Antología Del Centenario Sánchez Prado

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REVISTA DE CRÍTICA LITERARIA LATINOAMERICANA

Año XXXVI, Nº 71. Lima-Boston, 1er semestre de 2010, pp. 55-74

CANON INTERRUPTUS : LA A NTOLOGÍA DEL C ENTENARIO


EN LA ENCRUCIJADA DE 1910

Ignacio M. Sánchez Prado


Washington University in Saint Louis

Resumen
Con motivo de las celebraciones por los 100 años del Grito de Dolores, la An-
tología del Centenario (1910) reunió una serie de obras que pasaron a constituir un
canon de la literatura mexicana que fue puesto en entredicho con los sucesos
políticos, sociales y culturales que acontecieron inmediatamente después duran-
te la Revolución Mexicana. Este artículo examina los cambios en la construc-
ción del canon literario mexicano y cómo la celebración de diversas efemérides
pone de relieve la importancia de reformular el mapa de una literatura nacional
teniendo en cuenta sus motivaciones políticas e históricas.
Palabras clave: Antología del Centenario, Justo Sierra, Luis G. Urbina, Pedro Henrí-
quez Ureña, Nicolás Rangel, Porfirio Díaz, Mariano Azuela, Revolución Mexi-
cana.

Abstract
To celebrate the 100th-year anniversary of the Cry of Dolores, the Antología del
Centenario (1910) compiled a series of works belonging to a canon of Mexican
literature. The work was then put into question during the political, social and
cultural events that occurred immediately after the Mexican Revolution. This
article examines the changes in the construction of the Mexican literary canon
and how the celebration of different commemorative events highlights the im-
portance of reformulating the national literary landscape taking into account its
political and historical motivations.
Key words: Antología del Centenario, Justo Sierra, Luis G. Urbina, Pedro Henríquez
Ureña, Nicolás Rangel, Porfirio Díaz, Mariano Azuela, Mexican Revolution.

El auge e impulso del Bicentenario como tema crítico en México


ha abierto una cantidad importante de preguntas en torno a la fun-
ción de la lectura del pasado en el presente. En Historia y celebración,
uno de los mejores libros publicados en vísperas del 2010, el histo-
56 IGNACIO M. SÁNCHEZ PRADO

riador Mauricio Tenorio Trillo conecta la cuestión de los Centena-


rios con el problema de la autorreflexión histórica:

Preguntarse dónde estamos es aceptar un cierto extravío, es sacar a airear


caminos sabidos, acaso olvidarlos, para experimentar otros, rescatar viejos
planes o empezar de nuevo hasta donde sea posible –nunca es muy viable–.
Y preguntarse dónde estamos es deletrear el nombre del presente, el cual
delimita nuestras historias, las hace decir justamente lo que pueden decir y
no más (40).

La reflexión de Tenorio resulta relevante en un México consu-


mido por la violencia y la desigualdad en el centenario de su intento
más radical de reinvención histórica. Este planteamiento provee
también una guía para leer la conmemoración del otro Centenario, a-
quella celebración en la que el Porfiriato buscaba plantear la Inde-
pendencia como el inicio de un proceso cuyo fin necesario era el
régimen mismo, el proyecto de modernización positivista que, en
1910, alcanzó de manera paradójica su cenit y su erosión. Los distin-
tos esfuerzos por celebrar el Centenario hace exactamente un siglo
fueron maneras de preguntarse sobre el presente, búsquedas de ma-
pas históricos que dieran sentido a un progreso que comenzaba a
resquebrajarse y que, en cuestión de meses, daría lugar a un régimen
revolucionario que reescribiría completamente la historia y la
nación.
En estos términos, en lo que sigue planteo una lectura de uno de
los documentos más importantes y menos visitados de la conme-
moración, la Antología del Centenario, una compilación de escritos
producidos entre 1800 y 1821, cuyo fin era la representación de los
orígenes de la literatura nacional. Considerando la envergadura de
dicha misión, resulta sorprendente la poca atención que la Antología
ha generado en la crítica especializada1. Sin embargo, el hecho de
que su publicación se dio meses antes de la transformación revolu-
cionaria, la convirtió rápidamente en un anacronismo, cuya supervi-
vencia ha sido posibilitada por ocasionales reediciones oficiales y
populares que, sin embargo, siguen sin darle circulación crítica. Pese
a esto, la Antología del Centenario permite el desarrollo de dos cuestio-
1
Utilizo aquí la edición facsimilar publicada en 1985 por la Secretaría de
Educación Pública. Esta edición reproduce tal cual la edición original y, ante la
falta de disponibilidad de la primera edición, me parece que la versión que uso
es la más académicamente apropiada.
CANON INTERRUPTUS: LA ANTOLOGÍA DEL CENTENARIO 57

nes esenciales, a mi parecer, para la comprensión del Bicentenario


como problema cultural y literario. Primero, ofrece una vía de en-
trada al proceso de formación institucional de la literatura nacional,
ya que su rango de selecciones, desde los arcadistas de la Colonia
tardía hasta los próceres liberales olvidados con el paso del tiempo,
reflejan una peculiar ideología cultural correspondiente más al Bi-
centenario mismo que a los legados intelectuales del liberalismo de-
cimonónico. Segundo, la Antología nos ofrece un contraste fascinan-
te respecto a los géneros y temas que constituyen la literatura nacio-
nal del Porfiriato tardío, en contraste a veces radical con la revisión
del canon traída por la Revolución Mexicana. En otro trabajo, he
argumentado que la literatura nacional mexicana, en su configura-
ción institucional de la primera mitad del siglo XX, surgió de un
conjunto de debates entre 1925 y 1932 que otorgaron a la poesía un
lugar preponderante como resultado de un rápido proceso de auto-
nomización del campo literario vis-à-vis el campo de poder2. Como
espero mostrar en este trabajo, la Antología del Centenario muestra en
cambio una prevalencia de ideas de la literatura en su relación orgá-
nica con el Estado.

