Historia de Europa PDF
Historia de Europa PDF
Historia de Europa PDF
h i s to r i a
de
Eu r o pa
Historia de Europa
índice
1. «Introducción» de
Europa: jerarquía y revuelta (1320-1450)............................. 5
por George Holmes
Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código
Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes
sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen
públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada
en cualquier tipo de soporte.
La edición en lengua española de esta obra ha sido autorizada por John Wiley & Sons
Limited. La traducción es responsabilidad de Siglo XXI de España Editores, S. A.
Sector Foresta, 1
28760 Tres Cantos
Madrid - España
www.sigloxxıeditores.com
ISBN: 978-84-323-1936-5
Depósito legal: M-2.719-2019
Impreso en España
índice*
Agradecimientos.......................................................................... 9
Introducción................................................................................ 11
Mapas.......................................................................................... 17
Cuadros....................................................................................... 25
Bibliografía.................................................................................. 333
10
deja de conflictos irrelevantes, donde resulta difícil desenredar los
acontecimientos más significativos, obligadamente simplificados
en las páginas de este libro de una manera que incluso puede resul-
tar engañosa. Lo que distinguía a la cristiandad latina era la unifor-
midad de su cultura, que dependía principalmente de la Iglesia. El
reconocimiento general de la autoridad del papa era el factor más
evidente de la unidad de «Europa». Había conducido a la difusión
de tipos semejantes de organización de iglesias y monasterios, y no
solo de edificios, sino también de maneras de pensar. La uniformi-
dad de la cultura había sido también promovida por las energías
expansionistas de nobles y caballeros del norte de Francia y de
mercaderes de las ciudades italianas, que habían difundido sus
costumbres por amplias zonas del mundo latino.
En 1300 la Europa occidental era ya, con mucho, probablemen-
te la zona más rica del universo, si la riqueza se mide en relación a
la densidad demográfica. La mayor parte de la riqueza se concen-
traba en una banda que atraviesa el continente desde el sudeste de
Inglaterra al norte de Italia, incluyendo el norte de Francia, los
Países Bajos y la Renania. En esta región la producción agrícola
intensiva había dado lugar a una densa población, a grandes exce-
dentes en la producción, a avanzadas industrias y ciudades. Como
resultado –y esta es una de las más importantes características de
su civilización–, la sociedad europea estaba muy diversificada en
cuanto a sus estructuras sociales y económicas. Entre las aisladas
comunidades campesinas de los Alpes, los ricos y aristocráticos
Estados de la isla de Francia y ciudades industriales como Arrás e
Ypres, había grandes contrastes de estructura social en distancias
espaciales muy pequeñas. En particular, la civilización urbana, con
todo lo que implicaba de industria, comercio y gobierno popular,
aunque distribuida de manera muy desigual, estaba muy difundida
y altamente desarrollada.
La combinación de fragmentación política y diversidad social
era crucial. Naturalmente, el aspecto dominante de los europeos era
el marco de valores establecido por los nobles y los eclesiásticos
propietarios de bienes raíces. A falta de términos mejores, podría
describirse como «feudal» o «jerárquico». Pero cuando la autori-
dad política estaba tan fraccionada, a las comunidades de otros ti-
pos les era posible asegurar su autonomía no solo política, sino
también de sus ideas y modos de vida. Observaremos en este libro
11
la interacción tanto entre las potencias políticas como entre las
comunidades de diversas clases. La historia europea se hará cada
vez más por la interacción entre modos de vida y pensamiento
divergentes.
Al principio del siglo xiv la diversidad de Europa empezaba
apenas a emerger. Las ciudades flamencas estaban afirmando su
independencia respecto al rey de Francia. Había aparecido un pe-
queño núcleo de comunidades campesinas independientes, que
acabaría por constituir la federación suiza. Los primeros sofistica-
dos escritores del mundo urbano italiano estaban trabajando en
Florencia y Padua. Estas manifestaciones eran aún de tipo experi-
mental, pues el mundo europeo estaba dominado por el papa, el
rey de Francia y otros monarcas; su vida intelectual, por la Univer-
sidad de París; su arte, por el estilo de iglesia gótica, que se había
difundido por Europa desde el norte de Francia. La historia social
de los próximos cien años fomentaría –como resultó luego– una
mayor diversificación de la sociedad al favorecer a las comunida-
des urbanas y campesinas a expensas de las clases señoriales. La
fuerza de esta tendencia no podría haberse sospechado en 1320;
estaba causada por decisivos factores económicos, entre los cuales
debe sin duda contarse la peste negra, que asoló Europa en 1348-
1349, y el descenso general de población, que redujo la riqueza y el
poder de los señores territoriales. Los resultados de los cambios
económicos se evidenciaron en la situación de Europa durante la
primera mitad del siglo xv, cuando ciudadanos y campesinos hicie-
ron valer sus derechos.
Fue durante este periodo –alrededor de 1410-1450– cuando en
las ciudades italianas nació una ideología de gobierno republicano
en los escritos de Leonardo Bruni y Leon Battista Alberti, cuando
en las ciudades flamencas surgió el arte realista, que se asocia con
Jan van Eyck y sus seguidores, cuando los husitas bohemios reali-
zaron una reforma nacional, en el curso de la cual las comunidades
milenarias de Tábor se convirtieron en una fuerza política, y cuan-
do la ciudad de Venecia llegó a ser uno de los principales poderes
europeos. En este tiempo las fuerzas centrífugas en la sociedad eu-
ropea eran predominantes; amplias zonas de Europa parecían es-
tarse saliendo del marco de la Iglesia y la monarquía que se había
construido en la Edad Media. A veces el papado parecía estar al
borde de una división irreparable entre papas rivales y bajo el ata-
12
que de las iglesias nacionales. Algunas monarquías aparecían per-
manentemente debilitadas.
Hacia mediados de siglo la situación cambió. Las condiciones
de la monarquía comenzaron a mejorar. Príncipes poderosos, algu-
nos de los cuales, como Luis XI de Francia, Carlos el Temerario,
Fernando e Isabel de España, restauraron el poderío de sus reinos,
son figuras características de los años finales del siglo xv. Pero es-
tos acontecimientos superan el ámbito de este libro, que tratará
principalmente de la crisis del mundo medieval en el largo periodo
de descenso demográfico y, paradójicamente, de efervescencia cul-
tural, que se extiende desde 1340, aproximadamente, hasta media-
dos del siglo siguiente. Los movimientos de este periodo son inte-
resantes en sí mismos, pero sus causas y su significación solo se
entienden en un contexto europeo. Ni los humanistas ni las comu-
nidades son comprensibles a menos que se consideren dentro del
contexto de las instituciones e ideas contra las cuales se rebelaron.
Surgieron cuando y donde lo hicieron por las presiones de modos
de vida anteriores, y sus ideas fueron incorporadas al bagaje cultu-
ral europeo.
13
Diseño interior y cubierta: RAG
Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal,
podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva
autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en
parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.
La edición en lengua española de esta obra ha sido autorizada por John Wiley & Sons
Limited. La traducción es responsabilidad de Siglo XXI de España Editores, S. A.
Sector Foresta, 1
28760 Tres Cantos
Madrid - España
www.sigloxxıeditores.com
ISBN: 978-84-323-1807-8
Depósito legal: M-22.795-2016
Impreso en España
índice*
Mapas
1. Europa hacia 1500............................................................ 8
2. Italia hacia 1500................................................................ 10
3. Alemania hacia 1500........................................................ 11
4. Francia hacia 1500............................................................ 12
5. España hacia 1500............................................................ 13
VIII
. La enseñanza secular................................................... 293
Bibliografía.................................................................................. 341
Michael Mallett
Cumbria, octubre de 1999
25
PREFACIO A LA PRIMERA EDICIÓN
1
Véase J. H. Elliott, The old world and the new, Cambridge, 1969, esp. cap. I [ed.
cast.: El viejo mundo y el nuevo, Madrid, Alianza, 1972].
27
(justicia social, digamos, o amor, o la reacción frente a las obras de
arte) con aquellas de las edades pasadas y, viceversa, la posibilidad
de revisar las actitudes del pasado para inquirir de nuevo acerca de
las nuestras.
Por lo menos, tal ha sido mi experiencia como profesor de his-
toria del Renacimiento aquí y en Estados Unidos. Por eso reconoz-
co que tengo mi primera deuda de gratitud con mis estudiantes de
Warwick y Berkeley. Le debo también mucho al estímulo del pro-
fesor G. R. Potter, quien leyó el tremendo montón de páginas del
borrador, así como las pruebas, y también a la orientación firme y
solidaria que recibí del profesor J. H. Plumb, así como a los conse-
jos y a la ejemplar paciencia de Mr. Richard Ollard.
28
Diseño interior y cubierta: RAG
Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal,
podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva
autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en
parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.
La edición en lengua española de esta obra ha sido autorizada por John Wiley & Sons
Limited. La traducción es responsabilidad de Siglo XXI de España Editores, S. A.
Sector Foresta, 1
28760 Tres Cantos
Madrid - España
www.sigloxxıeditores.com
ISBN: 978-84-323-1796-5
Depósito legal: M-1.922-2016
Impreso en España
índice*
Prólogo........................................................................................ 9
1. Europa en 1550................................................................ 12
2. Europa Central en 1550................................................... 14
3. La familia de Carlos V...................................................... 16
I. Lutero............................................................................. 17
II.
Carlos V.......................................................................... 39
V.
La situación fuera de Alemania.................................. 113
La época.......................................................................... 293
X.
Bibliografía.................................................................................. 365
1
Los decretos papales se llaman bulas por el sello de plomo (bulla) que llevan. Su
título específico se forma con las palabras iniciales de la bula en cuestión.
40
A los tres años de darse oscuramente a conocer con ocasión de
su ataque contra Tetzel, Lutero se había convertido en el jefe espi-
ritual (y para muchos incluso en el líder político) de un movimien-
to que convulsionaba a la mayor parte de Alemania, que ponía de
su parte a gran número de personas influyentes y que le estaba ga-
nando partidarios y fama bastante más allá de las fronteras de su
propio país. Nada de extraño tenía, por consiguiente, que esta ex-
traordinaria expansión le pareciera a Lutero un signo de beneplá-
cito divino. Sin embargo, el historiador puede muy bien pensar
que existían circunstancias históricas favorables para que la protes-
ta de aquel fraile se convirtiera tan rápidamente en un movimiento
que amenazaba la unidad de la iglesia y la supremacía del papa.
41
Diseño interior y cubierta: RAG
Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal,
podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva
autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en
parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.
La edición en lengua española de esta obra ha sido autorizada por John Wiley & Sons
Limited. La traducción es responsabilidad de Siglo XXI de España Editores, S. A.
Sector Foresta, 1
28760 Tres Cantos
Madrid - España
www.sigloxxieditores.com
ISBN: 978-84-323-1769-9
Depósito legal: M-24.790-2015
Impreso en España
índice*
Prólogo........................................................................................ 15
Mapas
Cuadros genealógicos
PARTE I
LA EUROPA DE CATEAU-CAMBRÉSIS
I. La escena internacional.............................................. 33
PARTE II
1559-1572
PARTE III
1572-1585
PARTE IV
1585-1598
Oxford
Septiembre de 1999
52
PRÓLOGO
9 de julio de 1968
King’s College, Londres
54
Diseño interior y cubierta: RAG
Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal,
podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva
autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en
parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.
Sector Foresta, 1
28760 Tres Cantos
Madrid - España
www.sigloxxieditores.com
ISBN: 978-84-323-1694-4
Depósito legal: M-28.348-2017
Impreso en España
índice*
Este volumen tiene un legado mixto. Por una parte, antes de mí,
tres autores sucesivos firmaron contratos para escribirlo, pero luego
abandonaron el proyecto; por otra parte, cuando la tarea recayó so-
bre mí en 1975, casi todos los otros volúmenes de la serie estaban
publicados. En concreto, sabía exactamente lo que John Elliott y
John Stoye habían tratado en La Europa dividida, 1559-1598 (1968),
y El despliegue de Europa, 1648-1688 (1969), y conocía por lo tanto
los huecos que me quedaban por llenar. También había visto que los
temas sociales y económicos que se estudiaban en La Europa del
Renacimiento, 1480-1520 (1971) de John Hale no figuraban en vo-
lúmenes posteriores. Todo esto me ayudó enormemente a planear el
trabajo y explica por qué los primeros dos capítulos tratan de temas
generales de tipo «estructural» –económicos, sociales, políticos y
religiosos– y por qué el tercer capítulo, que trata sobre la Europa
central y oriental, empieza en 1592-1593 (donde se detuvo Elliott)
en lugar de en 1598.
La decisión de empezar los capítulos «coyunturales» en el este
no se debía únicamente a motivos cronológicos. Siempre he pensa-
do que demasiadas «Historias de Europa» se detienen en el Elba.
Tras aceptar la redacción de este libro, estudié en profundidad la
geografía política de Europa del este para encontrar un eje. Polonia
me atraía por tres razones. En primer lugar, después de Rusia, era el
mayor estado de la Europa del siglo xvii; en segundo lugar, muchos
historiadores de la Alta Edad Moderna polaca se habían formado en
París y habían realizado notables y apasionantes estudios; en tercer
lugar, el idioma polaco parecía algo menos desalentador que el che-
co, el húngaro o el ruso. Por lo tanto, en 1977 empecé a estudiar
polaco y un año después viajé a Varsovia. Allí, un grupo de extraor-
dinarios académicos de la Alta Edad Moderna (entre los que se en-
contraban Antoni Mączak, Janusz Tazbir y Maria Boguçka) com-
partieron su trabajo conmigo y me informaron de que todos los
libros y artículos polacos que se habían publicado desde la década
59
de los cincuenta incluían un resumen en un idioma occidental, lo
cual quería decir que podía llegar muy lejos con un conocimiento
del polaco que me permitiera entender el título (y las leyendas de
cualquier tabla o figura). Esto aceleraba mi plan de trabajo.
En 1978 Gael Newby mecanografió diversos borradores del ma-
nuscrito. Simon Adams, Robert Evans y Bruce Lenman lo leyeron
de principio a fin y sugirieron importantes mejoras, al igual que sir
John Plumb, el coordinador de la serie, y Richard Ollard, mi editor.
Lee Smith lo leyó todo varias veces, me proporcionó muchas refe-
rencias útiles y me salvó de innumerables errores de contenido y
estilo. Entregué el texto final en abril de 1979 y, gracias a la eficien-
cia de Richard Ollard, el libro se publicó en un tiempo récord seis
meses después. Inevitablemente, se escaparon algunos fallos, y agra-
dezco a Peter Burke, André Carus, James Coonan, Jonathan Israel,
Robert Knecht, Andrew Lossky, Sheilagh Ogilvie y Michael Roberts
que me los señalaran. Sus sugerencias mejoraron la edición revisada
que se publicó en 1981.
Ahora, veinte años más tarde, Richard Bonney, Lawrence Broc-
kliss, Derek Croxton, Robert Frost y Matthew Keith han leído el tex-
to de nuevo –algunos de ellos más de una vez– y han aportado impor-
tantes sugerencias para nuevos cambios y actualizaciones. También
me han ayudado a revisar la bibliografía. Además, Paul Allen, Alison
Anderson, Penelope Gouk, Martha Hoffman-Strock, Paul Lockhart,
Glyn Redworth y Kurt Treptow me prestaron su ayuda experta en
capítulos concretos. Robert Rush escaneó el texto y me ayudó a revi-
sarlo. Věra Votrubová fue la guía perfecta para Praga, la ciudad don-
de este libro empieza y termina. Tessa Harvey fue una editora mode-
lo de principio a fin. Estoy profundamente agradecido a todos estos
colegas, amigos y (en muchos casos) antiguos estudiantes por sus
amables esfuerzos que me ayudaron a mejorar este libro.
