus sinuosos
meandros; Irún sombreado por los Pirineos, con sus crueles y guapas
muchachas; Pamplona, flanqueada de montañas erosionadas; Burgos,
triste y arcaico. ¡Sígueme a todas partes! Te mostraré ojos de
terciopelo negro, el fandango, cuerpos ondulantes, repiqueteantes
castañuelas, urracas revoloteando entre los olivos, las llanuras tristes,
mantillas flameantes. ¡Sígueme, sígueme! Te obligaré a ver una mano
dispuesta a golpear, sangre vertida en secreto, venganzas planeadas
sin piedad y que jamás se han inclinado al perdón. Te mostraré la
traición, la infamia, mujeres sin escrúpulos, sin vergüenza. Te
mostraré la locura, Vita (locura, ¿me oyes?), que respiran los dedos de
una mujer que ha visto a su esposo morir corneado un domingo en el
ruedo.

Vita conoció a Violet en 1904, cuando tenía doce años y Violet


diez. Era la hija mayor de George y Alice Keppel y tenía una hermana,
Sonia, seis años menor. Al igual que Vita, no había tenido amigas
hasta que ambas se conocieron en Londres. Fueron al colegio de la
señorita Helen Wolff, en South Audley Street, donde Vita obtuvo
todos los premios, y volvieron a encontrarse en París, donde
representaron juntas La Masque de Fer, la interminable obra de Vita,
ante un público compuesto de soñolientos sirvientes en la rue Lafitte.
En 1908 Violet y Rosamund acompañaron a Vita en su primera visita
a Florencia. «Era evidente —escribió Violet en Don’t Look Round—
que la reacción de Vita al llegar a Italia fue idéntica a la mía cuando
fui a Francia. Se quedó pasmada, subyugada, muda de amor. Iba de
iglesia en iglesia, de cuadro en cuadro.» Se alojaron en la villa
Pestellini, una casa color ocre con logias, terrazas y un pequeño jardín,
y todos los días iban a la ciudad y visitaban sus monumentos con una
emoción que pocos turistas han experimentado. A su regreso, Vita
expresó su amor por Italia en su novela de turno:

Es una sensación casi física, tan fuerte resulta, un sentimiento


de deseo exento de toda vulgaridad por su mismo misticismo, la
embriagadora plenitud de belleza que se confunde con un pausado y
suntuoso sosiego; es el alma brillante, misteriosa y resplandeciente del
Renacimiento, que aún planea, con infinita tristeza bajo esos colores
vivos, en su fondo inexplorado.

De repente había crecido.


Al año siguiente, durante su segunda visita a Italia, conoció al
marqués Orazio Pucci, hijo de una de las familias florentinas más
antiguas; el joven se enamoró inmediata y perdidamente de ella. A sus
diecisiete años, Vita se quedó un tanto sorprendida, pero encantada,
al ver que el apellido Pucci le abría puertas hasta entonces cerradas
para ella, empezando por el mismísimo palacio Pucci. Se marchó de
Florencia con destino a Roma y Pucci fue tras ella al día siguiente, sin
que nadie lo invitara; en el barco en que Vita y su madre cruzaron el
canal de la Mancha de regreso a casa, el italiano apareció de nuevo. A
lady Sackville le caía bien («Es un hombre sereno y todo un caballero
—anotó en su diario—. Lo siento mucho por él; estoy segura de que
ama a Vita y sabe que no tiene ninguna esperanza») y lo invitó a
Knole. Allí fue «el pobrecillo Pucci… Le hizo numerosas fotografías a
Vita en el cenador y sentada a su escritorio. Le indiqué de diversas
formas que nunca se casaría con ella. Vita no quiere ni pensarlo; sabe
que él sería demasiado dominante y la vida a su lado, demasiado
tranquila». Esa noche se presentó a la cena con el uniforme «para
agradar a Vita… No creo que el gesto la emocionara en lo más
mínimo; pobre muchacho». Al año siguiente Pucci volvió a intentarlo
cuando Vita viajó a Florencia por tercer año consecutivo. Todavía la
desconcertaban sus atenciones, pero esta vez las aceptó mejor, y
pasaron juntos todos los días recorriendo en coche la Toscana y
Umbría, con la vieja institutriz Fie como carabina. Vita manifiesta en
su diario una respuesta más cálida:

Hay un problema con il devotissimo O., que quiere —está loco


— acompañarnos a Venecia y no se lo permitimos. Sin embargo, él y
Fie se entienden bien, y nos acompañará hasta Bolonia mañana.
Supongo que no tendría que haber vuelto aquí (a Florencia), y todo
por su culpa: ¡le ha cogido fuerte! Este año no se ha recatado;
comenzó con las declaraciones ya la primera tarde. Me gusta bastante
en ami. Se lo dije, y no le hizo nada feliz.

Las acompañó a Venecia de todos modos, pero Fie le ordenó


que se alojara en otro hotel y que dejara de cortejar a la joven.
Escribió continuamente a Vita, que casi nunca respondió a sus cartas.
En 1911, en Montecarlo, renunció al fin. Volvió a declararse y Vita lo
rechazó de nuevo («¡Dios mío, qué infeliz habría sido con él!»). Al día
siguiente «dijo que se marchaba a África. Está completamente
cambiado. Me habló con frialdad y parecía enfermo; mantenía bajos
los ojos». Lo siguiente que Vita supo de él era que estaba en la
Tripolitana sublimando su amor en desesperados combates contra los
senusis. Creo que no volvieron a verse. Se casó felizmente y dedicó el
resto de su vida al cuidado de los edificios florentinos. Lo vi en 1944 y
me preguntó amablemente por mi madre sin mencionar su antiguo
amor por ella, pero mientras me retiraba de la habitación noté que
seguía mirándome.
A los dieciocho años Vita era algo más que «menos fea». Era
hermosa. El retrato que Laszlo pintó de ella en enero de 1910
confirma la impresión que le produjo a Violet cuando esta regresó tras
un largo viaje a Ceilán y Alemania:

Esperaba encontrar a una inglesa típica, perpendicular,


desmañada, toda huesos. Nadie me había dicho que Vita se había
convertido en una belleza. Ya no era toda huesos. Era alta y elegante.
Los penetrantes ojos heredados de los Sackville eran verdaderos
pozos de los que se hubiera disipado la niebla. Los melocotones
habrían envidiado su tez. (Don't Look Round.)

Seguía siendo muy reservada y sus amigos advertían que era


capaz de odiar con tanta pasión como podía amar. Era imprevisible;
daba a manos llenas, pero luego las cerraba de golpe. Se sentía herida
por cualquier falta de amabilidad, sufría pensando que podía
provocar hilaridad con algún traspiés, pues ansiaba sobre todo
destacarse. Aunque procuraba ocultar sus sentimientos cuanto le era
posible, deseaba ser comprendida. Con sus padres se mostraba cada
vez más reservada y, al igual que ellos, buscaba la compañía de otras
personas. Temía especialmente hacer el ridículo ante su padre, porque
lo quería más que a nadie, y jamás le permitió leer sus libros ni
acompañarla a Italia. Por su parte, él se lamentaba (como le escribió a
lady Sackville) de que «a Vita no le gusten cosas más normales y
ordinarias, aunque me doy cuenta de que no conviene forzarla; me da
miedo que termine casándose con un hombre espiritual», con lo cual
se refería a cualquiera que tuviera el menor interés por las artes o las
ideas en general.
Vita cumplía con su deber de hija de Knole e iba a fiestas, a
veces a cuatro bailes por semana y a almuerzos todos los días; le
gustaban, sobre todo si se trataba de fiestas en las que lacayos
empolvados anunciaban la llega de duquesas. Al igual que sus
padres, era una esnob, en el sentido de que concedía una
importancia exagerada al nombre y la fortuna, y creía que, en tanto
que la aristocracia tenía mucho en común con los trabajadores, en
particular con los que trabajaban la tierra, las personas de clase
media («vulgares» en el vocabulario de los Sackville) eran dignas
de compasión y debían evitarse, a menos que, como Seery o lord
Leverhulme, hubieran adquirido dignidad por sus riquezas. A los
doce años ya escribió a su madre: «¿Verdad que el pequeño Gerard
Leghs no es vulgar?», y «Ayer vino a tomar el té una niña de
Sevenoaks; era bastante simpática, pero vulgar, por supuesto».
Nunca se libró del todo de semejante complejo, cuya influencia se
percibe en su novela más famosa, Los eduardianos, escrita en 1930.
Era una rebelde conformista, una aristócrata romántica. Los dos
aspectos de su personalidad, el gitano y el señorial, quedan bien
ilustrados en el relato que en su autobiografía hace de la visita a
Rusia en 1909, así como en una carta que le escribió a Harold
cuando ya estaban prometidos, en la cual describe una fiesta en la
embajada estadounidense de Londres:

Cambon e Imperiali (el embajador de Francia y el de Italia)


estaban sentados a mi lado y me prodigaban rebuscados elogios; me
dijeron que debía ser embajadora. Dije que no, que debería vivir en
una buhardilla y ser pobre, y ellos alzaron las manos y dijeron: «Ah,
mon Dieu, quelle horreur!». Bajamos luego por la escalinata de
mármol blanco, y pensé que no hay que despreciar una casa lujosa.
Me gustó porque era magnífica y nada había de vulgar en ella —tenía
el aspecto propio de una embajada—, y porque soy lo bastante esnob
para amar las largas mesas de comedor con orquídeas y frutas
espléndidas y vajilla dorada, y con gente cuyos nombres puedo hallar
en el Daily Mail. Me llevo mejor con estas personas que con los
danzarines de los salones de baile. Menos los «espirituales». Me
encantan. Son entretenidos, cordiales y no resulta pesado conversar
con ellos.

Los «danzarines» eran los jóvenes de noble cuna que sus


padres le presentaban. Había por lo menos dos que merecían una
descripción más favorable, lord Lascelles y lord Granby, herederos de
dos de las casas más magníficas de Inglaterra, Harewood y Belvoir.
Lascelles estaba muy enamorado de Vita, pero según los chismes de la
época ella se casaría con Granby. No creo que nunca le tentara. Sus
verdaderos amigos eran los espirituales, pero los que tenían cierta
alcurnia y armas de caza, sabían jugar a bridge y conocían la
diferencia entre el clarete y el borgoña, jóvenes como Robert
Vansittart, Patrick Shaw-Stewart, Alec Cadogan, Duff Cooper, Archie
Clark-Kerr, Philip Sassoon, los hermanos Grenfell, Gerald Wellesley.
Era el mundo en el que Harold Nicolson había encontrado su lugar
natural…, con una significativa diferencia: no tenía armas de caza, no
sabía jugar a las cartas y ni siquiera sabía bailar.
Vita y Harold se conocieron en el verano de 1910 en una cena
celebrada en casa de Anne Stanley, tras la cual los invitados asistieron
a la representación de una historia de misterio de Sherlock Holmes
basada en La banda de lunares. Él fue a Knole en junio, en calidad de
invitado de lady Sackville más que de Vita, y estuvo sentado bajo la
lluvia viendo la actuación de Vita como Porcia en una representación
al aire libre de obras de Shakespeare. Volvieron a verse un par de
veces en Londres en el verano, pero hasta el otoño Vita no mostró
especial inclinación por él:

Knole, 5 de noviembre de 1910

Querido señor Harold:


Me han pedido «que lleve un hombre» a cenar el jueves para ir
luego a bailar. ¿Le gustaría venir conmigo? ¡Prometo que no le
obligaré a bailar! Venga usted.
Atentamente,

VITA SACKVILLE-WEST

P. D. Está aquí el señor Vansittart.

Harold estaba a punto de cumplir los veinticuatro años, Vita


tenía dieciocho. El padre de Harold, sir Arthur Nicolson, ex
embajador en San Petersburgo, era entonces subsecretario permanente
del Ministerio de Asuntos Exteriores; su madre era hermana de la
antigua virreina de la India, lady Dufferin. Después de una infancia
triste en Wellington College, a Harold le había ido muy bien en Balliol
y, para sorpresa de su padre, había conseguido una de las ansiadas
vacantes en el Ministerio de Asuntos Exteriores solo un año antes.
Vita describe en su autobiografía las primeras impresiones que tuvo
de mi padre, y en esa etapa hay muy poco que agregar. Lo notable de
su personalidad se manifestará a medida que avance el relato. Era
sumamente sociable, activo, inteligente, muy culto y sin duda
espiritual, apuesto y de excelentes modales. Lady Sackville le tomó
cariño de inmediato, aunque esto no era una recomendación a los ojos
de Vita, pues su madre también se había encariñado con Pucci y lord
Lascelles.
Como indica Vita, su amistad con Harold se desarrolló
lentamente. En su diario (que durante los cinco años siguientes
redactó en italiano, ya que su madre no lo entendía), anotó que en
enero de 1911 su partida de Montecarlo tras una breve visita le resultó
cosa tristissima porque su compañía le había parecido más que
agradable y, una vez que ella le ganó a las damas y él le dijo «As-tu un
franc?», se emocionó porque la había tuteado. No hay más referencias
a él en el diario y no se escribieron hasta septiembre, fecha en que
Harold regresó de la embajada de Madrid y pasó un fin de semana en
Knole. Volvió allí en Navidad y Año Nuevo, y fue entonces cuando se
enamoró de ella. Lady Sackville, que tenía buena vista para ese tipo de
cosas y sus posibles consecuencias, anotó en su diario: «Sospecho que
el querido muchacho está muy enamorado de Vita; tienen los mismos
gustos e ideas, pero ¿de dónde saldrá el dinero?». En una carta de
agradecimiento a lady Sackville, Harold insinuó lo que esta ya había
intuido, y se lo dijo del modo que más podía complacerla: «No, no
encontraré a nadie en Constantinopla (acababan de destinarlo a la
embajada de esa ciudad). Me temo que poseo la desgraciada facultad
de admirar a personas que están muy por encima de mí y con las
cuales no puedo aspirar a casarme. Quizá sea una suerte que me
marche ahora al extranjero». Debía abandonar Inglaterra el 24 de
enero de 1912. Disponía de tres semanas para demostrarse a sí mismo
que su pesimismo no estaba justificado.
Vita quedó separada de él por una serie de fiestas a las que no
lo invitaron: 9 de enero: casa de lady Arran, Queen Anne’s Mead,
Windsor; otros invitados: Diana Manners (Cooper), Patrick Shaw-
Stewart, lord Lascelles, lord Nugent; 10 de enero: baile en Taplow;
lady Desborough; 12 de enero: castillo de Eridge; 14 de enero: baile
en Tonbridge. Vita escribió a su madre:

Disfruté en Taplow mucho más que en las otras fiestas. Había


muchas personas a las que conocía, tantas que no pude bailar con la
mitad de ellas, aunque me quedé hasta las cuatro. Fue una verdadera
sorpresa descubrir más tarde que había bailado casi exclusivamente
con espirituales. ¿Qué diría papá? Lady Desborough fue muy amable
conmigo y congenié con su hijo, el señor (Julian) Grenfell, que es
altísimo, y bailó conmigo y me llevó a cenar.

El 16 de enero se alojó en casa de los Exeter en Burghley para


asistir al baile de los Stamford; Seery murió a la mañana siguiente.
Vita recibió la noticia a través de lady Sackville el 18.
Ha descrito su rápido viaje a Londres y su alivio al saber que
sus planes para esa noche no serían alterados, «porque tenía la certeza
de que Harold me propondría matrimonio y sabía que le iba a
responder que sí». Viajaron juntos a The Grove, Watford, donde se
cambiaron para el baile de los Salisbury en Hatfield. La versión que
ofrece en su diario de lo que allí sucedió es distinta de la que presenta
en su autobiografía. Traducido del italiano, dice así:

Apenas vi a Harold hasta la medianoche, cuando me invitó a


bailar, y luego subimos al segundo piso, donde no había casi nadie.
Me pidió que me casara con él. Le rogué que esperara por lo menos
un año, porque aún no estoy segura. Todo esto me parece un sueño.
Porque en el fondo sé que voy a casarme con él y que estamos
prácticamente prometidos. Después de haber anhelado tanto que me
hablara antes de marcharse al extranjero, solo pensaba en impedirle
hablar.

En el diario de lady Sackville queda claro que Vita no «dijo que


sí». «V. no le rechazó; pero le dijo que de momento no le
respondería… Kidlet se sentó en mi cama y me habló durante una
hora sobre el asunto. Le pidió a Lionel que dejara venir a Harold a
Knole para una última entrevista, ya que pronto se marcha a
Constantinopla.»
Harold fue a Knole el 20 de enero. Era el día del funeral de
Seery. Vita escribió esa noche: «Nos despedimos como amigos,
delante de papá y lady Connie (lady Constance Hatch). No lo
comprendo. Estoy atónita. Las palabras están vacías y los rostros sin
expresión». Lady Sackville, como de costumbre, tomó las riendas:

Le dije a H. que no podía haber compromiso durante un año y


medio. Vita debía permanecer libre. Podía regresar a verla en julio,
podían escribirse no más de una carta a la semana, pero no como
prometidos, y sin usar palabras como «queridísima» o «querida».
Hablamos sobre los medios en caso de que el matrimonio prosperase.
A él le gustaría una Vita pobre que lo amara por lo que es, pero me
ocuparé de todo si consigo el dinero del pobre Seery.

Harold partió hacia Constantinopla el 24 de enero. Ese mismo


día los Scott empezaron el pleito por el testamento.
Bien, ¿estaban o no estaban prometidos? Harold creía que lo
estaban, más o menos. Vita no recordaba exactamente lo que le había
dicho. Su madre insistía en que no lo estaban. Su padre intentaba
actuar como si nada excepcional hubiera ocurrido.
Tras la tibia reacción de los padres se ocultaba la desilusión
porque el enlace no era lo bastante bueno para Vita, hija única de una
familia famosa, debutante de ese año, hermosa, instruida y, ahora (a
menos que los Scott ganaran el juicio por el testamento), rica heredera.
Los Sackville no podían tachar de vulgares a los Nicolson, pues,
aunque descendían de una larga estirpe de abogados de Edimburgo,
con algún que otro contraalmirante, entre sus antepasados remotos
había algunos barones despóticos de Skye, lo cual era algo mejor, y sir
Arthur poseía un título de baronet que se remontaba a la época de
Carlos I. Había llegado a lo más alto en su profesión y muy pronto lo
nombrarían lord Carnock. No obstante, los Nicolson no frecuentaban
la buena sociedad. Lady Sackville jamás se había topado con lady
Nicolson en los salones y casas de campo que visitaba, y sir Arthur
estaba demasiado ocupado, demasiado impedido a causa de la
artritis, para pescar o cazar. No tenían más dinero que el salario de sir
Arthur. Expresiones como «un tercer secretario sin un penique»
empezaron a circular cuando se extendió el rumor.
Sin embargo, lady Sackville no se mostraba egoísta al respecto,
ni siquiera en la intimidad de su diario:

Vita telefoneó a Harold antes de que este se marchara de


Londres para decirle que no estoy enojada con él. Claro que no; sé que
ella le estima y él a ella. Es una niña muy difícil de complacer por lo
que a los hombres se refiere. No es una buena boda, aunque él tiene
un brillante futuro como diplomático y es muy atractivo, además de
inteligente y todo un caballero. Pero no tiene dinero, y lo más terrible
para mí es que ella tendrá que vivir en el extranjero si se casa con él.
Me quedaré muy sola, ahora que Seery también se ha ido. Me da
miedo hablar del tema con Lionel.

Lionel fue menos generoso. Afirmó que su esposa solo veía el


aspecto sentimental del asunto. «Naturalmente, Lionel está
decepcionado porque Vita no va a desposarse con un gran título»,
cuando Lascelles y quizá Granby le ofrecían los nombres históricos de
Harewood y Rutland. Sin embargo, según Vita, «papá fue muy
amable, aunque está claro que tenía otros sueños. Me dijo que si al
cabo de un año sigo pensando solo en Harold no me pondrá ninguna
traba».
Así quedó el asunto. No podía anunciarse ningún
compromiso, puesto que no lo había. Harold, expatriado en Asia
durante seis meses por lo menos, debía intentar, mediante las poco
frecuentes e impersonales cartas, mantener el tenue lazo que lo
unía a Vita, mientras a ella la cortejaban todos los danzarines de
Londres, dos nobles, los espirituales y (¡cómo iba a saberlo
Harold!) una joven, Rosamund Grosvenor, de quien Vita estaba
apasionadamente enamorada. Todo dependía de Vita, y Vita estaba
asustada. El mismo día que Harold partió de Inglaterra, escribió en
su diario: «No recuerdo haber sido nunca tan infeliz como ahora.
Solo hoy he comenzado a comprender que no le amo. Se ha
marchado a Constantinopla esta mañana. Me he quedado en la
cama todo el día y he tenido tiempo para pensar». Lo que él nunca
comprendió fue que su principal rival, aún más posesivo que
Rosamund, aún más magnífico que Harewood, era Knole: «Estoy
sola aquí, toda esta gran casa es mía y puedo cerrarla si quiero y
dejar fuera al resto del mundo cerrando las verjas… Es un lugar tan
plácido, y mi pequeño palacio
tan bonito a la luz de la luna. Con sus ventanas en forma de arco,
parece el palacio de un escenario, hasta el punto de que casi espero
que aparezca una luz en una ventana y empiece la obra, conmigo
como única espectadora».
Lady Sackville, que nada sabía de las dudas de Vita y, por
supuesto, ignoraba por completo la verdadera naturaleza de la
relación con Rosamund («Es una buena compañera para Vita»),
empezó a divertirse censurando las «frías y reservadas cartitas» de la
pareja y flirteando con Harold como no permitía hacer a su hija.
Harold era lo bastante astuto para advertir la brecha. Desde
Constantinopla podía contarle a lady Sackville todas las cosas que le
estaba vedado escribir a Vita:

Desde luego, estoy muy celoso de Granby y todos los demás,


pero apenas lo reconozco ni siquiera ante mí mismo, y cabalgo solo
por estas hermosas colinas y pienso que puedo cantar de felicidad por
lo que ha sucedido y puede suceder. Pero por la noche paso malos
momentos cuando voy a una fiesta y pienso que ella estará en otra
fiesta, rodeada de buenos partidos. Y aquí estoy yo, el peor partido,
sepultado en Oriente. Pero entonces mi yo más sabio me dice que es
mejor así, ya que si al final la conquisto, tendré la seguridad de que
me ha elegido con plena conciencia.

Le enviaba a Vita cajas de dulces turcos y cartas que


empezaban «Querida Vita» y terminaban «Tuyo, Harold». Se atuvo a
las reglas durante tres meses, hasta que le resultaron insoportables.
En abril de 1912 Vita fue con Rosamund a Florencia. Se
alojaron en una casita de la villa Pestellini. Desde allí le escribió a
Harold:
«Visitamos a cierta familia que antes solía tratar, los Pucci (Orazio
continuaba luchando en Trípoli)… Soy muy feliz aquí, no hace calor,
los grilli cantan, y amo a Rosamund, y en algún lugar del mundo estás
tú, y eso subyace a todo lo demás. No debiera decírtelo». En la
referencia a Rosamund, Harold no vio nada que no debiera ver. Y
tampoco en esta carta: «Rosamund sabe lo nuestro. Es una persona
muy cariñosa y comprensiva, aunque no particularmente
inteligente; la quiero mucho. Por otra parte, es una verdadera
tumba a la hora de guardar secretos».
Vita sufría una intensa tensión por lo que eufemísticamente
denominaba su doble personalidad. Enamorada de Rosamund, se
enseñaba a sí misma, se forzaba, a amar también a Harold. Trataba de
ganar tiempo; esperaba en parte que la pasión de Harold se enfriara, y
en parte esperaba que eso no ocurriera. «Esta es la primera vez que
empiezo a vivir y a tener amigos —le escribió—, y si dejo que me
arrebates este año, todo se terminará. A fin de cuentas, solo tengo
veinte años. Deja que piense solo en mí misma hasta el próximo junio
(1913), y pasaré el resto de la vida pensando solo en ti.» Después, de
modo más preciso, ya quebrando las reglas: «¿Deseas volver a verme,
lo deseas con toda el alma? No sé por qué lo pregunto. Te vas a casar
con una salvaje».
Cuando Harold volvió en agosto para disfrutar de unas breves
vacaciones, la situación apenas había variado respecto a enero. La
incertidumbre continuaba. Se reunieron en Knole casi como unos
desconocidos, en parte porque lady Sackville impuso la máxima
discreción y en parte porque Vita aún estaba dividida (¡literalmente!).
Cuando Harold y Rosamund se marcharon unos días (él a visitar a sus
padres), anotó en su diario: «Sono triste senza R.». No menciona a
Harold para nada. Pero el 29 de septiembre escribió: «H. y yo fuimos
a la exposición. En el dormitorio del embajador de Venecia ¡me besó!
¡Me besó! Le amo. Io l’amo tanto, tanto… Pero deseo mucho volver a
ver a R.». En esos mismos días empezaba a menguar el entusiasmo
que lady Sackville sentía por Harold:

Vita no sirve para la diplomacia ni para tratar con un montón


de personas vulgares. Tiene que ser una grande dame, muy rica, hacer
lo que quiera y no verse obligada a hacer nada contra su voluntad.
Ayer me dijo que le gustaría vivir sola en una torre con sus libros;
pero enseguida me abrazó y añadió: «¡Oh, mamá, la verdad es que no
sé lo que quiero!». Pobre niña, claro que no lo sabe, y mi deber es
posponer tanto como pueda el desgraciado día de su matrimonio,
porque aún no está preparada.

Al final de sus vacaciones, Harold acompañó a Vita y a


Rosamund hasta Bolonia y continuó viaje a Constantinopla. Aunque
ese era el momento en que «estaba enamorada como nunca de
Rosamund», Vita le escribió a su madre: «Oh, mamá, estoy muy triste.
Deseo que Harold vuelva. Me cuesta creer que no voy a verlo entrar
aquí en cualquier momento». A los veinte años esas emociones no se
fingen. Cuando volvió sola a Knole, únicamente participó a su diario
de su secreto: «Cómo ansío regresar a Florencia. La vida que llevo
aquí me aburre hasta las lágrimas, y echo de menos a Rosamund a
cada instante. Increíble». Cuando Rosamund regresó: «Le hablé
francamente sobre Harold. No creo amarle lo bastante para casarme
con él (non credo che l’amo abbastanza per sposarlo). Antes de
hablar con Rosamund, no me comprendía a mí misma. Pero dejaré que
el tiempo pase. Quizá ocurra algo». El 18 de diciembre de 1912
escribió: «Me pregunto si no sería mejor que Harold se casara con
otra. En el futuro veo únicamente tedio y dolor. No puedo, no puedo
dejarlo todo por él…, por lo menos no creo que pueda. Volverá en
abril, y eso me hace temblar. ¿Por qué fue al baile de Hatfield y por
qué no lo rechacé de inmediato? Pero es tan agradable, tan joven, y me
ama, y deberíamos ser felices». El 26 de diciembre: «Le hablé a
Rosamund sobre H. Es la única persona que sabe la verdad. Esta
noche creo que nunca podré hacerlo».
La guerra de los Balcanes interrumpió las comunicaciones
postales entre Turquía e Inglaterra, lo que fue casi un alivio para Vita.
Cuando volvieron a escribirse, en las cartas de ella no se aprecia el
menor indicio de su dilema. Eludía el problema principal bromeando
sobre la diplomacia: «Por supuesto que detestaré la vida diplomática.
Al cabo de unos cuantos años, cuando nos cansemos de la soledad à
deux, y así será, solo nos quedará… ¿qué? Río de Janeiro, ancianos
diplomáticos aburridos, ningún amigo inglés». No obstante, en
ocasiones le escribía como si hubiera tomado la firme decisión de
casarse con él:

No me importan mucho los demás, ya sabes por qué. Si dejo mi


hermoso Knole, que adoro, y mi habitación Ghirlandaio, que adoro, y
mis libros y mi jardín y mi libertad, que adoro… es solo por ti, que me
importas un bledo. ¡Y atrévete a negar una sola de estas palabras! Pero
quiero sentarme en el brazo de tu sillón y leer tus despachos por
encima de tu hombro y alborotarte el cabello, lo que te hará enfadar. Y
quiero dar fiestas en nuestra casa, en las que estaremos muy aburridos
con la gente porque preferiremos estar solos.

En su diario habla todavía con la otra voz:

Harold ha escrito que muy probablemente nombrarán a su


padre embajador en Viena y que nosotros iremos allí también. La
mera idea de ir a Viena me ha deprimido. ¿Voy a pasar toda la vida en
el extranjero? No puedo. Permití que mi madre advirtiera cómo me
siento, y este es el primer indicio que tiene de mi cambio de actitud.
Me doy cuenta de que está encantada. ¡Sencillamente no puedo
abandonar Knole para irme a Viena!

En marzo de 1913 Harold empezó a intuir que algo iba mal,


pues las cartas de Vita eran más breves, menos afectuosas y muy
discontinuas, pero no logró calibrar la gravedad de la situación
porque desconocía cuál era la causa («Di tres vueltas al parque con
Violet. Ha enloquecido. Me abrazó como nunca hasta entonces, me
habló como un amante. Rosamund no sabe que esta noche he estado
con Violet»). Harold escribió:

Hace diez días que no recibo carta tuya. Eso me asusta. No es


posible que seas tan perezosa conmigo, y si lo eres, quiere decir que te
importo un bledo… ¿Es insensato escribirte esta carta? Pero si lo hago
es porque los ojos se me humedecen de la desilusión y me duele el
corazón, me duele, y estás lejos y no sé lo que está sucediendo. No
puedo soportarlo. Tú allá riendo con extraños —gente que no
conozco, gente que quizá tiene influencia sobre ti—, y a veces, antes
de cenar, me escribes mientras Rosamund se baña, me escribes
frívolamente, y esto dura mucho. Oh, Vita, il pleure dans mon coeur
comme il pleut sur la ville.

Vita le escribió para consolarlo: «A veces pienso que eres muy


feliz allí con tus amigos y tus guerras, que no te importo en absoluto,
y entonces no te escribo… Por supuesto que te quiero», y otras frases
por el estilo. Esto provocó un telegrama de Harold, en el que se
advierte un alivio casi infantil: «Una carta excelente». Pero aún no
había llegado lo peor.
Vita viajó a España y de allí a Italia (O Italia mia adorata!), y
en mayo de 1913 regresó a Inglaterra, ebria de la libertad que había
experimentado. La superficialidad de su vida social y la insipidez de
Rosamund se le hicieron patentes en contraste con los gitanos y
toreros con los que se había relacionado en Sevilla, y con los
pescadores de Sorrento. ¿Cómo iba a atarse ahora a un esposo para
esperarle pacientemente en la puerta de una embajada? «Me alegro de
estar en mi viejo Knole —escribió en su diario—, pero estoy de mal
humor. Tengo el medio-deseo (quasi-voglia) de casarme con Harold
este verano y terminar con todo esto… Oh, Dios, ¿y cómo terminará?
Regresa a principios de julio. No sé qué hacer. Hoy le he escrito una
carta que le sobresaltará.»
Esta fue la crisis. No se conserva la carta que le mandó a
Harold, quien es posible que la destruyera. Sin embargo, este
reproduce la última frase en su respuesta: «A veces me parece que
sería más sencillo dejarlo todo». Harold le envió inmediatamente este
telegrama: «Dernière lettre incompréhensible et inquiétante. Dois-je la
prendre au sérieux? Réponds télégraphiquement oui ou non. Très
anxieux». Ella le contestó ese mismo día: «Non. T’en demande
pardon. N’en crois pas un mot». Desde ese instante hasta su muerte,
cincuenta años después, jamás dejó de amarle. [4]
Puede parecer extraño que un solo telegrama causara un
cambio tan grande. Vita lo explica en parte en la carta que le envió al
día siguiente:

Mea culpa! Mea maxima culpa! Mi carta fue tan solo la


explosión de ira de una viajera que de nuevo se siente enjaulada
después de semanas de libertad y que, en consecuencia, se enfada y se
rebela contra los barrotes de hierro… y esa es la persona a la que tú
(pobre, imprudente, temerario Harold), esa es la persona a la que tan
alegremente pretendes unirte para el resto de tus días, alguien de
quien apenas sabes nada. Serías mucho más feliz con alguien de la
índole de Rosamund, no con Rosamund, mais dans ce genre là,
amable, sumisa y entregada. Oh, Harold, querido, lo siento. No quería
trastornarte. Ardo en deseos de que vuelvas. Es demasiado horroroso
que siempre estés lejos, ocho meses son una vida y no sé qué haré si
vuelve a suceder. Te escribí al día siguiente (del «más sencillo dejarlo
todo»), pero no me atreví a enviarte la carta; la rompí y decidí esperar
a ver qué sucedía. Y ha sucedido lo de tu telegrama y te he contestado.
Harold querido, de verdad espero que me perdones.

Pero había algo más. Comenzaba a enfriarse su amor por


Rosamund y esta se había medio prometido con un marino llamado
Raikes, al que había conocido en Dartmouth mientras Vita viajaba
por España. Violet no había reemplazado a Rosamund. Vita estaba
sola. Le preocupaba sobremanera herir a Harold; sus sentimientos
por él oscilaban entre la ternura y los súbitos arrebatos de amor
auténtico. Sus cartas la afectaban profundamente, y más aún su
presencia física. Además, tenía que decidirse. Casi todos los días
recibía noticias de Lascelles, que pensaba que Granby era su único
rival, y había otros
que también suponían que todavía podían conquistarla. Empezaban a
resultar intolerables las miradas ansiosas y las preguntas indiscretas
de su madre. Necesitaba un refugio y Harold le ofrecía uno. Le había
puesto a prueba con aquella carta. Si Harold le hubiera fallado
entonces, la habría perdido irremediablemente y este libro jamás se
habría escrito. El telegrama de Harold era un grito de desesperación,
pero a ella le pareció un salvavidas. La carta que él le escribió antes de
recibir su respuesta lo confirma todo: «Si me abandonas, creo que
sería capaz de matarme. Te amo ahora mucho más que antes y mi
deseo de ti es semejante a una cuerda tirante en mi interior». Este era,
por fin, un idioma que Vita podía comprender.
El efecto que le produjo se advierte en lo que escribió en su
diario el 11 de junio: «Últimamente pienso tanto en Harold que
apenas puedo dormir. Deseo que vuelva a casa. Tengo un deseo loco
de verlo de nuevo; no puedo permitir que desaparezca de mi vida. Me
casaré con él». Le escribió a menudo en este mismo tono y, cuando
Harold regresó de Constantinopla el 3 de julio de 1913, solo faltaba
anunciar el compromiso y fijar la fecha de la boda.
Harold atravesó el Mediterráneo y los primeros periódicos
europeos que vio en Marsella estaban llenos de noticias del caso Scott,
que acababa de empezar. En París y Dover siguió preocupado por el
desarrollo del proceso. En la estación Victoria vio los titulares con las
últimas noticias. Corrió a Hill Street, encontró llorando a lady
Sackville, abrazó a Vita y a la mañana siguiente fue al tribunal con
Rosamund para oír el testimonio de Vita. Cuando los Sackville
ganaron el juicio, celebraron una fiesta en Londres, y vino entonces un
absurdo anticlímax. El Daily Sketch identificó a Harold como el
«asiduo compañero de Kidlet en el tribunal» y vaticinó que «pronto se
comunicará oficialmente su compromiso». Lady Sackville, furiosa,
publicó un mentís con su propia firma: «El anuncio del próximo
compromiso de la Hon. Victoria Mary Sackville-West y el señor
Harold Nicolson carece de toda autorización»; pero está claro que no
lo negó. El baqueteado secreto se divulgó a los cuatro vientos.
Empezaron a llegar cartas de felicitación, y las de las tres personas que
más habían turbado la vida reciente de Vita eran verdaderos
autorretratos de sus autores. En primer lugar, la de lord Lascelles, que
galantemente arriaba la bandera:
Querida Vita (hasta entonces había sido Carissima mia): No me
resulta fácil felicitarte, aunque espero que sepas que te deseo la mayor
felicidad. Nadie salvo tú puede decir si has escogido bien. Solo sé que
H. N. parece muy agradable y que me gustaría conocerlo mejor.
Esta es una especie de despedida, pero confío en que podamos ser
buenos amigos después de vuestra boda.
Siempre tuyo,

HARRY

En 1922 se casó con la princesa María, la única hija del rey Jorge
V.
En segundo lugar, la carta desesperada de Rosamund:

No me pidas que te visite. No puedo. Estoy demasiado triste.


Tengo la impresión de que te vas. No puedo aceptarlo. Estoy enferma
de pena.

En tercer lugar, la de Violet, despectiva:

Accepte mes félicitations les plus sincères à la nouvelle de tes


fiançailles. Nunca he podido escribir cartas sobre este tema en ningún
idioma, pero no sé por qué me parece menos ridículo en francés. Te
deseo toda la felicidad posible (etcétera) con todo mi corazón
(etcétera). ¿Vendréis tú y el señor Nicholson (sic) a tomar el té
conmigo?… He visto en los diarios de la tarde que el rumor ha sido
desmentido, en cuyo caso estas efusiones serían (oficialmente al
menos) en vano. Ma non importa. Puedes guardarlas hasta el día en
que públicamente tengan sentido. Cumplirán la misma función en
cualquier época y no importa respecto a quién.

El 5 de agosto se anunció oficialmente el compromiso. Lady


Sackville fue generosa con la pareja. Le dio a Vita una asignación
anual de dos mil quinientas libras, cuyo capital pasaría a ser
propiedad de esta a la muerte de su madre.
El viaje a Interlaken que realizaron entre el anuncio y la boda
fue una farsa. Su razón no era que la pareja disfrutara de unas
vacaciones juntos, sino proporcionar carabinas a lady Sackville y
William Waldorf Astor. Este propuso que se encontraran «por
casualidad», en Suiza, ya que no había conseguido inducirla a que
fuera «velada y sin que nadie la viera» a su despacho de Londres.
Lady Sackville aceptó, siempre que pudiera llevar consigo a su hija y
el prometido de esta, y disfrutó con la escapada tanto como Vita y
Harold. Los dos pares de carabinas se quedaban discretamente solos
todo el día y se reunían para cenar, tras lo cual cada uno de los cuatro
se retiraba a su dormitorio.
Vita no sentía ninguna duda a medida que se acercaba el día de
la boda; lo único que le dolía era tener que abandonar Knole. Lloró
una hora entera la víspera de la ceremonia, consolada por Rosamund,
quien a su vez luchaba por contener sus sollozos:

To Knole. 1 October 1913

I left thee in the crowds and in the light,

And if I laughed or sorrowed none could

tell.

