Estado de Gracia
Estado de Gracia
Estado de Gracia
Es simple, si nos enfocamos en hacer la voluntad de Dios, veremos cómo cambia nuestra vida y
nuestra relación con Dios. Y es que vivir como Jesucristo nos enseña nos hace libres. Empezamos a
actuar con mucha más seguridad y entusiasmo. Nos abre los sentidos y empezamos a ver con
mucha más claridad para qué vivimos y cuál es nuestra meta. Es verdad. Experimentar esta gracia
nos hace ser personas mucho más agradecidas y felices.
Contestamos:
- ¿Tengo un corazón agradecido?
- ¿Le doy las gracias a Dios por todo lo que hace cada día por
mí?
Dime tus obras y te diré qué tan santo eres; recuerda que
llegamos a la santidad a través de las buenas obras y nuestra humildad de corazón. Por la gracia y
la generosidad, Dios envía a su hijo hecho hombre para que aquel que crea en él no muera, más
tenga vida eterna. (Jn 3:16).
¿QUÉ PASA SI NO VIVIMOS EN LA GRACIA DE DIOS?
- Perdemos de vista nuestro propósito. No sabemos para qué vivimos ni a
dónde vamos después de la muerte, sin ella se nos hace muy difícil cumplir
los mandamientos.
- Tenemos dificultad en ser agradecidos con Dios.
- Nuestra vida no tiene sentido.
- No sentimos a Dios en nosotros.
Su gracia va más allá de nuestra salvación, su generosidad es inagotable, su amor no tiene límites.
Así es el amor de Dios por nosotros.
«Donde había proliferado el pecado, sobreabunda la gracia» (Rm 5:20)
La gracia santificante es la gracia infundida en nuestra alma a través del Espíritu Santo para
limpiarnos del pecado y santificar nuestra vida. Es el don que lleva el alma a la comunión con Dios y
a obrar con amor y comprensión. En ésta también se encuentran los dones espirituales o carismas
que tienen como propósito la edificación y el bien común de la iglesia. (1 Co 12). Dios nos ha dado
diferentes dones, algunos somos buenos para cantar, otros para trabajos manuales, otros para servir
a los enfermos y así.
Dice las escrituras: «el que haya recibido el don de enseñar, que se dedique a la enseñanza” (Rm
12:6-7).
Si te das cuenta, esta palabra nos revela la importancia de poner a trabajar nuestros talentos,
nuestra vocación. Hacer esto de buena voluntad es lo que nos garantiza un trabajo exitoso.
Nosotros tenemos la necesidad de esta gracia de Dios. Ella nos ayuda a conocer a nuestro creador
así como también, conocer nuestra propia historia. La gracia de Dios es la que ilumina nuestra vida,
nos ayuda a combatir el pecado, nos concede los dones y nos lleva a la santidad.
La gracia de Cristo es el don gratuito que Dios nos hace de su vida infundida por el Espíritu Santo en
nuestra alma para sanarla del pecado y santificarla: es la gracia santificante o divinizadora, recibida
en el Bautismo.
La gracia santificante es un don habitual, una disposición estable y sobrenatural que perfecciona al
alma para hacerla capaz de vivir con Dios, de obrar por su amor. Se debe distinguir entre la gracia
habitual, disposición permanente para vivir y obrar según la vocación divina, y las gracias actuales,
que designan las intervenciones divinas que están en el origen de la conversión o en el curso de la
obra de la santificación.
La gracia es, ante todo y principalmente, el don del Espíritu que nos justifica y nos santifica. Pero la
gracia comprende también los dones que el Espíritu Santo nos concede para asociarnos a su obra,
para hacernos capaces de colaborar en la salvación de los otros y en el crecimiento del Cuerpo de
Cristo, que es la Iglesia. Estas son las gracias sacramentales, dones propios de los distintos
sacramentos. Son además las gracias especiales, llamadas también carismas, según el término
griego empleado por san Pablo, y que significa favor, don gratuito, beneficio (cf LG 12). Cualquiera
que sea su carácter, a veces extraordinario, como el don de milagros o de lenguas, los carismas
están ordenados a la gracia santificante y tienen por fin el bien común de la Iglesia. Están al servicio
de la caridad, que edifica la Iglesia (cf 1 Co 12).
Los hijos de la Santa Madre Iglesia esperan justamente la gracia de la perseverancia final y de la
recompensa de Dios, su Padre, por las obras buenas realizadas con su gracia en comunión con
Jesús (cf Concilio de Trento: DS 1576). Siguiendo la misma norma de vida, los creyentes comparten
la “bienaventurada esperanza” de aquellos a los que la misericordia divina congrega en la “Ciudad
Santa, la nueva Jerusalén, [...] que baja del cielo, de junto a Dios, engalanada como una novia
ataviada para su esposo” (Ap 21, 2).