5 Cuentos de Barro

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Tranquera

Como el alfarero de Ilobasco modela sus muñecos de barro: sus viejos de


cabeza temblona, sus jarritos, sus molenderas, sus gallos de pitiyo, sus
chivos patas de clavo, sus indios cacaxteros y en fin, sus batidores panzudos;
así, con las manos untadas de realismo; con toscas manotadas y uno que
otro sobón rítmico, he modelado mis Cuentos de Barro.
Después de la hornada, los más rebeldes salieron con pedazos un tanto
crudos; uno que otro se descantilló; éste salió medio rajado y aquél boliado
dialtiro; dos o tres se hicieron chingastes. Pobrecitos mis cuentos de barro...
Nada son entre los miles de cuentos bellos que brotan día a día; por no estar
hechos en torno, van deformes, toscos, viciados; porque, ¿qué saben los
nervios de línea pura, de curva armónica? ¿Qué sabe el rojizo tinte de la
tierra quemada de lakas y barnices?; y el palito rayador, ¿qué sabe de las
habilidades del buril?... Pero del barro del alma están hechos; y donde se
sacó el material un hoyito queda, que los inviernos interiores han llenado de
melancolía. Un vacío queda allí donde arrancamos para dar, y ese vacío
sangra satisfacción y buena voluntad.
Allí va esa hornada de cuenteretes, medio crudos por falta de leña: el sol se
encargará de irlos tostando.
En la línea

Todos los días pasaba la ciudad cuatro veces, dos de ida, dos de vuelta.
Paraba allí un momento, con su vocerío y su vender y comprar, con su cosa
de clases y alcurnias y con sus lenguas exóticas. Cuando se alejaba la
estación quedaba otra vez en el grato abandono del campo, solita a la
sombra de la montaña, con sus plátanos de hojas dormilonas en la brisa, y
sus madrecacaos vestidos de encaje. La paz contaba gotas en el vertidero
cercano, entre quequeshques de grandes hojas, envidiadas por el elefante
negro del tanque bebedero, que no tenía orejas para sacudirse los mosquitos.
Cuando el tren se había perdido en el recodo; cuando sólo se oía ya el rodar
sordo de torrentera y apenas, al cruzar un corte lejano, se miraba el bíceps
apurado de la locomotora color de clarinero, que iba hundiéndose en el viento
con su cola de rojo- quemado, la sombra enfrente de la estación se hacía
más ancha y más fresca, volvían a oírse los gallos y el chiflido del viento en
los alambres del teléfono. El volcán estaba enfrente, enmontañado y
silencioso; las nubes inclinadas miraban indolentes, perezosas y adormiladas
los cuadritos de los sembrados y aradas; y en la oquedad de la casita de
madera y lámina se oía el aparatito del telégrafo, picando letras, como
paloma mensajera de ávido buche.
Había detrás una hortaliza que el viejo Jefe de Estación, lampiño y célibe,
regaba balanceando la regadera con la unción de quien fumiga un altar. Un
mozo dormía despernancado en la banca de la plataforma; y allá, junto al
cerco del potrero, que se perdía en lejanas hondonadas, un caballo blanco
dormitaba de pie, esperando la caricia cuotidiana del viejo, quien al pasar con
la regadera vacía, le palmeaba la tabla reluciente del cuello.
Había para el Jefe de Estación largas horas de recreo, como para los niños
de escuela. Él jugaba entonces a regar; a sembrar nuevas eras; a llenar el
filtro; a poner fruta en la jaula de las chiltotas; a coger la toalla, el guacal de
lata y el jabón diolor y meterse en la caseta de lámina sin techo, donde había
un barril de hierro rebalsando de frescura; a sentarse en la perezosa de lona
mugrienta, para leer con sus anteojos rajados el diario tardío; a contemplar,
puesto en jarras y la cabeza echada a la espalda, como pasaban las
manchas de pericos bulliciosos, o a dormir en la hamaquita, con sueño
alígero de cumplidor de deberes. Era un buen hombre y un hombre feliz.
***
Un día, acababa de nacer la manada de pollos, cuando no había aún llegado
el primer tren, mientras se sacaba de la planta del pie una espina de ishcanal
que le había atravesado la suela, sonó el timbre del teléfono. Renqueando se
acercó al aparato y dio varias vueltas a aquella manivela, que zumbaba
siempre como abejorro de alarma que acongoja el corazón. Le hablaban de la
estación terminal, y de orden del Gerente pasaría el lunes a otra estación.
Colgó el audífono con la lentitud y parsimonia de quien coloca una corona
sobre una tumba. Todo aquel amor del paisaje y del hogar estaba destruido;
destruido como por un huracán, como por un terremoto, como por un
incendio, sin que pasara nada... Cuando el pito del tren sonó en la distancia,
él lo confundió con un sollozo demasiado retenido, que se hace grito en las
entrañas. Luego comprendió. Se enjugó los ojos con la manga negra; hizo, a
su pesar, unos cuantos pucheros con su boca sin dientes, y se preparó a
recibir el convoy, la ciudad errante de los que no comprenden ni aprecian la
paz y la soledad
El entierro

