Crónicas Potosinas
Crónicas Potosinas
Crónicas Potosinas
CRÓNICAS POTOSINAS
1
Modesto OMISTE
TOMO TERCERO
POTOSÍ
Imp. de “El Tiempo”—88 Independencia88
1893
HUALLPARRIMACHI
O UN DESCENDIENTE DE REYES
I
Hacia los años de 1759 a 1769, nació en España, Francisco de Paula Sanz, fruto de los secretos amores de Carlos
III y de una princesa napolitana, cuyo nombre no conocemos.
Sea que la familia del nuevo príncipe, interesada en ocultar, quiso alejarlo del suelo en que sus ojos se abrieron
para ver la luz, o sea que él mismo, seducido por los mágicos atractivos que se ponderaban en la Metrópoli del
continente descubierto por Colón, determinara trasladarse a América, lo cierto es que vino a fijar su residencia
en Potosí, y nada menos que en calidad de gobernador intendente, llegado a esa edad en que la ambición tiene sus
sueños dorados y campo vasto la vanidad para ejercitarse en todas sus pasiones. Algún tiempo más tarde de su
arribo a la opulenta villa, se dejaba ver en las calles de ésta, aunque muy rara vez y recatada siempre, una
encantadora joven a quien acompañaba un hombre entrado ya en años y demasiado conocido con el nombre de
Juan Gamboa, oriundo de Portugal y a la sazón afortunado minero de Porco.
Gamboa, que pasaba por padre de la que por todas las apariencias parecía ser su hija, no la había presentado
jamás en el bullicio de esa sociedad entonces ruidosa y de extrañas aventuras como eran al propio tiempo las
cortes del viejo mundo, y la tenía sumida en el más completo aislamiento, si bien rodeada de una opulencia
extraordinaria, en el retiro de su hogar, que admiraba a las personas que pocas veces la habían sorprendido
entregada a sus labores domésticas, ó a aquellas que movidas por la curiosidad seguían sus huellas, en las
concurridas calles, contemplando, sorprendidas, los encantos de su belleza y el lujo regio que ostentaba en su
traje y adornos.
Y al emplear la palabra regio, no creemos haber incurrido en una exageración: veamos como ella conviene
perfectamente a la misteriosa y engalanada dama que nos ocupa. Despertaba la curiosidad general de los
habitantes de la populosa Potosí, se emplearon cuantos recursos sugerir puede la imaginación para aclarar el
misterio con que se presentaba envuelta la diminuta y extraña familia de Gamboa; dando por resultado el empeño
perseverante de todos aquellos que se habían propuesto descubrir el origen y condiciones de nuestros dos
personajes, la adquisición de la verdad, sin tintes de la más pequeña duda, ni asomo de género alguno de disputa.
Así se vino en conocimiento de todo: Juan Gamboa, no era portugués; israelita de origen y llamado Jacob Mosés,
tentó la fortuna en los minerales de Porco a los que debió una crecida riqueza. Viajando por el Cuzco con negocios
que íntimamente se ligaban a los que tenía establecidos en sus asientos mineros, conoció a la joven que nos ocupa,
cuyo nombre era María Sauraura, descendiente de la real familia de los Incas y a la que había robado, protegido
por las espesas sombras de una noche tempestuosa, de su tranquilo hogar donde reinaban la paz y la alegría,
cuando ella no contaba sino siete años de edad. Fijada después la residencia de ambos en Potosí, conocemos ya su
extraño método de vivir.
María crecía en edad y hermosura, ostentando todas las gracias físicas con que la naturaleza la dotó y las
prendas de su alma de angelical pureza, cuando en uno de esos momentos fatales creados por la casualidad, fue
conocida por el gobernador intendente don Francisco de Paula Sanz, el hijo de un rey de España..
Apenas las miradas del príncipe se habían fijado, sin pestañar, en los hermosos ojos de María, negros,
despidiendo deslumbradora luz, sobre el que la contemplaba absorto y sorprendido, cuando sintió, al mismo
tiempo, violentársele el corazón al compas de extraños y punzadores latidos. No transcurrieron muchos días sin
que el gobernador intendente, hubiera encontrado los medios de ponerse en inmediata relación con la dueña de
sus pensamientos.
-María, amarte como te amo le decía en una de esas ocasiones, amarte como te amo es la suprema felicidad de
que no puede gozarse aquí, en la tierra; es vivir tan sólo por ti, huyendo de otro mundo de ilusiones que nos
presenta el brillo de un prisma engañador, fugaz; amarte como te amo es no tener mas pensamiento que el tuyo
que piense en mi, ni más corazón que el tuyo que me consagre todos sus latidos, todo su vehemente amor; amarte
como te amo, hija de reyes, es confundir tu regia cuna con la mía también real; porque, como tú, ilustre hija del
gran Manco Cápac, soy hijo de Carlos III, señor de la España y señor de la América. He ahí por qué vengo a
ofrecerte toda mi existencia misma..... Amémonos siempre, María, en medio de la anhelada ventura, ¡que amor ha
tejido brillantes guirnaldas de flores para ceñir nuestras frentes coronadas!
II
Algún tiempo después, el 24 de junio de 1793, el asesor del gobernador intendente, doctor don Pedro Vicente
Cañete, conducía a la pila bautismal con el mayor sigilo a un niño a quien se le dio el nombre de Juan, fruto de los
frenéticos amores de María Sauraura y de don Francisco de Paula Sanz.
Jacob Mosés, el falso Juan Gamboa, a quien María no había podido ocultar su amor por don Francisco, cayó en un
estado de lastimoso abatimiento a juzgar por su palidez cadavérica y por todos sus movimientos que traslucían,
sin que él pudiera disimularlo, el desfallecimiento de su espíritu. Sus labios no se habían abierto para dirigir a
María ni un solo reproche, ni una queja. Tal vez no tenía más derecho que el que da la autoridad de padre ó tutor,
encargado de velar por la honra de la que amparaba bajo un mismo techo, para emplear una reconvención justa é
imperiosamente reclamada; pero, permaneció encerrado en el más profundo silencio, mudo, ahogando los suspiros
que despedazaban su pecho, ó enjugando esas lágrimas de fuego que quemaban sus pálidas y descarnadas mejillas.
Solo cuando se hizo patente el desliz de María, con el nacimiento de Juan, se le oyó exclamar:-«¡Oh, yo mataré a
ese miserable¡ .....Mataré al gobernador! y......¡ella también morirá»,—deseo de venganza que ni aun pudo realizarlo,
porque desde el momento que lo concibió perdió completamente la razón, y en un acceso de furor desesperado, se
ahorcó.
Don Francisco de Paula Sanz, aun antes de conocer a María, había solicitado la mano de una noble dama española,
hija del conde de« con quien debía casarse. Embriagada ésta por los funestos celos, juró vengarse cruelmente de
su hermosa rival, a la que, en efecto, hizo envenenar.
III
A Juan, el descendiente de reyes, se le vio, andando en el pueblo de Macha a donde lo habían conducido robándolo
unos indios, quienes se encargaron de darle una educación basada en los sentimientos que comenzaban a dominar
el corazón de los altoperuanos, preocupados ya por romper las cadenas de la tiranía a que estaban sujetos.
Ignoraba el desventurado que descendía por su padre de una familia real, y sólo tuvo conocimiento de que su
abuelo materno se llamaba Huallparrimachi, de la distinguida raza de los incas; así es que, armado del legítimo
deseo de perpetuar el nombre de sus mayores se hacía llamar Juan Huallparrimachi.
Dotado de sentimientos delicados, cantaba las desgracias de su raza en dulces y armoniosos versos que escribía
en el expresivo idioma de su madre: desahogos de un corazón que sufría y que revelaban el estado de su alma de
inspirado y melancólico poeta, de esa alma triste y abatida, tal vez porque conservaba siempre doloroso el
recuerdo del desgraciado fin que de su madre le habían referido, de esa madre tan tierna por cuya memoria
guardaba el más religioso respeto y la adoración más profunda; tal vez o al mismo tiempo por haber llevado la
amargura y la desgracia al hogar de dos esposos, impulsado por un amor irresistible, en una edad en que todavía
no tiene el hombre que parece haber nacido predestinado a la desgracia, la enérgica voluntad de ahogar en su
nacimiento una pasión que constituir cree, en su delirante imaginación, realizadas sus ilusiones más queridas,
colmadas sus halagadoras esperanzas, sin entrever el funesto resultado a que lo arrastra la ciega fatalidad.
