Capitulo de Libro - Ana Celis

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El papel de la relación terapéutica en el proceso de la

intervención psicoterapéutica
Ana María Celis Márquez
Psicóloga – Universidad del Magdalena
Contacto: anacelismm@unimagdalena.edu.co

Resumen
En un proceso de intervención psicoterapéutica, las herramientas conceptuales y técnicas
propias de los diversos enfoques teórico-metodológicos en Psicología, por si solas, no
garantizan el éxito en psicoterapia. Gran parte del cambio psicológico en el paciente está
determinado por el tipo de relación establecida entre el paciente y el terapeuta. Es por ello que
en el presente documento se exploran los antecedentes relacionados con el concepto de relación
y alianza terapéutica junto con sus efectos en el proceso de intervención. Además, se recopilan
consideraciones en torno a la forma de establecer una relación terapéutica positiva.
Palabras clave: Relación Terapéutica, Alianza terapéutica, Psicoterapia, Terapia Cognitiva

Abstract
In a psychotherapeutic intervention process, the conceptual and technical tools of the various
theoretical-methodological approaches in Psychology, by themselves, do not guarantee success
in psychotherapy. Much of the psychological change in the patient is determined by the type of
relationship established between the patient and the therapist. That is why this document
explores the antecedents related to the concept of relationship and therapeutic alliance along
with its effects on the intervention process. In addition, considerations are collected about how
to establish a positive therapeutic relationship.
Keywords: Therapeutic Relationship, Therapeutic Alliance, Psychotherapy, Cognitive Therapy

Introducción
Llevar a cabo una intervención Psicoterapéutica demanda que los profesionales en salud mental
se ciñan, de manera previa, a un proceso de formación y fundamentación que les permita adquirir
la capacitación metodológica y técnica para el ejercicio disciplinar. Existen múltiples planes de
formación en postgrados, así como numerosos avances teóricos e investigaciones procedentes de
distintas corrientes y enfoques que han contribuido en el desarrollo de marcos de referencia
técnica, teórica y metodológica, poniendo a disposición de las profesionales nuevas y cada vez
más eficaces formas de intervenir problemáticas en salud mental (Moncada & Kühne, 2003).
En este sentido, en lo que a intervención terapéutica respecta, uno de los principales
objetivos de los investigadores se ha orientado hacia el desarrollo de técnicas, instrumentos o
métodos que faciliten el ejercicio de la Psicoterapia y brinden una mayor eficacia (Chambres &
Hollon, 1998, citados por Moncada y Kühne, 2003). Además de avances en el aspecto técnico,
dichas investigaciones han puesto de manifiesto el papel clave que juega la relación terapéutica
en los procesos de intervención, la cual, en palabras de Safran (1994, citado por Romero,
Bejarano & Álvarez, 2000, en Santibáñez et al., 2008) determina en mayor medida el cambio
psicológico en el individuo, en comparación con las técnicas propias del enfoque teórico
utilizado e incluso, resalta que elementos asociados a la relación terapéutica son los responsables
del 45% del éxito en la terapia psicológica y, en cambio, los factores atribuibles a aspectos
técnicos del enfoque teórico-metodológico, explican el 15% del éxito terapéutico.
De esta manera, la cualidad de la relación existente entre diada paciente-terapeuta y su
impacto en la mejoría del paciente, es un campo al que se le ha venido prestando gran interés
desde el surgimiento de los tratamientos psicológicos para alteraciones de la Salud Mental
(Betancur, Ortiz y Saldarriaga, 2019). Sigmund Freud en sus escritos ya resaltaba las vicisitudes
que surgían en el marco de la relación terapeuta-paciente, al hablar de transferencia y
contratransferencia, además de Carl Rogers, quien ponía de manifiesto la importancia de la
empatía por parte del terapeuta, así como la disposición de fundamentar la interacción en la
calidez, aceptación y congruencia, entendiendo al paciente como un sujeto merecedor de
dignidad e intentando comprenderle desde su marco de referencia (Santibáñez et al, 2008;
Arango & Moreno, 2009).
Se evidencia entonces que independientemente del enfoque teórico al que se ciña el
terapeuta y las disposiciones metodológicas que dicho enfoque plantee, las personalidades de los
implicados en la relación terapéutica; desde el ejercicio de sus roles, juegan un papel
determinante en la mejoría del paciente. Por tanto; sirviéndose de una consulta y revisión de
diversas fuentes bibliográficas, el presente texto se explorará los antecedentes y principales
referentes teóricos en torno al desarrollo del concepto de relación terapéutica, su influencia en el
proceso de intervención y los aspectos que se deben tener en cuenta para favorecer el
establecimiento de una buena relación terapéutica.