Cumbreaba la tarde, cuando de las últimas casas salía el entierro de ño


Justo. Todos iban achorcholados y silencios. Una nube corrediza había
regado el camino, perfumándolo, esponjándolo, refrescándolo. Se mezclaba
el olor del suelo, con el tufíto de las candelas que llevaban las viejas. El renco
Higinio caminaba delante del cajón. A cada paso parecía que iba a
arrodillarse; daba la impresión de llevar meciendo un incensario. Todos iban
achorcholados; el arrastre de los caites cepillaba los credos, que salían como
de un cántaro a medio llenar. "Chorchíngalo" llevaba el racimo de sombreros;
cargaban Atanasio, Catino, don Juan y don Daví.
Cumbreaba la tarde, chispeando en lo ricién mojado. Los cerros barbudos se
ahogaban en la sombra, sacando apenas las narices para respirar. La brisa
mecía las frondas, que asperjeaban el cajón como un hisopo. A lo lejos, lejos,
lejos, allá por las Honduras, llovía ceniza caliente.
Atrás jue quedando el grito herido de la Tana; la casa chele de Juan Barona;
los tapiales de adobe, cundidos de reseda; la pilita seca; la caseta de la
ronda, con su cruz verde pegoteada de papeles de color.
El camino empezaba a bajar por el barrial. Al fondo atravesaba, sobando los
talpetates, el riíto de Miadegüey. A los lados, en el explayado de arena,
crecían berros. Pasó el amatón de la Fermina; el rancho de Lolo; subieron la
cuesta del Chichicastal, y entraron de nuevo en tierra llana. A lo lejos,
cabezonas, se miraban las ceibas del pantión, ya borrosas en el callar.
Felipe aventuró:

¿Juiste anoche al velorio, oyó?...

Sí jui...

Yo no jui, pero vengo al entierro del juneral.
Caminaban cada vez más a prisa, por la noche que se desmoronaba poco a
poco sobre el campo.
Pararon para cambiar los cargantes, porque ya pujaban mucho. Los dos
alambres del telégrafo iban siguiéndolos de poste en poste; se detenían,
curiosos, en los aisladores, mirándoles con los ojos verdes; a veces, se
enmontaban por las barrancas, e iban a salirles adelante. Parecía como si
quisieran pasar al otro lado del camino y el entierro se lo impidiera, llegando
siempre en aquel momento preciso.
Cada vez se oía más el golpe de los tacones sobre la panza del camino. Las
llamitas de las candelas se habían volado, haciéndose estrellas. Poco a poco
oscurecía; no se vio ya sino el brocal pasmado del cielo. Sólo se oía el
cepillar de los caites; el golpetear de los tacones; el rechinar del cajón; el
pujar de los cargantes, y aquel credo que seguía el entierro como una cola de
moscarrones. De cuando en cuando se trompezaba alguien, y se oía un
brusco: "¡piedra hijesesenta mil!...". También se oía una que otra escupida,
con su húmedo ¡jaashup!..., o la tos cascada de alguna vieja.
Ya no se veiya. Por ratos, en los claros, se pintaban las curvas prietas de los
alambres, que no habían aún logrado pasar.
Ya cuando era imposible ver, don Daví encendió el farol. Iba con el trapo de
luz por el pelado camino. Sus calzones blancos se miraban moverse en la
lumbre, como ánimas en pena. De cuando en vez saltaba una piedra, en
medio de la luz, con el hocico abierto y amenazador. En un descruce,
relampaguearon los ojos de brasa de un chucho, que se aculaba aterrorizado.
Como diablos negros iban bailando los troncos, detrás del cerco. Por fin
llegaron a las tapias del pantión. Otro farol esperaba en la puerta.