Centuria y Centenario

Publicada en 1910 por la Imprenta de Manuel León Sánchez, ba-


jo la dirección de Justo Sierra, quien fungía entonces como Ministro
de Instrucción Pública y Bellas Artes, la Antología del Centenario se
presentó a sí misma como un “estudio documentado de la literatura
mexicana durante el primer siglo de independencia”, cuyo intento
original era antologar la producción literaria mexicana de 1800 a
1910. El trabajo crítico y de compilación fue llevado a cabo por tres
figuras muy significativas: Luis G. Urbina, un poeta modernista que,
tras la Revolución, emergería como el crítico literario más importan-
te de la década del 10, Pedro Henríquez Ureña, quien, como sabe-
mos, formó parte del Ateneo de la Juventud y, a la larga, se conver-
tiría en una figura angular en la historiografía literaria latinoamerica-

2
Véase Sánchez Prado, Naciones intelectuales, Caps. 1 y 2. Los términos
“campo literario” y “campo de poder” son adaptaciones en mi argumento de
las nociones desarrolladas por Pierre Bourdieu.
58 IGNACIO M. SÁNCHEZ PRADO

na3, y Nicolás Rangel, un joven especialista en el periodo que alcan-


zaría fama como crítico de Juan Ruiz de Alarcón y Fernández de
Lizardi. Pese al impulso institucional del texto, el advenimiento de la
Revolución Mexicana sólo permitió la impresión de los dos prime-
ros volúmenes, enfocados en el periodo independentista. No se ha
encontrado a la fecha una copia del plan original de publicación, pe-
ro José Luis Martínez especula en su introducción a la edición fac-
similar del texto (xxi), que lo lógico sería dedicar dos volúmenes al
Romanticismo, comprendido entre 1836 y 1867, desde la indepen-
dencia de Texas hasta el triunfo final del juarismo, dos a la “concor-
dia nacional” ubicada entre 1867 y 1889, es decir, entre el juarismo
tardío y el fin del segundo periodo presidencial de Porfirio Díaz, y
un tercero dedicado al “modernismo y realismo” entre 1889 y 1910.
Lo importante de la descripción de Martínez, basada más en su
propio estudio de la literatura mexicana decimonónica –en su libro
La expresión nacional– que en cualquier evidencia histórica que la res-
palde, radica en la distancia entre su noción de la periodización lite-
raria más acorde a los criterios del siglo XX y la forma en que los
dos tomos existentes de la antología conceptualizan el periodo tem-
prano. Según muestra Beatriz González-Stephan a partir de su lec-
tura de Juan Thompson, en el siglo XIX “una literatura no se define
a partir de la existencia empírica de las obras” por lo cual “la litera-
tura de un país es el resultado de la intelección que se ha hecho so-
bre ella” (199). En estos términos, me parece fundamental dejar
atrás el estudio de Martínez, que hasta ahora ha determinado la lec-
tura de la Antología en términos de la construcción de un canon na-
cional más propio al siglo XX, para leer los volúmenes que efecti-
vamente nos quedan en términos de las genealogías y consecuencias
de su representación de la literatura colonial. Si hemos de seguir la
aseveración de González-Stephan al pie de la letra, la Antología del
Centenario no es una mera compilación de hechos literarios previa-
mente determinados, sino un trabajo de intelección cuya apuesta
última es la creación de una literatura nacional propiamente dicha.
Así, al entender las bases del trabajo crítico-historiográfico que sub-

3
Incidentalmente, vale la pena señalar que el corte temporal propuesto por
la Antología para las letras de la Independencia es sustentado por Henríquez
Ureña por mucho tiempo, apareciendo incluso en los años 40 en su Corrientes
literarias de la América Hispánica.
CANON INTERRUPTUS: LA ANTOLOGÍA DEL CENTENARIO 59

yace a la Antología, podemos esclarecer las formas en que la literatura


incluida en ella fue cooptada para una reinterpretación de la historia
nacional.
En otra parte de su seminal estudio sobre la historiografía litera-
ria latinoamericana, González-Stephan muestra que el concepto de
literatura nacional en el siglo XIX hispanoamericano tuvo una rela-
ción estrecha con “la modelación y apuntalamiento simbólico de la
formación del Estado nacional” y “la concepción socialmente de-
terminante del hecho literario” (188). Este proceso encontró eco
particular en México, donde la literatura se convirtió en un espacio
de debate y polémica que reflejó de manera precisa las pugnas entre
liberales y conservadores en torno a la naturaleza de la nación. Más
aún, la literatura adquirió desde los orígenes mismos de la nación
una función pretendidamente redentora, que le otorgaba a la letra la
capacidad de salvar a la nación. Como documenta Pablo Mora, en
su disertación sobre el periodo que va de 1836 a 1849, a partir de la
obra de Andrés Quintana Roo y José María Heredia, el fomento y
enseñanza de la literatura se convierte en uno de los pilares de la
práctica letrada del liberalismo. Esta práctica se desdobla, de acuer-
do con Mora, en tres dimensiones que definen el rol público de la
literatura nacional: la crítica literaria con espacio pedagógico, el cua-
dro de costumbres como mecanismo de representación de lo nacio-
nal, y la reconciliación de valores católicos y liberales dentro de un
mismo espacio discursivo4. La taxonomía propuesta por Mora deja
ver los orígenes de la literatura mexicana qua estructura cultural en
el corazón mismo de los aparatos ideológicos del Estado en el
México independiente, construido sobre la base de un sofisticado
conjunto de revistas e institutos culturales que, desde muy tempra-
no, pretendieron instaurar a la literatura como máquina de subjeti-
vación de la nación emergente. En estos términos, el trabajo de
Heredia y Quintana Roo es el punto de origen de un arco crítico
que culmina con la Antología del Centenario.
Después del periodo estudiado por Mora, cabe subrayar un
momento central en este desarrollo, la historia Del movimiento literario
en México (1868) de Pedro Santacilia, dedicada a Benito Juárez du-
rante su último periodo de gobierno e impresa en el Palacio de Go-
bierno. Santacilia escribe el texto para demostrar dos hipótesis: “que

