Claire Phillips - La Elección de Una Duquesa
Claire Phillips - La Elección de Una Duquesa
Claire Phillips - La Elección de Una Duquesa
en la tranquilidad propia del lugar junto a su cuñada, lady Evelin y sus tres hijas,
lady Eliza, lady Coralina y lady Leona. Deseaba socializar de modo sosegado y,
quizás, inclinar un poco la fortuna a su favor y encontrar algún buen pretendiente
para sus hijas, entendiendo por tal a adecuados caballeros con título o herederos
de los mismos que gozaren de una buena posición económica y social. Pero lo que
lady Antonwe no sabía es que ni todos los hombres son lo que aparentan ni menos
sus intenciones para con sus hijas, sobre todo cuando éstas acaban enredadas en un
complot que bien podría afectar a la Corona y a sus propias vidas.
Siendo un caballero heredero de título y, además, uno que se preciaba de no
dejarse cazar por matronas o por las dulces pero ávidas palomitas del siempre
ansioso mercado matrimonial de la aristocracia, lord Bromder, heredero del duque
de Plintel, no podía imaginar que precisamente alejarse de unas damas solteras y
menos de una que aparecía ante sus ojos como constantemente necesitada de
protección incluso de su propia persona, era lo que su estancia en Bath no iba a
permitirle, no sin atentar contra su honor ni sus deberes para con la Corona. Debía
elegir, proteger a una dama de un peligro cierto o protegerse a sí mismo de la
dama y del camino que el caprichoso destino parecía empeñado en marcar para él
y su futuro. Elegiría bien o se condenaría para la eternidad y no precisamente a los
fuegos de los infiernos sino de los de un yugo más certero.
LA ELECCIÓN DE UNA DUQUESA
Nada más cruzar el vestíbulo de Plintel House se vio recibido por una
entusiasmada Bathy que, como siempre, se alzó poniéndose a dos patas apoyando
las delanteras en sus muslos a modo de saludo.
—Buenas tardes, bonita. –La correspondió sonriendo y frotándole su bonito
pelaje tras las orejas—. ¿Dónde se encuentran el resto de las damas de la familia?
—Milord, miladies y sus excelencias se encuentran en el salón azul. –Se
apresuró a contestarle Leary que había esperado paciente cerca del hijo de su
señor.
Arthur asintió sonriendo haciendo un gesto a Bathy que enseguida se colocó
a cuatro patas a su lado y lo siguió por el corredor.
Se detuvo bajo el umbral del salón en discreto silencio deleitándose de la
imagen ante él. Leona se hallaba sentada en el diván con su pequeño León en
brazos, acunado dentro de su hatillo por los amorosos brazos de su madre y a los
pies de Leona se encontraba Andrea, su pequeña, su primogénita de cuatro años,
sentada en un cojín de terciopelo, con la espalda apoyada en la pierna de su madre,
garabateando en su cuaderno. Su pequeña era su viva imagen, pero tenía los ojos
grises de Leona y esa nada desdeñable capacidad de desarmarle con solo mirarle
con ellos.
Bathy delató la presencia de ambos llegando con risueños saltitos hasta ellas
dejándose caer de costado a los pies de Leona en cuanto la alcanzó, como era su
costumbre.
—Buenas tardes, mis damas. –Señaló entrando en el salón y un carraspeo le
hizo sonreír y mirar el lugar del que procedía—. Y padre.
El duque sonrió negando con la cabeza apartando su pipa.
—Llegas justo a tiempo. Tu esposa estaba a punto de decirnos qué nombre
habéis decidido poner al fin al futuro heredero.
Arthur sonrió al ver a Leona negando con la cabeza señalándole que no era
así. Se apresuró a tomar asiento junto a ella y tras besarla en la mejilla y la sien,
aupó a Andrea para sentarla en su regazo y besarla de igual modo que a su madre.
—Buenas tardes, mi pequeña. –La rodeó con un brazo acomodándola
protector y cariñoso mientras pasaba el otro por los hombros de Leona instándola a
dejar caer un poco su peso en su costado—. ¿Has tenido un buen día?
La pequeña asintió y le sonrió con esa sonrisa infantil y esos ojos inocentes
que nunca lograrían dejar de derretirlo.
—Papi, el abuelo dice que, si le digo el nombre de León, me comprará un
caballito.
Leona y Arthur suspiraron al unísono mientras el duque soltó una
carcajada.
—Cielo, ahora deberá regalarte ese caballito pues ya le has revelado del
nombre elegido.
La pequeña frunció el ceño y después de unos segundos se rio traviesa
tapándose la boca con las dos manos.
—Es verdad.
Arthur besó sus suaves cabellos antes de deslizar los ojos a su padre.
—Debiera darle vergüenza, padre. Enredar a su inocente y dulce nieta para
saciar su inagotable curiosidad.
El duque se rio mirando a su nieta guiñándole un ojo como si fuera un niño
travieso y después a su nuera.
—León. Es un bonito nombre para un futuro duque.
Leona sonrió negando con la cabeza:
—Cielo. –Miró a la pequeña sonriendo—. ¿Por qué no vas a buscar el libro
que te ha regalado la abuela para que papá te lo lea? Se está haciendo tarde y
dentro de poco has de retirarte a dormir.