They could not know our true and deep

farewell Was spoken in the long preceding


night…
So in the night we parted, friend of

years, I rose a stranger to thee on the

morrow;

Thy stateliness knows neither joy nor sorrow,

I will not wound such dignity by tears [5]


(Poems of West and East, 1917)

La boda no fue como otras bodas. Rosamund actuó de dama


de honor. Recibió una publicidad desmesurada, dado que Kidlet era
noticia; pero la capilla de Knole era tan pequeña que solo cabían
veintiséis personas. Era un día precioso, el sol entraba a raudales
por las ventanas. Mientras esperaban, los invitados —entre los que
se contaban, a petición expresa de lady Sackville, los miembros del
jurado del caso Scott— paseaban por el gran salón examinando los
seiscientos regalos de boda expuestos. La única ausente era lady
Sackville, que estuvo en cama todo el día. Estaba enferma, pero se
habría levantado si se hubiera sentido capaz de soportar la tensión
de la despedida o, como decían las malas lenguas, si hubiera sido
ella el centro de atención. Vita estuvo muy tranquila; llevaba un
vestido dorado y un velo irlandés que su madre había lucido en la
coronación del zar. Esa noche escribió en su diario, pero sin
resignación: «Dunque si è culminato così!». Años más tarde me
contó que Harold había hablado tanto sobre su tío (lord Dufferin)
que tuvo que recordarle que también tenía una esposa.
Pasaron unos pocos días en Coker, una hermosa mansión
isabelina en Somerset, y se marcharon a la casita de la villa Pestellini.
Para desagrado de Vita, su madre había dispuesto que, camino de
Constantinopla, pasaran una semana con su amigo Kitchener en El
Cairo. Vita recuerda esa visita en su Pasajera a Teherán, sin
mencionar que se trataba de su luna de miel:

No quería quedarme en su casa; protesté airada. (…) El


recuerdo perdura con verdadero horror, como una especie de
cicatriz mental. Llegué a la residencia con una insolación y sin
voz… un estado del todo inadecuado para ver a ese formidable
soldado. Deseaba desesperadamente una cama y una habitación a
oscuras, pero tuve que bajar a cenar. Había seis u ocho oficiales,
mudos e intimidados. Los ojos cansados de Kitchener los
observaban; solo mis susurros roncos rompían el silencio. El arte
egipcio fue el tema de conversación. «No puedo —gruñó Kitchener
— tener muy buen concepto de un pueblo que se pasó cuatro mil
años dibujando a los gatos de la misma manera.»

En Constantinopla Vita fue enormemente feliz y se reconcilió


incluso con las fiestas diplomáticas. Ella y Harold alquilaron una casa
turca en Cospoli con vistas al Cuerno de Oro, donde Vita tuvo su
primer jardín:

The gardens of her terraced bilis Rose up above the port,

And little houses half-concealed The presence of a light revealed,

And here my journey's end was sealed.

And I reached the home I sought. [6]


(Poems of West and East)

«Harold me parece perfecto —escribió en su diario—. Tan


alegre, tan divertido, tan inteligente, tan joven. Creo que hasta ahora
no lo conocía de verdad.» Su padre fue a visitarlos, al igual que
Rosamund (ya harta de Raikes, pero Vita estaba harta de Rosamund).
[7] Paseaban en barco por el Bósforo y compraban cerámica en los
bazares. Regresaron a Inglaterra en junio de 1914 cargados de tesoros
orientales; Ben nació en Knole dos días después de que estallara la
guerra. Creyendo que no sobreviviría al parto, Vita le escribió a
Harold una carta para que la leyera tras su muerte:

Si te vuelves a casar, como espero que hagas, no seas con ella


como has sido conmigo; concédele un lugar para sí misma, pero no la
dejes ocupar el mío. No le enseñes nuestras expresiones familiares.
Querido, espero no morir. Quiero tenerte años y años como
compañero. Te quiero muchísimo, mi único querido esposo. Somos
tan jóvenes y nos divertimos tanto juntos que me niego a creer que
esto pueda acabar. Si esta carta llega a tus manos, ya habremos pasado
casi un año de felicidad inmaculada y sabrás entonces que te he
amado como nadie ha amado nunca a nadie.

Se lo dejaba todo, a excepción de un reloj con diamantes, que


era para Rosamund, y un anillo de zafiros y diamantes para Violet.
No pretendo describir detalladamente los años de la guerra,
pues no agregan nada al tema de este relato. Harold quedó exento
del servicio militar (¿qué habría sentido Vita si lo hubieran enviado
a las trincheras, y qué experimentó cuando supo que no iba?), y
llegó a tener tan buena fama en el Ministerio de Asuntos Exteriores
que se convirtió en el favorito de varios ministros de Asuntos
Exteriores. Compraron una casa en el 182 de Ebury Street, en
Londres, donde nací en enero de 1917, y una ruinosa casita, Long
Barn, a poco más de tres kilómetros de Knole, que restauraron y
ampliaron con la ayuda de sir Edwin Lutyens, que había
reemplazado a Seery como asiduo acompañante de lady Sackville.
En Long Barn Vita se interesó en serio por la jardinería y
Harold por el diseño de jardines. Ella se dedicaba, además, a escribir,
sobre todo poesía, pero también una vasta historia del Renacimiento
italiano que, con toda razón, prefirió no publicar. El acontecimiento
que aún les unió más (aunque apenas se separaban entonces) fue la
muerte al nacer de su segundo hijo, el 3 de noviembre de 1915; a ello
se refiere Vita en su autobiografía, pero atribuye la desgracia a una
causa improbable, el accidente de Rosamund, que había ocurrido diez
meses antes por lo menos. En su diario anotó: «La mattina alle dieci
nacque il bambino, ma morto». Pocos días después le escribió a
Harold una carta que demuestra la ternura que subyacía en su
naturaleza rebelde. Habría dicho, supongo, que era una nueva
manifestación de su doble personalidad:

Harold, estoy triste. He estado pensando en ese ataúd de


terciopelo blanco con esa cosita quieta adentro. El niño iba a ser un
regalo de cumpleaños para ti el próximo domingo. Oh, querido, me
parece demasiado cruel. No puedo evitar pensar en ello, y creo que
siempre lo haré. Aún pienso más cuando veo a Ben, tan cariñoso y
fuerte, y el otro habría sido igual. Pienso en su muerte, porque se trata
de una persona. Es tonto pensar tanto. No soporto oír hablar de
personas que tienen dos hijos. Oh, Harold querido, ¿por qué murió?
¿Por qué, por qué, por qué él? Ojalá estuvieras aquí. Estoy en la cama
y no tengo más papel. (Arrancó de su Biblia un mapa de los viajes de
san Pablo y continuó escribiendo al dorso.) Trato de olvidarlo, de no
pensar más en ello, pero estoy sola y me viene a la cabeza una y otra
vez. Me asusta quedarme sola ahora. Harold, te deseo tanto, tanto.

Hubo otro acontecimiento que debo mencionar ahora, pues,


si bien no culminó hasta 1919, llevaba largo tiempo fraguándose, y
darle el lugar cronológico que le corresponde solo interrumpiría la
extraordinaria historia de Vita: es la decisión de lady Sackville de
abandonar a su esposo y Knole. Vita ofrece en Pepita un relato
comedido de este hecho, y culpa fundamentalmente a su madre por
no haber comprendido que un hombre que había mandado tropas
en Gallipoli deseaba, al volver a casa, imponer su autoridad en su
propio hogar. «Lady Sackville —dice— perdió súbitamente los
estribos… y abandonó su habitación para siempre.»
En el relato de Vita se oculta algo. Vivir con lady Sackville era
exasperante, y su falta de tacto agravaba situaciones ya de por sí
difíciles. Harold, que pasó en Knole la Navidad de 1918, da a Vita el
siguiente ejemplo al respecto:

Anoche hubo una riña muy desagradable. Empezó así: B.M.


(«Bonne Mama», el apelativo cariñoso de lady Sackville) se disponía
a irse a dormir y de pronto le dijo a papá: «¿Les hablaste a tus
oficiales franceses de mi pasión por sentarme al aire libre?». A lo cual
papá respondió, quizá demasiado irritado: «Por supuesto que no. ¿Por
qué iba a contarles eso? No creo que supieran ni que estaba casado».
Ciertamente, la pregunta de B. M. era tonta. Creo que tiene una
idea un tanto sentimental sobre soldados de rostro severo —vaillants
et alliés— que se sientan alrededor del fuego con el silencioso
centinela y conversan sobre los hijos y hogares que han dejado en la
vieja y querida Inglaterra, y también sobre su propio guerrero de
rostro severo, que piensa con mucha emoción en su querida esposa en
la gran casa solariega y habla con cariño y tierna fantasía de sus
cualidades, de las inflexiones de su voz y de las queridas
peculiaridades de su persona.
Y papá, al que siempre irrita (como a la mayoría de los
hombres; toma nota, Vita) la eau sucrée del romanticismo infantil
y que, después de todo, muy difícilmente iba a abrir su corazón a
un coronel francés por muy vaillant y muy allié que fuera, se sintió
imbécil ante la mera suposición y le contestó con una aspereza y un
apresuramiento involuntarios.
En todo caso, B. M. irguió la cabeza con una risita dura y salió
de la habitación tarareando una cancioncilla. Nos quedamos con la
extraña sensación de que había sucedido algo más bien tonto y cruel.
Salí y, con admirable coraje, entré en su habitación, donde me dijo
entre sollozos: «Enfin, mon petit Harold, je m’en vais demain, c’est
decidé, y después de todo lo que he hecho por Knole, pero por
supuesto no voy a dar ningún escándalo, tu sais que je suis trop
grande dame pour ça; je dirai que je veux voir l’entrée du président
Wilson».
La tranquilicé lo mejor que pude. Realmente no sé si está más
ofendida que enfadada. En todo caso, al final decidió no marcharse.
Pero ¿no hay remedio? B. M. no cesa de decir: «Je compte pour rien
maintenant. Je ne suis que su ama de llaves sin sueldo». ¡Pobre B.M.!
¡Pobre papá! ¡Qué felices podrían ser el uno sin el otro! Ignoro lo que
va a suceder, pero tengo la impresión de que papá quiere hacer de
Knole un lugar más o menos imposible para B. M. Es posible que me
equivoque, pero me parece que ha llegado a la conclusión de que solo
siendo un tanto cruel puede manejarla. Creo que tiene razón, por
supuesto, porque, si es agradable con ella, B. M. se aprovechará.

Pero había algo más. Desde 1905 aproximadamente, Lionel


consideraba útil a su esposa, pero ya no deseable. Primero se había
relacionado con lady Connie, y ahora se relacionaba con la señora de
Walter Rubens, a quien pretendía instalar, junto con el señor Rubens,
en Knole. La escena final se desarrolló en mayo de 1919 y la causa
inmediata de la ruptura pareció trivial. Lionel manifestó que los
Rubens iban a quedarse «un par de días». Lady Sackville replicó que
si venían ella se marchaba. Se separaron furiosos. Vita, que entonces
estaba en la casa, fue a la habitación de su madre para aplacarla, pero
descubrió que ya había tomado una decisión. Hizo las maletas y se fue
al día siguiente, con Lutyens. Se marchó a Brighton, donde vivió el
resto de su vida. El motivo de su partida fueron los celos femeninos,
dignificados y complicados por un intenso orgullo.
TERCERA PARTE

por V. Sackville-West
27 de septiembre (1920)

En abril (1918), ya de regreso en el campo, Violet me


escribió para preguntarme si podía venir y quedarse conmigo
quince días. La idea no me entusiasmó, ya que quería trabajar y no
sabía cómo entretener a Violet, pero no podía negarme. Así pues,
vino. Las dos nos aburríamos. Mi tranquilidad le alteraba los
nervios, y su agitación alteraba los míos. Se marchaba a Londres a
pasar el día siempre que podía, pero regresaba por la tarde porque
le aterraban los ataques aéreos. Creo que llevaba una semana aquí
(en Long Barn), cuando todo cambió de pronto; cambió mucho más
de lo que advertí entonces; me cambió la vida. Era el 18 de abril.
Una circunstancia absurda lo provocó todo; había conseguido ropa
como la que llevaban las mujeres del campo y, con la
desacostumbrada libertad de los pantalones y las polainas, me
desenfrené un tanto: corría, gritaba, brincaba, saltaba las verjas, me
sentía como un colegial en vacaciones. Violet me seguía por los
campos y bosques con una nueva dulzura, sin apenas hablar, pero
sin quitarme los ojos de encima, y en medio de mi euforia, reparé
en que la antigua corriente subterránea regresaba con más fuerza
que nunca y que mi antiguo dominio sobre ella nunca había
menguado. Recuerdo ese día desenfrenado e irresponsable. Fue uno
de los más vibrantes de mi vida. Como de costumbre, Harold no
vendría a casa esa noche. Violet y yo cenamos solas y después de
la cena fuimos a mi salita, y departimos un rato, pero la
conversación formal decayó pronto y desde las diez de la noche
hasta las dos de la madrugada —cuatro horas, quizá más—
charlamos.
Violet había descubierto el secreto de mi dualidad; se centró en
eso, y no hice el menor intento de ocultarlo ni a ella ni a mí misma.
Me sinceré; hablé hasta que se me enronqueció la voz, el fuego se
apagó, la servidumbre hacía rato que dormía y no había un alma en la
casa aparte de Violet y yo. Hablé de mí misma con absoluta franqueza
y dolor, y Violet se limitó a escuchar, lo que fue muy hábil por su
parte.
No hizo ningún comentario ni sugerencia hasta que terminé…, es
decir, hasta que hube hurgado en cada rincón y sacado a la luz todo
su contenido. Me había sido concedida una nueva percepción.
Cuando acabé, cuando le hube dicho que solamente Harold era capaz
de sacar toda la feminidad y dulzura que había en mí, y que con los
demás mi actitud era la contraria, entonces, siempre con su infinita
habilidad, me llevó a hablar de mi actitud hacia ella desde la infancia
y me dijo cuánto me había amado siempre, y me recordó momentos
que habíamos vivido a lo largo de los años, y que no pude fingir haber
olvidado. Era mucho más diestra que yo. Yo era como un muchacho
de dieciocho años y ella como una mujer de treinta y cinco. Fue
infinitamente inteligente, no me atemorizó, no me apresuró, no me
dejó advertir hacia dónde me dirigía; por su parte fue todo consciente,
pero yo solo vivía la embriaguez de la liberación: la liberación de la
mitad de mi personalidad. Me abrió una esfera nueva. Para ella ese
era el esfuerzo supremo por conquistar el amor de la persona a la que
siempre había deseado, que siempre la había rechazado (cuando las
cosas parecían ir demasiado lejos) debido a cierto temor, y de la cual
estaba muy celosa, un hecho en el que yo no había reparado, tan
ducha era ella en el disimulo y tan obtusa era yo respecto a su
psicología.
Violet estaba recostada en el sofá; yo, arrellanada en el sillón.
Me tomó las manos y fue separando mis dedos mientras enumeraba
las razones por las que me amaba. Nunca imaginé tal arte de amar.
Siempre había dirigido ese tipo de cosas; no conocía un amor que
poseyera tal maña latina (fuera instintiva o adquirida). Me turbó
infinitamente la suavidad de su tacto y el murmullo de su voz
encantadora. Despertaba mis sentidos adormecidos; llevaba, recuerdo,
un vestido de terciopelo rojo, el mismo color de las rosas que, en
contraste con su piel blanca y el cabello leonado, hacía de ella el más
seductor de los seres. Me atrajo hacia sí hasta que la besé; no la besaba
desde hacía años. Luego tuvo la prudencia de levantarse para irse a
dormir, pero volví a besarla en la oscuridad tras apagar nuestra única
lámpara. Se abandonó pasivamente a mis brazos. (Todavía tiemblo al
pensar en la experiencia que subyacía en su abandono.) Creo que no
dormí en toda la noche, o mejor dicho, en lo que quedaba de noche.
No sé cómo continuar; no dejo de pensar que Harold sufrirá si
lee alguna vez esto, pero le pido que recuerde que se trata de una
persona diferente de la que conoció. No escribo para divertirme, sino
por las razones que voy a explicar. 1) Tal como declaré al principio,
porque quiero contar toda la verdad; 2) porque no conozco ningún
relato verídico de este tipo de relaciones, es decir, ninguno que se
haya escrito sin la intención de satisfacer el deseo vicioso de los
posibles lectores, y 3) porque tengo la convicción de que con el paso
del tiempo, a medida que los sexos se vayan mezclando debido a sus
crecientes semejanzas, dichas relaciones dejarán de contemplarse
como antinaturales y se comprenderán mucho mejor, al menos en su
aspecto intelectual, si no también en el físico. (Como ya ocurre en
Rusia.) Creo que entonces la psicología de personas como yo cobrará
interés y que habrá de reconocerse que hay mucha más gente de mi
índole de la que hoy día se acepta en este sistema hipócrita. No digo
que tales personas y sus relaciones no hayan de merecer la misma
desaprobación que ahora, pero creo que su mayor número, así como
la actitud más abierta que cabe esperar se extienda con el progreso del
mundo, llevará a su reconocimiento, aunque solo sea como un mal
inevitable. El primer paso en esa dirección debe ser la aceptación de
que hay relaciones normales aunque ilícitas, facilitar el divorcio, y
posiblemente incluso la reconstrucción del sistema matrimonial. Tal
avance ha de provenir por fuerza de las clases más liberales y
educadas. Puesto que «antinatural» significa «desligado de la
naturaleza», solo la clase social más civilizada, es decir, la menos
natural, podrá tolerar tal producto de la civilización.
Propongo, por lo tanto, la teoría perfectamente aceptada de que
hay casos de doble personalidad, en los cuales unas veces predomina
el elemento masculino y otras el femenino. La postulo con una actitud
impersonal y científica, y afirmo estar capacitada para hablar con el
conocimiento que un científico adquiere tras años de estudio y de
acopio de información indirecta, pues tengo siempre cerca el objeto de
estudio, en mi corazón, y puedo juzgar la veracidad de lo que mi
propia experiencia me indica. La gente, por muy franca que sea,
siempre oculta algo. Yo no puedo ocultarme nada a mí misma.
29 de septiembre (1920)

Creo que Violet se quedó otros cinco días en casa después de


aquello. Mi ánimo era excelente y, sin advertir lo diferentes que
éramos en tantos sentidos, la hice seguirme en alocados recorridos por
toda la región; ella, consciente de que apenas podía controlarme, me
obedeció sin protestar. Hubo muy poco entre nosotras esos días, solo
una inmensa agitación y un deseo creciente de marcharnos solas a
algún sitio. El deseo se concretó y decidimos pasar una semana en
Cornualles; era la primera vez que me separaba de Harold, quien,
como es lógico, se preocupó.
Fuimos. Nos reunimos otra vez en Londres, almorzamos en un
restaurante y, embargadas por el espíritu de la aventura, tomamos el
tren hacia Exeter. En el camino decidimos continuar hacia Plymouth.
Al llegar descubrimos que, como era de esperar, habían bajado
nuestro equipaje en Exeter. Solo teníamos una colección de poesía
francesa. No nos importó. Fuimos al hotel más próximo, exultantes
porque nadie sabía dónde estábamos; en la recepción nos dijeron que
solo había una habitación libre. Parecía obra del destino. La
aceptamos. Salimos a cenar —sidra y jamón— y conversamos rápida
y temblorosamente; ya entonces Violet me tenía miedo.
Al día siguiente fuimos a Cornualles, donde pasamos cinco
bienaventurados días. Me sentía transfigurada, renacida; era como
volver a empezar la vida siendo otra persona. Nos entristeció tener
que marcharnos, pero pasamos juntas los meses del verano. Incluso
regresamos a Cornualles y nos quedamos quince días. Era un
verano muy hermoso. Violet estaba radiante. Yo no creía, sin
embargo, que la
situación fuera a durar. Era una aventura, una escapada. No dejaba de
decirme a mí misma que Violet era voluble, que yo era su último
juguete; ella me aseguraba lo contrario, y lo hacía con tal seriedad que
a veces me convencía, y ahora el tiempo me ha convencido por
completo.
Ya no coqueteaba con nadie; cuando partimos hacia Cornualles
rompió con la última persona con quien había mantenido relaciones.
No obstante, había en Francia un hombre que solía escribirle; Violet
apenas lo conocía y yo no estaba celosa. Se llamaba Denzil (Denys
Trefusis). Lo describió como un ser magnífico: cabellos hirsutos y
dorados, ojos azules y grandes, nariz poderosa. La escuché sin
excesivo interés. Ahora le odio como jamás he odiado a nadie ni creo
que pueda odiar, y no hay daño que no esté dispuesta a hacerle con el
mayor de los placeres.
Bien, fue mía durante todo ese verano, un verano loco,
irresponsable, de noches a la luz de la luna, escapadas infinitas, cartas
apasionadas, música y poesía. Las cosas no nos parecían trágicas
entonces, pues, si bien nos entregábamos con pasión, no nos
entregábamos profundamente —a diferencia de ahora—, a pesar de
que se volvía cada vez más profundo; no, las cosas no eran trágicas,
eran nuevas y venturosas. Se me abrió un aspecto de mi vida y, para
no ocultar nada, debo decir que descubrí facetas de mi carácter que
antes no estaba segura de poseer. Desearía no haberlas descubierto,
claro está. Nadie echa de menos lo que no conoce, y ahora la vida me
resulta triste por todo aquello de lo que me he visto privada. A
menudo ansío la inocencia y la ignorancia. Creo que si algo pusiera fin
a mi amistad con Violet tal vez tuviera la fuerza suficiente para borrar
todo esto de mi vida.
Al final del verano Denys vino a casa de vacaciones y lo
conocí. Era muy alto y esbelto; tenía el aspecto del ser elevado que
Violet me había descrito. Podría compararlo con muchas cosas: con un
caballo de carreras, con un cruzado, con un galgo, con un asceta en
pos del Santo Grial. Me cayó bien entonces (¡oh, ironía!), y yo a él.
No me
costó simpatizar con él, pues estaba acostumbrada a los pasatiempos
de Violet. Incluso ahora puedo apreciar las cualidades de Denys, que
son muchas; pero solo las distingo si me transformo en un espectador
impersonal, y las veo sobre todo cuando Violet le hace sufrir. Advierto
que es un hombre excepcional, sensible, orgulloso e idealista, y
reconozco que por mi causa ha sufrido durante meses; de ello se ha
resentido el profundo amor que siente por Violet. A veces me
compadezco de él, me compadezco lo bastante para desear vagamente
que se hubiera interesado por otra, no por Violet. Respeto su tragedia
(pues es una persona trágica). Sin embargo, nada puede suavizar el
odio que me inspira, con seguridad el sentimiento más violento que
he experimentado en la vida. Solo espero que sea recíproco; tiene cien
veces más razones para odiarme a mí que yo a él.
Estuvo diez días en Londres. Violet y yo ya habíamos planeado
que ese invierno pasaríamos un mes en el extranjero. Hubo más de
una escena en relación con ese viaje. Violet y yo nos peleamos por
algo; me negué a ir al extranjero; vino a casa y nos reconciliamos;
luego tuve una desagradable disputa con mi madre, que estaba
furiosa porque me marchaba; no obstante, y para abreviar una historia
larga, partimos hacia París a finales de noviembre (1918). ¡Estaría
fuera hasta Navidad!
5 de octubre (1920)

París… Pasamos una semana allí, en un apartamento que nos


prestaron en el Palais Royal. Incluso ahora la embriaguez de alguna
de aquellas horas de París me nubla la vista y el recuerdo; otras horas
fueron tristes, lo confieso, porque vino Denys (la guerra acababa de
terminar) y yo quería a Violet para mí sola. Pero las noches eran
nuestras. Jamás he contado a nadie lo que hice. Dudo si escribirlo
aquí, pero debo hacerlo: eludir ahora la verdad sería como si alguien
se hiciera trampas a sí mismo haciendo un solitario. Me vestí de
hombre. Era fácil: me puse una venda caqui en la cabeza, cosa que en
esos días era tan común que no llamé la atención. Me oscurecí la cara
y las manos. El disfraz debió de ser bastante bueno, porque nadie me
miró con curiosidad o recelo; jamás, a pesar de que lo hice varias
veces. Mi estatura constituía una gran ventaja, claro está. Parecía un
joven más bien desaliñado, un estudiante de unos diecinueve años.
Fue divertidísimo, sobre todo porque siempre había el riesgo de que
me descubrieran. Era fácil, por supuesto, en el Palais Royal, pues tenía
llave de la puerta de la calle; resultaba más difícil en los hoteles. Ya lo
había hecho una vez en Inglaterra; una de mis mayores imprudencias.
Lo contaré: un atardecer me cambié en mi casa de Londres (las calles
oscuras me volvían atrevida) y fui en taxi con Violet hasta Hyde Park
Corner, donde me apeé. Nunca me sentí tan libre como caminando
por la acera en dirección a Piccadilly, sola, sabiendo que si me
encontraba con mi madre ni siquiera se fijaría en mí. Encendí un
cigarrillo, compré un periódico a un niño que me llamó «señor» y
algunas mujeres me abordaron. Caminé desde Hyde Park Corner
hasta Bond Street, donde me reuní con Violet y fuimos en taxi a
Charing Cross. (Lo extraordinario fue cuán natural me resultó todo.)
Nadie, ni siquiera bajo las luces de la estación, me miró dos veces. Me
preocupaba que la voz me delatara, pero descubrí que podía
desfigurarla lo suficiente. Fui con Violet en tren hasta Orpington,
donde encontramos una pensión con una habitación disponible. La
dueña de la casa era muy benevolente y presenté a Violet como mi
esposa. Al día siguiente, por supuesto, tuve que ponerme la misma
ropa y, aunque temía un poco la luz del día, nadie advirtió nada.
¡Fuimos a Knole! Una temeridad. Me metí en los establos para
cambiarme de ropa.
Bien, el descubrimiento era demasiado bueno para
desperdiciarlo, y en París prácticamente viví de esa guisa. Violet me
llamaba Julian. Cenábamos en cafés y restaurantes, y fuimos a todos
los teatros. Nunca olvidaré las noches en que caminábamos despacio
por las calles de París de vuelta al apartamento. Yo, personalmente,
jamás me había sentido más libre. Quizá no hayamos sido tan felices
desde entonces. Una vez en el apartamento, encontrábamos abiertas
todas las ventanas, que daban al patio del Palais Royal, con sus
fuentes de agua. Todo era increíble, como un cuento de hadas.
No podía durar para siempre. Al cabo de una semana nos
marchamos a Montecarlo, y en el camino nos detuvimos en Saint-
Raphael. El tiempo era perfecto, Montecarlo era perfecto, Violet era
perfecta. De nuevo disfrazada de Julian, la llevé a bailar. Conquisté a
una familia francesa que me invitó a jugar al bridge con ellos y que,
según creo, me consideró un buen candidato para su hija, una joven
fea a quien intenté conmover con diversos halagos. Decían
«On voit que monsieur est valseur», y su hijo, un oficial francés, me
preguntó por mis «blessures». Intercambiamos recuerdos de guerra.
No regresé en Navidad. No regresé hasta últimos de marzo;
todos estaban enfadados conmigo y me sentí como un suicida tras
esos cuatro meses radiantes. Aquellos días fueron terribles, una
pesadilla. Harold se hallaba en París y yo estaba sola con mi madre y
papá, que estaban muy disgustados y deseaban que dejara a Violet. (A
esas alturas había bastante escándalo al respecto.) Por otra parte,
Denys llevaba un mes en Inglaterra y se afanaba por anunciar su
compromiso con Violet. Esta parecía una criatura perseguida. Me
bastaban unas pocas palabras para impedir ese compromiso, pero me
pareció que habría sido descaradamente egoísta. La madre de Violet,
un demonio de mujer, solo ansiaba ver casada a su hija y ya había
anunciado a todo Londres la boda con Denys. Violet tenía tan mala
reputación por haber roto varios compromisos que habría sido
inadmisible que volviera a hacerlo. Además, ambas creíamos que
disfrutaría de mayor libertad si se casaba, y Denys estaba dispuesto a
aceptar sus condiciones, es decir, a mantener tan solo relaciones
fraternales.
Mi tristeza no tenía límites. Me marché a Brighton, sola, para
vivir en una casa vacía y llena de polvo. Pasaba las noches en vela y
durante el día me preguntaba si me iba a tirar de una vez por el
acantilado. Todos me preguntaban por mi salud porque parecía
enferma. Al quinto día de mi estancia en Brighton se anunció el
compromiso de Violet en los periódicos. Compré el diario en la
estación y casi me desvanecí al leer la noticia, aunque esperaba verla.
Poco después salí hacia París para reunirme con Harold, que a esas
alturas conocía ya toda la verdad. Fui terriblemente infeliz allí.
Cuando regresé a Londres, Violet empezó a decirme que nada la
induciría a seguir adelante, que yo debía salvarla llevándomela de allí;
creo que en gran medida utilizó a Denys para espolearme a dar ese
paso. Vivir conmigo se había convertido en una verdadera obsesión
para ella. No recuerdo en detalle el proceso, pero sé que terminé por
aceptar. Después nos sentimos menos tristes las dos; no me dolía verla
prometida a Denys porque sabía que, en lugar de casarse con él, iba a
escaparse conmigo. Estaba decidida a llevármela; lo teníamos todo
planeado. Nos marcharíamos la víspera de la boda, no antes, para
evitar que nos descubrieran y nos trajeran de vuelta. Semejante
perspectiva me permitió soportar el período de su compromiso.
Unos cinco días antes de la boda recibí al mismo tiempo tres
cartas muy tristes de Harold, que presentía el peligro porque, a fin
de que la ruptura no le pillara tan desprevenido (y también porque
pasaba por un período de tremenda confusión mental), le había
escrito cartas llenas de indicios al respecto. Cuando leí las suyas
algo
ocurrió en mi mente. Pensé en Harold, tan tierno, amable y entregado
a mí. Violet estaba allí, aterrorizada. Recuerdo que le dije: «No está
bien. No puedo hacerlo». Me rogó, me imploró en nombre de cuanto
se le ocurrió, pero me mantuve firme. Fuimos juntas a Londres, Violet
fuera de sí, yo repitiendo para mis adentros frases de las cartas de
Harold a fin de infundirme valor. Le envié un telegrama para
informarle de que iba a París. Solo tenía una idea: marcharme lo antes
posible, alejarme de la tentación. Vi a Violet dos veces más: una en mi
casa de Londres; parecía enferma y cambiada. La otra, a primera hora
de la mañana, en casa de su madre, por donde pasé para despedirme
camino de la estación. Había una prostituta de aspecto penoso en el
umbral de la puerta. Era muy temprano. Pasé por encima del cubo
lleno de agua jabonosa y encontré a Violet en la salita. Viajé sola a
París. Es uno de los peores días que recuerdo. Mientras iba en el tren
rumbo a Folkestone, todavía creía que podría cambiar de opinión y
regresar si quería; Violet me había dicho que me esperaría hasta el
último minuto y que se marcharía de inmediato si yo aparecía o la
telefoneaba. En Folkestone todo me pareció irrevocable e incluso
quise bajarme del barco, pero ya habían empezado a retirar la
escalerilla y me retuvieron. Llevaba las cartas de Harold y me dediqué
a leerlas hasta que las palabras casi perdieron sentido. El viaje nunca
me había parecido tan lento; lo recuerdo como una pesadilla. No podía
comer y las lágrimas me corrían por el rostro. Harold me esperaba en
la Gare du Nord. Le dije que quería regresar de inmediato, pero me
dijo: «No, no», y me llevó en coche a Versalles. El día siguiente era
domingo y se quedó conmigo. Para entonces yo había reaccionado de
tal modo que me mostraba febrilmente animada, así que debió de creer
que no pasaba nada. Le di el libro que estaba escribiendo (Challenge)
porque sabía que a Violet no le habría gustado que lo hiciera. Pasé
despierta casi toda la noche. El lunes 16 de junio (1919) Harold debía
regresar a París y me quedé sentada en mi habitación aturdida, con el
reloj en la mano, contemplando las agujas hasta la hora de la boda de
Violet. Sabía que ella esperaba un mensaje mío, que no le envié.
Estaba tan ofuscada que ni siquiera podía pensar; solo más
tarde he advertido cómo cada minuto de esas horas se me clavó en el
alma.
El martes por la noche Violet y Denys llegaron a París. El
miércoles fui a visitarla al Ritz. Llevaba un vestido que nunca le había
visto, pero no anillo. No puedo describir cuán terrible fue el
encuentro, todo. Me enferma escribir sobre esto, pensar en ello, y me
arden las mejillas. Fue espantoso, espantoso. Me había marchado de
Versalles y vivía sola en un pequeño hotel. La llevé allí, la traté
salvajemente, le hice el amor, la tuve, fue mía, no me importó nada,
solo quería herir a Denys, aunque este no se enterara nunca. No tengo
excusa, salvo el hecho de que había sufrido mucho la semana anterior
y no era del todo responsable de mis actos. Al día siguiente tuve una
horrible entrevista con Denys. Violet le dijo que había planeado huir
conmigo en lugar de casarse con él, que no le quería. Se puso muy
pálido y pensé que iba a desmayarse. Reprimí las ganas de decirle
mucho más. Quería decirle: «¿Acaso no sabes, idiota, que ella me
pertenece, que es mía en todo el sentido de la palabra?», pero temí que
la matara si se lo decía. Esa noche cené en el Ritz y Violet me observó
desde la ventana abierta de su habitación, mientras Denys sollozaba
tras ella. Por lo visto ese día le impresionó mucho, ya que
continuamente se refirió a él en las cartas que le escribió después a
Violet.
Se marcharon a San Juan de Luz y yo me fui a Suiza con
Harold y luego a Londres sola. Violet llegó tres semanas más tarde.
Las cosas no fueron tan mal entonces. Ella tenía una casa en Sussex,
donde Denys pasaba solamente los fines de semana y yo los demás
días. Nunca me topé con él, ya que en París me había dicho que entre
nosotros habría tan solo guerra o paz. Coincidimos solo una vez
porque llegó antes de lo previsto; yo estaba a punto marcharme y
Violet metió algunas cosas en una bolsa y se marchó conmigo. Nunca
he visto a nadie tan furioso. Estaba blanco como un cadáver y le
temblaban los labios. Intenté convencer a Violet de que volviera, ya
que esto me parecía humillarle en exceso, pero no quiso. Sin embargo,
en general se llevaban bien, y he de reconocer que era bueno como un
ángel con ella, y sobre todo cumplió lo que le había prometido, cosa
que muy pocos hombres habrían hecho. Creo que ese fue el período
en que Violet apreció más a Denys.
21 de octubre (1920)

Sin embargo, seguía insistiendo en que me marchara con ella.