4
Mora dedica un capítulo a cada una de estas funciones.
60 IGNACIO M. SÁNCHEZ PRADO

el restablecimiento de la República trajo consigo, como consecuen-


cia natural, el renacimiento de la literatura” y que el movimiento li-
terario permite “comprender que ha entrado México en su periodo
de reconstrucción, y que cuenta con grandes elementos de progreso
para el porvenir” (1). Estas dos tesis se formulan dentro del proceso
de gestación de las ideologías literarias que se consolidarían en el
Porfiriato y dentro de las cuales opera la Antología del Centenario.
Primero, el hecho de que la producción literaria sea entendida como
“consecuencia natural” del establecimiento de la República otorga al
estudio de los movimientos literarios un rol particular en la com-
prensión de las raíces históricas. Es en estos términos que la Antolo-
gía del Centenario emerge como proyecto durante la construcción de
un marco intelectual que consolidaba al Porfiriato como punto na-
tural de llegada del proceso republicano de México. La búsqueda de
la producción literaria en el periodo comprendido entre los orígenes
de las ideologías independentistas en 1800 a la consumación de la
Independencia en 1821 funciona como un intento de evidenciar la
existencia misma de un aparato republicano incipiente ubicado en el
origen de la narrativa teleológica del primer Centenario. Justo Sierra,
en su prefacio a la Antología y caracterización del “Estudio prelimi-
nar” firmado por Urbina, expresa así esta idea:

[La introducción al texto es] una excursión crítica a través de nuestra litera-
tura vernácula en los comienzos del siglo XIX, en la que el análisis, no
somero, pero sí rápido, de las obras de nuestros progenitores literarios, re-
sultan unos cuantos bocetos admirables que hablan, que cuentan una histo-
ria del alma, de pasiones y anhelos en un momento supremo de nuestra ex-
istencia, en el momento que bajo la superficie mansa del lago colonial se
preparaba, como erupción de volcán, el advenimiento de una patria nueva,
de una sociedad, de una mentalidad nueva (I, e-f).

En esta caracterización que hace Sierra del texto de Urbina se


puede ver la forma en que los ideales historiográficos planteados
por Santacilia se mantienen como guías de la crítica literaria durante
los últimos años del Porfiriato. Como se puede ver, Sierra entiende
el trabajo crítico de Urbina como un análisis que devela las historias
que componen “un momento supremo de nuestra existencia”, al
testimoniar tanto la “superficie mansa del lago colonial” como el
“advenimiento” de la “mentalidad nueva” que conformaría la Re-
pública independiente. De esta manera, Sierra y Urbina repiten el
CANON INTERRUPTUS: LA ANTOLOGÍA DEL CENTENARIO 61

dictum que considera la literatura como testimonio de la existencia de


la República, a la vez que hacen eco, de manera análoga a la historia
de Santacilia, de la idea que la producción literaria contiene en sí
manifestaciones de los elementos de progreso para “el porvenir”.
De esta manera, la Antología del Centenario opera en una fundamental
identificación entre literatura y patria, en el cual la letra es el vehícu-
lo privilegiado para la transmisión de las mentalidades subyacentes a
la transformación histórica y el letrado el agente central en el proce-
so de articulación del espacio simbólico de la nación.
Esto último se puede ilustrar con la sintomática aseveración de
Luis G. Urbina en torno a José Joaquín Fernández de Lizardi: “Vi-
vía del pueblo, y para el pueblo. Era, puede afirmarse, el pueblo
mismo” (CLXIII). En otro momento, Urbina otorga a la obra de
Fray Servando Teresa de Mier la capacidad de “reconstruir la Espa-
ña de Carlos IV y resucitar, con pormenores característicos, a los
hombres, tanto como para reproducir en la pantalla imaginativa las
costumbres y las cosas” (CXCI). Al crear una correspondencia exac-
ta entre “el pueblo” y el letrado en el caso de Lizardi, y al atribuir a
Fray Servando el estatuto de observador privilegiado de los orígenes
mismos del proceso descolonizador, Urbina lleva a su punto más
alto la noción decimonónica de la literatura como vehículo orgánico
no sólo de la “expresión nacional”, como la llama José Luis Martí-
nez, sino, de manera más significativa, de la nación misma. En este
punto, la Antología del Centenario cierra el arco historiográfico del si-
glo XIX mexicano al llevar hasta sus últimas consecuencias los idea-
les pedagógicos e intelectuales fundados por Quintana Roo, Heredia
y los primeros letrados del México independiente.
Esta identificación de la letra con la nación está en la base misma
de otro proceso, del cual la Antología del Centenario es un momento
precursor: la construcción de un canon nacional propiamente dicho.
Una revisión de la obra de Santacilia y otros críticos literarios del
liberalismo juarista, como Francisco Zarco e Ignacio Manuel Alta-
mirano, deja ver la manera en que la tradición historiográfica del si-
glo XIX en México era radicalmente presentista. Los recuentos rara
vez se remontaban a los inicios del siglo XIX, y el anti-hispanismo
de la clase liberal triunfante durante el juarismo dejó fuera de la
consideración literaria amplios sectores de la literatura colonial, in-
cluidos Sor Juana, Juan Ruiz de Alarcón y prácticamente toda la
práctica literaria del siglo XVIII, temas que no volverían a la crítica
62 IGNACIO M. SÁNCHEZ PRADO