Antecedentes y desarrollo teórico


Unos de los primeros esbozos al estudio de la relación terapéutica, fueron los
planteamientos procedentes del Psicoanálisis en cabeza de Sigmund Freud, quien acuñó los
términos de transferencia y contratrasferencia. El primero, en palabras de Laplanche y Pontalis
(1968, citado por Ruíz, 2013) refiere a una repetición de patrones relacionales infantiles por parte
del paciente que son actualizadas sobre el terapeuta. Puede hablarse de transferencia positiva
como la movilización de sentimientos de afecto y amistad desde el paciente hacia el terapeuta.
También se ha empleado el termino transferencia positiva erotizada, que a nivel practico tiene
efectos contrarios al entorpecer el proceso asociativo del analizado, además del concepto de
transferencia negativa, que consiste en la irrupción de sentimientos de hostilidad dirigidos hacia
el terapeuta.
Pese al consenso o no sobre lo que remiten estos términos propios del psicoanálisis, se
resalta el naciente interés sobre la forma de establecer el vínculo en la relación terapeuta-paciente
más allá del método terapéutico utilizado. Tendencia que se mantuvo en trabajos posteriores
tanto desde el Psicoanálisis como desde otros enfoques teóricos. Diversas escuelas del
pensamiento Psicológico han incorporado el concepto de relación o alianza terapéutica, aunque
tomando distancia con las nociones de transferencia proporcionadas por el enfoque
psicoanalítico y corrientes psicodinámicas (Corbella & Botella, 2003).
Uno de los autores que realizó sus aportes teniendo como base principal las características
de la relación que se establece entre las dos partes implicadas de cualquier proceso terapéutico,
fue Carl Rogers y en su figura, toda la escuela humanista (Arango & Moreno, 2009). Según
Corbella y Botella (2003) las premisas de la psicoterapia desde el modelo humanista
comprendían a) la empatía, b) congruencia y c) la aceptación incondicional al cliente. Dichas
premisas son aspectos claves para el establecimiento de una óptima relación terapéutica
(Santibáñez et al., 2008). La disposición del terapeuta a ser comprensivo, empático y mostrar
confianza hacia su cliente, contribuyen a que este, a su vez, tenga mayor confianza en su
terapeuta, lo que media de manera positiva para obtener buenos resultado en el proceso de
cambio psicológico (Corbella & Botella, 2003; Safran & Muran, 2005).
Como se señaló anteriormente, uno de los aspectos resaltados por Rogers fue la confianza
en la relación terapéutica y en concordancia con esa misma línea se encuentran los
planteamientos de Bandura respecto a la autoeficacia. En un proceso terapéutico, la percepción y
confianza del paciente sobre su grado de eficacia es crucial para lograr buenos resultados. Por un
lado, el éxito de las técnicas empleadas en psicoterapia ayuda en el aumento de la eficacia
percibida del paciente al tiempo que la actitud del terapeuta y la confianza que este transmita
sobre la capacidad potencial del paciente para resolver sus dificultades contribuye en la
motivación e implicación del paciente en su proceso, favoreciendo así la obtención de resultados
y fortaleciendo en vínculo con el terapeuta (Santibáñez et al., 2008; Pereyra et al., 2018).
Ahora, desde el modelo cognitivo la relación terapéutica se asume como un elemento
nuclear del proceso terapéutico (Corbella & Botella, 2003). Según Beck (1983) cualquier
proceso de intervención Psicoterapéutica se da en el marco de una relación interpersonal.
Independientemente de cuáles técnicas emplee el terapeuta, el modo en que las use, resulta
crucial en la tinción que tome la relación terapéutica. Por ello, Beck (1983) señala aspectos
importantes para el óptimo establecimiento de esta, entre los que se destaca el interesarse
sinceramente por el paciente y adoptar una actitud cálida, empática y honesta con él. Pese a que