No lo hice durante mucho tiempo porque creía que me había
engañado con su matrimonio y no iba a sacrificar a Harold por una
persona a la que consideraba indigna. Pensaba que a Denys le había
hecho una jugada aún peor al casarse con él, aceptar su abnegación y
engañarlo continuamente; me despreciaba a mí misma casi en la
misma medida por haber participado en el engaño, y al mismo tiempo
todo el asunto me producía una pena inmensa y casi me enfermaba.
Mi único consuelo era que Harold lo sabía todo, y también mi madre,
porque le conté la verdad al regresar de París. No era asunto mío que
Violet hubiera preferido ser menos franca que yo. No era culpa mía
que mantuviera engañado a Denys. Así razonaba yo, pero no
conseguía tranquilizarme demasiado.
Solo a finales de agosto acepté viajar una vez más con Violet.
Harold seguía en París y yo podía dejar a Ben y a Nigel en Knole, de
modo que la cosa era relativamente fácil. Pensábamos ir a Grecia
porque mi libro versaba sobre Grecia, lo cual nos proporcionaba una
excusa. No hubo demasiada oposición, salvo al final, por parte de mi
madre, pero me fui de todas formas. Partimos en octubre, en
condiciones nada propicias, pues Violet estaba tan enferma que
debimos pasar la noche en Folkestone. Una vez en París todo fue
distinto, y llevamos la misma vida que el año anterior, con cafés,
teatros y «Julian». No había disminuido, más bien lo contrario, el
sentimiento que nos unía, y tampoco mi pasión por la libertad de esa
forma de vida. Paseaba por los bulevares tal como había paseado por
Piccadilly, me sentaba en los cafés para ver pasar a la gente; a veces
veía a personas conocidas y me preguntaba qué pensarían si supieran
la verdad sobre el muchacho desgarbado con la cabeza vendada y
pinta de voyou. ¿Y si reconocían a la mujer callada y un tanto
desdeñosa con la que habían coincidido en una cena o un baile?
Nunca me ha gustado nada tanto como vivir así, con una
actitud siempre burlona y desafiando a todos los policías que pasaban
a mi lado.
No permanecimos mucho tiempo en París. Nos fuimos a
Montecarlo, camino de Grecia. Fue magnífico regresar a Montecarlo,
donde habíamos sido tan felices, y muchas veces nos quedábamos
frente a las ventanas abiertas de nuestras habitaciones contemplando
las luces, la noche y el mar; en momentos como esos una apenas
puede creer que esté viva a causa de la intensa felicidad. Por razones
complicadas y meramente prácticas no fuimos a Grecia y, aunque eso
me desilusionó, no me entristecí, pues Montecarlo era encantador y a
Violet le gustaba el lugar. Todo se complicó cuando Denys anunció
que viajaría a Cannes. Violet no quería ir, quería desaparecer, pero
pensé que si él llegaba a Cannes con la esperanza de verla y descubría
que se había marchado podría hacer cualquier cosa movido por la
desesperación. Así pues, la llevé a Cannes y me fui a París; ella iba a
decirle a Denys y yo a Harold que no soportábamos estar separadas
(así lo creíamos) ni siquiera unos días. Habíamos pasado dos meses
juntas. Sin embargo, cuando llegué a París encontré a Harold con una
inflamación en la rodilla; tenían que operarle, le dolía bastante, así
que, por supuesto, descarté la idea de decirle nada. Me quedé quince
días con él (mi madre también uno) y partí a Inglaterra para ver a Ben
y a Nigel. Violet regresó dos o tres días después, y Harold no tardaría
en llegar también. Entretanto Violet, Denys y yo tuvimos una grotesca
reunión en Londres, él me preguntó cuánto dinero tenía para
mantenerme a mí misma y a Violet si nos marchábamos, de forma que
me sentí como un joven que quiere casarse y se entrevista con su
suegro. Denys, que había venido a verme por iniciativa propia, estaba
muy tranquilo, como quien trata de negocios; parecía un muerto. No
nos dimos la mano. Se volvió hacia Violet y le preguntó si quería
renunciar a todo para vivir conmigo. Ella estaba espantada y le pidió
una semana de plazo. Denys y yo lo aceptamos y convinimos en
respetar la decisión que tomara Violet, tras lo cual él se marchó.
Violet trató de precipitar las cosas el día que Harold volvió a
casa. Me llamó por teléfono para informarme de que Denys le
había dicho que o nos marchábamos al día siguiente o no hacíamos
nada. La creí, loca de mí. Eso me obligaba a contárselo todo a
Harold en cuanto llegara. Fui a recibirlo a la estación Victoria;
cojeaba, caminaba con muletas; al recordarlo siento una punzada.
Cenamos en casa de sus padres y enseguida subí a su habitación
para participarle que me marchaba al día siguiente con Violet. Se
vino abajo y rompió a llorar. Entró su madre y le dije lo que iba a
hacer y por qué; por supuesto, me rogó que no lo hiciera; se había
quitado la peluca y, aunque ella no lo advertía, me pareció uno de
los personajes más patéticos y sinceros que he visto en situaciones
de esa naturaleza. Me sentía extraña en esa casa amable y
acogedora, me sentía como una paria, y la bondad de la madre de
Harold solo aumentaba mi vergüenza; no me apartó de un empujón,
sino que me abrazó y me dijo que nada de lo que yo hiciera podía
ser malo, a lo sumo equivocado. Me sentí sucia, muy triste, tan
distinta de ellos y tan afín a Violet que solo quería marcharme para
no contaminar más esa pureza. Fui a un pequeño hotel, donde ya
había reservado habitación, y me pasé la mitad de la noche
escribiendo cartas. La habitación estaba llena de lilas blancas que
Violet me había enviado. Al día siguiente volví a ver a Harold. Me
habló de su enfermedad y me rogó que por lo menos me quedara
con él los quince días de permiso que le habían concedido tras la
operación. Fui a ver a Violet. Me mostré severa con ella como
nunca lo he sido con Harold; me negué terminantemente a
marcharme ese día. Después del almuerzo llevé a Harold a
visitarla. Él le dijo que al término de los quince días me dejaría
marcharme con ella si aún lo deseaba. Luego nos fuimos los dos a
Knole y no volvimos a tocar el tema. No sé qué
pensaría durante esos días; ni siquiera sé si se tomó en serio la
amenaza de mi marcha. En Knole estábamos él, yo, Ben, Nigel y
papá; estaba tan enfrascada en mis asuntos que he olvidado decir que
en mayo del año anterior mi madre había abandonado a mi padre y
Knole y no había vuelto. Así pues, solo estábamos nosotros cinco y,
para mí al menos, resultaba fantástico. No menos fantástico era que
Harold no aludiera en ningún momento a mi partida.
El último día (estábamos en enero) fui con él a Londres y
aún se negaba a hablar del tema, a menos que yo le obligara.
Regresó a París y yo me marché a Knole preguntándome cuándo
volvería a verlo (si es que volvía a verlo). En Knole lo preparé
todo, y al día siguiente fui a Londres con el
equipaje. Violet tuvo un
comportamiento de lo más extraño, que hasta ahora no he logrado
explicarme. Dijo que esa tarde debía hablar de negocios con Denys,
pero luego me enteré de que había acordado ir con él al teatro. No
obstante, convinimos en partir al día siguiente. Yo regresaría a
Knole para pasar la noche. Violet me acompañó a la estación,
con su equipaje y la intención de partir inmediatamente; pero le
había dado su palabra a Denys de que volvería a casa esa tarde y le
dije que debía esperar hasta el día siguiente. Me rogó que no la
obligara a regresar a casa, y tuve que empujarla para que bajara
del tren, pues se había abierto paso hasta mi vagón. En cuanto
llegué a Knole me telefoneó desde un hotel de Trafalgar Square
para decirme que por nada del mundo regresaría con Denys. Como
no soportaba imaginarla sola en Dios sabe qué bouge de hotel, la
convencí de que regresara. Quería venir a la posada de
Sevenoaks. Yo no entendía nada, y sigo sin entender nada
todavía, pero en justicia debo recordar que trató desesperadamente
de venir esa noche conmigo y que durante varios días me había
hablado de su terror a que Denys rompiera su promesa.
Al día siguiente fui a Londres en taxi para recogerla y nos
marchamos a Lincoln.
Hacía un frío tremendo, pero fuimos felices allí. La llevé a la
zona de los pantanos, sobre la cual estaba escribiendo un libro, esa era
la razón del viaje a Lincoln. Después regresamos a Londres, al hotel
de Liverpool Street, y Violet telefoneó a Denys; él vino y ella le dijo
que se marchaba de Inglaterra al día siguiente. No presencié la
entrevista, pero vi a Denys. Mientras esperábamos un taxi en el
vestíbulo del hotel, volvió. La llamó aparte para hablar con ella;
ignoro lo que dijo. Le entregó una larga carta y Violet me la dio para
que la leyera en el taxi camino de la estación Victoria; lo que hice
cuando terminé de leerla es lo único de lo que me siento orgullosa: le
dije a Violet que renunciaría a ella si deseaba regresar con él. Se negó
con vehemencia, me dijo que no lo haría por nada del mundo, aunque
yo la dejara. La presioné; la carta de Denys me había conmovido.
Durante el viaje a Dover traté de convencerla, pero se mantuvo firme.
Solo estaba dispuesta a hacer una concesión: viajar sola a Francia, ya
que al parecer creía que eso disgustaría menos a Denys. La vi partir,
absolutamente resuelta, pero con un miedo infantil a la travesía. Me
reuniría con ella al día siguiente en Amiens.
Me quedé sola en Dover, contemplando el barco hasta que
desapareció de la vista, luego busqué una pensión y conseguí
habitación para pasar la noche. Almorcé y, desconsolada, caminé
hacia el muelle y me quedé mirando el mar. Me volví un momento y
vi que Denys se acercaba. Parecía muy inquieto; llevaba grandes gafas
de automóvil. «¿Dónde está Violet?», preguntó. Le respondí que se
había ido. Quería seguirla. Lo llevé a la pensión y se paseó arriba y
abajo por mi dormitorio durante el resto de la tarde. Al principio no
quise decirle dónde se había ido, pero como me amenazó con
quedarse conmigo hasta que me fuera de Dover, ya que estaba seguro
de que iba a reunirme con ella, le dije que me marchaba al día
siguiente. Prometió no adelantárseme y acordamos viajar juntos para
dar a Violet la oportunidad de escoger entre ambos. No le odiaba lo
más mínimo en ese momento; tan solo sentía tristeza. Fuimos juntos a
la oficina de correos y enviamos telegramas a la familia de Violet y a
la mía, tras lo cual nos despedimos con ánimo sombrío. Al atardecer
recibí un telegrama de Violet (estaba aterrada) y se lo leí por teléfono
a
Denys.
Por la noche se desató un fuerte vendaval. Tendida en la cama,
notaba cómo todo el edificio —que era viejo y seguramente frágil—
se estremecía. No pude dormir. Era como si estuviera viviendo una
pesadilla. En un momento determinado tuve la seguridad de que la
casa iba a incendiarse, de que el viento la convertiría en una gran
masa de llamas; como mi habitación se hallaba en el último piso, no
tendría ninguna posibilidad de escapar. Me levanté para echar un
vistazo por el hueco de la escalera; en todos los descansillos había
lámparas de gas, cuyas llamas oscilaban con las corrientes de aire, y
pensé que probablemente una de ellas iniciaría el incendio. Me tomé
una aspirina, volví a la cama y por fin conseguí dormir; tuve un sueño
horrible y me desperté con el rostro bañado en lágrimas. Me desperté
muchas veces, hasta que el alba comenzó a despuntar tras los
postigos; entonces me levanté y me vestí.
Llovía a cántaros y el viento era más fuerte que nunca; cuando
salí casi me arrastró hasta la acera de enfrente. El mar tenía el color
del fango y estaba embravecido. Los barcos se balanceaban con
violencia en el puerto y las olas lanzaban cascadas de espuma sobre el
malecón. No recordaba una tormenta igual. Fui al barco para
conseguir un camarote y allí encontré a Denys, que pretendía lo
mismo. Vernos a los dos tratando de sobornar al encargado para que
nos diera un camarote resultaba tan cómico que nuestra actitud adusta
se aligeró. No sé qué pensaba Denys, pero yo estaba más bien
exultante ante la perspectiva de navegar en plena tormenta, con tanta
inseguridad, después de las horas nerviosas e inactivas que había
pasado. Una vez en el mar, no cabe la debilidad ni hay posibilidad de
volver atrás; se puede rogar a Dios un respiro, pero es rogar en vano;
es imposible bajar o descansar un minuto; hay que luchar por abrirse
paso hasta el otro lado antes de pensar en la propia tranquilidad. ¡Algo
de lo más conveniente para mí, que había estado luchando con
problemas humanos que pueden dejarse a un lado o postergarse
cuando nos flaquean las fuerzas! Allí no había posibilidad de tomar
aliento ni de recuperarse; el barco avanzaba por grises valles de
olas; el agua lo
golpeaba por todas partes y cubría, negra, las cubiertas; todo estaba
mojado, era desagradable y desde luego inexorable; el viento nos
zarandeaba, nos azotaba con furia, el ruido y el tumulto nos
desconcertaban; había que pensar tan solo en mantener los pies firmes
y no perder el equilibrio; en ese buen mundo de los elementos, no
había lugar para las frivolidades que nos asaltan en tierra firme,
gracias a Dios.
Fuera como fuese, esta travesía simbólica nos inyectó
cordialidad a Denys y a mí; bromeamos sobre remedios contra el
mareo y se atrevió a ofrecerme cigarrillos. Cuando arribamos a Calais,
me pidió que almorzara con él en la cafetería. Me dijo que se ocuparía
de mi equipaje mientras yo reservaba una mesa. Fui a la cafetería y
allí apareció Violet, pálida, temblorosa, casi histérica. Le dije: «Dios
mío,
¿qué haces aquí? ¿Por qué no estás en Amiens? Denys viene
conmigo». Me dijo que debía marcharse de inmediato, pero en ese
momento entró Denys. Nos dimos cuenta de que estaba enferma y
muerta de hambre (no probaba bocado desde hacía veinticuatro horas
o más), así que la hicimos sentarse a comer pollo y beber champán.
Nos explicó que había dejado su equipaje en Amiens, pero era
impensable llevarla allí; lo que había que hacer era meterla en la cama
y llamar a un médico. Recorrimos Calais en un coche cerrado,
encontramos un hotel y nos dispusimos a acostarla, pero todo estaba
tan sucio que buscamos otro. Violet se mostraba dócil, y estábamos
tan ocupados buscando bolsas de agua caliente, esponjas, jabón y un
doctor, que no reparábamos en lo absurdo de la situación. Lo más
ridículo era que Denys y yo teníamos habitaciones que se
comunicaban, mientras que la de Violet quedaba un tanto alejada.
Cuando por fin la hubimos metido en la cama, nos sentamos en su
habitación y le sonreímos aliviados. Ya se había recuperado un poco,
y nos entretuvo contando la historia de sus aventuras camino de
Amiens. Denys y yo nos habíamos preocupado mucho por ella y
ahora solo pensábamos en la alegría que nos producía verla a salvo;
por lo menos eso era lo que sentía yo y, por el modo de conducirse
Denys, no me cabe duda de que él también. El grave problema que
debíamos resolver, y el sufrimiento y el dolor que acarrearía a uno de
nosotros, quedó a un lado por tácito consentimiento de los tres.
Estábamos contentos, incluso eufóricos. Era como si el tiempo se
hubiera detenido y todas las relaciones humanas hubieran quedado
en suspenso, a excepción del amor que Denys y yo sentíamos por
Violet. Creo que ninguno de los dos experimentaba hostilidad
respecto al otro. Éramos adversarios que, durante el cese temporal de
nuestra enemistad, estábamos dispuestos a simpatizar. Nuestra
enemistad era algo extrínseco, no intrínseco. Discutimos y
conversamos sobre todos los temas no comprometedores que nos
satisfacían tanto a Denys como a mí; hablamos de música, poesía e
inmortalidad. Entretanto Violet, recostada como una princesa sobre
una gran almohada en una cama enorme, nos escuchaba con una
narquois expresión de asombrada alegría y franco alivio por el extraño
giro que habían dado los acontecimientos. Eso ocurrió después de la
cena. Habíamos cenado los tres en su dormitorio, y Denys y yo nos
habíamos turnado para atenderla. Durante la velada se mostró
encantadora y divertida a un tiempo. Al comenzar la cena nos costaba
contener la fou rire, y fue Violet quien salvó la situación. Después,
como ya he dicho, Denys y yo nos dedicamos a conversar. Esa noche
advertí lo inteligente que era, su distancia respecto a la sordidez;
incluso observé con pena que habríamos podido ser muy buenos
amigos en otras circunstancias. Me conmovió sobre todo su ingenua
alegría al ver que Violet estaba bien y a su lado; me conmovió porque
era un sentimiento que compartía y comprendía.
A la mañana siguiente Violet se encontraba mejor y, tras
desayunar los tres juntos conseguimos un coche para ir a Boulogne.
Aún no se había planteado el tema fundamental. Solo Denys lo había
mencionado la tarde anterior, cuando propuso en broma que nos
fuéramos a Jamaica a cultivar azúcar. Los dos estábamos de nuevo
muy serios, pues sabíamos que la discusión no podía posponerse
mucho más tiempo. Conducir ese coche era bastante complicado. Era
un día negro, la carretera cruzaba una región desolada, sin vegetación,
monótona. Estuvimos a punto de chocar y Denys me dijo: «Quizá
sería la mejor solución, después de todo». Almorzamos en Boulogne y
tomamos el tren hacia Amiens. Habíamos acordado abordar el tema
en Amiens, pero en mitad del trayecto, mientras escribíamos
adivinanzas y chistes, Denys apuntó en un trozo de papel que ya
sabía qué decidiría Violet y que él nos dejaría en Amiens y se
marcharía a París para no verla nunca más. Una vez más, todo se
volvió trágico en un instante. Enmudecí, no pude decir nada.
Estábamos a dos horas de Amiens; advertíamos que el viaje sería muy
doloroso. Salí y me senté en el compartimiento contiguo. Denys lloró
hasta que llegamos a Amiens, donde nos apeamos Violet y yo, y
también él, pues debía tomar otro tren; tenía un aspecto lamentable
cuando se marchó y Violet y yo nos quedamos solas.
Fueron dos horas terribles.
Nos dirigimos al Hôtel du Rhin, donde estaban las cosas de
Violet. Creo que yo me compadecía más por Denys que ella. Si él no
hubiera tramado aquella decisión en el tren, yo habría intentado
convencerla una vez más de que se fuera con él, aunque sabía que no
serviría de nada. No conseguía comprender la indiferencia de Violet
respecto a Denys. Me dolía pensar lo mucho que debía de estar
sufriendo Denys, y lo que sufriría al día siguiente cuando, en el viaje
de París a Londres, pasara por Amiens sabiendo que allí estábamos
Violet y yo. Tan preocupada estaba que llamé por teléfono a París
para preguntar si se encontraba bien; me dijeron que ya había partido
hacia Londres.
Pasamos el día contemplando la devastación de Amiens y la
hermosísima catedral. Envié un telegrama a Harold informándole de
mi paradero para que no se angustiara. (Ignoraba que no había
recibido mis cartas y telegramas porque estaba buscándome en
Inglaterra tras haber cruzado el Canal bajo la misma tormenta que yo,
pero en la dirección contraria.) Violet y yo teníamos intención de ir en
coche más allá de París (no quería quedarme en París, pues creía que
allí estaba Harold), luego tomar un tren y viajar a Sicilia. Si Violet
hubiera estado bien, habríamos partido ese mismo día, pero aún
sufría los efectos del miedo y de la falta de comida; así que nos
quedamos en Amiens. Su padre (el coronel George Keppel) llegó esa
noche al hotel. Era pomposo, teatral, nada imponente. Arremetió
contra nosotras y hubimos de contener las ganas de reír. Lo malo era
que había telegrafiado a Denys y se negaba a dejarnos, de modo que
tendríamos que escabullimos.
Y ahora viene lo peor. Denys y Harold llegaron juntos en avión
a primera hora de la mañana (14 de febrero de 1920). Me sorprendió
sobremanera, pues creía que Harold estaba en París y recibía mis
cartas. Subió a mi habitación detrás de Violet y me ordenó que hiciera
las maletas. Hubo entonces una escena desagradable. Me senté en el
alféizar de la ventana y Violet se quedó de pie a mi lado; desafiamos
primero a Harold, después a Denys y por último a los dos. Parece
absurdo e infantil, y creo que en verdad lo fue. Denys se mantuvo en
silencio; se limitaba a mirar a Violet mientras esta le insultaba. Nos
negamos a separarnos, y Harold dijo que desistiríamos porque
siempre tendríamos a alguien cerca hasta que nos rindiéramos. Todo
fue muy poco digno y bastante escandaloso, me repugnó, fui
desagradable con Harold, y él dijo una serie de tonterías que causaron
una impresión errónea a Violet, y eso también me apenó. Después
Violet y yo salimos juntas y encontramos a Denys en un callejón.
Parecía un santo de un vitral cuando se apoyó en la pared, muy pálido
y frágil, con el pelo dorado, mientras ella le decía que le odiaba, y
nunca olvidaré la expresión de su rostro. No despegó los labios, se
limitó a mirarla fijamente; si hubiera caído muerto de súbito, no me
habría sorprendido.
Volví a subir a mi habitación, donde Harold me esperaba
sentado, y trató de hablarme con mayor sensatez; me mostré menos
desagradable, pero todavía firme. Entonces preguntó algo que hizo
que me diera vueltas la cabeza. Me dijo: «¿Estás segura de que Violet
te es tan fiel como te hace creer? Porque no es eso lo que Denys le ha
dicho a tu madre». Creí que me volvía loca al oírle. Bajé corriendo y
al pie de las escaleras me encontré a Denys. Le detuve y le dije: «Lo
siento mucho, pero tengo que preguntarte algo sumamente indiscreto:
¿has consumado tu matrimonio con Violet?». Me contestó: «Me niego
a responderte; eso solo nos concierne a Violet y a mí». (Recuerdo
todas y cada una de las palabras que nos dijimos en esa ocasión.) Le
tomé del brazo, le retuve, insistí: «Si me dices que sí, te juro que
jamás volveré a mirar a Violet». Vaciló un instante y repitió: «No
puedo responderte».
Le dejé marcharse. Fui directamente al pequeño restaurante
donde Violet se había sentado a una mesa y esperaba a que le
sirvieran el desayuno. Le dije (como si alguien me hubiera dictado las
palabras): «¿Por qué no me habías dicho que me engañabas con
Denys?». Nunca he visto tal expresión de terror en un rostro.
Murmuró algo, no sé qué. Le dije: «Has sido suya». Me dijo: «Sí». Le
dije: «¿Cuándo?», y me respondió: «La noche antes de que nos
fuéramos a Lincoln». No obstante yo sabía que era virgen.
No sé qué dije a continuación. Solo sé que me aparté cuando
intentó abrazarme y le dije, fuera de mí, que me separaba
definitivamente de ella. Me siguió y entramos en el salón, cuyas
puertas y paredes tenían señales de bala. Denys estaba allí y Violet se
dedicó a decir toda clase de estupideces, como «Deja que te lo
explique», o «Dile a Vita que no es verdad». Yo solo decía que quería
irme. Estaba medio loca de dolor y no entendía nada. Violet lloraba y
me abrazaba con tanta fuerza que no pude separarme hasta que
Denys me ayudó. Corrí escaleras arriba mientras Denys la retenía en
el salón, metí mis cosas en la maleta, ciega de pasión y pena, incapaz
de hablar, pensando tan solo que debía marcharme, a toda costa.
Abajo encontré a Harold con Violet. Denys vigilaba la puerta. Tuve la
sensatez de pedirle que no la abandonara ni un instante. En cuanto
salió Harold, entré yo, aunque él intentó impedírmelo. Besé a Violet.
Me marché en coche con Harold en cuanto pude. Debíamos retirar su
maleta del avión y hubimos de esperar bastante en el aeropuerto. Fue
espantoso, Amiens estaba cerca y teníamos que atravesar la ciudad
para llegar a la estación; oí que Harold le pedía al chófer que evitara la
calle del hotel; fuimos por los suburbios. Faltaba una hora para el
próximo tren a París.
22 de octubre (1920)

Harold almorzó en la cafetería, pero yo no pude probar bocado.


Vi que el padre de Violet viajaba a París en el mismo tren y así supe
que ella estaba sola con Denys, a quien odié como nunca. Pero no
podía pensar con claridad. Harold me llevó a su hotel de París. No me
importaba dónde fuéramos ni qué iba a ser de mí. No podía llorar. No
recuerdo cuándo llegamos a París ni qué hicimos hasta la hora de
cenar. No había comido nada en todo el día y empezaba a sentirme un
poco mareada, así que bajé al restaurante y tomé una sopa.
Experimentaba la reacción habitual después de una tensión excesiva,
y en consecuencia empecé a hablar con Harold, a hacerle bromas, y
mientras tanto una voz resonaba en mi cabeza: «¡Violet! ¡Violet!»; era
una sensación semejante a la de la víspera de su boda, cuando estaba
con Harold en Versalles.
No llevábamos demasiado tiempo en el restaurante cuando vi
entrar a Violet. Dejé caer cuchillo y tenedor y me acerqué a ella; era
como una ráfaga de aire cálido cuando se está muerto de frío, y por un
momento olvidé que algo mucho peor que la simple distancia nos
había separado. Harold me dijo que la llevara a su suite y nos
encerramos a solas en la salita. Me quedé detrás de una silla para que
no se me aproximara; temblaba de pies a cabeza. No recuerdo con
exactitud nuestra conversación. Sé que le dije una y otra vez: «No me
pidas que piense; estoy atónita y aún no he reaccionado». Ella estaba
desesperada y me dijo que si la abandonaba se arrojaría al río; estoy
segura de que decía la verdad. También me dijo que las cosas no eran
como yo creía. Nunca se había entregado a Denys, aunque habían
avanzado medio camino en esa dirección. Yo seguía temblando y
diciendo que no podía pensar. En ese instante entraron Harold y
Denys. Violet le pidió a Harold que se retirara y a Denys que
confirmara lo que acababa de decirme. Él se paseó por la habitación y
pareció debatirse consigo mismo. Finalmente dijo: «Esto no debe salir
de esta habitación. Te aseguro que jamás ha habido nada de esa índole
entre Violet y yo». Podría haber gritado de alivio, pero aún me parecía
terrible que me hubiera engañado aunque solo fuera en cierta
medida…, sobre todo la misma noche en que yo inocentemente hacía
los preparativos para dejarlo todo e irme con ella al día siguiente. Eso
era lo que más me dolía. Cuando volvimos a quedarnos a solas le dije
que no podría verla durante dos meses por lo menos.
Al día siguiente partió de París hacia el sur de Francia. Todos
los días me telefoneaba desde las ciudades donde se detenían a pasar
la noche; su voz era más débil a medida que aumentaba la distancia.
Debió de ser un viaje horrible. Denys se desmayó y cayó enfermo,
pero Violet insistió en seguir adelante, como si se hubiera apoderado
de ella un demonio. Creo que fue durante ese viaje cuando Denys
perdió las escasas esperanzas que le quedaban de que ella le quisiera
alguna vez.
No explicaré lo que sufrí durante las seis semanas que pasaron
antes de que volviera a verla. Creo que conocí todos los tormentos
existentes: añorar y desear a alguien en quien ya no confiaba, amar
hasta la desesperación a alguien a quien consideraba indigno. En el
pasado siempre me había animado pensando que, si bien Violet
carecía de todo principio moral, por lo menos era sincera y se
entregaba cuando amaba. Hasta el día de hoy no comprendo qué la
llevó a ceder, aunque fuera tan poco. Supongo que fue una mezcla de
piedad y de remordimiento porque sabía que al día siguiente
abandonaría a Denys para siempre, y durante varias semanas me
había dicho que él la importunaba cada vez más. En todo caso me
niego a hacer conjeturas, me resulta demasiado doloroso.
Permanecí algún tiempo en París y regresé a Inglaterra. Violet
estaba en Bordighera, viviendo en una villa; Denys se alojaba en un
hotel. En marzo viajé a Aviñón para reunirme con ella. No la veía
desde hacía seis semanas y fui allí directamente. Tenía que ser un
reencuentro agradable, pero no lo fue. A las tres horas de mi llegada
ya estábamos discutiendo, pues por lo visto ella creía que lograría
convencerme de que me quedara para siempre a su lado y se enfadó
mucho al ver que no lo conseguía. Fuimos en coche de Aviñón a
Bordighera; reñíamos sin cesar; y yo sentía una aguda tristeza. En San
Remo perdí la cabeza y le dije que me quedaría con ella. Fuimos
felices unos pocos días. Nos marchamos a Venecia, pero no recuerdo
con agrado aquel viaje. Violet estaba enferma, tenía una leve ictericia,
dolencia nada romántica, y yo no podía hacer nada con ella, sobre
todo cuando me hube retractado de lo que había dicho en San Remo.
Acepto que me porté mal. Nadie puede permitirse el lujo de perder la
cabeza.
26 de octubre (1920)

Quería quedarse sola en el extranjero, pero yo no podía


permitirlo: es tan indefensa como un niño, y con toda tranquilidad
habría confiado el pasaporte, el billete, las joyas y el dinero a la
primera persona que le hubiera ofrecido aligerarla de la
responsabilidad de llevarlos consigo. En cualquier caso, imaginaba la
vida que habría llevado, de hotel en hotel, irresponsable, sola. Así
pues, la obligué a volver a Inglaterra.
Empezó entonces un verano muy poco satisfactorio. Ambas
sufríamos amargamente porque la otra vivía con una tercera
persona, y nuestros breves y poco frecuentes encuentros eran
tumultuosos porque siempre acabábamos riñendo. La dificultad
adicional de carecer de un lugar donde pasar un tiempo
tranquilamente juntas nos afectó los nervios. Todo esto, sumado a
la herida siempre renovada de las separaciones, hacía que nos
mostráramos cada vez más irritables. Guardo vagos recuerdos de
horas pasadas en salones de diversos hoteles londinenses, en los
cuales podíamos pedir café a fin de
permanecer más rato; de largos almuerzos en restaurantes, porque
también un restaurante es un sitio donde la gente puede sentarse a
conversar; de teatros, porque asimismo nos proporcionaban asiento y
un techo. Todo esto solo contribuía a aumentar nuestra incomodidad
e insatisfacción. Unas veces nos reuníamos en la National Gallery,
otras en el piso de algún amigo, pero, fuera donde fuese, sentíamos la
humillación y la sordidez, pues la situación nos incomodaba
demasiado para que pudiéramos extraer el menor placer de la
emoción que entrañan el peligro y la dificultad. Deseábamos
ardientemente estar las dos juntas sin interrupción. Muy rara vez vino
a quedarse conmigo. En las contadas ocasiones en que lo hizo, el
antagonismo entre ella y la casa resultaba penoso. El lugar parecía
envolverse deliberadamente de alegría y ternura, y ella, que lo
percibía como enemigo, se volvía aún más inquieta y cruel, mientras
yo me quedaba atónita e insegura entre ambas personificaciones de
mis dos vidas. Cuando pasaba de una a otra y las mantenía separadas
y distantes, conseguía controlar la situación; pero cada vez que se
unían, que coincidían, me resultaba imposible reconciliarlas. Mi casa,
mi jardín, mis campos y Harold eran los silenciosos, que solo exhibían
sus méritos de pureza, sencillez y fe; al otro lado estaba Violet, que
luchaba salvajemente por mí, que a veces parecía dura y desdeñosa, y
que pisoteaba esas cosas amables e indefensas, pero que otras veces
parecía trágica y lastimosa, reducida a una extrema dependencia de
mí, hasta el punto de que yo no sabía qué era lo verdadero. Solo
cuando la hería en su único punto vulnerable —en su amor por mí—,
se desvanecían su dureza y su crueldad y quedaba a mi merced. No
había ruego ni exhortación que la conmovieran; yo solo disponía de
un arma que Violet comprendiera.
Fueron semanas muy crueles aquellas en que nuestra única
preocupación parecía ser el deseo de pillar en falta, de ridiculizar a la
otra. El incidente de Amiens había destruido (cosa natural) toda
confianza por mi parte, y la muerte temporal de la posibilidad de vivir
conmigo la había llevado a su acostumbrada amarga desesperación.
Intentó de nuevo conseguir que me fuera con ella haciéndome creer
que Denys la amenazaba con romper la promesa que le había hecho,
pero yo me había vuelto más recelosa y antes de prometerle nada la
obligué a escribir una carta a Denys, cuya respuesta demostraba
claramente que nunca había pretendido romper su promesa ni tenía la
menor intención de hacerlo.
Hubo un extraño período cuando Denys se marchó solo a
Devonshire y le escribió a diario diciéndole que ya no la quería. De
hecho, cuando regresó a Londres se negó durante bastante tiempo a
mirarla siquiera, y Violet pasó ese lapso conmigo, sobre todo en
Hindhead (Harold estaba en París), pero en cuanto Denys la vio todo
volvió a empezar. Su amor por ella era demasiado intenso para que
muriera así. Una tarde que Violet estaba en mi casa, Denys telefoneó
para decirle que se reuniera con él de inmediato; ya habíamos cenado;
saqué el coche y la llevé a la estación, pero ya había salido el último
tren, así que la llevé a Londres, al hotel donde Denys la esperaba.
Tuve que buscar un lugar donde alojarme; recurrí primero a
conocidos, pero estaban fuera; no llevaba equipaje y me costó bastante
encontrar un lugar donde dormir. No me atreví a ir a casa de mi
madre (Hill Street), claro está, pues era más de medianoche.
El verano entero se compuso de episodios como ese. No
éramos felices; ¿cómo podíamos serlo? Solo fuimos felices una vez,
durante los cinco días que viajamos en coche de Hindhead a Rye; todo
fue muy bien, pero eso no bastaba para ocultar la tristeza, los celos y
las complicaciones de otras ocasiones. Había más personas abatidas;
me refiero a Denys, que enfermó de tisis y hubo de marchar a
Holanda, donde la madre de Violet tenía una casa, para recibir
tratamiento, y Violet tuvo que ir también; estuvo fuera cinco semanas.
Durante esas cinco semanas no nos peleamos por carta, y cuando
regresó éramos como dos llamas que ardieran juntas. Llegó de
Holanda a una estación y atravesó Londres en coche hasta otra donde
yo la esperaba. Fuimos a su casa de campo, donde pasamos cuatro
días sin el menor nubarrón.
28 de marzo (1921)

Escribo ahora a la luz de acontecimientos posteriores, en medio


de una gran tristeza que trato de ocultar al pobre Harold, que es un
ángel en la tierra. Es posible que jamás vuelva a ver a Violet o que
solo la vea una vez antes de que nos separemos, o que nos
encontremos en el futuro como dos desconocidas; también es posible
que Violet decida morir; en cualquier caso, esto ha sucedido
indirectamente por mi causa, mientras yo permanezco a salvo, segura
e indemne, con excepción del corazón. La injusticia y la desgracia de
todo este asunto me angustian cada hora que pasa; me producen una
tremenda sensación de muerte: la de Violet, que ella misma ha
anunciado.
Cronología Tercera y cuarta partes

1918
18 DE ABRIL: Vita y Violet en Long Barn: comienza su
relación amorosa.28 DE ABRIL: Vita y Violet en Polperro,
Cornualles, hasta el 10 de mayo.14 DE MAYO: Vita empieza a
escribir Challenge.
4 — 23 DE JULIO: Segunda visita a Polperro.
OCTUBRE: «Julian» en Londres.
11 DE NOVIEMBRE: El armisticio.
26 DE NOVIEMBRE: Vita y Violet van a París.
6 DE DICIEMBRE: Vita y Violet van a Montecarlo,
donde permanecen hasta mediados de marzo.
NAVIDAD: Harold en Knole, sin Vita.
1919
ENERO: Harold participa, como miembro del equipo británico,
en la Conferencia de Paz de París.
15 DE MARZO: Vita deja Montecarlo y se reúne con Harold en
París.
19 DE MARZO: Vita regresa a Inglaterra.
26 DE MARZO: Se anuncia el compromiso de Violet y Denys
Trefusis.
19 DE MAYO: Lady Sackville abandona a su marido y deja
Knole para siempre.
16 DE JUNIO: Violet se casa con Denys; Vita y Harold están en
Versalles.
19 DE OCTUBRE: Vita y Violet vuelven a Montecarlo.
18 DE DICIEMBRE: Vita se reúne con Harold en París; operan a
Harold de la rodilla.
1920
2 DE ENERO: Vita regresa a Knole.
17 DE ENERO: Harold regresa de permiso; Vita anuncia que
se marcha con Violet.
18 — 31 DE ENERO: Vita y Harold en Knole.
1 DE FEBRERO: Harold vuelve a París; asume un cargo en la
Sociedad de Naciones.
3 — 8 DE FEBRERO: Vita y Violet en Lincoln.
9 DE FEBRERO: Vita se queda en Dover y Violet
viaja a Francia.
10 DE FEBRERO: Vita, acompañada de Denys, se reúne
con Violet en Calais.
11 — 13 DE FEBRERO: Vita y Violet en Amiens.
14 DE FEBRERO: Día crítico; Harold y Denys vuelan a
Amiens y se llevan a sus respectivas esposas a París.
16 — 20 DE FEBRERO: Violet y Denys viajan a Toulon.
28 DE FEBRERO: Vita regresa a Londres.
20 DE MARZO: Vita se reúne con Violet en Aviñón; viajan a
San Remo y a Venecia.
10 DE ABRIL: Vita y Violet regresan a Inglaterra.
23 DE JULIO: Vita empieza a escribir su autobiografía.
1921
ENERO-MARZO: Vita y Violet en Hyères.
VERANO: Final gradual de su aventura amorosa.
OTOÑO: Violet vuelve con Denys.
CUARTA PARTE

por Nigel Nicolson


Hay un asunto esencial que conviene explicar y prefiero
hacerlo de inmediato. Vita ha descrito con toda claridad su naturaleza:
le atraían más las mujeres que los hombres, y así fue durante toda su
vida. No era de ningún modo frígida, pero llegó a considerar bestial y
repulsivo el acto sexual «normal». En una de sus novelas, Grand
Canyon (1942), expresa sus sentimientos: «Cabe preguntarse cómo
tuvieron el valor de cometer el acto grotesco que es necesario para
engendrar niños». Una vez, cuando era pequeña, el hijo de un
guardabosques de Sluie le había enseñado las diferencias físicas que
hay entre los niños y las niñas; huyó aterrorizada. Los remilgos de la
madre y la repugnancia del padre a hablar de asuntos íntimos
acentuaron su aislamiento sexual. Se enamoró de Rosamund y se
acostó con ella casi inocentemente. Al principio le pareció algo
natural, poco más que acariciar a su perro favorito; luego contempló
la aventura como una travesura más que como una perversión y
procuró por todos los medios ocultarla a sus padres y a Harold, por
temor a que su descubrimiento significara el destierro de Rosamund.
Había poco más que eso. Ignoraba que hubiera alguna distinción
moral entre amor homosexual y el heterosexual; para ella ambos eran
«amor» sin calificativos. Cuando se casó con Harold, dio por supuesto
que el matrimonio era amor por otros medios, y durante un tiempo
funcionó.
Mi existencia y la de mi hermano así lo demuestran, y en las
cartas y los diarios hay numerosas pruebas de que durante los
primeros años de matrimonio fueron sexualmente compatibles. Solo
después de 1917 empezó a advertirse una disminución del goce de
ambos. Lady Sackville refiere en sus diarios varias conversaciones
francas con Vita («Me comentó que Harold es físicamente muy frío»).
Cuando me casé, mi padre me advirtió muy serio de que el aspecto
físico del amor y el matrimonio no dura más de un año o dos; una vez
declaró en un programa de radio: «Estar "enamorado" es algo muy
breve, dura de tres semanas a tres años como máximo. Tiene muy
poca o ninguna relación con la felicidad en el matrimonio». Por lo
tanto, empezaron al mismo tiempo a buscar placer en personas de su
mismo sexo, sin que eso afectara en absoluto al amor que se
profesaban; para Vita al menos resultaba de lo más natural, pues solo
significaba volver a su otra forma de «amor». El matrimonio y el sexo
pueden ser cosas distintas. En 1960, dos años antes de morir, Vita le
escribió a Harold:

Cuando nos casamos tú eras mayor que yo y estabas mucho


mejor informado. Yo era muy joven e inocente; no sabía nada sobre la
homosexualidad. Ni siquiera sabía que existiera tal cosa, ni entre
mujeres ni entre hombres. Debiste advertirme. Debiste hablarme de ti
y decirme que lo mismo podía sucederme. Eso nos habría evitado
muchos problemas y equívocos. Pero sencillamente no lo sabía.