literaria hasta que figuras conservadoras como Amado Nervo o Ni-


colás Rangel comienzan a re-ponderarlas a los inicios del siglo XX.
Un buen ejemplo de esta situación son los escritos de Ignacio Ma-
nuel Altamirano compilados por José Luis Martínez en La literatura
nacional. Entre ellos, destaca su “Revistas literarias de México (1821-
1867)”, una historia de la literatura mexicana enfocada en las publi-
caciones periódicas y las conexiones entre dichas publicaciones y
sus autores con la circunstancia sociopolítica de la época. Según
afirma Altamirano, su interés radica en coadyuvar a una generación
que, desde su punto de vista “[t]iene el propósito firme de trabajar
constantemente hasta llevar a cabo la creación y el desarrollo de la
literatura nacional, cualesquiera que sean las peripecias que
sobrevengan” (I, 7).
El entendimiento decimonónico de la literatura nacional como
un hecho por venir deja de lado la idea de un canon como origen
mítico o ideológico de la literatura nacional, ya que, aunque estas
historias indudablemente reconocen a Heredia, Quintana Roo y
otros como maestros, la producción literaria que se recuenta en ellas
generalmente es estrictamente contemporánea a la escritura de la
historia misma. Se trataba, en otras palabras, de una historia que se
registraba en el presente. La Antología del Centenario, en cambio, acusa
una perspectiva distinta, traída al medio literario como resultado de
las ideologías del Centenario. Más que una literatura por venir, la
conmemoración requería, para una nación novedosamente longeva,
la emergencia de un historial claro y discernible de la producción
literaria nacional. En el contexto de las guerras intestinas del siglo
XIX (tal y como lo será en el contexto del conflicto bélico revolu-
cionario), la literatura nacional aparecía como un signo de progreso
y estabilidad de la nación ante la crisis. En cambio, tras treinta años
de Pax Porfiriana, en medio de un régimen que se consideraba a sí
mismo como la consecuencia natural del primer siglo de historia
mexicana, la literatura nacional debía ser testamento del espíritu e
ideas que, a la larga, permitieron la emergencia del Estado que con-
duciría el proceso de modernización del país.
La necesidad de un canon literario consistente como testimonio
del desarrollo nacional emerge en el contexto de una ideología
triunfalista que entiende la definición de la nación como parte esen-
cial de la modernidad mexicana. Tenorio describe así la forma en
que este clima se cristaliza en la víspera del Centenario:
CANON INTERRUPTUS: LA ANTOLOGÍA DEL CENTENARIO 63

Los historiadores, artistas, políticos y científicos que a partir de 1907 pre-


pararon la gran celebración del centenario se regían por una mezcla, si
equívoca, cristalina de pragmatismos y utopías: el progreso, por tanto la
modernización; la paz y la justicia, por tanto el Estado; la nación, por tanto
el cosmopolitismo y el universalismo más acabado que hasta entonces había
existido en la “América del Septentrión”. El México nación moderna fue
entonces al fin una reconstrucción de lo local, un eco de lo universal, a
través de mecanismos elitistas pero concebidos como “perpetua selección
dentro de la sustancia popular”. Cada detalle de la celebración sintetizaba
realidades y utopías, contradicciones y apetencias. Esos porfirianos, de to-
dos talantes, creaban lo que nosotros ya sabemos de memoria: nación, pro-
greso, Estado (45-46).

Justo Sierra fue uno de los arquitectos principales de esta ver-


sión, operando desde el Ministerio de Educación y Bellas Artes uno
de los más importantes impulsos institucionalizadores de la cultura
en tiempos modernos. No es casual que la Antología del Centenario se
edite en paralelo a la refundación de la Universidad. Como ya han
señalado de maneras distintas tanto Ángel Rama (Ciudad 131) como
Charles Hale (396), Sierra transformó el liberalismo cosmopolita y
anti-institucional de la década de 1860, ejercido sobre todo en pe-
riódicos y revistas, en la estructura cultural del Estado, al grado de
que fue el único intelectual porfiriano de su generación que logró
mantenerse vigente tras el movimiento revolucionario. En la perio-
dización desarrollada por Ángel Rama en torno al modernismo
(Máscaras 48-49), Sierra se encuentra en el proceso justo de transi-
ción entre una “cultura pre-nacionalista” que se ubica al final de in-
ternacionalismo nacionalista y una “cultura modernizada nacionalis-
ta” que emerge como resultado de la Revolución Mexicana y otros
procesos continentales. Esta ubicación histórica es significativa
puesto que la Antología del Centenario constituye uno de los síntomas
principales de esta transición justo en el momento de la explosión
de los movimientos armados que constituirán la Revolución Mexi-
cana. Dicho de otro modo, paralelamente a la explosión bélica, la
clase intelectual letrada del Porfiriato tardío comienza a prefigurar
estructuras de la cultura nacional que, en los años subsecuentes,
serán la base de la literatura nacional definida en las décadas de 1920
y 1930.
La supervivencia de la figura de Sierra y el rol central que sus
discípulos del Ateneo de la Juventud, incluidos por supuesto José
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Vasconcelos y Alfonso Reyes, tendrán en la formulación de la nueva


cultura nacional es posible en buena medida gracias a que las ideas
que darán forma al espacio letrado posrevolucionario fueron re-
construcciones de las estructuras ideológicas de lo nacional desarro-
lladas para el Centenario, adaptadas a los nacionalismos y populis-
mos acarreados por la emergencia de los grupos insurgentes. Los
orígenes de la narrativa formativa de México qua nación moderna y
original aparecen en una serie de escritos históricos de Sierra, publi-
cados entre 1900 y 1902, y que Alfonso Reyes editará en la década
de 1940 bajo el título de Evolución política del pueblo mexicano. El libro
de Sierra es notable, puesto que, a diferencia de historias similares
como la presentada por Gabino Barreda en Oración cívica (1867), la
Evolución política incorpora tanto las “culturas aborígenes” como la
era colonial dentro del devenir político-institucional del país. Aun-
que las consecuencias más radicales de esta elección historiográfica
no se manifestarán hasta la década siguiente, en libros como Forjan-
do Patria (1916) de Manuel Gamio o La raza cósmica (1925) de Vas-
concelos, el texto de Sierra anunciaba ya una voluntad de alejarse
del presentismo que definió a la historiografía literaria juarista y pos-
juarista, para establecer una noción de historia y literatura nacional
que sustentara la originalidad del país y sus producciones frente al
dominio europeo.
En estos términos, es particularmente notable que la historia
presentada por la Antología del Centenario decide comenzar en la Co-
lonia tardía, no sólo en la inclusión de figuras obvias como Fray
Servando, sino en la sorprendente presencia de la poesía arcadista,
representada en la antología por Fray Manuel de Navarrete, José
Manuel Sartorio y Anastasio Ochoa. Aunque el género es poco to-
cado por la crítica literaria en México, la Arcadia constituyó un im-
portante reducto clerical en los últimos años de la Colonia, siguien-
do sobre todo la huella del arcadismo importado de Portugal, donde
tuvo una proyección mucho mayor a la que tendría en la América
Hispánica5. Según documenta Jorge Ruedas de la Serna (“De zaga-
les” 107-108), la Arcadia en México fue ante todo un género des-
arrollado en uno de los periódicos del temprano siglo XIX, el Diario
de México, y sus obras de mayor importancia aparecieron en sus