Hé aquí como sucedió este desgraciado incidente en la intranquila vida de Huallparrimachi: Muy joven todavía
contrajo un amor vehemente por Vicenta Quiroz, unida en matrimonio, a pesar suyo, con un anciano andaluz, rico
minero de Potosí. Conoció ésta a Juan y le consagró todo el tierno afecto que negara a su esposo; pero sin que la
admisión siquiera de la idea de un crimen pudiera torturar su conciencia. Sorprendidos por el andaluz el incauto
mancebo y la cándida Quiroz, en un coloquio amoroso, que parecía ser sostenido verdaderamente por dos niños,
fueron separados para ser conducida ella a un convento de Arequipa, y él para alistarse de voluntario en las filas
que a la sazón organizaba el famoso guerrillero coronel Manuel A. Padilla, célebre por sus hazañas militares a
favor de la causa de la independencia y, bajo cuya paternal protección habia permanecido ya Juan desde algunos
años antes.
El triste suceso que ligeramente hemos apuntado, cubrió de negra melancolía la frente de Juan, aumentando el
dolor que hería su corazón sensible, comprometiéndolo en una lucha de encontrados sentimientos que quizás le
hicieron pensar en la manera de acabar con su existencia, pero acabar gloriosamente. A este fin creemos que
obedeció el afán de reclamar siempre el primer puesto y el de mayor peligro en todos los encuentros en que
tuvieron que cruzarse las armas de los patriotas con las de los realistas; combates a los que concurría animoso e
infatigable, lleno de brío, armado solamente de una honda en cuyo ejercicio adquirió una destreza admirable. No
terminaremos este ensayo sin dar a conocer al lector una muestra de las inspiradas poesías de Huallparrimachi,
insertando enseguida la preciosa imitación que de una de ellas ha hecho nuestro Amigo el doctor José A. Mendéz.
LA PARTIDA
Paloma del alma ¿verdad es que dices
Que a tierras lejanas por siempre te vas,
Echando al olvido tus horas felices
Es cierto que nunca, jamás volverás?
¿A quién, dí, me dejas? En esta honda pena
Mis dulces consuelos, a quien implorar,
Cual tú me los dabas, hermosa morena?
¡Ay! ¿quién en mi pecho te puede igualar?
Te ruego me enseñes cual es el sendero
Que tienen ligeros tus pies que tomar,
Pues antes que vayas a cruzarlo yo quiero
Con llanto, de hinojos—por irlo a regar.
Si el sol con sus rayos te abrasa y sofoca
Y sombra ya buscas para reposar,
Tendrás en la nube que desde mi boca
Mi aliento amoroso llegará a formar.
Si ansiosa y sedienta por tierras
A solas ya cruzas un seco arenal,
La nube que formen llorando mis ojos
Darte, paloma, su fresco raudal.
¡Ingrata adorada! ¿tu pecho es de hielo?
Dime, hija de roca, ¿no tienes piedad?
¿Qué haré si me dejas? Llorar sin consuelo
Sin una esperanza, cruel soledad...........
Muy tierna eras cuando mi pecho a quererte
Constante empezara, mi dulce beldad;
Sin vista mis ojos se pusieron al verte
¡Ay! cual si mirasen al gran luminar.
¡Ay! mi quebranto ni mi dolor! Parece que este sentido ¡adiós! fue dado por Huallparrimachi cuando la
arrancaron de sus brazos a la hermosa Vicenta Quiroz, para conducirla, como ya lo hemos dicho, a un
convento de Arequipa.
IV
En la célebre jornada de «Las Carretas» de memorable recordación y en la que los independientes
comandados por Padilla, hicieron prodigios de valor, durante cuatro días, resistiendo serenos e
imperturbables el ataque de los realistas, que obtuvieron el triunfo debido a una incalificable traición,
cayó Huallparrimachi, herido mortalmente por una bala de fusil. Así acabó su vida el hijo del príncipe
bastardo don Francisco de Paula Sanz y de la descendiente de reyes, María Sauraura, pagando con su
sangre el tributo de su amor a la libertad.
Las vecinas de la villa no hallaban remedio a tanta desdicha y aún cuando se iban a los valles a dar a luz a los
frutos de su vientre, no bien tornaban con ellos a la Imperial como los perdían. Entre estas vecinas, ninguna como
la bellísima doña Leonor de Guzmán para morírsele sus hijos. Seis había tenido, que los seis habían muerto.
-¿Qué valen tesoros y comodidades si hijo no tenemos?-solía decir quejosa y desesperada doña Leonor a su
marido don Francisco Flores. Estos esposos, en verdad, gozaban de cuantiosas rentas: dos mil pesos de a ocho
reales cada semana, amén de otros cachivaches y otras gollorías y no recordamos que otras riquezas más.
¡Qué tiempos los pasados y como se han trocado! Ayer con tener tanto caudal en pesos del rey, era el límite de la
humana ambición, un chiquitín. Hoy con tener unas cuantas pesetas se creen ya las gentes con derecho a alzarse
hasta el quinto cielo. Don Francisco Flores sufría las mismas congojas; pero más sereno en sus pesares, solía
responderla suspirando:
—Conformarse hija mía, que ha de ser de Dios el no darnos herederos. Pero doña Leonor estaba inconsolable. ¿Ni
cómo había de resignarse a tamaño infortunio si otra vez sentía agitarse en su seno un nuevo niño? Esposo y
amigos la aconsejaban se fuera a los valles.
-No iré allí-rezongaba la acongojada dama-que tantas veces he ido y otras tantas de vuelta a la villa perdí mis
hijos. Parirlo a éste en Potosí es mi ánimo y Potosí se lo trague de nuevo, si así la voluntad de Dios es.
Es el caso que un día, estando de lo más afligida doña Leonor de Guzmán, entró a visitarla el Padre Prior de San
Agustín y notando su abatimiento, así la dijo:
-Dígame, doña Leonor ¿por qué han llorado esos ojos?
-Padre -respondió aquella-dolores son del alma que me agobian.
-Tanta es tu desdicha que al llanto acudes?
-Ah! si vuestra paternidad supiera la causa que me mata
-¿Qué es pues? Dilo, hija mía, que, con la intercesión de los santos, Dios suele poner enmienda. Satisfecha doña
Leonor, le contó el motivo de su aflicción el Prior la dijo:
-Qué poca almita te acompaña doña Leonor y qué poca fe. Encomiéndate a nuestro padre san Nicolás de Tolentino
y espera en Dios nuestro Señor que parirás con bien y te sobrevivirá el heredero.
Agradeció el consejo la afligida señora y prometió novenas y ricas ofrendas al santo, y llamarle Nicolasito al que
naciere y si hembra fuese, la cosa era lógica, llamarle Nicolasita. Aún no atino a figurarme cómo tendría que
componerse el señor de Tolentino con este empeño. A no ser santo.
Pero nuestro Padre san Nicolás de Tolentino no fue jamás de cáscara amarga, suspicaz ó resentido y al oir las
peticiones de doña Leonor, intercedió que el día de la Natividad del Señor, sintió la noble señora los dolores, fue
al lecho y allí dio a luz un niño, hermoso como el sol, sano, robusto y asombró a los vecinos: nació a los nueve
meses cabales, de pié, y sin indicio de salud afectada. Le pusieron de nombre, Nicolás, vivió lozano, fuerte y fue
el primer fruto de vientre que se logró de cuantos hasta entonces en Potosí nacieron.
De ocho años lo llevaron sus padres a Lima y allí, Nicolasito Flores, floreció en virtud y letras: doctor fue de la
Universidad y Regidor en aquel ilustre Cabildo.
Tan grande favor por doña Leonor alcanzado, se divulgó en todas partes. Desde entonces, cuanta dama potosina
quedaba embarazada ofrecía el fruto a San Nicolás. El santo la escuchaba y las cosas venían a pedir de boca.