Beck no dedicó una investigación exhaustiva a la relación terapéutica, siempre resaltó la
importancia de favorecer un vínculo positivo entre el paciente y el terapeuta, respetando las
distancias entre los roles (Gómez, 2010).
En contraste, desde la vertiente conductual clásica no se le adjudicaba gran importancia a
la relación terapéutica, puesto que este modelo enfatizaba en la capacidad técnica del terapeuta y
aspectos estructurales de la intervención (Camacho, 2002; Corbella & Botella, 2003). Sin
embargo, dicha tendencia cambio ligeramente con la irrupción de las Terapias Conductuales de
Tercera Generación como lo son la Terapia de Aceptación y Compromiso, Psicoterapia
Analítico Funcional y la Terapia Dialectico Conductual, desde las cuales se exhorta la búsqueda
de una conexión empática entre el paciente y el terapeuta, conexión que está al servicio de las
técnicas empleadas al facilitar su implementación (Barraca, 2009).
En compendio, se evidencia que la relación terapéutica tiende a ser un elemento de vital
importancia en los procesos de tratamiento psicológico sin importar el enfoque teórico y las
pericias propias de cada uno. Las diferentes consideraciones en torno al concepto han
contribuido a sentar las bases que configuran el panorama actual de la relación terapéutica,
donde el trabajo realizado por Bordin y Luborsky es el que goza de mayor consenso y aceptación
(Corbella & Botella, 2003).
Antes de reseñar los aportes de cada uno de estos autores, es menester clarificar dos
términos importantes para comprender el marco conceptual general que circunda a la relación
terapéutica como objeto de estudio. En primer lugar, cuando se habla de Relación Terapéutica,
se hace referencia a la interacción en general entre el paciente y el terapeuta y, dentro de este
concepto se desliga la idea de Alianza terapéutica la cual se refiere específicamente al trabajo
colaborativo al momento de realizar acuerdos y compromisos entre el paciente y terapeuta
respecto al curso del proceso terapéutico junto con el papel de cada actor, seguido del
consecuente apego y respeto hacia el compromiso adquirido (Corbella & Botella, 2003; Gómez,
2010).
En este sentido, Bordin (1979, 1994, citado por Gómez, 2010) definió la alianza
terapéutica como un constructo con tres componentes interrelacionados: acuerdo en las tareas,
acuerdo en las metas y un vínculo positivo. Cabe resaltar que, pese a su importancia, la alianza
terapéutica por sí misma no es curativa (Bordin, 1980, citado por Horvath y Luborsky, 1993, en
Corbella & Botella, 2003), por tanto, asumir como importante la alianza y lo que de ella se
desprende, como lo son las tareas o acciones, es indispensable tanto para el fortalecimiento del
vínculo, como el cambio psicológico en el paciente (Corbella & Botella, 2003; Gómez, 2010).
Por otra parte, Luborsky (1976 citado por Gonzales, 2005) trabajo en el concepto de
alianza terapéutica y clasifico dos tipos de alianza: la alianza tipo uno, que se manifiesta en los
inicios del proceso terapéutico y refiere a la etapa en que el paciente identifica al terapeuta como
figura de ayuda y apoyo. La alianza tipo 2 consiste en el trabajo colaborativo y la implicación
del paciente en las actividades pertinentes al proceso. En palabras de Horvath y Luborsky (1993,
citado por Corbella & Botella, 2003) la alianza terapeuta es de carácter dinámico y varía en
función del momento en el que se encuentre la intervención psicoterapéutica. Según Corbella y
Botella (2003) se considera que los planteamientos de Horvath y Luborsky son complementarios
en la medida en que plantean que la alianza terapéutica es un trabajo en equipo entre terapeuta y
paciente, lo cual dista de las concepciones tradicionales, donde el terapeuta es visto como el
agente facilitador para que el paciente se sienta cómodo a lo largo del proceso.

