La - Isla - Del - Durmiente - Edmond Hamilton
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Edmond Hamilton
Garrison yacía tendido de bruces en el fondo del bote salvavidas, notando que el sol
destruía lentamente su cerebro. Desde hacía cuatro días sus únicas sensaciones
eran el calor y la sed. Estaba demasiado agotado para sentir hambre.
El pequeño bote subía y bajaba a impulso de las olas del Pacífico, cuyas aguas, de
cuando en cuando, le mojaban el rostro.
Vagamente, se daba cuenta de que aquella situación no podía durar mucho. Era sólo
cuestión de horas. Al fin bebería hasta saciarse de aquel agua azul que brillaba
invitadora, y después moriría entre atroces sufrimientos. Claro que un hombre
sensato no probaría el agua salada. Pero no puede pedirse sensatez a quien
durante cuatro eternos días ha estado en una pequeña lancha perdido en medio del
enorme océano, sin agua ni comida.
De nuevo pensó con amargura que los otros, los que se hundieron con el Mary D,
fueron los afortunados. Los tripulantes del barco hundido a causa de una misteriosa
explosión descansaban ya en paz en el fondo insondable del océano. De todos sólo
quedaba él, llevado de un lado a otro por las olas, salvado milagrosamente,
advertido por un poder misterioso que le obligó a lanzarse al agua dos segundos
antes de la catástrofe. Luego, tuvo la desgracia de encontrar flotando un minúsculo
bote, encaramarse a él... y vivir.
Garrison volvió a pensar en el agua. Comprendía que esto aceleraba el final, pero no
podía impedir que su debilitado cerebro fabricara torrentes de espuma entre las
rocas, frescos manantiales, plácidos ríos y lagos azules. Vio enormes cantidades de
agua fresca. Y sollozó apretando el rostro contra una lona cubierta de sal.
Las horas se convirtieron en eternidades. No se dio cuenta de que el sol se había
puesto hasta que el calor de horno se calmó un poco. Al fin, levantó la cabeza y
abrió los enrojecidos párpados. Era de noche. La barca flotaba sobre unas aguas
negras y espesas. El cielo era un manto obscuro tachonado de estrellas. Garrison se
dejó caer nuevamente en el fondo de la lancha.
¿Cuántos siglos transcurrieron antes de que un nuevo rumor se abriese paso por
entre la niebla de sus sentidos? Era un roce largo y continuo, seguido de un breve
silencio, de otro roce y otro silencio.
«Rasp... rasp... rasp...»
Aquel extraño rumor hizo nacer en su atormentada mente el deseo de averiguar su
origen. Se levantó con la misma lentitud y envaramiento que un cadáver que
volviese a la vida. Miró hacia el frente, sin comprender la verdad de lo que estaba
viendo. ¡A menos de tres metros tenía tierra firme!
El bote salvavidas acababa de encalar en una playa desierta. El ruido que oía el de
las diminutas olas al romper sobre la arena.
—¡Tierra! —oyó gritar a una voz áspera.
De pronto, Garrison comprendió que aquella voz era la suya. Sin saber cómo, estuvo
de pie.
—¡Tierra! —repitió por entre sus resecos labios.
Saltó del bote y cayó de rodillas. Milagrosamente consiguió levantarse otra vez y,
vacilando como un beodo, echó a andar a ciegas.
Caminaba echado hacia delante, con la cabeza balanceándose de un lado a otro y
las manos colgándole. Sus ojos, muy abiertos, no veían nada en medio de aquellas
tinieblas. Era como un animal ciego, enloquecido, moviéndose más por instinto que
por inteligencia.
Resbaló sobre la arena y tropezó con unas piedras; pero siguió caminando. Luego,
volvió a tropezar y esta vez no se levantó. Su cerebro se hundió en una sima
profunda y acogedora. ¿Era la muerte? Lanzando un suspiro de alivio, se dejó
hundir en el abismo.
Más tarde, Garrison despertó. Pensó que su espíritu revivía, saliendo del cuerpo
muerto. Mas en seguida se dio cuenta de que continuaba con vida. Le consumía una
sed abrasadora. Y ¿cómo puede un muerto sentir sed? Haciendo un terrible
esfuerzo logró abrir los párpados que parecían habérsele pegado. Y sus pupilas
fueron heridas por los rayos de un sol deslumbrador.