Al decir «no lo sabía», debía de referirse a que ignoraba la


fuerza y el peligro que encierran esa clase de pasiones hasta que
Violet reemplazó a Rosamund. Por supuesto que sabía que existía «tal
cosa», pero no le daba ningún nombre ni se sentía culpable al
respecto. Es posible que al casarse no supiera que hay hombres que
pueden sentir por otros hombres lo que ella experimentaba por
Rosamund, pero cuando descubrió esta característica en Harold no le
sorprendió mucho: tenía la noción romántica de que es natural y
saludable que la gente se ame mutuamente; así pues, el deseo de besar
y acariciar no era más que la manifestación física de ese afecto y no
importaba que se tratara de afecto entre personas de distinto o del
mismo sexo.
Por fortuna los dos eran iguales en ese aspecto. Si solo uno de
ellos hubiera sido así, probablemente su matrimonio habría fracasado.
Violet no destruyó su unión física; tan solo ofreció la alternativa que
Vita buscaba sin darse cuenta en un momento en que su pasión física
por Harold —y la de él por ella— empezaba a menguar. En la vida de
Harold no había entonces ningún varón, lo cual fue una suerte para él,
pues su amor difícilmente habría sobrevivido a la presencia de dos
rivales simultáneos. Antes de conocer a Vita había estado medio
prometido con otra joven, Eileen Wellesley. El temporal abandono de
Vita no le llevó a la homosexualidad, que siempre había estado
latente, pero la soledad debió de acentuar esta tendencia, ya que, dado
su fuerte sentido del deber (mucho mayor que el de Vita), consideraba
menos desleal acostarse con un hombre que con otra mujer. Una vez
le confesó a Vita que cuando estaba solo en París «pasaba el tiempo
con gente baja, con el demimonde»; con esto tal vez se refiriera a
hombres jóvenes. Desde luego lo hizo una vez que Vita regresó con él.
Lady Sackville anotó en su diario: «V. pretende ser muy platónica con
H., que lo acepta como un corderito». A partir de entonces no
volvieron a compartir dormitorio.
Harold tuvo varias relaciones con hombres que
intelectualmente se hallaban a su mismo nivel, pero el elemento físico
era muy secundario. Nunca fue un amante apasionado. El sexo era
para él algo tan accesorio y casi tan placentero como una rápida visita
a una galería de arte entre dos viajes. Su amor asexuado por Vita se
equilibraría más tarde con el afecto que tenía a sus amigos, hacia
algunos de los cuales sintió una atracción temporal, pero nunca
incontenible. Jamás se enamoró de un joven hasta el punto de que eso
afectara a su trabajo; no tuvo ninguna aventura comparable a la de
Vita. La conducta de ambos en este sentido era el reflejo de sus
diferentes personalidades. La vida de Harold era demasiado ordenada
para que en ella influyeran los asuntos del corazón; Vita, en cambio,
siempre se dejó arrastrar.
En Vita veía una compañera para toda la vida. Cada uno
aportó como dote nuevos intereses (él, la literatura francesa; ella, la
arquitectura doméstica inglesa), y otros, como la jardinería, los
descubrieron juntos. La rápida producción de novelas y poesía de Vita
lo impulsó a escribir, pero nunca con un ánimo competitivo, pues el
estilo y los temas de sus libros eran muy distintos y los celos eran un
sentimiento que Harold desconocía. Cuando en 1919 Vita publicó su
primera novela, Heritage, que fue recibida con insólito entusiasmo,
Harold le escribió:

Querida, ya está. El secretario del Marlborough Club, hombre


inteligente y educado, acaba de decirme: «Por cierto, ¿es usted
pariente del Nicolson cuya esposa ha escrito Heritage?». Mira: no me
importa ser Hadji (Vita empezó a llamarle así por esa época); ni que tú
seas Vita; ni ser tu esposo. Estoy dispuesto a soportar que los tontos
me llamen «el marido de Vita» o «el marido de V. Sackville-West».
Incluso es posible que tolere (aunque no estoy seguro) ser «ese tal
Nicolson cuya esposa ha escrito Heritage». Pero no toleraré que me
pregunten si «por casualidad (por “casualidad”, toma nota) soy
pariente del (fíjate bien, "del") Nicolson cuya esposa ha escrito…».

Eso fue todo. Se alegraba sinceramente del éxito literario de


Vita. Igual de sincera era su comunión con los aspectos románticos de
la naturaleza de ella. Amaba la campiña inglesa tanto como Vita y
compartía su anhelo de viajar al extranjero, donde pudieran vivir
solos y sin comodidades, de vacaciones o permanentemente. Se
plantearon comprar un castillo en ruinas en los Abruzos, otro en una
pequeña isla del mar Tirreno llamada Giglio e incluso la de Herm, una
de las islas del Canal, pero, en el momento culminante de la aventura
de Vita con Violet todo quedó olvidado ante el entusiasmo que les
produjo descubrir que el castillo de Bodiam, cuya estructura se alza de
modo tan inesperado entre los campos de lúpulo de Sussex Weald,
estaba en venta. Pero de momento se contentaron con Long Barn,
tranquilo centro de sus agitadas vidas, símbolo de su matrimonio.
Harold abandonó pronto toda esperanza de que Vita se
interesara por su profesión. A ella le alegraba más o menos que le
fuera bien, y le comunicaba los comentarios sobre él que oía, pero, por
ejemplo, apenas dio importancia al extraordinario honor que suponía
que lo hubieran nombrado miembro de la Orden de San Miguel y San
Jorge cuando solo contaba treinta y cuatro años. Ignoraba por
completo los asuntos de política exterior y no hizo el menor esfuerzo
por conocer someramente, leyendo al menos los titulares de prensa,
los problemas con los que Harold lidiaba a diario. Nunca conversaban
sobre estos temas. Para ella una nueva crisis solo significaba que
Harold tendría que permanecer más tiempo en el Ministerio de
Asuntos Exteriores o partir hacia Lausana o Praga. La etapa
intermedia de la aventura con Violet coincidió con la Conferencia de
Paz de París, cuando Harold negociaba casi a diario con líderes
mundiales como Lloyd George, Clemenceau, el presidente Wilson y
A. J. Balfour; el relato que ofrece de esos días en Peacemaking resulta
conmovedor cuando se conoce el drama que se desarrollaba en su
vida privada en aquellos momentos. Raramente se refiere a
acontecimientos políticos en sus cartas a Vita, pero a veces deja caer
alguna alusión:

Aquí se está fraguando una verdadera tormenta contra el P. M.


(Lloyd George). Todo por ese asunto del Asia Menor. Me resulta
difícil gobernar mi bote en medio de estos feroces acorazados. Hasta
A.J.B. (Balfour) está enfadado: «Esos tres hombres todopoderosos e
ignorantes, que se sientan a dividir continentes con solo un niño para
tomar nota». Tengo la inquietante sospecha de que con el «niño» se
refería a mí. (17 de mayo de 1919.)

Creo que esta condenada paz es el último estertor de la vieja


tradición, y que nosotros, los jóvenes, deberemos construir de nuevo.
Eso espero. (1 de junio de 1919.)

Ella nunca contestaba a estas observaciones. Una vez firmado


el Tratado de Versalles, Harold pasó a formar parte del equipo de sir
Eric Drummond en la recién creada Sociedad de Naciones. Vita ni
siquiera sabía lo que era la Sociedad de Naciones.
Mi padre era un hombre de naturaleza amable. Si hubiera
luchado en la Primera Guerra Mundial, tal vez habría regresado
convertido en un hombre distinto, como le ocurrió a lord Sackville,
pero su carácter fue siempre tan blando y liso como una pelota de
goma. No era frívolo ni indeciso. Se tomaba muy en serio su profesión
—literaria y diplomática— y trabajó con enorme dedicación durante
toda su vida, pero su ductilidad tenía algo de inocente y juguetón, y
tendía a evitar las verdades desagradables. De la misma manera que
en sus dos primeras biografías suavizó la homosexualidad de Verlaine
y el masoquismo de Swinburne, confiaba en superar la crisis a la que
hubo de enfrentarse en su vida personal recurriendo a las bromas. Su
sentido del humor, sus arabescos literarios, su capacidad para ponerse
en el lugar de los demás atenuaban su indignación y debilitaban el
impacto de esta. A una carta con un leve reproche dirigido a Vita le
sucedía inmediatamente otra —o un telegrama—, en que le pedía que
no tuviera en cuenta la anterior. Le propuso a Vita que comprara a
Violet como regalo de Navidad «un ejemplar de los poemas de Safo;
creo que puedes encontrarlo a buen precio en Tauchnitz». Invitó a
Violet a alojarse en su apartamento cuando esta fue a París. Su
inquietud por la conducta de Vita se alternaba con la más
desconcertante tolerancia; el «regresa enseguida» con el «divertíos»;
el odio a Violet con la compasión por sus problemas. Escribió a Vita:
«En verdad no creo que en el amor profundo y absorbente que te tiene
haya nada que pueda calificarse de antinatural o degradante». Por lo
tanto Vita nunca supo hasta qué punto estaba preocupado, y supuso
con toda razón que, hiciera lo que hiciese, siempre la perdonaría.
Consideraba que la melancolía de Harold era en parte fingida, o al
menos pasajera, ya que era consciente de que este sabía que siempre
terminaría por volver con él. Esta es una de las cartas en las que
Harold se muestra más indignado:

Nunca te he querido tanto como en los últimos meses, cuando


has estado huyendo de mí. Violet, que es inteligente, te ha hecho creer
que no soy romántico. Querida, ¿qué puede hacer un funcionario de
mediana edad (¡solo tenía treinta y un años!) ante una acusación tan
sutil? Ya ves, si fuera rico tendría un ayuda de cámara, un aeroplano y
gardenias, y todo sería muy al estilo de Byron; pero, como no soy rico
ni un triunfador, solo soy el pobre Hadji. Ojalá se muriera Violet. Ha
envenenado una de las cosas más alegres que jamás han existido. Es
como una orgullosa orquídea que resplandeciera y hediera en los
recovecos de la vida y lanzara una dulzura cadavérica en el aire de la
mañana. Querida, ella es el mal, no yo.
Oh, querida, ¿qué te hace preferirla a mí? Tú y yo parecíamos
correr de la mano por los Downs, y ahora vago solo y asustado en la
niebla. ¿Qué pasa? Puede que sea tu condenada locura de los
Sackville, o quizá un acto osado a lo George Sand, o quizá solo que
soy un marido malo, inútil, poco convincente y nada romántico. ¿No
soy lo bastante cariñoso? ¡Cómo puedo llegar a pensar tales cosas! Y,
para colmo, frente a mí tengo a esa persona, tortuosa, erótica,
irresponsable, irremediable e ilimitada. No la odio. No más de lo que
odiaría el opio si tú lo fumases. (10 de septiembre de 1918.)

Ese día le escribió otras dos cartas en las que le pedía que no
prestara atención a la primera, «ya que la escribí en plena depresión.
La lluvia me afecta mucho. En realidad no estoy deprimido».
Temía que Vita lo considerara demasiado formal para ella,
demasiado domesticado; que creyera que «tu maravillosa juventud se
está desperdiciando con un cura». Advertía que Vita necesitaba una
«válvula de escape para tus instintos gitanos», la oportunidad de
escapar de vez en cuando del «yugo» matrimonial. Estaba en lo cierto.
Vita tenía Wanderlust. El deseo de que no la molestaran, de no tener
que estar disponible para los demás, era en ella tan fuerte como el
amor y los celos. Ansiaba estar en lugares nuevos donde nadie le
indicara que pidiera el almuerzo o que pagara la cuenta o fuera a
contarle sus quejas de otra persona. Pero en cierto sentido Long Barn
le ofrecía todo cuanto su romántico corazón deseaba:

My Saxon Weald! My cool and candid Weald!


Dear God! the heart, the very heart, of me

That plays and strays a truant in strange lands,

Always returns and finds its inward peace,

Its swing of truth, its measure of restraint,

Here among meadows, orchards, lanes and shaws [8]

(Orchard and Vineyard, 1921)

Sin embargo, en ocasiones se rebelaba contra la placidez del


paisaje inglés, donde las colinas son pequeñas, los lagos son pequeños
y las estrellas son pequeñas. En esos momentos el paisaje le parecía
una terrible concesión, al igual que la estirada alta sociedad, y ansiaba
un clima más cruel, personas más tempestuosas, y sacudirse de los
zapatos el fango de «este lugar bestialmente gris».
En Heritage escribió: «La serenidad de espíritu y la turbulencia
de la acción debieran constituir la plenitud de la vida humana». La
protagonista de la novela, Ruth, medio inglesa y medio gitana, es un
verdadero autorretrato. El amante de Ruth dice: «¿Quién soy yo para
creer que está condenada por una doble naturaleza: una, grosera y
descontrolada; la otra, delicada, convencional, práctica, maternal y
refinada? ¿Será consecuencia de la existencia en ella de dos sangres
distintas y antagónicas, de la herencia meridional y de la
septentrional?». Vita estaba convencida de que la sangre española
tenía más fuerza en ella que en su madre. Creía que pesaba de forma
poderosa en ella, que era la fuente de su talento creativo; pero
reconocía asimismo que esa misma sangre la volvía irresponsable y
rebelde, y que chocaba con la estabilidad que también ansiaba. Violet
era el Mediterráneo; Harold, Kent. La paciencia de su marido le
producía una mezcla de admiración y piedad. Le habría gustado que
le tirara de los cabellos, como habría hecho un español, pero al mismo
tiempo le amaba por no hacerlo. En Violet halló a una muchacha
fascinante y apasionada que despertó la sed de aventuras de su
espíritu, su odio al Gemütlichkeit de la vida doméstica, su temor a que
su juventud acabara antes de haberla vivido, y de haberla vivido
intensamente. «Las mujeres», le escribió a Harold,

… deben gozar de tanta libertad como los hombres mientras


son jóvenes. El sistema actual está podrido y es ridículo; nos priva de
la juventud. Estaba bien para las victorianas. Pero esta generación está
dejando —y la próxima ya habrá dejado por completo— la crisálida.
Las mujeres, al igual que los hombres, deben disfrutar de una
juventud tan ahíta de libertad que terminen odiando la mera idea de
libertad. (1 de junio de 1919.)

Periódicamente se avergonzaba de estas ideas. Cuando Harold


le preguntaba: «¿Qué te ha sucedido?», no podía, en honor a la
verdad, responderle, o bien no podía responderle sin mentir.
Sentía un cariño distante por nosotros, sus hijos. Los niños eran
una interrupción, le recordaban el deber, su lugar en la casa, la
inocencia frente a su culpa, incluso la maternidad, que, influida por
Violet, consideraba desagradable. Sin embargo Violet nunca
consiguió que menguara su amor por Harold:

Oh, Hadji, jamás podría herir a alguien tan tierno y sensible,


angélico y cariñoso como tú… Sé que te he herido, pero nunca podría
hacer nada que te hiriera terrible e irrevocablemente. Qué dominio
tienes sobre mi corazón… Nadie podrá tener jamás semejante
dominio. Te amo más que a mí misma, más que a la vida, más que a
las cosas que amo. Te lo entrego todo… como un sacrificio. Te amo
tanto que ni siquiera me molesta. (8 de junio de 1919.)
Me has conocido y comprendido en todos los sentidos. Esto me
mantiene atada a ti en todas las tormentas y te convierte
irremediablemente en la única persona en quien confío y a quien amo.
Oh, Hadji, ¿qué más puedo decir? Los hechos y las apariencias lo
desmienten, lo sé, pero si digo que te amo es verdad, verdad, verdad.
Eres lo mejor, lo más sagrado y lo más tierno de mi vida. (1 de
noviembre de 1919.)

Su voz inconfundible me llega a través de más de cincuenta


años. Antes de que hiciera acopio del valor necesario para decirle toda
la verdad sobre Violet, el engaño la angustiaba. Escribió este poema
inacabado al regreso de su primer viaje a Cornualles:

I wish you thought me faithless, whilst within

My heart I knew my innocence from sin.

This I could bear; I cannot bear that you

Should think me faithful, when I am untrue. [9]

Cuando por fin se lo contó, recurrió a él en busca de fortaleza.


La víctima de su aventura debía socorrerla:

Hadji querido, solo hay una cosa en la que aún creo


firmemente, y es tu bondad esencial. No sé qué va a suceder ni qué
será de mí, y no dejo, no dejo de pensar en ti. Eres mi única ancla. Me
odio a mí misma. Oh, anhelo estar contigo. Me siento como una
persona que está a punto de ahogarse y sabe que solo hay una
embarcación segura en el mar y que podrá llegar a ella si consigue
mantener las fuerzas el tiempo suficiente. Hadji, a veces tengo mucho
miedo. (25 de mayo de 1919.)

Al principio consideró «muy neta» la división que había dentro


de ella. Creía que podía amar a Harold y al mismo tiempo estar
«enamorada» de Violet. Luego cayó en la cuenta de que esa división
no era tan neta, ya que se dejó llevar por la corriente mientras él se
quedaba solo y dolido en la ribera. Era tal su vergüenza que dejó de
escribirle, y solo respondía a sus descorazonados reproches diciendo
que le parecía «indecente» escribirle mientras estaba con Violet; una
especie de pudeur le impedía mezclar sus dos vidas. Harold la salvó
del aislamiento escribiéndole todos los días aun cuando no obtuviera
respuesta; haciendo que Vita no los olvidara ni a él ni su amor por
ella; queriéndola aun cuando la consideraba cruel, confiando en ella
aun cuando sabía que no era digna de confianza. No fue «la» lucha de
Harold; fue la lucha de ambos. Jamás se le pasó por la cabeza
abandonarla; deseaba mostrarle el camino de regreso. Poco a poco ella
respondió, pero el sufrimiento duró tres años.
Violet Keppel no se veía acosada por esos conflictos de lealtad.
Vita y Harold llevaban cinco años de felicidad conyugal cuando
empezó la aventura. No era ese el caso de Violet, que cuando se casó
lo hizo con la insostenible condición de que se le permitiría continuar
su relación con Vita. Su matrimonio fue acicate de la infidelidad; para
Vita el matrimonio era el único freno. Sin deslindar responsabilidades,
no cabe duda de que Violet era la más osada de las dos, la que dirigía
la aventura, la que más insistía en romper todas las ataduras. Su
carácter era más fuerte y utilizaba su fuerza no para dominar, sino
para seducir. Transformó la entrega de Vita en entrega de sí misma a
Vita. Era atractiva en el sentido más literal del término: la gente la
seguía, tanto los hombres como las mujeres. Poseedora de una
inteligencia excepcional y una gran perspicacia, amante de todo lo
hermoso, reunía las cualidades que Vita más admiraba y en buena
medida compartía. Violet la tentaba, la inducía a atreverse a poner en
práctica los excesos de sus imaginaciones desatadas, al tiempo que en
el amor se mostraba sumisa. Era una auténtica rebelde, consciente
desde muy joven de la hipocresía de la sociedad en que había crecido,
y deseaba escandalizarla transgrediendo abiertamente los códigos que
esa sociedad transgredía en secreto. Quería mostrar al mundo lo que
en verdad significaba el amor, qué sacrificios implicaba, qué valor
moral suponía y cuán superficiales eran las convenciones que
gobernaban la aburrida vida de la gran mayoría. Quería quebrar la
coraza de respetabilidad que aprisionaba a su amante. Vita la llamaba
Lushka; ella llamaba Mitya a Vita; debían cambiar sus nombres por
otros más adecuados a su rebelión:

Lo cierto es, mi hermosa y romántica Mitya, que nuestros


escrúpulos son indignos de nuestro temperamento. Piensa en la vida
que podríamos llevar juntas, dedicadas en exclusiva a la búsqueda de
la belleza. ¿Qué relación hay entre nosotras y la vida vulgar, pedestre
y sórdida de hoy? ¿Qué nos importan las ocupaciones soignées de
nuestros contemporáneos? Sabes que tú y yo somos diferentes, gitanas
en un mundo de aristócratas rurales. Te han quitado y quemado el
carromato, han tirado tus ollas y cazuelas y tus sillas remendadas. Te
han bajado las mangas y abotonado el cuello de la camisa. Te han
obligado a dormir bajo un techo respetable sin siquiera resquicios por
donde divisar las estrellas. ¡Pero a mí no me han atrapado todavía!
¡Ven! ¡Ven conmigo! Te esperaré en los cruces de caminos. (15 de
septiembre de 1918.)

Una vez más te has marchado y me has dejado…, me has


dejado por Brighton, el duro, mecánico y vulgar Brighton, y por los
placeres domésticos, la rentrée au bercail, la correcta y cómoda
Familienleben. Mi temeraria y montaraz Mitya ya no está. La ha
expulsado Vita, un ser amable, cariñoso, considerado, agradable, un
ser con un amor desmesurado por su marido, su madre y sus hijos.
(…) Me preocupa sobremanera la incongruencia de todo esto… Es
como tocar la Walkürenritt con un flautín y una trompeta barata; como
colgar el Nachtwacht en la habitación del ama de llaves; como pintar
un paisaje de los Dolomitas en el dorso de la carta de un restaurante.
Y por otro lado tengo celos. No dejo de pensar en lo diferente que
podría ser: el halcón salvaje y el cielo azotado por el viento. Te veo
espléndida e intrépida, viajera por tierras remotas, con la inviolable
castidad de la inspiración. (22 de octubre de 1918.)

Durante dieciséis noches he esperado que se abriera mi puerta,


me susurraras «¡Lushka!» y entraras; y esta noche estoy sola. ¿Cómo
voy a dormir? De una vez por todas debemos armarnos de valor y
marchamos juntas. ¿Qué clase de vida vamos a llevar ahora? La tuya,
una infame y degradante mentira, oficialmente unida a alguien que no
te importa, con ese alguien para siempre. Y yo, a quien importa un
bledo nadie, aparte de ti, estoy condenada a llevar una existencia
inútil. (22 de julio de 1918.)

Mitya, ¿crees que voy a seguir desperdiciando mi preciosa


juventud a la espera de que reúnas el valor suficiente para
marcharte? No. Al diablo el mundo y al diablo las consecuencias.
(24 de agosto de 1918.)

El cielo me libra de la pequeñez, de la pasividad y de la


suavidad. Dame grandes vicios resplandecientes y resplandecientes
virtudes, pero líbrame de las pequeñas ambigüedades neutrales. Sé
astuta, sé valiente, sé borracha, sé intrépida, sé disoluta, sé despótica,
sé anarquista o sé sufragista, sé lo que quieras, pero, por piedad, hasta
el extremo de tu capacidad. Vive plena, apasionada, desastrosamente.
Vivamos tú y yo como nadie ha vivido nunca. (25 de octubre de
1918.)

Sus cartas diarias, espontáneas, sin correcciones, garabateadas


a lápiz, sin dirección ni fecha (por fortuna Vita las guardó en los
sobres), sin principio (como una conversación telefónica de dos
personas íntimas) y sin final (salvo, excepcionalmente, una gran L que
atraviesa media página), embriagaban a la autora tanto como a la
mujer atribulada a quien iban dirigidas. Las respuestas de Vita no se
conservan: las destruyó Denys. Pero es posible imaginar cómo
respondería a ese continuo bombardeo epistolar; sus acciones, por lo
demás, son indicio suficiente.
La mejor prueba de los sentimientos de Vita respecto a Violet
se halla en su novela Challenge, que dedicó a Violet y cuyo tema
central es esta. La empezó en mayo de 1918 a los pocos días de
regresar de Cornualles y la terminó en Montecarlo en noviembre de
1919. Nunca se publicó en Inglaterra. Los padres de Violet y los de
Vita insistieron en que no debía salir a la luz (con gran ira de Violet),
ya que el retrato de Violet resultaba demasiado reconocible y temían
el escándalo. Sin embargo, se publicó en 1924 en Estados Unidos, y
yo guardo el manuscrito en Sissinghurst. Mientras la escribía, Vita
vivía en dos niveles, el de la realidad y el de la ficción; a medida que
su amor por Violet se intensificaba, otro tanto acontecía en la novela
entre Julian y Eve; en el libro se filtraban sucesos, conversaciones y
cartas de la realidad. Por la noche leía al modelo de Eve las páginas
que había escrito durante el día; a Violet le gustaba el juego y gozaba
con las espléndidas situaciones románticas de su doble ficticio,
proponía modificaciones en el drama y en su propio retrato, y de vez
en cuando agregaba párrafos de su propia invención.
Es la historia de Julian, un joven inglés que vive en una
pequeña república del litoral griego e incita a la revuelta a los isleños
de la vecina Aphros; se convierte así en su presidente ilegal. Su prima
Eve, hermosa y voluble, que desprecia a todos sus demás
pretendientes, se le une. Se convierten en felices amantes, hasta que
ella, celosa de la entrega de Julian a los asuntos de Aphros, lo
traiciona. Desea que Julian sea solo suyo y que mande al diablo sus
ideas políticas y las convenciones:

No entiendo el amor de otro modo. Tengo un solo corazón. El


amor es egoísta. Moriría de buen grado por ti, sin pensarlo; pero no
voy a renunciar a ti por nada ni por nadie. Todo es desmesurado.
Mis exigencias son enormes. (…) ¡Libertad, Julian, amor! Ahí está
el mundo a la espera de que lo recorramos a nuestro antojo. (…)
Desdeña la propiedad, aparta la silla en la cual quiere sentarse…

Julian es Vita; Aphros representa a Harold, rival del amor de


Eve; Eve es Violet hasta en las inflexiones de voz y el color del
cabello,
«turbulenta, desafiante, juega con el peligro y luego se espanta como
una niña cuando este la pilla desprevenida, deliciosamente atrevida,
creativa, entusiasta, pero en el fondo siempre reservada. (…) Vive
continuamente, por elección, en una tormenta de inquietud y
emoción». «Era caprichosa, exquisita, aguda, valiente, esquiva,
tentadora, una criatura que desde los tres años exigía homenajes y
protección.» «¿Había que condenar a Eve por su crueldad, su egoísmo
y su desprecio a la verdad? ¿Debía perdonársele todo (no era mala,
sino loca) en aras de una pasión singular? ¿Era el principio de las
virtudes cardinales impuesto por el mundo el único y verdadero?»

Julian se puso en pie. Tomó a Eve por la muñeca.


—¡Gitana!
Le rozó el cabello perfumado de Eve, que levantó hacia él el
rostro, su boca suave y dulce.
—Ven conmigo, gitano —susurró.
—¿Lejos de Aphros? —dijo él, perdido ya el juicio.
—¡Por todo el mundo!
Súbitamente se dejó llevar por la fuerza de su seducción
irresponsable y salvaje.
—Donde tú quieras, Eve.
Exultante, se apretó contra él.
—¿Sacrificarías Aphros por mí?
—Lo que tú me pidas —contestó, desesperado.
Ella se echó a reír y se apartó bailando, al tiempo que tendía las
manos hacia él.
—¿Bailas conmigo, Julian?

«¡Vagabunda! —le dice Julian en otro momento—. ¿Acaso la


vida ha de ser un largo carnaval?» «Y una gran franqueza —contesta
Eve—. Te tendré a pesar de cuanto digan el mundo y sus tribunales.»

Challenge es la defensa que Vita hace de Violet y de sí misma.


En 1918 tenía veintiséis años y Violet veinticuatro. Apenas tocaban la
tierra cuando estaban juntas. El viento las arrastraba hacia el sol y,
exaltadas y eufóricas, respiraban el aire celestial. Violet le parecía una
criatura de leyenda, sin antepasados, sin precedentes, incomparable,
pagana. El lazo carnal era tan fuerte que se transformó en algo casi
espiritual, dejó de ser corpóreo para convertirse en una necesidad
trémula y apremiante de intimidad que las apartaba por completo de
todo lo demás. Acabó con toda la educación individual y heredada, y
reemplazó el orgullo por otra forma de orgullo. Se amaban
intensamente, con un fuego que eliminaba de su amor todo lo que no
era esencial, ideal, pasión. El matrimonio no era nada frente a esto; el
matrimonio quedaba para los maridos y sus esposas. Cuando Eve
traiciona a Julian, el insulto supremo de este es proponerle
matrimonio. Y ella, orgullosa hasta el fin, se arroja al mar. La historia
recuerda a Behind the Mask, la novela que Vita había escrito de niña.

Permítanme repasar la historia de la segunda parte de la


autobiografía de Vita y agregar algunos detalles que ella omite.
Su redescubrimiento de Violet en Long Barn el 18 de abril de
1918 se recoge en el diario con un sencillo «qué día más lleno de
acontecimientos», y el relato de las posteriores vacaciones en Polperro
y Cornualles es asimismo muy sucinto. Fueron allí dos veces y se
alojaron en la casa de Hugh Walpole, el novelista. Una de las últimas
cartas de Violet, en la que recuerda angustiada lo felices que habían
sido, permite hacerse una idea de cómo fueron aquellos días:
La pequeña habitación de Hugh Walpole, con el mar que casi
azotaba las paredes, el incansable grito de las gaviotas, los libros
amigos, el ambiente aún más amistoso, la completa libertad de todo
aquello. Y era tuya, tuya para inclinarme y besar mientras la fantasía
se apoderaba de ti. Y algunas veces nos amamos tanto que nos
quedábamos sin habla y nos conformábamos con buscar en los ojos de
la otra el secreto que ya no era tal. (10 de julio de 1919.)

Lady Sackville no sospechaba nada («se han ido a ver las flores
primaverales»), y Harold le escribió a Vita seis cartas el mismo día de
su partida, cantidad que es indicio suficiente de su despreocupación
(en su despacho, antes de cenar en el club, durante la cena, después de
la cena, etcétera); en una hace caricaturas de Violet gozando de la vida
campestre, remando, pescando camarones, cocinando, paseando con
las faldas subidas hasta las rodillas. No obstante, tanto Harold como
Vita sabían que había algo un poco más serio detrás, tal como se
manifiesta en la carta que ella le escribió antes de marcharse:

Sí, me ha dado la Wanderlust, y me ha dado fuerte. Quiero


marcharme contigo, donde nadie sepa dónde estamos, donde no nos
sigan las cartas. Es absurdo. Tengo todo cuanto quiero: a ti, dos niños
pequeños, una casa en el campo, dinero, flores, una granja. Por
supuesto que sé que culparás a Violet, pero te equivocas. Quiero ser
libre contigo, lo que no será posible hasta que termine la guerra.
Entretanto creo que personas como Violet pueden salvarme de una
especie de estancamiento intelectual, de bovina complacencia. Así
pues, no tengas celos de Violet, querido tontito. (27 de abril de 1918.)

A su regreso de Polperro, William Strang pintó un retrato de


Vita. Violet se sentó en el estudio sin apartar la mirada de Vita hasta
que el pintor acabó su trabajo. ¡Cuán diferente es este del que le hizo
Laszlo! Vita ya no es la belleza oscura, sino la joven isabelina, erguida
y arrogante, con una mano en la cadera, descansando un instante
(podemos imaginar) antes de saltar a lomos de un caballo o a bordo
de una embarcación. Ese otoño nació «Julian» en Londres, el soldado
vendado que acompañaba a su amante desde Ebury Street a Piccadilly
y luego a Knole; Julian, que vivía otra vida de aventuras semejantes en
Challenge. «¡Julian! —escribió Vita en el diario—. ¡La tarde oscura y
lluviosa en Hyde Park Comer! ¡Esta es la mejor aventura!» ¡Pero qué
riesgos corrieron! Aunque Vita consideraba que su disfraz resultaba
impenetrable, Violet se mostraba tal como era, una joven de la buena
sociedad, un tanto frívola según la opinión general, pero no viciosa, y
ahí estaba, en compañía de un muchacho desaliñado, en lugares
públicos donde en cualquier momento ella —o ambas— podía ser
reconocida. El día que su acompañante oficial, Denys Trefusis,
regresó al frente, Violet le escribió a Vita:

Puedes hacer lo que quieras conmigo… o, mejor, Julian


puede hacerlo. Amo completa, posesiva y desmesuradamente a
Julian. Para mí representa la emancipación, la libertad, la juventud
y la ambición. Es mi ideal. No hay nada que él no pueda hacer. Soy
su esclava en cuerpo y alma. Es horrible pensar en lo amigos que
serían Julian y Denys. Estarían en abierta rivalidad por Lushka. (14
de octubre de 1918.)

De hecho ya lo estaban. Ambos amaban desesperadamente a


Violet. Denys y Vita no eran muy diferentes en cuanto a carácter.
«Era imposible mostrarse más educado y más audaz —escribe
Violet en Don’t Look Round—. Esbelto y elegante, le resultaba
imposible no llamar la atención por su aspecto. Intrépido, rebelde,
había llevado una vida aventurera y emocionante después de huir a
Rusia siendo apenas un escolar.» De allí regresó al estallar la
guerra, y en aquel entonces se hallaba en el frente occidental al
mando de una compañía. Se mostró casi despectivo cuando
consiguió la Cruz Militar y, durante los permisos que pasaba en
Londres, desdeñaba las diversiones de los demás jóvenes. Cuando
Sonia, la hermana de Violet, le conoció,
«Poseía una nariz de aletas anchas, de cruzado, y una mirada fría y
brillante que me pareció capaz de tomarle las medidas a cualquier
enemigo» (Edwardian Daughter, 1958). Vita simpatizó de inmediato
con él. «No tengo palabras para decirte cuánto le aprecio —escribió a
Harold—. En verdad le aprecio mucho. Es muy inteligente.» Violet se
propuso conquistarlo, como confiesa en su libro: «Nunca trabajé tanto.
Por fin empezó a responder, y puso empeño en explicar que, como
Julian (se trata de Julian Grenfell, fallecido en la guerra, que también
había estado enamorado de ella), era contrario al matrimonio». En la
naturaleza de Violet había mucho de caprichoso y voluble; alguien lo
calificaría de modo peor. Era capaz de empecinarse en conquistar la
devoción de un hombre orgulloso cuando ya había entregado la suya
a otra persona. Denys era para ella especialmente importante como
anzuelo, como rival para atraer a Vita.
En el otoño de 1918, dos semanas antes del armisticio, Vita y
Violet trasladaron su amor a Montecarlo. No era fácil obtener
permisos, y curiosamente fue Harold quien los consiguió gracias a su
influencia en el Ministerio de Asuntos Exteriores. Pensaba que Vita
necesitaba unas vacaciones y «que te resultará agradable tener a
Violet de compañera». No podía ignorar lo que estaba sucediendo
porque en aquella época lady Sackville le transmitía sus temores, pero
creía que las vacaciones no durarían más de quince días. Se
prolongaron cuatro meses. En cuanto llegaron a París, Violet empezó
a presionar a Vita para que le prometiera que continuaría
indefinidamente con ella; amenazaba con quitarse la vida si se negaba,
y estas escenas se repitieron cada vez que Vita intentó huir. Pero Vita
no lo intentó mucho. En Montecarlo, «durante esos meses radiantes y
salvajes», volvió a vivir la delirante felicidad de que había disfrutado
con Rosamund en Florencia, con el placer adicional de que ahora su
ausencia del hogar era ilícita y debían luchar por su libertad. Muy
pronto se les acabó el dinero. Se trasladaron del hotel Bristol al
Windsor, que era más barato, pero a mediados de diciembre estaban
sin blanca («Entre las dos tenemos cincuenta centavos», escribe en su
diario); por lo que se vieron obligadas a empeñar las joyas para pagar
la cuenta del hotel y poder jugar en el casino, donde solían ganar.
Harold les envió entonces ciento treinta libras. Pasaban el día leyendo,
escribiendo Challenge, jugando al tenis, caminando por las colinas y
los jardines del castillo de Malet, y por la noche iban a las mesas de
juego.
Llegó la Navidad. Harold la pasó triste en Knole, tratando de
reconciliar a los Sackville. En Año Nuevo empezó a preocuparse y se
enfadó por primera vez, sobre todo porque Vita dejó de escribirle:

… sé lo extremadamente ocupada que estás y cuánto tiempo te


quita jugar al tenis y conversar con tu sucia amiguita. A veces te echo
tanto de menos que me desespero y la menor cosa me provoca una
crise de jalousie, celoso no porque ames a otras personas (sabes que
soy tranquilo al respecto), sino celoso porque estás con otras personas
dont je ne connais pas la puissance sur ton coeur. (8 de enero de
1919.)
Vita le respondió con su argumento sobre la «indecencia», el
cual resultaba poco convincente, porque si era indecente escribir a
Harold cuando estaba con Violet, ¿acaso no lo era igualmente escribir
a Violet cuando estaba con Harold?

Está muy mal que no te escriba. Lo sé. No creas que es por


indiferencia u olvido… porque no es así. Pero, como tantas veces te he
dicho, me resulta muy difícil escribirte mientras estoy viviendo con
Violet. Me parece indecente. Oh, trata, trata de comprenderlo. (11 de
enero de 1919.)

Sin embargo no regresó a casa. Fue el momento en que


mostró una mayor crueldad; peor que en Amiens, pues en Amiens
por lo menos no intentó ocultar la verdad. Harold alquiló un
apartamento en París para forzar su regreso, llevó allí la plata y
varios objetos personales de Vita que había mandado traer de Long
Barn, contrató a dos sirvientes y le dijo que todo estaba preparado.
La esperaba el 1 de
febrero; Vita se lo había prometido. En el último momento ella se
echó atrás, arguyendo que Violet estaba demasiado enferma y triste
para quedarse sola. Harold le escribió la carta más desgarradora de
toda su correspondencia; desgarradora precisamente por la
generosidad que mostraba:

Me he levantado feliz esta mañana pensando que quizá en ese


mismo instante estabas subiendo al tren para reunirte conmigo. Saqué
el baúl y empecé a meter cosas en él para ir a nuestro apartamento,
donde de nuevo estaríamos juntos sentados ante el fuego. ¡Oh Dios,
cómo me duele recordarlo! Entonces me trajeron tus dos cartas… con
la de Violet. Pobre Vita. Pobre Hadji. Pobre, pobre Violet. Después de
todo, ¿qué es nuestro dolor comparado con el suyo? No es justo que la
gente sufra tanto. Estoy muy desilusionado. Me siento enfermo. Pero
nuestro amor es eterno, como el mar y el viento, ¿y qué es el tiempo,
unos pocos días, unas cuantas semanas, ante eso? ¿Y qué importan
todos los chismorreos frente al dolor de Violet? Destruí su carta. Era
muy triste. Voy a escribirle. Me gusta que te quiera así, querida; es lo
mejor que Violet ha hecho nunca.