5
Una excelente compilación del género en su vertiente portuguesa puede
encontrarse en Ruedas de la Serna, ed., Arcadia portuguesa.
CANON INTERRUPTUS: LA ANTOLOGÍA DEL CENTENARIO 65

páginas entre 1805 y 1812. La inclusión de la Arcadia es en aparien-


cia disonante con el proyecto de presentar una literatura nacional. A
fin de cuentas, se trataba de una práctica literaria ampliamente iden-
tificada con un clericalismo que los liberales porfiristas no suscrib-
ían, por no hablar de un género claramente derivativo de la metró-
poli colonizadora que toda la literatura mexicana del siglo XIX trató
de evadir como influencia literaria. El propio Urbina, en el estudio
preliminar de la Antología, lo llama “Un poeta ramplón, aniñado,
humilde”, y lo califica como “inagotable, constantemente prosaico,
fofo y chavacano [sic]” (I, XXIX). A lo largo de su análisis, Urbina
multiplica los adjetivos, llegando a acusarlo de “insulso” y mostran-
do poco respeto e interés por sus trabajos. Aunque uno podría sin
duda argüir que la inclusión se debió quizá a un intento de rigor
histórico, el último párrafo del perfil de Sartorio pone de manifiesto
la razón por la cual los antologadores lo consideraron en última ins-
tancia rescatable:

Pero este poeta que, bajo el nombre de Partenio adoró, con fervor tan vivo,
al más hermoso símbolo de la Castidad y del Dolor en la leyenda cristiana,
tuvo otro amor tan grande, tan hondo como éste; otro amor por el cual sa-
crificó el buen cura su reposo, su tranquilidad, su bienestar; otro amor que
él cantó, no ya en versificación arrebatadora y arcaica, sino en cláusulas im-
petuosas, en discursos elocuentes, en improvisadas y ardentísimas arengas:
el amor a la Patria. Más de veinte años de su ancianidad inmaculada dedicó
este mexicano al servicio de ese otro primer amor. Él fue de los primeros,
de los pocos que se negaron a hacer del púlpito una tribuna política en con-
tra de la libertad (I, XL-XLI).

Sartorio es, entonces, un ejemplo preclaro del criterio intelectual


planteado por Sierra en la introducción citada anteriormente, ya que,
mientras su obra “chavacana” representaba la “superficie mansa del
lago colonial”, su identificación con la causa independiente lo hace
un candidato ideal para representar el hecho de que la energía inde-
pendentista comenzaba a emerger incluso en los inesperados espa-
cios del clero conservador. Vale la pena acotar que en la escueta
biografía que precede la selección de sus textos, redactada por Hen-
ríquez Ureña, se precisa que Sartorio apoyó a Iturbide y negoció sin
éxito el regreso de los jesuitas al país. En última instancia, Sartorio
evadió la expulsión tras la caída del Imperio debido a su avanzada
edad (I, 19-20). Este punto es relevante porque introduce otra capa
66 IGNACIO M. SÁNCHEZ PRADO

al argumento en torno a la inclusión de la Arcadia. Al poner en la


selección autores que representan al conservadurismo católico inde-
pendentista, los antologadores buscan zanjar las divisiones políticas
del siglo XIX, otorgando a ambos bandos de las guerras civiles re-
presentación simbólica en la genealogía literaria de la nación. Así
pues, se rescata también a Anastasio de Ochoa, un poeta de vertien-
te neoclásica, traductor de Ovidio, cuya valoración por Urbina parte
de poesías satíricas “muy mexicanas, muy regionales” (I, LI), que,
además de ser antecesoras del costumbrismo, son parte de un canon
poético fuertemente atado a la Iglesia Católica y a la tradición casti-
za que el afrancesamiento decimonónico buscó borrar: Ochoa fue,
hasta su muerte, un prominente párroco, reconocido nada menos
que por Menéndez y Pelayo (107) como un gran traductor de Virgi-
lio. En estos términos, queda claro que la Antología del Centenario no
intenta ser, como las revistas de Altamirano o la historia de Santaci-
lia, una historia del liberalismo triunfante ni un intento de establecer
un canon alineado de manera unívoca a las ideologías del Estado.
En la medida en que el Porfiriato se entiende a sí mismo como el
lugar de consenso de las distintas facciones decimonónicas, el acto
último de esta idea en el nivel simbólico radica en la construcción de
un momento fundante de la literatura nacional, que incluye tanto a
las figuras conocidas del liberalismo secular (Fernández de Lizardi a
la cabeza, por supuesto), como a los arcadistas representativos de
aquellas corrientes eclesiásticas que apoyaron el movimiento inde-
pendentista y la cultura mexicana y que, a la larga, serían pilar del
conservadurismo decimonónico.
La presencia de la arcadia en la Antología ofrece también un con-
traste interesante con la literatura nacional que emergería después de
la Revolución. No sólo es relevante la decisión de comenzar la lite-
ratura nacional en 1800, borrando de un plumazo la literatura pre-
hispánica y la literatura colonial pre-arcádica. También viene a la
mente el hecho de que las figuras principales de la arcadia mexicana
desaparecerán del panorama crítico poco después de la Revolución.
De hecho, como muestra Ruedas de la Serna (“De zagales” 107, n.
2), antes de su recuperación académica en la década de 1990, a la
que pertenece el artículo aquí citado, Henríquez Ureña fue el último
en escribir un texto de consideración sobre el género, exceptuando
quizá un periodo breve de recuperación en la década de 1950 de
parte de figuras como José Luis Martínez. No es poca cosa que el
CANON INTERRUPTUS: LA ANTOLOGÍA DEL CENTENARIO 67