Desarrollo de una relación terapéutica positiva


Son múltiples los factores que se deben tener en cuenta para que la diada paciente-terapeuta
logre crear una interacción positiva. Por tanto, en las siguientes se realizará una exploración
sobre aspectos a considerar para establecer una relación terapéutica efectiva, haciendo especial
énfasis en el enfoque cognitivo conductual. Sin embargo, es menester recalcar que
independientemente del enfoque técnico, establecer una buena relación terapéutica resulta
indispensable para el éxito en la terapia, por ello, los aspectos que se reseñen pueden ser tenidos
en cuenta en el desarrollo de cualquier proceso de intervención Psicoterapéutica.
Relación terapéutica como escenario de cambio psicológico. Como en líneas anteriores se
mencionó, Beck (1983) señala que cualquier proceso Psicoterapéutico se da en el contexto de
una relación interpersonal, al igual que Carl Rogers (1964, citado por Santibáñez et al., 2008) al
mencionar que solo es posible el cambio mediante la vivencia de una relación. En este sentido, es
válido referir que la interacción terapeuta-paciente es el escenario o entorno en el que se
desplegará el trabajo conjunto para el proceso de cambio, por tanto, resulta lógico que dicho
entorno deba mantenerse en óptimas condiciones y es ahí donde cobra relevancia las diferentes
pautas y consideraciones para que la relación terapéutica sea fructífera y positiva.
En este orden de ideas, Beck (1983) señala que, para lograr una relación terapéutica
efectiva, es necesario que el terapeuta cuente con ciertas habilidades entre las que se destaca la
aceptación, empatía y autenticidad. No obstante, dichos atributos deben manejarse con
prudencia, puesto que llevarlos a los extremos, ya sea empleándolos poco o de manera
exagerada, pueden surtir el efecto contrario a lo que se busca, configurando un ambiente
inadecuado.
De esta manera, señala Beck que la aceptación consiste en mostrar un interés real por el
paciente, lo que permite que éste no se sienta distante o se perciba como una carga para el
terapeuta, lo cual, en palabras de Strupp, (1978 citado por Santibáñez et al., 2008) contribuye en
la creación de una atmosfera positiva. Por su parte, la empatía permite al terapeuta «entrar en el
mundo del paciente» es decir, entender al paciente desde su propia percepción de la situación,
facilitando así la comprensión del terapeuta sobre como percibe el paciente algunos eventos y su
posible respuesta ante ellos (Beck, 1983). En lo que respecta a la autenticidad, ésta consiste en el
empleo de la honestidad con el paciente y consigo mismo (Beck, 1983). Sin embargo, se debe ser
cauteloso al momento de ponerla en práctica, dado que el ejercicio de la franqueza no debe
perjudicar el proceso de intervención. Lo anterior, dependerá en gran medida de la destreza del
terapeuta, así como las características del cliente, debido a que variables como la personalidad,
su condición clínica o la complejidad de los síntomas determinaran la manera en que percibe los
eventos (Winkler, Cáceres, Fernández & Sanhueza, 1989).
En continuación con la línea de las habilidades del terapeuta, Cormier y Cormier (1994)
señalan algunas áreas donde el terapeuta debe poseer competencias y destrezas. En primer lugar,
refieren que es indispensable la competencia intelectual en el sentido en que es necesario contar
con los conocimientos y formación que demanda el ejercicio de una intervención terapéutica.
Esto puede parecer obvio, pero no está de más resaltarlo dado que no todos los profesionales de
atención en salud mental están capacitados o licenciados para la realización de una psicoterapia,
además, percibir al terapeuta como competente favorece la relación terapéutica, dado que dota de
confianza al paciente. (Santibáñez et al., 2008).
Por otra parte, la energía, en palabras de Cormier y Cormier (1994) hace referencia la
actitud activa e iniciativa del terapeuta como base para guiar el rumbo de las sesiones. Este nivel
de energía es clave, puesto que ver a un terapeuta poco activo puede suscitar dudas en el paciente
acerca de su compromiso, según lo expresado por (Santibáñez et al., 2008). Así mismo, la
flexibilidad es también un elemento importante, puesto que no solo es indicador de experticia en
el terapeuta, sino que permite focalizar la atención en el cliente y sus necesidades particulares
sin ceñirse a una metodología única para todos los pacientes y en esa misma línea se encuentra el
apoyo que se le debe brindar al cliente, puesto que además de ser necesario, genera beneficios en
la relación terapéutica, como reducir la ansiedad y ofrecer seguridad emocional (Cormier y
Cormier, 1994).
Cormier y Cormier, (1994) también señalan los buenos deseos como un componte
relevante para la construcción de una buena relación terapéutica. Con ello, se refieren a que el
ejercicio de la intervención no esté al servicio de intereses ajenos al beneficio del cliente. Esto
está relacionado directamente con la ética profesional, dado que la información que se obtenga
del paciente debe ser manejada única y exclusivamente en pro de enriquecer el proceso
terapéutico, teniendo como límite el marco legal del país en cuestión. También se resaltan como
habilidad esencial el conocimiento de sí mismo puesto que es clave para poder establecer una
relación interpersonal en función de lo que el paciente requiere del terapeuta. Si el terapeuta no
es consciente de sus limitaciones, alcances o emociones y la forma de regularlas y manejar las
posibles respuestas no deseadas del paciente, la relación terapéutica resultará afectada (Cormier
y Cormier, 1994).
Finalmente, los sentimientos de competencia profesional del terapeuta son cruciales en la