Agregó una posdata:

Al terminar esta carta, dirás, como mujer que eres: «Bueno, no


me ama tanto, pues en ese caso habría hecho más aspavientos». ¡Buen
Dios! ¡Más aspavientos! Cuando tengo el corazón como un peche
Melba. (1 de febrero de 1919.)

Dos días después volvió a escribirle:

No creas que voy a estar siempre apenado. Me sentiré


destrozado, herido y triste solamente hoy. Pero es una actitud
infantil, por supuesto; al fin y al cabo, la desilusión es transitoria y
nada en comparación con la situación trágica y desesperanzada de
Violet. El
sol ha desaparecido de París, que se ha convertido en una ciudad
gris y sin sentido, con una conferencia en curso por ahí. Presiento
que te estás escapando, tú, que eres mi áncora, mi esperanza y toda
mi paz. Queridísima, no sabes cuánto te quiero. Nada de lo que
hagas estará nunca mal. Te amo, perdidamente, por todo esto. (3 de
febrero de 1919.)

Podría haber ido a Montecarlo en el tren nocturno, aunque solo


hubiera sido para acallar los chismorreos, que eran cada vez mayores
tanto en Londres como en París. Nada aparecía en los periódicos, pero
Vita y Violet eran muy conocidas, y esto era toda una novedad: lo
innombrable se había vuelto nombrable. A lady Sackville le producía
un placer perverso defender a su hija de «esa víbora», «esa pervertida
sexual», y escribía a todas sus amistades que Vita estaba «hechizada»;
de este modo expandía aún más las noticias a las que deseaba poner
fin.
Para ella lo más inquietante del asunto era la desnaturalizada
negligencia de Vita respecto a sus hijos. Ben tenía cuatro años y yo
dos. Éramos demasiado pequeños para darnos cuenta de lo que
sucedía y ya nos habíamos acostumbrado a pasar la mayor parte del
tiempo con una niñera. No nos sentíamos abandonados. Me gustaría
ser capaz de añadir una nota patética en este punto y decir que las
cartas de los niños hicieron que mi madre regresara a casa, pero nunca
hubo tales cartas, pues no sabíamos escribir. Estábamos en Knole, y
cuando lady Sackville echó a nuestra niñera y, al mismo tiempo,
empezó el frío, nos enviaron a un hotel de Eastbourne, donde nos
divertimos enormemente (eso dice en su diario), luego con los
Carnock, los padres de Harold, en Cadogan Gardens, y por último a
casa de lady Sackville en Brighton, que Lutyens estaba transformando
en un lugar lujoso. Lady Sackville empezó entonces a enviar furiosos
telegramas a Montecarlo: «Regresa de inmediato; ni Katie Carnock ni
yo podemos aceptar más responsabilidad respecto a los niños» (26 de
febrero de 1919). Vita contestó que le era imposible volver antes del
15
de marzo, pues no había billetes de tren. Parece falso, pero
efectivamente regresó el 15 de marzo, y describió a Harold nuestro
conmovedor reencuentro en Brighton:
Ben juega en el cuarto de baño y una y otra vez le oigo decir:
«Dile a mamá que venga»; y enseguida oigo a alguien correr afanoso
como el conejo blanco de Alicia, murmurando para sí: «Dile a
mamá… dile a mamá…», y me aferran unos deditos que tiran de mí y
me piden que vaya a ver al milagroso Ben. A Nigel no le encuentro
parecido con nadie. Me llama «querida» con aire distraído cada vez
que le pregunto si me quiere. Es extremadamente educado, incluso
con Ben y con los objetos inanimados, como los patos y las vacas de
madera, a los que dice «por favor». Ben no es el criminal que nos
habían hecho creer; sigue siendo tan tierno como siempre. Los dos son
muy cariñosos. (22 de marzo de 1919.)

La intención de esta cita no es mostrar lo afectuosos que


éramos, porque en verdad no lo éramos, sino lo cariñosa que era ella
con nosotros.
Harold perdonó a Vita, su madre la vituperó y Violet no dejó
de acosarla. La historia dio un giro con el compromiso de Violet y
Denys Trefusis, que se anunció públicamente el 26 de marzo de 1919.
Tanto los Keppel como los Sackville suspiraron aliviados y dijeron
complacidos a todo el mundo que nunca había habido nada por lo
que preocuparse, ya que Violet estaba tan enamorada de Denys como
Vita de Harold. Pero si hubieran podido leer las aterrorizadas cartas
de Violet…

Es atroz, Mitya, estar a todas horas con alguien que no te


importa nada, con alguien increíblemente serio y callado que, según
presiento, solo quiere casarse conmigo por venganza. Nuestra relación
no es ni siquiera cordial. Creo que hay en él algo implacable. No nos
hablamos y todo el tiempo me torturo pensando en ti. Me muero por
verte, Mitya. ¿Qué va a suceder? ¿Vas a mantenerte apartada y ver
cómo me caso con ese hombre? Es inconcebible, inaudito. Tú eres
toda mi existencia. ¿Cómo voy salir de esta? ¿Qué es esta farsa
espantosa
que estoy representando? Si pudiéramos marcharnos, aunque solo
fuera durante unos meses, podría librarme. Sería muchísimo más
limpio que huyéramos juntas abiertamente. (21 de marzo de 1919.)

No me importaría que estuvieras seis veces casada y que


tuvieras catorce hijos. En mi desesperada situación tengo más
derechos sobre ti que ninguna otra persona del mundo. Anoche me
hablaste por teléfono de un mes. ¿De qué estás hecha, cómo quieres
que soporte este infierno un mes entero, este infierno que me obligaría
a tolerar las caricias de alguien a quien no amo? Él es inconmovible;
nada en el mundo le conmoverá. Tiene la voluntad de mil demonios.
(24 de marzo de 1919.)

¿Cómo pudieron Violet y Denys aceptar con pleno


conocimiento ese compromiso grotesco? Resulta aún más extraño
porque Denys se avino a que el matrimonio solo fuera nominal:
jamás tendrían relaciones sexuales de ninguna especie. Un hombre
y una mujer inteligentes y orgullosos decidieron unirse en un
matrimonio insensato y humillante desde el principio. Debemos
tener en cuenta que Violet exageraba en sus cartas a Vita; como de
costumbre, dramatizaba su dilema. Quienes vieron juntos a Violet
y Denys afirmaban unánimemente que se trataban con un afecto
que no podía ser fingido. Estaba, por otro lado, la presión familiar.
Alice Keppel insistía en que debían casarse, y Violet adoraba a su
madre. Denys estaba enamorado de su prometida; fue la única
mujer a la que de verdad amó profundamente y estaba dispuesto a
permitirle hacer lo que quisiera. Sabía todo lo de Vita, por
supuesto, pero creía que esa clase de relaciones no podían ser sino
pasajeras y que tarde o temprano Violet rompería su promesa de
continencia. Hay otra posible razón, como deja entrever una carta
que Violet escribió a Vita en 1920: tal vez Denys fuera, al menos
en parte, impotente. Violet había visitado al doctor de Denys; el
médico le dijo ciertas cosas y, cuando Violet se las repitió a Denys,
este tuvo un arranque de ira y
desesperación. Es probable, por lo tanto, que Denys no deseara poner
a prueba su virilidad cuando contrajo matrimonio. Pero, una vez
señaladas todas estas razones, queda la parte más inexplicable de la
historia:

Denys dice que se casará conmigo en las condiciones que yo


ponga, que aceptará lo que sea con tal de que no le abandone. Dice
que si le abandono se matará. Me dio su palabra de honor, como
caballero, de que jamás hará nada que me desagrade…, sabes a qué
me refiero. ¿Qué voy a hacer? ¿Qué puedo decir? Solo puedo hacer
una cosa: huir sin decir nada a nadie. Pobre hombre. Me quiere como
un idiota. Lo único que tenía de chic era que yo creía que no me
quería. (30 de marzo de 1919.)

La huida significaba escapar con Vita:

Te quiero más que nunca para mí sola, sola, para siempre. Esto
escapa por completo a mi control. Mitya, huye, huye, huye…, huye
conmigo antes de que sea demasiado tarde. ¿Por qué no afirmas ante
todo el mundo que soy tuya? Sabes que basta una palabra tuya.
Debemos irnos, abandonar este hermoso campo de pulcros setos y
fiestas decorosas. ¡Irnos! ¡Irnos! (14 de abril de 1919.)

«Nos marcharíamos la víspera de la boda», dice Vita en su


autobiografía. Harold tenía ya demasiada experiencia para no reparar
en las señales de peligro, pero ignoraba lo peor. Vita le había dicho
con tono jocoso que iba a asistir a la ceremonia y, cuando el sacerdote
dijera: «Si alguien conoce algún impedimento para que este
matrimonio se celebre, que hable ahora», ella se pondría de pie y
exclamaría: «Sí, yo». Pero no era solo una broma, como bien sabía
Harold. Le dijo a Vita que no esperaba que rompiera del todo con
Violet, pero que no les permitiría marcharse durante demasiado
tiempo. Vita debía dejar de sacrificar su reputación y su felicidad por
una pasión sin futuro, por esa «aventura escarlata», adúltera.
Comprendía lo terrible que era para Violet casarse con un hombre al
que no amaba, pero Denys tal vez fuera al final su salvación, y la de
Vita, si Violet aprendía a quererle. Harold no tenía la menor idea de
los planes de fuga. Estaba muy lejos, en Viena, Budapest y Praga,
tratando de ordenar con Smuts la confusión política de Europa
central, mientras Vita pasaba casi todo el tiempo con Violet en Long
Barn.
En mayo se publicó Heritage y lady Sackville abandonó Knole.
Harold pasó una semana en Inglaterra. Violet se enfureció con su
mera presencia, «con Hadji esto y Hadji lo otro, y tú y él paseando del
brazo (¡Dios, voy a volverme loca!). Y yo, que te amo cincuenta veces
más que a la vida, quedo olvidada, apartada a un lado, durante un
tiempo». Empezó a poner más condiciones a Denys con la esperanza
de desanimarlo, pero él las aceptó todas, incluso que Vita compartiera
su luna de miel, incluso que las dos mujeres se quedaran en el
extranjero cuando él volviera. Violet se sentía atrapada y se
desesperaba. Cuando Vita le reprochó que hubiera dicho a la gente
que ella y Denys estaban enamorados, le respondió: «Por supuesto
que lo dije. Pero ¿por qué? Para ocultar nuestra huida. Odio a los
hombres. Me repugnan, incluso los niños. El matrimonio es una
institución que debiera dejarse para viejas criadas temperamentales,
prostitutas hastiadas y la realeza». Apenas advirtió que la decisión de
Vita de huir con ella comenzaba a flaquear, le escribió: «Te han
apartado de mí, Mitya. Te han arrastrado a tu antigua vida; tiendes a
confundir las imitaciones con el original… Julian ha muerto».
Un indicio de fidelidad de Vita a Harold es que Violet llegó a
experimentar celos histéricos. Vita sabía que solo podría escapar a la
rendición total marchándose a París antes de la boda, ya fijada para el
16 de junio. Su decisión de «traicionar» a Violet fue bastante
repentina. Afirma que la causa fueron tres cartas de Harold. Ella le
había escrito:
No puedo creer que vaya a celebrarse la boda. Una boda
solemne, socialmente ostentosa… me parece demasiado grotesco. Y
sé que puedo impedirla incluso ahora. No puedo estar en Inglaterra, o
esa boda no se llevará a efecto. ESTOY ABSOLUTAMENTE
ATERRORIZADA. Te lo digo para que me protejas de mí misma. Si
me quedo en Inglaterra haré alguna tontería irremediable. Eres mi
único refugio, ya te lo he dicho. Si no fuera por ti, habría dado a
Londres motivos para hablar. (1 de junio de 1919.)

Y esta es una de las respuestas de Harold:

Sé que un día ganaremos —los dos— esta batalla terrible,


pero no quiero que salgas de ella cambiada y desgarrada como
Francia después de la guerra. Querida, me escribes con cinismo
cuando estás en Londres, pero los niños y la casa de campo parecen
transformar el hielo en lágrimas, y te expresas de un modo que me
lastima el corazón pero no me lo rompe. Afirmas que te sacrificas
tan solo por mí, y me aterra que digas eso. ¿Por qué imaginas que
no hay nada entre huir con Violet y prepararme la comida? Oh,
¿quién soy yo para devolverte la serenidad y la cordura? Mi amor
por ti es firme, pero el tuyo por mí parece a veces tan frágil que
podría quebrarse. (9 de junio de 1919.)

Antes de partir hacia París como quien va en busca de asilo,


Vita le envió la siguiente carta para tranquilizarle:

Oh, Hadji mío, por supuesto que te amo. Mi amor por ti es


inalterable. No sabes cómo reacciono al leer cada una de tus cartas. Je
m'humilie devant toi. No tengo palabras para describir el desprecio
que siento por mí misma. Oh, Hadji, no lo sabrás nunca. Nadie en esta
tierra tiene el poder de conmoverme que tú tienes. Una sola palabra
tuya me conmueve al instante, más que las lágrimas y los lamentos de
cualquier otra persona. No sabes el poder que tienes sobre mí; no lo
sabes. (13 de junio de 1919.)

Violet Keppel y Denys Trefusis se casaron en Londres el 16 de


junio de 1919, mientras Vita se encontraba en Versalles. Violet le
escribió una sola línea antes de salir de casa de su madre para ir a la
iglesia: «Me has roto el corazón. Adiós».
Nadie ha escrito nunca cartas como las que Violet mandó a
Vita durante su luna de miel:

¡Oh, devuélveme la libertad! Fui tan feliz, tan irresponsable y


libre. ¿Y qué soy ahora? Una nulidad con el corazón roto, una alondra
con las alas quebradas. Estoy desesperada. Las riñas son peores que
nunca; nos decimos cosas odiosas. No puedo evitarlo. Y no me
importa. (23 de junio de 1919.)

Y continuos telegramas desde San Juan de Luz: «Dile a Julian


que Lushka le ama tanto como siempre». Está fechado el 28 de junio
de 1919, día en que los alemanes firmaron la Paz de Versalles.
Al regresar a Inglaterra Violet y Denys vivieron en
Possingworth Manor, cerca de Uckfield, en Sussex, y ella reanudó
sus esfuerzos por convencer a Vita de que huyeran juntas.
Establecía desgarradoras comparaciones entre su matrimonio y el
de Vita; este era cariñoso, íntimo, seguro, y el suyo frío y estéril.
Empezó a hablar de separarse legalmente de Denys, que le había
dicho que ya no la quería. Violet le entregó las cartas de Vita para
que las leyera y dejara de hacerse ilusiones; él las quemó todas. Al
final Vita aceptó viajar con ella al extranjero y, sorprendentemente,
Harold estuvo de acuerdo. La excusa era que Challenge versaba
sobre Grecia y también sobre Violet, y Vita solo había visto Grecia
desde la cubierta del barco en el que había regresado de
Constantinopla en 1914:

Supongo que querrás llevarte a Violet contigo para tener dos


ejemplares al mismo tiempo, ¿verdad? En cualquier caso, no puedes ir
sola y Violet es la elección más lógica. Confío en ti, querida, y
supongo que ella no te hará odiarme. En el coche me dijiste: «Seré
brutal con Violet después de haberte visto», pero creo que estás fría
conmigo después de haber visto a Violet. Sabes que puedes confiar en
el amor que te tengo, en mi comprensión. Me alegra pensar que vas a
estar en lugares tan hermosos. Recuérdame como alguien que disfruta
porque tú disfrutas. (9 de agosto de 1919.)

No partieron hasta el 19 de octubre, cuando se dirigieron, vía


París, por Carcasona y Saint-Raphael, a Montecarlo. Harold empezó
muy pronto a lamentar su tolerancia. Revivió la angustia de diez
meses atrás, especialmente cuando supo que no irían a Grecia, pues
había revueltas en el país, y Vita le explicó que, puesto que el
Mediterráneo es casi igual en todas partes, podía captar el ambiente
tanto en un lugar como en otro. Los fuegos artificiales de Mónaco se
convirtieron al día siguiente en fuegos de Aphros. Reanudaron la vida
de antaño: el casino, el tenis y (una vez en el diario de Vita) Thé
dansant: Julian. Los mismos reproches de antes empezaron a llegar al
hotel Windsor desde Knole y París: escándalo, abandono de los hijos,
crueldad con los maridos (ahora eran dos), negativa a contestar las
cartas. Vita al fin se vio impelida a hacer comprender a Harold que su
conducta no era una mera travesura:

No creo que seas consciente, salvo en muy escasa medida, de lo


que en realidad está sucediendo. No creo que hayas tomado esto en
serio. Lo has considerado algo más o menos pasajero y «una cana al
aire», según tus propias palabras. Pero, querido, no puedes pensar
que me he alejado de ti y he arriesgado lo que he arriesgado —tu
amor, el de mamá, el de papá y mi propia reputación— por un
capricho. (En realidad me importa un bledo la reputación, pero lo
demás sí me importa.) ¿No te das cuenta de que solo una gran fuerza
puede haberme llevado a arriesgar todo esto? Hay muchos detalles
que me indican que no lo adviertes: «cana al aire»; hablas como si me
hubiera ido «de vacaciones»; te refieres a V. como «Sra. de Denys
Trefusis»… ¿No te das cuenta de que ese nombre es como una
puñalada para mí cada vez que lo oigo, cada vez que lo veo en un
sobre? Por favor, no vuelvas a usarlo.
Además, Hadji, mi querido, querido Hadji (tú eres mi querido
Hadji, porque si no fuera por ti me habría marchado con Violet), hay
algo más. Me dijiste que querías hacer el amor conmigo de nuevo.
Pero eso es imposible, querido; no puede haber nada de eso ahora…,
ahora mismo, quiero decir. Oh, Hadji, ¿no puedes entender siquiera
un poco? Soy incapaz de expresarlo con palabras. Y no es que no te
quiera. Te amo, te amo.
Todo esto es una tragedia terrible. Veo con excesiva claridad
que no era adecuada para casarme con alguien tan sensato, tan
bueno, tan cariñoso, tan puro como tú. No es justo para ti. Pero por
lo menos te amo con un amor tan profundo que no puede arrancarlo
otro amor más tempestuoso y que se mueve en un plano distinto. (5
de diciembre de 1919.)

El 18 de diciembre se reunió en París, sola, con Harold, que


estaba en cama debido a una inflamación en la rodilla. Lady Sackville
estropeó el reencuentro con su falta de tacto y las atenciones que
prodigó a ambos.
Los acontecimientos se precipitaron hacia el clímax. Vita
estaba locamente enamorada de Violet. Su audacia dio una impresión
de fuerza que estaba muy lejos de poseer. Tal como Harold le
escribió:
«Cuando caes en manos de Violet, pareces una cocainómana
temblorosa». Sucumbió a una poderosa tentación. Se portó como un
ángel con Harold mientras este estuvo enfermo, pero, en cuanto se
reunió con Violet en Londres a principios de enero de 1920,
empezaron a planear su huida, esta vez para siempre. Informó de sus
intenciones a Harold tan pronto como este volvió a Londres. Su diario
añade muy poco al relato autobiográfico:
17 de enero de 1920. Un día horrible. Voy temprano a Cadogan
Gardens y me quedo hasta mediodía hablando con H., que se niega a
aceptar que me marche hoy mismo. Voy a ver a L. (Lushka).
Almuerzo con Harold y le llevo después a Grosvenor Street (la casa de
los Keppel). L. conviene en esperar dos semanas y luego, cuando
Harold se marcha, me dice que no. Vuelvo a Knole abatida.

Durante las dos semanas que pasaron en Knole, Harold evitó


toda referencia a la crisis. Regresó a París el primero de febrero sin
saber si volvería a ver a su esposa, pero consolándose con la idea
(como escribió a Vita en el trayecto en tren de Londres a Dover) de
que «creo que estamos más unidos de lo que nunca han estado dos
personas y que, pase lo que pase, al final volveremos a estar juntos».
En ese mismo momento Vita le escribía en Knole:

Hadji, Hadji, me siento sola y estoy asustada. Tengo mucho


en el corazón, pero no quiero escribirlo, à quoi bon? Solo si yo
fuera tú y tú fueras yo, batallaría denodadamente para mantenerte
conmigo…, en parte, supongo, porque no tendría ni el valor ni la
discreción de actuar como tú y quedarme callada. Oh, Hadji, la
razón por la que a veces te hago decir ciertas cosas, decir que me
echarás de menos, es que necesito armas que me den fuerzas y,
cuando las dices, las atesoro y en los momentos de tentación me las
repito y pienso: «Así pues, a él le importas, se va a preocupar, eres
esencial para él. Vale la pena ser infeliz si le haces feliz a él». Pero
cuando me dices que no me echas de menos, como en París, o que
te preocupa el escándalo, pienso: «En fin, si es solo por el
escándalo y la conveniencia, y sobre todo porque soy su esposa
permanente y legítima, si no es por nada más personal,
¿vale la pena que me rompa el corazón para darle a él, no la felicidad,
sino una mera satisfacción?».
Así pues, pesco y pesco, y a veces consigo una trucha
pequeña, hermosa y plateada, pero nunca el gran salmón que se
agita, se revuelve y me demuestra que está luchando por su vida.
Te limitas a
decir: «Querida Vita», y dejas que yo misma invente mi convicción a
partir de tu silencio.
Pero yo sí he luchado. Me obligué a partir a toda prisa hacia
París para reunirme contigo en junio del año pasado. Y lo hice
solamente por amor a ti; lo demás me importaba bien poco, así que
comprenderás cuán fuerte ha de ser la tentación para que lo deje
todo, y también comprenderás cuán fuerte es mi amor a ti. Querido
mío, te amaré hasta el día de mi muerte; sabes que será así. (1 de
febrero de 1920.)

Es importante dar la respuesta de Harold, pues en ella se


advierte que no se había tornado en absoluto indiferente:

¿Cuándo te dije en París que no te echaba de menos? Querida,


te echo de menos todo el tiempo. Supongo que te dije que en París no
te echaba tanto de menos como en Londres. Si dije tal cosa, piensa que
hablé como si fuera un soldado y que lo que dije fue que no te echaba
de menos en las trincheras. Podría ser verdad, pero no significa que
no te quiera. Te quiero a todas horas, esté donde esté…, y si no fuera a
verte nunca más, no sé qué haría. Sería una desesperación
inimaginable, una especie de noche de invierno (un domingo) en
Aberdeen, y yo andando solo por las calles, con únicamente un hotel,
en el que no sirvieran bebidas alcohólicas, donde dormir.
Respecto a mi actitud en general. ¿A qué puedo apelar si no es
al amor? No puedo apelar a tu compasión, y eso haría si te
manifestara mis sufrimientos y temores. Sería ridículo apelar a tu
sentido del deber…, eso es una bobada. ¿Qué me queda salvo apelar
al amor, al amor que te tengo y me tienes? ¿Y cómo no va a ser esa
apelación difícil de expresar? Si me dejaras, jamás amaría a nadie
más. Lo veo muy claro. Me quedaría solo, terriblemente solo; peor
aún, pues hasta los recuerdos me resultarían dolorosos.
Y te equivocas de medio a medio al pensar que te considero mi
légitime. No eres una persona con la cual valgan la ley, el orden, el
deber, ni ninguna de las convenciones que nos atan en la vida. Nunca
he pensado en ti de ese modo. Ni siquiera desde el punto de vista de
los niños. Solo te considero la persona que más amo en el mundo y sin
la cual mi vida perdería su luz y sentido. (4 de febrero de 1920.)

Luego vino Lincoln, y después Amiens.


La excusa para ir a Lincoln fue la novela de Vita, The Dragon
in Shallow Waters, que se desarrollaba en esa zona, pero además le
dijo a su madre que se llevaba a Violet al campo para alejarla de
Denys, quien había amenazado con pegarle un tiro. Unos y otros se
contaban tantas mentiras para protegerse que resulta muy difícil
averiguar la verdad. Lady Sackville anotó en su diario esta
conversación con Denys:

5 de febrero de 1920. Tuve una extraordinaria entrevista con


Denys. Odia a Vita, es evidente. Me dijo que deseaba poder plantar
cara a la gente que chismorreaba sobre sus relaciones matrimoniales
con Violet. Que era su esposo de todas todas. Era una lástima que ella
no quisiera tener hijos —no soporta a los niños—, pero físicamente se
querían mucho y eran muy felices juntos. Era Vita quien le había
arrebatado a Violet. Dijo que se hacían mucho daño la una a la otra y
que esa amistad y sus «viajes» debían terminar; que si Violet se
marchaba con Vita se aburriría al cabo de tres días y regresaría con él.
Violet le había telefoneado para decirle cuánto se aburría en Lincoln
con Vita. ¡Qué puedo creer yo!

Lo cierto es que Vita y Violet eran muy felices en Lincoln,


donde se alojaban en el hotel Saracen’s Head. Allí planearon huir
juntas del país. Era un plan emocionante, y Vita estaba dispuesta a
llevarlo a cabo. Harold se hallaba en París, ocupado con la cuestión
del Adriático y el destino de los criminales de guerra, ajeno a pesar de
las reiteradas advertencias de Vita, a que el momento culminante
había llegado. Sabía que ella estaba en Lincoln, pero ignoraba que
Violet la había acompañado. Creía que Vita estaba impregnándose del
ambiente local para el Dragon.
Vita y Violet volvieron a Londres, vieron a Denys, hicieron
caso omiso de sus patéticas súplicas y viajaron juntas a Dover. Violet
cruzó a Francia esa misma noche. Vita se quedó en Dover con la
intención de partir al día siguiente (curiosa concesión a la
respetabilidad), día en que debían reunirse en Amiens, para no
regresar jamás.
Vita ha descrito lo que ocurrió al día siguiente. Denys la abordó
en el muelle de Dover y Vita le contó lo que planeaban. Pasó la noche
en el hotel King’s Head, escribiendo cartas la mayor parte del tiempo.
La primera, a su madre:

No me atrevo a pensar lo que imaginarás después de mi


telegrama. En suma, regresé de Lincoln anoche bastante tarde, Violet
vio a Denys y le dijo que quería abandonarle. Viajé con ella hasta
Dover y, en honor a la verdad, hice lo imposible por convencerla de
que volviera con él, pero no quiso ni oírme. De veras, de veras que lo
intenté, aunque era una tortura para mí, como tú mejor que nadie
comprenderás, ya que lo sabes todo. Finalmente se marchó de Dover
esta tarde y prometió enviarme un telegrama. Poco después llegó
Denys y ambos viajaremos mañana a Francia (¡qué viaje más ridículo!
Me doy perfecta cuenta, incluso ahora). Le pedirá a Violet que regrese
con él, y yo, ¡ay de mí!, volveré a tratar de convencerla de que lo
haga, pero dudo mucho que lo consiga. Si se marcha con él, creo que
me iré a París unos días con Harold. Pero si se niega solo Dios sabe
qué sucederá. Nunca he estado en una situación tan extraordinaria, y
hay que guardar el décor —hay una tormenta feroz y en la habitación
de esta horrorosa pensión solo tengo una lámpara de gas—. Todo me
parece irreal. Lo único real es la angustia de Denys y la mía.
Oh, mamá, no creas que no me lo tomo en serio. Sé muy bien
que alguien terminará mañana con el corazón roto, quizá yo —espero
ser yo—, y pienso en ti. (9 de febrero de 1920.)
A Harold le escribió:

Quizá trate de encontrar a V. Nada la inducirá a seguir con


Denys, aunque yo no vuelva a verla. Te diré el motivo, pero te pido el
secreto más absoluto y sagrado: Denys no quiere mantener la promesa
que le hizo al principio. Si ella vuelve con él, yo me iré contigo. Trato
de ser buena, Harold, pero deseo tanto estar con ella. Oh, querido,
estoy atrozmente sola. (9 de febrero de 1920.)

Nunca dijo qué pensaba hacer si Violet se negaba a volver con


Denys. Sin embargo, ofrece una pista en otra carta que escribió a
Harold a la mañana siguiente desde Dover. Es una especie de
testamento, y lo envió por correo certificado a París:

Parto dentro de una hora. Hay una tormenta terrible, pero el


barco está a punto de zarpar, así que debo irme; si no fuera por la
ignominia del mareo, no lamentaría tener que luchar con el mar y el
viento; sería más bien un alivio. Atiende, querido. Te escribo sobre
unos cuantos asuntos, por si me ahogo o pasa algo.
1) Te mando un cheque en blanco con el que podrás retirar
todo el dinero que tengo en el banco de Sevenoaks.
2) El pago de los impuestos de Ebury Street está al corriente.
3) El salario del jardinero de Long Barn está pagado.
4) Los intereses del dinero que papá nos prestó para comprar
Long Barn también están pagados.
Te lo dejo todo a ti. ¿Serás mi albacea literario? Supongo que
esto tiene valor legal.
Quizá sea mejor que lo firme.

Firmó «Victoria Nicolson» sobre un sello de 1,5 peniques.


«Por si me ahogo o pasa algo». Por si no regreso.
Vita ha explicado en su autobiografía lo que sucedió durante la
travesía del Canal y cuando Denys y ella llegaron a Calais. No omitió
nada. No cabe duda de que en ese momento ella y Violet estaban
resueltas a vivir juntas el resto de su vida. Llevaban dinero consigo
para comprar una casa, quizá en París, como dice en su diario, quizá
en Sicilia, como dice en la autobiografía. Su promesa de convencer a
Violet de que regresara con Denys se basaba en la esperanza y casi
certeza de que ella se negaría. ¿Qué clase de vida imaginaban para el
futuro? ¿Iban a dejarlo todo: hijos, casas, esposos? Por lo visto, sí.
Estaban decididas. El poema que Vita esbozó en el tren entre
Boulogne y Amiens ha llegado hasta nosotros por casualidad:

We have cleared the Northern seas

While you thought we took our ease,

But you won't be mistaken very long.

And you think that you will win,

But that’s just where you are wrong, wrong,

wrong. Here we come swinging along;

We will lead you such a dance

If in Belgium or in France,

But we aren’t going to trifle very long [10]

Una vez en Amiens, Denys abandonó toda esperanza y las dejó


solas; tomó el relevo George Keppel, el padre de Violet, con quien las
dos fugadas tuvieron una escena desagradable y ridícula. Al enterarse
de la huida, el hombre se había dirigido a Scotland Yard y mandado
«vigilar los puertos para impedir que salieran del país» (diario de lady
Sackville), pero sus precauciones habían sido del todo ineficaces. Ya
en Amiens, fue incapaz de enfrentarse a una situación que a duras
penas entendía y merodeó por los alrededores del Hôtel du Rhin los
dos días siguientes mientras Vita y Violet se dedicaban a pasear y ver
la ciudad.
La madre de Vita asumió el mando y organizó la operación de
salvamento desde Knole y Hill Street. En cierto modo gozaba de un
modo perverso: su hija demostraba estar a la altura de Pepita.

13 de febrero de 1920. Harold ha llegado de París. Me ha dicho


que no tiene ni idea de dónde está Vita. Le convencí de que fuera a ver
a Denys, cosa que hizo gustoso. Su estado es muy lamentable. Cuando
se marchó para asistir a su conferencia (la Sociedad de Naciones) fui
directamente a Grosvenor Street y me entrevisté con Denys. (…)
Piensa partir hacia Amiens mañana a las siete. Le pedí que llevara a
Harold, ya que tiene una avioneta de dos plazas, y de inmediato
aceptó. Lo acompañé a Cadogan Gardens, donde habló con Harold y
se pusieron de acuerdo. Denys se mostró muy sereno, y
completamente decidido a traer de vuelta a Violet o a romper de una
vez con ella.

Ojalá supiera más sobre ese vuelo. ¿De dónde sacó Denys la
avioneta de dos plazas? ¿De qué aeródromo despegaron? ¿Qué plan
acordaron? El diario de lady Sackville, la única fuente disponible, no
comenta esas cuestiones:

14 de febrero de 1920. Sin noticias de Vita. He pasado todo el


día pensando en el viaje de esos dos esposos a Amiens para intentar
traer de regreso cada uno a su esposa; parece una novela.

Sobre lo ocurrido en Amiens poco sé aparte del relato que


ofrece Vita en su autobiografía. El día culminante solo escribió en su
diario estas palabras enigmáticas:
14 de febrero de 1920. Denys y Harold llegan a Amiens juntos
en avión procedentes de Londres. Regreso a París con H. Mientras
cenamos, L. (Lushka) entra y en cierta medida siento que recobro la
vida. ¡Dios mío, qué día! Estoy destrozada de dolor, y si las cosas
fueran tan terribles como creí al principio ya habría puesto fin a mi
vida. Tuve que irme. La habría matado si me hubiera quedado un
minuto más. Le he dicho que no podré verla por lo menos durante dos
meses. Dijo que era una expulsión… y no es así. Sencillamente no
tengo valor para verla de momento.

No cabe pensar que la infidelidad de Violet (la infidelidad de


haberse acostado con su marido) destruyera el amor de Vita. Se
sentían derrotadas, no la una por la otra, sino por las convenciones,
por «ellos», por lo que hoy se llamaría «lo establecido», representado
en este caso por dos personas tan poco convencionales como Harold y
Denys. En 1921 Vita publicó en Orchard and Vineyard este admirable
poema, que quizá escribió en París en esa época, pues su ira no pudo
durar mucho tiempo con tal intensidad. El simple cambio de
pronombre no consigue disimular su angustia. El título del poema ya
es bastante elocuente: «Amargura»:

Yes, they were kind exceedingly: most mild

Even in indignation, taking by the hand

One that obeyed them mutely, as a child

Submissive to a law he does not

understand.

They would not blame the sins his passion wrought.


No, they were tolerant and Christian, saying: 'We
Only deplore…’, saying they only sought

To help him, strengthen him, to show him love; but he

Following them with unrecalcitrant tread,

Quiet, towards their town of kind captivities,

Having slain rebellion, ever turned his head

Over his shoulder, seeking still with his poor

eyes Her motionless figure on the road. The song

Rang still between them, vibrant bell to answering bell,

Full of young glory as a bugle; strong;

Still brave; now breaking like a seabird’s cry 'Farewell!’

And they, they whispered kindly to him, ‘Come,

Now we have rescued you. Let your heart heal. Forget!

She was your danger and your evil spirit.’ Dumb

He listened, and they thought him acquiescent. Yet

(Knowing the while that they were very kind)

Remembrance clamoured in him: ‘She was wild and free,


Magnificent in giving; she was blind

To gain or loss, and loving, loved but me — but me! [11]

No conocí a Violet. La vi un par de veces y ya era una mujer


madura, muy lejos de la cumbre de su juventud y no pude
reconocer en sus maneras los vientos que habían arrebatado a mi
madre porque tampoco sabía nada de su aventura. Ni siquiera sabía
que Vita pudiera amar de ese modo ni que lo hubiera hecho, pues
no hablaría con su hijo del asunto. Ahora que lo sé todo, la amo
aún más, como mi padre, porque fue tentada, porque era débil. Fue
una rebelde, fue Julian, y, aunque no lo supiera, luchó por algo más
que Violet. Luchó por el derecho a amar, tanto a hombres como a
mujeres, rechazó la convención de que el matrimonio requiere un
amor exclusivo y que la mujer solo debe amar a los hombres y
estos solo a las mujeres. Estuvo dispuesta a renunciar a todo. Sí, es
posible que estuviera loca, como declaró después, pero en cualquier
caso fue una locura magnífica. Quizá fuera cruel, pero fue una
crueldad a escala heroica. ¿Cómo puedo despreciar la violencia de
esa pasión? ¿Cómo podría ella lamentar que su testimonio haya
llegado a oídos de otra generación infinitamente más comprensiva
que la suya? De Amiens se fueron a París, Vita y Harold al
Alexander III, Violet y Denys al Ritz. Por carta y por teléfono
intentó Violet desesperadamente aclarar el malentendido que la
había llevado a perder a Vita, desdecirse, convencerla de que nada
había ocurrido la noche previa al viaje a Lincoln:

Estoy absolutamente atónita y traspasada de pena. ¿Cómo voy


a soportar esto? Dios mío, y la felicidad estaba tan cerca, Mitya. ¡Nos
habíamos ido, nos habíamos ido, nos habíamos ido juntas! Lo que me
resulta atroz es que todo se debe a un malentendido. Nunca, nunca,
nunca en la vida ha habido ningún intento como el que piensas por
parte de esa persona, jamás. Oh, Mitya, ¿por qué no me diste tiempo
para explicarlo? (14 de febrero de 1920, París.)

Al día siguiente Denys confirmó la versión de Violet sobre lo


ocurrido, pero más tarde le dijo a Harold que «había cometido
perjurio» (diario de lady Sackville), «y Harold interpretó que debía de
haber mentido a Vita al afirmar que nunca había consumado su
matrimonio con Violet» para evitar que Violet se suicidara. Nunca
sabremos la verdad, pero ¿qué importa ahora?
Violet y Denys iniciaron su horrible viaje de París a Toulon, sin
hablarse apenas salvo para insultarse o hacerse más reproches, y en
cada ciudad Violet detenía el coche para telefonear o telegrafiar a
Vita. Un paquete de telegramas franceses conserva su angustia:
«Viens! Viens!». «¡Oh, Julian! ¡Julian!» Todas las noches escribía
mensajes angustiados:

Te echo tanto de menos que voy a volverme loca. He pasado la


mitad del día en un estado de estupor y la otra mitad llorando.
Apenas he comido y dormido desde que salimos de Amiens…
Todavía tengo el dinero, nuestro dinero, el que debía ser para nuestra
casa. (17 de febrero de 1920.)

Me repugnan sus lágrimas y su servilismo. Le dije que solo le


consideraba mi carcelero y que mi única ambición era marcharme. Le
odio. Le odio. Nunca le he pertenecido en ningún sentido. Los
hombres me parecen animales. (18 de febrero de 1920.)