género que inaugura la literatura nacional en un texto central a las


celebraciones porfiristas del Centenario desaparezca casi completa-
mente de los recuentos posteriores, borrado sobre todo por la
emergencia del barroquismo del siglo XVII como paradigma de la
literatura colonial. Esto se puede ver incluso en la evolución de Ur-
bina mismo al respecto. En la introducción a la Antología, Urbina
descarta por completo el legado barroco: “Los conceptistas y los
culteranos españoles habían atiborrado nuestra imitada literatura de
insana exuberancia, de falsas ornamentaciones, de oropelescas y ca-
prichosas joyas, de mal gusto” (I, XII-XIII). Este tipo de aseveracio-
nes, sin embargo, permitieron a Urbina sobrevivir la Revolución co-
mo figura señera de la crítica literaria, ya que su defensa de una lite-
ratura mexicana original era tan apta al proyecto posrevolucionario
como lo fue al porfirismo del Centenario. De hecho, es importante
recordar que la introducción a la Antología se republica como libro
en 1917, bajo el título de La literatura mexicana durante la guerra de In-
dependencia, sin las selecciones, demostrando la influencia cultural de
Urbina en los albores de la institucionalización literaria en México.

Nación, canon y transformaciones

En 1917 mismo, Urbina escribe una alternativa a su propia his-


toria, La vida literaria de México, donde la narrativa de la fundación de
la literatura nacional se presenta de manera distinta. A diferencia de
la idea de comenzar en 1810, Urbina sigue el mapa histórico de la
Evolución política del pueblo mexicano y cuestiona sus propias ideas res-
pecto a la literatura nacional. De esta manera, Urbina admite de su
punto de vista de 1910: “Y me ratifiqué: nuestra literatura es trans-
plantada, es genuina y netamente española” (La vida literaria 18). Sin
embargo, al admitir que “la mezcla de dos razas, la aborigen y la
conquistadora, que ha constituido el tipo del mexicano, del mestizo
(llamémosle con el nombre evocador) ha producido alteraciones fi-
siológicas que los sabios estudian en el fondo de sus gabinetes” (18;
nótese que “aborigen” es un término de Sierra), Urbina concluye
que, de igual manera, las formas transplantadas son sujetas a “alte-
raciones” que la crítica nacional debe identificar. Asimismo, La vida
literaria de México recupera a regañadientes la figura de Nezahualcó-
yotl, que, pese al poco conocimiento existente de las antiguas litera-
turas indígenas en esa época, es reconocida a partir de las traduccio-
68 IGNACIO M. SÁNCHEZ PRADO

nes de Fernando de Alva Ixtlilxóchitl como una primera instancia


de encuentro entre la (para Urbina de dudosa existencia) lírica indí-
gena y las tradiciones de autores como Fray Luis de León (44). Asi-
mismo, pese a su rechazo estético del gongorismo, Urbina comienza
el reconocimiento de figuras como Bernardo de Balbuena y Anto-
nio Saavedra Guzmán y concluye con la celebración de dos “espíri-
tus selectos” que, en tanto “indianos”, comienzan a preconizar la li-
teratura nacional: Sor Juana Inés de la Cruz y Juan Ruiz de Alarcón.
Este cambio en perspectiva acusa algunas de las transformacio-
nes tempranas en la noción de canon frente a lo establecido en la
Antología del Centenario. Por un lado, la emergencia de la población
rural en la conciencia de las clases letradas urbanas, cuyo punto
primero de articulación literaria es Los de abajo (1915), crea en la cla-
se intelectual el imperativo de recuperar las culturas indígenas ances-
trales como forma de otorgar raigambre nacional a una población
que, de repente, resultaba incomprensible. Ciertamente, el impulso
mayor a esta idea vino de parte de Manuel Gamio, cuyo Forjando Pa-
tria (1916) puso las primeras piedras en la construcción del indige-
nismo posrevolucionario, particularmente en la vertiente que de-
sembocaría en los estudios nahuas desarrollados por sus discípulos
Ángel María Garibay y Miguel León-Portilla. En el ámbito de las
letras, algunas figuras del Ateneo de la Juventud, a las que Urbina
precedía en edad, pero con las que comenzaba a competir por los
espacios de la crítica literaria, plantearon tanto la importancia de re-
cuperar las producciones literarias prehispánicas como la radical re-
valoración del legado hispano, gongorismo incluido, como narrativa
de fundación de lo nacional. De hecho, Alfonso Reyes, quizá la fi-
gura más señera en este sentido, dedicó una sección de su muy leído
ensayo “Visión de Anáhuac (1519)”, publicado también en Madrid
dos años antes del libro de Urbina, a una reproducción del cantar
nahua “Ninoyolnonotza”, estableciendo el primer comentario de
alto perfil de un texto indígena en el medio literario revolucionario.
Asimismo, Reyes dedicaría un amplio número de páginas, inclui-
das en volúmenes como las Vísperas de España, a una amplia recon-
sideración de la cultura ibérica y de los lazos que la unían a Hispa-
noamérica. No es de sorprenderse tampoco, que, años después, Re-
yes dedicara algunas páginas a Sor Juana y Juan Ruiz, así como li-
bros completos a la defensa del gongorismo: el emergente discurso
de la literatura nacional debía reconocer de manera más precisa los
CANON INTERRUPTUS: LA ANTOLOGÍA DEL CENTENARIO 69