construcción de una fructífera relación terapéutica, dado que el paciente puede notar tanto la
seguridad como la inseguridad del profesional. En muchas ocasiones, que el terapeuta dude se
sus competencias puede llevarlo a ser reactivo al más mínimo impase durante la intervención,
dificultando que pueda guiar el proceso correctamente a abstenerse de explorar temas delicados
(Cormier y Cormier, 1994).
Hasta el momento se ha reseñado las pericias con las que debe contar el terapeuta para el
despliegue de una relación saludable con el paciente, sin embargo, este último también juega un
papel determinante y activo en la elaboración de esa interacción, tal como resaltaban Bordin
(1979, 1994, citado por Gómez, 2010) y Luborsky (1976 citado por Gonzales, 2005). En este
sentido, en los inicios del proceso es normal que el terapeuta adquiera un rol mucho más
directivo mientras entrena e introduce al paciente en las disposiciones del proceso terapéutico,
pero gradualmente el paciente deberá ir adquiriendo un rol mucho más activo y participativo,
evidenciando mayor iniciativa, principalmente a partir del establecimiento de la alianza
terapéutica (Beck, 1983). Dicha participación y rol activo del paciente toma como vehículo la
relación terapéutica misma, puesto que la esta proporcionará el espacio para que el paciente
exprese sus deseos, intereses, pensamientos, emociones quejas o malestares (Beck, 1983;
Gómez, 2010)
Lo anterior se da en el marco de lo que Beck en sus múltiples investigaciones refirió como
empirismo colaborativo que no es más que el trabajo conjunto entre paciente-terapeuta para el
logro de los objetivos terapéuticos (Gómez, 2010). Para la terapia cognitiva es indispensable el
rol activo del paciente, puesto que durante el proceso el paciente irá aprendiendo la forma de
identificar pensamientos automáticos, esquemas y distorsiones cognitivas, así como estrategias
para manejarlas, lo que permite que al finalizar el proceso de intervención el paciente pueda ser
«su propio terapeuta» en el sentido en que lo aprendido en terapia lo extrapolará a su vida
cotidiana (Beck, 1983)
La alianza terapéutica: establecimiento y rupturas. Como vimos en líneas anteriores, la
alianza terapéutica es un componente de un marco global representado en la relación terapéutica
propiamente dicha y refiere concretamente a los acuerdos acerca de los objetivos de la terapia,
las metas y tareas del paciente, así como los compromisos entre este y el terapeuta. Gómez
(2010) citando a Beck y Emery (1985) resaltan elementos que son clave en el establecimiento y
mantenimiento de la alianza terapéutica. Así, plantean la importancia de llevar a cabo la relación
sobre una base reciproca donde, siendo fiel a sus roles, ninguno de los implicados ejerce un papel
superior. También se resalta la importancia de la transparencia, al explicar todos los
procedimientos y acciones al paciente sin tener intereses encubiertos, además de definir objetivos
terapéuticos y diseñar las tareas en colaboración con el paciente y en relación con sus
necesidades y posibilidades. Por último, se enfatiza en la necesidad de perpetuar o contribuir en
el mantenimiento del trabajo conjunto y clima colaborativo a lo largo de todo el proceso
terapéutico.
Por otra parte, al ser la relación y la alianza terapéutica una interacción humana, no está
exenta de padecer inconvenientes que alteren su curso deseado. Las diferentes desavenencias que
impacten negativamente en la alianza terapéutica se conocen como rupturas. Conceptualmente,
se definen como la alteración, tensión, desacuerdo o desconexión propiciado por quebrantos en
el trabajo colaborativo, concesos o acuerdos (Salgado, 2016; Valdés, Gómez y Reinel, 2018,
citados por Betancur, 2019). Por su parte, Gómez (2010) define la ruptura como una desconexión
emocional entre el paciente y terapeuta que configura un clima negativo en torno a la alianza
terapéutica. En este sentido, señala Castonguay, Goldfried, Wiser, Raue y Hughes (1996 citado
por Gómez, 2010) que una ruptura desde el modelo cognitivo conductual en el ejercicio de la
terapia puede surgir debido rígido apego a normas o metodologías que priorizan lo técnico antes
la expresión emocional de las vivencias subjetivas del paciente.
Pese al inconveniente que representa el surgimiento de una ruptura, su aparición no es
necesariamente un motivo para el fracaso de la terapia. De hecho, superar el impase de una
ruptura puede resultar benéfico para el proceso (Betancur & Ortiz, 2016). Lo anterior, dependerá
de la forma que se maneje dicha ruptura tanto por parte del paciente como del terapeuta. Este
último, debe prever la posibilidad que ocurra una ruptura y estar capacitado para saber cómo
proceder ante las misma. En este orden de ideas, para superar una ruptura se debe tener en
cuenta, por un lado, la reflexión por parte del terapeuta sobre de qué manera sus acciones
contribuyeron en la ruptura y, por otra parte, evitar ignorar el deterioro en la relación y
comunicarse de manera honesta con el paciente sobre la presencia de dicha dificultad,
invitándolo a la exploración conjunta respecto a las formas en las que se instauró y los pasos
necesarios para superarla (Goldfried y Davison , 1976 citado por Gómez, 2010). Este proceso,
según Beck y Emery (1985, citado por Gómez, 2010) se debe realizar mediante las mismas
herramientas que median la terapia cognitiva-conductual, como la colaboración conjunta,
resumiendo, explorando y realimentado. Una vez superada la ruptura, se puede continuar e
incluso obtener mejores resultados en el proceso terapéutico, de lo contrario, no superar la
ruptura implicaría el fracaso o el abandono de la terapia (Betancur & Ortiz, 2016)