En Toulon se reunieron con la señora Keppel, que trató con


suma delicadeza a su hija. No insistió en que Violet debía permanecer
con Denys ni en que había de romper definitivamente con Vita, quien,
si quería, podría vivir con ella en Inglaterra de vez en cuando. Le
ofreció una asignación de seiscientas libras anuales. Pero ni su
generosidad ni su suave esfuerzo de persuasión lograron que Violet
cambiara de parecer. Escribió a Vita: «Me escaparé de Bordighera
apenas tenga ocasión; debes reunirte conmigo en un pueblo del sur
de Francia». Vita regresó tranquilamente a Inglaterra e incluso
accedió, más como acto de renuncia que de contrición, a abandonar
la publicación de Challenge, ya en galeradas. Acudió con Harold al
teatro, a comidas y reuniones, sin que sus gestos y palabras
delataran lo que había sucedido entre ambos, y eran prácticamente
los únicos que no decían nada al respecto.
En marzo se reunió con Violet en Aviñón. Harold la había
animado a verla al suponer que la crisis ya había pasado. Pero no fue
así, como indica el diario de Vita:

San Remo. 23 de marzo de 1920. L. ha estado desagradable


conmigo durante todo el día, me ha hecho entristecer y exasperar.
Perdí la cabeza después de cenar y le dije que me quedaría con ella.
Paraíso restaurado.

Venecia. 28 de marzo de 1920. Todo vuelve a estar negro. He


tenido que decirle a L. que debería regresar. Horrible. Está hundida.
Yo también. Creo que el Gran Canal, a pesar del fango y las cebollas
que flotan, sería preferible.

Vita regresó en abril y la primavera no le aportó placer alguno.


«País bestial y gris», escribió. Trató de recuperar el hilo y continuar
con el Dragon:

Oh, mi buen Dios, últimamente no puedo escribir. Me vuelve


loca recordar la facilidad con que lo hacía antaño… ¡Diez o doce
páginas diarias! Y la poesía ha desaparecido, desaparecido, se ha
alejado de mí. Cómo envidio la clara inteligencia de Harold. Debo
sacudirme esta inercia. Ojalá fuera pobre, miserable, completamente
pobre, y estuviera obligada a trabajar para ganarme el sustento.
Necesito un estímulo. Soy una criatura podrida.
Para distraerse y olvidar por un tiempo las incesantes cartas de
Violet («Tendremos que luchar con uñas y dientes por nosotras»)
navegó por el canal de la Mancha en el yate de su padre, el Sumerun.
Al día siguiente de su regreso a Long Barn se sentó en un campo,
abrió un cuaderno y empezó a escribir: «23 de julio de 1920. En
realidad no tengo derecho a escribir la verdad de mi vida…».

El final de la historia se puede contar muy rápidamente.


Mientras Vita escribía su autobiografía, tenían lugar las últimas
escenas de la misma, así que en las etapas finales se convierte en un
relato sobre la marcha. Al finalizar 1920, el amor apasionado de
Violet por Vita seguía intacto; el de Vita se enfriaba, tal como indica
el primer párrafo de la autobiografía. Aparte de algunos chispazos, no
sobrevivió al impacto de Amiens.

Oh, Mitya, no sabes lo infeliz que soy. Tengo la impresión de


que estamos por completo separadas. Desconoces lo que puede sufrir
el corazón humano. Te mostraste muy fría por teléfono: lo que me
faltaba. Me duele muchísimo. Piensa cuán feliz es tu vida comparada
con la mía. Si me abandonas, ¿qué me queda? Trata de amarme. Hace
un año no necesitaba decírtelo. Me rompe el corazón tener que decirlo
ahora. (31 de diciembre de 1920.)

«Piensa cuán feliz es tu vida comparada con la mía.» Ahí


estaba el problema. Habían sido cómplices; no obstante, una regresaba
al amor y a la libertad, en tanto que la otra quedaba en prisión y
despreciada. En la vida de Violet no había nada comparable al amor
de Harold, al amor de lady Sackville. No tenía hijos. No tenía amigos
íntimos. Denys no podía hacer nada con ella; y tampoco, de momento,
su madre. Cada carta proporcionaba a Vita nuevas pruebas de su
aislamiento. Comparemos dos cartas escritas con una semana de
diferencia. La primera se la escribió Denys a Violet, quien se la envió
a Vita con la intención, podemos suponer, de provocar su compasión:
Es cuando menos monstruoso que empieces a hacerme
reproches con suma frialdad después de tu trato absolutamente
inhumano y abominable. ¡Comparas la dureza y la frialdad de unos
cuantos días con la absoluta crueldad de un año entero! No lo
soportaré más. Voici la vraie vérité. Je ne t’aime plus. (21 de julio de
1920.)

La segunda es de Vita a Harold:

He estado trabajando en el jardín y escribiendo mucho. Me he


quedado sola adrede. Te amo tanto…, es como un pozo, tan hondo
que si fueras hasta el fondo verías las estrellas. (26 de julio de 1920.)

Harold había triunfado, aunque nunca lo consideró un


triunfo. Había triunfado no solo en los últimos meses, sino durante
los últimos diez años.
Como es lógico, una hoguera tan grande no podía apagar se de
súbito. En enero de 1921 Vita cedió a las súplicas de Violet hasta el
punto de pasar seis semanas con ella en Hyères. Al volver escribió el
último párrafo de su autobiografía, fechado el 28 de marzo de 1921.
Deseaba con toda el alma romper de una vez por todas.

Estoy muerta de pena (escribe Violet). Completamente sola. No


puedes desear que sufra tanto. Tenías que escoger entre tu familia y
yo, y los has escogido a ellos. Lo comprendo. Pero también tú debes
comprenderme si algún día busco el modo de escapar de todo esto.
(26 de marzo de 1921.)

Se refería al suicidio. Vita se quedó muy preocupada. Se sentía


responsable, y este fue el lazo que mantuvo Violet sobre ella durante
ese año. Ignoro cómo terminó todo. Las cartas de Violet eran poco a
poco menos tristes y contenían menos recuerdos dolorosos. A finales
del año siguiente, 1922, Vita estaba lo bastante segura de la fortaleza
de Violet para ser cruel. Escribió a Harold:

Ni por un millón de libras volvería a tener relación alguna con


Violet, ni aunque tú no existieras, tú, a quien amo honda e
incurablemente. Oh, sí, ya sé que dirás: «Pero entonces me amabas y
sin embargo te marchaste con ella». Es verdad. Te amaba, y siempre te
he amado, durante esos años desgraciados, pero tú sabes qué es un
enamoramiento y estaba loca. (8 de diciembre de 1922.)

Cuatro años más tarde se pregunta, no por primera vez, si


Harold no fue excesivamente amable con ella:

Nunca has comprendido respecto a Violet: a) que fue una


locura que jamás podré repetir. Algo así sucede solo una vez y
consume con su fuego la capacidad de albergar tales sentimientos;
b) que en cualquier momento podrías haberme reclamado y que por
alguna extraordinaria razón no lo hiciste. Te lo imploré: quería que
me rescataran. Y no me tendiste la mano. Creo que hubo una
mezcla de orgullo y de prudencia equivocada por tu parte. Sé que
pensabas que si intentabas retenerme me marcharía de todos
modos. Pero en esto te equivocabas, porque nunca perdí de vista
que tú eras la persona a la que amaba en el sentido de amar para
siempre. Supongo que no lo creías entonces, pues de lo contrario
no habrías corrido el riesgo. (17 de agosto de 1926.)

«Y no me tendiste la mano.» Sí lo hizo, una y otra vez. Vita


debería haber escrito: «Y no me agarraste con fuerza de la mano». En
esto tiene razón. Era orgullo y prudencia equivocada, a lo que se
puede añadir el respeto que sentía por ella y la cortesía con que la
trataba. Harold le había dado todo su amor y, si esto no bastaba,
habría sido egoísta retenerla por la fuerza.
Cabe preguntarse qué tenía que decir Violet sobre el asunto. He
citado algunos fragmentos de su autobiografía Don’t Look Round. Se
limita a decir:

El matrimonio puede dividirse en dos categorías: los que


empiezan bien y terminan mal, y los que empiezan mal y terminan
bien. El mío entra (en líneas generales) en la segunda categoría. Solo
conseguimos establecer un modus vivendi al cabo de un año. Me
apresuro a agregar que la culpa fue enteramente mía. Era egocéntrica,
caprichosa, insensible y detestable.

Denys y Violet volvieron a vivir juntos. «Ambos amábamos la


poesía, Francia, los viajes. Éramos europeos en todo el sentido de la
palabra. Nos hacían reír las mismas cosas. Nos peleábamos mucho y
nos amábamos no poco. Éramos más dignos de envidia que de
compasión.» No tuvieron hijos y vivieron juntos en París hasta la
temprana muerte de Denys, de tuberculosis, en 1929. La de Violet fue
una vida plena. Se convirtió en una importante novelista, un centro de
la sociedad intelectual de París. Era conocida por su agudeza y
facilidad de palabra y hasta el fin de su vida mantuvo algo del gran
estilo de la era eduardiana. Fue siempre un ave del paraíso, una mujer
diferente, eléctrica, brillante y estimulante, cuya personalidad se
refleja en sus dos casas: Saint Loup, cerca de París, fuerte y gótica, y
la Villa Ombrellino, en las afueras de Florencia, llena de sol, de
sueños, de perfumes, seductora. Recuerdo sus andares juveniles
cuando visitó Sissinghurst, la elegancia de sus vestidos franceses, su
poder. Nos miró con curiosidad, curiosidad que no comprendí
entonces.
Mi madre y ella no se vieron ni escribieron durante dieciocho
años. En 1940 otra guerra volvió a unirlas. Violet huyó de Francia a
Inglaterra y telefoneó a Vita. El terror de mi madre demuestra lo que
Violet aún significaba para ella:

Lushka, qué persona más peligrosa eres. Creo que es mejor que
no nos veamos mucho. Nos amamos demasiado profundamente
durante demasiados años y no debemos volver a jugar con fuego.
Ambas trastornamos la vida de la otra; no debemos hacerlo de
nuevo. Solo oír tu voz por teléfono me trastornó. Te quise y creo
que tú me quisiste. Aparte de esos tres años de nuestra apasionada
historia de amor, tuvimos antes años y años de amor infantil y de
amistad. Eso cuenta. Hace que te quiera mucho. Hace que me
quieras mucho. (31 de agosto de 1940.)

Violet vino a Sissinghurst. Vita escribió después:

Es como si unas grandes alas batieran a mi alrededor: las alas


del pasado. ¿Estoy en Carcasona? ¿En Aviñón? ¿En Venecia? (¡Ojalá
hubiéramos sido más audaces, en lugar de terminar siempre en
Montecarlo!) Sí, ha sido bueno verte. (…) El pasado no me preocupa.
(…) Te dije que me asustabas. Es verdad. No quiero enamorarme otra
vez de ti. Estimo mucho la vida tranquila que llevo. (…) Pero si de
verdad me quieres me iré contigo siempre, a cualquier parte.

Y, diez años más tarde, en 1950:

Ha pasado el tiempo de nuestro enamoramiento y nos ha


dejado este amor extraño y profundo, que parece haber durado desde
la época en que estábamos en Duntreath. Hay algo muy raro entre tú
y yo, Lushka. Siempre lo hubo.

Durante nuestra infancia ignorábamos estos acontecimientos y


veíamos en el matrimonio de nuestros padres una felicidad conyugal
sin contratiempos. Sin duda pensábamos (si alguna vez pensamos en
ello) que siempre había sido así. Hasta que un día lady Sackville —y
no hay excusa que valga para ella— se lo contó todo a mi hermano.
Como aportación a este libro, le he pedido que explique lo que
sucedió. Así pues, Ben se encarga de terminar la historia:
«Al dejar Eton y antes de entrar en Oxford, empecé un diario.
Tenía dieciocho años. De un estante he sacado mi primer volumen
polvoriento, encuadernado en carta Varese. Apenas me atrevo a
transcribir las palabras ingenuas e infantiles que contiene. En aquel
entonces, a los dieciocho años todavía éramos niños, nada interesados
aún por el mundo de los adultos:

»Martes, 9 de mayo de 1933. He ido yo solo a visitar a A. (lady


Sackville) a White Lodge (Roedean, Brighton). No estaba de mal
humor, solo cansada. Se pasó el rato contando cosas de M. y P. (Vita y
Harold) para ponerme en contra de ellos —que M. se enamoraba de
mujeres y P. de hombres—, de Violet Keppel, de Virginia Woolf,
etcétera. Historias sin fundamento. Debí impedírselo, pero la escuché
mansamente. Al terminar me hizo prometerle que no diría nada a M.
ni a P. Me detuve en el club de golf de Hawkhurst al regresar y vi a mi
profesor. Desde luego se lo expliqué todo a M. y P. P. dijo que A. era
como Yago y que nadie creería que pudiera existir una persona así. M.
dijo que era un genio echado a perder. Creo que no la entendí.

»Miércoles, 10 de mayo. Cuando terminé de escribir lo de ayer,


M. vino a mi habitación a medianoche y me dijo que lo que me contó
A. era cierto. Mis estantes se han…

»y a continuación explico la lección de golf de esa tarde, sin


preocuparme en absoluto del asunto.
»Es todo lo que me parece digno de contarse. Y no obstante ese
día de hace cuarenta años, con la visita a Brighton y la cena posterior
en Sissinghurst, está grabado en mi memoria con mayor precisión que
los acontecimientos de la semana pasada. Nigel se había marchado a
Eton y por eso fui solo a Brighton. Estaba orgulloso de mi primer
coche. Mi abuela vivía a la sazón en una casa expuesta al viento, en el
acantilado, cerca de la escuela de Roedean. Estaba postrada en la cama
y medio ciega. Cada dos meses más o menos Nigel (cuando estaba en
casa) y yo pasábamos el día con ella. Nunca sabíamos qué esperar:
trato desagradable, generosidad descontrolada, almuerzo cocinado
por el jardinero junto a la cama de la abuela o en una helada terraza a
las tres y media de la tarde, un cheque de 10 libras o la expulsión
después de cinco minutos de entrevista tormentosa. Ese día su
cansancio provocó las innobles revelaciones. O bien mi madre le había
“robado todas sus joyas” o no le escribía desde hacía seis meses (le
escribía a diario): busco alguna explicación para su exabrupto. Es muy
posible que no hubiera ninguna causa, ni real ni imaginaria; quizá
solo deseaba dar rienda suelta a su dolor y su soledad —una anciana
medio ciega con un jardinero en lo alto del acantilado, sin que nada la
mantuviera viva a excepción de sus recuerdos de Washington, de
Knole y de su perdida belleza— envenenando la mente inocente de su
nieto.
»"Durante nuestra infancia ignorábamos estos
acontecimientos", ha escrito mi hermano más arriba. Nunca pensé
mucho en mis padres porque eran adultos, pero si alguna vez lo hice
jamás tuve razones para sospechar que su felicidad conyugal se
hubiera interrumpido en algún momento. Y aquel día, durante varias
horas, mi abuela se dedicó a desilusionarme contándome la historia
de Violet; me explicó que mi madre había estado dispuesta a
abandonar a su marido y sus dos hijos pequeños por una "Circe" y
que lo habría hecho si ella (mi abuela) no hubiera intervenido en el
último momento para impedirlo; que unos años después otra mujer
entró en la vida de mi madre y a punto estuvo de destruir de nuevo el
matrimonio. ("Esa tal señora Woolf, que describe en su libro
(Orlando) cómo tu madre ¡cambió de sexo!") Luego se centró en su
angelical yerno y me habló de los jóvenes que había conquistado en
Persia y en todas las capitales de Europa. Y yo, qué vergüenza, oía
todo eso con demasiada indiferencia para protestar o marcharme de
inmediato hecho una furia. Después del té quizá considerara que había
ido demasiado lejos, pues me pidió que no repitiera nada. Salí de su
casa muy tranquilo, en parte porque no creía una palabra de lo que
había
dicho, y en parte porque me preocupaba más el partido de golf del día
siguiente que los pecadillos de mis padres. Habría sido un paciente
desconcertante en el diván del psiquiatra.
»En cualquier caso, el impulso de repetir lo que me había
contado fue más fuerte que mi promesa de guardar el secreto. Esa
noche, en Sissinghurst, solo estábamos los tres, mis padres y yo.
Escucharon en silencio mi aventura y de vez en cuando se miraban
con gesto interrogativo a medida que yo reproducía las crueles
palabras. Fueron ellos lo que se mostraron turbados, no yo. Atribuí su
turbación a la sorpresa que les producía que lady Sackville hubiera
hecho algo tan monstruoso. No se me ocurrió pensar que también les
dolía que su hijo adolescente les recordara el drama central de sus
vidas.
»Me imagino la conversación que se desarrollaría una vez que
se hubieron retirado del comedor. La verdad ya estaba revelada, pero
¿cuál de los dos iba a confirmarla? La discusión no pudo durar
mucho, ya que mi padre, con sus remilgos, difícilmente me habría
aclarado nada; por carta quizá, pero no cara a cara. Fue mi madre
quien se sentó en mi cama a medianoche y se quedó conmigo hasta el
alba; creo que fue la primera conversación íntima que tuvimos. Me
dijo que todo era cierto, excepto que Virginia hubiera puesto en
peligro su matrimonio, pero que nada de eso importaba, pues el amor
que se tenían el uno al otro era tan poderoso que podía soportar
cualquier cosa.
»La parte de mi diario correspondiente al 28 de mayo, tres
semanas más tarde, dice:

»Virginia y Leonard vinieron a almorzar. Virginia tenía buen


aspecto y parecía feliz después de su viaje por Italia. Escuchó toda la
historia de mi visita a Brighton con la cabeza inclinada. Dijo: “Habría
que pegar un tiro a esa anciana”».
QUINTA PARTE

por Nigel Nicolson


LA huida de Vita con Violet Trefusis fue la única crisis del
matrimonio. Una vez superada, Harold y ella pudieron hacer frente
con serenidad a muchos incidentes tan amenazadores que cada uno
de ellos habría bastado para romper la mayoría de los hogares.
Después de Amiens tenían dos metros de agua bajo la quilla y su
embarcación, que casi se había estrellado contra las rocas de la costa,
pudo navegar fácilmente entre los escollos y alejarse de ellos. Violet
había demostrado a ambos que nada podía destruir su amor, el cual se
fortaleció con la completa libertad que se concedían mutuamente. Los
dos eran francos al respecto, de palabra y por carta. No necesitaban
discutir: se comunicaban los hechos y las emociones que sentían.
Harold llamaba «tus embrollos» a las aventuras de Vita y esta «tus
diversiones» a las de su marido. Nunca tuvieron celos. A Harold solo
le preocupaba que Vita rompiera el corazón a alguien, a una rival o al
marido de otra mujer; a ella, más que preocuparle, le divertía lo que le
sucedía a Harold, a sabiendas de que él controlaba mejor esas
situaciones. Al parecer nunca pensaron ni un instante en el escándalo
ni, en el caso de Harold, en la ley; sus amigos intelectuales eran
infinitamente tolerantes, y no les importaba lo que pudieran comentar
los extraños:

Supongo (escribe Vita) que noventa y nueve de cada cien


personas, si lo supieran todo de nosotros, nos considerarían ruines y
degenerados. Y sin embargo tengo la absoluta seguridad de que
noventa y nueve de cada cien son más ruines y degenerados que
nosotros. No quiero jactarme, pero estamos vivos, ¿verdad? Y nuestra
vida, por dentro y por fuera, es rica… no una mezquina repetición de
mezquinos hábitos cerebrales.

Tan libres eran que muy a menudo el amigo de Harold y la


amiga de Vita pasaban el fin de semana en Long Barn y los cuatro
hablaban abiertamente de la situación. Lady Sackville se refiere en su
diario a esta actitud, y la confusión que le producía la lleva a utilizar
palabras poco afortunadas:

23 de septiembre de 1923. Vita se dedica por entero a Harold,


pero entre ellos no hay nada sexual, lo que no deja de ser extraño en
una pareja tan joven y agraciada. Ella no es nada celosa y de buena
gana le permite aliviarse con cualquiera. Así lo dijeron ambos,
abiertamente, cuando estuve con ellos en Long Barn y Reggie Cooper
(que también estuvo con Harold en Wellington y Constantinopla) se
hallaba allí. Esto me escandalizó sobremanera…

Proporcionaron una base moral a esta cordial relación. Los dos


poseían una mente analítica e inventaron una «fórmula» para su
matrimonio, «una fórmula firme y elástica —decía Harold—, que
permitía redoblar las alegrías del amor y la vida y disminuir sus
sufrimientos»; o, como le escribió Vita, «estamos seguros el uno del
otro en esta extraña relación íntima, distanciada y mística que nunca
podremos explicar a un desconocido». La fórmula consistía en esto: lo
más importante era confiar por completo en el otro. En la mayoría de
los matrimonios, «confianza» es sinónimo de fidelidad. En el suyo
significaba que debían contarse siempre sus infidelidades, avisarse de
las inminentes crisis emocionales y, sucediera lo que sucediese,
regresar finalmente al centro común. En cierta ocasión Vita expuso un
«pequeño credo» a Harold: «Amarme haga lo que haga. Creer que mis
motivos no son despreciables. No dar crédito a lo que te digan sin
escuchar antes mi versión. En última instancia, renunciar a todo y a
todos por mí».
La base de su matrimonio era el respeto mutuo, el amor
permanente y «una comunidad de valores». Había ciertas cosas que
estaban mal y, mientras estuvieran de acuerdo en cuáles eran, no
importaba mucho si en otros aspectos se comportaban de modo
distinto o incluso (a los ojos del mundo) censurable. Cuando éramos
niños, dividían la mala conducta en «crímenes» y «pecados», y se
aplicaban las mismas normas a sí mismos. Los crímenes eran las
travesuras, por las cuales nos castigaban. (A mi madre no se le daban
bien los castigos. Cuando rompí las ventanas del invernadero, decidió
pegarme en el trasero con el cepillo del cabello, pero, como era la
primera vez que lo hacía, me golpeó con la parte de las cerdas, que
eran muy suaves.) Los pecados eran para ellos algo tan horroroso que
ni siquiera nos castigaban: bastaba con que se hicieran públicos. Solo
había tres pecados: la crueldad, la falta de honradez y la indolencia.
Vita cometió el primero en 1919 — 1920; nunca más. Harold jamás
cometió ninguno. La moral de ambos puede resumirse en
consideración hacia los demás, en especial del uno hacia el otro, y
desarrollo de los talentos naturales hasta su plenitud. Era una
amalgama de virtudes cristianas y concepto dieciochesco de la vida
civilizada.
En 1929 comentaron en un programa radiofónico de la BBC sus
ideas sobre el matrimonio, y esta fue su conclusión:

HAROLD: ¿Estás de acuerdo en que un matrimonio


satisfactorio es el mayor de los logros humanos?
VITA: Sí.
HAROLD: ¿Y en que se debe fundar en el amor guiado por la
inteligencia?
VITA: Sí.
HAROLD: ¿En que una condición esencial para su éxito es la
comunidad de valores?
VITA: Sí.
HAROLD: ¿En que lo único que evita la tensión conyugal es la
modestia, el buen humor y, sobre todo, el trabajo?
VITA: Sí.
HAROLD: ¿Y el dar y recibir?
VITA: Y el dar y recibir.
HAROLD: Y la estimación mutua. No creo en la duración de
ninguna clase de amor fundado en la piedad, o en los instintos
maternales o protectores. Se debe fundar en el respeto.
VITA: Sí, estoy de acuerdo. La teoría del cavernícola y la
mujercita dulce hace mucho que caducó. Era un insulto a las mejores
cualidades de ambos cónyuges.

El matrimonio era en su opinión (pero no lo dijeron en la


entrevista de la BBC de 1929) «antinatural». Solo era tolerable para
personas de carácter muy fuerte y mentalidad independiente siempre
que lo consideraran una asociación de amigos íntimos. Era un lazo
que debía durar únicamente el tiempo que ambos desearan. (Por esta
razón, los dos estaban a favor del divorcio.) Pero, como un
matrimonio feliz es «el mayor de los logros humanos», marido y
esposa debían luchar para que funcionara. Cada uno debía poseer la
sutileza suficiente para amoldar su personalidad y conducta a la del
otro, faceta a faceta, cóncavo a convexo. El marido debía desarrollar
el aspecto femenino de su naturaleza y la esposa el masculino. Él
debía cultivar las cualidades de la empatía y la intuición; ella, las del
distanciamiento, la razón y la decisión. Él debía responder a las
lágrimas; ella no debía perder los estribos.
Amoldarse el uno al otro les resultó particularmente fácil,
pues ya poseían dichas cualidades. Vita no dejó de lamentar desde
la infancia no haber nacido varón. Cierta vez le citó a Violet la
magnífica frase de la reina Isabel: «No me habrían tratado así,
caballeros, si hubiera nacido varón». Heredó de su madre el don
aristocrático del mando y en muchas cosas era muy competente.
Harold poseía ciertos atributos femeninos, la clemencia y la
emotividad. Vita resultaba en ocasiones intimidante; Harold, rara
vez, aunque era un león en la vida diplomática y social londinense.
Si presenciaban juntos un acto de crueldad, como el que un
campesino griego apaleara un burro, Harold manifestaba su horror
y ella intervenía furiosa. Él obedecía las normas con el instinto de
un funcionario bien preparado; ella protestaba y a veces las
rechazaba. Harold poseía una faceta sentimental de la que Vita
carecía; podía emocionarse hasta llorar viendo una película o una
obra teatral en que triunfara la virtud o se abusara de la inocencia; a
ella esto no le afectaba. En el matrimonio era ella quien corría riesgos
calculados, que a veces podían poner en peligro a ambos. Los riesgos
que aceptaba Harold eran más espontáneos, motivados siempre por
una súbita emoción personal o política. Sin embargo, como se
conocían tan íntimamente y el amor que se profesaban era tan
profundo, a ninguno de los dos le molestaban estas diferencias. Vita le
reprochaba en ocasiones su debilidad (por ejemplo, por aceptar tarifas
muy bajas de las editoriales), y él se burlaba de las notables lagunas
de su conocimiento del mundo, como por ejemplo su incapacidad
para comprender un impreso de impuestos sobre la renta o para
sumar una simple columna de cifras, o su irremediable creencia de
que ríos como el Nilo, que corre hacia el norte, debían de discurrir
cuesta arriba. Nunca, nunca les vi perder la paciencia el uno con el
otro, y mi madre me dijo que eso les sucedió una sola vez. El
incidente puede considerarse un buen ejemplo de lo que voy diciendo:
una tarde ella entró en la habitación de Harold, que le gritó: «¡Fuera!».
Herida y molesta, le tiró los lirios que llevaba en la mano y cerró
violentamente la puerta. Harold corrió tras ella para explicarle que el
regalo de cumpleaños —un busto de Hermes— que pensaba
entregarle al día siguiente como una sorpresa estaba sobre su mesa,
sin envolver.
Ningún lector dejaría de convencerse del amor que se tenían si
me dedicara a citar las cartas que se escribieron durante cincuenta
años, pero tal antología resultaría tediosa y abrumadora por su
tamaño. En la mayoría de los matrimonios, al cabo de un tiempo el
amor deja de expresarse con palabras, o solo se expresa en el lecho.
En su matrimonio no existía el lecho, pero ambos, como escritores que
eran, gozaban infinitamente analizando sus emociones. Como
estuvieron separados muy a menudo, se escribieron miles de cartas,
que formaron la trama y urdimbre de su matrimonio, el cual se
enriqueció y fortaleció continuamente de este modo. Ella se refería «al
gran triunfo de ser amada por ti», ambos se asombraban de su buena
suerte. Amaban en el otro las cualidades que no poseían: Vita, la
benevolencia de Harold; este, el desatado romanticismo de ella. Les
divertía identificar sus diferencias a fin de subrayar las cualidades que
compartían. Tenían muchos intereses en común: la literatura, los
viajes, la jardinería; sus hijos; sus casas de campo; sus posesiones; sus
gustos; sus proyectos pasados y presentes; recuerdos de alegría y de
cuasidesastres. Todo esto formaba un variado popurrí que jamás
perdía su fragancia. Las separaciones aumentaban su aroma. Aunque
penosas, les parecían una ilusión, pensaban que el otro podía estar en
la habitación contigua. «Tu carta —le escribió una vez Harold a Vita
desde Persia— me hace creer que la distancia no importa y que la
soledad es solo un desplazamiento físico, no espiritual.» Podían llegar
hasta el otro a través de continentes para sentirse el pulso y medirlo
con exactitud. Podían pasar horas en Long Barn leyendo en silencio y
de pronto ponerse a hablar al mismo tiempo. Esta comunión de
sentimientos era tan expresiva como una caricia o una mirada. Si uno
enfermaba o imaginaba un peligro (y a Vita cada taxi le parecía una
amenaza, cada avión una muerte segura), la angustia los torturaba.
Harold era capaz de enviar un telegrama desde el otro extremo del
mundo para saber del último ataque de ciática de su esposa. Bastaba
que la prensa publicara un párrafo hostil sobre Harold para que Vita
se desesperara, y él se angustiaba cada vez que ella debía dar una
conferencia o hablar por radio (actividades que a Vita le ponían
nerviosa). El constante interés por la vida del otro y sus sentimientos,
la preocupación sin intromisiones, era expresión tanto de su amor
como de la fuerza de este. En plena Segunda Guerra Mundial Vita
escribió a Harold un poema que el poeta laureado Cecil Day-Lewis
leyó en la ceremonia póstuma que se efectuó en honor de ambos en
1968:

I must not tell how dear you are to

me. It is unknown, a secret from

myself
Who should know best. I would not if l could

Expose the meaning of such mystery.

I loved you then, when love was Spring, and

May. Eternity is here and now, I thought

The pure and perfect moment briefly

caught As in your arms, but still a child, I

lay.

Loved you when summer deepened into

June And those fair, wild, ideal dreams of

youth Were true yet dangerous and half

unreal

As when Endymion kissed the mateless moon.

But now when autumm yellows all the leaves

And thirty seasons mellow our long love,

How rooted, how secure, how strong, how rich,

How full the barn that holds our garnered sheaves! [12]
Vita escribió el poema en Sissinghurst, pero durante quince
años, hasta 1930, vivieron en Long Barn, muy cerca de una aldea
conocida por el nombre de su distrito, Sevenoaks Weald, en una
ladera desde la que se domina un ordenado conjunto de campos y
bosquecillos. La encontraron en 1915. Era una casa medio derruida en
la que, según se decía, había nacido Caxton, el impresor y escritor
inglés del siglo XV; entre las piedras hallaron una moneda de 1360
que demostraba su antigüedad. Y así estaba: el suelo era irregular, de
modo que los muebles parecían torcidos, y el techo se mantenía no
tanto por arte de la construcción como gracias a los ángulos naturales
de reposo. En lugar de jardín había un montón de piedras y una
maraña de zarzas y ortigas. Restauraron la casa y le agregaron un ala
en ángulo recto (aprovecharon las vigas de un viejo establo
abandonado que había al pie de la colina); hicieron un jardín en una
serie de planos y terrazas amuralladas que descendían gradualmente
y pasaban de la formalidad a la simplicidad de los campos aledaños.
Long Barn no era una vivienda sencilla. Tenía siete dormitorios,
cuatro baños y un salón de casi veinte metros de largo. Siempre hubo
por lo menos tres sirvientes y dos jardineros. Podía albergar a tres o
cuatro huéspedes al mismo tiempo; era soleada, hermosa, romántica y
cómoda. Conservaba el ambiente de inocencia rústica propia del siglo
XIV. El despacho de Vita tenía el techo bajo y de madera, y su
dormitorio, situado justo encima, parecía siempre a punto de
desplomarse, aunque aún sigue en pie. Harold se construyó un
estudio al fondo del ala nueva. Nosotros, los niños, vivíamos aparte,
en otra casa situada más arriba. Esta separación física de la familia era
sintomática de nuestra relación. Cada uno debía tener una habitación
propia, pero también debía haber, y de hecho la había, una estancia
donde de vez en cuando nos reuniéramos todos, pequeños y mayores.
La nuestra fue una infancia extraña, aunque no nos lo pareciera.
Nuestros padres eran figuras distantes y, por lo tanto, admirables.
Hasta que fuimos a la escuela estuvimos al cuidado de una niñera.
Las comidas, lecciones y caminatas conformaban nuestra vida. La
jornada culminaba con el descenso a casa a las seis de la
tarde. Encontrábamos a mi madre inclinada sobre el libro de turno;
aceptaba con paciencia nuestra interrupción y no sabía muy bien
cómo entretenernos. Solo ahora, después de haber leído el manuscrito
de The Land, comprendo la pérdida de concentración que suponía
nuestra llegada. Aun así, le gustaba vernos; y a nosotros verla a ella.
Mi padre era distinto. Demostraba con mayor efusión su cariño, nos
llevaba a pasear, nos dibujaba cosas divertidas, nos leía a Conan
Doyle, nos observaba (aunque no lo advertíamos) y se preguntaba
cómo podía ayudarnos. Éramos más o menos conscientes de que solo
podíamos reclamar a nuestros padres una pequeña parte de su
atención; teníamos la ligera idea de que la parte de sus vidas que
conocíamos no era la totalidad. ¿Cuál era esa totalidad?

Vita estaba siempre enamorada. No sé de ningún momento


de su vida en que no anhelara ver u oír a la única persona que podía
satisfacer ese anhelo. Una de las primeras, después de Violet, fue
un hombre, Geoffrey Scott. Conocía a Vita desde la infancia, y ella
lo asociaba con su período de mayor felicidad, pues se conocieron
en Italia en 1911. Trabajaba a tiempo parcial en la embajada
británica en Roma, pero básicamente era escritor. Su primer libro,
Arquitectura del humanismo (1914), fue quizá la aportación más
importante a la historia de la estética desde Ruskin. El segundo,
Portrait of Zélide (1924), aún se considera una de las más
encantadoras biografías escritas en inglés. Era un hombre alto, de
pelo moreno y tez cetrina, corto de vista, de expresión un tanto
taciturna, con una fuerte inclinación a la melancolía, pero divertido,
ingenioso, educado y profundo, culto, crítico y afectuoso, el
producto perfecto de una civilización en su cumbre. Tenía cuarenta
años en 1923. Estaba casado con lady Sybil Scott y vivían en la
Villa Medici, en Fiesole, cerca de Florencia.
Allí fue Vita en octubre de 1923. Harold, que estaba en Grecia
escribiendo su libro sobre Byron, pasó unos días con ellos, pero ni su
presencia ni la de lady Sybil lograron aminorar la apasionada
respuesta de Vita a la súbita declaración de amor de Geoffrey. En la
ladera de una colina, un atardecer precioso, cuando la luna empezaba
a alzarse sobre los olivos, Geoffrey la abrazó. No acierto a explicar (a
menos que fuera la influencia de Florencia y la luna) qué le llevó a
aceptar el amor físico de un hombre, que no experimentaba desde
hacía cinco años, pero no cabe duda de que al menos durante unas
semanas esta aceptación fue absoluta. Regresó «atolondrada» a
Inglaterra y escribió a Geoffrey: «Mi amor y ternura son un banco al
que puedes girar infinitos cheques», y a su madre que

… echaba de menos a Geoffrey atrozmente… Me dice que es


muy apasionado. Está segura de que a Harold no le importa, y Sybil
dice que, si tenía que ser alguien, prefiere que sea Vita. Geoffrey ha
tenido muchas aventuras, pero naturalmente tanto él como ella
consideran que esta es la única. Él lo sabe todo sobre Violet y dice que
su amor redimirá la reputación de Vita. (Diario de lady Sackville, 3 de
noviembre de 1923.)

Lo de Sybil era cierto. Su matrimonio nunca había ido bien.


Escribió estas lastimeras palabras a Vita: «Los dos estáis enamorados
y él no me ama a mí. Tiene que sentirse libre y no deseo interponerme
entre vosotros». Le dio a Geoffrey un anillo de «separación» para
simbolizar su renuncia. Lady Sackville también tenía razón con
respecto a Harold. Este supo de la relación desde el comienzo, y
curiosamente casi le complació. Tenía la profunda convicción de que
no representaba una amenaza seria. Admiraba a Geoffrey, lo
apreciaba, y agradecía que fuera tan diferente de Violet. Si Violet era
lista, Geoffrey era inteligente; en lugar de la influencia hipnótica de
Violet, había ahora la adoración de Geoffrey, quien estimulaba la
mente de Vita en vez de confundirla; sus cartas eran como un
chaparrón vigorizante después de un viento tórrido. Geoffrey advirtió
pronto la importancia que tenían Harold y Long Barn para Vita y
jamás la puso en tela de juicio. Supo emocionar a Vita compartiendo
su amor por Italia y honrando su actividad literaria con críticas
amables:

Eres una poeta, no una poetisa. Siempre es esta una palabra


imperdonable, pero aplicada a ti resulta detestable. Querida, mantén
tu distancia. En tus mejores obras hay verdadero distanciamiento, una
mirada interior y solitaria que debes salvar a toda costa. Soy
terriblemente ambicioso en lo que a ti concierne. ¡Oh, la alegría de
hablar el mismo idioma, de estar hechos del mismo modo! (23 de
noviembre de 1923.)

Vita había empezado a escribir The Land; Geoffrey estaba


escribiendo Zélide. Cada uno escribía para el otro, y cuando
completaban los pasajes claves se enviaban los manuscritos para
conocer la opinión del otro, lo que suponía un supremo halago.
Geoffrey se interesó por el desarrollo del poema de Vita con
verdadero orgullo, con tanto amor como el que le tenía a ella:

Siento que las Geórgicas son nuestro poema (el título The Land
se decidió a última hora), tal como Zélide es nuestro libro. «Las
pequeñas y hoscas lunas del muérdago» y «Limpio como una patena,
de buen olor»… ¡Oh, Vita, desearía abrazarte! Bendita seas por poseer
lo que te permite escribir así, por estar tan llena de recuerdos más
antiguos que cualquier recuerdo personal… Cuídate de no moralizar
tu tema. La agricultura y la vida doméstica no deben moralizarse en
exceso, pues eso suele debilitar la impresión. Nunca debes ensalzar tu
mundo campesino. El gesto burdo —los pies fangosos— deben
situarse inevitable y exactamente en su sitio. Por muy pesado, muy
lento, muy «aburrido» que resulte, nadie debe pensar jamás que has
cedido un centímetro de rigor… Me preocupa tu trabajo como si yo
fuera el dueño de tus dotes y el problema fuera mío. (10 de noviembre
de 1924.)