La pequeña asintió escurriéndose por las piernas de su padre antes de salir a
la carrera con Dora siguiéndola escaleras arriba. En cuanto salió, Arthur le quitó a
León de los brazos y lo acunó.
—Parece que mi heredero se encuentra indiferente a la llegada de su
augusto padre. —Lo besó en la frente antes de mirar al duque—. Según tengo
entendido, esta tarde ese mentecato de Lucas ha estado aquí intentando corromper
las inocentes mentes de mis hijos.
El duque se rio:
—Tanto como corromper…
—¿No vas a contarnos lo ocurrido?— Le preguntó Leona tras unos
segundos con una más que evidente y ansiosa curiosidad sabiendo que Arthur se
hacía el despistado con intención.
Arthur se rio entre dientes alzando los ojos del rostro regordete de su hijo.
—Al parecer, su excelencia ha logrado extender su inusitada curiosidad a
mi esposa.
Leona suspiró.
—No seas liante. ¿Qué ha ocurrido? –Insistió.
Arthur sonrió y miró indistintamente a su madre y a Leona.
—Bien, señoras mías, tenían razón, el caballero de la ópera era el ladrón. He
de felicitarles.
La duquesa y Leona sonrieron complacidas.
—Debieres asumir, querido, que las inteligentes damas que os acompañan,
siempre tienen razón. Sin excepción. –Afirmó la duquesa con arrogante diversión.
Arthur y su padre se rieron.
—No me atreveré a negarlo so pena de sufrir un cruel castigo por parte de
ambas. –Contestaba riéndose aún—. Además, el retrato de Leona permitió que los
agentes de Bow Street contasen con un rostro que buscar entre todos los que
pasean por Londres. No han tardado ni tres días en dar con él y apresarle.
Leona sonrió.
—Era un rostro bastante fácil de distinguir.
Arthur se inclinó y la besó en la sien demorando un poco los labios en su
piel acariciándosela.
—Si no fuera por lo peligroso que es, habría dicho al inspector jefe quién
realizó el retrato pues, ciertamente, siente un ávido interés por conocer a nuestro
retratista, más cuando no es el primer malhechor que apresamos con su ayuda.
Leona sonrió dejando caer la cabeza en su hombro mientras él mantenía a su
hijo en sus brazos.
—Quizás tengamos otra retratista en la familia. –Añadió él lanzando una
mirada al cuaderno meramente lleno de garabatos dejado olvidado por su hija en
el suelo. Leona sonrió siguiendo la dirección de sus ojos.
El duque se rio.
—Sería otro rasgo que heredase de su madre, pues ciertamente tiene un
escaso sentido de la orientación. Hoy, en los escasos segundos que se ha separado
de mi mano mientras saludaba a un conocido, se ha perdido en White’s y
Dashwoth me ha ayudado a encontrarla. Estaba sentada bajo una de las mesas de
billar como si nada, jugando con su trenecito de madera.
Leona se rio tomando de nuevo al pequeño de los brazos de su padre
mientras decía:
—Estaba emocionada porque milord le ha traído hasta casa a la espalda, a
caballito, desde el club del abuelo.
La duquesa sonrió.
—Oh sí, usando sus palabras ha dicho que su amigo Lucas le ha traído a
caballito desde el cuarto de juegos del abuelito.
El duque soltó una carcajada mientras Arthur alzó los ojos hacia su padre:
—Padre, deje de llevar a mi pequeña a White’s, se lo ruego. No es lugar para
mi niña y menos con descerebrados como Lucas.
El duque soltó una sonora risotada.
—Oh vamos, le encanta estar con su abuelo y puedo presumir de tener la
damita más bonita del mundo embelesada conmigo.
Arthur sonrió negando con la cabeza.
—Sois peor que el vizconde cuando la lleva al parque y la deja corretear
salvaje junto a Bathy.
El duque se rio.
—Oh vamos, tampoco es que corretee salvaje. Solo juega con el perro por los
jardines.
—Padre, ambas suelen acabar encontrando y tirándose de cabeza al mayor
de los charcos que haya en millas a la redonda y saltando y chapoteando dentro
del mismo con entusiasmo, es más, ayer mismo una dama malhumorada me tachó
de padre displicente por dejar a mi pequeña ensuciarse tanto o más que el perro y
delante de desconocidos nada menos.
La duquesa se rio:
—¿Quién tuvo la osadía de reprenderte y, sobre todo, cuál fue tu
contestación?
Arthur suspiró pesadamente:
—La vieja lady Comvert. Tuvo la desfachatez de tildar a mi pequeña de
fierecilla y de alterar la paz de las buenas gentes, así como de atentar contra la
buena moral. —Sonrió arrogante—. Por supuesto no pude contenerme y le espeté
con aire altivo que lo único que atentaba contra la buena moral era su horrendo
tocado de plumas que asustaba a propios y extraños y que la paz se hallaba en
peligro solo debido al estruendo que ocasionaban sus dos horribles perros con esos
cascabeles de oro que gusta colgarles de sus collares de paseo.