Tanto se adiestró en el nuevo oficio San Nicolás que no erraba ningún nacimiento y todos los niños alcanzaban
vida y hubo en esos tiempos tal emjambre de Nicolasitos y Nicolasas. Y por tan irreprochablemente histórico
todo lo de la nicolasería, que si se ha de recorrer documentos de esa época, no bien se dice potosino, sino Nicolás.
¿Y no tenía su razón la viejecita doña Engracia en reírse de médicos mencionando tan sólo las excelencias de
nuestro Padre Nicolás de Tolentino el Santo Niñero de Potosí?
I.M. CAMACHO
Diciembre 6 del 87.
FRAY BERNEDO
«Reza muchacha, no te mire fray Bernedo”. Decían las mamás a sus pimpollos, allá en la Villa Imperial de Potosí,
por esos años en que Dios guardaba la vida del rey España, don Felipe IV. Y las mozuelas al oir tal encargo volvían
instintivamente la vista atrás, como quien a la vez anhela y teme encontrarse con los ojos de algún atisbador.
¡Es que Fray Bernedo, cuando estuvo sobre la tierra, miraba a los diablos! y si el lector pone en esta verdad duda,
vaya a preguntárselo a don Bartolomé Martínez y Vela, autor de los Anales de la Villa Imperial de Potosí, y si
tiempo no tiene para hacerlo, prosiga esta lectura.
Dice, pues, el susodicho cronista que en 1601 llegó de España a Potosí el siervo de Dios fray Vicente Bernedo,
religioso de nuestro Padre santo Domingo y asombro de virtudes. Era el bendito una cosa así como Santo, si tal no
lo era, pues tenía la doble vista, esta que nosotros poseemos y la otra con que se mira a los espíritus y toda esa
gente que dizque en el mundo habita. En las edades que atravesamos ya no hay de estos mirones, quizá porque
también ya no se habla de aquellos espíritus con lenguas, astas, uñas puntiagudas, rabillo enroscado y olor a
azufre.
Fray Bernedo asistía, pues, en el convento de Santo Domingo, cuando a Potosí llegó tenía fray Bernedo 18 años
exactos; así que fue en Potosí donde el leguito se dio a los misticismos y fueron esos fríos aires los que le dieron
tal virtud en el airecillo de Potosí se mantiene intacta todavía, infundiendo a sus habitantes amor patrio, valor
civil y juicio recto, cosas por cierto de dar envidia. Según lo dije ya, fray Bernedo solía ver a los diablos. Y como
lo cuenta Martínez y Vela, estos animalitos le hacían el mismo efecto que las cosquillas: fray Vicente soltaba la
risa a carcajadas y esté o no en solemnes ceremonias, tenía que apretarse la barriga con ambas manos: no fuera
que sin esta precaución se desternillase o reventase.
En un día del año del Señor de 1610 fue fray Bernedo acompañando a otros religiosos al oficio del Cabildo, con
cierta diligencia. El Cabildo que estaba situado en la que se llamaba plaza del Regocijo y que hasta hoy es con ese
nombre conocida, por los Potosinos, era lugar poblado por toda suerte de clientes, pues, siendo Potosí pueblo
minero, sobraban pleitos y querellas.
Nuestro fray, llegando al cabildo y como viese que a él acudían los escribanos, se salió de la moderación; olvidó el
recogimiento y con una espontaneidad y franqueza que daba gusto, se echó a reir con tales extremos que fue
motivo de general extrañeza y de no escasos murmullos. Los religiosos se santiguaron confundidos y hubo uno que
le dio un pellizco al pobre lego en aquella parte, que así nomás no se nombran.
—¿De qué os habéis reído hasta escandalizar al Cabildo y ponernos bajo tan mal predicamento? — así le dijo el
Superior una vez de vuelta en el convento.
-Perdone, su reverencia-respondió el lego reilón; -motivo fue que vi entrar al Cabildo tanta multitud de demonios
tras los escribanos y con tal prisa, que se cayeron unos sobre otros.
Otra vez, en 1615, fray Bernedo ayudaba a la misa al Prior y a punto de alzar la hostia, de improviso, sin ocasión,
a lo que parecía, se echó a reir comenzando por una estrepitosa carcajada. Feligreses y Prior rezaron largos
credos para no verse involucrados en el pecado de tamaña irreverencia. Acabada la misa, el P. Prior entró a la
sacristía con el siervo de Dios y le ordenó que dijese la causa de tan estupenda alegría.
-Sabrá, vuestra paternidad -repuso el lego que, en vez de oír la misa, dos mujeres, estaban conversando
divertidamente y cerca de ellas, un demonio escribía a gran prisa en un pergamino aquello que las mujeres decían.
-Líbrenme de ello María Santísima y la corte celestial -replicó Fray Bernedo; -que no está allí el nudo, sino en que
faltándole el pergamino al demonio y no dejando las mujeres de hablar, cogió por el un cabo de la pieza con los
dientes y por el otro con las dos manos y tan grande tirón diera por alagarlo que se rompió el pergamino y fue de
espaldas el Lucifer al suelo. Porrazo igual en mi vida he visto.
En otra ocasión (pero esto ya no lo cuenta don Bartolomé Martínez y Vela) llamaban las campanas del convento a
la misa mayor y fray Bernedo que estaba en el atrio tomando el sol, como es uso cuando se siente frío, vio venir a
una dama de fuste, cual sólo Potosí pudo y supo tener: saya de a doscientos pesos de a ocho reales la vara, jubón
con pedrerías, chapines con tachuelas de oro, digo pues, una potosina del partido de los vascongados, una de esas
Nicolasitas de gran calibre, a quien cautivara y redujera el principal de aquel bando, con el brillo de su espada,
con la fama de su coraje y con el peso de los marcos de plata de que era pródigo.
La dama al caminar hacía sonar hasta los fustanes, estaba tan pagada de sí, que no envidiaría a la más pintiparada
minera de su época. Pero fray Bernedo la miraba... Erase por el mes de febrero y en Potosí, desde que nuestro
padre San Agustín fue constituido en patrón de la villa solía llover a cántaros. En la víspera de aquel día que lo
traemos a cuento había llovido y en las calles se habían formado charcos, fangos y otras humedades. La dama
topó pues delante del atrio con un barrizal y confiando en la agilidad de sus piececitos se levantó con coquetería
las faldas de su saya y tras, tras, pegó un salto más mono y tentador que Fray Bernedo que la miraba, soltó al
mismo tiempo una gruesa, sonora, interminable carcajada.
La dama lo notó, muy disgustada, roja de rubor y de enfado, se le encaró al fraile y le dijo:
- ¿Decidme, señor lego, miraron vuestros ojos agravio alguno a la honestidad y al recato cuando yo saltaba el
charco?
Pero qué había de responder el lego Fray Vicentito, se reía mucho más sin desprender la vista del fango.
-Cuenta el monaguillo mal enfrenado-prosiguió en tono amenazador
y exaltándose más y más la dama- dijo haré que os lo requiera el Prior y entonces sabréis reir sorbiendo lo que
lloréis... Pero el lego no daba tregua a la risa.
-Queréis acaso decirme con vuestras estúpidas risotadas que os lucí vergüenzas, lego embustero y sarna del
convento.
Esta vez el lego, ríe que ríe, se limitó a extender la mano y apuntar con el índice el barrizal. Amoscada como
nunca la criolla, a quien le dolió más que se le rieran más que lo que hubieran visto, cogió del cerquillo al lego y
le estrechó a responder.
La pregunta así accionada, era ejecutiva. Paró la risa a fray Bernedo y una vez repuesto exclamó señalando
siempre al charco.
-¡Cómo sale tan embadurnado!
Y volvió a la risa.
La dama creyó loco a Fray Bernedo y aun cuando no le creyese, manifestó hallarlo tal y lo abandonó, procurando
ganar de una vez las puertas del templo. Unos gordos religiosos del convento que habían sido testigos de la
escena, acercándose a fray Bernedo le preguntaron:
-Qué dimes y diretes fueron esos y cuál fue el pleito, fray Vicente, con esa señora?