Efectuando un convulsivo esfuerzo consiguió sentarse. Después, torpemente miró a
su alrededor. Su cerebro estaba demasiado atrofiado para experimentar asombro, y
sólo sintió una débil extrañeza ante lo que se ofreció a sus ojos.
Estaba en medio de un bosque espeso. Altos, rectos y negros árboles ascendían
hasta el cielo, que casi ocultaban con su follaje plateado de una belleza sin igual.
Las ramas estaban unidas entre sí por grandes masas de verdes enredaderas, entre
las cuales se abrían enormes orquídeas.
Macacos y loros chillaban entre las flores y a sus gritos se unían los trinos de una
multitud de pájaros. En los breves silencios se percibía una brisa cargada de un
suave aroma de especias exóticas.
Garrison miraba incrédulo. De súbito, entre los árboles, descubrió un brillante hilillo
de agua. Su sed de cuatro días se despertó con más furor que nunca. Exhalando un
chillido inarticulado, corrió hacia el arroyuelo y unos segundos después hundía el
rostro en el fresco líquido.
Tuvo que recurrir a toda su voluntad para dejar de beber. Cuando irguió la cabeza
temblaba como un azogado. Se le había hinchado la boca y la lengua. Las lágrimas
arrasaban sus ojos.
—¡Estoy salvado! —exclamó—. ¡Salvado!
Haciendo un esfuerzo se alejó del arroyo. No tenía apetito, mas el cerebro le ordenó
que comiese.
No muy lejos, halló un árbol cargado de frutos rojos. Parecían manzanas pero dentro
tenían un hueso duro como la piedra. Cuando hubo comido se sintió mucho más
fuerte. La presencia de otros muchos árboles frutales le aseguró que no corría el
peligro de morir de inanición.
La vida animal también era abundante en aquella isla. Obscuras liebres se
deslizaban veloces por el suelo, y de rama en rama saltaban ágiles ardillas. A lo lejos
se oía la algarabía de numerosos monos.
—He tenido suerte de venir a parar aquí —murmuró Garrison—. La mayoría de las
islas desconocidas son simples rocas estériles. Ésta no debe de ser muy grande y
parece deshabitada.
Con paso vacilante aún se dirigió hacia un lejano recodo de la playa. Le asombraba
la variedad de la fauna y la flora. Allí se veían leopardos, jabalíes, hienas, grandes
manadas de graciosos ciervos. Resultaba increíble hallar tal paraíso en medio del
Pacífico.
Al fin salió del denso bosque, encontrándose en una faja arenosa de la playa. En la
orilla se veía el blanco bote en que se había salvado. Desde aquel lugar podía
calcular aproximadamente el tamaño de la isla. Su longitud sería de unos siete u
ocho kilómetros. Estaba enteramente poblada de árboles. No había ningún signo de
vida humana.
Garrison emprendió la marcha por la playa, pues era más fácil caminar por la arena
que por el bosque. Había recorrido menos de un kilómetro cuando, de repente, vio a
la muchacha a su lado. Había aparecido tan súbitamente que el náufrago no logró
contener una exclamación de asombro.
—¡Dios santo! ¿De dónde ha salido usted?
La muchacha sonrió.
—Me llamo Myrrha.
Era una joven blanca, muy bella. No representaba más de dieciocho años. Vestía un
traje curioso: una túnica blanca de tela muy suave, ceñida por un cinturón de rico
broche. Los marfileños brazos quedaban al descubierto, y la falda terminaba sobre
las rodillas.
La mirada de la joven estaba fija en él. Sus ojos eran negros, dulces e inteligentes.
Sus rojos labios estaban entreabiertos por la emoción. El cabello, intensamente
negro, estaba peinado hacia atrás, y caía en cascada sobre los hombros dejando al
descubierto una frente hermosa y despejada.
—¿Myrrah? —preguntó Garrison.
—Te vi desde el bosque —explicó ella, señalando la espesura con la mano—. Me
alegré muchísimo de que .por fin hubiese alguien más.
—¿Es que tú y yo somos los únicos seres vivos de la isla? —preguntó Garrison,
tuteando también a la muchacha—. ¿Has vivido sola hasta ahora?
Ella inclinó la cabeza.
—Sí, sola con el Durmiente.
—¿El Durmiente? —Garrison no lo entendía—. ¿Cuánto tiempo llevas aquí?
—Desde siempre. He estado aquí desde el principio. Soy una parte del sueño, igual
que tú y que todo.
