El Vuelo de Los Condores de Abraham Valdelomar
El Vuelo de Los Condores de Abraham Valdelomar
El Vuelo de Los Condores de Abraham Valdelomar
Valdelomar
Aquel día demoré en la calle y no sabía qué decir al volver a casa. A
las cuatro salí de la Escuela, deteniéndome en el muelle, donde un grupo
de curiosos rodeaba a unas cuantas personas. Metido entre ellos supe que
había desembarcado un circo.
-Ese es el barrista -decían unos, señalando a un hombre de mediana
estatura, cara angulosa y grave, que discutía con los empleados de la
aduana.
-Aquél es el domador. Y señalaban a sujeto hosco, de cónica patilla, con
gorrita, polainas, fuete y cierto desenfado en el andar. Le acompañaba
una bella mujer con flotante velo lila en el sombrero; llevaba un
perrillo atado a una cadena y una maleta.
Una algaraza estruendosa coreó las últimas palabras del payaso. Agitó
éste su cónico gorro, dejando al descubierto su pelada cabeza. Rompió el
bombo la marcha y todos se perdieron por el fin de la plazoleta hacia
los rieles del ferrocarril para encaminarse al pueblo.
Una nube de polvo los seguía y nosotros entramos a casa nuevamente, en
tanto que la caravana multicolor y sonora se esfumaba detrás de los
toñuces, en el salitroso camino.
Mis hermanos apenas comieron. No veíamos la hora de llegar al circo.
Vestímonos todos, y listos, nos despedimos de mamá. Mi padre llevaba su
"Carlos Alberto".
Salimos, atravesamos la plazuela, subimos la calle del tren, que tenía
al final una baranda de hierro, y llegamos al cochecito, que agitaba su
campana. Subimos al carro, sonó el pitear de partida; una trepidación;
soltóse el breque, chasqueó el látigo, y las mulas halaron.
Llegaron por fin al pueblo y poco después al circo. Estaba éste en una
estrecha calle. Un grupo de gente se estacionaba en la puerta que
iluminaban dos grandes aparatos de bencina de cinco luces.
A la entrada, en la acera, había mesitas, con pequeños toldos, donde en
floreados vasos con las armas de la patria estaba la espumosa blanca
chicha de maní, la amarilla de garbanzos y la dulce de "bonito", las
butifarras que eran panes en cuya boca abierta el ají y la lechuga
ocultaban la carne; los platos con cebollas picadas en vinagre, la
fuente de "escabeche" con sus yacentes pescados, "la causa", sobre cuya
blanda masa reposaba graciosamente el rojo de los camarones, el morado
de las aceitunas, los pedazos de queso, los repollos verdes y el "pisco"
oloroso, alabado por las vendedoras...
Entramos por un estrecho callejoncito de adobes, pasamos un espacio
pequeño donde charlaban gentes, y al fondo, en un inmenso corralón,
levantábase la carpa. Una gran carpa, de la que salían gritos, llamadas,
piteos, risas. Nos instalamos. Sonó una campanada.
-¡Segunda! -gritaron todos, aplaudiendo.
El circo estaba rebosante. La escalonada muchedumbre formaba un gran
círculo, y delante de los bajos escalones, separada por un zócalo de
lona, la platea, y entre ésta y los palcos que ocupábamos nosotros, un
pasadizo. Ante los palcos estaba la pista, la arena donde iban a
realizarse las maravillas de aquella noche.
Sonó largamente otro campanillazo.
-¡Tercera! ¡Bravo, bravo!
La música comenzó con el programa:
"Obertura por la banda". Presentación de la compañía. Salieron los
artistas en doble fila.
Llegaron al centro de la pista y saludaron a todas partes con una
actitud uniforme, graciosa y peculiar; en el centro, Miss Orquídea con
su admirable cuerpecito, vestido de punto, con zapatillas rojas,
sonreía.
Salió el barrista, gallardo, musculoso, con sus negros, espesos y
retorcidos bigotes. ¡Qué bien peinado! Saludó. Ya estaba lista la barra.
Sacó un pañuelo de un bolsillo secreto en el pecho, colgóse, giró
retorcido vertiginosamente, paróse en la barra, pendió de corvas, de
brazos, de vientre; hizo rehilete y, por fin, dio un gran salto mortal y
cayó en la alfombra, en el centro del circo. Gran aclamación. Agradeció.
Después todos los números del programa. Pasó Miss Blutner corriendo en
su caballo; contó éste con la pata desde uno hasta diez; a una pregunta
que le hizo su ama de si dos y dos eran cinco, contestó negativamente
con la cabeza, en convencido ademán. Salió Mister Glandys con su oso;
bailó éste acompasado y socarrón, pirueteó el mono, se golpeó varias
veces el payaso y, por fin, el público exclamó al terminar el segundo
entreacto:
-¡EI Vuelo de los Cóndores!
Un estremecimiento recorrió todos mis nervios. Dos hombres de casaca
roja pusieron en el circo, uno frente a otro, unos estrados altos,
altísimos, que llegaban hasta tocar la carpa. Dos trapecios colgados del
centro mismo de ésta oscilaban, Sonó la tercera campanada y apareció
entre dos artistas Miss Orquídeacon su su apacible sonrisa; llegó al
centro, saludó graciosamente, colgóse de una cuerda y la ascendieron al
estrado. Paróse en él delicadamente, como una golondrina en un alero
breve. La prueba consistía en que la niña tomase el trapecio que,
pendiendo del centro, le acercaban con unas cuerdas a la mano, y,
colgada de él, atravesara el espacio, donde otro trapecio la esperaba,
debiendo en la gran altura cambiar de trapecio y detenerse nuevamente en
el estrado opuesto.
Se dieron las voces, se soltó el trapecio opuesto, y en el suyo la niña
se lanzó mientras el bombo -detenida la música- producía un ruido
siniestro y monótono. ¡Qué miedo, qué dolorosa ansiedad!
¡Cuánto habría dado yo porque aquella niña rubia y triste no volase!
Serenamente realizó la peligrosa hazaña. El público silencioso y casi
inmóvil la contemplaba y cuando la niña se instaló nuevamente en el
estrado y saludó, segura de su triunfo, el público la aclamó con
vehemencia.
La aclamó mucho. La niña bajó, el público seguía aplaudiendo. Ella, para
agradecer hizo unas pruebas difíciles en la alfombra, se curvó, su
cuerpecito se retorcía como un aro, y enroscada, giraba como un extraño
monstruo, el cabello despeinado, el color encendido. El público aplaudía
más, más. El hombre que la traía en el muelle de la mano habló algunas
palabras con los otros. La prueba iba a repetirse.