El siervo de Dios, que diera por fin remate a su risa, explicó la causa:
-Nunca me dieron, como ahora, tal hartazgo de buen humor estos pícaros demonios. Figúrense que uno de estos
se venía sentado como en carretela en las colas de la saya de esa dama. Ni bien ella saltó aquel fango, el demonio
que estaría desprevenido, sin duda, cayó en él patas arriba y tanto se enredó en su propio rabo que en balde
pugnó mucho rato por reponerse. Cuando salió volvía a caer y otra vez y otra, quedando embadurnado.
En 1619, pasó a gozar de la vida eterna y no contando sino 57 años, este bendito siervo de Dios. Estuvo su
bendito cadáver en la Iglesia de Predicadores, o de Santo Domingo o de la Compañía mayor, que con todos estos
nombres fue la suya conocida y estuvo entero, tratable y oloroso, obrando innumerables milagros con los
moradores de Potosí.
Vaya la historia de uno sólo, en gracia de estos recuerdos. En 1661 un delincuente perseguido por el corregidor
Sarmiento, corrió a pedir asilo a la Iglesia de Santo Domingo. El sacristán, a quien movió la compasión se dio
trazas, en su apuro, para meterlo en una urna y colocarlo en la sacristía en lugar del cadáver de Fray Bernedo
al cual lo mudó a otra caja.
Hoy por hoy, no se conseguiría un fray Bernedo ni para remedio. ¡Qué de cosas no viera el siervo de Dios con sólo
abrir los ojos y darse una vueltecita por estos lugares!
¡Quizá viera que el demonio ya no camina suelto porque ha visto que se está con más comodidad y menos expuesto
a percances, metido en el cuerpo y posesionado del corazón de los mortales!
J.M. Camacho
EL CRISTO DE SAN LORENZO
I
En la parroquia de San Lorenzo de Potosí se veneraba la imagen de un Santo Cristo de madera, de gran tamaño y
era una de las efijes más antigua de aquella grande, opulenta y espléndida ciudad.
Corría el año de 1688 y gobernaba la Imperial Villa, el General don Pedro Luis Enríquez, conde de Canillas de
Torneros y Caballero de la orden de Calatrava, hombre benigno, cortés, virtuoso y de muy estimables prendas,
según lo afirma Martínez Vela, en su obra “Anales de la Villa Imperial de Potosí”.
En esta época, dice el referido autor que gozó Potosí de muchos siervos de Dios, dignos de perpetua memoria, por
sus esclarecidas virtudes; sobresaliendo entre ellos, el Padre Felipe Albízuri, de la Compañía de Jesús, a quien
por su sabiduría y virtud, lo llamaban el Apóstol de Potosí; Fray Juan de los Ríos, Fray Pedro de Ulloa y Fray
Pedro de Santo Domingo, de la orden de Predicadores; el Padre Juan de Zereceda, Rector de la Compañía de
Jesús; el presbítero Juan de San José; Fray José Weld, de la orden de San Francisco; la Madre Josefa de
Jesús, abadesa y fundadora del Convento de Carmelitas; la sierva de Dios, Juana de Chirinos y el Presbítero
Francisco Aguirre que murió en el referido año de 1688, después de haberse consagrado a la práctica de la virtud
y haber asombrado por sus penitencias.
II
El clérigo Aguirre, uno de los hombres más ricos de la riquísima Villa Imperial de Potosí, había sido en su
juventud, uno de los más galanes y profanos que escandalizaban con su conducta a la imperial ciudad. Era tal su
profanidad, dice la crónica, que siempre vestía sotana y manteo de las más ricas y costosas sedas, felpas y rasos,
armadores de finísimas telas, coletos bordados de oro; era tal la fragancia que los perfumes de sus ropas
despedían; que se sentía a más de una cuadra de distancia.
Estando en la flor de su edad y en su mayor lucimiento, olvidando a Dios, tenía toda su voluntad entregada a una
bizarra y bellísima dama, a quien amaba con delirio. Prescindiendo de esta falta era don Francisco un hombre muy
caritativo, instruido, inteligente, de excelente carácter y magnánimo corazón. Un día le sucedió a la dama un
mortal accidente que puso en peligro su vida. Don Francisco no dejó en la ciudad médico ni medicina que no la
trajese, pero nada le aprovechaba y la enfermedad hacia rápidos progresos.
Cuando los médicos, después de una larga consulta, declararon que ya no había remedio y que la dama se moría,
salió desesperado y al pasar por frente a la iglesia de San Lorenzo, se le ocurrió pedir a Dios por el alivio de
aquella mujer a quien frenéticamente amaba. Entró en la iglesia, que estaba solitaria, y arrodillándose al pie del
altar, pedía fervorosamente a la imagen del Santo Cristo por la salud de la dama enferma, cuando, en lo más
ferviente de sus ruegos, pareció que se movían los labios de la sagrada imagen y oyó una voz que, como saliendo
de la divina boca, le decía: «Francisco, como tú sanes del alma, ella sanará del cuerpo».
Profundamente impresionado y cubierto de llanto la faz, se echó por tierra el hasta entonces enamorado y con
verdadero dolor de su corazón y poseído de sincero arrepentimiento pidió perdón al Señor por las ofensas que le
había inferido y saliendo de la iglesia, se dirigió a su casa, todo arrepentido; distribuyó sus riquezas entre los
pobres y dos días después, se retiró a vivir en una de las celdas de la iglesia de Jerusalén, donde permaneció
hasta su muerte, vestido de tosco sayal, consagrado a la práctica de las virtudes y haciendo las más severas
penitencias.
La dama se alivió; pero no volvió a ver a su galán. El cadáver del clérigo Aguirre fue sepultado en la misma iglesia
de Jerusalén y escribió su vida que es realmente la de un santo, el padre jesuita Pedro López Pallares que fue
confesor suyo.
Corría el año de 1645 y gobernaba la opulenta Villa Imperial de Potosí el General Juan Vázquez de Acuña,
caballero de la orden de Calatrava.
Entre los amigos del gobernador, había un joven español de noble cuna, clara inteligencia y gran fortuna: el mismo
que cortejaba a una bella señorita potosina de antecedentes en nada inferiores a los suyos.
Existía entre ambos jóvenes palabra de casamiento; compromiso que en aquellos tiempos se respetaba tanto como
el juramento y que nadie podía violar impunemente, como sucede ahora. Trato de matrimonio en tiempo de
nuestros abuelos, era lo más serio del mundo, y era rarísimo e imperdonable el caso de que un novio, como
acontece con muchos en nuestros días, faltara a su palabra y dejara a la novia, a la luna de Valencia y más fresca
que una lechuga.
Sin embargo, así lo hizo nuestro enamorado galán, y el día menos pensado por la dama, sin decirla ahí quedan las
llaves, se casó con otra. Y aquí parece terminada esta vieja historia que con frecuencia se repite en todas
partes, no sólo en Potosí. Pero la presente no terminó en el consabido matrimonio, como acaban tantas novelas.
La desairada novia ardió en celos y en indignación y juró en sus adentros vengarse del pérfido que tan cruelmente
la engañara y tan en ridículo la pusiera. Había pasado algún tiempo, cuando una noche en que el joven se hallaba en
un mesón charlando y bebiendo con entusiasmo entre varios camaradas, disfrazada de hombre, penetró en él la
engañada novia y sin ser notada, arrojó una buena dosis de veneno en la copa de su antiguo amante, saliéndose
luego del mesón.
Pocas horas después, el infortunado joven era cadáver, habiendo pagado con la vida, la violación de su palabra y el
perjurio de sus amores. La Justicia practicó desde el momento, las más serias y activas diligencias, pero
inútilmente; pues no le fue posible descubrir al asesino. Al día siguiente, el cuerpo del envenenado se sepultaba,
en una de las naves de la iglesia Matriz, en la cual, desde esa noche se oyeron ruidos terribles, todas las noches
de las diez adelante, espantando a los sacristanes y hasta a los transeuntes que aseguraban que el alma del
envenenado penaba allí.
Los ruidos continuaban todas las noches, hasta que en una de ellas, un clérigo guapo que si no tenía miedo a los
vivos menos lo tenía a los muertos, resolvió afrontar la situación. A las ocho de la noche se ocultó con gran
cautela en un confesonario, de la Matriz, resuelto a descubrir el origen de aquellos ruidos nocturnos que ya traían
tan asustados no sólo a los sacristanes y los vecinos de aquel barrio, sino a los de toda la Imperial y opulenta
Villa.