Sin embargo, la estructura de Europa en crisis sigue siendo esen-
cialmente la misma. Aunque la multitud de libros y artículos sobre la
historia política de la Europa de principios de la Edad Moderna pu-
blicados desde 1979 han iluminado muchos temas y han abierto nue-
vos campos de investigación, la «forma» del periodo no ha cambiado
significativamente. La Guerra de los Treinta Años sigue siendo el
acontecimiento central y el hecho de que los Habsburgo la perdieran
no ha cambiado. A pesar de algunas ganancias transitorias especta-
culares, España y Polonia siguen terminando el periodo mucho más
débiles de lo que lo empezaron. Suecia y los holandeses, contra todo
60
pronóstico, siguen convirtiéndose en grandes potencias; mientras
que Francia, al borde del abismo, lucha por su supervivencia. Por
contra, en los últimos veinte años la investigación ha transformado
nuestro conocimiento y comprensión de la historia económica, social
y cultural europea. Ahora sabemos mucho más sobre las vidas y los
logros de la gente corriente, esos hombres y mujeres y niños que
Lord Clarendon rechazó de su History of the Rebellion and Civil
Wars in England, refiriéndose a ellos como «gente sucia sin nombre».
De hecho, para muchos estudiantes, como apuntó recientemente sir
John Elliott, «el nombre de Martin Guerre [ha llegado a ser] tan
conocido o más que el de Martín Lutero»1. Se han realizado, por lo
tanto, profundos cambios en los capítulos I, II y VIII, para reflejar el
abundante nuevo material publicado sobre la historia económica,
social, cultural y de género de la Europa de la Alta Edad Moderna.
Para terminar, es un placer dejar constancia de que en este nuevo
milenio, al igual que en 1979, este libro debe muchísimo a mis estu-
diantes. Primero en Cambridge, luego en St. Andrews, Vancouver,
Illinois y Yale, y finalmente en Ohio State, encontraron fuentes de
referencia con las que yo solo nunca habría dado y me obligaron a
tratar importantes asuntos y a hacer conexiones que, de otro modo,
nunca se me hubieran ocurrido. Recuerdo con especial afecto y gra-
titud a los miembros de mi Junior Honours Seminar de la Universi-
dad de St. Andrews en el curso 1974-1975, que mostraron un entu-
siasmo poco común por el periodo y una excepcional destreza para
discutir los temas. Por lo tanto, este día de San Andrés, aunque des-
de otro continente, dedico la segunda edición de Europa en crisis,
con todo mi agradecimiento, a todos mis estudiantes en general, y a
ese seminario de St. Andrews de hace un cuarto de siglo en particu-
lar: a Maureen Anderson, Stephen Davies, Susan Francis, Paul Ha-
rris, Colin Mackinnon, Steven Meek, Susan Mills, Lee Smith, Mal-
colm Ritchie y Margaret Wallis.
Geoffrey Parker
Columbus, Ohio
30 de noviembre de 2000
1
C. Hill, Puritanism and revolution: studies in the interpretation of the English Re-
volution of the 17th Century, Londres, 1958, pp. 204-205, en el que cita History de Cla-
rendon, iniciada en 1646; J. H. Elliott, National and comparative history: an inaugural
lecture, Oxford, 1991, II.
61
Preludio
La primavera de Praga
F. M. A. de Voltaire, Essai sur les moeurs et l’esprit des nations (escrito en 1741-
1
1742; 1.a ed., París, 1756; ed. de 1963), II, pp. 794 y 806.
66
Diseño interior y cubierta: RAG
Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código
Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes
sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen
públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada
en cualquier tipo de soporte.
La edición en lengua española de esta obra ha sido autorizada por John Wiley & Sons
Limited. La traducción es responsabilidad de Siglo XXI de España Editores, S. A.
Sector Foresta, 1
28760 Tres Cantos
Madrid - España
www.sigloxxıeditores.com
ISBN: 978-84-323-1925-9
Depósito legal: M-27.080-2018
Impreso en España
índice*
Mapas.......................................................................................... 13
Cuadros dinásticos....................................................................... 19
VIII
. El espíritu europeo (1640-1670)................................... 239
Bibliografía.................................................................................. 405
72
PREFACIO A LA SEGUNDA EDICIÓN
Tampoco creo que a los atenienses del ilustre Grotius les hubie-
ra gustado mucho la idea de un segundo prefacio. Aun así, déjenme
expresar mi gran agradecimiento por la pervivencia de esta obra a
lo largo de tantos años y por la feliz oportunidad de corregir algu-
nos errores, borrar un poco aquí y allá y reescribir algunos pasajes,
especialmente en los capítulos II, VIII y X; además de añadir mu-
chos títulos modernos a la «Bibliografía adicional» que hay al final
del libro. En esta tarea he tenido la suerte de recibir muchos buenos
consejos de Laurence Brockliss, Peter Noll, David Parratt, Andrew
Robinson y Tim Watson. También estoy profundamente agradeci-
do a Richard Ollard, que trabajaba en Fontana-Collins, por haber
supervisado la edición de la obra original, y a Helen Rappaport y el
personal de Blackwells por su trabajo con la edición revisada. Solo
una cosa más, estimados atenienses: este libro deja constancia de un
breve periodo de la historia de Europa. Al describirlo, no he sido
más que un espectador momentáneo de los cambios a más largo
plazo que tanto interesan a los historiadores hoy en día.
73
I. Una nueva estabilidad en el Centro
75
impulso suficiente para penetrar en la Hungría otomana. Carecían
del empuje y, por lo tanto, de la oportunidad de competir con los
comerciantes y con los gobiernos occidentales –holandeses, ingleses
y franceses– en la lucha por el imperio comercial de ultramar. Y no
lograron encender el fervor intelectual que anteriormente había ani-
mado la Reforma protestante, no solo en Alemania, sino también en
zonas lejanas. Después de 1648, las oportunidades de un cambio
radical eran mucho mayores en la Europa del este: fuerzas y credos
opuestos, islámicos y ortodoxos, así como protestantes y católicos,
forcejearían, progresiva o reaccionariamente, en áreas muy exten-
sas. De modo que, si atendemos en primer lugar al centro estable,
parece indicado tener en cuenta después a los pueblos orientales,
antes de dirigirnos a ese borde oceánico de Europa que los autores
occidentales están acaso demasiado inclinados a considerar como el
foco del mundo digno de ser conocido. En lugar de una visión his-
tórica que presta su máxima atención a las tierras bañadas por el
Atlántico y por el Mediterráneo occidental –con su extensión a em-
plazamientos situados al sur y luego al norte de América–, el centro
de Europa se encuentra, realmente, en el antiguo Sacro Romano
Imperio, con radios que alcanzan hasta el Báltico y los Cárpatos, a
Estambul y a Kiev, así como a París, Londres y Madrid.
Puede hacerse también otra elección, entre las fuerzas que tien-
den a un cambio y las fuerzas que se oponen a él. En el pensamien-
to o en las costumbres de la minoría inteligente y próspera surgen,
sin duda, muchos cambios en el Oeste, entre 1650 y 1700. Imagine-
mos la escena en sus casas: los hombres se han aficionado a poner-
se enormes pelucas sobre sus cabezas mientras permanecen senta-
dos en su «bureau» (de nuevo diseño) para escribir en él. Tienen
un reloj en la habitación que les dice la hora mucho más exactamen-
te que los relojes antiguos. Han desechado las viejas arcas que se
abrían por arriba, adoptando las cómodas. Tienen más mesas plega-
bles, más sillas de rejilla o tapizadas, más gabinetes laqueados traí-
dos del Lejano Oriente, que sus propios artesanos imitan con cre-
ciente habilidad. Toman café, chocolate y té, y consumen cada vez
más azúcar y más tabaco. Sentados en sus mesas o en sus escritorios,
aquellos empelucados caballeros escribían versos en pareados, con
desprecio de otras formas de poesía, y también una prosa mucho
más sencilla y pulcra que sus padres. Respecto al contenido de lo
que escribían, estaban cada vez menos convencidos de que el mun-
76
do antiguo produjese mejores artistas y científicos que los «moder-
nos», y, con toda la consideración al cristianismo revelado, eran más
conscientes del elemento matemático dentro del universo físico. De
todos modos, seguían constituyendo una débil minoría en compa-
ración con los campesinos, los pastores, los guardamontes, los arte-
sanos y el clero de las aldeas, los ciudadanos de la plebe y los servi-
dores domésticos que tenían que ganarse la vida en aquella enorme
extensión situada entre el Atlántico y los Urales. Esta mayoría expe-
rimentaba vivamente las consecuencias de la buena o de la mala
suerte, pero no concebía ningún cambio en la vida de una genera-
ción respecto a la de otra generación situada inmediatamente antes
o después. No era el suyo un universo de principios teológicos o
matemáticos, sino, sencillamente, una existencia dominada por co-
sechas variables, y por la irregular, pero constante, visita de epide-
mias. En los años malos, sus métodos de labranza, prácticamente
inalterados, y su mezcla de viejas curas y ensalmos eran igualmente
inútiles. En cuanto a las potencias humanas, tenían una clarísima
conciencia del señor local y del señor más distante, que era rey o
príncipe, y que, tanto el uno como el otro, exigían prestaciones de
servicios, rentas e impuestos, y –con sus adversarios– acaudillaban
las tropas que entraban o providencialmente se desviaban por una
zona determinada del país. Reyes y señores, además, nombraban y
sustituían a los clérigos, y los clérigos se ocupaban de las bodas y de
los entierros y daban a la parroquia una simple información acerca
de las Primeras y de las Últimas cosas. En tales condiciones, es po-
sible tener una visión más acertada de la población como conjunto
si consideramos los estremecimientos políticos superficiales sobre
una amplia extensión, que si atendemos exclusivamente a la mino-
ría que podía estar explorando ideas, artes o invenciones para la
generación siguiente. En este periodo es más importante mantener
un enfoque relativamente estático del escenario, mientras los años
pasan, que buscar los orígenes del cambio futuro.
77
tenido al margen de la negociación final en Munster, de modo que,
al oeste del río, las fuerzas españolas, las francesas y las del duque
de Lorena continuaban en acción. Sobre todo, los andrajosos mer-
cenarios del duque hacían incursiones por todas partes, en busca
de provisiones. Contribuyeron a reducir a cenizas, para unos cuan-
tos años, el Franco Condado y partes de la Champagne, a la vez
que sembraban la alarma al otro lado del Rin. Ellos fueron los res-
ponsables de los primeros esfuerzos llevados a cabo, con posterio-
ridad a 1648, por los inquietos príncipes, con el fin de agruparse
para la defensa común; alianzas de este género fueron frecuentes
en la política alemana después de 1648, prefigurando la famosa
Liga del Rin de 1658, y muchos acuerdos posteriores. La dificultad
consistía siempre en fijar las aportaciones económicas y el número
de las fuerzas que debían suministrar los Estados miembros. Por
ello, las alianzas solían tener como base los antiguos «Círculos»
imperiales, grupos de Estados acostumbrados a una asamblea pe-
riódica de príncipes o delegados, y al uso de cédulas de impues-
tos imperiales. Esta arcaica organización desempeñó tareas curio-
samente complejas, con políticos conferenciando constantemente
en muchas cortes o ciudades modestas, y con sus agendas multipli-
cándose sin cesar en una densa atmósfera de protocolos. Esto con-
dujo a interminables y fútiles luchas sordas, así como a fricciones
graves. Los historiadores alemanes del siglo xix mascullaban con
patriótica indignación cuando se enredaban entre aquellos laberin-
tos. Sus sucesores tienden a analizar con mayor simpatía el intento
de una federación activa de estados soberanos.
En los tratados de 1648 se omitió, deliberadamente, un buen
número de cuestiones constitucionales, que habían de ser regula-
das por la próxima reunión de la Dieta Imperial. Estas omisiones
revelan la subyacente solidez de la posición del emperador Fernan-
do III, a pesar de sus derrotas durante la guerra. Francia y los más
radicales príncipes alemanes habían exigido una cláusula que pri-
vase al emperador de garantizar, en vida, la elección de un sucesor:
sabían que, en el pasado, la familia Habsburgo había mantenido
muchas veces la Corona imperial porque el propio emperador rei-
nante disponía y supervisaba la elección de un «rey de los roma-
nos» (que automáticamente le sucedía como emperador en debida
regla). Si el emperador moría antes de que fuese establecida su
sucesión, los candidatos Habsburgo estarían mucho peor situados
78
para sucederle. Los radicales veían en esto una oportunidad para
romper los lazos entre los Habsburgo y el imperio, lo que constitu-
yó una cuestión fundamental en la política europea entre 1500 y
1800. Unieron a esto las «Capitulaciones», una carta constitucional
que todo nuevo emperador tenía que firmar. Exigieron la inclusión
en los tratados de una carta revisada, destinada a recortar aún más
la autoridad imperial. Fernando se salió con la suya: aquellas cues-
tiones fueron dejadas para la Dieta. Algunos «príncipes» tam-
bién trataron en Munster de recusar las diversas prerrogativas de
los «electores». ¿Por qué habían de elegir ellos solamente al rey
de los romanos o al emperador? ¿Por qué había de ser su comisión
permanente de delegados, en Ratisbona, la que rigiese los asuntos
concernientes a otros gobernantes del Imperio? Al plantear tan
delicadas cuestiones, el partido reformista convenció a los elec-
tores del interés que ellos compartían con el propio emperador.
Aquella alianza era, ciertamente, fundamental, a pesar de algunos
pequeños desacuerdos. Esto explica por qué cambió tan poco en
1648 la estructura del imperio, y por qué cambió tan lentamente
después. En Westfalia había sido aceptada upa importante nove-
dad: la creación de un nuevo puesto en el Colegio de Electores
para Karl Ludwig, el hijo mayor superviviente del elector palatino,
que perdió la batalla de White Hill en 1620. Regresó del exilio en
Inglaterra, gracias a la presión holandesa y sueca, para gobernar,
desde el arruinado castillo de Heidelberg, su patrimonio, que se
extendía a lo largo del Rin y del Néckar; pero Maximiliano de Ba-
viera, el victorioso adversario de su padre, conservó el Alto Palati-
nado (con la unión de Bohemia) y el antiguo título electoral que
había pertenecido a los antepasados de Karl Ludwig. La nueva
creación y la antigüedad de los electores fueron temas intensamen-
te debatidos entonces.
En 1652, Fernando convocó la Dieta. Cuando la declaró abier-
ta, en junio de 1653, en aquella histórica casa del Ayuntamiento de
Ratisbona que ya había visto el ir y venir de tantas Dietas, se encon-
tró con una asamblea de la mayor antigüedad. A su lado se senta-
ban siete electores o sus delegados: los tres gobernadores protes-
tantes de Sajonia, Brandemburgo y el Palatinado, y los cuatro
católicos de Baviera, Maguncia, Colonia y Tréveris. Al fondo de la
sala, frente a Fernando, estaban los representantes de las ciudades
imperiales. Una cláusula de los Tratados de Westfalia les había pro-
79
metido, vagamente, más poder y el derecho a un voto que debería
ser tenido en cuenta antes de que los otros Colegios presentasen
una resolución de la Dieta al emperador, pero esto no se vio confir-
mado. Entre los electores y los humildes delegados de las ciudades
se sentaban los príncipes. Estaban presentes unos setenta, y cons-
tituían, evidentemente, el elemento más numeroso y más variado
de toda la Dieta. Al igual que el Colegio de Electores, el Colegio de
Príncipes estaba compuesto por miembros civiles y eclesiásticos.
