La Gama Ciega
La Gama Ciega
La Gama Ciega
Horacio Quiroga
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Había una vez un venado —una gama— que
tuvo dos hijos mellizos, cosa rara entre los
venados. Un gato montés se comió a uno de
ellos, y quedó sólo la hembra. Las otras gamas,
que la querían mucho, le hacían siempre
cosquillas en los costados.
Su madre le hacía repe r todas las mañanas, al
rayar el día, la oración de los venados. Y dice
así:
I
Hay que oler bien primero las hojas antes de
comerlas, porque algunas son venenosas.
II
Hay que mirar bien el río y quedarse quieto
antes de bajar a beber, para estar seguro de
que no hay yacarés.
III
Cada media hora hay que levantar bien alto la
cabeza y oler el viento, para sen r el olor del
gre.
IV
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Salió, pues, después de dejar a la gamita bien
oculta, y atravesó corriendo el monte, donde el
gre casi la alcanza. Cuando llegó a la guarida
de su amigo, no podía dar un paso más de
cansancio.
Este amigo era, como se ha dicho, un oso
hormiguero; pero era de una especie pequeña,
cuyos individuos enen un color amarillo, y por
encima del color amarillo una especie de
camiseta negra sujeta por dos cintas que pasan
por encima de los hombros. Tienen también la
cola prensil, porque viven siempre en los
árboles, y se cuelgan de la cola.
¿De dónde provenía la amistad estrecha entre
el Oso Hormiguero y el cazador?
Nadie lo sabía en el monte; pero alguna vez ha
de llegar el mo vo a nuestros oídos.
La pobre madre, pues, llegó hasta el cubil del
oso hormiguero.
—¡Tan! ¡Tan! ¡Tan! —llamó jadeante.
—¿Quién es? —respondió el Oso Hormiguero.
—¡Soy yo, la gama!
ti
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de un gran árbol, durante veinte días
interminables. Adentro no se veía nada.
Por n una mañana la madre apartó con la
cabeza el gran montón de ramas que había
arrimado al hueco del árbol para que no
entrara luz, y la gamita con sus lentes amarillos,
salió corriendo y gritando:
—¡Veo, mamá! ¡Ya veo todo!
Y la gama, recostando la cabeza en una rama,
lloraba también de alegría, al ver curada su
gamita.
Y se curó del todo. Pero aunque curada, y sana
y contenta, la gamita tenía un secreto que la
entristecía. Y el secreto era éste: ella quería a
toda costa pagarle al hombre que tan bueno
había sido con ella, y no sabía cómo.
Hasta que un día creyó haber encontrado el
medio. Se puso a recorrer la orilla de las
lagunas y bañados, buscando plumas de garza
para llevarle al cazador. El cazador, por su
parte, se acordaba a veces de aquella gamita
ciega que él había curado.
fi
FIN
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