—¿Una parte del sueño? —Garrison creía estar realmente soñando—. ¿Qué diablos
quieres decir con eso?
El asombro de Mirrah también iba en aumento. Miraba a su compañero como si se
hallara ante algo sumamente maravilloso.
—¿No lo entiendes? —preguntó—. Es muy extraño. Yo lo comprendí desde el
principio. Aunque no sé cómo lo comprendí.
—¿Quieres dejar de expresarte en jeroglíficos y explicarte con toda claridad? —pidió
Garrison. Luego, viendo que su tono había herido a la muchacha, suavizó sus
modales—. Lo siento, perdona. Estaba excitado, impaciente. ¿Qué has querido decir
al hablar de que formabas parte del sueño?
La respuesta de la chiquilla le dejó aturdido.
—Todo lo que ves a tu alrededor no es más que un sueño. En realidad, esta isla es
una roca estéril, y la selva, los animales, tú y yo sólo somos un sueño. Y si a
nosotros nos parece todo verdad es porque formamos parte de lo irreal.
—¡Estás loca! —exclamó Garrison—. La selva, los animales, tú y yo ¿un sueño?
¿Crees que yo soy el producto de un sueño?
—Claro —afirmó ansiosamente Mirrah—. Igual que yo.
Garrison tuvo que refrenar el irresistible deseo de lanzar un juramento. Luego, se
apiadó de la jovencita. Era indudable que creía lo que decía. Debía de haber crecido
sola, allí, entre los árboles y los animales, y de alguna extraña manera creó una
explicación para su cerebro infantil.
—¿De quién es el sueño del que formamos parte? —preguntó, deseando seguirle la
corriente. Añadió—: ¿Quién nos sueña?
—El Durmiente, desde luego —repuso al momento la muchacha.
Garrison sintió unos deseos irrefrenables de echarse a reír. Aquélla era, sin duda, la
más extravagante de sus aventuras.
—¿Y qué es el Durmiente? —indagó.
El dulce rostro de la muchacha reflejó cierta sorpresa.
—Pues es... es el Durmiente. Yace en la parte más profunda de la selva; durmiendo
siempre sin despertarse jamás. Y todo lo que sueña se convierte en realidad en esta
isla. El Durmiente soñó el bosque y los ríos que ves a tu alrededor. Soñó los
animales y los pájaros. Me soñó a mí... y de súbito me encontré en este lugar. Desde
que estoy aquí ha soñado otras cosas: animales, plantas... pero jamás a otros seres
vivos, hasta ahora que te ha soñado a ti. Y estoy muy contenta de que eso haya
sucedido, pues me sentía terriblemente sola.
Y los ojos negros de Mirrah dieron luz a una sonrisa de placer. Una de sus suaves
brazos rodeó el derecho de Garrison con confiado afecto.
—De modo que el Durmiente me soñó ¿eh? —comentó el náufrago muy divertido—.
Me gustaría ver a ese Durmiente.
—Puedo llevarte junto a él —fue la asombrosa respuesta de Mirrah—. Pero has de
prometerme no acercarte mucho.
Y sin la menor vacilación le arrastró hacia el bosque, siguiendo un invisible sendero
que debía de conducir hacia el interior de la isla, por entre los árboles cargados de
frutos extraños, de monos, de loros y de flores.
Mirrah parecía una alegre ninfa de la selva. Cantaba, reía, llamaba a las aves,
arrancaba una enorme flor azul y se la prendía en el cabello... Hubo un momento en
que hizo retroceder a Garrison. Éste vio perderse entre la espesura la bella y
peligrosa silueta de un leopardo.
—Me gustaría que el Durmiente no hubiese soñado a esos bichos —sonrió él.
—Ésos sólo son sus sueños malos —replicó Mirrah—. Ha soñado también cosas
muy hermosas; aunque a veces sufre pesadillas.
—Es lógico —rió Garrison—. ¿Cómo has sabido todo eso?
Mirrah sonrió, como disculpándose por no poder dar una explicación más categórica.
—No sé. Ya estaba en mi cerebro cuando el Durmiente me soñó.
Habían recorrido casi dos kilómetros de maravillosa selva, cuando llegaron a un
inmenso claro, rodeado de altísimos árboles. Una fantástica catedral de verdor,
flores y silencio. Mirrah se apretó con cierta timidez contra el cuerpo de su
acompañante.