De él formaban parte gobernantes poderosos, como la reina de Sue-
cia y los gobernadores de los ducados del Brunswick, juntamente
con los portavoces, totalmente insignificantes, de diversos grupos
de condes imperiales. Un nuevo elemento estaba formado por
príncipes cuyos títulos habían sido conferidos recientemente por el
emperador. Casi todos eran austríacos y algunos de ellos no po-
seían dignidad territorial alguna en el imperio. La discusión sobre
este punto era inevitable, una vez que la Dieta comenzase a delibe-
rar. Un buen número de políticos, en Ratisbona, estaba decidido a
no permitir que las mayorías se impusiesen a las minorías, de modo
que la estratagema de Fernando de crear nuevos votos mediante
aquel sistema parecía altamente discutible.
Los Estados del imperio se encontraban entonces intactos. Por
consiguiente, en la sociedad germana se mantenían las viejas sepa-
raciones de rangos. De todas las regiones del país acudían a la Die-
ta los señores con sus damas, y en las fiestas en que se reunían les
daban muchas oportunidades para resaltar, una y otra vez, sus po-
siciones sociales. Los problemas de prioridad en los estamentos
privilegiados de la sociedad, como la cuestión religiosa, eran pasio-
nes dominantes en la época. La prioridad era la medida del valor y
de la reputación.
Las maniobras políticas no tardaron en poner de manifiesto la
fuerza de los conservadores. La apertura de la Dieta había sido
aplazada, en parte porque Fernando invitó a los electores a que se
reuniesen con él previamente en Praga, con el fin de encomendar-
les que eligiesen a su hijo mayor, llamado también Fernando, como
rey de los romanos. Francia, mucho más débil que en 1648, no te-
nía fuerza para intervenir; los cuatro electores católicos eran ami-
gos. Sajonia, como siempre, seguía siendo leal a los Habsburgo. El
elector palatino se conformó con una halagüeña bienvenida, des-
pués de los duros años de exilio. Sobre todo, Fernando se atrajo a
80
Federico Guillermo de Brandemburgo, al apoyarle contra Suecia.
Se negó a reconocer formalmente el reciente derecho de la reina de
Suecia a sus nuevas posesiones dentro del Imperio, ni a admitir a
sus delegados en la próxima Dieta, hasta que el gobierno sueco
accediese a retirarse de las zonas de la Pomerania reivindicadas por
Brandemburgo. Los ministros de Cristina acabaron cediendo, y los
electores prometieron votar a Fernando IV como rey de los roma-
nos. La elección tuvo lugar en Augsburgo; la coronación, en Ratis-
bona, y solo después los funcionarios de los Habsburgo autoriza-
ron la iniciación de la Dieta. Los reformadores, que habían tratado
de aplazar la elección del próximo emperador hasta después de la
muerte de Fernando III y de reelaborar las capitulaciones antes de
elegirle, estaban derrotados.
El desarrollo de la Dieta favoreció también a los que no desea-
ban cambio alguno. Los tratados westfalianos habían estipulado
que se introdujesen reformas legales y judiciales. La Dieta formuló
propuestas destinadas a mejorar la actuación judicial de los tribuna-
les imperiales, pero aquellas propuestas nunca se hicieron realidad.
La justificable esperanza de las ciudades imperiales de disponer de
un voto efectivo en los procedimientos de la Dieta se desvaneció
muy pronto. Los príncipes que pretendían atacar los privilegios y
la preeminencia de los electores fueron derrotados también, tras
arduos debates. En la cuestión de los impuestos, en cambio, fue el
gobierno de los Habsburgo el que se vio derrotado por el peso de
la oposición. Esta se negó a aceptar que los votos de una mayoría
favorable a la exacción de impuestos imperiales pudieran maniatar
a una minoría que se oponía a ella.
Los tratados de 1648 habían decidido que una mayoría en la
Dieta –o en el Colegio de Electores– no podría imponerse a una
minoría en cuestiones de religión. Afirmaban, sencillamente, los
soberanos derechos de todos los gobernantes germanos. Y la Dieta
de 1653 suprimía ahora hasta la menor oportunidad de crear un
eficaz sistema de impuestos para el Imperio como conjunto. La
Constitución, por lo tanto, impedía el adecuado ejercicio de una
autoridad soberana, tanto por parte del emperador como de la
propia Dieta. Por otra parte, los gobernantes, grandes y pequeños,
habían conquistado, al fin, su libertad. Sentían veneración por el
Sacro Imperio Romano germano, porque hizo improbable una au-
tocracia imperial, y la autocracia era la pesadilla que tanto les había
81
preocupado desde las victorias del emperador Fernando II, en la
década de 1620 y en la de 1630. Y, a partir de 1648, influyó en sus
juicios políticos durante treinta años. Pero los teóricos políticos
que declaraban absurda la constitución del Imperio, y los muchos
panfletarios que lamentaban la impotencia militar germana, per-
dían el tiempo. Era cierto que los peligros de una intervención ex-
tranjera aumentaban, porque el Imperio carecía de un gobierno
central, a no ser sobre el papel, pero la libertad bien valía aquel
precio. Esto constituye un difícil problema histórico. La destruc-
ción de las libertades dentro de los estados germanos a medida que
los príncipes sometían las asambleas locales de las clases privilegia-
das era, en realidad, una victoria para la tendencia general hacia el
absolutismo que frecuentemente ha sido considerado como el
tema par excellence del siglo. Pero, en algunos aspectos, este movi-
miento era muy restringido. Estaba contrarrestado por la lucha por
las libertades provinciales, o principescas, o municipales, en el
marco de las constituciones federales, en una inmensa zona de la
Europa central, que incluía el Imperio, los Cantones Suizos, las
Provincias Unidas y Polonia.
El afortunado golpe de Fernando III, que tuvo como resultado
la coronación de su hijo Fernando, no tardó en ser anulado. Fer-
nando IV murió en diciembre de 1654. En esa fecha el gobierno de
los Habsburgo no se atrevió a proponer la elección del hijo más
joven del emperador, Leopoldo. Las circunstancias eran ahora mu-
cho menos favorables.
82
Diseño interior y cubierta: RAG
Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código
Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes
sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen
públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada
en cualquier tipo de soporte.
Sector Foresta, 1
28760 Tres Cantos
Madrid - España
www.sigloxxıeditores.com
ISBN: 978-84-323-1901-3
Depósito legal: M-3.424-2018
Impreso en España
índice*
Prefacio........................................................................................ 9
Mapas.......................................................................................... 11
PRIMERA PARTE
INSTITUCIONES. VIDA ECONÓMICA.
DIPLOMACIA Y GUERRAS
SEGUNDA PARTE
LOS ESTADOS EUROPEOS. LAS CIENCIAS Y LAS ARTES.
LA ILUSTRACIÓN.
Francia............................................................................ 235
X.
Bibliografía.................................................................................. 333
David Ogg
Julio de 1964
88
I. ALGUNOS ASPECTOS DEL ANTIGUO RÉGIMEN
90
la de Francia, de 23.000.000 a unos 28.000.000; la de España, de
7.000.000 a 10.000.000; los Estados italianos, de 9.000.000 a
13.000.000; la de Bélgica, de 1.500.000 a 3.000.000; la de Suecia,
de 1.600.000 a 2.300.000; la de Prusia, de 1.100.000 a 3.100.000;
los holandeses, de 1.100.000 a 1.700.000. Al final del periodo, la
población de Rusia se calculaba en 31.000.000. La mayor densidad
de población era la de Bélgica y Lombardía; la menor, la de Espa-
ña, Suecia y Noruega. Entre las mayores ciudades se contaban:
Londres, con una población que se calculaba en medio millón; Pa-
rís, con la mitad aproximadamente; Viena, con un cuarto de mi-
llón; y Berlín, con 120.000. Hemos de añadir que estas cifras son
aproximadas y, en cierta medida, conjeturales.
Más seguros podemos estar de las tasas de mortalidad, especial-
mente en las ciudades. En Londres la tasa por mil era de 52 duran-
te el «periodo de la ginebra» (1728-1757), frente a 29 en la primera
década y 19 en la última década del siglo xix. Un descenso seme-
jante en la tasa de mortalidad encontramos en todas las grandes
ciudades. Dicho de otra forma, en la primera mitad del siglo xviii
el número de defunciones en las mayores ciudades muchas veces
superaba el número de nacimientos y la población se mantenía me-
diante la inmigración procedente del campo. Todo ello contribuye
a evidenciar que las esperanzas medias de vida, calculadas desde el
nacimiento, eran mucho menores de lo que hoy son: en Francia
eran de veinticinco-veintisiete años. Necker, ministro de Hacienda
que sucedió a Turgot, calculaba que una cuarta parte de los habi-
tantes de Francia morían antes de alcanzar los tres años de edad;
otra cuarta parte, antes de la edad de veinticinco años; y otra antes
de los cincuenta años. Por tanto, en el transcurso de cincuenta años
morían tres cuartas partes de la población aproximadamente; ade-
más, lo más probable era que un trabajador, especialmente un
campesino que sobreviviera hasta la edad de cincuenta años, estu-
viese completamente agotado. Aquella fue la época en que habían
de iniciarse los servicios sociales dentro de un plan de pensiones
para la vejez aprobado por la Cámara de los Comunes inglesa4 en
1772, pero parece ser que los lores rechazaron el proyecto de ley.
En tales circunstancias era innecesaria la sociedad del bienestar,
dado que normalmente la muerte sustituía a las pensiones. ¿Cuáles
4
W. Cobbett, Parliamentary History of England, XVII, dic. II, 1772.
91
eran los principales factores responsables de la alta tasa de morta-
lidad? En Inglaterra, hasta 1757 aproximadamente, el consumo de
ginebra entre los pobres alcanzó un alto nivel; pero mayores im-
puestos sobre el alcohol y una mayor regulación de su venta redu-
jeron aquella calamidad a límites más razonables. La viruela fue
probablemente el más grave de aquellos «asesinos», a pesar de que
se mitigó en cierta medida mediante la inoculación de virus huma-
nos; sin embargo, no se consiguió una disminución notable de la
viruela hasta que Jenner usó virus de vaca (vacunación). El tifus,
causado por los piojos, y la malaria, producida por los mosquitos,
eran algunas de las enfermedades que los ejércitos dejaban a su
paso, y causaron muchos miles de muertos entre los campesinos
alemanes en la Guerra de los Siete Años. La casi completa falta de
higiene en aquella época, así como la abundancia en las calles de
moscas y de estiércol de caballo, fueron las responsables de enfer-
medades tifoideas, sobre todo fiebre tifoidea y diarrea infantil, la
última de las cuales se llevó a tantos niños. La mala alimentación
era otra causa de enfermedad, evidente en la tuberculosis y el ra-
quitismo; además, como existían pocas posibilidades de aislar a los
enfermos, las infecciones se extendían rápidamente. Había tam-
bién peste, que siguió siendo endémica en el Mediterráneo orien-
tal; apareció en Marsella en 1720, en Sicilia en 1743, en Polonia y
Rusia en 1770. Pero la Europa occidental se vio libre de aquella
amenaza. No obstante, había ciertos factores negativos. Entre ellos
se contaba el hecho de que el hambre a gran escala fuese relativa-
mente poco frecuente; la lepra había desaparecido casi totalmente
y la sífilis ya no era la calamidad que había sido en el siglo xvi.
El aumento de la población hacía suponer que las condiciones
de sanidad habían mejorado en toda Europa. ¿Cuáles eran las cau-
sas de dicha mejora? Eran muchas y resulta difícil estimar su im-
portancia relativa. En Inglaterra, con la decadencia del sistema gre-
mial de aprendizaje, la tasa de natalidad creció porque los artesanos
se casaban antes y, en los Estados bien administrados, se constru-
yeron alojamientos para los trabajadores. Hubo también un au-
mento en el número de hospitales en las ciudades, acompañado de
una lenta mejora de la ciencia médica y de su enseñanza; en aquella
época los estudiantes tenían que «recorrer los pasillos de los hospi-
tales» y estudiar las enfermedades no sólo en los libros, sino tam-
bién en el cuerpo humano. El gran médico holandés Boerhaave
92
creó una famosa escuela en Leyden, a la que emuló la de Edimbur-
go, con el resultado de que promociones de médicos bien prepara-
dos contribuyeron a la invasión del sur por parte de los escoceses.
Avanzado el siglo, la cirugía, que todavía era un oficio, se convirtió
en una ciencia también, gracias a la obra pionera de John Hunter.
Este progreso de la medicina se vio favorecido por el uso de medi-
camentos nuevos en Europa: la quinina (la corteza de árbol usada
por los jesuitas) para la malaria, y el opio, droga de valor incalcu-
lable por sus cualidades, para calmar el dolor cuando todavía no
existía la anestesia.
De forma menos directa, otras medidas contribuyeron a elevar
el nivel de la salud pública. En las ciudades más grandes se intro-
dujo o mejoró el suministro de agua; se aumentó la eficacia de los
servicios de recogida de basuras, y el alumbrado de las calles redu-
jo el número de homicidios. Especialmente en los últimos años del
siglo, muchas clases sociales disponían de una dieta alimenticia me-
jor y más amplia, con pan y carne de mejor calidad. El café, el té, el
cacao y el chocolate constituían alternativas sanas al vino, la cerve-
za y otras bebidas alcohólicas. Los habitantes de las ciudades em-
pezaron a apreciar el campo y el mar. Las montañas (popularizadas
por Rousseau) atraían a muchos turistas –de hecho, entonces fue
cuando la palabra «turista» empezó a usarse– y se publicaron guías
de viajes para ellos. Los londinenses, siguiendo el ejemplo de Jorge
III, frecuentaban Weymouth, y los parisinos iban a Dieppe para
ver el océano e incluso para bañarse en él. Si añadimos que en
aquel periodo se usaba más jabón, podemos afirmar que las venta-
jas del aire fresco y de la limpieza corporal son descubrimientos
relativamente modernos.
Durante el siglo pasado la longevidad humana se ha extendido
en gran medida en Europa, principalmente mediante la higiene y
los avances de la ciencia, avances en los que los fontaneros han
asistido eficazmente a los médicos. La mejora se ha señalado más
claramente en el descenso de la mortalidad infantil; y, en nuestros
cálculos de las esperanzas de vida, hemos de distinguir entre las
del momento del nacimiento y las de una edad como la adolescen-
cia, en que ya se han superado los peligros de la infancia. Dicha
mejora afectó principalmente a las llamadas «clases bajas», que en
el pasado se veían muchas veces debilitadas por el excesivo traba-
jo, la alimentación insuficiente o la falta de espacio adecuado para
93
el descanso, condiciones que no afectaban tan gravemente a las
llamadas clases altas, cuya longevidad era poco diferente de la que
conocen las de hoy. Una investigación sobre la duración de la vida
en esta poco numerosa clase, realizada en varias naciones euro-
peas, descubrió que la duración media de la vida de doce estadis-
tas representativos era de setenta y siete años; para el mismo nú-
mero de eclesiásticos de las altas jerarquías, la cifra era de ochenta
y uno. Los deístas y escépticos, con una media de sesenta y seis
años, mostraron una duración menor, a pesar de que entre ellos se
contaba Voltaire, quien vivió hasta los ochenta y cuatro años. Un
grupo de veinte letrados y pensadores proporcionó una media de
setenta años; doce artistas y músicos dieron la cifra ligeramente
superior de setenta y dos. De estos pormenores podemos sacar la
conclusión de que la ortodoxia religiosa, o, más bien, la ejecución
rutinaria de las funciones eclesiásticas, puede haber favorecido la
longevidad, mientras que, al parecer, el escepticismo la perjudica-
ba. Y lo que es más importante: hemos de reconocer que la longe-
vidad era patrimonio de una minoría que, después de haber supe-
rado los peligros de la infancia, tenía comida adecuada y aire
fresco garantizados.