El clérigo permanecía quieto y en el más absoluto silencio dentro del confesonario, cuando, a poco de las diez de
la noche, oyó un leve ruido y vio salir detrás de uno de los altares, una enlutada que con paso lento se dirigió al
sitio donde estaba sepultado el cuerpo del envenenado, removió el sepulcro, sacó el cadáver del ataúd y
abriéndole el pecho con un puñal, le extrajo el corazón que después de contemplarlo largo rato en sus manos, le
punzó repetidas veces con la punta del toledano puñal que llevaba y estrujándolo con los dientes, comió un pedazo
de él, volviendo después a colocarlo en el pecho del cadáver que otra vez encerró en su tumba. Cuando después de
concluida tan terrible y antropófaga operación, la enlutada se disponía a salir del templo por una claraboya, el
clérigo que lo había comprendido todo, salió del confesonario y dio un grito, señal convenida con dos sacristanes y
dos agentes de la Justicia, saliendo de la sacristía, donde más muertos que vivos de susto, estaban apostados, se
apoderaron de la burlada amante, de la envenenadora del novio traidor; que ésta y no otra era la enlutada a quien
desde ese momento, llamó el pueblo la Sonko miccuc, que en quechua quiere decir: la come corazón.
Potosí, la Imperial Villa de Felipe II, ofrece a la consideración de propios y extraños, dos aspectos distintos,
excepcionalmente fecundos, que constituyen su riqueza: sus minas y sus tradiciones. De las primeras nada nuevo
tenemos que decir, porque hace ya tres siglos y medio que la fama divulgó, hasta en los más remotos países del
globo, la noticia de sus poderosas entrañas, de sus finísimos metales e incalculables riquezas, aglomeradas allí
como a porfía. Y tanto que el inmortal Cervantes, no pudo menos que hacer mención de Potosí, en su monumental
obra, Don Quijote, legítimo orgullo de la literatura española. Las segundas pertenecen todavía casi intactas,
esperando talvez mejores tiempos para salir a luz, paulatinamente, cuando Potosí tenga como Lima su Ricardo
Palma o como el Cuzco, su Clorinda Matto de Turner.
Bastará recoger sus tradiciones, dispersas, para que por sí solas, formen el mejor florón de la literatura
boliviana. Pero no se diga que ese valioso tesoro literario permanece oculto del todo, entre las frígidas alturas
que rodean la ciudad; porque, si bien, algo se ha escrito sobre la pasada grandeza del afamado mineral, ha
ocurrido que muchas de sus tradiciones aparecen figurando en otras Repúblicas de Sur América como cosa
propia; con lo cual dicho queda, que no solo están expuestas al robo las riquezas materiales, sino también las
literarias, para engalanarse a costa ajena y relatar maravillosas tradiciones, arrebatadas a su legítimo dueño.
II
Dejemos ahora en paz a los ingenieros y charlatanes, ocupados en borronear papel, pintando planos; no pensemos
en los proyectos de los empresarios sin plata, preocupados siempre con las sociedades anónimas; ni en los
dividendos de los pobres accionistas; ni en los que lloran sus cuotas perdidas; ni en los juegos de bolsa,
esquilmadores de bolsillo; ni en los administradores que hacen negocios por su cuenta y que mienten una vez, para
comprar acciones baratas y vuelven a mentir para realizarlas a precios fabulosos; no pensemos ni en los demás
empleados, barreteros y todo ese enjambre de mineros, que viven acariciando la idea de retener diamantes entre
sus múltiples bolsillos, algunas libras de metal, y sigamos haciendo nuestras calicatas sobre las vetas literarias,
trabajando a planes y con algunos recortes laterales; sin que nos asalte el temor de que se nos agüe el socavón, o
sin que para ello tengamos que ocurrir a la autoridad, solicitándolas por hectáreas, ni señalando el punto de
partida, ni los colindantes o pidiendo las demasías, publicando los pedimentos, ni armando pleito con los vecinos
por un metro más o un metro menos; que todo esto, es indudablemente más barato y no hay peligro de quedarse
en la calle.
III
En una de las naves de la sin par Iglesia Matriz de Potosí, existe, casi olvidada del Cura y del sacristán y hasta de
los acólitos, una Imagen de la Virgen de Candelaria, con la cabeza inclinada hacia el hombro derecho, en ademán
pensativo, que a fuerza de verla, nadie para mientes en ella, pero que así, empolvada y medio harapienta, vale un
Potosí, porque dio lugar a un suceso extraordinario del que nada dicen los cronistas de la Villa.
Ante todo, conviene recordar que los plateros de Potosí, eran primorosos en sus obras de filigrana de las que aun
quedan muchas muestras en la mayor parte de los Templos de la ciudad.
No se sabe quién era el Corregidor que gobernaba Potosí, en la época a que nos referimos; pero a juzgar por sus
bravatas, debió ser algún gallego. Lo cierto es que pocos días antes de la festividad de la Imagen, se le ocurrió al
Corregidor hacer el obsequio de un arco de plata que debería estrenarse en todo caso en la fiesta. Hizo llamar
con tal motivo al mejor platero y quieras o no quieras, le obligó a que trabajase el arco amenazándolo por vía de
estímulo con la horca.
El infeliz compró cuanta plata y cobre había menester; contrató mayor número de oficiales; tomó las dimensiones
del arco, como para que estuviese cabal y emprendió la obra a toda máquina, digo a todo fuelle; porque el plazo
era corto. La víspera de la fiesta, el arco ya estaba concluido y sólo faltaba asegurar las planchas sobre el
armazón de madera. Se hizo un ensayo para cerciorarse de la exactitud matemática de la obra, y el resultado fue
satisfactorio.
IV
Al día siguiente, un gentío inmenso llenaba desde las primeras horas de la mañana las anchurosas naves de la
Matriz; ansiosos como estaban todos, de presenciar la colocación del precioso arco y asistir a la fiesta de la
Iglesia. Pero ¡quién lo creyera! el arco salió pequeño y no pudo caber. Todos se miraron con ansiedad, el platero
estaba aturdido. El Corregidor zapateaba de cólera y creo que arrojaba espuma.
Los notables censuraban al operario y el Cura le echaba aspergeos y maldiciones, en castellano. No había remedio,
todo estaba perdido, hasta el honor. El Corregidor que bramaba de coraje y apostrofaba mejor que un sargento
de artillería, mandó a detener allí mismo al platero y que lo llevasen a la horca, ni cómo presentar siquiera un
escrito.
En tan duro trance, le ocurrió al desesperado artífice, arrodillarse a los pies de la Imagen e interrogarle de por
qué le jugaba tan mala partida. Rápido como si un rayo de luz hubiese alumbrado su mente, se levantó, tomó el
arco con ademán resuelto, lo colocó, en su sitio; y entonces la Imagen inclinó la cabeza a la derecha, para que
tuviese cabida el famoso arco, pasando sobre la corona y rematando las extremidades en la peana. Todos
quedaron estupefactos. El milagro estaba patente; y no había discusión. De hecho el platero quedó en libertad y
durante muchos días no se habló de otra cosa, que del milagro. De esto, no volvió aquel a tener tratos ni
contratos con los corregidores y tampoco ellos debieron haber tenido más bravatas con los del gremio que ya
saben a qué atenerse.
Desde aquella época, conserva la Imagen esa posición, algo incómoda; pero no se conserva el arco ni se tiene
noticias de su paradero. Si algún aficionado a la arqueología quisiera saberlo, échese a averiguar por esos mundos.
Durante la temporada que media entre el día de Jueves Santo y el de Corpus Cristi, llamada de los siete viernes,
muchos devotos, que por lo general, y salvo pocas excepciones, pertenecen a la clase obrera, acostumbran dar
veladas religiosas cada viernes, en varias Iglesias de la ciudad a las que concurren gentes de toda posición. Aún
las de la buena sociedad, como si las demás fuesen malas, no tienen a menos asistir y honrar con su presencia tan
piadosas reuniones.
Allí, en el templo se dispone expresamente un altar portátil, conteniendo un Santo-Cristo y las inseparables
imágenes de la Dolorosa y San Juan; contribuyendo a dar mayor realce la profusión de luces y flores artificiales.