¡Qué consejos excelentes impregnados de ternura! Tras ellos


había un amor que se fortalecía en Geoffrey a medida que menguaba
en Vita. Unos meses después de su regreso a Inglaterra parecía
horrorizada por su conquista. En ausencia de Geoffrey no conseguía
igualar el estado de ánimo de este; necesitaba siempre (excepto con
Harold y Virginia) la presencia del amado para poder corresponderle.
Mientras que Geoffrey le escribía sobre la eternidad de su amor, las
cartas de ella resultaban desconcertantes por su contención. Geoffrey
tenía que advertirlo. Solo cuando viajó a Inglaterra a principios de
1924 pudo tranquilizarse por un tiempo pensando que nada había
cambiado. Se vieron continuamente, pasaron algunos fines de semana
en Knole y otros con Harold en Long Barn, compartieron una
habitación en Hill Street. Lady Sackville les vigilaba con actitud
protectora; «22 de enero de 1924. V. se ha marchado otra vez a Knole
con G. S. Temo los rumores». «24 de enero. Fui a Hill Street y
encuentre a V. y G. S. juntos. V. parecía avergonzada. Me sorprende
que él actúe como si fuera su dueño.» «4 de febrero. Fui a Long Barn.
Me temo que es mucho más que un coqueteo. La gente empieza a
hablar mal.» «16 de febrero. Todo el mundo lo considera un
sinvergüenza.» Pero Geoffrey Scott no era en absoluto un
sinvergüenza. Estaba muy enamorado de Vita, pero nunca abrigó la
esperanza de arrebatársela a Harold. Su amor estaba condenado, por
Harold, por la contención de Vita, por su propio sentido de la
caballerosidad. Era más un propósito que una propuesta. A mediados
de febrero volvió a Florencia, donde encontró una carta cariñosísima
que Vita le había escrito mientras estaba en Inglaterra. Pero muy
pronto ella volvió a mostrarse fría en sus cartas, y la angustia de
Geoffrey se percibe en sus intentos por convertir su amor en una
pasión ardiente:

Ahora que nos hemos encontrado, por Dios mantengamos esto


y transformémoslo en una especie de luz que nos guíe. Nuestro amor
tiene que ser «domesticado», debe volverse razonable y sensato
—contra su misma naturaleza— y no obstante carezco de la
recompensa de una vida común, como la que tiene el querido y
razonable Harold. Me ayudarás, ¿verdad? Será difícil conservarlo sin
que el tiempo y la ausencia lo corroan. Ten la seguridad de que estoy
dispuesto a dejarlo todo por ti en cualquier instante, si esto ayuda. (11
de marzo de 1924.)
No dejarás que las dificultades se conviertan en obstáculo entre
nosotros, ¿verdad? A menudo así ocurre, y el amor se enfría
gradualmente por la presencia de otras personas que siempre se
oponen a él. Eres conciliadora por naturaleza. Siempre te recuerdo
cómo eras la primera vez que dijiste… (el resto de la frase está
tachado por Vita). En tanto sientas esto real, inalterable y
decididamente, estaré siempre dispuesto a ser dócil como un cordero.
Pero recuerda que la presión para separarnos será continua e
insistente. Por más
«bueno» que yo sea, nunca me será permitido compartir tu vida en
ningún sentido, como Harold… Tú y yo entendemos lo mismo por
amor, algo absoluto, definitivo y, si hace falta, despiadado. Sabes
que lo quieres así; quieres que te ame así. (16 de marzo de 1924.)

El problema era que ella no quería. Su aventura con Geoffrey


Scott duró unos cuantos días, seguidos de otro período de unas pocas
semanas. Brotó, pero no floreció. El gran amor de él mató el amor
moderado de ella. Llegó a ser demasiado perturbador; una vez que
ella empezó a verlo de este modo, su desagrado creció hasta
convertirse en indignación. ¡Si Geoffrey se hubiera limitado a la
literatura!
Volvieron a encontrarse varias veces en Inglaterra e Italia, y
Vita trató de aplacar gradualmente el ardor de Geoffrey. Harold,
bastante divertido, se prestó a actuar de guía y moderador. Long Barn
fue el escenario de la desesperación final de Geoffrey. Desde su
habitación podía ver el otro ala de la casa y las luces de los
dormitorios contiguos, de Vita y Harold, símbolos de la intimidad de
los esposos y de su exclusión. Le recuerdo. Yo tenía siete años. Lo
tenía por un hombre más bien violento, pero debía de ser porque una
vez entré sin avisar en su dormitorio mientras se vestía para la cena y
lo vi desnudo. Se enfadó mucho. Yo no podía comprender que mi
existencia le recordaba su desesperanza. Se alejó poco a poco. Se
divorció de Sybil en 1927 y pasó los últimos años de su vida en Nueva
York, donde publicó obras de Boswell. Allí murió en 1929, a los
cuarenta y seis años.
Vita no fue amable con Geoffrey —le arruinó la vida y destrozó
su matrimonio—, pero ¿qué relación hay entre la amabilidad y el
amor? Su unión era para él algo tallado en granito; para ella, algo
escrito en la arena. El amor de Vita por Geoffrey había sido una
especie de experimento, y el experimento salió mal. Fracasó porque él
era un hombre, porque era un rival imposible para Harold, y porque
lo reemplazó alguien muy superior, una mujer, un genio, Virginia
Woolf.

Virginia es el ser humano más admirable que he tenido la


oportunidad de conocer. Era capaz de atraer a los demás, y sin
embargo también podía alejarse y mantener la distancia. No hacía
adrede ni lo uno ni lo otro, pues no era una persona engreída, sino,
por el contrario, deseosa de agradar y deseosa de descubrir (era muy
inquisitiva) y conmovedoramente sensible a los halagos y a los
reproches, pero la gente se percataba de sus ocasionales retraimientos
y no sabía hasta qué punto acercarse a ella. Éramos niños en aquel
entonces, y la despreocupación inconsciente de la infancia muy pronto
suavizó nuestra relación con ella. Para nosotros no era la Virginia que
había estado loca y podía volver a enloquecer ni la Virginia Woolf que
había descubierto toda una nueva veta de percepción literaria. Era
solo Virginia, la mujer divertida, la mujer cordial, que nos preguntaba
por el colegio y las vacaciones (y tomaba nota de lo que decíamos,
aunque no lo sabíamos), que entraba y salía de nuestra vida como una
madrina. «Virginia viene a pasar unos días.» «¡Qué bien!» Sabíamos
que se fijaría en nosotros, que llegaría un momento en que no
prestaría atención a mi madre («¡Márchate, Vita! ¿No ves que estoy
hablando con Ben y Nigel?») y empezaría a hablarnos de nuestra vida,
para devolvernos, convertido en diamantes, lo que nosotros le
entregábamos como trozos de carbón. La recuerdo como una mujer
delicada, no en el sentido médico, sino delicada como una tela de
araña. La recuerdo como una persona otoñal, de interiores —aunque
amaba el verano y los Downs—, que acercaba sus finos dedos al
fuego, que elaboraba imágenes, provocativa, deliciosa, que
acompañaba de gestos las palabras, que se apartaba el cabello de la
frente mientras se le ocurría una nueva imagen, que sonreía a menudo
y rara vez reía, pero nunca con ningún matiz burlón. La recuerdo en
Knole apoyada en el marco de alguna puerta, con un dedo en el
mentón, contemplativa, gozosa. Instintivamente adoptaba actitudes
que expresaban con elocuencia su estado de ánimo.
Vita conoció a Virginia el 14 de diciembre de 1922, con Clive
Bell; cuatro días después la invitó a cenar a Ebury Street, con Clive y
Desmond MacCarthy. Escribió a Harold (que estaba con Curzon en
Lausana):

Sencillamente adoro a Virginia Woolf y lo mismo te ocurriría a


ti. Te caerías de espalda ante su encanto y personalidad. Fue una fiesta
muy agradable. Me preguntó mucho por tu Tennyson. La señora
Woolf es muy sencilla: produce la impresión de algo grande. No es
afectada en absoluto: no hay adornos exteriores…, viste fatal. A
primera vista parece fea; pero enseguida se impone una especie de
belleza espiritual y te quedas fascinada contemplándola. Anoche se
presentó un poco más elegante; es decir, reemplazó las medias de lana
naranja por unas blancas de seda, pero seguía llevando zapatos de
salón. Es distante y humana al mismo tiempo; se queda callada hasta
que tiene algo que decir, y entonces lo dice magníficamente. Es
bastante mayor (cuarenta años). Nunca me había sentido tan atraída
por nadie, y creo que me tiene simpatía. Al menos me invitó a
Richmond, donde vive. Querido, me he enamorado. (19 de diciembre
de 1922.)
El diario de Vita muestra el incremento de su intimidad:

22 de febrero de 1923. Cena con Virginia en Richmond. Una


mujer tan encantadora como siempre. Cuánta razón tiene al decir que
el amor aburre a cualquiera, pero que la emoción de la vida reside en
los «pequeños pasos» que nos acercan a la gente. Quizá piensa eso
porque es una experimentalista por lo que se refiere a la humanidad y
no ha tenido ninguna grande passion en su vida.

19 de marzo de 1924. Almuerzo con Virginia en Tavistock


Square, adonde acaba de llegar. La primera vez que he estado sola con
ella bastante tiempo. Fui a ver mamá, la cabeza me daba vueltas
pensando en Virginia.

Entonces se produjo una pausa. Se escribían mucho, se veían a


menudo, pero a Virginia le asustó el curso que llevaban los
acontecimientos. Como dice Quentin Bell adoptando el punto de vista
de Virginia: «Es muy probable que advirtiera los sentimientos de Vita
y quizá intuyera los suyos propios en ese primer encuentro; se sentía
tímida, casi virginal, en compañía de Vita, y sospecho que percibió
una sensación de peligro». También estaban Harold, y Leonard, y
desde octubre de 1923, Geoffrey Scott. Vita era demasiado consciente
de la delicadeza del cuerpo y la mente de Virginia para presionarla en
exceso, y su amistad se desarrolló afectuosamente. Empezó con
pequeñas muestras de cariño junto al fuego (a Vita le gustaba sentarse
en el suelo, junto a la silla de Virginia) y poco a poco dio paso a algo
más.
Donde mejor se aprecia la influencia que Virginia ejerció en
Vita es, creo yo, en su novela breve Seductores en Ecuador, que
escribió para la Hogarth Press en 1924, la más imaginativa de todas
sus obras de ficción, como si hubiera querido escribir algo «digno» de
Virginia, con el estilo alusivo de esta y un nuevo vigor, ya que
pensaba en una lectora muy exigente a la que veía casi todos los
días. El efecto que
Vita causó en Virginia está contenido en Orlando, la carta de amor
más larga y cautivadora de la historia de la literatura, en la cual
analiza a Vita, la pasea por los siglos, la pasa de un sexo a otro, juega
con ella, la viste con pieles, esmeraldas y encajes, la provoca,
coquetea con ella, deja caer un velo de niebla a su alrededor y termina
fotografiándola en el fango, en Long Barn, con sus perros, esperando
la llegada de Virginia al día siguiente.
Su amistad fue el hecho más importante en la vida de Vita,
aparte de Harold, tal como Vita lo fue en la vida de Virginia, con la
excepción de Leonard y, quizá, de su hermana Vanessa. Si se busca
una relación comparable a la de Vita y Harold, puede hallarse en la
que mantenían Virginia y Leonard, aunque sin olvidar las diferencias,
pues Virginia era frígida y Leonard no era homosexual. Ambos
matrimonios se parecían en la libertad que se concedían los cónyuges,
en la solidez de su amor, en sus fundamentos espirituales e
intelectuales, no físicos, en el deseo de los cuatro de saborear la vida,
desafiar los convencionalismos, trabajar mucho, jugar peligrosamente
con las emociones… y en la solicitud que se demostraban. Recuerdo
muy bien la expresión de Leonard cuando observaba a Virginia a
través del salón para asegurarse de que no se agotara ni agitara
demasiado; la cuidaba como debió de cuidar José a María, pues su
relación tenía algo bíblico. No había celos entre los Woolf y los
Nicolson, ya que habían llegado por separado a la misma definición
de «confianza». Leonard quizá fuera algo menos tolerante que Harold,
no por temor a que Virginia dejara de quererle, sino a que las
emociones volvieran a perturbar la mente de su esposa. Harold
también temía lo mismo.
Pero dejémosles hablar a ellos. Primero, Virginia, en su diario,
aún un tanto a la defensiva:

Vita durante tres días en Long Barn… Me gusta y me gusta


estar con ella y el esplendor… resplandece en la tienda de Sevenoaks
con el brillo de una bujía encendida, camina con piernas como hayas,
fulgor rosa, racimo de uvas, perla pendiente… ¿Cuál es el efecto que
todo esto me causa? Muy contradictorio. Por un lado están su
madurez y plenitud; su ir a toda vela con la marea alta en momentos
en que yo retrocedo hacia la costa; su capacidad para permanecer en
tierra en cualquier compañía, para representar a su país, para visitar
Chatsworth, para controlar plata, sirvientes, perros; su maternidad
(aunque es un poco fría y distante con sus hijos), el que sea, en una
palabra (lo que yo nunca he sido), una mujer de verdad. Por otro lado
hay cierta voluptuosidad en ella; las uvas están maduras; y no es
reflexiva. No. Ni en inteligencia ni en capacidad de percepción es tan
organizada como yo. Pero se da cuenta de ello y me prodiga la
protección maternal que, por alguna razón, es lo que más he deseado
en el mundo… (Quentin Bell, Virginia Woolf, vol. II, pp. 117 — 118.)

El profesor Bell conjetura sobre lo que pudo suceder después:


«Debió de haber (teniendo en cuenta todos los elementos, creo que
probablemente hubo) algunas caricias, algún acostarse juntas». Puedo
agregar algo, a partir de las cartas de Harold y Vita. Harold estaba
entonces en Teherán. «V.» se había convertido en otra V.

De Vita a Harold: Fui a buscar a V. y la traje aquí, a Long


Barn. Es una compañera exquisita, y la quiero mucho. Leonard viene
el sábado. Por favor, no creas que
a) Me enamoraré de Virginia
b) Virginia se enamorará de mí
c) Leonard se enamorará de mí
d) Me enamoraré de Leonard
Porque no es así. Solo sé que mi tonto Hadji se dirá Ça y est,
etc. Te echo terriblemente de menos. Sobre todo porque V. fue muy
amable con respecto a ti, muy comprensiva. (17 de diciembre de
1925.)
Vita a Harold: Virginia leyó las Geórgicas (The Land). No voy
a explicarte lo que me dijo. Insistió en leerlas. Las leyó de corrido. Te
aprecia. Me aprecia. Dice que confía en mí. Es tan vulnerable a pesar
de toda su genialidad. La amo, pero no b.s. [13] (18 de diciembre de
1925.)

Vita a Harold: Creo que es una de las personas más


intelectualmente estimulantes que conozco. No soporta la pobreza
espiritual de los hombres jóvenes de Bloomsbury. Nos hemos hecho
muy amigas en estos dos días. La amo, pero no puedo enamorarme de
ella, ¡así que no te pongas nervioso! (19 de diciembre de 1925.)

Harold a Vita: No me preocupa en absoluto lo de Virginia, y


creo que en verdad os hacéis mucho bien mutuamente. Tan solo me
parece que no tienes la main heureuse cuando tratas con parejas
casadas. (8 de enero de 1926.)

Harold a Vita: Oh, querida mía, espero que Virginia no se


convierta en un embrollo. Es como fumar junto a un bidón de
petróleo. (7 de julio de 1926.)

Vita a Harold: Querido, no hay ningún embrollo. No dejo de


decírtelo. Mencionas a Virginia: es sencillamente ridículo. Amo a
Virginia, ¿y quién no? Pero en realidad, cariño, el amor a Virginia es
algo muy distinto: es algo mental, espiritual, si quieres, algo
intelectual, e inspira un sentimiento de ternura que supongo se debe a
su curiosa mezcla de dulzura y dureza: la firmeza de su mente y su
terror a enloquecer de nuevo. Hace que me sienta protectora. Ella
también me ama, lo que me halaga y complace. Por otro lado —ya que
he empezado a hablarte de Virginia—, me da un miedo espantoso
despertar en ella sentimientos físicos, debido a su locura. No sé qué
efecto puede tener: es un fuego con el cual no deseo jugar. La quiero y
respeto demasiado. Ella no ha vivido con nadie aparte de Leonard, lo
cual es un terrible fracaso, y fue abandonada muy pronto. De todo ello
se desprenden consecuencias incalculables. Y he tenido demasiados
problemas en el pasado, de modo que prefiero dejar las cosas como
están. Además ça ne me dit rien y ça lui dit trop, en lo que a mí
concierne. No quiero entregarme a una aventura que puede escapar a
mi control antes de que tenga tiempo de advertir dónde me
encuentro.
Por otra parte, Virginia no es a ese respecto la clase de persona
que uno pudiera creer. Hay algo incongruente, casi indecente, en la
mera idea. Me he acostado con ella dos veces, pero eso es todo. Ahora
ya lo sabes, y espero que no te hayas escandalizado. Querido, eres
para mí la única persona del mundo; convéncete de una vez por
todas, querido cabezota. (17 de agosto de 1926.)

Harold a Vita: Gracias por hablarme con tanta franqueza de


Virginia. Es un alivio saber que adviertes el peligro y serás prudente.
No es solo jugar con fuego; es jugar con dinamita. Pero no nos
preocupemos por esas cosas. Ya sé que tu amor por mí es central, tal
como lo es mi amor por ti, y que no se ve afectado por lo que sucede
afuera. (2 de septiembre de 1926.)

Vita a Harold: Sé que Virginia morirá, y será demasiado atroz.


Ayer fui a Tavistock Square. Ella se sentó en la penumbra, a la luz del
fuego, y yo me senté en el suelo como de costumbre; me acarició el
pelo como siempre hace y me habló de literatura, de la señora
Dalloway y de sir Henry Taylor, y me dijo que estarías molesto con
ella el próximo verano. Le dije que no, que no lo estarías. Oh, Hadji,
es un ángel. En verdad la adoro. Una devoción solo con amor, no con
enamoramiento. Su amistad me ha enriquecido. Creo que nunca he
amado tanto a nadie, a modo de amistad; de hecho, por supuesto,
estoy segura de que así es. Ella sabe que tú y yo nos adoramos. Se lo
he dicho. (30 de noviembre de 1926.)
Harold a Vita: Estoy mucho más preocupado por Virginia y
Leonard que por ti. Ya sé que, para cada uno de nosotros, el otro es el
polo magnético y que, si bien la aguja puede oscilar e incluso
quedarse fija en otros puntos, volverá a su polo tarde o temprano.
Pero ¡qué peligro para ellos! Ya sabes que confío plenamente en tu
prudencia, excepto en lo que concierne a este tipo de asuntos, porque
en tales ocasiones envuelves la prudencia en un manto de optimismo
y solo lo quitas cuando las cosas ya han ido demasiado lejos para
tener remedio. (3 de diciembre de 1926.)

Harold no tenía motivos para preocuparse. Estas cartas cuentan


todo lo que hubo. Vita y Virginia no se hicieron daño, y Harold
agradecía a Virginia que hubiera abierto a Vita «una rica veta nueva».
En su relación el elemento físico fue vacilante y poco satisfactorio,
pues duró solo unos pocos meses, quizá un año. Se falsea su relación
si se la califica de aventura. Dos años más tarde fueron juntas a
Borgoña:

Virginia es muy dulce y me siento sumamente protectora con


ella. La combinación de un cerebro brillante y un cuerpo frágil es
hermosa. Posee una naturaleza dulce e infantil, de la cual su
intelecto está por completo separado. Nunca he conocido a nadie
tan profundamente sensible y que haga menos ostentación de esa
sensibilidad. (27 de septiembre de 1928.)

Virginia no admiraba a Vita como escritora, y se lo dijo de


modo que no la hiriera. Respecto a The Land:

... quedó desilusionada, pero se mostró muy amable al


respecto. Dice que es una aportación a la literatura inglesa y un hecho
sólido contra el cual uno puede apoyarse sin temor a que se
derrumbe. Dice también que es uno de los pocos poemas
«interesantes»; me refiero a la parte informativa. (26 de enero de
1926.)

Pero ¡Orlando! Imaginen a esas dos mujeres, que se veían por


lo menos una vez a la semana y una de las cuales estaba escribiendo
un libro sobre la otra. Imaginen a esta presentándose de súbito en
Knole para conseguir otro párrafo, en Long Barn para que Vita le
contara algo más sobre su pasado —Violet, a quien Virginia conoció,
aparece en la novela como Sasha, una princesa rusa, «como un zorro o
un olivo»—, arrastrando a Vita a un estudio de Londres para que la
fotografiaran, fascinándola, dejando entrever algo del gran juego
imaginativo pero sin mostrarlo nunca del todo…, hasta que la víspera
de la publicación llegó Orlando envuelto en papel marrón, enviado
por Hogarth Press, y varios días después, la autora con el manuscrito
de regalo. Vita escribió a Harold: «Voy por la mitad de Orlando y
estoy en tal torbellino de emoción y desconcierto que apenas sé dónde
me hallo (ni quién soy)». Se sintió halagada, por supuesto, pero por
encima de todo, la novela la identificó para siempre con Knole. Con
su genialidad, Virginia había proporcionado a Vita un consuelo
excepcional por haber nacido niña, por haber quedado excluida de su
herencia, por la muerte de su padre ese mismo año. Para ella el libro
no fue tan solo una brillante mascarada o exhibición. Fue un
verdadero monumento.

He mencionado de pasada que Harold estaba en Persia. Lo


enviaron a Teherán en octubre de 1925 como consejero de la legación
británica, y se quedó allí un año y medio. Por lo visto al principio
esperaba que Vita le acompañara, ya que Persia era uno de los pocos
lugares del mundo donde ella encontraba tolerable la vida
diplomática: no era «elegante» (palabra de lady Sackville) y estaba la
compensación de un país hermoso y un pueblo romántico y orgulloso.
No obstante, ella prefirió quedarse. Iría a visitarlo, pero no se alojaría
en la embajada como su légitime ni se sentaría en las cenas en un lugar
preferente con una tarjeta junto a su plato que la proclamara
«Honorable Sra. de Harold Nicolson», cuando podía seguir siendo V.
Sackville-West en Long Barn y escribir, cuidar el jardín y estar con
Virginia. Parece egoísta, pero ninguno de los dos lo consideraba así.
Vita amaba tanto su independencia que para ambos pesaba mucho
más que cualquier otra cosa, incluso que la tristeza de tener que estar
separados meses. En sus cientos de cartas no hay el menor indicio de
que esa tristeza pudiera terminar por la decisión de Vita de irse a vivir
a Teherán con él. En cambio, se referían a la «condenada profesión»
de Harold, que les obligaba a separarse, y él empezó a plantearse en
serio la posibilidad de abandonar la diplomacia para dedicarse a algo
que le permitiera estar más tiempo con Vita. Llegó incluso a solicitar
un puesto en la Anglo-Persian Oil Company —en la sucursal de
Londres—, pero todo quedó en nada.
Por si alguien creyera que exagero su tristeza cuando estaban
separados, citaré un episodio —su despedida en Rasht— que más
tarde considerarían un verdadero hito en su matrimonio: les
convenció de que nunca más debían exponerse a tanto sufrimiento.
Vita fue a Persia (viaje que describe en Pasajera a Teherán) en marzo
de 1926. Desde Bagdad atravesó en coche el desierto para reunirse con
Harold en una aldea aislada por la nieve, cerca de la frontera. Era
noche cerrada y de súbito los faros de automóvil iluminaron a Harold,
que la esperaba en la carretera. Vita disfrutó mucho de la visita y
asistió a la coronación del sha («soldado cosaco» le llamó en su libro,
lo que escandalizó a Harold, pues era el soberano ante quien estaba
acreditado), pero en mayo llegó el fatídico momento de la separación.
Acordaron que Vita regresaría por Rusia, cruzando el Caspio desde
un puerto del norte de Persia, cerca de Rasht, en dirección a Bakú.
Harold viajó con ella de Teherán a Rasht. Raymond Mortimer les
acompañó. Pasaron allí la noche, y a primera hora de la mañana
siguiente Harold y Raymond se despidieron de ella y volvieron a
Teherán. Este es el relato de Harold, en la carta que le escribió al día
siguiente:
Cuando cerré la puerta de tu dormitorio en Rasht, me quedé un
momento en el rellano aturdido por la pena hasta el punto de que la
casa parecía moverse y girar a mi alrededor. Haciendo un gran
esfuerzo contuve el deseo de entrar de nuevo en tu habitación, donde
te habría encontrado con la cabeza inclinada, llorando, el pijama verde
todavía húmedo de lágrimas. Bajé al jardín y miré tu ventana. Estuve
a punto de gritar: «Vita, Vita, no puedo soportarlo». Subí al coche con
Raymond y poco a poco recobré la voz. Hablamos de cualquier
cosa… Nos detuvimos a comer junto a la carretera y pusimos la
botella de agua a enfriar en una fuente. Fui a lavar un tenedor.
Raymond me dijo: «Aquí hay una lata de Ovaltine». Le dije: «Sí,
dentro hay unos pastelitos». Los había metido antes de partir y tú te
habías comido uno. Me agaché, con el tenedor en el agua el rostro
bañado en lágrimas. Me levanté, fui detrás de una roca y me apoyé en
ella sin dejar de sollozar. Raymond tuvo infinito tacto…

Llegaron a Teherán bien entrada la noche:

Encontré tu gorro de piel en mi armario. Me arrojé en el lecho


presa de un sufrimiento como nunca he conocido. Me paseé por la
habitación a oscuras diciendo: «¡Vita, Vita, Vita, Vita, Vita!»,
deshecho en lágrimas que caían al suelo. Esto es insoportable. No se
puede ser tan infeliz. Esta mañana me he desmoronado por completo.
Me apoyé en la ventana, dando la espalda a Raymond. Me dijo:
«Daría mi cabeza por tener un amor como el vuestro». Esto me
consoló. Oh, querida, no debemos pasar otra vez por esto. Es una
locura hacerse tanto daño mutuamente. (7 de mayo de 1926.)

Vita le escribió desde Rasht antes de que zarpara su barco:

Oí arrancar el coche después de lo que me pareció un intervalo


interminable y luego oí largo rato sus bocinazos por las calles. Oh,
querido, que Dios cuide de ti. La vida está vacía y silenciosa. Estoy
mareada de dolor. Nunca, nunca, nunca más. No puedo soportarlo, y
que la providencia me perdone por haberla tentado y me permita
estar otra vez contigo, y que no nos separemos nunca más. No hay
nadie en el mundo que me importe tanto como tú y nunca lo habrá.
Sencillamente no puedo vivir sin ti. (6 de mayo de 1926.)

Lo extraño es que nada la obligaba a regresar a casa. Nosotros,


sus hijos, estábamos bien cuidados; podía hacer caso omiso de la
egoísta insistencia de lady Sackville para que permaneciera cerca de
ella; Vita había disfrutado de la agradable e inteligente compañía de
Raymond y Gladwyn Jebb, el tercer secretario de la legación británica;
incluso había conseguido terminar en Persia The Land, invocando los
bosques de Kent y el espíritu de Virgilio. Me resulta difícil explicarlo.
Virginia no era lo que la impulsaba a regresar, pues se mantenía viva
por las cartas. Pero la ausencia es más soportable que la separación. Al
volver a Inglaterra Vita reanudó sus ocupaciones habituales; la herida
cicatrizó. Se renovó la sensación de comunión con Harold mediante la
correspondencia. Las cartas que mandó a Persia son las mejores que
nunca le escribió, quizá porque el largo lapso que transcurría entre el
envío y la entrega (dos semanas, a veces hasta cuatro) les daba
perspectiva y un ritmo, como una lenta procesión de olas que
avanzaran hacia una costa lejana. Pudo ser aún más franca —un
sonrojo no puede durar tres semanas— y se volvió contemplativa:

He recibido carta de Virginia; contiene uno de sus


endemoniados y sagaces análisis psicológicos. Pregunta si hay algo en
mí que no vibra, «algo reservado, acallado… Lo que llamo
“transparencia central” a veces no se manifiesta en lo que escribes».
Condenada mujer, ha puesto el dedo en la llaga. Hay algo acallado.
¿Qué es, Hadji? Algo que no cobra vida. Medito y medito, me parece
que avanzo a tientas por un túnel oscuro. Eso hace que todo lo que
escribo resulte un tanto irreal; da la impresión de que estuviera hecho
desde fuera.
No hay duda: a medida que envejecemos, reflexionamos más.
Virginia se preocupa, tú te preocupas, yo me preocupo. No obstante,
prefiero hacer esto y volverme introspectiva antes que caminar por
Londres, donde la voz de la gente me parece cada vez más vacía de
sentido. (20 de noviembre de 1926.)

Harold aprovechó al máximo su estancia en Persia. Amaba el


país, aprendió el idioma, desde el punto de vista profesional se volvió
mucho más incisivo, demasiado para el gusto de algunos de sus
superiores del Ministerio de Asuntos Exteriores, ya que nunca
redactaba sus despachos con la discreción requerida. Además escribió
Some People, su libro más original, en los mismos meses en que Vita
daba los últimos toques a The Land, su obra más notable. Some
People es un libro autobiográfico; traza su evolución intelectual a
través de una serie de encuentros —algunos reales, otros imaginarios
— con su niñera, un héroe escolar, un intelectual francés, un
diplomático de gran cultura, lord Curzon, etcétera, y de todos ellos
sale levemente victorioso. Su estilo debe algo a Lytton Strachey y a
Max Beerbohm, pero el irónico análisis de los empujones y codazos
que se dan las personas en sus relaciones es enteramente suyo.
Siempre consideró Some People una obra ligera y refunfuñaba para
sus adentros cada vez que algún conocido le decía: «Bueno, el otro día
leí algo suyo sobre el ayuda de cámara de lord Curzon y un par de
pantalones», pero es evidente que cuando terminó de escribirlo en
Teherán creía que contenía algo más que mero entretenimiento:

Esta tarde he escrito las últimas palabras de Some People. Salí


luego a visitar a Gladwyn para despejarme. Gladwyn estaba cansado
después de un día de caza y algo resfriado, y no tenía ganas de hablar
sobre el alma humana. Pero le forcé. Le dije que el intelecto es lo
único que convierte al hombre en un animal superior y que, por lo
tanto, la virtud era el desarrollo de la inteligencia. Me dijo que
dejaba de lado
las emociones. «Serías un canalla despreciable, Harold, si no fuera por
tus emociones.» Le dije: «No, estás equivocado». Volví a casa, me
metí en la bañera y me di cuenta de que tenía toda la razón. Quiero
decir que me gusta Gladwyn porque es inteligente; pero le estimo
porque es sensible, discreto y distinguido. Así pues, mi teoría se ha
ido al traste. (20 de diciembre de 1926.)

En febrero de 1927 Vita regresó a Persia por la ruta rusa y su


reencuentro en Rasht casi (pero no del todo) borró y convirtió en
leyenda familiar su despedida en el mismo lugar nueve meses antes.
Esta vez lo organizaron todo mejor. Después de pasar un mes en
Teherán se fueron al sur, a Isfahán, desde donde, acompañados por
Gladwyn, cruzaron a pie las montañas Bajtiari en dirección a los
yacimientos petrolíferos, en medio de la lluvia y del granizo, entre
ovejas y tribus nómadas, pues habían escogido la estación de la
migración anual. Llegaron por fin a las planicies de Abadán, y las
casas, los Ford y los teléfonos de la compañía de petróleo fueron para
Harold «las alegrías de la civilización» y para Vita «los horribles
recursos de la inventiva moderna». En Twelve Days, su segundo libro
sobre sus viajes por Persia, escribió: «Una oleada de pena se abatió
sobre mí. Olvidé el agotamiento de los días anteriores. Habría dado
media vuelta para internarme en las montañas y perderme para
siempre». Harold regresó con ella a Long Barn. El día de su llegada
anotó en su diario:

4 de mayo de 1927. Es otro lugar: amplio césped de bordes


cuidados; tulipanes, lilas, lirios: un mar de colores. Es todo tan
emocionante que me he mareado y han tenido que darme brandy.
Nunca me he sentido tan feliz en toda la vida. Los tristes meses de
exilio se han borrado de repente.

Durante ese verano y en el otoño siguiente coincidieron varios


hechos curiosos. Maurice Couve de Murville, el futuro primer
ministro de Francia, estuvo seis semanas en Long Barn para
enseñarnos francés. Era un joven tímido y frágil, vestido con traje de
tweed. Vita ganó el premio Hawthornden con The Land. Virginia
empezó a escribir Orlando. El poeta Roy Campbell, y su esposa,
Mary, alquilaron la casa del jardinero; Vita se enamoró de Mary, para
furia de Roy, quien en venganza escribió The Georgiad, retrato muy
poco amable de Long Barn y de los Nicolson. Y Harold dio otro paso
hacia la decisión de dejar el servicio diplomático:

24 de agosto de 1927. No puedo pensar en la dimisión sin sentir


un profundo dolor. Tengo a Vita y a los niños. Tengo un hogar y mi
amor a la naturaleza. Tengo a mis amigos. Y tengo energía y talento
para escribir. Seré libre. Puedo decir la verdad. No hay verdad que
ahora no pueda decir.

Sin embargo, cuando en octubre le pidieron que fuera a la


embajada de Berlín como primer secretario, «acepté de mal humor».
La importancia que tuvo Berlín en la vida personal de ambos
confirmaría a Harold su creciente convicción de que debía cambiar,
por Vita, su carrera diplomática por otra que le permitiera vivir en
Inglaterra. Berlín estaba más cerca que Teherán, lo bastante para que
le enviaran tulipanes de Long Barn que conseguían revivir con un
jarrón con agua, pero era más fea y elegante. Vita fue allí varias veces
y aborreció la ciudad. Harold no la aborrecía, porque le interesaba su
trabajo (muy pronto le ascendieron a consejero), y trabó nuevas
amistades entre los alemanes y los ingleses que pasaban por Berlín,
pero «aquí me siento mucho más nostálgico que en Persia, ya que
Persia despertaba mi amor a la naturaleza, mientras que aquí no hay
ninguna obra de Dios». Una vez más acordaron que durante su
estancia en Berlín Vita se quedaría la mayor parte del tiempo en Long
Barn, desde donde le escribió cartas en las que mostraba su creciente
indignación contra quienes lo obligaban a permanecer allí:
Oh, Dios, ¡cómo odio el Ministerio de Asuntos Exteriores! Lo
odio, lo odio con un odio personal por todo lo que me hace sufrir.
Maldito sea, maldito sea, maldito sea… ese vil mastodonte que te
separa de mí. (15 de noviembre de 1928.)

Y con mayor hondura:

No soy una buena esposa para ti. Los hombres y las mujeres
que se casan deben ser polos positivo y negativo respectivamente,
elementos complementarios. Pero cuando se casan dos polos positivos
como nosotros todo queda en un término medio que no resulta
satisfactorio para ninguno de los dos. A ti te gusta la política
internacional; yo prefiero la literatura, la tranquilidad y la vida
retirada. Oh, querido mío, infinitamente querido Hadji, no deberías
haberte casado conmigo. Me causa enorme amargura advertir lo poco
adecuada que soy para ti. ¿De qué te sirvo? (13 de diciembre de 1928.)

Y él le contestó: ¿de qué le serviría él a ella? Ella debería


haberse casado con lord Lascelles.
Harold se enteró de que era probable que después de dos años
en Berlín le enviaran como ministro plenipotenciario a la embajada en
Washington. La perspectiva complació a Vita mucho menos que a su
madre cincuenta años antes. No podía, no debía ir con él. Harold se
las había arreglado para explicar las largas ausencias de su esposa
mientras ocupaba cargos secundarios («Casi me divierte que la gente
crea que no nos llevamos bien»), pero, cuando ascendió hasta hacerse
cargo de embajadas y legaciones, la negativa de Vita de acompañarlo
en calidad de anfitriona (la mera palabra la hacía temblar) podía
resultar perjudicial. Sería una exageración decir que Vita destrozó la
carrera de Harold, puesto que él mismo, por otras razones, durante
varios años se planteó dejarla. Some People había llevado a algunos a
dudar de su «prudencia», y sus despachos «demasiado inteligentes»
desde Teherán habían herido susceptibilidades en Downing Street. Él
mismo notaba ciertos recelos hacia su persona. Por otra parte, le
molestaba el exilio tanto como a Vita y no se sentía demasiado
cómodo en los actos formales, que, por lo demás, serían aún más
formales cuando aumentara su rango. Le gustaba su trabajo y era
moderadamente ambicioso. Esta era una de las quejas de Vita: «Ojalá
no fueras ambicioso; ojalá prefirieras los libros a la política, a mí en
lugar de Hindenburg…». La literatura era su segunda vocación
(mientras estuvo en Berlín escribió la biografía de su padre, lord
Carnock, fallecido en 1928), pero pensaba que había algo de cobardía
en la idea de «una vida ociosa en Long Barn, escribiendo libros, a los
cuarenta y tres años», e incluso que Vita podía llegar a despreciarle
por ello. De ningún modo, replicaba Vita: «Estoy de acuerdo en que
haya gente dedicada al servicio público, pero creo que debería estar
reservado para quienes no saben hacer otra cosa y que las personas
como tú, que saben escribir maravillosamente, no deben malgastar su
talento en estupideces». Con esto último Vita se refería a los
preliminares de la Segunda Guerra Mundial. La importancia del
trabajo de su esposo no le impresionaba lo más mínimo, ni siquiera
cuando fue nombrado embajador interno en Berlín hasta la llegada del
titular.
Una y otra vez volvían al eterno problema de la separación,
aunque ahora se veían mucho más a menudo que cuando él estaba en
Persia. Harold venía a casa con relativa frecuencia y nosotros
pasábamos las vacaciones escolares en Alemania, patinábamos en el
Tiergarten, navegábamos en el Heiligesee y jugábamos a bádminton
en la sala de baile de la embajada, mientras Vita se las arreglaba para
eludir la mayor parte de los compromisos diplomáticos y conseguía
trabajar en su libros: empezó el primer capítulo de Los eduardianos en
el restaurante de la estación de ferrocarril de Colonia. Sin embargo, si
los encuentros eran más frecuentes, también lo eran las despedidas:

He estado llorando casi toda la tarde. Estas continuas


separaciones me producen una pena tremenda… Sencillamente siento
que tú eres yo y que yo soy tú…, lo mismo que tú quieres decir
cuando afirmas que te conviertes en «el solitario yo» cada vez que nos
separamos.