Con el aumento general de la población, que se acentuó pro-
fundamente a partir de 1750, esta minoría privilegiada constituyó
una proporción cada vez más pequeña de la población, hecho de
consecuencias trascendentales. Los desvalidos se fueron multipli-
cando con fuerza casi explosiva. Para los economistas ello significa
que, especialmente en Inglaterra, existía una gran abundancia de
mano de obra barata, sin la cual la Revolución industrial apenas
hubiera sido posible. Sin embargo, algunos sociólogos ven en ello
una causa, directa o indirecta, de guerras como las de las épocas
revolucionaria y napoleónica, pues suponen que las guerras, como
el infanticidio, proporcionan una corrección biológica al exceso de
población. Esta teoría es atractiva para quienes buscan una expli-
cación «científica» de los acontecimientos históricos. Pero, aun
cuando dicha suposición pueda comprobarse, no por ello deja de
ser cierto que, en comparación con la mala alimentación y las en-
fermedades, la guerra ocupa un lugar bajo en la escala de los «ase-
sinos» biológicos; en la época preatómica era un genocidio de pe-
queñas proporciones. Además, se siguieron emprendiendo guerras
por razones anticuadas: codicia, ansia de poder o venganza, deseo
94
de imponer la propia forma de pensar a los demás hombres. Nos
sentimos en terreno más seguro si decimos que esta presión de la
población, en que un sector marginal de los no privilegiados en
aumento ejercía mayor peso contra el núcleo del monopolio y de la
inmunidad del centro, debía producir cambios sociales e incluso la
revolución. En Francia se produjo de forma repentina y violenta,
en Inglaterra el reajuste fue gradual y se prolongó de 1782 a 1848.
Ahora debemos estudiar algunas de las características de ese nú-
cleo central de los privilegiados, cuya existencia se veía amenazada
por innumerables críticos y por el impacto creciente de una mayo-
ría no emancipada.
95
Diseño interior y cubierta: RAG
Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal,
podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva
autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en
parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.
La edición en lengua española de esta obra ha sido autorizada por John Wiley & Sons
Limited. La traducción es responsabilidad de Siglo XXI de España Editores, S. A.
Sector Foresta, 1
28760 Tres Cantos
Madrid - España
www.sigloxxıeditores.com
ISBN: 978-84-323-1844-3
Depósito legal: M-352-2017
Impreso en España
índice*
Introducción................................................................................ 9
PARTE I
ESTRUCTURAS TRADICIONALES
Y FUERZAS DE CAMBIO
PARTE II
EUROPA CENTRAL Y ORIENTAL
Conclusión................................................................................... 347
101
INTRODUCCIÓN
103
lar y religiosa en un tema prioritario. Cuestionó el origen divino del
poder real, la autoridad absoluta de la doctrina de la Iglesia y luchó
para que la felicidad terrenal del hombre ocupara un lugar central en
la organización de la sociedad. Intentaba formular una nueva cultura
política. Dirigió un ataque contra el privilegio, fuera en forma de
exenciones de impuestos para la nobleza y el clero o de derechos
provinciales consuetudinarios. Ningún movimiento intelectual dio
nunca la espalda tan enfáticamente al pasado.
Si el privilegio existía en un ambiente progresivamente hostil,
también se hallaba en un entorno de cambios sociales y económicos
cargados de consecuencias. Este periodo es el de la «revolución
vital», superación del clásico vaivén demográfico de movimientos
ascendentes y descendentes, en el cual la población europea despe-
gó por primera vez gracias a un sostenido crecimiento con conside-
rables implicaciones en forma de nuevas demandas de alimento y
empleo. El ensanchamiento de la base de la pirámide social, en
mayor amplitud que en el pasado, atrajo a los desposeídos a las
ciudades, amenazando a un mundo de elites privilegiadas y monar-
cas envueltos en un esplendor barroco.
Este libro trata, pues, del privilegio social y político, de las mo-
narquías, de sus luchas por sobrevivir y sus relaciones con la socie-
dad, de la política de fuerza en una nueva escala y de los cambios
sociales y económicos que son lo característico del siglo xviii. Se
ocupa especialmente de las tensiones que produjeron la desapari-
ción del antiguo orden e hicieron que los días de la Europa del
Ancien Régime estuviesen contados.
104
I. Desarrollo social y económico
106
ciones, en algunos casos limitadas a los ríos, hacían que el campesi-
no de Europa oriental pudiera caer víctima de terribles hambrunas
que no podían ser remediadas. Los tumultos de Bohemia en la dé-
cada de 1770 y la revuelta de Pugachev de 1774 iban a demostrar el
grado de privación producida por el hambre, en el caso de Bohemia
por la peste, y en ambos casos por las exigencias bélicas, quizá sin
paralelo en el siglo. Pero en tiempos normales, la sociedad de Euro-
pa oriental podía producir lo suficiente para asegurar una alimenta-
ción relativamente adecuada y, en el caso de Polonia, Livonia y los
territorios contiguos, un considerable excedente para el mercado.
Solo en el siglo xix la presión demográfica interna provocó en los
países al este del Elba los problemas con que Europa occidental se
había enfrentado en el siglo xviii.
En esto reside una de las más notorias diferencias entre los te-
rritorios de los Hohenzollern, los Romanov y los Habsburgo, por
una parte, y los occidentales, por otra.
Cualquier generalización acerca de los campesinos de Europa
occidental debe ser matizada, dadas las grandes diferencias regio-
nales y locales. El señor, como individuo que podía reclamar ren-
tas, tributos y monopolios, había desaparecido en Gran Bretaña y
parte de los Países Bajos, y la relación directa entre el terrateniente
y el arrendatario era la única –al margen de la propiedad absoluta–
que afectaba a estas sociedades. El sector de la sociedad –nobleza,
clero, burguesía o campesinado– que poseía realmente la tierra va-
riaba de una región a otra y de un país a otro. En conjunto, la ma-
yor parte de ella (el 50 por 100 o más) era propiedad del campesi-
nado. Pero lo importante no era tanto quién poseía la tierra como
la calidad de esta, y si el campesinado obtenía lo suficiente para
mantenerse él y su familia. ¿Tenía un excedente que pudiese llevar
al mercado? ¿Se veía forzado en algunas coyunturas del año a com-
prar cereal? ¿Hasta qué punto dependían él y su familia de traba-
jos complementarios? El típico campesino continental era el pe-
queño propietario que trabajaba para sí. Esto era particularmente
notorio en Francia, y muy especialmente en las regiones agrícolas
más pobres que constituían, según los cálculos de Turgot, cerca del
60 por 100 del país. Pero era igualmente cierto en la Campine bel-
ga o en Italia del Norte.
En España, las sequías de finales del siglo xvii habían provoca-
do una especie de huida hacia el litoral y una disminución de la
107
superficie cultivada. La España de los pequeños propietarios era la
del oeste, el norte y Galicia. El sur, la Mancha y Extremadura se
caracterizaban por la explotación directa del latifundio y los privi-
legios de la Mesta, los cuales, por lo menos hasta 1786, exigían
grandes zonas del interior sin cercar ni cultivar que sirvieran de
pasto a las ovejas.
El escaso crecimiento demográfico de finales del siglo xvii y
principios del xviii dio lugar a unos precios agrícolas bastante ba-
jos que no sirvieron de incentivo para que los campesinos más aco-
modados consideraran la experimentación o aumentaran la pro-
ducción. Hubo excepciones a esto. En Gran Bretaña y los Países
Bajos, cuando los precios de los granos flojearon, se produjo una
cierta evolución hacia la ganadería. En East Anglia, por ejemplo,
desde ca. 1660 la introducción del nabo, los prados artificiales y los
abonos intensivos, permitió convertir grandes regiones de pasto
permanente para ovejas en zonas de economía mixta, que produ-
cían sobre todo cereales pero también se dedicaban a la cría de ga-
nado vacuno y lanar. Desde el punto de vista del productor de
excedentes, la agricultura inglesa se vio afectada por una crisis se-
cundaria de superproducción en la década de 1730. Similarmen-
te, la agricultura flamenca, en respuesta a las necesidades de una
región altamente urbanizada, hizo significativos progresos en la
producción de ganado estabulado y trigo mediante el uso de abun-
dantes abonos. A pesar de todo, en conjunto, Europa occidental
estaba muy poco preparada para la que sería, en términos históri-
cos, la mayor revolución del siglo: la revolución demográfica.
La historia de la población de Europa desde el siglo vi hasta por
lo menos el xviii puede ser descrita de forma realista como una con-
tinua y dramática confrontación entre una población con una ten-
dencia natural a crecer y una oferta de alimentos capaz solamen-
te de un aumento limitado. El economista del siglo xviii Malthus,
respaldado por abundantes e irrefutables pruebas históricas, vio
en dos fuerzas gemelas, el hambre –producto de las malas cose-
chas– y la enfermedad –que, con sus apariciones a intervalos, redu-
cía sin piedad la población a un nivel más acorde con sus recursos
alimenticios–, a árbitros enviados por Dios en la batalla entre la
población y los abastecimientos. En cierto sentido, es irónico que
Malthus fuera una figura del siglo xviii, producto de la época
que fue testigo de la «revolución vital», en la cual la población de
108
Europa se embarcó en un lento pero irreversible movimiento as-
cendente. Sin embargo, Malthus no era miope ni interpretó delibe-
radamente mal los signos. No había nada ineluctable en este movi-
miento ascendente para que su detención se invirtiera y el motivo
de que esto se produjese tiene aún que ser explicado plenamente
por los modernos historiadores de la demografía. Un factor evi-
dente es que el aumento de la población no es atribuible a un in-
cremento en el índice de natalidad ni a un progreso milagroso de
los conocimientos médicos (aunque las vacunas bien pudieron
contribuir al crecimiento ya iniciado). Más bien se debió a un des-
censo del índice de mortalidad, no tanto en los años normales como
en los anormales, por la desaparición de las grandes crisis, la suce-
sión de malas cosechas y brotes de peste característica de épocas
anteriores. De este modo «se rebajaron las cumbres, pero no las
altiplanicies de la mortalidad». En Gran Bretaña, el hecho de que
la edad media de los matrimonios descendiera ligeramente, como
consecuencia de la disponibilidad de trabajo, puede ser la causa
del leve aumento en la tasa de natalidad.
Después de la segunda década del siglo xviii, Europa occidental
pudo haber conocido años aislados de rendimiento inferior de las
cosechas. Los sectores más pobres de la comunidad siguieron sien-
do presas del tifus, la viruela, las fiebres tifoideas y entéricas de
todo tipo y la tuberculosis, enfermedad claramente en aumento y
conocida, de hecho, si no de nombre –enfermedades que, en cual-
quier comunidad y en cualquier momento, podían hacer que las
muertes superaran a los nacimientos–, pero ni la carestía ni las en-
fermedades pudieron eliminar la tendencia general a crecer. Por
lo menos en parte, este significativo cambio puede ser atribuido a
la desaparición de las hambrunas locales o regionales como resul-
tado de la mejora de las comunicaciones, que permitió un sistema
de distribución nacional de los suministros más efectivo en tiem-
pos de penalidades locales. Progresivamente, el grano pudo ser
trasladado más fácilmente desde una región productora de exce-
dentes, para aliviar a otra en graves apuros.
Por supuesto, no hay que sobreestimar el índice de crecimiento
de la población ni atribuir a las cifras sobre la población total una
precisión que posiblemente no podían tener. Estaban basadas en
datos sumamente incompletos, como los censos gubernamentales
irregularmente efectuados y, a menudo, parcialmente inventados.
109
Entre 1700 y 1800 la población europea pasó de unos 68-84 millo-
nes de personas a unos 104-115 millones y, honradamente, se debe
dejar este margen de especulación. Gregory King calculaba en
1696 (aunque sus cifras hayan sido descritas como fantasiosas por
un historiador francés) en 6,5 millones el número de británicos,
que se habían convertido en 9 millones al realizarse el censo de
1801. Veinte millones de franceses en 1714 se habían convertido en
26-27 millones en 1800. Seis millones de españoles fueron conta-
dos en 1700: 10,3 millones por el censo de 1796. Según algunos
cálculos gubernamentales sumamente dudosos, se estima que los
14 millones de rusos del imperio de Pedro el Grande se habían
duplicado a finales del reinado de Catalina la Grande. En Gran
Bretaña, los Países Bajos austríacos y Escandinavia, el índice de
crecimiento entre 1740 y finales de siglo parece haber sido del or-
den de un 1 por 100 al año. En Francia, el país más poblado de
Europa en el siglo xviii, el índice de crecimiento no llegó a la mi-
tad. Sin embargo, a pesar de este índice de crecimiento menos bo-
yante, la población francesa fue al menos tres veces mayor que la
de Gran Bretaña en todo el periodo.
Hay que tener cuidado al comparar el crecimiento de la pobla-
ción con la prosperidad cada vez mayor en todas partes. Todo de-
pendía de hasta qué punto el crecimiento económico de un deter-
minado país era capaz de mantener a un mayor número de
personas. El tipo de crecimiento económico que obviamente más
importaba era el encaminado a aumentar la oferta de alimentos. A
menos que la oferta de alimentos aumentase significativamente, in-
crementando la superficie cultivada, elevando el rendimiento de
las cosechas o cambiando a cultivos capaces de alimentar a más
gente en una superficie reducida o en un suelo menos fértil (mijo,
maíz, trigo sarraceno, arroz, patatas, etc.), la grave hambruna pe-
riódica solo sería reemplazada por una desnutrición menos grave,
pero, no obstante, crónica. Por otra parte, la lucha por los abaste-
cimientos existentes elevaría casi con certeza el precio de los ali-
mentos. Si no se incrementaba el potencial de empleo en el sector
agrario o en el industrial, el aumento de la población conduciría al
desempleo e intensificaría la presión sobre el empleo existente
(con lo que no se produciría un alza en los salarios que contrarres-
tase el aumento de los precios). Las sociedades de pequeños pro-
pietarios se veían arrastradas a una mayor división de las propieda-
110
des, progresivamente menos capaces de mantener a sus titulares.
En última instancia, sin una ampliación del potencial de empleo y
alimentos, los escalones inferiores de la sociedad de Europa occi-
dental estaban condenados a un rápido deterioro de su nivel de
vida, en el cual dejarían de morir de inanición, pero nunca estarían
libres del hambre y conocerían el subempleo, el desempleo o un
salario insuficiente para alimentar a sus familias en un mercado de
trabajo saturado.