Consideraciones finales
En compendio, lo reseñado en el presente documento permite afirmar que, durante cualquier
abordaje psicoterapéutico, no solo debe prestarse especial atención a técnicas de intervención o
instrumentos de medición, puesto que sin un contexto que facilite su aplicación, cualquier
elemento técnico resultaría improductivo (Santibáñez et al., 2008). Ese contexto facilitador viene
a ser la relación terapéutica, la cual podríamos señalar que hace las veces de plataforma en la
cual tiene lugar el proceso terapéutico. En este sentido, se debe considerar que cultivar una buena
relación terapéutica no es algo complementario al proceso terapéutico, sino que éste en sí mismo
implica dicha relación. Por tanto, es importante que el profesional, ya desde su etapa de
formación, se entrene más allá de los elementos técnicos y extienda dicha capacitación hacia
aspectos relacionales.
Por otra parte, se ha reseñado las habilidades que el terapeuta debe desarrollar para poner
en práctica una buena relación terapéutica y que esta es una tarea donde el paciente también debe
trabajar para implicarse. El rol terapeuta es sentar las bases y orientar el proceso de modo que el
paciente pueda adaptarse y a partir de ahí ejercer su papel tanto en su proceso de mejora como en
la configuración del entorno terapéutico. No obstante, debemos considerar que, en ocasiones,
más allá de la destreza y disposición del terapeuta, algunos pacientes, dadas sus características
personales o sociales, facilitan o entorpecen el establecimiento de una buena relación terapéutica
(Winkler et al. 1989). Por tanto, al iniciar un proceso de intervención o recibir un nuevo paciente
se debe estar consiente y explorar esas, en palabras de Santibáñez et al., (2008) «variables
inespecíficas» tanto del paciente como del terapeuta, para así saber cómo encaminar dicho
proceso.
Por último, en lo que respecta a la alianza terapéutica, podríamos decir que cumplir con lo
que en ella se pacte, determinará en gran parte el clima de la interacción entre paciente y
terapeuta. Además, el concepto de ruptura deja entrever que, a nivel técnico, esta es el resultado
de infringir la alianza terapéutica y, por tanto, superar la ruptura implica retomar y replantear
dicha alianza. Mencionaba Gómez (2010) y Betancur y Ortiz (2016) que superar una ruptura
puede traer mayores beneficios en la terapia. Lo anterior podría entenderse al considerar que el
replanteo de la alianza terapéutica como consecuencia de una ruptura puede representar un
ejercicio terapéutico en sí mismo, en la medida en que ejemplifica a nivel practico la puesta en
escena de habilidades para la resolución de problemas, experiencia que puede resultar
enriquecedora para el paciente y el proceso terapéutico mismo.

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