El duque se carcajeó:
—¿Y no te respondió nada ante semejante “ataque”? —Insistió la duquesa
riéndose.
Arthur sonrió orgulloso y con cierto poso de maliciosa satisfacción:
—No tuvo oportunidad pues mi particular pastora cubierta de barro tuvo a
bien aparecer cuál ovejita descarriada que regresa al redil y al pasar por su lado
sujetando de la correa a Bathy le ensució todo el lado de las faldas de barro para
espanto de la dama a la que casi le da un síncope sobre todo porque veía que,
como retrasase su partida no saliendo presta de allí, acabaría como mi “fierecilla”,
pues la muy nerviosa Bathy, que claramente tenía intención de corretear a su
alrededor y el de esos pobres animalitos que tiene por mascotas, parecía decidida a
querer dejar su marca no solo en la falda sino en todo su atuendo y acabaría
logrando que acabase de manera similar a como lo estaba mi pequeña que
realmente lucía como si se hubiere zambullido de cabeza en un enorme charco de
barro.
El objeto de la conversación regresó con ese mismo entusiasmo mentado
corriendo con un libro entre las manos y dirigiéndose sin detenerse hasta su padre
que, riéndose, la aupó sentándola en su regazo de nuevo.
—Mira papi. –La pequeña, jadeando, alzaba el libro—. Es el regalo de la
abuelita.
La pequeña lanzó una mirada sonriente a la duquesa que le devolvió la
mirada con cariño.
Arthur tomó el libro rodeando al tiempo a la pequeña con sus brazos
acomodándola y afianzándola en sus piernas.
—Bien, mi fierecilla, pues leeremos tan bonito obsequio. –Decía mientras la
pequeña apoyaba con confiada relajación la mejilla en su pecho dispuesta a
quedarse así mientras su padre le leía como todas las noches.
—Tienes que describir las ilustraciones, papi. También me gustan las
ilustraciones y los paisajes.
Arthur sonrió besándola en la cabeza, cariñoso, tras su imperioso mandato.
—Sí, mi pequeña mandona, te mostraré y describiré con detalle todos ellos.
—De nuevo la besó antes de abrir el libro y dedicarse al sencillo placer de leer a su
hija.
Dos horas más tarde se deslizaba bajo las sábanas de su cama tras quitarse
del batín, atrayendo de inmediato a Leona hacia él desprendiéndola con rapidez de
su camisón. Desde que se hubieron casado en la capilla de Plintell Hills, el día de la
fiesta de su madre, no se hubo separado de ella más que uno o dos días en
excepcionales ocasiones. No había menguado, sino, por el contrario, crecido como
no imaginaba posible, su amor por ella, su necesidad de ella y sobre todo su avidez
de ella. No imaginaba su vida sin Leona, sin tocarla, besarla, hacerle el amor cada
noche y abrazarla al dormir y, desde el nacimiento de sus dos hijos, sin verlos a
ellos, sin jugar con ellos, sin simplemente escuchar la risa de Andrea y los pocos
gorjeos de su pequeño León, su fiero León como lo llamaba Leona cuando
reclamaba, imperioso, su comida. Además, con su tendencia a distraerse y
perderse incluso en su propia casa, su mayor placer lo encontraba en ir a buscarla,
hallarla y reclamarle un premio por, como él los llamaba, “su rescate”.
—Cariño —Susurraba deslizando sus labios por sus turgentes y plenos
pechos—. Tu caballero reclama las atenciones de su dama.
Leona suspiraba de placer enredando los dedos de su mano en su espeso
cabello mientras él seguía besando, mesurando y acariciando con dedicada entrega
sus pechos.
—Bueno, como mi caballero me ha encontrado, considero justo premiarle
con besos, abrazos y mis atenciones.
Arthur se rio entre dientes alzándose y colocándose a su altura.
—Así me gusta. Una esposa entregada y presta a mis atenciones. –La besó
con parsimonioso placer en los labios deslizando sus manos por su cuerpo—. Te
amo, mi dama.
Leona sonrió cuando él alzó ligeramente el rostro para ponerlo a la altura de
ella que aún se encontraba atolondrada por su beso y sus palabras.
—Te amo, mi caballero.
FIN
Dedicatoria
A vosotros, quienes aún seguís leyendo las historias que publico. Gracias de
corazón. Escribir suele ser algo que me ayuda, escuchar a las personas a mi
alrededor que leen lo que escribo mientras lo hago me hacer reír y saber que otras
personas cuyos rostros no conozco se animan a leerme, supone más de lo que
ninguna palabra podría expresar. Gracias a todos.
Historia
[I] Assembly Rooms, diseñados por John Wood, el joven, en 1769. Son un
conjunto de elegantes salas de reuniones situadas en el corazón de la ciudad y que
a día de hoy son Patrimonio de la Humanidad. La nueva Asamblea abrió con un
gran baile en 1771 y se convirtió en el eje de la sociedad elegante siendo
frecuentado por personajes como Jane Austin y Charles Dickens, junto con la
nobleza del tiempo.
ISBN—13: 978—1540430632
ISBN—10: 1540430634