Los historiadores usaron en otro tiempo el término «revolución
agraria» para describir algunos de los cambios agrícolas que tuvie-
ron lugar en el siglo xviii. Pero este enfoque es muy engañoso. El
siglo experimentó una efervescencia de literatura agronómica: so-
lamente en Francia se publicaron 1.214 libros y panfletos, en com-
paración con los 130 del siglo anterior. En todos los países, nobles
rurales, clérigos ociosos y literati formaron sociedades agrícolas,
como las Sociétés d’Agriculture francesas, las Sociedades Económi-
cas de Amigos del País que florecieron en toda España a partir de
1770, las Academie italianas o el Oeconomische-Patriotische Bewe-
gung (Movimiento Económico-Patriótico) holandés, que denota-
ban un creciente y generalizado interés por los temas agrícolas y
una cierta comprensión de la necesidad de elevar el nivel de pro-
ducción. Indudablemente, la apreciación del potencial de aumen-
to de la producción a través de métodos científicos y la transforma-
ción de los pequeños cultivos de subsistencia en grandes cultivos,
orientados hacia el mercado, pueden considerarse indicadores de
un enfoque más moderno. Sin embargo, los efectos prácticos de las
sociedades agrícolas fueron mínimos. De hecho, el intendente de
Borgoña se refirió peyorativamente a ellos como centros de coti-
lleo. En verdad, las mejores obras de esta literatura, como por
ejemplo Horse houghing husbandry de Jethro Tull (1731), Traité de
la culture des terres de H. L. Duhamel du Monceau (1750-1761),
Vollstandige Experimentalokonomie de Gottlieb von Eckhart (1754),
Nutzliche und auf die Erfahrung gegunrundete Einleitung zu der
Handwirtschaft de Johann Georg Leopoldt (1759) no fueron total-
mente inefectivas en las décadas siguientes. Pero su influencia se
limitó a zonas concretas y a una clase de terratenientes que proba-
blemente explotaban personalmente sus tierras, como hacían mu-
chos nobles ingleses o, de un modo más serio, los junkers de las
zonas más allá del Elba, quienes en sus «reservas» podían experi-
111
mentar métodos que tal vez más tarde se hicieran extensivos a las
tierras de sus arrendatarios.
En el conjunto de Europa occidental, esta proliferación de lite-
ratura agronómica no significó un aumento del rendimiento por
unidad de cultivo, y eso por una buena razón. Las sociedades de
pequeños propietarios no tenían medios ni inclinación para arries-
garse a hacer experimentos y, sobre todo, no poseían el abono ne-
cesario para revitalizar el suelo y aumentar la producción. En un
esfuerzo por producir todo el cereal panificable posible, estas so-
ciedades sacrificaron gradualmente pastizales con graves conse-
cuencias para el nivel alimenticio y la reposición del suelo. En algu-
nas zonas (Bretaña y Lorena), tal vez se produjera, incluso, un
descenso de la productividad. Hasta en Gran Bretaña, donde en
conjunto se llegó a un equilibrio entre el cultivo de cereales y las
plantas forrajeras para el ganado cuyo estiércol renovaba los cam-
pos, la tendencia alcista de la producción agrícola se quebró en la
década de 1750, no consiguiendo igualar su desarrollo al creci-
miento de la población en la siguiente mitad de siglo.
Tampoco encontró alivio Europa occidental en el importante
movimiento general del cultivo de tierras marginales o tierras en
otros tiempos cultivadas que habían dejado de serlo como conse-
cuencia de la disminución de la población en el siglo xvii. En Gran
Bretaña y la Francia oriental, los derechos comunales sufrieron al-
gunos ataques encaminados a cercar las tierras del común en bene-
ficio del señor. Europa, en su conjunto, no carecía de tierras sin
cultivar. Pero donde tales tierras existían en abundancia era en la
Europa mediterránea (territorios al sur de los montes Cantábricos,
los Pirineos, el Macizo Central y la llanura del norte de Italia).
Transformar en fértiles esas tierras era una cuestión de control del
agua. La irrigación de una fracción, por insignificante que fuera, de
las vastas extensiones de tierras insuficientemente regadas de la
Europa mediterránea era una empresa que excedía los recursos
organizativos y de capital de la época, y allí donde se hicieron in-
tentos –como en los alrededores de ciertas ciudades españolas
(Barcelona, Valencia)– de descubrir corrientes de agua y emplear
el contenido de las letrinas como fertilizante, tales intentos fueron
de poco alcance. Más al norte, la explotación de brezales, foscarra-
les, ciénagas o pantanos en verdad no contribuyó de forma signifi-
cativa a incrementar la producción de alimentos. Excepto al este
112
de Prusia, donde se realizaron pequeños pero impresionantes pro-
gresos en la desecación de pantanos, los esfuerzos en Irlanda, Esco-
cia, Noruega, Suecia, Bretaña y el noroeste de Alemania por incor-
porar los brezales a la rotación de cultivos tuvieron por lo general
desastrosas consecuencias a largo plazo, que llevaron al agotamien-
to de los brezales, hasta entonces valiosa fuente de abono.
113
Diseño interior y cubierta: RAG
Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código
Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes
sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen
públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada
en cualquier tipo de soporte.
La edición en lengua española de esta obra ha sido autorizada por John Wiley & Sons
Limited. La traducción es responsabilidad de Siglo XXI de España Editores, S. A.
Sector Foresta, 1
28760 Tres Cantos
Madrid - España
www.sigloxxıeditores.com
ISBN: 978-84-323-1903-7
Depósito legal: M-7.168-2018
Impreso en España
índice*
Mapas.......................................................................................... 7
Prefacio........................................................................................ 15
PRIMERA PARTE
EUROPA EN VÍSPERAS DE LA REVOLUCIÓN FRANCESA
La situación social........................................................ 45
I.
SEGUNDA PARTE
LA REVOLUCIÓN FRANCESA
V. 1789.................................................................................. 117
TERCERA PARTE
LA EUROPA REVOLUCIONARIA
CUARTA PARTE
LA ERA NAPOLEÓNICA
Bibliografía.................................................................................. 335
Glosario....................................................................................... 367
George Rudé
Adelaida
1 de octubre de 1963
119
INTRODUCCIÓN
1
G. Rudé, The Crowd in the French Revolution (Oxford, 1959); Wilkes and Liber-
ty (Oxford, 1962); The Crowd in History, 1730-1848 (Nueva York, 1964); Captain
Swing (Londres, 1969); y Paris and London in the Eighteenth Century (Londres, 1970).
2
G. Rudé, Revolutionary Europe, 1783-1815 (Londres, 1964); Europe in the
Eighteenth Century: Aristocracy and the Bourgeois Challenge (Londres, 1972); The
French Revolution (Londres, 1988).
120
George Rudé
3
E. J. Hobsbawm, «The Historians’ Group of the Communist Party», en Rebels
and Their Causes, ed. M. Cornforth (Londres, 1978), p. 37. También sobre los marxis-
tas británicos, véase H. J. Kaye, The British Marxist Historians (Oxford, 1984), espe-
cialmente pp. 222-232.
122
la Revolución en una dirección histórico-social (fue él quien acuñó
el término «historia desde abajo»). La investigación que desplegó
sobre el campesinado y las protestas urbanas transformó de forma
espectacular el estudio de la Revolución y sirvió para inspirar y dar
autoridad a los estudios de Soboul sobre los sans-culottes parisinos,
a los de Cobb sobre los «ejércitos revolucionarios» y los sans-culot-
tes en las provincias, y a los de Rudé sobre las «multitudes revolu-
cionarias». Lefebvre se interesó mucho por los proyectos de Rudé,
y Soboul, Cobb y Rudé se hicieron amigos íntimos (Lefebvre se
refería a ellos como los «tres mosqueteros»). Tanto Soboul como
Rudé honrarían a su mentor profundizando en la interpretación
marxista de la Revolución y enfatizando la importancia de la es-
tructura de clases en los acontecimientos4.
En los cincuenta, Rudé publicó una serie de innovadores ar-
tículos sobre las protestas que se produjeron en Londres y París
en el siglo xviii (que luego se recopilaron en el volumen Paris and
London in the Eighteenth Century). Por uno de estos artículos,
«The Gordon Riots: A Study of the Rioters and their Victims»
(«Los disturbios de Gordon: estudio de los alborotadores y sus
víctimas») (1956), recibió el muy prestigioso Premio Alexander5.
Aun así, no le ofrecieron ningún puesto en la universidad hasta
1960, cuando, finalmente, recibió una invitación de la Universi-
dad de Adelaida. A los cincuenta años de edad dejó Inglaterra,
junto con Doreen, para irse a Australia (aquello también coinci-
dió con su salida del Partido Comunista).
A partir del momento en el que se convirtió en profesor univer-
sitario, la carrera académica de Rudé floreció. Escribió 15 libros,
4
Para conocer la visión de Rudé sobre la obra de Lefebvre, véase su ensayo
«Georges Lefebvre as Historian of Popular Protest in the French Revolution» (1960),
en H. J. Kaye (ed.), The Face of the Crowd: Selected Essays of George Rudé (Londres,
1988), pp. 107-114, y la «Introducción» de Rudé a la obra clásica de Lefebvre, The
Great Fear of 1789 (París, 1932; ed. ingl.: Londres, 1973). Véase también la obra de
Lefebvre The Coming of the French Revolution (Princeton, 1947). De la obra de Albert
Soboul recomendamos The Parisian Sans-Culottes and the French Revolution (París,
1958; ed. ingl.: Oxford, 1964) y The French Revolution, 1787-1799 (París, 1962; ed.
ingl.: Londres, 1974). Si se quiere consultar la obra de Richard Cobb, véase The
People’s Armies (1961; ed. ingl.: New Haven, Connecticut, 1987) y Paris and its Provin-
ces (Oxford, 1975).
5
G. Rudé, «The Gordon Riots: A Study of the Rioters and their Victims», está
reimpreso en Paris and London, pp. 268-292.
123
editó otros dos, y firmó numerosos artículos, ensayos y críticas6.
Gozó del reconocimiento y del afecto de sus estudiantes universi-
tarios por sus extraordinarias cualidades como profesor y mentor,
que sin duda había cultivado durante sus muchos años de profesor
de instituto. Tras diez años en el hemisferio sur, se trasladó a la
Universidad Sir George Williams (hoy la Universidad de Concor-
dia) en Montreal, Canadá. También en los años setenta, fue Profe-
sor Invitado en la Universidad de Columbia, la Universidad de
Stirling, la Universidad de Tokio y el College of William and Mary.
Enseñó en Canadá hasta 1987. Tras jubilarse a los setenta y siete
años de edad, Rudé y su esposa establecieron su residencia perma-
nente en Inglaterra. Allí continuó escribiendo, mientras se lo per-
mitió su salud, hasta su muerte en 1993.
Para una bibliografía completa de la obra de Rudé, véase F. Krantz (ed.), History
6
from Below: Studies in Popular Protest and Popular Ideology in Honour of George Rudé
(Montreal, 1985), pp. 35-40.
124
Rudé tuvo que enfrentarse en primer lugar a la concepción con-
servadora, que llevaba tiempo vigente, sobre la multitud revolu-
cionaria francesa. En sus Reflexiones sobre la Revolución Francesa
(1790), Edmund Burke describió a la muchedumbre como «la mul-
titud porcina». Más tarde, el historiador francés Hippolyte Taine
superó a Burke al referirse a los participantes en aquellas multi-
tudes como «la escoria de la sociedad», «bandidos», «ladrones»,
«salvajes», «mendigos» y «prostitutas». Sin embargo, Rudé tam-
bién tuvo que enfrentarse a la visión liberal tradicional que soste-
nía que la multitud revolucionaria era la personificación de «todas
las virtudes populares y republicanas», el mismísimo espíritu de
«le peuple»7.
Observó que, tradicionalmente, tanto conservadores como li-
berales habían proyectado sus propias fantasías políticas y/o temo-
res sobre la multitud, sin plantearse previamente las preguntas his-
tóricas básicas. No atribuía esto a una pereza académica. Afirmaba,
más bien, que tanto los historiadores de derechas como los de iz-
quierdas habían mirado a la multitud revolucionaria «desde arriba,
desde el estrado de la sala del Comité de Salvación Pública, la tri-
buna de la Asamblea Nacional o el Club Jacobino, o desde las co-
lumnas de la prensa revolucionaria»8.
Rudé se encontró con una serie de actitudes e ideas históricas
similares en relación con las multitudes del Londres hanoveriano.
Horace Walpole, por ejemplo, presentó a los alborotadores de
Gordon como un grupo «formado principalmente por aprendices,
convictos y por todo tipo de forajidos»; un juicio de valor del que
Rudé todavía encontraba ecos en el trabajo de historiadores que
escribieron casi un siglo y medio después9.
En respuesta a las generalizaciones vagas o parciales de sus pre-
decesores, Rudé formuló las preguntas que ellos no habían plantea-
do: «¿qué?, ¿quién?, ¿cómo? y ¿por qué?»; especialmente «¿quién?»
y «¿por qué?». Sin embargo, comprendió que no era lo mismo
plantear estas preguntas que responderlas. En primer lugar, depen-
día de la disponibilidad de fuentes documentales adecuadas: tanto
fuentes tradicionales, como «memorias, correspondencia, panfle-
7
The Crowd in the French Revolution, pp. 2-3, y The Crowd in History, pp. 7-8.
8
The Crowd in the French Revolution, p. 5 (la cursiva es mía).
9
Paris and London, p. 280, y Wilkes and Liberty, p. 15.
125
tos, periódicos, informes parlamentarios y actas»; como no tradi-
cionales, por ejemplo «informes policiales, carcelarios, hospitala-
rios y judiciales; registros parroquiales de nacimientos, muertes y
matrimonios; registros de asistencia pública; tablas de precios y
salarios; censos…».
La necesidad de estas últimas es tanto pragmática como política:
la necesidad práctica se debe a que probablemente las otras fuentes
no den las respuestas a «¿quién?» y «¿por qué?»; la política a que,
al tratarse de los documentos de las clases altas y de las clases gober-
nantes (y sus funcionarios), con toda probabilidad nos iban a ofre-
cer la perspectiva «desde arriba». Los participantes en acciones
multitudinarias «pocas veces dejan constancia documental en for-
ma de memorias, panfletos o cartas»10. Rudé también comprendió
que para responder a las preguntas más fundamentales había que
intentar ver las cosas de forma crítica, de abajo arriba, es decir, des-
de la perspectiva de las personas de la calle y los talleres.
¿Qué respuestas encontró en los archivos? En el caso de Fran-
cia, descubrió que las multitudes revolucionarias provenían en su
inmensa mayoría de los «sans-culottes: los dueños de los talleres,
los artesanos, los asalariados, los tenderos y los pequeños comer-
ciantes de la capital». Y en el caso de Inglaterra descubrió que las
multitudes estaban «generalmente compuestas por asalariados (ofi-
ciales, aprendices, peones y “criados”), artesanos, tenderos y co-
merciantes». En otras palabras, las multitudes, tanto las parisinas
como las londinenses, estaban compuestas por trabajadores, no
por «la escoria de la sociedad».
Rudé continuó con esta labor de reivindicación de la presencia
y el papel histórico de las clases obreras en El capitán Swing, un
libro escrito con Eric Hobsbawm que trataba sobre los movimien-
tos de los trabajadores agrícolas en la década de 1830. La unión del
conocimiento crítico de Hobsbawm sobre el desarrollo del capita-
lismo, «las rebeliones primitivas» y los «destructores de máqui
nas»11, y la íntima relación de Rudé con la «multitud preindus-
trial», así como sus habilidades para la investigación y el análisis de
10
Ibid., pp. 11-12.
11
Véase E. J. Hobsbawm, Primitive Rebels (Mánchester, 1959) y Labouring Men
(Londres, 1968). Sobre Hobsbawm, véase Kaye, The British Marxist Historians, pp.
131-176.
126
documentos de archivo, hizo que El capitán Swing fuera, y siga
siendo, una obra de investigación histórica verdaderamente nota-
ble e impresionante.
Hobsbawm y Rudé se dividieron la redacción de los capítulos.