En el coro, dejó oir, con ligeros inérvalos de descanso, las melancólicas notas del armonio. Las campanas, que en
esos días no se dan punto de reposo, atraen sin cesar la concurrencia. Los que pasan la velada se instalan,
regularmente, en una habitación contigua y allí obsequian a sus convidados con aloja o chicha.
—Suele acontecer que al cerrarse el día y con él la velada, una numerosa comitiva de gente, de poncho y rebozo,
acompaña hasta su casa a los de la fiesta, donde ya no se convida aloja, ocasionándose con frecuencia estupendas
borracheras y peleonas que ponen en idas y venidas a los gendarmes y comisarios de Policía cuando llegan a
saberlo.
II
De entre todas las Iglesias que por entonces abren sus puertas de par en par, descuella la de San Cristóbal, un
tanto apartada del centro de la ciudad; pero que en los buenos tiempos de Potosí, es decir, en el siglo XVII
ocupaba un lugar preferente en la Imperial Villa. Andando los años, Potosí ha caminado paulatinamente hacia el
Norte, donde hoy se está sin que piense ya en moverse a menos que sepamos. En la actualidad, sólo quedan
escombros de la grandeza pasada de Potosí que en 1545 fundaron a la ligera los afortunados mineros Villarroel,
Cotamitos y Zenteno.
Calles estrechas, tortuosas y mal empedradas; plazoletas de mezquina apariencia; casas arruinadas; solares
baldíos y numerosos Templos, sucios y desmantelados, acusando la incuria de los Párrocos; son los testigos mudos
de esa población que albergaba ciento setenta mil almas a quienes alimentaron y enriquecieron los ubérrimos
filones de plata del memorable Cerro.
La Iglesia de San Cristóbal sobresale, pues, de este cuadro desolador que la rodea y allí se veneraban con
particular devoción, dos reliquias de la escultura del siglo XVI probablemente, y que no carecen de mérito
artístico: un Santo Cristo de dimensiones naturales y una imagen colosal de San Cristóbal, tal cual debió ser éste
cuando se propuso cruzar un caudaloso rio, llevando sobre los hombros un niño desconocido, quien por su excesivo
peso, le hizo proferir aquello de "Cristo me valga!" a lo que el supuesto niño, que era Jesús, le respondió:
"Cristóbal te llames". Sin duda por esta feliz circunstancia las jóvenes casaderas han hecho del Santo un seguro
intercesor para encontrar marido.
Así es que no hay soltera ni viuda que se encomiende de todo corazón a San Cristóbal, ni deje de concurrir cada
viernes de aquella temporada, aprovechando de que el Templo está abierto; lo cual no sucede en el resto del año.
Las mamás, que sospechan las laudables aspiraciones de sus hijas, tienen que condescender. Esas calles que en
cerca de diez meses permanecen solitarias se ven por entonces asediadas de gente que sube y baja como un
hormiguero porque San Cristóbal es milagroso y hace casar, en el improrrogable término de un año, a todas las
que buscan su media naranja dulce que después de que se vuelve limón agrio.
Los pollos, para quienes se presenta la ocasión de ver a sus adorados tormentos, dejan apresuradamente sus
quehaceres si los tienen y corren desalados cuesta arriba, camino de San Cristóbal, echando un palmo de lengua y
más empolvados que un carretonero; pero con los diminutos bigotes retorcidos en espiral, el pelo de la frente
perfectamente engomado y formando un gracioso gancho de romana, ajustado pantalón, a la moda, que dibuja las
formas y no les llega a media canilla; calzado con punta, imitación de cuernos y de remate el inseparable bastón,
más grueso que el cayado de un peregrino; aun cuando no hayan pisado en su vida los umbrales del colegio que para
usar bastón y enamorar no hay necesidad de haber estudiado ni ser bachiller.
III
Y para que el lector no se imagine que exagero traigo aquí a colación a siete hermanas legítimas de las que hoy
sólo vive una en el Monasterio del Carmen bastante anciana; pues de las otras, que hace años murieron, no se sabe
donde estarán. Pasan más de cincuenta años que las buenas y fervorosas hermanas velaban por turno cada viernes
al Señor de San Cristóbal con una constancia que jamás se desmintió. Y no se crea que las tales veladas eran agua
de cerrajas, sino cosa en regla. Pues señor todas ellas con excepción de la monja casaron y las que enviudaron se
volvieron a casar de cuyas resultas, han dejado numerosa descendencia en la que figuran hoy distinguidas
matronas y caballeros, como que aquellas pertenecían a lo más selecto y respetable de la sociedad potosina.
Excuso nombrarlas por no levantar polvareda entre sus hijos y nietos con este bien intencionado artículo.
En verdad, no es extraño que de tantos y tantas que en esa temporada suben a la Iglesia de San Cristóbal,
algunos se casen aquel año; con lo cual, cada vez se confirma la reputación que se le atribuye al Santo; que
hablando en plata, es un puro milagro, porque en estos tiempos de libertad, sólo don dinero hace milagros y las
que no lo tienen acuden a San Cristóbal.
IV
Refiere la tradición que entre las devotas más asiduas de éste figuraba, a mediados del siglo, una señora madre
de una preciosa y simpática niña de quince abriles que vivía en los barrios de San Cristóbal que por ser pobre no
encontraba novio, pues a juicio de quienes se casan con el dinero, es decir, con las que no lo tienen, el amor sin
plata es cosa antigua e indigesta ni más ni menos que comida de viernes sin sustancia. ¡Vaya! Cuando Esaú vendió
su primogenitura por un plato de lentejas quién no ha vender su mano por algunas bolsas de plata, aunque después
resulten vacías y salga lo del sueño del perro.
La buena madre se encomendaba de veras a San Cristóbal y permanecía las horas muertas al pie del altar,
rezando sin apercibirse que la gente se había marchado ya y que corría el riesgo de quedarse encerrada. En
cierta ocasión, se quedó dormida y el sacristán tuvo que despertarla, para que se retirase. Pero tanto se
repitieron estas escenas que el muy villano (no el Santo) trató de saber lo que pedía la Señora y se ocultó tras de
la imagen de San Cristóbal mientras aquella seguía rezando con la voz baja. Apercibido de los deseos de la mamá
que repetía sin cesar: mi chuncu, mi paloma, azucena, dale marido a mi pobre hija, respondió con entonación
solemne: cásala con quien sea. La Señora levantó la vista, miró por todas partes como si dudase todavía y como no
se vio a nadie, creyó que el Santo le había oído, por poco no se desmayó de puro gusto y corrió a dar la noticia que
la hija escuchó con desagrado. En vano fueron las protestas de la resabida que en sus adentros, tal vez esperaba
un joven guapo de veintidos años y rico.
No hubo remedio y la infeliz marchó a San Cristóbal en cuyo altar entregó la mano al venturoso apaga-velas. Pasó
un año y éste que no debía ser de buena masa, comenzó por permitirse algunas libertades y acabó por irse días
enteros con los amigos a una taberna y dio en buscar a las antiguas conocidas y no perdía fiesta donde no fuese el
primer convidado y se alzase la mona y llegase a casa hecho una bodega a sacudirle el polvo a la mujer propinarle
sus trompadas a la suegra y pisar el gato y despertar al recién nacido y alarmar al vecindario y hacer de las
suyas.
La suegra volvió en recurso de queja y le expuso a San Cristóbal sus razones. Más como éste no respondiese lo
llenó diciéndole en un arranque de cólera, como para exasperarlo: Santazo, manazas, patazas, hijo de un cuerno,
así como tu cara es mi yerno.
Se ignora lo que pasó después, pero se supone que el buen yerno diría para su capote: suegras ni de azúcar. El
hombre propone Dios dispone: El sacristán viene y lo descompone.
Así como suena; porque para generoso y amigo de socorrer necesitados y prodigar su fortuna y construir templos
y hacer el bien en todas partes no hubo otro en Potosí, en el siglo XVII, como el célebre millonario, natural de los
reinos de España, Dn. Antonio López de Quiroga a quien el pueblo por un capricho fácil de explicar quiso abreviar
el apellido para hacer consonante con Dios.