ríos originales de la vertiente mestiza para ajustarse al discurso ofi-


cial del mestizaje que se construiría en el arco que va de Forjando Pa-
tria a La raza cósmica. En esta cartografía naciente, Urbina tuvo que
evolucionar su perspectiva para incluir esta nueva narrativa de ori-
gen como parte de su discurso de la literatura nacional. De hecho,
esto sucede incluso en la portada de su libro, decorada por una re-
producción de la Piedra de Sol y la Catedral Metropolitana, repre-
sentando de facto lo nacional como la yuxtaposición entre la cultura
azteca y el periodo colonial. Aunque Urbina no renuncia al recuento
de los arcadistas, queda claro que el nuevo énfasis en las figuras del
barroco desapareció por completo, casi hasta nuestros días, al siglo
XVIII de la literatura mexicana oficial6.
Más allá de los arcadistas, la lista de nombres que fueron casi
inmediatamente borrados del canon nacional es considerable. Entre
las selecciones de Sierra y sus antologadores se encontraba Manuel
de Lardizábal, un político indiano que pasó la mayor parte de su vi-
da en seminarios y en la corte en España, José Miguel Guridi y Al-
cocer, un teólogo que llegaría a puestos altos del gobierno de Indias
en la década de 1810, conocido por una autobiografía, y Francisco
Ortega, un abogado y diputado, autor de poemas amorosos meno-
res. Ambos escritores muestran un segundo punto central para
comprender el efímero carácter del canon independentista propues-
to por la antología: la apuesta por un campo literario íntimamente
ligado a lo político y, por ende, orgánicamente articulado a las es-
tructuras del poder. A partir, por lo menos, de la publicación de Las
corrientes literarias de la América Hispánica a principios de los 40, el pe-
riodo modernista ha sido entendido por la crítica como el primer
momento de emergencia de una literatura profesionalizada (“pura”
6
Otro factor que podría aducirse como evidencia es el retorno que, un par
de años más tarde, tendría el virreinalismo como alternativa para la construc-
ción de la literatura nacional. A partir de 1917, autores como Francisco Mon-
terde y Artemio de Valle-Arizpe comenzarán la escritura de novelas ubicadas en
el siglo XVII como forma de aducir que el pasado que valía la pena recuperar
se encontraba ahí. Ciertamente, estos intentos tienen antecedentes en el siglo
XIX, el más famoso de los cuales lo constituyen las novelas Monja, casada, virgen
y mártir y Martín Garatuza de Vicente Riva Palacio. Sin embargo, el progresismo
porfirista deja de lado estas producciones, lo cual explica en parte el énfasis de
los antologistas del Centenario en optar por un número importante de figuras
alineadas al neoclásico, que produjo discursos más cercanos al racionalismo
positivista que el barroco que Urbina descarta por su supuesta vulgaridad.
70 IGNACIO M. SÁNCHEZ PRADO

la llama Henríquez Ureña en su libro), lo que, a su vez, ha llevado al


estudio del modernismo como una cultura que, desde las revistas y
el mercado, comienza a generar ciertos espacios de autonomía7. Es-
to es cierto en México en la medida en que publicaciones como la
Revista Azul y la Revista Moderna de México, así como el creciente rol
que el periódico tuvo en el fin del siglo XIX. Sin embargo, como
recuerda Adela Pineda Franco respecto a este periodo, “la moderni-
zación desigual en América Latina no garantizó la total autonomía
de los campos de producción intelectual de este periodo” y, aunque
la Revista Azul muestra “una clara tendencia a la demarcación de un
campo literario autónomo, […] también promovió un imaginario
nacional vinculado a los idearios del Porfiriato” (84-85). Esta para-
doja modernista permitió, al emerger la “cultura pre-nacionalista”
de la que habla Rama, que las ideologías culturales promovidas des-
de el Estado pudieran tornarse en centro de gravedad de la forma-
ción del canon literario nacional. En estos términos, la presencia de
autores como Ortega o Guridi representa una apuesta por entroncar
en el canon una serie de escritores cuyo trabajo se relaciona direc-
tamente con sus funciones burocráticas y gubernamentales, algo que
mantiene abierto paralelo con positivistas como Sierra, quien man-
tenía un pie en el Estado y otro en movimientos culturales emergen-
tes como el Ateneo de la Juventud. Guridi es un caso peculiar ya
que sus Apuntes constituyen una autobiografía estilísticamente cer-
cana a las memorias de Fray Servando, cuyo estilo parco se com-
pensa con cierto tono picaresco. Urbina atribuye esto a sus “lecturas
francesas”, particularmente la del “ginebrino Juan Jacobo” (Rou-
sseau), algo que lo conecta paradójicamente con cierto proyecto
ilustrado más cercano a Mier o a Fernández de Lizardi.
El asunto de los géneros literarios también emerge en estas se-
lecciones. Los debates sobre la literatura nacional en los años pos-
revolucionarios se centraron, sobre todo, en cuestiones de poesía y
ficción. Por un lado, los grupos con mayor involucramiento en los
debates culturales –como los Estridentistas o los Contemporáneos–
eran principalmente poetas, mientras que los ejemplos aducidos in-
7
El libro clave en este argumento es Las máscaras democráticas del modernismo
de Rama, que constituye el punto de llegada de una serie de trabajos (que inclu-
yeron libros anteriores de Rama, el famoso trabajo de Françoise Perus sobre el
modernismo y los textos de los hermanos Henríquez Ureña) donde se dirimió
esta cuestión.
CANON INTERRUPTUS: LA ANTOLOGÍA DEL CENTENARIO 71