¿Qué jue que les cogió la noche, hombre?

Cabsa la Tana...

¡A la gran babosa! Ya mero nos íbamos: hemos oído ruidos en los
mucsoleyos.

¿Eeee?...
Entraron. A la luz ladrante de los faroles, las tumbas tendían sábanas
repentinas, algunas de ellas desgarradas o sucias.
Bajo el pino grande, estaba el hoyo de ño Justo. Lo jueron bajando con lazos.
El cajón crujía, lastimero. Los faroles, bajeros, alumbraban un mundo de pies
curiosos, al borde del hoyo. Topó. Sacaron los lazos a choyones. Después, la
pala implacable empezó a tirar tierra. Cáiba la tierra negra, con sordo
aporreo. La pala chasqueaba la lengua, al coger; y el hoyo oblongo eructaba
al recibir. Los pies se habían ido saliendo de la luz, como cusucos asustados.
De dos en dos, de tres en tres, de cuatro en cuatro, las gentes habían ido
regresando. Regresaban animadas. Alguno cantaba. Los deudos gimoteaban
al haz del hoyo, ya casi colmado. Las dos enormes ceibas se lazaban en la
oscuridad, como un solo coágulo de noche. Las estrellas, encorraladas ya,
rumiaban orito
La Ziguanaba

Pedro estaba metido dos veces en la noche; una, porque era noctámbulo, y otra,
porque era pescador. La noche prieta se había hundido en la poza, y Pedro,
metido en el agua hasta la cintura, arronjaba la atarraya. Cuando la malla caiba,
los plomos chiflaban al hundirse. Una luz de escurana, luz acerosa y helada
fingía pescados. Hacía frío. Pedro iba recogiendo, recogiendo. Algún chiribisco
aparecía primero, negrito y puyudo. Pedro se estaba desenredándolo. Su
paciencia rimaba con el callar. Las hojas, trabadas, mentían pepescas. Cerca de
los plomos venía la plata vivita y coleando. Un pocuyo enhebraba su "¡caballero,
caballero!" detrás de la palazón tupida de los huiscoyoles.
Pedro llamó al ayudante. Era el cipote de Natividá.

¡Oyó... tréme la bolsa!
El cipote se metió al río; y, empujando el agua con las rodillas, llegó hasta el
pescador y le alargó la matata.

¿Cayen, O?

¡Sí, O!..., chimbolos y juilines, nomás.

¡Ya quizá va maneciendo, O!...
Pedro metió la mano llena de luz en la cebadera, mientras miraba las estrellas,
con la boca abierta.
—Ya mero son las cuatro, vos.

¡Tá haciendo friyo, O!...

Es que está golpiada lagua...

¡Sentí que me soplaban la nuca!...

¿Eee?...

¡Horita!...

¡Yastás vos con miedo!...

¡Me da miedo la Zigua...

¡Qué cobija sos, oyó! ¿Quién siasusta por babosadas?
El cipote temblaba, un poco de frío, un poco de miedo.

Monos, oyó; miacaban de soplar otra vuelta. ¡Monos, te digo!
Se puso a gemir. Pedro desenredó, con el último pescado, un poco de alarma.