Esto podría haberlo escrito cualquiera de los dos. De hecho lo


escribió Vita en la primavera de 1929.
En junio de ese mismo año Bruce Lockhart le pidió a Harold
que se incorporara a la redacción del Evening Standard. Harold
aceptó, ni muy feliz ni muy entusiasta (consideraba sórdido el
periodismo), pero agradecido. La remuneración de tres mil libras
anuales que lord Beaverbrook le ofrecía les permitiría independizarse
de lady Sackville, quien a esas alturas les molestaba bastante a
propósito de la asignación que legalmente debía entregarles. Podría
volver a casa, gracias a Dios. Podría escribir libros además de los
artículos para el Londoner’s Diary. Le pidió consejo a Leonard Woolf;
a Leonard le pareció bien. Vita, que estaba en Val d’Isère con Hilda
Matheson (directora de conferencias de la BBC), quedó encantada y
pensó que su renuncia constituía un desaire al Ministerio de Asuntos
Exteriores. Harold no sentía remordimientos a medida que se acercaba
el momento de su partida, a la que se refería como «la gran
liberación». Finalizó su última carta a Vita desde Berlín con las
siguientes palabras: «¡Qué feliz me sentiré cuando el tren salga de
Friedrichstrasse!». Cuando llegó el día (20 de diciembre de 1929),
escribió en su diario: «Me han regalado un cactus. Simboliza el fin de
mi carrera diplomática».

Llevaban diecisiete años casados. Vita viviría treinta y dos


más y Harold treinta y ocho. Puede sorprender que solo dedique la
treintava parte de un libro titulado Retrato de un matrimonio a
relatar los dos tercios del mismo. Hay dos razones: en primer lugar,
el resto de la historia se explica en los tres volúmenes publicados
del diario de Harold, que empezó a escribirlo regularmente en
1930; en segundo lugar, porque en los años que siguieron no
hubo cambios en su
relación ni amenazas a la felicidad conyugal. Esta no hizo sino
ahondarse. Puedo resumir muy brevemente los sucesos de esos años.
Durante dieciocho meses Harold, aún odiando su trabajo,
preparó el Londoner’s Diary para el Evening Standard. Después del
Ministerio de Asuntos Exteriores, con su orgullo, sus elevadas
aspiraciones intelectuales y su discreción, el periodismo le parecía
trivial y miserable. En 1931 se incorporó al Partido Nuevo de sir
Oswald Mosley, editó su periódico Action y presentó su candidatura
al Parlamento, aunque no resultó elegido. Fue el período más
deprimente de su vida. Al «descender a la plaza pública», como decía,
dio dos pasos en falso. Se sintió obligado a abandonar primero a
Beaverbrook y luego a Mosley, y terminó sin trabajo, sin dinero y con
su reputación destrozada (al menos eso creía). No le consolaba que
durante esos mismos años se hubiera hecho famoso con sus charlas
semanales en el programa radiofónico de la BBC People and Things,
ni que Vita lograra mantener la casa y a nosotros en Eton gracias a sus
tres best sellers: Los eduardianos, Toda pasión apagada y Family
History. Harold también contribuyó a la economía familiar con Public
Faces, una novela brillante y divertida sobre el Ministerio de Asuntos
Exteriores. En 1933 iniciaron juntos una gira de conferencias por
Estados Unidos. Al volver Harold se dedicó a libros más serios,
Peacemaking, Curzon, the Last Phase, y una biografía del financiero y
estadista norteamericano Dwight Morrow; pero seguía creyéndose un
fracasado. En privado, sin decírselo a Vita, lamentaba amargamente
haber abandonado el Ministerio de Asuntos Exteriores. Sus peores
temores habían estado justificados: estaba ocioso y aburrido. Pero
todo cambió en 1935. Fue elegido parlamentario por West Leicester
como miembro del Partido Laborista Nacional y mantuvo el cargo
durante diez años.
En las reseñas sobre la trayectoria profesional de Harold se ha
concedido escasa importancia a esos años que pasó en la Cámara de
los Comunes. Hay quien se ha sentido tentado de referirse a él como a
un político de poca monta, pues nunca llegó a ocupar ningún puesto
más alto que la secretaría parlamentaria del Ministerio de Información
(entre 1940 y 1941) y jamás participó en las disputas internas del
partido. Debería haber sido liberal, se decía, o haberse presentado a
los escaños universitarios. No obstante, poseía dos grandes ventajas:
era casi el único parlamentario con experiencia directa en la alta
política exterior británica, y era sumamente astuto, además de muy
popular. Su inseguridad, su aparente falta de ambición, su afabilidad,
su ingenio, todo esto permitía que se aceptara su inteligencia en un
lugar donde suele valorarse más la habilidad que el intelecto. Jamás
aprovechó las sesiones de interpelación a los ministros para
promocionarse a sí mismo, nunca despreció a sus colegas con menos
formación y habló pocas veces y brevemente solo sobre los temas que
mejor dominaba. Tuvo el coraje de enfrentarse a los conservadores,
con los que su pequeño partido estaba aliado, y protestó con
elocuencia contra la negativa de estos a reconocer el peligro nazi. En
los años anteriores a la guerra se situó junto a Churchill y Eden, y
contra Chamberlain; su carrera parlamentaria llegó a la cúspide con
un discurso contra el acuerdo de Munich de 1938. Cuando estalló la
guerra, sus amigos, que se mantuvieron en el poder, podrían haberle
recompensado la tenacidad con que defendió sus acertados juicios
sobre los acontecimientos, pero por obra de Churchill perdió su
puesto en la secretaría del Parlamento al cabo de un año, no porque se
le considerara inadecuado, sino porque en la distribución de cargos
entre los miembros del partido gobernante se destinó el suyo a otra
persona; prescindieron de Harold solo porque no era un hombre
formidable e imponente. Durante el resto de la guerra fue miembro
del consejo de gobernadores de la BBC y dedicó sus dotes
parlamentarias a conseguir la reconciliación entre el gobierno inglés y
la Francia libre. Habría sido un magnífico embajador en París al
terminar la contienda, pero carecía del empuje necesario para obtener
el puesto. Perdió su escaño parlamentario en las elecciones generales
de 1945 y no volvió a la vida pública.
Vita pasó todo este tiempo dedicada a la jardinería y la
literatura. Si en los primeros años de matrimonio su vida había estado
más llena de acontecimientos que la de Harold, en los últimos sucedió
todo lo contrario. Se volvió solitaria —sería exagerado decir que se
recluyó— y halló la felicidad en los asuntos del campo y en la
compañía de su familia y unos cuantos amigos íntimos. No participó
en absoluto en la vida política de Harold, visitó Leicester tan solo una
vez durante los diez años que él pasó allí y, por lo que sé, jamás pisó
la Cámara de los Comunes. Iba a Londres lo imprescindible, pero a
menudo se marchaba al extranjero de vacaciones, a Italia y, en los
últimos años, a la región de Dordoña, en Francia. Rara vez apareció en
público tras la gira por Norteamérica de 1933, pues, aunque le gustaba
intervenir en programas radiofónicos, se ponía muy nerviosa cuando
daba conferencias y le repugnaba cada vez más la vida social. Aceptó
dos o tres cargos semipúblicos, tales como miembro de la comisión
nacional de jardines y juez de paz; esto último más por las resonancias
medievales del título que por las funciones reales del cargo en el siglo
XX. Durante la guerra vivió en Sissinghurst, protegida por la RAF, y
ayudó a organizar el Women’s Land Army, cuya historia escribió más
tarde.
Al finalizar la guerra, Harold dividió su tiempo entre
Sissinghurst, donde pasaba los fines de semana dedicado a la
escritura, y Londres, donde participaba en diversos comités y gozaba
de una intensa vida social en condiciones de apetecible soltero, pues
sus anfitrionas perdieron muy pronto las esperanzas de que Vita lo
acompañara. Se afilió al Partido Laborista e intentó volver a la vida
política presentándose como candidato por Croydon en 1948, pero no
resultó elegido. La humillante experiencia («Ciertamente no estaba
destinado, ni por naturaleza ni por educación, a ser figura central en
una payasada») le llevó a tomar la decisión de abandonar para
siempre la política y consagrarse a la literatura. Poco después de lo de
Croydon le propusieron escribir la biografía oficial del rey Jorge V,
que sería la mayor empresa literaria de su trayectoria como escritor,
por la cual le concedieron el título de sir, que juzgó descortés declinar.
A Vita le desagradó aún más ser lady Nicolson que la señora
Nicolson, y quien la llamaba así recibía una mirada glacial.
Para terminar el relato debo agregar algo sobre mi hermano
y sobre mí mismo. Ambos fuimos al Balliol College de Oxford tras
finalizar los estudios en Eton y servimos en el ejército en África del
Norte y luego en Italia durante la guerra; regresamos indemnes.
Ben se dedicó entonces a la historia del arte y en 1947 llegó a ser
director de la Burlington Magazine, la revista de mayor prestigio de
Inglaterra sobre el tema, cargo que aún ocupa (1973), y ha escrito
libros importantes sobre pintores como Terbrugghen, Wright de
Derby y Georges de la Tour. Yo entré en el mundo editorial como
socio de George Weidenfeld en 1947 y en la política en 1952 como
parlamentario por Bournemouth East, pero perdí el escaño siete
años después, fundamentalmente por discrepancias con la mayoría
de mis electores respecto a la crisis de Suez. Tanto Ben como yo
nos casamos y tuvimos hijos, pero nuestros matrimonios (a pesar
del ejemplo que presenta este libro) no fueron bien, pues la
naturaleza nos dotó mejor para la amistad que para la cohabitación;
para la paternidad que para el compromiso matrimonial.

El centro de nuestra vida durante los últimos años de la


infancia y toda la adolescencia fue el castillo de Sissinghurst, próximo
a Cranbrook, en Kent, donde nuestros padres vivieron más de treinta
años y donde ambos murieron. Me acuerdo bien (aunque quizá mi
memoria haya alterado este recuerdo por la multitud de veces que he
explicado el episodio) de mi primera visita al lugar, en abril de 1930.
Fui con mi madre y con Dorothy Wellesley, la poeta, a ver una
«propiedad» que nos recomendó un agente inmobiliario de la zona.
Vita y Harold estaban preocupados por la noticia de que un criador
de aves de corral pensaba comprar unos terrenos cercanos a Long
Barn para instalar unas hileras de gallineros a la vista de las
terrazas de la casa, de modo que buscaban un lugar donde vivir en
paz y hacer un nuevo jardín. Sissinghurst me pareció (tenía
entonces trece años)
de lo más inadecuado. Eran las ruinas de una gran casa isabelina en la
cual no quedaba ni una sola habitación en buen estado. El futuro
jardín era prácticamente un vertedero. Era un día lluvioso. Seguí a mi
madre, entre montañas de latas y otros restos inidentificables, desde
un fragmento de pared a otro, cada uno en peor estado que el
anterior. De pronto se volvió hacia mí, ya decidida: «Creo que
seremos muy felices aquí». «¿No iremos a vivir aquí?», pregunté,
atónito. «Sí, creo que podemos convertir esto en un lugar muy
agradable.»
Al día siguiente vino mi padre con Ben, y anotó en su diario:
«Estoy bien, tranquilo, y puedo decir con toda calma que el lugar me
gusta». Pero fue Vita quien insistió en llevar adelante el ambicioso
proyecto, quien puso el dinero para comprar Sissinghurst, quien
organizó la reconstrucción de lo que en otro tiempo había sido el
monumento arquitectónico más elegante de la parte central de Weald.
Repararon los edificios que aún quedaban en pie: en uno hicieron un
par de dormitorios para ellos, y en otro, uno para Ben y para mí (lo
compartimos hasta que nos fuimos a Oxford), y más importante aún,
una sala de estar para cada uno. Deliberadamente no acondicionaron
ninguna habitación de invitados. Había una gran sala de estar,
semejante en tamaño a la de Long Barn, que usábamos muy de tarde
en tarde. Aprovechando la división del castillo en diversos edificios,
consiguieron una solución perfecta para nuestra vida en común. Cada
uno de los cuatro podía pasar solo la mayor parte del día, y nos
reuníamos para comer.
La sala de Vita se hallaba en la primera planta de la torre
isabelina que se alza, esbelta y solemne, en el centro del recinto. Al
principio, antes de que terminaran de habilitar los edificios,
dormíamos allí en sacos los fines de semana y por la mañana
desayunábamos sardinas y miel sobre un cajón de embalaje que hacía
las veces de mesa. Una mañana mi padre desprendió con el cuchillo
de la mantequilla un ladrillo de la pared que separaba la habitación de
la torre contigua. Vita miró por el agujero y exclamó de inmediato:
«Esa será mi biblioteca. —Y señalando con la cucharilla la estancia en
que nos encontrábamos añadió—: Y esta será mi sala de estar.» Al
cabo de un mes ya lo era, y continuó siéndolo durante casi treinta y
dos años. Muy pocos entraron en ella. Nosotros nos acercábamos al
pie de la escalera de la torreta de enfrente para informarle a voz en
grito de que la comida estaba a punto o de que alguien la llamaba por
teléfono, pero, sin que hubiera ninguna norma explícita al respecto,
jamás subimos. Llenó la habitación de libros y recuerdos personales
—una piedra de Persépolis, una fotografía de Virginia, una zapatilla
de baile de Pepita—. El papel de las paredes y las borlas de terciopelo
se fueron ajando con el tiempo, pero jamás permitió que fueran
renovados. Sus posesiones debían envejecer con ella. Quería rodearse
de objetos que evidenciaran el paso del tiempo. Cuando tras una
breve ausencia la acompañé a supervisar las obras de reparación de su
dormitorio, encontramos a los albañiles poniendo yeso sobre los
ladrillos isabelinos. Los obligó a detenerse de inmediato (sabía ser
imperiosa, como Bess de Hardwick) y a deshacer lo que habían hecho
hasta entonces. «Pero, señora, ¿no querrá usted que los ladrillos
queden a la vista?» «Eso es exactamente lo que quiero.» Y hasta hoy
la habitación permanece como ella, con toda razón, deseaba; los
ladrillos rojos y morados forman un verdadero tapiz contra el cual
destacan los espejos antiguos. Su sala de estar continúa intacta
también. Después de su muerte intenté utilizarla durante un par de
semanas, pero no pude soportarlo, pues dejaba de ser yo mismo para
convertirme en un fantasma de Vita.
Quizá alguien escriba un día un libro sobre el jardín de
Sissinghurst, que muy bien podría llevar el mismo título de este,
puesto que el jardín es un verdadero retrato de su matrimonio. Harold
lo diseñó y Vita plantó las flores y arbustos. Las claras perspectivas, el
meditado emplazamiento de una urna o una estatua, la división del
jardín mediante setos, muros y edificios en una serie de jardines
separados, la calculada alternancia de líneas curvas y rectas, todo
revela el gusto clásico de Harold. La abundancia de clemátides,
higueras, enredaderas y glicinas, la ausencia de colores estridentes y
de cualquier elemento demasiado ordenado o doméstico delatan el
romanticismo de Vita. Las flores silvestres han de invadir el jardín; si
las plantas irrumpen en un sendero, no deben retirarse: el visitante
tiene que sortearlas; hay que prescindir de los rododendros en favor
de sus parientes más delicadas, las azaleas; las rosas no han de
provocar admiración, sino seducir, y cuando al terminar una estación
un sector del jardín ha producido lo mejor, este tiene que permanecer
intacto durante un año a fin de respetar el ciclo de la naturaleza. El
jardín se renueva eternamente, como un drama, con actos y escenas:
puede haber cambios en el reparto, pero el guión continúa siendo el
mismo. La permanencia y la mutación son su secreto.
El autor del futuro libro ha de comprender que el jardín surgió
de sus horas de ocio. Lo crearon en los intervalos en que disponían de
dinero suficiente para invertirlo en él. El jardín era un dispendio. Para
ambos era un complemento de sus libros, así como la mano izquierda
complementa a la derecha al tocar el piano. Cuando Harold regresaba
a Sissinghurst los viernes por la tarde, recorría el jardín con su traje y
su maletín; era su primera preocupación, una forma de aliviar las
tensiones de la semana, un vaso de vino con el que empezaban las
delicias del fin de semana. Vita estaba sola durante los días laborables,
cuando trazaba planes, trabajaba y confiaba a un gran cuaderno
(papel y tinta eran sus ayudantes) sus proyectos y dudas. En cuanto
Harold regresaba, le comunicaba sus ideas, sus alegrías, sus
preocupaciones y sus desengaños. «Ven, ven a mirar. ¿Qué debemos
hacer?»
Vita, como he dicho, se refugió en la soledad. Antes de que
estallara la guerra, se retiró a Sissinghurst, donde permaneció a causa
de la guerra y después de ella. En su juventud había sido una persona
inquieta, atenta a cualquier novedad, que continuamente trababa
nuevas amistades y ansiaba siempre tener más, que buscaba
experiencias y jugaba con la vida. Ahora se sentía satisfecha con la
gente y los lugares que conocía mejor, y sus nuevas aventuras eran
más serenas, de un ritmo más lento. Sus amores duraban cinco, siete
años, no dos o tres; ya no eran cohetes, sino mechas de ignición lenta
sin explosivo al final. Amaba con mayor profundidad y menos
apasionamiento a medida que se volvía más contemplativa. La
religión, que antaño había significado muy poco para ella, empezó a
intrigarla. ¿Por qué no había reflexionado más sobre el tema? En
Juana de Arco y El águila y la paloma exploró misterios en los que no
podía creer, para toparse al final de sus largas preguntas con un signo
de interrogación aún mayor. Para ella la naturaleza era la
manifestación muda de algo que nunca pudo explicar de forma
satisfactoria —flores y ganado, cosechas y pájaros—, y su poema The
Garden, más hondo que The Land, fue un intento de conciliar lo
conocido con lo desconocido, de adentrarse cada vez más en el pozo
sin llegar nunca al fondo.
Esta era su vida secreta, la vida en la torre, en la cual nunca
intentamos penetrar. A menudo no conocíamos ni el título ni el tema
de su último libro hasta que lo veíamos anunciado; en cambio Harold
explicaba a la hora del almuerzo la marcha de sus trabajos. Por lo
demás Vita era amigable. En ocasiones se entremezclaban sus dos
mundos y entonces advertíamos con qué facilidad y hasta qué punto
podía herirla un comentario poco respetuoso. La Nochebuena de 1933,
cuando yo tenía dieciséis años, fui al comedor, encendí la radio y me
puse a escuchar las campanas de Belén, que la BBC transmitía en
directo por primera vez. Estaba apoyado contra la repisa de la
chimenea, comiendo un plátano, cuando entró mi madre. «¿Qué es
esto?», preguntó. «Oh, nada, solo las campanas de Belén», le dije. El
plátano, mi postura y mis palabras «nada, solo…» la molestaron.
¿Cómo podía ser tan indiferente su hijo? Salió rápidamente del
comedor llorando, y mi padre tardó una hora en convencerla de que
volviera.
Tal era la distancia que había entre ella y nosotros. Existía
desde que éramos muy pequeños. Cuando estábamos en el colegio
interrumpía su trabajo para visitarnos en Summer Fields y Eton, y
siempre fue muy cariñosa con nosotros, pero no lograba disimular el
esfuerzo que le suponía hallar otros temas de conversación una vez
que habíamos terminado de hablar del jardín y los perros. Resultaba
conmovedor ver cuán distinta era de las demás madres, vestida (como
decía mi padre) con la ropa que Beatriz habría usado si se hubiera
casado con Dante y sin saber qué decir cuando las otras se ponían a
cotillear. Más tarde se interesó siempre por lo que nos sucedía, y
durante la guerra nos escribió a menudo, pero sus cartas eran mucho
más mesuradas que las que le escribió a Harold. Su pluma necesitaba
impulso, no podía avanzar al ritmo de sus pensamientos (eso nos
parecía). Se sentía culpable por no haber conseguido una relación más
estrecha con sus hijos y consideraba que había fracasado como madre,
pero la culpa era tanto suya como nuestra. Nunca hicimos el esfuerzo
necesario para conocerla bien.
Todo era distinto con nuestro padre. Creo que no encontraré
palabras mejores para describir nuestra relación que aquellas que
utilicé en mi introducción al primer volumen de sus diarios:

Su actitud… era de abierto entusiasmo respecto a cualquier


cosa que hiciéramos. Por ejemplo, leyó todo Siete contra Tebas, de
Esquilo, solo porque yo lo tenía como lectura obligatoria en el colegio.
Alquiló un barco para visitar las islas que compré en las Hébridas
Exteriores (las Shiant). Nos alentaba a conversar con él sobre todo
cuanto nos divirtiera, interesara o preocupara. Una vez le escribí
desde Eton sobre el problema que suponía pasar a llamar a mis
amigos por el nombre de pila en lugar del apellido. Me envió desde
Estados Unidos una carta de seis páginas, cuyo tema central era cómo
disimular la palabra explosiva: «No empieces diciendo, “James, ¿me
has cogido el diccionario de latín?”. Di: en cambio, “Oh, por cierto,
James, ¿me has cogido el diccionario de latín?”». Siempre afirmaba
que es imposible que un padre transmita experiencia, pero de hecho
lo consiguió, porque sus consejos siempre eran muy prácticos y, como
comprendía los matices de nuestros dilemas, lograba resolverlos.
No creo desequilibrar estas últimas páginas si cito in extenso
una carta que envió a Eton en 1931, cuando mi hermano tenía
diecisiete años. En este libro Harold ha quedado eclipsado por Vita,
del mismo modo que él la dejó en segundo plano en sus diarios. Toda
su naturaleza se revela en esta carta:

Mi querido Benzie:
Creo que tu soneto es excelente, realmente muy bueno. Y lo
más gracioso es que el pasaje de «la golondrina», que inventaste tú
mismo, es con diferencia lo mejor. El resto es imitación y adaptación
inteligente. Pero tú has observado a las golondrinas.
Creo que lo que falla en tus escritos no es la técnica, sino la
originalidad. No hace falta que te preocupes de escribir bien. Lo haces
de forma natural. Pero debes procurar pensar bien. Esto aún no lo
consigues. A veces desearía que no estuvieras tan de acuerdo con
mamá ni conmigo. Claro, claro, siempre tenemos razón, pero un
muchacho de tu edad debería pensar que a veces estamos
equivocados.
No tiene sentido tratar de ser original. Esto conduce a meras
contradicciones… y la gente contradictoria produce la peor especie de
aburrimiento. Has de pensar las cosas por ti mismo. No empieces
discrepando por principio de lo que piensan los demás. Quizá tengan
razón. Pero elabora lenta, cuidadosa y silenciosamente tus propias
ideas acerca de todas las cosas.
Creo que en ciertos aspectos, posees una mente original y
audaz. Actuaste muy bien en lo concerniente a la confirmación y la
sagrada comunión. Ese es el Ben real. No tratabas solo de ser original:
era una actitud deliberada y perfectamente sensata o un gesto de
reflexión. Ahora que ya te preocupa menos lo que piensan Hanbury,
Sevelode o Tiddliumpty, debes empezar a ocuparte de lo que piensa
Ben.
Querido hijo, me alegro de que te aburras menos en Eton y te
sientas más feliz. Busca las cosas con las que disfrutas y olvídate de
las que detestas. Empiezas a comprender que tu independencia no
deriva de que seas raro, sino de que seas una persona. Otro tanto les
está ocurriendo a tus compañeros. Continúa siendo el mismo, solo que
con una sonrisa en los labios. Es posible que se burlen de ti, pero en el
fondo te respetarán. Ser «raro», ser «diferente», es señal de
individualidad. Nos expone, cuando somos jóvenes entre otros
jóvenes, a las mofas del rebaño. Pero los del rebaño se hacen mayores
como tú. Llegarán a mirarte haciéndose «vagas conjeturas» (¿o eran
«conjeturas desenfrenadas»?). Empezarán a preguntarse si, después
de todo, este Nicolson no es sino Benedict Nicolson, una persona que,
a pesar de los muchos sufrimientos, se las ha arreglado para emerger
como individuo de la cruel maquinaria, la aplastante uniformidad, los
ideales de los niños de clase baja. Tal vez descubras que la actitud que
has adoptado, que al principio les pareció tan rara, les parece ahora
algo más bien audaz, algo mucho más hermoso que su sometimiento
al curso de la corriente.
Te lo repito: sé amable con los chicos de clase baja. Sé que eso
dará pie a malentendidos, y no deseo que alardees de tu amistad con
los muchachos de catorce años más apuestos. Pero te ruego que, si
hallas a una persona tan tímida e infeliz como lo eras tú hasta hace
poco, le dirijas una mirada de afecto, una palabra de comprensión. Me
dirás: «Papá, tú no sabes cómo es Eton». Te contesto: «Sí, lo sé».
Exactamente igual que Wellington en mis tiempos. La naturaleza
humana no cambia. Y sé que en mi caso, cuando me encuentro en una
posición análoga a la tuya, la oportunidad de ser amable ante las
pequeñas tristezas compensa todas las amarguras y crueldades que he
padecido yo mismo.
Los jóvenes suelen ser insensibles. Tú eres demasiado sensible.
Una palabra o un acto bondadoso de tu parte te compensará todas las
burlas de las personas indignas que se rieron de ti en el pasado. Trata
de hacerlo. Te aportará un sentimiento de calidez, en lugar del frío
resentimiento que conoces.
Que Dios te bendiga, querido hijo. Tu querido,
H.G.N.

Así era Harold en su madurez. Sus virtudes son ya evidentes


por lo dicho y citado. Sus defectos consistían en cierta insensibilidad
(a pesar de lo que escribió en la carta a propósito de los chicos de
clase baja) hacia los que no habían nacido con sus ventajas. El
desprecio por los judíos y la gente de color y el prejuicio contra los
«vulgares» eran características que compartía con Vita y contra las
cuales nosotros nos rebelamos más tarde. También podría decirse que
carecía de tenacidad, cualidad que Winston Churchill mencionó una
vez como la más estimable en un hombre, y que prefería suavizar las
situaciones mediante concesiones a una voluntad más fuerte que la
suya, a menos que viera atacadas sus convicciones políticas, como en
lo de Munich y Suez, o personales, como un acto de crueldad. Me he
referido ya a su sentimentalismo, que en ocasiones distorsionaba su
juicio sobre las personas, y a la cualidad contraria, la mordacidad, que
podía filtrarse en sus opiniones. Parece extraño que alguien de talante
tan amable pudiera causar dolor, pero algunas personas que lo
conocieron poco aún lo consideran bastante temible, lo que le habría
asombrado. Siempre deseaba devolver —como quien paga una deuda
—, el placer que le había procurado el trabajo y la amistad. Al cumplir
los cincuenta años escribió en su diario:

He dispersado mis energías en la vida, haciendo demasiadas


cosas distintas y no tengo la sensación de haber llegado a ningún
puerto. Aún soy una persona prometedora y así seré hasta el día de
mi muerte. Pero ¡cuánta diversión y cuánto interés me ha producido
la experiencia! Supongo que soy demasiado dúctil y voluble, aunque
pocas personas habrán extraído tanta felicidad de la ductilidad, y
cuando vuelvo la vista atrás mi vida me parece tan alegre como una
pradera de los Alpes cubierta con las estrellas de flores de mil clases.
¿Habría sido más feliz si me hubiera quedado en un solo campo de
alfalfa o tréboles? ¡No!

Hacía mucho que él y Vita habían conciliado sus


temperamentos, tan distintos, y se crearon una vida satisfactoria para
ambos: separaciones durante los días laborables, reencuentros los
fines de semana. Cuando estaba sola, ella se ocupaba del jardín
durante el día y escribía hasta entrada la noche; él, en Londres,
primero en el King’s Bench Walk del Temple y después de la guerra
en Albany, Piccadilly, se mantenía ocupado con su trabajo y se veía
con sus amigos. Los lunes se llevaba de Sissinghurst cestas de flores y
los viernes traía de Londres noticias que la divertían en la medida en
que no tenían nada que ver con ella, y cuando estaban separados se
escribían a diario cartas que cada uno guardaba cuidadosamente. Hay
pocos matrimonios que hayan dejado tantos documentos. Lo que solo
puede conservarse en la memoria es la ternura de sus encuentros. No
«saltaban juntos como dos llamaradas», como Vita y Violet cuando
esta regresó de Holanda, pero se mecían como barcos gemelos. Había
al principio cierto ajetreo, la tarea de deshacer las maletas, el té, el
paseo por el jardín y el cambio de ropas, pero muy pronto se
instalaban en su tranquila camaradería y se ponían a hablar; se
comunicaban las impresiones de lo que habían leído u oído, se
animaban el uno al otro, bromeaban, unas veces se mostraban atentos,
otras provocadores, siempre cariñosos. Fueron la alternancia de los
períodos de agitación y de calma, la «sucesión de intimidades» (como
llamaba Harold a los encantos de Sissinghurst) y la certeza de que
cada uno estaba siempre disponible para el otro, pero sin
entrometerse en sus asuntos a menos que se lo pidiera, lo que hizo
que sus últimos años de matrimonio resultaran tan serenos. Cuando
Virginia se suicidó en 1941, Harold acudió de inmediato a
Sissinghurst para estar con Vita, pero durante esa larga tarde ni una
sola vez se pronunció su nombre. Vita escribió a Harold en 1960:
Siempre he estado muy bien entrenada para no manejarte.
Apenas me atrevo a ajustarte el cuello del abrigo a menos que me lo
pidas. Creo que ese es el fundamento de nuestro matrimonio, aparte
del profundo amor que nos tenemos; nunca nos hemos inmiscuido en
los asuntos del otro y, cosa extraña, jamás hemos tenido celos. Y
ahora, a nuestra avanzada edad, nos amamos mucho más aún y
también de un modo más doloroso, ya que vislumbramos el fin
inevitable. No es agradable saber que uno morirá antes que el otro.

Fue ella quien murió primero. En enero de 1962, al empezar el


último de los varios cruceros de invierno que hicieron juntos, tuvo
una hemorragia interna, pero se las arregló para ocultársela a Harold
mientras duró el viaje. Al regresar no pudo seguir haciéndolo. La
operaron y se descubrió que tenía un cáncer avanzado. Apenas
sobrevivió a la operación, pero recuperó las fuerzas suficientes para
volver a Sissinghurst a finales de mayo. Allí murió el 2 de junio de
1962.
Termine el ultimo volumen diario de mi padre con el funeral
de Vita. No quise referirme a su sufrimiento mientras estaba vivo.
«Oh, Vita, he llorado a mares por ti», escribió tres semanas
después. Y así fue en silencio durante las comidas o violentamente
en el jardín cuando creía que nadie lo oía. Yo estaba impresionado
por su dolor y trataba de confortarlo con mi presencia, pero temía
aumentar su llanto si intentaba contenerlo con palabras de consuelo
o de recuerdo. Nunca se recuperó de la muerte de Vita. Su alegría
se transformó paulatinamente en amable buen humor; su vigor
intelectual, en vaga contemplación. Padeció dos apoplejías
sucesivas que afectaron a su agilidad mental. Primero dejó de
escribir, luego de leer, y se volvió muy callado los dos últimos años
de su vida. Su decadencia nos resultaba más dolorosa a nosotros
que a él, pues no creo que la advirtiera. Cuando los primeros
volúmenes de sus diarios se convirtieron en inesperados best
sellers, me comentó con una chispa de su jovialidad de antaño:
«Es triste pensar que de mis cuarenta
libros los únicos que se recordarán son precisamente aquellos que
escribí sin darme cuenta». Pero cuando le entregué la transcripción
mecanográfica del tercer volumen solo tuvo interés y energía para
hojear las primeras diez o doce páginas. A veces le preguntaba
algunas cosas sobre el pasado, pero sus respuestas eran cada vez más
breves. Me dijo que no tenía ningún deseo de seguir viviendo. Le creí.
El fin fue repentino y piadoso. Murió en Sissinghurst el 1 de
mayo de 1968, de un ataque al corazón, cuando se desvestía para
acostarse.
Notas

[1] Y entre el rocío a mi lado / observad al joven que avanza /


tocado con un sombrero con plumas; / lleva una vara de oro / que
brilla igual que la mañana, / de talante alegre, encantador…
[2] Cuadros, galerías y habitaciones vacías, / pequeña maravilla
de mis juegos solitarios; / la mitad de la casa para llamarla mía, / y los
jardines boscosos con sombras misteriosas… / Esto recuerdo, y la
madera de roble labrada, / los suelos largos y brillantes, las numerosas
escaleras, / las heráldicas ventanas, los sillones de terciopelo, / y esos
retratos que conocía tan bien que casi me hablaban.
[3] La buena reina Isabel se preguntaba / a qué nobles podría
enviar / para comunicar a la reina María de Escocia / la noticia de su
fin. / Levantose entonces Thomas Sackville, / hombre valiente y
leal…
[4] El telegrama de Harold: «Tu última carta es incomprensible
e inquietante. ¿Debo tomarla en serio? Telegrafía sí o no. Muy
ansioso». La respuesta de Vita: «No. Perdóname. No creas una
palabra». Escribían los telegramas en francés para que el personal de
la oficina de correos de Sevenoaks no entendiera los textos.
[5] A Knole. 1 de octubre de 1913. Te dejé en las multitudes y
en la luz, / y nadie podía decir si estaba triste o reía. / No sabían del
verdadero y hondo adiós / que nos dijimos la larga noche anterior… //
Nos despedimos por la noche, amigos tantos años, / por la mañana me
levanté convertida en una extraña para ti; / tu majestuosidad no
conoce ni la alegría ni la pena, / y no heriré esa dignidad con lágrimas.
[6] Los jardines de sus cerros con terrazas / se levantaban sobre
el puerto, / y las pequeñas casas casi ocultaban / la presencia de una
luz revelada, / y aquí quedó sellado el final de mi viaje / y conseguí el
hogar que deseaba.
[7] Rosamund se casó en 1924 con el soldado Jack Lynch y
murió en Londres, en 1940, en un bombardeo de los alemanes.
[8] ¡Mi Weald sajón! ¡Mi fresco y sincero Weald! / ¡Dios mío!, el
corazón, el mismísimo corazón, / que juega y vaga ocioso por ignotos
parajes, / siempre regresa y halla la paz interior, / el equilibrio
verdadero, la medida y el sosiego / aquí, entre praderas, huertos,
senderos y florestas.
[9] Ojalá me creyeras fiel, pues dentro / del corazón sé de mi
inocencia. / Esto lo soporto. Pero no soporto / que me creas fiel
cuando soy falsa.
[10] Hemos dejado los mares del norte / mientras pensabas que
descansábamos, / pero pronto saldrás del error. / Y crees que vas a
ganar, / pero ahí te equivocas, te equivocas. / Aquí estamos
balanceándonos; / te llevaremos de cabeza / en Bélgica o en Francia, /
pero no jugaremos mucho tiempo.
[11] Sí, eran amables en extremo: el colmo de la dulzura / aun
en plena indignación, tomando de la mano / a aquel que les obedecía
en silencio, como niño / sumiso a una ley que no comprende. / No
censurarían los pecados de su pasión. / No, eran tolerantes y
cristianos; decían: / «Solo deploramos…», declaraban que únicamente
/ querían ayudarlo, darle fuerzas, mostrarle su cariño; / pero al
seguirles sin dudas aparentes, tranquilo, / hacia la ciudad de suaves
cautiverios, / muerta ya su rebeldía, jamás volvió la cabeza / para
buscar con sus pobres ojos / la figura inmóvil en el camino. La
canción
/ vibraba todavía entre los dos, cual campana / que responde a
campana que tañe, / llena de joven gloria como un clarín; fuerte; / aún
valiente; ahora ya quebrándose / como el grito de adiós del ave
marina. / Y ellos, ellos le susurraban amablemente: / «Ven, te hemos
rescatado. Deja que se cure tu corazón. / ¡Olvida! Ella era el peligro y
el espíritu del mal». / Les escuchaba mudo, aceptando, al parecer, con
su silencio. / No obstante (a sabiendas de su amabilidad) / el recuerdo
clamaba en su interior: «Ella era libre / y silvestre, magnífica en el
dar; ciega para ganar / o perder, y amante; solo a mí me amaba, solo a
mí…».
[12] No diré cuánto te quiero. / Es algo desconocido, un secreto
para mí misma / que debiera conocer mejor. Y, aunque pudiera, / no
revelaría el significado de este misterio. // Te amaba entonces, cuando
amor era primavera y mayo. / Creía poseer la eternidad aquí y ahora, /
el momento puro y perfecto apresado en un instante / mientras, aún
niña, yacía en tus brazos. // Te amé cuando el verano se ahondó en
junio / y esos nobles sueños ideales de la juventud / eran en verdad
peligrosos y algo irreales / como cuando Endimión besó a la luna
solitaria. // Pero ahora, cuando el otoño amarillea todas las hojas / y
treinta estaciones suavizan nuestro largo amor, / qué arraigado, qué
seguro, fuerte y rico, / qué pleno el establo que guarda nuestras
gavillas apiladas…
[13] La abreviatura «b.s.» equivale a back-stairs, pero los
Sackville no empleaban la palabra con su significado original
(rumores, burlas), sino para aludir a «actitudes homosexuales».

***

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