Hobsbawm se encargó de los capítulos de introducción, anteceden-
tes, desarrollo y conclusión, y Rudé de los que trataban sobre los
detalles y la «anatomía» de la sublevación, así como de los que ha-
blaban de «la represión y las secuelas». Pero aprendieron el uno del
otro y en las primeras líneas del libro encontramos reflejado el inte-
rés de Rudé por las identidades de los trabajadores agrícolas:
Véase J. Hammond y B. Hammond, The Village Labourer (Nueva York, 1970 ed.).
13
127
sobre la composición social de los que participaron en ellos, sobre
su relevancia y sus consecuencias».
Aunque ya no eran campesinos, los trabajadores agrícolas vi-
vían en un orden social que seguía siendo «tradicional, jerárquico,
paternalista y, en muchos aspectos, reticente a aceptar del todo la
lógica del mercado». Sin embargo, en las décadas que precedieron
a 1830, aquella sociedad rural experimentó importantes cambios a
raíz de un extraordinario desarrollo agrícola, seguido de unas rece-
siones transitorias. Los cambios incluyeron la enajenación de las
tierras que les quedaban a los labradores, así como modificaciones
en sus contratos de arrendamiento; en resumen, se intensificó la
proletarización. La reducción de la relación entre el granjero y el
trabajador a un vínculo económico despojó al labrador de «aque-
llos modestos derechos consuetudinarios a los que consideraba
que tenía derecho como hombre (aunque fuera un hombre subor-
dinado)». Y, sin embargo, los trabajadores agrícolas eran «proleta-
rios solo en el sentido económico más general», pues la naturaleza
de su trabajo y el orden social en el que vivían y pasaban hambre
inhibían el desarrollo de «las ideas y métodos de autodefensa co-
lectiva que los urbanitas tuvieron la oportunidad de descubrir».
Sin embargo, instigados por la crisis económica de 1828-1830,
y estimulados por los ejemplos de las revoluciones que se produje-
ron en Francia y Bélgica en 1830, los trabajadores agrícolas empe-
zaron a expresar sus exigencias por medio de «cartas fogosas y
amenazantes, folletos y carteles incendiarios, y, especialmente, de
la destrucción de distintos tipos de maquinaria». Sus exigencias
–«obtener un salario mínimo de subsistencia y poner fin al desem-
pleo rural»– parecían ser únicamente económicas. Sin embargo,
Hobsbawm y Rudé demostraron que, aunque el levantamiento
nunca llegara a ser revolucionario (y aunque los trabajadores nun-
ca solicitaran una reforma territorial), sí que había un objetivo de
mayor alcance: «La defensa de los derechos consuetudinarios que
le correspondían al hombre pobre del campo, como inglés libre por
nacimiento, y la restauración del orden social estable que los había
garantizado (o al menos eso es lo que parecía en retrospectiva)»14.
El capítulo «¿Quién era Swing?» es especialmente impresio-
nante en su análisis de la información. Frente a las predecibles afir-
14
E. J. Hobsbawm y G. Rudé, Captain Swing, pp. xx-xxiii
128
maciones de observadores contemporáneos e historiadores poste-
riores, Rudé y Hobsbawm descubrieron que «los alborotadores
eran, por lo general, hombres jóvenes u hombres que acababan de
entrar en la mediana edad, la inmensa mayoría de ellos veinteañe-
ros o treintañeros»; y, además, «la proporción de hombres casados
que había entre los insurrectos también era elevada». De hecho, en
general, las pruebas «sugieren un grado relativamente alto de esta-
bilidad y “respetabilidad” entre los alborotadores». En la conclu-
sión al capítulo afirman:
15
E. J. Hobsbawm y G. Rudé, Captain Swing, pp. 201-211.
129
antes. De todos los movimientos de destrucción de máquinas (lu-
dismo) del siglo xix, el de los desamparados y desorganizados la-
bradores resultó ser el más eficaz»16.
Es posible que los labradores creyeran realmente que la ley esta-
ba de su lado. Mas los jueces ante los que se presentaron creían lo
contrario. Tal como muestran Hobsbawm y Rudé: «En total se juzgó
a 1.976 prisioneros, se sentenció a muerte a 252 (aunque 233 de estas
sentencias fueron conmutadas, sobre todo por deportación, algunas
por prisión), se deportó a 505 (de los cuales 481 fueron embarca-
dos). Ningún otro movimiento de protesta de este tipo –ni ludita, ni
cartista, ni sindicalista– tuvo que pagar un precio tan alto»17.
La elaboración de los capítulos «La represión» y «La deporta-
ción» (a Australia de los trabajadores condenados) le inspiró a Rudé
sus dos estudios primarios siguientes: Protest and Punishment: The
Story of the Social and Political Protesters Transported to Australia,
1788-1868 (Protesta y castigo: La historia de los protestantes sociales
y políticos deportados a Australia) y Criminal and Victim: Crime and
Society in Early Nineteenth-Century England (Criminal y víctima:
Crimen y sociedad en la Inglaterra de principios del siglo xix). En
estas obras también buscó fervientemente la restauración de las
identidades de los explotados y los oprimidos18.
16
Ibid., pp. 242, 258. Véase también el artículo de Rudé «English Rural and Ur-
ban Disturbances on the Eve of the First Reform Bill, 1830-1831», en Kaye (ed.), The
Face of the Crowd, pp. 167-182.
17
Ibid., pp. 224-225.
18
G. Rudé, Protest and Punishment (Oxford, 1978) y Criminal and Victim (Ox-
ford, 1985).
130
Diseño interior y cubierta: RAG
Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código
Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes
sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen
públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada
en cualquier tipo de soporte.
La edición en lengua española de esta obra ha sido autorizada por John Wiley & Sons
Limited. La traducción es responsabilidad de Siglo XXI de España Editores, S. A.
Sector Foresta, 1
28760 Tres Cantos
Madrid - España
www.sigloxxıeditores.com
ISBN: 978-84-323-1980-8
Depósito legal: M-1.387-2020
Impreso en España
índice*
Mapas.......................................................................................... 7
Introducción................................................................................ 15
I. La filosofía de la Restauración.................................. 17
La evolución económica
II.
de los grandes Estados europeos............................... 25
Bibliografía.................................................................................. 231
136
I. LA FILOSOFÍA DE LA RESTAURACIÓN
138
dió en su libro, De la vocación de nuestro tiempo para la legislación
y la Ciencia del Derecho, contra la pretensión de su colega Thibaut
de dotar a Alemania de un Derecho uniforme: en su opinión, el
elemento creador del Derecho, como el de la lengua y las costum-
bres, es el espíritu del pueblo (Volksgeist); por tanto es absurdo
querer remodelarlo en función de la fantasía arbitraria de los hom-
bres. Desde 1815, Savigny y Eichhorn prosiguieron, en la Revista
de la Ciencia histórica del Derecho, en nombre de la costumbre y de
la tradición, sus ataques contra los partidarios del Derecho natural.
Los románticos, al experimentar, por otra parte, la cada vez más
profunda influencia del catolicismo –en muchos casos son conver-
sos– aportan una justificación teológica a las ideas de legitimidad,
de jerarquía y de obediencia. Las últimas obras de Adam Müller, el
teórico del Estado «orgánico», están dirigidas contra el liberalismo
político y la economía materialista; tras establecer que la tierra no
puede ser objeto, como los bienes muebles, de provecho material
o de intercambios comerciales, Müller trató de demostrar que el
trabajo solo tiene valor en cuanto servicio a la comunidad, que el
crédito es un acto de fe en el Estado, y que el impuesto es una deu-
da sagrada que se debe saldar con devoción. Aún mejor que él,
Baader, adversario de la economía liberal, presiente la evolución de
una sociedad en la que los capitales se acumularán en algunas ma-
nos, dejando al margen de ellas a un ejército de proletarios anima-
dos de pasiones revolucionarias. La noción de Estado inspira las
últimas obras de Friedrich Schlegel. Estos románticos tienen el
sentimiento de que, si los valores sobre los cuales ha vivido la anti-
gua sociedad deben ser preservados, únicamente la Iglesia puede
hacerlo, y para ello hay que concederle la mayor independencia
posible. Por eso el grupo de católicos vieneses formado en torno al
redentorista Hofbauer se afana en destruir las últimas secuelas de la
legislación josefinista. En cuanto al círculo de la «Mesa Redonda»,
reunido en torno a Joseph von Görres, gracias al apoyo del rey de
Baviera, Luis I, formado por profesores de la nueva universidad
de Múnich, preparó en la revista Eos las armas que, veinte años des-
pués, deberían devolver su libertad a la Iglesia de Alemania.
Del mismo modo, en Francia, Lamennais piensa que las fuerzas
conservadoras deberían apoyarse en el vigor del sentimiento reli-
gioso, en un catolicismo popular y ultramontano. Por ello, en su
Ensayo sobre la indiferencia en materias de religión (1817), intentó
139
reagrupar a las inteligencias alejadas hasta entonces de toda reli-
gión revelada, en torno a una nueva apologética, basada en la cer-
teza de que «no existe paz para la inteligencia más que cuando está
segura de la posesión de la verdad». La admiración que profesa
Lamennais por la Edad Media cristiana, en la que todos los occi-
dentales estaban unidos por convicciones comunes, le lleva a la
condenación radical del libre examen, defendido por Lutero y
Descartes, y a la rehabilitación del principio de autoridad, del que
depende el orden de las conciencias. «El mundo –escribe– es vícti-
ma de la multiplicidad de opiniones; cada cual solo quiere creer en
él mismo, y solo se obedece a sí mismo. Restableced la autoridad y
todo el orden renacerá de nuevo.» El problema de la certeza cons-
tituía, desde su punto de vista, el problema principal, por lo que
acudirá a buscar su solución en el «sentido común», en el «consen-
timiento universal»; ahora bien, únicamente la religión católica es
depositaria de esta unanimidad, al ser su universalidad garantía de
veracidad. De este modo, siendo la Iglesia la única fuente de toda
autoridad y de toda certeza, Lamennais deduce que es necesario
que los Estados se sometan a ella, que lo temporal sea sometido de
nuevo a lo espiritual. Los papas deben guiar y deponer a los prín-
cipes vacilantes. Estas ideas teocráticas encontraron amplio eco en
Francia y, fuera de Francia, en Bélgica y en Alemania. Mientras
algunas personalidades alsacianas, como Liebermann y Raess, dan
a conocer al público alemán, a través de la revista de Maguncia Der
Katholik, los escritos de los teócratas franceses, el barón de Eck-
stein, muy vinculado a los románticos alemanes, propaga el pensa-
miento alemán en Francia a través de los periódicos ultramonár-
quicos y posteriormente en la revista Le Catholique, que él mismo
publica en París entre 1826 y 1830. A los beneficiarios de la Res-
tauración les parece necesario que el catolicismo despliegue sobre
la vida de los pueblos, como sobre la de los individuos, su inmensa
red de relaciones y de obligaciones, sin la cual la autoridad no po-
dría revestirse de ese carácter absoluto, sacerdotal, que le garantiza
la obediencia y el amor de los súbditos.
El protestantismo, minado por el espíritu del libre examen y
contra el cual se han encarnizado los teócratas, no proporciona evi-
dentemente las mismas garantías que el catolicismo romano. Pero
el movimiento del «despertar» lo orienta, no obstante, hacia for-
mas de pensamiento ortodoxas, incluso pietistas, que se adecuan a
140
las exigencias de un pensamiento conservador. Son conocidos los
servicios que en este campo realizaron en Inglaterra las sectas me-
todistas. En los países germánicos se alcanzó un resultado notable
gracias a las agrupaciones de piedad, a los hermanos de Moravia,
que no dejaron de dirigir la lucha contra el espíritu de las luces, y que
confundieron la Revolución francesa con la Bestia del Apocalipsis.
En el Estado prusiano, los representantes más eminentes de la aris-
tocracia se reagruparon, a partir de 1815, en torno a los hermanos
Gerlach, en el Maikäferei, a un tiempo religioso y patriótico, pri-
mer embrión del partido conservador. Este mismo grupo será el
que, inmediatamente después de las Revoluciones de 1830, publi-
cará el Berliner Politische Wochenblatt, al frente del cual se encuen-
tra un converso católico, el bávaro Jarcke, el mejor teórico del Es-
tado cristiano: contra las fuerzas disolventes del libre pensamiento,
se precisa absolutamente la conjunción de todos los creyentes.
Sin embargo, en Alemania será Hegel quien dará mayor impul-
so a la filosofía política. Su pensamiento, opuesto a los «creadores
de constituciones» del periodo revolucionario, muestra que solo
pueden existir libertades dentro del Estado, y que este último,
fuente única de Derecho, se define exclusivamente por su sobera-
nía, y por tanto no reconoce otra voluntad superior a la suya. Úni-
camente en el Estado, dice Hegel, puede el hombre acceder a la
moralidad más alta. Efectivamente, el Estado educa al individuo,
lo pliega a la disciplina colectiva que le libera de las contingencias
de su naturaleza animal y de sus elucubraciones estériles: lejos de
disminuirlo, le permite completar su personalidad, integrándose
en un organismo moral superior que le hace progresar en el senti-
do de lo universal y de la «libertad concreta». El Estado es una
comunidad permanente, unánime, que no procede de una Volun-
tad general formulada como consecuencia de un contrato que
emana de los individuos, sino que preexiste a ellos y los sobrevive;
es la realidad absoluta y primordial, y el individuo solo tiene «sus-
tancia», libertad, en tanto que es miembro del Estado. La Filosofía
del Derecho, de Hegel (1820), describe al Estado de tal forma que
el monarca, que encarna lo universal, toma sus decisiones con el
concurso de sus funcionarios, y la representación de los Stände
únicamente tiene por función hacer comprender a los pueblos las
decisiones tomadas a mayor nivel. ¿Constituye esto una apología
del Estado prusiano de su tiempo? La dialéctica de Hegel, sin
141
duda, le prohíbe detenerse en la idea del «buen Estado», que para
él solo puede ser considerado como una cadena de imperialismos
sucesivos. Pero es difícilmente cuestionable que al usar la fórmula:
«todo lo real es racional», Hegel prestara su apoyo a quienes justifi-
caban su vinculación con los sistemas existentes; pese a su admira-
ción inicial por la Revolución francesa, y a sus vínculos masónicos1,
que le habían puesto en relación con los elementos más progresis-
tas de su época, adoptó, a medida que envejecía, una filosofía cada
vez más conservadora. Y al mismo tiempo, desdeñador de la ley
internacional, justificaba la «política de potencia»: el Estado que
posee un nivel superior de organización y de cultura tiene el dere-
cho de vigilar a las naciones «inferiores», porque la nación victo-
riosa ha dado, en virtud de su propia victoria, pruebas de su supe-
rioridad. Análogas consecuencias pueden extraerse de la obra de
los grandes historiadores alemanes de esta época: de Niebuhr, cuya
Historia de Roma magnifica las virtudes del campesino romano; y,
sobre todo, de Ranke, el padre del «historicismo», que presenta la
historia de los pueblos, «inmediatos con Dios», como una lucha
entre las grandes individualidades políticas y subraya para cada
Estado la necesidad de estar animado por una cierta voluntad de
poder, garantía de su independencia: es la tesis de la primacía de la
política exterior, que formulará en sus vastos estudios de historia
diplomática, considerando que la vida internacional condiciona la
organización política y las propias instituciones del Estado.
1
Sobre este aspecto, véanse los estudios de J. D’Honat, Hegel en son temps (1968).