¡No siás cobija, vos; ya no te güelvo a trer!...
En aquella noche casi oscura, constelada arriba cobardemente, constelada
abajo por las escamas de los peces y por el silencioso telar de luz de las
luciérnagas, un ruido extraño, estridente como la carcajada de una vieja, puso
toques eléctricos de pavor en los nervios de los pescadores. Después, todo
quedó mudo. El cipote se había agarrado, temblando, de los brazos de Pedro.

¡Agüén, qué fuéso?.. . ¡Amonós, vos!
El muchacho lloraba. Pedro se echó la atarraya al hombro; cogió el sombrero
que había dejado en la arena, y llevando casi a rastras al cipote, emprendió
carrera, vereda arriba. Al llegar al camino de los llanos, un bostezo azul del día
los paró. Clareaba.

¡Achís, O, ya maneció!...
El miedo se había deshecho, dulzoso, como un terrón de azúcar en un guacal
de agua fresca.
Suspiraron.

¿Y vos crés en la Zigua, O?

Yo no, ¿y vos?

¡Yo no creyó! Si querés, vamos a ver qué jue eso.

Andá vos, aquí tespero.
El cipote se sentó en una piedra y se puso a chiflarle un son al manecer. Pedro
bajó valientemente al río. Aún quedaban tasajos de noche en los barrancos.
Caminó río abajo. Sobre unos peñascos, descubrió un chilamate que tenía una
rama desgajada. Era una rama gruesa. El blanco corazón del palo, había
quedado al descubierto y vomitaba hormigas.
Cuando el muchacho le vio llegar, sonriente, le preguntó:

¿Qué jue, O?

¡Es un palo que siá reído, O!
Virgen de Ludres
En el suave momento en que la tarde se bía puesto a sonrír, la virgen blanca
que estaba en un hueco de la peña, se puso amariya, amariya de una
luzazón dorada, que cáiba del cielo, sin que se viera de qué sol. Pringaba.
Las hojas de los quequeshques tabón llorando, tal vez defriyo, tal vez de
tristes, por el temporal que no amenguaba. El farolito colorado quiantes no se
veiya, siba haciendo flor en la escurana: flor tinta como la jila, como la
pascua, como la flor de fuego.
La Candelaria siarrimó a la baranda de la gruta. Se bía tapado la cabeza con
el chal desteñido; tenía apretado entre las manos el pañal que le servía de
pañuelo; como en los quequeshques por su cara barriosa se deslizaban
lágrimas. Ispió, tímida, pa todos lados; se hincó... Naide pasaba... Miró para
arriba, hasta la virgen, mientras mordía la punta del chal.

Virgen de Ludres —murmuró— hacéme la mercé que te pido; vos bien tas al
tanto e la pobreza diúno; ha caido el otro con un dolor, el mesmo del muerto;
alentálo, madre, por el amor de Dios.
Se creyó obligada a permanecer de rodillas todavía un gran rato. Seguía
pringando. Ya la luz dorada, aquella luz de lejana quemasón, se bía
extinguido. La virgen blanca, que tenía las manos juntas, bía quedado en el
hoyo oscuro, como una luna enferma. El farol de vidrio echaba sangre sobre
las peñas.
La Candelaria se persinó despacito; dulce y humilde, se alejó, pegadita al
cerco, por el camino oscuro. Ya no lloraba y apresuraba cada vez más el
paso, para llegar al pueblo. Sombras con zapatos pasaban presurosas a su
lado, haciéndola estremecerse de temor por un desmando de los hombres. A
la entrada del pueblo, frente a la puerta en luz de la primera casa, se detuvo.

Noches le dé Dios, ña Tona...

Noches te dé Dios, Cande. ¡Avemariapurísima, hastoy venís?

Sí pué; es que se me ojreció pasar a la gruta, pa pedirle a la virgen, porque
¡emagínese que se mestán muriendo los cuchitos!

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