Que Quiróz era el hijo mimado de la fortuna lo decían sus innumerables minas y sus tesoros almacenados hasta el
techo en los enormes salones de su casa del Calicanto; Que era humilde, lo revelaba su trato familiar y su traje
sencillo; que era de conciencia recta, lo atestiguaba su numerosa servidumbre y todos los dependientes, incluso
los barreteros y los chivatos de sus minas a quienes jamás engañó un centavo. Que era caritativo, lo pregonaban
todas las familias pobres de Potosí, a quienes vestía y alimentaba diariamente; Que era profundamente religioso,
lo repetían los cuantiosos donativos a las Iglesias y la construcción, entre otros, del magnífico Colegio de San
Antonio de los Charcas.
Que alcanzó una larga vida, como premio a sus méritos, lo comprobaban sus cien y más años de edad; tanto que en
los últimos, sólo pudo mantenerse con leche de mujer. Y que fue el padre y benefactor de todos, lo decía la fama,
que ha sobrevivido hasta el presente; porque, en verdad, la casa de Quiroz, era el consuelo del pueblo y allí a
nadie se negaba un servicio. Con decir que después de Dios, la casa de Quiroz era la única esperanza positiva,
nada hay más que agregar. Para que no se diga que todo esto es una hipérbole, bastará traer a colación sus minas
del Cerro rico, Porco, Lipez, Aullagas, Oruro, Puno y otros asientos minerales.
Los mayordomos, no bajaban de 50; los beneficiadores de sus metales, eran 100; los indios que trabajaban en el
interior de sus minas, alcanzaban a 2.000. En su casa, gastaba semanalmente de 81 Muchachos que se emplean en
las minas. A 10,000 que así lo afirma el conocido cronista de la Villa, D. Bartolomé Martínez y Vela, el mismo que
refiere que cuando Quiroga o Quiroz, estuvo en Lima visitando al Virrey Conde de Lémus, le interrogó a uno de
los sirvientes de S. E., cuánto gastaba su señor, cada semana que aquél por exagerar que no dice la historia si era
andaluz, contestó muy ufano que en eso no tenía rival, pues no bajaban de 400 lo que respondió Quiroz: «yo gasto
los 400 pesos semanales tan sólo en velas de sebo.»
II
Quiroz llegó a Potosí, más pobre que un pelaire como llegaban todos a tentar fortuna; cuando murió, quedaron
buenos milloncitos para sus dos únicas hijas que como se sospecha, eran casadas ¡Bonita capellanía!
Lo mismo había llegado Sinteros que falleció en 1630, dejando 20 millones y no tenía herederos. Diego Quintana
que con dos agujas grandes que vendió a un real llegó a reunir andando el tiempo 40,000 que se los llevó a España.
Antonio Mansilla que con una mano de papel vendió en 1 $ alcanzó a tener en 14 años 300,000 $ que también
marcharon a la Península y Agustín González que llegó a Potosí, derecho a pedir limosna en calles y plazas, hasta
juntar un peso con el que compró del matadero una piel de toro que la transformó en coleto y se la vendió a un
valiente en 4 $ que los fue duplicando hasta tener pulpería y después tienda de comercio hasta completar
600,000 $ que se los llevó en efectivo. Domingo Ortiz que en un apuro por dinero, empeñó su espada por algunos
pesos que le sirvieron de base para reunir 30,000 $ que contados y sellados se los llevó a su tierra. Pongo aquí
punto final que la lista es más larga que las once mil vírgenes de Zaragoza y por ahora no dispongo de tiempo ni
me sobran ganas para seguir.
III
Por entonces alcanzó el sebo a un precio tan fabuloso que cada una se vendía de 35 a 40 $ que lo rescataban y
revendían los de este oficio por ser indispensable para las mechas que cargan los trabajadores en el interior de
las minas.
Un cabo de vela era un tesoro y muchos cabos una maravilla. Dice la tradición que una buena señora, madre de una
joven que no debía ser mala moza; pero que tenía el defecto insubsanable de ser pobre, no pudiendo casar a su
hija con ventaja apeló al consabido recurso de pedirle algo a Quiroz. Por desgracia, el momento que ella eligió
para presentarse al millonario fue el menos adecuado para pedir, pues apenas había cruzado los portales de la
casa cuando un ruido extraño que oyó en una galería inmediata la llenó de sobresalto y no pudo avanzar ni
retroceder.
Varios negros, esclavos de Quiroz, maniatados y colgados, se agitaban desesperadamente gritando todos en coro;
impotentes para resistir a la lluvia de palos y azotes que los mayorales descargaban sobre sus desnudos lomos.
Quiroz, en persona, dirigía la maniobra que de rato en rato suspendía para continuar sus averiguaciones que
interrumpían los ayes y sollozos de los unos mezclados con las lastimosas protestas de los otros. De nuevo
empezaban los azotes y el ruido de las cadenas, el crujir de los músculos, de los huesos, anegados en sangre.
Aquello era el Santo Oficio, aplicando el tormento a los herejes. El pacífico millonario convertido en un en otro
jesuita Nitardi. La pobre vieja, toda aterrorizada y temiendo quizá que también la colgasen, dio cara vuelta, pero
antes de salir la vio Quiroz y con voz ruda y alterada por la cólera, hizo venir a su presencia, creyéndola tal vez
cómplice para saber el motivo de su visita. La señora rompió en llanto y no pudiendo disimular su turbación le
confesó la verdad en dos palabras.
Para tranquilizarla, explicó Quiroz haber descubierto un robo considerable de cabos de velas que constituían el
sustento de muchos menesterosos, cada mañana iban a recogerlos para venderlos de allí a pocos pasos y que el
robo no era a él, sino a los pobres que así tenían segura la subsistencia.
-Y para que Ud. vea, agregó Quiroz, con cuánta razón he mandado castigar a estos bribones que están bien
pagados y todavía roban le regalo a Ud. todos los cabos de vela que encuentre en la casa.
Descolgaron a los negros y entre todos reunieron lo que habían robado. Pero cuál no sería su asombro cuando al
entrar en el almacén de materiales lo encontró rebosando de cabos de vela. Arroba por arroba, le fueron
entregando en sebo la dote de su hija y fue tal la cantidad que alcanzó a llevar que el mismo día se realizó el
negocio por 10,000$ al mejor postor.
Salió de allí la futura suegra bendiciendo a Quiroz y echando pestes contra los negros que a su parecer era poco
lo que habían sufrido. Cuando se supo que la muchacha tenía buena dote hubo interesados a porfía y serenatas
cada noche. Compró casa y puso en giro su capital, negociando con los cabos de vela que le llevaban otros y se casó
con el que ella quería. Cuántas veces, pensando a solas, no bendeciría los cabos de vela y diría para su capote;
Después de Dios, La casa de Quiroz.
AVES NOCTURNAS
Era doña Teresa de Jesús Hernando, una viuda que tenía muchos superlativos; era riquísima, tal vez la más rica
de la opulenta Villa Imperial de Potosí en los prósperos tiempos de nuestro señor, el rey hechizado, segundo
entre los Carlos. Era "nobilísima" porque sus abuelos iban hasta Gonzalo, llamado el gran Capitán, conquistador del
Perú, y sus maravillas. Era "orgullosísima" y en alto grado vanidosa, finalmente, es lo peor, era feísima, con lo que
se completan todas las exageraciones y cualidades contradictorias.
Si el rostro es feo y el alma hermosa, si el frasco es barro y la esencia ámbar, si la envoltura es tosca y lo
envuelto noble, entonces el fondo salta a la cara, el alma se refleja en los ojos, el entendimiento brilla en la
frente y la bondad se denuncia en la sonrisa de los labios. Pero raramente adunan talento y riqueza,
entendimiento y fortuna, fealdad y nobleza. Parece que el genio exigiera que se purgasen las necesidades.
"El hambre inspira" decían procurando embotar sus facultades intelectuales para evitar la conciencia. Fea y
buena, rara avis, fea con talento más comunmente: fea y envidiosa, la regla general. Mi señora doña Teresa de
Jesús Hernando, pese a sus pergaminos y sus talegos no era de esas feas que producen pasiones como Ana
Bolena, ni de las otras que deslumbran como Isabel de Inglaterra. Era de las feas que chocan a la vista, que
producen malestar, afianzan la castidad y traen a la memoria todas las creaciones maléficas, los malos augurios
tristes y las corazonadas tétricas y luctuosas. Porque era fea y envidiosa hasta el punto de ser enemiga mortal
de las hermosas, perseguidora viperina de las simpáticas y sombra fatídica de las frescas, lozanas y donairosas.