142
los Estados, en donde el orden social debe ser defendido contra las
fuerzas de destrucción. Existe, además, un equilibrio entre los Es-
tados, ya que estos últimos no deberían quedar abandonados a su
inspiración particular, sino sometidos a una comunidad suprana-
cional. Y si es cierto que «solo el orden confiere el equilibrio»,
nada resultaría más peligroso para la existencia de esos Estados
que el desarrollo de los movimientos liberales y nacionales. Metter-
nich se opone, por consiguiente, a cualquier transformación del
estatuto político. Comparando la Revolución alternativamente a
una hidra dispuesta a tragárselo todo, a un incendio, a una inunda-
ción y luego al cólera, hostil a la soberanía popular, a un régimen
constitucional que no es sino la aplicación del principio «quítate
de ahí para que me ponga yo», considera que la salud de la socie-
dad descansa sobre la conservación de las monarquías y sobre el
respeto a una jerarquía aristocrática, «clase intermedia entre el tro-
no y las capas inferiores del cuerpo social». Precisamente es esta fe
en el equilibrio nacional e internacional la que le hace particular-
mente sensible a los intereses generales de Europa y determina su
creencia en la necesidad de un concierto europeo, como algo supe-
rior a los intereses de cada Estado. La razón exige, pues, que las
monarquías se unan para preservar a la sociedad de una subversión
total. Como, a fin de cuentas, son los gobiernos los responsables de
las revoluciones, estos no deben retroceder ante ninguna clase
de medida preventiva. No solo es necesario que los soberanos es-
tén de acuerdo entre sí ni que se reúnan con frecuencia en congre-
sos para aprobar conjuntamente las medidas que deban adoptar,
sino también que puedan intervenir, en caso de necesidad, en los
países vecinos para restablecer el orden amenazado; deben consti-
tuirse en tribunales supremos políticos para actuar de policías in-
ternacionales contra la revolución. De la Santa Alianza –texto que
el zar Alejandro I en un momento de misticismo ofreció a la firma
de los soberanos de Europa, por el cual les invitaba, en tanto que
«miembros de una misma nación cristiana», a gobernar en un espí-
ritu de fraternidad y de caridad– Metternich intentó hacer la unión
de las policías gubernamentales contra todos los innovadores. Al
imprimir a la alianza europea su carácter antirrevolucionario y an-
tiliberal, tenía el sentimiento muy claro de estar sirviendo, sobre
todo, a los intereses de Austria, la potencia más vulnerable a las
revueltas populares; pero, a la vez, actuaba como hombre cons-
143
ciente de la solidaridad de los destinos de Europa, de una Europa
«que ha adquirido para mí el valor de una patria», escribía en 1824.
144
Diseño interior y cubierta: RAG
Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código
Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes
sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen
públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada
en cualquier tipo de soporte.
La edición en lengua española de esta obra ha sido autorizada por John Wiley & Sons
Limited. La traducción es responsabilidad de Siglo XXI de España Editores, S. A.
Sector Foresta, 1
28760 Tres Cantos
Madrid - España
www.sigloxxıeditores.com
ISBN: 978-84-323-1927-3
Depósito legal: M-29.542-2018
Impreso en España
índice*
Mapas .....................................................................................9
PRIMERA PARTE
LA EUROPA REVOLUCIONARIA: 1848
TERCERA PARTE
LA TRANSFORMACION DE LA EUROPA AUTORITARIA
J. A. S. G.
Instituto de Estudios Alemanes,
Universidad de Birmingham, marzo de 1999
151
PREFACIO A LA PRIMERA EDICIÓN
J. A. S. G.
Birmingham, julio de 1975
153
I. INTRODUCCIÓN. EUROPA DE 1848 A 1878
155
bre y establecer constitucionalmente un código de normas a fin de
que los abusos pudieran ser contrastados con él y condenados.
Con frecuencia se culpa a los liberales de abandonar a sus alia-
dos de la «clase obrera» en 1848 una vez que ellos, los liberales,
hubieron conseguido sus propósitos, o, por el contrario, de no ha-
berles inducido a completar la revolución contra el gobierno auto-
ritario. De hecho, la colaboración en las jornadas de marzo de 1848
fue fortuita y no planeada. En las barricadas de Viena y de Berlín
y en el campo, la desesperación de los pobres, sus insatisfacciones y
sus quejas específicas, como las obligaciones señoriales o el com-
portamiento opresivo de las tropas del rey, se combinaron con las
demandas liberales de libertad civil y de participación en el gobier-
no para producir un movimiento impetuoso y, según las apariencias
exteriores, homogéneo que dirigió sus fuerzas contra los gobernan-
tes, exigiendo cambios radicales. Pero en Francia la revolución de
1789 había dado a los campesinos la propiedad de sus tierras. Esto
les hizo profundamente conservadores y votaron contra los militan-
tes en París.
Los pobres y desheredados de Europa no estaban en su conjun-
to politizados. Los campesinos de los Estados alemanes serían libe-
rados de la dependencia y las obligaciones señoriales por los minis-
tros conservadores ilustrados del rey. Por el contrario, los liberales
tenían sus dudas ante esta violación de los derechos de propiedad,
aunque los propietarios fueran los Junkers. Los liberales no duda-
ron en emplear las tropas para reprimir las revueltas campesinas de
la primavera de 1848. Pero de todos modos los campesinos deja-
ron pronto de ser una fuerza revolucionaria. En Francia, no lo fue-
ron nunca. En las ciudades los oficiales, los pequeños maestros y
los artesanos veían amenazado su modo de vida por el crecimiento
de la industria. Se volvían hacia los conservadores en busca de pro-
tección y esperaban poco de los liberales. Habían sido los elemen-
tos más revolucionarios en las ciudades porque habían sufrido más
que nadie la expansión industrial. Pero cuando se unieron a las
organizaciones obreras en 1848, su preocupación era el bienestar y
la protección de su modo de vida más que las cuestiones del poder
político. Las medidas de recuperación económica puestas en vigor
por los ministros liberales en 1848 no les beneficiaban directamen-
te, sino que parecían contrarias a sus intereses, porque fortalecían
a los bancos y a la industria. Los obreros mejor pagados eran gene-
156
ralmente los empleados en las nuevas industrias. Con unas cuantas
notables excepciones, tales como los de las fábricas de Berlín, eran
los menos revolucionarios.
Marx y Engels creían en 1848 que el «proletariado», como clase
cuya cohesión dependía de la conciencia de estar siendo explotado
por la burguesía, solo estaba comenzando a emerger. Los pobres
estaban divididos, en la ciudad y el campo, en muchos grupos de
intereses diferentes. Marx y la Liga Comunista solo podían contar
con unos miles, o posiblemente unos cientos, de partidarios. La or-
ganización política de los «obreros» era una tarea para el futuro.
Los conservadores más lúcidos intentaban arrebatar tanto a los li-
berales como a los comunistas el apoyo de los pobres mejorando su
situación económica. Los choques de intereses de 1848 y 1849 no se
pueden reducir a una simple fórmula de conflicto entre tres clases,
proletariado, burguesía y príncipes, movidas todas ellas por sus in-
tereses económicos. El curso de la revolución fue mucho más con-
fuso. Pero en aquellos tiempos los propietarios creían que existía
una peligrosa y amplia conspiración comunista para desposeerlos
de sus propiedades. Contra ese fantasma, actuaron en ocasiones
con feroz violencia, como en París en junio de 1848, en lo que ellos
creían que era la defensa de sus propiedades. A pesar de toda su
cháchara sobre la soberanía del pueblo, los liberales desconfiaban
de este. Con los líderes que abogaban por la revolución social y re-
currían a la violencia, no estaban dispuestos a transigir; pero al final,
carentes de un adecuado apoyo popular, los liberales se movían en
el vacío y tuvieron que transigir con la Corona. De todos modos su
posición, a partir de 1848, mejoró mucho más de lo que podían es-
perar dada su debilidad. De hecho vivieron para luchar una vez
más, no ya en las calles y en las barricadas, sino en las asambleas
parlamentarias. Las revoluciones de 1848 convencieron a los gober-
nantes de que los liberales representaban una fuerza dinámica en el
Estado que no podía ser ignorada y debía ser canalizada dentro de
los seguros cauces de las formas constitucionales de gobierno.
Del mismo modo que la reforma se realizaba desde arriba, y no
como consecuencia directa de la revolución, la transformación del
«nacionalismo» en un eficaz instrumento de guerra y diplomacia
fue obra de las autoridades, más que resultado de las pasiones po-
pulares. Poetas, historiadores, filólogos y un brillante equipo de
filósofos políticos, promovieron el nacionalismo y despertaron el
157
entusiasmo por él. Si hay un periodo de la historia de Europa que
se puede describir como la época en que el nacionalismo empezó a
triunfar fue el de las décadas de mediados del siglo xix descritas en
este volumen. Al unificarse Italia y Alemania se produjo una trans-
formación en Europa. Simultáneamente, la conciencia nacional
agudizó los conflictos internos en Austria y condujo a la capitula-
ción de los Habsburgo ante las demandas de los magiares. En los
imperios otomano y ruso también se produjeron levantamientos
nacionales contra las autoridades. Pero no debemos simplificar de-
masiado. En general, la pasión del fervor nacional no fue más que
uno de los elementos de una compleja evolución. Sirvió a los inte-
reses de aquellos que supieron utilizar esta arma para exagerar su
importancia. Los libros patrióticos de historia atribuyen a las ma-
sas en el tercer cuarto del siglo xix un grado de histeria nacional
que la investigación histórica más reciente no confirma, ya sea al
considerar la historia de la unificación alemana o italiana o incluso
la insurrección de los polacos de 1863. Cuando el nacionalismo se
convirtió en una fuerza ascendente no condujo, como profetizaba
el idealista Mazzini, a la hermandad entre los hombres, sino que
provocó la destrucción sin paralelo de las dos guerras mundiales
en el siglo xx. ¡De qué modo tan diferente utilizó Bismarck el fer-
vor nacional! Creía que podía abrirlo o cerrarlo a voluntad, como
el agua de un grifo. Durante sus tres guerras de limitada duración, el
nacionalismo no fue para él sino un útil aliado. Luego, a partir de
1871, Bismarck intentó frenarlo de nuevo porque estaba en la na-
turaleza del nacionalismo europeo, como descubriría más tarde el
presidente Wilson, que las naciones superiores se impusieran por
la fuerza y aplastaran y se repartieran a las inferiores. El triunfo del
nacionalismo húngaro en 1848 significó la ruina del nacionalismo
eslovaco; el triunfo del nacionalismo alemán de 1870-1871, la su-
presión del nacionalismo polaco, etcétera.
El término «transitorio» es un concepto histórico excesivamen-
te utilizado, pero es apropiado para referirse al desarrollo indus-
trial de la Europa continental durante los años que abarca este
volumen. Los efectos plenos de los inventos tecnológicos y de la
expansión industrial no se dejaron sentir, salvo en Gran Bretaña,
hasta después de 1878. La Europa continental continuaba siendo
abrumadoramente agrícola y la mayor parte de la gente vivía en el
campo. Durante el periodo que abarca este volumen los caprichos
158
atmosféricos continuaban siendo la principal influencia sobre el
nivel de vida. Sin embargo, la tendencia de los futuros aconteci-
mientos era muy clara: la extensión del sistema fabril, el movimien-
to gradual del campo a las ciudades, el aumento del nivel de vida,
aunque interrumpido por depresiones cíclicas. Los nuevos proce-
sos trajeron aparejadas graves tensiones sociales a medida que los
antiguos oficios se tornaban superfluos y la sociedad industrial em-
pezaba a utilizar en mayor proporción el trabajo de los obreros no
especializados que el de los especializados. Pero el progreso fue
desigual en Europa, generalmente más lento en el este y en el sur y
más rápido en el oeste.
Gran Bretaña lideró Europa y puso en marcha la primera Revo-
lución industrial. Los inventos técnicos y la aplicación de la energía
de vapor desde finales del siglo xviii habían creado en Inglaterra la
mayor industria algodonera del mundo a mediados del siglo. El
algodón era también el mayor sector industrial en Gran Bretaña. A
mediados de siglo, la fase innovadora de la Revolución industrial
había terminado; los años comprendidos entre las décadas de 1850
y 1870 fueron de crecimiento constante. En relación con los demás
países europeos, Gran Bretaña se había convertido en la economía
más fuerte del mundo, y sus exportaciones se expandían rápida-
mente, con un valor predominante de los textiles, el carbón y el
hierro. El algodón seguía siendo el rey. Gran Bretaña continuaba
basándose en las industrias establecidas al comienzo de la Revolu-
ción industrial. Un rasgo distintivo de la economía británica que
comenzó a percibirse durante el tercer cuarto del siglo xix fue la
importancia de los ingresos derivados de la inversión extranjera, y
la contribución de la marina, las finanzas y los seguros. Los comer-
ciantes británicos eran con creces los mayores del mundo, hasta el
punto de que la cuarta parte del comercio mundial era británica.
Gran Bretaña era ya a mediados de siglo una nación comercial e
industrializada que exportaba productos manufacturados e impor-
taba alimentos y materias primas. Una de las consecuencias fue la
migración masiva del campo a las ciudades. A mayor industrializa-
ción, mayor migración interna en toda Europa. Este cambio había
sido más rápido en Inglaterra y en Gales, donde en 1871 solo un
tercio de la población seguía viviendo en el campo.
Londres, cuya población se había duplicado con creces desde
comienzos de siglo, alcanzó a mediados los 2,7 millones de habi-
159
tantes. En la década de 1880, llegó a los 5 millones. Ninguna otra
ciudad europea pudo igualar ese crecimiento explosivo en el siglo
xix. París, la segunda ciudad más populosa de Europa, tenía poco
más de 1 millón de habitantes en 1850 y 2,3 en la década de 1880.
Berlín no alcanzaba en 1850 el medio millón de residentes, como
tampoco Viena y San Petersburgo. Más asombrosa aún es la medi-
da de la urbanización británica; a mediados de siglo, además de los
millones de Londres, tres ciudades –Glasgow, Liverpool y Mán-
chester– superaban los 300.000 habitantes; Birmingham tenía
233.000 y Bradford, Bristol y Sheffield crecían también con rapi-
dez. El impacto que la gran masa de trabajadores fabriles y emplea-
dos de todo tipo tenía sobre la estructura social y la política no les
pasó inadvertido a los reformadores y a los gobiernos whigs y con-
servadores en la Gran Bretaña victoriana, y tampoco a Karl Marx,
quien por aquel entonces trabajaba en Das Kapital en la biblioteca
del Museo Británico. En 1851, la mayoría de la población, 1.750.000
personas, seguía trabajando en la agricultura; el servicio domésti-
co, que empleaba abrumadoramente a mujeres, era el segundo sec-
tor, con más de 1 millón de trabajadores, y la industria algodonera
empleaba a 500.000 personas. En 1871, el servicio doméstico había
superado a la agricultura en número de empleos, 1,7 millones fren-
te a 1,4. En las tres décadas transcurridas entre 1851 y 1881, la
población de Gran Bretaña había aumentado de 27,4 a casi 39 mi-
llones de habitantes. La industrialización posibilitó dicho creci-
miento sin que las profecías catastrofistas del reverendo Malthus se
hiciesen realidad. Podían importar productos agrícolas para cubrir
el déficit de producción británico y pagarlos con los ingresos obte-
nidos mediante las exportaciones y el comercio. Aun así, un «exce-
so» de población de más de 8 millones de personas emigró al ex-
tranjero entre 1850 y 1890.
160
Diseño interior y cubierta: RAG
Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código
Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes
sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen
públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada
en cualquier tipo de soporte.
La edición en lengua española de esta obra ha sido autorizada por John Wiley & Sons
Limited. La traducción es responsabilidad de Siglo XXI de España Editores, S. A.