cluso por algunos de los bandos críticos provenían de la ficción: el


famoso artículo sobre la literatura viril de Francisco Monterde esta-
ba basado en una defensa del estilo de Mariano Azuela8. Si bien la
poesía tiene un lugar importante en la Antología del Centenario, lo cier-
to es que la ficción anterior a 1821 era más bien escasa y ni siquiera
la arqueología cultural de los antologadores pudo ir más allá de Li-
zardi. En estos términos, la prosa de la Independencia está repre-
sentada por una serie de géneros elegidos, por necesidades históri-
cas y políticas, al margen de estructuras de canonicidad más centra-
das en la estética y, por ende, más propias de un campo literario
autónomo.
De esta manera, la colección de memorias, autobiografías, ensa-
yos políticos y sermones que puebla las páginas de buena parte de la
Antología del Centenario refuerza cierta idea de literatura como mani-
festación de las aspiraciones políticas de la época. Dado que el cen-
tro de gravedad de las publicaciones de la Independencia (y del es-
tudio de Urbina al respecto) se localizaba en los periódicos que apa-
recían en los distintos bandos del conflicto independentista, prove-
yendo espacios de publicación para un espectro amplio de produc-
ciones que iban desde la poesía arcadista, pasando por la sátira li-
zardiana, hasta la épica insurgente, por no mencionar los manifies-
tos, ensayos y proclamas políticos, la Antología del Centenario logra
presentar una imagen convincente de una literatura esencialmente
pública, que emerge como evidencia del vigor intelectual de la na-
ción a conmemorar.
Si alguna conclusión conviene extraer del análisis que he presen-
tado hasta aquí, quizá sea el hecho de que la historicidad del canon
construido por la Antología del Centenario demuestra el profundo
cambio en la noción de literatura nacional y los estándares del cor-
pus que la componen. De las figuras representadas en el texto, sólo
dos permanecerían de manera incontestable en los debates posrevo-
lucionarios: Fray Servando Teresa de Mier, quien es retomado por
Reyes en las Vísperas de España como figura señera del hispanismo
americano9, y José Joaquín Fernández de Lizardi, cuya recuperación
crítica de parte de Jefferson Rea Spell lo consagraría como la figura
central de la literatura independiente. La rápida evolución de la An-

8
Véase Sánchez Prado, Naciones intelectuales, cap. I.
9
Véase Celina Manzoni, “Alfonso Reyes, lector de Fray Servando”.
72 IGNACIO M. SÁNCHEZ PRADO

tología, de monumental proyecto en el cenit de la política cultural


porfirista a inacabado y anacrónico testimonio de una literatura na-
cional que se desvaneció en el aire, es la muestra más clara del im-
pacto que la Revolución tuvo en la reconfiguración de la noción
misma de institucionalidad literaria en México. En el Porfiriato, la
clase modernista articuló una práctica intelectual que, dentro de su
conjunción entre el elitismo cosmopolita y los valores de la emer-
gente burguesía urbana (Pineda Franco 113), se transformó en la
base de una literatura nacional que autores como Sierra y Urbina co-
incidieron en señalar como evidencia tanto del espíritu original de la
nación letrada como de la capacidad de articular la nación a con-
memorar.
Siguiendo una vez más el argumento de Rama, la Antología del
Centenario sienta las bases de una cultura democrática nacional fun-
dada por la Revolución, en su capacidad de proveer parámetros de
una literatura nacional, pero, a la vez, su proyecto se ve interrumpi-
do por un movimiento social y cultural para el cual estéticas como el
neoclasicismo simplemente carecían de legibilidad. Como documen-
ta Jorge Aguilar Mora en Una muerte sencilla, justa, eterna, la cultura
posrevolucionaria de los primeros años se caracterizó por la nego-
ciación entre figuras directamente atadas a procesos emancipatorios
como la repartición de tierras (Lucio Blanco) y una clase literaria
que se adentra en territorios poco explorados de la subjetividad po-
pular, superando la ciencia positivista desde los ojos de la ficción
(Julio Torri, Nellie Campobello, Mariano Azuela). Desde esta pers-
pectiva, la publicación de Los de abajo de Azuela en 1915, en la re-
mota tierra de El Paso, lejos de la intelectualidad de la capital, fue el
golpe de gracia definitivo a la Antología del Centenario, dado que de la
obra de Azuela nació un nuevo parámetro de la literatura nacional a
partir del cual la literatura fundacional diseñada por Sierra, Urbina,
Henríquez Ureña y Rangel ya no podía ser la base. Cuando Urbina
publica sus conferencias de Madrid, aceptando a regañadientes nue-
vos personajes de la historia literaria que escaparon a su recuento
original, su perspectiva, junto con la del modernismo y el positivis-
mo, es ya un anacronismo. En 1917, con la Constitución Política,
nacería otra literatura nacional, un nuevo signo de los tiempos. Con
todo, en el nuevo centenario, en 2010, la Antología del Centenario pue-
de resurgir como una memoria importante, no sólo en testimonio
de una idea de la nación y la emancipación abruptamente interrum-
CANON INTERRUPTUS: LA ANTOLOGÍA DEL CENTENARIO 73

pida, sino como recordatorio del carácter potencialmente efímero


de los cánones que construimos en cada conmemoración10.

BIBLIOGRAFÍA

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Universidad de Guadalajara/Xalli, 1991
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Rama, Ángel. La ciudad letrada. Monterrey/Madrid: Universidad Autónoma de
Nuevo León/Fineo, 2009.
—. Las máscaras democráticas del modernismo. Montevideo: Arca/Fundación Ángel
Rama, 1985.

10
Como una nota final, vale la pena acotar que, tras su reedición de 1985, la
Antología fue recuperada como fuente de conocimiento de la literatura del siglo
XIX. En su catálogo sobre dicha literatura, publicado en 1991, Emmanuel Car-
ballo recupera algunas de las figuras de la Antología, como Ochoa y Guridi,
quienes rara vez aparecieron en textos anteriores a dicha reedición.
74 IGNACIO M. SÁNCHEZ PRADO

Reyes, Alfonso. Obras completas II. Visión de Anáhuac. Vísperas de España. Calenda-
rio. México: Fondo de Cultura Económica, 1956.
Ruedas de la Serna, Jorge. “De zagales y mayorales. Notas para la historia de la
arcadia en México”. En La República de las Letras. Asomos a la cultura escrita del
México decimonónico. Volumen I. Ambientes, asociaciones y grupos. Movimientos, te-
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México: Universidad Nacional Autónoma de México, 2005. 107-119.
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1917.
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