Habíase casado esta señora con uno de esos calaveras tronados de alta alcurnia que llegaban a la Villa sin más que
sus ejecutorias en el bolsillo y tapando con el hábito de Santiago de Calatrava, su hambre y sus vicios que en
cambio de buenos marcos de plata apechugaban sin escrúpulo con los siete pecados capitales y las mismas
hermanas harpías. Más, como doña Teresa de Jesús era peor que todo eso, el valiente marido sucumbió a los seis
años de infierno dejando dos vástagos que eran una verdadera maravilla de Dios. Feos como su madre y sin
conciencia como su padre, pues si a éste le dio infierno en vida a ésta le daban tormentos perpetuos esos dos
productos de aquel maridaje dichoso y codiciable. Pero eran riquísimos, inmensamente ricos y lo mismo en tiempo
del rey hechizado que en el del rey que rabió en estos tiempos de poderosísimos zoquetes, el dinero lo cubre
todo, lo facilita todo y lo abre todo, digo, estando cerrado y urgiendo la necesidad de abrirlo.
Traían revuelta la Villa con sus aventuras escandalosas y aunque el general don Pedro Luis Enríquez, conde de
Canillas Torneros, vigésimo tercero de los corregidores de Potosí, era hombre de hígados irritables, no había
sanción para ellos que compraban la justicia desde los corchetes hasta el alcalde mayor y los tenían sujetos a
unos por el interés y a los otros por el miedo.
Se decía además la doña Teresa, sobrina en segundas, nada menos que del ilustrísimo y excelentísimo señor don
Melchor de Liñan y Cisneros, arzobispo de Lima que antes lo fue de los Charcas y a la sazón de los 21º virreyes
del Perú, de suerte que era la doña Teresa, una nave boyante asegurada con cuatro áncoras.
No quedaba garito por recorrer, ni moza garrida por robar, ni paliza por aplicar, ni botillería por consumir, por
aquellos que eran a la vez manirrotos audaces y desalmados, teniendo siempre resguardo de jayanes y
perdonavidas. En todo tiempo las mariposas han acudido a la llama y las moscas a la miel. Llama y ardiente, miel y
muy dulce, era entonces la Villa con sus ochenta mil habitantes, sus numerosos templos, sus palacios y sus
revueltas, estrechas, innumerables callejuelas y su ribera, con paradas de ingenios que semejaban castillos
feudales, productos de la plata en pesadas y muy apretadas piñas. Allí se reunían cortesanas y comediantas,
gitanas y moriscas, hermosuras de todos los reinos de España, sin que faltasen criollas de moreno, aterciopelado
rostro, ojos y boca de fuego y formas de Venus y Galatea.
Las mascaradas y las danzas eran plato cotidiano. Moradas regiamente adornadas y radiantes de luces abrían sus
puertas durante la noche y los truhanes de coturno, los galanes de aventura, los tahures millonarios envueltos en
amplias capas, con el sombrero hasta los ojos y brillantes por dentro, de oro y pedrería, iban a estirar sus
miembros ateridos, al calor de los ricos braseros en cuyo fuego se quemaban odoríferas pastas y perfumes
fabricados para los antiguos harenes de Córdoba y Granada. En la calle de San Pedro, debajo de una imagen de la
Dolorosa, colocada en nicho empotrado en la pared, se abría un callejón tortuoso, polvoriento en los costados,
cenagoso en el centro, destinado a salidas ocultas y puertas de escape de las casas de poste y cadena de ambos
lados.
En el fondo de este callejón y casi oculta por las salientes y curvas de la pared, había una puertecita estrecha,
baja y forrada en cuero, como lo eran las de la menguada choza de los indios de mita. Esa puertecita daba a un
patio irregular, oscuro y en el ángulo más lejano otra puerta daba paso a una galería y ésta a una escalera que
terminaba en una antesala, medianamente arreglada después de la cual se hallaban las habitaciones y estancias en
que el lujo, el arte y la suntuosidad orientales, habían agotado sus tesoros más preciados.
Esa morada que pedía dioses, era el lugar de cita de los vicios. Allí se levantaba el altar al juego, allí se compraba
la fiebre y se vendía la conciencia; allí se buscaba perder la vida; allí el oro producía paraísos.
Una docena de mujeres hermosas de todos tipos y de diversos trajes pintorescos, dos sobresalían entre ellas;
eran dos criollas lindas, llenas de gracias y de atractivos, raras y lujosas en el vestir, difíciles de contentar y de
las más pródigas en desdeñar. Eran inseparables, eran una alma en dos cuerpos, un demonio en dos poseídas.
Nunca se les vio de día en parte alguna; nadie conocía su procedencia; pero eran el astro de las tinieblas y sólo
brillaban después de puesto el sol. Se las conocía únicamente por las Aves nocturnas.
Inútil es decir que eran los asiduos concurrentes a esos cultos nocturnos y que tanto como eran odiados, les
rendían tributo de bajeza y homenaje de terror todos los demás, con excepción de las Aves nocturnas que los
miraban con el más soberano desprecio. Promesas y amenaza toda era inútil. Regalos regios enviados, regalos
regios devueltos; humillaciones por carcajadas; caricias alcanzadas por la fuerza a precio de soberbios
bofetones. Venía el caso de los recursos desesperados. Los raptos, los bebedizos, los narcóticos. En la misma ya
citada casa, había como en toda estancia dudosa, pasadizos abiertos en el grueso de los muros para escapatorias;
cuevas, sótanos y galerías subterráneas. El verdugo y la hoguera, tan activos y celosos entonces exigían tales
precauciones. En nombre del rey y del santo oficio no quedaba puerta cerrada, ni reja entornada y no siempre el
dinero, que era el aceite en esos tiempos, bastaba adormecer los instintos del despotismo.
Entre los sótanos más ocultos había una sala destinada a depósito de robos vivientes, de doncellas arrebatadas al
hogar honrado. Su maciza y cerrada puerta no se abría sino por fuera y se cerraba solamente de golpe. El alcalde
de esta prisión oculta era una especie de racimo de horca escapado de galeras, feroz y ambicioso.
Le ayudaba en sus faenas una moza bien plantada, doncella de oficio y festines de aquel palacio encantado. El oro
había corrido a raudales por las manos de esa pareja abominable y el bebedizo había caído gota a gota en la
dorada copa de las encantadoras y descuidadas Aves nocturnas.
Un invencible sueño había cerrado sus párpados y en el sopor se imaginaban llevadas a través de largos, húmedos
y fríos pasadizos, depositadas sobre bancos mullidos por almohadones, mientras los repugnantes rostros de los
dos sátiros sonreían con la expresión de Satán y sus horribles bocas tocaban sus delicados labios...
¡Cuán dolorosas debieron ser las realidades de ese sueño! Al despertar se miraron entre sí y se comprendieron.
La venganza en la muerte y la muerte en la venganza. Esa fue su resolución heroica y antes de que sus raptores
pudieran impedirlo, saltaron sobre el guardián que en ese momento mantenía con una mano la puerta abierta y con
la otra una linterna para alumbrar a los cuatro personajes de esta historia y arrastrándolo hacia adentro,
empujaron la puerta que se entornó, ajustó y cerró, pesada y muda como la losa del sepulcro...
Mi señora doña Teresa hizo demoler medio Potosí, buscando a sus dos vástagos: logró meter en la cárcel del
santo oficio a las sacerdotisas del altar de San Pedro, más por odio a su belleza que por instinto de su indirecta
culpabilidad y reventó de ira, al caer enferma y saber que a su muerte sus riquezas pasarían todas a la caja de
nuestro señor y amo el nuevo rey don Felipe V, nieto del rey de Francia e hijo del serenísimo Delfín que Dios
guarde...
En las niñeces del que escribe estas crónicas de su tierra querida, aún se refería la historia y se señalaba la
callejuela de las Aves Nocturnas.
J. L. JAIMES
(Brocha Gorda)