Sector Foresta, 1
28760 Tres Cantos
Madrid - España
www.sigloxxıeditores.com
ISBN: 978-84-323-1945-7
Depósito legal: M-23.941-2019
Impreso en España
índice*
Bibliografía.................................................................................. 419
165
PREFACIO A LA PRIMERA EDICIÓN
167
«el fantasma de 1848». Durante la década de 1890, hubo, en la
mayoría de los países, gobiernos confusamente inclinados a la iz-
quierda en los primeros años de la misma y gobiernos directamen-
te imperialistas en los años finales.
En la década de 1880, la trayectoria política de la mayoría de los
países es extremadamente difícil de seguir. Estaban apareciendo
los socialistas; apuntaba un nuevo conservadurismo de masas; y el
liberalismo se dividía en las variedades radical y clásica, que a su
vez se subdividían. Este proceso se veía a veces complicado por la
aparición del catolicismo político o del nacionalismo minoritario.
Para el historiador continental, la política inglesa de la década de
1880 es desconcertante, debido a los cambios y disoluciones de
alianzas que se producían. Pero la confusión de Londres tenía su
paralelo en todas partes, en la Francia de Boulanger, o en la Alema-
nia de Bismarck, donde el Reichstag viraba y cambiaba en sus acti-
tudes hacia las colonias o el ejército, y donde los cambios electorales
eran espectaculares. Un primer ministro italiano, Agostino Depre-
tis, señaló con precisión este proceso cuando dijo, al comienzo de
la década, que «los enemigos se transformarán en amigos». El trans-
formismo –el giro de los liberales hacia la derecha– se convirtió en
una palabra inmunda en los asuntos italianos. Pero puede aplicarse
con bastante propiedad a otros países europeos, y por eso puede
servir como título a este libro.
Para exponer la dimensión común europea, he utilizado las dos
primeras secciones de esta obra con objeto de explorar los temas
comunes y establecer una cronología política e internacional. No
obstante, esto no hace justicia al carácter individual de los países
europeos, y en la tercera sección, la más extensa, he analizado las
cinco grandes potencias en forma de ensayo, más que en forma
narrativa. Otra de las secciones trata de «la guerra y la revolución»,
y una final de los progresos culturales del periodo.
168
por poner freno a las materias de tecnología y de historia cultural;
con Jonathan Hill, por ayudarme en la bibliografía; con el doctor
Anil Seal, por enseñarme los principios de la democracia cristiana;
con Lord Russell, de Liverpool, por ayudarme en los malos mo-
mentos; con mi madre, Mary Stone, por su generosa hospitalidad
cuando estaba componiendo una primera versión del manuscrito;
y con Christine Stone, por existir. Finalmente, en el contexto de un
libro cuyos orígenes se remontan tan atrás en mi pasado, recuerdo
con gratitud a mis propios profesores –en especial a B. G. Aston,
Colin Bayne-Jardine y George Preston, que estimularon lo que tie-
ne que haber sido una tediosa obsesión por los Habsburgo; así
como a Christopher Varley, que me proporcionó, al igual que a
muchos otros, una capacidad de aproximación a los idiomas que
desde entonces me ha sido siempre muy útil.
Norman Stone
Trinity College, Cambridge, diciembre de 1982
169
I. EL FIN DEL «ORDEN MORAL»
Las metrópolis
171
tiempos anteriores, la mayor parte de la gente que sufría una opera-
ción moría, generalmente no por otra complicación que el simple
shock producido por el dolor. Hacia 1900, los hospitales se habían
higienizado; en ellos eran más los que sobrevivían que los que mo-
rían; y las tasas de mortalidad se habían reducido a la mitad en la
mayoría de los países. Parecía no existir fin para este proceso de
progreso. En 1895, el novelista Henry James instalaba en su casa la
luz eléctrica; en 1896, montaba en bicicleta; en 1897, tecleaba una
máquina; en 1898, presenciaba una sesión de cinematógrafo. En el
espacio de muy pocos años, podía haberse sometido a un psicoaná-
lisis freudiano, viajado en avión, entendido los principios del motor
a reacción o incluso de los viajes espaciales. Las grandes ciudades se
habían embarcado ya en la limpieza y saneamiento de sus zonas en
peores condiciones, los «slums», palabra inglesa que, como muchas
otras (strike, meeting, weekend, football), pasó a casi todos los de-
más idiomas, porque los británicos habían sido quienes las situaron
en un primer plano cuando se llegó al descubrimiento de la nueva
era. Los años que van de 1870 a 1900 constituyeron la era clásica
del progreso, una época en la que la historia del mundo parecía ser
como posteriormente la vería H. G. Wells en su Historia: una histo-
ria en la que las personas cultas utilizarían la ciencia para promover
la causa del «up and up and up and on and on and on» («arriba,
arriba, arriba y adelante, adelante y adelante»), como diría Ramsay
MacDonald, un característico progresista de la preguerra.
La revolución liberal
172
Sobre el terreno, el liberalismo variaba de un lugar a otro, dado
que era necesario hacer concesiones al viejo orden. Pero sus prin-
cipios esenciales estaban bastante claros. Liberalismo quería decir
Razón. Creía en los Estados nacionales centralizados, y los creó así
en Bélgica, Alemania e Italia. La educación constituía un factor
clave. El liberalismo, descendiente en parte de las ideas del dere-
cho natural y en parte del utilitarismo, se dirigía al individuo mo-
ralmente responsable. En el Antiguo Régimen prevalecían la posi-
ción social y el privilegio. Los liberales se oponían a ello; pensaban
que para el conjunto de la sociedad era preferible que a las perso-
nas enérgicas y competentes se les permitiera ascender al nivel
apropiado. La educación gozaba, por consiguiente, de una consi-
deración suprema, y en todos los países se libraron batallas con
vistas a mejorar el sistema escolar. Con frecuencia, esto significó un
forcejeo con la Iglesia, que controlaba la mayor parte de la educa-
ción en Europa.
En materia económica, los liberales tenían una actitud tajante.
A menudo, el Antiguo Régimen había impuesto barreras al comer-
cio, porque de esta manera los ineficientes productores de una re-
gión podían ser protegidos frente a los más eficientes de otra. El
Estado cobraba dinero en forma de aranceles aduaneros para subir
los precios de las mercancías importadas, que frecuentemente eran
mejores o más baratas. La institución de la servidumbre, que en
Rusia existió hasta 1861, y –de hecho, aunque no de derecho– en
todas partes hasta 1848, resultaba particularmente repugnante para
las mentes liberales, mientras que, en la perspectiva del Antiguo
Régimen, constituía una condición previa de la civilización, dado
que obligaba a los campesinos a permanecer en la tierra y cultivar-
la. Los liberales querían que la mano de obra fuera libre para com-
prarse o venderse según las circunstancias, y no estuviera sujeta a
un lugar en particular. A veces se opusieron encarnizadamente a la
legislación estatal que se interponía entre el patrono y el obrero.
Las Factory Acts británicas, por ejemplo, fueron promovidas por
los tories y no por los liberales, aunque en la práctica muchos libe-
rales tuvieron una amplia participación en la promoción de la cari-
dad privada.
En la década de 1860, el viejo orden corregía su rumbo en todas
partes. Se promovió la educación. Se facilitó mucho el comercio.
Se establecieron bancos centrales para regular la circulación mone-
173
taria con probidad, a diferencia de los tiempos de la emisión de
papel y la retirada de moneda en el Antiguo Régimen. Donde fue
posible, se suprimieron los aranceles aduaneros y, donde no, se
redujeron en gran medida: la Francia de Napoleón III y la Rusia
zarista, los dos Estados más proteccionistas de Europa, prometie-
ron suprimir sus aranceles aduaneros en fecha próxima. En todas
partes se racionalizaron las burocracias. En Inglaterra, por ejem-
plo, bajo el primer gobierno de Gladstone (1868) el acceso a la
administración empezó a realizarse mediante oposiciones, y se aca-
bó con la compra de los nombramientos de funcionarios. En la
mayoría de los países se llevó a cabo una reforma militar. Para la
mentalidad liberal, los ejércitos no eran deseables. Pero, puesto
que existían, bien podían ser utilizados con fines educativos. El
principio de la obligación universal de cumplir el servicio militar
fue afirmado en Austria en 1868 y en Rusia en 1874: ahora, los
hombres eran incorporados al ejército por un tiempo de cinco
años y luego licenciados, volviendo a ser llamados solo en caso de
guerra. En los viejos tiempos, un número muy limitado de hom-
bres tenían que servir durante veinticinco años. Ahora, se incorpo-
raba, entrenaba y educaba a un número mucho mayor de hombres,
a los que se les inculcaba la idea de que formaban parte de una
comunidad nacional. En Rusia, los soldados ucranios aprendían
ruso en el ejército. En el sur de Italia, el reclutamiento constituía
un recurso mediante el cual los meridionales, que con frecuencia
no se sentían italianos, adquirirían una conciencia nacional. En
Francia, el ejército era empleado estrictamente como agente del
«centralismo jacobino», para eliminar los patois, tales como el bre-
tón o el provenzal, que todavía se hablaban extensamente. A me-
nudo, los generales eran conscientemente liberales: Dmitri Miliu-
tin, el reformista ministro de la Guerra del zar Alejandro II en las
décadas de 1860 y 1870; el general español Prim, hijo de un quími-
co; Kameke, ministro prusiano de la Guerra. Todos ellos creían en
la centralización, la eficiencia y la educación, así como en los privi-
legios de clase y el clericalismo.
A mediados del siglo el impulso hacia estas reformas había
constituido el éxito de Gran Bretaña y el fracaso de la mayoría de
los países continentales. En 1856, Rusia había sido humillada a
consecuencia de la Guerra de Crimea. Austria había sido derrota-
da en 1859 por los franceses y los piamonteses, los cuales estable-
174
cieron el reino de Italia en 1861. Prusia había sido humillada en
1850 por los austriacos. En la década de 1850, la mayoría de los
países experimentaron un caos financiero y necesitaron serias re-
formas y considerables empréstitos para salir adelante. Pero los fi-
nancieros no querían prestar dinero a menos que se efectuaran
determinadas reformas. Una de estas consistía en que las riendas
del Estado debían entregarse no a una corte y sus parásitos, sino a
expertos, con el respaldo de la ley. En todas partes, los liberales
pensaban que tenía que haber constituciones justas, parlamentos
elegidos por hombres de peso económico e instruidos. Estos parla-
mentos debían aprobar leyes que obligaran por igual a todos los
miembros de la comunidad: no debía existir ningún privilegio. En
general, los liberales no estaban a favor de otorgar el voto a la masa
del pueblo. Las masas, ignorantes, llenas de prejuicios y egoístas,
utilizarían su voto o bien en favor de los revolucionarios, que que-
rían quitar el dinero a los ricos; o bien en favor de los terratenientes
y sacerdotes, que sabían cómo corromperlas y atraérselas. Los libe-
rales se salieron con la suya en la mayoría de los países durante la
década de 1860: se constituyeron parlamentos en Austria, Hun-
gría, Italia y, en 1871, en la nueva Alemania. En Rusia, Alejandro II
instituyó una serie de reformas liberales –la abolición de la servi-
dumbre (1861), un banco estatal (1859), consejos de distrito elegi-
dos (1864), servicio militar universal (1874), etc.–, pero pensaba
que Rusia era tan extensa y estaba tan retrasada que un parlamento
central elegido resultaría simplemente caótico, y se resistió a toda
petición de creación del mismo.
Rusia carecía del elemento liberal que, en todas partes, fue el
responsable de la promoción de las reformas: una clase media am-
plia, instruida, vigorosa y con el suficiente capital como para que
su apoyo fuese esencial para cualquier Estado que quisiera desarro-
llarse. En Gran Bretaña, esta clase era tan fuerte numéricamente,
incluso en el siglo xviii, que las reformas liberales se introdujeron
en dicho país de forma fragmentada, y a menudo sin la interven-
ción oficial del parlamento. Las instituciones del Antiguo Régimen
existentes, tales como los viejos gremios o corporaciones, se adap-
tarían gradualmente para ajustarse a una era en proceso de cambio.
Así, formalmente, Inglaterra (más que Escocia) fue el último de los
antiguos regímenes; nunca tuvo una ley formal que aboliera la ser-
vidumbre. Instituciones religiosas tales como los colleges de Ox-
175
ford y Cambridge fueron, sencillamente, convertidas en lugares
seculares de educación, conservando sus antiguas constituciones y
sus curiosamente denominados funcionarios; mientras que en el
continente los colegios religiosos universitarios habían sido for-
malmente suprimidos bien por la Ilustración o bien por la Revolu-
ción francesa. Los colegios universitarios de la antigua Universidad
Católica de Lovaina fueron utilizados como establos por los ocu-
pantes franceses y, cuando se restableció la Universidad, fue el
cuerpo central de la misma el que dirigió todas las cosas y no los
colegios, que se convirtieron en simples centros residenciales. Has-
ta cierto punto, en Francia el liberalismo local también prosperó,
pero en la mayoría de los demás países el grado de desarrollo al-
canzado no permitió su avance, y, en la década de 1860, los Esta-
dos, escasos de dinero, tuvieron que seguir el ejemplo británico
mediante una legislación formal.
Los liberales –Cavour en Italia, Delbrück en Alemania, Schmer
ling en Austria, Valuiev en Rusia– tenían la seguridad de que po-
seían la fórmula de la futura prosperidad. No podían entender la
vehemencia de la oposición que se les enfrentaba. Pero el liberalis-
mo tenía numerosos enemigos. En la década de 1860 y, general-
mente, en los primeros años de la de 1870, se produjo en Europa
un gran boom económico. El liberalismo fue ampliamente acepta-
do y la oposición al mismo se vio silenciada, excepto en el caso del
decreto del papa sobre la infalibilidad. Pero en 1873, y en los años
posteriores, la prosperidad que el liberalismo prometía se vio inte-
rrumpida para muchos europeos, y los enemigos del liberalismo se
impusieron. En 1870, los liberales belgas clásicos perdieron el po-
der. En 1873-1874, cayó el primer gabinete de Gladstone, y este
renunció al liderazgo de su partido (para volver a asumirlo poste-
riormente). En 1876, cayeron los liberales italianos clásicos, la Des-
tra. En 1878, perdieron el poder los liberales austriacos del gabine-
te de Auersperg; también en ese mismo año, en Alemania, Bismarck
abandonó su alianza con los liberales; y, asimismo entonces, el zar
Alejandro II comenzó a derogar parte de su anterior legislación y a
transformar a Rusia en un Estado policía con aranceles aduaneros.
En Francia, los liberales clásicos, que –por razones particulares del
país, aunque no carentes de paralelos en España– habían sido in-
capaces de inventar una monarquía constitucional satisfactoria, y
eran, por consiguiente, republicanos a la fuerza, perdieron el con-
176
trol en 1876, y especialmente en 1879. A estos regímenes liberales
clásicos les sucedieron grupos diversos: en Gran Bretaña, el con-
servadurismo de Disraeli; en Francia, los exponentes clericales del
«orden moral» en primer lugar, y luego los republicanos radicales;
en Bélgica, los clericales; en Italia, los radicales «transformistas»;
en Rusia y Prusia, los conservadores reaccionarios; en Austria, los
clericales que, a pesar de su conservadurismo, tenían también un
toque de radicalismo. Ello fue una muestra de lo variada que podía
ser la oposición al liberalismo.
177
HISTORIA DE EUROPA
De la mano de los más prestigiosos especia-
listas de su generación, «Historia de Europa»
pone al alcance del público lector una impres-
cindible colección de títulos, exhaustivamente
revisados y actualizados, que abordan con ri-
gor histórico y claridad expositiva los principa-
les periodos de la historia europea y sus hitos.