—Nos acercamos al Durmiente —murmuró—. No hagas ruido Todos los seres vivos
de la isla temen acercarse aquí. Y yo también.
Mientras avanzaban, Garrison experimentó una gran curiosidad. De pronto, se
detuvieron y el mayor asombro substituyó a su incredulidad.
Estaban al borde de un espacio perfectamente circular, cubierto de hierba fresca y
fina, semejante a una alfombra de esmeraldas. Y allí, en el centro de aquel claro
aparecía una caja larga y estrecha, de brillante cristal, enteramente bañada por el
sol.
Dentro de la caja se veía una especie de lecho de cobre, magníficamente repujado.
Y en el lecho, envuelto en un manto adornado con negros dibujos, estaba el cuerpo
inmóvil de un hombre.
Yacía de costado y su cabeza descansaba sobre uno de sus brazos desnudos.
Garrison, a pasar de los esfuerzos que Mirrah hacía por alejarle de allí, se aproximó
a la urna de cristal y vio que el hombre tenía el cabello negro y blanca la tez. Aparte
de esto y del brazo sobre el que descansaba la cabeza, nada más se veía de él, ya
que el resto estaba cubierto por el manto de brocado.
—Es el Durmiente —susurró Mirrah, que estaba parada a unos cuatro metros de la
urna. Sus ojos contemplaban llenos de admiración la tendida figura.
—Debe de ser un cadáver dejado sin enterrar desde hace muchos siglos por alguna
raza desconocida —comentó Garrison—. Pero ¿cómo se ha conservado tan bien al
aire libre?
—No está muerto —replicó Mirrah—. Duerme, y no hables tan alto pues podrías
despertarle.
—Voy a examinar ese cuerpo —decidió Garrison, dando un paso al frente.
Pero la joven le contuvo, agarrándose frenéticamente a él, con el rostro pálido por el
terror.
—¡No, por favor! Si despiertas al Durmiente se terminará su sueño... y nosotros con
todo lo demás pereceremos.
—Eso es una tontería —se burló Garrison.
Pero Mirrah no le soltó.
—Recuerda que me prometiste no acercarte —le recordó ella.
En su voz vibraba un intenso terror.
Garrison se suavizó al observar el pavor de la joven.
—Está, bien, le dejaré tranquilo.
Mirrah le arrastró fuera del soleado claro hacia el bosque. Caminaba a toda prisa,
dirigiendo inquietas miradas a su espalda.
—Si le hubieras despertado, habrías sido destruido, lo mismo que todos nosotros —
explicó la jovencita con voz entrecortada por el temor—. Por eso, ninguno de los
animales se acerca jamás al Durmiente. Presienten el peligro a que se exponen.
Garrison creyó comprenderlo todo. En aquella isla desconocida debió de vivir algún
tiempo una raza altamente civilizada que embalsamó tan perfectamente el cadáver
de aquel hombre, que pudo permanecer durante siglos al aire libre, protegido sólo
por una frágil urna de cristal, sobre un lecho de cobre, sin sufrir la menor alteración.
Los animales, que temen a los muertos, evitaron siempre acercarse a él.
Y era lógico que Mirrah, creciendo sola, creyese que el cadáver era un ser durmiente
y se formase la fantástica idea de que toda la isla era la creación de un sueño. Al
joven no le cabía ninguna duda de que Mirrah, había llegado ella misma a la isla, de
igual modo que él, criándose allí desde muy pequeña.
La muchacha volvía a estar alegre como un pájaro. Hacía ya bastante que el claro
había quedado a sus espaldas.
—Ahora te llevaré a mi casa, Garrison —anunció, tratando de repetir el nombre del
náufrago tal como le había enseñado.
Garrison dirigió una mirada hacia atrás.
—Me gustaría ver más de cerca ese cuerpo.
Al momento, reapareció el miedo en las pupilas de la joven. Llena de desesperación
se colgó del brazo de su compañero.
—No has de tocar jamás al Durmiente. Es lo que he dicho. Si alguna vez se
despierta, Garrison, nosotros, que sólo formamos parte de su sueño, pereceremos.
¡Prométeme que nunca lo tocarás!
Garrison notó que los latidos del corazón de la chiquilla se aceleraban por el temor y
asintió con el gesto.
—De acuerdo, Mirrah —dijo—. Te prometo no tocarlo.